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INSTITUTO LEONARDO MURIALDO

JOSEFINOS DE MURIALDO - DIEGEP 4951

EL CASO DEL LIBRERO

El grupo de detectives más famosos del mundo se reúne en París para dar a conocer sus trabajos y
sus investigaciones. Acomodados en un salón subterráneo, cada uno de ellos explica la relación que existe
entre los enigmas y su profesión. Y nada mejor que narrar una historia para ejemplificar sus ideas. Lo que
sigue es el relato de Tobías Hatter, el detective alemán.

Tobías Hatter, el detective de Nuremberg, se adelantó y mostró un juguete. Era una pequeña
pizarra de cartón, en la que dibujó, con ayuda de un palillo de madera, un garabato; como si se tratara de
un truco de magia, desplazó la lámina de su marco, la volvió a su lugar original: el dibujo había
desaparecido.
—El año pasado un fabricante de cuadernos y papeles de Nuremberg lanzó al mercado estas
pizarras. La llaman la pizarra de Aladino: como ven, uno puede escribir sin tinta y de inmediato todo se
borra. El truco no está en el palillo, sino en la placa misma: es una lámina que se pone en contacto con otra
lámina, más profunda, negra: en aquellos puntos en que las dos láminas se tocan, aparece un dibujo en la
superficie. Ahora bien, si desarmamos este aparato (no se alarmen, cuesta unas pocas monedas) vemos la
lámina de acetato negro. Todos los trazos desaparecen, pero los más profundos acaban por dejar una señal
sobre esta página negra. Entre tantos dibujos borrados, algunos dejan su huella, y el conjunto de esas
huellas forma un dibujo secreto. Así, señores, es la relación entre los enigmas y su revelación. En la
superficie, no paramos de acumular pruebas, pistas, palabras. Y somos nosotros los que llegamos para
buscar en la superficie llena de datos, los que, finalmente, nos dejan ver la verdad escondida.
Aprendí mi oficio en mi ciudad, Nuremberg. En la ciudad vieja, hay una calle donde se concentra el
mercado de libros antiguos. Uno de esos negocios lleva el nombre de Casa Rasmussen; yo tenía veintidós
años cuando su propietario, Ernst Rasmussen, fue asesinado de un disparo. Su hijo había sido compañero
mío en el ejército; habíamos estado en el mismo destacamento. Yo no había resuelto ningún caso, y
preveía para mí un futuro militar, pero era muy aficionado a los acertijos —que inventaba y resolvía con
facilidad— y tal vez por eso mi amigo me llamó para que lo ayudara a saber quién había matado a su
padre.
El viejo Rasmussen había muerto de un disparo en el pecho. El asesino lo había sorprendido entre la
medianoche y la una de la madrugada, durante una tormenta. No era habitual que el librero se quedara de
noche en el negocio, pero tampoco imposible: había avisado que se quedaría hasta tarde, para estudiar un
lote de libros de religión comprados a la viuda de un pastor. Herido de muerte, Rasmussen había tomado
con las dos manos un libro, como si quisiera llevarse lectura para el viaje. Le pregunté a Hans, su hijo, por
este gesto, y me respondió:
—Mi padre comerciaba con todo tipo de libros viejos, pero los de niños eran sus favoritos. Le
gustaba mucho esa edición de los cuentos de los hermanos Grimm. Es el segundo tomo de la edición de
1815. A pesar del crimen, me gusta pensar que mi padre quiso hacer ese gesto final de amor por los libros.
Hans poco sabía del negocio de su padre, y no podía indicarme si faltaba algún libro importante.
Busqué indicios, pistas que me ayuden: no había nada fuera de lo normal, salvo las huellas de barro del
asesino, y del mismo librero, y de la policía. Me senté en la silla y frente a la mesa donde habían matado al
librero, y comencé a hojear el libro de los hermanos Grimm.
Soy también aficionado a los libros para niños, y conocía bien la obra de los Grimm. Ahora vemos a
los hermanos como inseparables, pero en vida fueron bien distintos. Jacob Grimm tomaba los cuentos
populares y buscaba trasmitirlos tal como los había oído, sin preocuparse por la falta de sentido de algunos
episodios. Wilhelm, su hermano, por el contrario, quería que las historias resultaran más redondas, que
todo tuviera sentido. No le importaba tanto ser fiel a las voces anónimas como a la historia en sí. Y no paró
de hacer cambios en las ediciones, de tal manera de alejar más y más los cuentos de los susurros de donde
habían nacido.

