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Peet R. El Fondo Monetario Internacional. En Peet R. (2001). La maldita Trinidad.

El Fondo Monetario Internacional, el banco Mundial y la Organización Mundial de


Comercio. Pamplona, España: Laetoli.

Prólogo a la edición española.


Lo más importante que hay que decir acerca de este libro es que fue posible gracias
al duro trabajo de un grupo comprometido de estudiantes de grado y doctorado.
Ellos hicieron la mayor parte de la difícil tarea de recopilar un material coherente
dentro de un amplio universo discursivo. El calificativo de “autores colaboradores”
es sólo una etiqueta editorial.
El libro comienza analizando cómo un pequeño grupo de expertos en una disciplina
completamente tendenciosa como es la economía, concentrados en Washington,
puede controlar la vida de miles de millones de personas pobres en todo el mundo.
Asimismo esboza lo que podríamos llamar un mapa institucional de centros de
poder, entendidos como comunidades de expertos. A medida que escribíamos el
libro, y en los años de guerra posteriores, tomamos conciencia de una terrible
realidad: la locura imperante en el centro del mundo. En esas comunidades de
expertos, las decisiones económicas que matan a millones de niños al año pueden
propagarse como si fueran consecuencia de los mejores pensamientos que jamás
haya tenido la humanidad. La limitación del discurso a la circulación y
reformulación de unas pocas ideas fijadas en posiciones preconcebidas y, lo que es
más importante, la creencia en que tales ideas son científica y eternamente válidas,
constituyen un peligro para la supervivencia de la humanidad.
El proceso es más peligroso porque se origina principalmente en Estados Unidos,
sede de la esperanza eterna y apacible lugar de abundancia. Nos encontramos frente
a la intención, surgida del polo neoliberal del complejo ideológico, de aniquilar
culturalmente a todos desregulación económica. Y finalmente, aunque
consideramos los conceptos de “discurso” y “régimen” lúcidos y útiles para
organizar una comprensión profunda y coherente, también pensamos que fallan en
el mismo terreno: las ideas transmitidas por los discursos y los conceptos
propuestos por los regímenes institucionales. Esas ideas subyacentes, pensadas en
beneficio del poder, dan cohesión y poder de atracción al discurso y al régimen.

Capítulo 3
El Fondo Monetario Internacional.
Tal como fue concebido en Bretton Woods, el FMI iba a ser un organismo
supranacional que cumpliría esencialmente dos funciones: regular los tipos de
cambio y contribuir a la estabilidad internacional concediendo préstamos en
tiempos de crisis en la balanza de pagos de los países miembros. Aunque su misión
declarada sigue siendo esencialmente la misma, el FMI ha experimentado
posteriormente varios cambios y aparentes reveses de fortuna, que sin embargo han
redundado en una acumulación general de poder e influencia. Hoy día las políticas
del FMI afectan directamente a la economía de 184 países e influyen, a veces de
manera drástica y con frecuencia desastrosa, en la vida de la gran mayoría de la
población mundial. Actualmente el FMI es probablemente la institución de
gobierno no estatal más poderosa del mundo. En público, los gobiernos deben
elogiar al FMI, aunque en privado se quejen de las medidas que les impone. En
cambio, miles de trabajadores y estudiantes se manifiestan contra el Fondo, en
muchos casos perdiendo la vida, porque, según afirman, sus políticas económicas
provocan pobreza, dificultades y hambre.
¿Por qué son tantas las personas que protestan contra la concesión de créditos
supuestamente destinados a estabilizar economías en tiempos de crisis? El FMI
otorga préstamos a corto plazo a países miembros que experimentan crisis en la
balanza de pagos, fundamentalmente a partir de fondos previamente depositados,
pero en monedas “más fuertes” (internacionalmente más aceptables) que las de los
depósitos. En su origen, en virtud del acuerdo de Bretton Woods, las condiciones
que debían cumplir los países miembros para obtener créditos del FMI se limitaban
a “un programa eficaz para generar la estabilidad de la moneda del país miembro o
para mantenerla estable en un tipo de cambio realista” (IMF 1958: 404). Pero esa
“condicionalidad” limitada creció a lo largo de 50 años. Las condiciones de los
préstamos, impuestas a gobiernos en general desesperados, se han convertido para
el FMI en una forma de regular toda la gama de políticas económicas nacionales.
Por lo tanto, no es el otorgamiento de los créditos lo que está en cuestión sino sus
condiciones. Se exige a los gobiernos que adopten una serie de políticas
económicas y medidas financieras basadas en lo que el FMI cree que promoverá la
estabilidad económica, aumentando así la capacidad del gobierno para reembolsar
los intereses y el capital del préstamo. ¿Por qué medios teóricos establece el FMI
esas políticas? La institución apela a lo mejor de la ciencia económica neoclásica,
respaldada ahora por 60 años de experiencia en el negocio de los créditos. Pero un
análisis crítico de esa experiencia indica que el Fondo extrae el reembolso de sus
préstamos a expensas de la economía del país prestatario, y en particular de los
pobres. Una mirada crítica a su economía, especialmente a partir de la mitad de los
años 70, indica que el FMI se adhiere a la versión neoliberal del neoclasicismo y
genera automáticamente el mismo paquete de políticas económicas sin importarle el
contexto. Las políticas económicas recomendadas por el FMI incluyen casi siempre
la reducción de barreras arancelarias a las importaciones, una medida que elimina
empleos. También incluyen el aumento de las tasas de interés para enfriar así la
economía y reducir la inflación, lo cual también provoca desempleo. Al mismo
tiempo, impone programas de austeridad que recortan servicios públicos y eliminan
subvenciones estatales destinadas a mantener bajos los precios de muchos
alimentos. Por lo tanto, sostienen los críticos, las políticas del FMI crean desempleo
y pobreza y reducen el poder de los estados nacionales para remediar los problemas
sociales resultantes. En seguida, las personas que menos se lo pueden permitir se
ven obligadas a pagar préstamos a gobiernos cuyas políticas anteriores fueron
consideradas erróneas por los economistas del FMI. Más aún, el Fondo impone sus
propias convicciones económicas a países que quizás deseen desarrollarse de modo
diferente. Los créditos del FMI se transforman así en un punto de tensión en el cual
las luchas sociales se articulan con la tensión entre la sociedad, y el sistema
mundial, con dos instituciones principales (el Estado nacional y el FMI) en el
centro de la controversia. En resumidas cuentas, el FMI impone condiciones que
favorecen el reembolso a expensas de los pobres y los trabajadores. Así pues, ¿a
qué intereses sirve el discurso económico del FMI? Trataremos de responder a esta
pregunta en este capítulo y en el siguiente. Pero primero, debemos conocer el FMI
por dentro.

Estructura del FMI.


El FMI fue creado en 1945, cuando 29 gobiernos firmaron el Convenio constitutivo
resultante de la conferencia de Bretton Woods de 1944, pero comenzó a funcionar
realmente en 1947. Se suponía que el FMI iba a ser la institución supranacional
fundamental destinada a regular las condiciones financieras consideradas
apropiadas para el buen funcionamiento de la economía mundial (en especial, al
principio, las condiciones relacionadas con las monedas y los tipos de cambio).
Estas condiciones financieras fueron entendidas dentro de una visión capitalista
clásicamente liberal del funcionamiento de la economía. Necesariamente, se
agregaron nociones keynesianas a esta base clásica y neoclásica de que, para
funcionar de manera adecuada, algunos mercados necesitan la regulación de
instituciones cuasiestatales. Decimos “necesariamente” porque el propio FMI es
una de esas instituciones reguladoras. Como se estableció en el artículo I del
Convenio constitutivo del FMI, los objetivos de la institución debían ser los
siguientes:
1. Fomentar la cooperación monetaria internacional por medio de una institución
permanente que sirva de mecanismo de consulta y colaboración en cuestiones
monetarias internacionales.
2. Facilitar la expansión y el crecimiento equilibrado del comercio internacional,
contribuyendo así a alcanzar y mantener altos niveles de ocupación e ingresos
reales y a desarrollar los recursos productivos de todos los países miembros como
objetivos primordiales de política económica.
3. Fomentar la estabilidad cambiaria, procurar que los países miembros mantengan
regímenes de cambios ordenados y evitar depreciaciones cambiadas competitivas.
4. Coadyuvar a establecer un sistema multilateral de pagos para las transacciones
corrientes que se realicen entre los países miembros y eliminar las restricciones
cambiarías que dificulten la expansión del comercio mundial.
5. Infundir confianza a los países miembros poniendo a su disposición
temporalmente y con las garantías adecuadas los recursos generales del Fondo,
dándoles así oportunidad para corregir los desequilibrios de sus balanzas de pagos
sin recurrir a medidas perniciosas para la prosperidad nacional o internacional.
6. De acuerdo con lo anterior, acortar la duración y aminorar el grado de
desequilibrio de las balanzas de pagos de los países miembros. (IMF 1990)

En teoría, el FMI se sitúa dentro del sistema de Naciones Unidas. Es la institución


central del sistema monetario internacional, el sistema de pagos internacionales y
de tipos de cambio entre monedas nacionales, que impide las crisis en el sistema de
pagos. Para prevenir estas crisis, vigila las políticas económicas de los países
miembros y actúa como fondo de reserva que éstos pueden usar si necesitan
financiación temporal para solucionar problemas de balanza de pagos. El FMI se
concentra principalmente en las políticas macroeconómicas de los gobiernos, como
son las políticas relativas al presupuesto público, el manejo de fondos y créditos y
los tipos de cambio, y las políticas financieras, que incluyen la regulación y
supervisión de bancos y otras instituciones financieras. Además, el FMI estudia las
políticas estructurales que afectan al comportamiento macroeconómico, es decir, al
comportamiento de agregados económicos como el ingreso nacional, el consumo
total, la inversión y la oferta de dinero. Por el artículo IV del Convenio constitutivo,
cada país miembro se compromete a orientar sus políticas económicas y financieras
con el objetivo de estimular un crecimiento económico ordenado mediante una
razonable estabilidad de precios; promover la estabilidad fomentando condiciones
básicas ordenadas, tanto económicas como financieras, y un sistema monetario que
no tienda a producir perturbaciones erráticas; evitar la manipulación de los tipos de
cambio o del sistema monetario internacional para impedir el ajuste de la balanza
de pagos u obtener ventajas competitivas desleales frente a otros países miembros;
y aplicar medidas cambiarías compatibles con estas obligaciones.
La Junta de gobernadores, con representantes de todos los países miembros (en
general, el ministro de Hacienda de un país o el presidente de su banco central), es
la mayor autoridad de gobierno del FMI. La Junta se reúne en las sesiones anuales
conjuntas del FMI y el Banco Mundial para adoptar decisiones sobre importantes,
asuntos políticos. Las decisiones inmediatas y cotidianas quedan en manos de un
Directorio ejecutivo integrado por 24 directores, con un director gerente como
presidente. El directorio se reúne en general tres veces por semana en la sede del
FMI en Washington. Los cinco accionistas del FMI (Estados Unidos, Japón,
Alemania, Francia y Gran Bretaña), además de China, Rusia y Arabia Saudí, tienen
sus propios asientos en el directorio. Los otros 16 directores ejecutivos son elegidos
por períodos de dos años por grupos de países.
El personal del FMI, a veces en colaboración con el del Banco Mundial, prepara los
documentos para las deliberaciones del directorio y se los presenta a éste una vez
aprobados por el director gerente. Algunos documentos son presentados por los
propios directores ejecutivos. El FMI tiene un sistema de votación ponderado:
cuanto mayor es la cuota de un país (suscripción de capital), más votos tiene. La
mayoría de las decisiones se adoptan por consenso. El Directorio ejecutivo elige a
su director gerente, quien, aparte de presidirla, es el jefe de personal y lleva los
asuntos del Fondo bajo la dirección del Directorio ejecutivo. Designado por un
período renovable de cinco años, el director gerente es asistido por un primer
subdirector gerente y otros dos subdirectores gerentes.
La organización tiene unos 2.800 empleados contratados en 133 países. Son
funcionarios civiles internacionales responsables ante el FMI, no ante sus
autoridades nacionales. Cerca de dos tercios del personal profesional son
economistas. Los 22 departamentos y oficinas del FMI están encabezados por
directores, subordinados al director gerente. La mayor parte del personal trabaja en
Washington, aunque unos 80 representantes residentes lo hacen en países
miembros, donde aconsejan a los gobiernos (a través de los bancos centrales o
ministerios de finanzas) sobre política económica. El FMI tiene también oficinas en
París y Tokio para relacionarse con otras instituciones internacionales y regionales,
así como en Nueva York y Ginebra principalmente para coordinarse con otras
instituciones del sistema de Naciones Unidas. Un comité de gobernadores llamado
Comité Monetario y Financiero Internacional o CMFI (conocido hasta 1999 como
Comité Interino), considera dos veces al año cuestiones políticas clave relativas al
sistema monetario internacional. Asimismo, un comité conjunto de las Juntas de
gobernadores del FMI y del Banco Mundial, llamado Comité de Desarrollo, eleva
informes a los gobernadores sobre asuntos de interés para los países en desarrollo
(IMF 1998).
Los recursos financieros del FMI proceden principalmente de las suscripciones de
capital que realizan los países al incorporarse a la organización o, tras revisiones
periódicas, cuando se incrementan las cuotas. Los países pagan un 25% de sus
cuotas en divisas “fuertes” o fácilmente convertibles, como el dólar estadounidense
o el yen japonés (originalmente estos pagos se realizaban en oro), y el resto en su
moneda nacional. Las cuotas, que reflejan el tamaño de cada economía y su
volumen de comercio, determinan la suscripción de un país, su poder de voto y la
cantidad de fondos que puede recibir del FMI, Estados Unidos es el mayor
contribuyente del FMI y tiene el 17% del total de votos; Japón y Alemania, un 6%;
Francia y Gran Bretaña, un 5%; y Arabia Saudí, China y Rusia, cerca de un 3%
cada uno. Desde enero de 1999 las cuotas del FMI suman 290.000 millones de
dólares (equivalentes a 212.000 millones de DEG o derechos especiales de giro, un
activo internacional de reserva creado por el FMI en 1969, cuyo valor se basa en un
conjunto de divisas fuertes). El FMI también puede obtener fondos gracias a dos
series de acuerdos permanentes: los Acuerdos Generales para la Obtención de
Préstamos (AGP), establecidos en 1962, con 11 participantes (los gobiernos o
bancos centrales del Grupo de los Diez países industrializados más Suiza) y los
Nuevos Acuerdos para la Obtención de Préstamos (NAP), introducidos en 1997,
con 25 países participantes y sus instituciones financieras. En virtud de los dos
conjuntos de acuerdos combinados, el FMI dispone de 46.000 millones de dólares
(34.000 millones de DEG) para emergencias (IMF 2002a).
Por lo general, los países solicitan préstamos al FMI cuando experimentan
problemas con la balanza de pagos, es decir, cuando no reciben suficientes divisas
(en especial divisas fuertes) en concepto de exportaciones o inversiones extranjeras
para poder pagar sus importaciones. Esta situación, una emergencia en sí misma
porque algunas importaciones son vitales para el funcionamiento de las economías
o los servicios sociales, se acompaña generalmente de otras señales de crisis
económica, como cuando la moneda nacional sufre algún ataque en mercados de
cambio extranjeros, las reservas nacionales de oro o divisas se agotan o la economía
se deprime repentinamente. Los países miembros pueden obtener de manera
inmediata e incondicional fondos equivalentes al 25% de su cuota (denominado
“tramo” o porción), depositada originalmente en divisas fuertes u oro. Si esto;
resultara insuficiente, pueden obtener hasta tres veces el montante de su cuota
original (en divisas) como préstamo de “tramo superior”, bajo condiciones
especificadas por el Directorio ejecutivo del FMI o, más exactamente, por el
personal del FMI, que las transmite al directorio. Estas condiciones (o
“condicionalidades”) consisten en medidas que debe aplicar un gobierno para
convencer al FMI de que podrá reembolsar el crédito en un plazo de cinco años.
Los detalles del programa de medidas económicas se incluyen en una “carta de
intenciones” firmada por un alto funcionario del gobierno en cuestión y el director
gerente del FMI. Después, el Fondo vigila si el gobierno cumple con los términos
de la carta de intenciones hasta que el préstamo sea reembolsado o renegociado.
Actualmente el FMI otorga créditos en virtud de una serie de “acuerdos” y
“servicios financieros”:
• Los acuerdos stand-by permiten a los países miembros retirar un monto
específico, en general en un plazo de 12 a 18 meses, para resolver problemas en su
balanza de pagos a corto plazo.
• El servicio ampliado del FMI permite a los países miembros retirar un monto
específico, en general en tres o cuatro años, para realizar reformas económicas
estructurales que según el FMI mejorarían la balanza de pagos.
• El servicio para el crecimiento y la lucha contra la pobreza (que reemplazó al
Servicio Reforzado de Ajuste Estructural en 1999) ofrece créditos a bajo interés a
los países miembros de menores ingresos que se enfrentan a problemas prolongados
en la balanza de pagos. El coste para los prestatarios se subsidia con fondos
recaudados mediante anteriores ventas de oro del FMI, junto con préstamos y
donaciones de los países miembros más ricos.
• El servicio de complementación de reservas proporciona créditos adicionales a
corto plazo, con mayores tasas de interés, a los países miembros que experimentan
dificultades excepcionales en la balanza de pagos debido a una repentina pérdida de
confianza del mercado, reflejada en fugas de capitales.
• Las líneas de crédito contingente proporcionan créditos preventivos a corto plazo
cuando los países se enfrentan a una pérdida repentina de la confianza del mercado
debido a contagios de crisis de otros países.
• La asistencia de emergencia ayuda a los países a afrontar problemas en la balanza
de pagos resultantes de desastres naturales repentinos e imprevisibles o, desde
1995, condiciones de emergencia derivadas de conflictos militares (IMF 2002b).

