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Contenido

1. AGRADECIMIENTOS
© Derechos de edición reservados.

Editorial Círculo Rojo.

www.editorialcirculorojo.com

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Colección Novela

© Alicia Sánchez Montalbán

Más información sobre Alicia Sánchez Montalbán:

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www.agartam.com

Edición: Editorial Círculo Rojo

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Fotografía de cubierta: © David Mateu. www.davidmateu.es

Diseño de portada: © Víctor Estévez Polo

Producido por: Editorial Círculo Rojo.

ISBN: 978-84-9095-539-0

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede


ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna y por ningún
medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en
Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor. Todos
los derechos reservados. Editorial Círculo Rojo no tiene por qué estar de
acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación,
recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una
novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones
personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o


transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización
de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO
(Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o
escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19
70 / 93 272 04 47).»
A Víctor.

Por trabajar en unidad conmigo.

Por animarme siempre a continuar.

Por ser un soplo de aire fresco en nuestras vidas.


AGRADECIMIENTOS
Quiero dar las gracias a todas las personas que me han animado a escribir
este libro.

A todos los que han leído Las Enseñanzas de Jesús y me han transmitido
su entusiasmo.

A los que han resonado con su mensaje y lo han compartido.

A quienes han ayudado a su difusión en diferentes lugares del mundo.

Todos ellos me han infundido fuerza y confianza para terminar Cuando


Jesús era un niño.

A veces escribir un libro canalizado requiere de una gran dosis de


confianza y constancia.

Gracias también a Agartam, por ayudarme a expandir este mensaje, y a


todas las personas que lo componen y que colaboran desinteresadamente
para generar juntos la fuerza de la unidad.

Gracias a David Mateu, por permitirme usar uno de sus maravillosos


cuadros para la portada. Sus obras iluminan el mundo.

Gracias a Editorial Círculo Rojo, por hacer fácil lo difícil, por trabajar con
amabilidad, profesionalidad y respeto.

Y, sobre todo, gracias a Jesús Sananda Yaveh, por confiar en mí para


materializar este libro.
Autor del cuadro: Josep Cusachs, 1904
Dicen que nací en un establo, junto a dos animales, pero lo cierto es que
yo nací en el campo, sobre un manto de flores silvestres, bajo las
estrellas. Mis padres tuvieron que parar a la vereda del camino. Llegaba
un poco antes de lo previsto.

En cuclillas, bajo la mirada atenta de mi padre, ella me dio a luz. Me


deslicé hacia abajo; enseguida, unas manos firmes me sostuvieron.
Recuerdo la calidez de aquellas manos, acariciando el frío que sentía mi
pequeño cuerpo recién nacido, el olor a hierba húmeda, el canto de los
grillos.

Lo recuerdo todo con la nitidez del día cuando amanece. La voz de mi


madre sonaba diferente desde afuera, sus lágrimas saladas cuando me
besó. Yo sólo quería que me abrazara, que me protegiera, que me
reconfortara. Cuánta desolación. Cuánto frío. Extrañas emociones
mezclándose las unas con las otras, surgiendo de mí. Me sentía pequeño,
incapaz, aturdido…

El cuerpo humano conserva la memoria de siglos de confusión. Después


de las sensaciones físicas lo más impactante es el miedo. No es extraño
que lloren los bebés. Un llanto desesperado, un grito de socorro, una
súplica: salir de aquí, regresar a casa. Ese lugar sereno del que proceden
las almas, un remanso de paz y armonía, donde el único impulso que
mueve la conciencia es el amor. Sí, allí, al origen, a la Luz. ¡Qué
tremenda nostalgia repentina!

¿Cómo se maneja este cuerpo? ¿A dónde me llevan? ¿Seré capaz?

Aquellos pensamientos se agolpaban en mi mente, ofuscándome. Intrusos


desconocidos que me apartaban de mi centro.

Enseguida, el que sería mi padre me envolvió en un jubón y me entregó a


mi madre. Los susurros de ella, pegados a mi carita temblorosa, me
tranquilizaron. No pares nunca de hablarme así, pensaba yo, sintiendo la
esencia de mi origen. Palabras de madre, qué poderosas, cuán
necesarias…
Ella me acunó entre sus brazos y yo me sentí transportado a las estrellas.
Sentía su corazón latir sobre mi pecho y su aroma cálido, tan familiar, tan
cercano. Hasta hacía muy poco yo era ella, y en su abrazo volvía a serlo
de nuevo.

Qué extraño dolor el de la separación. Cuando el Uno se disgrega siente


un profundo dolor. Da igual que se produzca en el origen o entre dos
cuerpos. La separación siempre crea confusión.

Mi madre me amamantó en cuanto pudo y mi cuerpo experimentó su


primera sensación de plenitud. Calor humano, calor por dentro, una gran
dosis de amor y de consuelo, vertida en mí por medio de aquel delicioso
alimento. Tragaba y tragaba acogiendo aquel líquido benefactor en mis
entrañas sin pensar, sólo sintiendo. Su efecto sobre mí era inmediato. No
sólo me calmaba, también me hacía comprender lo incomprensible, me
llenaba de esperanza.

Notaba la vida entrando en mí, deslizándose sabiamente por el interior de


aquel nuevo cuerpo que me contenía. Y entonces comprendía. Sin saber
ni cómo ni por qué, yo comprendía. El motivo de mi presencia allí, la
razón de mi existencia, el funcionamiento de la vida humana. Siglos de
sabiduría vertiéndose en mi interior, desde mi madre hacia mí.

Cada vez que la experiencia se repetía, yo la acogía como un regalo y mi


espíritu se elevaba. Recuerdo muy gratos momentos de conexión con la
Fuente durante aquellos instantes. Como si el Padre-Madre me hablase a
través de la vida física. Como si el fluido que mi madre me otorgaba
poseyera la información que conectaba la Tierra con el Cielo, el gran
conocimiento, la verdad del origen y el propósito de la vida.

Mi madre no me separó ni un instante de su cuerpo. Me llevaba atado a


él, impregnándome de su olor humano, acunado por el latido de su
corazón, templado por su calor. Aquel contacto permanente me ayudaba a
integrarme en mi nueva realidad. Apaciguaba el dolor de la separación,
me consolaba. Pegado a ella, yo era ella, y podía ir dándome cuenta poco
a poco de que, a pesar de ser ella, también era yo.

Mi madre sabía quién era yo y para qué había venido. Entre los susurros
inconscientes de su mente, que llegaban a mí con gran claridad, yo
percibía sus palabras confiadas y serenas dándome las gracias por estar
aquí, por haber venido, reconociendo mi valentía, recordándome mi labor
y el propósito de mi nueva vida.

Aquellas palabras, repetidas a menudo con alegría, eran como un faro en


medio de la bruma.

Mi madre sabía quién era yo porque yo mismo le hablé de mi llegada. Le


dije incluso lo que debía hacer para abrirme la puerta de esta existencia.
Me presenté ante ella muchas veces, durante sus oraciones, para dotarla
de fuerza y confianza, para mostrarle mi amor y la necesidad de mi
venida.

Ella rezaba todos los días. Cerraba los ojos y rezaba. Agradecía al cielo
todo lo que tenía, su familia, sus posesiones, su vida. A veces se
lamentaba de los desengaños y de los inconvenientes cotidianos, pero
siempre abría su corazón para recibir el consuelo divino, aquella
sensación de libertad que la invadía cuando pedía claridad y paz.

Yo la veía. Contemplaba su manera de hacer, el modo en que se expandía


su alma al conectarse con la Fuente, y la admiraba. Esa mujer tan bella
será mi madre… Esa mujer tan valiente. A veces tan frágil, a veces tan
niña, y otras veces, tan serena y decidida.

Esa mujer será mi madre, me traerá a esta vida, y yo la amaré por


siempre, tanto como ya la amo. Tanto como ella, sin saberlo, ya me ama.

Ella creyó en mí desde el primer instante, reconoció mi alma como parte


de la suya, y no tuvo dudas de que yo era el propósito de su vida. Desde
siempre se había sentido elegida para algo, aunque sin saber a ciencia
cierta de qué se trataba.

Cuando le anuncié que llegaba, mis palabras se abrieron paso entre sus
dudas y la emocionaron.

Bendita mujer, gracias por acogerme en tu seno. Nuestra unión en la


Tierra es necesaria. Yo les recordaré a los hombres que todos somos
hijos de la Luz, que en nuestros corazones habita la esperanza de una
vida mejor, más amorosa y plena. Les enseñaré a volar, para que ellos
puedan desplegar las alas que han llevado escondidas durante mucho
tiempo.

Hermosa y valiente mujer, yo voy a ser tu hijo y tú mi madre, aunque en


la esencia tú y yo somos hermanos, hijos de la luz, nacidos al unísono.
Acógeme con amor y confianza. Sabes que te amo.

Mi madre me aceptó en su seno una tarde a principios de abril. Mi padre


se sintió atraído por ella desde el primer momento. Yo la ayudé a vencer
el miedo que la hacía temblar cada vez que pensaba en las consecuencias
de sus actos. Traer al mundo a un hijo, sin que se hubiese producido el
enlace sagrado con el padre, era caer en deshonra. Y la deshonra marcaba
a la mujer para siempre en la época en la que yo nací.

Aquella tarde, los ángeles los llenaron de luz. Estaban en un precioso


claro en medio del bosque. El aire, movido por los elementales, se
transformó en brisa y los acarició. Las ondinas del agua agitaron sus
emociones hasta el límite de sus resistencias. Los guardianes del fuego
encendieron sus cuerpos. Mi padre y mi madre se amaron sobre la hierba,
en contacto directo con la sabiduría de la Tierra. El éter se encargó del
resto. Asistían a mi concepción todos los representantes de la luz divina.

Así, la vida brotó en el interior de mi madre con una explosión de dicha.


Gracias a ella, mi alma pudo integrarse con facilidad en aquel minúsculo
embrión. Cuanta más dicha se genera en el acto de la concepción, más
fácil resulta la unión entre la luz y la materia.
Luz y materia, qué maravillosa comunión. Superada la confusión inicial,
uno empieza a descubrir los dones de la vida en la Tierra, y se sorprende
de la variedad de emociones que puede experimentar.

También son muchas las sensaciones físicas que la vida te regala, detalles
tan simples y sublimes como el roce de unos labios al besar tu piel, la
caricia de una mano amorosa, la cercanía…

El contacto humano era lo que más agradecía. La calidez, la conexión con


otra alma a través del tacto, la bendición de una sonrisa… Todos ellos,
activadores inmediatos de la luz en mi interior. Con aquellas experiencias,
yo me volvía más sereno, más alegre, y me sentía capaz.

Desde pequeño supe para qué había venido. No lo olvidé al nacer, como
le sucedía a la mayoría de los bebés que se incorporaban a esta realidad.
Así se decidió en el origen, cuando acepté el reto de convertirme en
humano consciente en un mundo de humanos con la consciencia dormida.

El alma no se imagina lo que es estar aquí cuando planea su vida por


primera vez. Es al llegar cuando comprende la intensidad del reto. El
choque puede resultar abrumador, especialmente cuando se olvida por
completo el propósito de vida. Yo no lo olvidé y, gracias a ello y a mi
conexión con Dios, pude recuperar las fuerzas en muchas ocasiones.

Ser sólo luz es tremendamente fácil. Puedes viajar a donde quieras en un


solo instante, transportarte con el pensamiento al lugar más lejano.
Puedes expandirte, iluminar la nada, comunicarte con otras almas sin
necesidad de hablar. Puedes volar.

Ser luz dentro de un ser humano es otra cosa. El cuerpo que te contiene
posee las limitaciones del tiempo y del espacio. Ya no puedes expandirte,
ya no puedes volar… Uno se encuentra con muchos obstáculos a la hora
de manifestar la verdadera esencia, especialmente con las emociones. Las
propias y las de los demás. Por eso, algunos bebés se marchan al poco de
su llegada.

Yo sentí ese impulso cuando apenas contaba nueve meses. Una cosa es
imaginar lo que sucederá cuando llegues a la Tierra, hacer planes,
proyectar propósitos, y otra muy distinta es seguir confiando en la
viabilidad del plan cuando te enfrentas a las dificultades.

Es fácil decir: sí, yo seré Jesús en la Tierra, y les recordaré a los hombres
que son luz, les mostraré el camino, siendo yo mismo luz en expansión.
Pero al llegar aquí, ya no parece tan fácil.

En los planos más elevados de conciencia se idean grandes retos, pero se


necesita una gran fortaleza de carácter y mucha voluntad para seguir
siendo luz envuelto en la materia.

Durante los primeros años de vida de un bebé resulta de vital importancia


la ayuda de otro ser humano que le ofrezca amor, comprensión y
reconocimiento. Porque hay situaciones que los bebés no comprenden,
emociones que les resultan extrañas y confusas, en muchos casos
tremendamente dolorosas. A veces, incluso insoportables.

Yo lo experimenté a los nueves meses, cuando escuché una discusión


entre mis padres. Él, que había desaparecido al día siguiente de mi
concepción, preso de sus temores y de su rabia, llegó de repente una
mañana, cuando mi madre lavaba la ropa, junto al río. Se acercó a ella por
detrás. Yo dormía plácidamente anudado a su espalda. Sentí su
proximidad, me despertó la fuerza de su aura. La avalancha de sus
pensamientos me invadió de golpe.

—Mujer, ¿es ése mi hijo?

Ella se volvió y yo sentí en mi estómago el pellizco. Ya me había


acostumbrado a percibir en mí sus emociones, silenciosas olas de ternura,
temores difusos, pensamientos que vienen y van y despiertan
sensaciones…

Pero aquello era diferente. Era como una sacudida, un golpe intenso y un
escalofrío. Mi madre se puso a temblar. Me acarició la espalda, como si
quisiera comprobar que yo seguía allí; tal vez, para calmarme.

—¡Ése es mi hijo! –gritó mi padre.


Comenzaron a discutir. Las emociones llegaban hasta mí en oleaje; las de
él, las de ella, las de la unión de ambos. Estuve a punto de gritar. De
hecho creo que lo hice. Quise decir basta, pero de mi boca sólo salió un
grito desgarrado. La impotencia me hizo llorar.

—¡Basta! –decía mi mente infantil.

Pero ellos no me oían y continuaban diciéndose cosas horribles,


desatando los temores que los acosaban. Y también la rabia. Sí, mi padre
sentía una gran rabia. Hacia mi madre y ahora también hacia mí.

Al concebirme, él se había dejado llevar por un momento de pasión, no


pretendía adquirir un compromiso de por vida. Pero ella pronunció
aquellas palabras, cuando el sol aún acariciaba sus pieles desnudas, poco
después de que se me abrieran en su vientre las puertas de este mundo.

—Tendremos un bebé.

Mi padre la miró como si se hubiera vuelto loca, pero al leer en sus ojos
la certeza, se apartó de ella. De nada sirvió que mi madre le explicara
todo lo que ya sabía, cómo yo le había hablado en sus momentos de
oración, el anuncio de mi llegada e incluso el propósito de mi vida. Él se
vistió deprisa y huyó, dejándola sola y desnuda sobre la hierba húmeda.

Lo recuerdo perfectamente porque mi madre rememoró esa escena


cientos de veces, mientras mi pequeño cuerpo crecía en su interior. Ella
había aprendido a aceptar la decisión de mi padre, pero aquella mañana,
junto al río, la escena regresó a su mente con la nitidez del primer día y
desató una cadena de emociones contenidas: amor y pena, pena y dolor,
dolor y rabia.

Cuando el alma reconoce en otro ser humano al alma amiga, hermana,


gemela o incluso hija, se despierta en la mente el instinto de pertenencia o
posesión. Eso sucede porque, desde hace mucho, en la Tierra operan
patrones de conducta anclados en el apego y en el miedo. Apego a lo
material. Miedo a perderlo. Falta de confianza en la inmortalidad de la
Luz y falta de respeto a la libertad de cada ser vivo.
Así, cuando un alma reconoce a otra, de inmediato la mente se pone a
elucubrar esto y aquello. Es sorprendente la rapidez con la que hilvana el
plan de ataque, semejante a la tela que la araña teje para capturar al
insecto. Si no lo consigue, los patrones de la pena se adueñan de los
pensamientos. En poco tiempo, ellos solitos se encargan de activar la
rabia. A nadie le gusta vivir sufriendo. Tarde o temprano, el sufrimiento
incita a la rebelión.

Sorprende que este mecanismo, tan arcaico y tan dañino, tenga su origen
en el amor. Es el amor que el alma siente, al reconocer en otra al alma
hermana, el que genera esta cadena de emociones confusas. Sucede así
cuando la mente avanza a la deriva, desconectada por completo del
mensaje que el alma tiene para ella. Cuando el alma emite amor, al
reconocer al alma de otro ser, se enciende una luz en cada célula. Esa luz
es la chispa de la alegría, una especie de droga que cautiva y eleva. La
mente percibe los efectos de esa droga y al instante decide que ya no
desea vivir sin ella. Es lógico: la mente va a la deriva, pero no es idiota.
Reconoce lo que es beneficioso para ella y lo desea. Lo desea hasta el
punto de querer hacerlo suyo, poseerlo, dominarlo, asumir su control. Es
entonces cuando se inicia la rueda del sufrimiento.

Si la mente comprendiera que nada le pertenece y que es mejor así, que


hay que respetar la libertad de cada ser, confiar en la sabiduría de la vida,
que te trae lo que necesitas en cada momento, dejaría de darse de bruces
constantemente con la misma roca.

Mi madre había aprendido a aceptar la huída de mi padre y a apagar su


dolor, pero aquella mañana, al verlo frente a ella, reclamándome de aquel
modo, dejó que saliera por fin lo que durante tantos meses había
contenido.

—¡Nunca te importó! –gritó desesperada.

—¿Qué sabes tú de lo que a mí me importa?

—¡Lo dejaste bien claro cuando te fuiste! Ni siquiera me miraste. Me


dejaste allí, después de lo que acabábamos de vivir, como si yo fuera un
perro con sarna. ¡Nunca lo olvidaré!
Mi padre apretó los dientes y repitió:

—Ése es mi hijo.

—¿Y qué si lo fuese? Ahora tiene un padre que lo ama, lo cuida y lo


protege. Un padre paciente y amoroso, un hombre de verdad, que no tiene
miedo a lo que dice la gente y que nos trata a los dos con respeto y cariño.
¿Quieres un escándalo público? José arregló el juguete roto que tú
abandonaste. ¿Vas a romperlo de nuevo para que ya no pueda arreglarlo
más? ¿Vas a exponernos a todos a esa vergüenza?

Como mi padre no hablaba, ella continuó:

—Anda, márchate por dónde has venido. Es lo mejor. Jeshuá crecerá en


una familia unida. Tendrá todo lo que necesita un niño para desarrollarse
en paz. ¿Qué podrías ofrecerle ahora tú? Es demasiado tarde…

Entre las brumas del aturdimiento escuché con absoluta claridad lo que
pensó mi padre: Cobardía. Soy un cobarde. No me atrevo…

Si hubiera podido moverme habría echado a correr tras él, pero estaba
atado al cuerpo de mi madre. Sus emociones llegaron como una
avalancha sobre mí. Nunca la había visto llorar así. Se convulsionaba,
gritaba, se daba manotazos en las piernas… ¿De dónde salía tanta
amargura?

Es cierto que, a veces, su llanto silencioso, comedido, me había encogido


el corazón, cuando estaba dentro de ella pero también después, durante
algunas noches, mientras José y yo dormíamos. Pero aquella
desesperación, aquella angustia, se desbordaban desde su corazón al mío,
y yo desfallecía.

Padre-Madre, quiero abandonar este cuerpo, regresar a ti, a la pureza


de tu luz, a la paz de tu universo. No sabía que este lugar pudiera ser tan
placentero y al mismo tiempo tan dañino. Oh, Padre-Madre, sácame de
aquí, devuélveme al origen. Renuncio…

Ésa fue la primera gran lección que yo aprendí como ser humano, en mi
cuerpo de niño. Que todos somos iguales, que no importaba quién fuera
yo, ni los recuerdos que en mí se mantenían vivos. Nadie me sacó de allí,
ni me libró de aquella hora amarga. Tenía que hacerlo yo mismo.

Nadie acudiría a consolarme. No podía contar con los susurros


tranquilizadores de mi madre ni con sus caricias, porque ella estaba presa
de su propia guerra. Lloré sin consuelo.

En medio de mis gritos, sus palabras me llegaban lejanas y vacías: mi


niño, lo siento, no es por ti, es que no puedo…

No puedo…

—Padre-Madre, ven a rescatarme, sácame de aquí… —suplicaba yo.

Y entonces se hizo la luz. Como un eco difuso, desde las profundidades


de mi propio ser, las palabras se abrieron camino hasta mi mente confusa.

Estoy en ti. Yo soy tú. Mi universo es el tuyo. Sólo tienes que convocarme
y acudiré. Mira en tu interior. Descubre tu propia luz, y recuerda: la luz
que habita en ti conoce el camino. Porque es sabia y es eterna. En ella
estoy yo. Déjate llevar por la belleza de tu luz interior y permite que te
guíe. Siéntela. Está en ti. Llévala hasta tu mente aturdida. Ilumina tus
pensamientos. Verás como todas esas emociones se transforman en paz, y
luego en gozo. Siéntelo. Pruébalo. Confía. Eres capaz. Tú eres yo. Viniste
a este mundo para eso, para manifestarlo y mostrarles a otros el camino.
Ésta es tu primera oportunidad para hacerlo. Y también parte de tu
entrenamiento. Confía en ti, amado hijo.

Me concentré en la luz que comenzó a brillar en mi corazón. Puse toda mi


atención en ella. Cuanto más la miraba más intensa se volvía. Al poco
dejé de oír el llanto de mi madre. Ella continuaba sollozando, pero yo
dejé de impregnarme de sus emociones para llenarme de mí mismo. La
luz que brillaba en mi pecho se expandió por todo mi cuerpo, más allá de
mí. Me sentí dentro de ella, protegido, reconfortado, poderoso.

—Yo soy la Luz.


El mensaje vibró por todo mi ser.

—Yo soy… la Luz.

Cuanto más lo pensaba más fuerte lo sentía.

—Yo… Soy… La Luz.

Un estallido de gozo llegó desde mi corazón hasta más allá del río. El
entorno se iluminó. Los árboles, las flores, el agua cobraron vida. Sentí
que me fundía con el todo, que yo era todo. Incluida mi madre. También
ella era yo. Mi corazón se unió al suyo. Al momento, ella desató el nudo
de la sábana y me llevó a su pecho. No dijo nada. Sólo me abrazó. Ya no
lloraba. Posó sus labios en mi frente y comenzó a cantar. Una canción
susurrante, una canción de niño, una caricia para el alma, y me quedé
dormido.
Tardé mucho tiempo en volver a ver a mi padre. La presencia de José en
nuestras vidas, tan sereno, cariñoso y afable, llenó su vacío.

Él conocía a mi madre desde que ella era una niña. Veinte años mayor
que María… Cuando mi abuelo acudió a verlo para suplicarle que se
casara con su hija, José no supo qué decir. Eran amigos, pero aquello era
demasiado. Casarse con una mujer encinta; adoptar como suyo al hijo de
otro hombre, un desconocido; violar la ley sagrada que ordenaba no
mentir… Sí, eran amigos, pero a veces los amigos pedían cosas
imposibles.

Dijo que se lo pensaría. Mi abuelo se lo contó a mi abuela al volver a


casa. Ella lloraba. No comprendía cómo María, tan dulce, tan pura, tan
bien educada en los mandamientos que Dios le dio a Moisés, podía
encontrarse en aquella situación. El escándalo estaba asegurado, y el
vilipendio público también. La gente estaba deseando tener algo de qué
hablar, algo con lo que mancillar la reputación de otro, sin importar el
daño que causaba. Ya veía a sus vecinos murmurar a su paso, retirarles el
saludo, señalar a la niña con el dedo e incluso, si los ánimos se enardecían
demasiado, lapidarla. Las lágrimas de mi abuela rodaban por sus mejillas
sonrosadas.

Desde mi mundo de aire, yo la observaba. Deseaba consolarla, decirle


que todo iría bien, que el plan se cumpliría, que era necesario, pero su
rechazo hacia mí me impedía llegar a ella. No en vano el libre albedrío es
un valor sagrado y yo no podía violarlo. Así que me mantuve cerca de
ella, esperando a que cambiara de opinión y, tal vez, se atreviera a
imaginarme cogido de su mano, a sentir mi presencia en el vientre de su
hija o a preguntarse cómo sería mi rostro, mi cuerpo, el color de mis ojos
o mi pelo.

Por su parte, José tardó tres días en responder a la petición de mi abuelo.


Antes del tercer alba, aún de madrugada, se despertó en la penumbra de
su habitación. Sudaba. Acababa de soñar conmigo. Un sueño tan real que
aún le costaba abstraerse de él, como si la realidad fuera aquel sueño y la
tibieza de su cama, el sudor sobre la piel y la oscuridad en la que abría los
ojos no fueran más que los detalles difusos de una quimera.
En el sueño, una luz potente y amorosa, se había acercado a él, le había
hablado. Aquella luz decía que Dios había previsto que él fuera el padre
de su hijo, que lo había elegido por su gran bondad, por su presencia
serena, por el respeto que demostraba por la ley divina, por los demás y
por sí mismo. Él sería un buen padre para el niño. El niño…

Aquella luz le mostró parte de la vida del niño. Su carita rosada, sus ojos
inocentes, su curiosidad insaciable. El aroma que desprendía el bebé entre
sus brazos, cómo su llanto se calmaba al acunarlo. Se vio a sí mismo
ayudándole a dar sus primeros pasos, escuchó con claridad sus carcajadas
cuando fue capaz de soltarse de su mano y avanzar tambaleándose; su risa
fácil, su inteligencia innata, cómo aprendía con rapidez, cómo investigaba
analizando todo lo que caía en su mano, desmenuzándolo para descubrir
el tacto, el gusto, el olor.

Vio escenas de su propia vida entremezcladas con la vida del niño. Se vio
educándolo, instruyéndolo en las leyes divinas y en las leyes de los
hombres, enseñándole su oficio, a darle forma a la madera, a pulir los
cantos, a sacarle brillo. Se emocionó al comprobar que el niño confiaba
en él, que lo llamaba padre.

Después, aquella luz le mostró todo lo que haría el niño cuando se hiciera
hombre. Los viajes, los milagros, las masas que lo seguirían. Su gran
arrojo, la soltura con la que pronunciaba palabras divinas, palabras
surgidas de su corazón e inspiradas por aquella misma luz que ahora le
estaba hablando a él. Aquella luz que surgiría por la boca del niño hecho
hombre.

La luz dijo que ese niño dejaría una huella imborrable en el mundo y que
lo necesitaba. Que lo necesitaba a él como su padre, que delegaba en José
esa función tan importante y decisiva en el desarrollo de cualquier niño.
Despertó del sueño en el instante en que la luz le hizo la pregunta:
¿Aceptas?

Sólo una palabra y tanta responsabilidad en la respuesta. La pregunta


permanecía en sus oídos como un eco, repitiéndose a sí misma por
momentos. ¿Aceptas? No podía sacarla de su mente. Intentó volverse a
dormir para preguntarle a aquella luz todas las dudas que iban surgiendo
con la claridad del día. ¿Quién era el verdadero padre de ese niño? ¿Era
María una de esas mujeres de mala vida que se esconden bajo una falsa
apariencia de pureza? ¿Se resentiría su reputación? ¿Sería él mismo
señalado con el dedo? Todas ellas preguntas surgidas de su mente, que
recobraba poco a poco el mando, mientras el sol salía.

Se hizo evidente para José que, si se dejaba llevar por las dudas, acabaría
loco. Así decidió no pensar más en todo aquello y se levantó, dispuesto a
emprender la jornada como todos los días. Se lavó las manos, la cara y los
pies; se puso ropa limpia; se arrodilló junto al altar que había en su cuarto
y pidió a Dios que lo ayudase a cumplir sus leyes, a ser un hombre puro
de corazón, mente y espíritu, a respetarse a sí mismo y a sus semejantes;
dio gracias por todo lo que tenía y solicitó asistencia divina para sí mismo
y su familia durante todo el día. Después se preparó el desayuno: pan
sarraceno, higos y miel, unas cuantas almendras y un poco de agua.
Comió casi sin ganas de comer, pero quería obligarse a seguir su rutina.
Siempre había sido un hombre de costumbres. Concentrarse en ellas le
ayudaba a enfocar la atención en algo constructivo y real, a dominar el
discurso de la mente. Si se la dejaba a la deriva podía sacarle a uno de
quicio.

Yo percibía cada uno de sus pensamientos y me admiraba de su gran


capacidad de dirigir su curso. No se dejaba arrastrar por ellos, como mis
abuelos y, a veces, mi madre. Él se mantenía sereno, presente,
concentrado únicamente en lo que estaba haciendo. Aquél era un buen
ejemplo para mí. Yo haría lo mismo cuando fuera humano.

Le seguí cuando bajó al taller, incluso entré en su aura. Sabía que no


podía interferir en su proceso. Él tenía que tomar libremente una decisión,
pero deseaba que aceptase, que comprendiera, que sintiera mi esencia. Y
la sintió. No en vano era un hombre muy perceptivo.

Se detuvo en mitad de la escalera, justo cuando yo me adentraba en su


cuerpo astral, y esbozó una sonrisa. Serró pequeños trozos de madera, les
dio forma, pulió aristas. Todo lo hacía sonriendo. Yo percibía una enorme
calma dentro de él, una calma nueva que lo abarcaba todo. De vez en
cuando se asomaba a la ventana para comprobar el avance del sol, y se
decía a sí mismo: aún no es hora.
De repente murmuró:

—Sé que estás ahí.

Una oleada de gozo estalló en mí.

Y luego, como si supiera a ciencia cierta que yo le estaba oyendo:

—Dile que acepto.

Sentí que mi realidad se fundía con la suya, que ya no estábamos


separados por el tiempo o la distancia que operan en esta dimensión. El
taller entero se llenó de luz, mi alma y la suya se fundieron en una. Yo lo
vi y él lo sintió, porque soltó las herramientas, inhaló profundamente y
cerró los ojos. Su corazón latía con fuerza.

Así fue como aprendí que todo es uno, que la tercera dimensión, la
dualidad y la materia, son sólo una apariencia, que no existen fronteras
que detengan el avance de la luz, que todo es posible cuando el ser
humano hace caso a la voz del corazón. Precisamente ésa es la llave de
acceso al otro mundo, al mundo de la luz y del sonido: el amor, la
plenitud…

José dejó de trabajar cuando el sol alcanzó el punto más alto en el cielo y
se dirigió a casa de María. Mi abuelo lo recibió, nervioso:

—Buen amigo, sé que te he pedido demasiado, pero…

José alzó la mano para rogarle que le dejara hablar.

—Sabes que soy un hombre de pocas palabras –dijo—, así que voy a ser
franco. Cuando me lo pediste me enfadé contigo. Era demasiado. Pero ya
no hay enfado. He comprendido la situación y acepto el compromiso.
Quiero dejar algo muy claro. No me debes nada. No lo hago por ti. Lo
hago por mí, porque creo firmemente que es lo que debo hacer en este
momento.

Mi abuelo no ocultó su alegría. Abrazó a su amigo riendo y llorando a la


vez. Yo sentía en mí su alivio, la sensación de paz y gozo que se despertó
en su pecho. Me sorprendía tanto el cariz mudable y versátil de las
emociones humanas, y el modo en que yo mismo las captaba. Cada vez
con más intensidad y más rápido, como si al crecer en el interior de mi
madre, me fuera adaptando progresivamente a aquel entorno.

Luz y materia, qué maravillosa combinación de opuestos. La luz viaja a


gran velocidad; la materia se transporta más o menos rápido en función
de su peso. La luz lo contiene todo, todos los colores, desde el blanco
hasta el negro, y es infinita; la materia está limitada por la forma y el
espacio. En la luz sólo hay Amor; siendo materia puedes experimentarlo
todo: amor, odio, frío, miedo, dolor, tristeza, alegría, placer, ternura, y un
sinfín de sensaciones que llegan a través del cuerpo.

¿Cuál de las dos es la mejor? Esa pregunta no puede contestarse, aunque


sin duda se la hacen muchas almas al llegar a este mundo. No puede
contestarse porque la materia forma parte de la luz, con todos sus matices.
La luz lo contiene todo, incluidas las partes más densas de la materia,
incluida también la oscuridad, que no es más que la expresión más parca
de la luz. Luz y oscuridad se complementan porque ambas forman parte
del Uno.

Las almas acuden a la Tierra para experimentar y también para aprender a


seguir siendo luz en la materia, a continuar brillando aún cuando exista
oscuridad. Conviven en esta dimensión almas muy evolucionadas y almas
que apenas han iniciado su proceso de aprendizaje.

Cuando el alma se separa de la Fuente por primera vez tiene la misión de


llegar lo más lejos de ella que pueda. Algunas almas, grandes aventureras
con grandes propósitos, se adentran en los rincones más profundos de la
Nada, para iluminarlos. Desean ayudar a la Fuente a expandirse. Algunas
se alejan tanto que casi se pierden a sí mismas, porque cuanto más lejos
se encuentran de la Fuente más difícil les resulta sentir su conexión con
ella. Y entonces comienza el olvido. Y el olvido trae la creencia de la
desconexión total, la confusión, la tristeza y el miedo.

Inician así su camino de regreso a la Fuente, considerando que no son


parte de ella, que están solas en el Universo y que tienen que sobrevivir a
toda costa en medio de la adversidad. Es así como esas almas valientes y
generosas se olvidan de su esencia y comienzan a emitir oscuridad para
desenvolverse en la frontera con la Nada, ese lugar inhóspito en el que
apenas se siente la influencia de la Luz.

Unas logran recordar su conexión con la Fuente, otras avanzan sin


recordarlo durante muchas vidas. Cuando llegan a la Tierra, muchos las
consideran almas oscuras, almas llenas de maldad que generan odio y
confusión a su paso, y se apartan de los seres humanos que las contienen,
señalándolos con el dedo, enviándoles desprecio, temor o rabia; y
acrecentando con ello su desconexión.

Lo único que necesitan esas almas aparentemente oscuras es amor. Amor


que les recuerde que son luz. La vibración de la Fuente es el conector más
poderoso que existe, y todos los seres humanos están capacitados para
emitirlo.

En el tiempo en que yo vine a la Tierra, muchos se habían olvidado de su


capacidad de emitir amor, por eso fue necesaria mi llegada. La mía y la de
mis hermanos de luz, que como yo vinieron a establecer las bases del
despertar futuro de la humanidad.

Yo vine a recordarles a los hombres que todos somos luz, pero mis
palabras, en aquel momento, resultaban a algunos muy extrañas. Por eso
tuve que enfrentarme a grandes retos, aprender a mantener viva mi propia
luz en medio del caos que generan algunas emociones cuando se
desbocan. Experimentar para, luego, poder hablar de Dios desde el
conocimiento de lo humano. De otro modo, nadie me habría escuchado.
Del gozo de mi abuelo pasé a sentir la tristeza de mi madre. Desposarse
con un hombre mucho mayor que ella, el amigo de su padre, al que
recordaba llevándola de la mano en algunas ocasiones, cuando era una
niña; mentir a todos, afirmando que el fruto de su vientre era su hijo, el
hijo de un hombre al que nunca había mirado como tal; someterse a él;
aceptarlo en su lecho… Era demasiado para la juventud de María.

La amargura es una emoción que crece alrededor del corazón, lo oprime,


te impide respirar. Cuanto más te concentras en la causa que la ha
generado más fuerte se vuelve su influencia. Mi madre no paraba de
pensarlo noche y día: que no, que ella no quería desposarse con ese
hombre, que no podía traicionarse a sí misma de aquel modo. Desde mi
mundo invisible, yo intentaba avisarla, decirle que su aura se tornaba gris
cada vez que lo pensaba, que le quitara importancia. Yo había visto el
sueño de José, y en él los tres éramos felices. No había nada de qué
preocuparse.

—María, deja de temer –le susurraba en medio de la noche, cuando sus


lágrimas de niña mojaban la almohada—. El plan tiene que cumplirse y le
necesitamos. Es un buen hombre. Todo irá bien.

Pero ella no me oía. En una ocasión llegó a pensar que se había


equivocado, que mi presencia en ella era un error, y ese pensamiento fue
como una sacudida para mí. Sentí que una fuerza poderosa me apartaba
de su lado, me llevaba lejos, muy lejos, a un lugar desde el cual no se me
permitía acceder a ella. Comprendí entonces el poder que poseen los
pensamientos y cómo funciona el libre albedrío en la Tierra. Si ella me
negaba, me desterraba de su realidad. Sólo podía acercarme e intentar
ayudarla cuando pensara en mí con ternura, cuando me aceptara.

Aquella noche, mientras ella dormía, solicité que la ayudara su ángel de la


guarda. Al fin y al cabo, yo ya era parte de ella y su amargura era la mía.
Gabriel se le presentó en sueños a María, la abrazó, lleno de luz,
disolviendo poco a poco el color gris de su aura.

Mi madre abrió los ojos en la oscuridad de su cuarto y lo vio: una


brillante esfera de luz blanca justo frente a ella, emitiendo sin cesar
oleadas de amor. Se frotó los ojos para asegurarse de que lo veía, y
entonces se echó a llorar. Las lágrimas le devolvieron la paz. A partir de
aquel instante ya no tuvo dudas.

Desconozco las palabras que Gabriel le dijo, porque no se me permitió el


acceso a ella en aquel momento. La conexión entre un humano y su ángel
de la guarda es un acontecimiento sagrado, tremendamente protegido por
la Luz. No en vano ese ángel es el embajador de Dios para el hombre o
para la mujer, su nexo en la Tierra con él.

Cuando José y María se casaron, yo llevaba tres meses en su vientre. Para


entonces ya entraba y salía de mi pequeño cuerpo en formación cada vez
que sentía la necesidad de conectarme con la materia. La curiosidad por
esta vida se acrecienta al avanzar la gestación. Es una sensación extraña:
vas pasando de ser luz a ser materia unida a la luz y, durante el proceso,
no eres ya lo uno ni lo otro. Las cualidades infinitas de la luz van
quedando atrás mientras la materia avanza y te envuelve. Te vas
acostumbrando a ser humano, aunque sin comprender del todo lo que
realmente significa, porque en el seno de tu madre te sientes protegido,
amparado, acunado, parte de algo… Al salir es cuando se produce el
choque: el frío, el hambre, el miedo, la separación. Un cúmulo de
sensaciones que llegan de golpe y que te obligan a concentrarte aquí y
ahora, en la nueva realidad que te acoge. La certeza de ser luz se
difumina.

Recuerdo los meses en que estuve dentro de mi madre como uno de los
períodos más placenteros de mi vida en la Tierra. María disfrutó de un
embarazo sin complicaciones. Tras su boda con José comenzó para ella
una etapa tranquila y afable, mientras se adaptaba a su nuevo hogar y a su
marido. José había decidido respetarla hasta que naciera el niño. No podía
imaginarse a sí mismo entrando en el seno donde habitaba el hijo de Dios.
Esa decisión les concedió a ambos la oportunidad de ir conociéndose
mejor y aceptándose poco a poco.

Cuando llegó el gran día, una semana antes de lo previsto, se encontraban


de viaje. Dijeron que tenían que inscribirse como matrimonio en
Jerusalén, antes de que naciera el niño, pero el verdadero objetivo del
viaje era evitar los comentarios que generaría mi nacimiento prematuro.
Si yo nacía lejos de Nazaret y tardábamos unos meses en volver, nadie
sabría con seguridad cuándo había nacido. Lo acordaron durante el último
mes del embarazo. Los dos pensaban lo mismo: ¿para qué exponerse al
eco de las murmuraciones si podían evitarlo? María y José sabían integrar
perfectamente lo divino con lo humano.

Prepararon el equipaje y las viandas que necesitarían y emprendieron el


viaje a plena luz del día, para que todos pudieran ver cómo se marchaban.

Yo decidí nacer en el camino. A la altura de la ciudad que hoy se llama


El’ad, mi madre rompió aguas y yo empecé a morir en el reino de la luz
para nacer en otra vida.

Es un suceso extraño el acto de morir para nacer. Como naces en el reino


de las emociones sientes al mismo tiempo tristeza, curiosidad y miedo.
No es fácil decir adiós a lo conocido para adentrarse en una realidad llena
de nuevos matices, sombras y luces, amor y dolor. ¿Cómo será el dolor?,
me preguntaba yo mientras entraba y salía de mi cuerpo durante la
gestación. ¿Podré soportarlo?

Lo comprobé de golpe en el momento de nacer. José me recogió del


suelo, justo cuando yo sentía el abrazo húmedo de la hierba, y me dio un
cachete en las nalgas. Al gritar, un soplo de aire helado, cortante,
invasivo, se abrió camino hasta los pulmones. Noté el agua que llegaba a
mis ojos, oí mi propio grito, y me extrañé de mí mismo. ¿Era yo capaz de
emitir aquel sonido? Qué escozor, qué frío, qué desorientación… ¿qué
más iba a pasar?

Noté que algo me envolvía y al mismo tiempo me atrapaba. José me


cubrió con un jubón y me entregó a María. Sus brazos me devolvieron el
calor. Mientras me dormía entre ellos, poco a poco, recuerdo que pensé:
Qué extraña bienvenida. Primero te pegan para después abrazarte. Hay
mucho trabajo por hacer aquí…
No es fácil ser un niño hoy en la Tierra. La mayor parte de los niños que
nacen hoy traen la esencia que mis hermanos y yo trajimos hace mucho
tiempo en solitario, cada uno en un punto diferente del planeta.

Hoy la historia se repite amplificada. Miles de niños que nacen para


recordar al ser humano que la esencia crística está en el corazón, y que no
hay que buscar afuera lo que ya está dentro. Esos niños comprenden que
son luz, que son amor y que vienen a expandirlo. Pero cuando se topan
con las creencias limitantes de sus padres y con todas las trabas sociales
que fomentan la desconexión con la divinidad interior, muchos de ellos se
rinden o se entregan a la rabia.

Existen en lo humano dos emociones que conducen a la nada del ser: la


apatía y la rabia.

