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Prólogo

Del Diario de Drake Darling.

Nací siendo Peter Sykes, hijo de un asesino, y de la mujer que el mismo asesinó,
una herencia que me persigue desde siempre. No sé cuántas vidas pudo haber
arrebatado mi padre ni por qué motivo, pero sí sé que mató a mi madre porque trató
de darme una vida mejor. Sin que nadie lo notara, asistí a su ahorcamiento. Yo tenía
ocho años en aquel momento. Las multitudes me empujaban, pero me las arreglé
para apostarme en la primera fila. Mi padre lloraba. Se humillaba pidiendo
clemencia. Barboteando palabras que siempre había oído decir a mi madre, palabras
que él jamás había escuchado.
Tampoco le sirvieron a mi padre, porque le deslizaron la soga al cuello y liberaron
la trampilla. Todo lo que he visto y oído después lo he enterrado en los recovecos más
oscuros de mi mente, pero nunca pude olvidarme de la sangre maldita que corre por
mis venas. Ni la furia que hierve lentamente en mi interior, un legado que temo estoy
destinado a aceptar. Que siempre está ahí, esperando ser liberado.
Mi madre me había confiado al cuidado de Frannie Darling, quien finalmente se
casó con Sterling Mabry, el Duque de Greystone. Me llevaron a su casa, y me criaron
como uno más de la familia. Como Miss Darling, ya no tenía que hacer uso de su
apellido, lo tomé prestado en un intento por lavar los pecados de mi padre.
Una noche el duque me señaló la constelación de Draco y en las estrellas, pude
ver un dragón que parecía tan feroz que nada podría vencerlo. Me hice llamar Drake,
una vez más tratando de separarme de mi pasado y el destino legado por mi padre.
Con la familia del duque, viajé por el mundo, vi criaturas y creaciones increíbles,
experimenté maravillas más allá de lo imaginable.
Pero sin importar lo lejos que haya viajado, no pude escapar de mi sórdido
pasado. No podía ser otra cosa que aquello para lo que había nacido.
Capítulo 1

Londres, 1874

A veces Lady Ofelia Lyttleton se disgustaba en gran manera con las


representantes de su género. Esa noche, por desgracia, estaba resultando ser una de
esas ocasiones. Las jóvenes damas de la Alta Sociedad, las mayores sobre todo,
estaban dando un patético espectáculo, ya que todas competían por la atención de
uno de los solteros más notorios presente en el baile de esa noche.
Drake Darling no frecuentaba a menudo las fiestas de la Nobleza, pero como
Encargado de una de las Salas de Juego para caballeros más importante de Londres,
no podría haberla eludido, ya que se celebraba el matrimonio de Lady Grace Mabry
con el Duque de Lovingdon. Después de todo, Darling se había criado en el seno de la
familia de Grace a pesar de que no eran parientes, no era un primo lejano ni un
sobrino perdido hacía mucho tiempo. Tampoco pertenecía a la Aristocracia y su
sangre con toda seguridad no tenía ningún vestigio de azul.
Sin embargo, las damas que dejaban escapar risitas nerviosas en su presencia y
presentaban sus tarjetas de baile delante de su nariz parecían haber olvidado ese
pequeño detalle. Nunca podría elevar su posición en la Sociedad, ni adquirir un título
nobiliario para poder legarlo a su primogénito, y mucho menos sentarse en la
Cámara de los Lores.
Lo único que poseía, y que lograba convertir en papilla las mentes de las damas
era su sonrisa. De forma sublime sus labios se abrían ligeramente para revelar unos
dientes blancos y perfectos, a la vez que una de las esquinas de su boca se ladeaba
para formar un pequeño hoyuelo en la mejilla derecha. Ese detalle parecía enviar
guiños con la promesa de alguna picardía.
Y también estaban sus ojos. Negros como la noche, brillantes e inteligentes,
como si no sólo pudiera descifrar los deseos más íntimos de una dama, sino también
la forma de concretarlos para superar sus expectativas.
Y también su pelo, tan negro que parecía casi azul cuando era capturado por la
luz de gas. La forma rebelde en que caía sobre su frente, y rozando el cuello de la
chaqueta azul, invitando a los dedos ansiosos a enhebrarse entre los sedosos
mechones.
Y también la anchura de sus hombros y la magnificencia de su pecho que ofrecía
la promesa de consuelo a cualquier mujer que apoyara su mejilla allí. Y También su
altura imponente, una cabeza por encima de la mayoría de los hombres en el salón. Y
su risa, la facilidad con la que obsequiaba a una dama detrás de la otra. Y sus
modales, la manera seductora en la que bajaba la cabeza para escuchar con más
claridad, inclinándose luego para susurrarles delicadamente en el oído.
Las hacía caer rendidas a sus pies. Sin esfuerzo. Al descuido. Sin tener en cuenta
las consecuencias.
Lo odiaba por ello. Lo seguirían ciegamente a los jardines donde las besaría hasta
hacerles perder el sentido. Una vez lo había pillado haciendo exactamente eso con
una joven criada en la finca del duque. Detrás de los establos, la chica había sido lo
suficientemente receptiva, trepando por su cuerpo desesperada por capturar la boca
que se ofrecía sin retaceos. Aunque sólo tenía ocho años en ese entonces, Ofelia se
había disgustado en gran manera tachándolo de malo y pecaminoso. No creía que la
hubiera visto, pero mientras corría alejándose había escuchado su risa burlona y
cruel. En ese mismo momento supo que había tenido suerte de escapar, el jamás
tendría en cuenta la reputación de una mujer.
Esa noche, hasta el momento, había bailado con una docena de damas. No es
que hubiera llevado la cuenta, ya que había estado atenta a todos los condes,
vizcondes, marqueses, y duques que insistían en cortejarla. Muchos de ellos aún
tenían títulos de cortesía, pero algún día heredarían el que les daría el rango
adecuado. Jamás tendría que mendigar la atención de ninguno a diferencia de las
tontas que rodeaban a Darling. Desde luego, él desempeñaba el papel de galán
bueno, y era un excelente intérprete. Lograba que todas ellas se olvidaran de lo que
realmente era, de donde había venido. Un plebeyo con un sórdido pasado.
–Quedan como tontas, adulando a Darling, de esa manera– murmuró.
De pie junto a ella, Lady Minerva Dodger se sobresaltó.
–Difícilmente podría culparlas. Es una novedad. No creo que haya asistido a un
baile desde que Grace había sido presentada en sociedad.
Hacía dos años se había atrevido a preguntarle a Ofelia si deseaba bailar con él
esa noche, pero ella había ignorado su invitación. Alguien tenía que ponerlo en su
lugar, y cumplir con las normas socialmente aceptables. Su padre se lo recordaba a
menudo. Su linaje podía remontarse a Guillermo el Conquistador. Ni siquiera se le
permitía bailar con los nobles venidos a menos, por no hablar de los hijos varones
que no fueran primogénitos. Se esperaba que actuara de manera tal que, tanto él
como sus antepasados, estuvieran orgullosos, lo que significaba continuar con la
noble tradición de casarse en igualdad de condiciones. Si no obedecía sus demandas,
su impresionante dote se perdería, y con ella cualquier oportunidad de ser feliz.
Dependía de esa fortuna para finalmente poder alcanzar el mayor de sus anhelos: la
libertad.
–Es un plebeyo– le recordó a su amiga.
Minerva arqueó una ceja.
–Al igual que yo también lo soy.
Ofelia lanzó un bufido al aire.
–Tu madre pertenece a la nobleza.
–Mi padre nació en los suburbios.
Y actualmente era uno de los hombres más ricos de la Sociedad.
–Hizo algo magistral de sí mismo.
–¿No podría decirse lo mismo de Drake?
–¿Acaso puede uno escapar de su pasado?
–No puedes tener dos opiniones tan dispares. No puedes, por un lado reconocer
que mi padre pudo dejar su pasado atrás para luego superarse a sí mismo y por otro
lado no darle a Drake la misma consideración.
Por supuesto que podía. Su padre había sido un hombre increíblemente moral.
Desde el fallecimiento de su padre, su hermano se había desviado del camino recto,
pasando demasiadas noches ahogado en el juego y la bebida, pero ella sentía la
obligación de honrar las enseñanzas de su padre. El pecado la atraía, y si no se
mantuviera siempre vigilante, sin duda sucumbiría a él. Nunca había dicho a nadie
esa fea verdad sobre sí misma. Su padre se habría sentido muy decepcionado, podría
haberle quitado la dote, y con ella la posibilidad de concretar sus ansiados planes.
–Mi padre no tiene ninguna queja con la labor que Drake ha desempeñado en el
Dodger– continuó Minerva, refiriéndose al club favorito de los caballeros libertinos
como si tuviera toda la atención de Ofelia. –Fue criado por el Duque y la Duquesa de
Greystone y obtuvo la misma devoción que ellos le dieron a sus hijos, me atrevería a
decir que podría haberse tomado la atribución de no tener que trabajar en toda su
vida si así lo hubiera deseado. Creo que es admirable.
Había sido imprudente hablar de ese tema, ya que Minerva no podría entender
que Ofelia viera a Drake Darling exactamente por lo que era: un plebeyo, inferior a
cualquiera de ellos y en lo más mínimo bien considerado. No era un caballero.
Tentaba a todas las damas a incurrir al pecado con esa malvada y maliciosa sonrisa.
–Siempre se las arregla para sacar lo peor de ti– reflexionó Minerva. –Nunca he
entendido eso.
–No seas ridícula. Jamás ha reparado en mí.
–Sin embargo, aquí estamos las dos, hablando de él.
–No, en realidad, estaba señalando la conducta impropia de las damas, y lo mal
que nos dejan paradas al resto de nosotras.
–Mi padre me ha dicho innumerables veces que no somos el reflejo de la
conducta de los demás, sólo de la nuestra.
Pero cuando ese comportamiento nos afectaba…
Interrumpió el pensamiento, y lo enterró profundamente para no darle entidad
verbal. Aunque tenía que admitir que Minerva tenía razón. Darling, sacaba lo peor de
ella. Siempre lo había hecho. El pecado llama al pecado.
Justo esa mañana había sido la envidia de todas las mujeres de Londres porque
Darling, la había escoltado hacia el altar de la Catedral St. George después de la
ceremonia que había unido a Grace y Lovingdon. Había servido como dama de honor
de Grace Darling, mientras que Drake había sido el padrino de Lovingdon. Pero en el
largo paseo desde el altar a la sacristía, no se habían dicho una sola palabra, y apenas
la había saludado. No le había prodigado su notable sonrisa, ni sus ojos habían
brillado de emoción al verla. Estaba segura de que hubiera preferido estar con otra,
tal como ella hubiera deseado estar con otro.
Las damas se morían por bailar con el diablo, mientras él las conducía
alegremente a la tentación. Ya era hora de que alguien pusiera fin a esa farsa,
alguien, alguien que les recordara a ellas y a él cuál era su lugar en la sociedad.