Actualmente, todos los prestatarios del FMI son países en desarrollo, países
poscomunistas en transición o países de “mercados emergentes” (de ingresos
medios) que se recuperan de crisis financieras. Desde finales de la década de los 70,
todos los países miembros industrializados recurren a mercados de capital privados
u otros mercados para obtener préstamos, pero en las primeras dos décadas de
existencia del FMI, más de la mitad de sus fondos se destinaron a estos países. El
FMI no se considera un organismo de cooperación ni un banco de desarrollo. Sólo
trata con gobiernos. Las divisas que presta el Fondo se depositan en el banco
central del país receptor para complementar sus reservas internacionales. Y el FMI
espera que los prestatarios den prioridad al reembolso de sus créditos de acuerdo
con los plazos previstos. La institución utiliza diversos medios para evitar la
acumulación de intereses atrasados o los reembolsos vencidos y cargos por interés.
Los países que toman créditos de los servicios regulares, no subvencionados, del
Fondo (es decir, todos menos los países de ingresos bajos), pagan tasas de interés y
comisiones de gastos equiparables a las del mercado, más una comisión
reembolsable por compromiso de recursos. En la mayoría de los casos, el FMI sólo
satisface una pequeña parte de las necesidades de financiamiento externo de un
país. La aprobación del FMI indica a otras instituciones financieras que las políticas
económicas de determinado país están “en el buen camino”, tranquiliza a
inversionistas y autoridades y contribuye a generar préstamos adicionales de estas
fuentes. En otras palabras, el FMI es la guía de solvencia de los banqueros. El
Fondo estudia las políticas económicas de los países miembros mediante un
proceso conocido como “supervisión”. Una vez al año, el FMI evalúa la política
cambiarla de sus miembros dentro del marco general de sus políticas económicas,
en lo que se conoce como “consulta del artículo IV”. El artículo IV del Convenio
constitutivo otorgaba originalmente al FMI el mandato de supervisar el sistema
monetario internacional a fin de asegurar su buen funcionamiento y vigilar el
cumplimiento por cada país miembro de sus obligaciones, así como la facultad de
supervisar la política cambiaría de los miembros, e incluso realizar consultas,
respetando el ordenamiento sociopolítico de los países miembros y teniendo en
cuenta las circunstancias de éstos. La supervisión se basa en la convicción del FMI
de que ciertas políticas económicas nacionales aprobadas conducirán a tipos de
cambio estables y a una economía mundial creciente y próspera (IMF 1998).

Política económica del FMI entre 1945 y 1971.


El FMI se estableció principalmente para atender las necesidades económicas de los
Estados nacionales de Europa y América del Norte en el período inmediatamente
posterior a la guerra. Se consideraba que estos problemas estaban centrados en los
tipos de cambio y las balanzas de pagos. Conviene aclarar que el término “tipo de
cambio” se refiere al precio de una moneda en relación a las otras. En los sistemas
de mercado, los tipos de cambio varían según las fluctuaciones de la oferta y la
demanda de las monedas. A su vez, estas fluctuaciones dependen básicamente de la
oferta y la demanda de los bienes y servicios del país, aunque la especulación
monetaria es también cada vez más importante. El término “balanza de pagos” se
refiere al total de las transacciones económicas entre los residentes de un país y los
del resto del mundo. Los gobiernos llevan las cuentas de la balanza de pagos, que
se dividen en la cuenta corriente, que registra los pagos y cobros por bienes y
servicios, y la cuenta financiera, que registra el flujo de activos financieros tales
como dinero efectivo, valores del mercado bursátil y bonos públicos y
empresariales. Los países deben mantener reservas de oro y divisas fuertes,
aceptables en las relaciones comerciales internacionales, para cubrir caídas
repentinas de los ingresos por exportaciones o cambios abruptos en el valor de
mercado de su moneda, o de lo contrario no podrán pagar las importaciones que
necesitan. Normalmente, tales reservas cubren al menos el valor de varios meses de
importaciones. Cuando las reservas cubren sólo el valor de algunas semanas de
importaciones hay una crisis en la balanza de pagos. En tales casos, para impedir
trastornos comerciales o medidas drásticas, como el impago de la deuda, los países
pueden cubrir temporalmente el déficit de su balanza de pagos con créditos
internacionales tales como giros de depósitos previos en el FMI o préstamos a corto
plazo de bancos extranjeros.
A largo plazo, un país puede aumentar sus exportaciones, y por tanto sus ingresos
de divisas, devaluando su moneda nacional frente a otras monedas. La devaluación
abarata inmediatamente las exportaciones y las hace más competitivas
internacionalmente, pero también aumenta el coste de las importaciones y, cuando
estos bienes de mayor precio penetran en la economía nacional, se genera inflación
y puede ser necesaria una nueva devaluación. Ésta es exactamente la secuencia de
devaluaciones que se supone debe impedir el FMI. En la economía internacional es
importante un régimen monetario estable (es decir, con sólo pequeñas variaciones
en el tipo de cambio de las monedas) por razones de seguridad del comercio y de
las inversiones (es decir, para el mantenimiento del valor de las inversiones de
capital). Al integrarse en el FMI en los años de posguerra, los países individuales
cedieron parte de sus derechos económicos soberanos, en especial sobre la fijación
de sus tipos de cambio, a cambio de condiciones colectivas de “estabilidad
cambiaria, acuerdos cambiarlos ordenados, prevención de depreciaciones
cambiarias competitivas y un régimen liberal de pagos internacionales” (de Vries
1986: 15). La concepción original del FMI, resultante de la experiencia de la Gran
Depresión, fue, en esencia, que los países miembros deberían observar ciertas
normas, de conducta establecidas en un código administrado por una institución
internacional.
A través del FMI, los países miembros acordaron inicialmente fijar sus tipos de
cambio en un sistema de “paridades”. Cada país miembro determinaba un valor
para su moneda medido en relación al oro, un producto básico utilizado para
representar valores en general, que cotizaba permanentemente a 35 dólares la onza.
El país debía intervenir (mediante la compra y venta de moneda por el banco
central), si las condiciones del mercado internacional modificaban los tipos de
cambio en más de un 1% de la paridad acordada originalmente. En caso de un
“desequilibrio fundamental” de la balanza de pagos de un país (es decir, un déficit
importante y continuo), el país podía proponer modificaciones en la paridad de su
moneda al FMI, el cual podía aprobarlo, negar el uso de sus recursos o, en casos
extremos, exigir a ese país que renunciara a su calidad de miembro, todo ello
orientado principalmente a evitar depreciaciones competitivas. En virtud del
artículo VIII del Convenio constitutivo original, el FMI podía ejercer la
“supervisión” de las condiciones cambiarias nacionales (tras un período de
transición que duró hasta finales de la década de 1950), por ejemplo en países que
imponían restricciones a los pagos internacionales o impedían la libre
convertibilidad de su moneda. Sin embargo, en casos de emergencia, como la fuga
masiva de capitales, se podían imponer controles monetarios nacionales con la
aprobación del FMI.
Durante los primeros 20 años, la cuestión más polémica a la que tuvo que
enfrentarse el FMI fue el uso de tipos de cambio múltiples, en particular por países
de América Latina y más tarde por otros países del Tercer Mundo. “Tipos de
cambio múltiples” significa el uso (por parte del banco central de un país) de
diferentes valores de cambio para realizar los pagos internacionales: por ejemplo,
tipos de cambio más favorables para las industrias apoyadas por determinada
política de desarrollo. Tras una Carta sobre prácticas monetarias múltiples de 1947,
los países miembros debieron presentar propuestas de tipos de cambio múltiples al
FMI para que éste las considerara caso por caso. El FMI sólo aceptaría tipos de
cambio múltiples de manera transitoria si los países miembros se ocupaban de lo
que, a criterio de la institución, eran las condiciones económicas subyacentes. Esto
fue el principio de la “condicionalidad”. Opuesto siempre a los tipos de cambio
múltiples, el Fondo intensificó los esfuerzos por simplificarlos a finales de la
década de 1950 y más tarde, a principios de los 60, por eliminarlos. Al mismo
tiempo, el FMI intentó que los países miembros suprimieran las restricciones a la
convertibilidad de sus monedas, como forma de mejorar las condiciones financieras
para el comercio y la inversión internacionales. A principios de la década de 1960
ya existían regímenes de monedas plenamente convertibles en muchos
miembros europeos del FMI (de Vries 1986).
La otra función principal del FMI fue la de actuar como fondo de rotación,
inicialmente de 9.000 millones de dólares, por el que un país que se enfrentaba a un
déficit transitorio en su balanza de pagos por día comprar divisas con su propia
moneda. El monto cambiado debía ser reembolsado en oro, o en una moneda
aceptable por el FMI, generalmente en el plazo de un año. Inicialmente, el FMI
utilizó poco esta función, porque no se había resuelto la cuestión de las condiciones
de las compras (véase el capítulo 2). Esta parte del mandato del Fondo sólo se
comenzó a aplicar plenamente después de 1950, con la desganada aceptación
general de la posición de Estados Unidos, según la cual las compras (a menudo de
dólares estadounidenses depositados en el FMI) debían estar condicionadas a una
declaración del gobierno sobre las medidas que tomaría para resolver sus
problemas. En 1952 el Directorio ejecutivo aceptó una declaración del director
gerente de que las políticas propuestas por un país para resolver los problemas de su
balanza de pagos determinarían especialmente la actitud del FMI hacia su solicitud
de crédito (Horsefield et al 1969: 3, 228-30).
El FMI comenzó entonces a distinguir entre distintos niveles de solicitud de
préstamos, aplicando una baja condicionalidad a la obtención de créditos a partir
del “tramo de oro” (es decir, el oro previamente depositado por un país en el FMI)
y una mayor condicionalidad a los “créditos de tramos superiores” (es decir, la
moneda extranjera, en general dólares estadounidenses, comprada por un país), Con
esto, la condicionalidad de los créditos del FMI se institucionalizó, en especial
cuando los países del Tercer Mundo comenzaron a solicitar préstamos de manera
regular en la década de 1950, a raíz del colapso del precio de las materias primas
que siguió al boom de la guerra de Corea y de las consiguientes crisis en la balanza
de pagos. El FMI condicionó los acuerdos stand-by a la aceptación de políticas tales
como la eliminación de los controles cambiarios y la “liberalización” de las
condiciones comerciales, lo cual significaba el fin de la intervención estatal en las
relaciones de comercio exterior a favor del control del mercado. También introdujo
la práctica del “escalonamiento” en la retirada de fondos en la concesión de créditos
a Chile en 1956 y a Haití en 1958. Cada desembolso se subordinaba a una conducta
satisfactoria del país prestatario, a juicio del FMI. Las condiciones comenzaron a
establecerse en cartas de intenciones a partir de 1958. La condicionalidad era
esencialmente la concepción estadounidense del funcionamiento del FMI, opuesta a
la de otros países miembros partidarios del “automatismo”, considerando la
intención original del Convenio constitutivo firmado en Bretton Woods. Es decir,
todos los países salvo Estados Unidos creían que tenían el derecho automático a
retirar sus propios depósitos, aunque fuese en dólares. Sin embargo, el director
gerente norteamericano vetaba todas las solicitudes que no se ajustaran a la
posición de Washington y, por ello, los países que deseaban obtener grandes
cantidades de divisas comenzaron a realizar consultas directas con Estados Unidos
para obtener su aprobación previa (Harmon 1997: 27).
En la década de 1960, la noción de tipo de cambio fijo (paridad) comenzó a
considerarse inadecuada para hacer frente a las rápidas fluctuaciones de un sistema
comercial cada vez más global. Se empezaron entonces a oír argumentos favorables
a los tipos de cambio flotantes, determinados por la oferta y la demanda de
monedas en el mercado internacional. Al principio, el FMI se opuso a esta última
tendencia, esencialmente con argumentos keynesianos, pero también por una
cuestión de autopreservación institucional. El Fondo sostuvo que el tipo de cambio
adecuado dependía de la política económica de cada país, y que las fluctuaciones
solían estar causadas por transferencias especulativas de capital. También
comenzaron a llamar la atención los problemas derivados del uso de oro y dólares
estadounidenses como principales reservas que respaldaban las transacciones
financieras internacionales. En 1962 se sugirió algún tipo de unidad de reserva
colectiva internacional. Posteriormente, por acuerdo entre los ministros de
Hacienda y presidentes de bancos centrales que formaban el “Comité de los Diez”
(las principales potencias económicas de aquel entonces), y por sugerencia del
director gerente del FMI, Pierre-Paul Schweitzer, se aprobó una enmienda al
Convenio constitutivo original para establecer una cuenta especial de giro a partir
de la cual los países participantes podrían utilizar derechos especiales de giro. En
1970 estos derechos se transformaron en un nuevo activo de reserva internacional,
mientras las crisis del oro y el petróleo alteraban drásticamente la economía política
internacional y, con ella, la función del FMI (de Yries 1986).

Crisis y transición (1971-79).


