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Nací siendo Peter Sykes, hijo de un asesino, y de la mujer que el mismo asesinó,
una herencia que me persigue desde siempre. No sé cuántas vidas pudo haber
arrebatado mi padre ni por qué motivo, pero sí sé que mató a mi madre porque trató
de darme una vida mejor. Sin que nadie lo notara, asistí a su ahorcamiento. Yo tenía
ocho años en aquel momento. Las multitudes me empujaban, pero me las arreglé
para apostarme en la primera fila. Mi padre lloraba. Se humillaba pidiendo
clemencia. Barboteando palabras que siempre había oído decir a mi madre, palabras
que él jamás había escuchado.
Tampoco le sirvieron a mi padre, porque le deslizaron la soga al cuello y liberaron
la trampilla. Todo lo que he visto y oído después lo he enterrado en los recovecos más
oscuros de mi mente, pero nunca pude olvidarme de la sangre maldita que corre por
mis venas. Ni la furia que hierve lentamente en mi interior, un legado que temo estoy
destinado a aceptar. Que siempre está ahí, esperando ser liberado.
Mi madre me había confiado al cuidado de Frannie Darling, quien finalmente se
casó con Sterling Mabry, el Duque de Greystone. Me llevaron a su casa, y me criaron
como uno más de la familia. Como Miss Darling, ya no tenía que hacer uso de su
apellido, lo tomé prestado en un intento por lavar los pecados de mi padre.
Una noche el duque me señaló la constelación de Draco y en las estrellas, pude
ver un dragón que parecía tan feroz que nada podría vencerlo. Me hice llamar Drake,
una vez más tratando de separarme de mi pasado y el destino legado por mi padre.
Con la familia del duque, viajé por el mundo, vi criaturas y creaciones increíbles,
experimenté maravillas más allá de lo imaginable.
Pero sin importar lo lejos que haya viajado, no pude escapar de mi sórdido
pasado. No podía ser otra cosa que aquello para lo que había nacido.
Capítulo 1
Londres, 1874
***
En ese preciso momento Drake Darling deseaba estar en cualquier lugar excepto
donde estaba, pero era muy consciente de que en la vida uno no siempre conseguía
lo que deseaba. En ocasiones, ni siquiera obtenía lo que merecía.
Así que utilizando las herramientas que había conocido durante sus años de
formación en robo y engaños, fingió que estaba encantado, fuera de sí de alegría,
por ser el centro de atención. Pero prefería las sombras a los salones de baile
luminosos. Estaba más cómodo cuando pasaba desapercibido al mejor estilo de un
camaleón. Sabía cómo esfumarse incluso en una habitación con paredes de espejos,
y candelabros de gas, que los mejores miembros de la aristocracia tenían para
ofrecer.
La única felicidad que no fingía era la que le provocaba el matrimonio de Grace y
Lovingdon. Consideraba a Grace como una hermana, a pesar de que su sangre no
tenía un ápice en común. Desde hacía muchos años frecuentaba a Lovingdon, hasta
como confidente en algunas ocasiones, pero en los últimos tiempos compartiendo
sus propios infiernos de dolor. Hasta que Grace había capturado el corazón del
duque.
Por lo tanto, Drake no había podido estar ausente en la celebración de su
matrimonio. Sólo unos minutos antes había divisado a la feliz pareja escapando de la
sala de baile. Normalmente, la novia y el novio no asistían al baile, celebrado en su
honor, pero Grace estaba lejos de ser convencional. Ella había querido bailar con su
padre por última vez. La vista del Duque de Greystone se estaba deteriorando,
aunque sólo la familia era consciente de su aflicción. Otra razón por la que Drake
estaba allí: el reconocimiento a la deuda eterna que tendría con el hombre y la mujer
que le habían dado un hogar. Ellos esperaban su presencia, y por esa razón, no
dejaba entrever a ninguna de las damas que lo rodeaban que deseaba estar en otra
parte. Él siempre hacía lo que fuera necesario para garantizar que el duque y la
duquesa no tuvieran que arrepentirse de haberlo adoptado.
Eran tan jóvenes las mujeres que le sonreían y batían sus pestañas. Incluso los
que tenían más de veinticinco eran demasiado inocentes para su gusto. Todas se
veían felices y despreocupadas, como si los problemas les fueran desconocidos,
como si la vida no fuera más que un eterno disfrute. Prefería que sus mujeres
tuvieran un poco más de condimento: sabrosas, picantes y ácidas.
–Mozo.
La excepción a su preferencia de acidez había llegado. La soberbia en su voz le
hizo apretar los dientes. Debería haber sabido que no podría escapar de su atención
por toda la noche. Lady Ofelia Lyttleton era una de las mejores amigas de Grace, lo
que iba más allá de su comprensión. No entendía por qué su hermana del corazón
podía asociarse con una persona tan arrogante, cuando ella misma era la persona
más dulce que jamás hubiera conocido. Terca, pero no tenía un sólo hueso arrogante
o altivo en su cuerpo. Lady Ofelia no podía decir lo mismo. Su presencia a sus
espaldas era prueba suficiente.
Las damas que le habían estado regalando su atención parpadearon varias veces
y se fueron en silencio por primera vez en más de dos horas. Porque ellas estaban
allí, debido a que él se esforzaba por dar la apariencia de ser un caballero, lo que lo
obligaba a ahorrarle a lady señora Ofelia el bochorno de ignorarla. A pesar de que
sospechaba que tendría que pagar un precio muy alto por su generosidad. Con ella
siempre pagaba un precio muy alto. La dama era muy hábil para lanzar púas
urticantes.
Poco a poco se volvió y arqueó una ceja hacia la mujer cuya cabeza no lograba
alcanzar la altura de su hombro, quien, a pesar de su diminuto tamaño, se las
arreglaba para dar la apariencia de mirarlo hacia abajo. Era efecto de su nariz
delgada que se respingaba muy ligeramente en el extremo. Había sido una
provocación constante cada vez que visitaba a Grace y se cruzaba con él. Pero esa
hija del diablo era muy cuidadosa en sus tratos con él, y reservaba sus pullas para los
momentos en los que Grace no estaba presente. Se horrorizaría al saber que había
soportado estoicamente las degradaciones de lady Ofelia, quien nunca dejaba de
señalarle que a diferencia de su rango aristocrático, él penosamente apenas podía
elevar su cabeza sobre el estiércol.
No tenía sentido que una belleza como esa pudiera ser una arpía tan
consumada. Sus rasgados y exóticos ojos verdes, lo desafiaban con tanta agudeza
que podrían cortarle el alma si no tenía cuidado. Aunque era doce años mayor,
apenas había madurado hacia la femineidad, había dominado el arte de hacer que se
sintiera como si fuera un perro sacado del pantano. No es que otros miembros de la
aristocracia no lo hubieran hecho sentir lo mismo de vez en cuando, pero se irritaba
más cuando era ella la responsable de magullar su orgullo.
–Mozo– repitió en voz alta y con un poco más de arrogancia –Ve a traerme una
copa de champán, y hazlo rápido.
Como si fuera un siervo, como si viviera para servirla. No es que desestimara la
labor de los sirvientes. La suya era una de las tareas más nobles que conocía y sus
logros superaban con creces cualquier cosa que ella pudiera lograr. Porque
seguramente, mordisquearía chocolates en la cama mientras leía un libro, sin pensar
en el esfuerzo que eso habría significado para las personas que estaban a su servicio.
Consideró la posibilidad de decirle que fuera a buscarse el champán ella misma,
pero eso sería concederle la victoria, ya que sería la prueba que necesitaba para
restregarle en la cara que no era lo suficientemente caballero como para no insultar
a una dama. O tal vez simplemente ella quería asegurarse de que supiera cuál era su
lugar. Como si pudiera olvidarlo. Se bañaba todas las noches, frotaba su cuerpo con
saña, pero no podía quitarse la suciedad que las calles habían impregnado en su piel.
Su familia lo había abrazado, sus amigos lo habían abrazado, pero aún así sabía lo
que era, sabía de donde había venido. Si le contara a lady Ofelia la verdad sobre lo
que se escondía en su pasado, sin duda la haría palidecer y desmayarse de horror.
Las damas que lo habían frecuentado esa noche, seguían dando vueltas
disimuladamente en las cercanías, tal vez con la esperanza de que la pusiera en su
lugar. Nunca había entendido la rivalidad que a veces había visto entre las mujeres.
Sabía que Grace había vivido en carne propia ese tipo de celos dado que su inmensa
dote había hecho que los hombres compitieran salvajemente por ganar su favor.
Pero Lady O, muy a su pesar, siempre había permanecido fiel a Grace,
desempeñándose como confidente de su hermana, y había sido una amiga
verdadera. No se merecía su desprecio ni que la humillara frente a las damas.
Inclinó la cabeza ligeramente.
–Como usted desee, lady Ofelia.– Se volvió hacia las demás. –Sólo tardaré un
momento, y luego podremos continuar nuestra discusión sobre la composición de
sus seductoras fragancias.
Por alguna razón habían ideado un pequeño juego que incluía identificar la flor
que daba su esencia al perfume de cada una. Eso requería de su parte, inclinaciones
constantes para inhalar cerca de sus cuellos, y suspiros suaves de parte de las
jóvenes.
Lady Ofelia había llegado envuelta en una nube de orquídeas que tentaba, y
prometía placeres prohibidos. Y a pesar de sus mejores intentos por ignorarla, lo
atraía en gran manera. De todas las mujeres, ¿por qué diablos era ella quien lo
intrigaba? Tal vez porque era todo un desafío saber que sólo los más ágiles podrían
escalar los muros erigidos a su alrededor a fin de obtener el tesoro que se ocultaba
detrás. Él era experto en leer la mente de la gente, aunque nunca había sido capaz
de leer la suya.
Girando sobre sus talones, se dirigió a la mesa donde estaban sirviendo champán
y otros refrescos. Fue muy consciente de su mirada taladrándole la espalda.
Sospechaba que si miraba por encima del hombro, la vería advirtiéndoles a las otras
damas que debían retirarse. Poco se daría cuenta de que estaría haciéndole un favor
si podía asegurar que lo dejaran en paz. Se había comprometido a tres bailes más, y
no quería decepcionarlas abandonando el salón antes de que hubiera cumplido con
sus obligaciones. Tampoco le daría a lady Ofelia la satisfacción de arruinar su noche
enviándolo a hacer recados. Una copa era todo lo que obtendría de él.
No sabía por qué, hacía dos años en el baile de puesta de largo de Grace, le
había pedido a lady Ofelia que bailara con él. Tal vez lo había sorprendido el hecho
de que se hubiera convertido en una exquisita criatura, y fuera amiga de Grace. Y
aunque a menudo lo había mirado por encima del hombro, había sido una niña
entonces y él había asumido que ya habría superado las cosas de niños. No podía
haber estado más equivocado. Con una mirada horrorizada, le había dado la espalda
sin siquiera responder a su invitación. No había escatimado orgullo para evitar que
los otros presenciaran su desaire.
Cogió una copa de champán de la mesa, y emprendió el camino de vuelta a
través de la multitud, en absoluto sorprendido de no encontrarla allí. Consideró dar
cuenta de la bebida burbujeante, pero el whisky era más de su agrado, y entonces
oyó su risa seductora. ¿Cómo diablos podía una doncella de hielo tener una risa tan
sensual, un canto de sirena que golpeaba directamente a la ingle?
Irritado consigo mismo por sentirse atraído por el sonido, miró por encima del
hombro para verla coqueteando descaradamente con el duque de Avendale y el
vizconde Langdon. Sus familias eran respetables, poderosas y ricas. No se sorprendió
al ver a otras dos mujeres en el grupo. Los caballeros eran muy codiciados, pero
siempre tendían a evitar los asuntos sociales. Consideraban al matrimonio tan lejano
en su futuro que no serían capaces de verlo con un catalejo. Estaban allí sólo porque
eran amigos tanto de Grace como de Lovingdon. Pero ahora que la feliz pareja se
había marchado, sospechaba que Avendale y Langdon correrían a internarse en otro
lugar en busca de entretenimiento.
A diferencia de lady O, ellos lo querían a su lado.
La risa de Ofelia le llegó de nuevo, sólo que esta vez cuando el sonido se apagó,
su mirada se posó en él como una enorme piedra, y luego cayó sobre el champan,
mientras sus labios se elevaban en señal de triunfo, justo antes de que arrugara la
nariz como si oliera algo bastante desagradable. Su rostro volvió a recuperar su
belleza engañosa, y centró su mirada de nuevo en Avendale, despidiendo
tácitamente a Drake en el proceso.
Desafortunadamente para ella, ya que no estaba dispuesto a ser tan fácilmente
desestimado.
Ofelia tuvo una sensación momentánea de pánico. Darling, se dirigía hacia ella
con determinación llevando la copa en sus manos bronceadas. Su expresión daba a
entender que estaba preparado para dar batalla y temía haber juzgado mal su estado
de ánimo esa noche, que la lección que pretendía impartirle podría ser más difícil de
lo que había esperado, pero se las arreglaría. No iba a dejarse intimidar, ni por él, no
por ningún otro hombre.
Él era un plebeyo de baja estofa. Podría tener la apariencia exterior de un
caballero, pero no tenía ninguna duda de que en el fondo era un sinvergüenza, con
los modales de un perro callejero, y una inclinación constante al libertinaje.
No sabía por qué ese pensamiento le producía tanto acaloramiento.
Seguramente era debido a la habitación llena de gente, los candelabros de gas, las
capas de enaguas y el corsé apretado. De ninguna manera era producido por las
imágenes conjuradas por su mente de esas manos enormes explorando su cuerpo.
No era una casquivana. Era una dama. Y las damas no imaginaban ese tipo de cosas.
Pero a medida que se acercaba, algo dentro de las oscuras profundidades de sus
ojos negros le daban a entender que sabía exactamente a dónde habían estado
dirigidos esos pensamientos errantes y que estaba más que dispuesto a ser su
compañero en una aventura pecaminosa. No era guapo, al menos no de la manera
clásica. Sus rasgos eran marcados, duros, como si hubiera sido esculpido por un dios
enojado. Su nariz era amplia, su frente muy ancha, y su mandíbula demasiado
cuadrada. Podía ver el comienzo de la sombra de su barba, como si no tuviera la
decencia de esperar un poco más en aparecer. ¿Por qué estaba perdiendo el tiempo
analizando cada detalle de su persona cuando tenía señores en abundancia
dispuestos a prestarle atención?
Cuando se detuvo enfrente, se permitió la licencia de recorrer su figura
enteramente. La respiración se le tornó dificultosa, y tuvo un miedo horrible de que
descubriera sus imperfecciones. Echó hacia atrás los hombros. ¿Qué le importaba su
veredicto si su opinión no valía nada?
–Su champán.
Su voz áspera, y ronca dejaba entrever algo oscuro y sensual en sus palabras. Se
le ocurrió que no sería un amante silencioso, que susurraría cosas perversas al oído
de una mujer.
–Tardaste tanto en complacer mi pedido que ya no tengo ganas de beber.
–Seguro que no te negarás el placer de permitir que estas burbujas hagan
cosquillas contra su paladar.
Había una enorme cuota de placer envuelta en sus palabras. No podía permitir
que se dirigiera a ella con semejante falta de respeto, delante de otras personas... no
podía tolerarlo. Pero no se le ocurrió ninguna réplica ingeniosa ya que estaba
tratando de imaginar las cosquillas del champan en su paladar.
–Con lo que tardaste, las burbujas ya habrán desaparecido– dijo, antes de volver
su espalda. –Avendale, creo que estabas diciendo…
Drake Darling tuvo la audacia de interponerse entre ella y el duque. Tenía los
ojos entrecerrados, y la mandíbula tensa.
–Lady Ofelia, insisto en que tomes el champán.
–Muchacho, no estás en posición de insistir nada en lo que a mí respecta.
Su dedo enguantado golpeó un lado de la copa con su mejor expresión de
aburrimiento, mientras los engranajes de su mente maquinaban alguna represalia.
No sabía por qué insistía en provocarlo, pero algo en él la inquietaba, siempre lo
hacía. Quería ponerlo en su lugar, y recordarse a sí misma, que estaba por debajo de
ella. Su padre le había azotado el trasero y las piernas desnudas con un cinturón
cuando la había oído hablar con familiaridad a un mozo de cuadras. En ese momento
había tenido doce años, pero había sido una lección difícil de olvidar. Nunca debería
asociarse con nadie que no fuera de noble cuna.
–Que así sea– murmuró, levantando la copa.
Inclinó la cabeza hacia atrás y bebió el líquido dorado de un largo trago. Sólo
pudo ver un atisbo de los músculos de su garganta al tragar, ya que una corbata
perfectamente atada escondía el resto de la vista. Pero su cuello, como el resto de él,
era poderoso. Puso a un lado el vaso de cristal, y se humedeció los labios, con
satisfacción brillando en sus ojos.
–No, no habían desaparecido. De hecho ha sido muy agradable, como el beso de
una ninfa.
La ira, el calor y la euforia, se dispararon a través de su sangre. Estaba
burlándose de ella, ridiculizándola. No importaba que hubiera sido ella quien
comenzara todo con su pedido autoritario. Se suponía que él debía escabullirse
cuando se diera cuenta que ya no tenía interés en el champán. No tenía que tentarla
a probarlo allí mismo.
–Muchacho…
–Ha pasado un largo tiempo desde que dejé de ser un muchacho.
Ella ladeó la barbilla. –Muchacho, ve a buscar champán para todos nosotros.
–Cuando el infierno se congele, mi señora.
Dio un paso hacia ella. Ella dio un paso apresurado hacia atrás. El triunfo iluminó
sus ojos.
Justo en ese momento un lacayo pasó por su lado, y sin quitar su mirada de la de
Ofelia, Darling tomó una copa de la bandeja de plata. Luego dio otro gran paso hacia
adelante.
Ella luchó para mantenerse imperturbable, pero estaba tan cerca que hasta
podía inhalar su perfume embriagador. Almizclado y dulce, con un dejo de tabaco o
quizá de pecado.
Trató de apartarse un paso atrás.
–Baila conmigo– dijo.
–¿Disculpe?
–Me escuchaste.
Ella ladeó la barbilla. –Yo no bailo con plebeyos.
–¿De qué tienes miedo?
–No le temo a nada.
–Mentirosa.
Lanzó miradas a derecha e izquierda y comprendió que entre palabra y palabra,
se las había arreglado para que retrocediera hasta dentro de uno de los
innumerables cuartos y ahora estaba restringida de escape. Los dos caballeros que
habían estado con ella se habían esfumado. Debería haber supuesto que Avendale y
Langdon secundarían los planes de Darling desapareciendo en la pista de baile, los
jardines, o la sala de refrescos. ¡Malditos sean! Aun así, no se dejaría intimidar por
ese canalla.
–Usted, señor, es despreciable.
–Y tú eres una señorita altiva que necesita que le den una lección.
–Supongo que te crees el hombre indicado para hacerlo.
Sus ojos oscuros, se posaron en sus labios, y temerosa retrocedió tres pasos.
–No te atrevas– susurró, odiando que su voz sonara más como una súplica que
una demanda.
–Has estado hostigando al tigre desde hace algunos años. No deberías ser tan
tonta como para pensar que nunca te atacaría.
Tenía razón. No sabía por qué continuamente buscaba la oportunidad de
molestarlo. Tal vez porque le despertaba una profunda curiosidad la oscuridad que
había en él, que la aclamaba, y a la que sería contraproducente dar la bienvenida.
–Estamos ofreciendo un espectáculo lamentable– señaló.
–Estamos solos. Nadie nos está prestando atención.
Al igual que un gran depredador, avanzó hacia ella. Aunque sabía que no era
prudente, retrocedió hasta que su espalda dio contra la pared. El corazón le latía con
ritmo errático. Dentro de sus guantes, sus palmas se humedecieron.
–Si haces algo inapropiado, gritaré.
Se rió oscuramente.
–¿A riesgo de ser atrapada a solas con un golfillo? Yo creo que no.
–Eres un sinvergüenza de corazón negro.
–¿Qué es exactamente lo que me intriga de ti? Estás aburrida de todos los
caballeros que pululan a tu alrededor, y que nunca se tomarían la atribución de
tocarte con las manos desnudas.
Ella contuvo el aliento mientras su cálida y áspera mano, se desplazó por el lado
izquierdo de su cara. Era tan enorme que mientras con los dedos tocaba su cabello,
el borde de la palma acunaba su mandíbula, y la yema del pulgar le acariciaba la
mejilla.
–Estás aburrida de los caballeros que corren para complacer tus caprichos–
continuó.
–Yo no estoy aburrida.
Odió el sonido de su voz, como si hubiera estado corriendo hasta la cima de una
colina sin parar. Sentía su pecho dolorosamente oprimido.
–Estás hastiada de que todo el mundo corra ante el mínimo meneo de tu
meñique. Nunca has tenido que trabajar para conseguir algo. Ni siquiera las
atenciones o afectos de un caballero.
–Usted no sabe nada en absoluto acerca de mí.
Su voz sonó asustada, temblorosa. En su fuero interno, sabía que no iba a
dañarla físicamente, ni haría nada para arruinar su reputación. Grace nunca se lo
perdonaría, y si había aprendido algo en los últimos años, era que él quería
desesperadamente complacer a Grace y su familia. Pero temía que tuviera la
capacidad de vislumbrar su alma destrozada. La oscuridad llamaba a la oscuridad, el
pecado al pecado.
–Yo sé más de lo que piensas, lady Ofelia. Entiendo más de lo que puedas
imaginar. Te casarás con el caballero correcto, pero sospecho que primero te
gustaría mucho bailar un vals con el diablo.
–Estás muy equivocado.
–Pruébamelo.
Antes de que pudiera responder, colocó su boca sobre la de ella. Era más suave
de lo que esperaba, más caliente. Su pulgar le rozaba la comisura, una y otra vez,
como si fuera parte del beso. Sintió su lengua delineándole los labios, antes de
lamerlos enteramente. Una, dos veces, para luego regresar al centro, pero ya no se
contentó sólo con la superficie. Con una insistencia que debería haberla asustado, la
instó a abrirse para él. Su lengua la avasalló, enredándose con la suya, terciopelo y
seda. Invitándola a explorarlo, a conocerlo íntimamente mientras descubría la de
ella.
Debería haberse sentido repelida, horrorizada. En lugar de eso, estaba en trance,
disfrutando sensaciones que nunca había experimentado. Era tan intenso que le
provocaba estremecimientos que comenzaban en las puntas de los dedos del pie y se
extendían a todas sus terminaciones nerviosas, enviando una calidez letárgica, que
debilitaba sus rodillas, y su decisión de alejarlo.
Oyó un gemido profundo, sintió una vibración contra sus dedos y se dio cuenta
que estaba aferrada a las solapas de su abrigo. Aferrarse a Drake Darling era lo único
que la salvaba de derretirse de placer y caer a sus pies. Esto no era más que un beso,
una antigua danza de lenguas, sin embargo, estaba demostrando ser su perdición.
Él se echó hacia atrás, con el triunfo brillando en sus ojos. –Cinco minutos más y
podría haberte despojado de tu ropa y tu…
¡Canalla!
Su palma enguantada se estrelló contra su mejilla, sorprendiéndolo, y
sobresaltándola a ella también, pero no permitiría que la tratara como a una
mujerzuela.
–No solamente eres repugnante sino que también sobrevaloras tus talentos. Yo
no disfruté de tus caricias, ni de tus besos, en lo más mínimo.
–Tus gemidos me decían otra cosa.
Levantó la mano para propinarle otro golpe, pero él aferró su muñeca,
envolviendo firmemente sus dedos alrededor de sus frágiles huesos. Podría
romperlos tan fácilmente. Ella respiraba con dificultad, mientras que él no parecía
afectado en absoluto.
–Una bofetada es todo lo que te permitiré, mi señora. Te hubiera librado de mis
atenciones ante la más leve protesta de tu parte. No puedes hacerme creer que
estás enfadada ya que jamás has rechazado lo que te estaba ofreciendo.
–No quiero tener nada que ver con usted. Ahora suélteme.
Sus dedos se abrieron lentamente. Y Con el brazo liberado le dijo con desprecio:
–No eres mejor que la porquería que piso con mis zapatos.
–Me parece que la dama protesta demasiado.
–Que te pudras en el infierno.
Pasó a su lado, muy aliviada de que no tratara de detenerla, y ligeramente
decepcionada también. ¿Qué era lo que estaba sucediéndole? Era algo extraño darse
cuenta de que con él se había sentido… totalmente a salvo. Absolutamente segura.
Lo cual era ridículo. Él no le gustaba. Ella no le gustaba a él. Simplemente estaba
tratando de darle una lección. Ella sólo podía esperar que también le hubiera
enseñado una:
“Que era una dama con la que no se podía jugar”.
Capítulo 2
Con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, Drake había tomado el camino
que bordeaba el Támesis. Siendo un muchacho, iba a ese lugar y buscaba pequeños
tesoros en el barro: alguna moneda, un botón de fantasía, un poco de sedal, y una
vez hasta un reloj. El reloj de bolsillo había sido su hallazgo más valioso, pero había
cometido el error de mostrárselo a su padre, quien se lo había arrebatado de las
manos. A menudo se preguntaba cómo había llegado al lodo de la ribera.
No había sido el único que tenía la esperanza de que el barro les entregara algo
de valor. Los llamaban carroñeros. A veces todavía sentía que el lodo se aferraba a su
piel, a su ropa.
Tal vez por esa razón lady Ofelia Lyttleton lograba irritarlo de esa manera,
porque cuando lo miraba, sentía como si estuviera viendo al niño sucio que una vez
había sido. El niño hambreado para que siguiera siendo lo suficientemente delgado
como para colarse a través de las ventanas de un sótano o bajara por el conducto de
una chimenea con el fin de poder entrar en una residencia. Él se deslizaba
cuidadosamente en la oscuridad y abría la puerta a su padre, un bruto descomunal.
A veces, cuando Drake se miraba en un espejo, veía a su padre, de pie allí. No
poseía la elegancia pulida de la aristocracia. Sin importar qué tan bien vistiera, lo
refinado de su conversación, o sus modales impecables, nunca podría olvidar que
había salido del barro.
Aunque esa noche, más que cualquier otra, estaba en peligro de sumergirse de
nuevo en él.
¿Qué diablos había estado pensando al besar a Lady O? Ella había despertado al
diablo que moraba en su interior. Tal vez porque quería darle una razón satisfactoria
para pensar lo indigno que era de ella. Por lo que sabía, nunca la había tratado mal.
No podía pensar en ninguna razón para su aversión más que las circunstancias de su
nacimiento. En sus círculos, supuso que esa era una razón válida.
Dentro de ese pequeño refugio entre las sombras que se cerraban en torno a
ellos, se había creado una intimidad que barrió las diferencias. Simplemente habían
sido un hombre y una mujer. Y ella había olido tan condenadamente bien. Había
estado rodeado de diferentes aromas toda la noche, y sin embargo, las orquídeas lo
habían atraído como ningún otro. Imaginó su piel entibiada por la pasión y
humedecida por el deseo que haría esparcir su perfume. Su piel se había sentido tan
sedosa bajo sus dedos ásperos. Y esos ojos, esos malditos ojos verdes que insinuaban
secretos.
Habría apostado su alma a que era una dama con secretos, y por alguna razón
insondable se sintió tentado a descubrirlos, para ver qué pasaba cuando perturbaba
su tranquila fachada, mientras el hielo se derretía.
Lo que causó que ella le diera una bofetada. Merecidamente.
Ahora bien, si él sólo pudiera olvidarse de su sabor, él pudiera conseguir
ignorarla en el futuro. Por desgracia, ignorar los acontecimientos pasados nunca
había sido su fuerte.
Pasando por encima de la barrera que marcaba el camino, se acercó a la orilla
del agua. Farolas distantes apenas iluminaban el área. Jirones de niebla se
arremolinaban a su alrededor. Se abstuvo de caer en viejos hábitos, de cuclillas,
clavando sus dedos en el barro fangoso. Esa noche su alma se sentía tan negra como
el río. Todo por culpa de ella. Muchacho, tráeme un poco de champán.
Muchacho. Había querido demostrarle que no era un niño, pero en su afán por
conseguirlo, tampoco se había comportado como un caballero. Orgullo estúpido
orgullo.
Un leve gemido le llamó la atención. De inmediato se puso en alerta. No era
inusual que la gente durmiera a la intemperie. No todo el mundo tenía un techo
sobre la cabeza. Tampoco era raro que los ladrones estuvieran al acecho en ese
lugar. Pero no solían hacer ruidos que los delatasen. ¿Alguien habría sido atacado
antes de su llegada?
El gemido se repitió.
Dio un paso cauteloso en la dirección que juzgó correcta, pero la niebla podía
distorsionar sonidos, y disfrazar sus orígenes.
–¿Hola?
Escuchó con más atención. El agua rompiendo en la orilla. El salto de un pez.
Pasos apresurados. Una tos ahogada.
Avanzando dos pasos más hacia el último sonido, se maldijo por no llevar una
linterna, pero estaba familiarizado con esa parte de Londres. Podía recorrerla con los
ojos vendados. Además, prefería ser parte de la oscuridad. Por mucho que deseara lo
contrario, no era alguien acostumbrado a arrojar luz sobre sus actos. Lady Ofelia
tenía razón: tenía alma de canalla.
Al ver a un montículo que parecía desencajar con el entorno, apresuró el paso. El
gemido débil se renovó. Era una persona, una mujer, flotando sobre la costa, con sus
faldas ondeando detrás de ella ya que el agua se mecía con la marea. De rodillas en
la oscuridad, solo podía entrever que su pelo parecía rubio, aunque era difícil saberlo
a ciencia cierta ya que estaba cubierto de barro. Le tocó el hombro. Estaba helada. Le
le dio una pequeña sacudida.
–¿Señora?
Nada. Ningún sonido, reacción ni respuesta.
Echando un vistazo rápido alrededor, no vio ninguna presencia humana. Al
presionar los dedos justo debajo de la mandíbula, sintió su pulso errático. Si tenía
alguna posibilidad de sobrevivir, tenía que aumentar su temperatura tan pronto
como fuera posible.
Rápidamente, se quitó la chaqueta y la colocó sobre ella, esperando que algo de
la calidez de su cuerpo alcanzara el suyo. Luchó para despegarla del barro que la
succionaba, tratando de mantenerla cautiva. No tenía chances. Había rescatado un
buen número de baratijas de las orillas del Támesis, pero nunca había rescatado a
una mujer, y no estaba dispuesto a dejarla morir ahora que la había encontrado.
Ella estaba empapada. ¿Cómo había llegado al río? Era una pregunta que
debería contestar más tarde, cuando se recuperara, y por Dios que se recuperaría. Se
maldijo por no tener un carro consigo, pero su estado de ánimo lo había impulsado a
dar un largo paseo a pie. Afortunadamente, su residencia no estaba muy lejos, pero
con el agua y el barro, pesaba tanto como un elefante. Consideró la posibilidad de
tomarse un momento para despojarla de sus ropas, pero ¿cómo podría justificar a
una mujer desnuda en caso de ser detenido por un agente de policía? ¿Y dónde
diablos había un maldito alguacil cuando lo necesitaba?
Sólo podía esperar que su pecho le proporcionara algo del calor que tanto
necesitaba. Murmuró algo ininteligible.
–Está bien, cariño, ya casi estamos. No tardaré mucho más.
Aceleró el paso, por una vez agradecido por su tamaño y volumen. A pesar del
peso, podía cubrir la distancia rápidamente. Debido a la hora, no había nadie en ese
lugar. Solo ellos dos.
Concentrado en sus pensamientos, en lugar de la gran distancia que tenía que
cubrir, comenzó a trazar su plan. Llevarla a su residencia, calentarla, llamar al médico
William Graves. Una mujer que se hallara en la residencia de un hombre se vería
comprometida pero Graves sería discreto. Era un viejo amigo de la familia en el que
podía confiar.
La residencia apareció delante de su vista y Drake lanzó un suspiro de alivio
porque ella aún respiraba, aunque se estremecía convulsivamente por el frío. Con
cierta dificultad, se las arregló para recuperar su llave y abrir la puerta. Una vez
dentro, cerró detrás de él y subió las escaleras hasta el siguiente piso donde había
cuatro alcobas. Afortunadamente, había dejado las luces de gas encendidas antes de
salir. Recientemente había adquirido la residencia, y no había encontrado tiempo
para poner las cosas en orden. Sólo una habitación contenía una cama, la suya.
Entró en ella ahora, y suavemente la acostó en la enorme cama.
–¿Novio?
Acarició su rostro embarrado, pero ella no respondió. Estaba fría, tan
condenadamente fría. De la manera más impersonal posible, la despojó de su ropa,
sorprendido por la calidad del género. No era una plebeya, ni una residente de las
calles. La amante de un señor caída en desgracia, tal vez.
Cuando las enaguas, camisa y medias quedaron dispersas en el suelo, notó
algunas contusiones, pero nada parecía demasiado grave. A simple vista era como
alguien que hubiera ido a nadar.
Cuando quedó desnuda, la cubrió con sábanas y mantas. Marchó hacia la
chimenea y se dedicó a encender un gran fuego, con la esperanza de caldear la
habitación y a la vez calentarla a ella. Sintió que comenzaba a sudar. Se quitó la
chaqueta y el chaleco, tirándolos sobre una silla, antes de regresar a la cama. No
parecía haber reaccionado.
Debería correr a buscar a Graves, pero se resistía a dejarla sola. Supuso que
podría despertar a un vecino, pero su horario de trabajo le había impedido
presentarse ante ellos. Aún tenía que contratar sirvientes, porque no pasaba allí
suficiente tiempo como para justificar el gasto. La mayor parte del día estaba en la
sala de estar del Dodgers. Tenía apartamentos allí, que le resultaban muy útiles
cuando trabajaba demasiadas horas. Pero había comprado ese lugar porque había
sentido la necesidad de poseer algo que le diera la sensación de permanencia.
Se acercó al lavabo, recogió la jofaina, y la puso delante del fuego para que el
agua se entibiara. Luego cogió un paño y volvió a la cama. Con cuidado, se sentó en
el borde, mojó la tela en el cuenco, y lo escurrió. Apartándole suavemente el pelo
enmarañado del rostro, comenzó a limpiarle el barro de la cara. Un rostro ovalado,
no redondo ni cuadrado, sino delicadamente ovalado, con pómulos altos y una nariz
estrecha que se respingaba ligeramente en la punta.
Su mano se quedó inmóvil mientras miraba los rasgos revelados. Conocía esa
cara. ¿Qué demonios?
Había rescatado a Lady Ofelia Lyttleton.
Suavemente, le acarició la mejilla.
–¿Lady Ofelia?
–No– murmuró. –¡No quiero que me toques! ¡No, no lo hagas!– comenzó
agitándose.
Rápidamente, dio un paso atrás.
–No, no voy a tocarla.
Sus palabras fueron oídas, porque al instante se calmó, y su respiración se volvió
cada vez más profunda, aliviando las líneas arrogantes que generalmente
estropeaban lo que hubiera sido un rostro muy agradable. Incluso en el sueño, fue
capaz de reconocer su voz, recordándole con su negativa a tocarla que era alguien
inferior, similar a la porquería que pisaban las suelas de sus zapatos.
El disgusto que le ocasionó, le hizo contemplar la idea del placer que obtendría
lanzándola de vuelta al Támesis.
Pasando la mirada por la pila de ropa en el suelo, se dio cuenta que tenía que
tratar de quitarles el barro. No sería posible volver a utilizar esas faldas y enaguas
rígidas si no las lavaba. Ofelia sin duda tendría una rabieta al saber que había tocado
sus calzones. ¡Demonios! Desearía haber contratado una sirvienta que pudiera
ocuparse de esas tareas mundanas, como poner su casa en orden por ejemplo. Por
supuesto, si tuviera una sirvienta, tan pronto como Ofelia despertara, estaría
señalándole a la pobre chica toda suerte de falencias, la temperatura del agua del
baño o la frescura del pan tostado o la untuosidad del huevo. Era tan simple quejarse
cuando nunca se había puesto en los zapatos de un sirviente.
Volvió su atención a Ofelia. Estaba tan quieta como la muerte, tan silenciosa
como una tumba. Debería buscar a Grace, para ver si podía determinar que estaba
haciendo su querida amiga chapoteando en el barro, pero era su noche de bodas, y
aunque ella estaría feliz de poder ayudarla, sospechaba que su marido pasaría el
tiempo alejado de su esposa, maquinando formas innovadoras de torturar a Drake.
No, uno no molestaría a una pareja en su noche de bodas por una dama malcriada
que por descuido había resbalado de una barcaza para caer en el Támesis.
Probablemente pasada de bebida, había perdido el equilibrio.
La mañana siguiente también sería muy pronto para molestar a Grace, ya que
partirían para su viaje de bodas con las primeras luces. No era un asunto tan grave
como para tener que alterar sus planes. Pero tal vez debería correr el riesgo de ir a
buscar Graves.
Nunca antes le había molestado vivir solo, pero de pronto se encontró deseando
tener un ejército entero a su disposición, o al menos alguien que pudiera enviar una
misiva en su nombre. Contempló la idea de despertarla, pero no quería molestarla de
nuevo. Probablemente lo mejor sería dejarla dormir.
De repente sus ojos se abrieron, y miró las profundidades verdes, esperando una
bofetada, un grito, o un arrebato de horror por encontrarse en su dormitorio.
En cambio parpadeó, volvió a parpadear, miró a su alrededor lentamente antes
de fijar su mirada en él. A pesar de la desventaja de su postura, se las arregló
bastante bien para alzar la barbilla y decir:
–¿Qué estoy haciendo aquí?
Su tono le sentaba tan bien: exigente, acostumbrado a que le obedecieran de
inmediato.
–Yo te saqué del río– dijo, deseando por un momento haberla dejado allí.
Dudaba que apreciara su rescate, lo cual planteaba la siguiente cuestión: ¿Por
qué demonios había necesitado que la rescatara?
–¿Cómo llegaste allí?
Apretó los dedos de la mano izquierda sobre la sien y cerró los ojos.
–No lo sé.
–¿Cómo puedes no saberlo?
Sacudiendo la cabeza un poco, abrió los ojos.
–Me duele la cabeza.
–No he tenido la oportunidad de examinarte.
–¿Es usted un médico?– Le preguntó directamente.
Él frunció el ceño. Su obsesión por menospreciarlo era bastante molesta en un
momento como ese, cuando estaba esforzándose por ayudarla. ¿Acaso nunca haría a
un lado las diferencias entre ellos?
–Por supuesto que no, pero puedo distinguir un golpe. Déjame ver.
La soberbia pareció escurrirse de ella.
–Sí, por supuesto.
¿Sí? ¿Acaso consentiría de buen grado que la tocara? Supuso que se había dado
cuenta que en realidad no tenía otra opción.
Con cuidado, movió sus dedos a través de la maraña de pelo, pasándolos
suavemente sobre el cuero cabelludo. Se enganchó en un nudo. Ella hizo una mueca.
–Lo siento– dijo. –tienes un bulto justo allí. Uno pequeño– dijo retirando los dedos. –
No parece estar sangrando.
–Eso es bueno, ¿no?
–No siempre es bueno. Me he golpeado la cabeza antes. Pero pienso que se
pondrá bien después de un tiempo de reposo.
Miró a su alrededor de nuevo, esta vez más despacio, como si estuviera
catalogando cada detalle: el papel en las paredes que aún tenía que reemplazar, la
grieta en la repisa de la chimenea que aún tenía que reparar, la ausencia de
alfombras o cortinas. Todo lo que había planeado hacer cuando tuviera tiempo. Sus
ojos se estrecharon, y se preparó para su comentario cáustico respecto a todo lo que
le faltaba.
–Esta habitación... es muy rara, no parece como si fuera mía.
Mirándola, trató de dar sentido a sus palabras. Tal vez el bulto que había sentido
era más peligroso de lo que había conjeturado porque parecía terriblemente
confundida.
–Por supuesto que no es tuya. Es mía.
Volviendo la cabeza, lo miró fijamente, su frente tan profundamente fruncida
que estaba bastante seguro de que si la cabeza no le habría dolido antes, debería
hacerlo ahora.
–¿Por qué me has traído aquí? ¿Quién eres?
¿Qué juego estaba jugando?
–Tú sabes quién soy. Drake Darling.
–Me temo que estás muy equivocado. Yo no te conozco– susurró.
–Eso no tiene sentido. Me conoces desde hace mucho tiempo.
Lentamente negó con la cabeza y las lágrimas brotaron de sus ojos. Él no era de
los que generalmente se ablandaban, pero una mujer llorando tendía a ser su
perdición. Ninguna de las mujeres más importantes de su vida, la duquesa de
Greystone ni su hija, Grace tenían la tendencia a llorar. Eran fuertes, valientes, por lo
que a la hora de tratar con lágrimas, estaba perdido. Especialmente perdido cuando
se trataba de consolar a Lady O. Lo último que jamás se había imaginado hacer, tener
ganas de consolarla, pero en ese preciso momento era todo lo que deseaba; lo
deseaba más que a nada en el mundo, porque no podía soportar las lágrimas. Quería
que se sintiera segura y protegida. Aunque sin duda le supondría una reprimenda,
decidió utilizar una forma de su nombre que en ocasiones le había escuchado usar a
Grace. Seguramente encontraría consuelo en el apodo familiar.
–Phee.
–¿Phee?– Preguntó.
–Phee.– Respondió.
Su expresión fue como si estuviera luchando por arrebatar algo que estaba justo
fuera de su alcance.
–Phee. Te suena familiar.– Ella asintió con la cabeza, y luego lo miró a los ojos. –
Ese es mi nombre, ¿no?
Algo estaba terriblemente mal. Muy lentamente, salió de la cama y se puso de
pie, poniendo distancia entre ellos mientras trataba de descifrar exactamente lo que
estaba pasando.
–¿Que recuerdas?
Con el ceño fruncido giró la cabeza de lado a lado.
–No me acuerdo... de nada.
Capítulo 4
***
No era un sueño. Se despertó en la misma cama en la misma alcoba con el
mismo hombre a los pies de la cama ahora. Quiso indignarse por su intrusión, pero
era su habitación, su cama, su casa. Y ella era su sirvienta. Tenía el derecho de hacer
lo que quisiera.
–¿Cómo te sientes?– Preguntó.
Perdida, confundida, aterrorizada, pero no podía confesar nada de eso.
Instintivamente, sabía que tenía que mantener todos sus sentimientos controlados,
tal como era su costumbre, no revelar nada más allá de una fachada confiada.
–Muy bien, gracias.
–¿No te duele la cabeza, o el cuerpo?
–Un poco de dolor aquí y allá, pero nada con lo que no pueda vivir.
–¿Tus recuerdos?
Frunció el ceño, deseó poder mantener esa información para sí misma, pero lo
necesitaba para ayudarla a recordar.
–Es como si no hubiera existido antes de despertarme en la cama.
Él no se movió, simplemente la miró, y sin embargo, lo sintió vacilar. En cuanto
al por qué, no tenía ni idea, pero tampoco tenía una idea respecto a cualquier cosa
de importancia. Consideró la posibilidad de inundarlo con un aluvión de preguntas,
pero no estaba segura de querer saber las respuestas.
–¿Tienes hambre?– Preguntó.
Ahora que lo preguntaba…
–Bastante hambrienta en realidad. Necesito desayunar lo más rápido posible.
Una esquina de su boca se curvó hacia arriba antes de volver a ponerse serio, y
creyó detectar satisfacción en el brillo de esos ojos negros. Ojos familiares. Podía
verse a sí misma mirándose en ellos, perdiéndose en las profundidades de obsidiana.
Sus propios ojos eran de un verde vivo, un color bonito, pero no había nada bonito
en los suyos. Ellos hablaban de oscuros secretos y viajes más oscuros. Una vida dura,
incluso.
–Supuse que querrías desayunar– dijo arrastrando las palabras –pero
evidentemente has olvidado que eres la encargada de preparar el desayuno así que
espero estar a la altura de tus expectativas con mis torpes esfuerzos.
Su estómago gruñó, sin duda protestando ante sus palabras tan marcadamente
como su mente lo hacía.
–¿No tienes un cocinero?
–Soy soltero. No tengo ninguna necesidad de mantener un plantel completo de
sirvientes. Contigo me las arreglo bastante bien.
Si no estuviera todavía en la cama, se habría hundido en una silla o en el suelo.
Cuando le había dicho que era la sirvienta de la residencia, no se había dado cuenta
de la verdadera magnitud de sus funciones. ¿También preparaba las comidas?
–Sin embargo– continuó –como has soportado una especie de calvario anoche,
me tomé la libertad de prepararte una comida. No estaba muy seguro de si te
habrías recuperado lo suficiente como para reanudar tus funciones hoy. Estoy muy
aliviado al ver que pareces bastante repuesta. Por desgracia, la ropa que llevabas
anoche no pudo rescatarse así que te he traído otra muda.
Indicó la silla y vio la pila de ropa, cuidadosamente doblada, y apilada.
–Mientras te vistes, esperaré en el pasillo, y luego daremos una recorrida para
ayudarte a familiarizar con la residencia y tus responsabilidades. No te demores. La
comida se enfría.
Giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta.
–¡Espera!
Todo estaba ocurriendo demasiado rápido, y parecía tan incierto.
Se detuvo en la entrada y la miró.
–¿No recuerdas cómo ponerte la ropa? ¿Necesitas mi ayuda?
Una imagen de él quitándole la camisa sobre la cabeza cruzó por su mente. Sus
manos atando los cordones de su corsé, los nudillos deslizándose sobre las cimas de
sus pechos. El calor la invadió, y sospechó que se había sonrojado tanto como una
manzana.
–No, estoy bastante segura de que puedo hacerlo sola– dijo con voz suave. Se
aclaró la garganta. –Yo solo... No sé si estoy preparada para reanudar mis deberes.
–Tómalo lentamente hoy. Descansa cuando lo necesites. No soy un bruto, sólo
esperaba que te sintieras más ansiosa por rodearte de cosas familiares.
Salió de la habitación, cerrando la puerta tras él. Tenía razón: estaba más que
ansiosa por rodearse de lo familiar. Trepando fuera de la cama, se acercó a la pila de
ropa como si pudiera morderla. Levantó la camisa áspera y rugosa. Nada de eso se
sentía familiar, nada de nada le parecía familiar.