Algunos niños crísticos se dejan atrapar por la apatía al comprobar que su


misión resulta inútil en un entorno hostil, donde nadie les comprende ni
permite que cumplan su propósito de vida. Otros deciden nadar con la
corriente de lucha que captan a su alrededor y pronto se convierten en
oponentes del sistema. Como son niños, no disponen de armas físicas y
utilizan las únicas armas que poseen: enfado, agresividad, insolencia…

A ambos, los médicos les colocan etiquetas y los someten a terapias y


tratamientos dirigidos a sus mentes, cuando de lo que tendrían que
ocuparse es de su corazón. Sus pequeños corazones afligidos, que no
encuentran ayuda ni salida, en un mundo extraño y confuso, donde lo que
iba a ser una bella misión se convierte en un objetivo imposible.
¡Doctores del mundo, es la frustración el origen de la mayor parte de los
trastornos de la personalidad, que hoy tanto les preocupa en los niños!
Ocúpense de averiguar por qué se comportan así antes de acallar sus
voces con pastillas.

¿Cómo puedo ser una luz en este mundo tan oscuro?, me preguntaba yo
cuando era un niño. ¿Cómo lograré que me escuchen todas esas personas
que no se escuchan a sí mismas? No se dan cuenta de que la mayoría de
sus pensamientos y palabras crean horror a su alrededor. Oscuridad y
más oscuridad. Qué difícil alumbrar aquí.
No atienden las señales que les envían sus ángeles de la guarda; ni
siquiera son conscientes de su existencia. Pobres ángeles, qué trabajo tan
poco apreciado…

Resultaba muy fácil dejarse llevar por el talante derrotista de aquellos


pensamientos. La energía del lugar y las creaciones inconscientes de sus
habitantes me empujaban constantemente hacia abajo, directo al reino de
las bajas vibraciones, donde la oscuridad se adueña de todo lo que existe.

Sí, me resultaba más fácil olvidar que era luz en misión solar sobre la
Tierra que alumbrar aquellas sombras. Al fin y al cabo, yo era un niño.
Tenía emociones de niño, necesidades de niño, deseos de niño, y también
amigos. Y ninguno de mis amigos era como yo ni se planteaba en
absoluto iluminar su entorno. Ellos jugaban, trabajaban y obedecían, y no
precisamente en ese orden. Nadie les había mostrado que llevaban a Dios
en el corazón, que sus almas eran pura luz, y que conectando con ellas
podían transformar la oscuridad del mundo. Lo habían olvidado.

En unos se produce antes, en otros, después. La desconexión del origen y


del propósito de vida llega al niño alrededor de los siete años. Hasta ese
momento, el niño es capaz de recordar muchas cosas. Sin embargo, un
día, el niño toma la decisión de mimetizarse con el entorno, y entonces le
resulta más difícil. Si nadie le recuerda que es luz ni le ayuda a creer en sí
mismo y a recordar su misión de vida, el niño elige olvidar para adaptarse
a la realidad en la que se desenvuelve.

Podría parecer un acto de cobardía, pero en realidad es de supervivencia.


Tantas veces estuve yo tentado de tomar esa decisión… Olvidarme de
quién era y para qué había venido, ser uno más, dejar de sentir tanta
impotencia. La sentía incluso siendo un bebé, cuando veía el horror que
algunos adultos generaban con sus creaciones inconscientes.
Pensamientos, palabras, actos de baja vibración. ¡Qué poderosas energías
creadoras gobernadas a la deriva!

Yo intentaba avisarles: gritaba, lloraba, me ponía enfermo, pero nada. A


cambio de mis llamadas de atención recibía más comentarios de baja
vibración.
—Qué niño tan insoportable –decía mi abuela cuando me oía llorar—.
Anda, niño, cállate un poquito, que me vuelves loca con tus gritos.

Y entonces, la nube gris que ella misma había generado a su alrededor,


con sus pensamientos derrotistas o mientras juzgaba al vecino, se volvía
más densa, más compacta, y empezaba a llamar la atención de las almas
errantes que pasaban por allí. Almas que se sentían atraídas por la
vibración que mi abuela estaba emitiendo, porque era la misma que la
suya.

Muchos adultos desconocen hasta qué punto son creadores de su realidad.


Si lo supieran, más de uno controlaría el talante de sus pensamientos.
Todo lo que existe en esta dimensión se genera a partir de un
pensamiento. La Tierra misma es un pensamiento de Dios. Los árboles,
los animales, las montañas, el mar… Todo lo pensó Dios para crearlo.
Cuando creó a los hombres y a las mujeres les entregó la Tierra y les dijo:

—A partir de ahora, vosotros sois los dioses creadores de esta realidad.


Centraos en el amor para crear, si queréis que vuestros pensamientos os
devuelvan experiencias de gozo.

Fue así como el Padre-Madre delegó el poder en el ser humano,


invitándole a manifestar su divinidad en las creaciones que iba a generar.
Pero los hombres lo habían olvidado. Yo bajé a la Tierra para
recordárselo.

Recordarle a mi abuela que podía crear desde el amor, cuando ella misma
se empeñaba en lamentarse de cuanto la rodeaba, no me resultaba fácil. Si
se dejaba llevar por la tristeza, se acercaban a ella las almas que vibraban
en esa sintonía y construían un muro de densidad a su alrededor. Un muro
que me impedía llegar hasta su corazón. A veces se dejaba atrapar por la
rabia, y entonces acudían las almas que vagaban presas de esa emoción.
Su proximidad desequilibraba aún más a mi abuela, que acababa
gritándome sin motivo o renegando de mí.

La cercanía de un alma en tránsito genera en las personas un gran


desequilibrio interior, porque las desconecta de su esencia. La persona se
ve obligada a compartir su energía, a vivir con la mitad de ella. La
sensación de asfixia es inmediata. Se encienden sus alertas internas y
tiene que concentrarse en un solo objetivo: sobrevivir.

Cuando el ser humano se concentra únicamente en sobrevivir se activan


sus tres primeros chacras: el chacra raíz, que busca desesperadamente la
energía de la Tierra, la primera madre, como el bebé que, a ciegas, tantea
en busca de la teta cuando tiene hambre; el chacra del sacro, donde se
encuentra la creatividad que la persona necesita para idear el modo de
salir de esa situación; y el chacra del plexo solar, donde se encuentran los
cordones energéticos que la unen a otras personas (padres, hijos,
amantes… ), de las que también busca alimentarse.

Todos ellos instintos primarios que, por sí solos, sin llegar a fundirse en el
corazón con la energía de los chacras superiores, generan una gran
desconexión interna. La persona se desconecta de su divinidad, siente que
avanza a la deriva, que está perdida en un mar de confusión y, lo peor de
todo, que no es capaz de salir de él por sí misma.

Las almas errantes no tienen la intención de crear ese efecto en la persona


junto a la que conviven. Ellas, simplemente, se sienten atraídas por
resonancia energética. Es el efecto de la ley de la atracción: como vibran
en frecuencias semejantes se atraen mutuamente.

Durante siglos, el hombre ha huido de las almas errantes, generando


historias de terror que poco tienen que ver con la verdad. El efecto de esas
historias ha provocado miedo, y el miedo es una emoción que vibra muy
bajo. Por lo tanto, como las almas errantes vibran bajo, cuanto más
miedo, mayor atracción.

En el fondo, debajo de la frustración, la tristeza y la rabia, mi abuela


sentía miedo. Un miedo antiguo, irracional, que la llevaba a olvidarse de
sí misma, presa del qué dirán, de la angustia por el futuro, provocado por
la propia desconexión interna. Aunque rezase todos los días, mi abuela no
sentía a Dios en su corazón, sino fuera de sí misma. Un Dios omnipotente
y castigador, que obligaba a los hombres a cumplir su voluntad, un Dios
ante el que todos se sentían pequeños e indefensos. La ira de Dios… mi
abuela recurría a ella constantemente, para advertir a mi madre, avisar a
su marido o refunfuñar en solitario.
—Ya verás cuando venga la ira de Dios –murmuraba, como si hablara
con alguien, mientras cocinaba o arreglaba la casa. Y acto seguido
chasqueaba la lengua y decía que no con la cabeza.

Yo la miraba desde mi asiento de niño sin entender a qué se refería. El


Dios que yo conocía nunca se dejaba llevar por la ira. Ni castigaba, ni
amenazaba, ni obligaba a nadie a ir en contra de su voluntad. ¿De qué
dios hablaba ella? ¿Por qué ese dios sentía tanta ira? Una ira que parecía
hacerse eco en el interior de mi abuela cada vez que ella repetía esa frase,
como si sus palabras fueran el motor que la generase.

Más allá de ella misma, yo no veía por allí a ningún dios enfadado. Lo
que sí veía eran los efectos de su creación. Sus pensamientos y sus
palabras atraían como imanes a muchas almas errantes, las almas de
aquellas personas que, al morir, habían decidido quedarse en este plano,
sin pasar primero por el filtro purificador de la luz.

Cuando una persona muere, su alma abandona el vehículo físico que la


contiene. En ese instante se abre para ella la puerta de la Luz, sea quien
sea, haya hecho lo que haya hecho. La puerta de la Luz siempre está
abierta para todos. Como el libre albedrío es un valor sagrado en todos los
planos de la existencia, si el alma decide quedarse, sin regresar primero a
la Luz para comprender y purificarse, su decisión es respetada. Cuando
eso sucede, el alma se convierte en errante: almas que vagan entre los
planos de la existencia sin propósito ni dirección, simplemente dejándose
llevar por la inercia de cuanto las rodea.

La decisión de quedarse suele estar motivada por las emociones de baja


vibración que no pudieron trascender en vida. Si la persona vivió presa de
la culpa hasta el final, cuando llega el momento de la muerte, esa
emoción deja una huella energética en su alma. Por eso es necesario que
vaya hacia la luz para purificarse, antes de decidir cuál será el siguiente
paso en su camino evolutivo.

Así, un alma errante impregnada de la energía de la culpa se sentirá


atraída por los pensamientos y emociones de las personas que
frecuentemente se sienten culpables. Y lo mismo sucede con el miedo, la
tristeza, la rabia y el resto de emociones de baja vibración.
Mi abuela no se daba cuenta de que, sin querer, cada vez que mencionaba
la ira de Dios, activaba el reclamo de muchas almas que vibraban en el
miedo e incluso en la ira, y entonces generaba ira a su alrededor y en ella
misma.

—Ya verás cuando llegue la ira de Dios –decía, y las almas errantes se
instalaban en su espacio vital, mermaban su energía, la confundían con
pensamientos y emociones que ya no provenían de ella misma y, al poco,
mi abuela se convertía en un generador de rabia. Como diosa creadora de
su propia realidad comenzaba a atraer también experiencias que
alimentaban esa emoción y la volvían más intensa.

Yo intentaba advertírselo de la única manera en que podía, con lloros,


gritos y lamentos, pero ella no me escuchaba.

—Yo no sé qué le pasa a este niño. Cada vez está más inquieto –
murmuraba entre dientes mientras aflojaba el nudo del pañuelo que le
cubría el pelo, como si el pañuelo fuese la causa de la presión que, de
repente, sentía en la cabeza.

A veces, las almas errantes me miraban a mí.

Muchas suelen adoptar la forma que tuvieron en vida. Son improntas


energéticas de la persona que fueron una vez, con el mismo aspecto, pero
sin luz. En sus ojos holográficos se adivina la tristeza con facilidad. Es un
rasgo común a todas ellas. Independientemente de la emoción que las
retenga en este plano, ya sea miedo, rabia, odio o desazón, la tristeza de
sus ojos es una carta de presentación. Porque lo cierto es que sufren.
Todas las almas errantes sufren, aunque a veces parezca que disfrutan
desestabilizando o creando confusión. Sufren porque han abandonado su
proceso evolutivo, se han estancado en medio de la densidad, y la
densidad oprime. Cuanto más tiempo pasan inmersas en ella más difícil
les resulta tomar la decisión de abandonarla. Algunas la consideran su
hogar y se rinden a una existencia llena de amargura y desconexión, sólo
porque les falta fe. Fe en sí mismas y en el proceso de la vida, que incluye
la muerte y el renacer. Fe en la Luz que somos todos y en el amor del
Padre-Madre, que siempre está dispuesto a ofrecernos su consuelo.
El consuelo de la Luz es infinito y nos acoge a todos. Seamos quiénes
seamos, hayamos hecho lo que hayamos hecho, el Padre-Madre siempre
nos abre los brazos, porque se reconoce en cada uno de nosotros. Todos
somos hijos de Dios, incluidos aquellos que emiten densidad. Ése es el
mensaje que yo vine a traer al mundo, que todos somos Uno, que
procedemos de la Fuente, que somos una de sus partes, por igual, y que
regresamos a ella constantemente en el proceso de nuestra evolución.

Cuando un alma errante me miraba, yo me concentraba en emitir amor.


Algunas me observaban con curiosidad y al poco se marchaban. Otras
decidían quedarse, impregnarse de aquella luz que yo les enviaba, y
finalmente transformarse. El efecto de la luz que impregna a un alma
errante es profundamente bello. Su aspecto cambia; el gris, el negro y el
marrón opaco van dejando paso a otros colores más vivos, hasta llegar al
dorado y, finalmente al blanco. Es un cambio de vibración muy poderoso
que las transporta a un nivel de conciencia superior, desde donde pueden
tomar decisiones más beneficiosas para su proceso evolutivo.

Normalmente, un alma que decide dejarse impregnar por el amor, pronto


ve la puerta de la luz, el reflejo del Padre-Madre que le está esperando al
otro lado. Y entonces se sienten indefectiblemente atraídas por él. Cuando
cruzan la puerta se produce una explosión de luz y el alma errante, por
fin, deja de serlo y se convierte en una bella esfera que brilla y se
expande. En ese instante comprende, acepta y se entrega al amor. A partir
de ahí todo resulta fácil.

Mi abuela no se daba cuenta de lo que sucedía en el mundo invisible de


su cocina, mientras preparaba la cena y cuidaba de mí, pero muchas
almas encontraron la paz en aquel pequeño espacio que nos rodeaba
durante las tardes en que mi madre me dejaba con ella para ayudar a José
en el taller. La energía universal había correspondido a la generosidad de
José con una gran cantidad de encargos desde que él y mi madre
decidieron regresar a Nazaret.

Dijeron a todos que yo tenía tres meses, pero no era verdad. Me


inscribieron en el censo de Jerusalén cuando ya sabía mantener el cuerpo
erguido y decidieron olvidar. Mi auténtica edad quedó escondida en algún
rincón de sus memorias. Las flores silvestres y el manto de hierba que me
acogió guardaron bien el secreto del día exacto en el que nací.
Fui un niño difícil de entender. Mientras los demás jugaban a diseccionar
lagartos y serpientes y cazaban mariposas para apretarles un ala contra el
suelo y observarlas cuando intentaban volar, yo me sentaba debajo de un
árbol a orar. Oraba por el lagarto, por la serpiente, por la mariposa, y por
los niños que los torturaban sin piedad. Sabía que la oración es una
energía muy poderosa, porque da permiso a los seres de luz de
dimensiones más elevadas para actuar en este plano. Ellos sólo pueden
intervenir en esta realidad cuando se les pide ayuda. En caso contrario,
únicamente pueden observar y, de vez en cuando, susurrar consejos a los
seres humanos, para que se den cuenta de lo que no ven.

Yo rezaba al Padre-Madre y le pedía que mis nuevos amigos se dieran


cuenta del sufrimiento que causaban a aquellos bichos, que los trataran
con amor, que conectaran con la luz de sus corazones, para que dejaran de
hacer aquellas salvajadas que a mí me revolvían por dentro.

El organismo humano es muy complejo y curioso. Cuando los ojos ven


algo que le desagrada al alma, todo se encoje. El estómago se contrae, los
pulmones se cierran, el corazón se para durante un microsegundo,
síntomas claros de su intención de no digerir, no respirar, no integrar nada
de lo que está sucediendo.

Mis primeros amigos humanos vivían ajenos a ese proceso, pero yo


observaba todas las reacciones, propias o ajenas, con la misma atención
con la que ellos contemplaban el interior de un lagarto.

Me maravillaba el cambio de colores que experimentaban las auras


cuando alguien sentía una emoción intensa o se pasaba un rato pensando
en algo que le preocupaba. A base de observar desde el silencio podía
notar incluso como respondían los órganos a los pensamientos. En
función de lo que pusiera en su mente la persona, sus sistemas vitales
funcionaban de manera más o menos armónica. ¡Qué maravillosa
conjunción de factores lograba que se pusiera en marcha el mecanismo de
la creación!

Primero un pensamiento —generado a veces por una influencia externa y,


otras, por el propio discurso mental—, después una emoción. Tras ella
una serie de reacciones físicas, como ecos de la señal de alerta o de
bonanza. Si la persona decidía sostener el pensamiento inicial, darle
vueltas y más vueltas a la idea, comenzaban a cambiar los colores del
aura. Al cabo de un tiempo, el mismo aura iniciaba el proceso a la
inversa, de afuera hacia adentro, afectando a los órganos y sistemas
vitales de la persona, a sus emociones e incluso a sus pensamientos, hasta
producir en ocasiones alguna enfermedad. Era así como los humanos se
dañaban a sí mismos, sin apenas darse cuenta de su capacidad de
creación.

Observar a menudo este proceso me ayudó a comprender cómo


funcionaba la vida en la Tierra y a darme cuenta del gran trabajo que
había por hacer. Nadie atendía a las señales internas, los requerimientos
del alma, la voz del corazón, tan profundamente sabia y amorosa. Ni a las
externas, que estaban por doquier. No prestaban atención a los mensajes
subliminales que llegaban a ellos por sincronicidad, ni conocían las leyes
universales por las que se rige la energía. Nadie me entendía cuando
hablaba de atracción energética, respeto por la ley de no intervención o la
simultaneidad del tiempo y del espacio.

Pronto comprendí que tendría que modular mi lenguaje con términos


mundanos y sencillos, con los que todos pudieran entender lo que les
quería decir. Aunque fuera un niño de pocos años, yo recordaba mi
misión, estaba en contacto con ella constantemente, y utilizaba cada
experiencia como una oportunidad de aprendizaje. Mientras aprendía a
ser humano, aprendí también a no olvidar que era luz, e investigaba el
modo en que, algún día, cuando llegara el momento, podría compartir lo
aprendido con los demás. Todas aquellas personas que vivían ajenas a su
auténtica verdad y a la maravilla de la existencia. Gente atrapada en un
sueño de carencia, separación y dolor. Gente humilde, gente rica, gente de
todos los estratos sociales, presos de las convenciones que, por religión o
por educación, los mantenían apartados de sí mismos.

En aquel mundo nadie hablaba de llevar a Dios en el corazón, ni de la


soberanía que cada uno ejercía sobre su propia vida, ni del amor al
prójimo como a uno mismo, que es la primera ley de la unidad.

Casi nadie se respetaba a sí mismo como un ser único y divino, lleno de


amor en su interior. Por el contrario eran frecuentes los juicios y las
críticas, la infravaloración o su contrapartida, la supravaloración, esa
certeza de sentirse superior a los demás y que, en realidad, esconde una
falta de conocimiento absoluta de la verdad que todos compartimos: que
somos hijos de la Fuente, que nacimos de ella por igual, y que a ella
regresaremos algún día, para fusionarnos de nuevo en la energía que nos
aúna, que es el amor.

Todos somos amor. Es nuestra esencia. El rico, el pobre, el feo, el guapo,


el cojo, el manco y el que posee todas sus extremidades, el luminoso, el
oscuro, el sensible, el insensible e incluso aquel al que han llamado el
Diablo. Todos somos iguales en esencia porque nos une el amor. Algunos
lo han olvidado, pero eso no les hace diferentes. Algún día, pronto o
tarde, con más o menos giros y estancamientos en su proceso evolutivo,
también lo recordarán, y entonces, cuando comprendan, dejarán de luchar
contra los demás y contra sí mismos. Volverán la mirada hacia la luz y se
emocionarán sintiendo que ellos también forman parte de eso contra lo
que lucharon tanto. Y lo agradecerán. Agradecerán que la vida, en sus
múltiples formas y matices, les ofreciera la oportunidad de comprender
hasta el final. Porque el amor nunca abandona. El Padre-Madre siempre
tiene los brazos abiertos para abrazar y la mano extendida para acoger a
aquel que desea regresar a casa.

Regresar a casa… A pesar de todo, esa idea siempre estuvo latente en mi


interior. Volver a la Luz, sentir el abrazo de Dios, su acogida amorosa
reconfortándome. Cuando la densidad se apoderaba del entorno, mi mente
quería unirse a ella, respondiendo a la llamada de su humanidad. Siglos
de inercia la embriagaban y ella quería tirar de mí hacia abajo, hacia
abajo, entre las fauces del dolor y la desolación. Entonces, durante unos
segundos, yo sentía el deseo de huir, escapar de este plano, regresar a
casa, y en ese instante, la voz de la Fuente llegaba desde las
profundidades de mí mismo, recordándome lo esencial: que la luz estaba
en mi interior, que ya estaba en casa si conectaba con mi corazón.

El efecto era inmediato. Concentrar la atención en la luz que emana el


alma, sentir el amor que irradia, dejarse impregnar por él. En pocos
minutos volvía a ser yo, ostentando el control de mis emociones y de mis
pensamientos, para poder enfocarlos en el amor.

Continuar siendo luz en medio de la densidad es una tarea que puede


volverse sumamente ardua si uno pretende realizarla desde la mente. Es
imprescindible conectar con el corazón cuando llegan las pruebas que
plantea la oscuridad. Desde él todo se vuelve fácil, fluye el amor y la
verdad, surge la magia. Desde la mente huérfana de conexión con el alma
llega el horror, la infelicidad y la desdicha.

Muchas veces me pregunté por qué mi abuela era tan desgraciada. Gran
parte de mi infancia me la pasé a su lado, oyéndola quejarse, refunfuñar e
incluso, a veces, llorar. Cuando aún no podía hablar, gritaba y pataleaba
para llamarle la atención. Yo podía elevarle la vibración, pero necesitaba
que ella se centrara unos minutos en mí, me mirase a los ojos, se
permitiese aceptar el amor que yo quería entregarle. Pero mi abuela
vagaba en su mundo de amargura y de tristeza, ajena por completo a mí.

Un día, cuando cumplí tres años, le pregunté de repente:

—¿Por qué no me miras cuando estoy llorando?

Ella abrió mucho los ojos, se detuvo un instante, por fin, a mirarme
fijamente.

—Porque no me gusta verte llorar –respondió.

—¿Y por qué lloras tú?

Frunció un poco el entrecejo, su aura se volvió de color azul, pero un


pensamiento aciago le nubló la mente, y el azul se tornó de golpe en gris.

—Yo no lloro, niño. No digas tonterías –dijo, mientras se daba la vuelta y


seguía con sus quehaceres, como si ellos pudieran protegerla de mí, o tal
vez de sí misma.

Cuando hacía eso, yo no podía continuar. Por mucho que deseara


ayudarla, si ella decidía alejarse de mí, yo debía respetar su decisión. Me
lo habían advertido antes de venir: que podría ayudar a todos los que
aceptasen mi ayuda, pero no a aquellos que se negasen a mí. La ley de no
intervención era sagrada y debía respetarla hasta el final.

Según esa ley, el proceso evolutivo de cada alma es sagrado y únicamente


le corresponde a ella decidir cuándo y cómo evoluciona, se estanca o da
un paso. Los demás, encarnados o no, debemos poner en práctica, en todo
momento, el amor incondicional en su mayor expresión: permitirle al otro
ser quien ha decidido ser. Respetar su sentir. Confiar en la sabiduría de su
alma. No debemos obligar a nadie a pensar como nosotros pensamos, a
sentir lo que sentimos o a comprender lo que nosotros ya hemos
comprendido. Si lo intentáramos, no solo estaríamos violentando su libre
albedrío sino que además generaríamos karma y confusión. ¿Cómo puede
alguien considerarse más sabio que otro, si todos llevamos a Dios en el
interior?

Podemos esparcir semillas a su alrededor, mantener la puerta abierta por


si algún día él o ella se decide a entrar, pero no podemos darle un
empujón para que entre. Tenemos que esperar pacientemente, confiando
en que será capaz, en que verá la luz, en que el amor encontrará el camino
para expresarse también a partir de él.

Mi abuela se escapaba de mí y yo sentía una gran tristeza, pero aceptaba


su decisión y hacía lo único que me estaba permitido: rezar por ella, pedir
que los ángeles protegieran sus pasos, para que no se hiciera demasiado
daño con sus elecciones. A menudo, ella elegía caer en la desesperanza,
dejarse llevar por el miedo o juzgar a los demás, sin darse cuenta de que,
en realidad, se juzgaba a ella misma. En esas ocasiones, el Padre-Madre
solía hablarme desde mi interior:

Los seres humanos crean su realidad. Aceptan vivir la mentira de la


separación considerándose mejores o peores que otros, y entonces
comienza la lucha interior. La exterior no tarda en generarse. Como un
eco profundo, la voz del miedo se expande hacia afuera y resuena en las
mentes de los demás, las impregna y desde ellas rebota, para volver a
iniciarse el mismo circuito.

Tu trabajo en este sentido es importantísimo. Los seres humanos


necesitan abandonar el miedo para poder avanzar. Tendrás que plantar
la semilla del amor allá por donde vayas, para que germine cuando
llegue el momento. Ésa es tu labor: preparar el terreno para que el amor
se expanda.

El Padre-Madre me hablaba a menudo para instruirme. No sé si hubiera


podido mantenerme libre de la influencia de la densidad sin su voz
paciente, amorosa y certera. En ocasiones resultaba un escudo, a veces un
bálsamo. En todo momento funcionaba como un baño de luz que me
purificaba y me daba fuerzas para continuar.

¿Cómo puede toda esta gente prescindir de su conexión con la divinidad?


–me preguntaba yo—. ¿Por qué no escuchan a sus ángeles guardianes ni
atienden sus señales? El mundo es un lugar tremendamente hostil sin esa
conexión.

Cuando llegue el momento –me repetía Dios a menudo, cada vez que yo
me dirigía a él con cuestiones como ésa—. Cuando llegue el momento…

Pero, ¿cuál era ese momento? Yo había aceptado la misión de traer luz a
este plano de la realidad sin comprender apenas su existencia, pero me
costaba aceptar que el momento no fuese ya, ahora, si era precisamente
ahora cuando se necesitaba tanto.

¿Por qué no podía yo, con todo lo que sabía, con todo lo que veía,
comenzar a desempeñar mi función en este mundo? Hablar abiertamente,
hacer milagros, deshacer entuertos, caminar sobre las aguas, mostrar mi
luz…

Sé paciente, Jesús, me decía Dios. El momento no es ahora, porque ni


ellos ni tú estáis preparados, aunque a ti te parezca que tú sí. Es uno de
los rasgos más comunes de los hombres desde su niñez: quererlo todo
para ya, luchar contra lo que es, en vez de permitir que la vida sea y se
manifieste. Sin serlo del todo, tú ahora eres uno de ellos, y sientes la
influencia de tu humanidad. Debes aprender a manejarla, a adaptarte a
ella sin permitir que se apodere de ti. En tu interior eres inmensamente
grande, el último paso de la evolución antes de llegar a mí o, visto de
otro modo, la primera manifestación de Dios más allá de sí mismo, y, por
lo tanto, dotado de inmensa luz. Pero el cuerpo que te contiene es el de
un niño. Acabas de cumplir tres años, Jesús. ¿Quién osaría escucharte?
Lo más probable es que se rían de todo lo que digas. Espera con
paciencia, amado hijo. El momento no es ahora, pero llegará.

Tan clara como el agua pura, tan brillante como el sol, la voz del Padre-
Madre llegaba a mí para llenarme de paz. Un universo de luz, amor y vida
se abría ante mí cada vez que la escuchaba, y entonces me resultaba
inmensamente fácil comprender, avanzar, creer en mí, aceptar el reto.

Si hubiera podido transmitirle a mi abuela lo que yo sentía, si ella me


hubiera mirado el tiempo suficiente para verse reflejada en mí, yo habría
podido ayudarle a reconocer su propia luz, y, a través de ella, su conexión
con Dios. Pero mi abuela prefería perderse en su mundo de sombras y
hostilidad, mostrándome a menudo el abismo al que puede abocarnos la
desconexión.

Ella fue mi primera gran maestra. Gracias a su actitud aprendí mucho del
talante humano y también de su fortaleza. A pesar de todo, inmersa en la
densidad de su propia creación, con todas aquellas energías en contra, mi
abuela era capaz de levantarse, una y otra vez, para seguir adelante.

Desde el día en que le pregunté por qué lloraba se escondía a menudo


para hacerlo. Yo la veía salir de la despensa sacudiéndose el delantal,
como si se hubiera manchado con algo, y esquivándome la mirada.
Invariablemente, en esas ocasiones, repetía:

—Venga, ya está bien por hoy –y se refugiaba en sus quehaceres diarios


con los labios fruncidos por el disgusto, pero sin permitir que éste fuera
más allá de su boca.

Amasaba el pan, lo cocía en el horno, preparaba la comida para todo el


día y luego lavaba y recogía los enseres que había utilizado, como si no
existiera en el mundo nada más importante. Mi abuela era experta en el
arte de aparentar. Sólo yo sabía que había llorado, que su sonrisa escondía
disgusto, que utilizaba su discurso amable para ocultar la pena. Sólo yo, y
me asombraba al comprobar que los demás ni se fijaban.

Cuando mi madre venía a buscarme, mi abuela se volvía muy amable


conmigo.

—Este niño es un cielo, María. Quédate tranquila que aquí los dos
estamos muy a gusto.

El beso de mi madre, su calor cercano, la brisa de su aroma borraban de


mi mente la pregunta que siempre me surgía, cuando escuchaba a mi
abuela decir cosas como aquella: ¿por qué tenía que mentir? ¿Por qué no
podía decirle la verdad a su hija? Que estaba triste. Diría incluso que
preocupada.

Pero María no se daba cuenta de nada. Ella sonreía y me tomaba entre sus
brazos para besarme un sinfín de veces en la mejilla.

Nunca presencié un diálogo profundo entre ellas dos.

Es tan tonto ocultar los sentimientos –pensaba yo con mi mente de niño


—. Lo complica todo. Míralas ahí, envueltas en esa nube gris. Mi madre
nunca se pone de ese color. Sólo cuando está cerca de mi abuela.

—¿Por qué no se lo cuentas a tu hija? –le pregunté una mañana, cuando


mi madre se fue.

—¿A quién? ¿Qué? –respondió ella, distraída con sus cosas.

—Que estás disgustada.

Me miró durante un ínfimo instante. Me pareció que sentía deseos de


hacerlo, y eso me reconfortó. Tal vez algún día…

Al momento, ella farfulló:

—No digas tonterías –y continuó con lo que estaba haciendo.

Aprendí de la mentira que, no sólo ensucia las relaciones humanas, sino


que además distancia a la persona de sí misma. Cuando alguien niega a
menudo lo que siente se va acostumbrando a fingir. Como el alma es
incapaz de hacer eso, la persona debe vivir desde la mente para interpretar
el papel con el que ha elegido dejar de ser quien es. Así, la mente va
adquiriendo poco a poco el control, se adueña de la situación y quiere
dirigirla. Al cabo de un tiempo realmente la dirige.

En el teatro de la vida no existe personaje sin actor, ni actor sin


emociones que ocultar. Sólo la mente dirige esa obra, que no tiene guión
ni propósito, más allá de la simple ocultación de la verdad. Pero cuando
alguien oculta su verdad a otros, se la está ocultando también a sí mismo.

Mi abuela escondía tanto su verdad que incluso a mí, con todas mis
capacidades despiertas, me costaba a veces distinguirla. En algunas
ocasiones me sentí tentado de indagar en la información guardada en los
registros de su alma, para poder entender lo que le sucedía, pero
afortunadamente, la voz de la Fuente se abría camino en mí para avisarme
de que estaba a punto de violar su libre albedrío.

Tú debes ser el ejemplo, Jesús. Tu proceder es el camino a seguir.


Recuérdalo siempre, porque ellos lo recordarán, cuando ya no estés ahí y
de ti sólo quede la historia de lo que pasó.

Planta semillas de amor en el corazón de los hombres, con tus palabras,


con tus actos, con todo lo que hagas ahí. Y luego déjalas crecer. Yo me
encargaré de regarlas. Cumple tu función, sin incumplir las leyes del
amor, porque todo lo que hagas ahí será venerado. Cuando llegue el
momento, muchos se animarán a descubrir que pueden hacer todo lo que
habrás hecho tú. Cuando llegue el momento…

Pero el momento nunca llegaba. El paso del tiempo se vuelve eterno en la


Tierra. Yo estaba acostumbrado a desplazarme con el pensamiento, a
estar en varios lugares a la vez, a pasar de una dimensión a otra en
cuestión de lo que aquí llaman segundos. Pero envuelto en aquel pequeño
cuerpo, encorsetado en los límites del tiempo y del espacio, me sentía
prisionero de mi realidad. Sabía lo que había venido a hacer, lo recordaba
todo, la vida siendo sólo luz, mi conexión con la Fuente, el momento en
el que acepté encarnar en esta realidad, para recordar a los hombres lo que
habían olvidado. Pero tenía que aceptar las reglas del juego en esta
dimensión: tener un cuerpo, regirme por sus necesidades de alimento y
descanso, adaptarme a su movilidad y, sobre todo, esperar pacientemente
a que ese cuerpo creciese, a que llegara el momento…
Yo quería las cosas al instante, porque era así como estaba acostumbrado
a obtenerlas en otra dimensión, y no entendía cómo las personas no se
daban cuenta de que aquí eso también era posible si confiaban en el poder
de su intención. Pero la gente que me rodeaba estaba muy lejos de aceptar
que ellos eran los creadores de su realidad y que podían transformarla a
su antojo.

Las creencias de una gran cantidad de personas enfocadas en la misma


dirección manifiestan una realidad común, difícil de cambiar para uno
solo, a menos que se una a otros que decidan enfocar sus pensamientos en
una dirección distinta.

En aquel momento, yo estaba solo y tenía que abrirme camino a través de


los cientos de creencias limitantes que volvían inseguros a los seres
humanos. Solo e impaciente por comenzar. Tanto trabajo por hacer, tantas
cosas que mostrar… ¿Cómo permanecer callado e inmóvil? ¿Cómo
esperar pacientemente el momento?

En más de una ocasión desoí los consejos de Dios y traspasé los límites
que me indicaba su voz profunda y serena. No me resultaba nada fácil
mantener mis emociones bajo control. Era como si, conforme iba
creciendo, me fuese volviendo cada vez más humano, en el sentido literal
del término. La materia y sus peculiaridades se iban adueñando de mí. El
entorno y su devenir me absorbían. No podía quedarme quieto viendo
como los demás se herían a sí mismos con sus pensamientos, actos y
palabras, cómo creaban enormes nubes grises a su alrededor al despreciar
a otros o, incluso, al temerlos. Esas nubes profundamente densas
convertían sus vidas en infiernos de separación y dolor. ¡Y estaban
creadas por ellos mismos! Nadie se daba cuenta pero yo lo veía todo, y
tenía que callar, porque aún era un niño y nadie me habría escuchado.

Un día estallé, porque ya no podía más. Estaba con mi abuela en la cocina


cuando llegó mi abuelo refunfuñando. Al parecer, alguien le insultó en la
calle y él, que según dijo había tenido una mañana de perros, le devolvió
el insulto. Casi habían llegado a las manos.

Mientras se lo contaba a su mujer, mi abuelo empezó a gritar,


maldiciendo a aquel hombre. Las palabras que salían por su boca se
convertían en culebras que serpenteaban por su aura y la teñían de color
negro.

Ella le escuchaba con el corazón encogido.

Estaba tan absorto en lo que generaba mi abuelo a su alrededor que no me


di cuenta de que mi abuela estaba a punto de llorar, hasta que la oí
sollozar.

El preguntó:

—Mujer, pero ¿qué te pasa? Ya estás con tus remilgos otra vez…

Las culebras que serpenteaban por el aura de mi abuelo se dirigieron


hacia ella.

—¡Ya está bien! –grité con todas mis fuerzas, desde mi altura de niño.

Los ojos de ambos descendieron hasta mí.

—¡Sois tan inconscientes, tan ignorantes! No veis nada, no os dais cuenta


de nada. No paráis de crear nubes grises, sapos negros y culebras y luego
les echáis la culpa a los demás de todo lo malo que os pasa. ¡Si lo estáis
creando vosotros!

Una emoción nueva y extrañamente poderosa se abría camino en mi


interior. Algo hervía en mi pequeño cuerpo de cinco años, algo que me
obligaba a hablar por fin y a liberar todo lo que hasta el momento había
retenido.

Ellos me miraron con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo te atreves? –dijo él, y dio un paso adelante, pero mi abuela lo


detuvo.

—Esto no se puede tolerar –arguyó, intentando zafarse de su brazo, pero


ella lo apretó con más fuerza.

—Está a punto de llegar María. ¿Quieres que te vea así?


Él suspiró.

—Este niño es muy raro. Ya te lo dije hace tiempo.

—¡No soy raro! Soy diferente –aduje yo, aún guiado por aquello que me
dominaba.

Mi abuela se acercó a mí, me tomó de la mano, diciendo:

—Vamos a ver si llega tu madre.

Notaba el corazón golpeándome en el pecho, toda aquella agua hirviente


en el estómago, algo muy parecido a lo que pasa en la barriga antes de
vomitar. Ya lo había experimentado una vez, cuando comí algo en mal
estado y mi cuerpo lo rechazó de inmediato.

Yo no quería ir a ver si llegaba mi madre. Quería quedarme allí y decirle


a mi abuelo todo lo que pensaba, todo lo que sentía, escupir la verdad, y
aquella emoción tan incómoda que llevaba dentro.

Pero llegó mi madre. La vi parada en la puerta mirándome. Sus ojos


bailaban desde mi abuelo hacia mí. Resultaba evidente que no podía creer
lo que estaba viendo.

—¿Qué pasa, Jeshuá? –me preguntó con dulzura, y se agachó para


abrazarme.

Su mirada y su voz me devolvían a casa, a la paz que nace dentro. En el


aura de mi abuelo surgió el color del miedo.

—Nada, mamá –mentí por primera vez—. Jugábamos a saduceos y


fariseos.

Mi abuelo sopló el aire que estaba conteniendo y apoyó mi mentira.

—Has engendrado un niño muy listo, María –dijo sonriendo—. Tiene


mucha imaginación.

Ella suspiró aliviada y me abrazó de nuevo.


—Lo sé. Es mi tesoro. Jeshuá no es cualquier niño.

Su sonrisa cómplice se cruzó con la mía y la emoción que hervía en mi


barriga desapareció.

Recuerdo que pensé: ¡Qué poderosa es la mirada de una madre! Y, sobre


todo, sus palabras serenas elogiándome y confiando en mí. No sé qué
haría sin ella en este mundo de sombras. Yo soy su tesoro y ella es el mío.

—Te quiero, mamá –musité con lágrimas en los ojos, y ella me abrazó
otra vez.
La mentira es una energía de muy baja vibración. Obliga al que la dice a
dejar de ser él mismo y al que la escucha a desconfiar. Todos poseemos el
sexto sentido del que tanto se ha hablado. No es más que intuición, un
impulso inconsciente de la mente, conectada en ese instante con la
divinidad del ser.

Mente y corazón, unidos y trabajando en equipo, crean la magia necesaria


para que el ser humano encuentre el camino con facilidad, la senda que le
lleva a ser exactamente quien ha venido a ser. Es como tener activado, de
manera permanente, el sensor de los pasos erróneos. Cuando se detecta
uno, la mente envía una señal de alerta en forma de intuición. Cuando el
paso es acertado, es decir, está alineado con el propósito que el alma
viene a cumplir, inmediatamente el corazón se alegra y la mente genera
endorfinas que apoyan el avance por ese camino.

Cuando la mente detecta una mentira también envía una señal de alerta; y
el corazón se cierra. Si la persona confía en lo que siente hará caso de la
señal interna. Si no confía en sí misma rechazará la señal pero
inevitablemente se sentirá incómoda y, como no sabrá por qué, pronto
empezará a ponerse de mal humor y a emitir señales de rechazo, que el
que miente, sin duda, percibirá. El conflicto está asegurado.

Durante varios días analicé lo sucedido, en la oscuridad de mi cuarto,


mientras mi madre y José retozaban en el suyo. No me gustaba mentir
pero era evidente que mi mentira había salvado la situación y que mi
madre no se había preocupado por lo que estaba pasando allí, y eso sí me
gustaba. Yo estaría eternamente agradecido por su valentía, por haberme
traído a este mundo a pesar de todos los inconvenientes. La amaba casi
con veneración. Ella era mi conector con la Fuente. Cuando todo se
oscurecía, su amor me recordaba quién era yo.

Pero ¿por qué su padre dulcificaba ante ella su carácter y prefería mentir
antes que decirle la verdad?

La pregunta bailaba en mi mente sin parar. Cada vez que cerraba los ojos
para dormirme, la danza comenzaba otra vez. ¡Qué desazón vivir así!
Intentando adivinar lo que sucede en el interior de las personas que
esconden su verdad. Procurando comprender sin comprender. Teniendo
que imaginar posibles razones que vuelven loca a la razón. Con lo fácil
que sería que todos se permitieran ser, expresando lo que sienten sin
miedo a herir ni a ser heridos. Cuando se habla desde el corazón, el otro
corazón comprende, y la amenaza del conflicto se evapora. ¿Por qué le
tienen tanto miedo a la verdad, si es la única que les dará la libertad? La
libertad de ser ellos mismos y encontrar, por fin, la paz que tanta falta les
hace.

Como en otras ocasiones, la voz del Padre-Madre se hizo eco en mi


interior para ayudarme:

Mantén la calma, Jesús. Nada de lo que te sucede hoy es fortuito.


Obedece a un plan mayor que vas a ir comprendiendo poco a poco.
Aunque recuerdes tu origen y el propósito de tu vida, debes ir
descubriendo como ser humano los entresijos de la vida en la Tierra.
Cómo se relacionan entre ellos, cómo reaccionan ante las diferentes
situaciones con las que se encuentran, cómo se enredan en sus propios
laberintos y aprenden a salir de ellos. En ocasiones, desde el amor; en
otras, desde el miedo. Debes aprender a ser humano y a navegar entre
tus propias emociones como el buen marino que siempre llega a puerto,
que sabe afrontar el temporal con valor y templanza, que se mantiene
firme al timón en medio de la tormenta y aprovecha la ayuda que le
ofrece el viento a favor. El buen marino que sabe navegar en mar en
calma y disfrutar del viaje, que conoce las vicisitudes del mar, porque ha
navegado durante mucho tiempo, aprendiendo cada día de él.