El FMI utilizó tradicionalmente el oro, con un valor vinculado al dólar
norteamericano, como base de las transacciones internacionales. A fines de los años
60, una gran devaluación de la libra esterlina hizo temer una devaluación del dólar.
La especulación elevó el precio del oro a niveles sin precedentes. Al principio, un
grupo financiero británico intentó estabilizar el precio en el mercado de Londres,
pero en ese proceso se perdió demasiado dinero. Finalmente, el mercado impuso el
precio oficial del oro a 38 dólares la onza, y más tarde a 42,20 dólares, aunque
existían mercados separados, uno oficial y otro privado, y un doble sistema de
precios. Ni siquiera el precio oficial incrementado podía competir con los precios
crecientes del mercado: nadie quería vender “oro oficial” porque su precio era
demasiado bajo. Como resultado se paralizaron las transacciones oficiales en oro.
En 1971 Estados Unidos suspendió la convertibilidad de los dólares en manos de
otros gobiernos por oro. Una reunión del Comité de los Diez en la Institución
Smithsoniana (Washington DC) intentó fijar nuevos tipos de cambio, y el
Directorio ejecutivo del FMI aceptó un régimen temporal de tipos de cambio
centrales con mayores márgenes de fluctuación, pero ni siquiera éstos pudieron
mantenerse. Primero se permitió la “flotación” de la libra esterlina y las monedas
vinculadas a ella, es decir, se admitió su fluctuación de acuerdo con la oferta y la
demanda. Les siguieron muchas otras monedas importantes. Mientras tanto, el dólar
estadounidense se devaluó dos veces en 14 meses. En 1973, un Comité de los
Veinte ampliado presentó un sistema cambiarlo reformado, basado en tipos de
cambio “estables pero ajustables”. Este sistema se abandonó en 1974 y se permitió
a los países determinar su propio sistema cambiario. Al final, surgieron tres tipos de
sistemas: el de “libre flotación”, determinado exclusivamente por los mercados de
divisas; el de “flotación sucia” o “administrada”, que implicaba la intervención del
banco central para mantener tipos de cambio mínimos; y el de las monedas
vinculadas al dólar o a otras monedas fuertes como la libra, que fluctuaban con
éstas. Así, con el derrumbe de dos de sus pilares principales (el patrón oro-divisas y
el sistema de paridades) llegó a su fin el sistema de Bretton Woods tal como había
sido concebido en origen. Aparentemente, la capacidad del FMI de regular las
condiciones financieras mundiales estaba muy disminuida, y quizás anulada (de
Vries 1986).
Sin embargo, la década de los 70 fue testigo del resurgimiento del FMI como una
organización internacional de crédito sobre una base diferente, que al final resultó
más poderosa. Se trata de una historia complicada. Según hemos visto, hasta
mediados de la década de 1970 el FMI intentó hacer que el sistema monetario
internacional funcionara sin tropiezos, restaurando la confianza en las principales
monedas mediante créditos temporales en tiempos de crisis en las balanzas de
pagos. El FMI actuaba principalmente en interés de los países industrializados: era
una especie de club keynesiano mundial, aunque dirigido por Estados Unidos. Esto
cambió a finales de 1976 con una solicitud británica de un préstamo stand-by. Hasta
mediados de los 70, Gran Bretaña conservaba algunos vestigios de su antigua
posición dominante en la economía mundial. La libra esterlina era una de las
principales monedas de reserva y medio de pago internacional. Muchos países, en
especial antiguas colonias y naciones en las que Gran Bretaña había desempeñado
un papel dominante, mantenían Cuentas bancarias en la City londinense, y todo esto
representaba una fuente de ingresos nacionales. Sin embargo, el sistema
manufacturero, que había convertido a Gran Bretaña en “el taller del mundo”,
estaba en declive desde mucho tiempo atrás, mientras aumentaban las
importaciones británicas de alimentos, materias primas, petróleo y bienes
industrializados. Esta combinación contradictoria de posiciones internacionales —
vital para la estabilidad financiera mundial, inestable en términos comerciales—
convirtió a una Gran Bretaña decadente en la mayor usuaria de fondos del FMI
durante los primeros 25 años de funcionamiento de la institución. Entre 1947 y
1971 Gran Bretaña retiró 7.250 millones de dólares, sin que se le exigieran
condiciones significativas (se trataba de un país cofundador del club) más allá de
declaraciones políticas generales, breves cartas de intenciones o, como sucedió con
un acuerdo stand-by en 1961, el compromiso de consultar al FMI en caso de un
cambio importante de política económica. Sin embargo, el gobierno laborista
encabezado por Harold Wilson, que llegó al poder en 1964, se encontró con un
déficit comercial de 750 millones de libras al año, y con que el Banco de Inglaterra
no podía mantener la libra a 2,80 dólares. Estados Unidos ofreció apoyar la libra,
bajo la presidencia de Lyndon Johnson, gracias a un acuerdo secreto que obligaba a
Gran Bretaña a mantener sus compromisos de defensa “al Este de Suez” y de
“enfriamiento de la economía”, es decir, de restringir el crédito para reducir la
demanda, recortar el gasto público y otras medidas similares (Ponting 1989). Más
tarde, en 1967, una nueva venta masiva de libras llevó al gobierno a devaluar la
moneda, aunque a regañadientes, hasta los 2,40 dólares y solicitar al FMI un
acuerdo stand-by. Esta vez las condiciones incluyeron una visita a Londres de un
equipo negociador del FMI, una detallada carta de intenciones especificando las
nuevas políticas deflacionarias e inspecciones trimestrales, que algunos miembros
del gabinete laborista interpretaron como un control de la economía británica por
parte del FMI.
Mientras estuvo en la oposición, entre 1970 y 1974, el Partido Laborista acordó un
“contrato social” con los sindicatos británicos según el cual unas políticas sociales
progresistas, que incluían una mayor dirección estatal de la economía, crearían un
clima apropiado para la moderación salarial. La opinión dominante en el partido,
tendente a la izquierda, era que el crecimiento (interno) y las políticas de empleo
eran más importantes que la estabilidad cambiaría (externa). De hecho, el Partido
Laborista fue reelegido en 1974 tras prometer en su programa “un cambio
fundamental e irreversible en el equilibrio de la riqueza y el poder a favor de los
trabajadores y sus familias” (Harmon 1997: 4). Los salarios aumentaron en Gran
Bretaña un 29% al año incluso durante la recesión de 1974-75, mientras la inflación
ascendía al 20%. La cuenta corriente padecía un importante déficit, las reservas
monetarias se reducían y la libra se consideraba aún sobrevaluada, de modo que “la
confianza en la libra era baja”. Esto significaba que los países petroleros y los
empresarios privados amenazaban con convertir sus fondos en monedas más
estables que mantuvieran su valor. Aun cuando el valor (de mercado) de la libra
había caído a menos de 1,70 dólares en 1976, y ante el aumento del desempleo, la
izquierda del gobierno laborista (Michael Foot, Tony Benn) quería re estimular la
economía tras una barrera de restricciones a las importaciones, en lugar de pedir un
préstamo al FMI. De hecho, se acordó un préstamo stand-by multilateral con los
bancos centrales de Estados Unidos, Japón y países de Europa Occidental, reunido
bajo los auspicios del Banco Internacional de Pagos, con condiciones de política
económica (informales) propuestas por el departamento del Tesoro de Estados
Unidos. Pero la reanudación de las presiones sobre la libra y la necesidad inminente
de reembolsar el crédito del Banco Internacional de Pagos terminaron por conducir
a un desesperado gobierno británico al FMI a fines de 1976. El acuerdo stand-by
resultante, producto de largas y difíciles negociaciones, estuvo condicionado al
recorte del gasto público, incluso en programas sociales vitales y populares
promovidos por el Partido Laborista y cruciales para su éxito electoral. Otras
condiciones fueron el anuncio de objetivos monetarios y fiscales y la promesa de no
imponer controles de importación un anatema para organizaciones orientadas hacia
el libre comercio como el FMI.
En un excelente libro, Mark Harmon (1997) considera que el acuerdo de crédito de
1976-77 entre el FMI y Gran Bretaña fue un punto de inflexión en la historia
político-económica reciente. “El retroceso de la política económica británica, que
incluyó reiterados recortes en los planes de gasto público, y la adopción de
objetivos monetarios anunciados públicamente fueron en gran medida el resultado
de presiones externas coercitivas ejercidas en múltiples niveles, que constriñeron la
autonomía política de las autoridades gubernamentales” (Harmon 1997: 229).
Dentro de las “presiones externas coercitivas”, Harmon incluye la falta crónica de
confianza internacional, manifestada en presiones a la baja sobre la libra esterlina,
es decir: los mercados (de divisas) imponían en el gobierno británico cambios de
política económica. Según Harmon, términos como “cooperación internacional”,
usados con frecuencia para caracterizar a regímenes económicos globales, ocultan
una economía política organizada jerárquicamente, que incluye la utilización de
herramientas coercitivas de poder. El autor incluye entre estas “presiones externas”
la coerción intergubernamental, en este caso la aplicada por los gobiernos de
Alemania Occidental y Estados Unidos sobre Gran Bretaña. Harmon sostiene que el
gobierno norteamericano, bajo el control del Partido Republicano, ejerció una
fuerte presión sobre el gobierno británico, bajo control del Partido Laborista, para
que cambiara la orientación de su política económica. (De hecho, el laborismo se
convirtió en los años 80 en un partido de centro, no de izquierda). Estas presiones
no podían expresarse muy directamente por razones de soberanía nacional, pero sí a
través de una organización internacional supuestamente neutral como el FMI.
Especialmente, señala Harmon, el secretario estadounidense del Tesoro, William
Simón, creía que los países con déficit, como Gran Bretaña, estaban infringiendo un
“código de conducta” internacional que incluía, como conducta “responsable”, el
establecimiento de metas “realistas” en las políticas públicas, entendiéndose por
“realista” el reordenamiento de los objetivos sociales y el desvío de los recursos
hacia la inversión privada.
El uso del FMI como instrumento para provocar los cambios deseados en la
economía de un país soberano, junto con la amplia publicidad que rodeó al crédito
británico, “alentó la creencia de que un préstamo condicional stand-by del Fondo
era políticamente costoso y algo que había que evitar por todos los medios”
(Harmon 1997: 233). Así, el préstamo a Gran Bretaña contribuyó a la opinión
generalizada de que el FMI era la última de las entidades a las que los gobiernos
debían acudir en busca de financiación externa. Como resultado, desde 1977 los
servicios financieros del FMI han sido utilizados exclusivamente por países en
desarrollo y poscomunistas. Basándose en entrevistas, Harmon concluyó que el
duro tratamiento del FMI a esos países en desarrollo desesperados sólo sirvió para
aumentar la reticencia de los gobiernos del mundo industrializado a pedir ayuda al
Fondo, como sucedió con una posible solicitud de Francia en 1983. En resumen, a
partir de 1977 el FMI dejó de ser un instrumento de colaboración sobre tipos de
cambio y pagos, principalmente entre países industrializados, para convertirse en un
medio de control del Primer Mundo sobre la política económica del Tercer Mundo.
Sin embargo, como veremos con más detalle, incluso el término “control del Primer
Mundo” esconde una dominación más estricta y concentrada.
El otro cambio significativo en la posición del FMI se produjo como resultado de la
crisis petrolera de principios y mediados de los años 70. En 1973 la Organización
de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) aumentó el precio del crudo de 3,01 a
5,12 dólares por barril. Dos meses después subió nuevamente el precio, al
cuádruple del precio original. El coste de la energía para los países no productores,
ricos y pobres, aumentó notablemente, pero cada grupo reaccionó de manera
diferente. En general, con algunas excepciones que incluyeron a Gran Bretaña, los
países desarrollados tenían ingresos suficientes y divisas fuertes para soportar el
incremento del coste de la importación de petróleo, aunque no sin una inflación
significativa. Además, muchos países industrializados exportaban tecnología y
maquinaria a los países exportadores de petróleo, de modo que sus balanzas de
pagos no se vieron afectadas de manera drástica. En cambio, la mayoría de los
países en desarrollo no exportadores de petróleo carecían de una gran industria
tecnológica y no tenían forma de pagar sus importaciones de petróleo, de las cuales
dependían sus economías. Estas circunstancias provocaron un cambio radical en la
geografía de los pagos internacionales. Los países exportadores de petróleo
acumularon enormes excedentes en sus balanzas de pagos, mientras la mayoría de
los países no productores, en especial los del mundo en desarrollo, cayeron en un
enorme déficit. Aparentemente, era hora de que el FMI saliera al rescate.
Pero el déficit que afrontaban los países en desarrollo fue también una oportunidad
para las instituciones financieras privadas, en especial los bancos comerciales y de
inversión. Encabezados por Citicorp, un banco de Nueva York, los bancos
comenzaron a ofrecer créditos a gran escala a esos países a fines de la década de los
60. El volumen de los préstamos aumentó notablemente a mediados de los 70,
cuando los bancos comenzaron a reciclar los “petrodólares”, depositados en las
instituciones bancarias de Nueva York y Londres, en forma de créditos a gobiernos
del Tercer Mundo. Estas instituciones privadas se preocupaban menos por las
responsabilidades sociales y políticas relacionadas con los créditos que por los
intereses que cobraban. En general, los préstamos de los bancos iban dirigidos a
países de ingresos medios, en vías de industrialización, en los que se creía que se
podía hacer dinero fácilmente. Todo el proceso de los préstamos inflacionarios en
condiciones “blandas” o inexistentes provocó todavía más deuda, sin el crecimiento
económico necesario para pagar esos préstamos, mientras las importaciones
excesivas e innecesarias agrandaban el déficit nacionales. Los países en desarrollo
acumularon crecientemente nuevas deudas sólo para pagar los intereses de las
anteriores. En ese momento, las instituciones financieras occidentales
comprendieron que muchos deudores no estaban devolviendo sus préstamos. Los
principales bancos se asustaron y se negaron a prestar más. Los países en desarrollo
no podían ya obtener créditos para cubrir su déficit en la balanza de pagos. Por lo
tanto, aunque en un comienzo la acumulación de deudas pareció anunciar una
nueva reducción del poder del FMI y un aumento del poder directo de los bancos
privados, al final sucedió lo contrario, y el Fondo volvió a la palestra con nuevas
funciones y mayores facultades de control sobre países todavía más dependientes.
Bajo Johannes Witteveen como director gerente, el FMI decidió rápidamente que
debía desempeñar un papel dominante en el manejo de las situaciones financieras
derivadas de la crisis del petróleo. A principios de 1974 el FMI estableció
temporalmente un servicio financiero para el petróleo, financiado con créditos de
los países miembros, del que podían conseguir dinero los países del Tercer Mundo,
principalmente, para pagar el aumento de los precios del petróleo. Ese mismo año
de 1974, el FMI creó un servicio financiero ampliado para ofrecer asistencia a
medio plazo a dichos países y estableció asimismo un fondo fiduciario a partir de la
venta de sus tenencias de oro (que ya no fueron necesarias cuando los derechos
especiales de giro o DEG sustituyeron al metal) para ofrecer créditos a bajo interés
y largo, plazo a países de ingreso bajo. El FMI aumentó también los fondos bajo su
control mediante el incremento de las cuotas pagadas por los gobiernos nacionales
de 29.000 a 39.000 millones de DEG y el establecimiento de un servicio de
complementación financiera basado en más préstamos de los países miembros.
Entre 1972 y 1978 el FMI aprobó más de 100 acuerdos stand-by, algunos por
montos enormes y con plazos más largos. Esencialmente, el Fondo sobrevivió y
prosperó prestando fondos para superar la crisis mundial del petróleo y los
múltiples problemas de deuda asociados a ella, en especial la creciente deuda con
los bancos (una vez más, el banco de los banqueros). Sin embargo, el FMI no
otorgaba créditos de manera simple e incondicional a los países necesitados. Al
contrario, el grado de condicionalidad creció notablemente a medida que el énfasis
geográfico del Fondo se trasladaba del Primer Mundo al Tercero, y con la creación
del servicio ampliado del FMI para “dar asistencia a medio plazo a miembros con
problemas en la balanza de pagos resultantes de cambios económicos estructurales”
(IMF 1998a). Esto último significaba que los países podían disponer de un plazo
mayor para devolver los préstamos si prometían aplicar los significativos cambios
estructurales y económicos que, a criterio del FMI, garantizaban su capacidad de
reembolso.
Como hemos visto, los créditos del FMI han estado sujetos durante mucho tiempo a
condiciones de política económica. Pero el alcance de las condiciones se amplió
con las crisis producidas en varios países de Europa Occidental y cuando, en la
década de los 60, más países del Tercer Mundo se incorporaron a la institución. La
condicionalidad es un punto de tensión entre los gobiernos nacionales en particular
y todos los gobiernos miembros del FMI, y se basa en el poder de supervisión que
el artículo IV otorga al Fondo. A fines de los años 60 y en los 70, el FMI insistió
cada vez más en la adopción de “programas de estabilización” como prerrequisito
de acuerdos stand- by y otros. Cheryl Payer (1974: 33) esbozó el siguiente modelo
de programa de estabilización del FMI en aquel momento:
1. Abolición o liberalización de los controles de cambio e importaciones.
2. Devaluación de la moneda nacional.
3. Programas internos antiinflacionarios, a saber: a) control del crédito bancario y
aumento de las tasas de interés; b) reducción del déficit presupuestario mediante
recortes en el gasto público, aumento de impuestos y abolición de subvenciones; c)
controles al aumento de los salarios; y d) desmantelamiento de los controles de
precios.
4. Mayor apertura y mejor trato a la inversión extranjera privada.

Bajo la apariencia de la estabilización de la balanza de pagos en un país, el FMI se


inmiscuía en la “programación financiera” de las políticas monetaria, fiscal y otras
de los países solicitantes bajo el término general de “condicionalidad”, empleando
la facultad de supervisión que le otorgaba el artículo IV (podríamos agregar que
realmente extremando esa facultad, que originalmente se limitaba a los tipos de
cambio).
Debido a las quejas de países del Tercer Mundo por el “tratamiento especial”
otorgado a países del Primero (aunque ese tratamiento fue muy riguroso en el caso
del acuerdo stand-by de 1977 con Gran Bretaña), las facultades del FMI se
especificaron más exactamente en sus Directrices sobre la condicionalidad (IMF
1979). A cambio de la utilización de los recursos generales del FMI y de acuerdos
stand-by, se alentó a los miembros a “adoptar medidas correctivas [...] de acuerdo
con las políticas del Fondo”. El FMI debatió entonces programas de ajuste con los
miembros, incluso medidas correctivas, que permitieran a la institución aprobar un
acuerdo stand-by. Se acordó que “al ayudar a los miembros a diseñar programas de
ajuste, el Fondo prestará la debida atención a los objetivos sociales y políticos, las
prioridades económicas y las circunstancias de los miembros, incluidas las causas
de sus problemas de balanza de pagos”. Pero las Directrices también establecían
que el director gerente del FMI sólo recomendaría la aprobación cuando
considerase que el programa nacional de ajuste era coherente con las disposiciones
y políticas del Fondo y cuando creyera que el programa podría cumplirse
efectivamente. De hecho, se podía exigir la aplicación de “medidas correctivas” a
los países antes de la aprobación del acuerdo stand-by. Además, en 1978 se amplió
el alcance de las “consultas” anuales del FMI con los gobiernos miembros, tras una
segunda enmienda al Convenio constitutivo original. La supervisión de las prácticas
cambiarias se intensificó y se extendieron la “asistencia técnica” y la capacitación
de funcionarios en gestión económica y financiera (IMF 1979).
En resumen, a finales de la década de los 70 el FMI asumió mayores facultades de
control sobre las políticas económicas a largo plazo (ajuste estructural en lugar de
estabilización a corto plazo), mientras supuestamente continuaba prestando una
“debida atención a las prioridades y circunstancias de los miembros”.

La crisis de la deuda de los 80.


