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Para empezar este tema, os pido que recordéis la serie de grabados conocidos como Nova
reperta que fueron presentados en el tema 1. Se trataba de las grandes “invenciones” fruto
del ingenio humano que habían supuesto la superación del mundo medieval y el paso a la
primera Modernidad.
Uno de esos “nuevos hallazgos” fue la imprenta, como se puede ver aquí en el grabado
“Impressio librorum” que formaba parte de la serie original de estampas de Stradanus (Jan Van
der Straet)
Potest ut una vox capi aure plurima / Linunt ita una scripta mille paginas
[De la misma forma que una sola voz puede captar la atención de muchos, así una sola
página escrita [impresa] se despliega en otro millar de páginas]
La imprenta tipográfica europea fue inventada por Johannes Gutenberg (Johann Gensfleisch)
hacia mediados del siglo XV. Antes ya habían existido en Europa formas de copia de textos a
través de tacos de madera xilográficos y, por supuesto, había formas de imprenta de este
tipo en Corea, Japón y China desde siglos atrás.
De un lado, su importancia fue capital para la difusión de la propaganda regia –la imprenta
fue un medio utilísimo para la absolutización monárquica-, pero también terminó siendo un
instrumento de la opinión pública y, en consecuencia, de la transformación social que puso
fin al Antiguo Régimen.
De otro, la difusión fue capital para la difusión de las nuevas ideas de las reformas católica y
protestantes o para la difusión de modelos identitarios, como –recordad- el del cortesano, o
para la lucha entre confesiones o el debate científico.
Todo esto sin olvidar que dio lugar al público y al autor propiamente modernos, como
también veremos en este tema.
Por todo ello, se comprende bien que, desde una visión diacrónica de la Edad Moderna, se
haya considerado una revolución y a Gutenberg un revolucionario. Sin embargo, una visión
sincrónica de la imprenta nos permite considerar que no fue tan revolucionaria como
quisieron los ilustrados del XVIII y los románticos del siglo XIX.
Sin embargo, como mostró Eisenstein, la tipografía llegó a una Europa tardomedieval donde
existía un complejo tejido de empresarios y oficiales dedicado a la copia de manuscritos para
su venta. Se trata del mundo de los cartolai del Renacimiento italiano que hacían copias por
encargo o, incluso, disponían de un stock de textos a disposición de los posibles
compradores.
El sistema de los cartolai –se toma el nombre de los italianos para llamar a todos los
empresarios con talleres de copia- distaba mucho del mundo de los scriptoria monásticos
plenamente medievales.
Por decirlo de alguna manera expresiva, la copia manuscrita en tiempos de Gutenberg no tenía
nada que ver con el mundo de El nombre de la rosa de Umberto Eco:
De otro lado, los cartolai trabajaron para una demanda fundamentalmente urbana,
desarrollando su actividad en ciudades con comunidades letradas o en las que se precisaran
libros. Estas ciudades podían tener tribunales de justicia, universidades, cabildos eclesiásticos o
cortes nobiliarias o regias. Para ellos copiaban por encargo:
biblias, comentarios de las Escrituras, padres de la Iglesia, grandes teólogos, etc.
textos jurídicos del Derecho Común y Canónico, así como sus numerosos
comentaristas, colecciones de sentencias, etc.
autoridades antiguas y medievales (Aristóteles, Dioscórides, Galeno, Ptolomeo,
Virgilio, Horacio, Cicerón, etc.)
libros de horas, textos devocionales, literatura cortés, etc.
Podían, también, tener copias en stock de todos esta tipología textual para cualquier posible
cliente.
Es a este mercado en el que hay un catálogo amplio y un público ya existente al que llega
Gutenberg con su invención tipográfica. Como se ve, no es propiamente el mundo de los
scriptoria medievales que, aunque tenían una circulación de ejemplares, no puede
compararse tópicamente con el ágil mercado de los cartolai.
El primer libro impreso por Johannes Gutenberg se cree que fue la Biblia de
Maguncia, Mazarina, en honor al Cardenal que poseyó un ejemplar, o de dos columnas,
hacia 1455.