Temía no poder encontrar las respuestas dentro de sí misma. Se preguntó por
qué tampoco creía que las encontraría con él.
***
No podía recordar cómo cocinar huevos a la crema, pero tampoco creía saber
cómo preparar el faisán. Querido Dios, ni siquiera sabía cómo encender la estufa.
Mordisqueó el pan tostado. Le gustaba con más mantequilla, así que ¿dónde
podía encontrar un poco? En la nevera, supuso. Dejó la silla de madera de respaldo
duro, y se preguntó si existiría un mueble más incómodo en el mundo No podía
imaginar tener que sentarse en ella durante cada comida. Necesitaba una almohada.
Suavidad, confort. ¿Por qué alguien debería conformarse con menos?
Se acercó a la caja de madera, liberó el pestillo, abrió la puerta y gritó.
Un pájaro la miraba acusadoramente.
Cerrando la puerta, dio un paso atrás, con la respiración áspera y poco profunda.
Estaba muerto, sabía que estaba muerto, pero todavía tenía sus ojos, y toda su
cabeza. No podía cocinar algo que tenía la capacidad de mirarla, y hacerla sentir
culpable.
Drake Darling iba a tener que conformarse con otra cosa para la cena, porque no
tenía ningún deseo de tocar esa criatura. Temblando, se frotó las manos sobre los
costados y luego deseó no haberlo hecho porque la tela picaba. Era increíblemente
dura y áspera. Pensó en la camisa suave del señor Darling, que había usado, y que
anhelaba ponerse una vez más. No le importaba que fuera suya. Esa ropa era mucho
más de su agrado.
En cuanto a la cena, bueno, era temprano, así que tenía varias horas para decidir
cómo iba a manejar eso. Pan y mantequilla quizás. Sólo que buscar la mantequilla
significaba enfrentar esos ojos pequeños y brillantes del faisán de nuevo. Pan sólo
entonces.
El hombre tenía que contratar un cocinero. No podía esperar que administrara la
casa y la cocina, aunque aparentemente fuera su tarea. Se dejó caer en la silla. Nada
de eso tenía sentido, nada de eso parecía correcto.
Supuso que podría sentarse allí todo el día en la incómoda silla, meditando, pero
no tenía derecho. Una vez que comenzara a desempeñar sus labores, todo volvería a
su lugar.
Levantándose, miró a su alrededor en busca de su delantal. Abrió la puerta,
examinó la despensa, miró en los cajones. No pudo encontrarlo. En su habitación, tal
vez. Como no tenía prisa para empezar a fregar y pulir, comenzó a deambular por los
pasillos y habitaciones, en busca de algo que le resultara familiar. No pudo
encontrarlo, pero pudo ver el potencial en las habitaciones, imaginó el mobiliario
que debía encajar en cada una de ellas, las pinturas que adornarían las paredes, y las
esculturas que agregaría a cada ambiente. ¿Cómo sabía tanto de decoración?
¿Dónde había servido antes de ir a trabajar allí? ¿Quién era su familia? ¿Todavía
tendría contacto con ellos? ¿Les enviaría su salario? ¿Cuánto ganaría? Obviamente
no mucho cuando su ropa era tan terriblemente áspera y tosca.
Vagó por las escaleras y se detuvo fuera de la alcoba de Darling. Él estaba
durmiendo en la cama enorme. ¿Sería adecuado estar a solas con él en la residencia?
¿Nadie se preocuparía por su reputación?
Cuanto más tiempo pasaba despierta, más preguntas surgían. Continuó por el
pasillo vacío, sus pasos resonando entre las paredes. Necesitaba alfombras, tapices,
algo para absorber el sonido. No podía pasar todo el día recorriendo la casa. Sin
embargo, se inspiraba con cada paso. Como al parecer la había salvado de morir
ahogada, suponía que debería mostrar más consideración hacia él.
Al entrar en su habitación, una vez más se sorprendió por la sencillez de la
misma y la falta de detalles personales. Sentada en el borde de la cama, fue golpeada
por lo difícil de la situación. Seguramente debería recordar el lugar donde dormía.
Por otro lado, su malestar por no recordar iba en aumento.
Se inclinó, examinó cada pieza de ropa que parecía estar esperando su
inspección. Nada de eso parecía ser de su gusto. Aparte del hecho de que todo
estaba bastante fuera de sus estándares. Miró a su alrededor. ¿Cuáles serían
precisamente sus estándares?
Su cabeza empezó a dolerle. ¡Maldición! No recordar era bastante molesto. No
podía imaginar dónde más podría haber puesto un delantal. ¿Acaso lo habría llevado
puesto la noche anterior cuando había resbalado en el río? o… ¿Darling, lo habría
arrojado a la basura con el resto de su ropa arruinada?
No importaba. Por lo que sabía, tenía mucho para mantenerse ocupada. Polvo,
le había dicho. Comenzaría por la biblioteca, donde los muebles y estantes atraerían
motas y telarañas.
Después de regresar a la cocina, donde encontró un trapo, se fue a la biblioteca.
A pesar del escaso mobiliario de la habitación, se percibía una marcada identidad
masculina. Podía verlo trabajando detrás del escritorio grande y oscuro, la cabeza
inclinada, concentrado mientras escribía diligentemente en libros de contabilidad. La
lámpara arrojaría una luz tenue sobre su obra. ¿Buscaría su consejo en esos asuntos?
¿Le importaría su opinión? No podía verse ofreciéndosela si tenía una.
Bordeando la mesa, se sentó en la silla de cuero grueso y suspiró con placer.
Encantadora. Al igual que su cama. Parecía que no escatimaba dinero en su propia
comodidad. En el futuro tomaría sus comidas allí. O tal vez comería en su cama.
Frunció el ceño. Había comido en la cama antes. Probablemente cuando él no
estaba allí. Podría satisfacer sus caprichos cuando él no estuviera presente. Si luego
limpiaba todo correctamente nunca sabría qué hacía uso de sus bienes.
Caminando hacia las estanterías, dio una pasada con el trapo con poco
entusiasmo en los estantes que estaban vacíos de todo, menos polvo. No podía decir
mucho acerca de sus habilidades de limpieza, aunque para ser justos le resultaba
bastante difícil de tomar en serio. No encontraba ningún placer en esa tarea. No era
divertido. ¿Sería esa su vida?
Entrecerró los ojos cuando una imagen cruzó por su mente. Volúmenes de
cuero. Dickens. Austen. Shakespeare. Podía verlos en fila, uno detrás de otro. Letras
doradas en relieve. Levantó sus dedos como si pudiera tocarlos. Había leído esos
autores y más. Le gustaba leer. No, ¡le encantaba leer! Le gustaba ser arrastrado a un
mundo diferente al suyo, con personajes que no se sintieran juzgados.
Mientras consideraba lo que podía ser su vida, entendió que era probable que
quisiera escapar de ella. Pero ¿quién la juzgaba? Alguien mejor que ella. Pero
¿quiénes eran?
Si los libros eran tan importantes, ¿por qué no había ninguno en su habitación?
Debido a que eran costosos. Una vez más, otro dato que conocía.
Se apartó de los estantes y la habitación pareció dar la vuelta a su alrededor.
Comenzó a tararear una melodía familiar. Levantando los brazos, se tambaleó y
empezó a mover sus pies al ritmo de la música que sólo ella podía oír. Sabía la
canción, conocía los movimientos.
Y estaba convencida con cada fibra de su ser que no pertenecía a ese lugar.
–Yo sé cómo bailar el vals.
***
Entrecerrando los ojos contra la luz del sol que entraba en la habitación, Drake
miró a la mujer que estaba cerca de los pies de su cama. Lo había despertado con su
llamada. ¿Por qué no se sorprendía de que no le importara nada interrumpir a un
hombre de su merecido descanso?
–¿Perdón?
–Yo sé cómo bailar el vals. Puedo oír la música. No, es más que eso. Sé de
música. Me atrevería a decir que, si tuviera un piano, yo sería capaz de reproducirla.
Chopin. Beethoven. Mozart. Puedo ver mis dedos volando sobre las teclas de marfil.
Me veo bailando con un caballero. Puedo leer. Dickens. Austen. Browning. Puedo
citar pasajes de esos autores.
Se sentó de golpe, sin importarle que las mantas cayeran a su cintura.
–¿Y cuál es tu punto?
Ella parpadeó, miró su pecho, pensó. Sus labios se separaron ligeramente, y no
supo por qué sintió la necesidad de inhalar profundamente, expandir el pecho y
golpearse como un gran simio en los jardines zoológicos. Nunca le había preocupado
impresionarla. No iba a empezar ahora.
Tragando, agarró el dosel de la cama, como si necesitara su solidez para poder
permanecer en pie.
–No creo que una sirvienta pudiera saber todas esas cosas.
–¿No crees que una sirvienta pueda haber visto a otros bailando y copiar los
pasos? ¿Memorizar la música? ¿Leer? Te aseguro que los sirvientes capacitados
pueden hacerlo, de hecho, lo hacen.
–No dudo de que un sirviente pueda leer, pero no creo que tuviera el tiempo
suficiente como para leer todo lo que viene a mi cabeza.
–No ha estado sirviendo tanto tiempo.
Ella entrecerró los ojos.
–¿Cómo llegué a trabajar aquí?
–Fuiste recomendada.
Ella inclinó la barbilla.
–¿Por quién?
–No recuerdo los nombres.
Mentiría de la manera más honesta posible. No creía que una mentira podría
recordarle algo.
–Viniste con cartas de referencia.
Se alejó de la cama, cerró los puños, y alzó la barbilla.
–Como no están en mi dormitorio, ya que no hay nada en esa habitación
amueblada horriblemente mal que no me resulta para nada familiar, se supone que
es usted el que tiene esas cartas de las que me habla. Me gustaría verlas.
–Están en mi oficina en el club.
–Búsquelas.
Apretó los dientes. –No puedes darme órdenes.
–Pero puede ser que me ayude a recordar.
–¿Se te ha ocurrido que puede haber una razón por la que no quieras recordar?
A pesar de que las palabras fueron espontáneas, se le ocurrió que tal vez
encerraban más verdad de lo que pretendía. A excepción de algunas contusiones,
físicamente parecía bien. El bulto en la cabeza no mostraba sangre coagulada, por lo
que resultaba difícil saber verdaderamente como se habría golpeado.
Mordiéndose el labio inferior, parecía inocente, casi dulce. Sus hombros se
suavizaron, con la espalda relajada.
–¿Por qué estaba en el río?
–No sé.– Dijo honestamente.
–¿Cómo sabías que estaba allí?
–Yo estaba dando un paseo. Vi una forma acurrucada a la orilla del agua. No
sabía que eras tú hasta que te traje a la residencia. Estabas recubierta de barro.
Verdad absoluta.
Se estremeció y frunció el ceño.
–Es evidente que no fuimos asaltados, ya que aquí no hay nada de valor, así que
no estaba huyendo de un ladrón. ¿Alguien desea hacerme daño?
–Yo no lo creo, pero hay muchas cosas de ti que no sé.
Y muchas que sí sé, pero que te revelaré mañana.
Vagó hasta la ventana, miró hacia la calle.
–Todo parece tan extraño. Simplemente no me siento como si perteneciera a
este lugar.
–Una vez más, una ilusión.
–Tal vez.– Ella lo miró. –Nosotros parecemos andar en círculos, ¿no? ¿No es un
síntoma de locura seguir preguntando la misma pregunta y esperar una respuesta
diferente?
–Tú no estás loca.
–Tal vez lo estoy y todo esto es simplemente una ilusión. ¿Vas a mostrarme las
cartas?
–Esta noche, cuando vaya al club.
–¿Cuándo regresarás?
–Por lo general me quedo toda la noche. Ayer fue una excepción. Así que voy a
estar aquí en algún momento después del amanecer de mañana.
Con el ceño fruncido, torció los labios en una mueca de desagrado.
–Pero para eso faltan horas.
–Nada va a cambiar entre ahora y entonces.
–Salvo que podría recordar. Yo podría ir al club y…
–No.
Eso resultaría en un desastre. Si alguien la viera... una buena parte de los
miembros del club la conocían.
–Eso no es posible.
–Es un empresario bastante duro.
–Tú eres mi sirvienta, Phee. Estoy tratando de dormir un poco, para poder
responder a mis responsabilidades de esta noche. Tú debes ocuparte de tus deberes
ahora. Voy a mostrarte las cartas en la mañana. Mientras tanto, vete.
–¿Cuál es el nombre de su club?
Él le dirigió una mirada mordaz. Estaba muy familiarizado con todas las veces
que ella y Grace habían roto las reglas, y dudaba de que pequeña parte de sus
travesuras hubiera olvidado. Si le daba el nombre del club, quizás se impulsara a
buscarlo. La conocía lo suficiente para saber que podría ser bastante intrigante y
llena de recursos. Pequeña bruja.
Ella lanzó un suspiro insolente.
–¿Soy una prisionera aquí?
–No, pero hasta que tu memoria sea más fiable, no sería prudente que pasearas
por Londres.
–Creo que puedo pasear muy bien sin mi memoria.
–Debo cuestionar tu juicio en ese aspecto. Estás en el dormitorio de un hombre
que no está vestido, un hombre que está cansado y quiere dormir, y que está
poniéndose cada vez más furioso. ¿Crees que es un comportamiento juicioso?
Sus ojos se abrieron ligeramente, su boca formó una O suave.
–Sé que no está usando una camisa. Está diciendo…
–Sí, absolutamente. Nada en absoluto separa mi piel de las sábanas.
–Oh. Ah, ya veo. Debería dejar que descanse.
–Sí, deberías hacerlo.
Antes de que se sintiera tentado a salir de la cama, agarrarla en sus brazos y
besarla hasta perder el sentido. No quería que hiciera preguntas sobre su pasado, no
quería que resolviera el enigma de quién era. Se lo diría mañana, justo antes de
devolverla junto a su familia.
Inclinando la cabeza, se escabulló de la habitación, cerrando la puerta sin hacer
ruido a su espalda. Con un suspiro, él se recostó, se pasó una mano por debajo de la
cabeza, y se preguntó por qué continuaba con esa farsa. No era tan deliciosamente
gratificante como había esperado que fuera.
Pero eso era sólo porque aún no sabía la verdad. Todo cambiaría entonces, y su
memoria regresaría con toda su fuerza. Quería un momento con ella que nunca
olvidaría, un momento que pudiera sacar a relucir en alguna ocasión. Un momento
que le recordara la labor de un sirviente como ningún otro lo haría.
Una imagen entró en su mente, una imagen perversa, una que derivaría en un
gran placer, una en la que pensaría cada vez que sus caminos se cruzaran, una que le
impediría ser tan arrogante en su presencia. Una que lograría que hiciera su
voluntad, a cambio de no gritarle al mundo lo que había ocurrido.
Cuanto más pensaba en ello, más lo quería. Algo que le diera un pequeño poder,
para bajarla del pedestal sobre el que se regodeaba, rebajándolo, y haciéndolo sentir
inútil.
La alegría burbujeó en su pecho por la satisfacción que se apoderó de su
corazón. Tendría su diversión esa noche. Mañana la devolvería a su mundo, sólo que
un poco más humilde.
Capítulo 7
***
Phee apenas podía creer que sus piernas habían logrado llevarla a la cocina,
donde prácticamente cayó en la silla, temblorosa y débil. Al principio había quedado
hipnotizada por el dragón, esbozado sobre la amplia extensión de su espalda, con las
alas desplegadas, y el fuego expulsado de sus fauces. Los colores desteñidos que
imaginaba habían sido bastante brillantes cuando fueron aplicados:, azul, verde,
amarillo, varios tonos de rojo.
Pero luego lo había tocado, fascinada por su piel aterciopelada y los músculos de
acero debajo de ella. ¿Alguna vez había acariciado algo tan firme, tan absolutamente
masculino?
Debería tener un recuerdo de esa espalda, pero por supuesto no tenía ninguno y
le parecía casi un pecado no recordar el placer de acariciarlo con los dedos. Había
querido ir más allá de su espalda y explorar cada pulgada de su cuerpo, su pecho
especialmente. Sumergiendo sus palmas entre el vello encrespado, presionando los
dedos en los músculos definidos. Percibiendo el latido contenido de su corazón.
Si no fuera una dama, sospechaba que podría ser una casquivana. Se quedaba
corta ante la idea. ¿Y si hubiera vivido una doble vida? Tal vez esa era la razón por la
que estaba fuera la otra noche, la razón por la que había terminado en el río.
Riéndose, enterró el rostro entre las manos. No, eso no encajaba en absoluto. Lo
sabía. Ese tipo de conducta no iba con ella. Y sin embargo, no era capaz de alejar la
visión de su desnudez de su mente. Había disfrutado bastante de estar ahí,
pensamiento que debería analizar más detenidamente.
Se alejó de la silla. Estaría allí en cualquier momento. No podía encontrarla en
ese estado de necesidad. Tenía que preparar la cena, algo rápido que le permitiera
irse lo más pronto posible. Entonces podría descansar en algún lugar y examinar esos
pensamientos, tratar de darle sentido, ponerlos en perspectiva.
Encontró queso bajo una campana de cristal, y decidió que era una buena
opción. Lo puso sobre la mesa junto con un poco de pan. Consideró buscar en la
nevera, pero no quería hacer frente a los ojos sin vida del ave. Él tendría que buscar
su propia leche. Colocó un plato, un cuchillo, y el tenedor sobre la mesa.
Al oír pasos, levantó la vista y se quedó inmóvil.
Estaba de pie en la puerta, casi llenándola, correctamente vestido con pantalón
negro, camisa blanca, corbata, chaleco azul oscuro, y chaqueta negra. Sólo tenía
expuesta la piel de la cara y las manos. Sin embargo, parecía más peligroso, más
atractivo.
Se dio cuenta de que sólo lo había visto desnudo o en camisa y pantalones. No
había considerado que completamente vestido pudiera verse tan poderoso, tan
atractivo, tan controlado. Un caballero. Un hombre de valía.
El pelo rebelde estaba perfectamente arreglado. La mandíbula previamente
sombreada lucía sin vestigios de barba. Tendría que parecer más civilizado y sin
embargo no era así.
–¿No cocinaste el faisán?– Preguntó, con voz ligera y normal, como si no
estuviera para nada afectado por lo que había sucedido en la sala de baño.
Pero ella había oído el rugido de una bestia salvaje, estaba segura de ello.
–Como dije antes, no sé cómo prepararlo. Pensé que queso y pan estaría bien
por esta noche.
–Me temo que necesito algo un poco más sustancioso. Comeré en el club.
–¿Sirven comida allí?
–Sirven todo tipo de exquisiteces. De la clase que te imagines.
–Y te las arreglas con eso.
–Bastante bien.
Ella entrelazó sus dedos, hasta que le dolieron.
–Usted probablemente me haya hablado sobre su trabajo antes.
–Nunca hemos hablado de ello. Supuse que preferías no saberlo.
Él seguía junto a la puerta, sin acercarse a ella. No sabía si era porque disfrutaba
de su derrota después de lavarle la espalda o si experimentaba un poco de ella
también.
–¿A qué regresarás?– Preguntó.
–En algún momento después del amanecer. Mis horas están determinadas por
cómo van las cosas en el club durante toda la noche.
–¿Hay problemas?
–A veces.
No sabía por qué le molestaba que ella supiera que debía encargarse de resolver
asuntos difíciles. Él era su empleador. La suya era, sin duda, una relación muy
impersonal.
–¿Vas a acordarte de traer las cartas de referencia?
Sucedió tan rápido que no podía asegurarlo, pero le pareció verlo estremecerse.
–Sí.
–¿Qué debo hacer mientras estás fuera?
–Barrer los hogares, entrar leña, hacer mi cama. Estoy seguro de que si miras
alrededor, podrás determinar lo que hay que hacer.
La limpieza de los hogares le trajo imágenes de hollín y cenizas. –¿Dónde está mi
delantal?
Se paralizó como una estatua viviente. –No creo que poseas uno– dijo
finalmente.
–Eso es bastante extraño, ¿no? ¿Un ama de llaves sin un delantal?
–Jamás le presté atención a tu ropa. Eres sólo una sirvienta. Tal vez lo has
perdido.
Simplemente una sirvienta. Las palabras acrecentaron su enojo pero negó con la
cabeza.
–Yo sigo sin entender por qué nada de esto parece familiar. No recuerdo hacer
ninguna de estas tareas. En cambio, bailar el vals…
–No puedo explicar eso, pero tengo que irme. Disfruta tu tarde.
Con eso se volvió sobre los talones y desapareció por el pasillo. Casi fue tras él.
¿Disfruta tu tarde?
Él esperaba que ella trabajara. ¿Cómo podría disfrutar su tarde mientras se
desempeñaba en ese horrible trabajo?
Esa circunstancia en particular no tenía sentido. Sin embargo, como se había
tomado la molestia de poner la mesa, tomó una silla y mordisqueó el queso y el pan
mientras meditaba su dilema. No iba a barrer los hogares. Tampoco pensaba limpiar
nada hasta que recordara como hacerlo.
Si Drake Darling quería su casa adecuadamente organizada, entonces iba a tener
que ser un poco más claro con la información.
No sabía por qué tenía la clara impresión de que él quería que recuperara la
memoria.
¿Qué era lo que no quería que recordara?
Capítulo 9
Eran las dos y media cuando abrió la puerta, cruzó el umbral de su residencia, y
se detuvo. Algo había cambiado. Tal vez era que rara vez se encontraba allí a esas
horas, la noche anterior había sido una excepción. Pero incluso mientras lo
consideraba, sabía que era más que eso. Se sentía diferente. No parecía tan vacía.
Una lámpara encendida iluminaba el primer peldaño de la escalera, como si ella
hubiera pensado en su retorno.
No lo había planeado. Había ido a Scotland Yard a preguntar por algún asesinato
que hubiera tenido lugar la noche anterior. Había hablado con Sir James Swindler, un
amigo de la familia que no cuestionó la extraña curiosidad de Drake. El inspector
confirmó, por desgracia, que se habían producido algunas muertes, pero todas las
víctimas ya habían sido identificadas. Ninguna al parecer era el conde de Wigmore.
Drake también había acudido al médico forense. No había cadáveres no
reclamados allí. Pero eso no significaba nada. El ataque podría haber ocurrido en
otro lugar, podría haber sido manejado por otros policías, otros médicos forenses. El
ataque podía haber pasado y la víctima aún no se había descubierto.
Tal vez no había sido un ataque. Sólo un accidente. Un conductor descuidado
perdiendo el control de los caballos, el coche cayendo en espiral desde un puente.
Existían un centenar de posibilidades. Sólo alguien con su pasado llegaría
inmediatamente a la conclusión de un juego sucio. Desde el momento en que
Frannie Darling, lo había sacado de las calles, lo había protegido, pero las imágenes
de dolor, sufrimiento y miedo ya habían quedado marcadas en su conciencia. Los
amorosos brazos y las sonrisas suaves no podían borrar los horrores que había
presenciado, ni pudieron evitar las pesadillas que ocasionalmente venían a
atormentarlo.
Sin duda era un tonto por no decirle a Somerdale el paradero de su hermana. Sin
embargo, recogió la lámpara y ascendió por las escaleras para comprobar que
estuviera dormida. En su cama, sin duda. Lady Ofelia Lyttleton no dormiría en una
cuna.
Imaginó despertarla de su sueño, enviarla a su dormitorio. La satisfacción y el
deleite de ponerla en su lugar fue atenuada por la preocupación que bordeaba su
mente. No le gustaba desconocer lo que le había sucedido. Si Somerdale estaba
diciendo la verdad, algo muy oscuro había detrás de todo eso.
Al llegar a la parte superior de las escaleras, abrió la puerta de su dormitorio, y
se sorprendió al encontrar la cama vacía, pero en absoluto sorprendido de ver el
cuarto desordenado, y las cenizas del fuego de la última noche todavía amontonadas
en el hogar.
¿Habría regresado su memoria? ¿Habría tratado de hacer su camino a casa?
Arrancó por el pasillo hacia la habitación de la esquina y abrió la puerta.
Ella estaba allí, acurrucada en la cama, con una lámpara encendida en el piso. El
alivio que le inundó fue desconcertante. No se suponía que debía preocuparse por su
bienestar, y sin embargo, por alguna razón insondable lo hacía. Pero ella estaba a
salvo, no corriendo de aquí para allá en las calles de Londres. Debería irse. Regresar
al club y controlar las ganancias.
En su lugar, se acercó en silencio, y sólo cuando estuvo a su lado se dio cuenta
que estaba temblando como si recién la hubiera sacado del río. Llevaba una de sus
camisas de nuevo, la ropa le llegaba justo por encima de las rodillas. Sus ojos estaban
fuertemente cerrados. Sus respiraciones eran erráticas, como si el aire que
necesitaba fuera esquivo y distante. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y sus
manos apretadas en un puño.
–¿Phee?
Ligeramente tocó su hombro y ella se sobresaltó, agitando locamente los brazos.
–¡No no! ¡No me toque! ¡No lo hagas!
Un grito, y luego un gemido, mientras se doblaba sobre sí misma.
Recordó las palabras de la noche anterior, las que había asumido que iban
dirigidas a él tal vez eran para otra persona. Un atacante. Los ladrones podrían haber
intentado robarle. Bien podía imaginarla con su pequeña nariz arrogante,
informándoles que su conducta era inapropiada y no debía ser tolerada.
Continuó temblando. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. El sudor por su
cuello. Limitada en esa horrible e incómoda cama. ¿Qué diablo lo había poseído al
pensar que sería divertido obligarla a dormir allí cuando podía utilizar la cama de su
dormitorio por la noche?
Todos los pensamientos sobre lecciones y retribuciones huyeron. Lo único que
quería era que se sintiera segura.
–¿Phee?
Mantuvo su voz tranquila, apacible, en un tono que utilizaba para calmar a los
caballos nerviosos. Siempre había tenido una especial habilidad con las grandes
bestias, durante un tiempo, había considerado convertirse en un mozo de cuadra,
pero era el hijo adoptivo del duque y la duquesa que tenían planes grandiosos para
él.
Doblando las rodillas, deslizó sus brazos por debajo de ella.
–Shh– susurró cuando emitió un gemido. –Está todo bien. No voy a dejar que te
pase nada.
Levantándola y acunándola contra su pecho, se dio cuenta de que sus piernas
desnudas se apoyaban en su brazo con la sensación maravillosa de su piel de seda.
Era completamente inapropiado estar pensando en su piel, en su contacto.
Apretando los dedos en el cuello de la camisa que llevaba, acurrucó la cabeza en
el rincón de su hombro. Su respiración se normalizó mientras tomaba grandes
bocanadas de aire, como si estuviera encantada con su fragancia.
Ridículo. Estaba mal que tuviera ese tipo de pensamientos estúpidos. Ella
simplemente estaba disfrutando de la calidez de su cuerpo, sintiendo como si
estuviera metida en un capullo seguro. Ningún daño le acaecería mientras él
estuviera cerca. De alguna manera debía haber percibido eso.
La llevó a su habitación y la depositó suavemente en la cama, maldiciendo sus
ojos por notar cómo el dobladillo de su camisa había subido sobre sus muslos. A
pesar de su corta estatura, tenía piernas largas y esbeltas y los tobillos más delicados.
Estaba medio tentado de colocar un beso allí. En vez de eso, la cubrió con las mantas,
sorprendido de que no se hubiera despertado. Al parecer, tenía un sueño
increíblemente profundo, incluso cuando la atormentaban las pesadillas.
Se acercó a la chimenea, se agachó, e hizo lo que debería haber hecho antes:
barrió las cenizas, acomodó el carbón y los leños. Luego encendió una cerilla, y vio
como el fuego se apoderó del combustible.
Oyó un sollozo ahogado. Condenación. Se puso de pie y se acercó a la cama.
Estaba inquieta de nuevo, moviendo la cabeza de lado a lado, murmurando que la
dejaran en paz, pero no sonaba como si pudiera encontrar ninguna paz esa noche.
Inclinándose, le puso los dedos en la mejilla.
–¿Phee?
Ella inhaló profundamente, una vez, dos veces.
–Volviste.
–Sí.
Sus ojos se abrieron, y sus labios se alzaron en la más pequeña de las sonrisas.
–Tú ahuyentaste al monstruo. Tú y tu dragón.
Sintió como si hubiera recibido un duro golpe en el estómago. Sus palabras, su
sonrisa. Nunca le había sonreído de esa manera, ni podía recordar haber visto esa
sonrisa otorgada a otros. Sin embargo era genuina. Sin artificio. Sin pretensiones. Sin
hipocresía.
–¿Qué monstruo?– Preguntó.
–No lo sé. No pude verlo claramente. Tal vez yo también debería tener un
dragón entintado en mi espalda.
Imaginó un dragón desplegado sobre su esbelta espalda, sufriendo por poseerla.
–Es un proceso muy doloroso. Una vez que se comienza, no se puede parar.
–Supongo que tienes razón.
Apretó los labios antes de morderse el inferior. La acción fue directa a su
entrepierna.
–Tengo tantas preguntas– dijo distrayéndolo de pensamientos peligrosos.
–Podemos responderlas por la mañana. Tienes que dormir ahora.
–Algo malo pasa con mi ropa.
–¿Has estado hablando con ellas, entonces?
Su sonrisa asomó ligeramente.
–No, pero no tengo un camisón.
–Hablaremos de todo más tarde, después de que hayas descansado.
Estaba retrasando lo inevitable, pero no quería perderse la forma en que ella lo
miraba, como si lo aceptara, como si no desconfiara de él.
Ella negó con la cabeza.
–No me gusta dormir.
–Estabas teniendo una pesadilla. Nadie, aquí ni nada te dañará. Voy a ocuparme
de eso.
–Nada de esto, ni mi presencia aquí, tiene sentido para mí.
–Lo tendrá muy pronto, estoy seguro.
Lo miró como si tratara de desentrañar la verdad, pero no estaba mintiéndole.
Le diría todo la tarde siguiente, después que regresara Gregory. Mientras tanto,
tendría otro día para que le lavara la espalda.
–Tengo tanto frío– dijo en voz baja. –Es como si estuviera congelada.
No podía hacer que el fuego fuera más intenso, y tampoco tenía más mantas,
¡Maldición! Supuso que podría amontonar su ropa encima de ella. O podría darle
calor de otra manera.
–No te alarmes, pero voy a tenderme sobre las mantas para abrazarte.
¿Correcto? Podré calentarte de esa manera.
Ella asintió. Se quitó la chaqueta, y las botas. Para que los botones no la
molestaran, dejó su chaleco sobre la silla. Para su comodidad, desabrochó el pañuelo
y las mangas de la camisa. Luego se subió a la cama, y se estiró a su lado. Ella se
acomodó en la curva de su hombro como si perteneciera allí, apoyando la mano
contra su pecho. Rodeándola con el brazo, la atrajo hacia él. Con su mano libre, le
frotó la espalda hasta la cintura, hasta donde se habían reunido las sábanas. No
quería tener en cuenta lo cerca que estaba su mano de la carne desnuda de sus
muslos.
–No puedo decidir si me gusta– dijo en voz tan baja que casi no la oyó. –Usted
parece preocuparse por mí, como ahora, y otras veces no tiene nada de paciencia
conmigo.
–Simplemente no nos conocemos muy bien, supongo.
–Entonces cuéntame una historia.
Una historia. Sí, suponía que podía hacer eso. Le había contado una buena a
Grace cuando era una niña.
–Había una vez un zapatero y su esposa…
Riendo con ese sonido dulce que sólo recientemente había descubierto que
poseía, levantó la cabeza y lo miró a los ojos.
–Usted no está a punto de contarme la historia del zapatero y los duendes.
–¿Tú la conoces?
Ella le lanzó una mirada mordaz. Lo había mirado muchas veces en el pasado,
pero nunca así. Le estaba tomando el pelo, divertida. Lo hacía querer pasarle las
manos por su pelo, atraerla para darle un beso que la calentara, y quemara su alma.
Le hacía desear mantenerla allí. Le hacía dar ganas de conocerla. Le inquietaba
pensar que podía ser muy diferente de lo que siempre había conocido.
–Por supuesto que conozco la historia. No quiero que me cuentes un cuento de
hadas, tonto. Quiero que compartas algo tuyo. Cuéntame una historia acerca de ti.
¿Tonto? Estaba lejos de ser un tonto. Era el empleador de su empleada, sin
embargo, no quería perder ese momento. Porque no sabía que lo hacía desear
aferrarse a ella. Compartir algo. Había pasado su vida construyendo un muro que
sólo unos pocos podían mirar por encima, pero ninguno podía atravesar. Ni siquiera
los residentes de Mabrys House. No creía que nadie pudiera aceptarlo por completo
como realmente era. Podía darle información para usar en su contra, por lo que tenía
que ser muy cuidadoso en lo que le contaba.
Ella se recostó, moviendo la cabeza en el hueco de su hombro hasta que encajó
perfectamente.
–¿Tienes frío?– Preguntó.
–Sí. Pero estoy esperando tu historia. Cuéntame algo de cuando eras niño.
Esos cuentos satisfarían a los hermanos Grimm.
–Como he dicho antes empecé mi vida en las calles. Sobreviví por mi habilidad,
astucia y rapidez. Pero aún así la comida, la ropa, y el calor eran escasos. Recuerdo la
primera vez que comí hasta que estuve lleno. Yo tenía ocho años en ese momento.
Pastel de carne. Luego los vomité.
–¡Ohh! Creo que prefiero escuchar el relato del zapatero.
–Pensé que así sería.
Ella guardó silencio durante un tiempo muy largo. Pensó que tal vez se había
adormecido. Luego dijo:
–No puedo imaginar que mi vida sea muy feliz. Me parece que no debo haber
sido muy dichosa si he terminado aquí.
Un pensamiento horrible le sacudió. ¿Deliberadamente habría saltado al río con
la intención de hacerse daño? Si su caída en el río no tenía nada que ver con el
trauma que le había producido su beso en el baile, y tampoco con ella misma
deseando dañarse, ¿entonces qué? Si algo sabía sobre Ofelia, era que su autoestima
era demasiado grande como para negarle al mundo su existencia. Su pérdida de
memoria era desconcertante.
–Uno debe sentir un gran orgullo por el lugar que ocupa– dijo.
Es cierto, incluso si su lugar era en la aristocracia.
–¿Debo?
–Sí. Estás muy bien versada en tus funciones. Las realizas con extrema diligencia.
Eres un ejemplo que pocos pueden imitar.
Una vez más, todo era verdad, aunque nunca había considerado sus méritos, los
tenía, aunque no los reconociera como tales.
–¿Son esas las palabras de mis cartas de recomendación?
–Sólo mis observaciones.
–¿Has traído las cartas?
–Me parece que las he perdido, pero ya voy a encontrarlas.
–¿Por qué volviste antes de tiempo?
–Porque estaba... preocupado por ti.
Porque se estaba volviendo loco por saber si había recuperado la memoria y
abandonado la casa.
–Tengo calor ahora– dijo. –Ya no tiemblo.
Supuso que era la señal de despedida. Debía sentirse increíblemente aliviado. En
su lugar, se encontró con que le gustaba su cercanía, inhalar su aroma único, hablar
en susurros, incluso sobre nada de importancia, mientras las sombras bailaban a su
alrededor. Molestándola lo menos posible, se levantó de la cama.
Con la cabeza en la almohada, metió una mano bajo su mejilla y lo miró.
–Me gusta esta cama. Es más cómoda.
–Puedes utilizarla cuando no estoy aquí.
–Pero ahora estás aquí.
–Sí, pero no estoy durmiendo.
Se quedó allí hasta que estuvo relativamente seguro de que se había quedado
dormida. Luego se sentó y comenzó su vigilia.
Sólo porque era amiga de Grace, su hermana nunca le perdonaría si algo horrible
le pasaba. Esa Ofelia no tenía nada que ver con la anterior, era una visión de alguien
a quien nunca antes había conocido.
Despertó desorientada entre sábanas que no eran tan suaves como aquellas a
las que estaba acostumbrada. La almohada era más dura, el colchón más firme. Trató
de aferrarse a lo que apenas podía recordar, pero era como tratar de capturar la
niebla que se deslizaba entre sus dedos. Todo había escapado, todos sus recuerdos, y
sin embargo...
El hombre era familiar. Su aroma, la fuerza de sus brazos. Estaba sentado en una
de esas duras y horribles sillas, con la cabeza inclinada hacia un lado, y los ojos
cerrados, las pestañas largas descansaban sobre los pómulos afilados. Tenía las
piernas extendidas, apoyadas en los tobillos, y los brazos cruzados sobre el pecho. Se
maravilló que no hubiera resbalado al suelo. Su cuello, sin duda le dolería cuando
despertara. Lo masajearía cuando lavara su espalda.
Debido a que no se había ido, y la había vigilado como había prometido.
No debería haber regresado hasta después del amanecer, y sin embargo, había
llegado la noche anterior cuando más lo necesitaba. Parecía que siempre estaba allí
para rescatarla: cuando se estaba ahogando, cuando tenía frío y miedo, cuando los
sueños la aterrorizaban. ¿Cuántas otras veces había estado allí? ¿Cuántas otras veces
la habría consolado y aliviado sus temores?
Abrió los ojos y se encontró mirando las profundidades oscuras. Tan negras que
deberían haber sido inquietantes. Más negras que el pelo, más oscuras que la
sombra en su mandíbula. Nada en él era luminoso. Todo tenía un filo peligroso, y sin
embargo, sabía que estaba a salvo con él.
Él no dijo nada. Simplemente la miró como si no estuviera seguro de quién era ni
cómo podría responder a su presencia.
–Estoy bastante avergonzada por el espectáculo que te di la noche anterior–
comenzó.
–No deberías estarlo. Soñar con monstruos puede ser molesto. ¿Recuerdas algo
más?
Estaba acostada de lado, con una mano debajo de la almohada, la otro cerrada
alrededor de las mantas. Consideró sentarse, pero pensó que cualquier movimiento
podría romper el hechizo que los rodeaba, creando una intimidad que no entendía.
No se habría movido de ninguna manera.
–Un hombre. Él estaba tratando de hacerme daño, y yo estaba defendiéndome
de…
–¿Quién era él?
–No lo sé. Era sombrío, oscuro, siniestro. No veía sus rasgos. Pero se cernía
sobre mí. Estaba sofocada. No me podía mover, y quería desesperadamente respirar.
Grité pero no lograba emitir ningún sonido sin importar lo fuerte que tratara de
hacerlo, por lo que nadie podía oírme. Estaba aterrorizada de que esta vez pudiera
lograr su cometido.
–¿Esta vez?
Ella sintió el estado de alerta en él, como si todo su cuerpo se hubiera
despertado de repente. Se frotó la frente.
–Debo haber tenido ese sueño antes. Algo de eso me resultaba familiar. O tal vez
era simplemente parte del sueño, pensando que había pasado antes. Tal vez un
sueño dentro de un sueño.
–Quiero que me digas si te acuerdas de algo más al respecto, sobre el atacante.
Ella no pudo dejar de sonreír.
–¿Acaso eres el asesino de mis monstruos?
La miraba como si nunca la hubiera visto antes. Parpadeó, miró sus pies
descalzos. Su camisa estaba suelta y desabrochada. Pero ahora conocía los músculos
que se escondían debajo de ella, la tinta impresa debajo de su piel.
Una esquina de su boca finalmente se curvó.
–Yo no, pero el dragón en mi espalda lo es.
–¿Es por eso que te lo hiciste? ¿Tuviste pesadillas también?
Estaba estudiándola con atención otra vez, y pensó que no podría contestar. Sin
embargo, quería saber todo sobre él, todo lo que había olvidado. Aunque entendía,
pero apenas podía aceptar, que trabajaba para él, no podía dejar de pensar que algo
más existía entre ellos. Tenían una especie de historia. Estaba segura de ello, ¿por
qué si no iba a estar en su cama, con su camisa de lino arrugada sobre sus caderas, y
sus piernas desnudas mientras él estaba sentado allí completamente cómodo con la
mitad de su ropa puesta? Se trataba más que el hecho de que lavara su espalda. Se
había creado un sorprendente acercamiento entre ambos, y podía reconocer que la
familiaridad no era ajena a ellos.
A pesar de su falta de vestimenta, sus piernas desnudas, los pies descalzos, no
quiso abalanzarse sobre ella, no se aprovecharía. ¿Lo sabía, pero cómo demonios
podía saberlo?
Era tan frustrante saber tan poco de él cuando quería saberlo todo.
Desplegó sus brazos, se inclinó hacia adelante, plantó los codos en los muslos, y
se encontró con su mirada.
–Durante mi vida en la calle, fui testigo de horrores que todavía a veces visitan
mis sueños. Cuando era más joven, pensaba que el dragón podría defenderme.
Sus labios formaron una sonrisa autocrítica que hizo que su pecho se encogiera.
–Pero he llegado a creer que sólo nosotros podemos vencer nuestros demonios.
–¿Tú has vencido al tuyo?
–No a mi entera satisfacción.
–¿No somos también nuestros peores críticos?
–Quizás.
–Nosotros siempre queremos algo diferente de lo que tenemos.
Ella frunció el ceño.
–Sé con certeza que yo quiero algo diferente, pero ¿qué?
Él no dijo nada, sólo le sostuvo la mirada como si tuviera el poder de devolverle
la memoria, la verdad. Ella confiaba en esos ojos, en su sinceridad. Él no era un
hombre que la ridiculizara o se burlara.
–Creo que he desentrañado el misterio de mi ropa– dijo.
Una ceja oscura se alzó.
–¿Oh?
Ella no sabía si estaba aliviado por cambiar de tema o si estaba realmente
interesado en la respuesta.
–Debo haber empacado todo en una maleta esa noche, todo excepto la ropa
más horrible. Debo haber perdido todo en el río. Es por eso que no tengo delantal o
camisón. Aunque no sé por qué no dejé el delantal también, si me esforzaba por
escapar de esta vida, a la que no le encuentro ningún sentido.
–¿La vida de sirvienta?– Preguntó, como si pudiera estar hablando de otra cosa.
–Sí. No me puedo imaginar despertar cada mañana y saber que mi día se
remitirá a tratar con el polvo y la suciedad.
–El sentido de esa vida es un salario, la satisfacción de un trabajo bien hecho.
Asegurarte una residencia agradable para vivir. La familia con la que yo vivía, eran
acomodados. Los seres humanos necesitan comer. Podrían haber preparado sus
comidas. En lugar de ello contrataron a alguien para que lo hiciera. Mientras esa
persona se encargaba del alimento, ellos estaban haciendo buenas obras. El trabajo
de la cocinera les permitía tener el tiempo para hacer sus buenas obras. Todo está
interconectado, todo tiene valor. Si no puedes verlo, es porque usted no estás
buscando la forma adecuada.
Sus palabras apasionadas impactaron en ella.
–Paso muchas horas proporcionando entretenimiento para los caballeros–
continuó. –Tener una sirvienta significa no tener que distraerme por las
preocupaciones domésticas. Puedo concentrarme en aumentar los beneficios. Más
beneficios significan contratar más empleados para que más hombres puedan
mantener a sus familias. Ellos comprarán más carne para su mesa para que el
carnicero tenga más ingresos. El agricultor también aumentará sus ingresos. Podría
seguir, pero creo que he dejado aclarado mi punto. Puede parecerte insignificante,
pero una pequeña variación afecta a muchas personas. Tú no puedes verlo, pero
incluso el siervo más humilde tiene valor, propósito, y vale la pena. Todo el mundo
tiene un lugar y ninguno de esos lugares debe ser menospreciado.
Como si de repente se sintiera avergonzado, cerró los ojos, sacudió la cabeza y
se echó hacia atrás.
Ella se preguntó si era consciente de todos los puntos que había mencionado, o
si habría estado de acuerdo con ellos. Pero de ser así ¿por qué había huido?
Aunque en verdad no sabía si había huido. Sólo estaba especulando sobre su
ropa. Era la única explicación que tenía sentido.
–Supongo que tienes razón, ¿por qué no?– Preguntó.
–Voy a preparar el desayuno para ti mientras te vistes.
Desplegó su cuerpo largo y musculoso, y una imagen de él pasó por su mente,
empujando su corazón contra las costillas. Era un pensamiento incongruente que no
encajaba con el hombre que estaba ante ella, el hombre que conocía, pero
¿realmente lo conocía? Un día de recuerdos apenas era suficiente para crear una
imagen completa, y sin embargo, había sido paciente y comprensivo. Bastante
comprensivo cuando, en esencia, había perdido a su ama de llaves.
Salió de la habitación, con movimientos ni rígidos ni formales, más bien
relajados. Estaba en su elemento allí, aunque sospechaba que encajaría en cualquier
parte. Llevaba la confianza puesta como un manto.
Echando a un lado las mantas, salió de la cama. Si bien era desconcertante no
saber nada más de lo que sabía, era tranquilizador tener en cuenta que la valoraba,
que ella podía aligerar la carga que llevaba.
Cuando Drake entró en la cocina, se maldijo profundamente, preguntándose
¿qué diablo lo había poseído para pronunciar esas tonterías sobre el valor, el
propósito, y lo que valía la pena. Él creía eso, por supuesto, absolutamente. Pero
seguramente la habría aburrido más allá de la comprensión. Era como si estuviera
luchando para vencer el sentimiento de superioridad que residía dentro de ella, para
hacerle comprender que su pedestal sólo se mantenía en posición vertical debido al
trabajo de los demás. Irónicamente, ella no sabía que se había colocado en el
pedestal que criticaba.
Para empeorar las cosas estaba preparándole los condenados huevos a la crema
que le gustaban. Había hablado con el cocinero de Dodger sobre ellos y recibido las
instrucciones. No eran tan difíciles de hacer. Los removió en la sartén, añadió la nata,
la mantequilla y sazonó. Pero aún así, se suponía que era ella la que debía estar
cocinando para él. Ese había sido el plan. Tenerla trabajando para él.
Pero cuando lo miró tan inocentemente, tan confiadamente, con la mano
metida debajo de la almohada, el cuello de su camisa apretado contra su cuello,
sintió un impulso irracional de protegerla y cuidarla. Lo absurdo de todo eso no
pasaba desapercibido. Sin embargo, no podía devolverla a su casa, todavía no, no
hasta que su hombre le brindara información, no hasta estar seguro de que no
estaba llevándola a la boca del lobo.