Tras aumentar a un ritmo de un 12% anual en los años 70, los precios de los
productos básicos cayeron bruscamente a principios de los años 80, provocando una
catástrofe en los países dependientes de la exportación de materias primas. Estos
países compensaron en parte la caída de su índice de comercio exterior pidiendo
más créditos al extranjero. En 1982, la deuda acumulada de los países en desarrollo
no productores de petróleo había aumentado a 600.000 millones de dólares (de
Vries 1986: 183). La crisis de la deuda se desencadenó en agosto de 1982, cuando
México anunció que no podría pagar sus préstamos en el plazo estipulado. Entre
1977 y 1981, México registró un crecimiento económico superior al 8% anual y un
notable aumento del empleo. Sin embargo, el crecimiento era precario porque el
país estaba azotado por la inflación y una deuda en rápido crecimiento,
principalmente en el sector público, controlado por el Partido Revolucionario
Institucional, el partido político dominante. Las tasas de interés internacionales
estaban en alza y México tenía cada vez más dificultades para obtener nuevos
créditos. Los inversores comenzaron a retirar fondos: entre 1979 y 1982 se fugaron
del país 55.000 millones de dólares en fondos de inversión (Grindle 1989: 192) y
las reservas se redujeron rápidamente. A mediados de 1982, la entrada de capital
casi había cesado. El sistema financiero internacional respondió con una “operación
de rescate de emergencia” en la que los bancos centrales de diez países
industrializados proporcionaron a México créditos a corto plazo, mientras el
gobierno negociaba una solución más duradera con el FMI. El Fondo aprobó
entonces un crédito condicionado a la aceptación de un programa de ajuste
estructural. El programa incluía una reducción del gasto y del déficit públicos, que
implicaba el recorte de subvenciones estatales a artículos de consumo básicos en un
momento en el que los salarios reales caían vertiginosamente (Grindle 1989).
Brasil fue el otro gran país implicado en la crisis de la deuda. El gobierno aplicó
como política de desarrollo la sustitución de las importaciones (es decir, la
producción nacional protegida por barreras arancelarias de mercancías antes
importadas), lo que generó entre 1968 y 1973 una tasa de crecimiento del 10%
anual (Cardoso y Fishlow 1989: 82). Pero, como tantos otros países en desarrollo,
Brasil pedía también muchos créditos, mientras el régimen militar construía
proyectos a gran escala en los sectores energéticos, del acero e infraestructura de
transporte (Altvater y Hübner 1987: 140) .Esto incrementó progresivamente la
dependencia del país respecto de la economía mundial y los mercados financieros.
A principios de la década de 1980, las tasas internacionales de interés aumentaron
mientras el mundo (en particular Estados Unidos, en 1980 y 1981-82) entraba en
recesión. Brasil no pudo conseguir préstamos adicionales, mientras los precios de
sus exportaciones cayeron significativamente. El gobierno anunció entonces una
moratoria en el pago de la deuda externa en 1982 y el FMI le impuso un programa
similar al de México. A su pesar, Brasil desanduvo entonces el camino del
crecimiento que había tomado y emprendió otro que le permitiera pagar su deuda.
El resultado fue la depreciación monetaria, la caída del salario real, el recorte de las
subvenciones estatales y la inestabilidad económica. La economía brasileña se
estancó. A mediados de los años 80, tres cuartas partes de los países
latinoamericanos y dos terceras partes de los africanos se hallaban bajo algún tipo
de supervisión del FMI y del Banco Mundial.
Los principales actores en la cuestión de la deuda eran el FMI, los bancos
occidentales y los gobiernos del Primer Mundo, en uno de los extremos de un
triángulo; los gobiernos de los países empobrecidos e importadores de petróleo en
otro; y la población de los países afectados, en el tercero. Preocupados
principalmente por el reembolso de sus préstamos, el FMI y los bancos
desarrollaron una difícil relación de apoyo mutuo. Los bancos necesitaban al FMI
para asegurarse el pago de los créditos, y el FMI podía ayudarlos mediante medidas
de estabilización y ajuste estructural, impuestas como condiciones de préstamos
con garantía estatal. A cambio de esta tarea esencial que las instituciones bancarias
privadas no podían cumplir, el FMI exigió que los bancos aportaran aún más dinero
para créditos internacionales. Esto volvió a reforzar el poder del FMI, al tiempo que
incrementaba las ganancias de los bancos (500 millones de dólares de ganancia en
México, 1.000 millones en Brasil), pero dejó a los países en desarrollo todavía más
endeudados (Chahoud 1987: 32). Al final, sin embargo, la población de los países
deudores pagó el precio con desempleo, recorte de servicios y precios más altos de
su cesta de la compra.
Otro aspecto de las diferentes condiciones de los años 80 fue el resurgimiento de la
especulación monetaria y otras formas de especulación financiera, que convirtieron
la deuda del Tercer Mundo en una oportunidad mercantil. En un intento por
asegurarse el reembolso parcial de sus créditos, los bancos comenzaron a venderlos.
Grandes empresas privadas adquirían los préstamos de países en desarrollo en el
mercado de “créditos usados” y recibían a cambio el valor del préstamo en la
moneda del país deudor, que luego invertían en ese país. Inversores privados
comenzaron a especular sobre el valor de las monedas y a invertir donde creían que
el beneficio podía ser mayor. La especulación financiera promovida por el mercado
de créditos usados desestabilizó más las economías no occidentales, que el FMI
debía supuestamente estabilizar. Al mismo tiempo (como parte de la
condicionalidad de los créditos) el FMI exigió que los gobiernos nacionales
garantizaran la estabilidad económica asumiendo también una mayor
responsabilidad en la capacidad de reembolso del sector privado de la economía,
incluso asumiendo créditos privados cuando fuera necesario. Por ejemplo, si los
bancos privados de Ecuador entraban en crisis, el gobierno ecuatoriano era
responsable de estabilizar la economía para que los inversores extranjeros no
perdieran dinero. La carga de la deuda fue transferida también de esta forma desde
los bancos del Primer Mundo a los bancos, gobiernos y pueblos del Tercero
(Chahoud 1987: 33).
La fórmula utilizada por las instituciones financieras para manejar la crisis de la
deuda se llamó “reescalonamiento”. Durante la primera fase de la crisis de la deuda,
de 1982 a 1985, la posibilidad de incumplimiento de los países en desarrollo se
combatió con nuevos préstamos concedidos por los bancos, el FMI y otros
prestamistas. Se suponía que los nuevos créditos del reescalonamiento darían un
respiro a los países endeudados para que pusieran en orden sus finanzas y re-
anudaran el pago de su deuda. Los países endeudados debían aplicar medidas de
ajuste patrocinadas por el FMI que incluían el aumento de impuestos y tarifas, la
devaluación de la moneda y, por lo general, una reducción del gasto público. No se
pensó en ajustes estructurales más drásticos porque se creyó que el problema
fundamental era la “falta de liquidez” temporal, es decir, la falta de activos, tales
como efectivo, disponibles de inmediato para, saldar obligaciones financieras. El
alivio de la deuda tomó la forma de reescalonamiento de pagos, a veces en
condiciones concesionarias (a bajos intereses), a veces sumado a nuevos préstamos.
Los gobiernos acreedores formaron en contacto con el FMI un comité para tratar
del alivio de la deuda, que fue organizado por el ministerio de Economía francés y
se conoció como el “Club de París”. El reiterado reescalonamiento de deudas por
parte de este comité llevó a los prestamistas oficiales a reconocer finalmente la
necesidad de una nueva estrategia.
Los esfuerzos de Estados Unidos por encontrar una respuesta adecuada al deterioro
de la situación de la deuda culminaron en octubre de 1985 en una propuesta de
James A. Baker III, secretario del Tesoro entre 1985 y 1988 bajo el gobierno de
Reagan, en lo que se conoció como el “Plan Baker”. Antes de anunciar su plan,
Baker convocó a una reunión a los principales ejecutivos del Chase Manhattan
Bank, el Citibank y el Bank of América, los mayores bancos norteamericanos, así
como al entonces presidente de la Reserva Federal, Paul A. Volcker (Rowe y
Henderson 1985: A14). Varios altos cargos del Tesoro y del departamento de
Estado, con el subsecretario del Tesoro (entre 1985 y 1987) Richard Darman a la
cabeza, habían trabajado en el plan durante meses, preocupados por la posible
explosión de las presiones sociales y políticas de la crisis de la deuda,
especialmente en América Latina.
La idea era que el FMI y el Banco Mundial unieran sus fuerzas para aumentar el
monto de los créditos disponibles de ambas instituciones y de los bancos. Pero los
créditos estarían condicionados a “mejoras políticas en el marco macroeconómico”
bajo programas de ajuste estructural (PAE). Dichas “mejoras” concordaban con las
ideas derechistas sobre las causas del crecimiento: mercados, privatización, des-
regulación de la empresa privada, reducción del déficit público, etc. La nueva
estrategia para gestionar la crisis de la deuda era básicamente la siguiente:
1. Los principales países deudores, unos 15 países de ingresos medios del Tercer
Mundo, que debían en total 437.000 millones de dólares a tipos de interés cercanos
al 10%, obtendrían 29.000 millones de dólares adicionales en tres años: 20.000
millones procedentes de bancos y del resto de organismos internacionales de
crédito, principalmente el FMI y el Banco Mundial.
2. Para obtener estos créditos, los países deudores deberían realizar “cambios
estructurales” que supuestamente fortalecerían sus economías y les permitirían
“crecer para salir de la deuda”. Estos cambios eran reformas orientadas hacia el
mercado más fundamentales que las anteriores, como la reducción de impuestos, la
privatización de empresas públicas, la reducción de barreras arancelarias y la
liberalización de las inversiones (lo que suponía un acceso sin trabas para los
inversores extranjeros).
3. Aunque el FMI seguía teniendo un papel central en la imposición de estos
cambios macroeconómicos, se consideraba en esencia un prestamista a corto plazo.
El Tesoro y el Departamento de Estado consideraron necesarias soluciones
“estructurales” a largo aplazo, y quisieron que el Banco Mundial se implicase más
en la “modernización” de las economías de los países deudores.
El FMI aceptó de inmediato el Plan Baker. Sin embargo, los bancos temían
conceder nuevos créditos sin garantías oficiales. Por lo tanto, los créditos
comerciales a países deudores de hecho disminuyeron tras el anuncio del Plan
Baker, mientras proseguían los préstamos oficiales del FMI y el Banco Mundial, así
como del gobierno japonés: entre finales de 1985 y finales de 1988 los créditos
netos del sector público a los países comprendidos en el Plan Baker ascendieron a
15.700 millones de dólares, mientras que los nuevos fondos de los bancos privados
sumaron 12.800 millones. Los pagos de intereses seguían siendo elevados; de
América Latina, por ejemplo, siguieron saliendo 30.000 millones de dólares al año.
Tres años después, la posición oficial era que el Plan Baker había fracasado y se
precisaban medidas más extremas para reducir la deuda.
En la década de los 80 los países deudores y los bancos acreedores realizaron
reiteradas rondas de reescalonamiento y reestructuración de deudas nacionales y
privadas. Esto llevó a amplios sectores de opinión, incluso dentro del ámbito
financiero y cuasioficial, a reconocer que algunos de los créditos nunca serían
reembolsados. Por ejemplo, el senador estadounidense Bill Bradle y (demócrata de
Nueva Jersey) sostuvo que los gobiernos latinoamericanos amigos de Estados
Unidos no podrían permanecer en el poder a menos que sus deudas fueran
reducidas o directamente canceladas, y que los nuevos créditos no serían de gran
ayuda porque se usarían en su mayor parte para pagar intereses vencidos. Cuando la
Administración republicana de George Bush (padre) asumió el gobierno en 1989, el
nuevo secretario del Tesoro, Nicholas Brady, anunció que la única forma de
resolver la crisis de la deuda era “alentar’' a los bancos a lanzar programas
“voluntarios” de reducción de deuda. Este plan era resultado del trabajo previo de
David Mulford, subsecretario del Tesoro para asuntos internacionales (Rowen
1989). Bajo lo que se conoció como el Plan Brady, los países aplicarían ajustes
estructurales orientados hacia el mercado, igual que bajo el Plan Baker, pero esta
vez a cambio de una reducción de la deuda de los bancos y a menudo de nuevos
préstamos concedidos por éstos y por organismos multilaterales de crédito (Blustein
y Rowen 1989). Por ejemplo, en el caso de México, un comité asesor integrado por
el gobierno y los representantes de unos 500 bancos negoció un “menú” de
opciones del que los bancos podían elegir para reducir (o aumentar) su exposición
al riesgo financiero: los créditos existentes podrían canjearse por bonos a 30 años
con un descuento del 35% en su valor nominal —es decir, reduciendo en esa
proporción la deuda de México—, aunque los tipos de interés serían algo superiores
a los del mercado para compensar a los prestamistas. También podrían canjearse
estos préstamos por bonos a 30 años a la par, es decir, sin descuento, con tipos de
interés inferiores a los del mercado, que reducirían efectivamente el servicio de la
deuda mexicana sobre esos préstamos; los bancos podrían otorgar también nuevos
créditos de hasta el 25% de la cantidad prestada a 1989 a las tasas de interés del
mercado. De hecho, los bancos, como acreedores, condonarían parte de la deuda a
cambio de mayores garantías de reembolso del resto (capital e intereses). Por
ejemplo, a cambio del perdón de parte de la deuda de México, el capital y los
intereses de los nuevos bonos recibidos por los bancos fueron titulizados
(respaldados) por bonos del Tesoro de Estados Unidos, que a su vez fueron
financiados por las instituciones financieras internacionales. El Banco Mundial y el
FMI proporcionarían 12.000 millones de dólares cada uno y el Banco Japonés de
Importaciones y Exportaciones unos 8.000 millones para titulización. También se
podían comprar y vender en los mercados financieros los que pasaron a llamarse
“bonos Brady”, a menudo con descuentos considerables. El Directorio ejecutivo del
FMI adoptó de inmediato la mayor parte del Plan Brady vinculando la reducción de
la deuda al ajuste estructural, y autoridades del Tesoro de Estados Unidos
presionaron inicialmente a los bancos acreedores escépticos para que realizaran
“acuerdos Brady”. En mayo de 1994, 18 países habían realizado ese tipo de
acuerdos, que condonaban 60.000 millones de dólares de deuda y cubrían unos
190.000 millones de dólares de activos bancarios. Un acuerdo Brady típico
perdonaba del 30% al 35% de la deuda de un país (Vásquez 1996). Detrás de este
frenesí de reescalonamiento y reducción de deudas, los gobiernos nacionales, en
especial Estados Unidos, concertados con frecuencia con el Club de París y el FMI,
ejercían fuertes presiones políticas. La principal preocupación de este grupo de
agentes era preservar el sistema bancario ante la posibilidad de un impago de
deudas impagables que ascendían a cientos de miles de millones de dólares.

Liberalización de las operaciones financieras internacionales.


Revisando el Convenio constitutivo original que determinaba el mandato del FMI,
observamos que, según el artículo I, párrafo IV, la institución debía “establecer un
sistema multilateral de pagos para las transacciones corrientes que se realicen entre
los países miembros”; según el artículo VI, los países miembros podían ejercer los
controles que consideraran necesarios para regular los movimientos internacionales
de capital, pero sin restringir los pagos por transacciones corrientes; y según el
artículo XXX, la jurisdicción del FMI comprendía los pagos por transacciones
corrientes, relacionados con el comercio exterior y con otras transacciones
corrientes, incluso servicios, y con los servicios bancarios y crediticios a corto
plazo, pero no las transacciones financieras, que son las que tienen como finalidad
efectuar transferencias de capital. En otras palabras, el FMI debía regular los
problemas financieros surgidos del comercio de bienes y servicios que aparecieran
en las cuentas corrientes de las balanzas de pagos de los países. Sin embargo, los
movimientos de capital privado a “mercados emergentes”, sin una relación directa
con el comercio, aumentaron rápidamente a principios de la década de los 90. Para
facilitar estos movimientos, los bancos internacionales y el Tesoro de Estados
Unidos impulsaron a los gobiernos la rápida apertura de todos los sectores de sus
mercados financieros a las inversiones extranjeras. En septiembre de 1996 el
Comité Interino del FMI solicitó al Directorio ejecutivo que estudiara una
modificación al Convenio constitutivo para solucionar los problemas resultantes del
aumento de los flujos internacionales de capital. En abril de 1997 el Comité
Interino decidió que el Convenio podía ser enmendado para que el FMI pudiera
promover “la liberalización ordenada de los movimientos de capital”. Esto suponía
la eliminación de normas nacionales sobre los mercados financieros en los países
miembros, así como de todas las restricciones al libre movimiento internacional de
capital y todo tipo de transacciones e instrumentos financieros: lo que el Fondo
llamó “un sistema abierto y liberal de movimientos de capital” (IMF Survey, 6 de
octubre de 1997: 291). De acuerdo con esto, la reunión conjunta del FMI y el
Banco Mundial de septiembre de 1997 en Hong Kong iba a otorgar al Directorio
ejecutivo el mandato para completar la modificación del Convenio constitutivo, de
modo que el FMI abriera y promoviera activamente la liberalización de las cuentas
financieras y ampliara su jurisdicción sobre los movimientos internacionales de
capital. Esto habría significado una extensión trascendental de los poderes
originales del FMI.
En ese momento, un ataque especulativo contra el baht, la moneda tailandesa,
lanzado el 2 de julio de 1997, la devaluó un 25% de la noche a la mañana. Le
siguieron otras oleadas especulativas contra las monedas de Indonesia, Filipinas y
Corea del Sur, que desembocaron en la crisis de Extremo Oriente. La quiebra de
bancos, el derrumbe de los PIB y el aumento del desempleo dejó a las “economías
milagro” tambaleando durante años. Aún fue peor para la causa del FMI el que se
considerase que la “liberalización financiera” previa había contribuido a la entrada
y salida de flujos masivos de capital especulativo en muchas de las economías de
Extremo Oriente. Joseph Stiglitz (2002a: 89, 99), por ejemplo, ha sostenido que la
liberalización de las cuentas financieras fue la causa particular más importante de la
crisis de Extremo Oriente, y que ésa fue la peor crisis desde la Gran Depresión. El
FMI había estado trabajando en Tailandia, urgiendo al gobierno a devaluar el baht o
abandonar su asociación con el dólar y dejarlo florar. El mismo día (2 de julio) en
que el gobierno cumplió con esas exigencias, el FMI alabó su “estrategia integral
para garantizar el ajuste macroeconómico y la estabilidad financiera” (la frase
habitual): mientras el baht se desplomaba, seguido por las monedas de casi todos
los demás países de Extremo Oriente que habían seguido consejos similares del
Fondo. Incluso The Wall Street Journal comentó al respecto: “El FMI provocó esta
crisis al urgir a los tailandeses a devaluar y luego fomentó el contagio al urgir a
todos los demás a hacer lo mismo. Ahora, Camdessus [director gerente del FMI] y
el secretario del Tesoro [de Estados Unidos] Robert Rubin quieren miles de
millones adicionales para tratar de arreglar el desastre” (The Wall Street Journal
1999: 120).
Para el FMI, en cambio, la crisis de Extremo Oriente se debió a las debilidades
internas de los sistemas financieros y de gobierno de los países afectados:
La supervisión insuficiente del sector financiero, junto con la evaluación y el
manejo inadecuado del riesgo financiero y el mantenimiento de tipos de cambio
relativamente fijos, llevaron a los bancos y las empresas a solicitar elevados
préstamos de capital internacional, en gran parte a corto plazo, extendidos en
divisas y sin cobertura. Con el tiempo, este influjo de capital extranjero tendió a
utilizarse para financiar inversiones de menor calidad.
Aunque la crisis fue provocada por las decisiones de gasto del sector privado y
financieras, se agravó por problemas de gobierno, principalmente por la
intervención estatal en el sector privado y la falta de transparencia en la
contabilidad empresarial y fiscal y en los datos financieros y económicos. La crisis
que estalló en Tailandia por una serie de ataques especulativos contra el baht se
contagió rápidamente a otras economías de la región que parecían vulnerables ante
la reducción de su competitividad tras la devaluación del baht, o que, a juicio de los
inversores, tenían problemas financieros o macroeconómicos similares. (IMF 1999)

El FMI afirma que restauró la confianza internacional “ayudando” a los tres países
más afectados por la crisis (Indonesia, Corea del Sur y Tailandia) a adoptar
programas de estabilización económica y reforma a cambio de un crédito de 26.000
millones de DEG (35.000 millones de dólares) y de préstamos adicionales de otras
fuentes por 77.0 millones de dólares. Posteriormente el FMI les impuso “reformas
integrales”, entre ellas el aumento de la participación extranjera en los sistemas
financieros nacionales, el incremento del poder del libre mercado y la ruptura de los
vínculos tradicionalmente estrechos entre empresas y gobiernos. Sin embargo,
fueron precisamente esos vínculos los que habían hecho posible la industrialización
de Extremo Oriente, mientras que la integración en los mercados financieros
internacionales fue, según muchos, la causa fundamental de la crisis. En todo caso,
las políticas del FMI en Extremo Oriente fueron criticadas tanto por progresistas
keynesianos como por neoliberales friedmanianos (véase McQuillan y Montgomery
1999) y, como resultado, la reputación del Fondo nunca se recuperó del todo,
incluso en círculos respetados por el Fondo. Ante nuevas crisis, el FMI siguió
recurriendo a los paquetes de rescate de emergencia, absorbiendo así, según los
críticos, las pérdidas causadas por decisiones erróneas de inversores del sector
privado.
Como resultado de la crisis de Extremo Oriente, el proyecto casi completo de
liberalización de las cuentas financieras se enfrentó a crecientes críticas. Pero el
FMI siguió defendiéndolo. Así, cuando se le preguntó a Michel Camdessus en
1998, mientras se agravaba la crisis en Asia, si la liberalización de las cuentas
financieras era después de todo algo tan bueno, y si el FMI era la institución
adecuada para supervisar los esfuerzos gubernamentales en ese sentido, su
respuesta fue: “Claramente, sí”. Todo estaba bien porque la teoría subyacente era la
correcta: el libre movimiento de capital ayudaba a canalizar los recursos hacia sus
usos más productivos y por tanto aumentaba el crecimiento y el bienestar
económicos a nivel nacional e internacional. Y el hecho de que se hubiera recurrido
al FMI para financiar problemas de balanza de pagos asociados con cuentas
financieras era una razón más para extender la jurisdicción del Fondo a esas
cuentas. Por lo tanto, según el director gerente, la liberalización de las cuentas
financieras debía ser “audaz en su visión, cauta en su aplicación”. Jagdish
Bhagwati, un destacado promotor del libre comercio, tiene una opinión diferente de
por qué el FMI persiste en sus esfuerzos por abrir los mercados financieros.
Bhagwati señaló que los bancos de inversión de Wall Street desean ser
completamente libres para colocar y retirar dinero de los distintos países, mientras
el Pondo se considera un prestamista de última instancia y el administrador de todo
el sistema de capitales:
Morgan Stanley y todas esas firmas gigantescas quieren acceder a otros mercados y
obtener fundamentalmente la convertibilidad por cuenta financiera para poder
operar en cualquier parte. Así como antes había un “complejo militar-industrial”,
hoy existe un complejo Wall Street-Tesoro. (Entrevista de 1997, en Wade y
Veneroso 1998:18-19).
Por tanto, la liberalización de las cuentas financieras sigue aún en el programa del
FMI. Para los críticos, esto demuestra que cuando el FMI comete un error, como
claramente lo cometió en Extremo Oriente según casi todos los expertos ajenos a la
institución, su respuesta consiste en pedir más poder, que incrementará su
capacidad para cometer errores aún más perjudiciales en el futuro.

