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1. AGRADECIMIENTOS
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Colección Novela
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ISBN: 978-84-9095-539-0
A todos los que han leído Las Enseñanzas de Jesús y me han transmitido
su entusiasmo.
Gracias a Editorial Círculo Rojo, por hacer fácil lo difícil, por trabajar con
amabilidad, profesionalidad y respeto.
Mi madre sabía quién era yo y para qué había venido. Entre los susurros
inconscientes de su mente, que llegaban a mí con gran claridad, yo
percibía sus palabras confiadas y serenas dándome las gracias por estar
aquí, por haber venido, reconociendo mi valentía, recordándome mi labor
y el propósito de mi nueva vida.
Ella rezaba todos los días. Cerraba los ojos y rezaba. Agradecía al cielo
todo lo que tenía, su familia, sus posesiones, su vida. A veces se
lamentaba de los desengaños y de los inconvenientes cotidianos, pero
siempre abría su corazón para recibir el consuelo divino, aquella
sensación de libertad que la invadía cuando pedía claridad y paz.
Cuando le anuncié que llegaba, mis palabras se abrieron paso entre sus
dudas y la emocionaron.
También son muchas las sensaciones físicas que la vida te regala, detalles
tan simples y sublimes como el roce de unos labios al besar tu piel, la
caricia de una mano amorosa, la cercanía…
Desde pequeño supe para qué había venido. No lo olvidé al nacer, como
le sucedía a la mayoría de los bebés que se incorporaban a esta realidad.
Así se decidió en el origen, cuando acepté el reto de convertirme en
humano consciente en un mundo de humanos con la consciencia dormida.
Ser luz dentro de un ser humano es otra cosa. El cuerpo que te contiene
posee las limitaciones del tiempo y del espacio. Ya no puedes expandirte,
ya no puedes volar… Uno se encuentra con muchos obstáculos a la hora
de manifestar la verdadera esencia, especialmente con las emociones. Las
propias y las de los demás. Por eso, algunos bebés se marchan al poco de
su llegada.
Yo sentí ese impulso cuando apenas contaba nueve meses. Una cosa es
imaginar lo que sucederá cuando llegues a la Tierra, hacer planes,
proyectar propósitos, y otra muy distinta es seguir confiando en la
viabilidad del plan cuando te enfrentas a las dificultades.
Es fácil decir: sí, yo seré Jesús en la Tierra, y les recordaré a los hombres
que son luz, les mostraré el camino, siendo yo mismo luz en expansión.
Pero al llegar aquí, ya no parece tan fácil.
Pero aquello era diferente. Era como una sacudida, un golpe intenso y un
escalofrío. Mi madre se puso a temblar. Me acarició la espalda, como si
quisiera comprobar que yo seguía allí; tal vez, para calmarme.
—Tendremos un bebé.
Mi padre la miró como si se hubiera vuelto loca, pero al leer en sus ojos
la certeza, se apartó de ella. De nada sirvió que mi madre le explicara
todo lo que ya sabía, cómo yo le había hablado en sus momentos de
oración, el anuncio de mi llegada e incluso el propósito de mi vida. Él se
vistió deprisa y huyó, dejándola sola y desnuda sobre la hierba húmeda.
Sorprende que este mecanismo, tan arcaico y tan dañino, tenga su origen
en el amor. Es el amor que el alma siente, al reconocer en otra al alma
hermana, el que genera esta cadena de emociones confusas. Sucede así
cuando la mente avanza a la deriva, desconectada por completo del
mensaje que el alma tiene para ella. Cuando el alma emite amor, al
reconocer al alma de otro ser, se enciende una luz en cada célula. Esa luz
es la chispa de la alegría, una especie de droga que cautiva y eleva. La
mente percibe los efectos de esa droga y al instante decide que ya no
desea vivir sin ella. Es lógico: la mente va a la deriva, pero no es idiota.
Reconoce lo que es beneficioso para ella y lo desea. Lo desea hasta el
punto de querer hacerlo suyo, poseerlo, dominarlo, asumir su control. Es
entonces cuando se inicia la rueda del sufrimiento.
—Ése es mi hijo.
Entre las brumas del aturdimiento escuché con absoluta claridad lo que
pensó mi padre: Cobardía. Soy un cobarde. No me atrevo…
Si hubiera podido moverme habría echado a correr tras él, pero estaba
atado al cuerpo de mi madre. Sus emociones llegaron como una
avalancha sobre mí. Nunca la había visto llorar así. Se convulsionaba,
gritaba, se daba manotazos en las piernas… ¿De dónde salía tanta
amargura?
Ésa fue la primera gran lección que yo aprendí como ser humano, en mi
cuerpo de niño. Que todos somos iguales, que no importaba quién fuera
yo, ni los recuerdos que en mí se mantenían vivos. Nadie me sacó de allí,
ni me libró de aquella hora amarga. Tenía que hacerlo yo mismo.
No puedo…
Estoy en ti. Yo soy tú. Mi universo es el tuyo. Sólo tienes que convocarme
y acudiré. Mira en tu interior. Descubre tu propia luz, y recuerda: la luz
que habita en ti conoce el camino. Porque es sabia y es eterna. En ella
estoy yo. Déjate llevar por la belleza de tu luz interior y permite que te
guíe. Siéntela. Está en ti. Llévala hasta tu mente aturdida. Ilumina tus
pensamientos. Verás como todas esas emociones se transforman en paz, y
luego en gozo. Siéntelo. Pruébalo. Confía. Eres capaz. Tú eres yo. Viniste
a este mundo para eso, para manifestarlo y mostrarles a otros el camino.
Ésta es tu primera oportunidad para hacerlo. Y también parte de tu
entrenamiento. Confía en ti, amado hijo.
Un estallido de gozo llegó desde mi corazón hasta más allá del río. El
entorno se iluminó. Los árboles, las flores, el agua cobraron vida. Sentí
que me fundía con el todo, que yo era todo. Incluida mi madre. También
ella era yo. Mi corazón se unió al suyo. Al momento, ella desató el nudo
de la sábana y me llevó a su pecho. No dijo nada. Sólo me abrazó. Ya no
lloraba. Posó sus labios en mi frente y comenzó a cantar. Una canción
susurrante, una canción de niño, una caricia para el alma, y me quedé
dormido.
Tardé mucho tiempo en volver a ver a mi padre. La presencia de José en
nuestras vidas, tan sereno, cariñoso y afable, llenó su vacío.
Él conocía a mi madre desde que ella era una niña. Veinte años mayor
que María… Cuando mi abuelo acudió a verlo para suplicarle que se
casara con su hija, José no supo qué decir. Eran amigos, pero aquello era
demasiado. Casarse con una mujer encinta; adoptar como suyo al hijo de
otro hombre, un desconocido; violar la ley sagrada que ordenaba no
mentir… Sí, eran amigos, pero a veces los amigos pedían cosas
imposibles.
Aquella luz le mostró parte de la vida del niño. Su carita rosada, sus ojos
inocentes, su curiosidad insaciable. El aroma que desprendía el bebé entre
sus brazos, cómo su llanto se calmaba al acunarlo. Se vio a sí mismo
ayudándole a dar sus primeros pasos, escuchó con claridad sus carcajadas
cuando fue capaz de soltarse de su mano y avanzar tambaleándose; su risa
fácil, su inteligencia innata, cómo aprendía con rapidez, cómo investigaba
analizando todo lo que caía en su mano, desmenuzándolo para descubrir
el tacto, el gusto, el olor.
Vio escenas de su propia vida entremezcladas con la vida del niño. Se vio
educándolo, instruyéndolo en las leyes divinas y en las leyes de los
hombres, enseñándole su oficio, a darle forma a la madera, a pulir los
cantos, a sacarle brillo. Se emocionó al comprobar que el niño confiaba
en él, que lo llamaba padre.
Después, aquella luz le mostró todo lo que haría el niño cuando se hiciera
hombre. Los viajes, los milagros, las masas que lo seguirían. Su gran
arrojo, la soltura con la que pronunciaba palabras divinas, palabras
surgidas de su corazón e inspiradas por aquella misma luz que ahora le
estaba hablando a él. Aquella luz que surgiría por la boca del niño hecho
hombre.
La luz dijo que ese niño dejaría una huella imborrable en el mundo y que
lo necesitaba. Que lo necesitaba a él como su padre, que delegaba en José
esa función tan importante y decisiva en el desarrollo de cualquier niño.
Despertó del sueño en el instante en que la luz le hizo la pregunta:
¿Aceptas?
Se hizo evidente para José que, si se dejaba llevar por las dudas, acabaría
loco. Así decidió no pensar más en todo aquello y se levantó, dispuesto a
emprender la jornada como todos los días. Se lavó las manos, la cara y los
pies; se puso ropa limpia; se arrodilló junto al altar que había en su cuarto
y pidió a Dios que lo ayudase a cumplir sus leyes, a ser un hombre puro
de corazón, mente y espíritu, a respetarse a sí mismo y a sus semejantes;
dio gracias por todo lo que tenía y solicitó asistencia divina para sí mismo
y su familia durante todo el día. Después se preparó el desayuno: pan
sarraceno, higos y miel, unas cuantas almendras y un poco de agua.
Comió casi sin ganas de comer, pero quería obligarse a seguir su rutina.
Siempre había sido un hombre de costumbres. Concentrarse en ellas le
ayudaba a enfocar la atención en algo constructivo y real, a dominar el
discurso de la mente. Si se la dejaba a la deriva podía sacarle a uno de
quicio.
Así fue como aprendí que todo es uno, que la tercera dimensión, la
dualidad y la materia, son sólo una apariencia, que no existen fronteras
que detengan el avance de la luz, que todo es posible cuando el ser
humano hace caso a la voz del corazón. Precisamente ésa es la llave de
acceso al otro mundo, al mundo de la luz y del sonido: el amor, la
plenitud…
José dejó de trabajar cuando el sol alcanzó el punto más alto en el cielo y
se dirigió a casa de María. Mi abuelo lo recibió, nervioso:
—Sabes que soy un hombre de pocas palabras –dijo—, así que voy a ser
franco. Cuando me lo pediste me enfadé contigo. Era demasiado. Pero ya
no hay enfado. He comprendido la situación y acepto el compromiso.
Quiero dejar algo muy claro. No me debes nada. No lo hago por ti. Lo
hago por mí, porque creo firmemente que es lo que debo hacer en este
momento.
Yo vine a recordarles a los hombres que todos somos luz, pero mis
palabras, en aquel momento, resultaban a algunos muy extrañas. Por eso
tuve que enfrentarme a grandes retos, aprender a mantener viva mi propia
luz en medio del caos que generan algunas emociones cuando se
desbocan. Experimentar para, luego, poder hablar de Dios desde el
conocimiento de lo humano. De otro modo, nadie me habría escuchado.
Del gozo de mi abuelo pasé a sentir la tristeza de mi madre. Desposarse
con un hombre mucho mayor que ella, el amigo de su padre, al que
recordaba llevándola de la mano en algunas ocasiones, cuando era una
niña; mentir a todos, afirmando que el fruto de su vientre era su hijo, el
hijo de un hombre al que nunca había mirado como tal; someterse a él;
aceptarlo en su lecho… Era demasiado para la juventud de María.
Recuerdo los meses en que estuve dentro de mi madre como uno de los
períodos más placenteros de mi vida en la Tierra. María disfrutó de un
embarazo sin complicaciones. Tras su boda con José comenzó para ella
una etapa tranquila y afable, mientras se adaptaba a su nuevo hogar y a su
marido. José había decidido respetarla hasta que naciera el niño. No podía
imaginarse a sí mismo entrando en el seno donde habitaba el hijo de Dios.