Nada tenía sentido, especialmente su deseo de complacerla con el desayuno.
Debería agasajarla con agua y tostadas, para hacer que se diera cuenta que no todo
el mundo se daba el lujo de desayunar huevos a la crema ni cualquier otro tipo de
huevos.
–¿Huevos a la crema?
La maravilla de su voz le hizo mirar atrás. Se veía encantada. Su rostro estaba
todavía sonrojado por la friega que sin duda se había dado. Su pelo trenzado caía
sobre un hombro. Llevaba el otro vestido que había comprado a la misión de la
iglesia. La cubría como un saco. Se deshizo de la idea de que se merecía algo mejor,
que merecía vestidos de mañana que revelaran cada curva esbelta. Que merecía
ropas cosidas para su figura.
–Pensé que después de la noche pasada, era apropiado obsequiarte con este
pequeño capricho. Pero no debes acostumbrarte a él.
Sirvió la mezcla sobre el pan que había preparado anteriormente y dejó el plato
en la mesa.
–No ¿Quieres comer conmigo?– Preguntó.
–No. Voy a dar un paseo para ocuparme de algunos asuntos. Espero que puedas
comenzar con tus tareas, mientras estoy ausente.
–Te crees un tirano, ¿no es así?
La burla implícita en su voz y la forma en que su pecho se contrajo lo puso
incómodo y encantado a la vez.
–He sido permisivo debido a tu situación, pero espero que entiendas que un día
de trabajo corresponde a un día de paga.
Ella frunció su frente.
–Supongo que eso es subjetivo.
–Mi subjetividad es lo único que importa ya que soy quien paga por los servicios.
Ahora, disfruta de tu comida y luego ponte a lavar los platos.
Subió las escaleras y entró a su dormitorio. Por supuesto, la ropa de cama estaba
arrugada, la almohada todavía no había sido esponjada, por lo que mostraba la
impronta de la cabeza.
Sintió la tentación de ordenarlo todo, pero era su trabajo. Se lo dejaría a ella.
En la sala de baño, encontró agua en la jofaina, pero la jarra estaba vacía, así que
aprovechó el agua tibia que había usado Ofelia para lavarse. Avistó su cepillo y se
detuvo, con sus dedos a sólo unos centímetros de distancia. Mechones rubios
estaban entretejidos en las cerdas, tal como lo habían estado el día anterior. La
intimidad que resultaba era inquietante. Se cepilló el cabello y decidió dejarlo así por
el momento, después se puso ropa limpia.
No podía llegar a Mabry House desaliñado, dando la apariencia de que su vida
de repente se había convertido en un caos.
Capítulo 11
La primera vez que Drake había entrado a Mabry House, lo había hecho a través
de la chimenea. Había sido Peter Sykes esa noche. Su padre lo había subido a un
árbol, y luego con la agilidad de un mono, había trepado por las ramas hasta que fue
capaz de saltar a la azotea, y luego bajar por el tiraje de la estufa.
El duque, que estaba en la residencia en aquel momento, lo había cogido. Y
aunque no había logrado abrir la puerta para que su padre entrara, había disfrutado
de una fiesta de pasteles de carne luego de conocer a Frannie Darling. Esa noche
gracias a ella y el duque su vida había dado un giro inesperado.
Ahora con valentía atravesó la puerta sin llamar. Tenía una habitación dentro de
la residencia, había crecido dentro de esas paredes, así como en las numerosas
propiedades del duque.
–Amo Drake– dijo el mayordomo. –Están en el comedor, desayunando.
Por supuesto que estarían allí. Era tarde para su visita semanal mañanera.
–Gracias, Boyer.
Vagó por los pasillos familiares, parando una vez para contemplar el retrato que
mostraba al duque y la duquesa con todos sus hijos. Drake estaba parado detrás, una
cabeza más alto que los demás. Nunca habían hecho diferencia entre él y sus
verdaderos hijos, nunca lo habían hecho sentir como si no fuera parte de la familia.
Sin embargo, cuando estudiaba la pintura, se veía a sí mismo en el borde exterior,
incluido, pero manteniéndose separado.
Las puertas de la sala de desayuno estaban abiertas. Sólo unos pocos pasos
después de cruzar el umbral, se vio envuelto por los brazos de la duquesa, que había
saltado de su silla antes de que nadie pudiera ayudarla. Durante el tiempo que la
había conocido, siempre saludaba a sus hijos, y a cada huérfano que se cruzaba en su
camino con un abrazo. Ya sea que regresaran de la escuela o de una excursión al
parque. Sus brazos se envolvieron apretadamente a su alrededor como si quisiera
retenerlo para siempre, pero finalmente lo dejó ir. Al final todos se iban, a pesar de
que sabía lo difícil que era para ella.
–Estaba empezando a preocuparme– dijo, mientras sus ojos azules estudiaban
su rostro, tratando de determinar si algo estaba mal.
–Estoy un poco ocupado esta mañana.
–Rexton dijo que dejaste temprano el club ayer por la noche.
Mirando por encima de su cabeza, miró al heredero Greystone, quien se encogió
de hombros.
–Fui a verte después de terminar el juego, y no estabas.
–Un asunto de negocios. Nada por lo que debas preocuparte.
–Entonces prepara tu plato– insistió la duquesa –y únete a nosotros en la mesa.
Si no estaba abrazándolos, estaba metiéndoles comida en el estómago. Al igual
que él, el hambre no era desconocido para ella. El aparador estaba cargado con todo
tipo de alimentos, los aromas flotaban a su alrededor. De repente se dio cuenta de
que estaba hambriento. Se negó a sentirse culpable por haber dejado a Ofelia con
nada más que los huevos a la crema y las tostadas. ¿No había dicho que era lo que
prefería? No tenía sentido ofrecerle una variedad de opciones cuando la mayoría
serían descartadas. Aunque lo que sobrara en esa casa sería llevado a una misión que
alimentaba a los pobres.
Después de servirse un montón de exquisiteces en su plato, tomó su silla
habitual junto a la duquesa. Andrew, frente a él. El duque se sentaba a la cabecera
de la mesa, con Rexton a su izquierda, al lado de Drake. La silla a la derecha del
duque era de Grace. Era extraño verla vacía.
–¿Has tenido noticias de Grace o Lovingdon?– Preguntó Drake.
–No– dijo la duquesa –y dudo que sepamos algo hasta que regresen dentro de
quince días, que es como debe ser.
–Están tan asquerosamente enamorados– dijo Andrew.
–Con un poco de suerte algún día te pasará lo mismo a ti– dijo el duque.
–Yo no necesito un heredero, así que nunca me casaré. Drake y yo
permaneceremos solteros hasta nuestros últimos días, ¿no es cierto, Drake?–
Preguntó.
–Ese es el plan– admitió.
–Es un juramento– dijo.
A los veintiún años era joven y seguro de sí mismo. Drake no recordaba haberse
sentido tan joven. Siempre había sido mayor tanto en experiencia, como en años.
–Ese juramento es una tontería– dijo la duquesa. –Ustedes no puede controlar
sus corazones.
–Tu madre tiene razón en eso– dijo el duque, sonriendo suavemente. –El amor
tiene sus artimañas.
En un principio, Drake se había maravillado por la amabilidad que el duque le
mostraba a su esposa. Nunca le gritaba, nunca le alzaba la mano, nunca se esforzaba
por intimidarla. Hablaban de todos los temas; su opinión era tan importante como la
propia. Por cualquier razón le obsequiaba flores, le compraba regalos, y pasaba
muchísimo tiempo besándola. Drake apreciaba el brillo que iluminaba sus ojos cada
vez que el duque entraba en una habitación, la dulzura de su risa. Él no tenía ningún
recuerdo de la risa de su propia madre. Sólo conocía sus lágrimas, sus súplicas, sus
gritos. Bajo la influencia del duque, no había tardado mucho en llegar a la conclusión
de que su padre había sido un bruto. Y que un hombre debía tratar a una mujer
mejor de lo que se trataba a sí mismo.
Un resabio de culpa con respecto a Ofelia pinchó su conciencia, pero lo ignoró. A
diferencia de la duquesa, ella no trataba amablemente a la gente ni participaba en
buenas obras, tampoco ponía el bienestar de los demás por encima del suyo. La
había sorprendido reprendiendo a sus sirvientes y sabía que se disgustaba
fácilmente. La paciencia y el aprecio de los demás le eran ajenos, y sólo se
preocupaba por sus propios deseos, comodidades y placer.
Pero gritaba en sueños.
–Dinos, ¿cómo van los negocios en Dodger– Preguntó la duquesa,
interrumpiendo sus pensamientos, gracias a Dios.
–Las ganancias son de hasta el diez por ciento este mes– dijo degustando sus
huevos benedictinos. –Aprobé la membresía de un americano.
–¿Americano?– Repitió Rexton. –¡Dios mío!, ¿lo sabe Dodger?
–No necesito su permiso para tomar decisiones, si es a lo que te refieres– dijo
Drake. –El americano es vergonzosamente rico, disfruta de los juegos de azar y
aumenta nuestros beneficios. Por lo que entiendo, muchos estadounidenses están
empezando a pasar su tiempo en Londres en su empeño por casar a sus hijas con
miembros de la nobleza.– Rexton le lanzó una mirada mordaz. –Tal vez tú podrías
contemplar la idea de casarte con una. He oído que los duques son muy solicitados.
–Van a pasar muchos años antes de que yo sea duque. Además, estoy seguro de
que se habrán aburrido de nosotros para cuando esté listo para tomar una esposa.
Por cierto, en el futuro, no invites a Somerdale a la sala privada. Nos desplumó toda
la noche.
La conversación viró hacia los orfanatos. Era extraño no escuchar las opiniones
de Grace, compartiendo chismes, y hablando de sus diversos planes para el día.
Drake nunca se había percatado de lo mucho que dependía de ella para obtener
información. Era perspicaz y siempre estaba al tanto de los acontecimientos de la
sociedad, quien estaba cortejando a quién, quién tenía probabilidades de casarse
con quién. Aunque pocos hubieran sospechado que ella se casaría con el duque de
Lovingdon. El hombre había sido un libertino impenitente, pero lo suficientemente
sabio como para enamorarse de Grace.
Después del desayuno, Drake dio un paseo por el jardín con el brazo de la
duquesa, ubicado en el hueco de su codo.
–¿Eres feliz?– Preguntó.
–Si por supuesto.
–Pareces preocupado.
Había notado que su estado de ánimo estaba un poco apagado. Se daba cuenta
de todo, pero la mayoría de los ladrones tenían la misma capacidad. Era la clave para
la supervivencia.
–Tengo muchas cosas en mi mente.
–Lady Ofelia, tal vez.
Casi tropezó en los adoquines.
–¿Por qué piensas eso?
Ella le dirigió una mirada astuta.
–Noté que desapareciste con ella durante el baile.
Maldijo a pierna suelta. Había estado tan enfadado que no había tomado
precauciones para proteger su reputación. Lo último que quería era encontrarse
atado permanentemente a esa bruja. Aunque la mujer que había dormido en su
cama la noche anterior no… Mentalmente negó con la cabeza. Las dos eran una
misma persona. Tenía que recordarlo.
–¿Alguien más se dio cuenta?
–No lo creo. No he oído rumores.
Necesitaba a Grace. Ella lo sabría con certeza. Irónicamente, Ofelia también
estaría al tanto si no hubiera perdido la memoria.
–Siempre he pensado que tú le gustabas– dijo la duquesa.
Drake soltó la risa.
–¿A Lady Ofelia Lyttleton? No. Yo soy la última persona en la tierra que alguna
vez podría gustarle. Y a mí, ciertamente, me pasa lo mismo.
–Hay algo en ella que siempre me pareció trágico.
Él se detuvo y la miró.
–¿Una mujer que camina con su nariz tan alta que es raro que los gorriones no
se posen en ella? ¿Una mujer que puede golpear con las palabras tan fuerte como un
puñetazo? ¿Una mujer que reprende a su doncella si un cabello se sale de su
peinado? ¿Estamos hablando de la misma mujer?
–Para ser una mujer que no te gusta, ciertamente no parece haber escapado a tu
escrutinio en lo más mínimo.
–Ella se ha cruzado desde siempre en mi vida, ha sido amiga de Grace desde que
empezó a caminar. Difícilmente hubiera podido ignorarla.
Sus labios se curvaron.
–Oh, sospecho que podrías haberla evitado si lo hubieras intentado.
Ella puso su mano en el codo y comenzó a guiarlo de vuelta a la residencia.
–Son sus ojos. Están embrujados.
–¿Embrujados? ¿Cómo?
–No sabría decírtelo. Hay algo de ella. Nunca podemos saberlo todo acerca de
otra persona, y a veces esas cosas son un mecanismo de defensa.– Le apretó el
brazo. –Yo sé que en ocasiones te ha maltratado, pero creo que tal vez es porque la
asustas.
–¿Cómo diablos podría asustarla? Por ser amiga de Grace, he sido muy cordial
siempre que nos hemos cruzado.
Se rió débilmente, como si se divirtiera por algo que él no podía ver ni oír.
–El duque me asustó cuando lo conocí.
No podía imaginarlo. Incluso cuando lo había sorprendido tratando de robarle,
simplemente le había dado de comer.
–¿Qué cosa monstruosa hizo para asustarte?
–Me atrajo de manera que ningún otro hombre jamás lo había hecho.
Lady Ofelia Lyttleton no se sentía atraída hacia él. La idea era ridícula. La
duquesa se estaba esforzando por hacer el papel de casamentera para sus hijos, pero
tenía un gusto atroz a la hora de elegirle novia. Aún así, Drake la amaba, sabía que
tenía buenas intenciones, y le tomó todo su autocontrol no reírse hasta el hartazgo.
Ofelia. ¿Atraída por él? Cuando los cerdos volaran.
Después regresaron a la casa, y se excusó para hablar con el ama de llaves ya
que tenía algunas preguntas acerca de su nueva residencia. La duquesa ya la había
visto, por supuesto, cuando la compró, pero no había invitado a nadie de la familia
para que fuera de visita. Quería esperar hasta que todo estuviera en orden. Así que
no se sorprendió por su deseo de hablar con la señora Garrett.
***
–El Manual sobre Administración del Hogar de Mrs. Beeton– le dijo la anciana
ama de llaves en su oficina debajo de las escaleras. –Es el mejor recurso para
aprender a manejar una casa correctamente. Mrs. Beeton cree que una casa
desordenada lleva a la discordia marital. Su orientación ha salvado muchos
matrimonios, se lo aseguro.
No tenía ningún interés en salvar un matrimonio. Ni siquiera sabía por qué
buscaba su consejo. Ofelia, sin duda volvería a su residencia la mañana siguiente.
Pero pronto debería contratar un ama de llaves adecuada, y necesitaba tener una
idea acerca de los conocimientos que debía poseer.
Dejando a la señora Garrett, fue en busca de una dulce muchacha que había
llegado a trabajar allí unos pocos años antes. Encontró a Anna ordenando la cama del
duque.
Ella hizo una reverencia.
–Amo Drake.
Le había dicho numerosas veces que no necesitaba hacerle una reverencia, pero
seguía haciéndolo. Tomándose un momento, observó los detalles de su figura con la
mayor discreción posible. Era perfecta para sus necesidades.
–Anna, me preguntaba si podrías ayudarme.
–Si puedo, señor, con todo gusto. Sólo dime que necesitas.
–Conozco a una mujer que está pasando por un momento difícil. Tiene
aproximadamente tu tamaño. Me preguntaba si tendrías alguna ropa que estés
considerando desechar. Yo con mucho gusto te pagaría cien libras por ella–.
Sus ojos azules se abrieron.
–Oh, usted no tiene que hacer eso, señor. Estoy más que feliz de ayudar a los
necesitados.
–Insisto en recompensarte. Ella, en realidad necesita un uniforme, un delantal,
una cofia y algunos artículos que no puedo mencionar.
Él sonrió.
Aunque acabo de mencionarlos, ¿no?
Ella rió.
–Usted es muy gracioso, señor.
Ella le hizo sonreír, y pensó que era el tipo de persona a la que podía atraer, una
plebeya como él. Sin embargo, era demasiado dulce para ser la destinataria de la
oscuridad que residía en su interior.
–Un camisón si tienes.
Tenía que hacer que Ofelia dejara de ponerse sus camisas, porque nunca sería
capaz de usarlas otra vez sin pensar en la tela acariciando su piel.
–¿Tal vez un vestido que te sirva para cuando tienes tiempo libre?
–Creo que tengo algunas cosas. No me tomará más de un minuto ir a buscarlas.
En realidad, la llevó una buena media hora, no es que fuera a quejarse. Ella lo
recibió en la puerta de atrás, con un gran bulto en sus brazos. Le entregó las
monedas que había prometido, a sabiendas de que había recibido la mejor parte del
trato, pero le habían enseñado a ser generoso. Si uno poseía fortuna, debía
compartirla.
Como tenía unos cuantos recados que hacer de camino, decidió hacer uso de
uno de los coches del duque y apresurar su regreso a la casa. No es que estuviera
ansioso por disfrutar de la compañía de Ofelia, pero no quería dejarla sola por mucho
tiempo. Y ya había pasado la hora en que normalmente se iba a la cama. Era muy
práctico tener siempre un carro listo para partir.
De ninguna manera tenía prisa por llegar y sumergirse en la profundidad de sus
ojos verdes y comprobar si efectivamente estaban embrujados.
Phee lavaba los platos. Tarea bastante simple. Ella había desempolvado los
muebles el día anterior por lo que no pensaba que debería repetir esa tarea.
Tratando de recordar que otros deberes había mencionado Drake que debía realizar,
comenzó a vagar por la residencia. Realmente necesitaba adquirir una silla cómoda
en la que pudiera relajarse. Como ama de llaves era su responsabilidad informarle
acerca de lo que se necesitaba. Sí, esa era su obligación, ya que al parecer él no tenía
ni idea.
Al entrar en la sala del frente, trató de imaginar lo que debía comprar. Sillas, un
sofá. Cortinas de colores brillantes amarillo y verde. No, para él algo más oscuro.
Borgoña, tal vez, del color del vino añejo, que resultaba áspero al paladar.
¿Cómo conocía el vino? Porque disfrutaba de su sabor. Tenía que buscar algunas
botellas en la cocina. Era extraño, las cosas que recordaba, y las que no.
Lo había oído reír, pero nunca había sonado alegre. No creía que estuviera
particularmente contento con la vida, y aunque sabía que necesitaba esforzarse por
recordar sus deberes, estaba más interesada en recordar lo que sabía de él.
Ubicada en el amplio alféizar de la ventana, miró a la calle y se preguntó si era
posible vivir sin pasado. ¿Realmente necesitaba recordar su pasado? Obviamente no
era nada especial o no sería ahora una sirvienta.
Pensar en Drake, sin embargo, era mucho más interesante. Mientras
instintivamente sabía que era malo, apenas podía esperar que llegara la hora de su
baño y tener una vez más la oportunidad de pasar sus dedos sobre su espalda firme.
Ni una onza de grasa. Su cuerpo era todo músculo y tendones.
No podía decidir si prefería verlo con su atuendo informal de camisa y pantalón
o con chaleco, chaqueta, y pañuelo perfectamente anudado. Como no tenía ayuda
de cámara, era increíblemente idóneo para vestirse. ¿Por qué no tendría ayuda de
cámara? Dinero, supuso. Sin duda esa era la razón por la que sólo tenía una sirvienta.
Era costoso tener servicio doméstico.
Por supuesto, con una residencia prácticamente vacía, no tenía mucho para
mantener por el momento. Su labor era muy simple, no debería quejarse. Sin
embargo, le hubiera gustado ver algunos muebles dispersos. La habitación tenía
tanto potencial. Imaginó las pinturas que irían en las paredes, margaritas y paisajes.
No, mejor escenas de tormentas. Grises, salvajes y brutales. El arte debía reflejar
a su empleador con el pelo negro y los ojos que le hacían parecer más oscuro. Su
arrogancia, la intensidad de su mirada, el pasado que revelaba a regañadientes,
perpetuado por sombras que lo atormentaban, porque incluso en el sueño no
parecía estar en paz.
Quería explorar esas sombras, explorarlo por dentro y por fuera. Le intrigaba. O
tal vez simplemente estaba tratando de librarse del aburrimiento pensando en él. O
lo echaba de menos. Durante algunos minutos se había quedado en la puerta de la
cocina viéndolo mientras preparaba su desayuno. Con eficiencia y movimientos
enérgicos. Autosuficiente. No podía imaginar algo que no pudiera conquistar.
Incluyéndola a ella.
El pensamiento cayó por su mente, pero antes de que pudiera examinarlo más
de cerca, un carro hizo temblar el frente de la residencia. Como con todo en los
últimos tiempos supo sin lugar a dudas que se trataba efectivamente de un carro
muy elegante. Con un lacayo de librea que saltó a la calle y abrió rápidamente la
puerta.
Drake salió con movimientos fluidos que desmentían el hecho de que estaba
sosteniendo un surtido de paquetes. El lacayo hizo un gesto para aliviar a Drake de
sus cargas, pero su empleador simplemente negó con la cabeza, pronunció algo, y el
lacayo trepó de nuevo en el carruaje, y se fue.
Corriendo hacia la puerta, ella la abrió y no pudo contener su sonrisa.
–Estás en casa.
Se tambaleó hasta detenerse, confuso y desconcertado a la vez, como si no
hubiera esperado que estuviera allí. Entonces su rostro se vistió con una máscara de
disgusto, como si no estuviera del todo feliz de verla.
–Una sirvienta debería abrir la puerta con un poco más de decoro.
Se sintió irritada por las palabras cortantes, ya que se había sentido encantada
por su regreso.
Dando una rápida reverencia, dijo:
–Mis disculpas. ¿Qué tienes ahí?
Se acercó a su lado.
–Una sirvienta no cuestiona a su empleador.
–Yo no estaba cuestionándote.
–Una frase que comienza con ‘que’ y termina con tono interrogante por lo
general implica un cuestionamiento.
–Bien.
Ella cerró la puerta, alzó la barbilla.
–Supongo que una sirvienta tampoco debe cerrar las puertas con un golpe.
–Correcto. La servidumbre no debe oírse y ser vista muy de vez en cuando.
–Supongo que tampoco deben alegrarse por tener al amo de regreso.
No pudo evitar el resentimiento en su voz, lo que supuso fue otro fracaso. Sin
duda los sirvientes hablaban en voz baja para que nadie supiera exactamente lo que
estaban pensando.
No parecía tener una respuesta a eso, pero la estudió por un momento antes de
decir:
–Vamos a la cocina.
No le gustaba recibir órdenes, no le gustaba en absoluto. No le caía bien, y una
pizca de rebelión en su interior quería alzarse y protestar. Pero la doblegó y lo siguió
dócilmente. Tal vez no tan dócilmente. Sus manos estaban cerradas en puños, y
estaba tentada a plantarle uno en el centro de la espalda, justo en el corazón del
dragón.
El silencio que se extendió entre ellos fue incómodo, pero todo lo que se le
ocurría preguntar era: ¿Cómo estuvo tu mañana? ¿Qué hiciste mientras estabas
fuera? ¿Has visto algo interesante, escuchaste algún chisme jugoso? Estaba deseosa
de escuchar algún chisme.
Pero se mordió la lengua y se mantuvo callada. Cuando llegaron a la cocina,
pensó que la alabaría por el orden y la limpieza, pero se limitó a dejar los paquetes y
agitó una mano sobre ellos.
–Ábrelos.
–¿Son para mí?
Gruñó ante las palabras que habían escapado sin pensar.
–Lo sé. Se supone que no debo hacer preguntas.
Ella captó el brillo divertido en sus ojos.
–Voy a pasar esta por alto.
Tenía un extraño deseo de verlo contento, feliz, riendo. A gusto. No en la forma
en que se sentía cómodo con su entorno, sino a gusto consigo mismo, a gusto con
ella. Alguna vez tendría que haberle gustado. La había contratado. No podía culparlo
por su impaciencia con el reciente giro de los acontecimientos. Tenía que aprender
todo de nuevo y no la había contratado para eso.
–Tengo que irme.
No creía que sus ojos se podrían haber agrandado más si lo hubiera golpeado en
el vientre.
–¿Perdón?
–Tendrías que despedirme. Contratar a alguien que recuerde cómo realizar sus
deberes, cómo abrir la puerta apropiadamente,…
–En este preciso momento todo lo que necesito es que abras los paquetes
correctamente.
Su impaciencia se templó en esta ocasión, y se alegró de que no quisiera
despedirla. ¿Cómo podría seguir por su cuenta, cuando sólo había un abismo de
vacío donde debería estar su memoria?
Tiró de la cinta que sujetaba el papel marrón alrededor de un gran paquete que
parecía contener algo suave y maleable. Partiendo la envoltura, descubrió la ropa.
Agarró el vestido por los hombros, lo levantó, y se lo tendió para su inspección. Un
vestido sencillo de color azul oscuro con botones hasta el cuello blanco almidonado.
Mangas largas. Ella lo miró por encima del atuendo.
–Tu uniforme– declaró sucintamente. –Te equivocaste al suponer que habías
empacado tu ropa en una maleta. Llegaste con pocas posesiones. Yo debería haber
hecho arreglos para que compraras las cosas que necesitabas.
Asintiendo, lo dejó a un lado y sacó un delantal blanco con volantes. Las lágrimas
le escocían los ojos.
–Sin duda, te alegrarás más con este paquete– dijo, empujándolo hacia ella.
–No estoy disgustada. Nunca me han hecho un regalo tan considerado.
–Has recibido un montón de regalos.
Ladeando la cabeza hacia un lado, ella lo estudió.
–¿Si?
–No puedo saberlo con seguridad, por supuesto, pero estoy seguro de que tengo
razón. Uno no crece sin recibir ningún regalo.
–No puedo recordar uno solo. Es realmente como empezar a vivir de nuevo.
–Algunos podrían considerar la posibilidad de empezar de nuevo como una
bendición.
–Esa es la cuestión. No sé si debo agradecerlo o no.
No quería centrarse en la preocupación de que tal vez debería estar agradecida
de haber perdido la memoria, así que se centró en el segundo paquete. Contenía un
vestido gris, abotonado hasta el cuello, pero la falda tenía varios volantes cortos en
la parte trasera.
–¿Otro uniforme?
–No, pensé que podrías necesitar ropa informal.
–¿Me darás un día libre?
–De vez en cuando.
¡Aleluya!
–¿Cuándo es el próximo?– Preguntó con entusiasmo.
–El próximo, ¿qué?
–Día libre, tonto. Me gustaría ir a una librería. Y a los jardines. Me gusta caminar
por los jardines. Hablando de jardines, deberías contratar un jardinero.
Él se mostró completamente desconcertado.
–¿Me llamaste tonto otra vez?
De todo lo que había dicho, ¿sólo se centraba en eso?
–No pretendía insultarte. Supongo que no debería ser tan informal con mi
empleador.
–No, no deberías.
–¿Sólo debo ocuparme de atender tu residencia?
–En esencia. Y en este momento abrir los paquetes que te traje.
Ella consideró insistir sobre el jardinero, pero tal vez tendría más éxito si se lo
mencionaba en otra oportunidad. Le encantaría tener flores para alegrar las
habitaciones. Pero como parecía muy ansioso porque examinara el contenido de los
paquetes, volvió su atención a ellos.
Dejando a un lado el vestido, levantó otros artículos, ropa interior, mucho más
fina y más suave que la que actualmente llevaba. El calor abrasó su cara, y las
empujó debajo del vestido.
–No hay necesidad de tener vergüenza– dijo. –Estoy muy familiarizado con la
ropa interior de las mujeres.
No tenía ninguna duda, pero no le gustó mucho la arrogancia en sus palabras ni
la satisfacción en su sonrisa. No quería pensar en las mujeres acostadas encima de él,
acariciando su dragón, el pecho, cualquier parte de él.
–¿Acaso traes a tus mujeres aquí?
–No.
Un poco más aliviada, se preguntó por qué le importaba. Ella era su sirvienta,
nada más. Sin embargo, sentía que debería ser algo más.
Con la ropa interior a un lado, sacó un camisón. Ya no tendría que dormir con su
camisa. El pensamiento no le proporcionó la alegría que debería suponerle, pero no
quería examinar las razones tampoco.
Luego dio un codazo a lo que parecía ser una caja. Pero cuando desató la cuerda
y plegó el papel, descubrió el Manual de Administración del Hogar. Si el uniforme no
había logrado recordarle su posición, ese libro lo logró notoriamente.
–El ama de llaves de la mujer que me crio me aseguró que Mrs. Beeton, la
autora, es una autoridad cuando se trata de administrar adecuadamente una casa–
dijo.
–Ya veo.
–También incluye recetas por lo que tendrás más éxito en la preparación de mis
cenas.
Hojeando las páginas, no pudo imaginar algo menos agradable para leer.
Después de dejarlo a un lado, alcanzó uno de los dos paquetes restantes.
–No, este primero.
Dentro había cuatro libros más, pero ésos... Con reverencia, pasó los dedos
sobre dos obras encuadernadas en piel de Austen y dos de Dickens.
–Pensé que así podrías llenar un poco los estantes– dijo.
Ella lo miró.
–Así que son tuyos, no míos.
Se encogió de hombros.
–Puedes leerlos mientras estés aquí.
–Lo dices como si no esperaras que me quede por mucho tiempo.
–No, no es por eso.
–No puedo culparte. No soy lo que pensabas cuando me contrataste.
–Tu puesto está asegurado– dijo con impaciencia, empujando el último paquete
en sus manos.
Descartando la cinta y el papel, reveló una caja de cuero resistente. Poniéndola
sobre la mesa, levantó la tapa rebatible. En el interior, sobre terciopelo, había un
cepillo, un peine y un espejo de mano de plata. Pequeñas flores estaban talladas
intrincadamente en la parte posterior del cepillo y el espejo.
–Son hermosos.
Y costosos, le susurró una vocecilla en el fondo de su mente. No sabía cómo lo
sabía, pero lo sabía.
–Casi no sé qué decir.
–No hay nada que decir. Me di cuenta de que estabas usando el mío y me
aseguro de que no vuelvas a hacerlo.
Por supuesto que no lo haría. Era su sirvienta. Debería haber utilizado los dedos
o simplemente dejar su cabello enredado.
–Puedes descontarlo de mi sueldo, si quieres.
–No seas ridícula. Es un regalo.
–No puedo aceptarlo.
–Ciertamente puedes.
–¿Cómo puedo deleitarme con los regalos cuando estás siendo tan cascarrabias?
Suspiró profundamente.
–Quiero que te los quedes. Me agradará enormemente si los aceptas, y dejas
satisfecho a tu empleador que es lo que deberías querer por encima de todas las
cosas.
¿En qué medida esperaba que lo dejara satisfecho? Nunca le había hecho
ninguna petición objetable, ciertamente no parecía estar interesado en algo más que
sus habilidades de limpieza. Pero aceptar un regalo tan pródigo… ¿la pondría en
deuda con él? Si esa era la cuestión, podría devolvérselos. Además, quería el juego
de plata. La hacía sentirse elegante.
–Gracias– dijo simplemente.
–De nada. Ahora debo ir a dormir. ¿Recuerdas a qué hora debes despertarme?
–Sí, a las cinco para su baño.
Golpeó el libro de Mrs. Beeton.
–Aprovecha la tarde para aprender cómo cuidar con eficacia mi residencia.
–Dijiste que te lo había recomendado el ama de llaves de la mujer que te crio.
–Sí. Es una mujer excepcional, ha estado con la familia desde hace años.
–Así que estuviste con tu familia esta mañana.
Él pareció vacilar, sopesando sus palabras. Asintió con la cabeza.
–Desayunamos juntos una vez a la semana.
–¿Yo tengo familia?
Él negó con la cabeza lentamente.
–No, eres huérfana.
Se maravilló por el alivio que sintió, había esperado la respuesta con temor,
conteniendo la respiración.
–Han desaparecido hace mucho tiempo, creo– dijo sombríamente.
Ella le sonrió.
–No necesitas preocuparte porque vaya a estallar en sollozos incontrolables.
Podrían haber muerto en un accidente horrible hace dos días, y no me importaría.
No me acuerdo de ellos. Supongo que debería llorar por no recordarlos. Parece que
la gente en nuestras vidas siempre debe ser recordada.
–Estoy seguro de que te amaban profundamente.
Entrecerrando los ojos, ella lo escudriñó.
–No pensé que conocieras algo de mi pasado.
–No lo sé, pero no puedo imaginar que no hayas sido amada por alguien.
–Es un gran elogio de hecho. Sin embargo, te enojas demasiado seguido
conmigo.
Suspiró profundamente una vez más.
–Una sirvienta no debe discutir ni quejarse con su empleador.
Tocó de nuevo el libro.
–Esperemos que en estas páginas encuentres la clave del comportamiento
adecuado para un ama de llaves. Nos vemos a las cinco.
Drake entró en su dormitorio, cerró la puerta y caminó. Le había dicho la verdad:
era huérfana. Su madre había muerto diez años antes, su padre dos. Tenía una
familia, su hermano, pero él no se había tomado la molestia de cuidarla o comprobar
que estuviera bien, y no es que ella sabía todo eso, pero podría haberle preguntado
de nuevo por sus cartas de recomendación. Era simplemente más fácil omitir ese
pequeño detalle. Todo este asunto empezaba a roer su conciencia.
No debería haberle comprado el maldito juego de aseo de plata, gastando una
pequeña fortuna en él cuando se marcharía a la mañana siguiente. Pero los largos
cabellos rubios entretejidos con los suyos habían sido desconcertantes, como si
pertenecieran a su cepillo y tomaran posesión de él. No podía permitir que siguiera
usando sus cosas. Deseó que no se hubiera mostrado tan condenadamente
agradecida por todo lo que había en los paquetes. Bueno, excepto por el libro de
cocina. Obviamente no había estado contenta con el recordatorio de su lugar en la
vida.
Sonriendo, se sentó en la silla y se quitó las botas. Debería pisar
deliberadamente estiércol de caballo, para luego ordenarle limpiar sus botas. Eso
haría disminuir su gratitud.
No sabía por qué estaba tan fuera de sí. Tal vez por la forma en que se había
apurado a abrirle la puerta y saludado como si estuviera verdaderamente feliz de
verlo. Su amplia sonrisa, el brillo de sus ojos lo había golpeado como un puñetazo en
el pecho hasta hacerlo tambalear. La había deseado, con un anhelo feroz que casi lo
había descontrolado. Había querido tomarla en sus brazos y llevarla por las escaleras
hasta su cama. Había querido explorar ese cuerpo que había descubierto hacía sólo
dos noches, pero al que le había prestado poca atención. Había querido enterrarse
en su calor aterciopelado y ver en sus ojos el ardor de la pasión.
Pasándose las manos por el pelo, se puso de pie y miró por la ventana. Desearla
era la última cosa que haría. No podía dejarse engañar por su inocencia. La mujer
que estaba en su cocina no era Lady Ofelia, la verdadera era un diablo escondido
bajo la superficie, y en cualquier momento irrumpiría con sus recuerdos intactos y su
fachada helada que podría quemarlo si intentaba acercarse.
Tenía que recordar eso. Pero mirando a la calle, sólo pudo recordar la sonrisa
cálida, la voz dulce, las palabras que lo divertían más de lo que lo irritaban, su apego
mientras luchaba contra los demonios que la atormentaban en sueños.
***
–No has preparado el equipo para realizar los trabajos de limpieza, ¿verdad?–
Preguntó Marla.
Phee se sintió bastante avergonzada. Había estado hojeando el libro de Mrs.
Beeton, tratando de captar lo que implicaban sus responsabilidades, cuando Marla
había llamado a la puerta, dispuesta a cumplir la promesa de ayudarla a recordar sus
tareas.
–Debo haberlos agotado– dijo Phee.
Marla sonrió.
–Ha sido una buena idea entonces haber traído conmigo los elementos que
podemos llegar a necesitar. ¿Qué has hecho el día de hoy?
–Lavé los platos después del desayuno.
–Eso es bueno. ¿Qué otra cosa?
Phee lo pensó. Seguramente había hecho algo más. Marla abrió mucho los ojos,
como si pudiera ayudar a Phee con la respuesta.
–Abrí unos paquetes.
Marla se rió un poco.
–¿De suministros?
–Drake me trajo algunas cosas, libros, ropa y un cepillo para el cabello
–No pudo dejar de sonreír mientras lo contaba.
–¿Drake?– Preguntó Marla.
–Sí. Drake Darling. Él vive aquí. Te lo dije ayer.
–Usted debe referirse a él como el señor Darling.
Pero él no era el señor Darling para ella. Drake o Darling parecía encajar mejor.
Tal vez porque había despertado dos veces en su cama.
–Muy bien, entonces, el señor Darling.
–¿Por qué te regaló un cepillo para el cabello?
–Porque no tengo ni siquiera uno.
–¿Por qué no?
–No lo sé. Parece que son muchas las cosas que no recuerdo y otras tantas las
que no poseo. Creo que tal vez me estaba yendo a algún lado cuando me caí en el
río.
–¿te caíste en el río?
–Sí, ya te lo dije.
–No, dijiste que te golpeaste la cabeza.
–Bueno, me caí en el río, me golpeé la cabeza y ahora no puedo recordar nada.
Aunque tengo la sensación de que estoy siendo grosera. ¿Te apetece un té?
–No tenemos tiempo para el té. La señora Pratt sólo me dio una hora para
ayudarte esta mañana, así que lo mejor es empezar de inmediato. ¿Has barrido el
camino de entrada?
–No, ¿por qué habría de hacerlo?
–Debido a las hojas y la suciedad que lo cubren. No puedes esperar que el señor
Darling tenga que caminar sobre la mugre para poder entrar a su casa.
–Me parece una pérdida de tiempo. El viento hace caer de vuelta las hojas y el
polvo vuelve a posarse en el camino.
Marla se encogió de hombros.
–Es por eso que todos los días hacemos la limpieza.
Sin preguntar, abrió la puerta de la despensa, miró dentro, y sacó una escoba.
Luego cogió el cubo que estaba lleno de trapos, botellas y latas.
–Vamos. Te voy a mostrar cómo se hace.
–Creo que soy capaz de manejar una escoba.
Mientras Phee demostraba sus habilidades, Marla volvió a entrar en la
residencia y regresó momentos después con un cubo de agua. Phee suponía que
debería haber sido un poco más cautelosa sobre permitir que Marla entrara en la
residencia, pero Darling no poseía nada de valor que pudiera llevarse. Además, Marla
era una sirvienta y las empleadas domésticas eran confiables. No tenía ninguna razón
para robar. Tenía un buen sueldo.
Con las manos en las caderas, Marla caminaba de puerta a puerta como si
estuviera inspeccionando tropas. ¿Cómo se acordaba que era una tropa? ¿Había
visto como se inspeccionaban?
–Has hecho un buen trabajo– dijo Marla.
–¿Bueno? Hice un trabajo excelente.
–Te has dejado algunas hojas aquí y allá.
–No pude evitarlo, el viento soplaba a mi espalda, así como había predicho que
lo haría.
Marla miró a su alrededor, arriba y abajo.
–No siento que haya nada de viento.
–Bueno, no está soplando ahora, pero lo estaba hace un momento.
La sonrisa de Marla, con los dientes torcidos, la hacía parecer demasiado joven
como para estar haciendo todo eso.
–¿No te gusta que te explique las cosas verdad?, pero si no te las digo ¿cómo vas
a recordarlas?
–Le dije lo mismo a Drake…
Los ojos de Marla se abrieron desorbitados, en son de reprimenda. Supuso que
había peores castigos.
–…al señor Darling, que necesitaba que me dijera ciertas cosas, pero él dijo que
yo tenía que averiguarlo.
Marla se encogió de hombros.
–Él tiene sus formas, yo tengo las mías. Voy a fregar el escalón de la entrada
mientras pules la puerta. Tengo todo lo que necesitamos en mi cubo.
En cuanto vio la puerta polvorienta, Phee sólo pudo pensar una cosa que decir. –
No soy muy buena sirvienta, ¿verdad?
–No seas tan dura contigo misma. Sólo hay que prestar atención a las cosas.– Le
entregó un paño, luego abrió una lata. –Sólo podremos hacer algunas tareas en un
día. Ahora, utiliza la cera para pulir la puerta.
Marla cayó de rodillas, tomó lo que parecía un ladrillo de su cubo, y comenzó a
raspar el escalón de la entrada.
–Sólo tienes que decirme qué hacer– dijo Phee. –No tienes que hacer el trabajo.
–No soy una dama ociosa que se la pasa dando vueltas sin hacer nada en todo el
día. Además, los amigos se ayudan entre sí, ¿no?
–No hemos pasado juntas el tiempo suficiente como para ser amigas.
Entrecerrando los ojos, Marla le mostró su sonrisa de dientes torcidos.
–La amistad no se mide por el tiempo. Puede suceder en un abrir y cerrar de
ojos, cuando te encuentras con alguien que te agrada.
Phee sintió un endurecimiento incómodo y poco familiar en el centro de su
pecho.
–¿Yo te agrado?
–Por supuesto que sí. No estaría aquí de lo contrario. ¿Nunca has conocido a
alguien y de inmediato supiste que serían amigos?
¿Habría conocido a alguien así? ¿Tendría amigos?
Antes de que pudiera responder, Marla siguió diciendo:
–Por otro lado a veces te encuentras con alguien y piensas inmediatamente, ‘No
sería amiga de esta persona aunque fuera el último ser humano sobre la tierra’. Y no
te preocupes. Voy a decirle un montón de cosas que podrás hacer después de mi
partida.
–Gracias, Marla. Realmente aprecio su ayuda. Eres muy amable.
–No se necesita ningún esfuerzo para ser amable.
Pero lo hacía. La chica estaba perdiendo el tiempo de su merecido descanso para
ayudar a Phee, a quien apenas conocía. ¿Sería Phee tan generosa con su tiempo y su
conocimiento? Le gustaba pensar que lo haría, pero no lo sabía.
Marla señaló con la cabeza hacia la puerta.
–Comienza a pulir.
Volviendo de nuevo a la tarea que la ocupaba, Phee pensó en lo sorprendido que
quedaría el señor Darling la próxima vez que abriera esa puerta. Deseaba haber
podido tenerla limpia y brillante para él esa mañana, antes de que regresara con los
paquetes. Mientras pasaba el paño arriba y abajo sobre la madera, decidió que no
era una tarea completamente desagradable y le gustaba ver como su labor lograba
que la madera opaca se convirtiera en un espejo resplandeciente. Deseó que su vida
pudiera limpiarse tan fácilmente, pero era demasiado complicado. Incluso sin
memoria, lo sabía.
–Estoy asumiendo que tu señor Darling tiene una lavandera– dijo Marla.
–¿Por qué piensas eso?
–Tus manos.– Dijo Marla. –Las mías están muy arruinadas.
Se veían rojas, agrietadas. Pensó que parecían más viejas que el rostro de la
doncella. Mientras que las suyas eran blancas y suaves.
–Es posible que quieras saber algo sobre la lavandería– dijo Marla. –Para
conseguir que la ropa quede limpia el agua tiene que estar caliente. Cuando me
entrenaron para el servicio, me hicieron meter las manos en agua hirviendo.
Horrorizada, Phee detuvo el pulido y miró a Marla. Seguramente no había oído
bien. No pudo pensar en ninguna respuesta, excepto –No.
Marla asintió.
–Sí. Tienes que acostumbrarte a trabajar con el agua caliente.
–Eso es una barbaridad. ¿Cuantos años tenías?
–Doce.
Phee sintió que sus ojos se abrían tan redondos como platos.
–Pero eras una niña.
Marla se encogió de hombros de una manera que hizo parecer que las palabras
de Phee habían rodado por su espalda.
–Mi madre tenía ocho hijos, y uno en camino. Tuve que empezar a ganar dinero
para ayudar. ¿Cuánto tiempo has estado en el servicio?
Phee apenas podía creer que Marla aceptara de buena gana el trato que había
soportado, pero obviamente quería cambiar de conversación.
–No lo sé. Supuestamente he estado aquí durante quince días.
Ella estudió la puerta.
–¿Crees que esta puerta ha sido pulida alguna vez desde que puse un pie en la
casa?
–No parece, ¿verdad? Las ventanas también necesitan lavarse.
Oh Dios, iba a ser una tarea colosal. Tendría que conseguir una escalera.
¿Tendría miedo a las alturas?
–Tal vez el señor Darling no se preocupa por las ventanas y las puertas.
–Por supuesto que sí. Todos los burgueses se preocupan por las apariencias. Es
por eso que contratan servidumbre.
–¿Burgueses?
Marla se rió.
–Has olvidado muchas cosas. Ya sabes, los que no son pobres, pero tampoco
pertenecen a la aristocracia. Como Mrs. Turner. Ellos contratan al menos un sirviente
para guardar las apariencias, y que las personas sepan que tienen algo de dinero. La
mayoría tienen dos o tres empleados domésticos, o los que pueden permitirse.
Nosotras los hacemos sentir ricos.
¿Ese había sido el motivo por el que Darling la había contratado? ¿Por las
apariencias? No, el no haría algo sólo por lo que otros pudieran pensar de él. Era lo
suficientemente rápido para ponerla en su lugar si no le gustaba lo que decía.
–De acuerdo entonces. Las ventanas. ¿De qué otras tareas debo ocuparme?
–Las lámparas de aceite se tienen que limpiar y preparar todos los días. Algunos
hogares tienen un ayudante y ese es su único trabajo. Está a cargo de las lámparas de
aceite.
–Nuestros muebles son bastante espartanos de momento así que esa tarea no
debería llevarme mucho tiempo. ¿Qué otra cosa?
Phee siguió puliendo mientras Marla empezó a enumerar todas las cosas que
necesitaba atender. Curiosamente, la lista no le resultó tan abrumadora.
En cambio, pensó que sus tareas harían que el día pasara con bastante rapidez,
pero más se imaginaba lo gratificante que sería cuando Drake notara sus esfuerzos.
La próxima vez que un carruaje se detuviera delante de la residencia, el
conductor y el lacayo verían una puerta reluciente.
Y sólo entonces tal vez Drake Darling le sonreiría, dejando al descubierto ese
pequeño hoyuelo intrigante.