La imprenta de Gutenberg trabaja con TIPOS que correspondían a cada una de las
letras del alfabeto, así como a signos de puntuación,diptongos, etc, METÁLICOS, lo que
garantizaba una mayor duración y hacía posible que fuesen fundidos cuando se agotasen
(cansasen) para volver a crear con el metal resultante nuevos tipos, y MÓVILES, es decir que
podían ser empleados en más de una ocasión.
La idea de MOVILIDAD de los tipos es sumamente importante porque hacía posible
reutilizar tipos empleados para otros textos anteriores.
Con los tipos se creaban los llamados FORMAS o MOLDES que una vez entintados se
llevaban a una imprenta en la que se habían dispuesto PLIEGOS DE PAPEL para que se
desarrollase la tarea de TIRAR, es decir, de presionar fuertemente con un TORNILLO para que
el MOLDE quedase impreso o estampado sobre el papel. Más tarde los pliegos estampados se
secaban sobre cuerdas y, una vez secos, se doblaban para formar los cuadernillos que
componían el libro.
Si volvemos a la imagen de Stradanus, podéis ver las cajas en las que se ordenaban los
distintos tipos (mayúsculas, minúsculas, espacios en blanco, etc.), así como a varios
componedores que copian el texto que tienen ante los ojos o que les dictan en voz alta, un
oficial entintando un molde con una especie de tampones, los pliegos estampados colgando
para secarse, el tirador que se ocupa de la prensa, un aprendiz colocando los pliegos juntos
para ser doblados, las cenizas con las que se preparaba la tinta para imprimir, etc.
Este hecho nos permite hablar del carácter mercantil de la imprenta manual desde
mediados del siglo XV. Para comprender a Gutenberg y a sus seguidores no debemos pensar
en los “padres” de un nuevo mundo intelectual, sino en los interesados mercaderes que,
salvo excepciones, producían libros para enriquecerse, buscando hacerse un lugar en un
mercado que, recordadlo, ya existía y era el que servían los cartolai.
Sin duda, los primeros libros mantuvieron el catálogo de los cartolai y su mercado de
copias por encargo o en stock. Los impresores, frente a lo que quiere la leyenda de Gutenberg,
no se unieron a las nuevas ideas del cambio revolucionario. Sino que hicieron que reforzaron el
papel del conocimiento asentado, el saber de las autoridades, ante todo organicistas que eran
las más demandadas.
Fue gracias a su mecánica fría y a sus capacidades de difusión estándar por lo que la
imprenta tuvo efectos que podemos calificar de revolucionarios. Gracias a sus más libros,
más baratos, en menos tiempo y más iguales ayudaron a la “aceleración” de procesos
históricos de larga duración como la absolutización de los príncipes, el cambio científico, la
reforma religiosa, la globalización o la transformación social de la esfera pública.
Pero lo primero que conllevó la imprenta fue la creación de un autor moderno que
escribe para un público de lectores también plenamente moderno.
La imprenta y el surgimiento del autor individualizado y del público masivo
modernos.
La historia de la autoría y del público sufrió una transformación crucial gracias a la llegada de la
imprenta y a su progresiva implantación. El horizonte último del proceso es la creación de una
figura de autor plenamente individualizado y reconocible para una masa indiscriminada de
lectores/oyentes de lectura que no se conocen entre sí y que se reúnen para formar el público
de ese autor o de un género determinado.
Este proceso se conoce con el nombre de heroicización del autor, es decir, de un autor
convertido en una celebridad en su propia vida gracias a que sus obras han pasado por la
imprenta y se han difundido en miles de copias idénticas o casi idénticas. A medida que el
autor se convierte en una suerte de héroe de la creación –aquí está el origen de los
intelectuales contemporáneos-, el público se hace más y más difuso, masivo, indiscriminado.