***

En ese preciso momento Drake Darling deseaba estar en cualquier lugar excepto
donde estaba, pero era muy consciente de que en la vida uno no siempre conseguía
lo que deseaba. En ocasiones, ni siquiera obtenía lo que merecía.
Así que utilizando las herramientas que había conocido durante sus años de
formación en robo y engaños, fingió que estaba encantado, fuera de sí de alegría,
por ser el centro de atención. Pero prefería las sombras a los salones de baile
luminosos. Estaba más cómodo cuando pasaba desapercibido al mejor estilo de un
camaleón. Sabía cómo esfumarse incluso en una habitación con paredes de espejos,
y candelabros de gas, que los mejores miembros de la aristocracia tenían para
ofrecer.
La única felicidad que no fingía era la que le provocaba el matrimonio de Grace y
Lovingdon. Consideraba a Grace como una hermana, a pesar de que su sangre no
tenía un ápice en común. Desde hacía muchos años frecuentaba a Lovingdon, hasta
como confidente en algunas ocasiones, pero en los últimos tiempos compartiendo
sus propios infiernos de dolor. Hasta que Grace había capturado el corazón del
duque.
Por lo tanto, Drake no había podido estar ausente en la celebración de su
matrimonio. Sólo unos minutos antes había divisado a la feliz pareja escapando de la
sala de baile. Normalmente, la novia y el novio no asistían al baile, celebrado en su
honor, pero Grace estaba lejos de ser convencional. Ella había querido bailar con su
padre por última vez. La vista del Duque de Greystone se estaba deteriorando,
aunque sólo la familia era consciente de su aflicción. Otra razón por la que Drake
estaba allí: el reconocimiento a la deuda eterna que tendría con el hombre y la mujer
que le habían dado un hogar. Ellos esperaban su presencia, y por esa razón, no
dejaba entrever a ninguna de las damas que lo rodeaban que deseaba estar en otra
parte. Él siempre hacía lo que fuera necesario para garantizar que el duque y la
duquesa no tuvieran que arrepentirse de haberlo adoptado.
Eran tan jóvenes las mujeres que le sonreían y batían sus pestañas. Incluso los
que tenían más de veinticinco eran demasiado inocentes para su gusto. Todas se
veían felices y despreocupadas, como si los problemas les fueran desconocidos,
como si la vida no fuera más que un eterno disfrute. Prefería que sus mujeres
tuvieran un poco más de condimento: sabrosas, picantes y ácidas.
–Mozo.
La excepción a su preferencia de acidez había llegado. La soberbia en su voz le
hizo apretar los dientes. Debería haber sabido que no podría escapar de su atención
por toda la noche. Lady Ofelia Lyttleton era una de las mejores amigas de Grace, lo
que iba más allá de su comprensión. No entendía por qué su hermana del corazón
podía asociarse con una persona tan arrogante, cuando ella misma era la persona
más dulce que jamás hubiera conocido. Terca, pero no tenía un sólo hueso arrogante
o altivo en su cuerpo. Lady Ofelia no podía decir lo mismo. Su presencia a sus
espaldas era prueba suficiente.
Las damas que le habían estado regalando su atención parpadearon varias veces
y se fueron en silencio por primera vez en más de dos horas. Porque ellas estaban
allí, debido a que él se esforzaba por dar la apariencia de ser un caballero, lo que lo
obligaba a ahorrarle a lady señora Ofelia el bochorno de ignorarla. A pesar de que
sospechaba que tendría que pagar un precio muy alto por su generosidad. Con ella
siempre pagaba un precio muy alto. La dama era muy hábil para lanzar púas
urticantes.
Poco a poco se volvió y arqueó una ceja hacia la mujer cuya cabeza no lograba
alcanzar la altura de su hombro, quien, a pesar de su diminuto tamaño, se las
arreglaba para dar la apariencia de mirarlo hacia abajo. Era efecto de su nariz
delgada que se respingaba muy ligeramente en el extremo. Había sido una
provocación constante cada vez que visitaba a Grace y se cruzaba con él. Pero esa
hija del diablo era muy cuidadosa en sus tratos con él, y reservaba sus pullas para los
momentos en los que Grace no estaba presente. Se horrorizaría al saber que había
soportado estoicamente las degradaciones de lady Ofelia, quien nunca dejaba de
señalarle que a diferencia de su rango aristocrático, él penosamente apenas podía
elevar su cabeza sobre el estiércol.
No tenía sentido que una belleza como esa pudiera ser una arpía tan
consumada. Sus rasgados y exóticos ojos verdes, lo desafiaban con tanta agudeza
que podrían cortarle el alma si no tenía cuidado. Aunque era doce años mayor,
apenas había madurado hacia la femineidad, había dominado el arte de hacer que se
sintiera como si fuera un perro sacado del pantano. No es que otros miembros de la
aristocracia no lo hubieran hecho sentir lo mismo de vez en cuando, pero se irritaba
más cuando era ella la responsable de magullar su orgullo.
–Mozo– repitió en voz alta y con un poco más de arrogancia –Ve a traerme una
copa de champán, y hazlo rápido.
Como si fuera un siervo, como si viviera para servirla. No es que desestimara la
labor de los sirvientes. La suya era una de las tareas más nobles que conocía y sus
logros superaban con creces cualquier cosa que ella pudiera lograr. Porque
seguramente, mordisquearía chocolates en la cama mientras leía un libro, sin pensar
en el esfuerzo que eso habría significado para las personas que estaban a su servicio.
Consideró la posibilidad de decirle que fuera a buscarse el champán ella misma,
pero eso sería concederle la victoria, ya que sería la prueba que necesitaba para
restregarle en la cara que no era lo suficientemente caballero como para no insultar
a una dama. O tal vez simplemente ella quería asegurarse de que supiera cuál era su
lugar. Como si pudiera olvidarlo. Se bañaba todas las noches, frotaba su cuerpo con
saña, pero no podía quitarse la suciedad que las calles habían impregnado en su piel.
Su familia lo había abrazado, sus amigos lo habían abrazado, pero aún así sabía lo
que era, sabía de donde había venido. Si le contara a lady Ofelia la verdad sobre lo
que se escondía en su pasado, sin duda la haría palidecer y desmayarse de horror.
Las damas que lo habían frecuentado esa noche, seguían dando vueltas
disimuladamente en las cercanías, tal vez con la esperanza de que la pusiera en su
lugar. Nunca había entendido la rivalidad que a veces había visto entre las mujeres.
Sabía que Grace había vivido en carne propia ese tipo de celos dado que su inmensa
dote había hecho que los hombres compitieran salvajemente por ganar su favor.
Pero Lady O, muy a su pesar, siempre había permanecido fiel a Grace,
desempeñándose como confidente de su hermana, y había sido una amiga
verdadera. No se merecía su desprecio ni que la humillara frente a las damas.
Inclinó la cabeza ligeramente.
–Como usted desee, lady Ofelia.– Se volvió hacia las demás. –Sólo tardaré un
momento, y luego podremos continuar nuestra discusión sobre la composición de
sus seductoras fragancias.
Por alguna razón habían ideado un pequeño juego que incluía identificar la flor
que daba su esencia al perfume de cada una. Eso requería de su parte, inclinaciones
constantes para inhalar cerca de sus cuellos, y suspiros suaves de parte de las
jóvenes.
Lady Ofelia había llegado envuelta en una nube de orquídeas que tentaba, y
prometía placeres prohibidos. Y a pesar de sus mejores intentos por ignorarla, lo
atraía en gran manera. De todas las mujeres, ¿por qué diablos era ella quien lo
intrigaba? Tal vez porque era todo un desafío saber que sólo los más ágiles podrían
escalar los muros erigidos a su alrededor a fin de obtener el tesoro que se ocultaba
detrás. Él era experto en leer la mente de la gente, aunque nunca había sido capaz
de leer la suya.
Girando sobre sus talones, se dirigió a la mesa donde estaban sirviendo champán
y otros refrescos. Fue muy consciente de su mirada taladrándole la espalda.
Sospechaba que si miraba por encima del hombro, la vería advirtiéndoles a las otras
damas que debían retirarse. Poco se daría cuenta de que estaría haciéndole un favor
si podía asegurar que lo dejaran en paz. Se había comprometido a tres bailes más, y
no quería decepcionarlas abandonando el salón antes de que hubiera cumplido con
sus obligaciones. Tampoco le daría a lady Ofelia la satisfacción de arruinar su noche
enviándolo a hacer recados. Una copa era todo lo que obtendría de él.
No sabía por qué, hacía dos años en el baile de puesta de largo de Grace, le
había pedido a lady Ofelia que bailara con él. Tal vez lo había sorprendido el hecho
de que se hubiera convertido en una exquisita criatura, y fuera amiga de Grace. Y
aunque a menudo lo había mirado por encima del hombro, había sido una niña
entonces y él había asumido que ya habría superado las cosas de niños. No podía
haber estado más equivocado. Con una mirada horrorizada, le había dado la espalda
sin siquiera responder a su invitación. No había escatimado orgullo para evitar que
los otros presenciaran su desaire.
Cogió una copa de champán de la mesa, y emprendió el camino de vuelta a
través de la multitud, en absoluto sorprendido de no encontrarla allí. Consideró dar
cuenta de la bebida burbujeante, pero el whisky era más de su agrado, y entonces
oyó su risa seductora. ¿Cómo diablos podía una doncella de hielo tener una risa tan
sensual, un canto de sirena que golpeaba directamente a la ingle?
Irritado consigo mismo por sentirse atraído por el sonido, miró por encima del
hombro para verla coqueteando descaradamente con el duque de Avendale y el
vizconde Langdon. Sus familias eran respetables, poderosas y ricas. No se sorprendió
al ver a otras dos mujeres en el grupo. Los caballeros eran muy codiciados, pero
siempre tendían a evitar los asuntos sociales. Consideraban al matrimonio tan lejano
en su futuro que no serían capaces de verlo con un catalejo. Estaban allí sólo porque
eran amigos tanto de Grace como de Lovingdon. Pero ahora que la feliz pareja se
había marchado, sospechaba que Avendale y Langdon correrían a internarse en otro
lugar en busca de entretenimiento.
A diferencia de lady O, ellos lo querían a su lado.
La risa de Ofelia le llegó de nuevo, sólo que esta vez cuando el sonido se apagó,
su mirada se posó en él como una enorme piedra, y luego cayó sobre el champan,
mientras sus labios se elevaban en señal de triunfo, justo antes de que arrugara la
nariz como si oliera algo bastante desagradable. Su rostro volvió a recuperar su
belleza engañosa, y centró su mirada de nuevo en Avendale, despidiendo
tácitamente a Drake en el proceso.
Desafortunadamente para ella, ya que no estaba dispuesto a ser tan fácilmente
desestimado.
Ofelia tuvo una sensación momentánea de pánico. Darling, se dirigía hacia ella
con determinación llevando la copa en sus manos bronceadas. Su expresión daba a
entender que estaba preparado para dar batalla y temía haber juzgado mal su estado
de ánimo esa noche, que la lección que pretendía impartirle podría ser más difícil de
lo que había esperado, pero se las arreglaría. No iba a dejarse intimidar, ni por él, no
por ningún otro hombre.
Él era un plebeyo de baja estofa. Podría tener la apariencia exterior de un