Recuerda que tu labor incluye la tarea de instruir a los hombres en su


gran verdad: que son luz en su interior y que pueden acudir a ella para
iluminar su camino cada vez que éste se oscurezca. Pero para poder
instruir, primero tú mismo debes ser instruido. ¿Qué mejor lección que la
que se aprende experimentando, hijo mío?

La voz de la Fuente me devolvió la paz. Su cadencia serena y amorosa, su


talante conciliador, su poderosa presencia, generaron en mí la certeza de
que aquello que me decía era La Verdad. Conectarme con su energía me
permitía liberarme de todo lo que me oprimía el corazón. Era como si la
voz barriese todo lo que no vibraba en una frecuencia elevada, como si, al
pasar por mí, todo lo denso se evaporase. Y regresaba la tranquilidad…

Envuelto en ella, yo comprendía. Me comprendía a mí mismo, lo que


estaba sintiendo, de dónde procedía y cómo gestionarlo. Comprendía
también a los demás, sus procesos internos y el por qué de sus reacciones,
las que antes me parecían extrañas o desorbitadas. Ahora podía ver con
claridad que es muy fácil convertirse en prisionero de las emociones
cuando uno vive desconectado de la Fuente, el origen de la vida.

Así pues, concluía, es fundamental que encuentre el modo de hacerles


comprender a ellos también, que se den cuenta de lo necesaria que es, a
diario, su conexión con Dios. Debo esforzarme en transmitirles esa
urgencia, porque…

Y la voz del Padre-Madre me interrumpía:

No debes esforzarte, Jesús. Simplemente debes ser tú mismo y, de


momento, mostrar con el ejemplo el camino a seguir. Cuando llegue la
hora podrás comunicar todo lo que surja de tu corazón, para que lo
oigan todos los que quieran escucharte. Lo harás sin esfuerzo ni lucha,
permitiéndote sentir, expresando desde el alma, que te irá indicando en
cada momento lo que tendrás que decir.

Qué fácil era perderse en el discurso de la mente humana. Con qué


rapidez ella intentaba recuperar el control de la situación, dirigir el
proceso. Con la ayuda de la Fuente, yo comprendía, pero al cabo de un
rato, mi mente se las ideaba para infiltrar un mensaje carente de luz, y
como yo aún sentía la euforia que produce la conexión, lo daba por
válido. Por fortuna, la voz de Dios me avisaba a tiempo, y yo volvía a
recuperar el enfoque.

Así pues, me decía, debo mantener activa mi conexión con la divinidad


de manera permanente, para que ella pueda guiarme, indicarme cuándo
me equivoco, porque la materia que me envuelve tiende a la desconexión;
es lo que le resulta natural y fácil, está acostumbrada a ello. Es como ese
caballo al que vi domar hace unos días: al principio se resistía con todas
sus fuerzas pero, poco a poco, fue cediendo, hasta que se rindió al mando
del que llevaba las riendas.
La mente humana es un caballo desbocado, salta y protesta sin cesar ante
cualquiera que intente doblegarla, pero poco a poco se acostumbra a
dejarse guiar. Debo adiestrar a mi mente para que confíe en la voz de mi
alma y en mi conexión con Dios.

Días atrás, mientras acompañaba a José a buscar madera para hacer un


arcón, pasamos junto a un cercado en el que tres hombres intentaban
domar a un caballo. La escena me resultó fascinante. Contemplar aquel
espectáculo de fuerza y sonido me enervaba. Sentía algo muy poderoso
girando en mi interior, como si mis genes supieran cosas que yo no sabía
y actuaran sin mi consentimiento.

¿Qué sabía yo de aquello? Nunca había visto domar un caballo y, sin


embargo, podía sentir lo que estaba sintiendo el jinete que a duras penas
lo doblegaba. Empecé a animarlo, a gritarle para que se mantuviera firme
sobre la montura. Entonces me topé con los ojos divertidos de José y me
di cuenta de lo que me estaba sucediendo. La materia tenía memoria.
Aunque aquélla fuera la primera vez que mi alma encarnaba en un cuerpo
humano, ese cuerpo contenía información muy antigua. Las células
conservaban la impronta energética de siglos de experiencias. Era una
labor de titanes la que me había traído a la Tierra. No sólo debería
mostrarles el camino del amor, sino que además tendría que ayudarles a
mantenerse firmes en él. Llevaban muy arraigada su tendencia a recaer en
comportamientos adoptados durante siglos de Historia.

Empecé a sudar.

¿Cómo iba a lograrlo, si apenas lo conseguía en mí mismo? En ocasiones,


aquella energía antigua que estaba implícita en mis células era más fuerte
que yo. Si no hubiera sido por la voz serena y paciente del Padre-Madre,
que acudía a mí cada vez que perdía el rumbo, me habría dejado vencer
por ella. Era tan fácil… Entregarse a la desesperación, permitir que la
rabia lo inundara todo, desde adentro hacia afuera, cederle el mando.

—¿Qué te pasa, Jeshuá?

La pregunta de José me devolvió al presente. Sus ojos pacientes me


transmitían confianza. Sabía que no era mi padre, pero yo lo sentía como
tal. Ni María ni él me habían contado la verdad, pero yo me acordaba de
todo. Respetaba tanto a José que nunca dije nada, esperando que fuera él
quien se decidiera algún día a confesármelo. Sin embargo, nunca lo había
hecho.

—Nada –respondí esquivando su mirada.

—Si me lo cuentas podrás librarte de ello –adujo serenamente.

Contar. Me dieron ganas de contarle tantas cosas… Lo difícil que era ser
un humano; el miedo que a veces tenía por las noches, cuando las
sombras me despertaban para asustarme; lo incomprensible que me
resultaba aquella manera de vivir de todos ellos, lejos de la Fuente, presos
de la confusión y la mentira; la frustración que sentía al verme solo frente
a lo que se me antojaba una montaña demasiado alta para mí…

Pero, ¿cómo explicar todo eso con mis palabras de niño? Ya lo había
intentado otras veces y había provocado en ellos una sonrisa divertida.

—No tengo ganas de hablar –respondí, malhumorado.

—Como quieras –aceptó él, pero en seguida propuso–: aunque, si me lo


cuentas, tal vez pueda ayudarte.

—Sólo mi padre sabe ayudarme –le contesté, de repente enfadado con él


sin ningún motivo.

José me miró con ojos extraños, como si me viera por primera vez.

—Yo soy tu padre –murmuró.

—Ya no quiero estar más aquí. Vámonos –dije, enfilando el camino.

Él me siguió sin prisa, a unos cuantos pasos por detrás de mí. Sentía su
mirada clavada en mi espalda, me topaba con ella cada vez que volvía la
cabeza para comprobar que me seguía, que no me había dejado solo. Sus
ojos mostraban firmeza, pero también tristeza. Sin decirme nada me lo
decía todo, y yo no podía soportarlo. Echaba a andar más deprisa, más
enfurruñado, casi a punto de llorar, pero evitando llorar, porque sabía que
si dejaba escapar una lágrima ya no podría parar.

Lloraría por todas las mentiras que percibía a diario, por su silencio
ofendido, por los gritos de mis abuelos y la ceguera de mi madre. ¿Cómo
no se daba cuenta de que sus padres la engañaban? Pero, sobre todo,
lloraría por aquella tremenda sensación de soledad. Yo sabía que dentro
de mí estaba Dios, que junto a él era imposible sentirse solo, pero en ese
momento no lo encontraba. Un abismo de tristeza se abrió en mí, creció y
creció, me atrapó desde adentro. Y entonces las lágrimas rodaron por mis
mejillas de niño y ya no pude frenarlas. Eché a correr.

—¡Jeshuá! –gritó José a mi espalda, pero yo no quería escucharle.

Huía de él, huía de mí, de mis emociones incomprensibles, de la


vergüenza que me daba mostrarme tan vulnerable, del miedo que de
repente me producía la misión que el Padre-Madre me había
encomendado. Huía del mundo, pero del mundo no puede huirse una vez
que has entrado en él.

—¡Jeshuá! –repitió él, echando a correr tras de mí. Me atrapó en dos


zancadas—. ¡Párate cuando te llame! –Soltó un taco.

—¡Déjame, déjame! –gritaba yo, intentando zafarme, pero él era mucho


más fuerte.

—¿A dónde demonios crees que vas? ¿Qué diantres te pasa?

—¡Déjame! ¡Déjame! –chillaba yo, y pataleaba.

—De acuerdo –dijo de repente, y me soltó.

Mi primer impulso fue el de seguir corriendo, pero en cuanto vi que él


caminaba en dirección contraria a mí, de vuelta sobre sus pasos, me
detuve en seco. ¿Iba a irse? En efecto. Se iba sin mí. Ni siquiera echó la
vista atrás para comprobar si le seguía.

Me entró el pánico. Eché a correr hacia él gritando como un poseso. José


apretó el paso y yo tuve que correr más rápido. Cuando agarré su mano,
él cerró la suya sobre la mía, pero no me miró, ni aminoró el ritmo de la
marcha.

—Me habías… dejado… solo… —hipaba yo.

Él dio un suspiro y continuó caminando, la mirada al frente, el ceño


fruncido.

Seguí llorando durante un buen rato, caminando a su lado, aferrándome a


su mano, como si en ella estuviera mi refugio. Y entonces me di cuenta
de que ahora, el caballo domado era yo.
Cuando recuerdas tu origen y la misión que te trajo a la Tierra es difícil
aceptar que eres humano, que tienes emociones y que éstas, si las dejas,
pueden apoderarse de ti, quebrar tu equilibrio, generar dolor y confusión.
Tanto en ti como en los que te rodean.

¿Cómo era posible que algo tan desagradable habitara en mí y, a veces, se


hiciera con el mando? Con qué facilidad había herido a José sólo porque
estaba enfadado conmigo mismo y con el mundo.

¿No se supone que soy Dios?, pensaba. ¿Puede Dios ser tan malo como
yo he sido? ¿O es que, además de Dios, también soy Satanás?

Yo sabía que Satán no era tan malo como lo pintaban aquí abajo, que el
Padre-Madre siempre lo miraba con amor, hiciese lo que hiciese, que
incluso me había advertido de la aprensión que su figura generaba en los
humanos. Pero había escuchado tantas veces la dichosa frase…

—¡Eres tan malo como Satanás!

Los adultos se lo decían a los niños cada vez que hacían algo que ellos
consideraban inapropiado. Me lo habían dicho a mí en algunas ocasiones
y, a base de escucharlo, comenzaba a poner en duda la historia que yo
bien conocía: que Satanás era hijo de Dios, como lo somos todos, que de
tan valiente como era se volvió temerario y decidió emprender la misión
más arriesgada de todas, ir lo más lejos posible de la Fuente para iluminar
la Nada, para llenarla de luz y lograr que se expandiera en ella el amor del
Padre-Madre.

Ésa era su intención, pero la olvidó por el camino. Cuanto más se alejaba
de la Fuente más se oscurecía, pero como era tan fuerte, tan valiente, tan
osado, logró vencer al miedo y a la desesperanza, aprendió a utilizar la
poderosa energía que genera la rabia para conseguir sus objetivos. Para
entonces, ya se había olvidado del propósito que lo llevó a viajar hasta los
confines de la Nada. Se inventó una identidad, creó un personaje que le
diera sentido a su existencia, que explicara el por qué de su presencia en
aquel lugar, tan lejos de la Fuente. Se marcó un objetivo: Si no recuerdo
quién soy, al menos seré aquel que creo ser, alguien que sabe doblegar
sus propias emociones e incluso utilizarlas en su beneficio. Alguien que
logra vencer en las circunstancias más adversas. Alguien que confía en sí
mismo por encima de todas las cosas y que actúa en soledad, porque así
en como ha aprendido a hacerlo. Es lo fiable. Lo práctico. Lo certero. Lo
demás es humo. Dicen que existe Dios. Yo no lo veo y ni siquiera lo
intuyo. ¿Dónde estaba Dios cuando lo necesité? No atendió ni una sola
de mis plegarias. Me respondió el silencio cuando lo llamé. Sólo te tienes
a ti, Satanás. Aprende a gestionar el miedo y vencerás.

En realidad, las últimas palabras provenían de Dios, pero para entonces


Satán estaba tan desconectado de su verdadera esencia y de la Fuente, que
no supo reconocer su voz surgiendo en sus adentros. ¿Eligió su destino o
aprendió a abrirse paso en medio de la bruma? ¿Qué importaba? Lo único
cierto era que Satán era un ejemplo de evolución. Pudo haberse rendido,
quedarse estancado en la angustia y el miedo, pero se repuso a todo,
avanzó decidido, creó su realidad y, con ella, la riqueza de la dualidad.
Generó la polaridad que las almas necesitaban para evolucionar y
expandirse. Porque la verdad es que Satán, cuyo verdadero nombre era
Sataniel, se hizo fuerte, grande, inmenso, mientras aprendía a transitar por
los reinos más alejados de la Luz.

Cuando emprendió el camino de regreso no lo hizo para entregar a Dios


todo el conocimiento que había adquirido, y sumar así en pos del bien
común. Ni siquiera se lo planteó, porque él había aprendido a sobrevivir
en soledad y el bien común ya no le importaba. Regresaba para ocupar el
lugar que, según él, le correspondía: aquel que se encontraba en el polo
opuesto de la Luz y al que llamó Oscuridad, por su semejanza con la
ausencia de luz que existía en la Nada, un lugar en donde él mismo había
habitado, donde creó su nueva identidad.

Cuando llegó hasta Dios éste le dijo:

—Muy bien, hijo mío. Veo que has aprendido a crear, que te has hecho
más fuerte. Lo que hoy me traes es un gran regalo para todos. Has abierto
un nuevo camino. Una opción más en el universo de posibilidades que la
vida ofrece. Transitando por ese nuevo camino, las almas podrán volverse
más fuertes y más sabias, tal como has hecho tú. Todos te estamos
inmensamente agradecidos.
Sataniel se sintió halagado. Respetado, reconocido, admirado… La voz
de la Fuente caló en sus entrañas, el amor con el que lo trataba, y
entonces recordó quién era y para qué se había ido.

—¿Por qué los humanos ven a Sataniel como a alguien tan terrible? –le
pregunté yo al Padre-Madre antes de encarnar.

Y él me respondió:

Porque pretenden huir de sí mismos, de lo que son en realidad. Para


ellos es tan doloroso aceptar que tienen miedo, celos, envidia o rabia,
pensamientos oscuros, tendencias que consideran inmorales o incluso
pecado, que han buscado a alguien a quien echarle la culpa. Así evitan
hacerse cargo de sus emociones, esquivan el dolor que les causa mirar
hacia adentro y darse cuenta de que no siempre son tan buenos como
supuestamente deberían.

—¿Y para qué les sirve eso?

Para avanzar. Cuando un humano aprende a mirar en su interior en


busca de repuestas, encuentra el origen de sus problemas y también la
solución. Ellos se han acostumbrado a mirar hacia afuera en busca de
culpables de todo lo malo que les acontece. Ahora tienen que aprender a
mirar hacia adentro. Para eso te envío. Enséñales a aceptar su propia
dualidad, a respetarse a sí mismos hasta el punto de permitir que las
emociones les enseñen lo que les tienen que enseñar. Son sus aliadas, no
sus enemigas. Les muestran qué parte de ellos mismos necesita amor en
cada momento. La aceptación de uno mismo es una gran fuente de amor
en la realidad de la Tierra. Sin ella les resulta muy difícil mantener el
equilibrio.

Así que era eso, pensaba yo, ovillado en mi cama la noche del día en que
José logró domarme como a un caballo. Ahora, en mi interior habita Dios,
pero también Satanás, y eso no es malo. Es algo que me permite aprender,
volverme más fuerte, más sabio. No debo luchar contra lo que siento sino
permitir que lo que siento me muestre lo que me quiere mostrar. Gracias a
eso puedo crecer en amor aquí abajo. Y es el ejemplo que tengo que dar.
Yo debo ser amor por encima de todas las cosas, mostrarles cómo se
hace, y el primer paso es aceptar que todo lo que hay en mí está bien,
incluido lo que no me gusta o no comprendo.

Aquella tarde me había enfadado con José sin motivo. A él le habían


dolido mis palabras, que le dijera que sólo mi padre sabía ayudarme.
Cuando llegamos a casa apenas habló, ni siquiera durante la cena, que era
cuando más solía hablar. Nos contaba cosas que le habían pasado durante
el día, en el taller, o incluso recuerdos de su niñez. A José le encantaba
recordar cuando era niño y se divertía reviviendo aventuras y
hablándonos de sus sueños infantiles. Entre ellos, decía, se encontraba el
formar una gran familia, porque la familia, aseguraba él, era la mejor
apuesta que un hombre podía hacer en la vida.

Esa noche cenó en silencio y se fue a dormir temprano.

—¿Qué os ha pasado? –me preguntó mi madre cuando él se retiró a su


cuarto.

—Me he enfadado un poco.

—¿Por qué?

—No quiero hablar ahora –respondí sin levantar los ojos del plato.

Ella me miró con dulzura. Sentía la calidez de su mirada acariciándome el


pelo, la cara, el cuello.

—Pues tendrás que arreglarlo, porque José se enfada muy pocas veces y
nunca lo hace sin motivo.

Entonces la miré, de repente furioso.

—Yo no le he hecho nada.

Pero sí se lo había hecho, reflexionaba ahora tumbado en mi cama.

Me di cuenta de que así no podía dormir y decidí levantarme. Bebí agua,


di unas cuantas vueltas por la casa, casi a oscuras —algunos rayos de luna
se colaban por las ventanas—, y me topé de frente con una de aquellas
almas errantes que a veces aparecían por la casa, especialmente después
de un día conflictivo.

—Vete de aquí –le dije, pero se volvió más oscura y más grande. Me
enseñó los dientes, todos picados y grises. Su sonrisa me asustó. Era un
hombre mayor, casi viejo, vestido con harapos.

—Mírame –me dijo—. Esto es lo que vas a ser tú si sigues siendo un niño
tan malo como has sido hoy.

Yo me tapé los ojos y salí corriendo hacia el cuarto de mis padres. La


sombra me siguió. Me quedé de pie llorando delante de José, que parecía
dormir profundamente, pero abrió los ojos y me miró.

—Tengo miedo –musité, y luego, a media voz–: Papá…

Entonces levantó la sábana con la que se tapaba y dijo:

—Ven aquí.

De un salto me acurruqué entre sus brazos. El miedo se alejó mientras el


calor de su cuerpo me envolvía.

—Te quiero mucho –dije a media voz.

—Yo también a ti, Jeshuá.

Sonreí. Eché un vistazo a la puerta, donde la sombra se había parado a


observar. Él también sonreía. Y entonces comprendí que había hecho
muy bien su trabajo.
Es curioso mirar tu reflejo en un río. La imagen del ser humano que eres
se mece al compás del agua, que no para de moverse. Si te enfocas a ti
mismo te ves con absoluta claridad, pero si enfocas el fondo puedes
distinguir los peces, las plantas, las piedras e incluso pequeños seres vivos
que conviven allí abajo en perfecta armonía.

Todo depende del enfoque. Ambas realidades coexisten. Tu imagen


reflejada y el mundo subacuático, pero se hace más patente para ti aquella
en la que enfocas la mirada.

¡Qué curioso mundo éste! –pensaba yo—. Las cosas sólo cobran
importancia cuando te fijas en ellas. Todo existe al mismo tiempo, como
en este río.

¿Por qué son tan grandes mis ojos? ¿Por qué tengo la nariz afilada? ¿A
quién me parezco? ¿Soy, tal vez, como mi padre? ¿Dónde estará?
¿Alguna vez me quiso…?

Yo sabía que su función en mi vida había terminado y que debía


aceptarlo, dejar de esperar que algún día se acordase de mí y asumiese el
compromiso de ofrecerme amor a diario. Sí, debía aceptar que aquí, en la
Tierra, al igual que en todos los planos de la existencia, el libre albedrío
era un valor sagrado. Nadie debía cuestionarlo, ni siquiera el más
afectado.

Es así como se crean realidades, me instruía Dios. Con el libre albedrío,


las almas pueden decidir, eligen caminos, son lo que desean ser en cada
momento. Las personas materializan la realidad que van a vivir con sus
decisiones y con sus actos. También, con sus pensamientos y con sus
palabras. Yo les he dotado de esa libertad, por eso todas las decisiones
están bien, sean cuales sean. Nadie debe cuestionarlas, ni siquiera tú,
Jesús, ni siquiera tú, aunque no las comprendas y te estén afectando.

Dios tenía razón, pero una pequeña voz dentro de mí preguntaba a


menudo: ¿Se acordará de mí? ¿Recuerda que existo? ¿Alguna vez me
quiso?
Se lo preguntaba al agua y ella me devolvía mi propia imagen reflejada en
el río.

¿Qué más da?, alegaba Dios. Estás rodeado de amor. Tu madre y José te
aman. La vida te ha proporcionado todo lo que necesitas para crecer en
armonía y cumplir tu misión. No te pierdas en dudas y lamentos.

José… La calidez de su abrazo me había protegido de la sombra. ¡Qué


fácil me resultó dejar atrás el dolor cuando él dijo que también me quería!
Otra vez las emociones humanas… De la rabia a la frustración, de la
frustración al miedo y del miedo al alivio en cuestión de segundos. Había
saltado del uno al otro sin apenas darme cuenta.

La rabia no existía en mí antes de que yo mismo la creara, al pensar en


que no sería capaz de cumplir mi objetivo en este mundo. Luego, lo
demás vino rodado.

Qué prodigioso era el poder del pensamiento, que materializa realidades


de manera sublime y constante. Aquello en lo que pienso se hace primero
realidad en mí, a través de lo que siento.

Las emociones que mis pensamientos me generan son a veces


incontrolables y, a menudo, salen al exterior aunque yo pretenda
ocultarlas. Parece como si tuvieran vida propia, como si una vez
generadas se adueñasen de mí. A veces son sutiles, a veces son volcanes,
pero siempre producen un cambio en mi interior. Los demás se dan
cuenta de cómo me siento y reaccionan ante ello. Me sonríen, me
consuelan, me riñen o se enfadan en función de lo que yo esté sintiendo.

Así pues, emito lo que siento. Soy como este río, que se vuelve calmo o
se agita en función del viento que sopla. El río no puede parar al viento,
porque viene de afuera. Pero yo sí puedo parar el torrente de mis
pensamientos e incluso cambiarlo, porque están en mí. Ésta es la
enseñanza más útil que debo transmitirles, la primera, la base sobre la que
construiré lo demás: que si controlan lo que piensan dejarán de sentir que
la vida les lleva a la deriva, porque no es la vida quien lo hace, sino sus
pensamientos.
Eso es, Jesús –susurró la Fuente—. Felicidades. Gracias a lo que
experimentas, comprendes, y luego podrás enseñar desde la certeza. La
experiencia es una gran maestra. Sin ella, tu discurso les resultaría
vacío, irreal o imposible de alcanzar. Pero si tú mismo has pasado por
aquello de lo que hablas, y les hablas desde el corazón, ellos también
comprenderán lo que tú ya has comprendido, y se animarán a intentarlo.
Porque transmitirás verdad, y no un mero juicio de la realidad o una
opinión al respecto.

Anímate, Jesús, encuentra en esa nostalgia hacia tu padre la enseñanza


que hoy necesitas para comprender la realidad humana. Acepta que su
decisión es la correcta y que, como el viento que agita ese río, él es algo
externo, cuyos actos tú no puedes cambiar.

Siente la libertad que ese pensamiento te otorga. Percibe el alivio en tu


interior. Cuando sueltas la necesidad de controlar lo que hacen otros,
ellos dejan de controlarte a ti. ¿No te das cuenta? El que pretende
controlar se vuelve esclavo. Siempre estará a expensas de lo que haga
aquel al que pretende cambiar. Se ofuscará cuando no se comporte como
a él le gustaría. Se alegrará cuando lo haga, pero nunca será libre,
porque lo que sienta dependerá de algo externo a él.

Tienes que integrar esta enseñanza en ti, Jesús, porque llegarán días en
que los hombres realizarán actos incomprensibles contra ti. No todos te
escucharán. No todos estarán preparados para comprender, y tú deberás
respetarlos. Aceptar que su decisión es la correcta y continuar
hablándoles a aquellos que te quieran escuchar.

Como siempre, las palabras de la Fuente me elevaban. Sentirlas en mi


interior generaba una especie de limpieza. Se evaporaba la tristeza, la
nostalgia o cualquier emoción densa. Yo sabía que aquella voz firme y
serena no nacía en mí, aunque la sentía muy adentro, como si formase
parte de mí mismo. Su presencia me devolvía la certeza de la conexión.
Yo no estaba solo en este mundo. El Padre-Madre me amaba. Me había
enviado para cumplir una función y no se alejaba de mí, ni siquiera
cuando yo me alejaba de su vibración dejándome llevar por las emociones
que bajaban la mía. Él siempre estaba ahí, dispuesto a consolarme, a
ofrecerme una visión más elevada. Yo sólo tenía que prestar atención a su
presencia en mí. Lo demás resultaba muy fácil.

Tengo que decirles eso también, pensaba. Que tienen que recuperar la
conexión con Dios, que tienen que escucharle, para que él pueda
ayudarles tanto como me ayuda a mí. Sin él me sentiría a veces tan
perdido…

La voz de Dios me rescata, me equilibra y me eleva, porque activa mi


propia luz, que es una parte de él. Mi alma reconoce el mensaje y se
despierta. Entonces lo comprendo todo con más facilidad.

Yo soy Dios. Lo sé. Todos lo somos. Pero aquí se olvida pronto. Por
suerte, él me cuida, me observa, me contempla, y me avisa cuando me
estoy perdiendo. ¿Cómo vivir sin él?

Como dice mi abuela, ¡eso es un infierno! Ja, ja, ja, un infierno. ¿Qué es
el infierno? Aún no lo tengo muy claro. Me lo han explicado varias veces
pero no logro entenderlo.

—Vas a ir al infierno, Jeshuá –me dice ella de vez en cuando.

Y yo le pregunto siempre:

—Abuela, ¿qué es eso?

—La casa del Demonio –responde con los brazos en jarras—. El lugar al
que se llevan a los niños que se portan mal.

Cuando mi abuela me habla del Demonio o del infierno, yo no me enfado.


Sonrío. Me dan ganas de abrazarla.

—¿Y por qué el Demonio tiene rabo? –pregunto.

—¡Rabo y cuernos! Y es bien feo.

—Pero, ¿por qué?

—Pues, no sé. ¡Porque es así y ya está! No preguntes tanto, Jeshuá. Hay


cosas que no tienen por qué. Son como son y ya está.
Yo sé que esa respuesta está bien, que, por una vez, mi abuela ha dado en
el clavo. Las cosas son como son y no hay que darle tantas vueltas,
porque puedes marearte mucho. Hay que aceptar que las cosas son lo que
son y permitir que la vida te enseñe lo que te tiene que enseñar. Pero me
intriga tanto ese inferno tan temido que no puedo callarme.

—Pero, ¿por qué el demonio, si es tan poderoso como dices, elige vivir
en un sitio tan feo, lleno de gritos y de fuego?

Mi abuela resopla y concluye:

—Pues porque a Satanás le gusta eso y ya está. Déjame, que me estás


aturullando.

—En realidad se llama Sataniel, y no tiene rabo ni cuernos. Es de color


amarillo.

Ella me mira con los ojos muy abiertos y luego niega con la cabeza.

—Ya estás con tus tonterías otra vez. Anda, déjame, que está punto de
llegar tu abuelo y aún no tengo la comida.

Desde el otro plano de la realidad siento la energía de Sataniel, que me


sonríe. Él acude cada vez que se pronuncia su verdadero nombre. Parece
divertido. No me habla, pero sé que está tranquilo. Nada que ver con la
imagen que mi abuela quiere venderme.

Antes de evaporarse me muestra la imagen de mi abuela por dentro. Veo


sus células moviéndose de un lado a otro, por todo su cuerpo, y en cada
una de ellas, abrazándose, veo a un ángel y a un demonio, con la imagen
que ella misma a menudo me describe. El ángel tiene alas, pelo dorado y
corona de luz; el demonio, rabo, cuernos y es de color rojo.

Sataniel sonríe y se marcha. Me deja la visión para que yo solo


comprenda.
Doy vueltas en la cama intentando dormirme. ¿Qué quiso decirme
Sataniel con aquella imagen? Las células de mi abuela llenas de ángeles y
demonios que se abrazan…

Entonces, ¿existe ese demonio del que ella habla? Y si es así, ¿existe el
infierno? ¿Quiere eso decir que yo puedo acabar allí?

Siento miedo. Es lo que tiene la energía de Sataniel, que te remueve por


dentro para que salgan a la luz todas las sombras; las que has ido
absorbiendo del entorno y las que has generado tú mismo.

Me doy cuenta de que mi abuela ha logrado infundirme miedo al infierno.


¿Se supone que eso me hará más bueno? Tal vez, porque lo primero que
pienso es que tengo que portarme bien, para no ser condenado al rechinar
de dientes ni al fuego eterno. Eso significa que tengo que dejar de decirle
a ella todo lo que pienso, porque la pongo nerviosa. Se altera tanto que, a
veces, se quema con lo que está cocinando, rompe un plato o maldice.

Concluyo que decir la verdad, ser honesto, es algo muy peligroso en este
mundo, y decido que, a partir de hoy, voy a guardarme muchas cosas, no
vaya a ser que termine en el infierno.

No sé por qué, pero esa decisión me deja sin fuerzas. Siento de repente
una especie de vacío, como si ya no tuviera ganas de nada. La imagen que
hace un rato me ha mostrado Sataniel acude a mí y me recuerda que sí,
que existen los demonios de color rojo, con cuernos y con rabo. El vientre
se me encoge.

A partir de ahora me portaré bien. Le haré caso en todo lo que me pida y


no rechistaré ni un poquito. Mi abuela lleva aquí mucho más tiempo que
yo, así que habrá aprendido cosas que yo aún desconozco. Será mejor que
me deje guiar por ella. Yo estaba equivocado. Ha tenido que bajar
Sataniel para mostrármelo, que los demonios existen…

De repente, mi cuarto se llena de sombras que se mueven. Unas se ríen de


mí; otras, gritan, aúllan y se lamentan. Algunas se transforman en
demonios de rabo largo y cuernos retorcidos. Por la boca echan fuego.
—Has sido un niño muy malo, Jeshuá –me dicen, y todo mi cuerpo se
pone a temblar—. Te llevaremos pronto al lugar del que venimos y te
quedarás allí por toda la eternidad.

La piel se me eriza tanto que casi me duele. Se abre un abismo en la boca


de mi estómago y quiero vomitar.

—¡Mamá! –grito en la oscuridad de la noche.

La oigo saltar de la cama y correr hacia mí. Los demonios se marchan


cuando ella aparece. ¡Qué curioso! El halo de amor que desprende los ha
evaporado. He visto cómo se contraían sus caras antes de que
desaparecieran, como si no soportaran la vibración que emana de mi
madre.

Su abrazo en medio de la oscuridad me llena de paz. Ella me envuelve


con su luz amorosa y sus palabras dulces.

—¿Qué sucede, mi niño? ¿Estás bien?

—Los demonios –hipeo yo—. Querían llevarme con ellos al infierno.


Estaban dentro de la abuela. Yo los vi. Él me lo enseño. Y eran muy feos
y muy malos…

Lloro entre sus brazos. El calor de su cuerpo me va devolviendo la calma


poco a poco. Sus palabras me consuelan:

—Sssss. Ya está. Ya pasó. Estoy aquí. No estás solo.

—Quédate conmigo –suplico en un sollozo.

—Sabes que no puedo, Jeshuá. Ya hemos hablado de esto. Tienes que


dormir en tu cuarto y yo en el mío.

—¡Pero si te vas, ellos volverán!

—Sólo era una pesadilla, niño mío. Te cantaré un poco para que te
duermas, ¿sí?
Su mano me acaricia el pelo. Oigo el latido de su corazón, que me
transporta al tiempo en que yo crecía en su interior, cuando todo parecía
fácil.

Su voz se abre camino entre las sombras de mi cuarto y lo llena de luz. Es


imposible que ella vaya al infierno, reflexiono mientras me dejo acunar.
Es tan buena…

Una oleada de amor surge de mi pecho. Veo la luz de color rosa que está
surgiendo de mí y que la envuelve. Mi madre sonríe. Me ha dicho varias
veces que ella no puede ver las cosas que yo veo, pero que las percibe.
Esto lo ha percibido. Se le nota.

Con qué facilidad he logrado que ella sonría. Con qué facilidad logro que
mi abuela pierda los nervios. ¿Por qué una sonríe y la otra me grita, si yo
soy el mismo?

Mientras me quedo dormido veo de nuevo a Sataniel, que me enseña otra


vez a mi abuela por dentro. Antes de entregarme al sueño me doy cuenta
del detalle que pasé por alto: los demonios que abrazan a los ángeles en
las células de mi abuela también sonríen.
Al día siguiente me levanté dispuesto a reparar todo el daño causado.
Desayuné en silencio, comí todo lo que me pusieron delante, no protesté
cuando me llevaron a casa de mis abuelos. Procuraba sostener en mi
mente un único pensamiento: ser un niño bueno, ser un niño bueno…

El día fue transcurriendo apaciblemente. Mi abuela parecía tranquila. No


me gritó ni una vez. O sea, que era eso. Yo era el origen de su mal humor.
Yo, la causa de que ella perdiera los nervios. Me lo había dicho muchas
veces, que era un niño imposible, pero yo no entendía lo que me quería
decir. Ahora sí, ahora lo entendía. Yo hacía daño a mi abuela con mi
manera de ser. Tenía que cambiar.

—Estás muy callado hoy –me dijo ella, casi al final de la mañana.

No contesté. ¿Qué podía decirle? Varias frases se agolparon en mi


cabeza, dispuestas a salir, como siempre, pero no dije ninguna, no fuera a
ser que la alterasen.

—¿Se te ha comido la lengua un gato?

Muy serio le mostré mi lengua y ella sonrió. Yo también lo hice. Por fin
conseguía hacerla feliz. No había sido tan difícil. Sólo tenía que portarme
bien, callar lo que pensaba, no hablar de cómo me sentía, ser un niño
bueno.

Practiqué el mismo ejercicio durante toda la semana. Hacer siempre lo


que ella esperaba de mí, no decepcionarla. Mi abuela parecía tranquila, a
ratos incluso, feliz. La oí canturrear por primera vez mientras preparaba la
mesa para el almuerzo con mi abuelo. Todo en su sitio, ordenado
simétricamente, el agua en la jarra, el pan en el centro, el vino en las
copas…

Al pasar junto a mí me acarició la mejilla.

—Estás siendo un niño muy bueno, Jeshuá. Ojalá siempre te portaras así.

Su falda, amplia y larga, agitó el aire a mi alrededor. Me quedé mirando


la mesa que ella había dispuesto tan meticulosamente. Ojalá siempre te
portaras así…

¿Qué me costaba? En realidad muy poco. Sólo callar y obedecer. Era


fácil. Pero, entonces, ¿por qué me sentía tan mal, como si no tuviera
ganas de nada? Me di cuenta de que llevaba días sin hablar con Dios, y
algo se me encogió en el pecho. ¿Cómo había pasado, si él siempre me
hablaba a diario? ¿Dónde estaba su voz serena? ¿Es que me había
abandonado?

Me acurruqué sobre mí mismo en una esquina de la sala y me eché a


llorar en silencio. ¿Por qué, si ahora soy un niño bueno? Si me porto bien,
si hago lo que ellos quieren que haga, si no molesto…

A lo lejos, muy a lo lejos, como un eco que ya se apaga, escuché la voz


del Padre-Madre diciendo:

—Presta atención a lo que está a punto de pasar.

No me dio tiempo de pensar en nada. La escena se desarrolló tan deprisa


que aún me sorprendo de cómo pude percibir tantos detalles y
comprender tantas cosas en tan poco tiempo.

Mi abuelo entró en la sala llamándome desde la cocina.

—Mira, Jeshuá, lo que te traigo.

Me mostraba un objeto redondo, hecho de trapo, con cuerdas que lo


rodeaban. Lo lanzaba al cielo, daba una palmada y volvía a recogerlo en
sus manos.

—¿Quieres jugar un rato?

Asentí limpiándome las lágrimas con el brazo y salí sonriendo del rincón,
tan deprisa y con tan poco cuidado que choqué con la mesa que mi abuela
había dispuesto para el almuerzo. El golpe tumbó las copas que ella había
llenado tan primorosamente. El vino se desparramó por todo el mantel
blanco, encima de los platos, mojó el pan.
—¿Qué ha pasado? –gritó ella en la cocina. En pocos segundos estaba en
la sala.

Mi abuelo había soltado un improperio. Yo me había quedado petrificado.

—Ya estás otra vez, Jeshuá –chilló ella, cuando se dio cuenta de lo que
pasaba—. Eres un niño muy malo. ¡Un niño imposible! No respetas nada.
¡Mira lo que acabas de hacer! Y yo que pensaba que te habías
enmendado… ¡Pero no! Tú solito te las arreglas para estropear las cosas.

Ella siguió hablando, o mejor dicho gritando, todavía un rato, sin apenas
prestar atención a las palabras de mi abuelo, que intentaba quitarle
importancia a lo sucedido. Sin percibir tampoco lo que estaba sucediendo
en mí. Porque, aunque yo la miraba con los ojos muy abiertos, petrificado
en medio de la sala, en mi interior se libraba una batalla.

Ángeles y demonios danzaban por toda la habitación, invitándome a


abrazarlos.

—Ven conmigo, ven aquí –decían sonriendo, mientras sus caras se


transformaban en la mía.

Y en medio de aquella fiesta invisible a los ojos de mis abuelos, una voz
inundándolo todo. Una voz conocida y serena, firme y amorosa al mismo
tiempo, surgiendo desde las profundidades de mi abismo:

¿Cuál de ellos decides ser, Jesús? ¿De verdad crees que puedes apartar
a uno y convertirte en el otro?

Yo estaba siendo un niño bueno. Sólo iba a jugar un rato…

¿Y crees que por querer jugar te mereces todo lo que acabas de oír?
¿Crees que eso es ser malo?

Un no gigante surgió en mi mente, casi como un grito.

No te mereces ser tratado así. No has hecho nada malo. Tú no eres


responsable de lo que a ella le pasa. Lo que a ella le pasa no tiene nada
que ver contigo, aunque en su desolación intente hacerte creer lo
contrario.

¿Qué le pasa?

Lo comprenderás cuando llegue el momento, amado hijo. Ahora,


simplemente date cuenta de lo que quiso mostrarte Sataniel con aquella
imagen. Todos esos que ahora bailan y te abren los brazos están en ti. En
tus células, y en las células de todos los seres humanos. Siglos de
creencias los han afianzado en su interior. La dualidad es inherente a tu
esencia humana. El bien y el mal conviven en ti y en tu entorno. Sólo de ti
depende que ésa sea una convivencia pacífica o una lucha.

Presta atención, Jesús, porque es una decisión muy importante que puede
determinar el resto de tu vida. ¿Decides luchar contra lo que eres,
oponerte a ello, o eliges aceptar que eres dual y aprender a convivir con
los demonios?

¿No iré al infierno?

¡No existe el infierno! El único infierno es el que se crea con el


pensamiento. Un infierno de dolor y amargura que mantiene a las
personas desconectadas de sí mismas y de la verdad del alma. El infierno
tan temido no es un castigo sino una decisión. Y créeme, amado hijo, que
yo no la dirijo, ni Sataniel tampoco. La dirigen los habitantes de la
dualidad, cuando eligen el miedo y la desconfianza.

Regresé de mi abstracción cuando mi abuela ya había limpiado la mesa y


disponía un nuevo mantel sobre ella. En el momento en que hizo volar la
tela para extenderla, ángeles y demonios desaparecieron. Volví
plenamente a la realidad terrenal enjugándome las lágrimas que habían
caído de mis ojos mientras Dios me hablaba.

—¿Y ahora por qué lloras? –dijo ella, dispuesta a batallar.

—Deja al niño, Ana. Él no tiene la culpa.

Mi abuela lo miró de reojo y se calló. Pude ver con claridad la nube negra
que se formaba en su aura. En pocos minutos, todo volvía a estar como
antes en la sala. La mesa bien dispuesta, ni restos del desaguisado. Las
copas y los platos simétricamente colocados unos frente a los otros,
aunque esta vez, vacíos.

—Serviré el vino cuando se vaya –le dijo a mi abuelo al pasar por mi


lado. No nos miró a ninguno de los dos. La nube negra que la rodeaba
había crecido un poco.

Mi madre vino a buscarme al cabo de un rato. No le contaron nada. Se


sonreían el uno al otro como si fueran cómplices de algo. Salieron a la
puerta para despedirnos. Mi abuelo pasó el brazo por encima de los
hombros de mi abuela.

—Hasta mañana, Jeshuá, cariño –dijo ella, y yo volví la cara para


sostenerle la mirada mientras me alejaba.
En los ojos de mi abuela había una súplica. Por favor, no le digas nada.
¿Por qué me involucraba a mí en algo que yo no comprendía? ¿Por qué
esperaba que yo le mintiera a mi madre, si entre ella y yo sólo había
verdad? ¿En qué momento dejé de ser para ella un niño imposible para
convertirme en ese “cariño” que aún sonaba con un eco extraño en mis
oídos?

El mundo de los adultos era un galimatías, y ése sí que era imposible.


Imposible de entender, imposible de prever e imposible de aceptar en mi
mente de niño, que aunque estuviese conectada con la esencia, también
era humana.

—Mamá, ¿por qué las personas mienten?

Ella, que me llevaba de la mano, me respondió con otra pregunta:

—¿Quién miente?

—Yo pregunté primero.

Mi madre sonrió, como hacía cada vez que yo decía algo que ella no
esperaba. Qué diferente de mi abuela, que no soportaba oírme rechistar.

—Está bien. ¿Por qué mienten? Supongo que para protegerse de algo o
para proteger a alguien. A veces, la gente miente para evitar hacer daño.

Fruncí el entrecejo:

—Es muy raro.

—¿Qué es raro?

—¿Hacen algo que duele para evitar hacer daño? Es muy raro.

—¿Quién te ha mentido, Jeshuá? –preguntó ella, tomándome por los


hombros para que la mirase de frente.

Estuve a punto de decirle: a mí no, a ti, pero recordé la expresión


suplicante de mi abuela y guardé silencio. Yo no quería mentir.
Simplemente no podía.