Esa decisión les concedió a ambos la oportunidad de ir conociéndose
mejor y aceptándose poco a poco.
¿Cómo puedo ser una luz en este mundo tan oscuro?, me preguntaba yo
cuando era un niño. ¿Cómo lograré que me escuchen todas esas personas
que no se escuchan a sí mismas? No se dan cuenta de que la mayoría de
sus pensamientos y palabras crean horror a su alrededor. Oscuridad y
más oscuridad. Qué difícil alumbrar aquí.
No atienden las señales que les envían sus ángeles de la guarda; ni
siquiera son conscientes de su existencia. Pobres ángeles, qué trabajo tan
poco apreciado…
Sí, me resultaba más fácil olvidar que era luz en misión solar sobre la
Tierra que alumbrar aquellas sombras. Al fin y al cabo, yo era un niño.
Tenía emociones de niño, necesidades de niño, deseos de niño, y también
amigos. Y ninguno de mis amigos era como yo ni se planteaba en
absoluto iluminar su entorno. Ellos jugaban, trabajaban y obedecían, y no
precisamente en ese orden. Nadie les había mostrado que llevaban a Dios
en el corazón, que sus almas eran pura luz, y que conectando con ellas
podían transformar la oscuridad del mundo. Lo habían olvidado.
Recordarle a mi abuela que podía crear desde el amor, cuando ella misma
se empeñaba en lamentarse de cuanto la rodeaba, no me resultaba fácil. Si
se dejaba llevar por la tristeza, se acercaban a ella las almas que vibraban
en esa sintonía y construían un muro de densidad a su alrededor. Un muro
que me impedía llegar hasta su corazón. A veces se dejaba atrapar por la
rabia, y entonces acudían las almas que vagaban presas de esa emoción.
Su proximidad desequilibraba aún más a mi abuela, que acababa
gritándome sin motivo o renegando de mí.
Todos ellos instintos primarios que, por sí solos, sin llegar a fundirse en el
corazón con la energía de los chacras superiores, generan una gran
desconexión interna. La persona se desconecta de su divinidad, siente que
avanza a la deriva, que está perdida en un mar de confusión y, lo peor de
todo, que no es capaz de salir de él por sí misma.
Más allá de ella misma, yo no veía por allí a ningún dios enfadado. Lo
que sí veía eran los efectos de su creación. Sus pensamientos y sus
palabras atraían como imanes a muchas almas errantes, las almas de
aquellas personas que, al morir, habían decidido quedarse en este plano,
sin pasar primero por el filtro purificador de la luz.
—Ya verás cuando llegue la ira de Dios –decía, y las almas errantes se
instalaban en su espacio vital, mermaban su energía, la confundían con
pensamientos y emociones que ya no provenían de ella misma y, al poco,
mi abuela se convertía en un generador de rabia. Como diosa creadora de
su propia realidad comenzaba a atraer también experiencias que
alimentaban esa emoción y la volvían más intensa.
—Yo no sé qué le pasa a este niño. Cada vez está más inquieto –
murmuraba entre dientes mientras aflojaba el nudo del pañuelo que le
cubría el pelo, como si el pañuelo fuese la causa de la presión que, de
repente, sentía en la cabeza.
Muchas veces me pregunté por qué mi abuela era tan desgraciada. Gran
parte de mi infancia me la pasé a su lado, oyéndola quejarse, refunfuñar e
incluso, a veces, llorar. Cuando aún no podía hablar, gritaba y pataleaba
para llamarle la atención. Yo podía elevarle la vibración, pero necesitaba
que ella se centrara unos minutos en mí, me mirase a los ojos, se
permitiese aceptar el amor que yo quería entregarle. Pero mi abuela
vagaba en su mundo de amargura y de tristeza, ajena por completo a mí.
Ella abrió mucho los ojos, se detuvo un instante, por fin, a mirarme
fijamente.
Cuando llegue el momento –me repetía Dios a menudo, cada vez que yo
me dirigía a él con cuestiones como ésa—. Cuando llegue el momento…
Pero, ¿cuál era ese momento? Yo había aceptado la misión de traer luz a
este plano de la realidad sin comprender apenas su existencia, pero me
costaba aceptar que el momento no fuese ya, ahora, si era precisamente
ahora cuando se necesitaba tanto.
¿Por qué no podía yo, con todo lo que sabía, con todo lo que veía,
comenzar a desempeñar mi función en este mundo? Hablar abiertamente,
hacer milagros, deshacer entuertos, caminar sobre las aguas, mostrar mi
luz…
Tan clara como el agua pura, tan brillante como el sol, la voz del Padre-
Madre llegaba a mí para llenarme de paz. Un universo de luz, amor y vida
se abría ante mí cada vez que la escuchaba, y entonces me resultaba
inmensamente fácil comprender, avanzar, creer en mí, aceptar el reto.
Ella fue mi primera gran maestra. Gracias a su actitud aprendí mucho del
talante humano y también de su fortaleza. A pesar de todo, inmersa en la
densidad de su propia creación, con todas aquellas energías en contra, mi
abuela era capaz de levantarse, una y otra vez, para seguir adelante.
—Este niño es un cielo, María. Quédate tranquila que aquí los dos
estamos muy a gusto.
Pero María no se daba cuenta de nada. Ella sonreía y me tomaba entre sus
brazos para besarme un sinfín de veces en la mejilla.
Mi abuela escondía tanto su verdad que incluso a mí, con todas mis
capacidades despiertas, me costaba a veces distinguirla. En algunas
ocasiones me sentí tentado de indagar en la información guardada en los
registros de su alma, para poder entender lo que le sucedía, pero
afortunadamente, la voz de la Fuente se abría camino en mí para avisarme
de que estaba a punto de violar su libre albedrío.
En más de una ocasión desoí los consejos de Dios y traspasé los límites
que me indicaba su voz profunda y serena. No me resultaba nada fácil
mantener mis emociones bajo control. Era como si, conforme iba
creciendo, me fuese volviendo cada vez más humano, en el sentido literal
del término. La materia y sus peculiaridades se iban adueñando de mí. El
entorno y su devenir me absorbían. No podía quedarme quieto viendo
como los demás se herían a sí mismos con sus pensamientos, actos y
palabras, cómo creaban enormes nubes grises a su alrededor al despreciar
a otros o, incluso, al temerlos. Esas nubes profundamente densas
convertían sus vidas en infiernos de separación y dolor. ¡Y estaban
creadas por ellos mismos! Nadie se daba cuenta pero yo lo veía todo, y
tenía que callar, porque aún era un niño y nadie me habría escuchado.
El preguntó:
—Mujer, pero ¿qué te pasa? Ya estás con tus remilgos otra vez…
—¡Ya está bien! –grité con todas mis fuerzas, desde mi altura de niño.
—¡No soy raro! Soy diferente –aduje yo, aún guiado por aquello que me
dominaba.
—Te quiero, mamá –musité con lágrimas en los ojos, y ella me abrazó
otra vez.
La mentira es una energía de muy baja vibración. Obliga al que la dice a
dejar de ser él mismo y al que la escucha a desconfiar. Todos poseemos el
sexto sentido del que tanto se ha hablado. No es más que intuición, un
impulso inconsciente de la mente, conectada en ese instante con la
divinidad del ser.
Cuando la mente detecta una mentira también envía una señal de alerta; y
el corazón se cierra. Si la persona confía en lo que siente hará caso de la
señal interna. Si no confía en sí misma rechazará la señal pero
inevitablemente se sentirá incómoda y, como no sabrá por qué, pronto
empezará a ponerse de mal humor y a emitir señales de rechazo, que el
que miente, sin duda, percibirá. El conflicto está asegurado.
Pero ¿por qué su padre dulcificaba ante ella su carácter y prefería mentir
antes que decirle la verdad?
La pregunta bailaba en mi mente sin parar. Cada vez que cerraba los ojos
para dormirme, la danza comenzaba otra vez. ¡Qué desazón vivir así!
Intentando adivinar lo que sucede en el interior de las personas que
esconden su verdad. Procurando comprender sin comprender. Teniendo
que imaginar posibles razones que vuelven loca a la razón. Con lo fácil
que sería que todos se permitieran ser, expresando lo que sienten sin
miedo a herir ni a ser heridos. Cuando se habla desde el corazón, el otro
corazón comprende, y la amenaza del conflicto se evapora. ¿Por qué le
tienen tanto miedo a la verdad, si es la única que les dará la libertad? La
libertad de ser ellos mismos y encontrar, por fin, la paz que tanta falta les
hace.
Empecé a sudar.
Contar. Me dieron ganas de contarle tantas cosas… Lo difícil que era ser
un humano; el miedo que a veces tenía por las noches, cuando las
sombras me despertaban para asustarme; lo incomprensible que me
resultaba aquella manera de vivir de todos ellos, lejos de la Fuente, presos
de la confusión y la mentira; la frustración que sentía al verme solo frente
a lo que se me antojaba una montaña demasiado alta para mí…
Pero, ¿cómo explicar todo eso con mis palabras de niño? Ya lo había
intentado otras veces y había provocado en ellos una sonrisa divertida.
José me miró con ojos extraños, como si me viera por primera vez.
Él me siguió sin prisa, a unos cuantos pasos por detrás de mí. Sentía su
mirada clavada en mi espalda, me topaba con ella cada vez que volvía la
cabeza para comprobar que me seguía, que no me había dejado solo. Sus
ojos mostraban firmeza, pero también tristeza. Sin decirme nada me lo
decía todo, y yo no podía soportarlo. Echaba a andar más deprisa, más
enfurruñado, casi a punto de llorar, pero evitando llorar, porque sabía que
si dejaba escapar una lágrima ya no podría parar.
Lloraría por todas las mentiras que percibía a diario, por su silencio
ofendido, por los gritos de mis abuelos y la ceguera de mi madre. ¿Cómo
no se daba cuenta de que sus padres la engañaban? Pero, sobre todo,
lloraría por aquella tremenda sensación de soledad. Yo sabía que dentro
de mí estaba Dios, que junto a él era imposible sentirse solo, pero en ese
momento no lo encontraba. Un abismo de tristeza se abrió en mí, creció y
creció, me atrapó desde adentro. Y entonces las lágrimas rodaron por mis
mejillas de niño y ya no pude frenarlas. Eché a correr.
¿No se supone que soy Dios?, pensaba. ¿Puede Dios ser tan malo como
yo he sido? ¿O es que, además de Dios, también soy Satanás?
Yo sabía que Satán no era tan malo como lo pintaban aquí abajo, que el
Padre-Madre siempre lo miraba con amor, hiciese lo que hiciese, que
incluso me había advertido de la aprensión que su figura generaba en los
humanos. Pero había escuchado tantas veces la dichosa frase…
Los adultos se lo decían a los niños cada vez que hacían algo que ellos
consideraban inapropiado. Me lo habían dicho a mí en algunas ocasiones
y, a base de escucharlo, comenzaba a poner en duda la historia que yo
bien conocía: que Satanás era hijo de Dios, como lo somos todos, que de
tan valiente como era se volvió temerario y decidió emprender la misión
más arriesgada de todas, ir lo más lejos posible de la Fuente para iluminar
la Nada, para llenarla de luz y lograr que se expandiera en ella el amor del
Padre-Madre.