caballero, pero no tenía ninguna duda de que en el fondo era un sinvergüenza, con
los modales de un perro callejero, y una inclinación constante al libertinaje.
No sabía por qué ese pensamiento le producía tanto acaloramiento.
Seguramente era debido a la habitación llena de gente, los candelabros de gas, las
capas de enaguas y el corsé apretado. De ninguna manera era producido por las
imágenes conjuradas por su mente de esas manos enormes explorando su cuerpo.
No era una casquivana. Era una dama. Y las damas no imaginaban ese tipo de cosas.
Pero a medida que se acercaba, algo dentro de las oscuras profundidades de sus
ojos negros le daban a entender que sabía exactamente a dónde habían estado
dirigidos esos pensamientos errantes y que estaba más que dispuesto a ser su
compañero en una aventura pecaminosa. No era guapo, al menos no de la manera
clásica. Sus rasgos eran marcados, duros, como si hubiera sido esculpido por un dios
enojado. Su nariz era amplia, su frente muy ancha, y su mandíbula demasiado
cuadrada. Podía ver el comienzo de la sombra de su barba, como si no tuviera la
decencia de esperar un poco más en aparecer. ¿Por qué estaba perdiendo el tiempo
analizando cada detalle de su persona cuando tenía señores en abundancia
dispuestos a prestarle atención?
Cuando se detuvo enfrente, se permitió la licencia de recorrer su figura
enteramente. La respiración se le tornó dificultosa, y tuvo un miedo horrible de que
descubriera sus imperfecciones. Echó hacia atrás los hombros. ¿Qué le importaba su
veredicto si su opinión no valía nada?
–Su champán.
Su voz áspera, y ronca dejaba entrever algo oscuro y sensual en sus palabras. Se
le ocurrió que no sería un amante silencioso, que susurraría cosas perversas al oído
de una mujer.
–Tardaste tanto en complacer mi pedido que ya no tengo ganas de beber.
–Seguro que no te negarás el placer de permitir que estas burbujas hagan
cosquillas contra su paladar.
Había una enorme cuota de placer envuelta en sus palabras. No podía permitir
que se dirigiera a ella con semejante falta de respeto, delante de otras personas... no
podía tolerarlo. Pero no se le ocurrió ninguna réplica ingeniosa ya que estaba
tratando de imaginar las cosquillas del champan en su paladar.
–Con lo que tardaste, las burbujas ya habrán desaparecido– dijo, antes de volver
su espalda. –Avendale, creo que estabas diciendo…
Drake Darling tuvo la audacia de interponerse entre ella y el duque. Tenía los
ojos entrecerrados, y la mandíbula tensa.
–Lady Ofelia, insisto en que tomes el champán.
–Muchacho, no estás en posición de insistir nada en lo que a mí respecta.
Su dedo enguantado golpeó un lado de la copa con su mejor expresión de
aburrimiento, mientras los engranajes de su mente maquinaban alguna represalia.
No sabía por qué insistía en provocarlo, pero algo en él la inquietaba, siempre lo
hacía. Quería ponerlo en su lugar, y recordarse a sí misma, que estaba por debajo de
ella. Su padre le había azotado el trasero y las piernas desnudas con un cinturón
cuando la había oído hablar con familiaridad a un mozo de cuadras. En ese momento
había tenido doce años, pero había sido una lección difícil de olvidar. Nunca debería
asociarse con nadie que no fuera de noble cuna.
–Que así sea– murmuró, levantando la copa.
Inclinó la cabeza hacia atrás y bebió el líquido dorado de un largo trago. Sólo
pudo ver un atisbo de los músculos de su garganta al tragar, ya que una corbata
perfectamente atada escondía el resto de la vista. Pero su cuello, como el resto de él,
era poderoso. Puso a un lado el vaso de cristal, y se humedeció los labios, con
satisfacción brillando en sus ojos.
–No, no habían desaparecido. De hecho ha sido muy agradable, como el beso de
una ninfa.
La ira, el calor y la euforia, se dispararon a través de su sangre. Estaba
burlándose de ella, ridiculizándola. No importaba que hubiera sido ella quien
comenzara todo con su pedido autoritario. Se suponía que él debía escabullirse
cuando se diera cuenta que ya no tenía interés en el champán. No tenía que tentarla
a probarlo allí mismo.
–Muchacho…
–Ha pasado un largo tiempo desde que dejé de ser un muchacho.
Ella ladeó la barbilla. –Muchacho, ve a buscar champán para todos nosotros.
–Cuando el infierno se congele, mi señora.
Dio un paso hacia ella. Ella dio un paso apresurado hacia atrás. El triunfo iluminó
sus ojos.
Justo en ese momento un lacayo pasó por su lado, y sin quitar su mirada de la de
Ofelia, Darling tomó una copa de la bandeja de plata. Luego dio otro gran paso hacia
adelante.
Ella luchó para mantenerse imperturbable, pero estaba tan cerca que hasta
podía inhalar su perfume embriagador. Almizclado y dulce, con un dejo de tabaco o
quizá de pecado.
Trató de apartarse un paso atrás.
–Baila conmigo– dijo.
–¿Disculpe?
–Me escuchaste.
Ella ladeó la barbilla. –Yo no bailo con plebeyos.
–¿De qué tienes miedo?
–No le temo a nada.
–Mentirosa.
Lanzó miradas a derecha e izquierda y comprendió que entre palabra y palabra,
se las había arreglado para que retrocediera hasta dentro de uno de los
innumerables cuartos y ahora estaba restringida de escape. Los dos caballeros que
habían estado con ella se habían esfumado. Debería haber supuesto que Avendale y
Langdon secundarían los planes de Darling desapareciendo en la pista de baile, los
jardines, o la sala de refrescos. ¡Malditos sean! Aun así, no se dejaría intimidar por
ese canalla.
–Usted, señor, es despreciable.
–Y tú eres una señorita altiva que necesita que le den una lección.
–Supongo que te crees el hombre indicado para hacerlo.
Sus ojos oscuros, se posaron en sus labios, y temerosa retrocedió tres pasos.
–No te atrevas– susurró, odiando que su voz sonara más como una súplica que
una demanda.
–Has estado hostigando al tigre desde hace algunos años. No deberías ser tan
tonta como para pensar que nunca te atacaría.
Tenía razón. No sabía por qué continuamente buscaba la oportunidad de
molestarlo. Tal vez porque le despertaba una profunda curiosidad la oscuridad que
había en él, que la aclamaba, y a la que sería contraproducente dar la bienvenida.
–Estamos ofreciendo un espectáculo lamentable– señaló.
–Estamos solos. Nadie nos está prestando atención.
Al igual que un gran depredador, avanzó hacia ella. Aunque sabía que no era
prudente, retrocedió hasta que su espalda dio contra la pared. El corazón le latía con
ritmo errático. Dentro de sus guantes, sus palmas se humedecieron.
–Si haces algo inapropiado, gritaré.
Se rió oscuramente.
–¿A riesgo de ser atrapada a solas con un golfillo? Yo creo que no.
–Eres un sinvergüenza de corazón negro.
–¿Qué es exactamente lo que me intriga de ti? Estás aburrida de todos los
caballeros que pululan a tu alrededor, y que nunca se tomarían la atribución de
tocarte con las manos desnudas.
Ella contuvo el aliento mientras su cálida y áspera mano, se desplazó por el lado
izquierdo de su cara. Era tan enorme que mientras con los dedos tocaba su cabello,
el borde de la palma acunaba su mandíbula, y la yema del pulgar le acariciaba la
mejilla.
–Estás aburrida de los caballeros que corren para complacer tus caprichos–
continuó.
–Yo no estoy aburrida.
Odió el sonido de su voz, como si hubiera estado corriendo hasta la cima de una
colina sin parar. Sentía su pecho dolorosamente oprimido.
–Estás hastiada de que todo el mundo corra ante el mínimo meneo de tu
meñique. Nunca has tenido que trabajar para conseguir algo. Ni siquiera las
atenciones o afectos de un caballero.
–Usted no sabe nada en absoluto acerca de mí.
Su voz sonó asustada, temblorosa. En su fuero interno, sabía que no iba a
dañarla físicamente, ni haría nada para arruinar su reputación. Grace nunca se lo
perdonaría, y si había aprendido algo en los últimos años, era que él quería
desesperadamente complacer a Grace y su familia. Pero temía que tuviera la
capacidad de vislumbrar su alma destrozada. La oscuridad llamaba a la oscuridad, el
pecado al pecado.
–Yo sé más de lo que piensas, lady Ofelia. Entiendo más de lo que puedas
imaginar. Te casarás con el caballero correcto, pero sospecho que primero te
gustaría mucho bailar un vals con el diablo.
–Estás muy equivocado.
–Pruébamelo.
Antes de que pudiera responder, colocó su boca sobre la de ella. Era más suave
de lo que esperaba, más caliente. Su pulgar le rozaba la comisura, una y otra vez,
como si fuera parte del beso. Sintió su lengua delineándole los labios, antes de
lamerlos enteramente. Una, dos veces, para luego regresar al centro, pero ya no se
contentó sólo con la superficie. Con una insistencia que debería haberla asustado, la
instó a abrirse para él. Su lengua la avasalló, enredándose con la suya, terciopelo y
seda. Invitándola a explorarlo, a conocerlo íntimamente mientras descubría la de
ella.
Debería haberse sentido repelida, horrorizada. En lugar de eso, estaba en trance,
disfrutando sensaciones que nunca había experimentado. Era tan intenso que le
provocaba estremecimientos que comenzaban en las puntas de los dedos del pie y se
extendían a todas sus terminaciones nerviosas, enviando una calidez letárgica, que
debilitaba sus rodillas, y su decisión de alejarlo.
Oyó un gemido profundo, sintió una vibración contra sus dedos y se dio cuenta
que estaba aferrada a las solapas de su abrigo. Aferrarse a Drake Darling era lo único
que la salvaba de derretirse de placer y caer a sus pies. Esto no era más que un beso,
una antigua danza de lenguas, sin embargo, estaba demostrando ser su perdición.
Él se echó hacia atrás, con el triunfo brillando en sus ojos. –Cinco minutos más y
podría haberte despojado de tu ropa y tu…
¡Canalla!
Su palma enguantada se estrelló contra su mejilla, sorprendiéndolo, y
sobresaltándola a ella también, pero no permitiría que la tratara como a una
mujerzuela.
–No solamente eres repugnante sino que también sobrevaloras tus talentos. Yo
no disfruté de tus caricias, ni de tus besos, en lo más mínimo.
–Tus gemidos me decían otra cosa.
Levantó la mano para propinarle otro golpe, pero él aferró su muñeca,
envolviendo firmemente sus dedos alrededor de sus frágiles huesos. Podría
romperlos tan fácilmente. Ella respiraba con dificultad, mientras que él no parecía
afectado en absoluto.
–Una bofetada es todo lo que te permitiré, mi señora. Te hubiera librado de mis
atenciones ante la más leve protesta de tu parte. No puedes hacerme creer que
estás enfadada ya que jamás has rechazado lo que te estaba ofreciendo.
–No quiero tener nada que ver con usted. Ahora suélteme.
Sus dedos se abrieron lentamente. Y Con el brazo liberado le dijo con desprecio:
–No eres mejor que la porquería que piso con mis zapatos.
–Me parece que la dama protesta demasiado.
–Que te pudras en el infierno.
Pasó a su lado, muy aliviada de que no tratara de detenerla, y ligeramente
decepcionada también. ¿Qué era lo que estaba sucediéndole? Era algo extraño darse
cuenta de que con él se había sentido… totalmente a salvo. Absolutamente segura.
Lo cual era ridículo. Él no le gustaba. Ella no le gustaba a él. Simplemente estaba
tratando de darle una lección. Ella sólo podía esperar que también le hubiera
enseñado una:
“Que era una dama con la que no se podía jugar”.
Capítulo 2

