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Vi Ciclo Moral de La Persona y Bioética
Vi Ciclo Moral de La Persona y Bioética
También, es posible distinguir, dentro de los actos que el hombre realiza, los que se
refieren a Dios, a los demá s y a uno mismo. De estos ú ltimos se encarga la Moral de la
Persona, que por eso, se puede definir como parte de la Teología Moral que trata
sobre el obrar moral, directamente relacionado con la persona como sujeto singular y
en cuanto que, gracias a ese obrar, puede hacer de su existencia cristiana (o llamada a
serlo) una respuesta a la vocació n de hijo de Dios. En esta perspectiva, se designa el
ser humano histó rico, creado a imagen de Dios y redimido en Cristo. Con estas
premisas para el tratamiento de las diversas materias que se enfocará n en Bioética,
ademá s de valorar las aportaciones de las así llamadas ciencias del hombre , sea
necesario acudir a los que dice la Escritura, la Tradició n y el Magisterio de la Iglesia en
cuanto forman una unidad que no se puede disociar. Y, por eso, la vía de la razó n
iluminada por la fe será siempre el modo de acceder a las cuestiones que aquí se
revisen.
II. OBJETIVOS
-- Conocer y comprender los elementos teó ricos de la moral cristiana y su
aplicació n en la vida practica.
. . Motivar a los participantes para lograr a través del estudio de la moral una
mejor vivencia y testimonio de la vida cristiana.
4.1.- Castidad:
4.2.- Las ofensas a la castidad
4.3.- Castidad y homosexualidad
4.4. Relaciones prematrimoniales
4.5. Uniones de hecho
4.6. Gravedad de estos pecados
4.7.- Desviaciones sexuales
4.7.1.- Bestialidad
7. Salud y Enfermedad
7.1. Derechos del enfermo
7.1.1.- Atenció n a la persona
7.1.2.- Derecho a conocer su situació n médica
7.1.3.- de los derechos del paciente
7.2.-deberes del enfermo
7.2.1.- el secreto profesional
7.2.2.- del secreto profesional
7.2.3.- excepciones al secreto y a la confidencialidad
V. EVALUACIÓN
4 Practicas dirigidas
Asistencia al curso
VI. BIBLIOGRAFÍA
INTRODUCCIÓN
1. A cada ser humano, desde la concepció n hasta la muerte natural, se le debe reconocer la
dignidad de persona. Este principio fundamental, que expresa un gran “sí” a la vida humana,
debe ocupar un lugar central en la reflexió n ética sobre la investigació n biomédica, que reviste
una importancia siempre mayor en el mundo de hoy. El Magisterio de la Iglesia ya ha
intervenido varias veces, para aclarar y solucionar problemas morales relativos a este campo.
Estas razones han llevado a la Congregació n para la Doctrina de la Fe a publicar una nueva
Instrucció n de naturaleza doctrinal, que afrontan algunos problemas recientes a la luz de los
criterios enunciados en la Instrucció n Donum vitæ y reexamina otros temas ya tratados que
necesitan má s aclaraciones.
2. En la realizació n de esta tarea se han tenido siempre presentes los aspectos científicos
correspondientes, aprovechando los estudios llevados a cabo por la Academia Pontificia. para
la Vida y las aportaciones de un gran nú mero de expertos, para confrontarlos con los
principios de la antropología cristiana. Las Encíclicas Veritatis splendor 2 y Evangelium vitæ3
de Juan Pablo II, y otras intervenciones del Magisterio, ofrecen indicaciones claras acerca del
método y del contenido para el examen de los problemas considerados.
En el variado panorama filosó fico y científico actual es posible constatar de hecho una amplia
y calificada presencia de científicos y filó sofos que, en el espíritu del juramento de Hipócrates,
ven en la ciencia médica un servicio a la fragilidad del hombre, para curar las enfermedades,
aliviar el sufrimiento y extender los cuidados necesarios de modo equitativo a toda la
EEJP II – VI CICLO: “MORAL DE LA PERSONA Y BIOÉ TICA” Pá gina 7
humanidad. Pero no faltan representantes de los campos de la filosofía y de la ciencia que
consideran el creciente desarrollo de las tecnologías biomédicas desde un punto de vista
sustancialmente eugenésico.
El Magisterio quiere ofrecer una palabra de estímulo y confianza a la perspectiva cultural que
ve la ciencia como un precioso servicio al bien integral de la vida y dignidad de cada ser humano.
La Iglesia, por tanto, mira con esperanza la investigació n científica, deseando que sean
muchos los cristianos que contribuyan al progreso de la biomedicina y testimonien su fe en
ese á mbito. Ademá s desea que los resultados de esta investigació n se pongan también a
disposició n de quienes trabajan en las á reas má s pobres y azotadas por las enfermedades,
para afrontar las necesidades má s urgentes y dramá ticas desde el punto de vista humanitario.
En fin, quiere estar presente junto a cada persona que sufre en el cuerpo y en el espíritu, para
ofrecerle no solamente consuelo, sino también luz y esperanza. Luz y esperanza que dan
sentido también a los momentos de enfermedad y a la experiencia de la muerte, que
pertenecen de hecho a la vida humana y caracterizan su historia, abriéndola al misterio de la
Resurrecció n. La mirada de la Iglesia, en efecto, está llena de confianza, porque «la vida
vencerá : ésta es para nosotros una esperanza segura. Sí, la vida vencerá , puesto que la verdad,
el bien, la alegría y el verdadero progreso está n de parte de la vida. Y de parte de la vida está
también Dios, que ama la vida y la da con generosidad».4. La presente Instrucció n se dirige a
los fieles cristianos y a todos los que buscan la verdad.5
Comprende tres partes: la primera recuerda algunos aspectos antropoló gicos, teoló gicos y
éticos de importancia fundamental; la segunda afronta nuevos problemas relativos a la
procreació n; la tercera parte examina algunas nuevas propuestas terapéuticas que implican la
manipulació n del embrió n o del patrimonio genético humano.
PRIMERA PARTE:
ASPECTOS ANTROPOLÓGICOS, TEOLÓGICOS Y ÉTICOS
DE LA VIDA Y LA PROCREACIÓN HUMANA
5. Esta afirmació n de cará cter ético, que la misma razó n puede reconocer como verdadera y
conforme a la ley moral natural, debería estar en los fundamentos de todo orden jurídico.7
Presupone, en efecto, una verdad de carácter ontológico, en virtud de cuanto la mencionada
Instrucció n ha puesto en evidencia acerca de la continuidad del desarrollo del ser humano,
teniendo en cuenta los só lidos aportes del campo científico.
Si la Instrucció n Donum vitæ no definió que el embrió n es una persona, lo hizo para no
pronunciarse explícitamente sobre una cuestió n de índole filosó fica. Sin embargo, puso de
relieve que existe un nexo intrínseco entre la dimensió n ontoló gica y el valor específico de
todo ser humano. Aunque la presencia de un alma espiritual no se puede reconocer a partir de
la observació n de ningú n dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el
embrió n humano ofrecen «una indicació n preciosa para discernir racionalmente una
presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿có mo un individuo humano
podría no ser persona humana?».8 En efecto, la realidad del ser humano, a través de toda su
vida, antes y después del nacimiento, no permite que se le atribuya ni un cambio de
naturaleza ni una gradació n de valor moral, pues muestra una plena cualificación
antropológica y ética. El embrió n humano, por lo tanto, tiene desde el principio la dignidad
propia de la persona.
6. El respeto de esa dignidad concierne a todos los seres humanos, porque cada uno lleva
inscrito en sí mismo, de manera indeleble, su propia dignidad y valor. El origen de la vida
humana, por otro lado, tiene su auténtico contexto en el matrimonio y la familia, donde es
generada por medio de un acto que expresa el amor recíproco entre el hombre y la mujer. Una
procreació n verdaderamente responsable para con quien ha de nacer «es fruto del
matrimonio».9
El matrimonio, presente en todos los tiempos y culturas, «es una sabia institució n del Creador
para realizar en la humanidad su designio de amor. Los esposos, mediante su recíproca
donació n personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunió n de sus seres en orden a
un mutuo perfeccionamiento personal, para colaborar con Dios en la generació n y en la
educació n de nuevas vidas».10 En la fecundidad del amor conyugal el hombre y la mujer
«ponen de manifiesto que en el origen de su vida matrimonial hay un “sí” genuino que se
pronuncia y se vive realmente en la reciprocidad, permaneciendo siempre abierto a la vida…
La ley natural, que está en la base del reconocimiento de la verdadera igualdad entre personas
y pueblos, debe reconocerse como la fuente en la que se ha de inspirar también la relació n
entre los esposos en su responsabilidad al engendrar nuevos hijos. La transmisió n de la vida
está inscrita en la naturaleza, y sus leyes siguen siendo norma no escrita a la que todos deben
remitirse».11
A la luz de estos datos de fe, adquiere mayor énfasis y queda má s reforzado el respeto que
segú n la razó n se le debe al individuo humano: por eso no hay contraposició n entre la
afirmació n de la dignidad de la vida humana y el reconocimiento de su cará cter sagrado. «Los
diversos modos con que Dios cuida del mundo y del hombre, no só lo no se excluyen entre sí,
sino que se sostienen y se compenetran recíprocamente. Todos tienen su origen y confluyen
en el eterno designio sabio y amoroso con el que Dios predestina a los hombres “a reproducir
la imagen de su Hijo” (Rm 8, 29)».14
8. A partir del conjunto de estas dos dimensiones, la humana y la divina, se entiende mejor el
por qué del valor inviolable del hombre: él posee una vocación eterna y está llamado a
compartir el amor trinitario del Dios vivo.
Este valor se aplica indistintamente a todos. Só lo por el hecho de existir, cada hombre tiene
que ser plenamente respetado. Hay que excluir la introducció n de criterios de discriminació n
de la dignidad humana basados en el desarrollo bioló gico, psíquico, cultural o en el estado de
salud del individuo. En cada fase de la existencia del hombre, creado a imagen de Dios, se
refleja, «el rostro de su Hijo unigénito... Este amor ilimitado y casi incomprensible de Dios al
hombre revela hasta qué punto la persona humana es digna de ser amada por sí misma,
independientemente de cualquier otra consideració n: inteligencia, belleza, salud, juventud,
integridad, etc. En definitiva, la vida humana siempre es un bien, puesto que “es manifestació n
de Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria” (Evangelium vitæ, 34)».15
El matrimonio cristiano «hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el
hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir
su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por esto tal comunió n es el fruto y el signo de
una exigencia profundamente humana. Pero, en Cristo Señ or, Dios asume esta exigencia
humana, la confirma, la purifica y la eleva, llevá ndola a la perfecció n con el sacramento del
matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebració n sacramental ofrece a los esposos
10. Juzgando desde el punto de vista ético algunos resultados de las recientes investigaciones
de la medicina sobre el hombre y sus orígenes, la Iglesia no interviene en el á mbito de la
ciencia médica como tal, sino invita a los interesados a actuar con responsabilidad ética y
social. Ella les recuerda que el valor ético de la ciencia biomédica se mide en referencia tanto
al respeto incondicional debido a cada ser humano, en todos los momentos de su existencia,
como a la tutela de la especificidad de los actos personales que transmiten la vida. La
intervenció n del Magisterio es parte de su misió n de promover la formación de las conciencias,
enseñ ando auténticamente la verdad que es Cristo y, al mismo tiempo, declarando y
confirmando con autoridad los principios del orden moral que emanan de la misma
naturaleza humana.18
BIBLIOGRAFÍA
Juan Pablo II en Tertio millenio ineunte, n. 51 dice: Se debe prestar especial atención a algunos
aspectos de la radicalidad evangélica que a menudo son menos comprendidos, hasta el punto de
hacer impopular la intervención de la Iglesia, pero que no pueden por ello desaparecer de la
agenda eclesial de la caridad. Me refiero al deber de comprometerse en la defensa del respeto a
la vida de cada ser humano desde la concepción hasta su ocaso natural. Del mismo modo, el
servicio al hombre nos obliga a proclamar, oportuna e importunamente, que cuantos se valen de
las nuevas potencialidades de la ciencia, especialmente en el terreno de las biotecnologías, nunca
han de ignorar las exigencias fundamentales de la ética, apelando tal vez a una discutible
solidaridad que acaba por discriminar entre vida y vida, con el desprecio de la dignidad propia
de cada ser humano.
CEC 2032.2040:
2032 La Iglesia, “columna y fundamento de la verdad” (1 Tm 3,15), “recibió de los apóstoles este
solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad que nos salva” (LG 17). “Compete siempre y en
todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así
como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los
derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas” (CIC, can. 747,2).
2034 El romano pontífice y los obispos como “maestros auténticos por estar dotados de la
autoridad de Cristo... predican al pueblo que tienen confiado la fe que hay que creer y que hay
que llevar a la práctica” (LG 25). El magisterio ordinario y universal del Papa y de los obispos en
comunión con él enseña a los fieles la verdad que han de creer, la caridad que han de practicar,
la bienaventuranza que han de esperar.
2036 La autoridad del Magisterio se extiende también a los preceptos específicos de la ley
natural, porque su observancia, exigida por el Creador, es necesaria para la salvación.
Recordando las precripciones de la ley natural, el Magisterio de la Iglesia ejerce una parte
esencial de su función profética de anunciar a los hombres lo que son en verdad y de recordarles
lo que deben ser ante Dios (cf. DH 14).
2037 La ley de Dios, confiada a la Iglesia, es enseñada a los fieles como camino de vida y de
verdad. Los fieles, por tanto, tienen el derecho (cf. CIC can. 213) de ser instruidos en los
preceptos divinos salvíficos que purifican el juicio y, con la gracia, curan la razón humana
herida. Tienen el deber de observar las constituciones y los decretos promulgados por la
autoridad legítima de la Iglesia. Aunque sean disciplinares, estas determinaciones requieren la
docilidad en la caridad.
2040 Así puede crearse entre los cristianos un verdadero espíritu filial frente a la Iglesia. Es el
desarrollo normal de la gracia bautismal, que nos engendró en el seno de la Iglesia y nos hizo
miembros del Cuerpo de Cristo. En su solicitud materna, la Iglesia nos concede la misericordia de
Dios que desborda todos nuestros pecados y actúa especialmente en el sacramento de la
reconciliación. Como una madre previsora nos prodiga también en su liturgia, día tras día, el
alimento de la Palabra y de la Eucaristía del Señor.
1.3 BIOÉTICA
1.3.1 PLANTEAMIENTO DEL TEMA.
'Bioética' viene de: bios = vida; y ethos = moral; y designa la reflexió n o juicio moral sobre las
diversas intervenciones que pueden realizarse sobre la vida humana (ayudar a la procreació n,
manipular embriones, tratamiento de enfermedades, eutanasia, etc.).
Plantearse por el problema de la bioética es muy urgente, porque en nuestro tiempo ha
tomado una importancia muy singular porque estamos en una época de grandes adelantos
médicos y bioló gicos, y en una época profundamente tocada de materialismo y gnosticismo.
Por eso, a veces uno encuentra trabajos criticando este 'abuso' científico con títulos como: 'los
aprendices de brujos', 'jugando a ser dioses', 'la tentació n del edén', etc.
Basta con tener en cuenta, por ejemplo, que, segú n algunas estadísticas:
- Cada minuto se gastan en el mundo 1,8 millones de dó lares en armamento militar.
- Cada hora mueren 1.500 niñ os de hambre o por enfermedades causadas por el
hambre.
- Cada día se extingue una especie de animales o de plantas en el mundo.
- Cada añ o se realizan en el mundo entre 40 y 60 millones de abortos quirú rgicos; es
decir, má s de 80 abortos por minuto; entre 1 y 2 abortos por segundo. Esto sin tener
en cuenta los 250 millones de mujeres que usan dispositivos intrauterinos (DIU) con
efectos abortivos, ni los cerca de 70 millones que usan píldoras en su gran mayoría
abortivas (al menos como efecto alternativo).
- En numerosos países ya hay leyes permisivas sobre la fecundació n artificial y la
crioconservació n de embriones; Inglaterra sentó , en 1996, los antecedentes de la
destrucció n masiva de embriones congelados cuyos padres no reclamaron después de
5 añ os.
- Ya se han sancionado las primeras leyes sobre eutanasia activa y el informe
Remmenlink muestra que en Holanda (donde no está legalizada pero se la tolera) cada
Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es
solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y
entrar en comunió n con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su
Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningú n otro ser puede dar en su lugar'.
