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El indiscreto encanto de la biografía

Diego Peller
Reseña de Osvaldo Lamborghini, una biografía, de Ricardo Strafacce
“¿Cómo será una persona que escribe así?”, recuerda haberse preguntado Ricardo Strafacce la
primera vez que leyó en la revista Sitio, hace más de veinte años, el relato “La hija del gendarme”.
La pregunta adquiere, tratándose de Osvaldo Lamborghini, una intensidad fuera de lo común. “Así”,
en este caso, refiere a esa violencia inaudita que Lamborghini supo hacerle a la lengua en textos
como El fiord, “El niño proletario”, Sebregondi se excede o La causa justa. Por eso, una biografía de
Lamborghini no es algo que pudiera –parafraseándolo– “escribirse como cualquier cosa”. Implica,
necesariamente, intervenir en una ya larga disputa acerca del valor de su obra y del carácter de su
persona. Desde que El fiord vio la luz –es, más que nunca, una forma de decir– hasta hoy,
Lamborghini ha conocido uno de los destinos más singulares de nuestra literatura: de circulación casi
clandestina durante décadas, leído con fervor por quienes luego serían destacados escritores, parece
haber sido “canonizado” ahora con la edición de sus libros en Sudamericana y con la publicación
reciente de una colección de ensayos críticos consagrada a su obra (Y todo el resto es literatura).

En relación con este campo minado de interpretaciones, en el que Germán García y César Aira
jugaron papeles fundamentales, Ricardo Strafacce ha tenido el gran acierto de adoptar un tono
deliberadamente neutro, discreto. No aspira a establecer el relato oficial de la vida de Lamborghini,
sino apenas una biografía posible, que se sostiene en su propia solidez argumentativa y documental.
Quien escribe no quiere convencernos de haber sido su gran amigo; tampoco se presenta como su
discípulo o heredero, y mucho menos como su juez. Es apenas un lector que intenta responder a su
pregunta inicial.

Dos hechos se evidencian felizmente apenas comenzada la lectura del libro. Uno es que Strafacce
(autor, entre otras novelas, de La boliviana) narra muy pero muy bien, algo que el lector no deja de
agradecerle en cada una de las más de mil páginas de este relato complejo pero nunca enrevesado ni
tedioso. El otro es el impresionante trabajo de recolección de material de archivo y testimonios en
que se sostiene el libro, y que se manifiesta en la profusión de citas de cartas inéditas y textos de
Lamborghini y de sus contemporáneos de harto difícil acceso (por ejemplo, la primera publicación
con su firma: una carta abierta enviada en 1965 a la revista uruguaya Marcha por él y tres
compañeros de militancia, en la que atacaban violentamente al “cotizado escritor izquierdista David
Viñas” con motivo de la publicación en ese mismo medio de sus “14 hipótesis de trabajo en torno a
Eva Perón”).

En realidad, puede decirse que este es un libro formado por dos relatos paralelos y heterogéneos: por
un lado, el de todos los acontecimientos “extraliterarios” que constituyeron la vida de Osvaldo
Lamborghini, y por el otro, la historia comentada de su obra. Sobre estos dos relatos opera un efecto
de montaje que es el que otorga unidad al libro, aunque incluso una mirada rápida permite distinguir
con facilidad, por la cantidad de citas, las páginas dedicadas a la presentación y el comentario de los
textos de aquellas consagradas al “resto” de su vida. De modo que, en lugar de leer el libro de
corrido, el lector bien podría recorrer primero uno y después el otro de los relatos.

El de la obra se iniciaría con la escritura de El fiord, en mayo de 1968, para continuar con la historia
de su publicación y sus lecturas. Siguen luego años de escasa producción (con excepción de los textos
que conforman Sebregondi retrocede), bajo la abrumadora certeza de haber escrito, de entrada, una
obra maestra. Tras el golpe militar del 76, el “exilio interno” de Lamborghini en Mar del Plata, etapa
en la que, si obviamos su copiosa correspondencia con sus amigos Héctor Libertella, Tamara
Kamenszain y César Aira, la producción se reduce, en lo fundamental, a los textos reunidos en su
libro Poemas, publicado en 1980. Por último, los prolíficos años de exilio en Barcelona, etapa en la
cual la narración, que había jugado un rol central en El fiord y en “El niño proletario”, pero que
luego se vería reducida a su mínima expresión en la escritura autorreferencial de los setenta, retorna
en los textos finales (La causa justa, El pibe Barulo, Tadeys) con renovada intensidad.