Capítulo 12
Debido a que las opciones eran la incómoda silla o la cama, ella eligió la cama,
sentándose en una esquina de la parte superior de las mantas arrugadas, con una
almohada a su espalda. Una almohada sobre la que había dormido y sobre la cual iba
a dormir más tarde. Una almohada que olía a él. Lo sabía porque había enterrado su
rostro en ella antes de colocarla detrás de su espalda.
Maldijo sus manos y su incapacidad para ocultar el malestar. Había deseado
lavar su espalda una vez más. Había estado demasiado consciente de lo que había
disfrutado el día anterior y de las cosas mal hechas que había planeado rectificar ese
día.
Debido a que su carácter oscilaba entre amable y cortante, sospechaba que
había algo más en su relación de lo que era correcto. La ropa que le había traído le
quedaba como si hubiera sido confeccionada para ella, como si conociera sus
medidas exactas. No quería considerar la posibilidad de que había pasado tanto
tiempo en compañía de las mujeres que tenía un ojo crítico para calcular su talle, a
pesar de que probablemente fuera la única verdad. Probablemente no era más que
una sirvienta.
Pero ¿por qué los libros? ¿Por qué el cepillo de plata? ¿Por qué la preocupación
por sus manos?
Él salió de la sala de baño con una toalla alrededor de sus caderas, que mantenía
firmemente en su lugar con una mano. Sin decir una palabra, cogió los pantalones y
la camisa que cubrían la silla y desapareció de nuevo en la sala de baño.
Cuando salió de nuevo, la camisa estaba metida en los pantalones, pero sin
abrochar. Organizó un surtido de artículos sobre la mesa junto a la cama, antes de
sentarse en el borde del colchón. Le cogió las manos, volvió las palmas hacia arriba, y
frunció el ceño. Se encontró mirando con asombro lo pequeña que se veían sus
manos en comparación con las de él. Las suyas eran ásperas y marcadas por
pequeñas cicatrices que serían parte de su cuerpo por toda la eternidad.
–¿Cómo te has hecho esas cicatrices?– Preguntó.
Su ceño se profundizó antes de soltar sus manos y coger un frasco.
–Son de cuando era un muchacho.
No había pensado que fuera a contestarle. Él siempre la sorprendía. No más que
cuando aplicó suavemente el ungüento sobre la piel lastimada. Se imaginó esos
dedos deslizándose sobre todo su cuerpo, con tanta reverencia y cuidado.
–Se podría pensar que mis manos deberían ser más fuertes– dijo –
acostumbradas a acarrear baldes de agua.
–Por lo general yo preparo mi propio baño.
–Pensé que habías dicho que yo lo hacía.
¿Le había dicho eso? ¿O era su memoria defectuosa la que fallaba? Tal vez su
cerebro había sido dañado de alguna manera. ¿Acaso constantemente estaría
confundiendo y olvidando cosas?
–Si lo hice, me equivoqué. No debes volver a hacerlo.
–Estás enojado conmigo.
Haciendo una respiración profunda, empezó a doblar una tira de lino alrededor
de su mano.
–No, nunca supuse que podrías salir lastimada. No quiero que hagas ninguna
tarea que te pueda causar dolor.
–Tal vez deberías contratar a un criado para que me ayude.
–Con el tiempo lo haré.– Empezó envolviendo el otro lado.
–Y un ayuda de cámara.
–Necesito mi dinero para otras cosas en este momento.
–¿Qué cosas?
Se concentró en su tarea.
–No es asunto mío, supongo– dijo ella con fuerza.
–No, no lo es.
–Entonces no deberías haber gastado tu dinero en el juego de cepillo de plata.
–No fue tanto.
–Es muy costoso. Reconozco la calidad cuando la veo. No sé cómo, pero lo sé. Al
igual que el carruaje que te trajo aquí. Estaba muy bien hecho. ¿Es tuyo?
–No, pertenece al hombre que me crio.
–¿Por qué no te refieres a él como tu padre?
–Porque yo no soy lo suficientemente digno como para ser su hijo.
–¿Por qué no?
No le sorprendió que no respondiera, simplemente tensó la mandíbula y se
concentró con mayor diligencia en su tarea. La relación entre un empleador y un
sirviente era así, no compartían secretos, ni sueños, ni anhelos del corazón. Ella
debería aceptarlo, pero parecía incapaz de seguir su propio consejo.
–¿Estás ahorrando tu dinero para comprar un coche?
Acabado con el envoltorio, él le dio una mirada mordaz.
–No.
–¿Entonces qué? ¿Otra residencia?
–Eres muy entrometida, ¿verdad?
–No es justo. Sabes casi todo sobre mí y yo no sé nada acerca de ti.
–Si supieras todo sobre mí, me atrevería a decir que quedarías impresionada.
–¿Te conocía antes de venir a trabajar a tu casa?
Él deslizó los dedos por su mejilla, capturando mechones de su pelo y
metiéndolos detrás de la oreja.
–No hablamos mucho.
–Supongo que estaba más preocupada por impresionarte que por ser
impresionada.
–Algo así.
Sus dedos se quedaron en su oído, rozando la delicada piel.
–No debes hacer nada que pueda causarte una molestia, ¿está claro?
Asintió con la cabeza, y pensó que podría sentarse durante horas mientras la
tocaba así, acariciando su cuello. Se sentía increíblemente tentada a imitarlo, pero
temía que si lo hacía pudiera detenerse.
Pero finalmente, se detuvo. Quiso sacudir la cabeza hasta que su pelo se soltara
de nuevo, para que lo pusiera en su lugar. Pensaba que si alguna vez la hubiera
tocado de esa manera, sin duda lo habría recordado.
–Tal vez no hablamos mucho porque era tímida– dijo.
Él soltó su risa ruidosa entonces, y el momento de tranquilidad entre ellos se
hizo añicos.
–Eres todo menos tímida.
Saliendo de la cama, recogió los elementos que había utilizado para curarle las
manos.
–Estos remedios están en un armario en la cámara de baño por si los necesitas.
Comenzó a alejarse.
–¿Drake?
Se detuvo, se volvió con su mirada oscurecida, y se preguntó si debía dirigirse a
él tal como Marla le había sugerido, pero no le pareció correcto.
–¿Las cosas cambiarán entre nosotros cuando recupere la memoria?
–Sí.
Salió de la habitación, dejándola pensativa por la tristeza que percibió en su voz.
***
Drake. Nunca lo había llamado por ese nombre antes. La emoción se disparó
directamente a su estómago, haciéndolo estremecer. Le gustaba la forma en que
sonaba en sus labios. Cristo, si fuera honesto, diría que le gustaba todo lo que había
salido de sus labios desde que había despertado en su cama. Incluso los tonos agrios
estaban empezando a tener cierto atractivo. Tenía personalidad. Tenía que
reconocer eso.
Trató de imaginar que se sentiría no saber nada acerca de uno mismo. Sería
como caer en un abismal agujero negro. ¿Cuántas personas, se preguntó, se
conformarían con quedarse en la cama tirando de las mantas sobre sus cabezas
hasta que recordaran algo? Pero no ella.
Ella había enderezado su espalda dispuesta a batallar. Por supuesto que había
gruñido y empezado un interrogatorio exhaustivo, pero cualquiera de esas
reacciones lejos de ser reprochables, sumaban a su favor. Sospechaba que de haber
estado en su lugar habría estado golpeando sus puños contra las paredes. De
ninguna manera habría aceptado amablemente su circunstancia.
Ofelia ya había dejado su dormitorio cuando regresó de la sala de baño. Después
de ponerse ropa limpia, bajó las escaleras. Captó el olor a cera que flotaba en el aire.
Al parecer, había hecho algo más que preparar su baño. Mientras se acercaba a la
cocina, más aromas agradables lo envolvieron. ¿Había cocinado?
Al entrar en la cocina, encontró a Phee en medio de una desacostumbrada
agitación, con la mesa preparada, donde el faisán asado se exhibía dorado y brillante.
Su boca se abrió con sorpresa por el asombro, pero eso no le impidió increparla con
irritación.
–Te pedí que no hicieras nada.
–Esto ya se encontraba a medio hacer cuando subí a despertarte. Y… no te
hubieras molestado en agradecerme.
No le pasó desapercibida la reprimenda y el sarcasmo en su tono. Se lo merecía,
¡Maldición! Había trabajado duro para presentarle semejantes resultados. No podía
evitar sentirse impresionado por todo lo que había logrado. Nunca la había
considerado inútil, pero aprendía asombrosamente rápido.
Señaló una silla.
–Siéntate y disfruta tu cena.
–Ven a comer conmigo– dijo, sacando una silla para ella y esperando.
–Eso es muy poco convencional, ¿no? ¿Cenar con el ama de llaves?
–¿Acaso doy la apariencia de alguien que se apega al convencionalismo?
–Para ser honesta, no.
Tomó la silla y se sentó frente a él. Desechando la formalidad, sirvió los platos de
ambos. Luego se sentó, en el borde de su asiento, esperando que probara la comida.
Probablemente habría envenenado el faisán. No, ella no sería capaz de hacer eso,
aunque se lo mereciera.
Dio un pequeño bocado. Para su inmensa sorpresa, casi se derritió en su boca.
–Está muy sabroso.
–Tenías razón. Una vez que me empecé a familiarizarme con las cosas, me
acordé de lo que debía hacer.
Recordaba algo que jamás había hecho. Estaba seguro de que nunca había
preparado faisán en su vida, ni siquiera habría hervido un huevo. Tuvo la intención
de interrogarla para aclarar el tema, pero, lo dejó pasar ya que de lo contrario
tendría que explicar cómo sabía que nunca había cocinado antes.
–Saldrás pronto para el club– dijo.
–Sí.
–¿Y pasarás allí toda la noche?
Reconoció el temor en sus ojos.
–Sí, pero no te preocupes. Puedes dormir en mi cama. Las pesadillas no te
molestarán allí.
–¿Cómo lo sabes?
–Porque es una cama muy cómoda y te dormirás profundamente.
El leve rubor que apareció en sus mejillas, lo fascinó. No tenía ni idea de que
Lady O tenía la capacidad de sonrojarse.
–Tal vez me compre una cama nueva con mi salario– dijo.
Eso sería imposible, teniendo en cuenta que jamás le había pagado un sueldo.
–El empleador es quien debe proveer la cama.
–¿Cuándo llegará la mía entonces?
Él cortó otro trozo de faisán.
–Tus recuerdos son bastante erráticos. Deberías recordar que ya tienes una.
–Tengo un catre, no una cama– afirmó de manera muy sucinta. –Es espantoso e
incómodo.
–Sí, lo sé. Dormí en él mientras esperaba que me entregaran la mía.
–¿Entonces por qué me la diste a mí?
Porque quería que se sintiera incómoda, y porque no debería haberse quedado
más de un día, y porque no esperaba encontrarse preocupado por su bienestar.
–Porque soy un empleador cruel.
Ella sesgó su boca y tuvo un deseo insano y desconocido por besarla. ¿Por qué
tenía que verse completamente adorable sentada frente a él, tratando de resolver y
darle sentido a las cosas? ¿Por qué su frente se veía como si estuviera confundida?
¿Por qué sus ojos verdes mostraban una expresión lejana como si estuvieran tristes y
resignados en busca de más respuestas de las que necesitaba? Dios lo ayudara
cuando descubriera todas las respuestas.
–Tus acciones no concuerdan con tus palabras– dijo. –Me quedo con la
impresión de que te estás esforzando por engañarme, pero ¿para qué?
Debido a que no quería que se enterara de sus esperanzas, sus sueños, y sus
secretos oscuros. ¿Por qué entonces le resultaba tan difícil de aceptar que quizá Lady
O hubiera sentido lo mismo, distanciándose de su verdadero yo, dando una
apariencia de altivez y arrogancia para proteger a la mujer que realmente era por
dentro?
–Un rompecabezas en el que te puedes concentrar mientras yo pongo todo en
orden.
–Ese es mi deber, limpiar.
–No mientras tus manos estén ampolladas no debes sumergirlas en el agua
sucia.
Mientras quitaba los platos y vasos de la mesa, podía sentir sus ojos clavados en
la espalda, observándolo, tratando de entenderlo. Pero ni él estaba seguro de
entenderse. Sólo podía esperar que Gregory le proporcionara las respuestas que
buscaba para devolver a Phee a su casa antes de que lo volviera loco.
***
–¿Lord Wigmore estaba allí?– Dijo Drake con incredulidad repitiendo las
palabras que Gregory le acababa de decir.
No estaba seguro de que era lo que iba escuchar, pero de ninguna manera había
esperado eso.
–Sí, señor.
Gregory se enderezó, como si se sintiera insultado por el cuestionamiento de
Drake.
–Le entregué la invitación en la mano.
Si Wigmore estaba allí, ¿Entonces Somerdale le habría mentido? ¿Habría querido
desaparecer a Phee, pensando que nadie iría a buscarla a la casa de su tío? Era una
excusa muy fácil de comprobar. Pero si había salido de viaje con su tío, ¿qué estaba
haciendo allí?
–¿Notaste algo extraño en él?
–¿Extraño?
–¿Se veía como alguien que hubiera sido atacado por bandidos?
–No, en realidad se veía bastante bien. Se notaba un poco impaciente por mi
presencia y creo que se sintió insultado por la invitación ya que simplemente
murmuró: “Cuando el infierno se congele”, y me despidió.
No tenía sentido, aunque se sentía aliviado de no tener que notificar a Scotland
Yard la desaparición de un par del reino. Pero seguía siendo un misterio cómo Phee
había aparecido ahogándose en el río. Hasta que no recuperara la memoria, no sabía
cómo podría descubrir la verdad. No se sentía cómodo regresándola junto a su
hermano sin asegurarse de que estaría a salvo con él.
–¿Necesita algo más, señor?
Miró a Gregory desconcertado al darse cuenta de que se había perdido tanto en
sus pensamientos sobre Phee que había olvidado que el hombre estaba presente.
–Trabajo bien hecho. Puedes regresar a tus tareas.
–Sí, señor.
Después de que Gregory se fue, Drake se acercó a la ventana y miró a la calle.
Nada tenía sentido, en particular, el alivio de no tener que llevar a Phee a su
residencia en la mañana. Que ella pudiera quedarse con él un poco más, y tal vez
lavar su espalda otra vez. Con un suspiro, presionó su frente contra el frío cristal.
No podía quedarse con ella. Sería un comportamiento inescrupuloso. El que
hubiera disfrutado de compartir su cena era un sentimiento que lo confundía. No le
gustaba para nada ¿desde cuándo podía disfrutar de su compañía? ¡Maldición!
Se apartó de la ventana, y salió de su oficina hacia las salas de juego. No había
hecho su recorrido temprano, ya que su necesidad de hablar con Gregory había sido
prioridad sobre todo lo demás. Los socios no estarían contentos con sus
distracciones, y sus prioridades actuales. Les debía su mejor rendimiento por la
oportunidad que le habían dado de poder hacer algo de sí mismo. Debía poner punto
final a su venganza personal lo más rápido posible.
Por el rabillo del ojo, divisó a Somerdale acercándose a una de las mesas, cambió
su curso, y rápidamente lo interceptó antes de llegar a su destino.
–Somerdale.
–Darling.
–Escuché que arrasaste la mesa ayer por la noche.
Somerdale rió.
–Lady Fortuna estaba acompañándome. Espero otra invitación a tu guarida
sagrada.
Haciendo caso omiso de la sutil indirecta, Drake le preguntó:
–¿Cómo está tu hermana? ¿Tuviste noticias de ella desde que se fue con tu tío?
–Ni una palabra.
–¿Estás seguro de que llegó sana y salva?
Somerdale frunció el ceño.
–Yo diría que ya me hubiera enterado si algo malo le hubiera pasado.
–¿No recibiste una carta informándote de su llegada, para disminuir tu
preocupación?
Él se rió entre dientes ligeramente.
–A Ofelia no le interesa mi preocupación, no se gastaría en escribir para hacerme
saber nada de ella.
Sí, podía ver con demasiada claridad los hechos.
–¿Cuándo crees que va a volver a Londres?
–Cuando tía Berta mejore o se muera, sospecho.
–¿Qué tan enferma se encuentra tu tía?
–Bastante mal, basándome en la evaluación del tío.
–No me puedo imaginar a Lady Ofelia perdiéndose los bailes de la Temporada en
curso.
Somerdale inclinó la cabeza hacia un lado, semejante a un perro tratando de
determinar si era un pájaro tratando de anidar en un árbol.
–¿Estás interesado en cortejarla?
–¿Qué? No. Por supuesto que no. Simplemente me resulta difícil creer que
renuncie a esta temporada cuando tanto ella como Grace están a la caza de un
marido.
Se encogió de hombros.
–Ella está muy apegada a la tía. Pasó muchos veranos con ella cuando era más
joven, sobre todo después de que nuestra madre falleció, ya que la tía Berta es la
hermana menor de mi madre.
–Pero lady Ofelia podría quedar para vestir santos, a pesar de su sustancial dote.
–Estoy muy sorprendido por tu interés.
–No es que esté interesado, simplemente...
Condenación. ¿Acaso le importaba? Por supuesto no. Sólo se esforzaba para
sacarle información con el fin de determinar qué era lo que Somerdale podría saber.
–Simplemente me parece extraño es todo. La generosidad no es un atribulo de
la Lady Ofelia que conozco.
–Tal vez no la conoces tan bien como crees. De todos modos, ha tenido un buen
número de cortejantes, aunque no ha expresado mucho interés en ninguno de ellos.
No sé qué es lo que está buscando exactamente en un pretendiente, pero su dote
asegura que aunque no esté aquí durante el resto de esta temporada, no va a ser
pasada por alto el siguiente año. Ahora, si me disculpas, tengo que llegar a las mesas,
y ver si mi suerte de ayer por la noche sigue vigente.
Drake lo vio alejarse. No sonaba como un hombre que deseara dañar a su
hermana. Pero tampoco parecía importarle mucho si era feliz. ¿Feliz? ¿Sería feliz?
Ella merecía estar más que feliz.
Él gruñó. No, no lo merecía. Merecía casarse con un sapo. Como esposa, sería
una arpía. Su dote era lo que atraía a los hombres, no su temperamento. Nunca
había entendido que había visto Grace en ella.
Aunque se había sorprendido al descubrir que era tan obstinada, que siguió
acarreando los cubos de agua caliente incluso después de haberse lastimado la piel.
Pensaba que su reacción habría sido la de soltar los cubos tan pronto hubiera
comprobado lo pesados que eran. Y luego habría llamado a su puerta y ordenándole
que fuera él mismo a buscar los cubos. Por no hablar de que se había mostrado
dispuesta a lavar su espalda de nuevo. Maldijo a los cubos por negarle ese placer.
Aún podía sentir sus dedos delineando cada línea del dragón, de arriba abajo, y…
–¿Simulando ser una estatua, con la esperanza de pasar desapercibido?–
Preguntó Avendale.
Drake controló su reacción para no revelar que casi había saltado al escuchar
inesperadamente la profunda voz a su espalda. Con calma se volvió.
–Simplemente estoy observando, reflexionando, contemplando. ¿Por qué no
estás disfrutando del juego?"
Avendale se encogió de hombros.
–Me estoy aburriendo bastante últimamente. Maldita sea, pero echo de menos
a Lovingdon. Apenas puedo esperar que regrese. Encuentro poco satisfactorio ir a
buscar placeres prohibidos sin su compañía.
Drake se rió baja.
–Me gustaría apostar que sus días de libertinaje han quedado atrás.
–Sí, no tengo ninguna duda que Grace lo habrá encadenado a su lado.
–Es una cadena que lleva de buena gana.
–No tengo ninguna duda, pero aún así me parece increíblemente decepcionante
que haya caído tan fácilmente.
Dando por terminado el tema, le dijo a Drake:
–¿Te interesaría ser mi nuevo compañero de juergas?
–Yo no tengo que salir a buscar placeres cuando vivo rodeado de ellos.
–Pero tú no participas.
–Aquí no. Y menos durante las horas de mayor actividad. Estoy seguro que
podrás encontrar a alguien que te acompañe en tus correrías.
–Daré lo mejor de mí. Soy curioso, sin embargo. ¿Por qué todas esas preguntas
con respecto a lady Ofelia anoche? Si no supiera con qué frecuencia ustedes dos
están en desacuerdo, sospecharía que invitaste a Somerdale al juego simplemente
para hacerle preguntas sobre su hermana. No estarás tú también a punto de
enamorarte, ¿verdad?
Sus palabras fueron como una bofetada.
–¿Enamorado? No, no de ella. Jamás de ella.
Avendale arqueó una ceja oscura.
–Mmmm, me atrevo a decir que tu negativa fue un poco apresurada.
–Ella y yo somos incompatibles. Ahora, si me disculpas, tengo un antro de juego
que supervisar.
Dejó a Avendale parado en medio de la sala de juego. Irritado de que tanto él
como Somerdale hubieran tergiversado su interés por Ofelia.
No tenía ningún interés en ella, excepto el de determinar cómo había llegado al
río.
Capítulo 13
***
Debido a que el mueble más cómodo de toda la casa era la cama de Drake, Phee
estaba acurrucada en ella, con un montón de almohadas detrás de su espalda,
mientras leía Orgullo y prejuicio. Sabía que Elizabeth Bennet y el Sr. Darcy
terminaban juntos. Conocía el escándalo en el que estaban involucrados, aunque no
podía recordar los detalles. Era una cosa extraña. Mientras leía cada página,
recordaba la misma lectura en otro momento, en un rincón alejado o sentada bajo
las ramas de un olmo. ¿Por qué cuando había realizado sus tareas del día no le había
sucedido lo mismo?
Se preguntó si era verdaderamente importante conocer su pasado,
especialmente cuando se sentía un poco aliviada por no saberlo. ¿Qué razón había
detrás de eso?
Dejando a un lado la novela, cogió el libro sobre la administración del hogar que
había colocado sobre la mesa de noche. Era una lectura aburrida, pero necesaria.
Quería complacer a su empleador. No, eso no era del todo cierto. Quería complacer
a Drake.
A pesar de su rudeza, poseía una ternura que la tomaba por sorpresa en los
momentos más extraños. A veces pensaba que lo recordaba de antes, pero las
imágenes que oscilaban en su mente no eran las del hombre que conocía. Las suyas
eran pequeñas muestras de amabilidad, pero que le tocaban profundamente.
Mientras que a menudo parecía impaciente, también parecía cuidar de su bienestar.
Vendándole las manos, excusándola de llevar a cabo sus funciones. Si ella misma
tuviera una sirvienta, no creía poder mostrarse tan amable.
Se enderezó y se concentró. ¿Si tuviera una sirvienta? Le sonaba lógico, pero no
tenía sentido. ¿Habría sido adinerada alguna vez? ¿Quizás habría quedado en la
ruina?
Abrió el libro. Consideró saltarse el capítulo que hablaba sobre los deberes de la
dueña de casa, pero como no tenía esposa, decidió que esas responsabilidades
también le aplicaban a ella. Mientras leía las páginas, se sorprendió por lo familiares
que sonaban esas indicaciones, como si siempre las hubiera ejercido. ¿Habría sido la
dueña de una casa? ¿Sería una viuda? ¿Y si hubiera entrado en el servicio porque su
marido había muerto dejándola sin nada?
Salió de la cama y se apresuró a meterse en la cámara de baño para estudiar su
rostro más de cerca en el reflejo del espejo en la pared. No tenía líneas de expresión,
ni flacidez de la piel, ni papada. ¿Qué edad tendría? No se veía lo suficientemente
mayor como para ser una viuda.
¿Habría supervisado la casa de su padre? Apretando los ojos con fuerza, se
concentró en recordar alguna imagen, pero no sucedió nada. Frustrada, golpeó la
mano contra la pared. El pasado no importaba, no tenía que importarle.
Ella no lo dejaría.
Regresó a la cama y se acurrucó con Mrs. Beeton en lugar de Jane Austen.
Aprendería sus deberes, utilizando el máximo de sus capacidades. Darling,
agradecería que atendiera su casa. Su residencia podría ser mucho más de lo que
era. Se ocuparía de que fuera así, aun cuando la limpieza significara todo un reto
Tanto para supervisar, tantas tareas que debían ser atendidas. Se preguntó si tendría
un momento para respirar, mucho menos para caerse al río. Al parecer, la noche era
el único momento en el que tendría unos minutos para sí misma.
Se sorprendió cuando leyó la parte que explicaba que era responsable del
presupuesto familiar, para realizar las compras. ¿No debería haber recordado un
detalle tan significativo? Se suponía que debía llevar un libro donde registrar los
gastos. ¿Dónde lo guardaría? Según Mrs. Beeton, debía tener una habitación para tal
propósito. Darling, no le había indicado ninguna. Tal vez compartieran su estudio.
Basándose en el tamaño de su escritorio y la escasez de siervos, tenía sentido para
ella.
Se preguntó acerca de la magnitud de los fondos que debería administrar, y
cómo se esperaba que empleara los fondos. ¿Alcanzaría para comprar una silla
cómoda, contratar a un cocinero, y una criada? Esos pensamientos la entusiasmaron
ante la posibilidad de hacerlos realidad. Tenía que encontrar el libro.
Saliendo de la cama, cogió sus zapatos, y luego decidió que no los necesitaba.
Era la única persona en la casa. ¿Quién iba a sentirse ofendido por ver sus calcetines?
Vagó por el pasillo y bajó las escaleras. Estaba todo tan increíblemente tranquilo, sin
embargo, no se sentía sola. Más bien le encantaba el silencio. Cada pequeña cosa
que notaba era un nuevo descubrimiento. Era algo tan extraño no saber que le
gustaba y disgustaba. Era como si acabara de conocerse a sí misma y fuera revelando
poco a poco el misterio de quién era. ¿Tendría amigos? ¿Estarían preguntándose por
qué no la veían? ¿Vendrían a visitarla?
Si supiera quiénes eran, podría buscarlos. Pero dadas las cosas, tendría que
esperar que vinieran a ella, entonces tal vez podrían responder todas las preguntas
que Darling, no contestaba. Rogaba que la espera no fuera demasiado larga.
Al llegar a la biblioteca, encendió las luces de gas y se tomó un momento para
apreciar los tres libros que actualmente estaban ordenados en un estante. Sumaría
los otros dos cuando hubiera terminado leerlos. Se imaginó la satisfacción que
sentiría al ver el crecimiento de la biblioteca. Tal vez podría retrasar la compra de
una silla cómoda con el fin de obtener más libros. Se imaginó el aroma que el papel
esparciría en la habitación, un aroma de conocimiento, poder, viajes que no conocían
límites. Podía verse a sí misma pasando mucho tiempo allí, sentada en una silla
mullida frente al fuego, leyendo. Darling, haciendo lo mismo, sentado a su lado.
Parpadeó. No, una sirvienta y su empleador no se sentarían juntos en amigable
silencio. Si él estuviera allí por las noches, ella debería relegarse a su habitación
mientras Drake disfrutaba del fuego, los libros, y el ambiente maravilloso que ella
había creado. No era justo, para nada justo.
Fue hasta el escritorio, y se sentó en la silla de cuero, lo que le permitió aliviar
los dolores de su cuerpo. Sus manos aún estaban vendadas. Un empleador que era
capaz de prodigarle semejante cuidado probablemente le permitiría sentarse a su
lado en las noches. Seguramente viviendo solos los dos, las formalidades podían
pasarse por alto.
Volvió su atención a la tarea en cuestión: la búsqueda del libro de cuentas. Abrió
un cajón tras otro, la mayoría estaban vacíos. Verdaderamente este hombre vivía la
existencia de un espartano. No podía imaginarse haciendo lo mismo. Hizo una pausa.
Basándose en el inventario de sus escasas pertenencias, ella hacía exactamente lo
mismo. No por elección. Así que… ¿cuál sería la razón?
Una vez más, no tuvo respuesta. Las razones detrás de la falta de opciones eran
un misterio.
Volvió a su trabajo, abriendo el último cajón. Dentro había una caja de madera
finamente trabajada. La puso sobre la mesa para poder examinarla con mayor
claridad, pero era demasiado pequeña como para contener un libro de cuentas.
Era extraño que supiera exactamente qué aspecto debía tener el libro, y eso
aumentaba la probabilidad de que hubiera sido ama de llaves durante algunos años.
Bueno, no muchos, ya que no creía que fuera tan vieja. Tal vez una criada en
formación para convertirse en ama de llaves.
Con un suspiro, se preguntó dónde más podría buscar el libro de cuentas, y se
levantó de la silla. En la cocina, tal vez. Después de dar dos pasos, se detuvo. No
podía dejar sus cosas desordenadas. Regresó al escritorio y estudió la caja. No era
muy grande, pero tal vez su libro mayor era pequeño. Mirando con cautela, razonó
que Drake había colocado el cofre en un cajón inferior por algún motivo. Algo
privado, tal vez personal. Un buen sirviente conocía sus límites, pero como ella no
tenía ningún recuerdo de sus deberes, seguramente tampoco recordaba sus límites.
Soltó una risita. Una excusa muy buena.
Poco a poco, pulgada a pulgada, levantó la tapa con bisagras y espió. Sólo
contenía lo que parecía ser un viejo recorte de periódico. Debido a que parecía frágil,
lo tomó y lo desdobló con cuidado. Era un artículo sobre el ahorcamiento de un tal
Robert Sykes. ¿Por qué guardaba ese recorte? ¿Por qué lo mantenía oculto y sin
embargo, tan accesible?
–¿Qué demonios estás haciendo?
Debería haber chillado, o al menos haberse sentido sorprendida, pero se estaba
acostumbrando a escuchar ese vozarrón entrometiéndose cuando estaba en medio
de sus cavilaciones. Además, estaba demasiado asombrada por lo que había
descubierto. Echó un vistazo a la repisa de la chimenea, pero no había ningún reloj
allí. En alguna parte de su vida había tenido una chimenea con un reloj. Uno de oro
con filigrana de plata. Una cosa horrible que sonaba demasiado fuerte.
–No te esperaba– dijo.
Después de arrebatar el recorte de sus dedos, volvió a doblarlo y lo devolvió a la
caja. –No tienes derecho a hurguetear entre mis cosas.
–Yo estaba buscando algo y encontré el recorte. ¿Quién es Robert Sykes?
–Un asesino.
–Sí, lo deduje por el anuncio del periódico, pero ¿por qué lo guardas como si
fuera un recuerdo atesorado?
–Tal vez porque soy macabro.
–No, no lo creo. Creo que es algo personal, algo que tiene un significado especial
para ti.
Cerrando de golpe la tapa, la miró.
–No tengo por qué darte ninguna explicación.
Como evitaba responder sus preguntas, sólo podía suponer que era más
personal de lo que había pensado, y no se lo diría, sin importar cuántas veces le
preguntara. Decidió que era mejor justificar sus acciones, o al menos las que podía
justificar.
–Estaba buscando mi libro de cuentas.
–¿Tu qué?
–De acuerdo con Mrs. Beeton, se supone que tengo que llevar un registro
detallado de las cosas que se compran para la casa y el dinero que se gasta. Ni
siquiera sé cuál es el presupuesto que has determinado, así que estoy bastante
confundida respecto a lo que puedo comprar.
–Yo me ocupo de todas las compras.
–Pero yo soy el ama de llaves.
–Tienes suficientes tareas sin tener que preocuparte por eso.
–No confías en mí.
–Soy muy meticuloso a la hora de controlar cómo gasto el dinero.
Estudió por un momento el escritorio, luego se acercó a los estantes, y puso la
caja en el más alto de la biblioteca. No se molestó en señalarle que si quería cogerla
de nuevo, podría subirse a una silla.
–No entiendo tu actitud– dijo. –Creo que me estás ocultando deliberadamente
las cosas a fin de asegurarte que no recupere la memoria.
Él se acercó intimidante y una imagen cruzó por su mente mientras las sombras
se cerraban en torno a ellos. Se dejó caer en la silla, apoyó la espalda. Drake se
inclinó un poco hacia adelante.
–¿Qué ganaría utilizando tácticas tan sucias?
–Ya las has utilizado antes.
–No seas ridícula.
–Tú has…– negó con la cabeza. –Tu trato amable. Eso no tiene sentido. Yo no te
trataría con tanta familiaridad... a no ser que… te hubiera conocido de antes,
supongo.
Su mirada vagó sobre Drake, teniendo en cuenta cada detalle de su persona.
Recordó otro tiempo que había hecho lo mismo. En el fondo se oía música... un vals.
Pero no le tenía miedo a ese hombre. Confiaba en él. ¿Entonces por qué esa
sensación de desconcierto? Sobre todo después de lo que había hecho por ella, y
todo lo que ella había hecho por él.
De repente, se puso de pie.
–Ponte los zapatos. Vamos a salir.
–¿Salir? ¿Dónde?
–A buscar tus recuerdos.
Capítulo 14
–Sí, sospecho que hay momentos en los que debe lamentar haber escogido un
apellido tan sombrío.
–¿No es su apellido de nacimiento?
–Lo dudo. Comenzó su vida en las calles durante una época en que los nombres
eran cambiados por puro capricho. Independientemente de eso, él es muy hábil, por
eso busqué su consejo. Sugirió que las cosas que te fueran familiares podrían traer
tus recuerdos a la vida. Pensé que valía la pena darle una oportunidad.
–Pero ¿no deberías estar en el club?
–Aún es temprano en la noche. La mayor parte del trabajo es después de la
medianoche y esto no debería tomarnos mucho tiempo.
Podía decir por la brusquedad de sus palabras que todavía estaba de mal humor
por el recorte de periódico.
–Lo siento– dijo en voz baja.
Sintió su mirada inquisitiva.
–¿Perdón?
¿No la había oído o es que no sabía por qué se estaba disculpando?
–La caja. Nunca debí abrirla, debería haberla dejado donde estaba.
–Sí, deberías haberla ignorado. Supongo que tampoco recordarás a Pandora y el
daño que causó.
Se sintió mareada por la posibilidad de conocer la historia.
–¿Por qué guardas ese recorte en particular y no otro?
Abrió una escotilla y gritó:
–¡Para!
El coche se detuvo, y ella quiso gritar porque sabía que iba a pasar por alto la
respuesta. Oyó el ruido metálico de las palancas de frenos, y la puerta se abrió.
Drake salió, y luego le tomó la mano. Ella había puesto el pie en el primer escalón
cuando le dio un apretón como aquietando sus emociones. Estaban casi a la misma
altura de los ojos ahora, algo que dudaba que pudiera ocurrir a menudo. Había muy
poca luz a esa hora de la noche, excepto por la lámpara que colgaba al costado del
carro, pero fue suficiente para sumergirse en las profundidades de ébano de los ojos
de Drake, reconocer sus batallas, sus derrotas, y el dolor de preguntarse por qué le
parecía que había perdido.
–Mientras que tú te estás esforzando por recuperar tu pasado– respondió en voz
baja –hay partes del mío que preferiría olvidar, y, sin embargo creo que es imposible.
–¿Entonces Robert Sykes era amigo tuyo?
–No, nunca fue mi amigo.
–¿Quién era entonces?
–Déjalo así, Phee.
Pero no sabía si podía. Sus ojos se habían inundado de rabia por la apertura de la
caja. Había visto el tormento en ellos. No estaba segura de cómo lo había
reconocido, sólo que sentía que alguna vez, también había experimentado la misma
vergüenza, la misma humillación, y el mismo dolor. Quería consolarlo, pero
instintivamente supo que eso sólo empeoraría las cosas entre ellos. Era un hombre
de inmenso orgullo, un hombre con demonios propios.
Después de bajarla, tomó la lámpara de un gancho en la parte exterior del carro
y la condujo fuera de la carretera hacia un camino lateral. Cuando vio el río, un
escalofrío la recorrió. Tomando su brazo, lo detuvo.
–No– dijo, señalando. –Ahí es donde te encontré.
Podía ver el chapoteo del agua contra la orilla, tan oscuro, tan sombrío. Era un
milagro que la hubiera visto.
–¿Cómo llegué a tu residencia?
–Yo te llevé– dijo sin darle importancia.
No era imposible, pero pensó que era una gran distancia para cargar a alguien.
–¿Ves algo familiar?
–No.
Miró hacia arriba y abajo del río, y a su alrededor. Sacudió la cabeza y repitió:
–No.
Miró por encima de él.
–¿Qué hacías caminando por aquí?
–Me gusta hacer ejercicio.
Giró sobre sus talones y echó a andar tan rápido que le tomó unos segundos
darse cuenta de que se había marchado. Tal vez pensaba deshacerse de ella. Corrió
tras él, pero no pudo alcanzarlo hasta que ya estaba colgando la linterna en el carro.
Mantuvo la puerta abierta para ella.
–Puedes ser muy grosero cuando quieres– dijo mientras se acomodaba en el
asiento.
–St. James– dijo al conductor antes de sentarse a su lado.
Esta vez, sin alarma ni inquietud aceptó su cuerpo tocando el suyo. No lo
admitiría pero encontraba consuelo en su cercanía. Estar tan cerca del río la había
inquietado, formándole un nudo frío en el centro de su estómago. Algo había
sucedido allí, algo que no quería recordar.
–Tal vez el secreto para abrir la puerta a mis recuerdos es a través de ti– dijo. –Si
compartes tu historia conmigo, en lugar de esforzarte por seguir siendo tan
misterioso, quizás podrías devolverme la memoria.
–Buen intento, cariño.
Pudo percibir el humor agazapado en su voz. Y le gustó. Le gustaba cuando no se
comportaba tan sombrío y serio.
–Cariño se le dice a alguien querido y no creo que tú me quieras en forma
alguna.
–Sin embargo, aquí estoy, prodigándote el tiempo que debería darle a mi club.
–Debido a que deseas que yo atienda adecuadamente tus necesidades.
Dado que estaban sentados tan juntos, fue muy consciente de su rigidez, y se
preguntó si sus palabras habían causado esa reacción.
–¿Qué sabes de mis necesidades?– Dijo, en voz baja y oscura.
–Sé que necesitas tu ropa lavada, tu cama hecha y tus botas pulidas. Mrs.
Beeton obviamente tenía una seria aversión por las manos ociosas. Las mías estarán
verdaderamente ocupadas desde el amanecer hasta el atardecer y algo más.
–No vas a hacer nada que te haga daño. Yo no tengo tiempo para estar
atendiendo tus heridas.
–Eres tan brusco, pero creo que sólo gruñes y nunca muerdes.
–Oh, seguro que muerdo, cariño. Las damas me lo piden a gritos.
Algo oscuro y tentador que percibió en su voz áspera causó un escalofrío
agradable en su espalda. Debería dejarlo ir, y sin embargo, la curiosidad, el gato, y
todo eso.
–¿Por qué las damas quieren que las muerdas?
Bajó la cabeza, tanto como pudo en los estrechos confines, y ella inhaló la
masculinidad que lo identificaba.
–No les hago daño. Sólo un pequeño pellizco en el lóbulo de la oreja, los labios,
la clavícula. Puede ser muy excitante si se hace bien.
–Muérdeme y te encontrarás con mi puño.
Riéndose oscuramente, se enderezó.
–Como si yo no supiera ya de eso.
–¿Has probado a morderme?
–Si lo hubiera hecho te aseguro que lo habrías recordado.
–¿Por qué me acordaría de eso si he olvidado todo lo demás? ¿Por qué tanta
arrogancia?
–Porque soy muy bueno como amante.
Le estaba resultando muy difícil respirar. ¿Cómo se había salido de curso la
conversación?
–¿Por qué St. James?– Preguntó, tratando de sonar indiferente, y no dar la
impresión de que estaba a punto de pedirle un mordisco. –¿Por qué vamos allí?
–Algunas de tus referencias vinieron de personas que vivían en la zona. No sé las
direcciones exactas pero pensé que tal vez podrías ver algo que activara tu memoria.
Tomando una respiración temblorosa, Drake se preguntó por qué de repente se
sentía temeroso de lo que pudiera descubrir.
Le tomó todo su autocontrol no ordenarle al conductor que abriera las malditas
puertas para poder saltar y correr hasta que sus músculos le dolieran, hasta
derrumbarse de agotamiento, hasta que estuviera demasiado cansado como para
pensar en la mujer que tenía al lado y que lo había hechizado. Nunca había sido
sacudido con tanta fuerza en su vida. No tenía su perfume puesto y sin embargo, aún
podía oler las orquídeas. Su muslo, su cadera se presionaban a la suya. Cuando
pasaban por un bache en el camino, su brazo rozaba contra su pecho. Cuando había
mencionado el cuidado de sus necesidades, su mente había corrido por un camino
del que debería haberse mantenido al margen. Había deseado morder el lóbulo de su
oreja hasta que le gritara que nunca se detuviera. La Ofelia que conocía lo habría
abofeteado por sus insinuaciones, pero Phee era demasiado inocente para hacerlo.
No debería hablar con ella como lo había hecho.
Hasta que recuperara la memoria, Ofelia era demasiado ingenua, alguien podría
aprovecharse fácilmente de ella. Hasta que supiera con certeza que estaría a salvo,
no podía entregársela a Somerdale. Había considerado llevarla junto a la duquesa de
Greystone, pero una parte de él aún no estaba listo para dejarla ir, podría protegerla
del peligro mientras estuviera a su lado.
Con ella allí, su residencia hacía menos eco. Le estaba empezando a gustar la
mujer que estaba en el coche junto a él. Quizás quedarse a su lado también era
peligroso después de todo, peligroso para los dos.
Viajaron por las calles al azar. No sabía si debía señalar la casa en la que residía
porque entonces tendría que hablarle de su hermano y sin duda querría entrar.
Tampoco podía señalarle Mabry House, donde a menudo había visitado a Grace.
Señalar algo significaba tener que darle explicaciones. Si recordaba por su cuenta, la
liberaría. Si no…
Ella cocinaba el faisán como los dioses.
–Hay un parque cerca de aquí, ¿verdad?– Preguntó sacándola de sus
pensamientos.
–Sí. ¿Recuerdas algo?
Quería ayudarle a recordar, y sin embargo, experimentaba un dejo de decepción
porque tal vez esa noche ya no regresaría a su casa. Su perfume ya no flotaría en el
aire cuando llegara del trabajo, ya no tendría su sonrisa de bienvenida. Todo entre
ellos volvería a ser lo que había sido.
–Realmente no, pero igual me gustaría verlo.
Le ordenó al conductor que los llevara a St. James Park. A esa hora de la noche
estaría bastante vacío. Cuando el taxi se detuvo a la entrada del parque,
simplemente se quedó sentada mirando, sin mover un músculo, y sin embargo, él
fue muy consciente de la tensión que vibraba a su alrededor como si temiera
recuperar su memoria.
¿Qué demonios había pasado?
Finalmente dio un lento y largo suspiro con los labios entreabiertos.
–Quizás ayudaría si pudiera caminar un poco.
Su voz era débil y se preguntó si ella esperaba que le negara el paseo.
–Podemos ir si tú quieres–dijo. –O podemos seguir adelante.
Se volvió hacia él. Las farolas proporcionaban suficiente luz como para poder ver
el trazo de lágrimas en sus ojos. Su pecho se apretó dolorosamente. No quería verla
tan vulnerable. No quería ver su miedo.
–No estoy segura de que quiero recordar– dijo en voz baja. –Sin embargo, no
quiero ser cobarde. Por alguna razón, es importante para mí no mostrarme como
una cobarde. Creo que he hecho cosas que no debía porque me las ordenaron.
La oyó suspirar y vio la inclinación de su cabeza.
–Tengo que ir al parque.
Su determinación le asombró. ¿Siempre habría sido así?
–Iré contigo.
–No tienes que hacerlo.
–Esos demonios que crees que podrías enfrentar, no vas a enfrentarlos sola.
Además, mis piernas están acalambradas en este carro estrecho. Necesitan estirarse.
–¿Por qué te esfuerzas por mostrarte huraño cuando de hecho eres
increíblemente tierno?
Debido a que había pasado toda una vida viviendo en un mundo en el que había
temido revelar su verdadero yo. Por eso había construido un muro a su alrededor.
Uno que sospechaba estaba amenazando con derrumbarse y que tendría que volver
a levantar. En lugar de responderle, golpeó en el techo y el conductor abrió la puerta.
Drake salió, y agarró la linterna. Sin pensarlo le ofreció el brazo y ella lo tomó.
Phee lo había tomado. Ofelia nunca lo habría hecho. ¿Dónde terminaba una y
comenzaba la otra? ¿Su memoria sería la clave?
Caminaron en silencio durante un largo rato. Supuso que estaba absorta
observando los alrededores. No estaba preocupado de que las personas que pasaban
pudieran reconocerla. Ella no estaba vestida como una dama. No estaba vestida con
sus mejores galas representando la excelencia de la aristocracia. Nadie le dirigiría
una mirada, y mucho menos un segundo vistazo. Además, la mayor parte de la
aristocracia estaría en algún espantoso baile o en alguna cena aburrida. Su ausencia
se notaría y su hermano explicaría que había tenido que salir de viaje.
Tendría que haberle pedido a Gregory que hiciera investigaciones sobre la salud
de la tía. Podría enviarlo de vuelta. O podría esperar y ver si recordaba algo.
Le gustaba caminar a su lado, no mantenía su postura tan rígida y sin embargo
tampoco se quedaba atrás. Imaginó que habría pasado largas horas caminando con
un libro sobre la cabeza. La lentitud caracterizaba su andar como si supiera que
estaba en exhibición, siendo observada muy atentamente. No tenía necesidad de
darse aires. Se preguntó si alguna vez habría conocido a la verdadera Lady O. Y se
preguntaba por qué Grace la había acogido como a una amiga muy querida. Tal vez
cada uno había visto un lado diferente de la misma mujer.
–¿Algo te resulta familiar?– Preguntó.
–Sí, he caminado por aquí antes, pero no me acuerdo con quién. Alguien que me
importaba. Sólo que si realmente me importaba ¿por qué lo he olvidado?
–¿Cabello oscuro?
–No puedo recordar sus rasgos. Para ser honesta, ni siquiera sé si se trata de un
hombre. Podría ser una mujer. Sé que me reí. Anhelo reír de nuevo. Amo reír. Me
gustaría oírte reír.
–Me río.
Con una sonrisa irónica, ella lo miró.