Ésa era su intención, pero la olvidó por el camino. Cuanto más se alejaba
de la Fuente más se oscurecía, pero como era tan fuerte, tan valiente, tan
osado, logró vencer al miedo y a la desesperanza, aprendió a utilizar la
poderosa energía que genera la rabia para conseguir sus objetivos. Para
entonces, ya se había olvidado del propósito que lo llevó a viajar hasta los
confines de la Nada. Se inventó una identidad, creó un personaje que le
diera sentido a su existencia, que explicara el por qué de su presencia en
aquel lugar, tan lejos de la Fuente. Se marcó un objetivo: Si no recuerdo
quién soy, al menos seré aquel que creo ser, alguien que sabe doblegar
sus propias emociones e incluso utilizarlas en su beneficio. Alguien que
logra vencer en las circunstancias más adversas. Alguien que confía en sí
mismo por encima de todas las cosas y que actúa en soledad, porque así
en como ha aprendido a hacerlo. Es lo fiable. Lo práctico. Lo certero. Lo
demás es humo. Dicen que existe Dios. Yo no lo veo y ni siquiera lo
intuyo. ¿Dónde estaba Dios cuando lo necesité? No atendió ni una sola
de mis plegarias. Me respondió el silencio cuando lo llamé. Sólo te tienes
a ti, Satanás. Aprende a gestionar el miedo y vencerás.
—Muy bien, hijo mío. Veo que has aprendido a crear, que te has hecho
más fuerte. Lo que hoy me traes es un gran regalo para todos. Has abierto
un nuevo camino. Una opción más en el universo de posibilidades que la
vida ofrece. Transitando por ese nuevo camino, las almas podrán volverse
más fuertes y más sabias, tal como has hecho tú. Todos te estamos
inmensamente agradecidos.
Sataniel se sintió halagado. Respetado, reconocido, admirado… La voz
de la Fuente caló en sus entrañas, el amor con el que lo trataba, y
entonces recordó quién era y para qué se había ido.
—¿Por qué los humanos ven a Sataniel como a alguien tan terrible? –le
pregunté yo al Padre-Madre antes de encarnar.
Y él me respondió:
Así que era eso, pensaba yo, ovillado en mi cama la noche del día en que
José logró domarme como a un caballo. Ahora, en mi interior habita Dios,
pero también Satanás, y eso no es malo. Es algo que me permite aprender,
volverme más fuerte, más sabio. No debo luchar contra lo que siento sino
permitir que lo que siento me muestre lo que me quiere mostrar. Gracias a
eso puedo crecer en amor aquí abajo. Y es el ejemplo que tengo que dar.
Yo debo ser amor por encima de todas las cosas, mostrarles cómo se
hace, y el primer paso es aceptar que todo lo que hay en mí está bien,
incluido lo que no me gusta o no comprendo.
—¿Por qué?
—No quiero hablar ahora –respondí sin levantar los ojos del plato.
—Pues tendrás que arreglarlo, porque José se enfada muy pocas veces y
nunca lo hace sin motivo.
—Vete de aquí –le dije, pero se volvió más oscura y más grande. Me
enseñó los dientes, todos picados y grises. Su sonrisa me asustó. Era un
hombre mayor, casi viejo, vestido con harapos.
—Mírame –me dijo—. Esto es lo que vas a ser tú si sigues siendo un niño
tan malo como has sido hoy.
—Ven aquí.
¡Qué curioso mundo éste! –pensaba yo—. Las cosas sólo cobran
importancia cuando te fijas en ellas. Todo existe al mismo tiempo, como
en este río.
¿Por qué son tan grandes mis ojos? ¿Por qué tengo la nariz afilada? ¿A
quién me parezco? ¿Soy, tal vez, como mi padre? ¿Dónde estará?
¿Alguna vez me quiso…?
¿Qué más da?, alegaba Dios. Estás rodeado de amor. Tu madre y José te
aman. La vida te ha proporcionado todo lo que necesitas para crecer en
armonía y cumplir tu misión. No te pierdas en dudas y lamentos.
Así pues, emito lo que siento. Soy como este río, que se vuelve calmo o
se agita en función del viento que sopla. El río no puede parar al viento,
porque viene de afuera. Pero yo sí puedo parar el torrente de mis
pensamientos e incluso cambiarlo, porque están en mí. Ésta es la
enseñanza más útil que debo transmitirles, la primera, la base sobre la que
construiré lo demás: que si controlan lo que piensan dejarán de sentir que
la vida les lleva a la deriva, porque no es la vida quien lo hace, sino sus
pensamientos.
Eso es, Jesús –susurró la Fuente—. Felicidades. Gracias a lo que
experimentas, comprendes, y luego podrás enseñar desde la certeza. La
experiencia es una gran maestra. Sin ella, tu discurso les resultaría
vacío, irreal o imposible de alcanzar. Pero si tú mismo has pasado por
aquello de lo que hablas, y les hablas desde el corazón, ellos también
comprenderán lo que tú ya has comprendido, y se animarán a intentarlo.
Porque transmitirás verdad, y no un mero juicio de la realidad o una
opinión al respecto.
Tienes que integrar esta enseñanza en ti, Jesús, porque llegarán días en
que los hombres realizarán actos incomprensibles contra ti. No todos te
escucharán. No todos estarán preparados para comprender, y tú deberás
respetarlos. Aceptar que su decisión es la correcta y continuar
hablándoles a aquellos que te quieran escuchar.
Tengo que decirles eso también, pensaba. Que tienen que recuperar la
conexión con Dios, que tienen que escucharle, para que él pueda
ayudarles tanto como me ayuda a mí. Sin él me sentiría a veces tan
perdido…
Yo soy Dios. Lo sé. Todos lo somos. Pero aquí se olvida pronto. Por
suerte, él me cuida, me observa, me contempla, y me avisa cuando me
estoy perdiendo. ¿Cómo vivir sin él?
Como dice mi abuela, ¡eso es un infierno! Ja, ja, ja, un infierno. ¿Qué es
el infierno? Aún no lo tengo muy claro. Me lo han explicado varias veces
pero no logro entenderlo.
Y yo le pregunto siempre:
—La casa del Demonio –responde con los brazos en jarras—. El lugar al
que se llevan a los niños que se portan mal.
—Pero, ¿por qué el demonio, si es tan poderoso como dices, elige vivir
en un sitio tan feo, lleno de gritos y de fuego?
Ella me mira con los ojos muy abiertos y luego niega con la cabeza.
—Ya estás con tus tonterías otra vez. Anda, déjame, que está punto de
llegar tu abuelo y aún no tengo la comida.
Entonces, ¿existe ese demonio del que ella habla? Y si es así, ¿existe el
infierno? ¿Quiere eso decir que yo puedo acabar allí?
Concluyo que decir la verdad, ser honesto, es algo muy peligroso en este
mundo, y decido que, a partir de hoy, voy a guardarme muchas cosas, no
vaya a ser que termine en el infierno.
No sé por qué, pero esa decisión me deja sin fuerzas. Siento de repente
una especie de vacío, como si ya no tuviera ganas de nada. La imagen que
hace un rato me ha mostrado Sataniel acude a mí y me recuerda que sí,
que existen los demonios de color rojo, con cuernos y con rabo. El vientre
se me encoge.
—Sólo era una pesadilla, niño mío. Te cantaré un poco para que te
duermas, ¿sí?
Su mano me acaricia el pelo. Oigo el latido de su corazón, que me
transporta al tiempo en que yo crecía en su interior, cuando todo parecía
fácil.
Una oleada de amor surge de mi pecho. Veo la luz de color rosa que está
surgiendo de mí y que la envuelve. Mi madre sonríe. Me ha dicho varias
veces que ella no puede ver las cosas que yo veo, pero que las percibe.
Esto lo ha percibido. Se le nota.
Con qué facilidad he logrado que ella sonría. Con qué facilidad logro que
mi abuela pierda los nervios. ¿Por qué una sonríe y la otra me grita, si yo
soy el mismo?
—Estás muy callado hoy –me dijo ella, casi al final de la mañana.
Muy serio le mostré mi lengua y ella sonrió. Yo también lo hice. Por fin
conseguía hacerla feliz. No había sido tan difícil. Sólo tenía que portarme
bien, callar lo que pensaba, no hablar de cómo me sentía, ser un niño
bueno.
—Estás siendo un niño muy bueno, Jeshuá. Ojalá siempre te portaras así.
Asentí limpiándome las lágrimas con el brazo y salí sonriendo del rincón,
tan deprisa y con tan poco cuidado que choqué con la mesa que mi abuela
había dispuesto para el almuerzo. El golpe tumbó las copas que ella había
llenado tan primorosamente. El vino se desparramó por todo el mantel
blanco, encima de los platos, mojó el pan.
—¿Qué ha pasado? –gritó ella en la cocina. En pocos segundos estaba en
la sala.
—Ya estás otra vez, Jeshuá –chilló ella, cuando se dio cuenta de lo que
pasaba—. Eres un niño muy malo. ¡Un niño imposible! No respetas nada.
¡Mira lo que acabas de hacer! Y yo que pensaba que te habías
enmendado… ¡Pero no! Tú solito te las arreglas para estropear las cosas.
Ella siguió hablando, o mejor dicho gritando, todavía un rato, sin apenas
prestar atención a las palabras de mi abuelo, que intentaba quitarle
importancia a lo sucedido. Sin percibir tampoco lo que estaba sucediendo
en mí. Porque, aunque yo la miraba con los ojos muy abiertos, petrificado
en medio de la sala, en mi interior se libraba una batalla.
Y en medio de aquella fiesta invisible a los ojos de mis abuelos, una voz
inundándolo todo. Una voz conocida y serena, firme y amorosa al mismo
tiempo, surgiendo desde las profundidades de mi abismo:
¿Cuál de ellos decides ser, Jesús? ¿De verdad crees que puedes apartar
a uno y convertirte en el otro?
¿Y crees que por querer jugar te mereces todo lo que acabas de oír?
¿Crees que eso es ser malo?
¿Qué le pasa?
Presta atención, Jesús, porque es una decisión muy importante que puede
determinar el resto de tu vida. ¿Decides luchar contra lo que eres,
oponerte a ello, o eliges aceptar que eres dual y aprender a convivir con
los demonios?
Mi abuela lo miró de reojo y se calló. Pude ver con claridad la nube negra
que se formaba en su aura. En pocos minutos, todo volvía a estar como
antes en la sala. La mesa bien dispuesta, ni restos del desaguisado. Las
copas y los platos simétricamente colocados unos frente a los otros,
aunque esta vez, vacíos.
—¿Quién miente?
Mi madre sonrió, como hacía cada vez que yo decía algo que ella no
esperaba. Qué diferente de mi abuela, que no soportaba oírme rechistar.
—Está bien. ¿Por qué mienten? Supongo que para protegerse de algo o
para proteger a alguien. A veces, la gente miente para evitar hacer daño.
Fruncí el entrecejo:
—¿Qué es raro?
—¿Hacen algo que duele para evitar hacer daño? Es muy raro.
—Se nota.
—No lo sé. Creo que ha pasado algo en casa de mis padres, pero no me lo
ha contado. Quería saber por qué las personas mienten.
—No es una sola persona. Todos mienten. Vosotros no lo veis, pero yo sí.
La gente se engaña todo el tiempo. Muy pocos hacen caso de lo que les
pide el corazón. Yo las oigo. Oigo las voces de sus corazones gritando,
pero ellos no les hacen caso. Apenas las escuchan y, cuando lo hacen, se
dicen a sí mismos que son tonterías o que es imposible o que ellos no
pueden. ¡Y entonces escuchan a la otra! La voz de color negro que sale de
sus cabezas y que los empuja a hacer lo que no quieren. Cosas que los
vuelven infelices. Si no lo hacen, dice esa voz, van a tener que pagar las
consecuencias. Y nadie quiere pagar esas consecuencias que yo no sé
cuáles son, pero que deben de ser muy feas y muy horribles, porque todos
intentan evitarlas.
