Está en la página 1de 1

Con mi vida te doy gracias

(A mi madre)
Por Daniel Felipe Portela - 2.004
(El año en que mi hermano decidió partir)

Allá lejos, en donde el tiempo de los hombres aún no marcaba ni principios ni finales; ni se sabía de
alfabetos capaces de componer versos; ni los sonidos ponían música a los fonemas; todo simplemente
era silencio y oscuridad. Un espacio infinito penetraba lo aún impenetrable. Una extraña y magnífica
energía parecía animar lo aún inanimado. Esta se revelaba poderosa y al mismo tiempo amorosa.

Todo era confuso en aquél desconocido cosmos; en donde no se sabía de razones; ni de frío ni de calor;
ni de encuentros u olvidos; ya que por alguna extraña y maravillosa razón, todo parecía estar en orden,
en armonía, en paz.

Todo se desencadenó en un instante. Algo aconteció de repente que puso un gozo infinito a lo
inimaginable. Una gran luz mostró su rostro y por primera vez me descubrí frente a ella. No podía explicar
lo inexplicable, pero de algo por primera vez estaba seguro: se me había dado una “Conciencia”.

Desde aquél momento, esa conciencia me permitió entrar en comunión con todo lo que me rodeaba. ¡Era
maravilloso! Esa energía amorosa y creadora me conducía y alimentaba. Me sentía feliz y lo más
asombroso aún, me hacía sentir que no estaba solo, que otros estaban ahí conmigo.

No sabría cómo explicarlo. En un instante me encontré flotando en un mar de tibias aguas. ¡Era
fantástico! Algo grande me contenía, pero más pequeño que mi estancia inicial. Mi conciencia se
ampliaba. Extrañas percepciones ahora se hacían sentir de manera muy particular. Fuertes y continuos
repiqueteos retumbaban de manera rítmica y acompasada. El silencio se había roto, y fue así como
conocí los primeros sonidos de algo que latía enérgico y furioso en mí.

Mi conciencia se expandía. Un tiempo después de experimentar con mi cuerpo fue fascinante


descubrirlas. ¡Mis manos! Pero algo estaba cambiando. El lugar en el que me encontraba era muy
reducido y me provocaba ciertas molestias desconocidas. Me afanaba en buscar nuevas ubicaciones
para disminuir de alguna forma aquella angustia desesperada. Por momentos parecía lograrlo pero en
otros sentía que me quebraba.

Algo, una fuerza no comprendida, me abrazaba y tironeaba en una dirección inexplorada. Una primitiva
locura ensombrecía mi conciencia y nada de lo que hiciera conseguía amortiguar aquella angustiosa
experiencia del dolor.

Todo esfuerzo fue inútil. Me sentía solo y desesperado. Un peligro desconocido me había cercado,
atrapado. No sabía qué hacer ni cómo evitarlo. Solo llantos, ahogados y mudos, y la única testigo de
semejante tragedia: mi conciencia.

Todo se ceñía alrededor mío. Me oprimía el rostro desfigurándolo. Todo indicaba que el fin estaba cerca.
Ya mis fuerzas me abandonaban y mi conciencia me anunciaba el desenlace mortal. ¿La muerte? ¿Qué
era? ¿Por qué me buscaba a mí?

De pronto, a cierta distancia una senda de luz se abrió frente a mí. Una esperanza de escape, quizás. Un
camino desconocido que me forzaba a avanzar. Al instante mucha luz me envolvió y un dolor en el rostro
me confundió. Me deslicé. Repentinamente fue como si me fuera a expandir. ¿Por qué tanto dolor? Un
tibio aliento divino entraba en mí. Mi conciencia me decía: ¡ahora, a respirar!

¿Qué mundo extraño era este? ¿Qué eran esos ruidos que sentía? ¿Quiénes eran esos misteriosos
seres que me sujetaban a pesar de mi llanto por escapar? Pero algo mágico aconteció. Algo me calmó y
mi llanto cesó. Un rostro hermoso se inclinó sobre mí. Parecía como rodeado de luz. Unos suaves brazos
me rodearon y un lenguaje extraño mis oídos escucharon. Estaba confundido pero feliz. Sentía que
algo estaba concluyendo pero algo nuevo estaba comenzando: ¡la vida! Y ese rostro de ángel, era… el
de mi Mamá.

También podría gustarte