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EL MÉDICO ABORIGEN PERUANO

Saniel E. Lozano Alvarado


El doctor Emiliano Paico Vílchez viene construyendo una sólida y respetable trayectoria
científica, que cada vez asciende a nuevos espacios, niveles y reconocimientos, construidos en
base a una dedicación permanente al ejercicio de su actividad profesional y científica, que le
otorga un valor agregado a su notable trayectoria médica y pedagógica en el área de su
especialidad profesional. De manera particular, su producción bibliográfica, así como sus
artículos científicos, respaldan nuestra afirmación y otorgan justo brillo a una fecunda
actividad académica y de investigación científica plasmada en varios volúmenes y textos. Esto
quiere decir que estamos ante un autor de sólida trayectoria, que ahora se plasma en una
nueva entrega bibliográfica.
En efecto, estas nuevas páginas centran su atención en el diagnóstico, curación y
recuperación de los pacientes de las diversas enfermedades que aquejaban a los antiguos
peruanos correspondientes a la etapa aborigen de nuestra cultura tradicional. El enfoque y la
perspectiva, entonces, se centran, de manera primordial, en el artífice y protagonista del
tratamiento y la curación; es decir, en la trascendencia de la función médica. Por eso el propio
título de su flamante libro: “El médico aborigen peruano”, desde un comienzo delimita su
inquietud temática y de investigación a una época predeterminada, ante de la invasión
europea e hispánica.
El objeto de su acuciosa y trascendente investigación se sustenta en dos ejes primordiales
y convergentes, que al mismo tiempo nos remiten a la observación, comprensión y valoración
de dos sistemas de comunicación que parten de un mismo referente temático: la cerámica
prehispánica y el lenguaje gráfico de los cronistas impactados ante una nueva y sorprendente
realidad, que plasman en la orfebrería un mundo de experiencias relacionadas con el estado
y salud de los seres humanos de esta nueva parte del universo.
En efecto, con aguda y sutil observación e interpretación de la cerámica prehispánica, el
autor es capaz de “leer”, analizar e interpretar las anomalías, malestares y enfermedades de
que eran víctimas los pacientes del antiguo Perú; es decir, el autor es capaz de “leer”,
comprender y descifrar la representación de la realidad de los huacos, los cuales, entonces,
no cumplen una función estética primordial, sino representativa de la realidad; es decir, de las
anomalías y enfermedades de los pacientes.
Esta función del lenguaje, plasmada en los ceramios prehispánicos, corresponde a lo que
los lingüistas denominan función representativa; es decir, los huacos no fueron
confeccionados como objetos de contemplación estética, sino de retrato, copia o
representación de la realidad. Con otras palabras, esta clase de cerámica no se produjo para
que los objetos o productos sean observados como objetos de deleite o de disfrute estético,
sino como “retrato”, estado o situación real de los pacientes. Según lo expuesto, hay aquí un
alto contenido semiológico, porque la cerámica respectiva asume el carácter de signo o
retrato del estado de salud de un paciente o de una persona en general.
De esta manera, al observar la cerámica; es decir, al “leer” en las diferentes formas y
objetos, el observador desarrolla también una alta capacidad lectora, no de pronunciación de
las unidades léxicas, sino de descubrimiento del orden y disposición de los diferentes
elementos o componentes del respectivo ceramio, que, de esta manera, se convierte
también en “texto” o material de lectura, obviamente ya no de signos gráficos, sino icónicos
o representativos, con lo cual se enriquece, amplía y trasciende también el concepto
tradicional de lectura.
Por otro lado, desde la perspectiva de las fuentes originarias, la antigua cerámica peruana
revela también en muy alto grado, que los artistas u orfebres eran conscientes que con su
labor de producción, transmitían también a los receptores contemporáneos y posteriores, no
solo un estado o situación particular de la personas enfermas o delicadas, sino un testimonio,
experiencia o propuesta que se debería aplicar en situaciones similares, con lo cual el arte
adquiría también un alto valor de influencia en los actos de los receptores; es decir, se
acrecienta y consolida la función apelativa del lenguaje, toda vez que los receptores de otros
pueblos y comunidades podían también aplicar los tratamientos respectivos, con lo cual la
función apelativa, relacionada con la conducta, comportamiento y actitudes de los receptores,
también se enriquece y consolida.
Según estas apreciaciones y reflexiones, y de acuerdo con el contenido textual o icónico
de este hermoso libro, es posible acceder, conocer y contemplar aspectos cruciales, realistas,
dramáticos, de la realidad médica de la época, como síntomas, patologías, curaciones,
previsiones, tratamientos, recomendaciones.
Pero el contenido del libro también se proyecta a otros aspectos, como los laborales,
jurídicos y éticos; es decir, lo que podían o no podían hacer los antiguos médicos, todo lo cual
revela también el alto desarrollo de la medicina humana en el antiguo Perú. Todo esto
significa, en fin, que la medicina humana en esta parte del mundo había llegado a nivel muy
alto de desarrollo y que, por lo tanto, la educación y la cultura en general exhibían claros e
indiscutibles niveles de avance y evolución.
La interpretación referida nos propone así un cambio de actitud: no seguir viendo a las
culturas prehispánicas como inferiores o subdesarrolladas. Este aspecto lo encuentra el sagaz
investigador en los textos de los cronistas, cuyas obras también remiten al conocimiento de la
salud y tratamiento de las enfermedades por parte de los médicos aborígenes.
En realidad, para llegar a este estado del conocimiento y la investigación se requiere