–¿Qué hacías hablando con Drake Darling?– le preguntó Somerdale mientras el


carro avanzaba por las calles tranquilas.
La fiesta, sin duda continuaría hasta el amanecer, pero Ofelia había estado más
que lista para retirarse después de su encuentro con Darling en el pasillo. Al parecer,
su pequeña cita había pasado desapercibida, gracias a Dios. Había perdido todo su
entusiasmo por el baile, y le había pedido a su hermano que la acompañara a su
casa. Había accedido con gusto a su petición, sin duda porque estaba igual de ansioso
por internarse en su club.
Mirándolo de soslayo, Ofelia no podía leer su expresión pero en su voz se
insinuaba su desaprobación.
–Estaba sedienta. Le ordené que fuera a buscarme algo de beber.
–Deberías pasar tu tiempo con algún ilustre caballero. Padre colocó una suma
colosal en un fideicomiso como dote para atraer a los nobles más influyentes.
Necesitas fijar tu mirada en alguien como Avendale. Él es un duque por el amor de
Dios.
–No tiene ninguna intención de tomar una esposa. Sólo estuvo presente en la
fiesta de esta noche a causa de su amistad con Lovingdon. Y no necesitas
preocuparte. No tengo ningún interés en Darling como pretendiente.
–Más te vale. Me gusta bastante el tipo, pero padre se revolvería en su tumba. Él
me confió la tarea de vigilar que te casaras respetando sus deseos y tengo la
intención de cumplir con mi deber.
–¿No sería mejor que cumplieras con tu deber de casarte con una heredera?
Habían pasado dos años desde la muerte de su padre y sabía que las arcas no
estaban tan llenas como lo habían estado.
Somerdale miró por la ventana.
–Yo estaba interesado en Grace. Ahora deberé comenzar mi búsqueda de nuevo.
Es una tarea molesta.
¿Somerdale casado con Grace? habría sido un desastre. Necesitaba a alguien un
poco más sumisa.
–¿No crees que la búsqueda de un marido es igualmente molesta?
–Molesta puede ser, pero es una condición que debes respetar para obtener el
dinero. Lástima que no puedas tener acceso a él antes de casarte. Podríamos pasar
muy buenos momentos con ese dinero.– Volvió su atención a ella. –Pero tu marido
tendrá el control absoluto sobre tu dote una vez que estés casada, y deberás
olvidarte de él.
–Los fondos vendrán enteramente a mí si no me caso antes de mi trigésimo
cumpleaños.
Su plan era igual al de Avendale, ‘no tenía deseo de atarse el nudo conyugal al
cuello’. Oh, esa determinación hacía mucho ruido, incluso tanto Gracia como
Minerva creían que quería casarse por amor, pero la verdad era que prefería
permanecer solterona, sin tener que rendir cuentas a nadie. Ningún hombre la
amaría lo suficiente como para perdonarle lo que una vez había hecho. Un secreto
que no podría ocultarle para siempre un marido.
–Si quieres vestidos para la próxima temporada será mejor que te cases pronto–
dijo Somerdale, cortando sus pensamientos.
El corazón le dio un pequeño salto.
–¿Tan graves están las cosas?
Se encogió de hombros.
–Las inversiones no han salido como yo esperaba. Consideré la posibilidad de
pedir un préstamo al abogado del fideicomiso hasta que mi situación mejore, pero
tus fondos son intocables. Sólo tendría acceso a ellos si te casaras con un plebeyo o
te murieras.
Un escalofrío la recorrió. Quedó desconcertada al saber que había estado
buscando una manera en acceder a su fondo fiduciario. Ese dinero era suyo, su dote,
la clave para su futuro, su libertad. Su padre había querido que lo tuviera. Somerdale
simplemente tendría que encontrar otra manera de salir a flote.
–Desde luego que no voy a casarme con un plebeyo. Dudo que me case con
nadie. Y por supuesto no pienso morirme pronto.
–Si quieres tener acceso a ese dinero antes de que cumplas los treinta, debes
casarte con algún noble, aunque sea con uno que esté en su lecho de muerte.
Honestamente, Ofelia, estoy absolutamente en bancarrota.
–Es por eso que estabas interesado en Grace, porque tenía una gran dote.
–Bueno, sí, por supuesto.
Lo dijo como si fuera una idiota por pensar lo contrario.
–Ella quería casarse por amor.
–Te aseguro que si una mujer pone monedas en mis arcas, voy a amarla
muchísimo.
–Ese no es el tipo de amor que Grace quería– le dijo a su hermano. –Estoy tan
contenta de que no te tomara en cuenta.
–Bueno, yo no estoy tan contento. Lovingdon no necesitaba su fortuna. Él tiene
una enorme fortuna propia. No es justo, maldita sea.
Podría hacer una larga lista sobre las cosas que no eran justas. Pero sin duda él
estaba exagerando acerca de su situación financiera.
–¿Cuan extremas son las cosas realmente?– Preguntó.
–No podrás comprar nuevos vestidos– dijo con cansancio.
–No entiendo por qué debo ser yo quien pague las consecuencias de que hayas
manejado mal las cosas.– El carruaje se detuvo frente a su residencia. –Además,
estoy segura de que algo vas conseguir.
Seguramente una heredera que tomara su propuesta en serio.
Somerdale rió en voz baja.
–Espero que sea a la brevedad posible, antes de que los acreedores comiencen a
golpear la puerta. Y tienes razón, hermana, no tienes por qué sufrir mis malas
decisiones ¿verdad?
Antes de que pudiera responder, el lacayo abrió la puerta y su hermano la siguió.
–¿No vas al club?– Preguntó mientras subían por las escaleras.
–Nuestra conversación apagó mi deseo de seguir divirtiéndome. Creo que voy a
emborracharme para olvidar esta situación.
Abrió la puerta y entró en el vestíbulo.
–Eso no va a hacer que tus problemas desaparezcan– señaló.
–Pero va a hacer que me olvide de ellos por un rato.
Inclinándose, la besó en la mejilla.
–Buenas noches, Ofelia.
Sólo había dado dos pasos antes de que ella gritara:
–¿Somerdale?
Se detuvo y la miró por encima del hombro.
Soltó un largo suspiro antes de decir:
–No voy a comprarme vestidos nuevos, pero no me siento feliz por eso.
Él sonrió tímidamente.
–No esperaría que lo fueras. Y estoy muy seguro de que tienes razón. Algo tengo
que conseguir. Simplemente tengo que pensar un poco más en ello.
Lo vio desaparecer por el pasillo. Por un momento consideró ir tras él, pero tenía
sus propios problemas. Por ejemplo hacer que Drake Darling pagara por el beso que
le había robado. Cuando sus caminos se cruzaran, se encargaría de ello. Lo desairaría
públicamente. Le contaría a Grace qué clase de canalla era. Tal vez hasta su familia
desterrara al sinvergüenza.
Subió por las escaleras, y no fue hasta que llegó a la parte superior que se dio
cuenta de que había estado lamiéndose los labios buscando un regusto de sus besos.
¿Cómo podría alguien tan pecaminoso ser tan absolutamente delicioso? ¿Habría
besado a otras esa noche? Probablemente. Odiaba la idea de pensarlo en un rincón
sombreado con otra joven, metiendo los dedos en su pelo, tomando posesión de su
boca como si fuera a morir sin ella.
Marchando hacia su dormitorio, decidió que iba a necesitar un baño para
deshacerse del perfume de Drake. Después de sacudir la campanilla para llamar a su
doncella, se paseó de un lado a otro. No estaba de humor para un baño, sin
embargo, debía hacerlo. De lo contrario se llevaría su perfume a la cama y lo último
que quería era tenerlo en sus sueños.
En cuanto oyó el sonido de unos pasos, frunció el ceño a su doncella.
–¿Por qué tienes que demorar tanto? Ayudarme con mi ropa. Siento un dolor de
cabeza que me está matando y quiero un poco de leche tibia antes de que te retires.
–Sí, mi señora.
Casi una hora más tarde, Ofelia vestida con un camisón estaba acurrucaba en el
sofá, mirando las llamas de la chimenea, esperando la leche caliente. ¿Por qué
tardaba tanto? El personal era tan lento como la miel. Tendría que hablar con el ama
de llaves sobre el asunto de nuevo. Honestamente, desde la muerte de su padre el
personal había ido de mal en peor. Somerdale necesitaba ser un poco más enérgico
con ellos.
Dudaba que los siervos de Darling osaran comportarse de esa manera. Si es que
tenía sirvientes. Dudaba. Ya no vivía con la familia de Grace. Por lo que ella entendía
vivía en ese infierno de juegos desde hacía años. Se preguntó si sería allí donde
llevaría a sus mujeres. Negó con la cabeza. No iba a pensar en él.
¿Dónde estaba su leche caliente? Se puso de pie al tiempo que Colleen entraba
en la habitación, con las manos vacías.
–¿Qué diablos te sucede, Colleen? ¿Es que no valoras tu trabajo?
–Mis disculpas, mi señora, pero su señoría me envió a empacar sus cosas. Dijo
que en una hora partiría.
–Son las once y media. No voy a ir a ninguna parte.
Colleen parecía terriblemente culpable cuando murmuró:
–Parecía estar seguro de que sí lo harías.
–Bueno, ya veremos.
Ofelia voló por las escaleras. Su hermano sin duda estaría borracho. Viajar a esa
hora de la noche no tenía ningún sentido. Incluso si la razón era algún tipo de
dificultad con los acreedores, podría esperar hasta una hora decente. Y ¿por qué
debería involucrarla? Ella no era quien debía ocuparse de solucionar sus problemas.
Mientras se acercaba a la biblioteca, un lacayo abrió la puerta.
Se tambaleó hasta detenerse mientras el miedo se filtraba por su cuerpo. La
puerta se cerró suavemente a sus espaldas, encerrándola junto a su peor pesadilla.
Capítulo 3