—Si tú no me lo dices le preguntaré a la abuela.

—Mejor, no. Ella te quiere mucho.

Percibí con claridad la emoción que le causaron mis palabras. A veces


sentía sus emociones en mi propio cuerpo.

—¿Ah, sí? –dijo con voz queda—. ¿Y tú cómo lo sabes?

—Se nota.

Seguimos caminando en silencio hasta llegar a casa. En el umbral, José


nos esperaba con un objeto redondo en la mano. Redondo, con cuerdas y
hecho con trapo…

—Mira, Jeshuá, ¿quieres jugar un rato?

Mis ojos bailaban de José a su regalo y del regalo a José, reviviendo de


nuevo, sin querer, la escena en casa de mi abuela. Las copas rotas, los
gritos, la discusión y, finalmente, el disimulo delante de mi madre. De un
salto eché a correr hacia mi cuarto.

—¿Qué le pasa? –oí que le preguntaba a mi madre, y aminoré el paso


para escuchar su respuesta.

—No lo sé. Creo que ha pasado algo en casa de mis padres, pero no me lo
ha contado. Quería saber por qué las personas mienten.

Él no dijo nada, pero yo adiviné su expresión pensativa, la mano en la


barba, la inspiración profunda.

—Mañana le preguntaré a mi madre –dijo la mía, y a mí se me encogió el


corazón.

—¡Ella no te lo dirá! Te quiere mucho –grité para que me oyera,


intentando desviar de nuevo su atención.
—Pues dímelo tú –me respondió, entrando en casa—. ¿Quién te ha
mentido?

Sentí un calor enorme en el pecho, una opresión en la garganta, el


impulso irrefrenable de expresar todo lo que brotaba en mí.

—No es una sola persona. Todos mienten. Vosotros no lo veis, pero yo sí.
La gente se engaña todo el tiempo. Muy pocos hacen caso de lo que les
pide el corazón. Yo las oigo. Oigo las voces de sus corazones gritando,
pero ellos no les hacen caso. Apenas las escuchan y, cuando lo hacen, se
dicen a sí mismos que son tonterías o que es imposible o que ellos no
pueden. ¡Y entonces escuchan a la otra! La voz de color negro que sale de
sus cabezas y que los empuja a hacer lo que no quieren. Cosas que los
vuelven infelices. Si no lo hacen, dice esa voz, van a tener que pagar las
consecuencias. Y nadie quiere pagar esas consecuencias que yo no sé
cuáles son, pero que deben de ser muy feas y muy horribles, porque todos
intentan evitarlas.

Sin querer me había echado a llorar. Sentía tanta pena…

—Y como se están mintiendo todo el rato —continué-, acaban


mintiéndoles también a los demás, diciendo cosas que no se parecen en
nada a lo que están pensando. Sus bocas sonríen y pronuncian palabras en
las que no creen. ¡Engañan! Engañan todo el rato y se llenan de colores
feísimos, colores que hacen daño en los ojos y hasta en las orejas. Y yo
no entiendo cómo no se dan cuenta de lo que está pasando con su energía,
ni del daño que hacen a los demás con ella. Porque ya sé que vosotros no
lo veis, pero yo sí lo veo, y lo que veo no me gusta. Esa energía tan fea lo
invade todo, lo inunda todo, y se contagia. Y el que parecía estar contento
se pone triste. Y el que estaba tranquilo empieza a gritar. Y al final todos
acaban enfadados y muy infelices, mientras sus almas se vuelven
pequeñiiiiitas, y se esconden muy adentro, en el fondo de sus corazones,
para alejarse de esa energía tan extraña. Y yo lo veo y me digo: Todo por
una mentira. Una mentira, y luego otra y luego otra.

Tomé aire para concluir:

—Y, así, hasta el infinito…


Mis padres me miraban con las bocas entreabiertas; el objeto redondo,
aún en las manos de José. Pasó un buen rato. Nadie dijo nada, así que me
acerqué a José y cogí su regalo.

—Gracias. Me gusta mucho. Cuando quieras jugamos.

Él me sonrió con ternura. Me acarició el pelo.

—Eres un niño muy listo, hijo.

Ahora ambos nos sonreíamos. Percibí la expansión en su pecho, la luz


que crecía. Una luz brillante, dorada, infinita. Una luz que me abrazaba y
despertaba la mía.

—¡Eh! Que me pondré celosa –dijo mi madre recogiéndonos en un


abrazo.

Los tres nos reímos. Desde un rincón apartado, un ángel y un demonio,


también abrazados, me hicieron un guiño.

—Venga, vamos a comer –resolvió mi madre, y la imagen desapareció de


mi vista.
Al día siguiente me desperté lleno de energía. Tenía ganas de hacer cosas.
Subir a los árboles, correr por el monte, caminar sobre las piedras del
río…

Pero mi madre me esperaba con el desayuno y tardó poco en abordar algo


que le preocupaba:

—Jeshuá, eso que dijiste ayer, lo de las mentiras y todas las cosas que
ves…

—¿Sí?

—¿Las ves también en mí?

La miré sorprendido. En pocos segundos, mis ojos se desenfocaron sin


esfuerzo. Había evitado ese momento muchas veces, corrigiendo mi vista,
enfocándola en los rasgos de mi madre para evitar que sucediera lo que ya
era inevitable. Los colores de su aura aparecieron de golpe. Y, con ellos,
toda la información de la que tantas veces yo había huido. Sus recuerdos
de niña, cuando se hizo mujer, el primer chico que llamó su atención, la
relación con sus padres, su amor con el mío…

Me froté los ojos intentando que todo aquello desapareciera, pero ya lo


había visto.

—¿Qué ves? –preguntó ella con una tímida sonrisa.

Y entonces lo comprendí. Comprendí la dinámica que llevaba a algunas


personas a mentir para evitar el daño. El corazón dividido: ¿le digo la
verdad o la protejo?

Debí de ponerme colorado, porque un calor inmenso me inundó la cara y


mi madre se acercó a mí, me puso la mano en la frente.

—¿Qué tienes?

—Tengo hambre —escapé por un camino secundario.


Ella escudriñó mi cara, buscando en mis ojos la respuesta que yo no le
había dado.

—Muuuuucha hambre –insistí.

—Está bien, glotón, aquí tienes.

Sonreía. Me encantaba su sonrisa: dulce, serena y grande. Su boca era


amplia y sonrosada. Los labios jugosos me ofrecían una caricia cuando
ella me besaba en la frente o en la cara.

—Dame un besito. Eres la madre más bonita del mundo.

Ella soltó una carcajada.

—¿Ah, sí? –vino hacia mí con las manos abiertas, dispuesta a cogerme la
cabeza

—¡No, así, no! –grité, riendo yo también—. ¡Que así me aprietas mucho!

Pero ya era tarde. Sus manos en mis mejillas, su boca en mi frente


regalándome un sinfín de besos apretados.

—¡Ja, ja, ja! ¡Que me llenas de babas el tercer ojo!

—¿Babas? ¡Yo no tengo babas! –protestó, regresando a sus quehaceres


—. Anda, come. ¿No tenías tanta hambre?

Miré el tazón que tenía delante y probé un poco. En realidad, lo que había
visto hacía un momento me cerró el estómago. Así que yo también había
mentido. Sin querer, sin darme cuenta, en una pequeñez, pero había
mentido. Qué sutil era la línea que separaba la honestidad de la mentira
por piedad. Con qué facilidad una persona que pretendía ser honesta
acababa pronunciando palabras que se alejaban de la verdad, para
proteger a un ser querido.

Estoy protegiendo a mi madre –reflexioné—. ¿No se supone que, hasta


que sea mayor, tiene que ser al revés?
Protegiéndola de sus propios recuerdos, evitando que supiera la verdad:
que yo ahora también los conocía. Alrededor de cada recuerdo, los
colores de su aura me habían mostrado lo que ella sentía.

Vi con claridad que amaba mucho a su padre, pero una nube de color
amarillo grisáceo emanaba de lo que sentía por su madre. Pude
comprobar que nunca había amado tanto como una vez amó, y ese amor
tenía un nombre y una cara, que era muy parecida a la mía.

Cuando la vi, no pude prestar atención a nada más. De modo que él, mi
padre, era el dueño de su corazón…

¿Y qué sucedía con José? Ellos se querían. De eso estaba seguro, no sólo
por el rosa de sus auras cuando estaban el uno junto al otro, sino porque
mi intuición nunca me había mostrado lo contrario. Pero aquel amor que
emanaba del aura de mi madre hacia el hombre que me engendró era muy
diferente, más visceral, más profundo. Con una fuerza que hacía brotar
chispas de colores a su alrededor, colores intensos, en movimiento,
mezclándose con otras emociones de cariz muy diverso. Al concentrarme
en ellas las sentía en mí, y me invadía una gran tristeza. ¡Cuánto
sufrimiento reprimido!

Mi madre había elegido olvidar, pero no pudo. Lo que sentía por mi padre
seguía latente en su aura. Y ahora yo lo sabía.

Mentir para proteger a otro de sus propios sentimientos, de tener que


enfrentarse a ellos ante otra persona...

—Mamá, ¿cómo es mi padre? –le dije cuando ella anunció que era la hora
de irnos.

Se volvió hacia mí, me observó con ternura.

—¿Qué quieres decir? Lo conoces bien. Él te quiere mucho.

—No, mi padre de verdad.

Le sostuve la mirada durante un buen rato. De sus ojos, tan abiertos,


surgió el asombro, pero también la súplica. Yo me estaba dando cuenta de
que una pequeña mentira me había llevado a otra pequeña mentira, y eso
no lo quería.

—¿Qué quieres decir? –repitió con voz queda.

—Yo sé que no es José.

De inmediato sentí el alivio, la sensación de libertad. Di un suspiro.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo sé muchas cosas, mamá.

—Es verdad –murmuró ella, como si de repente comprendiera. Al poco


añadió—: ¿Qué quieres saber?

—Todo. Yo veo cosas que tú no me dices y no me gusta. No sé qué hacer


con ellas. Me hago un lío.

—¿Has visto cosas en mí? –parecía asombrada—. ¿Qué cosas?

—Pues todo.

—¿Eso se puede hacer?

Asentí en silencio, esperando que ella diera el paso y acabara de una vez
con aquel baile de mentiras que yo ya no podía sostener.

A pesar de eso se iba formando un nudo en mi estómago. ¿Qué pensará


de mí ahora? ¿Me seguirá queriendo o se apartará porque no me estoy
portando como debo? Mi abuela siempre me lo dice, que hablo
demasiado…

Pero mi madre, ajena a mis temores, me lo contó todo: sus


conversaciones conmigo antes de que yo fuera engendrado, lo que sintió
por mi padre al verlo, el amor que creció en su interior a medida que lo
iba conociendo, la magia de su encuentro. Y luego, la decisión de mi
padre, el desgarro en el corazón al ver que se marchaba, que la dejaba
sola, abandonada con un hijo en el vientre. El disgusto de mis abuelos, el
temor a la deshonra pública, lo que ellos acordaron.

Me habló también de la nobleza de José, de su talante sereno y


bondadoso, del amor que fue naciendo poco a poco entre ellos y de la
calma que llegó a su vida cuando se casó con él.

—Es un buen padre, Jeshuá. Te quiere como si tú fueras su hijo. Y lo eres


en verdad. Él te ayudó a venir a este mundo, te protegió incluso antes de
nacer, y te ha cuidado a diario con amor y paciencia. Él está aquí. No se
ha marchado. Es quien de verdad merece que lo llames padre.

—Ya, ya, pero tú quieres a mi padre, ¿verdad? Al otro…

Ella intentó protestar pero no la dejé:

—No me digas mentiras, ¿eh?

Se tomó unos segundos para valorar la situación. Finalmente dijo:

—Bueno –aceptó dubitativa—. Los quiero a los dos.

Le ofrecí la más amplia de mis sonrisas. Mariposas de colores surgieron


de mi estómago, liberándome de la opresión.

—Gracias, mamá guapa.


Un día lo vi pasar. La mirada perdida en el horizonte, andando deprisa. Ni
siquiera reparó en que yo estaba allí. Pasó por mi lado agitando el aire y
dejó impregnado en él un olor a tierra seca y a manzano.

Recuerdo que me pregunté: ¿Puede un hombre olvidar que tiene un hijo y


pasar junto a él sin percibirlo? ¿Cómo es posible que no se haya fijado en
que estoy aquí?

Observé cómo se alejaba, la ropa ondeando al viento. Me pareció que sus


hombros sostenían un gran peso y desenfoqué la vista para ver su aura.
Un mundo de colores se abrió ante mí. Eran de lo más variopinto y se
mezclaban los unos con los otros sin armonía ni concierto.

Es un síntoma claro de la confusión, Jesús –la voz del Padre-Madre


surgió de mis adentros—. Cuando alguien no se comprende a sí mismo se
encuentra con muchas dificultades para comprender el mundo.

Así que mi padre estaba confuso. ¿Por qué? Mi corazón de niño albergó
el anhelo de que aquella confusión tuviera algo que ver conmigo. Tal vez
me echaba de menos, tal vez se había arrepentido…

Mientras se alejaba me imaginé entre sus brazos, riéndonos los dos,


reconociéndonos. Quise correr tras él, gritarle que yo era su hijo, que
estaba aquí, pero la voz de Dios me detuvo:

Espera, Jesús, permite que encuentre el camino. Aún no está preparado.

—¿Qué quieres decir con eso?

Algunas personas necesitan pasar por muchas vicisitudes antes de


comprender cuál es el origen de su tristeza. Él está profundamente triste,
pero ni siquiera lo sabe. Camina a la deriva. Está ofuscado con la vida,
busca culpables de lo que le sucede. No es un buen momento para que te
acerques a él.

—Pero es mi padre –protesté.

En realidad sólo es el hombre que entregó su semilla para que nacieras.


Él decidió no ser tu padre y tú debes respetar su decisión. Dale tiempo.
Es posible que cambie de opinión.

Noté que algo muy poderoso se abría paso en mi cuerpo. Nacía en el


estómago, se extendía al pecho, a la mandíbula, y explotaba en mi cabeza
con una lluvia de pensamientos. ¿Cómo pudo hacer eso? Qué egoísta, qué
ruin. Abandonarme cuando necesitaba tanto amor para nacer feliz.
¿Acaso piensa que resulta fácil venir aquí? Tendrá un corazón de hielo.
Qué mala persona. ¡Si soy su hijo! Seguro que va al infierno.

No te pierdas, Jesús. Acalla la voz de tus pensamientos. Fija tu atención


en la luz que eres en verdad. Eso que ahora sientes es una emoción muy
destructiva. Ellos la llaman rabia y creen que no se puede controlar, pero
se puede. Pon toda tu atención en la luz, Jesús. No te dejes arrastrar por
lo que piensas. Es tu mente la que está enfadada. Tu corazón está en paz.
Tu corazón comprende.

Pero, esta vez, no quise escucharlo. Aquello que me dominaba tenía


mucha fuerza, tiraba de mí hacia abajo. ¿Cómo iba a poner la atención en
la luz si mi cabeza era una cazuela hirviendo y mi cuerpo se
convulsionaba? ¡Abandonar a un hijo! Decidir no ser su padre. ¡Qué mala
persona!

En pocos segundos, me vi apretando los dientes, a punto de llorar. ¿Qué


me está pasando?, me pregunté a mí mismo en un instante de lucidez,
pero era demasiado tarde.

Mi padre había desaparecido al doblar una esquina. Corrí tras él


gritándole:

—¡Eh, tú!

Aquel día había mercado. En medio del gentío los comerciantes me


animaban a comprarles fruta, panes o trigo. Recuerdo que grité a más de
uno:

—¡Déjame en paz!
Mi padre no aparecía por ningún lado pero mis pensamientos seguían allí,
indomables, sugiriéndome una multitud de posibilidades: él me había
visto y se escondía; tal vez tenía otro hijo y lo prefería a mí; quizás se
había marchado para no volver nunca…

Con cada pensamiento, la emoción crecía. Las lágrimas me rodaban por


la cara. Andaba tan rápido, tan ofuscado, que tropecé de frente con un
hombre que llevaba un cesto de naranjas en las manos. La fruta rodó por
el suelo, entre los pies de la gente; algunas piezas se perdieron bajo los
tenderetes de los comerciantes.

—¡Pillastre! –dijo el hombre al chocar conmigo—. Eres un rufián. ¡Zafio!

La emoción rugió y le contesté soltando una de aquellas palabras que mi


madre no me permitía pronunciar. Él dio un paso hacia mí. Cuánta ira
había en su cara. De buena gana me hubiera quedado, le habría dado un
puñetazo, me habría desahogado con él… Pero aquel sujeto era mucho
más fuerte que yo. Comenzaba a formarse un corrillo a nuestro alrededor
y la mayoría estaba de su parte.

—¡Menudo gamberro! –gritaban.

—¡Dale una buena lección!

—Los jóvenes de hoy ya no saben lo que es el respeto.

Las opiniones de aquellos extraños llegaban a mí como dagas hirientes.


Eché a correr enviándolos a todos al infierno y devolviendo algún que
otro insulto.

Corrí desesperadamente. Nunca había sudado tanto. Corría y lloraba,


maldecía y me asfixiaba. Tuve que parar para recuperar las fuerzas.
Mareado eché el cuerpo hacia delante y apoyé las manos en las rodillas.
De repente sentía pena, mucha pena. Pena de mí mismo, por no ser
comprendido, por ser abandonado, por estar en este mundo…

Una anciana se acercó a mí, me tocó la espalda.


—Chico, ¿qué te pasa?

Di un respingo. En su cara arrugada vi bondad. Quise pedirle que me


abrazara, pero no podía dejar de llorar y me sentía incapaz de pronunciar
una palabra.

Como si lo hubiera intuido, ella me atrajo hacia sí, me envolvió en un


abrazo cálido y blando.

—Ya pasó, corazón. Serénate. Cualquier cosa que te pase tiene consuelo.
Mira.

Señaló con el dedo hacia el edificio frente al que nos encontrábamos.

—Te has parado delante de la casa de Dios. Seguro que él puede


ayudarte. ¿Por qué no te acercas ahí y te pones a rezar?

Miré hacia donde me indicaba. Era una construcción solemne y robusta,


que imponía respeto y, a la vez, incitaba mi curiosidad. ¿Estaría Dios allí
de verdad? ¿Por qué nadie me lo había contado? Si podía encontrarme
con él en persona, todo sería más fácil.

—Venga, ve.

Me dirigí hacia la puerta secándome las lágrimas. No quería que Dios me


viera así. Seguro que tenía la cara morada, como la de aquellos bebés que
chillaban para que alguien les hiciera caso.

Dentro había poca luz. Algunas personas rezaban sentadas en el suelo. El


olor a azahar me despejó la mente. Inspiré profundamente y noté el alivio
que me producía el lugar.

Busqué a Dios entre la gente, pero no aparecía por ningún lado. Algunos
me miraban extrañados, así que me senté para pasar desapercibido e imité
sus posturas de recogimiento. Al fondo de la sala, un hombre de avanzada
edad, comenzó a recitar unos versos. Con su voz pausada me fui
relajando poco a poco. Inspiré profundamente varias veces, tal como mi
madre me había enseñado.
—Cada vez que quieras encontrar a Dios cierra los ojos y respira.
Llámalo desde tu corazón. Él no tardará en llegar.

Nunca había necesitado recurrir a esa fórmula para encontrar a Dios,


porque él me hablaba todo el tiempo; especialmente cuando yo necesitaba
consuelo. Pero esta vez se había callado. Por algún extraño motivo, Dios
me había dejado solo.

Nunca has estado solo, Jesús –su voz solemne llegó desde las
profundidades de mi abismo—. He estado aquí todo el rato,
observándote, dejándote ser quien has decidido ser.

A pesar de no entender en absoluto lo que quería decirme recibí aquellas


palabras con inmensa alegría. En aquel lugar, su voz llegaba a mí
amplificada.

Siempre respetaré tus decisiones. Te avisaré a tiempo, para que puedas


evitar lo que pueda evitarse, pero si tú decides otra cosa, yo lo respetaré.

Hoy has decidido dejarte llevar por la densidad que habita en ti. Has
descubierto su poder y los efectos que genera en tu mundo. Has visto
cómo otras personas resonaban con ella y hacían cosas que la
incrementaban. Ellos la llaman rabia, Jesús, pero en realidad es
amargura. La hermosa vida que existe en toda la creación se vuelve
amarga cuando sus protagonistas se empeñan en desoír la voz de su
corazón.

—Pero mi corazón quería ir con mi padre –objeté en silencio.

No, era tu mente humana quien quería. Los pensamientos de abandono,


de soledad, de juicio… Tu corazón quería que él se diera cuenta de que
estabas allí, de que eras su hijo. Tu mente buscaba justicia.

Muchas personas claman al cielo para que se haga justicia. Alzan sus
oraciones solicitando que yo intervenga para librarlas de algo o de
alguien que las oprime, y no se dan cuenta de que el talante de sus
peticiones les está alejando de mí, o sea, de la parte de sí mismos que yo
soy. Porque la vibración de lo que piden es inmensamente densa.
Pide justicia el que se siente herido, ultrajado o víctima, y no se da
cuenta de que lo que emite es lo que crea en el mundo, ni comprende que
no necesita suplicar a nadie para que arregle su vida, porque puede
hacerlo él mismo.

Jesús, comienza a imaginar que en tu padre se despierta el anhelo de


conocerte. Pídele a tu mente que trabaje a tu favor. Enfoca tus
pensamientos en el resultado que deseas, déjate llevar por lo que sientes
al imaginarlo. Verás que la emoción llega y crece, pero será una
emoción muy diferente de esa que hoy te ha atrapado. Será mucho más
grata, más elevadora. Con ella estarás alzando tus peticiones al cielo del
modo apropiado, el que de verdad funciona.

Imaginar a mi padre deseando conocerme… La idea, por sí sola, ya me


estaba emocionando. Cerré los ojos y busqué su cara. La proyecté frente a
mí. Poco a poco fue surgiendo la imagen completa. Vi a mi padre
tumbado en su cama, soñando conmigo, deseando venir a buscarme. Vi
como se levantaba y se vestía, dispuesto a encontrarme.

Ahora imagina el resultado –dijo la voz de Dios en mis adentros—.


Cómo sería tu vida si eso sucediese.

Me vi a mí mismo sonriendo, saltando, jugando con él. Me llevaba de la


mano, se sentía orgulloso de mí. Su aspecto había mejorado. Ya no era el
hombre sombrío y encorvado que pasó junto a mí hacía un rato. Era
alegre, jovial y me quería. Me quería mucho.

Eso es, Jesús. Ahora dime, ¿cómo te sientes?

—Estoy muy bien –murmuré con los ojos cerrados.

¿Dónde está la emoción que te hizo llorar y gritar hace tan poco?

—No está –respondí sorprendido.

¿Te das cuenta?

Asentí en silencio, todavía sin abrir los ojos, intentando rescatar la


imagen de mi padre jugando conmigo. Pero se escapaba entre las brumas
de mi consciencia. Nubes de colores violáceos poblaban ahora mi mente,
transportándome a ese remanso de paz que tan bien conocía.

Siente la conexión, Jesús. Ahora estás en ti. Lo único que has tenido que
hacer para llegar a ese estado es proponértelo e imaginar. La
imaginación es la llave de la conexión conmigo, es decir, con la parte de
mí que hay en ti. Ahora que tienes cuerpo puedes volar gracias a ella.
Muéstrales a los hombres y a las mujeres que habitan la Tierra el poder
de su imaginación, que transforma pensamientos y emociones, que
genera alegría y paz. Enséñales a utilizarla para crear su realidad.
Recuérdales que no les di una mente sólo para razonar. En realidad, ésa
es una de sus funciones menos importantes. Les di la mente para
facilitarles la conexión con la divinidad. Tienen que aprender a usar la
poderosa herramienta de sanación y creación con la que fueron dotados.
Sólo están usando una pequeña parte, y lo hacen sin ser conscientes de
su poder. Por eso crean realidades que les desagradan y claman al cielo
para que yo cambie sus creaciones.

Tienen que aprender a transformar lo que ellos mismos han creado.


Enséñales a volar. Diles que sueñen, que se atrevan a hacerlo. Todo lo
que necesitan está en su interior.

Pero no olvides que todos tienen libertad para elegir. Nunca te empeñes
en que comprendan. Sólo muestra el camino y deja que te sigan los que
sientan la llamada en su interior. A los demás les llegará su momento
cuando ellos mismos lo decidan. Ni antes ni después. El libre albedrío es
un valor sagrado. Recuérdalo siempre.

En aquel estado de relajación y conexión, las palabras de Dios iban


calando en mí profundamente. Sentía cómo se instalaban en mi interior,
allí guardaditas para que pudiera utilizarlas cuando llegara el momento.

Una cosa más, Jesús. Cuando imagines algo, con la intención de hacerlo
realidad, no olvides que todos tienen libre albedrío y un plan de vida que
cumplir. Antes de imaginar manifiesta tu respeto al plan de vida de las
personas que incluirás en tu visión, así como a las decisiones que ellas
puedan tomar. Es muy importante.
—Así lo haré.

El sonido de mi propia voz me devolvió la conciencia del tiempo y del


espacio. Abrí los ojos y miré a mi alrededor. Un sacerdote del templo me
observaba. Tras sonreír un poco me hizo un gesto para que le siguiera.
Tal vez iba a reñirme por estar allí…

Pero él me acompañó en silencio hasta la salida y, una vez en la calle, me


preguntó:

—¿Qué hacías? Parecías muy concentrado.

—Hablar con Dios –respondí contrariado.

—¿Ah, sí? –ahora sonreía ampliamente—. Mira qué bien. No suelen


venir niños por aquí. ¿Te cuento un secreto? No les dejamos pasar,
porque alborotan mucho. Pero tú pareces diferente.

—Soy diferente.

Alcé la mirada, que antes mantenía cabizbaja.

—¿Ah, sí? –repitió divertido—. ¿Y por qué?

—Porque yo recuerdo cosas que los otros, no.

El sacerdote se acarició los labios, fijó sus ojos en los míos.

—¿Qué cosas? –preguntó.

—Yo sé de dónde vengo y a qué he venido.

Se puso tan serio que, por un segundo, creí otra vez que iba a reñirme,
pero él inspiró profundamente y se agachó para mirarme a los ojos:

—Cuéntamelo.

Le sostuve la mirada, mientras me debatía entre decirle la verdad o ser


prudente. Por algún motivo, aquel hombre me inspiraba confianza.
—Yo soy el hijo de Dios. Tú también lo eres, pero lo has olvidado. Todo
el mundo lo ha olvidado. Yo he venido para ayudar a la gente a
recordarlo.

Él se asombró tanto que pensé que, tal vez, había hablado demasiado,
pero al momento me regaló otra sonrisa. Sentí ganas de abrazarlo. Estaba
a punto de hacerlo cuando oí que alguien gritaba mi nombre. Mi madre y
José corrían hacia el templo con expresión de espanto. Ella estaba
llorando.

El sacerdote se puso de pie.

Una lluvia de besos húmedos me calló en la cara mientras mi madre me


abrazaba. José clamó:

—¡Gracias, Dios mío! ¿Por qué nos has hecho esto, Jeshuá?

Como no entendía la pregunta lo miré con el ceño fruncido.

—Tu padre y yo estábamos muy asustados –aclaró mi madre—. Te


dijimos que no te alejaras de la puerta de casa. Por un momento hemos
creído que…

—¿Por qué os asustáis? A mí no me pasará nada –decreté, seguro de lo


que decía.

—Pero no te encontrábamos por ninguna parte. ¿Qué haces aquí?

El sacerdote, que se había apartado un poco de nosotros, se acercó de


nuevo e intervino:

—Estaba rezando. Su hijo es un chico muy espabilado.

José y mi madre lo miraron como si lo vieran por primera vez. Ella se


secó las lágrimas. Iba a decir algo pero yo la interrumpí:

—Estaba hablando con mi Padre-Madre. Aquí es mucho más fácil


escucharle.
Asustados, ellos miraron al sacerdote, pero él sonreía con amabilidad.
Puso su mano en mi hombro, me empujó suavemente.

—Venga, Jeshuá, dales un abrazo. Tus padres se han llevado un gran


susto.

El suspiro de mi madre cuando la abracé me llegó al corazón y entonces


comprendí cómo se sentía. ¡Cuánto miedo, cuánta preocupación, cuánto
dolor imaginado!

Le tomé la cara entre mis manos y le regalé la lluvia de besos que antes
ella me había dado. Se reía a carcajadas.

José me cogió de la mano y yo apreté la suya con cariño, para que se


diera cuenta de que a él también lo quería.

—Adiós, Jeshuá –dijo el sacerdote—. ¿Volveremos a vernos?

Sonriéndole, asentí decidido.


Aquella noche oí a mis padres decir que yo era un niño complicado.
Murmuraban en la cocina, creyendo que yo dormía, pero me había
levantado porque tenía sed y me quedé escuchando su conversación junto
a la puerta.

José afirmaba que iba a tener muchos problemas, que el mundo no estaba
preparado para alguien como yo, y mi madre le daba la razón pero decía
que ella confiaba en el plan de Dios.

—Además, las escrituras anuncian la llegada del Mesías en este tiempo.


Es ahora cuando la gente necesita salvación.

—¿Crees de verdad que llegará a reinar? –le preguntó José, tras un


instante de silencio–. Lo veo muy difícil.

No pude seguir callado.

—¿Reinar? ¿Qué es reinar? –pregunté al entrar en la cocina.

Ellos me riñeron por escuchar conversaciones ajenas, por estar despierto,


por darles un susto de muerte, pero ninguno contestó a mi pregunta. La
formulé de nuevo:

—Sí, pero ¿qué es reinar?

Aunque me lo explicaron, yo seguía sin comprender. ¿Rey del pueblo


judío? ¿El que le devolverá sus tierras y lo protegerá?

—Yo no voy a hacer eso. No habéis entendido nada de nada.

—Es lo que dicen las escrituras, hijo –aclaró José.

—¿Y quién escribió las escrituras? –pregunté con verdadera curiosidad.

—Pues hombres cuya mano fue guiada por Dios. En las escrituras está
toda la verdad.

—¿Ah, sí? Pues eso que habéis dicho de mí no es verdad. Yo no mandaré


sobre nadie, ni defenderé la justicia en este pueblo. Yo he venido a ayudar
a toda la Humanidad.

Se quedaron mudos durante un instante, mirándome como si me vieran


por primera vez.

—No vayas por ahí diciendo eso, Jeshuá –me advirtió José.

—¿Por qué no, si es la verdad?

—¿Y cómo lo harás, cariño? –la voz conciliadora de mi madre llegó


como una caricia. Sentí una oleada de amor hacia ella.

—Con amor –respondí embelesado. La veía tan bonita…

Les conté que el Padre-Madre me estaba instruyendo, que hablaba con él


a diario, que me ayudaba a comprender las emociones de los hombres.
Esas emociones también estaban en mí. Cuando alguna de ellas me
atrapaba, Dios acudía para enseñarme a liberarme de la opresión que yo
mismo me estaba generando.

Mi madre sonreía. José me escrutaba con la mano en el labio.

—Quiero leer esas escrituras –le dije a él—. Si en ellas está la verdad, yo
quiero conocerla.

—Pero si aún no sabes leer, hijo –adujo mi madre.

—Yo le enseñaré –resolvió José—. Aprenderás a leer las escrituras y


beberás de ellas la sabiduría que aún te falta.

Iba a objetar que no estaba de acuerdo con aquella afirmación pero me


enviaron a dormir sin rechistar. Mientras regresaba a mi cama sentía la
emoción moviéndose por mi cuerpo. Por algún extraño motivo, imaginar
a José enseñándome a leer me ponía muy contento.
Decidieron que José me enseñaría a leer por las tardes, antes de volver al
trabajo y justo después de la cabezadita que echaba en la cama para
reposar el almuerzo. Él era bastante mayor que mi madre y, a veces, se le
notaba el cansancio.

Cuando llegaba la hora, yo me sentaba a su lado y abría mucho los ojos


para no perder ni un detalle de lo que me enseñaba. Quería aprender
pronto y bien, para poder leerlo todo, conocer con detalle la historia de la
Tierra, sus costumbres antiguas, la evolución de los hombres antes de que
yo llegara. Me sorprendía muchísimo la visión que aquellos textos tenían
de Dios. Omnipotente, omnipresente, grandioso… Sí, era cierto, pero no
lo era la comparativa que se hacía con el ser humano, al que se lo pintaba
pequeño y confuso, casi inútil sin el consuelo de Dios.

Yo me daba cuenta de que, viéndose a sí mismos de ese modo, era lógico


que les resultara difícil encontrar a Dios en su interior. ¿Cómo podían
sentirlo, si lo consideraban inmensamente grande y poderoso y ellos se
veían inmensamente pequeños e ignorantes?

Ésa es una de las primeras cosas que tengo que aclarar, anotaba en mi
mente para cuando llegase el momento, que el hombre y Dios poseen la
misma esencia y que no se trata de una diferencia de tamaño sino de
dimensión.

En esta dimensión ellos eran los dioses de su realidad. En el Universo, el


dios creador era el Padre-Madre, la gran luz, la Fuente. Todos llevábamos
un trocito de esa luz en el corazón. Por eso, si creábamos nuestra realidad
desde él, lo hacíamos en comunión con Dios. Si la creábamos desde la
mente, lo hacíamos desconectados de él.

¿Por qué aquellos profetas se empeñaban en afirmar que Dios y el


hombre eran dos cosas separadas? Dios y el hombre son lo mismo. El
hombre es una parte de Dios habitando en la Tierra, desenvolviéndose en
la dualidad. ¿Por qué no lo decía ninguno de ellos, si muchos afirmaban
que el mismo Dios les había entregado la información?

—Eso se lo han inventado –le decía a José cuando él me leía el pasaje de


la creación del hombre—. Dios no modeló el cuerpo de Adán a su imagen
y semejanza. Lo que quiere decir eso es que Adán es como Dios, pero
aquí en la Tierra, porque lleva una chispa de su luz en el corazón y puede
crear su vida como él quiera.

—No —me corregía José con paciencia—. En el principio, Dios creó al


hombre con un trozo de arcilla, lo modeló a su imagen y semejanza y,
luego, le quitó una costilla para modelar a la mujer.

—¡Qué no! –me impacientaba yo—. ¡Eso es una tontería! ¿Arcilla?


¿Modelar? ¿Una costilla? ¿Crees que Dios necesita todo eso? Él crea sólo
con el pensamiento. ¡Y tú también lo haces, aunque no te des ni cuenta!

José me miraba con extrañeza y yo sentía una inmensa compasión por él.
Le veía debatirse ante la duda, intentando aferrarse a lo que conocía como
cierto pero abriéndole la puerta a la nueva posibilidad, la información que
yo le ofrecía. Aunque muchas de las cosas que le contaba le resultaban
incomprensibles, yo notaba que su corazón se alegraba de escucharlas, y
él también lo notaba.

—Bueno –concluía casi siempre—, si seguimos el debate, hoy no habrás


avanzado nada. Venga, intenta leer tú ahora esta palabra. ¿Qué pone aquí?

Y me señalaba con el dedo unas cuantas letras enlazadas que a mí, al


principio, me abrumaban pero que, poco a poco, me iban atrapando,
conforme practicaba el arte de desentrañar su significado. Aprendí a
reconocer los símbolos y sus sonidos, a pronunciarlos juntos y por
separado, a descubrir palabras, a comprender el sentido de las frases.

Qué maravilla esto de la lectura –pensaba–. Las letras por sí solas logran
poco, pero unidas crean una palabra, y las palabras juntas crean una frase.
Si se ponen todas al servicio de una idea, la frase tiene sentido. Si se
agrupan sin orden sale una frase confusa. Es lo mismo que les pasa a
ellos. No se dan cuenta de la fuerza que poseen en unidad. Un grupo de
personas es mucho más poderoso que una sola. Si se enfocan todos en la
misma dirección llegarán antes, serán capaces de alcanzar con gran
facilidad lo que se propongan. Pero si cada uno va a la suya y se agrupan
sin motivo no son más que una masa de personas habitando un espacio,
como el otro día en el mercado. Yo empecé a sentir miedo de verdad
cuando varios de ellos comenzaron a insultarme. ¡Qué fuerza tenían
juntos!

—Jeshuá, ¿estás aquí? –José me mostraba el pergamino con impaciencia


—. No, no lo estás. Tienes que mantener tu atención en lo que te explico.
Si no, no acabaremos nunca. Se hace tarde, venga, lee esta frase.

—A – bra – ham, sa – cri – fi – ca — rás — a – tu — hi – jo… —leí y


levanté mis ojos asustados hacia José—. ¿Cómo va a pedirle eso Dios?

—Sigue leyendo. Ya verás lo que pasa.

—Que no, que Dios no pudo pedirle eso.

—Tú lee.

Seguí leyendo hasta llegar al momento en que Dios pidió a Abraham que
se detuviese, porque no era necesario el sacrificio de su hijo.

—Se lo han inventado –sentencié—. Dios quiere que nos hagamos caso a
nosotros mismos, no a él, y que confiemos en lo que nos pide el corazón.

José resoplaba atusándose la barba.

—Esto va a ser más difícil de lo que pensaba.

Yo continuaba leyendo, a veces sonriendo, a veces enfadado. Sobre todo


cuando él se empeñaba en afirmar que lo que allí estaba escrito era la
única verdad y me reprendía por cuestionarlo.

—Explican las cosas con esas historias para que la gente las entienda,
pero Dios no es así. Él es mucho más amable y amoroso.

—Vamos a ver –se impacientaba José–. ¿Quién está enseñando a quién?


Lo que está escrito en la Toráh es absolutamente cierto. ¿Quién eres tú
para cuestionar lo que han dicho los sabios y los profetas?

Yo le miraba a los ojos en silencio, intentando que su alma comprendiera


lo que su cabeza rechazaba, pero a veces seguía protestando, se ponía el
turbante y se marchaba. Otras veces se quedaba observándome,
probablemente valorando la posibilidad de que fuera cierto.

—¿Y tú cómo sabes todo eso? –me preguntaba, sereno.

—Porque yo recuerdo quién soy y de dónde vengo. También recuerdo


para qué he venido. Tú lo has olvidado. Todos lo han olvidado.

—¿Ah, sí? ¿Y qué recuerdas?

—Recuerdo que vengo de la luz, que yo soy una luz, que cuando no
estaba aquí me sentía bien todo el tiempo. Es muy difícil estar aquí,
¿sabes? Nada que ver con allí arriba. En la luz del Padre-Madre no se
siente frío ni hambre. Allí, todo es alegría.

—¿Recuerdas a Dios? –me preguntaba ilusionado—. ¿Cómo es?

—Igual que tú. Sólo tienes que cerrar los ojos y mirar adentro. Mirar tu
alma. Dios es idéntico a esa luz, pero mucho más grande.

José fruncía el ceño y miraba hacia otro lado, como queriendo encontrar
en alguna parte la explicación que no captaba. Después acariciaba el
pergamino de las escrituras y suspiraba.

—Iremos al templo mañana –dijo un día—. Pediremos consejo a los


sabios. Seguro que ellos pueden ayudarnos.
A la mañana siguiente nos levantamos temprano, desayunamos
frugalmente y salimos hacia el templo. José decía que no podíamos entrar
allí con el estómago lleno, porque a Dios no le gustaba eso.

—¿Por qué no le gusta? –pregunté mientras atravesábamos la ciudad, que


iba despertando poco a poco.

—Porque él quiere que estemos puros y limpios cuando entremos en su


casa.

—¿Y la comida nos ensucia?

—Claro.

—No lo entiendo.

José suspiró, pero no dijo nada, aunque sí aceleró un poco el paso, como
si tuviera prisa por llegar cuanto antes.

—Si la comida nos ensucia, ¿por qué nos la comemos? –insistí.

Como él callaba, yo seguía:

—¿Cómo puede Dios disgustarse porque nos alimentemos, si nuestros


cuerpos lo necesitan?

—No todos los alimentos nos ensucian –respondió al fin, un tanto


alterado—. Sólo los que son impuros.

—Ah… Y, si son impuros, ¿por qué nos los comemos?

—¡No lo sé, Jeshuá! Así está escrito.

—No lo entiendo –repetí.

Cuando llegamos al templo, el sol se levantaba ya sobre el horizonte.

—Recuerda hablar en voz baja y con respeto, Jeshuá –me advirtió José en
la puerta.

Yo asentí en silencio, contagiado de la solemnidad que, de repente, él


había adquirido. Parecía como si aquel lugar lo sobrecogiera. Me dio la
sensación de que se sentía pequeño al entrar allí y me pregunté por qué la
casa de Dios producía en él ese efecto. Si las escrituras declaraban que
Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, ¿por qué los hombres se
consideraban inferiores?

Al entrar en el templo sentí de nuevo aquella sensación de paz y armonía


que me había reconfortado días atrás, cuando me refugié allí adentro. El
silencio, la tenue luz, el recogimiento de las personas que oraban sentadas
en el suelo, todo invitaba a cerrar los ojos y a imitarlas. Estaba a punto de
hacerlo cuando vi al sacerdote que me acompañó a la salida. Se acercaba
a nosotros. Me dedicó una sonrisa cómplice y miró a José, como a la
espera de una explicación.

—Rabino, pido permiso para que mi hijo nos acompañe en oración.


Necesito su ayuda para que él comprenda algunas cosas.

El rabino asintió sin decir nada y nos indicó que le siguiéramos. Nos
condujo hasta una estancia apartada del cuerpo central del templo y nos
invitó a sentarnos en el suelo, alrededor de una mesa en la que había
dispuestos algunos pergaminos. Reconocí en ellos algunas de las palabras
que José me estaba enseñando a leer.

—Adelante –indicó el rabino con un gesto de la mano.

José tomó aire y comenzó. Dijo que me estaba enseñando a leer y a


interpretar las escrituras, pero que, en algunos aspectos, se encontraba
perdido, incapaz de contestar a mis preguntas o de resolver mis dudas.
Afirmó que siempre me habían educado en el respeto a las tradiciones
más antiguas y teniendo en cuenta todas las leyes de la Toráh, pero que
yo parecía tener ideas propias y por eso veníamos hoy a solicitar su
ayuda, para ver si él podía ayudarme a comprender.