Nueva crisis de la deuda en América Latina.


Con las políticas de libre mercado, los países latinoamericanos han crecido a un
ritmo inferior a un los años 70 y 80, cuando aplicaban políticas más
intervencionistas y proteccionistas. A fines de la década de los 90 y principios de la
siguiente, muchos países latinoamericanos entraron en una depresión económica a
raíz de los programas de estabilización y reestructuración impulsados por el FMI.
El caso más grave fue el de Argentina, cuya moneda, el peso, estaba fijada al dólar.
La sobrevaloración de las exportaciones redujo la competitividad internacional de
los productos argentinos, y la economía nacional sufrió una contracción importante
en 1998. La creciente carga de la deuda (128.000 millones de dólares), aunque no
era enorme en relación con el tamaño de su economía, se volvió insostenible
cuando las exportaciones comenzaron a caer. El temor al colapso financiero
provocó la salida de activos. Argentina recibió 13.700 millones de dólares del FMI
en los últimos días de la Administración de Bill Clinton, pero el gobierno entrante
de George W. Bush manifestó su reticencia a permitir nuevos rescates de
economías que consideraban fracasadas. Con ocasión de una nueva aproximación
del gobierno argentino al FMI, en agosto de 2001, para solicitar otro crédito, la
Administración Bush intentó utilizar la crisis financiera argentina para ensayar su
nuevo y escéptico enfoque hacia los rescates financieros, alejándose de la “postura
demasiado complaciente” del gobierno de Clinton. Cuando el secretario del Tesoro,
Paul O’Neill, y otros cargos del Tesoro norteamericano se reunieron con la
delegación argentina en Washington, la respuesta inicial fue la negativa a
comprometer más fondos. La siguiente descripción del New York Times sobre las
negociaciones posteriores ofrece una idea de las políticas de poder en juego:
Es común que Estados Unidos, el mayor accionista individual del Fondo, tenga una
participación importante en el diseño de un paquete de ayudas de emergencia para
un gran país en desarrollo. Pero varias personas implicadas en las conversaciones
afirmaron que el papel de la Administración en este caso fue especialmente
importante y que muchas sesiones nocturnas se realizaron en las oficinas del
Tesoro, no en la cercana sede del FMI. Los funcionarios de la Administración Bush
presionaron a un equipo encabezado por Daniel Marx, ministro de Economía
argentino, para que propusiera formas de reorganizar las finanzas nacionales y los
pagos de la deuda, de modo que el país pudiera sobrevivir sin nuevos créditos.
(Kahn 2001a)
En caso de un nuevo crédito, Estados Unidos y el FMI pretendían que Argentina
demostrara que el dinero duraría más allá del plazo habitual de tres años. O’Neill, el
secretario del Tesoro estadounidense, declaró: “Estamos trabajando para encontrar
una forma de crear una Argentina sostenible que no siga consumiendo el dinero de
los fontaneros y carpinteros de Estados Unidos, que ganan 50.000 dólares al año y
se preguntan qué diablos estamos haciendo con su dinero”. La Nación, uno de los
principales diarios de Buenos Aires, consideró esta declaración “ajena a cualquier
norma de respeto y protocolo”. Tras casi dos semanas de negociaciones, el FMI
anunció un paquete de emergencia de 8.000 millones de dólares para que Argentina
estabilizara su economía, de los que 5.000 millones se desembolsarían de inmediato
y los restantes 3.000 quedarían a la espera de un reescalonamiento del pago de la
deuda, según un enfoque nuevo y más enérgico (incluso favorable).
Otro elemento del paquete de ayuda era la habitual prescripción de disciplina fiscal
y reducción del gasto de los gobiernos central y provinciales. El gobierno argentino
congeló entonces las cuentas bancarias y se apropió de los fondos de pensiones para
obtener divisas con que pagar la deuda. En 2002 el nuevo ministro de Economía
anunció que Argentina ya no usaría sus menguadas reservas de divisas para
reembolsar los préstamos del FMI y que, aunque su gobierno esperaba llegar a un
nuevo acuerdo con el Fondo, no iba a “firmar ningún viejo acuerdo [...] ni a
renunciar a su política de asistencia social” (Rohter 2002b). Disturbios
generalizados, el colapso del gobierno y el caos económico provocaron aún más
cuestionamientos sobre la eficacia del FMI y la política financiera internacional de
Estados Unidos, así como de casi todos los grandes acuerdos financieros, incluidos
los de México, Tailandia, Indonesia, Corea del Sur, Rusia y Brasil.
Brasil había sido el país modelo de ortodoxia de libre mercado durante los ocho
años de presidencia de Fernando Henrique Cardoso, un antiguo teórico de la
dependencia. Pero las recomendaciones del FMI y del Banco Mundial para
reestructurar la economía brasileña sólo condujeron a un modesto crecimiento
económico del 3% al año y una deuda pública de 240.000 millones de dólares. En
la campaña presidencial de 2002, el candidato del izquierdista Partido de los
Trabajadores, Luiz Inácio Lula da Silva, prometió ayuda para los pobres y se
convirtió en el candidato favorito. Durante el verano de 2002 una crisis de
confianza de los inversores, el desplome de la moneda (que perdió en un mes el
20% de su valor) y la perspectiva de que un nuevo gobierno incumpliera el pago de
la deuda pública llevaron a una crisis financiera y a una solicitud urgente de un
crédito de 30.000 millones de dólares al FMI. La condicionalidad en este caso
consistió en que la mayor parte del préstamo (24.000 millones de dólares) sólo sería
desembolsada si el nuevo gobierno, cualquiera que fuese, cumplía ciertos objetivos
presupuestarios en un período de tres años, lo cual fue visto como una intromisión
en la soberanía de Brasil. The New York Times hizo el siguiente comentario sobre
la situación en América Latina: “La recomendación estándar del Fondo a los
clientes en crisis ha sido más austeridad, argumentando que la disciplina fiscal es
una condición previa para la prosperidad. Pero eso se traduce en un enorme
sufrimiento para millones de personas, fortalece a los críticos izquierdistas de las
economías de libre mercado y debilita a los gobiernos que han aplicado los cambios
requeridos por 'Washington” (Rohter 2002a: 3).
Todos los candidatos electorales brasileños, incluido Lula, se vieron forzados por la
situación financiera de crisis a aceptar las condiciones del FMI. El Tesoro de
Estados Unidos trató de tranquilizar a los inversores diciéndoles que, aunque el
Partido de los Trabajadores ganara las elecciones, Brasil saldría de la crisis. Sin
embargo, Wall Street pensaba de manera diferente. “Viendo los números, es difícil
imaginar cómo hacer que encajen”, comentó Larry Kantor, jefe de estrategia
monetaria mundial de J.P. Morgan Chase. “Los mercados deben imaginar lo peor”,
afirmó Rodrigo Azevedo, codirector de estudios sobre América Latina del Credit
Suisse First Boston en Sao Paulo. “Es evidente que los mercados no han estado
dispuestos a conceder a Brasil el beneficio de la duda” (Andrews 2002c: 6). El
problema es que los juicios de estos “analistas financieros” determinan la cantidad
de capital que fluye hacia Brasil, y esto (especialmente con la “apertura” exterior
del país bajo mandato del FMI) determina las cifras de crecimiento y empleo.
George Soros, implicado él mismo en las altas finanzas, afirmó: “El sistema se ha
derrumbado [...], No ofrece suficientes capitales a los países que los necesitan y
reúnen las condiciones para obtenerlos” (Andrews 2002c: 6). En referencia a la
amplia participación del FMI y los inversores internacionales en las elecciones
brasileñas, Soros afirmó: “En la antigua Roma sólo votaban los romanos. En el
capitalismo mundial moderno sólo votan los agentes financieros de Estados Unidos,
no los brasileños” (Semple 2002: A4). Los críticos contemplan en especial la
participación del FMI como una subversión dé la democracia por parte de una
institución autocrática convencida de que sabe más. Pero incluso esto podría ser
una valoración optimista, pues según continuaba diciendo The New York Times, la
Administración Bush “sigue sin tener una solución a largo plazo” al problema de la
contracción de las economías latinoamericanas; además, al preguntarle por qué los
países “rechazan cada vez más la receta mágica de la privatización, la reducción de
aranceles y el aumento de la inversión extranjera”, el secretario del Tesoro, Paul
O’Neill, respondió: “No tengo la menor idea” (Rohter 2002a: 3). Lo que O’Neill,
Bush y otros no podían revelar, o quizás no percibían, es que los mercados
financieros mandan por encima de la democracia política, en lugar de formar parte
de ella. En resumen, los casos de Argentina y Brasil, junto con la posibilidad de un
impago de la deuda en Uruguay, y problemas en Paraguay, Ecuador y Colombia,
reflejan una crisis sistémica en América Latina, causada por tal grado de fallo del
mercado que puede muy bien superar la capacidad de recuperación de la gestión
mundial.
La respuesta a esta crisis —debatida en las reuniones del FMI y el Banco Mundial
en septiembre de 2002 y entre los ministros de finanzas del Grupo de los Siete
países industrializados— fue un nuevo marco legal por el que los países que
padecían crisis financieras graves podían iniciar algo parecido a un procedimiento
de quiebra. Esta idea, sugerida ya por varios estudiosos, nunca había sido “tomada
en serio” o “adoptada públicamente” (como se dice en círculos internos) hasta que
Anne Krueger, primera subdirectora gerente del FMI, la volvió a presentar en
noviembre de 2001 bajo el nombre de Mecanismo de Reestructuración dé la Deuda
Soberana (MRDS). Krueger es una antigua profesora universitaria miembro de la
Hoover Institution, un gabinete de estudios conservador de Palo Alto, California. El
plan debía cubrir lo que llamó “un agujero abierto” en el sistema financiero
internacional, estableciendo un proceso formal de bancarrota para los países con
graves dificultades financieras, lo que les permitiría dejar de pagar la deuda
mientras negociaran con los banqueros y tenedores de bonos. El modelo de
propuesta se basaba en las leyes británicas de quiebra.
Según el nuevo plan, un país podría solicitar al Fondo el derecho a declararse en
quiebra y pedir una moratoria temporal para el reembolso de su deuda, durante la
cual podría renegociar un reescalonamiento o reestructuración con los acreedores
en un plazo de varios meses. Si la solicitud era aceptada, una mayoría de acreedores
podría decidir las condiciones para todos. Esto era necesario porque la mayoría de
los fondos privados prestados a los países en desarrollo más ricos procedía de
inversores en bonos. Cuando países sobre endeudados, como Perú, trataron de
reducir el pago a los acreedores, algunos tenedores de bonos presentaron demandas
judiciales en sus propios países, basadas en sus derechos contractuales a recibir el
pago completo del capital y los intereses. Los países también podían imponer
controles temporales a las divisas para impedir una rápida salida de los fondos
privados. El plan propuesto no ampliaba legalmente el poder del FMI, pero
implicaba la anulación de leyes vigentes en Estados Unidos que permitían a
cualquier tenedor de bonos exigir ante la justicia el pago completo en caso de
incumplimiento. La iniciativa se enfrentó a una fuerte oposición de Wall Street,
donde se pensó que pondría fin a la financiación de la deuda de los mercados
emergentes: banqueros y compañías de intermediación financiera advirtieron que
los inversores se retirarían de los países en desarrollo para no arriesgarse al
embargo de sus fondos en un procedimiento internacional de quiebra. Charles H.
Dallara, director gerente del Institute of International Finance (IIF), lo consideró
“una solución semejante a una bomba nuclear que puede perjudicar a sus propios
inventores”. El FMI, añadió, pretendía presentarse como un juez de quiebra aunque
era con frecuencia el mayor acreedor y buscaba proteger su propia cartera de
créditos. Los intereses de los inversores privados eran comparativamente menos
importantes. El gobierno de Estados Unidos también se mostró durante largo
tiempo hostil al MRDS, pero el colapso financiero argentino le dio un renovado
ímpetu y el nuevo plan encajó en el cambio de posición del gobierno Bush tras el
11 de septiembre de 2001, que pasó a ver los problemas de los países en desarrollo
no sólo como cuestiones económicas sino como parte de una estrategia nacional de
seguridad (Andrews 2002b). Y el personal del FMI, aunque al principio se oponía a
la idea, finalmente la aprobó al reconsiderar la respuesta a la crisis de la deuda de
América Latina. Con el apoyo de fuentes políticas y burocráticas, y en el contexto
de una crisis económica y política, el departamento del Tesoro de Estados Unidos y
los ministros de Hacienda de los otros países industrializados aprobaron el plan en
2002, pese a las objeciones de Wall Street (Blustein 2001; Andrews 2002b).

Protestas contra el Fondo.