Con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, Drake había tomado el camino
que bordeaba el Támesis. Siendo un muchacho, iba a ese lugar y buscaba pequeños
tesoros en el barro: alguna moneda, un botón de fantasía, un poco de sedal, y una
vez hasta un reloj. El reloj de bolsillo había sido su hallazgo más valioso, pero había
cometido el error de mostrárselo a su padre, quien se lo había arrebatado de las
manos. A menudo se preguntaba cómo había llegado al lodo de la ribera.
No había sido el único que tenía la esperanza de que el barro les entregara algo
de valor. Los llamaban carroñeros. A veces todavía sentía que el lodo se aferraba a su
piel, a su ropa.
Tal vez por esa razón lady Ofelia Lyttleton lograba irritarlo de esa manera,
porque cuando lo miraba, sentía como si estuviera viendo al niño sucio que una vez
había sido. El niño hambreado para que siguiera siendo lo suficientemente delgado
como para colarse a través de las ventanas de un sótano o bajara por el conducto de
una chimenea con el fin de poder entrar en una residencia. Él se deslizaba
cuidadosamente en la oscuridad y abría la puerta a su padre, un bruto descomunal.
A veces, cuando Drake se miraba en un espejo, veía a su padre, de pie allí. No
poseía la elegancia pulida de la aristocracia. Sin importar qué tan bien vistiera, lo
refinado de su conversación, o sus modales impecables, nunca podría olvidar que
había salido del barro.
Aunque esa noche, más que cualquier otra, estaba en peligro de sumergirse de
nuevo en él.
¿Qué diablos había estado pensando al besar a Lady O? Ella había despertado al
diablo que moraba en su interior. Tal vez porque quería darle una razón satisfactoria
para pensar lo indigno que era de ella. Por lo que sabía, nunca la había tratado mal.
No podía pensar en ninguna razón para su aversión más que las circunstancias de su
nacimiento. En sus círculos, supuso que esa era una razón válida.
Dentro de ese pequeño refugio entre las sombras que se cerraban en torno a
ellos, se había creado una intimidad que barrió las diferencias. Simplemente habían
sido un hombre y una mujer. Y ella había olido tan condenadamente bien. Había
estado rodeado de diferentes aromas toda la noche, y sin embargo, las orquídeas lo
habían atraído como ningún otro. Imaginó su piel entibiada por la pasión y
humedecida por el deseo que haría esparcir su perfume. Su piel se había sentido tan
sedosa bajo sus dedos ásperos. Y esos ojos, esos malditos ojos verdes que insinuaban
secretos.
Habría apostado su alma a que era una dama con secretos, y por alguna razón
insondable se sintió tentado a descubrirlos, para ver qué pasaba cuando perturbaba
su tranquila fachada, mientras el hielo se derretía.
Lo que causó que ella le diera una bofetada. Merecidamente.
Ahora bien, si él sólo pudiera olvidarse de su sabor, él pudiera conseguir
ignorarla en el futuro. Por desgracia, ignorar los acontecimientos pasados nunca
había sido su fuerte.
Pasando por encima de la barrera que marcaba el camino, se acercó a la orilla
del agua. Farolas distantes apenas iluminaban el área. Jirones de niebla se
arremolinaban a su alrededor. Se abstuvo de caer en viejos hábitos, de cuclillas,
clavando sus dedos en el barro fangoso. Esa noche su alma se sentía tan negra como
el río. Todo por culpa de ella. Muchacho, tráeme un poco de champán.
Muchacho. Había querido demostrarle que no era un niño, pero en su afán por
conseguirlo, tampoco se había comportado como un caballero. Orgullo estúpido
orgullo.
Un leve gemido le llamó la atención. De inmediato se puso en alerta. No era
inusual que la gente durmiera a la intemperie. No todo el mundo tenía un techo
sobre la cabeza. Tampoco era raro que los ladrones estuvieran al acecho en ese
lugar. Pero no solían hacer ruidos que los delatasen. ¿Alguien habría sido atacado
antes de su llegada?
El gemido se repitió.
Dio un paso cauteloso en la dirección que juzgó correcta, pero la niebla podía
distorsionar sonidos, y disfrazar sus orígenes.
–¿Hola?
Escuchó con más atención. El agua rompiendo en la orilla. El salto de un pez.
Pasos apresurados. Una tos ahogada.
Avanzando dos pasos más hacia el último sonido, se maldijo por no llevar una
linterna, pero estaba familiarizado con esa parte de Londres. Podía recorrerla con los
ojos vendados. Además, prefería ser parte de la oscuridad. Por mucho que deseara lo
contrario, no era alguien acostumbrado a arrojar luz sobre sus actos. Lady Ofelia
tenía razón: tenía alma de canalla.
Al ver a un montículo que parecía desencajar con el entorno, apresuró el paso. El
gemido débil se renovó. Era una persona, una mujer, flotando sobre la costa, con sus
faldas ondeando detrás de ella ya que el agua se mecía con la marea. De rodillas en
la oscuridad, solo podía entrever que su pelo parecía rubio, aunque era difícil saberlo
a ciencia cierta ya que estaba cubierto de barro. Le tocó el hombro. Estaba helada. Le
le dio una pequeña sacudida.
–¿Señora?
Nada. Ningún sonido, reacción ni respuesta.
Echando un vistazo rápido alrededor, no vio ninguna presencia humana. Al
presionar los dedos justo debajo de la mandíbula, sintió su pulso errático. Si tenía
alguna posibilidad de sobrevivir, tenía que aumentar su temperatura tan pronto
como fuera posible.
Rápidamente, se quitó la chaqueta y la colocó sobre ella, esperando que algo de
la calidez de su cuerpo alcanzara el suyo. Luchó para despegarla del barro que la
succionaba, tratando de mantenerla cautiva. No tenía chances. Había rescatado un
buen número de baratijas de las orillas del Támesis, pero nunca había rescatado a
una mujer, y no estaba dispuesto a dejarla morir ahora que la había encontrado.
Ella estaba empapada. ¿Cómo había llegado al río? Era una pregunta que
debería contestar más tarde, cuando se recuperara, y por Dios que se recuperaría. Se
maldijo por no tener un carro consigo, pero su estado de ánimo lo había impulsado a
dar un largo paseo a pie. Afortunadamente, su residencia no estaba muy lejos, pero
con el agua y el barro, pesaba tanto como un elefante. Consideró la posibilidad de
tomarse un momento para despojarla de sus ropas, pero ¿cómo podría justificar a
una mujer desnuda en caso de ser detenido por un agente de policía? ¿Y dónde
diablos había un maldito alguacil cuando lo necesitaba?
Sólo podía esperar que su pecho le proporcionara algo del calor que tanto
necesitaba. Murmuró algo ininteligible.
–Está bien, cariño, ya casi estamos. No tardaré mucho más.
Aceleró el paso, por una vez agradecido por su tamaño y volumen. A pesar del
peso, podía cubrir la distancia rápidamente. Debido a la hora, no había nadie en ese
lugar. Solo ellos dos.
Concentrado en sus pensamientos, en lugar de la gran distancia que tenía que
cubrir, comenzó a trazar su plan. Llevarla a su residencia, calentarla, llamar al médico
William Graves. Una mujer que se hallara en la residencia de un hombre se vería
comprometida pero Graves sería discreto. Era un viejo amigo de la familia en el que
podía confiar.
La residencia apareció delante de su vista y Drake lanzó un suspiro de alivio
porque ella aún respiraba, aunque se estremecía convulsivamente por el frío. Con
cierta dificultad, se las arregló para recuperar su llave y abrir la puerta. Una vez
dentro, cerró detrás de él y subió las escaleras hasta el siguiente piso donde había
cuatro alcobas. Afortunadamente, había dejado las luces de gas encendidas antes de
salir. Recientemente había adquirido la residencia, y no había encontrado tiempo
para poner las cosas en orden. Sólo una habitación contenía una cama, la suya.
Entró en ella ahora, y suavemente la acostó en la enorme cama.
–¿Novio?
Acarició su rostro embarrado, pero ella no respondió. Estaba fría, tan
condenadamente fría. De la manera más impersonal posible, la despojó de su ropa,
sorprendido por la calidad del género. No era una plebeya, ni una residente de las
calles. La amante de un señor caída en desgracia, tal vez.
Cuando las enaguas, camisa y medias quedaron dispersas en el suelo, notó
algunas contusiones, pero nada parecía demasiado grave. A simple vista era como
alguien que hubiera ido a nadar.
Cuando quedó desnuda, la cubrió con sábanas y mantas. Marchó hacia la
chimenea y se dedicó a encender un gran fuego, con la esperanza de caldear la
habitación y a la vez calentarla a ella. Sintió que comenzaba a sudar. Se quitó la
chaqueta y el chaleco, tirándolos sobre una silla, antes de regresar a la cama. No
parecía haber reaccionado.
Debería correr a buscar a Graves, pero se resistía a dejarla sola. Supuso que
podría despertar a un vecino, pero su horario de trabajo le había impedido
presentarse ante ellos. Aún tenía que contratar sirvientes, porque no pasaba allí
suficiente tiempo como para justificar el gasto. La mayor parte del día estaba en la
sala de estar del Dodgers. Tenía apartamentos allí, que le resultaban muy útiles
cuando trabajaba demasiadas horas. Pero había comprado ese lugar porque había
sentido la necesidad de poseer algo que le diera la sensación de permanencia.
Se acercó al lavabo, recogió la jofaina, y la puso delante del fuego para que el
agua se entibiara. Luego cogió un paño y volvió a la cama. Con cuidado, se sentó en
el borde, mojó la tela en el cuenco, y lo escurrió. Apartándole suavemente el pelo
enmarañado del rostro, comenzó a limpiarle el barro de la cara. Un rostro ovalado,
no redondo ni cuadrado, sino delicadamente ovalado, con pómulos altos y una nariz
estrecha que se respingaba ligeramente en la punta.
Su mano se quedó inmóvil mientras miraba los rasgos revelados. Conocía esa
cara. ¿Qué demonios?
Había rescatado a Lady Ofelia Lyttleton.
Suavemente, le acarició la mejilla.
–¿Lady Ofelia?
–No– murmuró. –¡No quiero que me toques! ¡No, no lo hagas!– comenzó
agitándose.
Rápidamente, dio un paso atrás.
–No, no voy a tocarla.
Sus palabras fueron oídas, porque al instante se calmó, y su respiración se volvió
cada vez más profunda, aliviando las líneas arrogantes que generalmente
estropeaban lo que hubiera sido un rostro muy agradable. Incluso en el sueño, fue
capaz de reconocer su voz, recordándole con su negativa a tocarla que era alguien
inferior, similar a la porquería que pisaban las suelas de sus zapatos.
El disgusto que le ocasionó, le hizo contemplar la idea del placer que obtendría
lanzándola de vuelta al Támesis.
Pasando la mirada por la pila de ropa en el suelo, se dio cuenta que tenía que
tratar de quitarles el barro. No sería posible volver a utilizar esas faldas y enaguas
rígidas si no las lavaba. Ofelia sin duda tendría una rabieta al saber que había tocado
sus calzones. ¡Demonios! Desearía haber contratado una sirvienta que pudiera
ocuparse de esas tareas mundanas, como poner su casa en orden por ejemplo. Por
supuesto, si tuviera una sirvienta, tan pronto como Ofelia despertara, estaría
señalándole a la pobre chica toda suerte de falencias, la temperatura del agua del
baño o la frescura del pan tostado o la untuosidad del huevo. Era tan simple quejarse
cuando nunca se había puesto en los zapatos de un sirviente.
Volvió su atención a Ofelia. Estaba tan quieta como la muerte, tan silenciosa
como una tumba. Debería buscar a Grace, para ver si podía determinar que estaba
haciendo su querida amiga chapoteando en el barro, pero era su noche de bodas, y
aunque ella estaría feliz de poder ayudarla, sospechaba que su marido pasaría el
tiempo alejado de su esposa, maquinando formas innovadoras de torturar a Drake.
No, uno no molestaría a una pareja en su noche de bodas por una dama malcriada
que por descuido había resbalado de una barcaza para caer en el Támesis.
Probablemente pasada de bebida, había perdido el equilibrio.
La mañana siguiente también sería muy pronto para molestar a Grace, ya que
partirían para su viaje de bodas con las primeras luces. No era un asunto tan grave
como para tener que alterar sus planes. Pero tal vez debería correr el riesgo de ir a
buscar Graves.
Nunca antes le había molestado vivir solo, pero de pronto se encontró deseando
tener un ejército entero a su disposición, o al menos alguien que pudiera enviar una
misiva en su nombre. Contempló la idea de despertarla, pero no quería molestarla de
nuevo. Probablemente lo mejor sería dejarla dormir.
De repente sus ojos se abrieron, y miró las profundidades verdes, esperando una
bofetada, un grito, o un arrebato de horror por encontrarse en su dormitorio.
En cambio parpadeó, volvió a parpadear, miró a su alrededor lentamente antes
de fijar su mirada en él. A pesar de la desventaja de su postura, se las arregló
bastante bien para alzar la barbilla y decir:
–¿Qué estoy haciendo aquí?
Su tono le sentaba tan bien: exigente, acostumbrado a que le obedecieran de
inmediato.
–Yo te saqué del río– dijo, deseando por un momento haberla dejado allí.
Dudaba que apreciara su rescate, lo cual planteaba la siguiente cuestión: ¿Por
qué demonios había necesitado que la rescatara?
–¿Cómo llegaste allí?
Apretó los dedos de la mano izquierda sobre la sien y cerró los ojos.
–No lo sé.
–¿Cómo puedes no saberlo?
Sacudiendo la cabeza un poco, abrió los ojos.
–Me duele la cabeza.
–No he tenido la oportunidad de examinarte.
–¿Es usted un médico?– Le preguntó directamente.
Él frunció el ceño. Su obsesión por menospreciarlo era bastante molesta en un
momento como ese, cuando estaba esforzándose por ayudarla. ¿Acaso nunca haría a
un lado las diferencias entre ellos?
–Por supuesto que no, pero puedo distinguir un golpe. Déjame ver.
La soberbia pareció escurrirse de ella.
–Sí, por supuesto.
¿Sí? ¿Acaso consentiría de buen grado que la tocara? Supuso que se había dado
cuenta que en realidad no tenía otra opción.
Con cuidado, movió sus dedos a través de la maraña de pelo, pasándolos
suavemente sobre el cuero cabelludo. Se enganchó en un nudo. Ella hizo una mueca.
–Lo siento– dijo. –tienes un bulto justo allí. Uno pequeño– dijo retirando los dedos. –
No parece estar sangrando.
–Eso es bueno, ¿no?
–No siempre es bueno. Me he golpeado la cabeza antes. Pero pienso que se
pondrá bien después de un tiempo de reposo.
Miró a su alrededor de nuevo, esta vez más despacio, como si estuviera
catalogando cada detalle: el papel en las paredes que aún tenía que reemplazar, la
grieta en la repisa de la chimenea que aún tenía que reparar, la ausencia de
alfombras o cortinas. Todo lo que había planeado hacer cuando tuviera tiempo. Sus
ojos se estrecharon, y se preparó para su comentario cáustico respecto a todo lo que
le faltaba.
–Esta habitación... es muy rara, no parece como si fuera mía.
Mirándola, trató de dar sentido a sus palabras. Tal vez el bulto que había sentido
era más peligroso de lo que había conjeturado porque parecía terriblemente
confundida.
–Por supuesto que no es tuya. Es mía.
Volviendo la cabeza, lo miró fijamente, su frente tan profundamente fruncida
que estaba bastante seguro de que si la cabeza no le habría dolido antes, debería
hacerlo ahora.
–¿Por qué me has traído aquí? ¿Quién eres?
¿Qué juego estaba jugando?
–Tú sabes quién soy. Drake Darling.
–Me temo que estás muy equivocado. Yo no te conozco– susurró.
–Eso no tiene sentido. Me conoces desde hace mucho tiempo.
Lentamente negó con la cabeza y las lágrimas brotaron de sus ojos. Él no era de
los que generalmente se ablandaban, pero una mujer llorando tendía a ser su
perdición. Ninguna de las mujeres más importantes de su vida, la duquesa de
Greystone ni su hija, Grace tenían la tendencia a llorar. Eran fuertes, valientes, por lo
que a la hora de tratar con lágrimas, estaba perdido. Especialmente perdido cuando
se trataba de consolar a Lady O. Lo último que jamás se había imaginado hacer, tener
ganas de consolarla, pero en ese preciso momento era todo lo que deseaba; lo
deseaba más que a nada en el mundo, porque no podía soportar las lágrimas. Quería
que se sintiera segura y protegida. Aunque sin duda le supondría una reprimenda,
decidió utilizar una forma de su nombre que en ocasiones le había escuchado usar a
Grace. Seguramente encontraría consuelo en el apodo familiar.
–Phee.
–¿Phee?– Preguntó.
–Phee.– Respondió.
Su expresión fue como si estuviera luchando por arrebatar algo que estaba justo
fuera de su alcance.
–Phee. Te suena familiar.– Ella asintió con la cabeza, y luego lo miró a los ojos. –
Ese es mi nombre, ¿no?
Algo estaba terriblemente mal. Muy lentamente, salió de la cama y se puso de
pie, poniendo distancia entre ellos mientras trataba de descifrar exactamente lo que
estaba pasando.
–¿Que recuerdas?
Con el ceño fruncido giró la cabeza de lado a lado.
–No me acuerdo... de nada.
Capítulo 4