—Jeshuá, eso que dijiste ayer, lo de las mentiras y todas las cosas que
ves…
—¿Sí?
—¿Qué tienes?
—¿Ah, sí? –vino hacia mí con las manos abiertas, dispuesta a cogerme la
cabeza
—¡No, así, no! –grité, riendo yo también—. ¡Que así me aprietas mucho!
Miré el tazón que tenía delante y probé un poco. En realidad, lo que había
visto hacía un momento me cerró el estómago. Así que yo también había
mentido. Sin querer, sin darme cuenta, en una pequeñez, pero había
mentido. Qué sutil era la línea que separaba la honestidad de la mentira
por piedad. Con qué facilidad una persona que pretendía ser honesta
acababa pronunciando palabras que se alejaban de la verdad, para
proteger a un ser querido.
Vi con claridad que amaba mucho a su padre, pero una nube de color
amarillo grisáceo emanaba de lo que sentía por su madre. Pude
comprobar que nunca había amado tanto como una vez amó, y ese amor
tenía un nombre y una cara, que era muy parecida a la mía.
Cuando la vi, no pude prestar atención a nada más. De modo que él, mi
padre, era el dueño de su corazón…
¿Y qué sucedía con José? Ellos se querían. De eso estaba seguro, no sólo
por el rosa de sus auras cuando estaban el uno junto al otro, sino porque
mi intuición nunca me había mostrado lo contrario. Pero aquel amor que
emanaba del aura de mi madre hacia el hombre que me engendró era muy
diferente, más visceral, más profundo. Con una fuerza que hacía brotar
chispas de colores a su alrededor, colores intensos, en movimiento,
mezclándose con otras emociones de cariz muy diverso. Al concentrarme
en ellas las sentía en mí, y me invadía una gran tristeza. ¡Cuánto
sufrimiento reprimido!
Mi madre había elegido olvidar, pero no pudo. Lo que sentía por mi padre
seguía latente en su aura. Y ahora yo lo sabía.
—Mamá, ¿cómo es mi padre? –le dije cuando ella anunció que era la hora
de irnos.
—¿Cómo lo sabes?
—Pues todo.
Asentí en silencio, esperando que ella diera el paso y acabara de una vez
con aquel baile de mentiras que yo ya no podía sostener.
Así que mi padre estaba confuso. ¿Por qué? Mi corazón de niño albergó
el anhelo de que aquella confusión tuviera algo que ver conmigo. Tal vez
me echaba de menos, tal vez se había arrepentido…
—¡Eh, tú!
—¡Déjame en paz!
Mi padre no aparecía por ningún lado pero mis pensamientos seguían allí,
indomables, sugiriéndome una multitud de posibilidades: él me había
visto y se escondía; tal vez tenía otro hijo y lo prefería a mí; quizás se
había marchado para no volver nunca…
—Ya pasó, corazón. Serénate. Cualquier cosa que te pase tiene consuelo.
Mira.
—Venga, ve.
Busqué a Dios entre la gente, pero no aparecía por ningún lado. Algunos
me miraban extrañados, así que me senté para pasar desapercibido e imité
sus posturas de recogimiento. Al fondo de la sala, un hombre de avanzada
edad, comenzó a recitar unos versos. Con su voz pausada me fui
relajando poco a poco. Inspiré profundamente varias veces, tal como mi
madre me había enseñado.
—Cada vez que quieras encontrar a Dios cierra los ojos y respira.
Llámalo desde tu corazón. Él no tardará en llegar.
Nunca has estado solo, Jesús –su voz solemne llegó desde las
profundidades de mi abismo—. He estado aquí todo el rato,
observándote, dejándote ser quien has decidido ser.
Hoy has decidido dejarte llevar por la densidad que habita en ti. Has
descubierto su poder y los efectos que genera en tu mundo. Has visto
cómo otras personas resonaban con ella y hacían cosas que la
incrementaban. Ellos la llaman rabia, Jesús, pero en realidad es
amargura. La hermosa vida que existe en toda la creación se vuelve
amarga cuando sus protagonistas se empeñan en desoír la voz de su
corazón.
Muchas personas claman al cielo para que se haga justicia. Alzan sus
oraciones solicitando que yo intervenga para librarlas de algo o de
alguien que las oprime, y no se dan cuenta de que el talante de sus
peticiones les está alejando de mí, o sea, de la parte de sí mismos que yo
soy. Porque la vibración de lo que piden es inmensamente densa.
Pide justicia el que se siente herido, ultrajado o víctima, y no se da
cuenta de que lo que emite es lo que crea en el mundo, ni comprende que
no necesita suplicar a nadie para que arregle su vida, porque puede
hacerlo él mismo.
¿Dónde está la emoción que te hizo llorar y gritar hace tan poco?
Siente la conexión, Jesús. Ahora estás en ti. Lo único que has tenido que
hacer para llegar a ese estado es proponértelo e imaginar. La
imaginación es la llave de la conexión conmigo, es decir, con la parte de
mí que hay en ti. Ahora que tienes cuerpo puedes volar gracias a ella.
Muéstrales a los hombres y a las mujeres que habitan la Tierra el poder
de su imaginación, que transforma pensamientos y emociones, que
genera alegría y paz. Enséñales a utilizarla para crear su realidad.
Recuérdales que no les di una mente sólo para razonar. En realidad, ésa
es una de sus funciones menos importantes. Les di la mente para
facilitarles la conexión con la divinidad. Tienen que aprender a usar la
poderosa herramienta de sanación y creación con la que fueron dotados.
Sólo están usando una pequeña parte, y lo hacen sin ser conscientes de
su poder. Por eso crean realidades que les desagradan y claman al cielo
para que yo cambie sus creaciones.
Pero no olvides que todos tienen libertad para elegir. Nunca te empeñes
en que comprendan. Sólo muestra el camino y deja que te sigan los que
sientan la llamada en su interior. A los demás les llegará su momento
cuando ellos mismos lo decidan. Ni antes ni después. El libre albedrío es
un valor sagrado. Recuérdalo siempre.
Una cosa más, Jesús. Cuando imagines algo, con la intención de hacerlo
realidad, no olvides que todos tienen libre albedrío y un plan de vida que
cumplir. Antes de imaginar manifiesta tu respeto al plan de vida de las
personas que incluirás en tu visión, así como a las decisiones que ellas
puedan tomar. Es muy importante.
—Así lo haré.
—Soy diferente.
Se puso tan serio que, por un segundo, creí otra vez que iba a reñirme,
pero él inspiró profundamente y se agachó para mirarme a los ojos:
—Cuéntamelo.
Él se asombró tanto que pensé que, tal vez, había hablado demasiado,
pero al momento me regaló otra sonrisa. Sentí ganas de abrazarlo. Estaba
a punto de hacerlo cuando oí que alguien gritaba mi nombre. Mi madre y
José corrían hacia el templo con expresión de espanto. Ella estaba
llorando.
—¡Gracias, Dios mío! ¿Por qué nos has hecho esto, Jeshuá?
Le tomé la cara entre mis manos y le regalé la lluvia de besos que antes
ella me había dado. Se reía a carcajadas.
José afirmaba que iba a tener muchos problemas, que el mundo no estaba
preparado para alguien como yo, y mi madre le daba la razón pero decía
que ella confiaba en el plan de Dios.
—Pues hombres cuya mano fue guiada por Dios. En las escrituras está
toda la verdad.
—No vayas por ahí diciendo eso, Jeshuá –me advirtió José.
—Quiero leer esas escrituras –le dije a él—. Si en ellas está la verdad, yo
quiero conocerla.
Ésa es una de las primeras cosas que tengo que aclarar, anotaba en mi
mente para cuando llegase el momento, que el hombre y Dios poseen la
misma esencia y que no se trata de una diferencia de tamaño sino de
dimensión.
José me miraba con extrañeza y yo sentía una inmensa compasión por él.
Le veía debatirse ante la duda, intentando aferrarse a lo que conocía como
cierto pero abriéndole la puerta a la nueva posibilidad, la información que
yo le ofrecía. Aunque muchas de las cosas que le contaba le resultaban
incomprensibles, yo notaba que su corazón se alegraba de escucharlas, y
él también lo notaba.
Qué maravilla esto de la lectura –pensaba–. Las letras por sí solas logran
poco, pero unidas crean una palabra, y las palabras juntas crean una frase.
Si se ponen todas al servicio de una idea, la frase tiene sentido. Si se
agrupan sin orden sale una frase confusa. Es lo mismo que les pasa a
ellos. No se dan cuenta de la fuerza que poseen en unidad. Un grupo de
personas es mucho más poderoso que una sola. Si se enfocan todos en la
misma dirección llegarán antes, serán capaces de alcanzar con gran
facilidad lo que se propongan. Pero si cada uno va a la suya y se agrupan
sin motivo no son más que una masa de personas habitando un espacio,
como el otro día en el mercado. Yo empecé a sentir miedo de verdad
cuando varios de ellos comenzaron a insultarme. ¡Qué fuerza tenían
juntos!
—Tú lee.
Seguí leyendo hasta llegar al momento en que Dios pidió a Abraham que
se detuviese, porque no era necesario el sacrificio de su hijo.
—Se lo han inventado –sentencié—. Dios quiere que nos hagamos caso a
nosotros mismos, no a él, y que confiemos en lo que nos pide el corazón.
—Explican las cosas con esas historias para que la gente las entienda,
pero Dios no es así. Él es mucho más amable y amoroso.
—Recuerdo que vengo de la luz, que yo soy una luz, que cuando no
estaba aquí me sentía bien todo el tiempo. Es muy difícil estar aquí,
¿sabes? Nada que ver con allí arriba. En la luz del Padre-Madre no se
siente frío ni hambre. Allí, todo es alegría.
—Igual que tú. Sólo tienes que cerrar los ojos y mirar adentro. Mirar tu
alma. Dios es idéntico a esa luz, pero mucho más grande.
José fruncía el ceño y miraba hacia otro lado, como queriendo encontrar
en alguna parte la explicación que no captaba. Después acariciaba el
pergamino de las escrituras y suspiraba.
—Claro.
—No lo entiendo.
José suspiró, pero no dijo nada, aunque sí aceleró un poco el paso, como
si tuviera prisa por llegar cuanto antes.
—Recuerda hablar en voz baja y con respeto, Jeshuá –me advirtió José en
la puerta.
El rabino asintió sin decir nada y nos indicó que le siguiéramos. Nos
condujo hasta una estancia apartada del cuerpo central del templo y nos
invitó a sentarnos en el suelo, alrededor de una mesa en la que había
dispuestos algunos pergaminos. Reconocí en ellos algunas de las palabras
que José me estaba enseñando a leer.
Los ojos del rabino se abrían cada vez más y, en cambio, los de José se
cerraban. Yo no podía parar. Ya que estaba delante de alguien que podía
resolver mis dudas, no iba a dejar nada sin preguntar.
—Y, además, ¿por qué hay comida impura? Y, si lo es, ¿por qué nos la
comemos? Si sabemos que nos daña y nos la comemos, entonces es que
somos necios. Sí, necios, porque no nos la podemos comer cuando
venimos a hablar con Dios, pero sí cuando vamos por ahí hablando con
los demás y con nosotros mismos. ¿Por qué Dios es más importante que
yo mismo y que los que son como yo, si las escrituras dicen que él nos
hizo a su imagen y semejanza? Yo creo que las escrituras se equivocan en
muchas cosas. El dios del que hablan no tiene nada que ver con el Dios
que yo conozco.