Las políticas del FMI generan desde hace mucho tiempo protestas masivas y
violentas de millones de personas perjudicadas. Hasta mediados de la década de los
70, cuando la condicionalidad del FMI se convirtió en austeridad, la polémica sobre
el Fondo se limitaba a los enfrentamientos intergubernamentales, por ejemplo entre
Estados Unidos 7 Gran Bretaña, o entre países industrializados y en desarrollo, y a
disputas entre gobiernos y la institución, es decir, entre Tesoros y ministerios de
Hacienda por un lado y el Directorio ejecutivo, director gerente y personal del FMI
por otro. Pero el descontento popular aumentaba rápidamente, a medida que se
endurecían las condiciones impuestas a los países del Tercer Mundo. Las protestas
solían comenzar como “disturbios por alimentos” (por parte de personas que se
oponían a los repentinos incrementos del precio de los productos1 de alimentación)
dentro de “protestas de austeridad” más generales, es decir, por personas que
criticaban aspectos más amplios de una situación en deterioro, como los recortes
salariales y la eliminación de los subsidios estatales, condiciones impuestas por el
FMI a los gobiernos nacionales a cambio de créditos que éstos precisaban
desesperadamente.
El 8 de marzo de 1976, por ejemplo, trabajadores de la provincia argentina de
Córdoba iniciaron una huelga para protestar por la congelación de los salarios
durante 180 días. Algunas organizaciones empresariales nacionales protestaron
también contra la decisión del gobierno, cuya intención era cumplir las condiciones
del FMI de compensar el aumento del coste de las importaciones de petróleo
reduciendo la tasa de inflación y aumentar el ahorro para reducir la deuda externa
(The New York Times, 9 de marzo de 1976).
En enero de 1977 estallaron disturbios en Egipto cuando el gobierno decidió
eliminar las subvenciones a alimentos básicos (The New York Times, 21 de enero
de 1977). La medida fue promovida por el FMI, Estados Unidos, Arabia Saudí y
Kuwait para reducir el déficit de la balanza de pagos y el presupuesto egipcios.
Veinticuatro manifestantes murieron a consecuencia de la represión del ejército.
Finalmente, Arabia Saudí y Kuwait prestaron a Egipto 1.000 millones de dólares
para cubrir el déficit de la balanza de pagos y el gobierno restableció muchas de las
subvenciones (The New York Times, 6 de mayo de 1981).
El 1 de julio de 1981 la Confederación Democrática de Trabajadores de Casablanca
convocó una huelga general en protesta contra la decisión del gobierno marroquí de
eliminar las subvenciones a alimentos básicos, según insistía el FMI, como
condición para un crédito de 1.200 millones de dólares destinado a cubrir un déficit
en la balanza de pagos y reestructurar la deuda externa. La eliminación de las
subvenciones hizo aumentar el precio de la mantequilla un 76%, el de la harina de
trigo un 40%, el del azúcar un 37% y del aceite de cocinar un 28%. La huelga dio
lugar a disturbios de miles de jóvenes de las chabolas que rodean la ciudad. El
ejército y la policía dispararon contra la multitud y mataron a 66 personas, según el
gobierno, y a 637, en su mayoría niños y adolescentes, según el opositor
Movimiento Socialista (The New York Times, 4 de julio de 1981).
El 24 de abril de 1984 estallaron protestas de empresarios, trabajadores,
organizaciones de izquierda y jóvenes de la República Dominicana contra las
medidas de austeridad impuestas por el gobierno. Ateniéndose a las condiciones de
un préstamo del FMI, el gobierno había eliminado las subvenciones a los bienes
importados y forzado un incremento del 200% del precio de los medicamentos. Las
protestas se convirtieron en disturbios. La desmedida reacción de la policía y el
ejército dejó 50 muertos y 4.000 detenidos. Funcionarios dominicanos criticaron al
FMI por tratar de imponer sus políticas sin considerar la historia, la cultura y el
clima social específicos del país (The New York Times, 29 de abril de 1984).
Las protestas en Nigeria comenzaron en abril de 1988, como reacción por la
eliminación de las subvenciones a productos derivados del petróleo y han
continuado a lo largo de dos décadas. Lo que comenzó como una huelga de
trabajadores incluyó pronto un levantamiento estudiantil que trajo consigo el cierre
de varias universidades por largo tiempo. Los programas de ajuste estructural del
FMI afectaron no sólo a los precios del petróleo: también resultaron perjudicados
servicios sociales tales como la atención sanitaria, mientras desaparecían muchas
subvenciones estatales, incluso a alimentos básicos. Esto se sumó a una fuerte
devaluación de la moneda nacional.
En Venezuela, hasta entonces un bastión de estabilidad y democracia, las protestas
se consideraron una respuesta directa a los efectos desestabilizadores de los
programas de ajuste estructural. Venezuela era un país relativamente próspero,
exportador de petróleo, pero al final de la crisis de la deuda latinoamericana de los
años 80 había acumulado una deuda externa de 33.000 millones de dólares. Las
protestas se centraron en el incremento de los precios del petróleo como resultado
de la eliminación de los subsidios gubernamentales. En 1989 fueron muertos
cientos de manifestantes que protestaban por el aumento del billete de autobús
debido al incremento del precio del petróleo (The New York Times, 28 de febrero
de 1989). Al igual que en el caso de Nigeria, las medidas de austeridad impuestas
por el FMI incluían recortes sociales que agravaron las protestas. Como informó el
New York Times, “el presidente de Venezuela afirmó que decenas de personas
fueron muertas y cientos resultaron heridas en disturbios [...] a causa de las medidas
económicas impuestas por el gobierno para satisfacer a sus acreedores” (The New
York Times, 1 de marzo de 1989). Cuando el presidente anunció que Venezuela
podría tener que suspender el pago de la deuda para reprimir la violencia, Estados
Unidos le otorgó “un crédito de emergencia de 2.000 millones de dólares para
ayudarle a superar estos momentos de prueba” (The New York Times, 4 de marzo
de 1989).
En la primavera de 1998 estallaron violentos y masivos disturbios en Indonesia
como resultado directo de la reducción de los subsidios estatales por imposición del
FMI. Como en otras protestas contemporáneas, la oposición se concentró en la
reducción de las subvenciones al petróleo y los alimentos básicos. El colapso de la
moneda nacional, el paquete resultante de rescate internacional, los disturbios
masivos y la renuncia del presidente Suharto estuvieron estrechamente vinculados a
la intervención del FMI. La historia comenzó en 1998, cuando el FMI otorgó al
gobierno abiertamente corrupto de Suharto un paquete de créditos por 40.000
millones de dólares. A cambio, Suharto acordó imponer duras medidas de
austeridad. Un artículo del New York Times resumió así la situación: “Es el FMI
quien decidirá cuándo los indonesios han hecho lo suficiente para recibir el
siguiente desembolso de ayuda. Pero de hecho Estados Unidos tiene poder sobre
tales decisiones, por lo tanto las conversaciones con Indonesia han sido un delicado
baile a tres entre Suharto, los economistas y altos cargos del FMI, y autoridades
estadounidenses en Yakarta y Washington” (The New York Times, 25 de marzo de
1998). En mayo de ese año, un aumento del 70% en los precios del combustible y la
electricidad extendió las protestas (The New York Times, 6 y 16 de mayo de 1998).
Numerosos comercios fueron quemados y la tensión étnica creció por los ataques
de manifestantes a indonesios de origen chino. Cuando Suharto dimitió ese mismo
mes, habían muerto ya unas 12.0 personas (The New York Times, 6 de julio de
1998). “Altos cargos estadounidenses y del FMI concluyeron [...] que se habían
apresurado demasiado al insistir en romper los monopolios de alimentos y poner fin
a la subsidiación de artículos esenciales como el combustible. Aunque los subsidios
son costosos, pueden ser la única forma de impedir que el caos social se apodere del
país” (The New York Times, 25 de marzo de 1998). Aun así, concluyó un artículo
posterior, “funcionarios del Tesoro reconocieron hoy que Indonesia incumplió
algunas de las condiciones más importantes impuestas por el FMI a. cambio de un
paquete de rescate de 40.000 millones de dólares. Sin embargo, afirmaron, Estados
Unidos tiene previsto votar a favor de una reanudación gradual de la ayuda” (The
New York Times, 1 de mayo de 1998).
En general las protestas populares contra el FMI y los gobiernos nacionales siguen
pautas similares. Basados en el estudio de 146 “protestas de austeridad” en 39
países durante el período 1976-1992, John Walton y David Seddon (1994) llegaron
a las siguientes conclusiones. Definen las “protestas de austeridad” como “acciones
colectivas a gran escala, que incluyen manifestaciones políticas, huelgas generales
y disturbios, alentadas por agravios causados por las políticas gubernamentales de
liberalización económica que se aplican en respuesta a la crisis de la deuda y las
reformas del mercado [...] diseñadas y aplicadas por el Fondo Monetario
Internacional” (Walton y Seddon 1994: 39). Las protestas de austeridad, afirman,
suelen tener lugar bajo las siguientes condiciones: 1o) en circunstancias de rápida
urbanización y crecimiento repentino de la población; 2o) en lugares con una
historia reciente de vigoroso activismo político, organizado e institucionalizado a
través de sindicatos, organizaciones comunitarias, mezquitas, templos o iglesias;
3o) no ocurren en las zonas donde hay mayores carencias y sufrimientos; y 4o), lo
que es más importante, se producen cuando la gente cree que se ha cometido una
injusticia, y especialmente que se ha roto el “contrato social” entre la población y el
gobierno (Walton y Seddon 1994: 42-54). Los autores explican que “los países con
grandes poblaciones urbanas empobrecidas experimentan protestas cuando los
gobiernos imponen políticas con consecuencias sociales represivas de clase en
interés de la devolución de la deuda externa” (1994: 887). Los grupos más
drásticamente afectados son los trabajadores pobres, sectores de la clase media,
estudiantes y otros residentes urbanos. La eliminación de los subsidios
gubernamentales ordenada por el FMI provoca el aumento de los precios al
consumo que, sumado a la devaluación monetaria y los recortes salariales, causa
dificultades a los habitantes urbanos, lo que suele desembocar en protestas.
Según la explicación de Walton y Seddon, a las que agregamos algunas ideas
nuestras, muchos gobiernos del Tercer Mundo establecieron pactos sociales
implícitos con sus ciudadanos en las décadas de los 60 y 70. Varios países del
Tercer Mundo, en particular de América Latina, practicaron políticas de sustitución
de las importaciones para proteger a la industria nacional de la competencia
extranjera. Esta sustitución de las importaciones era promovida por una alianza
desarrollista entre agricultores comerciales, altos cargos públicos, capitalistas
industriales nacionales, comerciantes urbanos y las clases trabajadora y media de
las ciudades. La rápida urbanización a partir de los años 50 forzó a los gobiernos a
concentrarse en la satisfacción de las necesidades de los residentes urbanos para
evitar disturbios políticos constantes (Cardoso y Faletto 1977: 131). Mientras las
clases media y alta de las ciudades se beneficiaban directamente de la política de
sustitución de las importaciones, el resto de la población urbana, la clase
trabajadora y los pobres se incorporaron a la alianza desarrollista mediante
subsidios estatales a las necesidades básicas. El contrato social consistía en un
acuerdo implícito por el que los residentes urbanos ofrecían su lealtad política al
gobierno a cambio de esos subsidios. Pero el pacto entre los pobres urbanos y el
gobierno pasaron a depender cada vez más de los préstamos del exterior. Con la
recesión económica y el aumento de los precios del petróleo, en la década de los 70,
los créditos externos supusieron nuevas condiciones neoliberales. La desaparición
de las subvenciones a artículos básicos por orden del FMI provocó disturbios no
sólo por la amenaza del hambre sino porque el significado negociado o la
“historicidad” (Touraine 1988: 8) del progreso social se había roto y en su lugar
entró en vigor una nueva historicidad) originada en el FMI, que prohibía al Estado
cumplir con su parte del contrato social.
La legitimidad del gobierno de turno se basaba en la percepción popular de su
compromiso con el contrato social, principalmente con los precios de los artículos
de primera necesidad. Cuando el precio de los alimentos no está determinado ya por
el gobierno ni por la opinión pública, sino por el mercado, por mandato del FMI, el
precio deja de expresar un pacto social negociado y aparece como una connivencia
entre un gobierno que se muestra injusto, ilegítimo y autoritario y una distante
institución monetaria internacional. Un nuevo significado vino a definir el
desarrollo de una sociedad: el crecimiento económico desregulado, que beneficiaba
al capital extranjero y a los ya ricos. Esto implicaba que el dinero y el lucro se
habían vuelto más importantes que la vida de los pobres, y que los pobres y los
débiles de la sociedad eran sacrificados en aras del lucro. Este nuevo significado
simbólico provocó una revuelta contra los símbolos de la riqueza: bancos,
parlamentos, palacios presidenciales, agencias de viaje, automóviles extranjeros y
hoteles de lujo, que simbolizaban las fuerzas nacionales e internacionales que
estaban tras la desaparición de los subsidios, se transformaron en blanco de los
manifestantes (Walton y Seddon 1994: 43). Hay que añadir que numerosas
personas murieron durante las protestas contra los programas de austeridad
impulsados por el FMI: al menos decenas de miles, y quizás 100.000. Nunca se ha
calculado de manera precisa el número de personas fallecidas por los efectos
sociales y económicos de los programas de austeridad del FMI, por la creciente
incidencia del hambre y las reducciones concomitantes de los programas de salud,
aunque, según cálculos, seis millones de niños africanos, asiáticos y
latinoamericanos mueren cada año por los efectos del ajuste estructural (Budhoo
1994: 21-2).
Desde finales de los años 80 las manifestaciones, principalmente nacionales, contra
los programas de austeridad del FMI se transformaron en protestas internacionales.
La primera reunión anual del FMI y el Banco Mundial que soportó protestas
masivas fue la celebrada en Berlín occidental en la última semana de septiembre de
1988, la mayor reunión desde Bretton Woods, que convocó a 13.000 banqueros y
funcionarios de finanzas. Las protestas fueron organizadas por grupos opositores de
países ricos de Occidente y reunieron a decenas de miles de ciudadanos que no
pertenecían al Tercer Mundo. Se calcula que 20.000 manifestantes de distintos
movimientos de izquierda marcharon por la ciudad protestando “contra las políticas
económicas del FMI hacia los países en desarrollo” (The New York Times, 26 de
septiembre de 1988). El Congreso del Tercer Mundo, integrado por representantes
de países en desarrollo empobrecidos, lanzó una llamada a la cancelación de la
deuda mientras personas de diversos orígenes expresaban su preocupación por el
hambre mundial y la pobreza (The Guardian, 26 de septiembre de 1988). Como las
protestas tuvieron lugar en Europa Occidental, en el centro de un importante país
miembro del FMI, recibieron considerable atención de los medios.
Todas las reuniones posteriores se enfrentaron a pequeñas protestas hasta las
grandes manifestaciones de Seattle contra la OMC en 1999.
Desde entonces, todas las reuniones del FMI, el Banco Mundial, el G7 y el G8
(potencias económicas occidentales), y casi todas las demás “cumbres
económicas”, son blanco de protestas masivas.

Las ONG.
Varias organizaciones no gubernamentales (ONG) y grupos de protesta coordinaron
las recientes manifestaciones, entre ellas algunas creadas específicamente para
oponerse a las políticas del FMI y el Banco Mundial Jubilee 2000 (Jubileo 2000) es
un movimiento de base religiosa, con importante participación laica, que intenta
persuadir a los gobiernos para que reduzcan la deuda de los países más pobres del
mundo. Esta coalición nació en Gran Bretaña a principios de la década de los 90 y
actualmente cuenta con grupos de apoyo en 65 países. Según la Biblia (Levítico 25:
8-12), el concepto de jubileo significa que cada 50 años la tierra era devuelta a sus
dueños originarios, los esclavos eran liberados y había un perdón general de las
deudas. El año 2000 se consideró ideal para un jubileo. En la comunidad cristiana el
nuevo milenio marcó el 2000 aniversario del nacimiento de Cristo, y fuera de los
círculos religiosos el cambio de milenio fue un gran acontecimiento periodístico,
popular y cultural. Jubileo 2000 sostiene que los países más pobres del mundo
gastan más en el reembolso de su deuda externa que en la satisfacción de
necesidades humanas básicas tales como la atención sanitaria, el alcantarillado y la
educación. La coalición afirma que siete millones de niños mueren cada año a
consecuencia directa de la carga de la deuda. Por tanto reclamó una “cancelación
excepcional de las deudas impagables de los países más pobres del mundo para
finales del año 2000 en un proceso justo y transparente” (www.jubilee2000uk.org).
Debido a su sesgo bíblico, la coalición pudo transformar el perdón de la deuda en
una cuestión moral más que política, y esto amplió su base de apoyo: por ejemplo,
el Papa se convirtió en un ardiente defensor de la causa. Estados Unidos, Gran
Bretaña, Francia, Japón, Alemania e Italia aceptaron perdonar el 100% de la deuda
bilateral de los países más pobres. Sin embargo, gran parte de la reducción de la
deuda implicó complejos procedimientos y acuerdos previos. Los países deben
invertir el dinero ahorrado por la condonación de la deuda en servicios sociales y de
salud recortados en virtud de programas de ajuste estructural. Y aunque el perdón
de la deuda se prometió para el año 2000, sólo 20 países habían experimentado
cierta reducción de la deuda hasta ese momento. Jubileo 2000 no desapareció con el
nuevo milenio, sino que se transformó en una nueva organización: Jubileo Sur.
Jubileo Sur se define como una coalición cada vez más unida de grupos del Sur
integrantes de Jubileo 2000. “Venimos de África, América Latina, el Caribe, Asia y
el Pacífico, y estamos unidos en nuestro deseo de fortalecer y llevar más allá las
actuales campañas de Jubileo 2000 sobre la deuda gracias a la presencia y la
proyección de la visión y la voz de Jubileo Sur” (www.jubileesouth.org). La
coalición ha celebrado una serie de reuniones cumbre en países en desarrollo. En
una de ellas, organizada en Johannesburgo en 1999, representantes de 40 países en
desarrollo rechazaron la iniciativa de alivio de la deuda del FMI y el Banco
Mundial (PPME, véase el próximo apartado), aduciendo que la primera iniciativa
ofreció muy escaso alivio, y la segunda, lanzada en 1999, fue insuficiente. Jubileo
Sur rechaza también las iniciativas de reducción de la deuda por otras razones más
generales: legitiman una deuda que la coalición no acepta; encubren un “alivio para
los acreedores”; proporcionan a los países del Sur la oportunidad de acceder a más
créditos y acumular más deuda; y son meras versiones modificadas de anteriores
programas de ajuste estructural (South- South Summit Declaration 1999: 6). Jubileo
Sur exhorta a los gobiernos del Sur a repudiar sus deudas porque considera que sus
ciudadanos ya la han pagado con creces en forma de colonialismo y esclavitud.
Finalmente, Jubileo Sur exige que el Norte pague una compensación al Sur por el
dolor y el sufrimiento que le ha infligido históricamente.
En el 50° aniversario de la conferencia de Bretton Woods de 1944 surgió una
coalición de ONG, encabezada por la Alianza Internacional de los Ríos
(International River Alliance), llamada “50 Years is Enough” (50 años bastan). La
organización tiene sus raíces en movimientos anteriores. La Red de Nicaragua,
junto con otros “grupos de solidaridad” opuestos a la intervención militar de
Estados Unidos en América Central en los años 80, comenzó a centrarse más en la
opresión económica. Organizaciones religiosas que seguían los principios de la
doctrina social católica y grupos de misioneros como los maryknollersy otros
grupos de monjas y sacerdotes, comenzaron a criticar la nueva economía global y a
vincularla con la pobreza en el Sur. Estos grupos fueron importantes para “50 años
bastan” y Jubileo 2000. En las reuniones del FMI y el Banco Mundial celebradas en
Madrid en 1994, “50 años bastan” intentó contrarrestar lo que de otro modo hubiera
sido una respuesta positiva de los medios a la celebración del aniversario de la
creación de esos organismos. Cuando revisamos las informaciones de los medios
internacionales de 1994 hallamos pocas menciones a las manifestaciones que
tuvieron lugar en Madrid. En su lugar, las versiones de la prensa acerca de las
reacciones críticas a la conferencia se centraron en la coalición y su mensaje. De
unos 100 artículos periodísticos escritos en 1994 sobre el aniversario de Bretton
Woods que hemos revisado, una cuarta parte se referían a “50 años bastan”.
Aunque la intención original era que la alianza durara 18 meses, la pequeña
campaña de 36 ONG de 1994 es ahora “una coalición de 205 organizaciones
populares, religiosas, políticas, feministas, por la justicia económica y social,
juveniles, solidarias, sindicales y por el desarrollo, dedicadas a una transformación
profunda del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional”
(www.50years.org). A fines de los 90 la coalición elaboró materiales educativos y
organizó conferencias para activistas de todo el mundo y pequeñas reuniones
domésticas donde cinco o seis personas discutían sobre políticas y proyectos del
FMI y el Banco Mundial. Como resultado, los manifestantes adquirieron un
conocimiento más y más profundo incluso de aspectos arcanos de las políticas de
ambas instituciones, y la mayor con-ciencia pública sobre la pobreza en el mundo
en desarrollo y la crisis del sida incrementó la presión sobre los países
industrializados y sus representantes en el FMI.