Drake Darling la estudió como si fuera una especie de fenómeno, un artilugio


raro descubierto en una tienda de curiosidades que quería examinar. Envolvió una
mano grande en el dosel de la cama. Desde su posición, parecía ser un gigante. Tenía
el ceño fruncido y los labios apretados en una línea sombría.
–Sin duda estás simplemente desorientada debido a la caída en el río. Toma un
descanso. Piensa. No puedes haberte olvidado de todo.
Habló con autoridad, como si tuviera el poder de hacer regresar sus recuerdos
desde el oscuro abismo en el que habían caído. Estaba en lo cierto, por supuesto.
Debería ser capaz de recordar algo, cualquier cosa, pero era como si estuviera
tocando en una pared de lata que no devolvía más que ecos.
–Recuerdo que me desperté.
–¿Esta mañana?
Sonaba tan increíblemente esperanzado, pero no podía alentar esa esperanza.
–No, en este momento. Aquí, en esta cama.
–¿Antes de eso?
Sacudiendo la cabeza, pensó que debería haber tenido miedo de ese hombre.
No lo conocía, pero algo en él le resultaba familiar, e instintivamente supo que
estaba a salvo con él. Pero, ¿cómo lo sabía? ¿Cómo sabía que este no era su
dormitorio cuando no podía recordarlo?
¿Cómo podía saber que era cada cosa: cama, ventana, mantas, fuego, y sin
embargo no saber su nombre? Pero debería tener un nombre. Phee parecía encajar
y, sin embargo no era así. Estaba confundida, aterrorizada y desconcertada. Al
parecer, él podría estar experimentando las mismas emociones, aunque, no se veía
aterrorizado. No parecía ser un hombre que tuviera miedo de nada y tenía poco que
ver con su inmenso tamaño. Sólo dejaba entrever que se trataba de alguien que
conocía su lugar en la vida. Ella deseaba el mismo conocimiento con respecto a sí
misma. ¿Quién diablos era?
Dijo que la había encontrado en el río. ¿Por qué iba a estar en el río? Un
escalofrío la recorrió y su cabeza empezó a palpitarle sin piedad. No quería pensar en
el río. No quería pensar en nada más que el hombre parado a los pies de la cama.
Poseía hombros tan anchos que imaginó que podría llevar una carga pesada sin
ningún problema. Lo imaginó caminando llevándola segura entre esos brazos fuertes.
De repente, se dio cuenta de que debajo de las sábanas estaba sin ropa. Aferró las
mantas contra su pecho.
–Mi ropa.
–Tuve que quitártelas. Estaban empapados y embarradas.
–Se ha tomado muchas libertades.
–¿Habrías preferido morir?
No, pero no se molestó en contestarle. Estaba segura de que su pregunta había
sido retórica. ¿Cómo conocía esa palabra? ¿Cómo sabía algunas palabras? ¿Cómo
sabía que estaba mal que él le quitara la ropa? ¿Qué que era él para ella? ¿Qué era
ella para él? ¿Y por qué no estaba segura de querer las respuestas?
Pasó los dedos entre sus cabellos, sorprendida cuando se encontró con algo
pegajoso adherido a su cuero cabelludo.
–¿Qué es esto?
–Barro. Estaba esforzándome para limpiarlo, pero me dijiste que no te tocara.
Su voz sonó dura, como si lo hubiera ofendido. No podía comprender sus
estados de ánimo. Apenas entendía el suyo. Sin embargo, ahora fue muy consciente
de la suciedad que le cubría la cara y el cuello, los brazos y las manos.
–Un baño. Debo tomar un baño. Ordena que me lo preparen inmediatamente.
Agua tibia, y sales.
Él arqueó una ceja oscura.
–Un vestigio de tu pasado.
Sí, sabía que le gustaba bañarse. Lo sabía. ¿Pero qué más sabía?
–Mi ropa. Pídele a alguien que retire el barro y las lave tan rápido como sea
posible. Como pareces saber quién soy, supongo que podrás llevarme pronto de
vuelta a mi casa– lo miró. –¿Por qué sigues ahí parado? ¡Date prisa!
Su mandíbula ensombrecida se tensó y tiró de un músculo en su mejilla.
–Si es lo que deseas.
Su estómago se agitó. Él le había dicho esas palabras antes. Oscuro y peligroso,
con una mirada que transmitía promesas. ¿Quién era? ¿Su amante? ¿Por qué si no se
sentiría tan cómoda desnuda en su cama? ¿Por qué estaba tan a gusto con él? ¿Por
qué no temblaba de temor?
Fue muy consciente de sus pasos resonando por toda la habitación escasamente
amueblada. Oyó el crujido de tela mientras juntaba la ropa del suelo y el golpe de la
puerta al salir.
No, no era su amante. Si lo hubiera sido, habría sostenido su mano,
acariciándole la frente, envolviéndola con sus brazos. Habría hecho todo en su poder
para consolarla y ella habría agradecido su consuelo.
Se frotó la frente. ¿Cómo podía saber todo eso, pero no quién era? No tenía
sentido. ¿Qué estaba haciendo en el río? ¿Sabía nadar? Sí, creía que sí, pero las
ventanas revelaban una oscuridad absoluta allá afuera. ¿Por qué estaba sola en la
calle por la noche? ¿Habría estado sola? ¿O habría habido alguien más?
El dolor en la cabeza la azuzó, como un cuchillo. No quería pensar en ello, ni
tratar de averiguarlo ahora. Ya tendría tiempo. Estaba segura de ello. Una vez que
estuviera en su casa, cómodamente instalada en un entorno familiar, acogida en el
seno de su familia.
Otro fuerte dolor la acometió al pensar en su familia. Familia, amigos. ¿Quiénes
eran? ¿Estarían buscándola? ¿Acaso les importaba? Por supuesto que les importaba.
Era muy querida... ¿O no?
Todo sería contestado muy pronto, una vez que la llevara a su casa. Todo
volvería a tener sentido. No permanecería en ese oscuro vacío de la nada, no se
sentiría como si estuviera caminando a través de una densa niebla. Su cabeza cesaría
su palpitante repiqueteo.
Haciendo a un lado las mantas, sintió un escalofrío cuando vio sus piernas
cubiertas de barro. Él la había puesto en la cama sucia, muy sucia. ¿Qué clase de
hombre era que no se preocupaba por la limpieza básica?
¿Y cómo era que supuestamente la conocía, pero ella no tenía recuerdos de él?
No era alguien que pudiera olvidarse fácilmente. Nada en él parecía suave y
gentil. Sospechaba que era un hombre duro. Había sido bastante cortante con ella, al
principio al menos, hasta que se dio cuenta de que estaba teniendo dificultades para
recordar. Entonces había sido un poco más simpático hasta que había pedido el
baño. No podía entenderlo, no estaba segura de nada.
Llegó hasta el armario y abrió la puerta. No contenía casi nada. ¿Sería un
mendigo? No, poseía una residencia, y la conocía. Ella no confraternizaría con alguien
por debajo de su condición.
¡Cuidado! De dónde habría salido ese pensamiento. ‘Por debajo de su condición’.
¿Quién era? ¿Una princesa? ¿Una reina? Tal vez él era un guardia. La había rescatado
del río porque estaba obligado a hacerlo. No importaba quién fuera. Sólo importaba
que regresara a su casa lo más rápido posible y tratara de entender las cosas.
De un gancho, descolgó un abrigo. Un abrigo pesado, grande. Su abrigo. Se lo
puso, y le proporcionó calidez inmediata, la hacía sentir como si estuviera blindada.
Deslizándose hacia el fuego, le dio la bienvenida al calor en los dedos de los pies.
Podía oír la actividad en el cuarto de al lado. Los criados, sin duda, estarían
preparando su baño.
Trató de conjurar la imagen de los sirvientes, pero no pudo. Algunas cosas
parecían saberlas, y comprenderlas instintivamente. ¿Pero por qué no podía recordar
todo lo relacionado con su vida?
Las lágrimas le escocieron los ojos y parpadeó para disiparlas. No iba a llorar. No
se permitiría llorar. Eso era un indicio de debilidad, y habilitaba a que otros se
aprovecharan. No había llorado en años, no desde…
Oh Dios, su cabeza. Esa horrible sensación pulsátil insistiendo de nuevo. El
agotamiento de repente la venció. Pero no había sillas de felpa, ni sofás acolchados
para descansar. Al ver una silla de madera de respaldo duro contra la pared, la
arrastró más cerca del fuego y se sentó con un ruido sordo. No era propio de una
dama dejarse caer como un saco de harina.
No quería pensar, no quería cuestionar las cosas que sabía y las que no.
Se concentró en cambio en el hombre. Era muy hermoso, de una manera áspera
y tosca, similar a la costa de Cornualles. ¿Cómo conocía la costa de Cornualles?
Luchó contra el miedo que amenazaba romper la burbuja y consumirla. Jamás
debería mostrar miedo.
Sé fuerte. Nunca muestres debilidad, ni duda, ni falta de confianza en ti misma.
Concentrándose en las llamas crepitantes, luchó por recuperar la compostura.
Un perfume masculino flotaba a su alrededor. Lo había percibido antes también,
rodeándola. Le provocaba una agitación extraña en el estómago, un aleteo salvaje en
su corazón. Levantando el cuello del abrigo, apretó la nariz contra el paño. Drake.
¿Cómo podría ser cautelosa y sin embargo, confiar en él implícitamente?
Quería recordar que lugar ocupaba en su vida. Drake parecía ser lo único
tangible en ese momento. ¿Por qué estaba tardando tanto tiempo en volver con
ella? Mil preguntas se originaron en su mente. Él seguramente podría contestarlas a
todas.
Un apagado golpeteo sonó en la puerta. Lentamente se levantó, echó los
hombros hacia atrás y ladeó la barbilla. Se negaba rotundamente a dar indicios de lo
asustada que estaba de que ese gran agujero abierto en su vida amenazara con
tragársela.
–Adelante.
La puerta se abrió, Drake entró, y la habitación se encogió. Solo así.
Dominándola con su presencia. No sólo con su tamaño, sino con su porte. No era
alguien con el que se pudiera jugar. Era dueño de esa habitación, de esa residencia,
pero más que eso, era dueño de sí mismo.
¡Qué maravilloso sería no tener que responder ante nadie!
Ella frunció el ceño. ¿A quién respondería? Una imagen cruzó por su mente, pero
no permaneció allí el tiempo suficiente para examinarla y poder identificarla.
–Tengo una sala de baño.– Señaló hacia una puerta cercana a la chimenea. –El
agua está lista.
–Los sirvientes se tomaron bastante tiempo en prepararlo– dijo, caminando
hacia la puerta. –Me atrevo a decir que los malcrías demasiado.
Embriagada por la esencia, de su masculinidad, vaciló un instante antes de
entrar a la otra habitación. Sería prudente no mostrarse dubitativa, ni caminar con
los hombros caídos, o apartando la mirada. Las normas machacadas en ella gritaban
desde su propia naturaleza que no fueran olvidadas, a diferencia de otros aspectos
de su vida.
Se asombró por la enormidad de la bañera que le habían preparado. ¿Acaso
alguna vez había visto una tan grande? Pero seguramente la había construido para
adaptarse a su tamaño. No quería imaginar sus largas extremidades extendidas sobre
la tina de cobre, ni sus movimientos ondulantes en el agua.
No supo por qué repentinamente se sintió reacia a bañarse. Parecía obsceno
meterse en un baño que pertenecía a otra persona. Seguramente ella tendría uno,
pero no estaba allí, y no podía viajar por Londres cubierta de barro.
Levantó la cabeza. Giró en redondo y se paró en seco. Estaba apoyado en la
jamba de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho, la camisa desabrochada
revelando una ligera capa de vello. Había arremangado la prenda y sus antebrazos se
veían bronceados y musculosos, con las venas sobresalientes. Percibió la fuerza en
ellos. El poder. Quería recorrerle los brazos con las manos, tenerlos alrededor de su
cintura mientras apoyaba la cabeza en su pecho. Comodidad. Él le proveería una
inmensa comodidad. Pero sería totalmente inadecuado.
–¿Estamos en Londres?– Preguntó.
–Sí.
–Es extraño, las cosas que sé y las cosas que no.
Su ceño se frunció.
–¿Todavía no recuerdas nada de tu vida?
Lentamente negó con la cabeza.
–No, pero estoy segura de que todo se aclarará cuando esté de regreso en el
seno de mi familia.
Otro dolor atenazó su cabeza. Esos pinchazos se estaban volviendo bastante
molestos. Haciendo todo lo posible por ignorarlos, metió los dedos dentro del agua.
–Está demasiado caliente. Tendré que esperar a que se enfríe un poco. Mientras
tanto. Ordena que la doncella quite el barro de mi ropa y me la alcance tan pronto
como esté lista. De camino envía una sirvienta para que me ayude a lavar el pelo.
Echando un vistazo por encima del hombro, vio que no había movido un
músculo, que no fuera el su mandíbula, que parecía haberse convertido en granito.
–No te quedes ahí como si tuviéramos todo el día. Llama a la sirvienta, y luego
has que me preparen el carruaje.
–Tú eres la sirvienta.
–¿Disculpa?
Desplegó sus brazos, pulgada a pulgada, antes de avanzar hacia ella como un
inmenso gato salvaje.
–Para decirlo sin rodeos, Phee, tú eres la única criada de esta casa.
Capítulo 5

