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Todos me conocen como la Muerte, una entidad que no es Dios ni es el diablo. Solo soy.

Por todos
me refiero a la humanidad, a la que mi amada, la Vida, dotó de alma y a la que yo maldije con la
existencia. Algunos me han visto de frente y aun así han tenido vidas largas y prósperas, y otros
que han visto mi sombra a los pies de sus camas han perecido sin llegar a ver mi rostro. Claro que
pueden llamarme villano, malvado, antítesis de la Vida, pero tienen que saber que no siempre fue
así, que la historia es diferente y que el fuego siempre termina por extinguirse o siendo
controlado. La Vida es delicada, es susceptible y caprichosa, y yo soy tan complaciente que
terminé creando un caos en el mundo, casi a punto de incendiarlo gracias a los humanos. Por eso
debo intervenir y administrar a la humanidad, y para que la Vida no sufra, cuando tomo a alguien
cuya alma agoniza por dolor, odio o codicia, debo reponerlo con alguien de alma pura e inocente.
Así es, yo hago parte de la existencia y también la quito. Pero déjenme explicarles cómo es que
esto es así.

Cuando el mundo era una roca oscura y vacía, suspendida en un espacio insondable e igual de
vacío, vi nacer la luz en una explosión silenciosa. Aunque fue un espectáculo caótico al principio, el
primer cambio significativo necesitó de un proceso lento. El suelo árido se refrescó con la lluvia y
la tierra en agradecimiento le ofreció al cielo cientos de coloridas y aromáticas plantas.
Maravillado, el cielo acarició las flores con el viento, a veces tan emocionado que las arrancaba
hiriendo a la tierra, por lo que aprendió a ser gentil con ella. Con el paso del tiempo y tras un largo
cortejo, el cielo y la tierra crearon la Vida y así fue como vi por primera vez el color en el mundo.
La Vida era luz y tierra, era lluvia y viento. La vi crecer y perpetuar las creaciones más maravillosas,
hasta que un día sin darse cuenta, la luz atravesó decidida una nube de lluvia y se reflejó en el
rocío con insistencia hasta que generó el fuego, consumiendo lo que la Vida había creado. Ante tal
espanto, el cielo regó la tierra árida de nuevo y, aunque extinguió las llamas, una parte de la tierra
había muerto. La Vida, desconsolada, se dio cuenta de que era incapaz de revertir el daño. El
mundo se ensombreció y el color se hizo menos brillante. La Vida estaba de luto y yo también lo
estaba. La lluvia no cesaba, la tierra se inundaba y el cielo se inquietaba causando fuertes vientos.
La Vida se extinguía y mi corazón se rompió. Sin saber qué hacer, puesto que jamás había hecho
nada en mi existencia más que observar, le obsequié a la vida un ser que no provenía ni del cielo ni
de la tierra y lo llamé Humano. Tomé al humano y se lo tendí. Al presentárselo, la vida no me
reconoció ni tampoco a la criatura. Aunque no era nada parecido a algo que alguna vez la Vida
hubiese creado, mi creación vivía, pero esa vida se estaba consumiendo demasiado rápido. Al ver
esto, la Vida angustiada y a regañadientes tomó del fuego una llama y le dio luz a la criatura. El
humano se movió y tal y como alguna vez sucedió con el mundo, tras el caos del nacimiento vino
el proceso lento del cambio. El humano creció bajo la guía de la Vida, rodeado de hermosos
jardines en la cima de montañas donde se respiraba el aire más puro, probando las frutas maduras
y bebiendo agua cristalina. Pero el humano a veces enfermaba y sufría de dolor, y en secreto me
observaba fijamente percatándose de mi existencia a los pies de su cama. Yo podía escucharle a
pesar del silencio, al igual que podía escuchar a la Vida hablarme a través de su Alma. Al ver a la
Vida angustiada por la situación, mi corazón volvía a quebrarse como había sucedido con el fuego
asesino de la tierra. La Vida desesperada, había rodeado de flores y plantas el lecho del humano y
en un último intento por aliviar el dolor, le había besado en la frente. El humano vivió muchos
años más junto a su madre devota, la Vida, y el mundo se colmó de paisajes hermosos que ella le
obsequia a su hijo. El humano creció en cuerpo y su mente se expandió tanto que su cabello se
coloreó de un vibrante color blanco. Su voz que en antaño entonaba angelicalmente canciones de
cuna, ahora cantaba historias en un tono profundo y cautivador. Y había aprendido a hablarme a
través del fuego. Encendía una llama a escondidas de la Vida y llamaba mi nombre que no era
audible. Al igual que su madre, yo le daba obsequios como objetos producto de la naturaleza que
brillaban aludiendo a la luz, y para que la llama que me invocaba se hiciera más grande, así como
el valor de mis regalos, el humano la avivaba con otras criaturas amadas por la Vida. Pero un día el
resplandor del fuego era tan grande que la Vida se percató de lo que el humano hacía, y como la
charla entre él y yo era tan intensa no nos percatamos que el fuego se había descontrolado. La
tierra se consumió y más importante aún, el fuego rodeó al humano y lo sofocó. La Vida gritó
angustiada y yo viéndola tan triste volví a sentirme quebrado. En un intento por consolar a la Vida,
me puse a su lado e intenté encender la llama del humano. Cuando él abrió sus ojos no vio a su
madre besando su frente, me observó sonriendo mientras yo esperaba a sus pies. Me dijo: “He
ofrecido un sacrificio muy grande, ahora me llenarás de obsequios más grandes". Y fue entonces
que suprimí su llama hasta extinguirla por completo. La Vida se lamentó, lloró e inundó el mundo
con su tristeza, y yo no pude más que arrepentirme de haberle dado un obsequio aquella vez. Pero
ella le había dado todo al humano y le había hecho el ser más afortunado y eso no había sido
suficiente para él, sacrificando al fuego los obsequios que la Vida le daba para obtener una riqueza
perecedera. Pasó mucho tiempo antes de que la Vida recobrara la calma pero, aunque el mundo
ya no era una roca oscura, había vuelto a estar vacía. Entonces pensé que podría volver a
intentarlo, que si le obsequiaba a la Vida otro ser al qué amar recuperaría la alegría. Pero esta vez
sería diferente. A diferencia del primero, los humanos que le siguieron vivieron hasta una edad
determinada, luego yo aparecía y apagaba su fuego. Le obsequié tantos humanos a la Vida que
pronto poblaron el mundo, y aunque unos vivieron más sabiamente que otros, siempre lograron
decepcionarme.

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