El asombro del rabino crecía cada vez más, mientras José lo miraba con
expresión suplicante.
—Jeshuá.
Yo sabía que José estaba mintiendo, pero preferí callar al notarlo tan
apurado. Yo mismo le había susurrado a mi madre el nombre que debería
llevar, un nombre cargado de significado, con la vibración apropiada para
que, cada vez que lo oyera, recordase cuál era mi labor en el mundo.
—Está bien. Mañana vendré a la misma hora, pero con la barriga llena –
decreté, antes de volverme para bajar las escaleras.
Era cierto que muchas de las interpretaciones que habían hecho los
hombres no casaban con la realidad, ni con el aprendizaje que las
experiencias habían venido a proporcionarles. Pero si uno llegaba más
allá de las palabras, podía vislumbrar su auténtico mensaje. Había que
escucharlas con el corazón, sentir su energía, traspasar el límite de las
apariencias, para dejarse impregnar por todo lo que mostraban.
La primera vez que el rabino alzó la mirada del texto que leía y me
descubrió con los ojos cerrados, respirando profundamente la enseñanza,
soltó el manuscrito de golpe.
—No estoy durmiendo –respondí yo, sin abrir los ojos. Estaba sintiendo
el dolor de esa madre. Se me ha encogido la barriga al oír que lo iban a
cortar en dos. Algunas historias son muy raras. Necesito cerrar los ojos
para comprenderlas. Así escucho mejor a mi corazón
No sé qué cara puso él, pero note que dudaba. Después de unos segundos
recuperó el pergamino y siguió leyendo.
Tras recibir en audiencia a las dos mujeres que afirmaban ser la madre de
un bebé de pocos meses, el rey Salomón había decidido que lo cortarían
en dos para entregarle la mitad a cada una. Pero la verdadera madre gritó
¡No!, y el rey resolvió la situación entregándole el niño a ella, por mostrar
con esa reacción que prefería que se lo quedara otra antes que verlo sin
vida.
Realmente, eso era el amor incondicional para los humanos, pensaba yo.
La manifestación más pura que ellos podían comprender. Pedirle a
aquella madre que permitiera que su hijo regresara a la luz, si es que ése
era su destino, habría sido demasiado. También lo era esperar que
renunciara a él para siempre, a cambio de que ese hijo continuara con
vida. Ella lo había decidido por sí misma, sin pararse a pensar. Negarse a
su muerte y desapegarse de él le había surgido instantáneamente, como
un impulso.
—Pero no lo perdió.
—Vas a tener muchos problemas, si vas por ahí diciendo esas cosas.
—Yo también –dije con lágrimas en los ojos, abrumado de repente por
aquella muestra de sinceridad. El rabino hablándome con el corazón
abierto de par en par.
Me eché en sus brazos y él me rodeó con los suyos. Luego me tomó por
los hombros y me pidió:
—Dime una cosa –preguntó con una tímida sonrisa–. ¿Él te habla,
verdad?
Los ojos se le fueron hacia arriba cuando dijo Él. Yo también sonreí:
Solía trepar a los árboles, subirme a las tapias, correr para alcanzar el
viento, y muchas tardes regresaba a casa magullado y dolorido. A veces,
cuando les veía curarme una herida me quedaba absorto en el amor que
desprendían. Era una extraña mezcla de dualidad: preocupación y cariño,
amor y miedo. Los colores de sus auras se debatían del rosa al gris, del
verde al rojo. Y aquel baile de emociones me maravillaba. Sobre todo en
mi madre, que era mucho más espontánea y emotiva que José. Él
intentaba mantener la serenidad, pero yo le escuchaba pensar mientras
ella me curaba, y por eso sabía que también estaba preocupado.
A veces, cuando la herida era grande o tenía mal aspecto, notaba como se
reprimía las lágrimas, para que nadie le viera llorar. No estaba bien visto
que un hombre lo hiciera, y menos uno de su edad. Se suponía que,
cuando uno llegaba a la edad de José, tenía que haber aprendido a
dominarse por completo. Mostrar los sentimientos era un síntoma de
debilidad.
Guardaron silencio.
—¿Cómo que ronda por la casa? –dijo ella, agachándose para ponerse a
mi altura.
—¿No lo recuerdas? Te dije que veía al alma del bebé que quería nacer en
ti, pero tú no me creíste. Pensaste que decía bobadas y cambiaste de tema
muy rápido. A veces lo haces. Yo puedo verlo. Está allí.
Señalé hacia el fondo de la sala, donde había surgido de la nada una luz
muy brillante. La luz se acercó a José, traspasó su cuerpo lentamente,
como queriendo impregnarse de su esencia. Él dio un suspiro. Luego
llegó hasta mí, pero se detuvo. En pocos segundos se fundió con el aura
de mi madre y entró en su vientre.
—¿Qué tenemos que notar? –a José se le notaba cada vez más incómodo.
—Porque me lo ha dicho.
—Esta vez créetelo del todo, mamá. Ese bebé no es exactamente como
yo. Él olvidará más rápido. Necesitará tu ayuda.
—¿Y por qué tiene que elegir mi abuelo el nombre de tu hijo? ¿Por qué
no lo eliges tú y escuchas primero lo que su alma tiene que decir?
—¡Claro que fuiste un regalo! –exclamó ella, tras un breve silencio, que a
mí me resultó eterno.
Los ojos se me humedecieron. ¿Qué me estaba pasando? Me sentía
pequeño e indefenso, como si el mundo que me rodeaba fuese
desapareciendo a mi alrededor y me quedara solo en medio de la nada.
Solo y compungido. ¿Qué era aquello que me nacía en el pecho?
—No le gusta llamarse Juan. Dice que ese nombre no tiene nada que ver
con él.
Era tan dulce su voz, tan amorosa su mirada, que me eché a llorar en sus
brazos.
—No tienes por qué estar triste. Yo te quiero, Jeshuá, te quiero. Eres el
niño de mi corazón, eres mi cielo…
Ella se fue tras él. Les oí hablar en susurros. Mi madre se tapó la boca
para ahogar un grito. Miraron hacia mí y yo vi en sus auras lo que
sucedía: mi abuelo acababa de morir.
La voz del Padre-Madre me habló esta vez con más firmeza: Ahora, más
que nunca, debes estar atento a lo que piensas. Las personas que te
rodean van a inundar el entorno con un sinfín de pensamientos de dolor.
No te dejes impregnar por ellos. Sé consciente de que esos pensamientos
no son tuyos ni te pertenecen. Tú eres tú. Los pensamientos y las palabras
que oirás densificarán mucho el ambiente en el que vas a moverte en los
próximos días. Permanece atento a lo que vas a pensar tú. Recuerda que
todo lo que piensas es poderoso. Lo acabas de comprobar. Estabas bien,
pero al pensar que pueden querer a tu hermano más que a ti te has
sentido solo. Eso te ha hundido en la tristeza, pero cuando tu madre te ha
dicho cuánto te quiere has dejado de llorar. Volvías a sentirte bien. Sé
consciente del poder del pensamiento, Jesús, porque con él creas tu
mundo.
Corrí hacia los brazos de mi madre que lloraba sentada en el suelo, como
si ya no tuviera fuerzas para mantenerse en pie. Al abrazarla me invadió
todo su dolor. El que ella sentía resonó con el mío y lo avivó. La mente se
me llenó de imágenes, mientras los dos llorábamos desconsoladamente:
mi madre, siendo niña, de la mano de mi abuelo, los dos jugando juntos,
él arropándola por las noches cuando se iba a dormir o contándole las
mismas historias que me contaba a mí…
¿Cómo podía ser el mundo tan injusto? –pensé–. ¿Por qué tenía que irse
mi abuelo de repente?
Al oírlo, mi madre se zafó del abrazo para llevarse las manos al vientre y
dejó de llorar por un momento.
—¡Papá! ¿Papá? Dile que le quiero, Jeshuá, dile que le quiero, por favor.
Que no se vaya al cielo sin saberlo.
—Te está oyendo, mamá. Dile todo lo que tengas que decirle. Está detrás
de ti.
—¿Qué? –ella se volvió y empezó a llorar de nuevo–: Padre, padre, papá,
te quiero. ¿Por qué te has ido? ¿Por qué me has dejado así? ¿Qué voy a
hacer ahora? ¿Cómo voy a soportarlo? ¿No ves que aún soy una niña sin
ti? ¿No ves que te necesito tanto? Papá…
—Dice que lo siente mucho. Cree que no fue un buen padre para ti.
—¿Qué? ¿Cómo? ¡No! Claro que lo fuiste, papá, el mejor padre del
mundo. ¿Qué más? ¿Qué más, Jeshuá? ¿Qué más dice?
—¿Qué puedo hacer para ayudarle? –musité en voz baja, ignorando las
preguntas de mi madre.
Sólo una cosa: intentar que conecte con el amor, que sienta la vibración
del amor. Pero la decisión es suya. Sea cual sea, tienes que respetarla.
Inspiré profundamente y me dirigí a él:
—Abuelo, mira la luz. Mírala, está ahí arriba. Es muy brillante. Mírala.
Te está esperando.
—Tienes que sentir amor para verla. Deja de llorar. Piensa en algo bonito.
—Lo más bonito de mi vida es María. Mírala, ahora sufre por mí. No
puedo irme a ningún lado. Tengo que quedarme junto a ella. Nunca fui un
buen padre. Pero ¿qué hago hablando contigo? No eres más que un
niño…
—¿Dónde está ahora, Jeshuá? ¿Se ha ido ya? –mi madre continuaba
insistiendo.
Ella miró a José como si lo viera por primera vez, y volvió a llorar
desconsoladamente.
El tiempo fue pasando lentamente y de manera monótona. Mi madre se
escondía de mí para llorar y, en sus momentos de tranquilidad,
deambulaba por la casa como una sombra, susurrando el nombre de mi
abuelo, que aparecía de repente y se acercaba a ella para acariciarle el
pelo.
—Presta atención, Jeshuá. Estás distraído –me dijo una mañana el rabino,
mientras yo leía en voz alta sin comprender lo que leía—. ¿En qué
estabas pensando?
—En mi abuelo.
—Háblame de eso.
Con lágrimas en los ojos le fui contando todo lo que sucedía en mi casa
desde la muerte de mi abuelo. Le hablé del alma de mi hermano, de la
tristeza de mi madre, de las cosas que me decía Dios para guiarme en
medio de aquella densidad.
—Él dice que hay que respetar las decisiones de los que no se quieren ir,
que ellos también tienen libre albedrío y que me ocupe de mí. Sólo de mí,
de que no me afecte demasiado la situación. Todo el tiempo me dice que
preste atención a lo que pienso. Hasta me riñe cuando llevo un rato
imaginando cosas tristes. Nunca lo había hecho, reñirme. ¡Hasta Dios ha
cambiado!
—Pues podría decirle a mi abuelo que se fuera, pedir ayuda a los ángeles
o, ya se lo he dicho, llamar a Sataniel. Seguro que él sabe lo que hay que
hacer en estos casos.
—¿Por qué? ¡Él no es tan malo! Fue el más valiente de todos los ángeles.
A mí me cae bien.
El rabino negaba con la cabeza sin parar, con los ojos como platos,
pidiéndome silencio con las manos. Me di cuenta de que le estaba
poniendo más nervioso de lo habitual y me callé.
—Eso es, eso es. No sigas por ahí. Ya hablaremos de ese tema otro día,
con más calma –dijo, aliviado–. Ahora explícame eso de que Dios te riñe.