5º PRINCIPIO: 'DE AQUÍ SE SIGUE LA VIDA SIEMPRE ES UN BIEN Y DEBE SER VISTA COMO
UN BIEN'
Esta es la enseñ anza que encontramos en la Sagrada Escritura y en el Magisterio de la Iglesia.
2) En el Nuevo Testamento
Jesucristo anuncia que la vida es un bien, al que da sentido y valor el amor de Dios Padre.
Jesucristo viene a revelar que Dios se interesa por ellos y que Dios custodia sus vidas en sus
manos (cf. Mt 6,25-34: la confianza en la Providencia; valemos má s que los pá jaros del cielo y
que los lirios del campo).
Jesucristo viene a explicarle al hombre el sentido que tiene la vida a pesar de su precariedad.
Por eso É l asume en su propia vida esta precariedad: es recibido por los justos, pero también
es rechazado por el mundo que incluso siendo niñ o busca matarlo (cf. Mt 2,13); conoce lo que
es el abandono, el no tener lugar en este mundo (cf. Lc 2,7). 'Jesú s asume plenamente las
contradicciones y los riesgos de la vida: siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os
enriquecierais con su pobreza (2Co 8,9)' (EV, 33). Jesú s vive la pobreza y la precariedad hasta
el momento culminante de la cruz. Y allí, 'en su muerte donde Jesú s revela toda la grandeza y
el valor de la vida, ya que su entrega en la cruz es fuente de vida nueva para todos los hombres
(cf. Jn 12, 32)' (EV, 33). Por eso dice Juan Pablo II: '¡Qué grande es el valor de la vida humana
si el Hijo de Dios la ha asumido y ha hecho de ella el lugar donde se realiza la salvació n para
toda la humanidad!' (EV, 33).
La enseñ anza de Jesucristo es que 'la vida es siempre un bien'. ¿Por qué?, se pregunta el Papa.
Y dice el mismo Pontífice que esta pregunta recorre toda la Biblia y allí mismo tiene su
respuesta que es eficaz y admirable: el motivo es que 'la vida que Dios da al hombre es
original y diversa de la de las demá s criaturas vivientes, ya que el hombre , aunque
proveniente del polvo de la tierra (cf. Gn 2, 7; 3, 19; Jb 34, 15; Sal 103/102, 14; 104/103,
29), es manifestación de Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria
(cf. Gn 1, 26-27; Sal 8, 6). Es lo que quiso acentuar también san Ireneo de Lyon con su célebre
definició n: «el ser humano es la gloria de Dios» (Gloria Dei vivens homo). Al hombre se le ha
dado una altísima dignidad, que tiene sus raíces en el vínculo íntimo que lo une a su Creador:
en el hombre se refleja la realidad misma de Dios' (EV, 34).
En el segundo relato (cap. 2) se dice que Dios infundió en el hombre un soplo divino para que
tenga vida: El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, sopló en sus narices un aliento de
vida, y resultó el hombre un ser viviente (Gn 2, 7). Se quiere con esto realzar el origen divino
de este 'soplo', 'aliento', 'alma', 'espíritu', que da vida al hombre.
Es interesante la aplicació n del Papa: 'El origen divino de este espíritu de vida explica la
perenne insatisfacción que acompañ a al hombre durante su existencia. Creado por Dios,
llevando en sí mismo una huella indeleble de Dios, el hombre tiende naturalmente a Él. Al
experimentar la aspiració n profunda de su corazó n, todo hombre hace suya la verdad
expresada por san Agustín: «Nos hiciste, Señ or, para ti y nuestro corazó n está inquieto hasta
que descanse en ti» (EV, 35).
1) Sólo Dios es Señor de la vida; el hombre no puede disponer de ella (EV n.39 ss.)
Lo dice muchas veces la Escritura:
- El... tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre (Job
12,10).
- El Señor da muerte y vida, hace bajar al Seol y retornar (1Sam 2,6).
- Yo doy la muerte y doy la vida (Dt 32,39).
Por eso le dice a Noé después del diluvio: Os prometo reclamar vuestra propia sangre: la
reclamaré a todo animal y al hombre: a todos y a cada uno reclamaré el alma humana (Gn 9, 5).
Y explica el motivo: Porque a imagen de Dios hizo El al hombre (Gn 9, 6).
Este poder que Dios ejerce sobre la vida y la muerte, no lo ejerce como amenaza sino con
'manos cariñ osas como las de una madre que acoge, alimenta y cuida a su niñ o' (EV, 39).
De esto se sigue el cará cter inviolable de la vida humana. El Papa explica que esto es lo que
queda de manifiesto en la pregunta divina que escucha Caín después de asesinar a Abel: ¿Qué
c) La vida que está por salir de este mundo. Lo mismo se diga de los ancianos y enfermos.
La Escritura nos enseñ a la actitud que se debe tener ante la enfermedad y la muerte: la
muerte, como la vida está en las manos de Dios: Señor, en tus manos está mi vida (Sal 16/15,5).
La Revelació n nos enseñ a que la vida del cuerpo, en su condició n terrena, no es un valor
absoluto; hay situaciones en que hay que estar dispuestos a ofrecerla por un bien mayor.
Como dice Nuestro Señ or: quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por
mí y por el Evangelio, la salvará (Mc 8,35). Sin embargo, ningú n hombre puede decidir
arbitrariamente entre vivir o morir. En efecto, só lo es dueñ o absoluto de esta decisió n el
Creador.
Como consecuencia de la anterior valoració n, la ú nica actitud que se debe tomar ante una vida
humana es acogerla responsablemente. Esto se realiza respetando el designio divino sobre
ella y respondiendo por ella ante Dios, porque 'el hombre es la criatura en la tierra que Dios
'ha querido por sí misma'... La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta 'la
acció n creadora de Dios' y permanece siempre en especial relació n con el Creador, su ú nico
fin'. ¿Qué quiere decir respetar la vida humana como sagrada? Quiere decir respetarla
íntegramente en todas sus fases y en toda su naturaleza:
-Respetar la vida de la persona en todas sus fases. Desde el inicio (concepció n) hasta el fin
(muerte) el científico se encuentra delante de una vida humana. Por tanto, no existe ninguna
justificació n para establecer una discriminación cronológica, es decir, un período en el cual
un hombre pueda ser manipulado. No se puede destruir un ser humano porque este tenga
menos de 14 días o porque ya esté desposeído de sus sentidos y al borde de la muerte, ni
porque sea una carga para sociedad, ni porque esté en un banco de congelamiento de
embriones, ni porque no haya sido implantado. Algo muy importante entre los aportes de la
Encíclica Evangelium vitae es la afirmació n: 'bastaría la sola probabilidad de encontrarse
Y el Papa insiste: no se trata de respetar só lo el quinto mandamiento (no matará s) sino todos.
'El conjunto de la Ley es, pues, lo que salvaguarda plenamente la vida del hombre. Esto explica
lo difícil que es mantenerse fiel al «no matará s» cuando no se observan las otras «palabras de
vida» (Hch 7, 38), relacionadas con este mandamiento. Fuera de este horizonte, el
mandamiento acaba por convertirse en una simple obligació n extrínseca, de la que muy
pronto se querrá n ver límites y se buscará n atenuaciones o excepciones'.
En otras palabras, no se puede vivir bien, y no se respetará la vida humana mientras no se
respeten todos los mandamientos divinos. Para el que viola cualquiera de los otros
mandamientos (el respeto por la sexualidad, el respeto por la veracidad, por los bienes ajenos,
etc.) también se termina haciendo muy pesado el respetar la vida del pró jimo.
CONCLUSIÓN El
novelista inglés, G. K. Chesterton, cuenta la historia de un hombre que aborrecía la idea del
cristianismo y su símbolo, la cruz. No soportaba ver una cruz. Por eso quitó todas las cruces
que había en su casa. Después salió a caminar y cuando iba por el camino se dio cuenta que los
postes de las cercas de las casas tenían forma de cruces; tomó un hacha y comenzó a
romperlos; luego vio que los á rboles tenían forma de cruz y siguió haciendo lo mismo.
Desesperado por ver cruces en todas partes, se tendió en la tierra, cara al cielo, sudoroso, con
los brazos abiertos por el cansancio. Pero al rato se dio cuenta que él mismo tenía, puesto de
esa manera, forma de cruz.
Este novelista nos quiso decir con esto que no se puede eludir el misterio de Cristo y el de la
Cruz de la vida del hombre. Si tratamos de eliminarlo eliminamos al mismo hombre. Algo
semejante ocurre con lo que hemos tratado. No se puede eliminar la dimensió n moral, ni la
reflexió n moral, de los actos del hombre. Si nos negamos a pensar 'moralmente' destruimos al
hombre. Nuestro mundo está siendo testigo de algo semejante. Atrevá monos a pensar antes
2. LA PERSONA HUMANA
INTRODUCCIÓN:
Johnathan Swift, el conocido autor de “Los viajes de Gulliver”, se ponía de luto y ayunaba el día
de su cumpleañ os. Haber nacido le parecía una auténtica desgracia. Pero como millones y
millones de personas celebran su cumpleañ os, no parece que hayamos de darle la razó n el
señ or Swift. Haber nacido es una cosa buena y positiva; aú n má s, la vida no só lo es un bien,
sino que es el bien má s alto en el orden natural. El sentimiento contrario es pasajero, debido
quizá a la enfermedad física o mental, o a las injusticias que los demá s nos han causado.
Ademá s, la vida no só lo es un bien, sino que ademá s es un don, un regalo. Ese don nos ha sido
dado (a través de nuestros padres) por Dios: só lo Dios es dueñ o de la vida. Cada alma es
individual y personalmente creada por Dios y só lo Dios tiene derecho a decidir cuá ndo la
infunde a un cuerpo y cuá ndo su tiempo de estancia en la tierra ha terminado.
El concepto de la vida como “don de Dios”, que se recibe de él y que É l determina el final de su
tiempo en la tierra, aparentemente está perdido en la conciencia de los hombres
contemporá neos. Esta situació n produce que algunos actos que antes eran considerados
delitos puedan pasar a ser considerados derechos. El origen de esta situació n quizá se puede
resumir:
La aparició n de las técnicas de anticoncepció n, que no se ven como decir un no al don de Dios,
sino como un dominio técnico sobre la naturaleza del origen de la vida.
Las técnicas de reproducció n asistida y de diagnó stico preimplantacional proporcionan una
sensació n de que la venida a la existencia de un nuevo hombre es fruto solamente de la
voluntad de unos hombres y sobre todo de la habilidad de unos biotécnicos.
Por otra la ausencia de Dios en la cultura del hombre actual le hace olvidar su relació n
existencial con Dios, que se añ ade al concepto de autonomía existencial de la cultura moderna.
Esta autonomía existencial se caracteriza por el ejercicio de una libertad meramente
individualista que lleva a considerar sus deseos como derechos que ademá s deben ser
reconocidos y resueltos por el Estado, normalmente de forma gratuita.
Esta situació n cultural es calificada por Juan Pablo II como “estructura de pecado”.
Evangelium vitae, nn. 11-12:
"el valor de la vida pueda hoy sufrir una especie de «eclipse», aun cuando la conciencia no deje
de señalarlo como valor sagrado e intangible, como demuestra el hecho mismo de que se tienda
a disimular algunos delitos contra la vida naciente o terminal con expresiones de tipo sanitario,
que distraen la atención del hecho de estar en juego el derecho a la existencia de una persona
humana concreta. (...)
Estamos frente a una realidad (...), que se puede considerar como una verdadera y auténtica
estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad,
que en muchos casos se configura como verdadera «cultura de muerte». (...) Se puede hablar, en
cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. La vida que exigiría más
acogida, amor y cuidado, es tenida por inútil, o considerada como un peso insoportable y, por
tanto, despreciada de muchos modos. Quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más
simplemente, con su misma presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más
aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar.
Se desencadena así una especie de «conjura contra la vida», que afecta no sólo a las personas
concretas en sus relaciones individuales, familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a
perjudicar y alterar, a nivel mundial, las relaciones entre los pueblos y los Estados."
Lo que directa o indirectamente se relacione con la vida cae en el á mbito del quinto
mandamiento. Podemos ir deduciendo de ello muchas consecuencias prá cticas.
Por ejemplo, es evidente que quien conduce un vehículo de modo imprudente, comete pecado
grave, pues expone su vida y la de otros a un riesgo innecesario. Esto también se aplica al
conductor que se encuentra atarantado por el alcohol. El conductor ebrio es criminal ademá s
de borracho. Ambos son pecados contra el quinto mandamiento, pues beber en exceso, igual
que comer excesivamente, contraviene este precepto porque perjudica la salud, y porque la
destemplanza causa fá cilmente otros efectos nocivos. El pecado de embriaguez se hace mortal
cuando de tal modo afecta al bebedor que ya no sabe lo que hace. Pero beber sin llegar a ese
extremo también puede ser un pecado mortal por sus consecuencias malas: perjudicar la
salud, revelar secretos o descuidar los deberes profesionales o familiares. Quien
habitualmente toma bebidas alcohó licas en exceso y se considera libre de pecado porque
conservó la noció n de lo que hizo, normalmente se engañ a a sí mismo; raras veces las bebidas
alcohó licas no producen dañ o grave en el pró jimo o en uno mismo.
La persona que consume droga peca gravemente contra este precepto de la ley de Dios.
Ingiere la droga con el fin de recibir sensaciones o experiencias sin otro objeto que la
satisfacció n personal. Implica un arbitrario y arriesgado peligro, que priva al individuo de la
funció n rectora de la razó n y le produce perjuicios fisioló gicos y psicoló gicos casi siempre
graves e irreversibles. Es, sin ninguna justificació n, un atentado contra la vida.
Al ser responsables ante Dios por la vida que nos ha dado, tenemos obligació n de cuidar la
salud dentro de límites razonables. Exponernos a peligros deliberados o innecesarios (como el
alpinismo sin precauciones debidas), descuidar la atenció n médica (cuando sospechamos
tener una enfermedad seria), descuidar el necesario descanso (no dormir o no comer lo
debido), es faltar a nuestros deberes como administradores de algo que es de Dios.
Un principio bá sico sobre este precepto es que la vida de todo el cuerpo es má s importante
que la de cualquiera de sus partes. En consecuencia, es lícito extirpar un ó rgano para
conservar la vida. La amputació n de un brazo gangrenado o de una matriz cancerosa está
justificada moralmente. Sin embargo, mutilar el cuerpo innecesariamente es pecado, y pecado
Para entender la visió n cristiana del hombre, es muy importante entender que lo decisivo
en el origen del hombre es la creación de cada individuo, que por eso se convierte en una
persona irrepetible.
“La afirmació n de la tradició n doctrinal cristiana sobre la creació n directa del alma de cada
hombre por parte de Dios presenta no pocos problemas especulativos, pero su significació n
religiosa y antropoló gica es clara y decisiva: cada persona responde a un acto de creació n
explícito, a una llamada singular y ú nica por parte de Dios, y, por tanto, tiene un destino
personal de relació n con el Amor Creador que, de ningú n modo, puede ser subsumido en un
destino universal colectivo. Si es creada explícitamente por Dios, la persona humana es un
todo de sentido, es decir, la vida de la persona no puede entenderse adecuadamente
integrá ndola totalmente en una unidad de sentido superior.
La persona humana, aunque sea parte del mundo, es un todo, y nunca se le hará justicia si es
vista como parte de un todo, o momento de la historia colectiva o abstracció n de una sociedad,
o un caso de leyes científicas universales. La razó n que el pensamiento cristiano ha dado para
afirmar que la felicidad definitiva a que aspira la persona -cada persona- es la relació n directa
con Dios, sin mediaciones, es precisamente el hecho de que su alma ha sido creada directa e
inmediatamente por Dios.
A la vez, es evidente que en el origen concreto de cada ser humano se encuentra la generació n
por parte de sus padres. Creación y generación han de ser entendidos como peculiar e
íntimamente unidas en el origen de la persona. Esta peculiar unió n entre creació n y
generació n, estrechamente relacionada con la condició n somá tico-espiritual del hombre, con
su mundanidad y con su pluralidad, no es fá cilmente inteligible. La forma má s fá cil de explicar
la composició n entre creació n del alma y generació n es afirmar que Dios crea el alma mientras
los padres engendran el cuerpo.