Autores como Erasmo o Pietro Aretino en el siglo XVI, Descartes en el XVII o Voltaire,
Rousseau, Diderot y muchos otros se convirtieron en figuras de esta nueva autoría. Por lo
general, su retrato grabado personal estaba incluido en sus obras que se difundían impresas y
se produjeron los primeros fenómenos de autor celebridad, como el citado Aretino que era
visitado por curiosos que pasaban por Venecia para conocerlo.
Frente a esta individualización del autor como creador genial, el mundo del manuscrito
anterior a Gutenberg se caracterizaba por reconocer estatuto autorial –es decir, la condición
en parte de autor- hasta a cuatro figuras:
En tiempos tipográficos, la figura autorial privilegiada va a ser la del autor individual, que es la
que se va a convertir en un “reclamo” comercial para los empresarios de la imprenta y cuyo
nombre van a privilegiar en las portadas, como ya hemos dicho.
Como hemos adelantado, la imprenta también fue responsable del surgimiento del público
moderno. Antes nos referíamos al público moderno como a una masa indiscriminada de
lectores/oyentes de lectura que no se conocen entre sí y que se reúnen para formar el público
de ese autor o de un género determinado.
Siempre ha habido públicos para los textos, pero sólo la imprenta permite la creación de un
público moderno porque éste exige que sea masivo e indiscriminado, es decir que un número
muy grande de personas pertenecientes a grupos sociales y políticos, de edad o de sexo
distintos se unan entre sí porque leen/oyen leer las obras de un autor (Cervantes) o de un
género determinado (novelas, libros de caballerías). Además, frente a la variabilidad textual de
los textos manuscritos, la imprenta hace posible que lean textos estandarizados. Es decir,
clérigos, nobles, mercaderes, doncellas, ancianos, jóvenes, campesinos, etc., etc. leen/oyen
leer el mismo texto.
Por ejemplo, leed con atención este pasaje de Don Quijote en el que se muestra cómo
personas de distintos estamentos, edades y géneros se han “agrupado” en torno a un género
determinado, el de los libros de caballerías:
Que trata de lo que sucedió en la venta a toda la cuadrilla de Don Quijote (I,32)
Y como el cura dijese que los libros de caballerías que Don Quijote [hidalgo] había
leído le habían vuelto el juicio, dijo el ventero: No sé yo como puede ser eso, que en
verdad que a lo que yo entiendo no hay mejor lectura en el mundo, y que tengo ahí
dos o tres dellos, con otros papeles que verdaderamente me han dado la vida, no sólo
a mí, sino a otros muchos, porque cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí las
fiestas muchos segadores, y siempre hay alguno que sabe leer, el cual coge uno destos
libros en las manos, y rodeámonos dél más de treinta, y estámosle escuchándole con
tanto gusto, que nos quita mil canas. A lo menos de mí sé decir que cuando oigo decir
aquellos foribundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de
hacer otro tanto, y que querría estar oyéndolos noches y días. Y yo ni más ni menos,
dijo la ventera, porque nunca tengo buen rato en mi casa sino aquel que vos estáis
escuchando leer, que estáis tan embobado que no os acordáis de reñir por entonces.
Así es la verdad, dijo Maritornes, y a buena fe que yo también gusto mucho de oír
aquellas cosas, que son muy lindas, y más cuando cuentan que se está la otra señora
debajo de unos naranjos abrazada con su caballero, y que les está una dueña
haciéndoles la guarda, muerta de envidia y con mucho sobresalto. Digo que todo esto
es cosa de mieles.
Y a vos, ¿qué os parece, señora doncella?, dijo el cura hablando con la hija del ventero.