El otro relato se inicia en 1940 con el nacimiento de este hijo tardío, trece años menor que su
hermano Leónidas, ocho que su hermana María Teresa, en Villa del Parque. A medida que el relato
avanza, sabemos de la veneración de Osvaldo por su hermano mayor y de la adolescencia vivida en
Necochea; sabemos de su fracaso en la escuela secundaria, en la que quedó “libre” en tercer año
tras reiteradas sanciones; de su acercamiento a la “izquierda nacional” y posteriormente al
peronismo, y de su breve experiencia en el sindicato de prensa Fatpren, del que llegaría a ser, por
caminos un tanto azarosos, secretario gremial; de su primer amor por Pierángela Taborelli, con quien
se casaría en 1960 y con quien tendría a su única hija, Elvira, y de quien se separaría en 1968,
momento en que también se erosionaban definitivamente sus sueños de “meterse en política”.
Sabemos de sus diversos empleos, todos efímeros, por lo general a causa de reiteradas ausencias e
irregularidades: como fotógrafo social, como ayudante de camarógrafo en Canal 9, como periodista
(en Crítica, Panorama y Clarín), como guionista de historieta (oficio en el que lograría un éxito
sorprendente con ¡Marc!, publicada con dibujos de Gustavo Trigo en la revista Top entre 1971 y
1972), como redactor publicitario en la agencia de Fogwill, donde duraría un mes y conocería a un
Néstor Perlongher mucho más aplicado y eficiente. Nos enteramos de la fundación de una escuela
psicoanalítica marplatense, de cuyos avatares informaría a la Escuela Freudiana de Buenos Aires en
desopilantes cartas con membrete firmadas a veces “Profesor O. Lamborghini- Hartz” y otras “M.
Bonaparte, la mujer con pene”; sabemos de sus múltiples mudanzas, que lo llevaban a alternar entre
departamentos de amigos o amantes a cuya costa vivía un tiempo (“La expansiva sociabilidad de la
época, que en algunos sectores medios había flexibilizado las fronteras entre el visitante, el
entenado y el vulgar polizón, disimulaba ciertamente las libertades que Lamborghini empezaba a
acostumbrarse a tomar en casa ajena”) hasta que, de manera más o menos sutil, le daban a entender
que la hospitalidad había terminado, momento en que se trasladaba a un hotel o bien regresaba a la
casa familiar. Conocemos a las mujeres que dejaron huella en su vida, entre ellas Paula Wajsman,
quien comenzó siendo su analista y en cuyo departamento terminó viviendo, para desgracia de
Vespasiana, su gata, que él arrojaría por la ventana del octavo piso tras una discusión (tiempo
después causaría la muerte del perro de una pareja amiga que lo alojaba, aplicándole insecticida en
una herida, supuestamente para alejar a las moscas); Josefina Ludmer, con quien escribiría el análisis
de un poema de Macedonio para Literal; o Hanna Muck, alemana a quien conoció en Barcelona y en
cuya casa pasaría sus últimos meses, recluido y dedicado a la escritura. Sabemos de sus progresivos
excesos con el alcohol y las pastillas, que llegarían a extremos insostenibles y traerían consigo la
pérdida de amistades, parejas, trabajos y, finalmente, una muerte temprana, con sólo cuarenta y
cinco años.

Quizás sea un efecto del género biográfico, pero lo cierto es que el relato de la vida termina
imponiéndose sobre el de la obra. Con esto quiero decir que, a medida que la lectura avanza, las
páginas dedicadas al comentario textual –y no porque las hipótesis que formulan no sean atinadas– se
leen como intervalos: uno quiere saber qué pasó con la gata de Paula Wajsman, y el minucioso
análisis de un poema escrito por Lamborghini en esos días se interpone entre nosotros y la
continuación del relato. Pero también quiero decir algo más incómodo, y es que, si bien es imposible
establecer entre ambos relatos una causalidad (la vida no “explica” la obra, la obra no “justifica” la
vida) resulta inevitable, sí, hacer algún tipo de balance entre ambos y llegar a una conclusión tan
inquietante como insoslayable: que la obra de Osvaldo Lamborghini no alcanza –y acaso nunca podría
“alcanzar”– para justificar los padecimientos de un hombre tan talentoso y entrañable, que muchas
veces se nos presentan como inútiles y evitables y causan una sensación de tristeza tan abrumadora
como la que nos gana al terminar este libro. Si no cabe “echarle la culpa” de ese destino a su
escritura, resulta indudable que el ideal literario sostenido por Lamborghini, con sus exigencias de
negatividad absoluta, maestría estilística y transgresión permanente, no ayudó en nada a que las
cosas terminasen de otra manera.

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