–No. Tu garganta emite sonidos pero eso no es reír. Estoy hablando de la risa
que hace que el abdomen te duela y te sea difícil recuperar el aliento. Del tipo que te
llena los ojos de lágrimas y dura una eternidad. Te hace sentir tan bien que no deseas
que se detenga nunca. De la risa que te llena el alma y de la que siquiera sabes por
qué empezó pero que todos imitan. Es el mejor tipo de contagio. Mejor que los
chismes o los comentarios sarcásticos. Te hace sentir feliz de estar vivo. Yo no te he
oído reír de esa manera.
Él no estaba seguro de si alguna vez le había pasado eso, no hasta ese punto. Oh,
sin duda alguna vez se había sumado a la risa de su familia, pero ¿lágrimas en sus
ojos? Las lágrimas no eran para los hombres. Ni siquiera las lágrimas de alegría. Pero
sí se reiría cuando su memoria regresara y se diera cuenta de todo lo que había
hecho en su compañía. Entonces sí se reiría con ganas.
Pero dudaba que pudiera reírse de su dolor, o de su angustia, o sus ojos
lagrimosos. Eso no lo haría feliz. Sólo vengativo.
Phee no se lo merecía. Pero cuando sus recuerdos regresaran, ella se
desvanecería y Lady Ophelia aparecería con toda la furia. Y Lady O sin duda merecía
un escarmiento de su parte. No se sentiría culpable por ello, y lo sostendría hasta
que se hiciera realidad.
Sin embargo, antes de que recuperara la memoria, esperaba oírla reír así.
Pensaba que podría ser un sonido que recordaría hasta el día su muerte. Pero una
vez que recordara todo, nunca podría oírla de nuevo. La imaginó del otro lado de una
habitación, capturando su mirada, recordándole que él la había oído reír. Que una
vez le había sonreído libremente. Eso podría tener más valor de regodeo que el
lavado en su espalda.
–¿Qué es lo que te hace reír?– Preguntó.
Ella se encogió de hombros.
–No lo sé. No es algo que se puede forzar. Me temo que tú no conoces nada
sobre la risa si crees que puedes obligarla.
Conocía cosas oscuras y peligrosas. La risa estaba muy lejos de su mundo. La risa
había sido parte de la familia Mabry. Su padre se había reído, pero había sido un
sonido cruel. Casi le había contado de su padre. Casi. Pero el riesgo era demasiado
grande, porque estaba seguro de que en algún momento podría utilizar ese
conocimiento en su contra. Que un día llamaría su atención a través de un atestado
salón de baile y lo atravesaría con una mirada que dijera: “Conozco tus secretos más
oscuros”.
Ella dejó de caminar, la mitad de su imagen difusa por las sombras. Tenía que
seguir siendo un enigma. Era necesario para mantener la ventaja. Soltándose de su
brazo, lo enfrentó.
–Tengo que confesarte algo.
–¿Recordaste algo?
No sabía por qué estaba a la vez decepcionado, y aliviado.
–No, creo que este ejercicio como tú le llamas va a resultar inútil. Sin embargo,
debes saber que no fui yo quien preparó el faisán. La señora Pratt lo hizo.
–¿Quién diablos es la señora Pratt?
–La cocinera de Lady Turner.
–¿Y quién diablos es la señora Turner?
–La viuda que vive al lado de tu casa– dijo. –Le pregunté a su cocinera si podía
cocinar el faisán.
–¿Por qué no me lo dijiste antes?
–Porque no he sido capaz de hacer muchas cosas, aunque no te has dado
cuenta, al menos no me lo dijiste, y yo quería hacer algo que te impresionara, algo de
lo que no tuvieras que quejarte sobre mí.
–No me quejo.
–Por supuesto que sí. Te preparé un baño delicioso. Ni siquiera te molestaste en
darme las gracias. Sólo te enojaste porque me lastimé las manos haciéndolo.
¿Se había enojado? Sí. Pero había sido por preocupación.
–Así que tomé el crédito de la cena– continuó –porque me gustaba la idea de
poder hacer algo bien. Aunque, por supuesto, fue un intercambio justo.
–¿La cocinera que preparó el faisán quiere una compensación a cambio?
Levantó los hombros hasta las orejas y los dejó caer.
–Voy a sacudir sus mantas mañana.
–¡Por todos los santos cielos! No puedes sostener una escoba con esas manos.
–Claro que puedo.
–No seas terca, Phee. Habla con ella, pregúntale cuánto costó su servicio, y luego
yo iré a pagarle.
–Pero tú no debes tener…
–El dinero saldrá de tu salario.
–Oh.
Eso detuvo su protesta, pero no parecía particularmente feliz por eso.
–Si contrataras una cocinera deberías pagarle y el dinero no saldría de mi sueldo.
–No, no lo haría. Tienes toda la razón. Voy a pagarle de mi bolsillo.
De todos modos no estaba pagándole un sueldo. El argumento era discutible,
pero muy divertido. Sacudió la cabeza. No quería divertirse con ella.
–Tal vez deberíamos pedirle que prepare todas nuestras cenas– reflexionó Phee.
–Estoy segura de que no le importaría tener un ingreso extra. El faisán estaba muy
sabroso. Tú mismo lo dijiste.
–¿Todas nuestras cenas? ¿Y qué vas a hacer con tu día?
–De acuerdo con Mrs. Beeton un poco de todo. Hablaré con la señora Pratt por
la mañana. Y no necesitas preocuparte por el asunto. Me aseguraré de que los
términos sean justos.
Como si conociera qué términos serían los justos. Entrecerrando los ojos, no
podía dejar de pensar que había sido manipulado. Pero no le importaba. No le
quitaría esa victoria. Le gustaba mucho la forma en que el triunfo iluminaba sus ojos.
Sin arrogancia, sólo con un poco de picardía. En verdad lo había manipulado. Estaba
bastante seguro de ello.
La pregunta era: ¿Por qué no estaba enojado?
En algo estaba en lo cierto. El ejercicio había demostrado resultar inútil. Conocía
los edificios: el Palacio de Buckingham, el Parlamento, la Torre del Reloj. Reconoció el
sonido metálico del Big Ben. Pero más allá de eso, nada.
–Tal vez sería diferente si hiciéramos el recorrido durante el día– dijo al entrar
en el vestíbulo.
Le había pedido al conductor del carro que esperara, por lo que intuyó que iría a
su club, para atender sus deberes. Deseó que se quedara allí, para alejar las
pesadillas que temía estuvieran al acecho en las sombras de su mente, listas para
saltar tan pronto como se sumiera en un sueño.
Se volvió y lo enfrentó.
–Pero no creo que tampoco sirva de mucho. Aprecio tus esfuerzos, sé que mi
situación es bastante molesta. Contrataste una sirvienta competente, y te
encuentras atado a alguien que ni siquiera puede recordar cómo pulir
adecuadamente los muebles.
–Tú no eres una carga. Estás a salvo aquí en esta residencia. Lo sabes, ¿no?
Ella asintió.
–Sí. Es una de esas cosas raras que sé por instinto. Lo supe en el momento en
que abrí los ojos y te vi. A pesar de que no recordaba quién eras.
–Phee...
Al parecer, tenía la intención de decir algo más, pero se limitó a mover la cabeza.
–Debo volver al club. Que duermas bien. Duerme hasta tarde.
–De acuerdo con Mrs. Beeton, se supone que los sirvientes deben levantarse
temprano. Es la única manera de mostrar su valía.
Un hoyuelo se formó en su mejilla.
–¿Realmente estás leyendo ese libro?
–Tengo que ganarme la vida para que no me despidas.
–Yo no voy a despedirte.
Parecía sorprendido y molesto por sus palabras. Se acomodó el sombrero en la
cabeza.
–Debo irme.
Cerró la puerta, y se apoyó contra la madera. Había visto casas más grandes esa
noche, más elegantes, palacios inmensos. Durante algunos momentos, se había
imaginado a sí misma bailando el vals en ellos. Siendo cortejada por la nobleza. Sin
duda, un sueño compartido por todas las empleadas domésticas.
Era extraño darse cuenta de que no era lo que quería, no era lo que siempre
había deseado.
Quería algo… más.
Lástima que no sabía de qué se trataba.
Capítulo 15
A medida que el cabriolé iba avanzando a los tumbos por las calles, Drake se
maldecía. Casi le había contado todo lo que sabía y quién era en realidad. Pero
decírselo significaba poner fin a la farsa. Poner fin a la farsa significaba perderla.
Había quedado fascinado por ella esa noche. Por su coraje, su determinación. Su
disertación sobre la risa. La quería. Con el puño se golpeó el muslo. No quería
sentirse fascinado por ella, no quería seguir conociendo a esa mujer que vivía en su
residencia. Quería librarse de ella. Y lo haría tan pronto como supiera el motivo y las
causas por las que había ido a parar al río.
El conductor detuvo el coche frente al edificio de la sala de juego. Por primera
vez en su vida, Drake había descuidado sus responsabilidades. Siempre trabajaba
desde el atardecer hasta el amanecer y aún más. Phee era una distracción que no
podía permitirse. Sus obligaciones, su vida pasaba dentro de las paredes del
establecimiento de juego. El resto del tiempo, comía, dormía, existía. Pero era sólo
en el Dodgers donde realmente vivía.
Pero nunca se había reído a carcajadas dentro de esas paredes.
De repente tenía un insaciable deseo de reír hasta que su estómago le doliera.
La puertilla se abrió sobre su cabeza y le entregó el dinero al conductor. Drake
saltó del carro, subió las escaleras, y cruzó el umbral del edificio donde tenía el poder
de destruir y reconstruir. Allí las fortunas se perdían y se hacían.
Había dado sólo tres largas zancadas, cuando percibió que estaba siendo
vigilado. Dirigiendo la mirada hasta el balcón sombreado, fue incapaz de distinguir
una forma o figura, pero supo con certeza que Jack Dodger estaba allí. La presencia
del hombre era tan audaz y poderosa que se podía sentir incluso cuando no estaba
visible. En otros tiempos había manejado el Dodgers con mano de hierro, y en
algunas ocasiones volvía para no perder la costumbre. Esa noche, al parecer era una
de esas.
En el momento en que Drake llegó a su oficina, Jack estaba sentado detrás del
escritorio sirviendo whisky en dos vasos. Incluso ahora, vestido con las ropas de un
caballero, tenía el aspecto peligroso de un depredador. Su cabello oscuro estaba
ligeramente salpicado de gris en la sien. Sus ojos oscuros, se veían alertas, y curiosos.
Drake no pensaba tomar asiento frente al escritorio, colocándose en el papel de
subordinado. Era el encargado allí, y aunque Jack podría ser el socio mayoritario, el
rostro público detrás de los Dodgers era Drake, como único responsable de su
gestión. Tomando la copa ofrecida, se acercó a la ventana y miró hacia fuera. Jack
intimidaba a muchos, pero no a él. Drake también provenía de las calles. No era de
los que se asustaban, intimidaban o permitía que lo acosaran.
–No te esperaba– dijo Drake.
–Ese es el punto, ver cómo manejas las cosas cuando no sabes que tengo la
intención de pasar por aquí.
Drake miró por encima del hombro y sostuvo la mirada de Jack.
–Entonces, ¿cuál es tu veredicto?
–Bastante bueno. No tengo ninguna queja.
Se encogió de hombros y se inclinó hacia atrás en su silla.
–Bueno, una tal vez. ¿Le otorgaste una membresía a un estadounidense? El
propósito aquí ha sido siempre desplumar a la nobleza, tan legalmente como sea
posible.
Volviéndose de frente al hombre, Drake apretó el hombro contra el borde de la
ventana.
–La nobleza no es lo que era antes. Muchos son pobres. El matrimonio de Lord
Randolph Churchill con Jennie Jerome va a cambiar todo. Otros también están
relacionándose con familias estadounidenses para llenar sus arcas. Me pareció una
buena estrategia de negocio dar un giro que nos permita reponer nuestras arcas
también.
Jack sonrió.
–¿Así que tienes a otros americanos en mira?
–A todos los que pueda convencer. Actualmente son una fuente inagotable de
ingresos.
–Más dinero en nuestros bolsillos. No me puedo quejar.
Jack bebió su whisky.
Drake aún tenía que preguntarle.
–¿Entonces, porque estás aquí?
Jack depositó su vaso vacío deliberadamente despacio, poco a poco, sin hacer el
menor ruido.
–Cuando entré, pasé buena parte de mi tiempo en el balcón, mirando por
encima de la gente, como si fuera un rey. Pero no me he sentido realmente como un
rey.
–Pronto verás el aumento de los beneficios. Hay otras estrategias que tengo la
intención de poner en práctica. Tus arcas pronto se verán desbordadas.
Jack entrecerró los ojos.
–Tal vez, pero he estado pensando en los últimos tiempos que si bien Dodgers
ha sido un buen negocio, todos los negocios en algún momento llegan a su fin.
Todo dentro de Drake se retorció.
–¿Estás hablando de cerrarlo?
–Tú mismo lo dijiste: Los tiempos están cambiando.
Drake dio un paso alejándose de la ventana.
–Sí, pero podemos hacer ajustes, adaptarnos a las necesidades actuales de los
socios.
Jack se puso de pie, y tiró de su chaleco de brocado rojo.
–Creo que lo mejor será hacer una reunión con los socios en mi residencia. El
próximo viernes a las dos y media. Hablaremos de tus ideas allí.
Drake estaba de pie en el balcón mirando por encima de su feudo. Comprendía
los sentimientos de Jack, porque reflejaban los suyos. Sólo que no podía imaginar
que eso pudiera desaparecer. Le había dado su vida. La mayor parte de las horas de
sus días. Incluso después que había comprado su residencia, solía dormir y comer allí,
hasta que llegó Phee. Desde entonces había quedado atrapado en sus redes y por
ende descuidando la gestión del club. ¿Acaso Jack habría sentido que su dedicación
había disminuído? Sólo era una interrupción temporal. Podría asegurárselo a los
socios sin dar detalles acerca de su distracción.
Una distracción que incluso ahora lo atraía más que el sonido de los dados y las
cartas. Pensó en regresar a su residencia para verla dormir, pero ¿qué clase de locura
lo poseía que no podía pasar ni una hora sin verla? Regresaría a su residencia cuando
hubiera cumplido con sus obligaciones allí. Que se las ingeniara para terminar todo el
trabajo dos horas antes de lo habitual era mera coincidencia.
Mientras caminaba por el sendero hasta la puerta, se negó a reconocer la
decepción que sintió por no encontrar a Phee esperándolo. Sin duda, todavía estaría
en la cama. En verdad no se había ilusionado por su recibimiento. Condenación. Por
supuesto que sí se había ilusionado. Puede que no fuera completamente honesto con
ella, pero era imperativo que fuera honesto consigo mismo. Podría darle todas las
excusas necesarias por no haberle contado todo, la noche anterior, pero la verdad
era que no quería que se disgustara, una vez más.
Mientras insertaba la llave, notó el brillo de la puerta. ¿Cuándo la habría pulido?
¿La tarea habría contribuido al daño a sus manos? No había esperado curarse ante
de reiniciar sus deberes.
Pasando el umbral, fue en su busca. Su cama estaba hecha, sin evidencia alguna
de que hubiera dormido allí. A excepción de su fragancia persistente, su esencia
personal. Debería comprarse un perfume con aroma a orquídeas. Entró en la cámara
de baño, con la esperanza de encontrarla en la bañera. Encontró sólo el juego de
cepillo, espejo y peine ordenado al lado del suyo. Se dio cuenta de que su dormitorio
no contaba con ningún espejo. Debería remediarlo de inmediato.
¿Por qué, se reprendió a sí mismo, cuando en cualquier momento la devolvería a
su casa?
Pero de alguna manera sus cepillos juntos… parecían tan correctos. Un
pensamiento extraño. No se veía nada bien. Debido a que estaba completa e
inequívocamente mal. Ella no pertenecía allí. Le diría todo en cuanto la encontrara.
Tal vez la verdad le devolvería la memoria, y podría determinar si Somerdale había
sido sincero en su relato del tío arruinado y la tía enferma.
Phee no estaba en su dormitorio. No creía que estuviera preparando el
desayuno, ya que había llegado antes de lo esperado. Pero aun así se dirigió a la
cocina y se detuvo de golpe en la puerta impresionado por la escena.
Nunca había imaginado a Ofelia de rodillas, como estaba en ese preciso
momento, con su trasero apuntando hacia arriba, moviéndose hacia adelante y hacia
atrás, a un lado y al otro mientras fregaba el suelo de piedra de La cocina. Se imaginó
tumbado debajo de ella, sintiendo esos mismos movimientos sobre sus caderas,
desnuda, con sus pechos llenándole las manos.
¿Qué estaba mal en su cabeza? ¿Cuándo había imaginado alguna vez a Lady O
desnuda? La respuesta era simple. Nunca.
Sin embargo, la había besado en el baile y se había estremecido hasta la médula.
Y ahora no podía negar la imagen seductora que presentaba, trabajando tan
duro. Tenía que darle crédito: cuando se le ponía algo en la mente, lo daba todo para
conseguirlo.
–No deberías estar haciendo eso– gritó, para traerse de regreso de su fantasía
más que para castigarla. –Vas a dañar tus manos aún más.
Sentada sobre los talones, lo miró con la respiración agitada, y sopló el cabello
que había caído sobre la frente para hacerlo a un lado. ¿Por qué esa pequeña acción
lograba que su intestino se retorciera? Luego sonrió, y casi se cayó de rodillas a su
lado.
–Buenos días a ti también– dijo alegremente.
–No va a ser un buen día si compruebo que estás herida.
–Las envolví con tela extra y no tocaré el agua, sólo las cerdas del cepillo.
Sopló de nuevo el mechón rebelde.
–¿Quieres que te prepare el desayuno?
–Un almuerzo temprano sería mejor, ya que debo esperar a que entreguen unos
muebles en cualquier momento.
–¿De verdad?
–Suponga que si te digo algo es porque es de verdad.
Aunque la mayoría de lo que le había dicho hasta ahora eran mentiras.
–No puedo esperar para verlos– dijo con tanto entusiasmo que lo inquietó. –
¿Para qué habitaciones?
–Las únicas que estoy utilizando. Mi dormitorio y la biblioteca.
–Entonces debería barrerlas, para tenerlas listas. Me hubiera gustado que me lo
dijeras ayer.
Rápidamente se puso de pie, pero al parecer se había olvidado que el suelo de
piedra estaba mojado, porque resbaló, y cayó hacia atrás, con los brazos abiertos…
Pasando un brazo alrededor de su cintura, él la salvó de una caída dura. La
apretó hasta aplanarla contra su cuerpo, y se miró en sus grandes ojos verdes. ¿Por
qué tenían que ser tan hermosos, como la primavera llegando después de un duro
invierno? Si no tenía cuidado penetrarían su alma, y echarían raíces allí. Nunca podría
librarse de ella.
Ofelia gustosamente se hubiera apartado de su persona pataleando, gritando y
echando a huir de su casa. Pero no era Ofelia quien estaba en sus brazos en ese
momento. Era Phee.
Por razones que no entendía por completo, se resistía a renunciar a ella. Esa
mujer poseía una cálida sonrisa, siempre parecía tan condenadamente contenta de
verlo. Había regresado a su casa antes de lo normal, porque no podía soportar un
momento más sin verla, aunque esperaba encontrarla todavía en la cama. Pero allí
estaba fregando el suelo y encantada por la perspectiva de los muebles que estaban
por llegar. Deseó haber comprado los suficientes para cada habitación.
Con su mano libre, acunó su mejilla y pasó su pulgar sobre la suavidad. Las
hebras díscolas de su cabello habían caído sobre uno de sus ojos pero se abstuvo de
soplar de nuevo. Casi le pidió que lo hiciera porque le gustaba ver el movimiento de
sus labios, imaginó sus bocanadas de aire agitando el cabello de la sien, en el pecho,
el vientre, más abajo. Casi gruñó. Esa mujer en sus brazos lo dejaba en un estado
perpetuo de necesidad, y de gemir de deseo.
Era ridículo anhelar sus caricias cuando conocía a la malcriada y aburrida joven
que realmente era. Pero esa mujer no correspondía a la imagen de la otra. Era algo
que no entendía. Afectaba su juicio, y lo hacía cuestionable. Le hacía hacer cosas que
normalmente no haría. Lo había hecho dudar de su pequeño acto de venganza. Lo
hacía desear lo que no podía tener, no a largo plazo. Cuando sus recuerdos
regresaran, sería la mujer que apenas podía soportarlo. Pero por ahora esa otra
mujer no estaba a la vista, sus pechos estaban aplastados contra su tórax y ella no
protestaba. Sus manos vendadas descansaban sobre sus hombros, y sus ojos
buscaban los suyos. No se inmutaba ante su caricia. Sólo se limitaba a esperar.
Hubiera sido mejor que protestara.
Bajó su boca y ella le dio la bienvenida, separando sus labios, dándole acceso a
las profundidades de miel. La forma de su boca era como la recordaba, pero el afán
de su lengua, en duelo con la suya era nuevo. El dulce gemido, y que se pusiera de
puntillas como si anhelara más, era nuevo. Sus dedos recorrieron su cuero cabelludo,
y los brazos se cruzaron alrededor de su cuello. Profundizó el beso, explorando cada
rincón con una libertad que no había tenido antes. Se tomó su tiempo, disfrutando
de cada movimiento. Su entusiasmo lo igualó. No era tímida ni lo rechazaba
horrorizada.
Él sabía que no iba a exhibir ninguna de esas emociones cuando se apartara,
pero no estaba dispuesto a terminar el beso, no por el momento. Estaba mal que
tomara ventaja de la situación, pero no podía prescindir de su mal comportamiento.
Seguramente, con el tiempo, su memoria regresaría. Recordaría ese beso. Estaba
decidido a que lo recordara.
Recordaría su lengua barriendo a través de su boca, su cuerpo moviéndose como
si pudiera meterla dentro de él, tenso por la proximidad. Recordaría sus bocas
fusionadas durante largos minutos, devorando, poseyendo, conquistando. Tomaba
de buena gana todo lo que le estaba ofreciendo. Sin bofetadas. Sin furia. Sin palabras
cortantes.
Debería haberse sentido triunfante, pero en realidad dudaba quien era el
ganador allí.
Retrocediendo, se sumergió en las profundidades verdes de sus ojos,
maravillado por la pasión que reflejaba.
–Tú me besaste antes– dijo en voz baja. –Me acuerdo. ¿Es esa la razón por la
que escapé?
Poco a poco la soltó. No se le había ocurrido que besándola lograría hacerle
recordar.
–Yo no sé por qué te escapaste.
Era verdad. Si es que se había escapado. A pesar de que parecía más que
probable que lo hubiera hecho, ya fuera de Somerdale o Wigmore. Nadie había
denunciado su desaparición, lo que implicaba una mala imagen de uno de ellos.
¿Pero de cuál?
–Pero nos hemos besado antes– dijo ella como afirmación más bien que como
pregunta.
–Sí.
–¿Hay algo entre nosotros?
¿Cómo podía responder a eso? Desconfianza, orgullo, desprecio, y un montón de
cosas desagradables que había entre ellos.
–Cualquier cosa entre nosotros sería inapropiada.
–Claro. Porque eres un caballero y yo sólo una sirvienta.
Ladeó la barbilla y cuadró los hombros.
–Gracias por rescatarme de la caída.
–Estoy seguro de que habrías recuperado el equilibrio.
–¿Por qué no aceptas el crédito por ninguna de tus amabilidades?
Porque no soy amable y te darás cuenta de eso muy pronto. Ella sacaba lo peor
de él. Seguramente lo haría en breve.
Un golpe duro en la puerta le salvó de tener que responder. Gracias a Dios. No
es que lo hubiera hecho, pero una distracción de sus preguntas era un alivio y le dio
la bienvenida.
Abrió la puerta a un hombre mayor.
–¿Sr. Darling? Trajimos sus muebles, señor.
A través de la puerta, pudo ver la gran carreta frente a las caballerizas.
–Tráiganlos.
Dando un paso atrás, miró a Phee.
–No se quedarán mucho tiempo, si prefieres esperar en otro lugar de la
residencia.
–Puedo quedarme si quieres. Además, estoy bastante curiosa en cuanto a si
estaba en lo cierto sobre el tipo de muebles que elegirías.
–Este mobiliario fue hecho especialmente.
Una esquina de su boca se relajó.
–Madera pesada. Oscura. Caoba, apostaría. Telas oscuras. Borgoña. Quizás verde
seco.
No le gustaba mucho que hubiera acertado en su evaluación. Ofelia nunca lo
había conocido tan bien. ¿O sí? ¿Sería esa la razón por la que siempre había sabido
cómo aguijonearlo?
–Muy astuta, señorita Lyttleton.
Se dio cuenta de su error demasiado tarde, cuando sus ojos se abrieron y su
tentadora boca que todavía estaba hinchada formó un pequeño “O”.
–Lyttleton. Nunca pensé en preguntarte cuál era mi apellido. Phee Lyttleton.
¿Sabes cuál es el nombre al que corresponde el diminutivo Phee?
Podría ayudarla a recuperar su memoria, recordarle lo que había pasado esa
noche. Y con su memoria, confirmaría lo bastardo que era.
–Ofelia.
Ella frunció el ceño.
–Un personaje de Shakespeare. Puedo recordar cosas insignificantes, pero no
recuerdo mi nombre. No es la cosa más rara que has oído.
Un golpe retumbó cuando uno de los repartidores dio el sofá contra el marco de
la puerta.
–Cuidado ahí– ladró.
Había pagado un buen dinero por ese sillón.
Phee le apretó el brazo, con su cara iluminada por la alegría.
–Tapizado borgoña. Lo sabía. Voy a poder recordar todo lo que sé sobre ti en
poco tiempo.
Querido Dios, esperaba que no.
La intuición acertada de Ofelia irritaba a Drake, pero mientras estaba parado en
la biblioteca permitiéndole expresar su opinión respecto a la decoración de su casa,
no podía evitar sentirse impresionado y ver el beneficio de tener a su disposición una
dama que no fuera sólo un adorno bonito. La duquesa y Grace eran igual de
confiables, pero se caracterizaban por la calidez y suavidad que siempre había
encontrado ausentes en Ofelia.
Pero Phee no era demasiado arrogante. Sabía exactamente cómo debía arreglar
los muebles y tenía la intención de ordenarles a los hombres como disponerlos a su
entera satisfacción. Lo que lo sorprendía también era que al ubicar correctamente el
mobiliario en cada habitación, le daba la inquietante idea de que tenían gustos
similares. Los muebles para la sala de estar de su dormitorio ya habían sido
descargados. Ahora estaban organizando los que iban frente a la chimenea de la
biblioteca.
Phee señalaba uno y otro lugar dando las órdenes pertinentes, mientras el tono
de su voz no daba opción a titubeos. Tal vez no recordaba quién era, pero su
preparación y categoría reverberaban a través de cada fibra de su ser, y por una vez
la admiró.
La imaginó sentada en una de las sillas que había puesto delante de la chimenea,
él en la otra, conversando de manera civilizada sin acidez en su voz, ni ningún
repunte de nariz como si estuviera oliendo un aroma pestilente. Imaginó su risa,
haciéndolo reír a su vez.
Desde el momento en que había conocido los tesoros que el cuerpo de una
mujer escondía, nunca había contemplado extender el placer en algo más
permanente, ni había considerado la posibilidad de buscar una esposa. Le gustaba la
soledad de su vida, sin tener que compartir los pensamientos oscuros que a veces le
preocupaban. Saboreaba la decisión de no continuar con el legado que su padre le
había pasado. Había crecido en una familia donde se registraban nacimientos,
defunciones, y matrimonios. En las noches frías de invierno, se reunían ante el fuego
de la chimenea en la sala y el duque de Greystone les hablaba de sus antepasados y
sus logros. Él había inculcado en sus hijos el aprecio por los que habían vivido antes
que ellos.
Drake no tenía recuerdo de ningún antepasado para compartir. Sólo había
conocido a su padre y su madre. Su padre brutal, su madre débil. Jamás podría
contarles a los niños acerca de las grandes manos de su padre envueltas alrededor
del cuello de su madre. A veces, cuando miraba sus propias manos grandes, se
preguntaba si una mujer estaría verdaderamente a salvo de ellas. ¿Y si era más como
su padre de lo que pensaba? ¿Qué pasaría si su temperamento estallara y
arremetiera con los puños?
¿Y si no podía controlar su ira?
Una vez había amenazado con matar a Lovingdon si lastimaba a Grace. Había
querido decir exactamente lo que esas palabras implicaban. Sabía que era capaz de
destruir a un hombre. Otros lo sabían también. Esa era la razón en la que radicaba el
éxito de Dodger´s. Nadie quería tener una confrontación con él. Aunque sospechaba
que sería inevitable cuando descubriera al responsable del atentado contra Phee en
el río, ya que no creía probable que hubiera sido un accidente.
Ella se acercó a él.
–¿Qué piensas?– Preguntó.
–Está perfecto.
Ella le sonrió, claramente complacida por sus palabras. Esas sonrisas eran
adictivas. Después de haber visto una, quería ver a un millón más. Quería ser la razón
que las provocara.
Obviamente estaba sobreexcitado y cansado. No había tenido un buen descanso
desde el día que la había encontrado. Su pensamiento estaba descentrado. Despidió
al conductor y su ayudante. Cuando regresó a la biblioteca, la encontró sentada en la
silla, con un libro en su regazo, y los ojos cerrados.
–¿Acaso es tu día libre hoy?– Preguntó.
Poco a poco abrió los ojos. Aún más lentamente, sus labios se curvaron en una
sonrisa que casi lo hizo caer de rodillas.
–Simplemente estaba probándola. Esta habitación se verá mucho más hermosa
con un fuego encendido esta noche.
Por primera vez desde que había comenzado a trabajar en Dodger´s más de una
década antes, lamentó que sus noches no estuvieran disponibles para poder dárselas
a ella.
Enderezándose, se sentó en el borde de la silla. Su sonrisa marchita, y sus
facciones repentinamente sombrías.
–Has dicho que ninguna relación entre nosotros sería apropiada, pero no
aclaraste si habíamos tenido algo en el pasado.
¿Otra vez volviendo sobre ese tema? Pensó que habían terminado con esa
conversación no deseada.
–¿Somos amantes?– Continuó.
–No. Sólo nos hemos besado dos veces y en ambas circunstancias,
aprovechamos la oportunidad. No va a suceder de nuevo. Estás a salvo aquí, Phee.
Nunca te obligaría a nada.
–No estoy muy segura de que seas tú el que me preocupe en ese sentido. Más
bien soy yo misma quien me inquieta.
No sabía qué decir. Esta mujer, su candor. Tenía que representar el alma de
Ofelia. ¿Por qué nunca había mirado debajo de la superficie? ¿Por qué no había
entendido cuan complicada podía ser?
Esa situación era una farsa. Tenía que decirle la verdad ahora. Viviría con las
consecuencias. Tenía que ayudarle a recordar, para determinar lo que había
sucedido esa noche. Estaba a medio camino de la silla cuando oyó el sonido de la
campana anunciando a alguien en la puerta principal.
–Esa deber ser Marla– dijo Phee, poniéndose de pie con un movimiento suave.
–¿Marla?
Ella le dirigió una mirada exasperada.
–¿No prestas atención a mis palabras? Ella es la criada de al lado.
–Bien, la cocinera que va a preparar nuestras cenas.
–Mejor aún. Va a enseñarme cómo prepararlas. Decidí esta mañana que dado
que me contrataste para hacer tus comidas, debo aprender cómo hacerlas de una
vez. Estoy segura que aprenderé con bastante rapidez.
Tal vez si hubiera algo que aprender.
–Phee…
Nunca había visto tal anticipación en sus ojos antes. Quería que se quedara allí,
no quería perderla.
El timbre sonó de nuevo.
–Tengo que abrir antes de que se dé por vencida y se vaya sin mí. Iremos al
mercado. Compraré tomates y espárragos frescos.
Dudaba que tuviera la menor idea acerca de cómo deberían ser los tomates y
espárragos frescos. Estaba acostumbrada a que se los sirvieran, no a seleccionarlos
de una cesta.
–Pero no sé cuánto tengo permitido gastar– continuó.
–Te daré algunas monedas mientras abres la puerta.
Ella sonrió brillantemente.
–Gracias.
Luego se fue corriendo, aparentemente olvidando su discusión sobre el beso. Su
paso contenía una ligereza que no había visto nunca antes. Así que mucho de ella era
una revelación. Se dirigió a una estantería, presionó la pared y dejó al descubierto
una puerta que hacía juego con el panel. Retiró una llave del bolsillo, abrió la caja
fuerte y sacó algo de dinero. No estaba preocupado de que nadie en esa zona de
Londres pudiera reconocerla. Ciertamente, nadie repararía en el rostro feliz de una
sirvienta para ver a una dama de categoría.
Estuvo de vuelta en un instante, sin el delantal, con una trenza en forma de
rodete sobre la cabeza. Necesitaba un sombrero. Las damas no salían sin sombrero.
Le entregó la bolsa.
–Es una buena suma. Si necesitas artículos personales, comprarlos.
–Voy a ser muy buena ecónoma.
Le sorprendió que supiera esa palabra.
–Compra lo que necesitas. No soy un mendigo.
–Estás irritado conmigo otra vez.
–No, yo sólo…
El miedo le haría un flaco favor.
–Sólo quería decirte que tengas cuidado.
–Voy a mantenerme alejada del río.
Le sonrió de nuevo, y le dieron ganas de tomarla en sus brazos y garantizarle que
nunca más alguien le haría daño.
La acompañó al pasillo, donde una mujer joven con pelo oscuro y sorprendidos
ojos azules hizo una reverencia rápida tan pronto como lo vio.
–No hay necesidad de hacerme una reverencia, joven– dijo.
–Sí señor.
–Te despertaré para tu baño– dijo Phee, antes de salir con Marla.
En tres pasos rápidos, él estaba en la ventana de entrada mirando hacia fuera.
Las dos jóvenes estaban caminando hacia la calle. Marla dijo algo, y Phee sonrió.
Estaría bien. Nadie podría abordarla, nadie la reconocería. Todo iría bien.
Estaba agotado. Necesitaba dormir. Tenía que preocuparse más por el club y su
propio futuro antes de que los socios determinaran que había dejado de serles útil.
Había dado tres pasos hacia la escalera antes de girar sobre sus talones, recuperar el
sombrero y salir. No iba a interferir, pero tenía la intención de seguirlas. Ella era su
responsabilidad.
Estaba empezando a desear haberla dejado ahogarse en el maldito Támesis.
Capítulo 16
–Es un diablo de guapo– dijo Marla mientras caminaban por la calle. –Mucho
mejor verlo de cerca, en lugar de mirarlo a través de la ventana. Muy grande. No sé si
alguna vez he conocido a nadie tan alto como él.
–Apenas me di cuenta– mintió Phee.
No había esperado que Marla se sintiera tan encantada por Drake. Él era todo lo
que había hablado desde que salieron de la casa. Se preguntó qué pensaría si le
confesara que la había besado. Pero sabía que no se debía hablar de los besos
furtivos. Como todo, no sabía cómo lo sabía, pero entendía que podía poner su
reputación en riesgo. Pero, ¿quién estaba allí para cuidarla?
–Parece bastante oscuro y melancólico, sin embargo– dijo Marla. –Al igual que
Heathcliff.
Cumbres borrascosas. Phee casi gritó el título. Conocía el personaje y el libro.
Había temido sentirse como una imbécil en esa excursión. Pero decidió que podía
sostener su postura. Más aún, quería ir de compras. Sentía un intenso anhelo por
comprar algo.
Ahora que tenía monedas tintineando en el bolsillo, necesitaba un bolso. Y un
sombrero. Y guantes. ¡Dios mío, estaba en público sin guantes!
–¿Antes de llegar al mercado, podemos pasar por una tienda?– Preguntó.
–Sí, un poco más adelante.
Marla señaló con el dedo, pero unas casas altas le impidieron a Phee ver las
tiendas.
–Me gusta mirar vidrieras.
–¿No entras?
–Casi nunca. No tiene sentido cuando no vas a comprar nada.
–¿Por qué no compras cosas?
–Tengo que guardar mi dinero para un día lluvioso.
–¿Haces compras cuando llueve? ¿Los precios son mejores?
Marla se rió.
–No, es una expresión. ¿No la recuerdas?
–No recuerdo tener que guardar mis monedas. Creo que si quiero algo debería
comprarlo.
–Tenemos que atesorar nuestros centavos. Cuando la señora Turner ya no esté,
¿dónde viviré? Tendré que encontrar otro empleo y no sé cuánto tiempo me tomará
hacerlo.
–Drake Darling no va a morir pronto. Es joven.
–Y fuerte. Y viril– dijo Marla en un suspiro. –Eres muy afortunada. Leí una novela
apenas la semana pasada, donde la chica se enamoraba de su empleador.
Terriblemente romántica.
–Pero es un cuento. No es real. Las sirvientas no se casan con los dueños de
casa.
Ni siquiera si las besan en la cocina hasta que sus rodillas se vuelven de
mantequilla.
–A veces puede suceder.
Phee se sentía mal por lo que había dicho. Aparentemente Marla tenía la
esperanza de casarse con un caballero, pero parecía tan improbable.
–Tal vez estoy equivocada. Hay novelas que se basan en historias reales.
–¿Dónde has oído eso?
Phee lanzó una carcajada. –No tengo ni idea.
–Debe ser tan extraño no recordar las cosas.
–Lo fue en un primer momento, terriblemente extraño, inquietante, pero me he
resignado a la idea de que nunca pueda recordar. Tal vez eso no sea tan malo.
Tal vez Darling tenía razón en que había perdido la memoria por alguna razón.
–Tengo que admitir que prefiero olvidar algunas cosas de mi vida. Mi padre
perdió todo su dinero con la bebida y preferiría olvidarlo. Aunque estar al servicio de
alguien no es tan malo.
Tal vez no fuera tan malo, pero Phee quería hacer algo más con su vida. Aunque
los detalles se le escapaban, sabía que quería algo diferente.
–¿Siempre has querido estar en servicio?
–Es mejor que trabajar en la granja. El vicario me ayudó. Sólo tenía doce años
cuando lo conocí. Yo solía pensar que encontraría a alguien como él cuando fuera
mayor, alguien que me relevara de todas mis tareas.
¿Todos anhelarían una vida diferente?, los ricos, la aristocracia, los miembros de
la realeza. ¿Qué anhelaba ella? Independencia cruzó por su mente. Quería ser libre
para hacer lo que quisiera, no es que Drake fuera un amo duro, y hasta estaba
empezando a disfrutar del cuidado de su casa, pero algo le faltaba.
–¿Tienes un novio?– preguntó.
Marla lanzó una risa ligera.
–No. Pocos empleados domésticos se casan. Realizar adecuadamente nuestras
tareas se supone que es la obra de nuestra vida, nuestra prioridad. Has olvidado
todo, ¿verdad?
Phee no podía imaginar que preocuparse por sus tareas fuera más importante
que cualquier otra cosa en el mundo. Incluso mientras consideraba la mejor manera
de cuidar de la residencia de Drake, arreglar los muebles y crear un ambiente
agradable, no podía verse a sí misma preocupándose sólo por esas cosas. Si tuviera la
oportunidad de bailar, dejaría atrás la escoba sin pensarlo dos veces. Prefería
comprar un vestido nuevo que reparar uno viejo. Quería usar un vestido diferente
cada día, no el mismo viejo uniforme gris.
Su vida actual no era tan atractiva como la idea de sobrepasar límites y buscar
algo nuevo que le llamara la atención. En ese momento, unos guantes nuevos la
estaban llamando.
Apenas había notado que habían llegado a una calle de tiendas. Marla se detuvo
frente a una vidriera, casi presionando la nariz contra el cristal mientras espiaba.
–Esta es mi tienda favorita.
Phee miró dentro. Podía ver por qué. Se especializaba en diversos artículos
personales que las damas necesitabas.
–Vamos a entrar, ¿de acuerdo?
–Oh, no– dijo Marla, dando un paso atrás, con los ojos muy abiertos. –No se
puede entrar si no vamos a comprar nada.
–¿Quién dijo que no voy a comprar algo?
Antes de que Marla pudiera objetar, Phee había entrado. Por primera vez desde
que se había despertado en la cama de Drake, se sintió como en su casa. El caballero
detrás del mostrador le llamó la atención porque las observó con creciente interés,
antes de relajar su postura y mirarlas por el largo puente de su nariz afilada.
–¿Puedo ayudarle?
Su tono condescendiente, casi la hizo desear comprar en otra parte, pero estaba
mucho más interesada en ponerlo en su lugar. No le gustaba, pero estaba segura de
que había tratado con alguien de su clase antes.
Ladeó la barbilla, alzó la nariz y mirándolo con actitud crítica le dijo tan
claramente como le fue posible.
–Deseo ver que tiene en materia de guantes.
Su cabeza dio la más pequeña de las sacudidas, como si no pudiera creer lo que
escuchaba.
–Como usted quiera, joven.
–La…
¿iba a decir lady? ¿Por qué iba a decir eso? ¿Habría sido una dama antes de
convertirse en sirvienta? ¿Se habría estado escondiendo de algo antes de caer en el
río?
Extrañas reflexiones.
Se volvió hacia una extensa cajonera, tiró de uno hasta abrirlo por completo, y lo
puso sobre el mostrador. Un surtido de guantes se desplegó ante su mirada. De
algodón. Algunos con un poco de encaje. Ella levantó uno, lo examinó y lo dejó caer.
–Estos son de muy mala calidad. Quiero unos de cabritilla. De la más fina, y
suave cabritilla.
–Dudo que pueda permitirse adquirir unos de ese tipo.
–Dudo, señor, que usted tenga la menor idea en cuanto a lo que puedo
permitirme o no. Ahora, muévase para responder a mis necesidades antes que me
vaya a comprar a otra parte.
Se sintió mucho más satisfecha ante la exhibición de guantes de cuero. Había
vendado sus manos antes de salir, cubriendo la piel lastimada con tiras de lino, por lo
que resultó todo un reto colocarse los guantes con el fin de determinar el tamaño
adecuado. Finalmente sonrió.
–Me llevaré un par blanco y otro rojo.
Entonces se dio cuenta de las manos enguantadas de Marla descansando sobre
el mostrador. El algodón se veía desgastado y deshilachado.
–También voy a llevar un par para mi amiga. Marla, ¿cuáles te gustarían?
Phee estaba relativamente segura de haber visto en alguna oportunidad una
luna llena, pero no creía que hubiera lucido más grande que los ojos de Marla,
redondos por la sorpresa.
–No seas tonta. No puedo comprarme guantes.
–Chica tonta, Darling va a pagar por ellos.
Sacó la bolsa de monedas de su bolsillo, comenzó a abrirlo, y se detuvo. No
estaba bien. Uno no pagaba con monedas tres pares de guantes de cuero. Miró al
dependiente.
–Cárguelo a cuenta del señor Drake Darling. Le daré su dirección para que
entreguen los artículos allí esta noche. Se te pagará en ese momento.
–No conozco al señor Drake Darling, así que, no puedo extenderle el crédito.
Deberá pagar en efectivo sus compras.
Esa no era la forma en que se manejaba ese asunto. Estaba segura. A pesar de
que tenía monedas en los bolsillos, eran para el mercado. En una tienda, sólo tenía
que firmar su nombre. Enderezó la espalda, cuadró los hombros, y le dio la mejor de
sus miradas arrogantes.
–Drake Darling es un hombre de mucha influencia y riqueza. Me atrevería a decir
que se codea con Bertie. Usted sabe quién es Bertie, ¿no es cierto?
–No personalmente, pero…
–Bueno, Darling lo conoce personalmente.
No sabía si en verdad conocía al Príncipe de Gales, personalmente, pero sonaba
bien, y estaba decidida a poner a ese hombre en su lugar. Como no podía igualar la
larga nariz con la que él la miraba, tendría que agrandar su vanidad para alcanzar su
tamaño.
–¿Sabes quién soy?
Él comenzó a sacudir la cabeza y ella saltó antes de que pudiera pronunciar
ninguna palabra.
–Yo soy la mujer que va a comprar suficientes suministros hoy como para pagar
tu salario. Estoy acostumbrada a comprar a crédito y continuaré haciéndolo. Si el Sr.
Drake Darling tiene que venir aquí para solucionar personalmente este
inconveniente, puedo asegurarte que no lo hará con mucha alegría que digamos. Y
usted, querido señor, no querrá ser la razón de su infelicidad. Ahora quiero ver que
tienes en materia de ropa interior de seda. Sé rápido al respecto. No soporto a los
haraganes.
Él fue muy rápido y Phee sintió una perversa satisfacción por la forma solícita en
que las atendió.
Media hora más tarde, luciendo sonrisas luminosas, Marla y ella salieron de la
tienda.
–Parecías una maldita snob– susurró Marla. –¿Estás segura de que no eres una
dama de sociedad?
–Estoy bastante segura. Una dama no terminaría ahogándose en el río.
–¿Qué pasa si el señor Darling no quiere pagar por esas cosas?
–Él querrá. Me dijo que comprara lo que necesitara.
–Pero esas no son cosas que se necesitan. Sólo son cosas de las que uno disfruta
tener.
–Todo va a estar bien, Marla. Estoy relativamente segura de eso. Ahora dime,
¿hay alguna sombrerería en la zona?
***
***
No quería que ella le diera regalos. En especial no quería sentirse conmovido por
el dragón. O cómo había sabido que esa estatuilla era perfecta para él. Pocos sabían
acerca del dragón en su espalda, menos aún sabían las razones por las que había
cambiado su verdadero nombre por el de Drake.
Ella lo hacía sentirse vulnerable, expuesto. Y había sido tan estúpido como para
contarle sobre el ojo negro que había adquirido cuando trató de rescatar el gato de
Grace de un árbol. Y sobre su perro zaparrastroso que siempre le había mostrado los
dientes, como si estuviera tratando de protegerla de todos los hombres.
Se había olvidado de esas historias, pero ahora las veía un poco diferente.
¿Había rescatado el perro de un hombre que lo golpeaba? Había ido con valentía a
rescatar el gato de Grace, al igual que hoy en había desafiado a un bruto con el fin de
que dejara de castigar a un caballo que era demasiado viejo para estar tirando un
carro pesado.