No sé, señor, en mi ánima, respondió ella. También yo lo escucho, y en verdad que
aunque no lo entiendo, que recibo gusto en oíllo; pero no gusto yo de los golpes de
que mi padre gusta, sino de las lamentaciones que los caballeros hacen cuando están
ausentes de sus señoras, que en verdad que algunas veces me hacen llorar de
compasión que les tengo. ¿Luego bien las remediárades vos, señora doncella, dijo
Dorotea, si por vos lloraran? No sé lo que me hiciera, respondió la moza, sólo sé que
hay algunas señoras de aquellas tan crueles, que las llaman sus caballeros tigres y
leones, y otras mil inmundicias; y, ¡Jesús!, yo no sé qué gente es aquella tan desalmada
y tan sin conciencia, que por no mirar a un hombre honrado, le dejan que se muera o
que se vuelva loco. Yo no sé para qué hacer tanto melindre; si lo hacen de honradas,
cásense con ellos, que ellos no desean otra cosa. Calla niña, dijo la ventera, que parece
que sabes mucho destas cosas, y no está bien a las doncellas saber ni hablar tanto.
Como me lo preguntaba este señor, respondió ella, no pude dejar de responderle.
Este texto cervantino es uno de los mejores testimonios de la lectura en voz alta, un
fenómeno del que ya hemos hablado al exponer la circulación cultural de la Edad Moderna.
Como veis, los analfabetos podían formar parte del público de los libros de caballerías porque,
aunque no leían por sí mismos, podían acceder al contenido textual a través de alguien que sí
estuviera alfabetizado.
La lectura en voz alta no sólo se empleaba para difundir textos letrados entre
analfabetos, sino que era una práctica muy común en la cultura letrada, de cuya dimensión
oral ya hemos tenido ocasión de hablar en temas anteriores. Por tanto, la lectura en voz alta
se produjo también en los ámbitos letrados, como la vida de corte o la vida de los eclesiásticos.
Normalmente, se oía leer en el momento de la comida o tras las cenas antes de acostarse: la
lectura era grupal y se podría decir que dramatizada, pues el lector/la lectora gesticulaba y
solía hacer algún tipo de registro de voces (más graves, más suaves, etc. según la condición de
quien participara en la narración.
Aquilea leyendo en voz alta para otras mujeres en La lozana andaluza de F.Delicado (1529)
Las modalidades de lectura son un buen ejemplo de las diferencias entre miradas diacrónicas y
miradas sincrónicas en historia cultural. Desde un punto de vista diacrónica, la lectura silente
es la única forma de lectura reconocible hoy en día para nuestros parámetros. La lectura
rumiada sólo conservaría en ambientes espirituales. La lectura en voz alta apenas ha quedado
reducida a las poesías y algunas lecturas dramatizadas. Sin embargo, desde el punto de vista
sincrónico, las tres formas de lectura encuentran su razón de ser en la coherencia cultural del
período.
Para concluir este apartado del tema 7, es muy importante recordar que una parte de la
libertad de los autores a la hora de escribir nacerá precisamente de que no saben para
quiénes escriben. Es el caso de Michel Montaigne, en sus Ensayos, donde el autor francés
(1533-1592) habla continuamente de su yo, de sus impresiones, sus sentimientos, en
primerísima persona, pero para un público al que, de hecho, no conocía y que no es capaz de
identificar porque es sólo un hipotético lector. Según algunos intérpretes de la obra de
Montaigne, su escritura sacaría partido de ignorar quién lo iba a leer.
Michel de Montaigne, Essais, Prólogo del autor al lector:
Este es un libro de buena fe, lector. Desde el comienzo te advertirá que con él no persigo ningún
fin trascendental, sino sólo privado y familiar; tampoco me propongo con mi obra prestarte ningún
servicio, ni con ella trabajo para mi gloria, que mis fuerzas no alcanzan al logro de tal designio. Lo
consagro a la comodidad particular de mis parientes y amigos para que, cuando yo muera (lo que
acontecerá pronto), puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este
medio conserven más completo y más vivo el conocimiento que de mí tuvieron. Si mi objetivo
hubiera sido buscar el favor del mundo, habría echado mano de adornos prestados; pero no,
quiero sólo mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio,
porque soy yo mismo a quien pinto. Mis defectos se reflejarán a lo vivo: mis imperfecciones y mi
manera de ser ingenua, en tanto que la reverencia pública lo consienta. Si hubiera yo pertenecido
a esas naciones que se dice que viven todavía bajo la dulce libertad de las primitivas leyes de la
naturaleza, te aseguro que me hubiese pintado bien de mi grado de cuerpo entero y
completamente desnudo. Así, lector, sabe que yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no
es razón para que emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y tan baladí. Adiós, pues.