Pero esta explicació n resulta intelectualmente satisfactoria de inmediato só lo si se acepta un
esquema dualista del hombre, es decir, si se lo concibe como compuesto de dos substancias: el
Pero Dios la crea por su dimensió n espiritual, mientras los padres la engendran por su
dimensió n somá tica: lo creado por Dios y lo engendrado por los padres es el mismo ser.
Podría decirse que los padres disponen la materia cuya forma propia es el alma creada
directamente por Dios, de modo que verdaderamente causan materialmente el alma. Por esto,
la generació n humana se denomina pro-creació n y puede decirse con propiedad, no
metafó ricamente, que los padres participan del poder creador de Dios.
Evidentemente la Ciencia puede dar cuenta del proceso de generació n, pero no puede dar
cuenta de la creació n, ni, por tanto, de la dignidad.
En primer lugar, el hombre es imagen de Dios porque sabe escuchar, porque obedece,
exclama, discute y dialoga. Para afirmar esto, estamos teniendo en cuenta un contexto má s
amplio, esto es, el contexto que nos presenta los detalles narrativos de la tradició n Yahvista
( Gn 2,4b-3,24) contenidos en las implicaciones de Gn 1,26-28.
Vemos, entonces, que el hombre, en cuanto imagen de Dios, es un ser capaz de dialogar con
Dios; es el ú nico ser a quien Dios puede tratar de "tú ", entrando en relació n "personal" con él,
relació n que supone escuchar una llamada y responder a ella por medio de un libre
compromiso.
Esta relació n dialogal que só lo el hombre, dueñ o de su existencia, puede establecer con Dios,
con otras personas o valores es lo que lo distingue, en cuanto imagen de Dios.
En segundo lugar, el hombre es imagen de Dios en lo que respecta a su señ orío sobre las
demá s creaturas (Gn 1,26.28), en cuanto administrador suyo; tarea que realiza no
caprichosamente sino como un plenipotenciario consciente de su responsabilidad. Su derecho
y deber de señ orío no son autó nomos, sino participados.
En tercer lugar, el hombre "es imagen de Dios porque sabe y puede descansar... Esta es su má s
alta dignidad conforme al texto. El hombre sabe introducirse en el proceso de creació n (decir,
Gen 2,25: la desnudez originaria: antes del pecado original no sentían vergü enza, después se
ve el cuerpo de una forma distinta. No se trata de una desnudez segú n el criterio naturalista
adecuado para la fisiología animal, sino segú n un criterio personalista, conforme a la
dimensió n de la comunió n de personas. La ausencia de vergü enza significa que hay plenitud
de comunicació n interpersonal entre el hombre y la mujer a través del cuerpo: no se esconde
nada. La aparició n de la vergü enza: esconder el cuerpo, es porque el cuerpo puede ser
obstá culo para la comunicació n interpersonal, puede esconder la subjetividad.
Gn 4,1: significado generador del cuerpo. La unió n conyugal es descrita como un
conocimiento. Así se da a entender que esta unió n se sitú a dentro del á mbito de la libertad
que es específicamente personal, y que no está limitado por lo bioló gico. Se descubre otro
significado del cuerpo y que corresponde a la verdad objetiva sobre el sexo: que a través de él
se es capaz de ser padre y madre. De esta forma el hombre y la mujer acaban de conocerse
plenamente en lo que es el otro, y por tanto en lo que es cada uno. La afirmació n de la propia
identidad termina con el tomar posesió n de la propia humanidad al imponer el nombre de
“hombre” al hijo engendrado (“he adquirido un hombre”)
Termina este ciclo con la conciencia, tras el pecado, del dolor y de la muerte. La vida se
convierte en tarea a realizar.
Resumiendo:
a) La vida humana es el apoyo fundamental y signo privilegiado de los valores éticos. En este
sentido, encontramos: -Un nivel premoral u óntico, como lo son también la salud, el placer, el
conocimiento, la técnica. En este nivel ó ntico es donde surgen los auténticos «conflictos de
bienes/males» que han de ser resueltos buscando el valor prevalente que se traduzca en
opció n ética preferencial. -Nivel ético: El reconocimiento del «otro» y el reconocimiento de
uno mismo hacen pasar a la vida humana de valor premoral a valor ético. Para Ferrater Mora,
el vivir es la primera preferencia ética, expresada del siguiente modo: «Vivir es preferible a
morir».
3.- Continuidad
No existe ningú n salto cualitativo desde la fecundació n hasta la muerte; no puede decirse que
en un momento es una cosa y má s adelante otra diferente; todo el desarrollo está previsto en
el genoma. Desde la fecundació n existe un individuo de la especie humana que se va
desarrollando de manera continú a.
4.- Autonomía
Desde el punto de vista bioló gico, todo el desarrollo sucede desde el principio hasta el final de
manera autó noma. La informació n para dirigir esos procesos viene del embrió n mismo, de su
genoma. Desde el inicio, es el embrió n quien pide a la madre lo que necesita, estableciéndose
un "diá logo químico".
5.- Especificidad
Todo ser vivo pertenece a una especie. El embrió n, analizando su cariotipo, vemos que desde
el primer momento de su desarrollo pertenece a la especie homo sapiens sapiens.
Por ejemplo, si oímos ladrar pensamos: es un perro; pero no es un perro porque ladre, si no
ladrara seguiría siendo un perro. De forma parecida puede afirmarse que todo ser humano es
persona aunque todavía no actú e como tal porque no se han desarrollado sus capacidades
(como ocurre en los primeros momentos de la existencia del hombre y de la mujer), o porque
No obstante esto, tras haber tomado en consideració n un amplio espectro de opiniones sobre
el problema de la investigació n y de la experimentació n sobre el embrió n humano, el texto
poco después prosigue así: “Sin embargo, se ha convenido que ésta es un área en la que se debe
tomar alguna decisión precisa, a fin de calmar la preocupación del público”. y la decisió n,
tomada por mayoría, se expresó así: “A pesar de nuestra división sobre este punto, la mayoría
de nosotros recomienda que la legislación debería conceder que la investigación pueda
conducirse sobre cualquier embrión obtenido mediante fertilización in vitro, cualquiera que sea
su procedencia, hasta el término del día 14 de la fertilización”. ¡La contradicció n ló gica con las
afirmaciones precedentes es evidente! y fue entonces cuando se introdujo el término “pre-
embrió n”, propuesto precisamente por un miembro del propio Comité, a fin de “polarizar la
Queremos expresar la dimensió n moral que sobre la sexualidad humana ofrece la Sagrada
Escritura y la transmisió n realizada por la tradició n y el magisterio eclesial. Pero no
intentamos un aná lisis exegético; nuestro propó sito es, má s bien, ofrecer una síntesis reflexiva
sobre el dato bíblico para llegar a descubrir los elementos esenciales que aporta la Escritura a
la moral sexual cristiana. Del mismo modo, la representació n de la enseñ anza de la Tradició n
tendrá también un cará cter sintético, considerando especialmente el magisterio de los ú ltimos
Papas.
Pero esta dualidad sexual fecunda, propia del hombre, no es propia de Dios. El mismo cará cter
creatural de la sexualidad excluye cualquier intento de divinizarla o sacralizarla. Es éste un
rasgo distintivo y característico del Antiguo Testamento. Si bien se describe a Dios bajo rasgos
humanos, la idea de la sexualidad de Dios es ajena a Israel. Segú n Von Rad, esto resulta
“asombroso”, especialmente si se tiene en cuenta el ambiente religiosos que circunda al
Por lo tanto no se encuentra en la revelació n bíblica ningú n atisbo de valoració n negativa del
“principio material”. Si todas las funciones se atribuyen al hombre como totalidad, también la
sexualidad. Los textos bíblicos enseñ an que el ser humano es un ser sexuado y que la
sexualidad es digna y buena, forma parte del plan original de Dios sobre la humanidad. Esta
afirmació n de la dignidad del cuerpo sexuado está muy lejos de la visió n negativa de la
filosofía griega, que llegó a considerarlo como cá rcel del hombre y lugar de pecado. En el
fondo, si en el pensamiento griego subyace una concepció n dualista del mundo en la que
“espíritu” y “materia” son principios absolutamente incompatibles, en la mentalidad semita,
en cambio, encontramos una antropología unitaria que permite descubrir un horizonte má s
positivo y esperanzador.
Esta doble dimensió n de la sexualidad humana que ofrecen las narraciones de la creació n se
encuentra presente a lo largo del Antiguo Testamento y será , como veremos, una constante en
la enseñ anza de la tradició n. En general, se puede afirmar que el valor de la fecundidad
aparece como dominante, especialmente en la mayor parte de los textos que hablan del
matrimonio. Los hijos son considerados una alegría y una gran riqueza (Sal 127; 128; Pr 17, 6;
Si 30, 1-6); una gran descendencia es el signo de una intensa bendició n de Dios, del mismo
modo que la esterilidad se consideraba como maldició n. Tanto la poligamia como la ley del
levirato se inscriben en esta perspectiva de valorar la descendencia.
Pero, por otra parte, persiste también la afirmació n de los valores relacionales, de la
dimensió n comunicativa y amorosa que es sustancial en la sexualidad. Se afirma en la
experiencia vivida por tantas parejas (Abrahá n y Sara, Isaac y rebeca, Jacob y Raquel, Sansó n y
Dalila, David y Mikal). Los libros sapienciales ensalzan la dicha que una mujer proporciona a
su marido (Pr 18, 22; Si 26, 1-4; 26, 13-18); celebran la fidelidad del amor conyugal, sin
mencionar a los hijos (Pr 11, 16; Si 7, 19; 36, 21-24; 40, 23). La realidad humana del amor
nupcial es la imagen que utilizan los profetas para referirse a la actitud de Yahvé hacia su
pueblo.
En general, la normativa moral que vive el pueblo elegido respecto a la sexualidad no presenta
gran originalidad; se basa en un derecho consuetudinario, prá cticamente coincidente con el
de las culturas vecinas. Sobre todo en los comienzos de la revelació n bíblica, la moral judía no
difiere de la de los pueblos semitas que le rodean. Así, es posible descubrir en Israel la
poligamia, el divorcio, la tolerancia de la prostitució n. La pedagogía moral de Yahvé, fundada
El sentido de las normas jurídicas y morales que regulan el matrimonio tiende a afirmar su
subordinació n del proyecto salvífico de Dios. Se ve, principalmente, en orden a la propagació n
del pueblo. Pero no se puede olvidar que la fecundidad es el signo de la bendició n de Yahvé. Y
sobre todo, hay que recordar el mensaje de los grandes profetas que hablan del amor
conyugal como imagen del amor y de la alianza de Dios con su pueblo.
En el marco de la alianza, el pecado colectivo de Israel asume cará cter de adulterio. Si la moral
del Antiguo Testamento es una llamada a la observancia y fidelidad a la alianza, la fidelidad
conyugal adquiere también gran importancia. Estaba protegida por la ley, y el adulterio estaba
prohibido, en el sexto precepto del decá logo: “No cometerá s adulterio” (Ex 20, 14; Dt 5, 18). La
ley pedía la pena de muerte para los adú lteros (Lv 20, 10; Dt 22, 22), aunque en el caso del
marido só lo es castigado si perjudica el derecho ajeno y el adulterio se realiza con una mujer
casada.
Con el mismo rigor y con la misma pena capital se condenan otras faltas, como diferentes
formas de incesto (Lv 20, 11-17), la homosexualidad (Lv 20, 13), la bestialidad (Lv 20, 15-16)
e incluso la realizació n del acto conyugal “en tiempo de las reglas” (Lv 20, 18). La razó n de
este rigor estriba quizá s en que en todos estos casos la legislació n bíblica considera la
sexualidad orientada a la procreació n y rechaza firmemente cualquier situació n en que ésta
sea negada o se vea comprometida.
Finalmente, a las normas morales apuntadas hay que añ adir las prescripciones rituales
relacionadas con la sexualidad. Son muy numerosas y, en general, no guardan relació n directa
con la moral; se refieren a la pureza ritual del hombre o de la mujer. Dichas leyes nacen del
afá n de santidad de los miembros del pueblo elegido, que deben estar libres de cualquier tipo
de contaminació n para poder acercarse a Dios.
Son muchos los fenó menos que producen la impureza. En relació n a la sexualidad, la
ocasionan la menstruació n y el parto en la mujer (Lv 12, 1-6; Lv 15, 19-23; Ex 36, 17); y en el
hombre, la polució n (Lv 15, 1-17). Quedan también impuros las ropas y los utensilios que se
tocan en estado de impureza. Desaparecía después de cierto tiempo y con determinadas
abluciones.
Todas estas leyes relacionadas con la pureza ritual manifiestan cierto temor ante lo sexual;
reflejan cierto cará cter misterioso de la actividad sexual y pueden ser residuos de una
3.2.1.- La Sexualidad
Es uno de los planos constitutivos de la naturaleza de todas las especies del mundo animal.
En el ser humano la sexualidad procreadora y bioló gica esta justificada en aspectos
cognoscitivos y afectivos: aparecen unidos el amor, la razó n y las posibilidades de procreació n
La sexualidad no es solamente placer, ni éste es el fin bá sico del sexo.
La sexualidad no se reduce a una actividad que requiere unos
La sexualidad humana va má s allá de la genitalidad, afecta a cada una de las células y de los
deseos humanos, informa toda la realidad del individuo desde el comienzo de la existencia,
configurá ndolo como varó n o mujer.
Quienes propugnan la liberació n sexual, lo que buscan es que exista el má ximo de
permisividad posible, pues esto se asocia con placer.
Junto a la identidad sexual personal, está la identidad sexual genérica que depende de la
ponderació n social. Se ha visto el fomento de la cultura denominada “unisex”, que asume
cierta aceptació n social y supone un debilitamiento de la esencia de la masculinidad y
feminidad auténticas.
En toda persona con tendencia homosexual existe un trastorno de identidad sexual má s o
menos importante, pero un trastorno de identidad sexual puede dar lugar o no a una conducta
homosexual, ya que todo hombre actú a de manera deliberada.
3.2.12.- Anomalías
El seudohermafroditismo está marcado por una discordia entre los factores goná dicos y
cromosó micos. Pueden existir genitales masculinos y carga cromosó mica femenina.
El transexualismo supone una disociació n entre el sexo y la tendencia psicoló gica que
experimenta en sentido opuesto; el varó n psicoló gicamente se siente mujer.
En la homosexualidad los aspectos físicos del sexo se usan para lograr una satisfacció n eró tica
con personas del mismo sexo.
Estos razonamientos chocan con el principio que el hombre debe tratar de generar todo el
placer que pueda, prioritariamente placer sexual. En estos casos el amor queda reducido a
genitalidad.
La sexualidad es mucho má s que la genitalidad o placer venéreo. No es solo placer orgá nico
sino que involucra algo mucho má s importante, que es la trasmisió n de la vida.
Sobre el cuerpo y la sexualidad no existe poder de disposició n, ambos debe ser utilizados con
responsabilidad.
De esta visió n optimista no puede excluirse la sexualidad. Creada y querida por Dios, por su
mismo origen es buena y santa. No existe en los relatos de la creació n ningú n rastro de
desprecio hacia la sexualidad humana. No es algo de lo que el hombre deba avergonzarse; en
el proyecto de Dios forma parte de las cosas buenas creadas por É l. Es un don de Dios, fruto de
su benevolencia y solicitud.
Por otra parte, en el plan de Dios, el ser humano es creado como un varó n y mujer; es decir,
está marcado desde el principio por la diferenciació n y complementariedad sexual. El texto
bíblico refleja de manera muy precisa este sentido fundamental, al afirmar tanto la necesidad
de apertura, relació n y unió n que existe en el hombre (Gen 2,18), como al constituirlo en
sujeto de una bendició n especial, la de fecundidad (Gen 1.28).
3.3.2..- Fecundación
Es el inicio del ciclo vital del ser humano.
Los espermatozoides deberá n ingresar al interior del ú tero, por el canal cervical. Se produce
en los días cercanos a la ovulació n, un flujo mucoso de características particulares, que actú a
como filtro del semen y aporta elementos para la supervivencia de los espermatozoides.
Se requiere la presencia de un promedio de 300 millones de espermatozoides en la vagina de
la mujer, de los que solo un pequeñ o nú mero llegara al ó vulo..