Sus ojos se abrieron horrorizados. Su mandíbula cayó. Por un momento, temió


que pudiera desmayarse, y tener que lanzarse a sujetarla antes de que cayera al
suelo.
Dios le ayudara, pero le tomó toda la fuerza de voluntad que poseía controlarse
para no echarse a reír y arruinar el momento. La mirada sorprendida en su cara...
habría pagado cien libras para verla así. No, un millón de libras.
No sabía que diablo lo había poseído para animarlo a decirle que era la sirvienta.
Había estado preocupado por ella mientras le preparaba el baño, trabajando lo más
rápido posible, para que se sintiera cómoda de poder estar limpia, una vez más, y
devolverla a su familia.
Y por todo ese trabajo, ni siquiera había recibido su agradecimiento. Ni una pizca
de gratitud. Sólo más demandas. ‘Ordena esto, ve a buscar aquello. El agua no es de
mi agrado. ¿Por qué eres tan lento? Soy demasiado importante como para tener que
esperar nada’.
Mantenía su nariz todo el tiempo apuntando al techo y nunca miraba hacia
abajo lo suficiente para notar las masas, o apreciar que el lujo en el que vivía se debía
al duro trabajo de los demás. Despertaba con las cortinas abiertas, el fuego
crepitante, y el agua caliente esperándola. Su ropa preparada, las camas limpias, y la
comida servida.
De repente, sintió que ya había tenido más que suficiente de ella. Malcriada,
mimada, sobreprotegida. Aburrida.
Debido a que podría haberse ahogado, los pensamientos desagradables sobre su
persona pincharon su conciencia, pero sólo un poco, no lo suficiente como para
lograr que se retractara de sus palabras. Dejaría que reflexionara un poco,
replanteándose su lugar en este mundo por unas cuantas horas más, hasta la
mañana, y luego regresaría a su casa. Se necesitaría tiempo, al menos para que la
ropa se secara lo suficiente como para que pudiera volver a usarla.
Aunque estuvieran un poco húmedas, seguramente también se quejaría de ello.
Él no tenía un carruaje que pudiera preparar para su comodidad por lo que tendrían
que caminar un poco y encontrar un cabriolé. Tampoco estaría contenta por eso.
Dudaba que alguna vez se hubiera montado en uno. Tal vez no recordaba quién era,
pero al parecer, por Dios, si acordaba lo que era.
–¿Qué quieres decir?– Preguntó.
–Quiero decir, que eres mi ama de llaves cariño.
Ella se alejó, rodeando la bañera, parándose al otro lado como si el hecho de
poner distancia entre ellos pudiera cambiar el significado de sus palabras. No quería
pensar en lo vulnerable e inocente que parecía perdida en el interior de su abrigo, y
que su cuerpo podría envolverla con la misma facilidad. No quería pensar en los
diminutos dedos de sus pies desnudos o cómo podría haberla restregado si no fuera
una arpía semejante. Shakespeare la habría adorado.
Aturdida, ella negó con la cabeza.
–Eso no puede ser cierto. Me gustaría saber…
–Ni siquiera sabes tu nombre. ¿Cómo podrías saber si eres una sirvienta?
La observó mirando de un lado a otro tratando desesperadamente de recordar.
Entonces la cabeza giró tan rápido para mirarlo que le sorprendió que no se hubiera
roto el cuello.
–¿Por qué estaba ordenándote que te ocuparas de todas las cosas si yo soy la
que debería hacerlas?
–¿Una expresión de deseo de tu parte? Tal vez todo esto de la pérdida de
memoria es un intento por evadir la responsabilidad de ocuparte del cuidado de mi
residencia.
No sabía por qué continuaba con esa farsa, sólo sentía que le proporcionaba un
placer perverso perturbarla. No era muy caballeroso de su parte, pero ¿acaso no lo
había acusado antes de ser un canalla y un sinvergüenza? Sólo se esforzaba por
cumplir con sus expectativas. Además no parecía estar sufriendo físicamente las
consecuencias de su baño en el Támesis. En cuanto a su memoria, tampoco parecía
estar sufriendo la pérdida de forma inconsolable. Estaba bastante seguro de que
volvería a recordar en cualquier momento. Sólo sufría una confusión temporal. Nada
más.
–Una sirvienta– repitió, como si estuviera a punto de desmayarse ante la mera
enunciación de la palabra. –¿Tu sirvienta?
–Exacto. Te sugiero que aproveches el baño. Puedes dormir en mi cama por el
resto de la noche, ya que es más cómoda que la tuya. Por la mañana podremos
volver a discutir el asunto.
En la mañana, te confesaré mi maldad y te llevaré a tu casa.
Antes de cambiar de opinión y confesarle todo en ese momento, giró sobre sus
talones para irse.
–¡No espera!
Mirando hacia atrás, se negó a sentirse culpable al ver su angustia. Ella sólo se
preocupaba por sus propias necesidades, nunca por el sufrimiento de los demás.
Estaba bastante seguro de que no era el único que había sido objeto de esa lengua
viperina. Además, tampoco era como si estuviera dándole latigazos.
Con un resoplido, sacó los brazos de su abrigo aunque al parecer se le hacía
extremadamente difícil retorcerse las manos, aunque se las arregló.
–No puedo ser una sirvienta.
–¿Por qué no?
–No siento... que sea correcto. No lo siento así. ¿Cuáles son mis deberes
precisamente?
–Todo. Fregar los pisos, preparar mis comidas, pulir mis botas, planchar mis
camisas, hacer mi cama, preparar mi baño. Hacer cualquier cosa que necesite.
–No es de extrañar que saltara al Támesis– murmuró.
–¿Recuerdas haber saltado?– Preguntó, dando un paso hacia ella,
preguntándose si el impacto de sus palabras habría influido en su memoria. –¿Te
acordaste ahora?
–No, pero tengo que haber saltado. ¿Cómo si no podría haber llegado ahí?
–Un accidente. Tal vez te resbalaste.
Se frotó la frente.
–No importa. Eso es el pasado. Ahora lo importante es que– abrió los brazos –
ésta no puede ser mi vida.
–¿Por qué no? Es una buena vida. Como estoy seguro que recordarás una vez
que estés adecuadamente descansada. Duerme tanto como desees. Dadas las
circunstancias no voy a descontarte el día de tu paga. Como parece que necesitas
que te recuerde tus deberes, hablaremos de ellos en la mañana.
Salió y cerró la puerta tras de sí. No quería contemplarla quitándose el abrigo y
metiéndose en su bañera. El agua sin duda estaría tibia. Tal vez no tendría que
llevarla a su casa cuando despertara.
Tal vez por un día trataría de ponerla en los zapatos de un sirviente. Sólo por un
día. No había razón para preocupar excesivamente a su familia con una ausencia
prolongada.
Riéndose apagadamente, sacudiendo la cabeza, se dirigió a la planta baja.
Tendría que hacer lo que pudiera para quitar el barro de su ropa. Se detuvo. Si se las
devolvía, la calidad de las prendas delataría que no era una sirvienta. Ella parecía
recordar las cosas básicas. Tendría que hacer un viaje apresurado con las primeras
luces para adquirir alguna ropa adecuada.
¿Estaba realmente convencido de continuar con esa farsa?
Era ridículo siquiera considerarlo. Ella era la hija de un conde. Grace nunca lo
perdonaría por causarle pesar a su amiga. Pero en definitiva nadie tenía por qué
saberlo. Conociendo a Lady Ofelia, estaba seguro de que nunca revelaría lo que había
ocurrido durante los días de ausencia. Aunque no recuperara la memoria por
completo, una vez que regresara a su casa y comprobara cuál era su posición en la
sociedad, la arrogancia que caracteriza su existencia volvería con toda su fuerza.
¿Qué mal podría causarle experimentar por un corto tiempo otro tipo de vida?
Mientras se hundía en el agua, Phee descubrió que estaba casi tibia. Lamentó
haberse distraído por las revelaciones de Drake retrasando así su baño.
Una sirvienta. Era una sirvienta. Peor aún, era SU sirvienta. La única a su
disposición, al parecer. Parecía terriblemente... No, eso no podía ser cierto. No podía
imaginarse fregando suelos y sacudiendo muebles.
Recogiendo los mechones enredados de su largo cabello, se preguntó cómo
haría para lavarlo. ¿No era una tarea que instintivamente debería saber cómo
realizar? Seguramente había lavado numerosas cabezas. Sin embargo, no tenía idea
de cómo hacerlo. Tal vez no era más que una ilusión ese sentimiento de niña mimada
que la embargaba. Como Drake había dejado entrever, el deseo de vivir una vida
muy diferente a la que tenía.
Se sumergió por completo bajo el agua, y sintió un rugido en sus oídos. El pánico
se apoderó de ella. ¡Aire! ¡Necesitaba aire! ¡Iba a morir!
Salió, casi sin aliento, con avidez infló sus pulmones hasta que le dolieron, y no
pudo llenarlos más. Doblando las rodillas contra el pecho, envolvió sus brazos
alrededor de las piernas, y luchó para aplacar el temblor. Se había sentido otra vez
sumergida en el agua helada del Támesis. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿No
debería saberlo? ¿Había sucedido algo horrible en ese lugar? ¿Sería esa la razón por
la que no recordaba nada? ¿O acaso no quería volver a recordar? ¿Tenía algo que ver
con Drake Darling?
¿Qué clase de hombre era en definitiva? Recio, por un lado, suave por el otro.
Alguien muy difícil de describir. Era amable e interesado en un momento, pero duro
e inflexible al siguiente, como si hubiera hecho algo para enfadarlo, o por lo menos
irritarlo. Tenía la sensación de que mucho no la toleraba. Entonces ¿por qué no la
despedía? ¿Por qué emplearla como sirvienta?
¿Sería por su desempeño ejemplar? Tenía que serlo. No era de las que se
conformaban con menos. Estaba segura. El trabajo mal hecho no debía ser tolerado.
Esa era la razón detrás de su resentimiento por tener que esperar demasiado tiempo
para el baño.
Tomando la pastilla de jabón, comenzó a restregar su pelo, su cuerpo. Ahora
pudo notar un moretón aquí y otro allá. Y dolores, tantos y tan diversos. Como si la
hubieran golpeado. Supuso que había sido por la corriente del río. A medida que el
agua de la bañera se fue oscureciendo, comenzó a llamar a su doncella y…
Y se detuvo. ¿Por qué sentía que era algo natural llamar a alguien para que
vaciara la bañera y la llenara con agua limpia? Ordenar que lo hicieran una y otra
vez. Hasta que toda la suciedad hubiera desaparecido.
Pero según Drake no había nadie a quien llamar. Y ciertamente no quería que él
mismo fuera a ayudarla. No se sentía suficientemente limpia, pero tendría que
bastar. Al salir de la bañera, cogió una toalla y lo frotó enérgicamente sobre su
cuerpo, luchando para sentirse más limpia. ¿Por qué no podía sentirse satisfecha?
No estaba muy segura de que ese sentido de falta de higiene tuviera que ver con
el barro. Era ella, algo en ella. Algo que no tenía ningún deseo de explorar.
Atándose la toalla sobre los senos, se acercó al espejo con cautela, desconfiando
de lo que podría revelar. Primero observó su cabello. Estaba mal, terriblemente mal.
Salvajemente enredados, los mechones rubios caían en cascada sobre sus hombros.
No podía recordar haberlos cepillado, pero seguramente debía haberlo hecho. Trató
de ordenarlos hacia arriba. Sí, esa era la forma en que debían acomodarse. Aseados,
ordenados, con algunos rizos libres para enmarcar su cara.
Inclinándose, estudió más de cerca sus rasgos. Reconoció los ojos verdes, la
nariz, la barbilla, las mejillas. ¿Por qué no podía recordar nada más? Se sentía como
entrando y saliendo de la niebla.
Al mirar hacia abajo, vio un cepillo de plata. Pudo notar algunos pelos negros
enredados en las cerdas. Había tal intimidad implícita en el uso de un peine ajeno…
pero no tenía otra opción. No sabía dónde estaba el suyo o si acaso tenía uno. Tal vez
de tanto pensar terminaría volviéndose loca.
Levantó el cepillo. Lo sintió muy pesado y sólido. Desde luego, no era barato.
¿Cómo sabía eso?
Se esforzó por desanudar los enredos. Era una extraña sensación. No recordaba
haberse ocupado de su cabello antes. Pero sin duda lo había hecho. No creía haber
sido una bárbara que fuera por la vida despeinada y con el pelo ensortijado. Una vez
desenredado, cuando el cepillo finalmente se deslizó fácilmente por su cabellera, se
lo recogió en una trenza y se fue a la cama, con la absoluta certeza de que no podía
dormir desnuda pero… ¿dónde conseguiría un camisón?
Después de ponerse otra vez el pesado abrigo, abrió cautelosamente la puerta y
miró hacia fuera. El dormitorio estaba vacío, gracias a Dios. De pronto el
agotamiento, la venció y notó algo más. La cama que había dejado deshecha, ahora
estaba ordenada, con una esquina doblada. Como debía ser, esperando que ella se
deslizara entre las sábanas.
Levantando las mantas, examinó las fundas. No había barro ni lodo. Había
reemplazado las sábanas sucias por otras limpias. Por desgracia, no había dejado un
camisón para ponerse.
Caminó hacia la cómoda, abrió un cajón y miró dentro, agradecida de encontrar
lo que había estado buscando. Teniendo en cuenta su inmenso tamaño, en
comparación con el suyo, decidió que una de sus camisas cuidadosamente dobladas
sería suficiente. Dejando caer al suelo el abrigo, se puso la prenda de lino sobre su
cabeza. El material era increíblemente suave. No era la vestimenta de alguien de la
clase baja.
¿De dónde había salido ese pensamiento?
Por supuesto que tenía sentido. El propietario de una residencia, tenía un
sirviente. Ella era esa sirvienta. Esa admisión se negó a afianzarse. Parecía ir en
contra de cualquier pensamiento racional. Sin embargo, él no tendría ninguna razón
para mentirle.
Con un suspiro, se acercó a la cama, a la que se subió con un poco de esfuerzo,
¿por qué no tendría una escalerilla? No la necesitaba debido a su asombrosa
estatura. ¿Acaso ninguna mujer visitaría su cama? Supuso que si lo hicieran, las
levantaría y las acostaría en ella. Sí, podía ver eso muy claramente.
Eso mismo había hecho con ella, la había acostado en esa cama. De haber estado
de pie, podría haber perdido el equilibrio debido a la debilidad de sus rodillas. Se
tapó con las mantas y se acurrucó sobre su costado. Le había quitado la ropa, y muy
probablemente la había tocado, y, sin embargo...
No creía que hubiera aprovechado la ocasión para sacar ventaja. Algo en él
hablaba de honor. O tal vez fue era un deseo de su parte. Estaba cansada de tratar
de encontrarle un sentido a todo esto. Sólo quería dormir.
Cuando se despertara, tal vez descubriría que todo había sido sólo un sueño.