—Presta atención a lo que estás pensando, Jesús, dice todo el rato. Tus
pensamientos crean realidades, tus pensamientos marcan tu destino –
repetí, intentando imitar la voz que surgía de mis adentros.
—Sí, dice que muchos me llamarán así en el futuro, y que tengo que
acostumbrarme a todos mis nombres. Eso que estás pensando ahora,
Jesús, es lo que te está poniendo triste. No puedes hacer nada. Acéptalo.
Sal a jugar. Deja de pensar en cosas negativas... Jesús por aquí, Jesús por
allá. Me tiene harto. ¡Que venga él aquí abajo y se ponga a vivir! A ver si
le resulta tan fácil…
Ser amor en medio de las sombras. ¿Cómo serlo cuando las sombras
estaban por todas partes? En mí, en mi familia, en mis amigos. Y ahora,
también, en mi casa. Mi abuelo le había tomado gusto a la sala donde
apareció por primera vez, el día de su muerte, y se negaba a marcharse de
allí. Habitualmente me ignoraba, como si yo fuera alguien insignificante,
con escaso conocimiento. Cuando le pedía que nos dejara, porque su
presencia fomentaba la tristeza de mi madre y le impedía seguir adelante,
él repetía invariablemente: ¿qué sabrás tú?, y me daba la espalda.
Yo intentaba avisarla, le pedía que hablara con él, porque a ella sí que la
escuchaba. Cada vez que mi madre entraba en la sala, mi abuelo salía de
su rincón y se acercaba para acariciarle el pelo, le decía que la quería, le
pedía que lo perdonara. Cuando ella hablaba, él callaba, y se quedaba
absorto mirándola, como si ella fuera la cosa más bonita del mundo, una
joya de valor incalculable. Eso decía él que era ella: una joya de valor
incalculable. Lo murmuraba a menudo sumiéndose, de nuevo, en un halo
de tristeza, una tristeza profunda que le nacía del pecho. El lugar donde,
cada día un poco más, se atenuaba su propia luz.
Yo le decía:
—Abuelo, mira ahí, al centro de tu pecho, fíjate en esa luz que llevas
dentro. En verdad eres amor, pero ya no te acuerdas.
Es cierto que tú recuerdas quién eres y para qué estás ahí. Es cierto que
tus capacidades no se han mermado por la desconexión y que avanzas en
armonía con tu espíritu divino, pero eso no te confiere el don de ser
superior a nadie. No lo eres, Jesús. No te veas nunca como tal ni lo
manifiestes. Eres uno más. Un ser humano que muestra a los demás todo
lo que un ser humano puede hacer y lograr, si confía en sí mismo y se
atreve a recordar. Lo muestras con el ejemplo, Jesús. Transmite siempre
con el ejemplo todo lo que quieras comunicar.
En cambio, si los miras con amor y los respetas, como almas sabias que
transitan su propia evolución, les ayudarás a verse a sí mismos de igual
modo y, con ello, a adquirir fortaleza para avanzar y recordar.
—¿Por qué los hombres tienen que olvidar que pueden hablar contigo? –
le preguntaba yo a menudo, después de sentir el efecto de sus palaras en
mí, y notaba como Dios, antes de contestarme, sonreía, con ese modo tan
particular de sonreír sin expresión, sólo a través de una amorosa oleada de
energía.
Tú me tienes a mí.
¡Ya quisieras tú! Estoy en ti pero también estoy en todos los demás. ¿Es
que no te acuerdas? Si tú puedes comunicarte conmigo, ellos también. Es
lo primero que debes recordarles cuando llegue el momento. Un día,
todos te escucharán. Acudirán a ti en busca de ayuda, y entonces tu voz
se oirá en todos los rincones y despertará la luz en muchos corazones.
Entonces obrarás milagros.
Por eso te hablo a diario, para que no te olvides de que estoy aquí. Yo te
acompaño, pero estoy en ti.
—Ya te expliqué que su alma necesita cariño, que es muy duro para las
almas venir aquí. Al principio es como cuando sacas a un pez del río. El
pobre no puede respirar, se ahoga, se retuerce, intentado comprender lo
que sucede. Si alguien no lo devuelve pronto al agua se muere. Eso es lo
que siente un alma cuando llega a la Tierra. Se acabó la luz. ¿Dónde está
el amor?, ¿qué es esta densidad?, no puedo moverme, que alguien me
ayude, por favor. ¡Ese alguien eres tú, mamá! ¡Reacciona! Desde que
murió el abuelo pareces una sombra, como él…
Esta vez, sí se volvió hacia mí, con la mirada sombría, casi a punto de
llorar. Valoró la posibilidad de contestarme, pero se ocupó de nuevo en
sus quehaceres y murmuró:
—No entiendo nada de lo que dices, Jeshuá. Mamá está muy triste.
¡Déjame tranquila, por favor!
—Si de verdad lo quieres tienes que decirle que se vaya –dije con la voz
ahogada, pero más sereno.
—Mamá, cuando dices esas cosas lo atraes más. Así no puede ayudarte.
Tú no te das cuenta, pero él nos llena la cabeza de tristeza y de enfado.
Tiene que volver a la luz, a Dios, para que él pueda ayudarle a
comprender. Si lo decide, ya regresará, pero lo hará con luz, no con
oscuridad, como ahora.
—Yo no entiendo eso que dices –murmuró ella, más tranquila, tras
sonarse la nariz–. Sólo sé que mi padre no puede hacerme ningún mal.
De noche, su imagen se volvía aún más densa, más opaca. Se acercó a los
pies de mi cama y, por primera vez en mucho tiempo, me miró
directamente a los ojos, mientras esperaba una respuesta. A su espalda
comenzaron a surgir otras sombras, espíritus errantes que invadían el
espacio, volando de un lado a otro de mi habitación y sugiriéndole a mi
abuelo cosas como: mátalo, es un niño despreciable, hazle saber quién
manda aquí…
Me abracé a José como si fuera un tronco en medio del río y lloré sin
poder parar durante un buen rato.
—Vosotros no os dais cuenta, pero yo sí. Desde que él está aquí todo ha
cambiado. Mamá ha cambiado y tú también. Ahora todo es horrible –
volví a llorar–. ¿Pueden hacer eso, papá? ¿Las sombras pueden matarme?
Los ojos se me llenaron de lágrimas otra vez, pero eran de puro amor.
Amor líquido que rodaba por mis mejillas disolviendo el miedo.
No puede decir nada más. Me eché a llorar en sus brazos. José había
curado mi angustia con una fórmula fácil y
En la sombra también hay luz, Jesús. ¿Por qué, si no, te resultaría tan
fácil pasar de una emoción a otra? –la voz de Dios me despertó por la
mañana, cuando los rayos del sol ya rozaban mi cama–. Lloras de alivio y
lloras de dolor. Sientes angustia y al momento, felicidad. Vas recorriendo
el camino de la sombra a la luz y viceversa de manera constante. Por eso
es tan hermosa la experiencia humana: te ofrece una riqueza que en
pocos lugares puedes lograr. No tiene nada que ver con la riqueza
material, sino con la riqueza que de verdad le interesa al alma, la que le
ayuda a evolucionar. Aprender a desenvolverte con soltura entre tus
emociones humanas es un gran reto y, al mismo tiempo, un gran regalo.
La importancia se encuentra en el sentir. Cuando tú sientes, tu alma
comprende, y entonces puede evolucionar.
¡Claro que pueden pensar! ¿No te das cuenta de que se aferran al cuerpo
que tuvieron en vida, adoptando su imagen todo el tiempo? Se identifican
con él, con el personaje que representaron en la vida que no desean dejar
atrás. Adoptan también su vibración: todas las emociones que sentían
estando vivos y todos los pensamientos.
Tu abuelo murió con un gran secreto que le oprimía el corazón. Por eso
se resiste a marcharse y, mientras se queda, revive una y otra vez la
misma batalla interior: callar o no callar, decirse a sí mismo que faltó a
Dios, que falló a su hija y también a su mujer. Teniéndolo todo en vida,
tu abuelo no era feliz. Se quedó atrapado en el pasado. Como no dijo
adiós al dolor, ni pidió perdón ni se perdonó, ahora su alma se resiste a
volver a la luz, porque se considera indigna de mí. ¿Comprendes?
Empezaba a comprender.
No es más que una creencia, no es real eso que piensa. Todas las almas
son dignas, porque la luz y ellas son lo mismo, pero si no la sienten, si no
recuerdan su origen, algunas de ellas no pueden trascender el efecto de
la dualidad.
Aún era temprano. José estaría ya en el taller, pero seguro que mi madre
dormía. Últimamente se levantaba muy tarde. Cerré los ojos para
concentrarme en la luz que habitaba en mi corazón. Cuando sentí su
fuerza y su calor inspiré profundamente y llamé a mi abuelo, pero él no
acudió.
Le sonreí.
—Dios no existe. Fíjate dónde estoy ahora yo. ¿Ves a Dios por alguna
parte?
Mi abuelo dijo que yo estaba diciendo tonterías, lo negó todo, pero una
leve sonrisa en la comisura de sus labios me animó a seguir.
—Dios te ama, porque Dios está en ti. Viniste a la Tierra para recordarlo:
que Dios está en ti y que tú eres una parte de él en este mundo. Una parte
que aprende y evoluciona, y que le ayuda a crear –las palabras salían de
mí como impulsadas por una fuerza invisible, poderosa, expansiva, una
fuerza que no podía detener. Con la piel erizada continué–: No es verdad
que la Creación acabara en siete días. Eso fue sólo el principio. Por eso a
él le parece bien todo lo que tú hagas, los pasos que des, las decisiones
que tomes, ¡todo! Porque le ayudas a crear, y mientras tú creas aprendes.
A través de ti, él puede llegar a nuevas realidades. Sí, él, con toda su
grandeza, no puede llegar a esas realidades, pero lo hace a través de ti,
sólo a través de ti. Por eso, lo que hiciste no estuvo mal. Sólo fue uno de
tus actos de creación.
Se tapó los ojos con las manos y siguió llorando. Su imagen se volvió
más transparente, casi desapareció, pero antes de que lo hiciera del todo,
la voz de Dios me indicó: La luz, Jesús, háblale de la luz que hay en él,
ayúdale a sentirla.
—¡Espera, abuelo! Sólo una cosa más antes de que te vayas a tu rincón,
por favor.
—Mi madre me dijo que eras un hombre muy valiente, que siempre se
sintió segura a tu lado, porque en el pueblo todos sabían que tú no tenías
miedo a nada ni a nadie. Pues te propongo un reto: ¿te atreves a mirar la
luz que hay en tu interior?
El brillo sutil que había cobrado la sombra de su padre se apagó del todo.
Cada vez lloraba más.
—Y, dime, mamá –aventuré–, ¿crees que él podría sentirse culpable por
algo?
—Dile que eso no es verdad, dile que soy indigno. Dile que yo la engañé,
que amenacé a ese hombre para que se apartara de ella y de ti, que le
aseguré que yo era capaz de matar, que me convertí en el Diablo para
defenderla y protegernos del escándalo. Ese hombre no era bueno para
ella. Ese hombre era un gusano asqueroso. Por eso me encargué de que se
fuera, por eso me aparté de Dios, porque mi hija es más importante que
ninguna otra cosa…
Ahora el que lloraba era yo. Él seguía hablando sin parar mientras
pasaban por mi mente los escasos recuerdos que tenía de mi padre.