Alivio de la deuda.
Debemos comprender el último giro político del FMI en el contexto de esta
creciente crítica. La cuestión del alivio de la deuda a los países pobres fue motivo
de indignación en los países industrializados. Como hemos visto, la opinión más
corriente, incluso en círculos conservadores, a fines de los años 80 era que el nivel
de la deuda resultaba insostenible y que era necesario algún tipo de alivio
organizado. Mientras la crisis de la deuda de los años 80 afectó principalmente a
países en desarrollo de ingresos medios, como México, Brasil y Argentina, en los
90 el énfasis del FMI en el tratamiento de la deuda se volcó en los países de
ingresos inferiores. Los préstamos a estos países muy pobres procedían
principalmente de fuentes oficiales, como los préstamos intergubernamentales,
créditos a la exportación, ayuda oficial al desarrollo y préstamos del FMI, el Banco
Mundial y los bancos regionales de desarrollo (Birdsall y Williamson 2002: 13-21).
En res-puesta a la amplia preocupación expresada por los países industrializados, y
en concierto con el Banco Mundial, el FMI lanzó en 1996 su iniciativa para los
Países Pobres Muy Endeudados (PPME o HIPC, por sus siglas en inglés, IMF
2000). La finalidad de esta iniciativa era manejar, e incluso “resolver”, en el
lenguaje optimista del FMI, los problemas de la deuda de los países pobres más
endeudados (originalmente 41 países, en su mayoría africanos), con una deuda total
de unos 200.000 millones de dólares. En estos países, las obligaciones de la
devolución de los intereses de la deuda consumían gran parte de los ingresos por
exportaciones. La mitad de los 615 millones de personas residentes en los PPME
vive con menos de un dólar al día. Según el FMI (2000), la iniciativa para los
PPME “busca una solución permanente a los problemas de la deuda de esos países,
combinando una reducción sustancial de la deuda con reformas políticas que
aumenten el crecimiento a largo plazo y reduzcan la pobreza”. Tras la adopción de
estas medidas, consideradas “correctas por la comunidad internacional”, se aliviaría
la deuda de esos países en 60.000 millones de dólares. El FMI describe de la
siguiente manera las diferentes etapas de un proceso de alivio de la deuda altamente
controlado:
Una vez que los países han demostrado su decisión de reducir los desequilibrios
macroeconómicos y adoptar políticas orientadas hacia un crecimiento sostenido,
normalmente durante un período de tres años, alcanzan el “punto de decisión”. En
esta etapa se evalúa la asistencia necesaria y se compromete el alivio apropiado,
incluida la reducción del volumen de la deuda. La totalidad de la reducción tiene
lugar tras un período adicional de aplicación de políticas económicas adecuadas, en
lo que se denomina el “punto de culminación”. (IMF 2000)
Como sólo siete países reunieron las condiciones para obtener ayuda en los
primeros tres años de funcionamiento del plan, la iniciativa para los PPME fue
“mejorada” en 1999 para ofrecer un alivio provisional entre los puntos de decisión
y culminación y reducir de inmediato el coste de la devolución de los intereses de la
deuda. La iniciativa mejorada vinculó más directamente el alivio de la deuda con la
reducción de la pobreza. Para poder beneficiarse de la iniciativa para los PPME u
obtener préstamos subvencionados del FMI o el Banco Mundial, los países deben
preparar estrategias de reducción de la pobreza con la participación de miembros de
la sociedad civil. Esto constituye un nuevo criterio del FMI y vale la pena
transcribir su descripción:
El nuevo enfoque se basa fundamentalmente en la identificación del país con las
estrategias de lucha contra la pobreza. Los préstamos del FMI [y de la AID, la
ventanilla concesionaria del Banco Mundial] se basan en un Documento de
Estrategia de Lucha contra la Pobreza (DELP) preparado por el propio país
prestatario. En la preparación de los DELP, que son formulados por el gobierno,
participan activamente la sociedad civil, las ONG, los donantes y las instituciones
internacionales. Los DELP, que se generan localmente, tienen por finalidad
producir nuevas ideas acerca de las estrategias y las medidas que se necesitan para
lograr un crecimiento compartido y alcanzar las metas de reducción de la pobreza y
a la vez generar la identificación nacional y el compromiso necesarios para alcanzar
esos objetivos. A continuación el DELP puede ser adoptado por las Juntas del FMI
y del Banco Mundial y constituir la base de los préstamos subvencionados y del
alivio de la deuda otorgada en el marco de la iniciativa para los PPME. Los
donantes, entre ellos el FMI y el Banco Mundial, proporcionan asesoramiento y
aportan su experiencia, pero la estrategia y las políticas deben surgir de un debate
nacional en el que se escuche especialmente la voz de los propios pobres. Como se
requiere un año o más para preparar un DELP, y muchos países pobres necesitan de
inmediato la asistencia concesionaria del FMI y del Banco Mundial, si se hubiera
esperado a que se ultimaran los DELP se habría interrumpido el flujo de los
recursos subvencionados. En consecuencia, se anima a los países a que preparen un
DELP provisional, utilizando los datos, los planes y las políticas existentes, para
que guíe los esfuerzos durante la fase de preparación del DELP definitivo. (IMF
2000)
Durante el primer año tras la mejora de la iniciativa se comprometieron 10.000
millones de dólares para el alivio de la deuda de 10 países; y en 2001, 22 países, 18
de ellos africanos, habían cumplido los requisitos para beneficiarse del plan.
Supuestamente, esto iba a reducir en dos tercios la deuda externa de esos países. Sin
embargo, la deuda de los países en desarrollo (incluida la de los países de ingresos
medios) continuó aumentando de medio billón de dólares en 1980 a un billón en
1985 y a dos billones en 2000. Y la deuda de los 41 países que el FMI considera
PPME (los de menores ingresos) aumentó en total de 60.000 millones de dólares en
1980 a 105.000 millones en 1985, 190.000 millones en 1990 y 205.000 millones en
2000 (IMF 2000).
Como resultado de la crítica creciente, el FMI emprendió una serie de evaluaciones
internas de sus acciones y políticas y en 2001 estableció una Oficina de Evaluación
Independiente (OEI) con el fin de “mejorar la eficacia del FMI profundizando su
cultura de aprendizaje y permitiéndole asimilar mejor las lecciones para mejorar su
trabajo futuro”. Más sorprendente aún: el FMI anunció evaluaciones externas de sus
procedimientos y políticas tras una reunión de su Directorio ejecutivo en 1996. En
1998 cuatro “expertos independientes” realizaron una evaluación externa del
Servicio Reforzado de Ajuste Estructural del FMI. Los expertos eran economistas
del Instituto de Harvard para el Desarrollo Internacional, la Universidad de Oxford
y la Universidad Libre de Amsterdam. Aplicaron el método de estudio de casos,
revisando documentos del FMI, y visitaron también ocho países de África, Asia y
América Latina, donde hablaron con funcionarios de los gobiernos, ONG, líderes
sindicales y trabajadores acerca del compromiso, la gobernanza y el impacto social
de los programas de ajuste estructural. Los evaluadores se encontraron con una
admisión generalizada de la necesidad de reformas del tipo propuesto por el FMI, y
con preocupación, tanto porque los programas debían basarse en el consenso y el
compromiso nacional como forma de asegurar su sostenibilidad, como por la
pérdida de control sobre la fijación de la agenda política y el proceso de
negociación.
Por tanto, recomendaron formar equipos de gestión económica que incluyeran no
sólo al ministro de Hacienda del país afectado sino a otros miembros del gabinete, y
celebrar asimismo conferencias nacionales para debatir abiertamente los objetivos y
métodos de los programas entre distintos sectores de la población, incluidas las
Organizaciones de la sociedad civil. En lo relativo al impacto social, los expertos
hallaron que el ajuste implicaba habitualmente grandes cambios en la sociedad,
incluso modificaciones notorias en los precios relativos y la redistribución del
ingreso, que aumentaban el padecimiento de los pobres. Lo que llamaron “impacto
distributivo” podía identificarse antes de la aplicación de los programas. Así pues,
recomendaron un análisis explícito del efecto distributivo de los programas, algo
que no se había realizado de manera suficiente, y la vigilancia de los cambios en el
ingreso, utilizando la experiencia del Banco Mundial en ausencia de conocimientos
adecuados del FMI sobre tales asuntos. Finalmente, consideraron que el Servicio
Reforzado de Ajuste Estructural debía mantenerse tras la estabilización de los
países, como señal de la existencia de un clima económico que los inversores
pudieran tomar en serio. En muchos de los países que visitaron, los evaluadores
hallaron también una percepción pública desfavorable del FMI que podría disuadir
a los gobiernos a tratar con el Fondo debido a los costes políticos que implicaba.
Asimismo consideraron importante que el FMI interactuara “más y mejor con las
personas en esos países, para que comprendan lo que hace el Fondo” (IMF 1998b).
El Directorio ejecutivo declaró que recibió las propuestas con beneplácito.
Como resultado de estas y otras presiones, el FMI cambió en 1999 el nombre de
Servicio Reforzado de Ajuste Estructural por Servicio para el Crecimiento y la
Lucha contra la Pobreza (SCLP). Este servicio, disponible para 80 países de
ingresos bajos, proporciona préstamos a 10 años a una tasa de interés anual del
0,5%. Según el FMI, la nueva versión del servicio logra esencialmente dos cosas:
introduce la reducción de la pobreza en el ajuste estructural y promueve una mayor
participación del país en los programas económicos que acompañan a los créditos.
Bajo el SCLP se supone que la condicionalidad es más selectiva e insiste más en el
impacto social de las medidas y en la “gobernanza”. Este concepto incluye la
obligación de rendir cuentas sobre la gestión de los recursos públicos, presupuestos
más favorables a los pobres y crecimiento, y más flexibilidad en los objetivos
presupuestarios. El Plan de Acción para la Erradicación de la Pobreza en Uganda,
lanzado en 1997 (IMF 1997), es el caso modelo. El FMI lo describió como un plan
que transformaría al país en “una economía moderna en la que los ciudadanos de
todos los sectores puedan compartir el crecimiento económico”.
¿Tenemos entonces un nuevo FMI, que ha aprendido de sus muchos críticos y ha
cambiado su posición desde el ajuste estructural neoliberal hasta la reducción de la
pobreza, utilizando medidas propuestas por organizaciones de la sociedad civil en
auténticos debates nacionales? La respuesta dependerá de cómo funcione el nuevo
modelo en la práctica, no de los comunicados de prensa del FMI. En general el
Fondo opina que “los programas del SCLP han tenido un comienzo prometedor”
(IMF 2002c). Finance &Development, una publicación del FMI, solicitó a cinco
participantes en la preparación de un Documento de Estrategia de Lucha contra la
Pobreza de Bolivia su opinión sobre lo que funcionó y lo que no. El ministro y el
funcionario más implicados, así como el representante del FMI en Bolivia,
opinaron que el programa había incrementado la participación pública en la
formación de las políticas económicas. Pero un observador independiente, Juan
Carlos Núñez, de la comisión episcopal Pastoral Social, discrepó. Si bien reconoció
que la iniciativa ofrecía a la sociedad civil una oportunidad de diálogo y debate,
donde los principales agentes —los muy pobres— podían hacerse oír y realizar
propuestas sobre la preparación del documento de estrategia, observó lo siguiente:
[El plan] se basaba en tres proyectos: social, económico y político. Los pobres
podían participar en cierto grado en el proyecto social pero no en los otros dos,
aunque una verdadera lucha contra la pobreza debe incluir ciertos cambios en las
estructuras política y económica. La metodología del diálogo era controlada y
cerrada y no permitía tratar las cuestiones macroeconómicas. Los actores invitados,
en especial en las mesas redondas municipales, no eran muy pobres; de hecho,
pertenecían al sistema político. Los principales líderes políticos no asistieron y la
anunciada cumbre política no tuvo lugar. (IMF 2002d)
Por lo tanto, hubo diferencias de opinión incluso dentro del FMI (casi pueden
escucharse las expresiones de sorpresa de los responsables de Finance &
Developmení).
Fuera del FMI, varios estudios han analizado críticamente las nuevas iniciativas. El
Movimiento Mundial por el Desarrollo (World Development Movement), con sede
en Londres, realizó un extenso estudio de cuatro DELP y doce documentos
provisionales, así como de comentarios de grupos de la sociedad civil de numerosos
países en desarrollo. El informe concluye que esos grupos están insatisfechos con el
grado de participación pública en la elaboración de los documentos de estrategia.
Sostiene además que el contenido político de las nuevas estrategias no constituye
un cambio respecto al pasado. Aunque el discurso pueda centrarse más en la
pobreza, las políticas reales no conducen claramente a reducirla. En cambio, las
estrategias se siguen centrando en el crecimiento económico, sin ocuparse en
general de cómo redistribuir ese crecimiento entre los pobres. De hecho, los
elementos macroeconómicos centrales han cambiado poco respecto a los viejos
programas de ajuste estructural porque siguen apegados a la privatización, la
liberalización y la reducción del Estado (Marshall y Woodroffe 2001).
Asimismo, un estudio detallado de varios DELP en Camerún, Honduras, Nicaragua
y Mozambique (Knoke y Morazan 2002) concluyó que esos documentos están
estructurados por la condicionalidad macroeconómica estándar, según la cual las
mejoras económicas tardan j en llegar a los pobres. El estudio señala que muchas de
las condiciones de ajuste estructural, como la privatización, la liberalización del
comercio y la política fiscal, contradicen los puntos de reducción de la pobreza del
programa. Además, la versión participativa de la elaboración de los DELP creada
por el FMI no tiene en cuenta las diferentes concepciones de distintos intereses,
algunos de los cuales, los más poderosos, tienen más oportunidades para imponer
sus ideas. Por lo tanto, concluye el estudio, los DELP han generado un proceso de
consulta, no de participación real.
Otro estudio del caso de Uganda, el país considerado por el FMI como un modelo
de gobernanza participativa, transparencia y crecimiento económico, concluyó que
las políticas que condicionaron los créditos “fueron determinadas por
representantes del FMI y el Banco Mundial en consulta con pequeños equipos del
Ministerio de Hacienda y el Banco Central” de Uganda (Nyamugasira y Rowden
2002: 5). Los nuevos programas no tuvieron en cuenta las críticas anteriores dentro
del FMI y el Banco Mundial sobre los fallos del ajuste estructural. Según los
autores del informe, el caso de Uganda confirma la idea de que el FMI y el Banco
Mundial se limitaron a presentar con una envoltura nueva las políticas de ajuste
estructural del pasado en un nuevo programa de reducción de la pobreza.

Evaluación del FMI.


El poder del FMI procede de su control directo e indirecto sobre la concesión de
préstamos a gobiernos que experimentan crisis en la balanza de pagos o tienen
dificultades para pagar los intereses o el principal de su deuda externa. La
institución ejerce ese poder gracias a las condiciones especificadas en los
programas de estabilización y ajuste impuestos a cambio de la concesión de los
créditos que esos países precisan desesperadamente. Desde mediados de los años 70
por lo menos la condicionalidad ha estado basada en una versión de la economía
neoclásica que denominamos “neoliberal”: un resurgimiento del liberalismo del
siglo XIX que se opone al intervencionismo keynesiano y hace hincapié en la
privatización, la desregulación y otras medidas políticas antiestatales. Según el
historiador oficial del FMI; James M. Boughton (2002), la creciente tendencia al
libre mercado en las condiciones de los créditos forma parte de una “revolución
silenciosa” en la política económica: un giro sutil pero finalmente claro hacia
políticas “más cooperativas, orientadas más que antes hacia el exterior y el
mercado”. En este punto, el historiador se extiende en las declaraciones de Michel
Camdessus, que fue director gerente del FMI, sobre una “revolución silenciosa”. En
las reuniones anuales de las Juntas de gobernadores del FMI y del Banco Mundial
de 1989, Camdessus afirmó (1989) que los países estaban tomando finalmente la
“dolorosa decisión” de “fortalecer” sus políticas económicas y llevar a cabo
programas de ajuste orientados al crecimiento con el apoyo financie-ro del FMI,
tras resistirse a las recomendaciones del Fondo o modificar sus políticas lo mínimo
necesario para obtener la ayuda financiera. Estos países estaban adoptando políticas
orientadas hacia el mercado y la exportación. Según Camdessus, en muchas partes
del mundo se estaban superando gradualmente las antiguas divisiones ideológicas
entre partidarios de la libre empresa y partidarios de dar a las empresas públicas una
función esencial en el desarrollo, y entre partidarios de precios abiertos y unificados
de mercado y partidarios de amplios controles estatales, en favor de las medidas
económicas liberales. Consideraba en especial que la filosofía económica y la
actitud dominante hacia la planificación de la política económica habían cambiado
drásticamente en la década de los 80. Según la economía neoclásica, que pasó a
dominar la opinión económica en esa década, el Estado sólo debía ejercer una
función indirecta como guía de la economía, creando las condiciones para un
crecimiento sostenible, pero no asumir una responsabilidad directa como garantía
del pleno empleo o de altas tasas de crecimiento económico. Pocos gobiernos
habrían adoptado esa posición en los años 70 pero muchos lo hicieron a finales de
los 80. En esa “revolución silenciosa”, gobiernos de todo el mundo reconocieron la
superioridad de la libre empresa, al estilo del FMI.
¿En qué se basó ese “reconocimiento”? ¿Y quién lo llevó a cabo? Según el
razonamiento económico convencional, los argumentos para la aceptación general
de las medidas políticas, junto con sus fundamentos teóricos político-económicos,
tienen una base funcional-realista: que esas políticas económicas funcionan bien en
el sentido de que producen resultados, por lo general altas tasas de crecimiento
económico, pero también otras variables macroeconómicas, como bajas tasas de
inflación o excedentes en la balanza de pagos. Cualquier afirmación de que la
planificación de la política económica se ajusta, sin más, a la mejor ciencia
económica, probado por la experiencia, es vulnerable ante interpretaciones
contrarias de esos datos. Por lo tanto, podemos analizar algunos estudios que han
investigado realmente los efectos de las políticas económicas del FMI sobre las
economías nacionales.
En este punto nos atenemos a investigaciones tradicionales, incluso conservadoras,
algunas del propio FMI. Una investigación de Mohsin Khan (1990) basada en 16
estudios sobre cómo afectaron los programas respaldados por el FMI a las
características macroeconómicas de países sujetos a condicionalidad, llegó a la
siguiente conclusión: siete de los 16 estudios mostraron efectos favorables sobre la
balanza de pagos, cuatro no revelaron ningún efecto, tres mostraron un efecto
perjudicial y tres no permitieron llegar a una conclusión; cinco revelaron efectos
beneficiosos sobre la cuenta corriente, cinco no mostraron ningún efecto, dos
revelaron efectos desfavorables y cuatro no permitieron llegar a una conclusión;
dos mostraron efectos favorables sobre la inflación, cuatro no revelaron ningún
efecto y diez mostraron efectos perjudiciales; cuatro revelaron efectos beneficiosos
sobre el crecimiento, cinco no mostraron ningún efecto y siete mostraron efectos
perjudiciales. En general el estudio de Khan demuestra que la condicionalidad del
FMI puede influir favorablemente sobre la balanza de pagos y la cuenta corriente,
sus objetivos inmediatos, pero tiende a afectar negativamente a la inflación y el
crecimiento, aspectos de la economía que tienen efectos a más largo plazo sobre la
población. Como señaló Khan (1990: 222), “sobre la base de los estudios
existentes, no se puede saber si la adopción de programas respaldados por el Fondo
mejora los indicadores de inflación y crecimiento. De hecho vemos a menudo que
los programas están asociados a un aumento de la inflación y a una caída de la tasa
de crecimiento".
En una evaluación de la conservadora Heritage Foundation, Johnson y Schaefer
(1999: 54) concluyeron que “48 de los 49 países menos desarrollados que
recibieron dinero del FMI entre 1965 y 1995 no están mejor económicamente que
antes; 32 de esos 48 países son más pobres que antes, y 14 tienen economías al
menos un 15% más reducidas que antes de su primer crédito o compra al FMI”. Los
autores concluyeron que los préstamos del FMI crean más dependencia a largo
plazo (de más y más créditos) que la ayuda que proporcionan a corto plazo, que no
han mejorado las economías de los países menos desarrollados y que en muchos
casos las ha perjudicado.
Según un importante estudio de la Conferencia de las Naciones Unidas para el
Comercio y el Desarrollo (UNCTAD) sobre 48 países menos desarrollados, el
Servicio de Ajuste Estructural del FMI, lanzado en 1986 y ampliado en 1987 bajo
el nombre de Servicio Reforzado de Ajuste Estructural (SRAE), se transformó en el
principal factor determinante de la política económica nacional de los países
pobres:
La importancia de los préstamos del SRAE radicaba menos en la cantidad de los
fondos ofrecidos que en el acceso que un acuerdo con el FMI proporcionaba a otros
recursos oficiales. Sin un acuerdo del SRAE del FMI era imposible obtener un
reescalonamiento de la deuda en el Club de París. Además, un programa del SRAE
era con frecuencia una condición previa para que los países de ingresos bajos
recibieran donaciones y préstamos de donantes bilaterales y fondos de otras
instituciones financieras internacionales. Así, los programas respaldados por el
SRAE modelaron el cambio de políticas económicas en los países menos
desarrollados y actuaron también como marco para obtener fondos subvencionados
y alivio de la deuda en la década de los 90. (UNCTAD 2000: 101)
En consecuencia, los países en desarrollo pasan por reiterados ajustes estructurales
del FMI que provocan profundos cambios políticos en materia de desregulación de
precios y mercados, liberalización del comercio y reforma de los regímenes
cambiarlos y las tasas de interés. ¿Cuáles son, entonces, los resultados para los
países en cuestión? El estudio de la UNCTAD (2000: 108) señala lo siguiente: “El
PIB promedio real por habitante disminuyó un 1,4% anual en los tres años
anteriores al inicio de los programas, se estancó en los tres años posteriores y cayó
un 1,1% en los tres años siguientes”. Al mismo tiempo, el endeudamiento creció
hasta niveles insostenibles. La UNCTAD (2000: 110) concluye: “La eficacia de las
reformas económicas, de la que dependen tantas vidas y medios de vida, es y debe
seguir siendo un acto de fe”.