Ahora ese hombre, bruto, beligerante y enojado, estaba delante de él, mientras
Drake contaba las monedas. Consideró ofrecerle a Morris un trabajo en el club para
asegurarse que nunca tuviera la necesidad de enganchar otro caballo a un carro
pesado, pero no lo hizo porque supondría una mala adquisición para el Dodgers. Uno
no resolvía un problema creando otro.
Pero él había hecho una promesa a Phee de que ese hombre nunca volvería a
castigar a otro caballo. Otra cuestión que nunca había imaginado, cumplir una
promesa hecha a Lady O. Pero las simples palabras “me ocuparé” habían sido una
garantía, una promesa. Él cumpliría su palabra. A ella. Para ella.
Cuando la moneda final cayó, Morris cogió la pila.
–Todavía no– ordenó, el tono de su voz no daba lugar a la desobediencia, y la
posibilidad de que las monedas regresaran de nuevo a sus arcas quedó flotando
entre ellos.
Hizo una anotación en un libro mayor.
–Voy a necesitar tu firma aquí para indicar que el caballo ahora me pertenece.
–Yo no sé escribir mi nombre.
Drake simplemente arqueó una ceja. Morris frunció el ceño, tomó la pluma que
le ofrecía, y garabateó dos X unidas por una media luna. Luego frunció el ceño.
–Me llevo la mejor parte de este trato. No pasará mucho tiempo antes de que
tengas que llamar un matarife de caballos.
Se trataba de un comercio honesto, un comercio autorizado, regido por leyes. La
ciudad estaba llena de caballos. Tenían que ser misericordiosamente sacrificados
cuando al final de su vida llegaba. Drake se preguntó si cuando llegara el final de
Daisy, Phee todavía estaría con él o de vuelta en el mundo en el que lo despreciaba.
–¿Tomamos un whisky para cerrar el trato?– Preguntó Drake.
–No me molestaría en absoluto.
Echándose hacia atrás en su silla, Drake cogió el whisky y lo vertió en dos vasos.
Con ese hombre no tenía necesidad de demostrar su posición de poder. De hecho
sus puños habían transmitido mucho mejor el mensaje correctamente. Y él había
sido correcto. Había roto la nariz del hombre y su mandíbula, sin embargo, se veía
entero. Tendría que haber sido un poco más duro.
Antes de que Morris pudiera disfrutar del sabor del buen whisky, llamaron a la
puerta que Drake había cerrado antes porque ese era un asunto personal y no quería
ser molestado.
–Pase.
La puerta se abrió y un hombre de enorme tamaño entró.
–Gregory dijo que quería verme.
–Sí.
Hizo un gesto al hombre.
–Quiero presentarte a Morris.
La cabeza de Morris no alcanzaba a la barbilla del matón.
–Morris, te presento a Goliat.
Morris rió entre dientes, revelando dos dientes podridos que Drake deseaba
haber eliminado de la boca del hombre.
–Ese no puede ser de verdad su nombre.
–Probablemente no, pero así es como le llamamos por aquí. Observa sus manos.
Cuán grandes y fuertes son. Él va a convertirse en tu sombra.
–¿Mi sombra?
–Correcto. La próxima vez que tomes un látigo para azotar a un caballo, él estará
allí. Va a contar cada latigazo que le des al animal. Cuando hayas terminado, él va a
tomarte con esas increíbles manos que tiene y va a estampar sus puños contra tu
cara tantas veces como hayas golpeado al caballo. Me atrevo a decir que va a
arruinar considerablemente tus bellas facciones.
Una evaluación generosa de los rasgos del hombre, considerando que se parecía
mucho a un sapo.
Morris palideció.
–Eso no es justo.
–Por supuesto que lo es. Tienes la opción de escoger tu futuro, que es más de lo
que le ofreciste a esa pobre bestia. Consigue un caballo para tirar de tu carro, pero
deja de abusar de ellos.
–Todo por esa perra…
Drake se acercó lentamente, amenazadoramente. Morris reconoció su error, así
como la furia que brillaba en los ojos de Drake, porque rápidamente dio tres pasos
hacia atrás.
–Nunca más voy a lastimar a un animal.
–Bien.
Carraspeando Morris tomó las monedas de la mesa en sus manos.
–Debo irme ahora.
–Debes saber que probablemente no podrás ver a Goliat cuando te vigile, pero
ten por seguro que va a estar allí, porque tú no me gustas y no te voy a olvidar,
Morris.
–Creo que usted tampoco me gusta.
–Eso no me molesta en lo más mínimo.
Morris corrió hacia la salida como el roedor que era.
–¿De verdad quieres que lo siga?– Preguntó Goliat.
Con un suspiro y sacudiendo la cabeza, Drake se dejó caer en su silla.
–Es un matón. La amenaza sin duda fue suficiente.
–Eso es bueno, porque no soy muy bueno siguiendo a las personas.
Le dio a Drake una mirada afilada.
–Y sabes que tampoco golpeo a la gente.
Drake sonrió. Goliat era un gigante por fuera, pero un niño por dentro.
–Morris no te conoce tan bien como yo.
Goliat indicó el whisky intacto en el borde de la mesa.
–¿Puedo?
–Absolutamente.
Goliat tomó el vaso que Drake había utilizado para intimidar a Morris y bebió el
líquido ámbar. Luego chasqueó los labios.
–Entonces, ¿quién es el pajarillo?
Drake se puso rígido.
–¿Perdón?
–¿Qué te importa si él abusa de sus caballos? Estás haciendo esto para conseguir
la atención de una dama.
–Una estratagema de lo más inútil teniendo en cuenta que ella no está aquí para
ser testigo de mi buena obra.
–Tal vez.
Dejó el vaso.
–Será mejor que vuelva a la cocina. Los caballeros tienen mucho hambre esta
noche.
–Yo voy a irme por un rato. Envuelve algo de cenar que pueda llevar conmigo.
Se aclaró la garganta.
–Suficiente para dos.
Goliat sonrió, contento de golpe.
–¿Debo incluir una botella de nuestro vino más fino?
Drake tenía vino en su residencia, pero no tan añejos como los que tenían en
Dodgers.
Se encogió de hombros.
–No estaría de más.
Capítulo 18
***
Era una locura total y completa. Drake sentía que era incapaz de negarse a
probarla una y otra vez. Lo intrigaba y fascinaba esa mujer que elegía ir a la playa
cuando todos los años viajaba a París simplemente para encargar sus vestidos. Esa
mujer que no se quejaba por la austeridad de su guardarropa, cuando en su casa
tenía docenas de vestidos de cena, de fiesta, de mañana, de paseo y trajes de
montar.
Habían compartido una cena sobre una manta en un jardín descuidado, sin
embargo, la alegría que lo embargaba no podía compararse con nada. Ella había
compartido sus sueños, sus aspiraciones, que no eran en absoluto lo que habría
esperado, como el matrimonio con un duque o un príncipe, o ser la reina de un
reino, para su sorpresa ella había escogido la vida de una solterona que rescataba
animales lastimados.
Ella sonreía y el estómago se le retorcía. Ella se reía y su pecho se tensaba. Ella
suspiraba y algo profundo, salvaje, y posesivo gruñía en su interior. No podía explicar
ninguna de sus reacciones, y tampoco quería analizarlas. Ella le llegaba más que
ninguna otra mujer en su vida. Le hacía anhelar cosas que había pensado estaban
fuera de su alcance: esposa, hijos, hogar.
No tenía que besarla, y sin embargo no podía negarse a ese placer más de lo que
podía negarse a respirar. No ayudaba en nada que le diera la bienvenida con los
brazos abiertos y la boca dócil. Esa cálida criatura, dispuesta debajo de él no tenía
nada de indiferente o frígida. Un duro golpe sobre su hombro le hizo romper el beso.
Había suficiente luz como para que al mirar hacia atrás, viera la silueta del maldito
caballo. Bajó la cabeza y le golpeó el hombro de nuevo.
–¡Lárgate!
Una risa abierta y profunda, flotó hacia él, liberándolo de esa opresión, que una
vez más había anidado en su pecho. Volvió su atención a Phee, que se debatía entre
la diversión, la frustración y el alivio. La locura fue amainando, y sus sentidos
comenzaron a retraerse. Las cosas nunca deberían haber llegado tan lejos.
–Lo siento– dijo, sin sentirlo en absoluto.
Con la mano, se tapó la boca.
–Yo sé que no es divertido, pero es una situación tan cómica.
–No te disculpes. Tú la salvaste esta tarde, ella te salvó ahora.
Se sentó y comenzó a poner los elementos de nuevo en la cesta de mimbre.
–¿Qué quieres decir con eso?– Preguntó Phee.
–No tenía derecho a besarte.
Se levantó.
–Así que sigues con eso. ¿Estás casado?
–Esa es una pregunta ridícula. Si lo fuera, mi esposa estaría aquí.
–¿Pero vives solo?
–Si, por supuesto.
–¿Estoy casada?
–No.
Podía sentir su mirada clavada en él. ¿Por qué había tantas cosas para guardar
en la cesta? ¿Por qué siempre acababa cometiendo ese mismo terrible error? Nunca
debió haber regresado allí con la cena. Debería haberse quedado en el club.
–¿Es a causa de la diferencia en nuestras posiciones sociales?– preguntó en voz
baja.
–Sí– respondió de manera sucinta.
Lanzando el último de los artículos, le pareció oír cuando el plato se partía.
Encantador.
–Las diferencias sociales son importantes para ti– dijo ella.
–Son importantes para ti.
Girando, la miró. Sintiendo la necesidad de disminuir la acidez de su respuesta
anterior, pasó sus dedos sobre su mejilla.
–Lo recordarás algún día.
Y él sentiría mucho pesar cuando lo hiciera.
Se puso de pie, se agachó, le tendió la mano y la ayudó a levantarse. Antes de
que pudiera alejarse, ella estaba acunando su mejilla.
–¿Por qué deben importarme?– Preguntó.
Colocando su mano sobre la de ella, sosteniéndola en su lugar, volvió la cara y le
dio un beso en el centro de la palma.
–Porque a pesar de lo raro que pueda parecerte todo, me crees por debajo de ti.
–No tiene ningún sentido. ¿Por qué iba yo a pensar eso?
–A causa de quién soy.
–Creo que estás equivocado.
–Yo sé que no lo estoy.
Inclinándose, levantó la canasta.
–Tengo que volver al club. Las entregas llegan por la mañana. No voy a volver
aquí hasta casi el mediodía.
–Entonces voy a dormirme sola.
La acidez en su tono le alertó de que se refería a lo que había pasado entre ellos.
Debería estar agradecido, pero la imagen de ella tendida en su cama pasó por su
mente, y deseó entre otras cosas, poder unirse sin culpa ni remordimiento.
–Duerme bien.
Luego salió rápidamente del jardín antes de que su determinación lo
abandonara.
¿Cómo había sucedido que Lady Ophelia Lyttleton se había convertido en lo más
importante de su vida?
Capítulo 19
Los días siguientes fueron como una especie de rutina. O al menos para él lo
fueron. Se iba al club más tarde, y volvía más temprano, poco dispuesto a renunciar a
los momentos que pasaba junto a esa mujer que le intrigaba más y más. Las horas
pasadas en el club eran las más largas de su vida. Las tareas que una vez había
disfrutado, como hacer inventarios, recibir mercancías, archivar pagarés, discutir con
los empleados las estrategias del negocio, y asegurarse que todo estuviera
funcionando sin problemas, ahora le parecían tediosas ya que requerían que pasara
demasiado tiempo alejado de Phee.
Todo en lo que podía pensar era regresar a la casa para el desayuno y escucharla
mientras enceraba los muebles, hablar sobre sus futuros viajes al mercado con
Marla. Había prometido no provocar más altercados en la calle ni atacar a los
hombres por su cuenta y aunque había dado su palabra a regañadientes, tenía que
dormir en algún momento por lo que confiaba que no se metería en problemas.
Probablemente algo muy imprudente de su parte.
Esa mañana en particular después de regresar a la residencia, se dirigió a la
cocina para encontrar un pilluelo que no podría haber tenido más de ocho años
sentado en su mesa comiendo tocino.
–Buenos días, don– dijo el muchacho, sacudiendo a un lado la cabeza para que
los largos mechones de cabello no le cayeran sobre los ojos.
Phee se apartó de la mesada donde estaba vertiendo leche en un tazón.
–Buenos días. No te esperaba hasta dentro de una hora más o menos. Éste es
Jimmy. Yo le voy a pagar un chelín para que limpie el estiércol de Daisy.
Aún debía hacer los arreglos para llevar al caballo a los establos. No podía
negarle el placer de quedarse con la bestia un tiempo más.
–¿Un chelín? Eso es un robo.
–Supongo que podrías limpiarlo tú entonces– dijo.
Consideró recordarle que era ella la que quería al animal, pero prefirió dejar en
claro que no accedería a palear el estiércol.
–Yo soy el mejor limpiando estiércol de caballo– se jactó el muchacho. –Y sé
dónde venderlo. Ella dice que puedo hacerlo.
–Por supuesto que puedes venderlo– dijo Drake.
Dejó la copa sobre el suelo y un escuálido gato blanco salió de debajo de la mesa
y comenzó a lamer la leche.
–¿Cómo se llama?– Preguntó.
–Pirata. A causa de su ojo.
Cuando el gato levantó la vista, vio que un ojo tenía un círculo negro alrededor,
lo que podría, con una buena dosis de imaginación, asemejarse a un pirata.
–¿Por qué necesitamos un gato?– Preguntó.
–Nosotros no la necesitamos. Ella nos necesita. Apareció en la puerta el último
par de noches. Le di un poco de leche y la dejé entrar, entonces descubrí que es
terriblemente dulce y una maravillosa compañía.
No se sentiría culpable por dejarla sola en las noches.
Recogiendo un cuenco lleno de trozos de carne, se dirigió a la puerta.
–¿Adónde vas con eso?– Preguntó.
–A alimentar a Rosa.
–¿Rosa?
La siguió a la terraza. Dejó el tazón delante de un perro que era más huesos que
músculos. Ella le palmeó la cabeza.
–Ella me siguió a casa desde el mercado.
–Ella es un él.
Se asomó por debajo del perro.
–Oh. Eres muy observador para darte cuenta de ese tipo de cosas.
Él se sorprendió de que ella no lo hiciera, pero luego pensó que las damas no
tenían generalmente el hábito de examinar las partes privadas de un animal.
–Así que no estoy seguro de que el perro vaya a apreciar que le llames Rosa.
–Entonces Rosco– dijo con otra sonrisa radiante.
–Ese va a funcionar.
Se acercó a Daisy y la acarició.
–No estarás iniciando un zoológico aquí– dijo Drake.
–Por supuesto que no.
Caminó hacia atrás y se puso delante de él.
–Puedes volverlas a la calle en el momento que lo desees si te ocasionan algún
problema.
La mujer lo estaba manipulando de nuevo. Él no iba a echar a esas criaturas
lamentables y lo sabía muy bien. Al abrir la puerta, Jimmy salía de la cocina con la
gorra calada sobre la frente, manteniendo el cabello fuera de sus ojos. Drake se
sorprendió de que Phee no hubiera tomado las tijeras para ponerle fin. No quería
recordar que él había sido así de delgado a esa edad.
Por un breve instante envidió la incapacidad de Phee para recordar el pasado.
–¿Me puedo quedar a ayudarlos, don?– dijo el muchacho.
–Sí, y limpia la suciedad del perro también. Te pagaremos dos chelines.
El chico sonrió ampliamente.
–¡Él también me contrató, señora!– dijo quitándose la gorra antes de correr
hacia la puerta del patio.
–Fue muy amable de tu parte– dijo Phee.
–Está demasiado delgado.
–Pensé lo mismo.
Sospechaba que le daría de comer al niño cada vez que se presentara en la casa.
Drake no podía culparla por eso. No le gustaba admitir que en los últimos días no
había encontrado nada por lo cual culparla.
–Supongo que te siguió a la casa desde el mercado también.
–¡Mírate!, ahí estás refunfuñando de nuevo cuando sé que no te importa en lo
más mínimo ayudarlo. Pero sí, para que sepas, nuestros caminos se cruzaron en el
mercado esta mañana. Marla y yo fuimos bastante temprano.
–Supongo que me costó otra fortuna.
Ella sonrió, y no le habría importado si le hubiera costado una fortuna.
–Sólo fui al mercado esta vez.
Ella entró en la cocina.
–Dame unos minutos para preparar el desayuno.
Maldita sea. Estaba dispuesto a darle todo el tiempo del mundo.
Se despertó más temprano que de costumbre y se quedó mirando el techo.
¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué estaba todavía allí, una semana después de que la
había descubierto en el Támesis? ¿Por qué estaba posponiendo descubrir la verdad?
¿Por qué estaba retrasando regresarla a su casa?
Necesitaba redoblar sus esfuerzos para saber exactamente lo que había ocurrido
la noche en que la encontró en el río. Curiosamente, Somerdale no había estado en
el club durante las últimas dos noches. Tenía que buscarlo, sentarse y hablar con él,
hasta llegar al fondo de todo ese asunto.
Y lo haría, después de su reunión con los socios en la mañana. Tenía que
prepararse para la misma. Esa era la razón por la que había despertado con un
sobresalto. No tenía nada que ver con el sentimiento de culpa porque Phee se
quedara sola en las noches y buscara un gato de compañía.
No tenía ni reloj, pero aún así sabía que se había despertado temprano. Debía
bañarse, ir al club, comer allí. Restablecer su rutina.
Al salir de la cama, se encontró instintivamente escuchando los sonidos
característicos de la residencia, el crujido de las escaleras, los gemidos de una tabla
del suelo, el cierre de una puerta. La casa estaba más viva con ella allí. Apenas se
daría cuenta cuando se fuera. Volvería a su costumbre de pasar la mayor parte de su
tiempo en el club. Todo volvería a ser como debía ser. Su cama ya no olería a
orquídeas. Dormiría sin soñarla debajo de las sábanas con él. No fantasearía con
tocar su piel. Ni pensaría en besar cada pulgada de su cuerpo.
Después de ponerse los pantalones y la camisa, chequeó la sala de baño para
asegurarse de que no hubiera llenado la bañera con agua. Le había prohibido llevar
los baldes, aunque sus órdenes nunca parecían tener mucho peso para ella. Siempre
hacía lo que le venía en gana. Esa parte de su persona parecía inalterable. Lo extraño
era que ya no lo irritaba como antes.
Bajó las escaleras y se detuvo en el vestíbulo. Una mesa de mármol blanco y
negro estaba ubicada contra la pared. Un jarrón horrible y astillado de color negro
reluciente contenía un ramo de rosas rojas.
¿De dónde diablos había salido eso? ¿Acaso Phee estaba comprando muebles
para su casa ahora? Él nunca habría elegido esa pieza en particular, sin embargo, no
podía negar que de alguna manera parecía pertenecer a ese lugar. Se preguntó
dónde habría encontrado las flores.
Dando un paso adelante, tomó un pétalo entre sus dedos y lo frotó. Tendría que
sopesar la posibilidad de contratar un jardinero. Entonces podría tener flores en la
casa, por dentro y por fuera.
Retiró su mano. No necesitaba flores. Ella se iría pronto. No era una residente
permanente.
Sin embargo, mientras se dirigía hacia la cocina, no podía negar que se había
acostumbrado a tener un ama de llaves. Tendría que contratar una. Pero mientras
tomaba nota mentalmente para hacerlo, sabía que no iba a encontrar ninguna que
se ajustara al puesto, simplemente porque no sería Phee.
Phee pasaba el cepillo por la melena de Daisy y se maravillaba de su propia
satisfacción, divertida por haber luchado tanto contra la creencia de que en realidad
era una criada. Aunque todavía no tenía un dominio absoluto sobre la cocina, apenas
podía esperar para servir la comida de esa noche a Drake. Ya había comprado
pequeñas piezas de mobiliario para la residencia, pero quería hablar con él acerca de
futuras adquisiciones. Quería hacer su casa más acogedora, incluso si eso significaba
más polvo que remover. Las ventanas todavía necesitaban limpieza y aún no había
pulido de pisos. Le sugeriría que contrataran a alguien como ayudante cuando las
tareas domésticas aumentaran. Le parecía justo.
–¿Es tu cepillo el que estás utilizando?
Saltando un poco por el tono brusco, se volvió hacia Drake. Su camisa estaba
desabotonada, tenía los pies desnudos, el pelo alborotado, y su mandíbula
ensombrecida. Adoraba verlo de esa manera, ansiaba que le permitiera comenzar a
preparar su baño. Aunque si fuera completamente honesta, admitiría que adoraba
verlo tanto cuando se bañaba como cuando parecía un sinvergüenza, o un caballero.
Él siempre la fascinaba.
–Acabo de terminar de bañarla– le dijo –y quería liberar los enredos de su
melena. No vi más remedio que usarlo.
–Es de plata.
Pronunció las palabras de una manera muy sugerente.
–Bueno, sí, soy muy consciente de ello. Sé que es muy costoso, pero…
–Lo estás utilizando en un caballo. ¿En un caballo?
–Su melena estaba enredada. Me sentía mal por ello. Tú le das agua, le provees
alimento, yo sólo quería mimarla un poco.
–¿Por qué no me lo dijiste? Podría haber comprado uno para ese fin.
–Ya estabas acostado. Yo había terminado mis tareas, y tuve ganas de hacerlo.
Además, ella ya te costó una fortuna. No quiero ser una molestia.
Sus ojos se abrieron.
–¿Tú? ¿No quieres ser una molestia? Eso es como decir que el sol no brilla.
–Bueno, muchas gracias por eso.
–No usarás el cepillo de una dama en un caballo.
¿Iba a despotricar para siempre? Ya había tenido suficiente de él.
–Y tus manos. Acarreaste los baldes de agua después de que te dije
específicamente que no lo hicieras.
–Ya están sanas– dijo.
Ásperas y un poco callosas, pero sanas.
No parecía estar escuchándola atrapado en su propia furia.
–¿No entiendes las cosas que se te dicen?– continuó.
Y siguió. Y siguió. Como si hubiera hecho algo monstruosamente impensable.
Levantó el balde que contenía el agua sobrante que había previsto utilizar con
Rosco. Haciendo exactamente lo que le vino en mente, no se molestó en considerar
las consecuencias cuando le arrojó el contenido sobre la cabeza.
Su diatriba llegó a un abrupto fin cuando se echó hacia atrás, parpadeando
mientras el agua le caía por la cara y la mandíbula, empapándole la camisa y los
pantalones.
Ella soltó una pequeña risa.
–No pensaba hacerte daño. Sólo quería que…
Él entrecerró los ojos.
–Vas a pagar por esto.
Con un gruñido, se le acercó. Ella gritó, dejó caer el cubo, y corrió. O más bien
tuvo la intención de hacerlo. Apenas había dado tres pasos antes de que él la cogiera
en sus brazos y la tirara por encima del hombro.
–¡No soy un saco de patatas!
Aunque trataba de sonar indignada, era un poco difícil de conseguirlo cuando se
estaba riendo. No sabía por qué le parecía gracioso. Tal vez porque él siempre era
tan sombrío y serio que prefería disfrutar de la captura y provocarle una reacción tan
inesperada.
–Vas a ser un saco de patatas empapado– dijo, caminando por el césped con una
marcada determinación en cada paso.
Dándose envión con las manos sobre su espalda, se levantó lo suficiente para
echar una rápida mirada por encima del hombro, y poder determinar su destino. ¿El
canal de agua? Seguramente no.
–No te atreverías.
–Oh, yo creo que sí.
Su mano se posó en su parte inferior y el mundo de repente se puso al revés,
hierba arriba, cielo abajo y Rosco saltando y chocando contra Drake.
Perdió el equilibrio, y de alguna manera la soltó, luego cayó en el agua mientras
ella aterrizaba en el suelo con un ruido sordo.
Se puso de rodillas.
–¿Estás bien?
Empapado, se sentó en el pequeño charco, con las piernas extendidas, el agua
que goteaba de su cabello cayendo sobre su rostro. Parecía tan disgustado, tan...
adorable.
–Estoy bien– se quejó.
–Te está bien empleado, por querer tirarme allí.
Él entrecerró los ojos.
–Ten cuidado, cariño, no sigas hostigando al tigre.
Las palabras, el tono, y la amenaza le sonaron familiares. Había dicho esas
palabras antes. ¿Por qué? ¿En qué situación? Porque lo único que sabía era que
quería hostigarlo, quería que reaccionara. Tenía la esperanza de escucharlo reír, pero
pensaba que debería conformarse con la cortesía, el interrogatorio cuidadoso y la
respuesta que indicaba que siempre cuidaba sus palabras desde aquel beso en el
jardín. Era tan cauteloso y distante, que lo odiaba. No importaba que volviera a la
casa más temprano y se fuera más tarde, era demasiado atento, demasiado
civilizado.
Comenzó a ponerse en pie. Rosco se levantó de un salto, poniendo sus enormes
patas en el hombro de Drake, y Drake se tuvo que sentar de nuevo. Poniendo la
mano sobre su boca, ella se rió. No pudo evitarlo. Cuando él la miró enfadado, se rió
aún más fuerte.
Rosco comenzó a pasar su enorme lengua por la cara y el cuello de Drake.
Sentada sobre los talones, ella se echó a reír al ver al hombre infeliz y el perro
increíblemente feliz, meneando la cola con fuerza.
–Ayúdame a salir de aquí– gruñó.
Ella se tragó su diversión.
–Sí está bien.
Después de pararse, ahuyentó a Rosco. El perro caminó pesadamente, vio a una
ardilla, y ambos fueron olvidados mientras corría tras ella. Drake levantó la mano.
Phee la envolvió con la suya, esperando proporcionarle algún tipo de ayuda. En
cambio, sintió un tirón insistente, gritó, y cayó hacia él.
Aterrizó sobre su vientre, mientras el agua mojaba sus caderas y torso, las
piernas sobre el lado del canal y las manos sobre sus hombros amortiguando la
caída. Una risa profunda resonó a su alrededor. En lugar de protestar por su
situación, y su estratagema, se maravilló por la riqueza de la risa gutural de Drake, la
visión de su cabeza echada hacia atrás. Escalaría mil montañas para volver a escuchar
ese sonido. Con una amplia sonrisa, se unió riéndose con él, hasta que sus ojos se
humedecieron, y los costados le dolieron. Luego, apoyó la cabeza en su pecho.
Su risa murió, y ella enmudeció.
Muy lentamente se levantó. Estaban tan cerca. Su nariz casi tocando la suya.
Cualquiera que fuera la alegría que habían estado disfrutando se había disipado.
Dentro de sus ojos ardientes, ahora veía deseo y anhelo. Podía sentir el
estremecimiento de su cuerpo tenso, casi temblando como un arco fuertemente
estirado por la flecha. Ella había practicado con arco y flecha, le susurró un rincón de
su mente. Pero dejó ir ese pensamiento ya que no había nada en su pasado que le
importara tanto como él. Nada era más importante que ese momento.
Iba a besarla de nuevo. Lo sabía con todo en su corazón. Quería que la besara,
quería sentir el movimiento de su boca sobre la de ella. Quería desesperadamente
otro beso que los llevara más allá de la tentación y no sabía si sería lo
suficientemente fuerte como para negarse a ese viaje.
–Me encanta tu risa– susurró.
–Ha pasado un largo tiempo desde la última vez que reí. Me olvi…
Negó con la cabeza.
–Tenemos que secarnos.
El hechizo se rompió, y se preguntó si tal vez lo había imaginado. Cambiando su
peso, y poniendo sus manos en sus caderas, se las arregló para impulsarla hasta que
estuvo de nuevo sobre sus pies. Su ropa se le pegaba al cuerpo. Tendría que
cambiarse la ropa áspera que se había puesto al despertar sin recuerdos, pero no le
importaba.
Drake salió del canal de agua. Antes de que pudiera alejarse, acarició su
mandíbula y su mejilla.
–Ojalá me acordara de todo lo que sé acerca de ti.
–No te agradaría recordarlo.
–Me parece bastante difícil de creer, porque en este preciso momento me
gustas mucho en verdad.
Ella le gustaba mucho también.
***
***
Era una tontería sentarse en el borde de la ventana del salón mirando a la calle
esperando el regreso de Drake. Él había dicho que vendría a la casa después de la
reunión, pero no tenía ni idea de cuánto tiempo le tomaría o qué tan pronto después
del encuentro con los socios vendría. Por lo que sabía, podía quedarse en el club y
adelantar trabajo.
Ella no era su esposa, ni su amante, ni su amiga. Era su ama de llaves, su criada,
su lavandera, su pulidora, su lavadora de espalda. Aunque sólo había tenido ese
placer una vez. Sus manos ya estaban lo suficientemente sanas como para poder
lavarle la espalda de nuevo. Aunque quizás esta vez, pudiera lavarle un poco más: su
pelo, sus brazos, su pecho. Probablemente se detendría allí. El resto requería
demasiada intimidad, pero aun así…
Se había enfrentado a un brutal hombre que por alguna razón no la había
aterrorizado. ¿Por qué no podía enfrentar el deseo de explorarlo? Sería una tarea
mucho más agradable.
Suspirando, presionó su frente contra el cristal. Tenía tareas que hacer, aunque
por el momento no podía recordar ni una sola; clases de cocina que debería repasar,
pero no sabía si alguna vez iba a comer de nuevo, su estómago estaba anudado por
los nervios.
No quería que lo subestimaran o le hicieran pensar que no podía lograr lo que
sin duda podía. No quería que lo lastimaran, socavando su confianza. Quería estar en
esa habitación y desairar a cualquier persona que lo hiciera sentirse menos.
No es que la necesitara para presentarse como su campeona. Él era
perfectamente capaz de manejar el asunto por su cuenta. Simplemente quería ser su
pareja, estar involucrada en su vida, sus planes, sus sueños.
¡Dios del cielo! sonaba como Marla con su historia romántica de criadas y
señores de la casa. Lo único que le faltaba era imaginar que Drake le declararía amor
eterno.
Tonta, tonta.
Vio un coche de caballos parando frente a la residencia, y a Drake bajar de un
salto.
Corrió hacia la puerta, la abrió, y casi se estrelló contra su pecho. Sus reflejos
rápidos, salvaron su nariz de un buen golpe. Ella lo miró, estudiándolo mientras
trataba de descifrar la respuesta en sus ojos, pero estaban cerrados tan fuerte como
persianas durante una tormenta.
–¿Y bien?– preguntó Ella.
–Estás hablando con el nuevo propietario del Dodgers.– Dijo riendo,
sosteniéndola con fuerza, y dándole vueltas hasta quedar mareada.
Cuando finalmente la dejó, le preguntó:
–Pero, ¿cómo?
–Es una larga historia. Te lo explicaré más tarde. Vamos a celebrar.
***
Deseaba tener algo de satén y seda para ponerse, pero al menos había guardado
la falda y la blusa que le había traído, para una ocasión especial. Las mangas eran
largas y los botones de la blusa llegaban hasta el cuello. Era bastante sencillo y sin
adornos. Sin joyas, ni perlas para el pelo. A pesar de eso, con la ayuda de las manos
atentas de Marla, los rizos rubios estaban recogidos en la coronilla en un estilo
elegante que pensaba quedarían bien en cualquier salón de baile... o taberna.
No podía recordar haber estado en un lugar donde la gente era tan bulliciosa,
pero seguramente lo había hecho. Estaban sentados en una mesa de la esquina, cada
uno con una jarra de cerveza, esperando por el pastel de carne que habían
ordenado.
–Lo siento, no es muy elegante– dijo.
Ella sonrió.
–No puedo saber si lo es o no. No tengo nada con que compararlo, pero adoro la
jovialidad que hay aquí. ¿Vienes a menudo?
–Para una pinta de vez en cuando.
Quería acercarse y acomodarle el pelo de la frente, sostener su mano, abrazarlo.
Parecía como si no llevara carga alguna. Fuerte, guapo, seguro de sí mismo, del
mundo, y su lugar en él.
Le había contado todo acerca de la reunión, la maravillosa idea de darle o
venderle sus partes del club. Ella se asombró de su humildad, no daba nada por
sentado.
–¿Vas a darle un nombre diferente? Creo que deberías, ahora que es tuyo.
–Estaba pensando en llamarlo Dragones Gemelos– dijo.
–Me gusta, pero ¿por qué dos dragones?
–Porque quiero que representen al viejo y el nuevo dragón. Actualmente, un
hombre debe pertenecer a la nobleza para ser miembro.– Encogió los hombros. –
Bueno, hice hacer una excepción con un americano, porque puedo ver lo que se
viene. La nobleza no es lo que era antes. Hay una nueva élite formándose. Los que no
tienen títulos pero con riquezas que la mayoría no puede siquiera imaginar. Pero
todavía tenemos un sistema de clases, con el que estoy muy familiarizado porque me
crie dentro de ella. La familia que me recogió, ambos son Duques.
Phee abrió mucho los ojos.
–¿Fuiste criado por la nobleza?
Siempre había pensado que tenía un perfil muy educado, pero también poseía
un trasfondo algo áspero y peligroso. Era extraño que se encontrara atraída por
ambos aspectos.
–Así es. Me trataron como uno de los suyos, pero más allá de sus muros, sus
hijos son Condes, su hija una Lady, y yo soy sólo el señor Darling. A pesar del hecho
de que nunca me hicieron sentir menos, la Sociedad nunca me aceptó como un igual.
No me molesta. No estoy enojado por eso. Pero los entiendo. Todos estos señores
nuevos ricos están de pie con sus narices presionadas a la ventana del club con ganas
de ser aceptados y yo quiero darles esa posibilidad.
–Para quitarles su dinero en el juego.
–En un juego de azar todo el mundo es igual. Al destino le importa un comino el
rango, el título o la elite.
–¿Qué hay de las mujeres?
Él la miró, claramente confundido.
–Sólo estoy interesado en los juegos de azar, no en la prostitución.
Ella soltó una risa cáustica.
–No estoy segura si debo estar irritada o sorprendida al comprobar que
dirección tomó tu mente. Me refería a las mujeres que juegan en el establecimiento.
Seguramente también estarán con sus narices presionadas a las ventanas. ¿Por qué
no dejarlas entrar?
–Es una idea radical. Lo consideraré como parte de la renovación.
–¿Vas a renovarlo?
Él asintió con la cabeza.
–Quiero modernizarlo un poco. Quiero darle su propio estilo. Es mi sueño, y
quiero que refleje mis valores, mis creencias.
Podía presentir que iba a convertirse en un sitio especial.
–Me alegro de que compartas sus planes. Es un sueño maravilloso, ser dueño de
tu propio lugar, hace una gran diferencia. Es mucho más grande que el mío.
–Todos los sueños son iguales. No pueden medirse o compararse con los de otra
persona. Son demasiado personales. Su valor reside en la persona que posee el
sueño.
–Crees mucho en la igualdad de las cosas y las personas ¿no?
–Sí, mucho. Aunque los demás no lo hagan.
Una sombra cruzó su rostro. Extendiendo la mano, pasó su pulgar sobre sus
nudillos. Ella se había puesto los guantes de cabritilla, pero se los había quitado para
comer. Se alegró de que estuvieran medio escondidos y que su piel estuviera
tocando la suya.
–A veces envidio que no recuerdes tu pasado.
–No debes dejar que los recuerdos de tu padre arruinen esta noche o
contaminen tus logros. Los propietarios originales del club te confiaron algo que ellos
construyeron a partir de la nada. Tienen fe en tus habilidades. Yo también tengo fe
en ti.
Cerró los ojos y negó con la cabeza.
–Phee…
El corazón le dio un vuelco.
–No lo arruines.
Abrió los ojos, y ella le apretó la mano.
–No me digas que cuando mis recuerdos regresen no me gustarás. Porque no lo
creo. No voy a creerte. Yo sé lo que siento por ti ahora, en este mismo momento, y
sé en lo profundo de mi corazón, y en las profundidades de mi alma que nunca voy a
preocuparme por nadie como me preocupo por ti. Tengamos esta noche para
celebrar la realización de tu sueño. Baila conmigo.
Una banda de tres estaba tocando violines. Las personas se arremolinaban en
torno a otro rincón de la taberna.
–No es un vals– dijo.
–Pero parece una música muy divertida.
Él la ayudó a levantarse y la condujo en medio de los bailarines. Mientras que la
música era incorrecta, totalmente incorrecta, ellos bailaron el vals. O lo intentaron.
No había lugar para desplazarse por el suelo o danzar en círculos. Pero él estaba
sonriendo, y el hoyuelo en su barbilla le hacía un guiño. Le encantaba esa sonrisa, le
encantaba ese hoyuelo. Le encantaba la forma en que sus ojos brillaban.
Era un hombre tratando de dejar de lado su pasado, mientras que ella no tenía
ninguno. Ya no le importaba que hubieran vivido antes. Sólo se preocupaba por el
ahora, por estar con ese hombre. Ese hombre que sabía lo que era presionar la nariz
contra el cristal, un hombre que abría la puerta para otros. Quién pesaba todas sus
acciones en base a un pasado que sólo había vislumbrado.
Un hombre extraordinario con tantos valores que el mismo no reconocía.
Mientras la multitud los acercaba, ella se levantó de puntillas y lo besó. Tal vez
fue la cerveza que había bebido, la música, su sonrisa, pero quería que su boca se
moviera sobre la suya. No le importaba que fuera su empleador y que estuviera mal.
No le importaba ser su sirvienta y que nada permanente pudiera establecerse entre
ellos. No se preocupaba por su pasado o la falta de uno.
Él la apretó más mientras su boca con avidez le daba la bienvenida. Fue
consciente de los silbidos y aplausos. Cuando él se apartó sus ojos estaban más
oscuros que nunca, ardiendo de deseo, ardiendo por ella.
Necesitaba recuerdos, los ansiaba. Quería esa noche para no olvidarla nunca.
***
Era tarde por la mañana cuando por fin ella despertó, mientras que él no había
sido capaz de dormirse. Varias escenas y la verdad de un descubrimiento que lo
había apabullado atormentaban su mente. Lady Ofelia había estado enamorada de
alguien más, Drake la había tomado sin saber que antes había entregado su corazón
a otro. Tal vez aquella noche cuando la había encontrado por casualidad en el río,
había estado intentando fugarse con su amante y todo había terminado en un
trágico accidente. Somerdale había dicho que tenía numerosos pretendientes. ¿Le
habrían arrebatado su sueño?
Ella le sonrió, con esa sonrisa pícara que amaba, que hacía que su pecho se
emocionara.
–Buenos días– dijo dulcemente.
–Buenos días.
No tenía sentido preguntarle nada, porque no recordaría si amaba a otra
persona. Era más necesario que nunca que recuperara su memoria.
Se subió sobre él, aplastando sus senos contra su pecho, metiendo los dedos por
su pelo, y tirándolo hacia abajo hasta que su boca pudo capturar la suya. Su
resolución amenazó con disolverlo como el azúcar en contacto con el té caliente. Le
encantaba la sencillez con la que lo buscaba, la sensación de su piel presionando la
suya. Amaba sus suspiros y gemidos, la forma en que se movía entre sus muslos.
Querido Dios, podía acostarla sobre su espalda, deslizarse dentro de ella, y
permanecer allí durante el resto del día, de la semana, de su vida. Era posible que
nunca pudiera recuperar sus recuerdos. Podía llevársela al campo, dejar que tuviera
allí el deseado refugio para sus animales y visitarla tan a menudo como pudiera y…
No, no sería suficiente. Quería con ella todos los días, todas las noches. No podía
conformarse con las sobras, aunque era muy posible que ya lo hubiera hecho. Nunca
debería haber permitido que las cosas llegaran hasta ese punto. Nunca debería haber
cedido a la tentación. Él creía saber todo sobre ella, cuando en realidad no sabía
nada de nada.
Echándose atrás, lo observó mientras pasaba los dedos por su rostro.
–¿Por qué estás frunciendo el ceño?– Preguntó. –¿He hecho algo malo?
–No, Dios no.
–¿No me quieres más?
Con un gemido de angustia, enterró el rostro en la curva de su hombro, inhaló su
fragancia única ahora mezclada con el olor almizclado del sexo.
–Si fuera posible, te quiero aún más.
–Entonces, ¿qué te pasa? Algo sucede. Puedo percibirlo. Y me aterroriza.
Retrocediendo, le retiró los mechones de pelo suelto de la cara. Quería hacer
eso todas las mañanas: acomodarle el cabello detrás de la oreja. Deslizó el dedo a
través de su clavícula.
–¿Drake?
–No estoy dispuesto a renunciar a ti, y sé que eso habla muy mal de mí.
Ella le sonrió.
–¿Cómo puede ser malo cuando yo tampoco estoy dispuesta a renunciar a ti?
¿Vamos a quedarnos en la cama todo el día?
Sabiendo lo que sabía, su conciencia no le permitía tomarla de nuevo, sin
importar lo tentador que fuera. Tenían que hablar, pero todavía no.
–Iremos a la playa– dijo.
Sus ojos se abrieron, transformándose en dos piscinas verdes en las que pensaba
que podría ahogarse. No sabía por qué le parecía imperativo que pasaran un día más
juntos antes de decirle la verdad. Sobre todo porque, sin duda, la mañana siguiente
pensaría lo mismo.
–¿En tren?– Preguntó.
Si viajaban en los asientos menos costosos, nadie la reconocería. Las personas
conocidas viajarían en la parte delantera, esperando que sus siervos les llevaran
refrescos cuando el tren se detuviera. Sólo que no quería que se sentara en la parte
trasera del tren. No quería ocultarla. Acunando su mandíbula, pudo sentir el latido
del pulso contra sus dedos.
–Tenemos que hablar primero.
–Está bien.
¿Por dónde debería empezar? ¿Por su descubrimiento de la noche anterior? ¿Por
la farsa que había comenzado la noche que la había encontrado en el río? Antes de
eso, ¿Por el beso que le había dado en la alcoba la noche del baile de Grace?
Oyó el timbre de la puerta. Phee le dirigió una mirada inquisitiva.
–¿Estás esperando a alguien?– Preguntó.
–No.
Él salió de la cama, se acercó a la ventana y miró hacia fuera. El carruaje del
duque de Lovingdon estaba estacionado frente a la casa. Maldita sea. El momento
no podría haber sido peor. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? Debería haber
regresado una semana después. Podría ignorarlo.
La campana sonó de nuevo.
O tal vez podría buscar el consejo de Lovingdon.
–Yo atenderé– dijo Phee, saliendo de la cama en toda su gloria desnuda.
–No, yo me ocuparé de eso– le dijo.
Se dirigió rápidamente a la cámara de baño y agarró los pantalones y la camisa
de la noche anterior y rápidamente se los puso.
Salió de la habitación y bajó por las escaleras. Abrió la puerta para encontrar a
Grace de pie allí. Al parecer, las cosas sí podrían empeorar.
–Lady Ophelia Lyttleton ha desaparecido– anunció, antes de cruzar el umbral, lo
que le hizo dar un paso atrás.
–¿Qué?– la miró con incredulidad.
¿Cómo se había enterado?
Ella lo miró.
–Se suponía que debía estar cuidando de su tía, pero cuando Somerdale fue a
verla a Stillmeadow, Wigmore le dijo que se había fugado. Él pensó que había
regresado a su casa, y por eso no había notificado a Somerdale de su partida. Pero
me resultó muy extraño de creer.
Muy extraño, por cierto. Somerdale le había dicho la verdad, lo que significaba
que era inocente en todo esto. ¿Pero qué pasaba con el tío?
–Como no había vuelto a casa, Somerdale me escribió para ver si sabía dónde
podría estar, pero no tengo ni idea. Así que Lovingdon y yo regresamos de inmediato.
Llegamos esta mañana. Él se ha ido a encontrar con Avendale, porque la gente con la
que se rodea en estos días podría ser útil. Pensé que tú podrías ayudar también.
–Grace…
–Ya sé que no te gusta para nada Ofelia, pero Somerdale está tratando de
mantener esto lo más secreto posible para proteger su reputación. Conoces los
rincones más oscuros de Londres.– Se frotó la frente y empezó a pasearse
inquietamente. –Yo no sé qué motivo podría haberla impulsado a huir. Una persona
de su posición no necesita fugarse. La única cosa que puedo imaginar es que Vexley
la secuestró y Wigmore fue demasiado perezoso para ocuparse del asunto. Nunca le
ha gustado.
Ni siquiera había considerado que Lord Vexley pudiera estar involucrado. Vexley
había intentado casarse con Grace por la fuerza, con el fin de obtener su dote.
¿Habría tenido éxito con Phee, consumando el matrimonio? La furia se disparó a
través de sus venas ante el mero pensamiento. Eso explicaría las cosas. A la primera
oportunidad, se había escapado de Vexley. Pero había sido demasiado tarde.
Grace detuvo su paso, lo agarró del brazo, y sus ojos le imploraron que dejara de
lado cualquier mal sentimiento que pudiera tener hacia Phee.
–Vas a ayudarla, ¿verdad? Podemos empezar con la finca de Vexley.
–Grace.
No podía acompañarla al campo cuando Phee estaba allí. Tendría que explicarle
todo a Grace, y si no lo mataba primero, tal vez podría ayudarle a contarle la verdad
a Phee.
–Por favor, Drake, ella es mi mejor amiga. Si está en peligro yo…
–¡Grace!– exclamó Phee desde el descanso de las escaleras.
Llevaba puesta la ropa de la noche anterior. Aparentemente le había resultado
fácil colocárselas rápidamente. Se veía tan positivamente feliz, tan contenta,
mientras que su propio corazón estaba partido al medio. ¿Cómo habría reconocido a
Grace?
–¡Has venido a visitarnos!
–¿Ofelia?
A pesar de la expresión aturdida de Grace, Phee bajó corriendo las escaleras y la
abrazó efusivamente.
–Es tan maravilloso verte. Estaba tan ansiosa de que vinieras a verme. Te he
echado terriblemente de menos. ¡Oh, Dios mío!
Sostuvo a Grace con el brazo extendido.
–Yo sé quién eres. Eres Lady Grace Mabry. No, no. Lo eras. Pero te casaste con el
duque de Lovingdon. Ahora eres una duquesa. Te vi y supe quién eras. Nadie tiene
un cabello tan rojo como el tuyo. Y yo soy lady Ofelia Lyttleton– lanzó una carcajada.
–Mi hermano es el conde de Somerdale.
Girando, le dio a Drake la más brillante de sus sonrisas, la más alegre que
hubiera visto nunca.