interés exhaustivo y persistente, amplitud panorámica, sensibilidad, capacidad de valoración
y vocación pedagógica. Por eso le expresamos nuestras sinceras y fraternas congratulaciones.
NUESTROS MAGISTRADOS
Manuel González Prada
Nada patentiza más el envilecimiento de una sociedad que la relajación de su
Magistratura. Donde la justicia desciende a convertirse en arma de ricos y poderosos, ahí se
abre campo a la venganza individual, ahí se justifica la organización de maffias y camorras, ahí
se estimula el retroceso a las edades prehistóricas. Y talvez ganaríamos en regresar a la
caverna y al bosque, si lo realizáramos sin hipocresía ni términos medios; porque vale más el
estado salvaje donde el individuo se hace justicia por su mano, que una civilización engañosa
donde los unos oprimen y devoran a los otros, dando a las mayores iniquidades un viso de
legalidad. Entre el imperio de la fuerza y el reinado de la hipocresía, preferiríamos la fuerza.
Queremos hallarnos en una selva, frente a frente de un salvaje con su honda y su palo, no en
un palacio de justicia cara a cara de un leguleyo pertrechado con notificaciones y papel de
oficio.
La tiranía del soldado exaspera menos que la del juez: la primera se desbarata con un
levantamiento popular o con la eliminación del individuo, la segunda no se destruye ni con
trastornos sociales y conmociones políticas. Asesinamos, colgamos y calcinamos a los
Gutiérrez; pero nunca nos atrevimos a cosas iguales con tanto juez venal y prevaricador. A
esos soldados violentos y amenazadores no les sufrimos ni una semana; a muchos
magistrados, más perniciosos y más culpables que los Gutiérrez les soportamos medio siglo.
Que mientras desaparecen Cámaras y Gobiernos, los Tribunales de Justicia permanecen
inalcanzables, como si poseyeran la incorruptibilidad del oro.
El tirano asume la responsabilidad de sus violencias resignándose a concentrar en su
persona el odio de las muchedumbres; el juez causa daño sin arrostrar las consecuencias,
parapetándose en los Códigos y atribuyendo a deficiencias de la Ley los excesos de la malicia
personal. Una Corte de Justicia es una fuerza irresponsable que desmenuza la propiedad, la
honra y la vida, como las piedras de un molino trituran y pulverizan el grano. Su impasibilidad
de estatua se parece a la codicia sin entrañas de una sociedad anónima.
Y sin embargo, ninguna clase disfruta de más seguridad ni de mayores privilegios. El
militar nos despachurra con su bota o nos atraviesa con su espada; mas da su vida por
nosotros, cuando el país se ve amenazado por la invasión extranjera. El sacerdote nos
adormece con sus monótonas canciones de otros días y nos explota con sus sacramentos, sus
indulgencias y sus hermandades; pero asiste a los enfermos, consuela a los moribundos y
expone su cuerpo a las flechas del salvaje. El Magistrado lo gana todo sin arriesgar nada:
reposa cuando todos se fatigan, duerme cuando todos velan, come cuando todos ayunan,
ejerciendo una caballería andante en que Sancho hace las veces de don Quijote. ¿Qué le
importan las guerras civiles? Vive seguro de que, triunfen revolucionarios o gobiernistas, él
seguirá disfrutando de honores, influencia, pingüe sueldo y veneración pública. En los
naufragios nacionales, representa el leño que flota, la vejiga que sobrenada. Mejor aún, es el
pájaro guarecido en su peñón: no se cuida de la tempestad que sumerge los buques ni piensa
en el clamor de los infelices que naufragan.
Si nada vive tan sujeto a la deformación profesional como el abogado, ya se concibe lo
que puede ser un administrador de Justicia, a los quince o veinte años de ejercicio. Al
velocipedista de profesión le reconocemos instantáneamente porque, aún repantigado en
una silla, tiene aire de mover el pedal y dirigir el timón; al juez le distinguimos de los demás
hombres en la actitud de parecer hojear un expediente y fulminar una sentencia, aunque
maneje un trinche o nos dé la mano. Y la deformación no se confina en lo físico: a fuerza de
oír defender lo justo y lo injusto, con igual número de razones, el magistrado concluye por
encerrar la justicia en una simple interpretación de la ley, así que un artículo del Código le
sirve hoy para sostener lo contrario de lo que ayer afirmaba. Dicen que el Areópago de Atenas
no pronunció una sola sentencia injusta. Valdría la pena escuchar la opinión de los atenienses
que no ganaron los pleitos.
Las leyes, por muy claras y sencillas que nos parezcan, entrañan oscuridades y
complicaciones suficientes para servir al hombre honrado y al bribón, quien sabe más al bribón
que al honrado. Mas suponiendo que ellas fuesen dechados de justicia y equidad ¿qué valen
las leyes buenas con jueces malos? Que un Marco Aurelio nos juzgue por un código
draconiano, que ningún Judas nos aplique las leyes del Cristo.
Antes de operar la división del trabajo social, cada hombre reunía en su persona la triple
función de litigante, magistrado y ejecutor de la sentencia. Hoy, que las labores se hallan
perfectamente definidas y separadas, el juez aplica la ley, el carcelero guarda al culpable, el
verdugo ejecuta la sentencia. En el abominable trío de verdugo, carcelero y juez, el juez
aparece como la figura más odiosa, como proveedor de gemonías y patíbulos, como
poderdante de carceleros y verdugos.
Y volvemos a decirlo: el pantano de la Magistratura no admite drenaje. Desde el
excelentísimo de la Suprema hasta el usía de Primera Instancia, todos los Magistrados llevan
en su frente la misma inscripción: Nadie me toque. Y nadie les toca, y chicos y grandes les
veneran como a sacerdotes de una religión intangible. Alguien afirmó que las Islas Canarias
eran restos de la Atlántida y el pico de Teide el fragmento de una cordillera. Si la sociedad
peruana se hundiera mañana en un mar de sangre, escaparía la Magistratura: es nuestro Pico
de Teide.

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