Aquella vez junto al río, cuando yo era un bebé; mi encuentro con él por
la calle, la rabia que me invadió… Siempre había pensado que mi padre
se desentendió de mí, que no me quería, y a pesar de reconocer que José
era una bendición en mi vida, algo en mi corazoncito de niño lo
extrañaba. Porque, al fin y al cabo, yo era sangre de su sangre y él era mi
padre. ¿Cómo podía desentenderse de mí, vivir como si yo no existiera?
Pero no. Había sido mi propio abuelo el que lo convenció para que se
fuera. Él lo apartó de mí, lo amenazó con matarlo...
Lo peor eran las noches. A veces, me despertaba tirando del jubón con el
que me tapaba o tocándome los pies. Por las noches, la sombra de mi
abuelo siempre venía acompañada. Presencias horrorosas que me
atemorizaban y, al mismo tiempo, me hablaban mal de él.
—¡Detente, Jeshuá!
—¡Por fin me hablas! –dije yo, sin hacer caso de lo que me pedía–. Tengo
que esconderme, pero ven conmigo. Vamos a un lugar seguro.
Era verdad. ¡Era verdad! ¿Cómo no me había dado cuenta de que llevaba
muchos días sin hablar con él? Desconexión, el principio de la
confusión… ¡Tanto que me había avisado! Y a pesar de todo ahora me
había atrapado.
—Tienes que dejar sitio para Dios en tu corazón y liberar tu cabeza. Eso
es lo que me ha dicho que te diga.
—Porque yo, ahora, estoy muy cerca de esta realidad. No es que Dios no
pueda llegar a ti, es que tú te apartas de él. Te resulta más fácil
escucharme a mí porque yo ahora soy casi como tú. Me faltan pocos
meses.
—¡Venga, hermanito! ¡Sonríe! No ves que es muy divertido. Ja, ja, ja, ja,
ja…
—¡Eso, eso, baila, baila! –me jaleaba él, y así estuvimos durante un rato.
Puede que, a veces, te llame, para recordarte que está ahí, que cuentas
con otra opción, la de vibrar en su frecuencia, pero sólo tú decides si
respondes a la llamada o la desoyes. Realmente depende de ti. Tus
decisiones son profundamente respetadas en el universo.
Yo sentía una emoción tan grande en el pecho que las lágrimas rodaban
por mis mejillas sin cesar. Escuchar de nuevo la voz de Dios, notar su
energía expandiéndose por todo mi cuerpo, me dejó sin habla. Él
continuó:
No debes dudar de ti mismo, Jesús, pero tampoco debes dudar del otro.
Desconoces los motivos que llevaron a tu abuelo a actuar de aquel modo.
Desconoces incluso lo que dijo tu padre y cómo reaccionó. Cuando
juzgas su comportamiento te apartas de mí y de la luz que hay en tu
interior, porque la luz no juzga, ni señala con el dedo. La luz respeta y
permite ser.
Jesús, fuiste a la Tierra para recordarles eso y mucho más, pero ahora te
has dejado atrapar por la rueda de la desconfianza. Es normal, hijo mío.
No es fácil para ti estar ahí, ser dios y ser humano al mismo tiempo, en
un mundo en el que nadie recuerda lo que tú sí. Pero eres fuerte, eres
valiente, eres puro amor encarnado, generosidad infinita, y eso no debes
olvidarlo nunca, porque conectar con esos dones que llevas en el corazón
es lo que te permitirá abrirte paso en medio de la bruma, continuar
brillando en ella, a pesar de su densidad.
Al hacerlo vi una gran luz, una especie de túnel infinito, una burbuja
transparente… Supe que aquél era el refugio de mi alma y me dejé llevar
por la visión. Me vi a mí mismo en el interior de la burbuja decidiendo
los pasos que iba a dar cuando viniera a la Tierra, creando el entorno
apropiado para desempeñar en ella mi función. Recordé cómo y por qué
había elegido a mis padres y también que, en esa elección, incluí a José.
Tu abuelo hizo lo que tenía que hacer. Cumplió su función. En tu vida era
necesaria la influencia de José. Tenías que aprender de él sus hermosas
cualidades, nutrirte de la sabiduría que le han proporcionado los años y
también de su entrega. Sentir su amor incondicional, a pesar de todo.
Para él eres como un hijo, un verdadero hijo, y seguirás siéndolo cuando
nazca tu hermano, porque José te ama con todo el corazón.
Mi abuela miró a su hija con una pregunta muda en la mirada: ¿lo ves?
Habían estado hablando de mí. Me tentó el impulso de responderle, de
cederle el mando a la emoción que ya nacía en mi estómago, pero recordé
las palabras de Dios y me contuve. Cambia tu punto de vista… Mira la
situación con amor.
—¿Lo ves? Mira lo que has hecho. No tienes remedio –repitió por
enésima vez, y se fue a abrazar a mi madre, hablándole como a una niña
pequeña.
—¿Sabes, abuela? Esas palabras me duelen. Cada vez que las dices me
siento inútil. ¿Por qué te molesto tanto?
Ella me miró con ojos extraños, como si volviera de un país lejano sin
reconocerme. Me dolió aquella mirada, aunque sólo duró unos segundos:
la distancia entre su corazón y el mío.
—Mamá, el abuelo dice que lo perdones, por favor, que él nunca quiso
hacerte daño –antes de que mi abuela volviese a protestar, seguí de
carrerilla–. Hace mucho tiempo, cuando yo aún no había nacido, el
abuelo habló con mi verdadero padre para pedirle que se apartara de ti.
Como él no quería y tú ibas a casarte con José, el abuelo le dijo que lo
mataría si no se quitaba de en medio. Es horrible, lo sé. Pero él está
arrepentido y quiere que lo sepas tú. Necesita que lo perdones para poder
irse de aquí.
—¿Puedes decirle que lo siento? –las lágrimas empezaron a rodar por sus
mejillas.
—Está mirando a mi madre. Sólo quiere que ella sepa la verdad y que lo
perdone.
Jesús, ya te has perdido una vez y tu hermano tuvo que rescatarte. Atento
a lo que estás pensando. Fíjate bien. Puedes transformar tus emociones
cambiando el enfoque. Tu abuelo no es culpable de nada. Tomó una
decisión que, en aquel momento, era la correcta para él. Hoy se da
cuenta de que no estuvo bien y desea rectificar. ¿Es eso castigable?
Piénsalo bien, Jesús. ¿Crees de verdad que estás en ese mundo para
castigar lo que has ido a iluminar?
Mi abuelo sufría. Era evidente. Los colores que rodeaban su imagen eran
cada vez más opacos.
Las sombras acudían a él cada vez con más insistencia, sobre todo por las
noches. Yo las oía susurrar desde mi cama, decirle a mi abuelo cosas
horrorosas que un niño no debería escuchar. Querían convencerlo para
que se pegara a mí, para que cobrara fuerzas a costa de mi energía.
Decían que yo no era bueno, que era indigno, que iba a hacerle mucho
mal al mundo… Decían que por mi culpa estaba él así, que tenía que
vengarse.
Eso me dijo un día, que le olvidara, que continuara con mi vida sin pensar
en él.
Y entonces el que negaba con la cabeza era él, y volvía a ocultarse. Lejos
de mí, lejos del mundo, lejos tal vez de sí mismo.
—No entiendo cómo puedes decir eso. ¿Qué piensas ahora de José…?
—No llores así, mamá. No pienses todo eso. Tienes que pensarlo de otra
manera, una manera que no te haga sufrir tanto. Por favor, mamá.
—Bueno, venga, Jeshuá, dejemos este tema, que nos ponemos muy tristes
y va a llegar papá dentro de poco. No quiero que nos vea así y tengamos
que contarle qué nos pasa.
—¿No lo sabe?
Dijo que no. Aún no había encontrado el momento ni las palabras para
contárselo.
—¿Y la abuela?
—Ya veo.
Me tumbé cerca del agua, cerré los ojos, extendí los brazos y respiré. Era
muy agradable estar allí, pero de repente…
—¿Qué haces?
Abrí los ojos y la vi frente a mí. La luz del sol creando destellos dorados
en su pelo. La chica más bonita del universo.
—Me caes muy bien –dijo ella cuando nos sentamos a escuchar juntos el
canto de los pájaros y el murmullo del río–. Creí que no encontraría
amigos tan pronto.
—¿Magdala? No lo conozco.
—Yo tampoco conocía Nazaret. Creía que no me iba a gustar, pero ahora
me gusta –dijo mirándome con dulzura.
—¡Ja, ja, ja! ¡Qué loco! ¡Venga, vamos a seguir jugando! –rió
levantándose y tirando de nuevo de mi mano.
—Lo que más me gusta de ti –me dijo en una ocasión– es que hablas con
los ojos. Casi puedo saber lo que estás pensando sólo con mirarte. ¡Menos
mal que no dices mentiras! ¡Ja, ja, ja! Porque te las descubriría todas.
Reía y reía y yo pensaba que era la persona más alegre del planeta. Y
también pensaba que menos mal que la había encontrado, porque
últimamente mi vida se había complicado mucho y me resultaba muy
difícil sonreír o sentir cosas agradables. En mi casa, el ambiente estaba
cada vez peor. Mi abuelo sufriendo, mi madre mintiéndole a José, mi
abuela llorando cada vez que venía a visitarnos…
Realmente, María fue para mí como un soplo de aire puro en medio del
calor asfixiante o una luz en la noche oscura.
—Jesús –me preguntó una tarde mientras mirábamos juntos hacia las
primeras estrellas que surgían, tumbados a la orilla del río–, ¿tú crees que
Dios existe?
—Estoy seguro.
Me había tapado los oídos y cerrado los ojos, reprimiendo un grito para
no despertar a mis padres. Recuerdo que en aquella postura tan tensa, en
algún momento, grité dentro de mí: ¡Quiero irme de aquí! Y, de repente,
empecé a sentir como un rugido en el pecho, algo que se aceleraba, y un
zumbido muy fuerte en los oídos. Durante unos segundos, todo se volvió
borroso y, al poco, me sentí flotando sobre mí. Completamente
anonadado observé mi cuerpo desde arriba, mi cama, la mesita, el orinal,
mi habitación, la cocina, la sala central, la casa entera, ¡el techo desde
afuera!
Entonces pensé en mi abuelo. ¿Se habría dado cuenta? Y sólo con eso, ya
estaba allí, en la sala, sobre él, que me miraba con ojos extraños, como
preguntándose qué hacía yo allí.
—¿Puedes oírme?
—Sí, así funciona. Sólo piensas a dónde quieres ir y ya estás ahí. Así que
piensa que vuelves a la cama y déjame tranquilo.
Por primera vez en mi vida me atraía otro ser humano que no fuera mi
madre. Algunas personas me habían llamado la atención o resultado
curiosas, pero ninguna como María. Ella era especial, distinta. Me
acerqué para besarle la mejilla y, al rozarla, abrió los ojos de repente. Me
asusté tanto que me aparté de un brinco y, de golpe, aparecí en mi cama,
con los ojos muy abiertos y asombrándome de contemplar el techo de mi
habitación.
Fue así como descubrí que mi padre se había casado con otra mujer y que
tenía dos hijos. Dos hijos. Mis hermanos. A ellos no los había
abandonado, ni tampoco a la que era su mujer. ¿Qué tenía ella que no
tuviera mi madre? ¿Qué tenían ellos que no tuviera yo?
—¡Padre, ayúdame!
—Bien.
—Sí.
Sin que ella se diera cuenta de que me ausentaba, la dejé llorando y salí
en busca de José.
—No, he venido a buscarte. Tienes que venir a casa. Mamá está llorando.