—Entiendo –dijo el sacerdote. De nuevo, al mirarme, sonrió–. ¿Y qué es


lo que no comprendes?
—Mmmm… Un montón de cosas. Por ejemplo, ¿por qué no podemos
comer antes de venir aquí? Yo tengo hambre y mi barriga se queja.

Noté que reprimía una sonrisa mientras José, incómodo, cambiaba de


postura.

—¿Qué le importará a Dios que yo me haya comido un trozo de pan o


una pata de cordero antes de venir a hablar con él? ¡Si yo hablo con él en
todas partes y en todo momento! Muchas veces lo hago con la panza llena
y él nunca se ha quejado. Si le molestara me lo habría dicho.

Los ojos del rabino se abrían cada vez más y, en cambio, los de José se
cerraban. Yo no podía parar. Ya que estaba delante de alguien que podía
resolver mis dudas, no iba a dejar nada sin preguntar.

—Y, además, ¿por qué hay comida impura? Y, si lo es, ¿por qué nos la
comemos? Si sabemos que nos daña y nos la comemos, entonces es que
somos necios. Sí, necios, porque no nos la podemos comer cuando
venimos a hablar con Dios, pero sí cuando vamos por ahí hablando con
los demás y con nosotros mismos. ¿Por qué Dios es más importante que
yo mismo y que los que son como yo, si las escrituras dicen que él nos
hizo a su imagen y semejanza? Yo creo que las escrituras se equivocan en
muchas cosas. El dios del que hablan no tiene nada que ver con el Dios
que yo conozco.

El asombro del rabino crecía cada vez más, mientras José lo miraba con
expresión suplicante.

—Por favor, discúlpele. Es sólo un niño.

A pesar de todo, el sacerdote parecía divertirse.

—¿Cómo te llamas, hijo? –me preguntó con aquella expresión amable


que adoptaba cada vez que se dirigía a mí.

—Jeshuá.

—Vaya… —murmuró pensativo. Y luego, dirigiéndose a José—: ¿Quién


lo eligió?

—Mi mujer y yo, de común acuerdo.

Yo sabía que José estaba mintiendo, pero preferí callar al notarlo tan
apurado. Yo mismo le había susurrado a mi madre el nombre que debería
llevar, un nombre cargado de significado, con la vibración apropiada para
que, cada vez que lo oyera, recordase cuál era mi labor en el mundo.

—Jeshuá… —repitió el rabino mirándome fijamente—. Muy apropiado.


Sí, creo que yo puedo ayudarte. Tráemelo mañana, a la misma hora.
Iniciaremos su instrucción desde el principio. Será una tarea larga.

José aceptó el ofrecimiento sin preguntarme mi opinión, con una pequeña


reverencia. Parecía tan aliviado que no quise desilusionarlo y callé mi
disgusto, pero al llegar a la puerta me volví hacia el sacerdote,
enfurruñado.

—Está bien. Mañana vendré a la misma hora, pero con la barriga llena –
decreté, antes de volverme para bajar las escaleras.

Mientras descendía oí con claridad su risa.


En aquel tiempo éramos muchos los niños que no íbamos a la escuela. De
hecho, no existían las escuelas tal como se conocen hoy. La mayor parte
de nuestros aprendizajes se producían en las calles, en las plazas públicas,
en el mercado y, a veces, como en mi caso, en las sinagogas.

A los niños que aprendíamos en el templo nos consideraban los


afortunados, pero a mí, al principio, aquello me resultaba tedioso e
interminable. ¡Tenía mucho que aprender en otros lugares, con otras
experiencias!

Sin embargo, a medida que fue pasando el tiempo, me di cuenta de que


allí, en aquellas escrituras, se encerraba una gran sabiduría. Siglos de
Historia humana…

Era cierto que muchas de las interpretaciones que habían hecho los
hombres no casaban con la realidad, ni con el aprendizaje que las
experiencias habían venido a proporcionarles. Pero si uno llegaba más
allá de las palabras, podía vislumbrar su auténtico mensaje. Había que
escucharlas con el corazón, sentir su energía, traspasar el límite de las
apariencias, para dejarse impregnar por todo lo que mostraban.

La primera vez que el rabino alzó la mirada del texto que leía y me
descubrió con los ojos cerrados, respirando profundamente la enseñanza,
soltó el manuscrito de golpe.

—No has venido aquí para dormir –dijo, enfadado.

—No estoy durmiendo –respondí yo, sin abrir los ojos. Estaba sintiendo
el dolor de esa madre. Se me ha encogido la barriga al oír que lo iban a
cortar en dos. Algunas historias son muy raras. Necesito cerrar los ojos
para comprenderlas. Así escucho mejor a mi corazón

No sé qué cara puso él, pero note que dudaba. Después de unos segundos
recuperó el pergamino y siguió leyendo.

Tras recibir en audiencia a las dos mujeres que afirmaban ser la madre de
un bebé de pocos meses, el rey Salomón había decidido que lo cortarían
en dos para entregarle la mitad a cada una. Pero la verdadera madre gritó
¡No!, y el rey resolvió la situación entregándole el niño a ella, por mostrar
con esa reacción que prefería que se lo quedara otra antes que verlo sin
vida.

Realmente, eso era el amor incondicional para los humanos, pensaba yo.
La manifestación más pura que ellos podían comprender. Pedirle a
aquella madre que permitiera que su hijo regresara a la luz, si es que ése
era su destino, habría sido demasiado. También lo era esperar que
renunciara a él para siempre, a cambio de que ese hijo continuara con
vida. Ella lo había decidido por sí misma, sin pararse a pensar. Negarse a
su muerte y desapegarse de él le había surgido instantáneamente, como
un impulso.

Yo sentía su dolor recorriendo mi cuerpo, causándome un auténtico


escalofrío, porque había ido un poco más allá. Justo al instante en que esa
madre, tras aquel ¡No!, había pensado en el futuro sin su hijo, sabiendo al
niño en brazos de otra mujer, cuyo nivel de honestidad dejaba mucho que
desear.

—¿Tienes frío? –me preguntó el rabino de repente.

Abrí los ojos y vi que él me señalaba los brazos.

—Se te ha puesto la piel de gallina.

—Sentía su dolor –respondí, aún un poco aturdido.

Él me miró intensamente, como queriendo averiguar qué escondía en mi


interior, pretendiendo ir más allá de mis palabras. Lo hacía muchas veces.

—Yo no miento, rabino. Esa madre sufrió mucho cuando se imaginó a su


hijo cortado en dos y también cuando se dio cuenta de que lo perdía para
siempre.

—Pero no lo perdió.

—Pero ella se lo imaginó. La gente siempre se imagina lo peor. Por eso


sufren tanto.

—¿Y tú, no? –preguntó él, divertido.

No respondí. Simplemente le sostuve la mirada, mientras él, de nuevo,


intentaba hurgar en mi interior en busca de una explicación.

—Realmente eres diferente. Vas a tener muchos problemas cuando seas


adulto.

—Tal vez, no –respondí, tranquilo. Por algún motivo, al estar en contacto


directo con mi corazón durante un rato, escuchando desde él las
escrituras, sentía una profunda calma. No existía aquel mejunje de
emociones que me embargaban de golpe en otras circunstancias. Sólo,
paz.

—Está bien –resolvió él con un soplido—. Dime qué has aprendido de


esta historia.

—Que el amor incondicional existe en la Tierra, y se encuentra en los


actos pequeñitos que no se piensan, como el de esa madre. Cuando los
humanos se paran a pensar, se desconectan del alma, y por eso se pierden.
Si el rey Salomón hubiera tardado un poco más en resolver la situación, la
madre habría cambiado de opinión, porque ya se estaba imaginando todo
lo que iba a sufrir sin su hijo.

—Es algo natural, ¿no?

—¡No! Lo natural es hacerle caso al alma. ¡Pero es muy difícil escuchar


al alma en medio de tanto ruido! Aquí, en la Tierra, todos se critican.
Todo el tiempo hablando mal los unos de los otros. Castigando,
amenazando… ¡El alma no entiende nada de eso! Esas cosas dan miedo,
y con miedo es muy difícil recordar que somos amor. ¡Cállate o te
castigo!, nos dicen a los niños. ¡No hagas eso que te caerás!, vas a
romperte la crisma, el demonio vendrá y te llevará… ¡Qué tontería!
Sataniel se ríe en el cielo cada vez que os oye decir eso. Él no tiene alas,
pero tampoco cuernos, ni rabos. Sataniel es como todos nosotros. O, a lo
mejor, más listo…
Los ojos del rabino cada vez se abrían más. Su cara de espanto me
conminaba a parar, pero una fuerza cegadora me impulsaba a seguir
hablando. Las palabras se agolpaban en mí, impacientes por salir, por
expresarse. Un caldero de entusiasmo hervía en mi interior.

Yo sabía que Dios estaba hablando a través de mí en ese momento, y no


podía pararlo. Aunque era muy extraño. Él no hablaba como en otras
ocasiones, cuando yo estaba solo meditando y se dirigía únicamente a mí.
Ahora hablaba para otra persona, con un ímpetu que me sobresaltaba,
como si el mensaje que yo transmitía transportase además una gran carga
energética. Y esa carga energética activaba otra vez mis emociones
humanas, esas extrañas reacciones del cuerpo ante las nuevas situaciones,
esa falta de control de la mente, que la lleva a sentirse amenazada. Sin
que me diera cuenta, mi cabeza se ponía a pensar cosas sin permiso.
Cosas como: se tiene que enterar, parece que no se entera, se está
asustando demasiado, tal vez me castigue…

¿Quién le había dado permiso a mi cabeza para pensar todo aquello?


Realmente, ser humano era muy complicado. Había una corriente
invisible que parecía impregnarlo todo, como si las costumbres del
conjunto se convirtieran con facilidad en las costumbres de cada uno.

Es la fuerza del pensamiento en unidad, escuché con absoluta claridad la


voz de Dios en mis adentros. Cuando muchos se acostumbran a obrar del
mismo modo incitan a los demás a imitar su comportamiento, y lo hacen
sin pretenderlo, sólo con la fuerza de la unidad.

Aquellas palabras me dejaron mudo. Mientras reflexionaba sobre lo que


acababa de oír, el rabino aprovechó para insistir en su sentencia:

—Vas a tener muchos problemas, si vas por ahí diciendo esas cosas.

—O tal vez, no –repetí, convencido. Iba a explicarle lo que acababa de


comprender, pero la voz de la Fuente llegó de nuevo desde lo más
profundo de mi ser: Es suficiente.

Inspiré para calmar mi deseo de seguir hablando.


—Te lo aseguro –insistió, él–. Las personas no están preparadas para
escuchar esas cosas. Aunque no lo creas, comprendo mucho de lo que me
dices. Algunas cosas me dan miedo. No sé quién es Sataniel ni por qué
hablas de él, pero te respeto. Hay en tu discurso una fuerza que nunca
había visto, y menos en un niño. No eres un niño común. Me despiertas la
curiosidad. Hay momentos en que no sé cómo tratarte, pero algo me dice
que continúe enseñándote, que lo necesitas y que, por algún extraño
motivo, también lo necesito yo. En cualquier otro caso, ya te habría
devuelto a tus padres, por insolente e irrespetuoso, pero me inspiras
cariño. No quiero dejar de verte. Tengo la sensación de que estamos
aprendiendo juntos.

—Yo también –dije con lágrimas en los ojos, abrumado de repente por
aquella muestra de sinceridad. El rabino hablándome con el corazón
abierto de par en par.

Me eché en sus brazos y él me rodeó con los suyos. Luego me tomó por
los hombros y me pidió:

—No le cuentes a nadie que te he abrazado. Los rabinos no podemos


tocar a nuestros alumnos.

Asentí sin comprender aquella nueva incongruencia humana, pero


deseando atender su petición. De repente sentía un gran respeto hacia él.

—Dime una cosa –preguntó con una tímida sonrisa–. ¿Él te habla,
verdad?

Los ojos se le fueron hacia arriba cuando dijo Él. Yo también sonreí:

—A ti también te habla. Pero tú no le escuchas. A lo mejor, por eso, me


ha enviado a mí, para que yo te cuente lo que quiere decirte.

En sus ojos brilló un destello de ilusión, aunque en seguida surgió la


duda.

—Tú eres especial. Yo soy un simple mortal.


—Yo también soy mortal, pero sólo en el cuerpo. Igual que tú. Somos
hermanos en el corazón.

Sentía sus pensamientos fluctuando de un extremo a otro, entre lo que


deseaba creer y lo que se permitía creer. Discutía consigo mismo en su
cabeza.

—No lo pienses. Sólo siéntelo.

Lo consiguió durante un instante ínfimo. La plenitud asomó a sus ojos


velados, pero cuando se dio cuenta de que estaba llorando retomó la
compostura.

—Venga ya. No eres más que un niño. ¿Qué hago escuchándote?

Reconozco que aquello me entristeció, pero no dije nada. Era como si


ahora el niño fuera él, como si los papeles se hubieran invertido.

—Tengo que irme ya –dije, quedamente–. ¿Vuelvo mañana?

Tardó un poco en responder, pero al final asintió.

Salí del templo un poco mareado. Me pasaba siempre, al incorporarme a


mi realidad terrenal tras una experiencia espiritual. Era un cambio
demasiado brusco. Pasar del cielo a la Tierra en cuestión de segundos,
dejar de sentir la comunión con la Fuente para sumergirme en mi
humanidad, y en la de todos los que me rodeaban.

No tienes que separarlas, Jesús, sino integrarlas. Lleva tu experiencia


espiritual al mundo, imprégnalo con ella. Sé espíritu en la materia,
aprende a vivir constantemente conectado. Cuando te desconectas te
confundes. En contacto consciente con tu alma, nunca pierdes el rumbo.
Sé humano y sé divino al mismo tiempo. Recuérdales cómo se hace.
Permite que aprendan, a través de ti, lo que un día olvidaron. Muéstrales
que se puede ser hombre y ser sensible, ser mujer y ser fuerte, ser niño y
transmitir una profunda sabiduría. La sabiduría no está en la mente, está
en el alma. El alma es la respuesta a todas las preguntas, la solución a
todos los enigmas. En el alma se encuentra la información que todos
buscan, el gran conocimiento, siglos y siglos de evolución humana, pero
también divina. La luz y la oscuridad se conjugan en el alma. Ella
convive inmersa en la materia y por eso la comprende bien. El alma es la
respuesta, la conexión con los dos mundos, el humano y el divino, por eso
es tan importante la conexión con ella. Enséñales eso, Jesús, y habrás
sembrado en la Tierra la semilla de una gran evolución.

Las palabras del Padre-Madre siempre me llenaban de gozo el corazón.


Notaba como al escucharlas mi alma se fortalecía, brillaba más en mi
pecho.

Tal vez esa fue la inspiración que repentinamente tuvo Salomón al


proponer una solución tan extraña para resolver el asunto de aquel niño.
La reacción de la madre había sido una muestra clara de amor
incondicional. Con ella, no sólo había demostrado ser su verdadera madre
sino que, además, fomentaba la compasión en todos los presentes y en las
personas que, después, oirían hablar de aquella historia. Sí, tal vez fuera
el mismo Dios quien guiara a Salomón, para que pudiera sembrar en la
Tierra, con el ejemplo, sus enseñanzas.
Aquella mañana, cuando volví a casa, mis padres me dijeron que iban a
tener un bebé. Yo llevaba algún tiempo presintiendo su presencia. Incluso
en más de una ocasión se lo había dicho a mi madre, que el alma de su
futuro bebé rondaba por la casa. Ella me miraba extrañada, como
intentando averiguar si lo que le decía era producto de mi imaginación o
realmente lo veía. Pero no decía nada.

En su duda encontraba yo la mía. ¿Estaría equivocado? ¿Serían ciertas


mis percepciones? ¿O, tal vez, me lo estaba inventando? Conforme iba
creciendo, la densidad de la Tierra me impregnaba y aquello que antes me
resultaba tan claro, ahora se enturbiaba con facilidad ante la desconfianza
reflejada en los ojos de mis padres. Ellos eran mi soporte físico en este
mundo, mi seguridad, mi refugio. Conocían mejor que yo el medio en el
que me desarrollaba. Era cierto que no sabían mucho acerca del alma, de
la luz, ni de las leyes que dirigen la energía, pero me ofrecían calor
cuando tenía frío, alimento cuando mi estómago rugía y alivio cuando me
hacía daño.

Solía trepar a los árboles, subirme a las tapias, correr para alcanzar el
viento, y muchas tardes regresaba a casa magullado y dolorido. A veces,
cuando les veía curarme una herida me quedaba absorto en el amor que
desprendían. Era una extraña mezcla de dualidad: preocupación y cariño,
amor y miedo. Los colores de sus auras se debatían del rosa al gris, del
verde al rojo. Y aquel baile de emociones me maravillaba. Sobre todo en
mi madre, que era mucho más espontánea y emotiva que José. Él
intentaba mantener la serenidad, pero yo le escuchaba pensar mientras
ella me curaba, y por eso sabía que también estaba preocupado.

A veces, cuando la herida era grande o tenía mal aspecto, notaba como se
reprimía las lágrimas, para que nadie le viera llorar. No estaba bien visto
que un hombre lo hiciera, y menos uno de su edad. Se suponía que,
cuando uno llegaba a la edad de José, tenía que haber aprendido a
dominarse por completo. Mostrar los sentimientos era un síntoma de
debilidad.

El día que me dijeron que tendría un hermano, José se prohibió a sí


mismo sonreír.
—Ya lo sé. Hace tiempo que su alma ronda por la casa. ¿Te acuerdas que
te lo dije, mamá?

Guardaron silencio.

—¿Cómo que ronda por la casa? –dijo ella, agachándose para ponerse a
mi altura.

—¿No lo recuerdas? Te dije que veía al alma del bebé que quería nacer en
ti, pero tú no me creíste. Pensaste que decía bobadas y cambiaste de tema
muy rápido. A veces lo haces. Yo puedo verlo. Está allí.

Señalé hacia el fondo de la sala, donde había surgido de la nada una luz
muy brillante. La luz se acercó a José, traspasó su cuerpo lentamente,
como queriendo impregnarse de su esencia. Él dio un suspiro. Luego
llegó hasta mí, pero se detuvo. En pocos segundos se fundió con el aura
de mi madre y entró en su vientre.

—¿No lo habéis notado? –pregunté realmente extrañado.

—¿Qué tenemos que notar? –a José se le notaba cada vez más incómodo.

Su preocupación por mí aumentaba día a día, conforme iba comprobando


que mi aprendizaje en el templo no estaba dando los frutos que él
esperaba. Por el contrario era el rabino el que se transformaba.

—Acaba de pasar a través de vosotros. Ahora está en ti, mamá.

Ella se llevó las manos al vientre y atajó la protesta de José.

—Yo sí lo he sentido. Es muy parecido a algo que sentí contigo, Jeshuá.


Pero pensaba que el alma se queda dentro de la madre todo el tiempo,
desde que engendra al bebé.

—No, él entra y sale. Yo también lo hacía. Después es más difícil, pero al


principio tiene que ser así. Las almas tienen que adaptarse a la materia
poco a poco. El cambio es muy grande.

—¿Tú también lo hacías? –preguntó José, de verdad interesado.


—Sí. Vine a veros muchas veces antes de quedarme todo el rato en ti,
mamá. Me gustaba observar cómo erais, qué os decíais, sentir lo que
sentíais... Eso me ayudó mucho a comprender cosas de aquí, para que al
llegar no me resultara tan raro. Ya sé que no os acordáis, pero
seguramente vosotros hicisteis lo mismo antes de nacer.

Esta vez sonrieron. Me encantaban aquellos momentos, cuando nos


convertíamos en una familia de verdad, seres humanos que comparten
desde el corazón, que se escuchan intentando comprenderse, respetando
mutuamente las opiniones del otro.

Yo también sonreí. Puse la mano en el vientre de mi madre.

—Será un niño –dije con solemnidad.

Ella dio un respingo.

—No, es una niña.

Yo negué con la cabeza, sonriendo aún más.

—Es un niño –sentencié.

Percibí el regocijo de José, aunque él no dijo nada.

—¿Cómo estás tan seguro? –preguntó ella.

—Porque me lo ha dicho.

—¿Puedes comunicarte con él? –la ilusión era evidente.

—Claro, mamá. Y tú también. ¿Acaso no lo hacías conmigo?

Ella movió los ojos de un lado a otro, como rebuscando en su cabeza.

—Pero yo nunca oí lo que tú me decías…

—¡Sí que lo hacías! Me escuchabas y luego pensabas que te lo habías


inventado. Era muy divertido.
Solté una carcajada y mi risa impulsó la suya.

—Esta vez créetelo del todo, mamá. Ese bebé no es exactamente como
yo. Él olvidará más rápido. Necesitará tu ayuda.

Mi madre asintió sonriente, mientras se prometía a sí misma que iba a ser


la mejor madre del mundo.
Los días que pasaron fueron para mí un tanto extraños. Mi madre parecía
distinta, absorta en sus pensamientos, alejada de mí. Era como si, de
repente, su atención se hubiese concentrado en el vientre y en el mundo
de las realidades invisibles.

Al principio me divertía ver cómo intentaba conectar con el alma del


bebé, cuando ésta ni siquiera estaba dentro de ella. A veces aparecía de
repente, se acercaba lentamente a nosotros, nos observaba, y luego se
fundía en mi madre durante un rato. Después desaparecía de nuevo y
dejaba en el aire un aroma cada vez más familiar.

Cuando veía a mi madre acariciándose el vientre, mientras hablaba con él


interiormente, yo sonreía, pero la dejaba hacer. Casi siempre sucedía lo
mismo: después de un rato hablándole a un feto que no podía escucharla,
el alma de mi hermano aparecía de nuevo, como de la nada.

—¿Por qué tiene que llamarse Juan? –preguntaba yo a menudo, absorto


en la presencia que invadía de repente todo el espacio–. A él no le gusta
ese nombre.

—Ya sabes por qué, Jeshuá –respondía ella–. Es el nombre que ha


elegido tu abuelo. A él le hubiera gustado tener un hijo que se llamara
Juan.

—¿Y por qué tiene que elegir mi abuelo el nombre de tu hijo? ¿Por qué
no lo eliges tú y escuchas primero lo que su alma tiene que decir?

Mi madre suspiraba, pidiendo al cielo paciencia.

—Quiero agradar a mi padre. Este nieto es un regalo para él, y yo quiero


hacerle feliz.

Algo se retorció en mi estómago. Sentí en la garganta un regusto amargo.

—¿Y yo? ¿No soy un regalo para él?

—¡Claro que fuiste un regalo! –exclamó ella, tras un breve silencio, que a
mí me resultó eterno.
Los ojos se me humedecieron. ¿Qué me estaba pasando? Me sentía
pequeño e indefenso, como si el mundo que me rodeaba fuese
desapareciendo a mi alrededor y me quedara solo en medio de la nada.
Solo y compungido. ¿Qué era aquello que me nacía en el pecho?

El alma de mi hermano se acercó a mí. Me rodeó con su luz. Sentí su


energía acariciándome el corazón y dejé que las lágrimas rodaran libres
por mis mejillas.

—No le gusta llamarse Juan. Dice que ese nombre no tiene nada que ver
con él.

Mi madre se volvió hacia mí, sorprendida por el tono de mi voz y, al


darse cuenta de que estaba llorando, se agachó para que sus ojos quedaran
a la altura de los míos.

—¿Qué te pasa, cariño?

Era tan dulce su voz, tan amorosa su mirada, que me eché a llorar en sus
brazos.

—Venga, cuéntamelo. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué te pones así? –decía,


mientras me acariciaba el pelo.

Yo no sabía qué me pasaba. Un cúmulo de sensaciones nuevas se había


apoderado de mí. Me sentía feliz por el abrazo de mi hermano pero, al
mismo tiempo, me ahogaba. Ella seguía hablando.

—No tienes por qué estar triste. Yo te quiero, Jeshuá, te quiero. Eres el
niño de mi corazón, eres mi cielo…

Sentí un gran alivio al escuchar aquellas palabras. Poco a poco me fui


calmando.

Permanece atento a tus pensamientos, Jesús –la voz del Padre-Madre


surgió de nuevo en mí–. Sé consciente de lo que acaba de suceder.

Apenas pude prestar atención a lo que oía porque la puerta se abrió de


golpe. Era José, parecía nervioso.

—María, ven un momento.

Ella se fue tras él. Les oí hablar en susurros. Mi madre se tapó la boca
para ahogar un grito. Miraron hacia mí y yo vi en sus auras lo que
sucedía: mi abuelo acababa de morir.

La voz del Padre-Madre me habló esta vez con más firmeza: Ahora, más
que nunca, debes estar atento a lo que piensas. Las personas que te
rodean van a inundar el entorno con un sinfín de pensamientos de dolor.
No te dejes impregnar por ellos. Sé consciente de que esos pensamientos
no son tuyos ni te pertenecen. Tú eres tú. Los pensamientos y las palabras
que oirás densificarán mucho el ambiente en el que vas a moverte en los
próximos días. Permanece atento a lo que vas a pensar tú. Recuerda que
todo lo que piensas es poderoso. Lo acabas de comprobar. Estabas bien,
pero al pensar que pueden querer a tu hermano más que a ti te has
sentido solo. Eso te ha hundido en la tristeza, pero cuando tu madre te ha
dicho cuánto te quiere has dejado de llorar. Volvías a sentirte bien. Sé
consciente del poder del pensamiento, Jesús, porque con él creas tu
mundo.

Era cierto. Empecé a sentirme mal al pensar que mi hermano era un


regalo para mi abuelo, pero yo no. Y ahora, él ya no podría recibir el
regalo, porque se acababa de marchar. Nunca vería al nuevo bebé, ni lo
tomaría en sus brazos para sentirse orgulloso de él. Ya no podría presumir
ante sus amistades.

Mi abuelo ya no aparecería en la cocina de mi abuela para contarme


aquellas historias de su juventud que a mí me gustaban tanto. Ni me
traería nunca más uno de aquellos dulces que me compraba en el mercado
y que me daba sólo si mi abuela le decía que me había portado bien. Ya
no oiría nunca más su voz ronca y profunda llamándome Jeshuá…

Corrí hacia los brazos de mi madre que lloraba sentada en el suelo, como
si ya no tuviera fuerzas para mantenerse en pie. Al abrazarla me invadió
todo su dolor. El que ella sentía resonó con el mío y lo avivó. La mente se
me llenó de imágenes, mientras los dos llorábamos desconsoladamente:
mi madre, siendo niña, de la mano de mi abuelo, los dos jugando juntos,
él arropándola por las noches cuando se iba a dormir o contándole las
mismas historias que me contaba a mí…

¿Cómo podía ser el mundo tan injusto? –pensé–. ¿Por qué tenía que irse
mi abuelo de repente?

Atento, Jesús –me recordó la voz de Dios–. Observa lo que piensas y


detenlo. Sal de ese bucle de negatividad o te sentirás preso de él durante
mucho tiempo.

Pero yo no podía parar. Quería consolar a mi madre y, cuanto más lo


intentaba, más difícil me resultaba dejar de pensar.

Sentí la mano de José acariciándome la espalda y su presencia serena me


reconfortó. Él nos abrazó a los dos, besó la cabeza de mi madre, luego, la
mía y lloró en silencio por nuestro dolor.

Permanecimos así abrazados durante un buen rato, meciéndonos al


compás del canto lastimero que ella entonaba al llorar. Me sentí uno con
aquellos dos seres humanos que me rodeaban con sus brazos.
Hermanados por el dolor, presos los tres de la tristeza, pero uno con ella
también. Hacía mucho tiempo que no sentía algo así. De hecho, desde que
me separé de la Luz para encarnar en la Tierra.

Allí las sensaciones eran muy diferentes, mucho más intensas y


agradables, pero la sensación de pertenencia era bastante parecida. Ser
uno con la tristeza no era grato en absoluto, pero ser uno con mis padres
sí lo era.

Con los ojos llenos de lágrimas vi a la figura de mi abuelo aproximándose


a nosotros. ¿Eso podía ser? ¿Podían las almas visitar a sus seres queridos
antes de partir?

Él también estaba triste y lloraba. Se acercó a mi madre, para acariciarle


el pelo, y empezó a decirle cosas que yo no comprendía:

—Hija, hija mía, si lo hubiera sabido… si hubiera tenido un poco más de


tiempo… te lo habría contado. Pero ha sido tan repentino. Hija,
perdóname…

Como si lo hubiera escuchado, mi madre elevó el tono de su llanto


lastimero, lo convirtió en un grito. José nos abrazó más fuerte y le dijo:

—Tranquilízate, María. Vas a angustiar al bebé.

Al oírlo, mi madre se zafó del abrazo para llevarse las manos al vientre y
dejó de llorar por un momento.

—Mi hijo, mi pobre hijo. Lo siento. Mamá está triste pero ya se me


pasará.

Y volvió a llorar de nuevo.

—Él ahora no te escucha –musité– pero el abuelo, sí.

Mi abuelo me miró asombrado y, luego, de corrido, empezó a hacerme un


montón de preguntas.

—¿Puedes verme? ¿Sabes qué me ha pasado? ¿Dónde estoy? ¿Qué hago


ahora? ¿Qué me va a pasar? ¿Puedes oírme?...

Y, al mismo tiempo, mi madre y también José:

—¿Está aquí? ¿Puedes verle?

Ella se secó las lágrimas, se puso en pie y empezó a llamarlo:

—¡Papá! ¿Papá? Dile que le quiero, Jeshuá, dile que le quiero, por favor.
Que no se vaya al cielo sin saberlo.

Mi abuelo lloraba. Con la mano extendida intentaba tocarla, pero su


imagen se difuminaba cuando se acercaba al cuerpo de mi madre.

—Te está oyendo, mamá. Dile todo lo que tengas que decirle. Está detrás
de ti.
—¿Qué? –ella se volvió y empezó a llorar de nuevo–: Padre, padre, papá,
te quiero. ¿Por qué te has ido? ¿Por qué me has dejado así? ¿Qué voy a
hacer ahora? ¿Cómo voy a soportarlo? ¿No ves que aún soy una niña sin
ti? ¿No ves que te necesito tanto? Papá…

La imagen de mi abuelo se ensombreció. Era extraño verle llorar ahora,


cuando en vida nunca antes lo había hecho, al menos delante de mí. El
hombre duro, tajante, firme, se había transformado ahora en inseguro,
débil y confuso. Como no podía abrazar a mi madre, se arrodilló ante ella
y lloró desconsoladamente sobre sus pies.

—Lo siento, lo siento mucho, hija mía. Yo no quería. No fui un buen


padre para ti. No te traté como debía. Eres mi niña linda, pero durante
mucho tiempo quise que no fueras tú. Yo quería un varón y llegaste tú.
Me enamoré de ti sólo con verte, pero yo quería un varón y sólo llegaste
tú… Y eso no es lo peor, niña mía. Eso no es lo peor. Si tú supieras…

—¿Qué está diciendo, Jeshuá? –me preguntó ella–. Está hablándome,


¿verdad?

—Dice que lo siente mucho. Cree que no fue un buen padre para ti.

—¿Qué? ¿Cómo? ¡No! Claro que lo fuiste, papá, el mejor padre del
mundo. ¿Qué más? ¿Qué más, Jeshuá? ¿Qué más dice?

Mi abuelo lloraba sin parar, postrado a sus pies y envuelto en una


nebulosa que se tornaba cada vez más densa.

Observa, Jesús, lo que sucede cuando un alma se aferra a la realidad


terrenal que acaba de vivir. Cuanto más tiempo pase en ese estado, más
opaca se volverá su energía y más grande su dolor.

—¿Qué puedo hacer para ayudarle? –musité en voz baja, ignorando las
preguntas de mi madre.

Sólo una cosa: intentar que conecte con el amor, que sienta la vibración
del amor. Pero la decisión es suya. Sea cual sea, tienes que respetarla.
Inspiré profundamente y me dirigí a él:

—Abuelo, mira la luz. Mírala, está ahí arriba. Es muy brillante. Mírala.
Te está esperando.

Él me miró como si viera a un loco. Con la expresión desencajada me


preguntó:

—¿Por qué tú puedes verme y oírme y ella, no?

—No lo sé. Abuelo, tienes que regresar a la Luz. Pronto lo comprenderás.


En la luz lo entiendes todo. ¿No te acuerdas? Mírala. Está ahí arriba.

—Yo no veo ninguna luz.

—Tienes que sentir amor para verla. Deja de llorar. Piensa en algo bonito.

—Lo más bonito de mi vida es María. Mírala, ahora sufre por mí. No
puedo irme a ningún lado. Tengo que quedarme junto a ella. Nunca fui un
buen padre. Pero ¿qué hago hablando contigo? No eres más que un
niño…

Me dio la espalda e intentó, de nuevo, abrazar a mi madre.

La decisión es suya –repitió la voz de la Fuente.

—¿Dónde está ahora, Jeshuá? ¿Se ha ido ya? –mi madre continuaba
insistiendo.

Yo negué con la cabeza mirando a mi abuelo, que fue a sentarse en una


silla, al fondo de la sala, con actitud abatida. Nunca le había visto de ese
modo. Tan triste, rendido, lloroso.

—¿Y dónde está? ¿Qué hace? Padre, papá, ¿puedes oírme?

—Venga, María. Tenemos que ir con tu madre.

Ella miró a José como si lo viera por primera vez, y volvió a llorar
desconsoladamente.
El tiempo fue pasando lentamente y de manera monótona. Mi madre se
escondía de mí para llorar y, en sus momentos de tranquilidad,
deambulaba por la casa como una sombra, susurrando el nombre de mi
abuelo, que aparecía de repente y se acercaba a ella para acariciarle el
pelo.

El alma de mi hermano empezó a pasar más tiempo en su vientre, como si


quisiera evitar el contacto directo con la densidad que ahora impregnaba
nuestra casa. Llegaba, se acercaba a ella e inmediatamente se instalaba en
su interior. Ya no volaba de un rincón a otro abarcando todo el espacio, ni
se acercaba a mí para impregnarme con su luz. Por el contrario, se
concentraba en su objetivo y se abstraía de mí, como si yo no estuviera
presente.

Igual que mi abuelo, que ahora se negaba a hablarme.

Lo tienes que respetar… La voz de la Fuente llegaba desde las


profundidades de mi ser para recordarme que no debía insistir, que mi
abuelo tenía libre albedrío como yo, como todos nosotros, para decidir su
destino.

Pero a mí me costaba aceptar que no podía ni debía hacer nada, sobre


todo cuando veía a mi madre sufrir y apagarse cada vez más. Cuando mi
abuelo se acercaba a ella, sus pensamientos se volvían derrotistas y
oscuros. Era como si él, sin querer, le quitase fuerzas para vivir. Incluso a
José le afectaba. Llegaba alegre del taller pero, a los pocos minutos de
estar en casa, se ofuscaba, refunfuñaba, gritaba y se escondía en su rincón
de oración para alejarse de nosotros.

Yo mismo me descubrí en varias ocasiones pensando en el día de mi


propia muerte, en el dolor que le causaría a mi madre mi partida, en el
que me causaría a mí la suya, si la perdía de repente como ella había
perdido a mi abuelo. Comencé a sentir que me fallaban las fuerzas, que el
propósito de mi vida perdía sentido, que mi objetivo era imposible de
cumplir.

—Presta atención, Jeshuá. Estás distraído –me dijo una mañana el rabino,
mientras yo leía en voz alta sin comprender lo que leía—. ¿En qué
estabas pensando?

—En mi abuelo.

—¿Estás triste porque ya no está?

—Sí está. Aparece y desaparece y está llenando la casa de oscuridad.

El rabino contuvo la respiración un instante, pero me animó a que se lo


explicara mejor. Le conté que mi abuelo no había querido marcharse, que
Dios me había pedido que no hiciera nada, que mis padres estaban
volviéndose cada vez más huraños y que yo mismo estaba perdiendo la
ilusión.

—¿Dices que Dios te ha pedido que no hagas nada? –preguntó, cruzando


los brazos sobre el pecho.

Yo asentí en silencio, cabizbajo.

—Eso no tiene sentido –dijo él.

—¡Es lo que yo digo! –exclamé, animado de repente al sentirme


comprendido–. ¿Cómo voy a quedarme tan tranquilo? Mi madre está cada
vez más triste y mi padre parece otro hombre. Ya ni siquiera puedo hablar
con él. Hasta el alma de mi hermano lo ha notado y se esconde de
nosotros todo lo que puede. Tengo que hacer algo, convencerle para que
se marche, llamar a un ejército de ángeles para que se lo lleve o pedírselo
a Sataniel. ¿Qué sé yo? ¡Algo!

—Pero, espera, no corras tanto –protestó el rabino, llevándose las manos


a la cabeza, como si quisiera retener con ellas tanta información–. ¿El
alma de tu hermano? ¿También?

Al ver que asentía añadió:

—Háblame de eso.

—No tengo ganas de hablar de él. Ahora me ignora. Ya no se para


conmigo ni me pregunta cosas. Ni siquiera me contesta cuando le
pregunto yo. Llega, se esconde en la barriga de mi madre y adiós muy
buenas. Todos hacen como si yo no estuviera. Mi hermano, mi abuelo, mi
padre…

—Espera, espera, Jeshuá. Cuéntamelo todo despacio. Ya sabes que hay


cosas que me cuesta comprender.

Con lágrimas en los ojos le fui contando todo lo que sucedía en mi casa
desde la muerte de mi abuelo. Le hablé del alma de mi hermano, de la
tristeza de mi madre, de las cosas que me decía Dios para guiarme en
medio de aquella densidad.

—¿Y dices que Dios te ha pedido que no hagas nada?

—Él dice que hay que respetar las decisiones de los que no se quieren ir,
que ellos también tienen libre albedrío y que me ocupe de mí. Sólo de mí,
de que no me afecte demasiado la situación. Todo el tiempo me dice que
preste atención a lo que pienso. Hasta me riñe cuando llevo un rato
imaginando cosas tristes. Nunca lo había hecho, reñirme. ¡Hasta Dios ha
cambiado!

El rabino reprimió una sonrisa.

—¿Y qué podrías hacer tú?

—Pues podría decirle a mi abuelo que se fuera, pedir ayuda a los ángeles
o, ya se lo he dicho, llamar a Sataniel. Seguro que él sabe lo que hay que
hacer en estos casos.

—¿Sataniel? ¿Te refieres a Satanás? ¡No digas esas cosas! –parecía


enfadado. Ahora él, también.

—Bueno, pues si Dios no quiere ayudarme, a lo mejor Sataniel sí quiere.

—¡Para, para, niño! –gritó el rabino–. Deja de llamarlo. No se vaya a


presentar.

—¿Por qué? ¡Él no es tan malo! Fue el más valiente de todos los ángeles.
A mí me cae bien.

El rabino negaba con la cabeza sin parar, con los ojos como platos,
pidiéndome silencio con las manos. Me di cuenta de que le estaba
poniendo más nervioso de lo habitual y me callé.

—Eso es, eso es. No sigas por ahí. Ya hablaremos de ese tema otro día,
con más calma –dijo, aliviado–. Ahora explícame eso de que Dios te riñe.

Di un suspiro y continué, un poco fastidiado:

—Presta atención a lo que estás pensando, Jesús, dice todo el rato. Tus
pensamientos crean realidades, tus pensamientos marcan tu destino –
repetí, intentando imitar la voz que surgía de mis adentros.

—¿Te llama Jesús?

—Sí, dice que muchos me llamarán así en el futuro, y que tengo que
acostumbrarme a todos mis nombres. Eso que estás pensando ahora,
Jesús, es lo que te está poniendo triste. No puedes hacer nada. Acéptalo.
Sal a jugar. Deja de pensar en cosas negativas... Jesús por aquí, Jesús por
allá. Me tiene harto. ¡Que venga él aquí abajo y se ponga a vivir! A ver si
le resulta tan fácil…

Esta vez, el rabino fue incapaz de contener la sonrisa.

—No tiene gracia –protesté–. No es fácil para mí estar aquí.

—Háblame de eso, anda –dijo él, y se dispuso a escuchar pacientemente.


No era fácil para mí estar aquí. Así se lo dije al rabino y así continué
pensando durante mucho tiempo. Vivir en la Tierra, soportar su densidad.
Estar triste, sentir rabia, soledad, desesperanza… Cuanto más tiempo
pasaba en este lugar más me densificaba. Era como si el entorno me
atrapase, como si yo mismo me fuese mimetizando con él y una parte de
mí, la más importante, fuera cayendo en el olvido. Lejos quedaba ya la
luz de la Fuente, la expansión, la absoluta plenitud, el amor infinito.

Ser amor en medio de las sombras. ¿Cómo serlo cuando las sombras
estaban por todas partes? En mí, en mi familia, en mis amigos. Y ahora,
también, en mi casa. Mi abuelo le había tomado gusto a la sala donde
apareció por primera vez, el día de su muerte, y se negaba a marcharse de
allí. Habitualmente me ignoraba, como si yo fuera alguien insignificante,
con escaso conocimiento. Cuando le pedía que nos dejara, porque su
presencia fomentaba la tristeza de mi madre y le impedía seguir adelante,
él repetía invariablemente: ¿qué sabrás tú?, y me daba la espalda.

Yo intentaba avisarla, le pedía que hablara con él, porque a ella sí que la
escuchaba. Cada vez que mi madre entraba en la sala, mi abuelo salía de
su rincón y se acercaba para acariciarle el pelo, le decía que la quería, le
pedía que lo perdonara. Cuando ella hablaba, él callaba, y se quedaba
absorto mirándola, como si ella fuera la cosa más bonita del mundo, una
joya de valor incalculable. Eso decía él que era ella: una joya de valor
incalculable. Lo murmuraba a menudo sumiéndose, de nuevo, en un halo
de tristeza, una tristeza profunda que le nacía del pecho. El lugar donde,
cada día un poco más, se atenuaba su propia luz.

Yo le decía:

—Abuelo, mira ahí, al centro de tu pecho, fíjate en esa luz que llevas
dentro. En verdad eres amor, pero ya no te acuerdas.

Y él hacía caso omiso de mis sugerencias y volvía a su rincón, como un


niño enfadado que se encierra en sí mismo con su propio dolor.

Respeta su decisión, Jesús, repetía incansablemente la voz de la Fuente.


Respeta su decisión, porque tú no eres más sabio que él para su propia
vida. Todo proceso de muerte y resurrección tiene un propósito, y es
bendito tal cual es. Si las personas y las almas implicadas en él no te lo
permiten, no debes inmiscuirte. Ellas deciden sobre sus vidas y su
evolución. Tú, simplemente, observa.

Ya has hecho todo lo que estaba en tu mano. Te has ofrecido para


ayudar, incluso te has empeñado en hacerlo, franqueando el límite de la
ley de no intervención. Es normal que surja en ti ese impulso de ayudar,
pero no dejes que el impulso se convierta en invasión, porque al
empeñarte en que ellos hagan lo que tú consideras correcto te dejas
llevar por la voz del ego, que se considera superior.

Es cierto que tú recuerdas quién eres y para qué estás ahí. Es cierto que
tus capacidades no se han mermado por la desconexión y que avanzas en
armonía con tu espíritu divino, pero eso no te confiere el don de ser
superior a nadie. No lo eres, Jesús. No te veas nunca como tal ni lo
manifiestes. Eres uno más. Un ser humano que muestra a los demás todo
lo que un ser humano puede hacer y lograr, si confía en sí mismo y se
atreve a recordar. Lo muestras con el ejemplo, Jesús. Transmite siempre
con el ejemplo todo lo que quieras comunicar.

Sé sencillo, sé humilde. Sé luz y sé materia. Ambas integradas en ti, en


perfecto equilibrio. Respetándolas a ambas y respetando a los demás.
Considerándolos tan dioses como tú sabes que son y que eres tú. Esencia
divina en unidad con un cuerpo humano, cumpliendo un propósito de
evolución. No les mires como seres pequeños, indefensos y poco sabios,
porque entonces te perderás en el intento de ayudarles a recordar. Desde
esa perspectiva estarás proyectando en ellos la carencia. Al verse
reflejados en tus ojos como seres carentes de verdad, así es como se
sentirán.

En cambio, si los miras con amor y los respetas, como almas sabias que
transitan su propia evolución, les ayudarás a verse a sí mismos de igual
modo y, con ello, a adquirir fortaleza para avanzar y recordar.

Los consejos del Padre-Madre siempre llegaban a tiempo y en la medida


justa para animarme a comprender. Aunque a veces me resistiera a su
influencia o incluso me enfadase, siempre encontraba en ellos el consuelo
y el entendimiento que necesitaba para no perderme en medio de la
densidad.

—¿Por qué los hombres tienen que olvidar que pueden hablar contigo? –
le preguntaba yo a menudo, después de sentir el efecto de sus palaras en
mí, y notaba como Dios, antes de contestarme, sonreía, con ese modo tan
particular de sonreír sin expresión, sólo a través de una amorosa oleada de
energía.

No es que tengan que olvidarlo por obligación, respondía él. Es que lo


van olvidando mientras crecen, porque nadie se encarga de recordárselo
ni de fomentar su conexión conmigo o con sus guías espirituales.

Yo había visto a los guías algunas veces, enviando señales, intentando


que los escuchasen, pero nadie les hacía caso.

—Y si soy igual que todos, ¿por qué yo no tengo un guía? –objeté,


contrariado.

Tú me tienes a mí.

—¿Ah, sí? ¿Y te tengo sólo para mí?

Dios soltó una carcajada.

¡Ya quisieras tú! Estoy en ti pero también estoy en todos los demás. ¿Es
que no te acuerdas? Si tú puedes comunicarte conmigo, ellos también. Es
lo primero que debes recordarles cuando llegue el momento. Un día,
todos te escucharán. Acudirán a ti en busca de ayuda, y entonces tu voz
se oirá en todos los rincones y despertará la luz en muchos corazones.
Entonces obrarás milagros.

Aquellas palabras me emocionaron profundamente. Sentí que se me


humedecían los ojos.

—¿De verdad pasará eso?

¿No lo recuerdas? Tú mismo lo planeaste antes de bajar.


—Cada día es más difícil recordar…

Por eso te hablo a diario, para que no te olvides de que estoy aquí. Yo te
acompaño, pero estoy en ti.

De nuevo, su voz actuó como un bálsamo en mi mente confusa y disolvió


la tristeza.

—Hay una cosa que no entiendo. ¿Qué son los milagros?

Y Dios volvió a reír.


El embarazo de mi madre avanzaba en medio de la densidad. En aquellos
días la oí discutir con José en varias ocasiones e incluso gritarle a mi
abuela. Protestaba continuamente, quejándose por todo, renegando de la
vida.

El alma de mi hermano se escondía más que nunca. Llegaba, localizaba a


mi madre, se escurría en su interior y permanecía allí durante horas, en
silencio, porque ella había dejado de hablarle.

—Llevas mucho tiempo sin decirle nada –murmuré un día, a su espalda,


mientras ella lavaba los platos, inmersa en una nube gris–. Te pasas el día
entero pensando cosas feas que te ponen triste. Todo el rato te enfadas
con nosotros. Él está dentro de ti y siente todo eso.

Ella se detuvo en seco, pero no dijo nada. Simplemente suspiró y


continuó con lo que estaba haciendo. Como no reaccionaba, yo seguí:

—Ya te expliqué que su alma necesita cariño, que es muy duro para las
almas venir aquí. Al principio es como cuando sacas a un pez del río. El
pobre no puede respirar, se ahoga, se retuerce, intentado comprender lo
que sucede. Si alguien no lo devuelve pronto al agua se muere. Eso es lo
que siente un alma cuando llega a la Tierra. Se acabó la luz. ¿Dónde está
el amor?, ¿qué es esta densidad?, no puedo moverme, que alguien me
ayude, por favor. ¡Ese alguien eres tú, mamá! ¡Reacciona! Desde que
murió el abuelo pareces una sombra, como él…

Esta vez, sí se volvió hacia mí, con la mirada sombría, casi a punto de
llorar. Valoró la posibilidad de contestarme, pero se ocupó de nuevo en
sus quehaceres y murmuró:

—¿Qué sabrás tú?

—¿Lo ves? Ya hablas como él. Es lo mismo que me dice él cuando


intento convencerlo para que se vaya a la luz, que qué sabré yo. ¡Pues yo
sé muchas cosas! ¿O acaso te has olvidado de quién soy y para qué estoy
aquí? ¿Te has olvidado, mamá? ¡Dime, dímelo!
Corrí hacia ella gritando esas últimas palabras y tiré de su falda para que
me prestara atención. Ella intentó zafarse de mis manos mientras la
sombra de mi abuelo aparecía en la cocina para gritarme a mí:

—¡Déjala! ¡Ella no tiene culpa de nada! ¡Déjala!

Sin hacerle caso, pero notando toda su furia en mi interior, como si mi


propia rabia fuera un imán de la suya, tiré con más fuerza de la falda de
mi madre y logré que ella me hablara por fin.

—¡Déjame, Jeshuá! Y no hables de mi padre. Él no tiene culpa de nada,


pobrecito. ¡Déjame!

—¡¿Lo ves, lo ves, lo ves?! –grité, desesperado–. ¡Hablas exactamente


como él! Te mete en la cabeza sus palabras y luego tú las dices como si
fueran tuyas. Te crees que lo son. ¡Pero no lo son, mamá! ¡No lo son!

—No entiendo nada de lo que dices, Jeshuá. Mamá está muy triste.
¡Déjame tranquila, por favor!

Se echó a llorar como una niña, cubriéndose la cara con el delantal. La


sombra de mi abuelo se acercó a ella para intentar, infructuosamente,
acariciarla.

—Si de verdad lo quieres tienes que decirle que se vaya –dije con la voz
ahogada, pero más sereno.

—¡Yo no quiero que se vaya! –gritó ella, con la expresión desencajada–.


¡Quiero que se quede aquí, conmigo, que siga cuidándome! No tenía que
haberse ido así, tan de repente, sin avisar. ¡No es justo!

—Mamá, cuando dices esas cosas lo atraes más. Así no puede ayudarte.
Tú no te das cuenta, pero él nos llena la cabeza de tristeza y de enfado.
Tiene que volver a la luz, a Dios, para que él pueda ayudarle a
comprender. Si lo decide, ya regresará, pero lo hará con luz, no con
oscuridad, como ahora.

—Yo no entiendo eso que dices –murmuró ella, más tranquila, tras
sonarse la nariz–. Sólo sé que mi padre no puede hacerme ningún mal.

—Ya no es tu padre. Ahora es un alma errante. Y las almas errantes no


pueden ayudar a nadie, porque se han olvidado de su luz.

La sombra de mi abuelo me miró con desprecio, aún junto a mi madre,


proyectando sobre ella su propia oscuridad, mientras intentaba abrazarla.

En ese instante, el alma de mi hermano se desprendió del cuerpo de mi


madre y voló hacia la luz, mucho más rápido que en otras ocasiones,
como si no hubiera podido soportar la proximidad de mi abuelo o, tal vez,
la tristeza de ella.

Interiormente le pregunté a Dios el por qué de todo aquello, pero la voz


del Padre-Madre guardó silencio esta vez.
Aquella noche reflexionaba antes de dormir: ¡Qué difícil era aquello del
libre albedrío cuando tenías que respetar las decisiones de tus seres
queridos y veías que iban directos a darse de bruces contra un muro! Ya
había advertido a mi madre, se lo había explicado, le había contado todo
lo que veían mis ojos y sentía mi corazón, pero ella no quería escucharme
y se empeñaba en seguir atrapada por la sombra de mi abuelo,
permitiendo que él se colara en su mente para susurrarle pensamientos de
dolor.

Tumbado en mi cama, me sorprendí a mí mismo sintiendo un gran


desprecio por mi abuelo. Nunca había imaginado, antes de bajar a la
Tierra, que yo iba a sentir algo así. Pero lo sentía. Desprecio profundo,
casi odio. Más intenso conforme pasaban los días y su presencia en mi
hogar se hacía más dueña del espacio, porque mientras crecía su
influencia sobre mi madre crecía también su oscuridad. El alma de mi
abuelo se ensombrecía cada vez más.

—Asqueroso –la palabra salió de mis labios sin que yo pudiera


controlarla. Nacía en mi estómago, se expandía en mi pecho, me ahogaba
en la garganta–. ¡Asqueroso!

Al pronunciarla por segunda vez, el espectro de mi abuelo apareció en mi


cuarto.

—¿Cómo me has llamado?

De noche, su imagen se volvía aún más densa, más opaca. Se acercó a los
pies de mi cama y, por primera vez en mucho tiempo, me miró
directamente a los ojos, mientras esperaba una respuesta. A su espalda
comenzaron a surgir otras sombras, espíritus errantes que invadían el
espacio, volando de un lado a otro de mi habitación y sugiriéndole a mi
abuelo cosas como: mátalo, es un niño despreciable, hazle saber quién
manda aquí…

¿Quiénes eran aquellos seres extraños que emitían tanto dolor y


confusión? Sus auras, completamente negras; sus voces, tan amargas, tan
poderosas, me llenaron la mente de un humo espeso y asfixiante. Los
pensamientos se me desbocaron. ¿Podían hacer eso? Matarme en medio
de la noche, robarme mi espíritu y llevarme con ellos a su mundo de
dolor… ¿Tal vez me encontraba ya ante las puertas del infierno que tantas
veces mi abuela me anunció?

Sentí una gran opresión en el pecho y me asusté al pensar que estaban


intentando llegar hasta mi corazón para robarme el alma por allí. Grité en
medio de la noche y en seguida oí pasos humanos que corrían hacia mí.
Esta vez era mi padre quien venía a socorrerme, con el pelo revuelto y los
pies descalzos. Las sombras se desvanecieron de inmediato. Mi abuelo
regresó a su rincón.

Me abracé a José como si fuera un tronco en medio del río y lloré sin
poder parar durante un buen rato.

—Ya está, Jeshuá, ya pasó –decía él, meciéndome mientras me


abrazaba–. ¿Has tenido una pesadilla? Déjala que se marche, no lo
pienses más. No es real.

Su abrazo y su calor me fueron reconfortando.

—Sí es real –dije al fin, algo más calmado–. No estaba soñando. El


abuelo estaba aquí y también un montón de espíritus malignos que me
querían matar.

José detuvo el vaivén con el que me acunaba, pero no me soltó. Yo


continué hablando:

—Vosotros no os dais cuenta, pero yo sí. Desde que él está aquí todo ha
cambiado. Mamá ha cambiado y tú también. Ahora todo es horrible –
volví a llorar–. ¿Pueden hacer eso, papá? ¿Las sombras pueden matarme?

José suspiró y continuó meciendo mi pequeño cuerpo tembloroso entre


sus brazos.

—Nadie va a matarte, Jeshuá. ¿Acaso no te acuerdas de quién eres?

Sus palabras me pillaron por sorpresa. Me aparté de él un poco, para leer


en sus ojos la intención de su pregunta. Lo que vi en ellos me llenó de
paz.

Sonriendo con dulzura, José pasó su mano por mi pelo y musitó:

—Mi pequeño dios en la Tierra. Has crecido mucho, ya no eres un niño


pequeño, ahora puedes entender mejor las cosas. No es fácil el papel que
te ha tocado vivir. Pero tú eres fuerte, eres listo, eres muy valiente, y lo
vas a hacer muy bien, porque eres especial.

Los ojos se me llenaron de lágrimas otra vez, pero eran de puro amor.
Amor líquido que rodaba por mis mejillas disolviendo el miedo.

—Padre –pronuncié esa palabra, sintiéndola como una realidad, y luego–:


¡Gracias!

No puede decir nada más. Me eché a llorar en sus brazos. José había
curado mi angustia con una fórmula fácil y
En la sombra también hay luz, Jesús. ¿Por qué, si no, te resultaría tan
fácil pasar de una emoción a otra? –la voz de Dios me despertó por la
mañana, cuando los rayos del sol ya rozaban mi cama–. Lloras de alivio y
lloras de dolor. Sientes angustia y al momento, felicidad. Vas recorriendo
el camino de la sombra a la luz y viceversa de manera constante. Por eso
es tan hermosa la experiencia humana: te ofrece una riqueza que en
pocos lugares puedes lograr. No tiene nada que ver con la riqueza
material, sino con la riqueza que de verdad le interesa al alma, la que le
ayuda a evolucionar. Aprender a desenvolverte con soltura entre tus
emociones humanas es un gran reto y, al mismo tiempo, un gran regalo.
La importancia se encuentra en el sentir. Cuando tú sientes, tu alma
comprende, y entonces puede evolucionar.

—Pero hay sentimientos muy desagradables –murmuré, aún medio


dormido.

El problema es el enfoque. Si tú crees que lo que estás sintiendo es más


poderoso que tú y dejas que te atrape la emoción, entonces, sí, la
situación se vuelve muy desagradable. Es lo que te pasó anoche con el
alma de tu abuelo, que atrajiste hacia ti toda su densidad, y no sólo la
suya; también la de los seres que ahora le acompañan, esos a los que él
mismo atrae con su dolor.

La mayoría de las personas no ven lo que ves tú y se ahogan en un mar


de negatividad y desconsuelo, creyendo que no son capaces de salir de él,
hundiéndose cada vez más con sus pensamientos. Se creen incapaces, se
sienten sin fuerzas. No se dan cuenta de que, con ese enfoque, están
atrayendo más y más densidad, y que esa densidad se cuela en sus mentes
para sugerirles nuevos pensamientos de derrota.

—Es lo que le pasa a mi madre –musité con lágrimas en los ojos.

Es lo que te pasa a ti también. ¿Te das cuenta? Te has despertado


tranquilo, pero pensar en ella te causa tristeza. Sólo un pensamiento te
separa de la luz. Sólo uno, y la transformación es inmediata. El secreto
estriba en dirigir lo que piensas, no en permitir que tu mente controle tu
vida, porque la mente es obtusa y se deja influir con mucha facilidad. En
cambio, el corazón necesita sentir para abrirse. No hablo del sentimiento
que llega detrás del pensamiento. Hablo del auténtico sentir, de la
emoción del alma, que reconoce perfectamente el camino a seguir, que se
identifica con el amor, la gratitud, la alegría y el reconocimiento.

Piensa en lo que sucedió en ti anoche, cuando José te llamó “pequeño


dios”. Descubriste en sus ojos el amor, pero también el reconocimiento
de tu luz. Eso te llenó de gozo. Alivio y gozo. Cuando el alma se
encuentra en el cuerpo necesita conectar a menudo con esa vibración,
porque es en ella donde se regenera y recuerda.

Los adultos que se reconocen a sí mismos, que se valoran y se respetan


están conectados con la luz de su alma, pero hay muchos que crecen
considerándose inútiles, pequeños e incapaces. Por eso es tan importante
que sus padres hagan lo que José hizo anoche contigo. Amor y
reconocimiento, Jesús. ¿Te das cuenta del efecto que produjo en ti?

—Sí. Me gustó mucho.

Pues con el alma de tu abuelo sucede igual.

—¿Qué quieres decir? –de repente me puse a la defensiva.

Sombra y luz. Luz y sombra. Todo forma parte de lo mismo. Ya te lo


mostró Sataniel, cuando eras más pequeño. No se puede luchar contra la
sombra sin apagar la luz, porque la lucha es pura sombra, ¿comprendes?
No es ésa la energía que ayudará a la sombra a recordar que primero fue
luz, y que lo único que le aparta de ella es un pensamiento.

—Pero las almas errantes no tienen cuerpo. ¡No pueden pensar!

¡Claro que pueden pensar! ¿No te das cuenta de que se aferran al cuerpo
que tuvieron en vida, adoptando su imagen todo el tiempo? Se identifican
con él, con el personaje que representaron en la vida que no desean dejar
atrás. Adoptan también su vibración: todas las emociones que sentían
estando vivos y todos los pensamientos.

Tu abuelo murió con un gran secreto que le oprimía el corazón. Por eso
se resiste a marcharse y, mientras se queda, revive una y otra vez la
misma batalla interior: callar o no callar, decirse a sí mismo que faltó a
Dios, que falló a su hija y también a su mujer. Teniéndolo todo en vida,
tu abuelo no era feliz. Se quedó atrapado en el pasado. Como no dijo
adiós al dolor, ni pidió perdón ni se perdonó, ahora su alma se resiste a
volver a la luz, porque se considera indigna de mí. ¿Comprendes?

Empezaba a comprender.

No es más que una creencia, no es real eso que piensa. Todas las almas
son dignas, porque la luz y ellas son lo mismo, pero si no la sienten, si no
recuerdan su origen, algunas de ellas no pueden trascender el efecto de
la dualidad.

—¿Quieres decir que la sombra de mi abuelo es una parte de ti?

¡Por supuesto! Recuerda, Jesús. Tú también estás olvidando lo esencial:


en la sombra también hay luz. No hay separación, sólo un proceso de
aprendizaje. La sombra es necesaria para que brille la luz. El alma de tu
abuelo, con toda su densidad, te está ayudando a brillar más. Brilla,
Jesús, brilla con toda la fuerza de tu luz, manifiesta el amor que llevas en
tu interior y deja que surta su efecto.

Me quedé unos segundos pensativo, valorando las posibilidades que mi


imaginación ahora me mostraba. Tratar a mi abuelo con amor, cambiar
los insultos por elogios, recordarle que, de niño, él era como yo, antes de
que se dejara atrapar por el olvido…

Llámalo ahora, Jesús, es el momento perfecto. Comprueba la diferencia


entre forzar una voluntad y convencer.

Aún era temprano. José estaría ya en el taller, pero seguro que mi madre
dormía. Últimamente se levantaba muy tarde. Cerré los ojos para
concentrarme en la luz que habitaba en mi corazón. Cuando sentí su
fuerza y su calor inspiré profundamente y llamé a mi abuelo, pero él no
acudió.

Prueba con su imagen –dijo Dios, mostrándome de repente un recuerdo


de mi primera infancia: mi abuelo llevándome de la mano a pasear. Yo
me sentía orgulloso, seguro y feliz a su lado. La imagen me ayudó a
conectar con aquella emoción, a sentirla de nuevo, tan real e intensa como
en aquel momento.

—Abuelo –musité con lágrimas en los ojos, y él apareció.

Se quedó mirándome desde la distancia, con un gesto extraño, como si le


sorprendiera mi actitud. Era agradable percibir ahora su interés por mí.
¡Qué curioso! Tantos días intentando que me escuchara, gritándole para
que me hiciera caso, pero nada. Y ahora, sólo con dos veces que susurré
su nombre, él estaba allí, prestándome toda su atención.

Eres tú el que ha cambiado de actitud –murmuró la voz de Dios en mis


adentros–. Continúa así y comprueba el resultado, la fuerza del amor…

—Abuelo –dije aún con lágrimas en los ojos–, perdóname. Yo… te


quiero.

Me puse a llorar sin poder controlarme, pero aquel llanto me liberaba, me


elevaba, me sanaba…

—No me gusta verte llorar –dijo él, acercándose a mí–. Tu madre se


pondrá muy triste si te oye.

Le sonreí.

—La quieres mucho, ¿verdad? Por eso no quieres irte.

Él asintió cabizbajo. Se sentó a los pies de mi cama.

—Es mi niña preciosa, la niña de mi corazón. Si la hubieras visto cuando


era pequeña, tan bonita, tan llena de luz –el semblante se le iluminó al
recordarlo, pero, en seguida, se ensombreció–. No fui un buen padre para
ella.

—¿Por qué no?

—Eres demasiado pequeño para comprenderlo –resolvió, sin alzar la


mirada.

—Yo creo que no. Ya he crecido. Comprendo muchas cosas. Por


ejemplo, sé que te sientes culpable, que te duele el corazón, porque te
gustaría cambiar algo que hiciste y ya no lo puedes cambiar.

—¿Cómo sabes eso? –preguntó, sorprendido.

—Me lo ha dicho Dios.

Hizo un gesto de desprecio y murmuró:

—Dios no existe. Fíjate dónde estoy ahora yo. ¿Ves a Dios por alguna
parte?

—Está en ti –dije, sintiendo en mi interior una gran fuerza–, pero lo has


olvidado, porque te resistes a creer que él pueda perdonarte. Pero,
¿sabes?, ya te ha perdonado. Mejor dicho, nunca tuvo que perdonarte,
porque te ama como eres y te respeta, te respeta muchísimo. Yo lo sé.

Mi abuelo dijo que yo estaba diciendo tonterías, lo negó todo, pero una
leve sonrisa en la comisura de sus labios me animó a seguir.

—Dios te ama, porque Dios está en ti. Viniste a la Tierra para recordarlo:
que Dios está en ti y que tú eres una parte de él en este mundo. Una parte
que aprende y evoluciona, y que le ayuda a crear –las palabras salían de
mí como impulsadas por una fuerza invisible, poderosa, expansiva, una
fuerza que no podía detener. Con la piel erizada continué–: No es verdad
que la Creación acabara en siete días. Eso fue sólo el principio. Por eso a
él le parece bien todo lo que tú hagas, los pasos que des, las decisiones
que tomes, ¡todo! Porque le ayudas a crear, y mientras tú creas aprendes.
A través de ti, él puede llegar a nuevas realidades. Sí, él, con toda su
grandeza, no puede llegar a esas realidades, pero lo hace a través de ti,
sólo a través de ti. Por eso, lo que hiciste no estuvo mal. Sólo fue uno de
tus actos de creación.

Mi abuelo se echó a llorar.


—Tú no lo comprendes.

—Pues cuéntamelo, abuelo. A lo mejor puedo entenderlo. ¡Ya no soy un


niño pequeño! Confía en mí, por favor.

—No, no, no. Se lo dirías a tu madre, y eso la haría sufrir más.

—No se lo diré. Yo tampoco quiero que ella sufra.

Se tapó los ojos con las manos y siguió llorando. Su imagen se volvió
más transparente, casi desapareció, pero antes de que lo hiciera del todo,
la voz de Dios me indicó: La luz, Jesús, háblale de la luz que hay en él,
ayúdale a sentirla.

—¡Espera, abuelo! Sólo una cosa más antes de que te vayas a tu rincón,
por favor.

Esperó con el semblante serio, de nuevo obtuso y lejano.

—Mi madre me dijo que eras un hombre muy valiente, que siempre se
sintió segura a tu lado, porque en el pueblo todos sabían que tú no tenías
miedo a nada ni a nadie. Pues te propongo un reto: ¿te atreves a mirar la
luz que hay en tu interior?

Mi abuelo protestó, afirmando que en él no había ninguna luz.

Dios, ayúdame –solicité en silencio, mientras escuchaba sus argumentos


de desconexión.

Al poco, mi madre entró en la habitación. Traía el pelo revuelto y los ojos


hinchados.

—Jeshuá, ¿me has llamado?

—Sí –dije comprendiendo, de repente, que su presencia podía ser la


ayuda que yo acababa de solicitar.

—¿Necesitas algo? –preguntó ella con actitud cansada. Parecía deseosa


de volver a la cama.
—Mamá, háblame del abuelo, por favor –le pedí, a sabiendas de que él se
quedaría para escucharla.

Mi madre dudó un instante, pero suspiró y se acercó a mí.

—Siéntate a mi lado. Háblame de él. Lo querías mucho, ¿verdad?

—Aún lo quiero –dijo, llorando–. Mi padre era el mejor hombre del


mundo, el más atractivo, el más honesto, el más valiente…

Eché un vistazo a la imagen de mi abuelo, cuyos colores, curiosamente,


comenzaron a brillar.

—Él me enseñó todo lo que sé. Era mi amigo, mi padre amoroso, mi


confidente… El ser más bueno de la Tierra para mí.

Al oír aquello, mi abuelo se echó a llorar otra vez.

—Sigue hablando, mamá. ¿De verdad era tan bueno?

—¡Bueno es poco! Era incapaz de hacerle mal a nadie, ni de engañar. Mi


padre nunca dijo una mentira, Jesús, y eso, en este mundo, es muy difícil.

El brillo sutil que había cobrado la sombra de su padre se apagó del todo.
Cada vez lloraba más.

—Y, dime, mamá –aventuré–, ¿crees que él podría sentirse culpable por
algo?

—¿Mi padre? ¡Jamás! –sentenció–. Él nunca hizo nada mal.

Yo sonreí al escuchar aquello y mi abuelo me miró fijamente.


Desapareció de golpe y apareció al momento junto a mí, hablando muy
deprisa:

—Dile que eso no es verdad, dile que soy indigno. Dile que yo la engañé,
que amenacé a ese hombre para que se apartara de ella y de ti, que le
aseguré que yo era capaz de matar, que me convertí en el Diablo para
defenderla y protegernos del escándalo. Ese hombre no era bueno para
ella. Ese hombre era un gusano asqueroso. Por eso me encargué de que se
fuera, por eso me aparté de Dios, porque mi hija es más importante que
ninguna otra cosa…

Ahora el que lloraba era yo. Él seguía hablando sin parar mientras
pasaban por mi mente los escasos recuerdos que tenía de mi padre.
Aquella vez junto al río, cuando yo era un bebé; mi encuentro con él por
la calle, la rabia que me invadió… Siempre había pensado que mi padre
se desentendió de mí, que no me quería, y a pesar de reconocer que José
era una bendición en mi vida, algo en mi corazoncito de niño lo
extrañaba. Porque, al fin y al cabo, yo era sangre de su sangre y él era mi
padre. ¿Cómo podía desentenderse de mí, vivir como si yo no existiera?

Pero no. Había sido mi propio abuelo el que lo convenció para que se
fuera. Él lo apartó de mí, lo amenazó con matarlo...

No. Ya no pensaba ayudarle a volver a la luz. ¡Se merecía quedarse en el


infierno para siempre!

—¡Díselo, díselo, díselo! –gritaba él, pero yo escondí la cabeza en el


regazo de mi madre y me eché a llorar sin consuelo.
No, no quise ayudar a mi abuelo aquella mañana, ni tampoco las que le
siguieron. Él acudía a los pies de mi cama cada amanecer e intentaba
convencerme para que hablara con mi madre. Quería que le contara la
verdad, pedirle perdón, sentir que ella lo perdonaba. Decía que lo
necesitaba, que no podía esperar, que la angustia cada vez era más
grande. Que al confesar la verdad se había dado cuenta de que estaba
aliviado, que se liberaba.

Me suplicaba que se lo contara todo, que le dijera cuánto la quería, pero


yo me daba la vuelta en la cama y lo ignoraba. Por eso, él me abordaba en
la cocina, mientras desayunaba, o a lo largo del día, cuando me
encontraba solo en alguna estancia.

Lo peor eran las noches. A veces, me despertaba tirando del jubón con el
que me tapaba o tocándome los pies. Por las noches, la sombra de mi
abuelo siempre venía acompañada. Presencias horrorosas que me
atemorizaban y, al mismo tiempo, me hablaban mal de él.

—No le hagas caso. Se ha portado mal –susurraban en la oscuridad de mi


cuarto, con voces que me helaban el corazón–. No se merece tu ayuda.
Por su culpa hoy no tienes padre…

—¿Lo ves? –decía mi abuelo–. Déjame salir de aquí. Ya no puedo


soportarlo.

Pero yo me tapaba la cabeza con el jubón y me daba la vuelta. Me había


dado cuenta de que, si no las miraba, si intentaba pensar en otra cosa, al
final perdían fuerza y se alejaban.

Por las mañanas me despertaba agotado, como si hubiera corrido toda la


noche. Me levantaba sin ganas, arrastrando los pies, y me negaba a volver
al templo para continuar con mis lecciones.

—No quiero ir –le decía a José, enfurruñado, cuando él me pedía que me


calzara para salir.

—Tienes que ir. El rabino te está esperando. Ya has faltado demasiado.


Pero yo negaba y negaba y, a veces, me escapaba corriendo de la casa.
Huía de todos y de todo, sin darme cuenta de que, en realidad, huía de mí
y de lo que me pasaba. ¿Cómo seguir llamando padre a José cuando sabía
ya que mi verdadero padre tal vez me añoraba? ¿Cómo mirarle a los ojos
sin contarle la verdad? ¿Cómo evitar su mirada?

¿Y mi madre? ¿Decírselo a ella? ¡Imposible! No podía añadir tanto dolor


a su desolación. Cada día estaba más triste, más encogida y, a pesar del
embarazo, más delgada.

Pobre Juan. Venir a este mundo en esas circunstancias, rodeado de


mentiras, tristezas y dolor. Qué prueba tan grande para mi futuro
hermano.

Por suerte, ahora, cuando pensaba en él, el alma de mi hermano se


presentaba ante mí sonriendo.

—¿Por qué sonríes? –le preguntaba yo–. Esto no es nada divertido. Te lo


aseguro.

Habitualmente, como única respuesta, él danzaba por toda la habitación,


la llenaba de luz a su paso y luego se refugiaba en el vientre de mi madre
sin decir ni media palabra. Pero un día, mientras corría hacia el río para
escapar de José, que pretendía llevarme al templo con el rabino, el alma
de Juan gritó, volando a toda prisa junto a mí:

—¡Detente, Jeshuá!

—¡Por fin me hablas! –dije yo, sin hacer caso de lo que me pedía–. Tengo
que esconderme, pero ven conmigo. Vamos a un lugar seguro.

Salimos del pueblo en dirección al río y nos refugiamos detrás de unas


piedras. El sol había iniciado ya su recorrido por el cielo y brillaba con
fuerza. Al reflejarse sobre el alma de mi hermano comprobé que estaba
adoptando forma humana. Algo parecido a un bebé transparente.

—Jeshuá –dijo, dulcemente–, Dios me envía para avisarte.


Al oír la palabra Dios sentí ganas de llorar. Hacía muchos días que no
hablaba con él. Era como si, de repente y sin motivo, me hubiese
olvidado de su existencia. ¿Cómo había pasado?

—Te has apartado de él.

—No, yo no… En realidad, él… Hace tiempo que no me habla.

—Sí te habla, pero tú no le prestas atención. Estás demasiado ofuscado.


Tienes la cabeza llena de pensamientos, y el corazón angustiado. No le
dejas pasar. Me envía para que te lo diga.

Era verdad. ¡Era verdad! ¿Cómo no me había dado cuenta de que llevaba
muchos días sin hablar con él? Desconexión, el principio de la
confusión… ¡Tanto que me había avisado! Y a pesar de todo ahora me
había atrapado.

—Tienes que dejar sitio para Dios en tu corazón y liberar tu cabeza. Eso
es lo que me ha dicho que te diga.

—¿Y por qué tú sí puedes decírmelo y él, no?

—Porque yo, ahora, estoy muy cerca de esta realidad. No es que Dios no
pueda llegar a ti, es que tú te apartas de él. Te resulta más fácil
escucharme a mí porque yo ahora soy casi como tú. Me faltan pocos
meses.

—Más te valdría marcharte. Este mundo es pura caca.

—¿Lo ves? –dijo mi hermano, sonriendo–. Esos son los pensamientos


que te apartan de Dios. En realidad, la caca está en tu cabeza, Jeshuá, no
en el mundo.

Y se echó a volar en círculos sobre mí, soltando un sinfín de carcajadas.


Su voz era cada vez más parecida a la de un auténtico bebé.

—Dios quiere que recuerdes que él está en ti y te pide que escuches a tu


corazón de nuevo. En tu corazón hay amor, hermanito. ¿Es que no te
acuerdas?
Siguió bailando a mi alrededor, envolviéndome con su risa. El sol
intensificaba su luz y proyectaba su reflejo sobre mí.

—¡Venga, hermanito! ¡Sonríe! No ves que es muy divertido. Ja, ja, ja, ja,
ja…

Me levanté de un salto y me puse a danzar como él, corriendo tras el


reflejo de su luz, siguiendo su estela.

—¡Eso, eso, baila, baila! –me jaleaba él, y así estuvimos durante un rato.

Al acabar me tumbé sobre el musgo que bordeaba el río y dejé que la


brisa me secara el sudor de la cara. Sentía el corazón contento, liberado,
danzando aún en mi pecho como si no quisiera parar.

Al permitir que se exprese tu corazón le abres la puerta al Amor —la voz


de Dios surgió de mis adentros, llenándome de paz. Dos lágrimas
corrieron desde mis ojos hacia el suelo—. El poder del amor es infinito,
pero si te apartas de él, si decides vibrar en la desarmonía, el amor te
obedece y te espera junto a la vereda del camino. Nunca se aleja
demasiado, porque sabe que volverás a él algún día. Mientras tanto te
respeta, te comprende, espera pacientemente, sin reproches, a que tomes
tu decisión desde la conciencia y la libertad.

Puede que, a veces, te llame, para recordarte que está ahí, que cuentas
con otra opción, la de vibrar en su frecuencia, pero sólo tú decides si
respondes a la llamada o la desoyes. Realmente depende de ti. Tus
decisiones son profundamente respetadas en el universo.

Yo sentía una emoción tan grande en el pecho que las lágrimas rodaban
por mis mejillas sin cesar. Escuchar de nuevo la voz de Dios, notar su
energía expandiéndose por todo mi cuerpo, me dejó sin habla. Él
continuó:

No debes dudar de ti mismo, Jesús, pero tampoco debes dudar del otro.
Desconoces los motivos que llevaron a tu abuelo a actuar de aquel modo.
Desconoces incluso lo que dijo tu padre y cómo reaccionó. Cuando
juzgas su comportamiento te apartas de mí y de la luz que hay en tu
interior, porque la luz no juzga, ni señala con el dedo. La luz respeta y
permite ser.

Los actos son expresiones de la luz manifestándose en la materia. Hay


actos más luminosos que otros, por supuesto, pero todos pertenecen al
proceso de creación. El ser humano posee la capacidad de crear. Él
decide cómo crea su propio mundo, con qué colores lo pinta y qué
matices le da. No sería justo que se le juzgara por elegir colores oscuros,
porque esos colores están en la paleta que se le dio para crear.

Jesús, fuiste a la Tierra para recordarles eso y mucho más, pero ahora te
has dejado atrapar por la rueda de la desconfianza. Es normal, hijo mío.
No es fácil para ti estar ahí, ser dios y ser humano al mismo tiempo, en
un mundo en el que nadie recuerda lo que tú sí. Pero eres fuerte, eres
valiente, eres puro amor encarnado, generosidad infinita, y eso no debes
olvidarlo nunca, porque conectar con esos dones que llevas en el corazón
es lo que te permitirá abrirte paso en medio de la bruma, continuar
brillando en ella, a pesar de su densidad.

Aquellas palabras me llenaron de gozo. ¿Cómo había podido olvidarme


de todo eso? ¡Con qué facilidad me desconecté de mi interior! Como si
me hubiera leído el pensamiento, la voz de Dios añadió:

Es fácil desconectarse de uno mismo cuando te dejas llevar por el dolor.


El dolor que no se acepta ni se comprende conduce al reproche y éste al
juicio. Reproche y juicio son opciones que poseen poca luz. Si pintas tu
mundo con ellas, tu realidad se torna gris y oscura, pero sólo porque tú
decides escoger esos colores, no porque yo te castigue.

La buena noticia es que puedes elegir de tu paleta otros colores más


luminosos y empezar a transformar con ellos lo que primero creaste.
También puedes continuar pintando en gris, si así lo deseas. Cualquiera
de las dos opciones está bien porque ambas te mostrarán el camino, una
de manera armoniosa y la otra, a través del sufrimiento. Tú decides,
siempre decides, cuál elegir, por eso no debes culpar a nadie del
resultado de tus creaciones.
—Eso no lo entiendo –aduje, reincorporándome al fin–. Yo no elegí que
mi abuelo echara a mi padre, diciéndole que lo iba a matar…

Sentí la sonrisa comprensiva de Dios precediendo a su respuesta:

¿De verdad que no? Cierra los ojos.

Al hacerlo vi una gran luz, una especie de túnel infinito, una burbuja
transparente… Supe que aquél era el refugio de mi alma y me dejé llevar
por la visión. Me vi a mí mismo en el interior de la burbuja decidiendo
los pasos que iba a dar cuando viniera a la Tierra, creando el entorno
apropiado para desempeñar en ella mi función. Recordé cómo y por qué
había elegido a mis padres y también que, en esa elección, incluí a José.

Las lágrimas rodaban otra vez por mis mejillas.

Tu abuelo hizo lo que tenía que hacer. Cumplió su función. En tu vida era
necesaria la influencia de José. Tenías que aprender de él sus hermosas
cualidades, nutrirte de la sabiduría que le han proporcionado los años y
también de su entrega. Sentir su amor incondicional, a pesar de todo.
Para él eres como un hijo, un verdadero hijo, y seguirás siéndolo cuando
nazca tu hermano, porque José te ama con todo el corazón.

—Pero, entonces… ¿por qué no lo elegí a él como padre? –pregunté,


aunque ya sabía la respuesta.

Porque tenías que experimentar el dolor del abandono para


comprenderlo. La rabia, la tristeza, el miedo… Todas esas emociones
guardan grandes aprendizajes para ti. ¿Cómo podrías explicar a otros
cómo trascenderlas sin conocerlas tú? No podías llegar a la Tierra y
empezar a hablar de amor, de unidad, de integración, de fuerza o de
coraje, desconociendo cómo funciona el lado más denso de la luz.

Debes comprender cómo funciona en ti, primero, para poder entender su


efecto en los demás y en el mundo. Por eso, ahora, debes reponerte.
Cambia tu punto de vista ante la situación que te entristece. Mírala con
amor, con los ojos del conocimiento que ya está en ti. Acabas de recordar
que tú mismo la ideaste antes de nacer. Necesitabas que fuera así para
desempeñar bien tu función en el mundo: aprender para poder mostrar el
camino.

Deja de verte a ti mismo como una víctima de la situación; deja de mirar


a tu abuelo como a un verdugo; destierra tus deseos de venganza y abre
el corazón.

Él está perdido en su propio dolor. No recuerda que lo que hizo formaba


parte de su plan de vida, y te está pidiendo ayuda. Ahora sí, te pide
ayuda, pero tú huyes de él, queriendo castigarlo. No lo castigues. Ábrete
al amor, Jesús, sabes cómo hacerlo.

Inspiré profundamente, sintiendo la certeza de aquellas palabras en mi


interior. Esta vez, la voz de Dios, además del equilibrio, me había
devuelto las fuerzas.

Me levanté decidido a ayudar a mi abuelo a trascender su dolor, para que


pudiera elevarse de regreso a la luz. Con grandes zancadas me alejé del
río. A mi espalda, entre el murmullo del agua, oí la risa divertida de mi
hermano Juan.
Al llegar a casa, mi madre y mi abuela conversaban tristemente en el
salón.

—¿Dónde has ido, Jeshuá? Tu padre ha estado buscándote.

Miré hacia el rincón de mi abuelo y vi que se acercaba. Hice un gesto


firme con la mano para decirle que esperase allí. Por primera vez, él me
hizo caso y volvió a sentarse, sin apartar la mirada de mí.

—He ido al río, mamá. Dios me ha llevado allí para comprender.

Mi abuela miró a su hija con una pregunta muda en la mirada: ¿lo ves?
Habían estado hablando de mí. Me tentó el impulso de responderle, de
cederle el mando a la emoción que ya nacía en mi estómago, pero recordé
las palabras de Dios y me contuve. Cambia tu punto de vista… Mira la
situación con amor.

Mi abuela no podía comprenderme porque estaba muy lejos de su


corazón. El color grisáceo que habitualmente adornaba su aura, ahora era
mucho más oscuro.

Yo no quiero tener el aura de ese color, pensé por un momento,


imaginando la cantidad de almas errantes que atraería. Miré hacia la
sombra de mi abuelo, pero él seguía allí, sentado en su rincón, expectante.
No parecía sentirse atraído en absoluto por el aura de mi abuela.

¿Por qué con ella, no?, le pregunté mentalmente, y él hizo un gesto de


desprecio que me sorprendió. Había sido su mujer. Se suponía que tenía
que quererla… Iba a preguntarle de nuevo cuando mi madre me sacó de
mi abstracción:

—Jeshuá, no puedes escaparte de casa sin decir a dónde vas.

No había emoción en su voz; sólo, languidez.

—Ya no soy un niño, mamá. He crecido. ¿No te has dado cuenta?

—Sólo tienes nueve años.


—Yo sé cuidarme. Además, Dios siempre me acompaña. Preocúpate
mejor por ti. No paras de llorar.

—¡Mocoso! –rechistó mi abuela–. ¿Cómo te atreves a hablarle así?


María, no se lo permitas.

Por los ojos le salía la prisa. Venga, María, ¡Haz algo!

Pero mi madre se echó a llorar de nuevo.

—¿Lo ves? Mira lo que has hecho. No tienes remedio –repitió por
enésima vez, y se fue a abrazar a mi madre, hablándole como a una niña
pequeña.

—¿Sabes, abuela? Esas palabras me duelen. Cada vez que las dices me
siento inútil. ¿Por qué te molesto tanto?

Ella me miró de reojo y besó la cabeza de mi madre. Aquel gesto, tan


simple pero tan elocuente, me llenó los ojos de lágrimas.

—Venga, díselo –susurró junto a mi oído la sombra de mi abuelo. Ni si


quiera me di cuenta de que había abandonado su rincón–. Dile lo que hice
y pídele que me perdone, por favor.

Algo en él había cambiado. Ya no se mostraba tan agresivo, aunque sí


muy impaciente. Intenté concentrarme en mí, en la luz que brillaba en mi
corazón, para restarle fuerza a la emoción que luchaba por abrirse paso. Si
me dejaba atrapar por el dolor que me causaba la desidia de mi abuela no
podría ayudar a nadie.

Conectar con mi alma me devolvía la paz. Era como si la luz, al


expandirse desde el centro de mi pecho, se convirtiera en un escudo
protector, un escudo que me otorgaba fuerza y confianza. Sin prestar
atención a mi abuela, me acerqué a mi madre.

—El abuelo necesita que lo perdones.

Ella me miró con ojos extraños, como si volviera de un país lejano sin
reconocerme. Me dolió aquella mirada, aunque sólo duró unos segundos:
la distancia entre su corazón y el mío.

—¿Por qué dices eso? –murmuró.

—Porque él está aquí y quiere que te lo diga.

—¡Venga, niño, deja en paz a tu madre! –exclamó mi abuela que, por un


instante, se había quedado muda–. Vete al taller a ayudar a tu padre y no
digas más tonterías. ¡Mequetrefe!

Tomé aire para conservar la calma. No quería gritarle a mi abuela. Sus


palabras se quedaron prendidas en el aire intentando calar en mí, atravesar
mi escudo protector para lograr que me sintiera pequeño, inútil, malo…

—Mamá, el abuelo dice que lo perdones, por favor, que él nunca quiso
hacerte daño –antes de que mi abuela volviese a protestar, seguí de
carrerilla–. Hace mucho tiempo, cuando yo aún no había nacido, el
abuelo habló con mi verdadero padre para pedirle que se apartara de ti.
Como él no quería y tú ibas a casarte con José, el abuelo le dijo que lo
mataría si no se quitaba de en medio. Es horrible, lo sé. Pero él está
arrepentido y quiere que lo sepas tú. Necesita que lo perdones para poder
irse de aquí.

Se hizo el silencio en la habitación. Leí en los ojos de mi madre la


sorpresa, también, la duda, pero la descartó.

—No digas tonterías –dijo, evocando las palabras de mi abuela por


primera vez.

Pero ella, mi abuela, se acercó a mí con una dulzura para mí desconocida.

—¿De verdad que está aquí?

Asentí en silencio, realmente sorprendido.

—¿Puedes decirle que lo siento? –las lágrimas empezaron a rodar por sus
mejillas.

—¿Madre? –preguntó su hija.


—Espera, María. Lo que dice el niño es verdad. Espera un momento.
Hijo, dile a mi marido que lo siento mucho, que yo no quería hablarle de
ese modo, que he llorado mucho desde que se fue, que ahora comprendo.
Lo echo de menos, lo echo mucho de menos, me siento sola sin él.
Díselo, por favor. Dile que le quiero, hijo.

Los colores de mi abuelo habían empezado a transformarse. Del negro al


gris; del gris al azul enrarecido.

—Te está escuchando, abuela.

—¿Y qué dice? Dime, hijo, ¿qué dice?

—Está mirando a mi madre. Sólo quiere que ella sepa la verdad y que lo
perdone.

—¿Cómo? ¿Qué? –musitaba ella con vocecilla de niña.

Me fui corriendo a abrazarla. Parecía tan frágil de repente.

—Tienes que perdonarlo, mamá. En realidad no es malo. Ya sé que es


muy feo lo que hizo. A mí me ha costado mucho comprenderlo. Ya ves,
todo este tiempo preguntándome por qué mi padre no me quería y resulta
que no era eso. Ya sé que no es justo y que ahora te duele más el corazón,
pero tienes que sobreponerte, mami, y perdonar. Es lo mejor para todos.
Él podrá seguir su camino y nosotros volveremos a estar bien.

—¡No! –gritó–. ¡No, no, no, no, no, no, no!

Mi madre salió corriendo de la habitación y mi abuela, tras dudarlo un


instante, se fue tras ella. De nuevo en su rincón, completamente envuelta
en gris y negro, la sombra de mi abuelo se echó a llorar como un niño.
Perdonar. Qué difícil resulta cuando duele el corazón. Yo mismo tenía
grandes reparos para perdonar del todo a mi abuelo. Él me apartó de mi
padre. Él me impidió ser un niño completo. Por mucho que comprendiera
el propósito de lo que sucedió, por mucho que recordara que yo mismo lo
había planeado antes de nacer, una pena profunda se despertaba en mí
cuando imaginaba a mi padre huyendo de mi madre, ocultándose de
nosotros, preso del miedo. Pobrecillo…

De repente, todos mis reproches hacia él se transformaron en algo muy


distinto. ¿Habría sufrido por nosotros? ¿Pensaba en mí algunas veces?
¿Se acordaba de que tenía un hijo? Las posibilidades infinitas que mi
mente humana ideaba me llenaban de angustia. Quería llorar, acusar a mi
abuelo, dejarme llevar por el deseo de venganza, pero la voz de Dios no
me dejaba.

Jesús, ya te has perdido una vez y tu hermano tuvo que rescatarte. Atento
a lo que estás pensando. Fíjate bien. Puedes transformar tus emociones
cambiando el enfoque. Tu abuelo no es culpable de nada. Tomó una
decisión que, en aquel momento, era la correcta para él. Hoy se da
cuenta de que no estuvo bien y desea rectificar. ¿Es eso castigable?
Piénsalo bien, Jesús. ¿Crees de verdad que estás en ese mundo para
castigar lo que has ido a iluminar?

No, claro que no, decía mi corazón atribulado, y entonces respiraba


hondo y me concentraba en la luz, en el propósito de mi alma, en mi
conciencia divina.

—Estoy en este mundo para ser un ejemplo de evolución, no de


estancamiento –me repetía a mí mismo en voz alta, consciente de que el
poder del pensamiento unido a la palabra cobraba mucha fuerza–. Estoy
en este mundo para ser una luz que guíe a las almas de regreso a casa. Mi
casa está en el Padre-Madre y en el refugio de mi alma. La mente me
sirve para ser humano, pero ella no sabe nada de la luz que hay en mi
corazón. Por eso tengo que enseñársela constantemente. Ya lo sé, Padre.
Me has enviado aquí para que aprenda a educar a mi mente y así pueda
mostrarles a todos cómo se hace…
Al cambiar el enfoque, me resultaba fácil recuperar la calma, sentir el
amor, dejarme impregnar por el propósito de mi existencia. Y perdonar a
mi abuelo.

Perdonar de verdad, con la voz del alma, porque el perdón auténtico es el


que nace en el corazón, y posee tanta fuerza que es capaz de iluminar la
densidad de la mente.

—Te perdono, abuelo –le decía a menudo, mientras él permanecía


apocado en su rincón–. Lo que hiciste me dolió y aún me duele, pero te
perdono. Tú también eres amor. Tú también puedes recordar y volver a la
Fuente.

Mi abuelo sufría. Era evidente. Los colores que rodeaban su imagen eran
cada vez más opacos.

—Abuelo, sal de ahí. Vuelve a tu verdadero mundo. Perteneces a la luz.


No te dejes convencer por las sombras.

Las sombras acudían a él cada vez con más insistencia, sobre todo por las
noches. Yo las oía susurrar desde mi cama, decirle a mi abuelo cosas
horrorosas que un niño no debería escuchar. Querían convencerlo para
que se pegara a mí, para que cobrara fuerzas a costa de mi energía.
Decían que yo no era bueno, que era indigno, que iba a hacerle mucho
mal al mundo… Decían que por mi culpa estaba él así, que tenía que
vengarse.

Pero mi abuelo se resistía a hacerles caso y les pedía que lo dejaran en


paz. Un resquicio de amor brillaba en su corazón marchito, un resquicio
de esperanza.

—Abuelo, por favor, ve a la luz. Hay un ángel esperándote. Él te ayudará


a comprender. Dios te ama. No has hecho nada malo.

Pero negaba y negaba y solo levantaba la cabeza cuando mi madre


entraba en la sala o cuando la oía llamarme.

—María –murmuraban sus labios agrietados y casi borrosos–. Mi niña…


Si hubiera tenido lágrimas, las hubiera derramado. Cuánto dolor
concentrado en una imagen inerte. Cuanta tristeza condensada en su
espíritu.

—Abuelo, venga, vamos, yo te ayudo –le pedía infructuosamente, y él


desaparecía, se ocultaba para que yo no le viera, para que le olvidara.

Eso me dijo un día, que le olvidara, que continuara con mi vida sin pensar
en él.

—No puedo. Eres mi abuelo y además te veo.

—Pues haz como que no me ves.

Yo negaba con la cabeza y él se desesperaba aún más.

—No quiero hacerte daño.

—Yo sé que no me lo harás, porque tú eres bueno. Tienes un corazón


bueno. Eso también lo veo.

Y entonces el que negaba con la cabeza era él, y volvía a ocultarse. Lejos
de mí, lejos del mundo, lejos tal vez de sí mismo.

Una mañana, mi madre me descubrió hablando con él y me hizo muchas


preguntas. Le interesaba sobre todo saber cómo me había afectado la
noticia, cómo me sentía, qué pensaba acerca de mi padre y también acerca
de mi abuelo.

—En realidad, mamá, todo está bien, aunque ahora no puedas


comprenderlo.

Ella me miró con extrañeza.

—No entiendo cómo puedes decir eso. ¿Qué piensas ahora de José…?

—Eso no es lo importante, mamá. Prefiero que hablemos del abuelo. Él


está aquí y no puede marcharse hasta que tú le perdones. Está aquí y no
está bien. Cada día está peor. ¡Tienes que perdonarlo!
De repente, mi madre me abrió el corazón. Se echó a llorar mientras me
decía casi gritando:

—¡No puedo, Jeshuá! ¡No puedo! ¿Sabes cuánto quería yo a tu padre?


¿Sabes cuánto he sufrido todos estos años pensando que él no me quería,
sin entender su abandono ni su desinterés por ti? No tienes ni idea porque
aún eres un niño, y los niños no entienden las cosas de los adultos. Ni
siquiera sé por qué te lo cuento, porque no lo vas a comprender. Pero
tengo que decírselo a alguien. ¡Por Dios! El corazón me quema por
dentro. ¡Mi padre! Mi propio padre fue quien lo apartó de mí. ¡Y me lo
ocultó durante años! Me obligó a casarme con un hombre al que yo no
quería, cuando podía haberme casado con el que de verdad amaba.
¿Perdonarle? Si ni siquiera puedo aceptar que sea cierto…

Me acerqué a ella para abrazarla. Sentía en mi pecho todo su dolor, casi


me asfixiaba.

—No llores así, mamá. No pienses todo eso. Tienes que pensarlo de otra
manera, una manera que no te haga sufrir tanto. Por favor, mamá.

Lloraba con ella, abrazado a ella, acunándola y dejándome acunar. Ella


tampoco quería que sufriera yo.

—Bueno, venga, Jeshuá, dejemos este tema, que nos ponemos muy tristes
y va a llegar papá dentro de poco. No quiero que nos vea así y tengamos
que contarle qué nos pasa.

—¿No lo sabe?

Dijo que no. Aún no había encontrado el momento ni las palabras para
contárselo.

—¿Y la abuela?

—Le pedí que no se lo dijera. Por lo visto, ella también lo sabía. Ha


convivido con el secreto durante todos estos años, enfadada con su
marido, reprochándoselo constantemente. Ahora comprendo sus
constantes cambios de humor. Pensaba que había cambiado por mí, por el
embarazo, pero no. Dice que cambió porque no puede soportar la mentira
y él la obligó a mentir a todos y a mí.

—Sí –musité, recordando las decenas de momentos en que mi abuela me


había gritado en la cocina de su casa, incluso siendo un bebé.
Mostrándome claramente su desprecio, como si yo la incomodara–.
Entonces, por eso me trata tan mal, porque piensa que es por mi culpa…

—La abuela no te trata mal, Jeshuá.

—Siempre me grita, me obliga a callarme o me dice cosas que me dan


miedo. Lo hace desde siempre, aunque cuando estás tú disimula.

Con el ceño fruncido buscó en mis ojos la veracidad de lo que le contaba.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

Me encogí de hombros y añadí:

—El abuelo también lo hacía.

—Ya veo.

Se quedó pensativa, con la mirada perdida en el pasado; las lágrimas


aflorándole otra vez.

—No llores, mamá. Hace mucho que no me hablabas como hoy. Te he


echado de menos.

Se limpió la cara e intentó fingir una sonrisa. Me abrazó con dulzura. A


mi espalda, la oí contener un suspiro.
Por la tarde salí a dar un paseo por el río. Me gustaba volver allí para
sentir de nuevo la brisa fresca, el sol acariciándome con suavidad, el
murmullo del agua. Dios me hablaba con más claridad en aquel entorno
mágico.

A veces, algunos niños se bañaban cerca de mí y me animaban a jugar


con ellos, pero yo no me sentía muy cómodo a su lado, porque no podía
hablarles con libertad. Si les decía que tenían el aura de color azul me
miraban como si fuera un bicho raro. Si les pedía que no se peleasen tanto
me llamaban nenaza. Si me quedaba absorto escuchando la voz de Dios
en mi interior me tiraban piedras para que saliera de lo que llamaban mi
mundo de loco.

Aquella tarde, sin embargo, no había nadie junto al río. Me acerqué


aliviado a la orilla, porque necesitaba tranquilidad para conectarme con
mi alma y poder hablar con Dios. Tenía que hacerle un montón de
preguntas; en casa, sus respuestas me llegaban distorsionadas por las
emociones desbordadas de mi madre, los lamentos de mi abuelo y las
sombras que lo acosaban.

Me tumbé cerca del agua, cerré los ojos, extendí los brazos y respiré. Era
muy agradable estar allí, pero de repente…

—¿Qué haces?

Abrí los ojos y la vi frente a mí. La luz del sol creando destellos dorados
en su pelo. La chica más bonita del universo.

Me quedé embelesado mirándola, sintiendo en sus ojos la bondad, la


pureza, y un montón de sensaciones más que ponían muy contenta a mi
alma.

—¿Qué haces ahí tumbado? –repitió con su voz de niña.

—Mirarte –respondí como un bobo.

Ella dejó escapar una risilla y me tendió la mano.


—¿Vienes a jugar?

No lo dudé. No hubiera podido negarme.

Juntos corrimos de la mano por el prado, riendo y gritando al viento,


presos de una extraña felicidad repentina, como si nos hubiéramos
reencontrado después de mucho tiempo.

—Me caes muy bien –dijo ella cuando nos sentamos a escuchar juntos el
canto de los pájaros y el murmullo del río–. Creí que no encontraría
amigos tan pronto.

—Nunca te había visto por aquí.

—No, es que soy de Magdala. Llegamos hace poco.

—¿Magdala? No lo conozco.

Ella sonrió, divertida, y tiró una pequeña piedra al río.

—Yo tampoco conocía Nazaret. Creía que no me iba a gustar, pero ahora
me gusta –dijo mirándome con dulzura.

Mi alma, de nuevo, se puso a aplaudir en mi pecho.

—Pues yo creía que la Tierra no me iba a gustar, pero ahora… me gusta.

—¡Ja, ja, ja! ¡Qué loco! ¡Venga, vamos a seguir jugando! –rió
levantándose y tirando de nuevo de mi mano.

Recuerdo aquel momento como uno de los más hermosos de mi vida en la


Tierra. Se llamaba María, igual que mi madre, y mis locuras la hacían
reír. Su risa bella me alegraba el corazón y me animaba a ser yo mismo.
A su lado no tenía que ocultarme.

—Lo que más me gusta de ti –me dijo en una ocasión– es que hablas con
los ojos. Casi puedo saber lo que estás pensando sólo con mirarte. ¡Menos
mal que no dices mentiras! ¡Ja, ja, ja! Porque te las descubriría todas.
Reía y reía y yo pensaba que era la persona más alegre del planeta. Y
también pensaba que menos mal que la había encontrado, porque
últimamente mi vida se había complicado mucho y me resultaba muy
difícil sonreír o sentir cosas agradables. En mi casa, el ambiente estaba
cada vez peor. Mi abuelo sufriendo, mi madre mintiéndole a José, mi
abuela llorando cada vez que venía a visitarnos…

Realmente, María fue para mí como un soplo de aire puro en medio del
calor asfixiante o una luz en la noche oscura.

—Jesús –me preguntó una tarde mientras mirábamos juntos hacia las
primeras estrellas que surgían, tumbados a la orilla del río–, ¿tú crees que
Dios existe?

—Estoy seguro.

—¿Y cómo puedes estarlo, si nadie lo ha visto?

—Yo sí y tú también, pero no te acuerdas. Nadie se acuerda, pero todos lo


han visto.

—No lo entiendo –dijo ella colocando las manos detrás de la nuca.

—Lo vemos antes de venir a la Tierra porque formamos parte de él. Él


también forma parte de nosotros. En realidad podríamos verlo todo el
tiempo, pero nadie se acuerda de mirar en su corazón.

—¿En el corazón de Dios?

—No, en el corazón de cada uno. Dios está allí. Bueno, un trocito de


Dios.

—¿Quieres decir que Dios se ha dividido en muchos pedacitos y que se


ha metido así dentro de cada persona?

—Bueno… No exactamente. Dios siempre está completo, pero una parte


de él está en cada uno de nosotros.

—No lo entiendo –repetía, como tantas otras veces, y cambiaba de tema


muy rápido–: ¡Escucha! ¿No lo oyes? ¿Es un colibrí?

María nunca pasaba demasiado tiempo preocupándose por algo, porque


vivía constantemente en el corazón, conectada con la alegría y con la risa,
fluyendo con la magia de la vida. Yo me daba cuenta del regalo que ella
representaba en mi vida en aquellos momentos y agradecía al Padre-
Madre que la hubiera puesto en mi camino, para ayudarme a seguir
conectado, a seguir disfrutando, a seguir sonriendo. Para alejar de mí la
sensación de soledad y abandono que últimamente me estaba
angustiando.

Mientras tanto, los días pasaban y la barriga de mi madre crecía y crecía,


anunciando que estaba próxima la llegada de mi hermano. Yo no quería
que él naciera en medio de aquella densidad y, a menudo, apremiaba a mi
madre para que perdonase a mi abuelo, para que le dijera la verdad a José
y pudiéramos todos recuperar nuestra vida de antes, cuando éramos una
familia feliz y sincera. Pero ella se negaba, diciendo que yo no podía
entender sus sentimientos, porque aún era muy niño y no sabía de las
cosas de la vida. Pero yo sí que sabía. Sabía mucho más de lo que ella
estaba dispuesta a escuchar. Por ejemplo, había descubierto que mi
verdadero padre se había casado y que vivía en un pueblo cercano. Sabía
también que tenía dos hijos, una niña y un niño, y que parecía quererlos
mucho. Me lo había mostrado mi alma al viajar hacia él, un día en que
dejé que saliera de mi cuerpo.

No se lo había contado a mi madre porque no quería que se pusiera aún


más triste y porque no sabía cómo explicarle que yo podía salir del cuerpo
a mi antojo y viajar a donde me diera la gana. Lo había descubierto por
casualidad, una noche en que no aguantaba más los lamentos de mi
abuelo, ni las voces crispantes de las sombras que pugnaban por arrástralo
con ellas a las profundidades de la densidad.

Me había tapado los oídos y cerrado los ojos, reprimiendo un grito para
no despertar a mis padres. Recuerdo que en aquella postura tan tensa, en
algún momento, grité dentro de mí: ¡Quiero irme de aquí! Y, de repente,
empecé a sentir como un rugido en el pecho, algo que se aceleraba, y un
zumbido muy fuerte en los oídos. Durante unos segundos, todo se volvió
borroso y, al poco, me sentí flotando sobre mí. Completamente
anonadado observé mi cuerpo desde arriba, mi cama, la mesita, el orinal,
mi habitación, la cocina, la sala central, la casa entera, ¡el techo desde
afuera!

Cuanto más me sorprendía más rápido me alejaba. Pensé en mis padres y,


al instante, allí estaba, observándolos desde arriba en su habitación.
Dormían plácidamente en su cama, ajenos por completo a lo que me
estaba pasando a mí.

Entonces pensé en mi abuelo. ¿Se habría dado cuenta? Y sólo con eso, ya
estaba allí, en la sala, sobre él, que me miraba con ojos extraños, como
preguntándose qué hacía yo allí.

—¿Puedes verme, abuelo? –pensé, y él dio un brinco.

—O sea, que eres real –dijo él.

—¿Puedes oírme?

—Claro que sí. ¿Qué haces que no estás durmiendo?

—No sé, no podía dormir, y me ha pasado esto. He pensado en ti y estoy


aquí. Con mis padres también me ha pasado.

—Sí, así funciona. Sólo piensas a dónde quieres ir y ya estás ahí. Así que
piensa que vuelves a la cama y déjame tranquilo.

Con el pensamiento. ¡Qué maravilla! Sólo con el pensamiento. No dije


nada, pero descarté la cama y pensé en María. ¿Estaría ella durmiendo
ya? Al instante allí estaba. Su habitación era pequeña y angosta. Estaba
rodeada de pieles por todas partes, como si alguien se preocupara mucho
de proteger a María. Qué raro. Tendría que preguntárselo.

Me acerqué un poco a ella para comprobar si dormía. Su respiración


serena me respondió que sí y me quedé contemplándola de cerca durante
un rato. Era tan guapa…

Por primera vez en mi vida me atraía otro ser humano que no fuera mi
madre. Algunas personas me habían llamado la atención o resultado
curiosas, pero ninguna como María. Ella era especial, distinta. Me
acerqué para besarle la mejilla y, al rozarla, abrió los ojos de repente. Me
asusté tanto que me aparté de un brinco y, de golpe, aparecí en mi cama,
con los ojos muy abiertos y asombrándome de contemplar el techo de mi
habitación.

Fue así como descubrí que mi padre se había casado con otra mujer y que
tenía dos hijos. Dos hijos. Mis hermanos. A ellos no los había
abandonado, ni tampoco a la que era su mujer. ¿Qué tenía ella que no
tuviera mi madre? ¿Qué tenían ellos que no tuviera yo?

La primera vez que me dejé atrapar por esos pensamientos, mi alma


sobrevolaba por encima de mis hermanos, mientras ellos dormían
plácidamente. Al verlos allí, descansando uno junto al otro, niños felices
rodeados de amor, me pregunté por qué yo no había tenido la misma
suerte y enseguida sentí ganas de llorar. Noté que descendía, que
mermaba mi capacidad de volar y que me situaba, sin querer, de pie junto
a su cama.

A esa altura empecé a percibir los pensamientos de baja vibración que


flotaban en el ambiente, algunos de mi propio padre. Sí que se acordaba
de mí. Se sentía culpable. Aunque en aquel momento me encontraba lejos
de mi cuerpo, me entraron ganas de vomitar. ¿Por qué no volviste a
buscarme…?

No tardé en percibir la presencia de las sombras que deambulaban por


allí. Parecían salir de todas partes. Mundos habitados por la densidad,
historias inconclusas, seres de baja vibración que penaban en el mundo de
la noche, atrapados en laberintos de desolación. Una y otra vez reviviendo
las mismas historias, las mismas tribulaciones, idénticos fracasos. Seres
marchitos de aspecto decadente; algunos, realmente horribles.

No, aquello no se parecía en nada a lo que experimenté al visitar a María


por primera vez. Aquello, si se podía llamar así, era el infierno. Aquel con
el que mi abuela me había amenazado tantas veces. Un auténtico calvario.

Las sombras se fijaron en mí y me llamaron:


—Ven, acércate, ¿qué buscas aquí?

Sentí tanto rechazo, tanto miedo… Mi vibración cayendo en picado por


momentos. Era como si me faltara el aire, como si estuviera agonizando.
¿Me estaré muriendo? Y, al pensarlo, me vi a mí mismo en un sepulcro,
ataviado con las vestimentas mortuorias, con la piel del color de la cera,
sin vida.

¡No! —grité desde mis adentros—. ¡Basta! Quiero volver a mi cuerpo,


quiero salir de aquí. Pero no funcionaba.

—¡Padre, ayúdame!

Al poco oí el eco lejano de la voz de mi abuelo, indicándome cómo viajar


fuera del cuerpo. Sólo con el pensamiento…

Claro. Con el pensamiento. Concentré toda mi atención en imaginarme


tumbado en mi cama, a salvo bajo las sábanas de mi hogar, reconfortado.
Al instante, allí estaba, volando de nuevo sobre mí, lejos del infierno.

—Quiero volver a mi cuerpo –musité interiormente, y abrí los ojos.

El techo de mi cuarto me parecía de repente el lugar más bello del mundo.


Nunca me había sentido tan a gusto en el cuerpo.

Acabas de comprobarlo, Jesús –dijo la voz de Dios–. En la Tierra es fácil


dejarse llevar por un pensamiento de baja vibración y conocer el infierno
en el que habitan las sombras. Es necesario para que tenga lugar la
evolución. El aprendizaje consiste precisamente en eso: en aprender a
cambiar el enfoque para sustituir los pensamientos que vibran bajo por
otros que vibren alto.

Es realmente sencillo, pero no parece fácil cuando te rodea la densidad.


Recuérdalo siempre cuando tus emociones quieran dominarte: que
puedes transformarlas cambiando el foco de atención. Piensa en cosas
agradables, vibra en la alegría, en la esperanza, en la ilusión, y estarás
salvado.
Puedes salvarte a ti mismo de cualquier infierno. Sólo tienes que confiar
en tu capacidad de transformarte en todo momento. No eres un ser a
merced de los acontecimientos. Eres soberano de tu propia energía, y la
diriges con el pensamiento. En el cuerpo y fuera de él. En realidad es lo
mismo. Tú ahora empiezas a olvidarlo pero, antes de nacer en ese
planeta, lo dominabas a la perfección.

Las palabras de Dios fueron acunándome hasta el sueño. Recuerdo que


me quedé dormido abrazado a mi jubón, como cuando era pequeño,
sintiéndome así seguro y en casa.
El día que descubrí a mi madre llorando a escondidas comprendí que
había llegado el momento de tomar las riendas de la situación. Al
comprobar que se ocultaba de mí para evitar que sufriera por ella me di
cuenta de que, ahora, la mentira convivía con nosotros en nuestro hogar.
Ya no éramos la familia feliz y sincera que lo compartía todo, ya no nos
contábamos las cosas ni nos ayudábamos en los momentos difíciles. Cada
uno se ocupaba de sus asuntos y dedicaba poco tiempo a hablar con los
demás.

Yo había retomado mis lecciones en el templo, al que acudía por las


mañanas, y me encontraba con María por las tardes. Hasta el mismo José
parecía contagiado de aquella extraña distancia. Pasaba mucho tiempo en
el taller y aparecía por casa sólo para comer y a la hora de la cena. Los
encuentros en familia se habían convertido en pequeños espacios de
silencio, en los que apenas se escuchaba el crujir de los alimentos en la
boca y, de vez en cuando, algún que otro comentario aislado.

—¿Cómo te fue hoy en el templo, Jeshuá? –me preguntaba José.

—Bien.

—¿Vas entendiendo ya las cosas?

—Sí.

—Jeshuá es un niño muy inteligente –decía mi madre, y todos


continuábamos comiendo.

De repente, yo era el nexo de unión entre ellos, que se dirigían pocas


palabras y sólo para hablar de mí. ¿Qué había pasado con la complicidad
que compartían? Habían desaparecido las sonrisas. Se fueron de la mano
de la sinceridad. Eso era lo que había pasado.

Qué terrible la mentira, que arrastra a las personas hacia su mundo


interior, desconectándolas por completo de las demás, pensaba mientras
engullía el pan con dificultad, sintiéndome solo en medio del abismo que
se había generado entre mis padres. Si José no sabía la verdad, ¿por qué
se alejaba de mi madre y de mí? ¿Es que acaso los efectos de su mentira
también lo atrapaban a él, por resonancia? ¿Mentía en algo José? ¿Tenía
también secretos que esconder?

Probablemente lo que pasa, me decía yo, es que intuye que mi madre ya


no es sincera con él. Siempre ha sido un hombre muy listo. No
comprende que ella no confíe en él. Tengo que hacer algo, me proponía
una y otra vez, pero nunca me atrevía a hacer nada. Hasta aquel día en
que comprobé que mi madre se ocultaba de mí para llorar.

Sin que ella se diera cuenta de que me ausentaba, la dejé llorando y salí
en busca de José.

En el taller, él se sorprendió al verme llegar.

—¿Qué haces aquí? ¿Te has animado por fin a ayudarme?

Me lo había pedido en varias ocasiones, que fuera al taller, que aprendiera


el oficio, pero yo tenía otras cosas más importantes que hacer, entre ellas
encontrarme con María.

—No, he venido a buscarte. Tienes que venir a casa. Mamá está llorando.

Él resopló y continuó puliendo un trozo de madera.

—Tu madre llora siempre. No ha superado aún la muerte de tu abuelo.


Tenemos que darle tiempo.

—¡Te equivocas! –grité–. Lo que le pasa es otra cosa. Tenéis que hablar y
aclararlo. ¿Es que ya no la quieres?

Él me miró, sorprendido, y por fin dejó de pulir aquel trozo de madera.

—Por supuesto que la quiero, Jeshuá. Es mi mujer. Juré amarla ante Dios.

—Te casaste con ella porque te lo pidió mi abuelo –ya no podía más. Iba
a vomitarlo todo.

José dio un respingo y el trozo de madera cayó al suelo. Mientras lo


recogía, dijo tartamudeando:

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué dices?

—Yo sé muchas cosas, padre… Por ejemplo, sé que no eres mi verdadero


padre, porque él huyó cuando tenía que haberse quedado. Sé que tú te
hiciste cargo de mí y de mi madre, porque te lo pidió mi abuelo. Sé que te
casaste con ella por obligación, no por amor, pero que luego la amaste y
te convertiste en el mejor padre del mundo para un niño como yo. Lo que
demuestra que eres muy bueno.

Paré un momento para respirar, porque lo había dicho todo de corrido.


José me miraba con los ojos empañados. La tensión había desaparecido
de su cuerpo.

—Es cierto –musitó–, pero te equivocas en una cosa. No me casé con ella
por obligación, me casé por amor. Por amor a ti. A ti y a lo que me
mostraste cuando viniste a verme antes de nacer. ¿No lo recuerdas?

Vagamente, una imagen borrosa se abrió paso entre mis recuerdos: una
escalera, una luz, una llamada…

—Tú me llamaste –dijo él–. Tú me enseñaste quién eras y por qué tenías
que venir. Me pediste que fuera tu padre, que te ayudara a crecer, que te
abriera el camino. Dijiste que me habías elegido, que me necesitabas, y
yo me entregué a ti con todo el corazón. No pude resistirme al amor que
me mostraste. No pude resistirme a ti.

José lloraba con las lágrimas del niño que abre por primera vez el
corazón, con la inocencia y la verdad brotando de su ser a raudales.

Corrí hacia él, me lancé en sus brazos, llorando también. Cuánta alegría,
cuánto amor. Sí, aquél era mi padre, el verdadero, el que cuidaba de mí.

—Te quiero –murmuré entre sus brazos.

—Y yo a ti, hijo –dijo él.

De repente me acordé del motivo que me había llevado hasta allí, pero ya
no tenía ganas de vomitarlo todo. Sólo quería disfrutar de ese momento.

Él se apartó de mí sonriendo, me tomó por los hombros para mirarme


bien.

—Cuánto has crecido.

—Quiero que todo vuelva a ser como antes, padre.

—¿Antes? –preguntó extrañado.

—Sí, cuando los tres nos reíamos juntos o llorábamos juntos. Ahora cada
uno va por su lado, como si no fuéramos una familia.

—Bueno, Jeshuá, la muerte de tu abuelo ha sido difícil para tu madre.


Hay que darle tiempo. Se le pasará.

—No es eso…

—Ahora que se ha ido, ella tiene que aprender a vivir sin él.

—En realidad no se ha ido. Él sigue allí. Está en casa, penando cada día
para que mamá lo perdone.

—¿Qué quieres decir?

Aunque José me había escuchado decirlo en varias ocasiones parecía


como si su mente desechase una y otra vez mis palabras. Nunca se lo
había planteado como una realidad.

—Ya sé que te cuesta entenderlo porque tú no lo ves. ¡Pero yo, sí! Lo veo
y lo escucho. Escucho su lamento. No sabes cuánto sufre. Sufre porque
ella no quiere perdonarlo y él necesita que lo perdone para irse.

—Espera un momento, Jeshuá, ¿lo dices de verdad? ¿Estás seguro? No


será tu imaginación.

Le miré torciendo el gesto en una mueca.


—¿Acabas de decirme que sabes quién soy y lo que he venido a hacer y
aún dudas de lo que puedo ver?

José sonrió, como si lo hubiera pillado haciendo una travesura. Yo


también sonreí.

—Venga, papá, créeme. Lo que te cuento es verdad, y necesito tu ayuda


para solucionarlo.

—Está bien. Te ayudaré –y volvió a abrazarme.


Dimos un paseo antes de volver a casa. Por el camino le fui explicando a
José cómo funcionaba el mundo de las almas errantes. Le hablé también
del poder del pensamiento para crear la realidad e incluso para viajar
fuera del cuerpo. Le conté que mi abuelo estaba atrapado en una especie
de laberinto energético, dominado por sus pensamientos y sus emociones
de baja vibración. Necesitaba que su hija lo perdonase, para volver al
mundo de la luz y retomar su rumbo. Las almas errantes sufrían mucho y
hacían sufrir a los que estábamos aquí, muchas veces sin proponérselo,
porque su presencia nos impulsaba a enfadarnos los unos con los otros o a
deprimirnos.

—Entonces, ¿eso es lo que le pasa a tu madre? ¿Por eso está cada vez
más triste?

—Bueno, en realidad, no…

Había llegado el momento. Nos encontrábamos ya muy cerca de casa y


tenía que contarle el resto de la historia si quería que él me ayudara. Era
mejor que lo supiera por mí antes que encontrarse con la sorpresa de
repente.

—No te va a gustar lo que voy a decirte –comencé–, pero tienes que


saberlo. Mamá está tan triste porque ha descubierto que su padre le
mintió.

Él se detuvo frente a mí.

—Continúa.

Mientras se lo contaba, su expresión se transformó varias veces.

—¡Por todos los diablos! –exclamó al fin–. ¿Por qué no me lo dijo?

—Ella no quiere que sufras.

—¡Ella, no! ¡Él! ¿Por qué no me lo dijo? Era mi amigo. Confiaba en él.

José siguió blasfemando durante un rato, vomitando su ira sin control. Yo


me senté en el suelo a esperar, pensando en que ahora la situación se
complicaba. Otro más. Otra persona más con rencor hacia mi abuelo.
¿Cómo iba a elevarse el pobre en medio de tanta densidad proyectada
hacia él? Aquello iba a ser interminable.

Cuando acabó de protestar, José me dijo que me levantara.

—Vamos a casa. Tengo que hablar con tu madre.

Mientras corría hacia casa tirando de mí, yo me negaba a caminar


pidiéndole que parase, diciéndole que así no, que iba a complicarlo todo
aún más. Pero él no me escuchaba y me obligaba a avanzar, con mis pies
arrastrándose por el suelo y creando un surco en la tierra tras de mí.

¿Dónde estaba el padre amoroso y comprensivo? Se había esfumado.


Ahora sólo había un hombre iracundo y cegado por la rabia. ¿Cómo
acabaría aquello?

Irrumpimos en casa con un grito que salió de sus entrañas:

—¡Mujer! ¡Ven aquí ahora mismo! –ordenó.

Yo nunca lo había visto así. Libre al fin del yugo de sus dedos en mi
brazo, me dejé caer al suelo llorando, con el corazón en vilo ante lo que
estaba a punto de suceder. Testigo involuntario de una situación que
nunca hubiera querido presenciar. Mi padre gritándole a mi madre sin
control, llamando a todos los demonios y diciendo un montón de cosas
hirientes. Mi madre llorando en un rincón, mirándome de vez en cuando
con la mirada cargada de reproche, como si yo fuera el culpable de
aquella situación.

¿Por qué se lo has dicho?, me acusaban sus ojos llenos de dolor, y yo


quería esconderme dentro de mí mismo, escapar de allí, desaparecer del
mundo.

—¡Prometiste respeto, mujer! –gritaba José–. Y ahora me entero de que


llevas meses mintiendo, ocultándome cosas que yo debía saber. ¡Me has
tratado como a un tonto! ¡Eso es! El tonto de José, que todo lo acepta y
todo lo traga. ¡Al que nadie tiene en cuenta!

La sombra de mi abuelo no tardó en intervenir.

—¡No trates así a mi hija, malnacido! –gritó desde su oscuridad,


apareciendo de repente junto a la oreja de José–. Ella no se lo merece.

Yo me tapé los oídos y escondí la cabeza entre las piernas, suplicando


que parasen, pero nadie me escuchaba. En éstas llegó mi abuela, para
añadir más leña al fuego. Aunque al principio intentó mantener la calma,
finalmente se dejó atrapar por la densidad que dominaba el ambiente, y
acabó gritando también.

—¡No le hables así a María! –exclamó, sumándose al equipo defensor de


mi madre–. Ella es inocente.

Mi abuelo y ella, los dos a coro, clamando por la inocencia de su hija,


mientras José bramaba que todos estaban en contra de él, que lo habían
humillado, que nadie lo había tenido en cuenta en aquella familia. Ni
siquiera su mejor amigo, el que le pidió un favor que no debería pedirse a
nadie: ¡que se hiciera cargo del bastardo de su hija!

Sé que no lo dijo desde el corazón, pero aquellas palabras llegaron como


una daga al mío. José, al pronunciarlas, se calló de golpe y me miró. Por
fin me miró. Y vio que lloraba. Y se dio cuenta de lo que acababa de
decir. Y entonces se derrumbó.

Para evitar que las mujeres le vieran llorar salió corriendo de la casa y
dejó la puerta abierta al salir.
Jesús –me dijo Dios esa noche cuando mi madre y mi abuela me enviaron
a dormir–, no te olvides de mantener en calma el corazón. Cuando tus
emociones humanas se desbordan pierdes la conexión con la verdad que
hay en tu interior y entonces te confundes, haces y dices cosas
provocadas por el miedo o por el dolor. Mantén tu centro, hijo mío. Éste
es un momento importante en tu camino. No estás solo. Yo estoy contigo,
porque estoy en ti. Siente tu esencia divina latiendo en el centro de tu
pecho y verás como en ella encuentras fuerzas para afrontar todo lo que
está sucediendo. Aunque ahora no lo veas claro, lo que ha pasado esta
tarde era necesario. Pronto lo comprobarás.

Sentir mi esencia divina en el centro de mi pecho… ¿Cómo lograrlo


cuando yo me sentía dentro de una espesa nube gris? Y esa nube no sólo
me apartaba de mi centro, sino que me llenaba la mente de pensamientos
de baja vibración. ¿Por qué habrá dicho eso? ¿Lo siente de verdad, que yo
soy un bastardo del que tuvo que ocuparse? ¿Va a abandonarme él
también? He fallado a mi madre. ¿Por qué no me callé?

No te distraigas, Jesús –decía Dios—. Concentra toda tu atención en la


luz.

Pero la luz se escondía entre las brumas de la nube, que se volvía más
espesa por momentos.

Aprende a educar a tu mente. Aprende a utilizarla con amor. No te dejes


arrastrar por la tendencia general. Estás haciendo exactamente lo que
has ido a transformar. Es una de las grandes pruebas que debes superar,
para luego poder mostrar cómo se hace. Aprende a educar a tu mente en
el amor. Haz que piense desde el amor, no desde el dolor o desde el
miedo. Tienes que intentarlo. Esa nube que te envuelve se disuelve con el
poder de tu intención. Focaliza toda tu atención en la luz que hay en tu
pecho, y si no puedes verla, imagínatela. Imagina que brilla una luz en tu
interior y haz que se expanda por todo tu cuerpo.

El poder de la luz es infinito y pronto disolverá la densidad que te rodea.


Inténtalo. Puedes hacerlo. Recuerda, Jesús, eres luz en expansión sobre
la Tierra.
¡Que no, que no, que no!, gritaba mi mente ofuscada. Que no puedo, que
no sirve, que no sé. Pero Dios insistía, implacable:

Sí puedes, Jesús, sí sabes, sí conoces el camino. Sólo tienes que intentarlo


una sola vez.

—¡Déjame! –grité, enfadado–. ¿No se supone que tengo libre albedrio,


que puedo decidir? ¿No se supone que tú respetas lo que yo decido?

De repente se hizo el silencio en mi interior. Un silencio total, absoluto,


abrumador. Sentí el vacío, sentí el abismo. Sentí la ausencia de su luz, y
me eché a llorar sobre el frío suelo de mi habitación.

—Eh, Dios, perdona. No quería decir eso –le dije a la nada, porque nada
era lo que ahora parecía rodearme–. Estoy aquí. Mírame. ¿No dices que
soy tu hijo? Atiéndeme. Yo no quería echarte. ¿Estás ahí…?

Tuve que experimentar aquella inmensa soledad durante toda la noche.


Me debatí entre llantos, súplicas, lamentos, maldiciones. Pataleé, imploré,
me puse de rodillas, mordí el jubón de mi cama para acallar un grito. No
quería despertar a mi madre ni a mi abuela. José aún no había vuelto y yo
no podía soportar su ausencia. Su ausencia, que acrecentaba mi
desconexión interior y daba alas a los pensamientos agoreros que mi
mente se empeñaba en generar: ¿Y si no vuelve? ¿Y si ya, nunca, vuelve?
Es por mi culpa. Soy yo quien lo ha estropeado todo. Soy yo, que nunca
debí nacer…

—¡Dios!, ¿estás ahí? ¿Es que no vas a hacerme caso? Te estoy pidiendo
ayuda, Dios.

Pero Dios también se había marchado. Sólo quedaba yo.

Lo comprendí cuando el alba comenzaba a despuntar y los primeros rayos


de luz se filtraron por el ventanuco de mi cuarto: la oscuridad no era
eterna. Tarde o temprano regresaba la luz, que siempre se abría camino
entre las sombras, que siempre regresaba.

Concentra toda la atención en la luz que hay en tu interior. Eso había


dicho él, pero yo no le hice caso. La luz que había en mi interior…

Con el dorso de la mano me sequé las lágrimas, inspiré profundamente y


cerré los ojos.

Hay una luz en medio de toda esta bruma, me dije a mí mismo, y está en
mí. Aunque ahora no la vea sé que está ahí, porque la luz siempre se abre
camino a través de las sombras. Como el sol de este nuevo día, que ya
está aquí. Ha sido una noche muy larga, pero ya terminó. Soy capaz de
ver la luz que hay en mí. Puedo encontrarla.

Tímidamente, como el fuego de una vela en el momento de prender, una


pequeña lucecita se encendió en mi corazón. Dubitativa, temblorosa,
débil, pero persistente.

—Yo soy esa luz –dije sin saber lo que decía–. Yo soy el amor que habita
en mí.

Y al pronunciar esas palabras, la luz creció de repente. Sentí su calor


acariciándome por dentro y eso me dio ánimos para continuar.

—Yo soy la luz que habita en mí —dije más fuerte, y la piel se me erizó
—. Yo soy el amor, yo soy la luz, yo soy la vida.

Las lágrimas volvieron a brotar, pero esta vez eran lágrimas de alivio,
lágrimas de júbilo.

Me reí, solté una carcajada y grité:

—¡Yo soy la luz, yo soy el amor que habita en mí. Yo soy la vida!

Me puse en pie. Comencé a bailar repitiendo las tres frases sin parar,
preso de una alegría repentina, una alegría irracional pero potente, real y
tangible.

—¡Yo soy la luz, el amor y la vida! —reía a carcajadas mientras lo


pronunciaba y saltaba.

De repente, la puerta se abrió y mi abuela apareció en el umbral,


cubriéndose la cabeza con un manto que llegaba hasta el suelo.

—Yo soy la luz, el amor y la vida, abuela –dije con firmeza–. Y tú


también.

Contra todo pronóstico, mi abuela sonrió.


Vamos a ver, Jesús, ¿qué has aprendido de lo que ha pasado? –me
preguntó Dios cuando yo, sentado junto al río, esperaba que llegara María
para contárselo todo.

—Que no debo echarte nunca más, porque tardas mucho en volver.

Sentí que Dios sonreía y que su risa me abrazaba con ternura.

Sí, pero más allá de eso. Más profundo, Jesús. ¿Qué has aprendido?

Me quedé pensativo. Había logrado que se disolviera la nube gris que se


cernía sobre mí e, incluso, pude contagiar a mi abuela. Ella me dio un
cálido beso en la frente al arroparme, antes de decirme, con lágrimas en
los ojos, que me quería…

—Creo que he aprendido a iluminar.

Muy bien –dijo él–. ¿Y cómo lo has hecho?

—Recordando que soy luz.

Eso es –parecía entusiasmado–. ¿Y qué más?

—¿Qué más? A ver, pues… he aprendido que puedo hacerlo yo solito.


Sin ti, que por cierto, no has estado muy amable conmigo esta noche.

¡Bravo, Jesús! —exclamó él, haciendo caso omiso de mi acusación—.


Has aprendido a valerte por ti mismo en medio de la densidad. Te has
demostrado que puedes, que sabes, que conoces el camino. ¿Lo
comprendes? Era necesario que te quedaras solo para que hallaras el
rumbo y descubrieras que sólo necesitas conectar con tu corazón para
que regrese la luz a tu vida. ¡Es maravilloso!

—Sí, tú estás muy contento, pero no ha sido nada fácil, ¿eh? ¿Dónde
estabas cuando te llamaba? Yo te necesitaba…

Observándote. Admirando tu capacidad de hundirte y de salir a flote con


tus propios recursos. Realmente ha sido precioso.
—Precioso, ¿eh? Ya me gustaría a mí verte aquí, haciendo lo mismo…

Ya estoy ahí, Jesús. Estoy a través de ti. ¿No lo comprendes?

—Sí –murmuré fingiendo un pequeño enfado.

Porque la verdad es que, aunque me estuviera haciendo de rogar un poco,


me sentía pletórico. No sólo había sido capaz de hacer todo lo que Dios
decía sino que además había propiciado el primer momento de
complicidad y conexión con mi abuela.

Inesperadamente, después de sonreír, ella me había abrazado, y los dos


nos habíamos echado a llorar, cada uno en los brazos del otro, borrando
así las huellas de tantos años de incomprensión y rechazo.

Mi abuela me había acompañado hasta la cama y se había sentado junto a


mí, acariciándome el pelo y diciéndome tantas cosas bonitas que yo tenía
que frotarme a veces los ojos para comprobar que no se trataba de un
sueño.

—Perdóname, Jeshuá —me había dicho—. Nunca te he tratado bien.


Perdóname, mi niño. Eres tan lindo. Sin querer te he culpado de cosas que
nada tenían que ver contigo. Si supieras cuántas noches llevo dándole
vueltas y vueltas a eso… Desde que se murió tu abuelo. No, desde que
dijiste que sabías lo que pasó de verdad, porque él te lo había contado.
¡Entonces me di cuenta! Por fin abrí los ojos, mi niño, y te vi. Y me vi a
mí misma tratándote tan mal… No sabes cuánto he llorado. Se me juntaba
todo: la tristeza por la muerte de tu abuelo, la rabia por todo lo que él hizo
mal, por lo que hice mal yo misma, y el desconsuelo de comprender que
nunca te había dado amor. Mi niño, tan pequeño, tan listo, tan bueno, y yo
haciéndote responsable de todo. Perdóname, Jeshuá, ¿podrás
perdonarme?

—Abuela –yo lloraba–. Te quiero. Eres muy guapa cuando hablas desde
el corazón.

Y los dos nos reíamos y nos abrazábamos, presos de una alegría


contagiosa.
Sí, encontrando el camino hacia mi propia luz le había ayudado a ella a
mostrar la suya. Me sentía orgulloso de mí mismo.

—Mira –le dije a Dios–, ¿sabes lo que te digo? Que en realidad no te


necesito. Si quieres marcharte una temporada, pues hazlo, que yo ya sé
cómo manejarme en este mundo.

Atento, Jesús –dijo él pacientemente–. Recuerda el poder que tiene la


palabra. Lo acabas de comprobar. ¿De verdad quieres que desaparezca
de tu realidad?

Se me encogió el corazón.

—No, era broma.

Él sonrió. Cuando lo hacía, yo sentía en mi interior una gran serenidad.

En realidad no podría irme –dijo–, porque estoy en ti. Me llevas en el


corazón. Eres una parte de mí y yo de ti. Estamos unidos, aunque en esa
dimensión tú decides y yo experimento a través de ti.

—¿Quieres decir que es como si vivieras en mí?

Vivo en ti.

—¿Y entonces, por qué a veces resulta tan difícil sentirte?

Porque a la mente humana le encanta crear nubes grises que la apartan


de mí. Pero yo siempre permanezco. Soy como el sol, que aunque haya
nubes, siempre está, siempre ilumina, siempre irradia. Eres tú quien
decide si te quedas bajo las nubes, impregnado por la lluvia que
seguramente caerá o despliegas tus alas y te pones a volar para
traspasarlas y llegar hasta mí.

Se trata de una simple decisión. Una decisión que yo no voy a cuestionar.


Yo sólo soy el sol que habita en ti. Mi labor únicamente es la de iluminar.
La tuya es la de elegir: volar o empaparte. Cualquiera de las dos
decisiones te proporcionará un gran aprendizaje, por eso las dos están
bien. Una te demostrará que puedes volar; la otra, que no necesitas
empaparte.

Cuando eliges muchas veces la segunda, al final comprendes que la


primera te evita muchas complicaciones. Algunos seres humanos
necesitan ese proceso para alcanzar la comprensión. Es un proceso que
los fortalece, por eso está bien lo que sucede, sea cual sea la decisión. Lo
has comprobado por ti mismo. ¿Cómo te sientes después de elegir
empaparte y encontrar el camino de vuelta para alzar el vuelo hasta tu
propia luz?

—Muy bien –respondí con mucha seguridad. Lo comprendía, lo


comprendía perfectamente y me sorprendía de lo difícil que me había
resultado comprenderlo mientras me empapaba.

Ése es el poder de la nube gris, que mientras te empapa te impide


reconocerte. Por eso, en el camino del aprendizaje, los seres humanos
tienen que encontrarse con muchas nubes grises que les demuestren lo
doloroso que resulta dejarse empapar, para que aprendan a encontrar
otra salida, otra solución. Para que aprendan a planear entre las nubes
sin dejarse empapar por ellas.

—Y eso, ¿cómo se hace?

Recordando dónde se encuentra el sol.

Aquella tarde, María no llegó, pero apenas me di cuenta, inmerso como


estaba en mi conversación con Dios.

Sentí frío cuando empezó a caer la tarde y me encaminé hacia casa,


imaginando que José ya había regresado y me esperaba para pedirme
perdón.
En casa, la que me esperaba era mi madre, sentada junto a la lumbre del
hogar. Había refrescado. Cuando la vi allí, acurrucada, envuelta en su
manto azul, acunándose a sí misma, como si se sintiera una niña falta de
consuelo, llorando en silencio, se me abrió el corazón de par en par y
corrí a abrazarla.

—Mamá, bonita, no llores. Yo te quiero. Eres la madre más bonita del


mundo. No estés triste, por favor.

Ella me abrazó también. Los dos nos mecimos juntos durante un rato. De
repente sentí que algo me empujaba desde el interior de su vientre y me
aparté un poco para mirarlo.

—¿Lo has notado? ––me preguntó, por fin sonriendo–. El bebé se ha


puesto contento.

Un escalofrío me recorrió por completo. El bebé... ¡El bebé físico! Yo


estaba acostumbrado a ver, e incluso a hablar, con el alma de mi
hermano, pero no con el bebé. Aquello era muy distinto, muy real, muy
impactante. ¡Se podía tocar! Puse la mano en la barriga de mi madre y
apreté un poco para que me hiciera caso.

—¡Eh, peque, estoy aquí! Venga, muévete otra vez. ¿Por qué no se
mueve?

—Espera —dijo mi madre, todavía sonriendo y recolocando mi mano en


el lugar apropiado—. Sé paciente.

Pasó un instante y, de nuevo, como si respondiera a la llamada silenciosa


de mi mano, el vientre de mi madre se abultó justo en el lugar en que ella
la había colocado. Una ligera presión, un cosquilleo, una especie de
caricia…

—¿Qué es? –pregunté susurrando, emocionado.

—Creo que es con el pie.

—¿Ya tiene pies?


—¡Claro! –soltó una carcajada–. Falta muy poco para que nazca. Tú
también hacías lo mismo.

—¿De verdad? –pregunté fascinado. Apenas me acordaba ya de aquella


etapa. Los recuerdos se iban difuminando entre las vivencias que me iba
proporcionado el tiempo.

—Sí, eras un niño muy movido. Tu hermano es mucho más tranquilo.

—No me extraña –exclamé sin pensar–. Debe de estar asustado, el pobre.

—Por qué dices eso –el semblante de mi madre se ensombreció de nuevo.

Yo miré al suelo.

—Bueno, ya lo sabes. Todo lo que está pasando…

Los dos nos quedamos en silencio durante un rato, conectando de nuevo


con la densidad de la experiencia que nos tocaba vivir. Entonces me
acordé de mi abuelo, y me sorprendí al comprobar que ya no se
encontraba en su rincón, ni en ningún otro lugar de la casa.

—Mama, ¿y el abuelo? ¿Dónde está?

Ella me miró como si me hubiera vuelto loco y suspiró.

—Jeshuá, cuando dices esas cosas no sé qué pensar… ¿De verdad hablas
en serio?

—Sí, mamá. ¿Dónde está? ¿Es que ya se ha ido? No lo veo.

Las lágrimas surgieron, otra vez, desde sus ojos grises.

—¿De verdad lo ves?

—Bueno, ahora mismo no lo veo –respondí buscándolo por toda la casa–.


Y es muy raro, porque no quería irse a ninguna parte hasta que tú lo
perdonaras.
Mi madre me obligó a pararme frente a ella. Me miró a los ojos, con esa
mirada intensa y poderosa que a veces ella proyectaba y que a mí me
convencía de que no me convenía ignorarla.

—Jeshuá, dime la verdad.

Le expliqué que ya se la había dicho, que llevaba meses haciéndolo. Le


conté todo lo que mi abuelo me había contado, le hablé de lo arrepentido
que estaba, de cuánto la quería, de la necesidad que tenía de su perdón. Le
conté que las sombras intentaban convencerlo para arrastrarlo hasta el
mundo de la densidad pero que él las rechazaba mostrando un gran valor,
a pesar de su insistencia y de cuánto lo tentaban.

—Es un hombre muy valiente, el abuelo. Bueno, su espíritu.

Ella inspiró profundamente y se apartó de mí.

—Tienes que perdonarlo, mamá. No le guardes rencor por lo que hizo.


Dios dice que todas nuestras decisiones están bien, que él no juzga
ninguna. No juzgues tú al abuelo. Yo ya lo he comprendido. Fue su
manera de demostrar su amor. Su amor por ti, mamá. Él te quiere mucho.

Otra vez se echó a llorar, pero ahora no se encerraba en sí misma ni se


apartaba de mí. Me di cuenta de que, por primera vez en todos aquellos
meses, mis palabras estaban calando en ella. Eso me dio ánimos para
continuar.

—¿Tú no me perdonarías si yo hiciera algo malo? ¿Verdad que sí? ¿Y por


qué me perdonarías, mamá? Porque me quieres, ¿no? ¿Acaso no le
quieres a él? Claro que le quieres. Por eso tienes que perdonarlo, porque
si no lo haces, él no puede marcharse y continuará en eterno sufrimiento
hasta que tú te decidas a avanzar. Sí, a avanzar, porque si no le perdonas,
tú también te estancas. Os estancáis los dos y le abrís la puerta al mundo
de las sombras, para que ellas campen a sus anchas por aquí, y créeme,
mamá, no son muy agradables, sobre todo por las noches, cuando te
despiertan con sus mensajes horribles y te llenan la cabeza de
pensamientos que te dan mucho miedo...
—Espera un poco, Jeshuá –dijo ella, alzando la mano–. Me cuesta
seguirte. ¿De qué sombras hablas?

—De las que viven en el mundo de la noche, y también de las que


acompañan a las personas que llevan mucho odio en su interior.

Los ojos de mi madre se clavaban en los míos, como queriendo adivinar


un signo de locura en mí, pero sólo encontró calma y seguridad.

—¿Y esas sombras acompañan a tu abuelo?

—No, porque él no las deja. Ya te he dicho que es muy valiente. Además,


no hay odio en su interior. Sólo se siente culpable.

Mi madre se sentó y entrelazó las manos sobre su vientre.

—Cuéntamelo todo –dijo al fin.


María suspiró.

—Qué bien que te haya escuchado, ¿no?

La luz del sol se reflejaba en su pelo ondulado. Mientras el viento lo


mecía de un lado a otro con suavidad, yo contemplaba el reflejo de la luz
en sus cabellos y me admiraba de la belleza del instante. El murmullo del
agua, el canto de los pájaros, la caricia del sol y de la brisa.

Por fin nos encontrábamos después de varios días sin vernos. Ella había
tenido que ir a Magdala con su familia para visitar a sus abuelos y traer
algunos muebles que dejaron allí. La había echado de menos.

—Sí. Me ha escuchado y me ha entendido. Eso parece. Me ha dicho que,


si mi abuelo vuelve, está dispuesta a hablar con él. Dice que para
perdonarlo necesita preguntarle algunas cosas.

—¿Y dónde está tu abuelo?

—No lo sé. Ha desaparecido de repente.

—Se habrá cansado de esperar y se habrá ido a la luz.

—No creo. Es muy cabezota.

Era tan fácil hablar con ella. Sólo tenía que explicarle las cosas una vez.
Ella no cuestionaba que lo que yo decía fuera la verdad. Simplemente la
aceptaba como una realidad, aunque fuera la primera vez que lo
escuchaba.

—¿Y qué harás cuando vuelva tu padre?

—Ya sabes que no es mi padre –dije de mal humor. Si él me consideraba


un bastardo…

—No pienses así –dijo María, como si me leyera el pensamiento.

—¿Puedes hacer eso? –le pregunté, sorprendido.


—¿Qué?

—Saber lo que pienso.

—Puede –respondió con una sonrisa misteriosa–. ¡Venga! A ver quien


llega antes a la cumbre.

Y echó a correr hasta el monte, riendo y llamándome Caracol. ¡Qué fácil


le resultaba animarme! No sólo me adivinaba por dentro; también me
ayudaba a transformar lo que no me hacía bien. Ella no dejaba que me
regodeara en el dolor o en la tristeza. Permitía que me desahogara
contándoselo, pero inmediatamente cambiaba de tema para que me diera
cuenta de que, en la vida, había miles de cosas más hermosas y divertidas
en las que colocar la atención.

Ésa es la verdadera ayuda, pensaba yo. Tengo que decírselo a mi abuela,


para que lo haga con esa amiga que siempre está quejándose de que todo
le va mal. No se da cuenta de que, al escucharla tantas veces, en realidad
no la ayuda, aunque ella crea que sí. La verdadera ayuda es la que María
ofrece tan bien: me impulsa a mirar hacia otro lado para que deje de ver
tan grandes mis problemas.

—¡Corre, corre, que pareces un caracol! –gritaba ella en la distancia, y su


risa llegaba hasta mí como el bálsamo que mis heridas necesitaban para
curarse.

—¿Caracol? ¡Ahora verás! –y echaba a correr tras ella con todas mis
fuerzas, para demostrarle que yo era fuerte, valiente y veloz.

—Mira, Jesús. ¿No es hermoso? –dijo desde la cima.

Contemplé la vista de la ciudad, el valle, los pastores conduciendo a sus


rebaños de regreso al hogar, el sol que descendía lentamente, y una
lágrima de emoción rodó por mi mejilla. Sonriendo, ella la recogió con su
dedo.

—Eso es lo que más me gusta de ti, que eres diferente. Los demás no se
atreven a llorar delante de las chicas.
—No estoy llorando –protesté, de repente ofendido, sin comprender muy
bien por qué–. Es emoción.

—A eso me refiero. Tú no escondes lo que sientes. ¡No te enfades!


Aunque quieras, tú no eres como los demás.

Crucé los brazos y me senté enfurruñado, con una maraña de emociones


en mi estómago. Yo sabía que no era como los demás, pero una parte de
mí quería ser como ellos, poder jugar sin preocuparme de nada, sin ver lo
que ellos no podían ver, sentirme aceptado. A veces parecían tan
felices…

María me acarició el pelo y el contacto con su mano me alivió.

—Lo bueno de ser diferente es que resultas más atractivo para las chicas.

Sus labios sonreían, pero sus ojos me decían algo que yo no podía
comprender. La maraña de emociones me subió desde el estómago hasta
la cabeza y se mezcló con aquella extraña sensación que me nacía en el
pecho. De repente, ya no podía ver con claridad. Me refiero a ver con los
ojos interiores, los que me permitían llegar más allá, captar los
pensamientos del otro e incluso sus emociones. Por primera vez en mi
vida me resultaba imposible comprender lo que me estaba mostrando otra
persona.

—¿Qué quieres decir?

Ella paseó sus ojos por mi cara, soltó una carcajada y echó a correr colina
abajo.

—¡Venga, caracol, que eres más lento de lo que yo pensaba!


José tardó varios días en regresar. Dijo que se había ido al monte a
pensar, que necesitaba serenarse lejos de nosotros y estar más cerca de
Dios para que le ayudara a comprender. Yo no sé si Dios le ayudó a
comprender, porque José estaba más tranquilo, pero también más triste, y
su mirada amorosa ya no lo era tanto. Ahora, cuando miraba a alguien, lo
hacía con desconfianza.

Con él volvió también mi abuelo. Al parecer lo había seguido para


convencerlo de que regresara, para pedirle que disculpara a su hija por no
contarle lo que ella misma no podía aceptar como cierto. Pero, claro, José
no lo escuchaba, y mi abuelo se desgañitaba intentando que él le prestara
atención.

—Díselo tú –me pedía a mí, desesperado–. Dile que no se lo tenga en


cuenta, que la perdone.

Y yo le decía que no, porque me costaba hablar con José. Temía mirarlo a
los ojos y descubrir que el padre que había amado tanto ya no estaba allí.
Aquella palabra rondaba por mi mente como un eco cansino: bastardo…
No sabía muy bien qué quería decir pero percibía perfectamente la carga
energética con la que él la había pronunciado.

—¿Qué es un bastardo, abuelo?

—Nada, Jeshuá, no pienses en eso. No tiene importancia.

—Para mí sí la tiene.

Seguramente, José también temía encontrase con mis ojos, porque me


esquivaba la mirada y evitaba quedarse a solas conmigo. Tampoco miraba
a mi madre cuando le hablaba. Iba por la casa como si viviera solo,
perdido en su mundo interior, lejos de nosotros.

—Tienes que hablar con él, mamá –le pedía cuando me arropaba en la
cama–. Es horrible vivir así. ¡Se ha ido la alegría de esta casa!

—No puedo, Jeshuá. Tengo que esperar a que él decida qué va a hacer
conmigo.

—No lo entiendo –protestaba yo, y ella sonreía sin sonreír de verdad y


me daba un beso en la frente, para ponerle fin a la conversación. Después
me dejaba solo en mi cuarto, con la cabeza llena de pensamientos
funestos. ¿Acaso José iba a repudiarla?

Una tarde, junto al río, María me había contado que, a veces, los hombres
repudiaban a sus mujeres cuando ellas se volvían indignas.

—¿Qué es indigna? –le pregunté yo, porque era la primera vez que oía
aquella palabra.

—Pues quiere decir que no se merece ser su mujer, porque ha hecho algo
vergonzoso. Algo que ensucia el honor de su marido, o eso creo –
respondía ella, enroscando uno de sus rizos en el dedo.

—Ah. Entonces, ¿pueden las mujeres hacer lo mismo? ¿Repudiar al


marido?

Y María soltaba una carcajada.

—¡Qué divertido eres, Jesús!

Cuando hacía eso, yo me enfurruñaba, porque ella no contestaba a mi


pregunta y me dejaba con la intriga.

Aquella noche le daba vueltas a la idea de que José pudiera repudiar a mi


madre cuando mi abuelo apareció gritando en mi habitación.

—¡Corre, Jeshuá! Ve con tus padres.

—¿Qué pasa? –me levanté de un salto.

—¡Está naciendo tu hermano!


La llegada de Juan a nuestras vidas produjo en ellas muchos cambios.
Para empezar, yo dejé de ser el centro de atención de mi madre, algo que
me costó mucho digerir.

Parecía como si no tuviera ojos para nadie más, sólo para Juan, que
absorbía toda su atención y también todo su amor, dejándome a mí solo
con mi abismo interior.

Sí, tenía a María, con la que solía jugar todas las tardes, pero en mi hogar
sólo mi abuelo se interesaba por mí. Únicamente él parecía darse cuenta
de lo que me pasaba.

—No te preocupes. Se le pasará –me decía cuando yo resoplaba, después


de que mi madre me dijera por enésima vez que no podía estar conmigo,
porque tenía que ocuparse del bebé–. Todas las mujeres hacen lo mismo.
Es el instinto de protección de su cachorro. Lo llevan en la sangre.

—¡Yo también soy su cachorro! –protestaba yo, dirigiéndome a mi


cuarto.

Últimamente pasaba mucho tiempo allí, escondiéndome de mi familia y


de sus emociones, huyendo de su falta de honestidad consigo mismos.
¿Por qué no eran fieles a lo que sentían de verdad y abrían el corazón para
expresar todo lo que les estaba pasando? ¿Por qué pretendían aparentar
que no pasaba nada? Ya no éramos como antes. Algo se había perdido
por el camino, desde la muerte de mi abuelo. O quizás mucho antes…

Pero, a pesar de mi disgusto, era capaz de reconocer que la llegada de mi


hermano había traído un soplo de aire fresco a nuestro hogar. Lo cierto es
que, ahora, el único que parecía enfadado era yo.

José y mi madre habían vuelto a dirigirse la palabra e incluso se sonreían


de vez en cuando. Sobre todo cuando comentaban algo que tenía que ver
con el bebé. El que más contento parecía era José.

Desde lejos, yo lo observaba, mientras él le susurraba a Juan palabritas de


amor y le hacía carantoñas. Entonces, mi fuego interior se encendía un
poco más. Él era su hijo de verdad. No un bastardo, como yo…

De vez en cuando, José me echaba un vistazo furtivo, pero al instante


recuperaba su actitud ofendida y sombría, y yo me apagaba aún más.

Mi abuelo, que lo miraba todo desde su sillón, me decía:

—No es lo que piensas. Tu padre se siente culpable. Está clarísimo.

—¡No es mi padre! –replicaba yo, intentando esconder mi dolor.

Pero el dolor continuaba allí, creciendo en mí.

—Si continúas así –advertía mi abuelo–, pronto tendrás a uno como yo


colgadito de tu hombro.

—Eso no me va a pasar a mí –refunfuñaba.

—¿Ah, no? Pues mírate. ¿No te ves? Pareces una luciérnaga sin luz.

Desenfoqué la mirada sobre mis manos abiertas y observé con estupor


que, entre mis dedos, ya no flotaba la luz blanca brillante. De mi
estómago surgía una espiral de color gris y a ambos lados de mi cabeza
había una amalgama de colores espesos.

—¿Lo ves? –sonrió mi abuelo ante mi cara de sorpresa.

—¿Cómo ha podido pasarme esto? –murmuré hacia adentro.

—Es por el pensamiento –dijo él–. Funciona igual en el mundo de los


vivos que en el de los muertos. El pensamiento determina lo que pasa a
continuación. Y tú llevas demasiado tiempo pensando cosas muy feas. No
me extraña que estés así. Como no lo corrijas…

—¿Ah, sí, listillo? ¿Y cómo sabes tú tanto de repente? –pregunté, preso


de una repentina indignación.

—Porque observo. Llevo mucho tiempo observando… Veo cómo


cambian los colores de la gente cuando piensan cosas agradables y
cuando no. Es lo mejor de estar así, que puedo ver lo que antes no veía.

—Yo lo he visto siempre –dije un poco más calmado, reconfortado por


aquella incipiente complicidad–. Es difícil que lo entiendan los que no lo
ven.

—Sí. Somos muy cabezotas cuando estamos vivos. Y no tenemos ni idea


de cómo funcionan las cosas en realidad. Por ejemplo, tu madre. Si
supiera lo mal que lo estoy pasando me perdonaría.

—Bueno… ella dijo que estaba dispuesta a hablar contigo.

El espíritu de mi abuelo abandonó su sillón y apareció junto a mí. Aún me


costaba acostumbrarme a aquellos repentinos cambios de ubicación.

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo te lo dijo? –casi chilló.

—¡No me grites! Tranquilízate. Lo dijo cuando tú te fuiste con José.


Estuvimos hablando y ella comprendió. Dice que tiene que preguntarte
algunas cosas.

—¿Por qué no me lo contaste? –volvió a gritar. Parecía que se había


vuelto loco.

—¡Yo qué sé! Se me olvidó. Estaba pensando en otras cosas…

Mi abuelo se paró de golpe en medio de la sala, con el ceño fruncido y un


dedo imperativo señalando hacia la cocina, donde mi madre acunaba a
Juan.

—Venga –ordenó–. Ve a buscarla.


Entré en la cocina sin hacer ruido, mirando de vez en cuando hacia el
salón, donde mi abuelo mantenía la misma pose autoritaria. Me acerqué a
mi madre con timidez. Me sentía pequeño, inseguro, muy frágil. Al ver
como ella acariciaba a mi hermano, me entraron ganas de llorar. De llorar
y de salir corriendo, pero respiré y me contuve.

—Mamá, ¿te acuerdas de lo que hablamos sobre el abuelo?

—Aja –respondió sin mirarme, mientras recolocaba la toquilla alrededor


del cuerpecito de Juan.

—Ha llegado el momento. Él te está esperando en el salón.

Mi madre se quedó inmóvil durante un segundo. Por fin me miró y su


gesto se dulcificó. Una mano cálida me acarició con ternura la mejilla.

—Mi niño bonito… Te tengo un poco abandonado, ¿verdad?

Mis lágrimas decidieron independizarse de mí y rodaron libres por mis


mejillas. Una de ellas tocó su mano.

—Anda, ven. Dame un abrazo –dijo, dejando al bebé en la cuna, y se


agachó para abrazarme.

Junto a su cuello me impregné de su olor y sentí que la alegría regresaba


de golpe a mi corazón.

—Te quiero, mamá –y ella me abrazó más fuerte.

Cuando por fin la convencí de que viniera conmigo para resolver el


asunto de mi abuelo, Juan se quedó dormido. Yo creo que lo hizo a posta
para facilitar las cosas.

Mi madre entró en el salón abrazándose a sí misma.

—Aquí hace frío –dijo, mirando hacia todas partes.

—Es por él. Está aquí, delante de ti.


Ella me miró con una extraña mueca de sufrimiento.

—¿De verdad?

Yo asentí sin hablar. Lo hizo mi abuelo:

—Dile que la quiero y que lo siento mucho, que yo no pretendía hacerle


daño, ni privarla de algo que fuera bueno para ella. Dile que lo hice por
amor, para protegerla. La gente no hubiera comprendido…

Poco a poco fui repitiendo las frases que él pronunciaba, sin perder de
vista la reacción de mi madre y los colores cambiantes de su aura. Mi
abuelo también los veía, y modificaba su discurso en función de ellos.
Cuando se daba cuenta de que su hija se enfadaba, volvía a repetir que la
quería y añadía que era la mejor hija del mundo, que estaba orgulloso de
ella, que su nacimiento había sido un regalo para su alma…

Mi madre escuchaba sin decir nada, con la vista clavada en el lugar donde
mi abuelo se encontraba. De vez en cuando dejaba escapar una lágrima.
Cuando él terminó de hablar, ella murmuró quedamente:

—Tengo que preguntarle algo, Jeshuá.

—Te está escuchando.

Ella suspiró y cerró los ojos.

—¿Por qué no confiaste en mí? ¿Por qué tuviste que mentirme? Tal vez,
yo lo hubiera comprendido.

El alma de mi abuelo se echó a llorar como un niño.

—Lo sé. Tenía que haberlo hecho. Pero tenía… miedo. ¡Miedo de que
dijeras que no, que querías desposarte con él a pesar de todo! Él no era
digno de ti. ¡Es un don nadie! Y tú eres un ángel, hija mía. Tú eres un
ángel…

Mientras él lloraba sin consuelo, encogido sobre sí mismo, yo fui


contándole a mi madre todo lo que había dicho. Cuando acabé, ella
suspiró de nuevo, irguió la cabeza y se limpió las lágrimas.

—Tenías razón. No lo habría comprendido. No lo comprendo. Siempre


fuimos sinceros el uno con el otro. Eso creía yo, que podía confiar en mi
padre. Pero, no. Tú decidiste mentirme y decidir por mí. Sé que, como
hija, te debía respeto y obediencia, pero tú también sabes que había algo
mucho más grande entre los dos. ¡Nos comprendíamos, padre! Era algo
especial. Me sentía la hija más afortunada del mundo. Estaba orgullosa de
ti y de nuestra relación. Y ahora resulta que todo era mentira, que cuando
llegó el momento, me fallaste, papá.

Pronunció la última palabra apretando los dientes. Mi abuelo lloraba y


lloraba y mi madre se volvía un témpano de hielo. Aquello no estaba
saliendo bien. Tenía que hacer algo. Podía oír a las sombras riéndose a
carcajadas por lo que estaba sucediendo. Tal vez preparándose para
quedarse con el alma de mi abuelo para siempre.

—¡No! –grité al pensar aquello–. ¡Tienes que olvidarlo todo, mamá! ¡Y


perdonarlo! Si yo he podido, tú también puedes. ¿Acaso a mí no me
afecta? Era mi padre, ¿no?

Como ella no decía nada, me planté delante de mi abuelo:

—Abuelo –declaré–, te amo y te perdono. Te amo y te perdono. Te amo y


te perdono…

Grité aquellas palabras desde el corazón, sintiendo de verdad lo que


decía, con decisión, con fuerza, con amor. Pude ver una luz que surgía del
centro de mi pecho. Una luz dorada, brillante, hermosa, que se proyectó
diligente hacia la sombra de mi abuelo y la iluminó. Una pequeña esfera,
tan diminuta como el brote de una nueva flor, se encendió en el lugar
donde antes estaba su pecho.

—Abuelo –susurré–, mírate. Mira hacia adentro. ¿La ves?

Y como él negaba:

—La luz, la luz que hay en ti. Mírala. Es tan bonita…


El alma de mi abuelo dirigió su atención hacia el lugar que yo le indicaba
con el dedo y su expresión se volvió pura sorpresa.

—¿Qué es? –preguntó con la inocencia de un niño.

—Eres tú, tu yo verdadero, tu alma.

En ese instante, mi madre posó las manos en mi espalda.

—Jeshuá –su voz sonaba emocionada.

Me volví hacia atrás. Ella también lo estaba viendo.

—¿Padre…? –murmuró.

El espíritu de mi abuelo, aún con la expresión de un niño, la miró a los


ojos y ella se echó a llorar. Durante un instante mágico, mi madre y su
padre se observaron en silencio, con la mano extendida el uno hacia el
otro para acariciar una imagen que no podían tocar. Al poco, ambos
sonreían. Reían y lloraban y, mientras lo hacían, una luz rosa dorada
comenzó a surgir de la unión de sus auras.

Aquella luz se extendió por todo el salón, llegó hasta mí, me traspasó, y la
piel se me erizó al entrar en contacto con ella. Un silbido agudo y
constante se instaló en mis oídos. Es la frecuencia del amor –respondió
mi propia alma a la pregunta que yo iba a formular.

—Te quiero, padre –musitó mi madre, y toda mi atención se fue hacia


ella–. Te quiero mucho…

Me puse a su lado, la tomé de la mano y comencé de nuevo:

—Te amo y te perdono, te amo y te perdono, te amo y te perdono.

Ella tardó sólo un instante en darse cuenta de lo que yo le pedía. Se unió a


mi decreto, mientras las lágrimas rodaban con suavidad por sus mejillas,
y los dos coreamos al unísono aquel canto sagrado:

—Te amo y te perdono, te amo y te perdono, te amo y te perdono…


La luz rosa dorada que inundaba el espacio se intensificó, el silbido en
mis oídos sonó aún más fuerte y el alma de mi abuelo pronunció una
última frase antes de partir:

—Y yo os amo a los dos.

Sus ojos me miraron mientras se elevaba hacia la luz, que lo estaba


esperando. Al desaparecer en ella, una palabra flotó en el aire, directa a
mi corazón: Gracias.
Te amo, me había dicho mi abuelo por primera vez antes de marcharse,
aunque en vida nunca me había dirigido esas palabras. Al oírlas quise
correr hacia él, darle un abrazo, sentir el amor humano que ambos
compartíamos, pero ya no podía.

Te amo… Sólo dos palabras, pero qué mensaje tan importante. Te amo, te
amo, la expresión del amor en una pequeña frase. Qué inmenso poder
condensado. Aquellas dos palabras eran capaces de encender la luz en los
corazones, iluminar espacios, cambiar las cosas…

Te amo… ¿Cuántas veces le había dicho yo eso a mi padre?

Como si me hubiese atrapado una fuerza irresistible eché a correr hacia el


lugar donde sabía que él estaba. Corrí con decisión, con valentía, con
prisa, comprendiendo de repente que no podía dejar que pasara un
instante más sin decírselo en persona. Para poder abrazarlo, para sentir su
calor, para cambiar las cosas…

Abrí la puerta de golpe. Lo encontré allí, ocupado en sus quehaceres


cotidianos, sorprendido de verme.

—Te quiero, papá –grité con todas las fuerzas que me daba el corazón, y
eché a correr hacia sus brazos.

José me recibió con un suspiro de alivio. Sus palabras me llenaron de


gozo el corazón:

—Y yo a ti, hijo
Sí, aquello cambió las cosas. Las risas y las bromas regresaron a mi
hogar. Se marcharon las miradas furtivas en busca del gesto del otro, la
inquietud, la desconfianza, las sombras… Como si el viento de la noche
se las hubiera llevado, las almas errantes y los seres que esperaban a mi
abuelo desaparecieron de nuestra realidad aquella misma tarde. Volvía a
oler a flores en mi casa. A flores y a caca de bebé. La presencia de mi
hermano era cada vez más notable.

Pasaba más tiempo despierto, gritaba cuando tenía hambre, emitía


extraños ruiditos con su voz a primera hora de la mañana, cuando los
primeros rayos del sol comenzaban a iluminar la casa.

Yo le escuchaba canturrear desde mi cuarto e intentaba recordar cómo me


sentía cuando era como él, pero lo había olvidado. Apenas quedaban en
mí algunos recuerdos difusos de aquella etapa de mi vida. ¿Por qué la
mente humana borraba la memoria de instantes tan importantes?

—Abuela, ¿por qué no me acuerdo de cuando era bebé? –le pregunté


mientras los dos observábamos a mis padres, que le hacían cosquillas a
Juan en la barriga y coreaban su risa.

—¡Porque no tienes sitio para todo en la cabeza! Ay, niño mío, si tuvieras
que guardarlo todo ahí adentro… –dijo, como si fuera una obviedad lo
que decía.

—Pero, ¿cuánto ocupan los recuerdos?

Mi abuela soltó una carcajada y yo me sorprendí. ¿No se impacientaba


por mi pregunta?

—Eres un chico muy listo –dijo cuando acabó de reír.

—Sí, pero ¿cuánto ocupan? –insistí, impacientándome yo.

—Pues la verdad es que no lo sé –respondió tranquilamente–. ¿Para qué


vamos a engañarnos?

Y se echó a reír de nuevo. Yo me contagié de su risa y los dos acabamos


a carcajadas sin saber muy bien por qué.

—¿Sabes, niño mío? –me preguntó, usando la expresión que utilizaba


ahora para dirigirse a mí–. Me encanta ver a tu madre así. Mírala. Ha
vuelto a sonreír.

Yo contemplé a mi madre jugando con Juan y con mi padre, su aura llena


de colores vivos y brillantes, y suspiré.

—Sí, a mí también me encanta, abuela mía.

Y los dos soltamos al unísono una carcajada.


Querido Dios, ¿qué más da quien sea mi verdadero padre? El auténtico
padre es el que te cuida cada día, el que vela por ti, quien te demuestra
su amor y su cariño por la mañana, al mediodía, por las noches. Es el
que te arropa cuando te vas a dormir y el que te da un abrazo cuando te
levantas. El que te prepara el desayuno y te enseña las cosas importantes
de la vida. Es el que te ayuda a ser mejor persona y quiere que aprendas
todo lo necesario.

Juega contigo, te habla, te escucha, te ofrece la mano…

El auténtico padre es el que está cerca en los momentos difíciles y


también en los felices. El que se preocupa por ti cuando sufres y hace
todo lo que puede para que te sientas bien. El que vuelve a casa para
velar por ti, para estar cerca, el que te ama…

Querido Dios, escribí en la carta que el rabino me había aconsejado que


escribiera, ya no voy a preguntarme más por qué me abandonó mi padre,
ni voy a ir a visitarle por las noches, mientras duerme, para intentar
averiguar si piensa en mí o cómo es su vida. Mi verdadero padre ahora
es José. En realidad, siempre lo ha sido.
Querido Jesús, dijo Dios cuando acabó de leer mi carta, has aprendido
mucho en este tiempo. Has comprendido cosas que a los adultos les
cuesta años comprender. Muchos necesitan más de una vida para
comprenderlo. Te has vuelto un niño valiente, decidido, respetuoso y
capaz de gestionar sus emociones, al menos la mayoría de ellas.

Ya no te pierdes en los laberintos de la mente, ya no te asustas cuando se


acercan a ti los seres que habitan en la oscuridad, incluidos aquellos que
la han creado. Has entendido que el reconocimiento y el respeto son las
bases que permiten un trato amoroso con ellos. Has descubierto que
puedes transformar tu realidad por medio del amor y que eso influye
positivamente en otras personas. Te has dado cuenta de que el amor,
aunque parezca una energía suave, en realidad es profundo y poderoso.
Incluso te has enamorado...

En este punto, la voz de Dios dejó escapar una sonrisa en mi interior, y yo


me puse colorado.

Él continuó:

También has aprendido a aceptar las decisiones de los demás, incluidas


las que no te gustan, y las consecuencias que de ellas se derivan. Ya no te
aferras al recuerdo de tu padre carnal. En cambio vuelves la mirada
hacia José y te das cuenta de que él es tu realidad, la verdad que existe
hoy en tu vida y por eso, más que por ninguna otra cosa, hijo mío, tengo
que felicitarte. Me siento orgulloso de ti. No es fácil la misión que te he
encomendado.

Pero yo sé que puedes desempeñarla y tú también lo sabes. No olvides


nunca lo que hasta aquí has aprendido, porque en estos primeros años de
tu vida has entrado en contacto con las lecciones más importantes con
las que se topan hoy los seres humanos.

Recuerda que el ejemplo será tu mayor virtud, porque con él mostrarás


a otros lo que sus mentes no les permiten comprender por medio de
palabras.
La palabra en ti también será virtud, pero debes usarla siempre con
amor, respeto y reconocimiento. Recordando que aquellos a los que te
dirigirás necesitan que les expliques las cosas como si fueran niños.
Niños que han de familiarizarse con un nuevo lenguaje, con nuevos
conceptos, abrirse a nuevas posibilidades. Muchas de ellas
completamente ajenas a la educación que han recibido y a las creencias
que en sus mentes se han instalado.

Recae en ti una gran responsabilidad, pero estás preparado para


asumirla y para afrontar los nuevos retos que vendrán. Ha concluido la
primera fase de tu aprendizaje, pero no todo el aprendizaje. Pronto
tendrás que viajar. Visitarás otros lugares, otras culturas, otras
realidades. Mundos y dogmas que te permitirán comprender la vida en la
Tierra con mayor amplitud. Conocerás a personas muy sabias,
guardianes del gran conocimiento, que te proporcionarán las llaves que
necesitarás en cada momento. Serás líder de grandes multitudes y, como
tal, deberás prepararte bien, porque tu palabra y tu mensaje
trascenderán las fronteras del tiempo y también del espacio. Llegarás
mas lejos de lo que ahora puedes imaginar.

Querido Jesús, querido hijo, avanza decidido. Pronto dejarás de ser un


niño.

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