La fecundació n se da cuando el espermatozoide hace contacto con el ó vulo.
El espermatozoide se une a la zona pelú cida del ó vulo que contiene receptores exclusivos. La
adhesió n dura unos 15 minutos.
El espermatozoide se abre paso a través de la zona pelucida y la atraviesa; esta penetració n
dura unas 7 horas. El ó vulo genera una membrana de fecundació n para evitar que los demá s
espermatozoides ingresen dentro de él.
Es en este momento que el espermatozoide se introduce dentro del ó vulo y se cierra la zona
pelucida cuando se inicia la nueva vida.
3.3.3.- Concepción
Como resultado de la fecundació n y de la unió n del ó vulo con el espermatozoide, se produce la
concepció n, esto es, el surgimiento de un nuevo ser producto de la unió n de dos células
también vivas
3.3.4.- Nacimiento
El nacimiento se produce cuando se da la separació n del ser ya existente del seno materno, y
se corta el cordó n umbilical.
El nacimiento es una etapa en el proceso de la vida del ser ya existente como persona. No es
que la persona comience con el nacimiento.
El acto conyugal ha de ser de una entrega completa sin que nada de los esposos quede fuera:
la anticoncepció n artificial limita sustancialmente tal donació n pues deja fuera parte del bien
de la feminidad o masculinidad.
Por tanto, mientras es lícito, por motivos graves, valerse del conocimiento de la fertilidad de la
mujer, renunciando a las relaciones sexuales en los períodos de fecundidad, resulta ilícito el
recurso de los medios contraceptivos
¿Qué mal hay - se preguntan algunos- en que el matrimonio no dure para toda la vida? ¿O por
qué ha de ser solamente entre un hombre y una mujer? ¿O qué perjuicio puede haber en las
relaciones sexuales fuera del matrimonio si la pareja se siente atraída o se quiere?
Los males son muchos, y de muy distintas índoles. Las relaciones sexuales sin un pacto de por
vida son egoístas - "placer sí, responsabilidad no"- y carecen por lo tanto de ese factor que
puede llevarlas a su madurez y plenitud.
¡Hay mucha gente vacía y destrozada por ahí de tanto picar aquí y allá ; de tanto hacerse "una
sola carne" con éste y con aquél! (1 Cor. 6:16).
3.4.3.- CONTRACEPCIÓN
La anticoncepció n o "control de la natalidad" es la interferencia deliberada en el acto marital
para prevenir la concepció n. La Iglesia Cató lica siempre ha enseñ ado que la anticoncepció n es
inmoral. La persistencia de los documentos papales sobre este tema indica que se trata de la
enseñ anza constante de la Iglesia.
Para comprender la enseñ anza de la Iglesia sobre la anticoncepció n es necesario comenzar
por apreciar el propó sito maravilloso de Dios para el amor conyugal.
La Encíclica Humanae Vitae confirmó la enseñ anza de la Iglesia declarando inmoral "toda
acció n que, o en previsió n del acto conyugal, o en su realizació n, o en el desarrollo de sus
consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la
procreació n" HV, 14.
"En previsió n del acto": Es por lo tanto inmoral el uso de cualquier sustancia farmacéutica
anticonceptiva (Ej.: píldora anticonceptiva), de todo tipo de preservativo, de la espiral del
ú tero, o cualquier otro medio artificial que se utilice como fin o como medio para evitar la
procreació n. En cuanto a la esterilizació n (perpetua o temporal), la encíclica enseñ a: "Hay que
incluir igualmente, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la
esterilizació n perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer" (HV, 14).
"En su realizació n": Es por tanto inmoral la interrupció n del acto para eyacular fuera de la
vagina.
Abortivos
-"Lavados" que impiden la fertilizació n o que anide el embrió n en el ú tero
-La píldora "anticonceptiva" que en realidad también puede causar el aborto. (Cf The Píll and
the IUD: Sorne Facts for an Informed Choice (Cincinnati: The Couple to Couple League) 1980.
(La Pastilla y los IUD -Dispositivos Intrauterínos - Datos para una Decisión Responsable).
-La "píldora del día siguiente " (es abortiva)
-Los dispositivos intrauterinos, ya que estos actú an primariamente como un abortivo al
prevenir la implantació n en el ú tero del embrió n, ya de una semana de concebido.
«Aunque los métodos naturales han hecho progresos prometedores, son desdeñ ados por
muchos. Para algunos es humillante que la Iglesia tuviese razó n en esta materia y fuera
auténticamente profética cuando se la acusaba de ser retró grada y anticuada. Y no olvidemos
que en los métodos artificiales hay en juego grandes intereses econó micos mientras que los
métodos naturales son gratuitos.
Desde hace algú n tiempo se vende en farmacias un aparato llamado OVULATOR, que
observando la cristalizació n de la saliva, indica los días fértiles y estériles del ciclo femenino.
Hoy con los trabajos de fecundació n «in vitro» se ha vuelto a hablar de este procedimiento al
que se da una fiabilidad del 90%.
En 1975 se ha publicado en Españ a un libro del Dr. Billings, australiano, que ya lleva veinte
ediciones en cuatro idiomas. Billings ha descubierto un método para regular la natalidad que
es muy fá cil, natural, sano y barato (sin instrumentos ni productos), moralmente lícito y,
segú n parece, el má s seguro de todos. Se basa en la observació n el moco vaginal. La
experiencia de la Organizació n Mundial de la Salud, por las estadísticas realizadas en cinco
países, le da al método Billings una eficacia del 99% de éxito.
Hoy es practicado por cincuenta millones de matrimonios en el mundo.
El Método Sintotérmico, que es la combinació n del Método Billings con otros pará metros,
como la temperatura basal, puede llegar al 99’2% de seguridad, segú n los resultados dados
por la OMS en Biologic of fertility control by periodic abstinence (Informe técnico 369/67), si
se enseñ a adecuadamente siguiendo el Learning Package of Familiar Fertility, OMS, 78.
4.1.- CASTIDAD: Castidad es la virtud que gobierna y modera el deseo del placer sexual segú n
los principios de la fe y la razó n. Por la castidad la persona adquiere dominio de su sexualidad
y es capaz de integrarla en una sana personalidad, en la que el amor de Dios reina sobre
todo. Por lo tanto no es una negació n de la sexualidad. Es un fruto del Espíritu Santo
La castidad consiste en el dominio de sí, en la capacidad de orientar el instinto sexual al
servicio del amor y de integrarlo en el desarrollo de la persona. (Sagrada Congregación para
la educación católica: Pautas de educación sexual, nº 18)
La castidad es una virtud necesaria en todos los estados de vida:
Celibato (en latín caelebs, caelibis) se refiere al estado de aquellos que no se casan o que no
tienen una pareja sexual. Un soltero puede ser llamado célibe, sin embargo, el concepto
adquirió un sentido de opció n de vida. Por lo general se entiende como célibe a aquel que
libremente se abstiene de relaciones sexuales, y de matrimonio, es decir de unió n legítima,
con los derechos que de ello se derivan, muy en especial el de descendencia.
Sin embargo, no se puede presumir como regla general la ausencia de responsabilidad grave.
Eso sería desconocer la capacidad moral de las personas
2353 La fornicación es la unió n carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio. Es
gravemente contraria a la dignidad de las personas y de la sexualidad humana, naturalmente
ordenada al bien de los esposos, así como a la generació n y educació n de los hijos. Ademá s, es
un escá ndalo grave cuando hay de por medio corrupció n de menores.
2354 La pornografía consiste en dar a conocer actos sexuales, reales o simulados, fuera de la
intimidad de los protagonistas, exhibiéndolos ante terceras personas de manera deliberada.
Ofende la castidad porque desnaturaliza la finalidad del acto sexual. Atenta gravemente a la
dignidad de quienes se dedican a ella (actores, comerciantes, público), pues cada uno viene a ser
para otro objeto de un placer rudimentario y de una ganancia ilícita. Introduce a unos y a otros
en la ilusión de un mundo ficticio. Es una falta grave. Las autoridades civiles deben impedir la
producción y la distribución de material pornográfico.
2356 La violación es forzar o agredir con violencia la intimidad sexual de una persona. Atenta
contra la justicia y la caridad. a violación lesiona profundamente el derecho de cada uno al
respeto, a la libertad, a la integridad física y moral. Produce un daño grave que puede marcar a
la víctima para toda la vida. Es siempre un acto intrínsecamente malo. Más grave todavía es la
violación cometida por parte de los padres (cf incesto) o de educadores con los niños que les
están confiados.
2359 Las personas homosexuales está n llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio
de sí mismo que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad
desinteresada, de la oració n y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y
resueltamente a la perfecció n cristiana.
Desde los primeros siglos, los pecados consumados contra la castidad fueron
considerados graves y alguno, como el adulterio, aparece citado enseguida, junto a la
idolatría y el asesinato, entre los pecados de especial gravedad. En general el pecado
sexual se describe como “satisfacció n desordenada del apetitos sexual”, o bien “abuso
de la facultad sexual”, es decir, empleo contrario a su sentido y finalidad.
Se entiende por desviació n sexual la tendencia habitual a buscar una satisfacció n sexual
anormal.
La anomalía puede residir bien en que se fija el comportamiento eró tico en un objeto
inadecuado (zoofilia, fetichismo), bien porque se deforma el acto sexual reemplazá ndolo por
otros equivalentes eró ticos (voyerismo, exhibicionismo, sadomasoquismo). Suponen una
alteració n cualitativa de la persona, cuya sexualidad pierde su verdadero significado humano
de relació n y comunió n afectiva. En las desviaciones sexuales se intenta conseguir la
satisfacció n sexual genital a través de unas circunstancias que suponen un fallo en el
desarrollo de la sexualidad.
Sin embargo, resulta difícil precisar los límites entre normalidad, desviació n y
perversió n. Su raíz está normalmente en el defectuoso desarrollo e integració n de los
impulsos sexuales. Moralmente, la culpabilidad resulta difícil de determinar, porque
en mayor o menor medida conlleva una disminució n de la libertad. Son muchos los
que defienden que deben considerarse como enfermedades
4.7.1.- Bestialidad
4.7.2.- Fetichismo
Los transexuales pertenecen a uno de los dos sexos, pero tienen un fuerte deseo
psicoló gico de pertenecer al sexo opuesto. En esto se distingue del homosexualismo,
en el que no se quiere cambiar de sexo, sino mantener relaciones con personas del
mismo sexo. El travestismo tampoco supone querer cambiar de sexo sino tan só lo
desear vestirse con prendas del otro sexo como condició n necesaria para sentir la
excitació n sexual.
Aunque se podría matizar podemos decir en general que existe, pues, en ellos una
oposició n radical entre su sexo morfoló gico (fenotipo) y su sexo psicoló gico. En
realidad, la transexualidad constituye para los sujetos una verdadera estructura
psicosexual no elegida y que, normalmente, viven como una carga sumamente pesada
y en un estado de tensió n permanente. Se instaura en los primeros añ os (1 o 2). Hay
diversas teorías acerca de su origen psico-social o neuro-hormonal. Esto es
importante respecto a las soluciones que se pueden poner. Todos está n de acuerdo sin
embargo en que normalmente es irreversible
La enseñ anza cristiana sobre la sexualidad debe orientar hacia sus aspectos positivos
La enseñ anza cristiana sobre la sexualidad y su ejercicio debe orientar, ante todo,
hacia sus aspectos positivos. Todos los preceptos morales, en efecto, incluyen un
aspecto positivo y otro negativo. No basta, por ejemplo, con «no matar», para cumplir
todas las exigencias del quinto mandamiento. Es necesario, ademá s, apreciar,
favorecer y defender la vida humana. La ú ltima intenció n de las normas morales
consiste en orientar al hombre hacia determinados valores y bienes positivos y a su
realizació n.
La ética de la sexualidad no podría ser una excepció n. Tras las prohibiciones se
descubren aquí también ciertos valores y bienes fundamentales que justifican,
sostienen y alimentan la responsabilidad del hombre y la mujer ante el cuerpo, el amor
y la vida.
Estos valores y bienes que trata de proteger y favorecer una verdadera moral sexual
está n al servicio de la madurez del hombre, la integració n de todas sus energías, el
total despliegue de su capacidad de diá logo y donació n intersexual y la entrega
generosa y responsable a los hijos. Pero no podemos olvidar la temporalidad y lo lento
y fatigoso de todo aprendizaje de lo humano.
En su proceso hacia la maduració n de la sexualidad pueden un hombre o una mujer
encontrarse en etapas bien diferenciadas que, a veces, dan razó n de las deficiencias de
su comportamiento ético. En todo caso, hay que tener en cuenta que el proceso de
la sexualidad hacia su madurez está siempre sujeto a unas exigencias morales.
Los valores y bienes fundamentales de la sexualidad integrada en la persona,
criterio básico de moralidad
No podemos abordar aquí todos los abusos de la facultad sexual, sino recordar simplemente
ciertas formas de conducta desviada en este campo y ampliamente difundidas, como son las
relaciones prematrimoniales, la masturbació n, la homosexualidad, la prostitució n...; la
negació n del pecado grave en materia de sexualidad. A esta enumeració n de abusos hay que
añ adir, como deformació n, la desvalorizació n de la continencia y de la castidad11.
Otra situació n distinta es aquella en la que la acció n que se busca es producir la esterilizació n.
En este tipo de esterilizació n directamente querida, las motivaciones pueden ser también
diversas, aunque todas vayan dirigidas a excluir la posibilidad de concebir. Suelen ser:
ligaduras de trompas (consiste en estrangulamiento del oviducto o bien obstrucció n mediante
grapa o tapó n, que no es permanente), la otra técnica es la vasectomía (corte del conducto
deferente), también la histerectomía (ablació n del ú tero).
Una segunda acepció n sería el derecho a tratar a alguien como si fuese un hijo natural.
Estamos ante los temas de la adopció n. Propiamente hay que hablar que la ya existencia de
La tercera acepció n, es –dicho con palabras que ciertamente suenan fuertes- el derecho a
exigir la fabricació n de un niñ o, de acuerdo con el encargo que se hace, y que por tanto me es
entregado ya que lo he encargado. Se puede discutir acerca de qué características se podrá n
fijar o no en el niñ o que se encarga, pero sustancialmente es el derecho a que otras personas
produzcan un niñ o y me lo entreguen. Habitualmente la expresió n “derecho a tener un hijo”,
se utiliza con esta ú ltima acepció n.
Se puede reconocer la presencia por una parte de un verdadero impulso amoroso que quiera
verse materializado en un hijo, y por otra un afá n de satisfacció n personal y de posesió n sobre
una nueva criatura. Las situaciones personales no son fá ciles de desentrañ ar a fondo pero
conviene reconocer estas dos líneas, ya que suponen una distinta valoració n moral.
Ahora bien, en todos estos casos la línea clara que los distingue es si se tiene derecho a los
actos de los que puede venir un hijo, o propiamente al hijo. En el primer caso el origen del
derecho ya lo hemos visto. ¿Cuá l es el origen de ese supuesto derecho en el segundo caso?
En algunas situaciones se puede hablar de las expectativas que se crearon al formar un
matrimonio y llevar a cabo los actos naturales que abrían la esperanza al nacimiento de un
hijo. Ahora bien, esa posibilidad ya se conocía, y por tanto la frustración de esa expectativa no
es el fraude de ningún derecho.
El fundamento má s comú n para estos casos, y el ú nico para los demá s casos –personas
solteras, homosexuales, etc.- es afirmar el deseo, que es asumido por la voluntad, de querer
tener una persona en la que poder ejercer una actividad como la que ejercen los padres. Se
piensa que se está en condiciones y se está capacitado, por tanto se tiene derecho a ejercerlo.
Algunos casos pueden añ adir otras motivaciones: afianzar el matrimonio, dar una apariencia
de normalidad a la relació n que se tiene, o incluso romper modelos sociales –p.e. matrimonio
heterosexual-, para que se admitan otros –matrimonio homosexual-. Pero, ¿puede afirmarse el
derecho porque exista el deseo? No parece que sea una consecuencia directa. Tampoco se
puede argumentar que no só lo existe el deseo sino también la posibilidad de satisfacerlo.
Posibilidad técnica deberíamos añ adir. ¿Qué cualidad ética tiene este medio técnico de tener
un hijo?
Por otra parte, y este es el aspecto má s importante, el derecho se plantea como derecho a
tener un alguien, derecho a poseer un alguien. Ciertamente después se le piensa cuidar y
querer, pero el planteamiento está viciado porque su origen está en la satisfacción de un deseo
de un persona y ninguna persona puede ser contemplada como la satisfacción de otra, sino
querida por si misma. Por eso este planteamiento no presta ninguna atención a los medios por
los que esa persona venga a la existencia, porque no interesa la persona en sí, sino tan sólo su
función de objeto de satisfacción de un deseo de otras personas.
Precisamente esa no atenció n es la que marca la diferencia con respecto a los padres que
también desean un hijo pero que lo que hacen es poner los actos de amor que abren la
posibilidad al nuevo ser. No es un problema de quién tiene un mayor deseo. Sino có mo se
contempla a la nueva criatura. Los que lo ven como fruto de su amor y don que reciben. La
aparición de una nueva vida tiene siempre algo de sorpresa, y esto ayuda a verla como el don
que por otra parte es.
Por ú ltimo, nos parece que es muy importante comprender y acompañ ar en el sufrimiento a
las parejas que deseando tener un hijo son estériles (Donum vitae, 8). En definitiva transmitir
la vida, y amar a una criatura que comienza su existencia es de las obras má s importantes que
una persona puede llevar a cabo. Por otra parte el matrimonio tiene una orientació n hacia los
hijos, y por ello su presencia favorece la plenitud de la vida matrimonial con la familia. Pero
este comprender no puede hacerse a costa de la verdad sobre otras personas, aunque sean
muy pequeñ itas. La dignidad humana exige ser concebido en un acto de amor por dos
personas que expresan realmente el amor de donació n que les une. No se tiene derecho a un
hijo sino a poner los actos que de suyo se ordenan a la procreació n.
5.3.1.- ¿Qué criterio moral se debe proponer acerca de la intervención del médico en la
procreación humana?
El acto médico no se debe valorar ú nicamente por su dimensión técnica, sino también y
sobre todo por su finalidad, que es el bien de las personas y su salud corporal y psíquica. Los
criterios morales que regulan la intervenció n médica en la procreació n se desprenden de la
dignidad de la persona humana, de su sexualidad y de su origen.
La medicina que desee ordenarse al bien integral de la persona debe respetar los valores
específicamente humanos de la sexualidad. El médico está al servicio de la persona y de la
procreació n humana: no le corresponde la facultad de disponer o decidir sobre ellas.
El acto médico es respetuoso de la dignidad de las personas cuando se dirige a ayudar el acto
conyugal, sea para facilitar su realizació n, sea para que el acto normalmente realizado consiga
su fin.
Sucede a veces, por el contrario, que la intervenció n médica sustituye técnicamente al acto
conyugal, para obtener una procreació n que no es ni su resultado ni su fruto: en este caso el
acto médico no está , como debería, al servicio de la unió n conyugal, sino que se apropia de la
funció n procreadora y contradice de ese modo la dignidad y los derechos inalienables de los
esposos y de quien ha de nacer.
2376 Las técnicas que provocan una disociació n de la paternidad por intervenció n de una
persona extrañ a a los có nyuges (donació n del esperma o del ó vulo, préstamo de ú tero) son
gravemente deshonestas. Estas técnicas (inseminació n y fecundació n artificiales heteró logas)
lesionan el derecho del niñ o a nacer de un padre y una madre conocidos de él y ligados entre
sí por el matrimonio. Quebrantan "su derecho a llegar a ser padre y madre exclusivamente el
uno a través del otro" (CDF, instr. "Donum vitae" 58).
Ademá s hay que considerar también el caso de la prá ctica de estas técnicas con personas
solteras o parejas de homosexuales. En estos caso se priva al hijo del derecho a ser educado
por el complemento varó n-mujer, de tal forma que consiga un desarrollo armó nico de sus
capacidades por la presencia familiar de ambos modelos.
5.4.2 Finalidades.
Los objetivos principales de la inseminació n artificial son:
asegurar la existencia de ó vulos disponibles
acercar los espermatozoides al ó vulo en el aparato genital femenino
mejorar e incrementar el potencial de fertilidad de los espermatozoides realizando una serie
de procedimiento de laboratorio al eyaculado, llamados en conjunto “capacitació n
espermá tica”.
5.4.3 Indicaciones
La inseminació n artificial se realiza en aquellas parejas que no se han podido embarazar
debido a que:
o La mujer tiene algú n problema a nivel del cuello del ú tero como: alteració n en el moco
cervical, presencia de anticuerpos antiesperma, estenosis (estrechez), secuelas de
conizació n, tratamiento con lá ser o criocirugía, etc.
o El hombre muestra alteraciones en el semen como son disminució n del nú mero de
espermatozoides y/o de su movilidad, disminució n en el volumen del eyaculado,
aumento excesivo en el nú mero de espermatozoides, malformaciones anató micas de
su aparato reproductor o alteraciones funcionales de la eyaculació n
o La pareja presenta una esterilidad inexplicable (aquella en que todos los estudios
demuestran normalidad pero no se logra la fecundació n)
Dependiendo del sitio donde se deposite el semen la inseminació n artificial puede ser
INTRAVAGINAL, INTRACERVICAL, INTRAUTERINA, INTRAPERITONEAL o INTRATUBARIA.
Una vez lograda la fecundació n, el desarrollo del embarazo es normal; el riesgo de presentar
un aborto, parto prematuro o un bebé con una malformació n congénita es el mismo que en un
embarazo obtenido por coito vaginal.
Para incrementar el porcentaje de éxito se recomienda aumentar la cantidad de ó vulos en el
tracto genital femenino estimulando los ovarios con medicamentos que inducen ovulació n
mú ltiple (estimulació n ová rica). El seguimiento folicular indicará el momento de la ovulació n
y el día ó ptimo para la inseminació n.
En la inseminació n homó loga, la muestra de semen se obtiene por masturbació n el mismo día
en que se va a realizar la inseminació n.
La técnica de capacitació n espermá tica se selecciona segú n la calidad de la muestra de semen.
Tiene una duració n de hasta 2 horas y debe iniciarse a los 30 minutos después de obtenida la
muestra.
Por otra parte en muchas ocasiones puede llevarse a cabo el acto conyugal y que lo que el
medio biotécnico haga sea ayudar a que alcance su finalidad. Algunos hablan de inseminació n
EEJP II – VI CICLO: “MORAL DE LA PERSONA Y BIOÉ TICA” Pá gina 67
asistida. Se trata por ejemplo de recoger parte del semen y tratá ndolo introducirlo superando
el obstá culo que produce la esterilidad. Estamos en un comportamiento claramente ético que
respeta tanto la concepció n en un acto matrimonial como la ayuda técnica para que llegue a su
fin.
5.5.1.- Técnica
Obtención de los gametos.
Fecundación in vitro propiamente dicha. Se trata de poner en contacto el espermatozoide
con el oocito en un cultivo adecuado reproduciendo las condiciones naturales en las que se da
la fecundació n. Se utilizan unas decenas de miles de espermatozoides, y varios ó vulos segú n el
nú mero de embriones que se quieran obtener. Pasadas 30 horas de la fertilizació n el cigoto
comienza a dividirse en dos células, a las 40 horas puede constituir ya un embrió n de 4
células, y a las 66 horas de 8 células.
Transferencia del embrió n al seno materno. Esta es la fase má s delicada porque se trata de
que el embrió n anide en el endometrio. Hay diversos factores que se tienen en cuenta:
El momento: cuanto antes se haga mayor posibilidad tiene de desarrollo en un ambiente
natural. Se procura que sea en las 24-48 horas tras la fecundació n.
El diagnó stico genético preimplantacional que siempre se hace en el caso de la técnica FIVET y
que requiere que el embrió n tenga ya 6 u 8 células.
El nú mero de embriones que se transfieren. Un mayor nú mero facilita el que alguno anide.
Hay que tener en cuenta que la tasa de éxito de la FIVET «Fecundació n in vitro y Transferencia
del Embrió n» es del 15 % debido a la peor evolució n del embrió n obtenido por esta técnica
respecto al natural, sobre todo debido a alteraciones genéticas. Por otra parte si se eleva el
nú mero surge el embarazo mú ltiple con los problemas que esto conlleva. Bien sea porque
naturalmente se produce el aborto de algunos embriones o porque se los destruya con la
llamada “reducció n embrionaria” este hecho influye en el nú mero de embriones a transferir.
Normalmente se transfieren tres o cuatro.
"La FIVET homó loga se realiza fuera del cuerpo de los có nyuges por medio de gestos de
terceras personas, cuya competencia y actividad técnica determina el éxito de la intervenció n;
confía la vida y la identidad del embrió n al poder de los médicos y de los bió logos, e instaura
un dominio de la técnica sobre el origen y sobre el destino de la persona humana. Una tal
relació n de dominio es en sí contraria a la dignidad y a la igualdad que debe ser comú n a
padres e hijos... Por estas razones, el así llamado "caso simple", esto es, un procedimiento de
FIVET homó loga libre de toda relació n con la praxis abortiva de la destrucció n de los
embriones y con la masturbació n, sigue siendo una técnica moralmente ilícita, porque priva a
la procreació n humana de la dignidad que le es propia y connatural" (DV,II,5).
"Estas razones determinan un juicio moral negativo de la fecundació n artificial heteró loga.
Por tanto, es moralmente ilícita la fecundació n de una mujer casada con el esperma de un
donador distinto de su marido, así como la fecundació n con el esperma del marido de un
ó vulo no procedente de su esposa. Es moralmente injustificable, ademá s, la fecundació n
artificial de una mujer no casada, soltera o viuda, sea quien sea el donador" (DV,II,2).
Ademá s de las anteriores razones, hay que tener en cuenta la producció n de abortos, y la
situació n de los embriones congelados. La Encíclica Evangelium vitae resume así las razones
que justifican el juicio moral condenatorio de la reproducció n artificial:
"Las distintas técnicas de reproducció n artificial, que parecerían puestas al servicio de la vida
y que son practicadas no pocas veces con esta intenció n, en realidad dan pie a nuevos
atentados contra la vida. Má s allá del hecho de que son moralmente inaceptables desde el
momento en que separan la procreació n del contexto integralmente humano del acto
conyugal, estas técnicas registran altos porcentajes del fracaso. Este afecta no tanto a la
fecundació n como el desarrollo posterior del embrió n, expuesto al riesgo de muerte por lo
general en brevísimo tiempo. Ademá s, se producen con frecuencia embriones en nú mero
superior al necesario para su implantació n en el seno de la mujer; y estos así llamados
'embriones supernumerarios' son posteriormente suprimidos o utilizados para
investigaciones que, bajo el pretexto del progreso científico o médico, reducen en realidad la
vida humana a simple `material bioló gico' del que se puede disponer libremente" (EV,14).
5.6.-La clonación
La clonación puede definirse como el proceso por el que se consiguen de modo asexual individuos
idénticos a un organismo adulto.
La segunda técnica consiste en tomar el nú cleo de una célula madura -que tiene todo el
patrimonio genético de un ser humano- de cualquier parte del cuerpo de un adulto y
depositarla dentro del ó vulo materno, al que previamente se le ha extraído su propio nú cleo.
De esta manera, el nú cleo de la célula madura «ordenará » a la célula primitiva la formació n de
un embrió n que será depositado en el ú tero de la madre. Esto se logró en 1997 cuando la
revista Nature informó el nacimiento de la oveja «Dolly», clonada por científicos escoceses.
Este tipo de clonació n se llama: «clonació n terapéutica» y como el experimento parte de dos
células (y no embriones todavía) goza de má s aceptació n y popularidad.
Pretender que estos experimentos iniciales puedan satisfacer todas las esperanzas puestas en
la clonació n no só lo técnicamente es irreal por ahora, sino que presenta problemas morales
serios, ya que la clonació n y el proceso que conlleva violan los derechos fundamentales del ser
humano y arriesga la vida del embrió n. El experimento para la clonació n de la oveja «Dolly»
implicó 277 intentos de fusió n de células, los investigadores lograron engendrar con éxito
ocho embriones y de ellos uno só lo sobrevivió : «Dolly». Con estas cifras, se puede estimar la
cantidad de vidas humanas que se perderá n durante los eventuales experimentos de
clonació n mientras éstos ocurran con la tecnología actual. Por ello, el mismo Dr. Alan Colman
que participó en la clonació n de «Dolly» se opuso rotundamente en agosto de 2001 durante
una conferencia de expertos en clonació n en Washington a los comentarios de algunos
científicos de tan dudosa reputació n, como Severino Antinori de Italia, que ya aseguraban
estar dispuestos a intentar clonar seres humanos con la técnica escocesa.
No hay que usar mucha ciencia para darse cuenta que toda esta pretensió n de la clonació n de
seres humanos va en contra del sentido comú n. Si cloná semos a Michael Jordan obtendríamos
una copia de su figura, pero, ¿qué pasa si el clon no tiene habilidades para el bá squetbol?, ¿qué
pasa si las tiene pero quiere hacerse mú sico?, ¿serían estos clones propiedad de los que
pagaron por clonarlos, violá ndose así los derechos fundamentales de igualdad y libertad?,
¿qué pasaría si los dictadores quieren clonarse o quieren clonar otros seres humanos para sus
propios fines?
La Iglesia Cató lica recuerda en documentos como la Instrucció n Donum Vitae -publicada en
1987 sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreació n: «La
investigació n científica, fundamental y aplicada, constituye una expresió n significativa del
señ orío del hombre sobre la creació n. Preciosos recursos del hombre cuando se ponen a su
servicio y promueven su desarrollo integral en beneficio de todos, la ciencia y la técnica no
pueden indicar por sí solas el sentido de la existencia y del progreso humano. Por estar
ordenadas al hombre, en el que tienen su origen y su incremento, reciben de la persona y de
sus valores morales la direcció n de su finalidad y la conciencia de sus límites» (Donum Vitae
2).
Plató n (427-347 a.C.), por ejemplo, sostenía que, en una repú blica ideal, los hombres y las
mujeres que hubiesen superado respectivamente los 55 y 40 añ os podían tener relaciones
sexuales libres, con la condició n de no procrear hijos. Resulta necesario, por tanto, el haber
debido recurrir a las prá cticas abortivas y al infanticidio.
El propio Aristó teles (384-322 a.C.) no era contrario a la eliminació n de los niñ os
minusvá lidos recién nacidos. Admitía igualmente el aborto con la ú nica limitació n de que
fuese practicado antes de que el feto tuviese sensibilidad.
En el Juramento Hipocrá tico, aparece la prohibició n del aborto y del contraceptivo.
En la sociedad grecorromana no existían medidas de protecció n penal para el nascituro. En el
á mbito de la familia, cualquier decisió n al respecto correspondía alpaterfamilias. Hasta las
mujeres emancipadas podían decidir segú n su capricho. Cuando, con la crisis de la institució n
familiar, la autoridad paterna se debilita, en el siglo III aparecen algunas medidas penales. Se
trataba de leyes que imponían penas severas tanto a las mujeres casadas o divorciadas que
abortaban contra la voluntad del có nyuge, como a aquellos que suministraban fá rmacos
abortivos contra la voluntad del có nyuge. Estas leyes no miraban, sin embargo, por la vida del
feto, sino que defendían los derechos del marido sobre la prole y salvaguardaban la integridad
física de la madre.
Empédocles sostenía que el embrió n recibía el aliento vital en el momento del nacimiento. La
tesis no había sido recogida del círculo de los médicos, donde, por la evidencia de los datos
embrioló gicos conocidos entonces, dominaba la doctrina de Hipó crates, segú n la cual el
En los ú ltimos añ os el tema del aborto ha tomado unos horizontes nuevos. En efecto, diversas
instituciones pero sobre todo los organismos dependientes de la ONU lo han incluido dentro
de los planes de control de la natalidad, acogiéndolo bajo el paraguas de expresiones como
“salud reproductiva”. La Santa Sede lo ha puesto de manifiesto en diversas ocasiones, por
ejemplo con motivo del documento final de la Conferencia Internacional sobre població n y
desarrollo de El Cairo (1994), decía: Con respecto a los términos «salud sexual» y «derechos
sexuales», «salud reproductiva», y «derechos reproductivos», la Santa Sede los considera como
partes de un concepto integral de salud, en cuanto que -cada uno según su propio modo- abarcan a
la persona en la totalidad de su personalidad, su mente y su cuerpo, y que favorecen el logro de la
madurez personal en la sexualidad, en el amor mutuo y en la capacidad de tomar decisiones, que
caracterizan el vínculo conyugal, según las normas morales. La Santa Sede no considera el aborto, o
el acceso a él, una dimensión de esos términos.( Reservas de la Santa Sede al documento final de la
Conferencia Internacional sobre población y desarrollo de El Cairo)
De hecho así fue reconocido en la reunió n preparatoria del Cumbre Mundial sobre la Infancia en
septiembre de 200.