—¡Te equivocas! –grité–. Lo que le pasa es otra cosa. Tenéis que hablar y
aclararlo. ¿Es que ya no la quieres?
—Por supuesto que la quiero, Jeshuá. Es mi mujer. Juré amarla ante Dios.
—Te casaste con ella porque te lo pidió mi abuelo –ya no podía más. Iba
a vomitarlo todo.
—Es cierto –musitó–, pero te equivocas en una cosa. No me casé con ella
por obligación, me casé por amor. Por amor a ti. A ti y a lo que me
mostraste cuando viniste a verme antes de nacer. ¿No lo recuerdas?
Vagamente, una imagen borrosa se abrió paso entre mis recuerdos: una
escalera, una luz, una llamada…
—Tú me llamaste –dijo él–. Tú me enseñaste quién eras y por qué tenías
que venir. Me pediste que fuera tu padre, que te ayudara a crecer, que te
abriera el camino. Dijiste que me habías elegido, que me necesitabas, y
yo me entregué a ti con todo el corazón. No pude resistirme al amor que
me mostraste. No pude resistirme a ti.
José lloraba con las lágrimas del niño que abre por primera vez el
corazón, con la inocencia y la verdad brotando de su ser a raudales.
Corrí hacia él, me lancé en sus brazos, llorando también. Cuánta alegría,
cuánto amor. Sí, aquél era mi padre, el verdadero, el que cuidaba de mí.
De repente me acordé del motivo que me había llevado hasta allí, pero ya
no tenía ganas de vomitarlo todo. Sólo quería disfrutar de ese momento.
—Sí, cuando los tres nos reíamos juntos o llorábamos juntos. Ahora cada
uno va por su lado, como si no fuéramos una familia.
—No es eso…
—Ahora que se ha ido, ella tiene que aprender a vivir sin él.
—En realidad no se ha ido. Él sigue allí. Está en casa, penando cada día
para que mamá lo perdone.
—Ya sé que te cuesta entenderlo porque tú no lo ves. ¡Pero yo, sí! Lo veo
y lo escucho. Escucho su lamento. No sabes cuánto sufre. Sufre porque
ella no quiere perdonarlo y él necesita que lo perdone para irse.
—Entonces, ¿eso es lo que le pasa a tu madre? ¿Por eso está cada vez
más triste?
—Continúa.
—¡Ella, no! ¡Él! ¿Por qué no me lo dijo? Era mi amigo. Confiaba en él.
Yo nunca lo había visto así. Libre al fin del yugo de sus dedos en mi
brazo, me dejé caer al suelo llorando, con el corazón en vilo ante lo que
estaba a punto de suceder. Testigo involuntario de una situación que
nunca hubiera querido presenciar. Mi padre gritándole a mi madre sin
control, llamando a todos los demonios y diciendo un montón de cosas
hirientes. Mi madre llorando en un rincón, mirándome de vez en cuando
con la mirada cargada de reproche, como si yo fuera el culpable de
aquella situación.
Para evitar que las mujeres le vieran llorar salió corriendo de la casa y
dejó la puerta abierta al salir.
Jesús –me dijo Dios esa noche cuando mi madre y mi abuela me enviaron
a dormir–, no te olvides de mantener en calma el corazón. Cuando tus
emociones humanas se desbordan pierdes la conexión con la verdad que
hay en tu interior y entonces te confundes, haces y dices cosas
provocadas por el miedo o por el dolor. Mantén tu centro, hijo mío. Éste
es un momento importante en tu camino. No estás solo. Yo estoy contigo,
porque estoy en ti. Siente tu esencia divina latiendo en el centro de tu
pecho y verás como en ella encuentras fuerzas para afrontar todo lo que
está sucediendo. Aunque ahora no lo veas claro, lo que ha pasado esta
tarde era necesario. Pronto lo comprobarás.
Pero la luz se escondía entre las brumas de la nube, que se volvía más
espesa por momentos.
—Eh, Dios, perdona. No quería decir eso –le dije a la nada, porque nada
era lo que ahora parecía rodearme–. Estoy aquí. Mírame. ¿No dices que
soy tu hijo? Atiéndeme. Yo no quería echarte. ¿Estás ahí…?
—¡Dios!, ¿estás ahí? ¿Es que no vas a hacerme caso? Te estoy pidiendo
ayuda, Dios.
Hay una luz en medio de toda esta bruma, me dije a mí mismo, y está en
mí. Aunque ahora no la vea sé que está ahí, porque la luz siempre se abre
camino a través de las sombras. Como el sol de este nuevo día, que ya
está aquí. Ha sido una noche muy larga, pero ya terminó. Soy capaz de
ver la luz que hay en mí. Puedo encontrarla.
—Yo soy esa luz –dije sin saber lo que decía–. Yo soy el amor que habita
en mí.
—Yo soy la luz que habita en mí —dije más fuerte, y la piel se me erizó
—. Yo soy el amor, yo soy la luz, yo soy la vida.
Las lágrimas volvieron a brotar, pero esta vez eran lágrimas de alivio,
lágrimas de júbilo.
—¡Yo soy la luz, yo soy el amor que habita en mí. Yo soy la vida!
Me puse en pie. Comencé a bailar repitiendo las tres frases sin parar,
preso de una alegría repentina, una alegría irracional pero potente, real y
tangible.
Sí, pero más allá de eso. Más profundo, Jesús. ¿Qué has aprendido?
—Sí, tú estás muy contento, pero no ha sido nada fácil, ¿eh? ¿Dónde
estabas cuando te llamaba? Yo te necesitaba…
—Abuela –yo lloraba–. Te quiero. Eres muy guapa cuando hablas desde
el corazón.
Se me encogió el corazón.
Vivo en ti.
Ella me abrazó también. Los dos nos mecimos juntos durante un rato. De
repente sentí que algo me empujaba desde el interior de su vientre y me
aparté un poco para mirarlo.
—¡Eh, peque, estoy aquí! Venga, muévete otra vez. ¿Por qué no se
mueve?
Yo miré al suelo.
—Jeshuá, cuando dices esas cosas no sé qué pensar… ¿De verdad hablas
en serio?
Por fin nos encontrábamos después de varios días sin vernos. Ella había
tenido que ir a Magdala con su familia para visitar a sus abuelos y traer
algunos muebles que dejaron allí. La había echado de menos.
Era tan fácil hablar con ella. Sólo tenía que explicarle las cosas una vez.
Ella no cuestionaba que lo que yo decía fuera la verdad. Simplemente la
aceptaba como una realidad, aunque fuera la primera vez que lo
escuchaba.
—¿Caracol? ¡Ahora verás! –y echaba a correr tras ella con todas mis
fuerzas, para demostrarle que yo era fuerte, valiente y veloz.
—Eso es lo que más me gusta de ti, que eres diferente. Los demás no se
atreven a llorar delante de las chicas.
—No estoy llorando –protesté, de repente ofendido, sin comprender muy
bien por qué–. Es emoción.
—Lo bueno de ser diferente es que resultas más atractivo para las chicas.
Sus labios sonreían, pero sus ojos me decían algo que yo no podía
comprender. La maraña de emociones me subió desde el estómago hasta
la cabeza y se mezcló con aquella extraña sensación que me nacía en el
pecho. De repente, ya no podía ver con claridad. Me refiero a ver con los
ojos interiores, los que me permitían llegar más allá, captar los
pensamientos del otro e incluso sus emociones. Por primera vez en mi
vida me resultaba imposible comprender lo que me estaba mostrando otra
persona.
Ella paseó sus ojos por mi cara, soltó una carcajada y echó a correr colina
abajo.
Y yo le decía que no, porque me costaba hablar con José. Temía mirarlo a
los ojos y descubrir que el padre que había amado tanto ya no estaba allí.
Aquella palabra rondaba por mi mente como un eco cansino: bastardo…
No sabía muy bien qué quería decir pero percibía perfectamente la carga
energética con la que él la había pronunciado.
—Para mí sí la tiene.
—Tienes que hablar con él, mamá –le pedía cuando me arropaba en la
cama–. Es horrible vivir así. ¡Se ha ido la alegría de esta casa!
—No puedo, Jeshuá. Tengo que esperar a que él decida qué va a hacer
conmigo.
Una tarde, junto al río, María me había contado que, a veces, los hombres
repudiaban a sus mujeres cuando ellas se volvían indignas.
—¿Qué es indigna? –le pregunté yo, porque era la primera vez que oía
aquella palabra.
—Pues quiere decir que no se merece ser su mujer, porque ha hecho algo
vergonzoso. Algo que ensucia el honor de su marido, o eso creo –
respondía ella, enroscando uno de sus rizos en el dedo.
Parecía como si no tuviera ojos para nadie más, sólo para Juan, que
absorbía toda su atención y también todo su amor, dejándome a mí solo
con mi abismo interior.
Sí, tenía a María, con la que solía jugar todas las tardes, pero en mi hogar
sólo mi abuelo se interesaba por mí. Únicamente él parecía darse cuenta
de lo que me pasaba.
—¿Ah, no? Pues mírate. ¿No te ves? Pareces una luciérnaga sin luz.
—¿De verdad?
Poco a poco fui repitiendo las frases que él pronunciaba, sin perder de
vista la reacción de mi madre y los colores cambiantes de su aura. Mi
abuelo también los veía, y modificaba su discurso en función de ellos.
Cuando se daba cuenta de que su hija se enfadaba, volvía a repetir que la
quería y añadía que era la mejor hija del mundo, que estaba orgulloso de
ella, que su nacimiento había sido un regalo para su alma…
Mi madre escuchaba sin decir nada, con la vista clavada en el lugar donde
mi abuelo se encontraba. De vez en cuando dejaba escapar una lágrima.
Cuando él terminó de hablar, ella murmuró quedamente:
—¿Por qué no confiaste en mí? ¿Por qué tuviste que mentirme? Tal vez,
yo lo hubiera comprendido.
—Lo sé. Tenía que haberlo hecho. Pero tenía… miedo. ¡Miedo de que
dijeras que no, que querías desposarte con él a pesar de todo! Él no era
digno de ti. ¡Es un don nadie! Y tú eres un ángel, hija mía. Tú eres un
ángel…
Y como él negaba:
—¿Padre…? –murmuró.
Aquella luz se extendió por todo el salón, llegó hasta mí, me traspasó, y la
piel se me erizó al entrar en contacto con ella. Un silbido agudo y
constante se instaló en mis oídos. Es la frecuencia del amor –respondió
mi propia alma a la pregunta que yo iba a formular.
Te amo… Sólo dos palabras, pero qué mensaje tan importante. Te amo, te
amo, la expresión del amor en una pequeña frase. Qué inmenso poder
condensado. Aquellas dos palabras eran capaces de encender la luz en los
corazones, iluminar espacios, cambiar las cosas…
—Te quiero, papá –grité con todas las fuerzas que me daba el corazón, y
eché a correr hacia sus brazos.
—Y yo a ti, hijo
Sí, aquello cambió las cosas. Las risas y las bromas regresaron a mi
hogar. Se marcharon las miradas furtivas en busca del gesto del otro, la
inquietud, la desconfianza, las sombras… Como si el viento de la noche
se las hubiera llevado, las almas errantes y los seres que esperaban a mi
abuelo desaparecieron de nuestra realidad aquella misma tarde. Volvía a
oler a flores en mi casa. A flores y a caca de bebé. La presencia de mi
hermano era cada vez más notable.
—¡Porque no tienes sitio para todo en la cabeza! Ay, niño mío, si tuvieras
que guardarlo todo ahí adentro… –dijo, como si fuera una obviedad lo
que decía.
Él continuó: