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Vemichano

Los vemichanos eran pequeños personajes de madera que un escultor llamado Elí había
realizado. Su taller estaba situado en la cima de una colina que dominaba el pueblo. Cada
vemichano era diferente. Algunos tenían una gran nariz, otros grandes ojos, algunos eran
grandes, otros pequeños. Entre ellos había que llevaban sombrero, otros abrigo … pero
todos habían sido esculpido por el mismo artesano, y todos vivían en el mismo pueblo.

Todos los días, desde la mañana hasta la tarde, los vemichanos se pasaban el día haciendo
lo mismo: ponerse pegatinas.
Cada vemichano tenía una caja de pegatinas con estrellas doradas y otra con redondeles
grises. Recorrían el pueblo de un extremo a otro pasándose el día pegándose unos a otros
estrellas y redondeles.

Los que estaban lisitos, guapos y con la pintura bonita recibían muchas estrellas. Pero si la
madera era rugosa y la pintura había saltado, los vemichanos recibían redondeles. Los que
tenían dones también recibían estrellas. Algunos eran capaces de levantar enormes trozos
de madera. Otros se sabían palabrejas difíciles o cantaban canciones bonitas. Y todo el
mundo les daba estrellas.
¡Algunos vemichanos estaban cubiertos de estrellas! Cada vez que recibían alguna estrella
se sentían tan bien que les daban ganas de hacer más cosas para obtener una estrella
más.

Sin embargo, había algunos que no sabían hacer grandes proezas y recibían redondeles.
Puchinelo era uno de ellos. Intentaba saltar tan alto como los demás pero siempre se caía.
Y cuando se caía los demás hacían un corro a su alrededor y le daban redondeles.
A veces, cuando se caía se astillaba su madera y los demás le daban más redondeles.

Al cabo de un tiempo tenía tantos redondeles que no se atrevía a salir. Le daba miedo hacer
tonterías por si le daban más redondeles. De hecho, tenía tantos que a veces le daban uno
más sin razón. Se decían unos a otros: este no es un buen vemichano.

Poco a poco Puchinelo los creyó. “No soy un buen vemichano”, se decía a sí mismo. Las
pocas veces que salía se iba con otros vemichanos que también tenían muchos redondeles,
y así se sentía en mejor compañía.

Un día encontró a una vemichana que no era como los demás. No tenía redondeles ni
estrellas, era de madera exclusivamente y se llamaba Lucía. La gente intentaba ponerle
pegatinas pero no se le pegaban. Algunos admiraban a Lucía por no tener redondeles, y
rápidamente intentaban darle una estrella, pero siempre se le caía al suelo. Otros le daban
redondeles por no tener estrellas, pero también se le caían.

Me gustaría ser como ella, pensó Puchinelo. “No quiero que me califiquen” decía. Entonces
fue a preguntarle a Lucía cuál era su secreto.

- “Es muy sencillo”, respondió Lucía. “Todos los días voy a ver a Elí”.
- “¿Elí?”
- “Sí, Elí el escultor. Voy y me siento junto a Él en su taller. ¿Y si vas a verlo? Sube la colina.
Está allí”.
Y al decir esto la vemichana sin pegatinas se fue saltando.
- Pero, ¿Querrá verme? Gritó Puchinelo.
Pero Lucía ya no le escuchó.
Entonces Puchinelo se volvió a su casa y se puso a mirar por la ventana, mientras veía a
los demás vemichanos ponerse pegatinas.
“¡No es justo!”. Refunfuñó y decidió ir a ver a Elí. Subió por el estrecho sendero hasta la
cima de la colina y entró en el gran taller. Sus ojos de madera se se abrieron como platos
ante el tamaño de todo lo que allí había. El taburete era tan grande que tuvo que ponerse
de puntillas para ver lo que había en la mesa de trabajo. Puchinelo se acobardó. “No me
quedo aquí ni un minuto más”. Se dio la vuelta para salir corriendo y entonces oyó su
nombre.
- “¿Puchinelo?”
La voz era grave y potente. Puchinelo se paró.
- “¡Puchinelo! ¡Qué contento estoy de verte! Ven aquí, acércate que te mire”.
Puchinelo se dio la vuelta despacito y levantó la mirada hacia el artesano.
- “¿Conoce mi nombre?” Preguntó.
- “Pues claro. ¡Soy yo el que te he hecho!”
Y se inclinó, lo levantó y lo puso en la la mesa.
- “Veo que te han puesto muchos redondeles”
- “No es mi culpa Elí, yo he hecho todo lo que he podido.
- “No necesitas justificarte, me importa bien poco lo que piensen los demás vemichanos”
dijo sonriendo.
- “¿De verdad?”
- “Sí, y tú deberías hacer igual. ¿Quiénes son ellos para estrellas o redondeles? Son
vemichanos exactamente igual que tú. Lo que piensen no importa. Lo único que importa es
lo que piense yo de ti. Y tú eres precioso para mi.
Puchinelo se echó a reír.
- “¿Precioso yo? ¿En qué? Mi pintura no es buena, mi madera está astillada. No sé andar
rápido, ni cantar ni saltar. ¿Por qué soy precioso para ti?”
Elí miró a Puchinelo, puso sus manos sobre sus pequeños hombros de madera y respondió
muy despacito:
- “Porque me perteneces. Porque yo soy quién te ha creado. Por eso eres precioso para
mí”.
Puchinelo nunca podía haber imaginado que alguien pudiera mirarlo así. Y mucho menos su
creador. Ya no supo qué decir.
- “Cada día he esperado a que vinieras a verme” explicó Elí.
- “He venido gracias a una persona que no lleva pegatinas”, dijo Puchinelo.
- “Lo sé, me ha hablado de ti.”
- “¿Por qué las pegatinas se le caen?”
Elí respondió con ternura:
- “Porque ha decidido que lo que yo pienso es más importante que lo que piensen los
demás. Las pegatinas solo se pegan si tú lo permites, si le das importancia. Cuánto más
pongas tu confianza en mi amor, menos te preocuparás de esas pegatinas.
- “No entiendo bien”.
Elí sonrió.
- “ Ya llegará, aunque tomará tiempo. Ven a verme todos los días y déjame mostrarte cuánto
te amo.
Elí cogió a Puchinelo de la mesa y lo dejó en el suelo.
- “Acuérdate, eres precioso porque yo te he creado y yo no me equivoco”, dijo Elí mientras
el pequeño vemichano pasaba la puerta.
Puchinelo no se paró pero en el fondo de él pensó:
- “Creo que es de verdad lo que dice”
Y al instante un redondel gris cayó al suelo.

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