Este es un tema importante porque mediante su inclusió n en los derechos básicos a la salud
reproductiva, o la sexualidad, o dentro de la cuestió n del género, queda incorporado a los
derechos humanos, y se convierte, valga la redundancia, en un derecho humano. No cabría la
objeció n de conciencia, y sería obligatorio a cualquier estado su reconocimiento.
Pero, ¿qué es el aborto? Es la interrupció n del embarazo cuando el embrió n o feto no es viable
por sí mismo y, por tanto, al no poder vivir fuera del ú tero, muere. Puede ser espontá neo o
provocado:
o Espontá neo: puede tener lugar sin que nos demos cuenta.
El segundo nivel sería el “científico” que atiende directamente a la consideració n del feto. Este
sí que es decisivo en las discusiones actuales. Es sabido que la cuestió n, cuando se apuran las
razones éticas, no es tanto si la mujer puede o no disponer de lo que ha engendrado, sino
aclarar si lo concebido es ya un ser personal, sujeto de derechos, al menos del derecho a nacer
y vivir. En concreto, el punto decisivo es saber si cabe considerar al feto como "persona" desde
el momento de la concepció n, o, por el contrario, antes de poder hablar de "persona", lo
engendrado pasa por un estado embrionario con un estatuto de derechos distinto del de la
persona. En este supuesto apoyan sus razones quienes afirman que en ese estadio cabría
anular la vida concebida sin lesionar derecho alguno.
El problema de la discusió n en este ú ltimo nivel es que no suelen respetarse los diversos
planos epistemoló gicos, que conviene recordar:
Por otra parte ya en las primeras lecciones de este curso hemos dado respuesta a las
preguntas aquí formuladas tanto en el plano bioló gico como en el antropoló gico.
En la cultura contemporá nea podemos encontrar diversas raíces de lo que Juan Pablo II llama
“cultura de la “muerte”. Acudiendo a la Encíclica Evangelium vital, podemos señ alar:
A un nivel más profundo EV ve un centro del drama vivido por el hombre contemporá neo:
El eclipse del sentido de Dios y del hombre:
Perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su
dignidad y de su vida. A su vez, la violació n sistemá tica de la ley moral, especialmente en el
grave campo del respeto de la vida humana y su dignidad, produce una especie de progresiva
ofuscació n de la capacidad de percibir la presencia vivificante y salvadora de Dios.(EV, 20)
La vida del hombre para de ser “misteriosa” a ser como la de los demá s animales, pero má s
perfecta. En ese sentido se convierte en cosa, y por tanto objeto utilizable y gozable: ya só lo
importará la técnica para dominar y la mayor obtenció n de placer sensible:
El hombre no puede ya entenderse como «misteriosamente otro» respecto a las demá s
criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que,
a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfecció n muy elevado. Encerrado en el restringido
horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a «una cosa», y ya no percibe el cará cter
trascendente de su «existir como hombre». No considera ya la vida como un don espléndido
de Dios, una realidad «sagrada» confiada a su responsabilidad y, por tanto, a su custodia
amorosa, a su «veneració n». La vida llega a ser simplemente «una cosa», que el hombre
reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable.
Así, ante la vida que nace y la vida que muere, el hombre ya no es capaz de dejarse interrogar
sobre el sentido má s auténtico de su existencia, asumiendo con verdadera libertad estos
momentos cruciales de su propio «existir». Se preocupa só lo del «hacer» y, recurriendo a
cualquier forma de tecnología, se afana por programar, controlar y dominar el nacimiento y la
muerte. Estas, de experiencias originarias que requieren ser «vividas», pasan a ser cosas que
simplemente se pretenden «poseer» o «rechazar»(EV, 22, cfr. n. 23)
Se concibe la vida en el seno materno como fruto de la acció n creativa de Dios (Is. XLIV, 24;
XLIX, 1; II. Mac. VII, 22-23; Lc. I, 41). Dios es el creador de la vida, pero no se dice en qué
momento comienza ese acto creador.
Dentro de su concisió n expresiva, la Didaché introduce un argumento relevante: los hijos son
obra (plasmatos) de Dios, porque tienen una particular dignidad y no deben ser considerados
simples propiedades de sus progenitores. De este modo, má s que afirmar un principio
dogmá tico, se quería poner un límite al poder de vida y de muerte del patertamilias.
Una idea de la gravedad con la que eran considerados los ataques contra el nacisturo nos la da
un texto apó crifo de la primera mitad del siglo II, donde se describe el castigo reservado en el
infierno a las mujeres que han abortado voluntariamente. El autor habla de un lago pestilente,
donde las mujeres yacen sumergidas hasta el cuello; frente a ellas, se ve un gran nú mero de
niñ os abortados que gritan y lanzan llamas que las golpean en los ojos.
Este planteamiento se mantendrá y tendrá su trascendencia en medidas pastorales y
canó nicas con diversos tipos de excomuniones. En ocasiones las penas será n como en el
homicidio intencionado y en otros casos má s suaves. S. Basilio y S. Agustín identificará n el
aborto con un homicidio.
Durante la escolá stica se mezclan distintos criterios: el morfoló gico (segú n la forma exterior
que tenga), el cronoló gico (segú n la teoría de Aristó teles), y el ontoló gico (se habla de pasar
por distintas almas).
Con la casuística del s. XVI-XVII, se empieza a hablar del aborto terapéutico como voluntario
indirecto, y así es admitido. Cuando se quiere aplicar el principio de totalidad que contempla
el sacrificio de un miembro a favor de todo el cuerpo, es condenado por la Iglesia como de no
aplicació n en este caso. Vista la dificultad de establecer una relació n evidente entre el criterio
morfoló gico (forma) y el fundamento ontoló gico (animació n), el problema fue apartado.
Ahora bien, ya que nadie dudaba de que el nascituro fuese merecedor de respeto absoluto y
de que, en consecuencia, la prohibició n moral de atentar directamente contra el nascituro no
admitía excepciones, parecía inú til detenerse en la distinció n entre formado e informado, ya
Y el Có digo de Derecho Canó nico, con el fin de advertir de esa gravedad, ademá s de pecado
mortal, le impone la pena canó nica de la excomunión latae sententiae. Esto se refiere
también a cuantos cooperan materialmente de una forma inmediata o directa sea física o
moralmente (la prestació n pedida al equipo de la sala de operaciones, el que lo aconseja
eficazmente). Esta pena la especifican así los Obispos de Españ a:
"Significa que un cató lico queda privado de recibir los sacramentos mientras no le sea
levantada la pena: no se puede confesar vá lidamente, no puede acercarse a comulgar, no se
puede casar por la Iglesia, etc. El excomulgado queda también privado de desempeñ ar cargos
en la organizació n de la Iglesia". (100 cuestiones y respuestas sobre el aborto,83, 6-IV-1991).
Por lo que se refiere a las leyes abortistas, el autor explica correctamente que el aborto no se
puede considerar como contenido de un derecho individual, pero a continuació n añ ade que
“no toda liberalizació n jurídica del aborto es contraria frontalmente a la ética”. Parece que se
refiere a las leyes que permiten una cierta despenalizació n del aborto. Pero, dado que existen
diversos modos de despenalizar el aborto –algunos de los cuales equivalen, en la prá ctica, a su
legalizació n, mientras que ninguno de los demá s es, en todo caso, aceptable segú n la doctrina
cató lica–y que el contexto no es suficientemente claro, al lector no le es posible entender qué
tipo de leyes despenalizadoras del aborto se consideran “no contrarias frontalmente a la
ética”
6.2.- EL HOMICIDIO
Del valor bíblico de la vida del hombre, hecho a “imagen de Dios”, se deduce la maldad del
homicidio, que se condena en la Biblia con la pena de muerte: “Quien vertiere sangre de
hombre por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo É l al hombre”
(Gén 9,6). Má s tarde, el homicidio resume el 5º Precepto del Decá logo: “No matará s” (Ex
20,13).
Es muy importante notar que el verbo del original hebreo es “rasach”, que significa la muerte
del inocente. Por eso cabría traducirlo: “No causará s la muerte de un hombre de un modo
arbitrario”, o sea “ilegal”. Para otra clase de muertes, la Biblia emplea los términos “harag” y
“hemit”. Por ello no cabe utilizar esta argumentació n de cara a la pena de muerte, porque esto
só lo vale para el caso de un inocente, en donde nos encontramos con un absoluto moral: “la
vida humana, por ser un bien fundamental del hombre, adquiere un significado moral en
relació n con el bien de la persona que siempre deber ser afirmada por sí misma: mientras
siempre es moralmente ilícito matar un ser humano inocente, puede ser lícito, loable e incluso
obligado dar la propia vida (cf. Jn 15, 13) por amor del pró jimo o para dar testimonio de la
verdad. En realidad só lo con referencia a la persona humana en su «totalidad unificada», es
decir, «alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal91», se puede
entender el significado específicamente humano del cuerpo.”(VS, 50)
El homicidio (la muerte de un inocente) mereció siempre las mayores repulsas incluso en
aquellas épocas en las que la pena de muerte era frecuente. Por ejemplo, la tradició n de la
Iglesia, desde los primeros escritos, condena con dureza la muerte del inocente. Así, por
6.3 EL TERRORISMO
El terrorismo es una de las formas má s genuinas de procurar la muerte del inocente, por eso
el terrorista es un verdadero asesino. Ninguna de las circunstancias que motivan la rebeldía
social o política puede justificar la muerte violenta –pensada y organizada- de personas
inocentes. Las condenas de la moral cristiana han sido constantes. Las resumen estas palabras
de Juan Pablo II: “Quiero hoy unir mi voz a la voz de Pablo VI y de mis predecesores, a las voces
de vuestros jefes religiosos, a las voces de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, para
proclamar, con la convicción de mi fe en Cristo y con la conciencia de mi misión, que la violencia
es un mal, es inaceptable como solución a los problemas, que la violencia es indigna del hombre.
La violencia es una mentira, porque va contra la verdad de nuestra fe, la verdad de nuestra
humanidad. La violencia destruye lo que pretende defender: la dignidad, la vida, la libertad del
ser humano” (Discurso en Irlanda, 29-IX-1979).
Y el Catecismo de la Iglesia Católica sentencia que “el terrorismo que amenaza, hiere y mata sin
discriminació n es gravemente contrario a la justicia y a la caridad” (CEC, 2297).
Pero, ante la gravedad del pecado de homicidio, má xime si se repite como es el caso del
terrorismo, la sociedad y la Iglesia deberían tomar medidas extraordinarias. Parece que no
bastan las palabras de condena. En concreto, los movimientos sociales deben organizarse y
hacer manifestaciones pú blicas –callejeras-, llamativas para la opinió n pú blica, contra el
terrorismo.
Tampoco la Iglesia debe contentarse con la reprobació n verbal. La Jerarquía debería tomar
otras medidas, tales como actos pú blicos de penitencia; convocar a la comunidad para que
exprese su petició n a Dios con el fin de que cesen esos crímenes, tal como se acostumbra en
tiempos de sequía o peste, etc. También se podrían establecer días de penitencia, por ejemplo,
invitando a los fieles a un ayuno voluntario siempre que se produzca un atentado, etc.
Estas medidas extraordinarias llamarían poderosamente la atenció n y serían capaces de crear
una fuente clara de opinió n cristiana de condena del terrorismo. Ademá s, estas y otras
similares actuaciones pú blicas tienen una gran fuerza educativa y evangelizadora. Es preciso
resaltar que el terrorismo no só lo constituye un crimen social, sino que es un grave pecado,
pues promueve una ola de odios y de divisiones en la comunidad. Con esos actos pú blicos, la
Iglesia ayuda a los fieles a situarse en la verdadera dimensió n del crimen: los pretendidos
ideales que persigue el terrorismo no logran ocultar el mal moral que cometen tales actos,
como es la muerte que acaba con la vida de personas inocentes y la divisió n social a que da
lugar: el fenó meno del terrorismo origina todo un cú mulo de pecados especialmente graves.
Por ello no es suficiente la condena verbal, sino que postula actos pú blicos de reprobació n
popular.
Los Padres, si bien tampoco la condenan, ponen dificultades para que se cumpla. Pero,
lentamente, los cristianos fueron admitiendo el estado constituido y los testimonios decrecen,
de modo que el Papa Inocencio I (401-417), preguntado sobre su licitud, contesta: “Sobre este
punto nada hemos leído transmitido por nuestros mayores” (Epistola ad Exuperium, VI,3,7-8).
En el siglo XII, la época de los grandes juristas y teó logos, es comú n la sentencia sobre la
legitimidad jurídica de la pena de muerte. Testigo de esta aceptació n es la siguiente sentencia
del Papa Inocencio III (1208):
“De la potestad secular afirmamos que sin caer en pecado mortal puede ejercer juicio de
sangre, con tal de que para inferir el castigo no proceda con odio, sino por juicio; no
incautamente, sino con consejo” (Dz 426).
Esta misma doctrina es defendida por Santo Tomá s, que se propone el tema de modo expreso
y lo trata ampliamente A partir de este fecha, teó logos y Magisterio aceptan de modo uná nime
la licitud de la pena de muerte con tres condiciones: que sea aplicada por la legítima
autoridad, después de un juicio justo y que lo exija el bien comú n. É stos son los argumentos
que proponen para legitimarla
- La intimació n del criminal.
- La legítima defensa de la sociedad.
- La restauració n del orden jurídico del Estado.
- El sentido de la retribució n justa.
- Sentido de la indignidad del delincuente
Es cierto que, a partir del siglo XVIII, surgen corrientes de juristas que impugnan su
legitimidad, pero no logran crear un estado de opinió n favorable. De hecho, la licitud apenas si
se cuestiona hasta fecha reciente, en que la nueva cultura, los cambios sociales, así como las
seguridades que pueden tomar los Estados para defenderse del delincuente imponen que se
revise esa legitimidad. Por ejemplo, el Catecismo de la Iglesia Cató lica se mueve en esta línea:
La enseñ anza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobació n de la
identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si ésta fuera el
ú nico camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas.
Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las
personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las
Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir
eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle
definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario
suprimir al reo “suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos” (Evangelium
vitae, 56).
Pero, seguidamente, explica que, si la autoridad pú blica dispone de medios incruentos “para
proteger el orden pú blico y la seguridad de las personas”, la autoridad debe posponer la pena
capital y usar los medios incruentos, “porque ellos corresponden mejor a las condiciones
concretas del bien comú n y son má s conformes con la dignidad de la persona humana”
(CEC,2267).
Un marco legal aú n má s restringido es el que le deja la Encíclica Evangelium vitae. Juan Pablo
II subraya “la aversió n cada vez má s difundida en la opinió n pú blica a la pena de muerte,
incluso como instrumento de `legítima defensa’ social” (EV,27). Por ello, los pretendidos fines
que se propone la pena de muerte –reparar “la violació n de los derechos personales y
sociales”, “preservar el orden pú blico y la seguridad de las personas”, “intimació n del
delincuente”, etc.- no justifican una legislació n en favor de la pena capital:
“Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad
de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida
extrema de la eliminació n del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la
defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la
organizació n cada vez má s adecuada de la institució n penal, estos casos son ya muy raros, por
no decir prá cticamente inexistentes” (EV,56).
No es fá cil deducir la legitimidad de la pena de muerte a partir de argumentos racionales. No
obstante, aú n aceptada la legalidad, significaría un gran avance para la educació n a favor de la
vida que se renunciase a su defensa. A este respecto, los autores cada día se sitú an má s del
lado de quienes niegan su legitimidad.
6.7.- SUICIDIO
El término "suicidio" deriva del latín sui-occisio, o sea darse a sí mismo la muerte.
El Diccionario de la Real Academia lo define: "Es quitarse violentamente y voluntariamente la
vida". Estos dos adverbios califican la muerte suicida: el suicidio requiere que se lleve a cabo
de un modo violento y voluntario.