De Montaigne, a 12 días del mes de junio de 1580 años.
Siendo los libros impresos una mercancía, cualquier persona de cualquier edad y cualquier
condición podría llegar a comprarlo en cualquier lugar u oírlo leer. De esa forma, se produciría
la vinculación directa entre el nuevo autor moderno plenamente individual y el público masivo
moderno, gracias a la mecánica impresa con más libros, en menos tiempo, más baratos y más
iguales.
Para que el papel se disponga a recebir las formas de las letras y caracteres de
la imprenta, se moja algunas horas antes; y es cosa para notar que,
haciéndose a trechos, se va compartiendo entre ello mismo el agua, de
manera que sale después todo humedecido por igual; porque el pliego
mojado humedece al seco, y el seco enjuga al que le sobra humedad, todo con
una recíproca y admirable correspondencia. Visto lo cual, dijo "que aun desde
entonces podían los hombres leer en el papel cómo se han de valer unos a
otros".
Pero la escritura no sólo sirvió para expresar cómo debía ser una comunidad política, sino
que a lo largo de la Edad Moderna ayudó a construirlas.
En primer lugar la escritura fue haciéndose cada vez más presente en la toma de
decisiones de despacho y de gobierno en un proceso que se conoce con el nombre general
de “escriturización” de las formas de despacho y de gobierno. Hasta el punto de que las
herramientas (“tools”) de la escritura fueron fundamentales para gestionar los grandes
imperios del período. Por eso, algunos autores han empezado a hablar de Imperios de
tinta.
Para comprender bien esto es preciso que recordéis la trilogía de atributos de un príncipe
soberano de comienzos de la Edad Moderna: Maiestas, consilium y auxilium.
Desde el punto de vista de la toma de decisiones, ésta se podía hacer a través de dos grandes
vías:
1) La consulta a boca o en pie, en la que el monarca adoptaba una decisión después de
haber escuchado a sus consejeros o a los interesados a los que recibía en audiencia.
Este sistema de toma de decisiones se basaba en la presencia efectiva del monarca,
que presidía las reuniones de los consejos más importantes, como el Consejo de
Estado, por ejemplo, o que oía en audiencia pública a los que deseaban trasladarle
alguna información o pedirle mercedes.
Aunque nunca llegó a desaparecer este tipo de consultas a boca o en pie ni las audiencias
reales, lo cierto es que fueron superadas ampliamente por el recurso creciente a la escritura,
produciéndose un incremento exponencial de
Las razones para esta progresiva escriturización del despacho de gobierno son varias:
En primer lugar, el incremento de los asuntos que debían ser tratados, de los
territorios que debían gobernarse y, en general, debido al crecimiento notable del
aparato institucional en tribunales y consejos.
Imaginemos, por ejemplo, cómo se podía tomar una decisión global como el cambio
del cómputo del año por Felipe II en Lisboa en septiembre de 1582 (sobre la que
volveremos en el tema 8). La decisión tenía que ser aplicada cuanto antes en todos los
territorios de la Monarquía Hispánica que para entonces iba desde Macao hasta Lima y
desde Amberes hasta Lisboa, pasando por Salvador de Bahía o Luanda. La única
manera de proceder a un cambio del calendario en territorios tan distantes es a través
de la escritura.
Tal es el caso del Archivo de Simancas fundado por Carlos V, pero llevado a su máxima
expresión por su hijo Felipe II. El archivo permitía conservar, ordenar y recuperar la
documentación de la memoria que era necesaria para tomar una decisión, como por
ejemplo la conexión o no de una gracia por un servicio que se pretendía se había
hecho años atrás o, incluso, mucho tiempo atrás.