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JOSEFINOS DE MURIALDO - DIEGEP 4951

Yo tenía el libro en la mano, y me sentía tentado por un lado a ser como Wilhelm, y dejar que la
historia cerrara con el librero que, herido de muerte, e incapaz de llamar a nadie y de escribir una nota, se
decide a declarar con un último gesto su amor por los libros. Pero por otro lado me sentía inclinado a
seguir el ejemplo de Jacob, y ser fiel a lo que encontraba, a las huellas. Con este espíritu empecé a buscar
entre las páginas del libro.
Siempre los libros esconden cosas. Olvidamos entre sus páginas un billete de lotería, un recorte del
periódico, una postal que acabamos de recibir. Pero también hay flores, hojas que nos llamaron la atención
por su forma, o insectos atrapados en la trampa de un párrafo. El libro que tenía en mis manos tenía toda
esta clase de cosas, y todas señalaban páginas distintas. Recuerden el ejemplo de la pizarra de Aladino: la
superficie está llena de trazos, pero hay que descubrir los más profundos, los que están en el fondo,
ocultos en la placa negra.
Y pronto encontré ese trazo. Era una página marcada con un doblez. En otro libro, en otra situación,
no me hubiera sorprendido, pero adivinaba que un librero como Rasmussen jamás hubiera doblado una
página de una primera edición de los hermanos Grimm. Así que leí con interés la página elegida, como si se
tratara de un último mensaje dejado por el muerto.
En la primera edición los hermanos Grimm incluyeron algunos cuentos-adivinanzas que después, en
las ediciones sucesivas, desaparecieron, quizás porque no eran cuentos del todo. Este contaba la historia
de tres mujeres convertidas en flores por una bruja. Una de ellas, sin embargo, podía recuperar por la
noche la forma humana para dormir en su casa, con su esposo. Una vez, ya cerca del amanecer, le dijo al
marido: «Si vas al campo a ver las tres flores, y logras saber cuál soy yo y me arrancas, quedaré libre del
hechizo». Al día siguiente el marido fue al campo, reconoció a su mujer y la salvó. ¿Cómo hizo, si entre las
flores no había ninguna diferencia? El cuento dejaba un espacio en blanco, para que el lector tuviera
tiempo de encontrar su propia respuesta. Y luego terminaba con una explicación: como la mujer pasaba la
noche en su casa y no en el campo, el rocío no caía sobre ella, y así fue como su marido la reconoció.
Y fue por este cuento que encontré al asesino. Entre los sospechosos, la policía había señalado a un
tal Numau, que iba de pueblo en pueblo comprando por monedas libros raros, para vendérselos después a
los bibliófilos de Berlín. Pero nadie había visto a Numau salir del hotel esa noche. Además la policía había
buscado entre sus ropas, sin encontrar nada húmedo: si se había mojado alguna prenda, Numau se había
deshecho de ella, y también del arma homicida.
El comisario a cargo del caso me permitió que lo acompañara a visitar a Numau. No había nada
húmedo: ni botas ni prendas. Pero cuando busqué entre sus libros, Numau se puso pálido: encontré una
biblia impresa en un monasterio. Los bolsillos de Rasmussen no habían llegado a proteger el libro, que se
había hinchado. Pronto confesó: Rasmussen no había querido venderle aquel ejemplar, para el que tenía
un buen comprador: por eso decidió hacer una incursión nocturna a la librería. Rasmussen, que se había
quedado hasta tarde en su negocio, lo descubrió: Numau, asustado, disparó.
-¿Cómo ha llegado hasta mí? - me preguntó el asesino, antes de que se lo llevara la policía.
-Por este libro - y le mostré el volumen de los hermanos Grimm. - Ahí me di cuenta que hay que
aprender a distinguir lo seco de lo mojado - dije.
Numau pasó veloz las páginas del libro y luego me lo devolvió.
-De niño, era mi favorito. Si debo a un libro mi caída, mejor que haya sido ese.

De Santis, Pablo, EL ENIGMA DE PARÍS


Buenos Aires, Ed. Planeta, 2007 (fragmento adaptado de la novela)

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