Un caso especial de suicidio es el que se da en el entorno de la eutanasia, que tiene diversos
matices por lo que lo estudiaremos separado.
Fenó meno distinto es la llamada "muerte heroica" por la que alguien puede entregarse a la
muerte como los "torpedos suicidas" en tiempo de guerra o los "kamikazes" que
transportaban aviones cargados de explosivos para estrellarse contra objetivos militares del
enemigo, etc. O los actuales terroristas que se inmolan matando gente. Estas "muertes
heroicas" está n má s cerca del suicidio irracional que del heroísmo. Puede haber algú n caso en
el que deba afrontarse el peligro o la seguridad de morir, para defender una causa justa.
No hay que confundir estas muertes heroicas con otras que sí que lo son, pero que no son
propiamente suicidios, como el afrontar la muerte en servicio de causas nobles, por ejemplo,
el capitá n que, por ser el ú ltimo en abandonar el barco, no logra salvarse, o quien en un
naufragio expone su propia vida por salvar la de los demá s, etc., pueden juzgarse como actos
heroicos en servicio a la patria o del amor al pró jimo. Estos casos pueden llegar a ser
verdaderos casos de amor heroico: P. Kolbe u otros casos que se dan hoy, p.e. en las misiones.
Por eso, la Iglesia que, por amor a la vida, condena al suicida, sin embargo canoniza al má rtir.
En estos casos no se ponen voluntariamente las causas de la muerte, sino que se acepta que se
pueda producir pero no se impide para que se realice un bien mayor.
La primera pregunta elimina aquellos casos en que se inicia una huelga de hambre por
motivos de notoriedad, sin que medien razones verdaderamente dignas. Asimismo se
excluyen los casos en que se inicia la huelga, pero con la condició n de no afrontar la muerte,
sino de suspenderla cuando se presente ese riesgo. Este caso se podría denominar "ayuno
voluntario" má s o menos largo.
El problema ético lo presenta el hecho de la muerte, pues ¿existe una causa tan noble por la
cual se puede ofrendar la propia vida? La respuesta no es fá cil, pues si la vida es el bien
supremo, ¿hay algú n valor que merezca la pena sacrificar la vida por él?
La cuestió n divide a los moralistas. Algunos sostienen que se trata de un "suicidio directo". No
obstante, en ciertas situaciones, el juicio puede ser afirmativo: piénsese, por ejemplo, en el
caso de un totalitarismo ideoló gico, en el que se sacrifican libertades, derechos y vidas
humanas, y que una o má s personas, má xime si gozan de prestigio, optan por este medio para
conseguir la defensa de la sociedad. ¿Esa causa merece la ofrenda de una vida? La huelga de
hambre de Gandhi en favor de la India, por ejemplo, consiguió sus objetivos sin
derramamiento de sangre. En todo caso, para juzgar de la licitud deberá n darse las siguientes
condiciones:
Primera: Es imprescindible que la causa sea justa, de amplio alcance social, cuya defensa
obtenga un consenso general y no obedezca a fanatismos ideoló gicos o políticos.
Segunda: Es necesario que se agoten los demá s medios: el diá logo, la denuncia popular, el
recurso a la opinió n pú blica, etc.
Tercera; Que el ó bito no se siga de modo inmediato: el objetor no decide su muerte en ese
momento, sino que las autoridades tienen tiempo para medir la justicia de lo demandado.
Cuarta: Finalmente, la huelga de hambre debe ser en verdad asumida con especial seriedad.
Por eso, "llamar la atenció n", "publicidad", "éxito político", etc. y otros mó viles que con
frecuencia se persiguen, quitan toda validez al serio intento de ofrecer la vida por algo de
evidente influencia social que supere la propia vida.
Estas condiciones descalifican las "huelgas de hambre" de los terroristas, que de ordinario son
un chantaje propagandístico del terror.
La segunda pregunta tampoco encuentra respuesta uná nime entre los autores. Quienes
mantienen el juicio moral negativo a la huelga de hambre, apelan a que el Estado debe salir en
defensa de sus sú bditos. Parece que en este caso, la decisió n debería someterse a la legislació n
civil pertinente.
Finalmente, conviene distinguir otra doble divisió n, que juega un papel importante en el
momento de emitir un juicio moral:
A) - Trasplante entre vivos ("inter vivos"): es el caso de una donació n que una persona hace a
otra de uno de sus miembros.
- Trasplante de muerto a vivo: es la extracció n de un miembro de un cadá ver para
trasplantarlo a una persona viva. Esta operació n es la normal, dado que es má s fá cil y debería
convertirse en el trasplante comú n.
B) - Trasplante de órgano vital, o sea, de uno de los ó rganos importantes -casi siempre
dobles- del cuerpo humano.
- Trasplante no vital o de un elemento secundario del cuerpo.
6.8.2.- Eticidad
CEC: 2296 El trasplante de ó rganos es conforme a la ley moral si los dañ os y los riesgos
físicos y psíquicos que padece el donante son proporcionados al bien que se busca para el
destinatario. La donació n de ó rganos después de la muerte es un acto noble y meritorio, que
debe ser alentado como manifestació n de solidaridad generosa. Es moralmente inadmisible si
el donante o sus legítimos representantes no han dado su explícito consentimiento. Ademá s,
no se puede admitir moralmente la mutilació n que deja invá lido, o provocar directamente la
muerte, aunque se haga para retrasar la muerte de otras personas.
Frente a los actuales pará metros de certificació n de la muerte -sea los signos “encefá licos” sea
los má s tradicionales signos cardio-respiratorios-, la Iglesia no hace opciones científicas. Se
limita a cumplir su deber evangélico de confrontar los datos que brinda la ciencia médica con
la concepció n cristiana de la unidad de la persona, poniendo de relieve las semejanzas y los
posibles conflictos, que podrían poner en peligro el respeto a la dignidad humana. Desde esta
perspectiva, se puede afirmar que el reciente criterio de certificació n de la muerte antes
mencionado, es decir, la cesació n total e irreversible de toda actividad cerebral, si se aplica
escrupulosamente, no parece en conflicto con los elementos esenciales de una correcta
concepció n antropoló gica. En consecuencia, el agente sanitario que tenga la responsabilidad
profesional de esa certificació n puede basarse en ese criterio para llegar, en cada caso, a
aquel grado de seguridad en el juicio ético que la doctrina moral califica con el término de
“certeza moral”. Esta certeza moral es necesaria y suficiente para poder actuar de manera
éticamente correcta. Así pues, só lo cuando exista esa certeza será moralmente legítimo iniciar
los procedimientos técnicos necesarios para la extracció n de los ó rganos para el trasplante,
con el previo consentimiento informado del donante o de sus representantes legítimos.
La eticidad de las experiencias bioló gicas y médicas se adaptan a estos tres principios:
1. La finalidad de la medicina es obtener la salud del enfermo.
2. Nunca es lícito usar al hombre como "medio". El hombre es el fin de toda
experimentació n médica.
3. El uso de una nueva experiencia debe estar siempre garantizado por una esperanza
fundada de éxito.
Pío XII fijó algunos criterios que deben regular las experiencias médicas. É stas pueden
justificarse por un triple motivo: por interés de la ciencia, por el bien del paciente y por
interés de la sociedad:
- El interés de la ciencia médica como justificación de la investigación. El Papa subraya el valor
de los adelantos científicos, pero señ ala que el simple avance de la ciencia no es un valor
absoluto, pues "la ciencia misma, igual que su investigació n y su adquisició n, deben asentarse
en el orden de los valores". En efecto, en la escala de la salud el lugar supremo lo ocupa no el
saber científico, sino el hombre, a quien la ciencia médica debe servir. Esta graduació n es el
aval de toda axiología (nn.5-6).
- El bien del paciente puede justificar los nuevos métodos médicos de investigación y
tratamiento. Si bien la experimentació n científica ha de estar a favor de la salud del enfermo,
este principio tiene también una limitació n, pues "no es por sí mismo ni suficiente ni
determinante". El Papa aduce aquí un principio de la antropología cristiana: el hombre no es
dueñ o absoluto de su vida, por lo que no puede disponer a capricho de ella: "El paciente está
ligado a la teleología inmanente fijada por la Naturaleza. El posee el derecho de "uso" limitado
por la finalidad natural de las facultades y de las fuerzas de su naturaleza humana. Porque es
usufructuario y no propietario, no tiene poder ilimitado para poner actos de cará cter
anató mico o funcional" (nn.8-10).
El Papa reafirma el "principio de totalidad", en virtud del cual el paciente puede sacrificar
alguno de sus miembros "para reparar los dañ os graves y duraderos, que no podrían ser de
otra forma descartados ni reparados". Pero ello no le faculta para "comprometer su integridad
física y psíquica en experiencias médicas cuando éstas intervenciones entrañ en en sí, o como
consecuencia de ellas, destrucciones, mutilaciones, heridas o peligros serios" (nn.11-12).
Pío XII contempla en especial ciertos experimentos del psicoaná lisis o pruebas psíquicas que
se llevan a cabo "para liberarse de represiones, inhibiciones, complejos psicoló gicos", etc.
Pues bien, en tales casos, el hombre no puede dar rienda suelta a todos los instintos,
especialmente a los de índole sexual (nn.13-14).
En todo caso, cuando se trata de llevar a cabo algú n experimento para el bien del enfermo, el
médico debe contar siempre con el asentimiento del paciente (n.9).
- El interés de la comunidad como justificación de nuevos métodos médicos de investigación y
tratamiento. El bien comú n es un valor que es digno de tenerse en cuenta en la
experimentació n científica. En efecto, se han de valorar los bienes que se seguirá n para el
Por ello, "el interés médico por la comunidad" ha de tener en cuenta al enfermo concreto.
Ademá s, también se ha de evitar el riesgo de considerar só lo el bien inmediato, sin medir las
consecuencias que pueden seguirse a má s largo plazo para la misma comunidad.
De estas experiencias se han seguido no pocos avances para la medicina, lo que revierte en
beneficio del enfermo. La ética cristiana es un estímulo má s, pues insta de continuo a que no
se pierda de vista la gran dignidad del hombre, tal como recuerda Juan Pablo II:
"Las expectativas, muy vivas hoy, de una humanizació n de la medicina requieren una
respuesta decidida. Sin embargo... es fundamental poderse referir a una visió n trascendental
del hombre que ilumine en el enfermo -imagen e hijo de Dios- el valor y el cará cter sagrado de
la vida. La enfermedad y el dolor afectan a todos los seres humanos: el amor hacia los que
sufren es signo y medida del grado de civilizació n y de progreso de un pueblo" (Mensaje, 11-
II-1993).
7. Salud y Enfermedad
Una buena parte de los dolores físicos y psíquicos son consecuencia de la enfermedad. A su
vez, la enfermedad de un miembro afecta a la familia del enfermo y compromete a toda la
sociedad. De aquí que la enfermedad implique al enfermo, a la familia y a la sociedad. La É tica
Teoló gica se ocupa del conjunto de los valores morales que se integran en el hecho de la
enfermedad.
De la enfermedad, desde el punto de vista técnico, se ocupa la medicina. Pero, dado que la
ciencia médica tiene por objeto el bien de la persona humana, también su ejercicio y sus
métodos no son ajenos a la ética. Por eso la É tica Teoló gica se ocupa del enfermo y de la
medicina, si bien só lo en sus aspectos morales.
- En ningú n caso se le debe mentir, de forma que conciba falsas esperanzas. Es cierto que el
buen á nimo del enfermo es un elemento positivo con el que cuenta el médico para la
recuperació n del paciente. Pero el enfermo no puede acercarse al final de su vida, sin al menos
vislumbrar la posibilidad de la muerte. Esta situació n se agrava cuando se trata de un hombre
que debe reconciliarse con Dios y para ello tiene necesidad de avivar sus creencias religiosas.
A este respecto, se deben corregir falsas prudencias que se han introducido en la cultura
actual. Es un hecho que, desde que el enfermo muere aislado del á mbito familiar que le
ayudaba a pensar en motivos má s trascendentales, la institució n sanitaria hace de "muralla"
que impide que el enfermo acepte con sentido religioso la enfermedad y se prepare a morir de
un modo digno del cristiano.
- Ahora bien, en el caso de un enfermo con coraje humano asistido de la fe, si lo reclama, no
debe negá rsele el derecho que le asiste a que se le informe sobre su situació n grave e incluso,
si se juzga que su estado parece irreversible. En tal situació n, se le debe hablar con franqueza
para ayudarle en esa difícil situació n. En esos casos, la preparació n para una muerte aceptada
enriquece de modo muy notable el acervo personal del hombre, especialmente del cristiano.
- Finalmente, se ha tener a la vista que con frecuencia, aun en contra de lo que juzgan sus
familiares y amigos, el enfermo es consciente de que su estado se agota, pues, a la experiencia
personal por la que atraviesa su vida, se añ ade la cantidad de mensajes que recibe de las
personas que le asisten así como de las circunstancias que acompañ an a su enfermedad. En tal
estado, se da en el enfermo una disposició n nueva, bien distinta de la que experimenta en el
TITULO I
7.1.3.- DE LOS DERECHOS DEL PACIENTE
Art. 40° El médico debe actuar siempre en el mejor interés del paciente. Ello consiste en hacer
de conocimiento del paciente todo acto médico que se haya de realizar con él y, previa
comprensió n de su contenido, contar con su aprobació n plena y autó noma, procurando
siempre su mayor beneficio.
Art. 41° El médico tiene el deber de buscar los medios apropiados para asegurar el respeto a
los derechos del paciente o su restablecimiento, en caso que éstos sean vulnerados. El médico
tiene el deber de respetar y hacer respetar el derecho que tiene el paciente a:
a) Que se le atienda con consideració n y pleno respeto de su dignidad e intimidad.
b) Elegir libremente a su médico.
c) Ser tratado por médicos que tengan libertad para realizar juicios clínicos y éticos sin
interferencia administrativa que pueda ser adversa al mejor interés del paciente.
d) Que se le comunique todo lo necesario para que pueda dar su consentimiento
informado, antes de la aplicació n de cualquier procedimiento o tratamiento.
e) Obtener toda la informació n disponible, relacionada con su diagnó stico, terapéutica y
pronó stico, en términos razonablemente comprensibles para él.
f) Aceptar o rechazar un procedimiento o tratamiento después de haber sido
adecuadamente informado, o revocar su decisió n.
g) Conocer el nombre completo del médico responsable de su atenció n y de las personas
a cargo de la realizació n de los procedimientos y de la administració n de los
tratamientos.
h) Que se respete la confidencialidad de todos los datos médicos y personales que le
conciernan.
i) Que la discusió n del caso, las consultas, las exploraciones y el tratamiento sean
confidenciales y conducidos con la discreció n que se merecen.
j) Que quienes no estén directamente implicados en su atenció n tengan su autorizació n
para estar presentes.
k) Recibir informació n completa en caso que haya de ser transferido a otro centro
asistencial, incluyendo las razones que justifican su traslado así como a una
explicació n sobre las opciones disponibles. El paciente tiene derecho a no ser
trasladado sin su consentimiento.
l) No ser sujeto de investigació n o ensayo terapéutico sin su consentimiento informado.
m) Que se respete el proceso natural de su muerte, sin recurrir ni a un abusivo
acortamiento de la vida (eutanasia) ni a una prolongació n injustificada y dolorosa de
la misma (distanasia).
Desde el punto de vista ético, el enfermo tiene el deber de afrontar el dolor con fortaleza: no
puede dejar caer sobre los demá s los efectos de su enfermedad que só lo a él incumben. Un
riesgo del enfermo es volverse sobre sí mismo y hacerse egoísta (cfr.CEC, 1501). Por ello, no
debe pesar má s de lo debido sobre el ambiente familiar, ya condicionado por la enfermedad
de uno de sus miembros. Ademá s tiene la obligació n de colaborar de buen á nimo con el
médico para llevar a término los medios oportunos para la curació n.
Como enfermo debe aprovechar la ocasió n del dolor para mejorar en su personalidad y como
cristiano no puede menospreciar la riqueza humana y cristiana que encierra compartir la Cruz
con Jesucristo.
Algunos de los derechos y deberes del enfermo tienen ya reconocimiento jurídico o al menos
se mencionan en los có digos deontoló gicos.