El memorial de Luis Manrique continúa diciendo que “danse muchos a entender que vuestra
Majestad no negocia por escrito porque le parezca esto más conveniente, sino porque no le
hable nadie contra su obligación real que es oír y despachar a todos grandes y pequeños y no
estarían los escritorios de los ministros de vuestra Majestad tan llenos de memoriales
remitidos y las calles y mesones y posadas de hombres tristes y desconsolados y desesperados
y de muchos y muchas que detenidos en la corte pierden las haciendas y con ellas también las
honras y las almas, que si fuesen oídos de vuestra Majestad podrían ser despachados muchas
veces con una palabra”.
Llamo vuestra atención sobre este pasaje porque revela que se trataba de una forma distinta
de establecer la relación entre el rey y el reino: porque los reyes están “no para que se
estuviesen leyendo ni escribiendo.., sino para que fuesen y sean públicos y patentes oráculos
a donde todos sus súbditos vengan por respuestas y por remedio de sus necesidades y
trabajos y consuelo de sus aficiones”.
Aquí podéis una muestra de la característica escritura de puño y letra de Felipe II:
Por ello, desde finales del siglo XV los monarcas europeos reclamaron su derecho a la
concesión de permisos necesarios para poder imprimir un libro por medio del establecimiento
de un sistema de censura previa. Esos permisos se conocen con el nombre de licencia de
impresión y fueron obligatorios para que pudieran llegar a la imprenta todos los textos que
iban a ser vendidos como mercancía. Es decir, la inmensa mayoría de la producción tipográfica.
Posibles estudios de caso: De Maximiliano I a Fernando VII, todos los grandes enfrentamientos
polémicos a lo largo de toda la Edad Moderna recurrieron a la imprenta: Maximiliano, Reyes
Católicos (Cisneros), Manuel I de Portugal, Carlos V, Lutero, Guerras de religión francesas,
Guerra de los 80 años, Felipe II en Portugal, Guerra de los Treinta Años, Luis XIV, Guerra de
Sucesión, Guerra de los Siete Años, Independencia americana, Guerras revolucionarias
francesas, Guerra de la Independencia.
Como podéis ver en estas dos imágenes, la propaganda y la publicística fueron otras
formas de combate polémico en el que se libraron auténticas “guerras de plumas”. A la
izquierda, tenéis el libro de Juan Caramuel publicado en 1639 Philippus prudens donde el León
vence al Dragón, presente en el escudo de armas portugués; a la derecha, de 1645, la Lusitania
Liberata de António de Sousa de Macedo, en la que el Dragón portugués vence al León
heráldico de Castilla.
Las monarquías recurrieron a grandes autores letrados, como teólogos o juristas, para
que compusieran este tipo de tratados, pero no olvidaron lo servicios que podían reportarles
impresos mucho más humildes en los que se daba noticia de sus éxitos o grandes ceremonias.
Se trata del género conocido como Relaciones de sucesos, normalmente apenas un pliego de
cuatro hojas en tamaño cuarto o folio con tiradas enormes.
Se trataba de los orígenes de la difusión de noticias, que también podían circular de
forma manuscrita como avisos, y que cuando se dotaban de periodicidad, por ejemplo bajo la
fórmula de gacetas, se convirtieron en los primeras muestra de la prensa periódica moderna.
Las primeras relaciones de noticias se remontan al período incunable, pero el género
empezará a consolidarse en la segunda mitad del siglo XVI, llegando a su máxima expresión en
los dos siglos siguientes. Del mismo modo, las primeras gacetas periódicas se datan de inicios
del siglo XVII y con un continuo avance a lo largo de la centuria terminarán por transformarse
en un género totalmente consolidado en el XVIII, vinculándose a la difusión de noticias de todo
tipo (de sucesos políticos, literatura, costumbres, ideas filosóficas, etc.).
El francés Théophraste Renaudot es considerado el “inventor” de la prensa periódica moderna
con su colección de la Gazette que arranca en 1631. En el caso español, la figura más
representativa del nuevo género es Francisco Fabro de Bremundán, en la órbita de Juan José
de Austria, quien empezó a publicar en 1661 la que se consolidaría como Gaceta de Madrid,
de hecho el origen del Boletín Oficial del Estado.