–Lo recuerdo todo. La boda, el baile, mi temporada. Oh, Dios mío, no soy una
sirvienta.– Volviéndose hacia Grace, tomó sus manos. –No tengo que fregar suelos,
preparar comidas ni pulir botas. Y tengo ropa. Decenas de vestidos, zapatos y
sombreros. ¡Tengo sirvientes! No tengo que hacer nada. ¡Me acuerdo! Lo recuerdo
todo. Esto merece una celebración. Muchacho, ¡ve a buscarnos una botella de
champán!
No sabía que fuera posible permanecer de pie cuando el corazón ya no latía.
Grace estaba obviamente aturdida y confundida por descubrir a su amiga allí, y
escuchar lo que sonaba como los desvaríos de una lunática. Pero la expresión del
rostro de Phee fue devastadora mientras lentamente se volvía nuevamente hacia él.
–Me acuerdo de todo– susurró, claramente horrorizada. –Me acuerdo de ti,
quien eres, lo que eres.
–Phee.
Bajando las manos, buscó las palabras adecuadas, pero no encontró ninguna
para explicar el horror de lo que había hecho.
–Me dijiste que era tú criada. Me hiciste limpiar tú casa, lavar tú...
Su voz se apagó. Su mirada se precipitó por las escaleras.
–¡Oh, Dios mío!– dijo con voz áspera. –¡Oh Dios mío!
Se tapó la boca con la mano mientras las lágrimas brotaban de sus ojos y se
tambaleaba hacia atrás.
¿Cómo podía explicar lo inexplicable? ¿Cómo podía excusarse?
–Phee, te juro que nunca quise que las cosas llegaran tan lejos.
Le tendió una mano implorante.
–¡No! No te atrevas a tocarme.
Dio un paso atrás y golpeó la mesa, haciendo que el jarrón se tambaleara hasta
caerse. Con la caída, se rompió y derramó su contenido de agua y rosas sobre el piso.
–Lo recuerdo todo. Todo. Cada caricia, cada apretón, cada susurro
desagradable.– Hizo un gesto de arcadas. –Creo que voy a vomitar.
–Querida…– dijo Grace dando un paso hacia ella, pero Phee levantó una mano
para detenerla sin apartar sus ojos de Drake.
–Sabías quién era yo todo este tiempo y no me lo dijiste. Me llevaste a tú cama.
–Tú quisiste estar allí– dijo.
Ella sacudió su cabeza.
–¿Cómo pudiste creer que cuando recuperara la memoria no recordaría todo
esto? Yo no sabía quién era. Yo no sabía quién eras. Podrías haberme dicho todo.
Podrías haberme ayudado a recordar.
–Phee…
Soltó una risa desgarradoramente triste.
–Me hiciste tú amante.
–No, no fue así. Debes creerme.
Ella se llevó las manos a la cara.
–Quiero olvidar de nuevo. Quiero olvidar todo.– Se volvió hacia Grace. –No
debes decirle nada a Somerdale. Nunca debe saber lo que pasó.
Grace negó con la cabeza.
–No, no vamos a decirle nada. Pero tu tío le dijo a Somerdale que te escapaste.
Él está buscándote, así que debemos informarle sobre tu paradero.
–Debo pensar acerca de ello. Él no puede saber lo que hice, que soy... inmoral.
–Claro que no eres así– dijo Drake, dando un paso adelante. –Phee…
–¡No me llames así! Nunca más vuelvas a mencionar ese nombre. No después de
lo que hiciste. Para ti soy lady Ofelia Lyttleton. Harías bien en recordar eso.
Cerró los ojos y respiró profundamente, y luego enderezó su columna vertebral,
y cuadró sus hombros.
Se dio cuenta de que estaba viendo una transformación. Cuando abrió los ojos,
se encontró con un helado resplandor verde. Inclinó la nariz, levantó la barbilla, y de
repente lady Ofelia Lyttleton estaba de pie delante de él.
–Estabas intentando darme una lección, como en el baile cuando me besaste,
tratando de castigarme.
–Tal vez al principio, pero las cosas cambiaron. Tú cambiaste. Fuiste diferente.
Lentamente negó con la cabeza.
–Al contrario de ti que siempre has sido el mismo.
No, he cambiado, también. Tú me cambiaste. Pero se guardó las palabras porque
sabía que estaba demasiado herida como para escuchar, para creerle.
–Yo confiaba en ti– dijo. –Te confié... todo. Te aprovechaste, me traicionaste.
Todo lo que quería para ti eran cosas maravillosas.
–Yo quería compartir esas cosas maravillosas contigo.
–Sabrás disculparme si me muestro reacia a creerte una sola palabra. Lo que
hiciste fue... imperdonable.– Inclinando la cabeza con altivez, dijo –Grace, ¿puedes
hacerme el favor de llevarme lejos de aquí?
Luego vio cuando lady Ofelia Lyttleton salió de su residencia, de su existencia.
Y le tomó todo el control y autodominio que había juntado a lo largo de su vida,
no dejar caer la cabeza hacia atrás y aullar de dolor. Cuando era un niño de la calle
había sido golpeado salvajemente, había pasado hambre, una o dos veces había
estado a punto de morir, pero nunca había sentido tanta agonía como en ese
momento, porque le había hecho daño a Phee, irreflexiva e irrevocablemente. La
venganza era un arma de doble filo, y en ese momento estaba cortando su corazón
en pedazos y lamentaba profundamente haber cortado el de ella también.
Lady Ofelia Lyttleton no miró por la ventana del coche hasta ver desaparecer la
casa de su vista. Se limitó a mirar los asientos de cuero que se alineaban en la parte
interior del carruaje de Lovingdon, mientras que todo dentro suyo le gritaba la
traición de Drake. La había llevado a su cama, sabiendo quién era. La había tocado,
besado, unido su cuerpo al de ella... le había hecho gritar su nombre de placer. Había
querido todo lo que le había ofrecido, lo había deseado. Era tal como una vez otro la
había llamado: inmoral. Tentaba a los hombres con su maldad. Aunque Drake no le
había hecho daño físicamente, ella todavía estaba devastada emocionalmente
porque nunca habría ido a la cama si hubiera recordado quién era. Le había ocultado
la verdad con el fin de seducirla. No tenía ninguna duda.
–¿Dónde quieres ir?– preguntó Grace amablemente.
No lo sabía, no podía pensar. Su cabeza estaba empezando a dolerle. Quería
desesperadamente un baño, necesitaba lavar sus caricias.
–¿Puedo quedarme contigo hasta mañana? Tengo que pensar un poco en lo que
voy a decirle a Somerdale. He estado sola con un sinvergüenza, durante días. Yo no
voy a casarme con él Grace.
Acortando la distancia que las separaba, Grace tomó las manos llenas de
cicatrices de Ofelia entre las suyas enguantadas. Ofelia se sentía sucia sin los
guantes. Siempre le habían proporcionado una medida de protección. Con ellos
podía fingir que no era lo que era.
–Nadie esperaría eso– dijo Grace. –Voy a enviar una misiva a Somerdale
diciéndole que creo que sé dónde puedo encontrarte, y que lo espero en mi casa por
la mañana. Para disminuir su preocupación.
Phee asintió. Por mucho que amara a Somerdale, él no era uno de esos que
pudieran hacerse cargo de la situación. Él aceptaría la carta de Grace con alivio,
dejaría el asunto y regresaría al club.
Grace continuó:
–Creo que sospecho lo que pudo haber sucedido entre Drake y tú, pero estoy
confundida respecto a cómo llegaste a su casa.
–No quiero hablar de eso. Todavía no.
Ni nunca.
Había sido feliz allí. Durante un tiempo había sido verdaderamente feliz. Pero
todo había sido sólo una ilusión. Nada había sido real, y ahora tendría que lidiar con
eso.
Había recibido sus caricias, lo había alentado. Quería acurrucarse en una bola y
llorar por todo lo que había permitido, por todo lo que él le había hecho.
En cambio, mantuvo la columna recta y rígida. Luchó para no revelar la
profundidad de su dolor. Se había vuelto muy hábil en ocultar el dolor. Su habilidad
le sería muy útil ahora. La protegería, asegurándole que nadie sabría lo que había
sufrido.
Más importante aún, era imperativo que Drake Darling nunca se diera cuenta de
la forma en que la afectaba.
No iba a permitir que tuviera ese poder sobre ella. No dejaría que la destruyera
por completo. Encontraría la manera de reconstruirse, para poder seguir adelante.
Lo había hecho antes. Lo haría de nuevo.
Capítulo 22
–¿Dónde la llevaste?
Drake estaba en el salón de entrada del duque de Lovingdon. Su mejor amigo no
había estado para recibirlo, pero su nueva esposa no estaba del todo feliz por verlo.
No es que pudiera culparla. Tampoco estaba particularmente feliz consigo mismo. El
rostro de Phee consternado por lo que había hecho lo perseguiría por el resto de su
vida. Lo había creído digno. Le había demostrado que estaba equivocada.
–Está aquí, al menos por esta noche. Dormida. El Dr. Graves vino a examinarla.–
Dijo Grace.
–¿Y está bien?
–Depende de lo que entiendas por “estar bien”. Tengo buenas razones para
golpearte. ¿En qué estabas pensando?, ¿qué esperabas lograr con todo esto?
Parándose frente a la estufa, colocó el antebrazo sobre la repisa de mármol y se
quedó mirando el hogar, imaginándose a sí mismo retorciéndose en su fuego
interior.
–Nunca lo entenderías.
–¿Por qué no tratas de explicármelo de todos modos? Te conozco, Drake. Te
quiero como a un hermano. Que Dios me ayude, pero te amo más de lo que amo a
los que comparten mi sangre. Estoy tratando de darte el beneficio de la duda pero es
muy difícil cuando mi amiga más querida lloró hasta quedarse dormida por tu culpa.
Hizo una mueca, menospreciándose por ser responsable de sus lágrimas.
–Fue algo infantil.
–Creo que no hace falta decirlo. La pregunta es ¿por qué lo hiciste?
Suspiró profundamente, considerado golpear el puño contra el mármol, pero la
rabia que sentía acrecentaría el golpe y probablemente rompería la repisa de la
chimenea.
–Yo sé que no eras consciente de ello, pero en cada oportunidad que me
cruzaba con ella me menospreciaba.
–Por supuesto que soy consciente de ello.
Atónito, la miró.
–¿Y sin embargo aunque acabas de decirme lo mucho que me amas, siguieron
siendo amigas a pesar de lo que me hacía?
Grace se sentó en el brazo de un sillón de brocado.
–Por supuesto que sí. Siempre creí que sabías lo que ocultaba detrás de sus
acciones.
–¿Desprecio?
–Atracción por ti.
Se sentía como si le hubieran golpeado todo el cuerpo, como si la casa se
hubiera derrumbado sobre él.
–¿Qué? ¿Estás loca? Ella nunca tuvo una palabra amable para conmigo.
Ella sonrió suavemente.
–No recuerdo que tú la trataras con mucha cordialidad tampoco. Ustedes dos se
hostigaban mutuamente como si temieran que si alguna vez cesaban con la
contienda pudieran terminar arrasados, tal como sucedió.
Dios, no tenía ninguna duda al respecto. Se habían quemado el uno al otro con
su pasión y deseo. Desafortunadamente, en el proceso la había destruido.
–Ella saca al diablo de mi interior.
–¿Nunca te preguntaste con qué propósito? Creo que estaba asustada,
posiblemente aterrorizada por lo que sentía por ti.
–Sólo porque me considera por debajo de ella.
–Quizás. O Tal vez trató de convencerlos a ambos para no tener que lidiar con lo
que sentía. También es posible que quisiera alejarte porque no se consideraba digna
de ti.
Él se echó a reír, una dura carcajada carente de alegría que reverberó a través de
la habitación.
–Nunca he conocido a nadie que se pusiera a sí misma en un pedestal tan alto.
–Cuando uno está tan arriba, Drake, no puede ser tocado. Siempre me he
preguntado por qué ponía tanta distancia entre ella y los hombres. No sólo contigo.
Sospecho que si se corre la voz sobre tu pequeño ardid, varios hombres se animarían
a acercarse.
Mataría a cualquiera que tratara de hacerlo.
–No voy a decirle nada a nadie. Lo que sucedió es estrictamente entre Phee y
yo– dijo entre dientes.
Como si estuviera considerándolo, ella inclinó la cabeza a un lado.
–Me gusta la forma en que pronuncias su nombre, como si fuera especial para ti.
Ella era especial. No es que pudiera admitirlo sin quedar como un asno. Si
hubiera sabido lo extraordinaria que era, la habría atesorado desde el principio.
Grace se levantó, se acercó a una pequeña mesa de decantadores, y vertió un
chorrito de ron en dos vasos. La suya había sido una educación poco común.
Maldecía, hacía trampas con las cartas, fumaba puros, y bebía. Podía sobrevivir en un
mundo de hombres, si necesitaba hacerlo. La duquesa se había encargado de eso.
Grace le trajo un vaso, entonces hizo un brindis antes de tomar un trago. Él no
era tan delicado. Se tomó el contenido de un trago. Tenía un impulso irracional de
demostrar que no era un caballero, que era un bárbaro, un inculto incivilizado.
Pero ella no lo estaba observando. Estaba mirando fijamente el líquido ámbar,
dando golpecitos con el dedo contra el borde del vaso.
–Tan cerca como estamos Phee y yo, sé que nunca lo ha compartido todo
conmigo. Para ser honesta, hay cosas que yo tampoco he compartido con ella, así
que no la estoy acusando por su discreción. Pero cuando era más joven, ella pasaba
una buena parte del verano con su tía. Siempre me invitaba a visitarla, en realidad
insistía en que lo hiciera. Me daban mi propio dormitorio y me trataban como a una
princesa. Después de todo, yo era la hija de un duque. Pero sin falta, Phee venía
siempre a mi habitación cerca de la medianoche, se metía en mi cama, y se
acurrucaba contra mí. Estaba helada y temblorosa, sin importar cuán cálido fuera el
clima. Me prohibió hacerle preguntas o decir nada acerca de su presencia allí. Yo era
joven, ingenua, pero a menudo me preguntaba a qué le temía por la noche. Hasta el
día de hoy, no tengo ni idea. Nunca la he presionado. Todos tenemos nuestros
secretos.
Necesitaba más ron, un vaso lleno esta vez, porque no podía dejar de pensar que
algo oscuro se ocultaba en Stillmeadow, algo que había sido responsable de su caída
en el Támesis.
–¿Te explicó cómo es que llegó al río?
Lentamente negó con la cabeza.
–No recuerda esa parte. El Dr. Graves no cree que sea inusual. Fue sin duda un
hecho traumático, y a veces nuestra mente se esfuerza por protegernos de los malos
recuerdos. Hay hombres que regresan de las guerras, o son sobrevivientes de
desastres que pueden recordar lo que sucedió antes o después, pero no durante el
episodio.
–Vexley no está involucrado– dijo con convicción.
Teniendo en cuenta que para cuando la había encontrado, no había tenido
tiempo para llegar a Stillmeadow, ni tampoco para ser secuestrada.
–No. Lovingdon fue a verlo, sólo para descubrir que el hombre había viajado a
América. Así que lo que sucedió esa noche sigue siendo un misterio. Aunque en este
momento, la mayor preocupación de Phee es inventar una explicación para
Somerdale. Es bastante insistente con la idea de decirle que no recuerda donde pasó
las últimas noches. Teme que sería desastroso si se supiera la verdad.
–¿Crees que Somerdale podría obligarla a casarse conmigo?
–Existe esa posibilidad. En el calor del momento pueden decirse cosas que no
dejen nada librado a la imaginación.
–Tengo que hablar con ella, Grace.
Ella asintió.
–Supuse que esa era la razón de tu visita, pero no estoy segura de que esté lista
para verte todavía. Tal vez deberías darle un par de días.
–Unos pocos días no van a disminuir lo mucho que me desprecia. Me atrevería a
decir que un año, una década, un siglo no será suficiente en lo que a ella respecta.
Pero necesito verla esta noche, antes de que hable con Somerdale. Y tenemos que
estar solos. No voy a tocarla. Si pudiera pensar en una manera para que no tenga que
respirar el mismo aire que yo, lo haría. Nunca fue mi intención lastimarla, y aunque
sé que no puedo arreglar las cosas, sí puedo hacer las paces.
Acercándose, ella le tocó la mejilla.
–Lo que necesitas saber, Drake Darling, es que a pesar de todo, yo todavía te
quiero como a un hermano. Confío en ti. Sólo podemos esperar que mi confianza sea
suficiente para Phee.– Bajó la mano y dijo –Vamos a ver si tengo suerte y puedo
convencerla de que te dé una oportunidad.
***
***
Mientras estaba de pie junto a la chimenea, mirando las botas que había pulido
recientemente, los minutos pasaban lentamente uno tras otro. La única razón por la
que no se rendía era porque tenía la esperanza de que Grace regresara para
informarle que Phee consentiría verlo cuando estuviera pudriéndose en el infierno.
Dudaba que supiera que él se sentía en ese mismo lugar ahora.
Al oír las pisadas suaves, miró hacia arriba. Casi se desmaya por el alivio. Ella
estaba en la puerta con un vestido de satén verde claro con rayas de terciopelo
oscuro. El encaje rodeaba el cuello, los puños, y la cintura en pequeños volantes.
Había sido confeccionado para ella, no tenía ninguna duda. No importaba cómo
había llegado allí. Su cabello se recogía en un moño. Sin mechones sueltos que
jugaran en sus mejillas, con un atractivo brillo en los labios y una respiración agitada.
Se veía tan altiva. Orgullosa. Sin embargo, su postura reflejaba un trasfondo de
dolor y el semblante expresaba que deseaba estar en cualquier parte menos donde
se encontraba. Sin embargo, al igual que la noche en que había indicado su temor a
caminar en el parque, había reforzado su coraje para reunirse con él. Se preguntó
¿cuántas veces lo había humillado en su vida? Sin duda, cada vez que sus caminos se
habían cruzado.
Se enderezó, se apartó de la chimenea, y se inclinó ligeramente.
–Lady Ofelia.
–Grace dijo que querías hablar conmigo. Por favor, sé rápido al respecto.
Inclinó la cabeza hacia el sofá.
–¿Quieres sentarte?
–Prefiero estar de pie.
–¿Vas a entrar en la habitación por lo menos, así no necesito gritar y nuestra
conversación puede permanecer en privado?
Dudando, miró a su alrededor. En su residencia, le habría parecido divertida. En
ese caso, sólo servía como recordatorio de que tenía todos los motivos para estar
molesta con él. Finalmente, entró en la habitación, deteniéndose cerca del sofá
cruzando las manos remilgadamente, evadiendo su mirada.
¿Realmente había pensado hacía tan sólo unas horas que los recuerdos de
haberle lavado la espalda podrían humillarla? ¿Así tan fácilmente? Cómo si no
hubiera reconocido la profundidad de su orgullo, su altivez. ¿Cómo podía haber sido
tan ciego como para no ver que ella podría haber residido en la miseria más sucia, y
aún así comportarse como si fuera una reina?
–No tengo ninguna excusa para mis acciones. Son absolutamente reprobables.
Su cara era una máscara de calma, no dijo nada. Quería que al menos le dijera
que tenía razón, que era una bestia. Quería que le gritara, despotricara, y le golpeara
el pecho con los puños. Apostaría todo lo que poseía, todo, incluyendo su club
recientemente adquirido que sabía exactamente lo que quería y que lo retenía como
un medio para castigarlo. Un golpe habría dolido menos, pero no se merecía menos.
–¿Te acordaste de cómo terminaste en el Támesis?– Preguntó.
Un destello de emoción. Miedo. Profundo y oscuro.
–No.
–Somerdale dijo que te fuiste con tu tío…
–¿Has hablado de esto con mi hermano?– dijo con furia.
Sus ojos se estrecharon, sus manos se apretaron. Sus respiraciones se tornaron
rápidas y entrecortadas.
–¡No!– Él levantó una mano. –No. Lo creas o no, en un principio, sólo planeaba
tenerte como criada por un día.
–Pero estabas divirtiéndote tanto con la situación que decidiste prolongar mi
estadía.
–No fue como pensé que sería.
Agarró la repisa para impedirse correr y tomarla en sus brazos, consolándola con
sus caricias, con suaves susurros, con tiernos besos.
–Sería mucho más fácil si te sientas y me permites explicarme sin interrupciones.
–¿Y crees que me importa lo que es más fácil para ti?
Tendió las manos, con las palmas frente a él.
–Mis manos están llenas de cicatrices ahora, no son las manos de una dama. Y ya
no soy inocente. No voy a llegar virgen al matrimonio.
–No llegaste virgen a mí– dijo sombríamente.
–¡Bastardo!– Dijo con voz ronca, antes de acortar la distancia que los separaba y
golpear su pecho, sus brazos, su mandíbula.
Estaba como loca, con los puños cerrados, golpeando todo lo que alcanzaba.
No trató de detenerla, no al principio. Se merecía cada moretón, cada rasguño,
cada marca. Pero luego temió que pudiera dañarse a sí misma. Cruzó los brazos
alrededor de su pecho y la abrazó con fuerza.
–Phee– susurró contra su pelo. –Phee, todo está bien.
Sus brazos se aflojaron cuando se apoyó en él, mientras desgarradores sollozos
hacían temblar sus hombros, y las lágrimas humedecían su camisa. Parecía que
siempre estaba destinado a causarle dolor. La dejaría si pudiera, pero todavía no,
todavía no.
–Dime– instó suavemente. –Dime lo que pasó.
Secándose los ojos, se apartó de él. Sin captar su mirada, se volvió hacia el sofá.
–No sabes lo que estás diciendo.
Ojalá no lo supiera. Esperaba no estar en lo cierto. Él que nunca oraba, oró a
Dios por estar equivocado. Pero era lo único que tenía sentido, lo único que encajaba
en la línea de tiempo, y sin embargo era incomprensible.
–La primera noche después de haberte encontrado, tu hermano estaba en el
club, jugando como si no tuviera ni una sola preocupación en el mundo. Yo no podía
entender por qué no había salido a buscarte. A menos que no supiera que algo había
sucedido o que hubiera sido él quien te había tirado en el río pensando que estabas
muerta.
Ella puso los ojos.
–Somerdale no dañaría una mosca.
–Entonces me habló de tu tío. Ibas a Stillmeadow con él con el fin de cuidar a su
esposa. Pero nunca llegaste allí. Sin embargo, tu tío afirma que lo hiciste y luego te
escapaste. ¿Por qué iba a mentir?
–He tenido suficiente de esto.
Se volvió para irse. Lanzándose hacia adelante, la tomó del brazo. Ella lo miró.
–Me prometiste que no me tocarías si accedía a verte, pero parece que eres
incapaz de mantener tu promesa. Supongo que no debería sorprenderme teniendo
en cuenta la clase de canalla que eres.
Por mucho que no quisiera hacerlo, tenía que seguir con el planteo con el fin de
llegar a la verdad.
–Tu tío te obligó a salir con él esa noche.
Ella dejó escapar un suspiro, como si fuera el hombre más exasperante del
mundo y no soportara ser molestada por él.
–Deja ya todo este asunto de lado. Ya has hecho suficiente daño, ¿no te parece?
Oh, no había hecho lo suficiente si sus sospechas eran correctas.
–Mírame a los ojos y dime que no te obligó a irte con él esa noche.
Con los dientes apretados, ella cerró los ojos y apretó los puños. Pensó que era
muy probable que comenzara a golpearlo de nuevo. Pero cuando abrió los ojos, vio
la determinación y la dureza en ellos.
–Él no me forzó a nada esa noche.
Estudiándola con atención, no vio nada más que la verdad. La verdad absoluta,
sin adornos en sus ojos. Cada palabra que había pronunciado había sido remarcada
con convicción. El alivio lo inundó, y sin embargo, todavía seguía preocupado.
–Pero no encontré ninguna barrera que resistiera mi penetración.
El rubor fluyó por su garganta, su cara, y se dio cuenta que sus palabras habían
sido chocantes, demasiado contundentes, pero quería una explicación. Necesitaba
saber que no le había hecho aún más daño de lo que había pensado en un principio.
Su reacción en el vestíbulo había sido más que ira. No podía entender del todo lo que
había presenciado.
–Tal vez no nací con una– dijo. –O tal vez de alguna manera se rompió. No sé,
pero seguramente no todas las vírgenes permanecen completamente intactas.
Además, teniendo en cuenta lo desesperado que te mostraste ayer por la noche,
¿estabas realmente en condiciones de darte cuenta?
Era un buen punto. Había estado perdido por la pasión y el fuego de su entrega.
Tal vez se había equivocado, pero algo andaba mal. Ella se esforzaba demasiado por
sacarlo del camino. Mientras que sabía que tenía que dejarla ir, no estaba del todo
seguro de querer hacerlo.
–¿Cómo llegaste al río?
–No me acuerdo.
–Yo no te creo.
–He tenido suficiente de esto, y de ti.
Girando sobre sus talones, se dirigió a la puerta.
–Si no me dices cómo terminaste en el Támesis, voy a confesarle a tu hermano lo
que hice.
Tambaleándose, se dio la vuelta y lo fulminó con la mirada.
–No te atreverías.
–Me atrevo a decir, que insistirá en que nos casemos.
Los puños volaron de nuevo hacia él, deteniéndose a unas pulgadas, despidiendo
un fuego deslumbrante por los ojos color esmeralda.
–Eres una bestia.
–Teniendo en cuenta mi comportamiento reciente, creo que eso es indiscutible.
–¿Por qué te importa tanto cómo llegué al río?
–Porque a pesar de todo, y aunque no espero que lo creas, estoy perdidamente
enamorado de la mujer que vivía en mi residencia. Si alguien le hizo daño, deberá
responder ante mí.
–Si realmente me amaras, no habría hecho lo que hiciste.
–Yo no te amaba cuando todo comenzó.
Su boca hizo una mínima contracción, y vio el más elemental de los movimientos
de cabeza, como si hubiera tomado una decisión acerca de algo y de repente surgió
la mujer que nunca había sido capaz de tolerar.
–¿Quieres saber la verdad? Sí, me iba al campo con mi tío. Pero en el carro
describió la condición de mi tía en detalle. Estábamos en medio de la temporada y no
podía soportar la idea de ser su enfermera. Bañarla, darle de comer, leerle, y
sostener su mano. No más bailes, no más paseos por el parque con mis admiradores,
no más coqueteo. Sólo monotonía, aburrimiento y el tedio que supone atender a una
anciana enferma. No quería eso para mí. Quería bailes, cenas y teatro. Quería
divertirme. Así que cuando el carro desaceleró en un puente, salté. Mi tío envió a sus
hombres detrás de mí. Menudas zancadas ¿Por qué todos los lacayos son tan altos?
De todos modos, sabía que me iban a coger, así que parándome sobre la barandilla
me tiré. No había una distancia demasiado larga desde el puente como para que no
pudiera sobrevivir. Dudaba que los sirvientes me siguieran al agua. Era mejor estar
mojada un rato que perderme la temporada. Pensaba hacer frente a Somerdale más
tarde.
Su tono sonaba arrogante, frío y calculador. Le envió un escalofrío por la
espalda.
–No eres tan egoísta.
–Tal vez la mujer que vivía contigo no lo era, pero ¿la anterior, la que ni siquiera
te gusta? Admítelo, es egoísta. Y lo sigue siendo. Ahora que he recuperado la
memoria puedo comportarme tal como soy en realidad.
–¿Por qué tu tío no notificó a tu hermano inmediatamente?
–Supongo que pensó que volvería a casa por lo que no vio la necesidad de
hacerlo. Sin duda esperaba que yo le explicara a Somerdale que había cambiado de
opinión acerca de viajar a Stillmeadow.
–¿Entonces no pensó que era importante asegurarse de que estuvieras a salvo?
¿Qué clase de hombre es?
–Uno que sólo se preocupa por su propia conveniencia. ¿Hemos terminado
aquí?
Tal vez si realmente fueran dos mujeres diferentes con corazones y almas
desiguales podría haberlo convencido. Pero conocía a la mujer que había rescatado.
Cuando había caído al agua, su fachada se había destrozado. Ahora se esforzaba
desesperadamente por reconstruirla. ¿Por qué?
Por la misma razón por la que él había edificado una barrera alrededor de sí
mismo: mantener oculto algo feo de su pasado, algo que quería que nadie supiese
nunca. Pero finalmente lo había compartido con ella, se había abierto a ella. A su
confianza.
Pero la había traicionado. No confiaría en él ahora. Pero sin embargo sabía que
había algo tan horrible y oscuro...
Algo que provocaba sus pesadillas...
Algo que la aterraba y contra lo que debía luchar…
Algo que Grace había percibido que temía en las noches que pasaban en
Stillmeadow...
No algo. Alguien.
–Tu tío no te forzó la noche que caíste al río– dijo.
Ella alzó la barbilla.
–¿No te acabo de decir precisamente eso?
–Él te violó cuando eras una niña.
Capítulo 23
Phee quería permanecer de pie, alta, erguida, segura. Quería negar todo, pero
no pudo. No con él, no con la simpatía y comprensión que veía en sus ojos oscuros.
No con la certeza implícita en ellos. La conocía demasiado bien. Con la guardia baja,
le había permitido entrar en su mundo, cuando no había tenido recuerdos que
reforzaran las murallas de protección.
Se encontró hundiéndose en el sofá, con las piernas demasiado débiles para
sostenerla. Nunca debería haber llegado allí, nunca debería haber aceptado reunirse
con él. Debería haber sabido que no se detendría hasta descubrir la verdad oculta.
Hasta sacar a la luz su vergüenza y más profunda mortificación.
Lo que Drake le había hecho palidecía en comparación.
Pero su actitud lastimaba mucho más su corazón porque se había enamorado de
él. Había conocido su amor. Una experiencia que nunca había pensado tener, porque
se consideraba indigna de disfrutarla. Algo en ella estaba mal. Su tío se lo había dicho
con bastante frecuencia.
Cada vez que se le había acercado.
Drake se arrodilló a su lado. Ella no podía mirarlo. Se negó a hacerlo.
–¿No puedes por favor olvidarte de esto?
–¿Cuántos años tenías?
Debería haber esperado que hiciera caso omiso a su pedido. Debería ignorar la
pregunta, pero era como un perro rapaz royendo huesos. No iba a dejarla hasta que
llegara la respuesta por la que había venido. Había llevado el peso de la verdad por
tanto tiempo. Tal vez si la compartía con él, disminuiría la carga.
–Doce cuando llegó por primera vez a mi cama en la oscuridad de la noche.
Cuando lo toqué.
Pensó que podría vomitar. Su mandíbula se estremeció. La bilis se levantó.
–Me hizo tocarlo.
Atreviéndose a levantar la mirada hacia él, no pudo dejar de percibir la repulsión
en las profundidades de obsidiana.
–¿No se lo dijiste a tu padre?
Ella lanzó un suspiro tembloroso.
–No. Yo estaba demasiado avergonzada. Y Wigmore me dijo que yo era mala,
que era mi culpa que estuviera haciéndome esas cosas. Me dijo que si decía algo, mi
padre me enviaría a un lugar donde encerraban a las chicas malvadas. Que estaría
sola en la oscuridad. Olvidada como alimento para las ratas.
–¿Qué hay de tu tía? ¿Por qué no te acercaste a ella?
–Ella me habría odiado si hubiera sabido lo malvada que era. No podía decírselo.
–¿No crees que lo sabía?
–Tenían alcobas separadas. Siempre venía tarde en la noche, después de que los
sirvientes estaban en la cama. El reloj golpeaba dos veces y la puerta se abría. Incluso
en casa cogí el hábito de no acostarme nunca hasta que el reloj diera las dos. Las dos
campanadas seguidas por el silencio siempre me despertaban.
De repente, se frotó con energía los brazos. Que esto sea suficiente, rezó, que
ponga fin a su inquisición.
–¿Qué edad tenías cuando empeoró la situación?– Preguntó.
Los ojos le escocían, pero no le daría libertad a sus lágrimas. Si comenzaba a
llorar, sería incapaz de detenerse, y ya no iba a humillarse más. Tragó saliva.
–Yo tenía diecisiete años antes... antes de que se saliera con la suya. Si no
hubiera perdido la memoria... lo que pasó entre tú y yo nunca habría sucedido.
Nunca te habría inducido a tener contacto con alguien tan contaminado, tan impuro
como yo.
Envolvió sus hombros con los brazos. Quería desprenderse de su piel, olvidar de
nuevo la sensación de los dedos regordetes de Wigmore explorándola, mientras su
respiración caliente y húmeda, jadeaba lastimosamente cerca de su oído.
–¿Crees que lo que hizo es por tu culpa? ¿Qué es un reflejo de lo que eres?–
preguntó en voz baja.
–¿Cómo podría no serlo?
Extendió la mano, deteniéndola apenas a unos milímetros de su mejilla, antes de
darse un puñetazo en el muslo. Ella no sabía si estaba honrando su petición de que
no la tocara o si se sentía asqueado ante la idea de hacerlo, pensando cuán íntima y
completamente había estado con otro hombre. Se suponía que las damas de la
Nobleza no debían ser tocadas por nadie más que por sus maridos. Pero algo en ella
atraía a los depravados, los pervertidos.
–Su conducta fue repugnante– dijo Drake con convicción. –Tú no tienes la culpa
de sus malas obras. Pero sabiendo lo que es capaz de hacer, ¿por qué te fuiste con
él?
–Porque soy estúpida. Porque creía que había terminado conmigo. Debido a que
la tía está realmente enferma. Pero en el carro, me dijo lo mucho que me había
echado de menos. Lo contento que estaba que pudiéramos estar juntos de nuevo, y
entendí que no había terminado conmigo. Por mucho que quiera a mi tía, no podía
obligarme a soportar su contacto de nuevo. Así que corrí.
Tomando una respiración profunda, recuperó el control, enderezó la espalda, y
le clavó la mirada.
–¿Te sientes feliz ahora?
–Estoy lejos de sentirme feliz, pero lo estaré después que mate a Wigmore.
Se puso de pie y se fue a grandes zancadas hacia la puerta antes de que sus
palabras impactaran en su mente. Se precipitó tras él, casi tropezando con el
dobladillo del vestido en su prisa.
–No.
Lo agarró del brazo y de alguna manera encontró la fuerza para hacerlo girar. Era
mucho más grande que ella, más alto, más musculoso. Podía sentir la furia bullendo
a través de él.
–No puedes matarlo.
–No estoy de acuerdo.– Levantó sus enormes manos. –Con ellas apretaré su
garganta, con bastante facilidad.
–No puedes hacer eso.
–Estabas en lo cierto, Phee. No estoy lo suficientemente civilizado para la
aristocracia. Conoces mi pasado. Sabes que la sangre de un asesino corre por mis
venas. Yo soy el hijo de mi padre. Tengo su violencia contenida, y hay momentos en
los que quiero hacerla estallar.
–Pero no lo hiciste antes. Y no puedes hacerlo ahora. Te van a colgar.
–No es una pérdida tan grande si tenemos en cuenta la forma en que te lastimé.
Sin embargo, voy a morir con un poco más de dignidad que mi padre.
–Tú no vas a morir. No lo permitiré. ¿No entiendes lo que he estado tratando de
hacerte entender con mi explicación? No lo merezco, soy indigna.
La tomó entre sus brazos, y ella no se apartó.
–Tú lo mereces todo.
–¿Y si Wigmore no quiere cooperar?– Preguntó Phee.
–No voy a darle oportunidad de hacerlo.
***
***
***
No era el momento adecuado para una visita, pero eso sólo era respetable para
la aristocracia, aunque ella estaba vestida como si lo fuera. Esperó en el porche de la
casa a la espera de que contestaran su llamado. Su mirada estaba fija en la residencia
de al lado. Se preguntó si Drake estaría dormido, si es que estaba ahí. Tal vez había
ido al club. Lo mejor era poner fin a su asociación rápidamente. Sin más disculpas,
preguntas o remordimientos.
La puerta finalmente se abrió.
–¿Puedo ayudarle?– Preguntó Marla.
Phee sabía que la ropa podía hacer que una persona se viera muy diferente, y
pasar desapercibido. Aún así, pensaba que sería identificable.
–Marla.
Los ojos de Marla se abrieron, y su mandíbula casi cayó al suelo.
–¿Phee? No te había reconocido.
Porque no había mirado de cerca. Debido a que había visto un vestido fino,
sombrero y guantes. Cabello rubio, sin un pelo fuera de lugar. El cabello de lady
Ofelia Lyttleton no caía sobre su rostro, ni tenía que ser soplado hacia atrás con un
extraño fruncimiento de labios.
–¿Recordaste quién eres?– Preguntó Marla.
–Sí. Lady Ofelia Lyttleton.
–De la nobleza. Lo sabía. Eras demasiado educada para ser una criada.
–Marla, quería darte las gracias.
–Yo no hice nada.
–Me enseñaste a manejar la residencia del señor Darling. Me enseñaste cómo
comprar espárragos frescos. Te convertiste en mi amiga.
–No debes darle gracias a alguien por ser tu amiga. A cambio también ofreciste
tú amistad. Sé que eso no es posible ahora…
–Tenía la esperanza de que sí fuera posible. Sé que la señora Turner es de edad
avanzada y no quiero molestar tu rutina ni las de su casa, pero cuando necesites
trabajo, espero que me llames. Siempre habrá un lugar para ti dentro de mi casa.
Y le extendió su tarjeta.
Marla la tomó con reverencia.
–No sé qué decir.
–Si alguna vez necesitas algo, cualquier cosa ve a verme.
Entonces, a pesar de sus mejores intenciones, dirigió su mirada a la otra
residencia.
–Él no está ahí– dijo Marla. –No ha estado desde hace un par de días. Pero si
quieres echar una mirada, por los viejos tiempos...
Metió la mano en el bolsillo del delantal y sacó una llave.
–¿Él te dio una llave?
Marla asintió.
–Me pidió que la vigilara. No estoy segura del por qué, a menos que fuera a
causa de ti.
Phee miró de nuevo a la residencia. Había quedado terriblemente mal desde la
mañana que se había ido. ¿Pensaba que volvería por sus cosas? ¿Qué cosas? fue su
siguiente pensamiento. ¿La ropa usada de otra criada, los libros que pertenecían a su
biblioteca, un juego de cepillos de plata? ¿Por qué iba a querer cualquiera de esos
elementos? No eran realmente de ella, simplemente eran el complemento de su
farsa.
Sin embargo, se sintió atraída hacia la casa. Quería verla de nuevo: los pisos que
había fregado, los muebles que había despolvado, las barandillas que había pulido.
Cogió la llave de los dedos de Marla.
–No voy a tardar más que un minuto.
Marla le dio saber sonrisa.
–Tómate tu tiempo. No voy a ir a ninguna parte.
Había descendido dos pasos antes de que Marla gritara:
–Por cierto, es de la puerta de atrás.
Echando un vistazo por encima del hombro, Phee sonrió.
–Gracias.
Corrió por el estrecho sendero entre las casas hasta que llegó a las caballerizas y
la puerta trasera. Al abrirla, se decepcionó por no ver a Daisy allí. A pesar de que
sabía que la bestia estaba siendo atendida en un muy buen establo, no le parecía
bien que no estuviera esperándola.
Entonces su corazón se disparó al ver a Rosco en el porche. El gran perro levantó
la cabeza, se puso de pie y avanzó pesadamente hacia ella en una marcha irregular,
con la lengua fuera. Cuando llegó a su lado, la rodeó tres veces antes de saltar sobre
sus patas traseras, colocando sus patas delanteras sobre el pecho de Phee, ladrando
con entusiasmo.
Phee rió mientras pasaba sus manos sobre el perro.
–¡Mírate! Aún estás aquí, y has engordado. ¿No eras un perro muerto de
hambre con poca carne sobre tus huesos? Me atrevo a decir que si no te conociera
mejor, pensaría que alguien ha estado cepillándote el pelo también.
Él volvió a ladrar antes de caer sobre las cuatro patas y trotar a su lado mientras
caminaba hacia la terraza. No podía abstenerse de visitar la casa y acariciar a Rosco
de vez en cuando. Se preguntó cómo se sentiría Somerdale sobre tener un perro en
su residencia, si Drake llegaba a abandonarlo.
Dejando a Rosco durmiendo la siesta en la terraza, entró en la casa, esperando
encontrar a medio camino a Pansy descansando sobre la mesa de madera en la que
había compartido sus comidas con Drake, pero lo único que encontró fue una cocina
muy ordenada. Supuso que comería en el club ahora. No le sorprendía que no se
hubiera quedado con el gato. Se preguntó si podría encontrarlo deambulando por el
barrio. Probablemente no.
Vagó por los pasillos familiares. Nada había cambiado excepto que ahora había
una aspersión ligera de polvo asentada por todas partes excepto en su escritorio.
¿Trabajaría allí de vez en cuando? ¿Pensaría en ella cuando lo hiciera?
En la entrada estaba la horrible mesa que había comprado. Encima se ubicaba el
jarrón que había derribado su última mañana allí, reconstruido de nuevo, con la
evidencia de su rotura claramente visible. Pasó el dedo a lo largo de una de las líneas
irregulares. Era extraño cómo la imperfección no le restaba belleza. Tampoco la
ausencia de flores. Estaba medio tentada a tomar algunas rosas del jardín de la
señora Turner para iluminar la entrada. Tal vez entonces Drake sabría que había
estado allí. ¿De dónde había salido ese pensamiento? ¿Qué le importaba si se daba
cuenta de que había ido a su casa? No quería nada más de su visita que un simple
viaje a través de la nostalgia. ¿Y por qué en nombre de Dios sentía nostalgia por ese
lugar?
No es que alguna vez hubiera sido verdaderamente suya.
Mirando la sala, se quedó helada.
–Oh, Dios mío– susurró, presionando los dedos sobre sus labios.
Asombrada, entró en la habitación.
La pared del fondo estaba pintada de negro y oro, exactamente como había
bosquejado. Cortinas negras en las ventanas. Y los muebles tapizados de terciopelo
negro sobre la madera de caoba. La forma de cada pieza, sofá, sillas, mesas,
exactamente como había descrito que debían disponerse en la sala, precisamente
como lo había plasmado en el papel. Tan elegante como se había imaginado que
quedaría.
Acurrucada en la esquina del sofá ubicado cerca de la chimenea estaba Pansy,
observándola, con parpadeos lentos. Phee preguntó:
–¿Ningún saludo entusiasta de tu parte?
Mientras se sentaba en el sofá y pasaba los dedos por el suave pelaje, Pansy
comenzó a ronronear desde el fondo de su garganta.
–Así está mejor.
Sintió una presión contra la falda al mismo tiempo que escuchó un maullido, y
miró hacia abajo para ver un pequeño gatito blanco jugando entre sus tobillos.
Riendo, lo levantó.
–¿Y quién eres tú? Drake Darling fue más que insistente en que su casa no debía
transformarse en un zoológico, así que ¿cómo llegaste aquí?
Lo acarició detrás de las orejas, y ronroneó.
–¿Te gusta eso, ¿verdad? Lo siento, no puedo quedarme más tiempo.
Depositó el gatito sobre el sillón, se levantó y salió de la habitación. Había un
lugar más que necesitaba ver.
Subió las escaleras lentamente, un paso a la vez. Su corazón se aceleró y se
obligó a recuperar la calma, con respiraciones profundas y largas, un truco que había
aprendido para que nadie pudiera descubrir cuando estaba ansiosa o nerviosa. Esa
era la razón por la que Somerdale no se había dado cuenta que temía salir con
Wigmore esa noche, la razón por la que él y su padre nunca habían sabido lo mucho
que le disgustaba ir a Stillmeadow. Wigmore la había convencido de que su maldad
debía esconderse a todo el mundo. Se había vuelto muy hábil para crear una fachada
que ocultaba la fealdad que experimentaba en la vida.
Era su vergüenza, la humillación que debía soportar. Había llegado a creer de
alguna manera que tenía la culpa, que había atraído la atención de Wigmore sobre sí
misma. Era indigna, impura, se lo merecía.
Se sacudió esos pensamientos. Nadie merecía lo que había sufrido. Ahora lo
entendía. Gracias a Drake. Era extraño que a pesar de todo el daño que le había
causado, también la hubiera ayudado.
Entrar al dormitorio fue como entrar en un capullo de seguridad. La habitación
estaba ordenada, sin ropa esparcida por el suelo. Olía a él: oscuro, masculino, fuerte,
poderoso. Se acercó a la cama. Las cubiertas no estaban arrugadas. No vio ninguna
evidencia de que hubiera dormido allí. Ni de que alguna vez había estado acurrucado
en la cama, contra su costado.
¿Habría dormido allí si le hubiera dicho quién era ella? Si le hubiera dicho: “Eres
lady Ofelia Lyttleton” ¿Habría recordado algo? ¿Habría hecho una diferencia? O
¿habría pensado que todo era simplemente absurdo?
Al oír el crujido de una tabla del suelo, volvió la cabeza para ver a Drake de pie
en la puerta, vestido a la perfección, chaleco abotonado, chaqueta ajustada sobre
sus anchos hombros. Pelo oscuro y rizado, ojos penetrantes.
–Marla me dijo que no estabas aquí–dijo rotundamente, tratando de que no se
diera cuenta que su corazón retumbaba.
–No estaba. Pero necesitaba buscar algunas monedas para Jimmy. Hoy en día es
quien se encarga de Rosco. Y yo sólo…– Negó con la cabeza. –La casa se sentía
diferente, olía diferente cuando entré. Yo sabía que estabas aquí.
Parecía estar midiendo sus palabras como si pensara que si decía algo incorrecto
podría huir. Cuando en verdad era poca la distancia que los separaba. Pero el sólo
pensamiento de tenerlo más cerca la aterrorizaba. Quería recorrer sus hombros, su
pecho, y su cabello con las manos.
–Has adquirido otro gato, según he visto.
–Su nombre es Orquídea.
No pudo evitar sonreír al darse cuenta de que mantenía su tradición de ponerles
nombres de flores.
–Es mi fragancia favorita.
–Lo sé.
La solemnidad de sus palabras le desgarró el corazón. Por supuesto que lo sabía.
Él sabía todo sobre ella, hasta sus secretos más oscuros. Pero se suponía que era
justo, ya que ella conocía los suyos.