El secreto obliga a todo Médico y nadie podrá sentirse liberado del mismo. El secreto cubre
todo lo que llega a conocimiento del Médico en el ejercicio de su profesió n, no só lo lo que se le
confíe, sino también lo que haya podido ver, oír o comprender.
La clase médica en general tiene el prestigio bien ganado del cumplimiento de este
juramento. Pero, en la actualidad, bien porque las relaciones entre el enfermo y el médico se
han deteriorado, o por el riesgo que sufre el médico a causa de las reclamaciones que hacen
los pacientes ante la justicia o bien porque la praxis hospitalaria se mueve en pruebas muy
variadas y en equipos médicos amplios, se corre el riesgo de que la intimidad del paciente sea
compartida por todo el equipo y por ello se revelen aspectos que el enfermo desea que no
sean conocidos.
"La historia clínica es un documento personal, una especie de "fotografía" del paciente a su
paso por el hospital, donde se recogen antecedentes, diagnó sticos, terapia, curas,
complicaciones, etc.; y no faltan a veces datos personales o familiares... La entrada del
El secreto médico abarca no só lo los datos concretos de la enfermedad, sino todo lo que atañ e
al enfermo: el diagnó stico, la medicació n, los pronó sticos, la situació n general e incluso el
ingreso o no en un centro sanitario. Má s aú n, el médico deberá guardar secreto sobre si ha
tratado o no a un determinado paciente. La razó n de tal secreto es que la relació n enfermo-
médico se fundamenta no só lo en motivos profesionales, sino también en una promesa
explícita o tá cita. En este sentido, no se trata simplemente de un "secreto profesional", sino
ademá s de un secreto "pactado" y "prometido" sobre cuestiones muy íntimas de la vida
personal del cliente. Ademá s, dada la necesidad de que esas relaciones sean muy personales y
confiadas, la reserva y silencio del médico es un secreto profesional muy cualificado.
La obligació n del secreto compromete no só lo al médico, sino a todo el personal sanitario que
tiene acceso o relació n con el enfermo. Tal obligació n se extiende, por supuesto, al conjunto de
los auxiliares, pero ademá s incluye a los estudiantes de medicina que acuden a las prá cticas, a
quienes prestan "ayuda voluntaria" -el voluntariado civil-, sin excluir al capellá n del centro.
TITULO III
7.2.2.- DEL SECRETO PROFESIONAL
Art.62° La confianza del paciente es consecuencia de su fe en la competencia del médico y en
su discreció n.
Art. 63° El médico tiene el deber de guardar reserva, hasta el límite que señ ala la ley, sobre
el acto médico practicado por él o del acto médico del que hubiere podido tomar
conocimiento en su condició n de médico consultor, auditor o médico legista.
El deber de reserva se extiende a cualquier otra informació n que le hubiere sido confiada por
el paciente o por su familia con motivo de su atenció n.
Art. 64° Comete falta contra la ética el médico que divulga o difunda por cualquier medio la
informació n que hubiere obtenido o le hubiere sido confiada con motivo de la realizació n de
un acto médico.
Art. 65° El conocimiento de una condició n patoló gica en el paciente, que pueda resultar en
dañ o a terceras personas, obliga al médico tratante a protegerlas por todos los medios a su
disposició n, eximiéndolo de la reserva correspondiente en todo cuanto se refiera
estrictamente a ésta y esté dirigido a evitar que se produzca el dañ o
Tal es el caso de la tuberculosis, VIH , rabia, etc con el marcado interés de salvaguardar la
salud de terceros, preservarlos del dañ o y garantizar su integridad y dignidad.
Hemos dicho excepciones relativas porque aú n en estos casos la Bioética debe prevalecer
garantizando el anonimato en lo posible y preservando los derechos y la dignidad del afectado
Tenemos otro caos en estos momentos en que una serie de medicamentos son clasificados
como de uso o distribució n restringida, donde un personal especializado es el que puede
recetarlos o administrarlos se requiere de una serie de formularios que identifican al usuario.
Cabe lo mismo de la discreció n y el anonimato
Vale lo mismo en términos de un manejo ético, en lo posible, donde el anonimato o la garantía
de la confidencialidad permita remitirlos a su uso original (control) y no a la divulgació n de la
informació n.
Las afirmaciones bíblicas má s destacadas sobre el sentido de la muerte son las siguientes:
La muerte, fin comú n de todos los hombres. A este respecto la Revelació n hace de buen
pedagogo recordando al hombre la universalidad de la muerte (2 Sam 14,14; Eccl 3,1-2).
La muerte es el precio del pecado. Es una afirmació n reiterada en el N.T. Es la tesis del
conocido texto de San Pablo a los Romanos (Rom 5,12). Pero, ademá s del pecado de
origen, el N.T. insiste en que el pecado siempre engendra la muerte (Rom 6,21.23; 1 Cor
15,33; 2 Cor 2,16).
La muerte es el fin del estadio terrestre. Algunas pará bolas de Jesú s tienen esta enseñ anza
(Mt 25). El N.T. alienta a los cristianos a perseverar hasta la muerte: "Sé fiel hasta le
muerte y te daré la corona de la vida" (Apoc 2,10).
La muerte es el comienzo de la vida eterna. Jesú s, con vista a la muerte, propone la imagen
de los dos caminos (Mt 7,13-14). Y el Apocalipsis cierra la Revelació n con la promesa de
dar la corona de la vida, al que "sea fiel hasta la muerte" (Apoc 2,10).
En relació n con lo que aquí interesa, la enseñ anza cató lica sobre la muerte cabe formularla en
las siguientes proposiciones:
· La pregunta sobre la muerte es coincidente con la pregunta sobre la vida. Es decir, el
creyente descubre el sentido de la vida humana a la luz de la creencia en la muerte, pues la
vida adquiere su pleno sentido en el momento en que finaliza.
· La pregunta sobre la muerte cuestiona la existencia presente. La muerte ayuda a
comprender el valor real del tiempo y de la vida de aquí. Desde la muerte se ve que la
existencia humana está limitada por dos condiciones: es relativa y penú ltima: só lo el "má s
allá " es absoluto y ú ltimo.
· La cuestió n sobre la muerte es la respuesta sobre el sentido de la vida moral. La moral
cristiana no es só lo una moral del tiempo presente, para "vivir bien", sino ademá s para
"morir bien". Esta idea quita cualquier solvencia a las doctrinas reencarnacionistas (cfr.
CEC, 1013).
La ortotanasia es lícita cuando a juicio del médico no deben aplicarse má s medidas, dado que
el enfermo se encuentra en estado terminal. El aná lisis y las características que se aplican para
hablar de estado terminal, en general, está n fijadas por la medicina. En un Documento oficial
de la Santa Sede se afirma:
La Distanasia está prohibida, pues no respeta el derecho que tiene el hombre a morir con la
dignidad que se merece. Lo que decide la moralidad de prolongar la vida son dos criterios: los
medios empleados y el fin por el que se alarga la vida. En relació n con los medios se aplica la
teoría de “medios ordinarios” y “extraordinarios”, que no siempre es fá cil de fijar. Por ello, se
prefiere hablar de medios «proporcionados”. Pero má s bien se ha de tomar como criterio de
valoració n ética el fin y la intenció n de mantener al enfermo terminal con medios que se
juzgan desproporcionados. El Catecismo de la Iglesia Cató lica enseñ a:
“La interrupció n de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o
desproporcionados a los resultados puede ser legítima. Interrumpir estos tratamientos es
rechazar el 'encarnizamiento terapéutico'. Con esto no se pretende provocar la muerte; se
acepta no poder impedirla. Las decisiones deben ser tomadas por el paciente, si para ello tiene
competencia y capacidad o si no por los que tienen derechos legales, respetando siempre la
voluntad razonable y los intereses legítimos del paciente” (CEC, 2278).
Los principios éticos que se ofrecen para la condena de la eutanasia, tanto activa como pasiva
son los siguientes:
Principio de inviolabilidad de la vida humana. El hombre no es dueñ o absoluto de la vida,
por eso no puede disponer de ella, menos aú n otros, como sucede en la eutanasia pasiva.
Superioridad de la vida sobre otro valor. No hay valor que pueda compararse con la vida.
Los que defienden la eutanasia, confunden la «dignidad», con la “compasió n”.
Peligro de abuso por parte de las autoridades. No es un fantasma, permitida la eutanasia,
siempre se encontrará n razones suficientes para aplicarla.
Se resiente y baja el sentido moral de la sociedad. La vida es un don tan grande, que
cuando se adquiere dominio para matarla surge un desmoronamiento de la ética social.
La misma condena se repite en la Encíclica Evangelium vitae. Juan Pablo apela a esta fó rmula
tan solemne:
«De acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en comunió n con los Obispos de la
Iglesia cató lica, confirmo que la eutanasia es una grave violació n de la Lev de Dios, en cuanto
eliminació n deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se
fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita: es transmitida por la Tradició n de
la Iglesia y enseñ ada por el Magisterio ordinario y universal. Semejante prá ctica conlleva,
segú n las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio» (EV, 65).
Si por "testamento vital" se entiende el mandato hecho a una persona para que acabe con la
propia vida en caso de estar gravemente enfermo, impedido o con fuertes dolores, tal
testamento es nulo y totalmente ineficaz, porque nadie puede obligar a otro a matarlo ni por
acció n ni por omisió n.
En cambio, si por "testamento vital" se entiende la expresió n de la voluntad de una persona de
renunciar a que le sean aplicados medios desproporcionados para alargarle artificial o
mecá nicamente la agonía cuando ya no sea posible salvarle la vida, tal testamento es vá lido
jurídica y éticamente.
Como ejemplo concreto de un "testamento vital" perfectamente válido y admisible, está el que la
Conferencia Episcopal Española ha aprobado y propuesto a los cristianos. Su texto dice así:
Pido igualmente ayuda para asumir cristiana y humanamente mi propia muerte. Deseo poder
prepararme para este acontecimiento final de mi existencia, en paz, con la compañ ía de mis
seres queridos y el consuelo de mi fe cristiana.
Suscribo esta Declaració n después de una madura reflexió n. Y pido que los que tengá is que
cuidarme respetéis mi voluntad. Soy consciente de que os pido una grave y difícil
responsabilidad. Precisamente para compartirla con vosotros y para atenuamos cualquier
posible sentimiento de culpa, he redactado y firmo esta declaració n.
Fecha....................
Firma
Lo absurdo de la muerte aparece má s claro si consideramos que en el orden histó rico existe
contra la voluntad de Dios (cf. Sab 1, 13-14; 2, 23-24): pues «el hombre si no hubiera pecado,
habría sido sustraído» de la muerte corporal (552). La muerte tiene que ser aceptada con un
cierto sentido de penitencia por el cristiano que tiene ante los ojos las palabras de Pablo: «el
salario del pecado es la muerte» (Rom 6, 23).
También es natural que el cristiano sufra con la muerte de las personas que ama. «Jesú s se
echó a llorar» (Jn 11, 35) por su amigo Lá zaro muerto. También nosotros podemos y debemos
llorar a nuestros amigos muertos.
La fe y la esperanza nos enseñ an otro rostro de la muerte. Jesú s asumió el temor de la muerte
a la luz de la voluntad del Padre (cf. Mc 14, 36). É l murió para «libertar a cuantos, por temor a
la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Heb 2, 15). Consecuentemente puede
ya Pablo tener deseo de partir para estar con Cristo; esa comunió n con Cristo después de la
muerte es considerada por Pablo en comparació n con el estado de la vida presente como algo
que «es con mucho lo mejor» (cf. Flp 1, 23). La ventaja de esta vida consiste en que
«habitamos en el cuerpo» y así tenemos nuestra plena realidad existencial; pero con respecto
a la plena comunió n posmortal «vivimos lejos del Señ or» (cf. 2 Cor 5, 6). Aunque por la muerte
salimos de este cuerpo y nos vemos así privados de nuestra plenitud existencial, la aceptamos
con buen á nimo, má s aú n podemos desear, cuando ella llegue, «vivir con el Señ or» (2 Cor 5, 8).
Este deseo místico de comunió n posmortal con Cristo que puede coexistir con el temor
natural de la muerte, aparece una y otra vez en la tradició n espiritual de la Iglesia, sobre todo
en los santos, y debe ser entendido en su verdadero sentido. Cuando este deseo lleva a alabar
a Dios por la muerte, esta alabanza no se funda, en modo alguno, en una valoració n positiva
del estado mismo en que el alma carece del cuerpo, sino en la esperanza de poseer al Señ or
por la muerte (553). La muerte se considera entonces como puerta que conduce a la
comunió n posmortal con Cristo, y no como liberadora del alma con respecto a un cuerpo que
le fuera una carga.
También el dolor y la enfermedad que son un comienzo de la muerte, deben asumirse por los
cristianos de una manera nueva. Ya en sí mismo se llevan con molestia, pero todavía má s en
cuanto que son signos del progreso de la disolució n del cuerpo (557). Ahora bien, por la
aceptació n del dolor y de la enfermedad permitidos por Dios, nos hacemos partícipes de la
pasió n de Cristo, y por el ofrecimiento de ellos nos unimos al acto con que el Señ or ofreció su
propia vida al Padre por la salvació n del mundo. Cada uno de nosotros debe afirmar, como en
otro tiempo Pablo: «completo en mi carne lo que falta de las tribulaciones de Cristo por el bien
de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24). Por la asociació n a la pasió n del Señ or somos
también conducidos a poseer la gloria de Cristo resucitado: «siempre llevando en el cuerpo, de
acá para allá , la situació n de muerte de Jesú s, para que también la vida de Jesú s se manifieste
en nuestro cuerpo» (2 Cor 4, 10) (558).
De modo semejante no nos es lícito entristecernos por la muerte de los amigos «como los
demá s, que no tienen esperanza» (1 Tes 4, 13). Por parte de éstos, «con lamentaciones
lacrimosas y con gemidos» «se suele deplorar una cierta miseria de los que mueren o su
Este aspecto positivo de la muerte só lo se alcanza por un modo de morir que el Nuevo
Testamento llama «muerte en el Señ or»: «Dichosos los muertos que mueren en el Señ or»
(Apoc 14, 13). Esta «muerte en el Señ or» es deseable en cuanto que lleva a la
bienaventuranza, y se prepara con la vida santa: «Desde ahora, sí -dice el Espíritu-, que
descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañ an» (Apoc 14, 13). De este modo, la
vida terrena se ordena a la comunió n con Cristo después de la muerte, que se obtiene ya en el
estado de alma separada(560), que es, sin duda, ontoló gicamente imperfecto e incompleto.
Porque la comunió n con Cristo es un valor superior a la plenitud existencial, la vida terrena no
puede considerarse el valor supremo. Esto justifica en los santos el deseo místico de la
muerte, que, como hemos dicho, es frecuente.
Por la vida santa, a la que la gracia de Dios nos llama y para la que nos ayuda con su auxilio, la
conexió n original entre la muerte y el pecado como que se rompe, no porque la muerte se
suprima físicamente, sino en cuanto que comienza a conducir a la vida eterna. Este modo de
morir es una participació n en el misterio pascual de Cristo. Los sacramentos nos disponen a
esa muerte. El bautismo, en el que morimos místicamente al pecado, nos consagra para la
participació n en la resurrecció n del Señ or (cf. Rom 6, 3-7). Por la recepció n de la Eucaristía,
que es «medicina de inmortalidad» (561), el cristiano recibe garantía de participar de la
resurrecció n de Cristo.
La muerte en el Señ or implica la posibilidad de otro modo de morir, a saber, la muerte fuera
del Señ or que conduce a la muerte segunda (cf. Apoc 20, 14). En esta muerte, la fuerza del
pecado por el que la muerte entró en el mundo (cf. Rom 5, 12), manifiesta, en grado sumo, su
capacidad de separar de Dios.
Durante mucho tiempo estuvo prohibida la cremació n de los cadá veres (563), porque se la
percibía histó ricamente en conexió n con una mentalidad neoplató nica que mediante ella
pretendía la destrucció n del cuerpo para que así el alma se liberara totalmente de la cá rcel
(564) (en tiempos má s recientes implicaba una actitud materialista o agnó stica). La Iglesia ya
no la prohíbe, «a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana»
(565). Hay que procurar que la actual difusió n de la cremació n también entre los cató licos no
oscurezca, de alguna manera, su mentalidad correcta sobre la resurrecció n de la carne.