Cuestionando la fe.
En nuestra opinión, el FMI se adhiere al pensamiento económico neoliberal y emite
prescripciones políticas basadas en una fe, no en hechos probados científicamente.
La pregunta principal es por qué y cómo se ha adoptado determinada creencia y por
qué sigue aceptándose como una cuestión de fe. Y esta pregunta plantea las
cuestiones de poder, intereses, hegemonía y discurso que detallamos en el capítulo
1. Nuestra investigación histórica del FMI indica que Estados Unidos,
principalmente a través del departamento del Tesoro, ha tenido siempre un interés
dominante en el FMI, aunque no el control absoluto, claramente en lo relativo a
personal y fondos pero también respecto a la elaboración de las políticas
económicas. A mediados de los 70, y nuevamente a comienzos y mediados de los
80, Estados Unidos ejerció su dominio con especial intensidad, amenazando con
retirar su apoyo financiero en tiempos de vacas flacas. El dominio norteamericano
se manifestó en una revisión de la postura del Fondo. Los créditos y el perdón de la
deuda se condicionaron a la adopción de lo que pronto se transformó en una serie
estándar de medidas, que se basaban en un criterio político sobre el funcionamiento
de las economías “de éxito” y en especial (tras el Plan Baker) sobre su crecimiento.
Esta postura político-económica fue propagada vigorosamente por un Partido
Republicano cada vez más escorado a la derecha, hecho simbolizado por la elección
de Ronald Reagan.
Al mismo tiempo, las condiciones económicas en la década de los 70, en especial la
combinación de estancamiento (baja tasa de crecimiento y alto desempleo) e
inflación (incremento sostenido de los precios que reduce el poder adquisitivo de
una moneda nacional), o “estanflación”, como dio en llamarse, fue interpretada por
muchos economistas convencionales (neoclásicos) como un fracaso de la economía
keynesiana. En las instituciones de gobierno económico mundial, estudiosos y
burócratas volvieron a tomar en serio a los economistas que reclamaban un retorno
a las raíces clásicas y neoclásicas del pensamiento económico como base científica
de la planificación de la política económica.
De este modo convergieron por un lado las perspectivas políticas y económicas de
círculos derechistas estadounidenses en particular, resumidas en la frase de Reagan
“la magia del mercado”, y, por otro, de la cultura económica neoclásica “científica”
del FMI. Esta convergencia estableció desde entonces la posición fundamental de la
institución, esencialmente neoliberal. El dogma principal de la economía neoliberal
es la eficiencia del mercado, del mercado desregulado según el pensamiento
extremista hayekiano-friedmaniano. Sin embargo, la aplicación estricta de este
principio significaría el fin del FMI, cómo señaló Milton Friedman (1999):
“Necesitamos un gobierno tanto nacional como internacional para dejar paso al
mercado y darle libertad”. Por lo tanto, el FMI tuvo que sintetizar aspectos de la
regulación keynesiana con las exigencias neoliberales de desregulación. Esta
contradicción se resolvió mediante la supervisión de la desregulación de las
economías nacionales por las instituciones de gobierno mundial. Esto implicaba
una transferencia de poder al nivel institucional global, dentro de unas relaciones
geoeconómicas de poder controladas por Estados Unidos. Podríamos describir
entonces al FMI como una institución que cree, como credo permanente, en un
nuevo tipo de neoliberalismo global que mantiene aspectos del keynesianismo,
dada la necesidad de regulación institucional de la economía mundial, siempre que
el regulador sea el propio FMI, pero que también prescribe la desregulación a nivel
nacional, en especial a los países en desarrollo que se han vuelto dependientes del
Fondo. Como hemos visto, el Fondo prescribe las políticas derivadas de esta
posición al margen de la pérdida de miles de vidas en manifestaciones contra la
austeridad y de las críticas, por pertinentes que sean. Así pues, el FMI habla de
‘planificar y elegir el momento para las correcciones”, pero nunca de cambios
fundamentales en su conceptualización de las economías modelo. Cuando la
presión pública le obliga a tener, por fin, en cuenta las opiniones de los afectados
por sus políticas económicas, asigna pequeñas porciones de “programación social”
a actores nacionales seleccionados y seguros, una fachada para continuar
exactamente como antes. Además, interpreta la desesperada sumisión de los
gobiernos del Tercer Mundo a sus políticas como prueba de que al fin esos países
reconocen la inevitabilidad de la posición del FMI (la “revolución silenciosa”). ¡La
esencia de la hegemonía es el autoengaño!

La visión mundial de los banqueros.


Concluimos este capítulo recordando algunos acontecimientos destacados de las
dos últimas décadas desde un punto de vista particular e interesado: la “perspectiva
del banquero”, de la que trataremos en los próximos capítulos y que teorizaremos
en el capítulo 6. Para ello analizamos una revista que representa la visión de la
banca, The American Banker, entre 1980 y 2002. Durante la crisis de la deuda de
América Latina en los años 80, y después en la crisis asiática de los 90, los
banqueros afirmaron con frecuencia que la prensa estaba exagerando un simple
problema de liquidez para convertirlo en un problema de solvencia nacional a gran
escala. Además, pensaban que las crisis eran más un problema de estructuras
regulativas —tanto en los países que sufrían la crisis como en los países donde
tenían su sede los bancos prestamistas, en especial Estados Unidos— que un
problema de estructura básica de la economía mundial. Los banqueros estaban
también convencidos de que las soluciones a las crisis financieras debían proceder
de esfuerzos colectivos de las agencias internacionales, los gobiernos y los bancos
centrales pero, más aún, de los esfuerzos concertados de la “comunidad financiera”.
La capacidad colectiva para resolver las crisis dependía de las asociaciones e
instituciones bancarias, junto con los “gabinetes de expertos” que representaban los
intereses bancarios y ofrecían a los banqueros nuevas ideas sobre futuras
inversiones. De esos gabinetes o centros de planificación estratégica, los más
activos en la década de los 80 fueron el Institute of International Fi- nance, una
“asociación mundial de instituciones financieras” creada en 1983 en Washington; la
American Bankers’ Association; la Bankers’ Association for Foreign Trade, ahora
llamada Bankers Association for Finance and Trade; el Institute of International
Bankers; el Grupo de los Treinta, un gabinete de estudios fundado en Nueva York
en 1978; el Institute of International Monetary Affairs, un think tank con sede en
Tokio; y el Institute for International Economics, radicado en Washington. Estas
instituciones, integradas en general por organizaciones bancarias o financieras de
otro tipo, ejercen presión sobre legisladores, autoridades y planificadores de política
económica y juegan un importante papel en la defensa de los intereses de la
comunidad bancaria. También organizan conferencias periódicas y proporcionan
información a la industria de servicios financieros sobre mercados y tecnologías
financieras. Estos institutos de investigación, bien subvencionados por fuentes
privadas, también organizan foros y establecen grupos de estudio y comités para
ofrecer al sector bancario información sobre cuestiones económicas y financieras
internacionales que le proporcionen una “base más sólida” para promocionar sus
políticas económicas y tomar sus propias decisiones. La mayoría de estas
instituciones tienen su sede en Washington y Nueva York, pero muchas tienen
filiales en otros grandes centros financieros.
Un ejemplo de ello es el Institute of International Finance (IIF), fundado en 1983 en
plena crisis, de la deuda latinoamericana. El único propósito de este instituto era
recabar y ampliar información sobre las circunstancias económicas de los países
prestatarios, lo que permitiría a los banqueros realizar buenas inversiones basadas
en una adecuada evaluación del riesgo. El IIF, que tiene su sede en Washington,
está integrado por destacados miembros de la comunidad financiera, los mayores
bancos, sociedades de bolsa y compañías de seguros que realizan grandes
inversiones en mercados extranjeros, y está presidido por altos ejecutivos de las
principales instituciones bancarias de Wall Street. El IIF organiza reuniones y
conferencias donde los banqueros negocian entre sí y con los gobiernos y los
organismos internacionales en busca de soluciones a los problemas de inversión. El
IIF representa ante el gobierno de Estados Unidos y las instituciones de gobierno
mundial a los bancos que ofrecen créditos al extranjero.
Los banqueros tienden a representar sus intereses como grupo. Altos ejecutivos de
los mayores bancos toman la delantera y realizan tareas de intermediación en
nombre de agrupaciones que pueden reunir a cientos de bancos. Los banqueros,
entre otros, creían que la solución a la crisis de la deuda de los años 80 consistía en
restablecer la solvencia de los países deudores. Para ellos, la propia crisis era un
problema de liquidez, no de solvencia, lo que implicaba escasez de dinero a corto
plazo para pagar las deudas, no la incapacidad de reembolsar la deuda a largo plazo.
Por lo tanto, la solución a la crisis de la deuda pasaba por mejorar el “clima de
inversión” en los países deudores mediante programas de ajuste y reestructuración
llevados a cabo bajo los auspicios del FMI. Esto era importante para los futuros
créditos. En lugar de perdonar los créditos y reducir las tasas de interés, los
banqueros creían que la solución a la crisis de la deuda consistía en crear más
deuda. Los banqueros reconocían la ironía de esa solución de “tirar dinero bueno
encima del malo”, pero pensaban que sólo renovando los flujos de capital hacia los
países deudores podrían éstos crecer para poder pagar su deuda. También creían
que el crecimiento real de los países en desarrollo dependía del crecimiento en los
países industrializados, porque proporcionan los mercados que necesitan las
exportaciones de aquéllos para aumentar sus reservas de divisas y, por tanto, pagar
su deuda.
Para los banqueros, el FMI desempeña un papel crucial al menos de tres formas. En
primer lugar, la función principal asignada al Fondo es la de mantener “flujos
razonables de liquidez”. Según los banqueros, el FMI no debería actuar como un
prestamista a largo plazo sino como un “catalizador que facilite el acceso a los
mercados de capital privado”, como afirmó Jacques de Larosiére, ex director
gerente del Fondo. Los recursos del FMI no deberían estar inmovilizados en
préstamos a largo plazo sino usarse como fondos stand-by de emergencia, para
mantener el flujo de capital privado a los países en desarrollo. Según esta visión, las
medidas de austeridad del Fondo están directamente relacionadas con ese flujo de
capital porque los programas de ajuste son el factor necesario para establecer la
solvencia de los países deudores. Sin embargo, los banqueros tienden a criticar las
medidas de austeridad cuando son demasiado vigorosas, porque inhiben el
desarrollo de los países endeudados.
En segundo lugar, los banqueros ven al FMI como la fuente principal de
información sistemática y centralizada. Como institución internacional de gobierno,
el FMI tiene una relación más “gubernamental” con los países miembros que la que
pueden tener los bancos privados y puede obtener de ellos información de mayor
calidad. Los banqueros se quejan de que el FMI no publica todos los datos de que
dispone, y el Fondo replica que divulga casi toda la información que recaba.
En tercer lugar, los banqueros creen que el FMI puede actuar como coordinador
central de las políticas financieras internacionales y como agente estabilizador en
los mercados financieros internacionales. Sin embargo, los banqueros también se
oponen enérgicamente a la regulación y los reguladores o a cualquier otro tipo de
intermediario estatal o cuasi estatal. Con frecuencia prefieren prescindir del FMI y
negociar directamente con los gobiernos del Tercer Mundo, además de financiar y
vigilar la deuda mediante acuerdos directos con esos países. Suelen criticar la
ineficacia del FMI y a veces la intervención de sus gobiernos en los créditos al
exterior por considerarla contraproducente. Su principal crítica está dirigida contra
la rigidez de las normas estatales relativas a la contabilidad y las condiciones para
los préstamos al exterior. Esta visión es compartida por los banqueros
estadounidenses y europeos. Su principal queja es la exigencia de mantener
reservas por los créditos al extranjero. También cuestionan la clasificación de los
países deudores que el gobierno de Estados Unidos utiliza para determinar el
montante de las reservas.
Para los banqueros, cualquier norma que restrinja los flujos de capital es un
obstáculo para sus negocios. Su objetivo último es mantener el mayor flujo posible
de capital. Por esta razón no les preocupa tanto el reembolso inmediato de las
deudas como el potencial reembolso en el futuro. Aceptan cualquier sugerencia de
incrementar sus créditos, siempre que exista cierta garantía de que recuperarán
parte de sus préstamos en el futuro. Por ello se interesan más en la solvencia a largo
plazo de los países deudores que en su capacidad inmediata para pagar la deuda.
Desde esta perspectiva el reescalonamiento de las deudas puede verse como una
transformación de las deudas a corto plazo en bonos a largo plazo. Algunos
analistas consideran el reescalonamiento como un “cuasi-impago” o “impago por
desgaste”, es decir, impago en todo menos en el nombre. Sin embargo, un buen
banquero de inversión sabe que la transformación de una deuda a corto plazo en
otra a largo plazo equivale a la transformación de créditos comerciales en créditos
de inversión; y de un cliente comercial en un prestatario crónico. Los banqueros
suelen estar más dispuestos a otorgar créditos adicionales para pagar los intereses
de los créditos originales que a aliviar las condiciones de la deuda o a perdonar
ciertos préstamos aunque, como hemos visto, finalmente aceptaron esta última
posibilidad como concesión ante las pruebas abrumadoras de la sobredimensión de
los créditos. Sin embargo, consideran que el perdón de la deuda es una causa de
más problemas y no una solución a los actuales.
Los bancos están dispuestos a concederse créditos entre ellos y a países deudores en
desarrollo, o a canjear préstamos a esos países por acciones en empresas públicas o
industrias de recursos naturales. Los préstamos se compran y se venden en
“mercados secundarios” por una fracción de su valor real. Mediante esta práctica
los banqueros extienden la diversidad geográfica de sus inversiones, es decir,
disminuyen la concentración nacional de sus préstamos. Eso concuerda con sus
iniciativas de diversificación de riesgos y con una preferencia por tratar los créditos
caso por caso. Los banqueros no consideran viables las soluciones regionales. En
cambio, creen que cada caso debe tratarse de forma diferente, de acuerdo con la
capacidad del país en cuestión. Por lo tanto, otra crítica que dirigen contra el FMI
es que las medidas de austeridad no pueden funcionar a largo plazo ni a escala
regional, por ejemplo en América Latina. Eso concuerda con su opinión de que el
FMI no es un prestamista a largo plazo ni una agencia de desarrollo. Sin embargo, a
mediados de los 80 el enfoque caso por caso se consideró ineficaz y el Plan Baker
propuso poner fin a la crisis de la deuda del Tercer Mundo de un modo que se
apartaba de las estrategias anteriores, aunque de todos modos invitó a los bancos
privados a facilitar más préstamos. Al principio, los banqueros consideraron al plan
“puramente conceptual”, sin garantías sobre futuros créditos ni procedimientos
detallados. Fueron necesarias dos reuniones “a puerta cerrada” entre la comunidad
de banqueros y James Baker y una reunión final de banqueros, todas ellas bajo los
auspicios del IIF, antes de que anunciaran un sólido respaldo al Plan Baker. Este
plan también marcó un cambio general de política, de las medidas de austeridad a
los programas de desarrollo, que implicaba una mayor participación del Banco
Mundial en la crisis de la deuda. El plan estuvo acompañado por una nueva retórica
sobre objetivos de desarrollo, estrategias para aliviar la pobreza y estímulo del
crecimiento en las economías en desarrollo. Para los banqueros esto significaba una
nueva forma de asociación con el Banco Mundial: a mediados de los 80 se propuso
un proyecto conjunto por el que el Banco garantizaba el reembolso a los bancos y
participaba directamente en la parte comercial del crédito cofinanciado. Dado que
ningún país había dejado de pagar nunca un préstamo del Banco Mundial, se
consideró que un aumento de los créditos de esa institución sería un catalizador
para los créditos de la banca privada.

El interés de la banca.
El cambio de énfasis de la austeridad al desarrollo durante la crisis de los años 80,
sumado al deseo de los banqueros de implicar más al Banco Mundial y menos al
FMI en la solución de la crisis de la deuda y en las garantías de estabilidad a largo
plazo, coloca algunos asuntos generales en el centro de nuestra preocupación. Estos
asuntos son la relación entre el sistema financiero y el desarrollo económico y el
papel de las instituciones mundiales y los bancos privados en la promoción del
desarrollo económico. Dada la insistencia de los banqueros en la reforma financiera
de los países deudores, y su creencia en que el crecimiento económico real es la
única forma de que esos países puedan pagar su deuda y reembolsar los préstamos,
es evidente que piensan que la estructura financiera y la calidad de los servicios
financieros son un factor decisivo que posibilita el crecimiento real y que, recíproca
y mutuamente, la inversión en producción y proyectos de desarrollo a largo plazo es
crucial para la situación financiera de un país, su solvencia ante los bancos y, por
extrapolación, ante el sistema financiero internacional y su estabilidad. El FMI y el
Banco Mundial fueron creados en 1944 para cumplir esta doble función de
estabilizar la estructura financiera mundial y estimular el desarrollo económico. Sin
embargo, la cuestión sigue siendo cómo producir estabilidad financiera, cómo
estimular el desarrollo económico, qué tipo de desarrollo y para qué fines. Según
nuestra investigación de las crisis financieras de los años 80 y 90, los bancos, los
banqueros y sus asociaciones fueron más que intermediarios financieros entre las
acumulaciones de capital de los países industrializados y los créditos de las
instituciones de gobierno mundial a los países en desarrollo. Los bancos de
inversión, en particular, proporcionaban los conocimientos, los contactos y las
condiciones de confianza necesarios para transferir dinero entre instituciones y
entre países. Necesariamente tienen una actitud conservadora hacia el préstamo de
dinero. Decimos “necesariamente” porque en su origen los bancos prestaban dinero
de personas ricas y conservadoras y porque, en resumidas cuentas, desean
asegurarse de que el dinero que prestan les sea devuelto a la larga con intereses. Las
conexiones entre los bancos de inversión y las instituciones de gobierno se dan por
sentadas y los implicados suelen aludir a ellas de forma cínica, en particular en The
Wall Street Journal. En los próximos capítulos intentaremos explicar cómo
funcionan estas conexiones y cómo pueden teorizarse, ya que éste es el meollo de la
cuestión.

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