–¿Cómo está tu tía?– Preguntó.
–Recuperándose bastante bien, teniendo en cuenta que Wigmore había estado
envenenándola.
–Bastardo. Él quería tenerte de vuelta.
El corazón le dio un vuelco.
–No creo que tenga nada que ver conmigo.
–Dijiste que estabas cerca de ella y que no habías vuelto desde la muerte de tu
padre.
Ella cerró los ojos, sintiendo su estómago revuelto. Drake tenía razón. Lo único
que haría que volviera a su casa era la mala salud de su tía. Wigmore lo había sabido.
Luego de cubrir sus pecados, habría seguido envenenándola hasta que muriera para
que no pudiera contradecir su historia de que Phee había estado en Stillmeadow y
luego se había fugado.
Abrió los ojos.
–Me alegro de que esté muerto. Realmente nunca podemos saber todo sobre
una persona, ¿verdad?
–No, no todo.
Pero uno puede saber lo suficiente, pensó, lo suficiente como para enamorarse.
Todas esas emociones que sentía hacia Drake seguían latentes. Ella no sabía qué
hacer con ellas, así que no les hizo caso y volvió la conversación a algo que le había
agradado.
–No pude dejar de notar que tomaste mi consejo respecto a la sala del frente.
Dio un paso hacia ella.
–¿Qué haces aquí, Phee?
Así que no iba a centrarse en las bromas casuales. Debería haberlo sabido.
Siempre hacía preguntas cuyas respuestas eran necesarias. Negó con la cabeza
ligeramente.
–No lo sé.
Su mirada se precipitó hacia el centro de la cama, donde había sido más feliz.
–Sigo pensando en la noche que estuvimos juntos.
–Si hubiera sabido de tu pasado, habría ido con más suavidad.
Ella lo miró. Estaban a sólo pulgadas de distancia ahora.
–¿De verdad?
–Sí.
Levantó la mano muy lentamente, como si le diera la oportunidad de alejarse,
fuera de su alcance, hasta acunar su mejilla.
–Pero no te he dicho quién eras. Debería haberte contado todo.
–No lo sabías todo. Y si hubieras sabido todo, lo que ocurrió entre nosotros
nunca habría sucedido. He estado pensando en eso. Bastante, en realidad. Perder la
memoria por un corto tiempo fue una bendición.
Puso su mano enguantada en su mandíbula.
–De lo contrario nunca habría sabido lo que realmente debe pasar entre un
hombre y una mujer. Nunca hubiera sentido…
Tomando su mano, comenzó a soltar los botones de su guante. El corazón le dio
un vuelco.
–¿Que estás haciendo?
–Si vas a honrarme con una caricia, no quiero que tengas los guantes puestos.
–Yo no voy a acariciarte, no…
Quitó el guante, lo arrojó a un lado, y volvió la palma a su mandíbula.
–Mucho mejor– dijo, alzando los ojos a los de ella.
El deseo ardiente en su mirada la estremeció, de la cabeza a los pies, haciendo
que se erizara. Y tenía razón. Era mucho mejor tocar piel contra piel.
–¿Cómo puedes quererme, sabiendo lo que sabes de mí?– Preguntó.
–La fealdad estaba en él, no en ti– dijo Drake. –Tú eres valiente y genuina.
Incluso de niña, pudiste mantenerte en pie cuando muchos se habrían desmoronado.
Lo que pasó entre nosotros en mi cama no tuvo nada que ver con él.
Las lágrimas le escocían los ojos.
–Trato de convencerme de eso, pero es tan difícil. Ojalá nunca lo hubiera visto
de nuevo. No puedo sacarte de mi mente. Creo que vine aquí porque quería que tus
recuerdos fueran más fuertes. Los necesito para alejar los de él.
Tomando la otra mano, inclinó la cabeza y suavemente comenzó a quitar su
guante restante.
–Drake…
–Yo puedo hacer que lo olvides.– Levantó la mirada hacia ella. –Permíteme hacer
eso por ti.
Ella negó con la cabeza ligeramente.
–No sé si puedo, no ahora que mis recuerdos han regresado, no ahora que sé
todo lo que he hecho.
–Todo lo que él hizo. Tú no hiciste nada. Sé que no tengo derecho a pedirte esto,
teniendo en cuenta de cómo llegamos a estar aquí. Pero confía en mí.
–Me temo que…
Deslizó el pulgar por la mejilla.
–Será como caminar en el parque esa noche. Pensaste que había algo que
temer, pero saliste del coche de todos modos, y no pasó nada que te causara daño.
Nada te puede hacer daño de nuevo, Phee. Él no tiene ningún poder sobre ti, con o
sin tu memoria. Deja que te lo enseñe.
Se dio cuenta que no había ido para ver los pisos que había fregado o la madera
que había pulido. Había ido para estar más cerca de él, para dejar que sus recuerdos
usurparan los que tenía de Wigmore y que amenazaban afianzarse. Pero Drake en
persona, allí con ella ahora, era mucho mejor, mucho más fuerte que cualquier
recuerdo. Lo que él estaba ofreciéndole... no sabía si tenía el coraje para aceptarlo.
–¿Qué pasa si no puedo... y si…
Acarició el labio inferior con el pulgar.
–Puedes decir que no, en cualquier momento y voy a detenerme.– Liberó el
botón del cuello. –Cada vez que te sientas incómoda. Ya sea cuando desabroche un
botón, o desate una cinta, sólo tienes que decir no y me detendré. Estoy aquí para
obedecerte.
Otro botón suelto. Y otro. Y otro. No dijo que no ni que se detuviera.
Simplemente observó cómo sus dedos ágiles hacían el trabajo. Sus nervios se
estremecieron. Temía que pudiera desmayarse. Respira, se ordenó a sí misma,
respira.
De rodillas, le dio unas palmaditas en el muslo. Colocando la mano sobre su
cabeza para no perder el equilibrio, disfrutando de la sensación de su cabello
encrespado alrededor de sus dedos, puso un pie sobre su pierna. Más botones
liberados antes de que le quitara el zapato. Sus manos se deslizaron bajo la falda y
pasaron sobre el tobillo, la pantorrilla, la rodilla y el muslo hasta que se encontraron
con más cintas que aflojar. Entonces hizo rodar su media hacia abajo con tanta
lentitud que pensó que podría volverse loca.
Sin prisa, sin dedos torpes hizo lo mismo con la otra pierna. Cada acción era
segura, deliberada. Cada una la hacía sentir preciosa, apreciada. Cada una le hacía
anticipar la siguiente.
En un movimiento suave, se puso de pie, tomó su mano y la llevó a un lado de la
cama. Continuando con su tarea, le quitó el vestido, las enaguas, la ropa interior. A
medida que más piel quedaba revelada su mano desnuda le provocaba escalofríos de
placer. Sus caricias eran como las recordaba: embriagantes. Con cada una de ellas, su
cuerpo anhelaba otra.
Cuando se puso de pie ante él completamente desnuda, pensó que debería
sentir un poco de vergüenza o incomodidad, pero ¿cómo iba a sentir vergüenza
cuando la apreciación que iluminaba sus ojos oscuros la calentaba con mucha más
eficacia que cualquier fuego ardiente?
Los broches que sujetaban su pelo cayeron a continuación. Clink, clink, clink.
Tocaron el suelo, liberando la mata de cabello en una gloriosa cascada sobre los
hombros y la espalda.
Tomándola en brazos, la depositó en la cama, antes de retroceder. Rodó
ligeramente hacia un lado, mientras observaba como se quitaba las botas, sin que su
mirada la abandonara en ningún momento. Cuando se quitó la ropa, sus
movimientos fueron lentos, provocativos, y casi se encontró rogándole que se diera
prisa. Le encantaba verlo desnudo, la forma en que sus músculos se contraían. No
era un pavo real pavoneándose. Más bien, era una especie de gato salvaje,
moviéndose ágilmente hacia ella. Todavía tenía que quitarse los pantalones, lo que
por alguna razón lo hacía parecer aún más peligroso, no de una manera aterradora,
más bien excitándola, haciéndole pensar que su corazón podría estallar en pedazos.
La cama se hundió mientras colocaba una rodilla sobre la misma, cuando se
tendió a su lado. Enterró la cara en la curva de su hombro.
–Estoy tan contento de que estés aquí– dijo con voz áspera. –Te vas a sentir
igual cuando haya terminado.
Ella ya estaba feliz. Necesitaba eso, lo necesitaba. Aunque no podía decir que lo
había perdonado por completo, no podía negar que se sentía atraída por él como
nunca había sido atraída por otro hombre, ya que no lo había creído posible.
Él mordisqueó su oreja y su cuerpo se arqueó contra él. Pasó la boca a lo largo
de su cuello, mordisqueando su hombro. Ella metió sus dedos entre su cabello. Éste
era un recuerdo que atesorar, uno que iba a llevarse y recordar es las solitarias
noches de invierno, en compañía de perros, gatos y conejos. Esas sensaciones, el
pulso retumbando en su garganta, las vibraciones en el pecho, nunca podría
olvidarlas.
Cada caricia, cada beso, cada lamida de su lengua sería inolvidable. Ubicándose
entre sus muslos, presionó los labios en el hueco entre sus pechos. Envolviendo sus
piernas alrededor de su cintura, lo abrazó disfrutando de la intimidad.
–Eres tan hermosa– dijo.
Nunca se había sentido hermosa, no realmente. No hasta que hubo perdido la
memoria. Cuando la recuperó, la fealdad de su vida había subido a la superficie. Pero
ahora, entre sus brazos se sentía…
–Me haces sentir hermosa.
–Nunca lo dudes– le susurró mientras giraba la cabeza hacia un lado y cerraba la
boca alrededor de su pezón, acariciándolo con la lengua originando un glorioso
estallido de placer en el vértice de sus muslos. Ella levantó las caderas para
encontrarse con la suya, en busca de algún tipo de sosiego.
Él se rió entre dientes, y el sonido impío fue un afrodisíaco. Pasó los dedos sobre
su espalda, sobre el dragón, e imaginó que podía sentir sus músculos dentro de él. Él
siguió bajando, besando su estómago, lamiendo el hueco de su cadera, soplando
suavemente sobre sus rizos.
–Drake.
Su nombre era una bendición, una súplica, una pregunta.
Sus ojos encontraron los suyos, con audacia, de manera irrevocable, sin ninguna
duda.
–Cada aspecto de ti es hermoso– dijo, antes de sumergir otra vez la cabeza.
La primera caricia de su lengua casi la hizo saltar de la cama. Clavó los dedos en
sus hombros, y apretó la cabeza contra las almohadas mientras él mordisqueaba,
lamía y chupaba. Insistente, determinado. El placer escaló hasta que sólo existió la
sensación cruda de su presencia. Sin recuerdos, de ningún otro hombre, ni su
fealdad.
Sólo la belleza. Sólo su adulación. Sólo alegría. Sólo deseo.
Sin vergüenza. Sólo aceptación.
Se abrazó con fuerza, consumida por la pasión hasta que su espalda se arqueó,
su cuerpo tembló, y su voz gritó su nombre maravillada. Estaba perdida en la
felicidad que sentía, él era su única ancla. Ella se había elevado a un nuevo nivel de
conciencia, había experimentado un esplendor increíble.
Un recuerdo que hacía que todos los demás pasaran vergüenza, pero todavía no
era suficiente.
Besó la parte interior de su muslo, y luego se relajó con una tranquila
satisfacción en sus ojos, hasta que levantó los ojos y se encontró con una orden
implícita en su mirada.
Ella sacudió la cabeza inquisitivamente.
–Phee…
–Prometiste obedecer mis órdenes, así que tómame.
Maldijo con dureza, y gruñó. Su boca descendió sobre la de ella, hambrienta, sin
finura ni mansedumbre. Ella disfrutó su afán, disfrutó de la idea de poder conducirlo
a tal locura. No había vergüenza, sólo deseo honesto. Ahora lo entendía por
completo.
Casi se rió por la premura con que se quitó los pantalones. Se levantó sobre ella,
le sostuvo la mirada, y arremetió veloz y profundamente cuando ella levantó las
caderas para darle la bienvenida. Luego se quedó inmóvil, con los ojos cerrados.
–Me encanta la forma en que me haces sentir– dijo.
Poco a poco abrió los ojos. Pasó las manos sobre cada plano que podía alcanzar.
–Me encanta la forma en que te siento cuando estás dentro mío.
Palabras que nunca había pensado decir, palabras que hicieron que todo su
cuerpo se calentara, pero no quiso retractarse. Le encantaba el peso de él, la
plenitud de su miembro enclavado dentro de ella.
Sosteniendo su mirada, comenzó a mecerse, lento pero con largas y profundas
pasadas. Se preguntó si todo sería tan maravilloso para él como lo era para ella, y se
sintió agradecida de poder compartir esa experiencia, abiertamente, sin
remordimientos, ni recuerdos lejanos que se entrometieran.
Eran sólo ellos dos, allí en esa cama, tocando, besando, suspirando, gimiendo,
meciéndose uno contra otro. Acumulando placer hasta que llegaron a la cumbre
juntos. Hasta que ambos cayeron del precipicio. Hasta que estallaron en mil
fragmentos.
Drake pensó que podría haber muerto. Por un breve segundo, al menos, cuando
el placer lo había arrasado con una fuerza increíble que nunca antes había
experimentado. Había planeado darle placer, pero supuso que había una especie de
dar incluso cuando se tomaba a cambio.
Letárgico, no muy seguro de que alguna vez sería capaz de moverse de nuevo,
descansó a su lado, con la mano abierta sobre su cadera. No se engañaba creyendo
que algo había cambiado entre ellos, que iba a tener algo más que eso. Cuando
habían hecho el amor antes, no sabía quién era.
Ahora lo sabía. Ella no estaba allí porque lo amaba. Estaba allí porque necesitaba
olvidar el pasado con su tío, y tal vez su pasado con Drake. Ahora estaba mirando
directamente su pecho.
–Es algo así como un alivio– dijo en voz baja –me siento libre de él. No esperaba
saber lo que era estar de buen grado con un hombre. Yo no estaba segura de que
sería capaz de estar tan cerca de un hombre.
Riendo ligeramente, finalmente levantó la mirada hacia él.
–Parece que he podido superar mis dudas.
–¿Esto cambia tu postura sobre el matrimonio?
–Supongo que no me opongo categóricamente, pero tendría que ser un
matrimonio por amor, basado en la confianza.– Lo miró por un momento. –¿Por qué
me dijiste que era tu criada?
Cerrando los ojos, suspiró.
–¿Porque siempre te llamaba muchacho y te pedía que me trajeras las cosas que
se me antojaban? ¿Porque nunca perdí la oportunidad de rebajarte cada vez que
nuestros caminos se cruzaban?
Abrió los ojos.
–Eras un poco mezquina.
–Te pido disculpas por la forma en que te traté antes.
Nunca había esperado una disculpa de ella, especialmente cuando era él el que
le debía una.
–Yo también lo siento. Debería haberte llevado de inmediato a tu casa.
–Sí. Pero si lo hubieras hecho, nunca habría experimentado esto.
Pasó la mano sobre la cama.
–No estoy exactamente arrepentida, pero me hubiera gustado que las
circunstancias hubieran sido diferentes. Y aprecio mucho tus esfuerzos de hoy.
Tomó todo su autodominio, no maldecir. Estaba levantando las paredes de
nuevo. No es que pudiera culparla. Era Lady Ofelia Lyttleton y él era el dueño de un
club de caballeros.
–Quizás en el futuro podamos ser amigos– dijo saliendo de la cama.
No podía estar enojado porque ella lo había usado. Él se había ofrecido. Se
levantó de la cama, cogió sus pantalones y se los puso. Entonces la ayudó con su
ropa.
–Esto no es tan divertido como quitártelos– dijo.
Ella se rió, el sonido dulce que amaba.
–Nunca pensé que estaría cómoda con todo esto. Te doy las gracias por ello.
–Por el amor de Dios, deja de darme las gracias.
Asintiendo con la cabeza, sacó los guantes.
–¿Cómo van las cosas en el club?
–Yo voy a cerrarlo durante un par de semanas para remodelarlo. Por cierto, me
decidí a tomar tu consejo. Voy a abrirlo a las mujeres.
Sus ojos verdes se abrieron hasta que pudo ahogarse en ellos. Ella sonrió
brillantemente.
–Maravilloso. Voy a tener que obtener una membresía.
–Siempre tendrás una membresía allí, con mis respetos.
–Bueno, entonces, sin duda iré a visitarte.
–Te esperaré con ansias.
Pero odiaba la creciente formalidad entre ellos.
–Quise decir lo que dije esa noche en casa de Lovingdon. Me enamoré de ti.
–No, dijiste que te enamoraste de la mujer que vivía en tu casa. Los dos sabemos
que no era yo.
–Creo que te equivocas allí.
–Yo no lo creo.
Pasando junto a él, se dirigió a la puerta.
–¿Phee?
Se detuvo, se dio la vuelta y miró por encima de él, con una ceja finamente
arqueada.
–¿Sí?
–También quise decir lo que dije si te enterabas que estabas embarazada. O si
necesitas cualquier cosa, estoy aquí para ti.
–Voy a tener eso en mente. Adiós, Drake.
Entonces, una vez más, salió de su vida. Y él, por ser el tonto que era, la dejó ir.
***
Phee miró por la ventanilla del coche, luchando por no llorar porque Drake no
había intentado detenerla. Parecía que en los últimos tiempos pasaba una buena
parte de su tiempo mirando por las ventanas aguantando las lágrimas.
La pérdida de la memoria había sido una bendición, le había permitido
experimentar algo bastante notable, aunque el engaño había formado parte. Si fuera
honesta consigo misma, incluso podría admitir que se lo merecía, un poquito.
Maldita sea. Se lo merecía. Cada instante. El trato hacia Drake había sido
desagradable. Si su situación se hubiera revertido, si él hubiera perdido la memoria,
ella habría hecho lo mismo. Sólo que lo hubiera hecho palear estiércol como
cualquier mozo de cuadra.
Sonrió. Siempre la había pinchado su temperamento, su lengua afilada. Deseó
ser la mujer que vivía en su residencia, pero uno no podía cambiar la realidad.
Aunque pensándolo bien, tal vez sí podía.
Capítulo 25
–Maldita sea, no puedo creer la cantidad de personas que están formando fila a
la espera de que se abran las puertas– dijo Andrew, mirando por la ventana de la
oficina de Drake en los Dragones Gemelos.
La inauguración de esa noche era la comidilla de Londres, no sólo entre la
aristocracia sino entre los ricos que no presentaban títulos. La entrada en los
Dragones Gemelos era sólo por invitación, entregadas en mano a la élite, y a los que
podían pagar la membresía. La aristocracia. Los nuevos ricos. Los estadounidenses. Y
las damas. Damas a las que se les permitía ingresar en lo que había sido un santuario
de hombres. Y eso estaba causando bastante revuelo.
Recostado en la silla detrás de su escritorio, Drake no se atrevía a discurrir por la
multitud expectante, porque sabía que si lo hacía, iba a buscarla, y no quería
experimentar la decepción de que no hubiera ido.
Habían pasado seis semanas desde que Wigmore había sido enterrado. Grace le
había informado que Phee asistía nuevamente a bailes y cenas, conciertos y teatros.
Estaba siendo cortejada. Esperaba que en cualquier momento se pudiera leer sobre
sus esponsales en el Times.
De ella había recibido sólo una misiva, una que decía simplemente: “Ningún
niño”.
Tendría que haberse sentido aliviado. En su lugar, había sentido que la última
oportunidad de recuperar su vida se desvanecía. No es que las circunstancias
hubieran sido ideales. Pero podría haber sido una oportunidad para que pudieran
empezar de nuevo. Para que pudieran tener…
–No puedo creer lo diferente que se ve este lugar– dijo Rexton.
Los hermanos de Drake habían llegado temprano, con la intención de compartir
la reapertura de los Dragones Gemelos. No demostraban ningún resentimiento,
ningún rencor de que la duquesa le hubiera entregado su parte como herencia. Se
sentía tocado por su lealtad, y su buena voluntad hacia él. Lo abrazaron por su buena
fortuna, como si fuera su propio hermano.
–Quería que las damas se sientan bienvenidas aquí– dijo Drake. –Estaba
demasiado oscuro antes.
Él había hecho gran parte del trabajo, martillando, pintando, empapelando,
reorganizando. Cuanto más dura la tarea, más probable era que se ocupara
personalmente. Cualquier cosa para hacer gritar de dolor a sus músculos, todo lo que
diera como resultado el agotamiento era bienvenido, de modo que cuando
finalmente se iba a la cama podía dormir sin sueños, sin pensar en Phee.
No es que su plan tuviera mucho éxito en lo que a ella se refería. Ella siempre se
cernía en el borde de su conciencia y poco podía hacer para erradicarla de su mente.
No ayudaba que a medida que supervisaba la llegada de los nuevos muebles y su
colocación, él hiciera caso de los bosquejos que le había dejado. Una residencia que
ahora se veía demasiado vacía, con el único sonido de sus pasos huecos. Podía olerla
en su almohada, sábanas, y su deseo por ella sólo se aguzaba.
–No estoy seguro de cómo me siento acerca de jugar contra una mujer, y tomar
su dinero. No es muy caballeroso– dijo Rexton.
–Nunca te ha molestado tomar el dinero de Grace.
–Él nunca pudo vencer a Grace– dijo Andrew. –Yo, sin embargo, podría hacerlo.
–Porque haces trampa– replicó Rexton.
–Ella también. ¿Nunca te diste cuenta de eso?
–Yo no esperaría que mi hermana fuera tan solapada.
Rexton levantó el dragón de cristal de su percha en el escritorio de Drake y lo
examinó.
–Cuidado con eso– dijo Drake.
Rexton arqueó una ceja.
–No quiero que se rompa.
–Es una pena que ya esté roto. Le falta parte de la cola.
No era que faltara exactamente. Más bien se encontraba dentro de un pequeño
bolsillo del chaleco de Drake, por lo que siempre estaba con él, por lo que siempre
llevaba un recordatorio de Phee.
Con cuidado, Rexton lo regresó a su lugar.
–Es una pieza exquisita. No puedo imaginarme a Jack Dodger poniendo objetos
tan delicados en su oficina.
–Pero ésta no es su oficina– dijo Drake con una sonrisa.
No lo había sido durante mucho tiempo, pero esa noche en particular, Drake la
sentía realmente suya. Tal vez sería capaz de generar un poco de emoción después
de todo.
–¿Supongo que va a venir esta noche?– Preguntó Andrew.
–Él y Claybourne junto con sus familias, deberían estar aquí en cualquier
momento.
Les había hecho una visita el día anterior. Habían quedado impresionados con
los cambios. Si bien la mayor parte de la planta principal sería para uso de ambos
géneros, había añadido salones privados para cada uno. Un comedor de fantasía
creando un ambiente agradable para que un caballero pudiera llevar a cenar a una
dama. Otra habitación ofrecía la posibilidad de bailar. Se estaba expandiendo más
allá del juego.
Un suave golpe sonó.
Drake miró hacia la puerta y vio al duque de pie allí. Rápidamente se puso en
pie.
–Su gracia.
Greystone levantó una botella.
–¿Una persona que trae una botella de buen whisky tiene permitida la entrada?
–Absolutamente– dijo Drake.
Agarrando cuatro vasos, los puso en la esquina de su escritorio.
–¿Dónde está madre?– Preguntó Andrew al duque.
–Con Grace y Lovingdon, ordenando a la gente, asegurándose de que todo esté
en orden antes de que las festividades comienzan. Significa mucho para tu madre
que le permitieras desempeñar un papel en tus planes de inauguración de esta
noche.
El duque sirvió dos dedos en cada vaso. Cuando Drake se acercó el duque dijo:
–Oh, espera, otra cosa primero.
Metió una mano dentro de su chaqueta y sacó un pequeño estuche de cuero. Lo
extendió hacia Drake.
–Sólo algo para celebrar tu éxito.
Drake dudó un momento. Sólo las cosas bellas venían en cajas de cuero.
–No he tenido éxito todavía.
Greystone le guiñó un ojo.
–Pero lo tendrás.
Drake tomó la ofrenda y lentamente tiró hacia atrás la tapa rebatible. Dentro
encontró sobre el terciopelo un reloj de bolsillo de oro. En la portada, finamente
grabado con exquisito detalle, había un dragón. No estaba seguro de haber recibido
alguna vez un regalo tan exquisito. No tenía palabras.
–Es increíble.
–Tú y yo siempre hemos tenido el dragón en común. Parecía apropiado.
Greystone palmeó el bolsillo del chaleco, donde su propio reloj estaba
protegido.
–Un padre pasa su reloj a su hijo primogénito, el mío por supuesto irá a Rexton.
–Dentro de muchos años, por favor, Padre– dijo Rexton.
Greystone sonrió.
–Dentro de muchos años, lo prometo.
Volviendo su atención de nuevo a Drake.
–Pero yo quería que tuvieras un reloj también. No viene con un pasado histórico,
pero cada reloj debe comenzar su historia en algún lugar para que pueda pasar de
generación en generación. Tiene una inscripción.
Tomando el reloj de la caja, sosteniéndolo en su mano, Drake abrió con cuidado
la tapa y leyó las palabras grabadas con delicada escritura.
Para mi primer hijo, con amor y orgullo
Drake tragó el nudo que se había alojado en su garganta. Apretó su pecho. Sus
ojos le ardían. Levantó los ojos al hombre de pie delante de él.
–No sé qué decir, excelencia.
El duque asintió lentamente, sus labios curvándose en una ligera sonrisa.
–Gracias, Padre, estaría bien.
Drake negó con la cabeza, o pensó que lo hizo. Parecía incapaz de moverse. Su
voz estaba bloqueada. Cada músculo de su cuerpo estaba inmóvil. Había estado en
medio de una multitud viendo como colgaban a su padre. Vio los puños de su padre,
su rabia, su fealdad. Vio…
Vio...
Vio al duque sosteniendo su mano la primera vez que abordaron un barco. Había
estado aterrorizado, pero no había expresado nada, sin embargo, la mano grande,
segura, había estado allí todo el tiempo, calmando sus temores.
Vio al duque agachado junto a él, señalando y explicándole el origen de las
Pirámides, el Coliseo romano, la Gran Muralla de China. Vio al duque escalar una
montaña con él y revelarle el mundo desde la cumbre. Vio al duque enseñándole a
montar a caballo, corregirlo con una voz severa cuando se portaba mal, insistiendo
en que aprendiera sus lecciones, no permitiéndole eludir sus responsabilidades,
dándole una palmada de estímulo en el hombro, cargándolo en la espalda cuando
era más joven y se cansaba.
Veía ahora que el hombre de la horca simplemente le había dado la vida. El
hombre de pie delante de él le había regalado una vida, y una muy notable. Pero
mucho más, él siempre le había mostrado la bondad y el amor.
Todo dentro de Drake se desató, se desbloqueó. Tragando saliva, buscó la
mirada azul del duque.
–Gracias Padre.
Greystone sonrió, sus ojos se empañaron, y parpadeó varias veces. No sería
bueno para un duque que se lo viera llorando o mostrando una emoción
desenfrenada.
–De nada hijo. Un pequeño consejo, sin embargo. Nunca mires tu reloj de
bolsillo cuando estés esperando que una dama termine de prepararse para salir. Te
llevaría a la locura. Para una mujer, cinco minutos nunca son menos de veinte. Ahora
veamos, ¿cómo te queda?
Tomando el reloj de Drake, el duque se inclinó tratando de conectar un extremo
de la cadena de oro alrededor de un botón.
El corazón de Drake se encogió cuando lo vio luchar por conseguirlo.
–Puedo hacer eso.
–Yo también. Todavía no estoy ciego.
–Te daría mi vista si pudiera– le dijo.
Greystone logró asegurar la cadena al botón y le metió el reloj en el bolsillo
adecuado del chaleco. Se enderezó, le dio unas palmaditas en el hombro de Drake.
–Yo no la tomaría. Un padre siempre quiere lo mejor para su hijo. Tú estás
haciendo muy bien las cosas. Y ahora es el momento para el brindis.
Rexton pasó los vasos.
El padre de Drake levantó su vaso en alto y con voz fuerte dijo:
–Por tu éxito, hijo. Que esta noche sea simplemente el primer paso de un viaje
extraordinario.
–¡Salud!– Dijeron Rexton y Andrew al unísono.
Todos chocaron sus copas antes de beber el whisky. El calor del líquido que bajó
por su garganta era nada comparado con la calidez que Drake sentía por esos
hombres que lo rodeaban.
Él los tenía porque una vez se había visto obligado a bajar por el tubo de la
chimenea con el fin de robar objetos de valor de una residencia de lujo.
¡Qué extraño giro del destino!, que el hombre que lo engendró, de una manera
muy extraña, fuera el responsable de darle una familia maravillosa.
Drake estaba entre las sombras del balcón, un aspecto del club que había
mantenido intacto y miró hacia abajo, como el piso principal de los Dragones
Gemelos se llenaba de curiosos. En la mañana añadirían más mesas de juego, pero
esa noche habían dejado gran parte del espacio libre para el baile. Una orquesta
tocaba. Lacayos de librea servían champán. Las personas bebían, se reían, paseaban.
Por las observaciones y los números, podía decir que esa noche sería un éxito. Sin
embargo, algo faltaba.
Entonces la vio. Phee. Había venido. No había esperado realmente que aceptara
la invitación. Estaba más bella que nunca, vestida de seda de color verde pálido y
terciopelo verde oscuro. Guantes blancos largos llegaban hasta sus codos y
escondían las manos que una vez lo habían acariciado. Su pelo, sujeto con peinetas
de perlas, revelaba un cuello delgado que deseaba desesperadamente besar. Y sabía
que había llegado envuelta en una nube de orquídeas. Más bien se imaginó que su
fragancia llegaba flotando hasta el balcón, y que ahora podía inhalar su aroma. A
pesar de que sabía que era imposible.
No veía sombras que parecieran estar flotando sobre ella. Saludó a los que
conocía con una sonrisa. Él se quedó dónde estaba, porque no quería ver que su
sonrisa se marchitaba. No quería ver fantasmas atenuando el brillo de sus ojos. No
quería que su presencia arruinara su disfrute de la noche.
A pesar de que argumentaba que ella había ido sabiendo que estaría allí, no
podía convencerse de que estaría contenta de verlo.
–La gente está empezando a especular que el dueño de este establecimiento es
un fantasma– dijo Avendale mientras colocaba sus antebrazos en la barandilla y se
inclinaba hacia delante.
–Avendale, por amor de Dios.
–Ellos saben que estás aquí, mirando. Me atrevo a decir que tienes una mirada
más potente que Jack Dodger. Un escalofrío me recorrió cada vez que tu mirada se
posó en mí.
–Debe ser la culpa lo que causó tus escalofríos, ya que no he estado mirando a
todos.
Avendale sonrió.
–Entonces, ¿quién está atrayendo tu atención esta noche? Ah, ¿no será lady
Ofelia Lyttleton? Poco desagradable su reciente experiencia. Wigmore se suicidó
mientras limpiaba una pistola. Aunque no puedo decir que me importara el hombre
en lo más mínimo.
Un accidente, esa era la historia que todos habían decidido circular.
Simplificando todo de esa manera.
–Algo se ve diferente en ella– continuó Avendale.
–¿En quién?– preguntó Drake.
–Lady Ofelia. Me encontré con ella en Hyde Park, pensado detenerme, tener una
charla rápida, y ofrecerle mis condolencias. Lo más extraño. Mientras estábamos
hablando, se dio cuenta que la nariz de su doncella se estaba poniendo roja por el sol
e insistió en que utilizara su parasol. ¿Te imaginas a una dama dándole a su sierva su
sombrilla?
Podía muy bien imaginar a Phee haciéndolo.
–Es bastante intrigante– dijo Avendale. –He decidido cortejarla.
Drake apenas tuvo tiempo de pensar antes de agarrar a Avendale por las solapas
y estrellarlo contra la pared. Sin soltar al duque, gruñó:
–No permitiré que sea seducida por alguien como tú.
–¿Por mí? Soy un maldito duque.
–Eres un sinvergüenza con sangre azul.
–¿Qué pasa aquí?
Mirando por encima de Lovingdon, Drake se dio cuenta de que estaba
ofreciendo un espectáculo lamentable de sí mismo. Cerrando los puños, soltó a
Avendale y dio un paso atrás, pero estaría condenado si pensaba que debía pedirle
disculpas.
Sacudiéndose el chaleco, Avendale dijo:
–Me parece haber tocado una fibra sensible. Pensé que podría estar en lo cierto.
No sé por qué no admites que tienes una afición por lady Ofelia.
–Sólo mantente alejado de ella o cancelaré tu membresía aquí.
–No puedes hacerme eso, ¿verdad? No cuando las cosas están a punto de
volverse más interesantes. Damas en un infierno de juego. Ellas serán la ruina de
todos nosotros, pero nos divertiremos mucho a lo largo del camino a la destrucción.
Lovingdon, me voy a la sala de juego. Espero que te unas a mí.
–Tal vez después de que baile con mi esposa– dijo Lovingdon, pero su mirada no
se apartaba de Drake.
Avendale se alejó. Drake respiró hondo. Phee era perfectamente capaz de
protegerse de los avances de ese hombre.
–Grace se pregunta si vas a bajar– dijo Lovingdon. –Todo el mundo está pidiendo
lo mismo. Todos están bien interesados en conocer al propietario enigmático de los
Dragones Gemelos.
Drake asintió.
–Bajaré en un rato.
–Él no va a seguir tras ella.
Cuando Drake lo miró, Lovingdon añadió –Avendale. No sé por qué estaba
tratando de hacerte reaccionar, pero te aseguro que no tiene ningún interés en el
matrimonio.
–Tú tampoco lo tenías.
Lovingdon rió.
–Eso es verdad.
Luego se puso serio.
–¿La amas?
–No importa lo que siento por ella. La lastimé mucho.
–Sin embargo, vino esta noche. Es tu momento de triunfo y ella está aquí. Eso
tiene que contar para algo. Piensa en ello. Mientras tanto, he estado demasiado
tiempo sin mi esposa, así que me disculpo mientras vuelvo a ella.
Y Lovingdon se fue.
Drake regresó al balcón y miró hacia abajo. Vio a Phee de inmediato, como si
fuera la estrella más brillante en el cielo nocturno. De pronto, desesperadamente
quería escuchar su voz, inhalar su aroma. Quería mirarla a los ojos verdes y ver por sí
mismo que se encontraba bien. Que la muerte de su tío ya no pesaba sobre ella. Que
no había más sombras, ni fantasmas.
Pero para llegar a ella tuvo que caminar a través de hordas de personas que
retrasaron su paso con felicitaciones y preguntas. Él los saludó a todos lo más rápido
y educadamente que pudo, todo el tiempo tratando de mantenerla en su punto de
mira.
Estaba de pie en un círculo de jóvenes damas. Las conocía. Habían sido las
damas que la habían acompañado en la boda de Grace. Damas que lo veían como
una curiosidad, nada más. Mujeres que nunca lo considerarían como un
pretendiente serio. No era la nobleza. Era dueño de un club, y aunque el club ahora
extendería membresías a las mujeres, no apartaba el hecho de que él trabajaba.
Largas horas. Tediosas horas.
Al igual que la mitad de los caballeros en esa habitación.
De repente Phee dio un paso atrás y golpeó accidentalmente a un lacayo con
una bandeja llena de copas de champán. La bandeja tambaleó, y los vasos se
estrellaron contra el suelo. Oyó el grito de consternación de Phee antes de que se
arrodillara en el suelo junto al lacayo y comenzara a ayudarlo a colocar los
fragmentos de vidrio en la bandeja, mientras todo el mundo de pie a su alrededor se
quedaba boquiabierto.
En dos zancadas, se agachó junto a ella a tiempo para oírle decir:
–Lo siento mucho. Eso fue muy torpe de mí parte.
–Fue mi culpa– dijo el lacayo. –No estaba mirando dónde iba.
Drake esperó hasta que ella dejó el vaso en la bandeja. Entonces tomó sus
manos antes de que pudiera recoger más. Ella levantó los ojos hacia él, y vio la
preocupación sobre los vidrios rotos y el champán derramado.
–Eres una dama de la nobleza– dijo. –No debes recoger los desperdicios.
–Yo fui torpe, no miré por dónde iba. Fue mi culpa. Lo menos que puedo hacer
es ayudar a limpiarlo.
–No necesitas preocuparte por ello. Yo me ocuparé.
Ella lo miró, su mirada vagó por su rostro. Apretó sus manos.
–Eres el propietario de este establecimiento, Drake Darling. Tampoco debes
limpiar la suciedad.
Él sonrió.
–No, pero tengo que pagar un buen dinero a la gente para que lo haga por mí.
La ayudó a ponerse en pie y se volvió hacia la multitud.
–Todo esto será resuelto en breve. Por favor regresen a la fiesta.
Dio su atención de nuevo a ella.
Había mil cosas que quería decirle, mil cosas que quería hacer con ella. Pero no
tenía derecho a imponerse, no después de su engaño.
Casi le dijo que la había extrañado desesperadamente. En cambio, dijo:
–Estoy tan contento de que hayas venido Lady Ofelia, pero no quiero arruinar tu
noche. Te dejo para que disfrutes de ella.
Su boca se frunció muy ligeramente.
–Baila conmigo.
No era una pregunta, sino una orden. Era su manera. Como era la de él. Uno no
preguntaba cuando pensaba que la respuesta podría ser no, aunque por qué no iba a
bailar con ella cuando era lo que más deseaba en el mundo.
–Sería un placer– dijo ofreciéndole su brazo y la llevó a la zona de baile.
No había planeado venir. Ella había acariciado la invitación dorada que le había
enviado y se había convencido que no le haría ningún favor si asistía.
Pero había sido incapaz de mantenerse alejada.
Durante un largo rato, simplemente bailaron, mirándose a los ojos.
Se sentía como si estuvieran comunicándose, a pesar de las palabras que no se
decían.
–¡Qué tonta he sido!– dijo finalmente –por haber rechazado tus invitaciones a
bailar. Eres muy bueno en esto, mientras que yo fui bastante insufrible.
–No voy a discutir eso contigo.
Ella se rió un poco.
–¿Ahora decidiste ser honesto conmigo?
–Nunca voy a mentirte o engañarte de nuevo. Tienes mi palabra.
–Nunca volveré a rebajarte. Tienes mi palabra.
–Te he echado de menos, Phee.
–No veo qué hayas tenido tiempo para extrañarme. Recuerdo el Dodger de
antes, cuando lo visité una vez con Grace. Lo has convertido en un club muy
elegante, pero te debe haber tomado mucho trabajo. Debes haber estado muy
ocupado aquí– le dijo.
–No tan ocupado como para no encontrar momentos para pensar en ti. Voy a
cambiar cualquier cosa que no te guste en el establecimiento.
–Este es tu lugar, Drake. No es mío. Es la comidilla de la ciudad. Ahora que has
bajado del balcón, me atrevería a decir, que las damas vendrán a asediarte apenas
dejemos de bailar.
–Entonces no vamos a dejar de bailar.
Algo caliente se alojó en su pecho, apretándolo. No quería dejar de bailar, no
quería que las otras damas intentaran llamarle la atención.
–Eso armaría un escándalo después de que trabajamos tanto para evitarlo.
–Yo no creo que nadie pueda culparme por querer tenerte entre mis brazos
cuando estás tan hermosa.
Ella no se sentía hermosa, no realmente, no donde contaba. –Yo no era una
persona muy agradable antes.
–Tenías tus razones.
–Por tratar de hacer que otros se sintieran pequeños porque yo me sentía
pequeña es apenas digno de elogio.
–Tal vez los dos sufrimos la incapacidad para ver con claridad.
–Me veo muy claramente ahora.
–No estoy seguro de lo que hagas. La última vez que te vi, me dijiste que no eras
la mujer que vivía en mi casa, y sin embargo, sé que ella se arrodillaría para ayudar a
un lacayo a recoger cristales rotos.
Estaba segura de haberse sonrojado.
–Yo no estaba pensando.
–Puedes negarlo todo lo que quieras, pero eres la mujer de la que me enamoré.
Eres fuerte, Phee, cuando necesitas ser fuerte. Eres valiente. Levantas la cabeza
cuando podría ser más fácil meterte en la cama y cubrirte con las mantas. Te dije que
eras una criada y aunque no tenías la menor idea acerca de lo que se suponía que
debías hacer, seguiste adelante. Cuando tus recuerdos volvieron, rescataste a tu tía a
pesar de que significaba enfrentar tu pasado. Eres muy digna de elogio.
Ésta era la razón por la que casi no había ido. No quería oír hablar de su amor y
devoción.
Ésa era la razón por la que había ido. Para estar cerca de él otra vez, para
escucharlo hablar de su amor y devoción. Y lo extrañaba tanto.
–Sin mis recuerdos, sin pasado que empañara mi presente –los recuerdos de
Wigmore– me sentí libre de enamorarme de ti. Te quiero, Drake. Al principio estaba
herida y tan enojada, pero cuando repaso mi vida, mis momentos más felices, más
dichosos, los he pasado a tu lado.
–Cásate conmigo.
No era una pregunta, sino una orden. Era su manera. Como era la de ella. Uno
no preguntaba cuando pensaba que la respuesta podría ser no, aunque por qué
podía pensar que no se casaría con él si era lo que más deseaba en el mundo.
–¿Cómo puedes querer casarte conmigo después de todo lo que sabes de mí?–
Preguntó.
–¿Cómo podría no hacerlo?
Ya no estaban bailando, sino de pie en medio de los bailarines, con sus manos
enguantadas, sus maravillosas y poderosas manos, acunando su rostro como si
estuviera hecho del más delicado cristal.
–¿Cómo puedes amarme sabiendo lo que sabes de mí?– Preguntó.
Las lágrimas le escocían los ojos mientras sonreía.
–¿Cómo podría no hacerlo?
–Cásate conmigo– repitió.
Se mordió el labio inferior, y asintió con la cabeza.
–Sí. Acepto. Con una condición.
–Puedes poner un centenar de condiciones. Voy a cumplir cada una de ellas.
Ella se rió un poco.
–Ni siquiera sabes lo que es todavía.
–Sé lo mucho que Te amo. Sé cuán desesperadamente Te quiero en mi vida. Voy
a hacer todo lo que pidas.
–Oh, Drake. No sé si soy digna de todo eso.
–Te lo he dicho antes: eres digna de todo. ¿Cuál es tu condición?
–No quiero seguir siendo lady Ofelia después que nos casamos.
–Te casarás con un plebeyo, pero el título de Lady viene de tu padre. Puedes
quedártelo.
–No lo quiero. Quiero ser Phee Darling o la señora Darling. No más milady. Sólo
señora.
–No tienes que hacer esto por mí, Phee.
–No lo hago. Lo estoy haciendo por mí, y porque quiero que el mundo sepa que
estoy muy orgullosa de ser tu esposa. Seremos iguales, Drake. Tú y yo. Así es como
debe ser. Así es cómo quiero que sea.
–Entonces así será.
Inclinando la cabeza, tomó su boca, como si fuera el dueño, porque lo era.
Era dueño de todo su, corazón, cuerpo, alma. ¿Cómo había pensado que podría
vivir el resto de su vida sin él?
Fue vagamente consciente de los sonidos de pies arrastrándose sobre el suelo
mientras las notas finales de un vals pendían en el aire.
Cuando Drake se alejó, ella se puso al tanto de todas las miradas puestas sobre
ellos y su hermano abriéndose paso entre las parejas.
–¿Cuál es el significado de esto?– Preguntó cuándo finalmente los alcanzó.
–Me voy a casar con tu hermana– anunció Drake.
–Imposible.
–No tienes los medios para detenerme.
Somerdale suspiró y se volvió hacia Phee.
–Ofelia, no puede casarse con un plebeyo.
–Claro que puedo.
–Pero los términos de tu dote si te casas con él dicen que la perderás y que tu
dinero vendrá a mí.
–A menos que estés dispuesto a esperar hasta que tenga treinta años– dijo,
sosteniendo la mirada de Drake. –Es una suma considerable.
Lentamente, negó con la cabeza.
–Ni siquiera si incluyera las joyas de la corona.
Para una mujer que una vez había deseado evitar el matrimonio por completo,
no podía creer lo feliz que se sentía.
–No lo pierdas todo en una mesa de juego, Somerdale.
Volvió su atención a Drake.
–Bésame otra vez, mi querido pícaro.
Tomándola en sus brazos, hizo precisamente eso.
Epílogo
Soy el esposo de una mujer adorada. El padre de unos niños amados. Un hombre
rico sin medida en todas las cosas que importan.
Los Dragones Gemelos fue un éxito asombroso. Con el tiempo le encargué el
manejo del club a otro y me mudé con mi esposa e hijos al campo, cerca del duque y
las raíces ancestrales de Greystone para poderlos visitar fácilmente.
Phee utilizó la tierra que nos rodeaba como un santuario para los animales
víctimas de abusos, y los que no podían valerse por sí mismos. A menudo pensaba
que ella se consolaba con ellos porque alguna vez no había sido capaz de valerse por
sí misma.
Cuando nació nuestra primera hija, Marla se mudó para servir como su niñera.
Ella supervisó el cuidado de todos nuestros niños. También se casó con el vicario local
y tuvo hijos propios. Se convirtió en una de las amigas más queridas de Phee.
Somerdale estuvo cerca de dilapidar lo que heredó, como resultado de nuestro
matrimonio, pero luego tomó por esposa a una heredera estadounidense que poseía
no sólo una inmensa fortuna, sino una buena cabeza para los negocios. Según todas
las apariencias la quería muchísimo, y ella a él.
Una vez pensé que estaba atado a mis sórdidos inicios y que no había nada lo
suficientemente fuerte como para liberarme de ellos.
Subestimé el poder del amor.
El amor de una madre por un hijo que no dio a luz. El amor de un padre por un
hijo que no era suyo. El amor de los hermanos que no llevan mi sangre. El amor de
una hermana por un hermano que no ha nacido en la familia.
El amor de una mujer por un marido que ella eligió. El amor de una mujer por un
hombre que aprecia sus fortalezas y sus debilidades. El amor de Phee, el centro de
mis recuerdos más preciados, el corazón de mi vida. El verdadero dragón que asesinó
mis demonios.
FIN