***
No era un sueño. Se despertó en la misma cama en la misma alcoba con el
mismo hombre a los pies de la cama ahora. Quiso indignarse por su intrusión, pero
era su habitación, su cama, su casa. Y ella era su sirvienta. Tenía el derecho de hacer
lo que quisiera.
–¿Cómo te sientes?– Preguntó.
Perdida, confundida, aterrorizada, pero no podía confesar nada de eso.
Instintivamente, sabía que tenía que mantener todos sus sentimientos controlados,
tal como era su costumbre, no revelar nada más allá de una fachada confiada.
–Muy bien, gracias.
–¿No te duele la cabeza, o el cuerpo?
–Un poco de dolor aquí y allá, pero nada con lo que no pueda vivir.
–¿Tus recuerdos?
Frunció el ceño, deseó poder mantener esa información para sí misma, pero lo
necesitaba para ayudarla a recordar.
–Es como si no hubiera existido antes de despertarme en la cama.
Él no se movió, simplemente la miró, y sin embargo, lo sintió vacilar. En cuanto
al por qué, no tenía ni idea, pero tampoco tenía una idea respecto a cualquier cosa
de importancia. Consideró la posibilidad de inundarlo con un aluvión de preguntas,
pero no estaba segura de querer saber las respuestas.
–¿Tienes hambre?– Preguntó.
Ahora que lo preguntaba…
–Bastante hambrienta en realidad. Necesito desayunar lo más rápido posible.
Una esquina de su boca se curvó hacia arriba antes de volver a ponerse serio, y
creyó detectar satisfacción en el brillo de esos ojos negros. Ojos familiares. Podía
verse a sí misma mirándose en ellos, perdiéndose en las profundidades de obsidiana.
Sus propios ojos eran de un verde vivo, un color bonito, pero no había nada bonito
en los suyos. Ellos hablaban de oscuros secretos y viajes más oscuros. Una vida dura,
incluso.
–Supuse que querrías desayunar– dijo arrastrando las palabras –pero
evidentemente has olvidado que eres la encargada de preparar el desayuno así que
espero estar a la altura de tus expectativas con mis torpes esfuerzos.
Su estómago gruñó, sin duda protestando ante sus palabras tan marcadamente
como su mente lo hacía.
–¿No tienes un cocinero?
–Soy soltero. No tengo ninguna necesidad de mantener un plantel completo de
sirvientes. Contigo me las arreglo bastante bien.
Si no estuviera todavía en la cama, se habría hundido en una silla o en el suelo.
Cuando le había dicho que era la sirvienta de la residencia, no se había dado cuenta
de la verdadera magnitud de sus funciones. ¿También preparaba las comidas?
–Sin embargo– continuó –como has soportado una especie de calvario anoche,
me tomé la libertad de prepararte una comida. No estaba muy seguro de si te
habrías recuperado lo suficiente como para reanudar tus funciones hoy. Estoy muy
aliviado al ver que pareces bastante repuesta. Por desgracia, la ropa que llevabas
anoche no pudo rescatarse así que te he traído otra muda.
Indicó la silla y vio la pila de ropa, cuidadosamente doblada, y apilada.
–Mientras te vistes, esperaré en el pasillo, y luego daremos una recorrida para
ayudarte a familiarizar con la residencia y tus responsabilidades. No te demores. La
comida se enfría.
Giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta.
–¡Espera!
Todo estaba ocurriendo demasiado rápido, y parecía tan incierto.
Se detuvo en la entrada y la miró.
–¿No recuerdas cómo ponerte la ropa? ¿Necesitas mi ayuda?
Una imagen de él quitándole la camisa sobre la cabeza cruzó por su mente. Sus
manos atando los cordones de su corsé, los nudillos deslizándose sobre las cimas de
sus pechos. El calor la invadió, y sospechó que se había sonrojado tanto como una
manzana.
–No, estoy bastante segura de que puedo hacerlo sola– dijo con voz suave. Se
aclaró la garganta. –Yo solo... No sé si estoy preparada para reanudar mis deberes.
–Tómalo lentamente hoy. Descansa cuando lo necesites. No soy un bruto, sólo
esperaba que te sintieras más ansiosa por rodearte de cosas familiares.
Salió de la habitación, cerrando la puerta tras él. Tenía razón: estaba más que
ansiosa por rodearse de lo familiar. Trepando fuera de la cama, se acercó a la pila de
ropa como si pudiera morderla. Levantó la camisa áspera y rugosa. Nada de eso se
sentía familiar, nada de nada le parecía familiar.
Temía no poder encontrar las respuestas dentro de sí misma. Se preguntó por
qué tampoco creía que las encontraría con él.

***

Iba a arder en el infierno.


Cuando Drake se apoyó contra la pared del pasillo, ese pensamiento reverberó
en su cabeza, junto con imágenes de Ofelia tendida en su cama. ¿En qué tipo de
granuja se había convertido como para conjurar la visión de su camisa envolviendo el
cuerpo de Ofelia, como si hubieran compartido una intimidad que había dado lugar a
su desnudez? Había luchado por no notar la piel desnuda de la mujer que había
desnudado la noche anterior, pero era un hombre y su mente se había llenado con
imágenes sensuales que ahora que podía contemplar su piel rozando la tela de su
camisa, se hacían realidad.
Le había parecido tan inocente en el sueño que había decidido renunciar a su
nefasto plan de hacerle pasar veinticuatro horas en la piel de una sirvienta, pero
entonces le había ordenado preparar su desayuno... y su buena voluntad se había
diezmado, trayendo a la memoria otros momentos en los que la había visto tratar
con la misma dureza a sus propios siervos. Incluso sin tener idea de quién era
realmente, se las arreglaba para interpretar a su verdadero yo y demostrar la
soberbia que la caracterizaba.
Había hecho una donación muy generosa por las ropas de caridad que había
comprado a la iglesia. Le irritaba haber acertado en sus medidas, su altura, y el
volumen de su torso. Pero se sabía un agudo observador de la figura de las mujeres
desde que tenía dieciséis años y había descubierto los placeres de la carne. Así que
no era su persona quien había obtenido su atención, sino el mero hecho de que era
una mujer.
Una mujer que lamentaría el día que lo había llamado muchacho. Siempre y
cuando su memoria regresara y pudiera recordar cómo lo había desairado.
La puerta se abrió. Se enderezó. Su pelo aún estaba trenzado, pero su rostro se
veía sonrojado, como si estuviera recién fregado. Aunque el vestido le quedaba muy
bien, parecía fuera de lugar en ella, deteriorado y desgastado. La hacía parecer frágil.
No quería pensar que tenía derecho a lucir el mejor de los vestidos en lugar de algo
tan humilde y sencillo. Se abotonaba hasta el cuello, y las mangas eran largas. Se
frotaba las manos sobre los brazos como si el lino la irritara. O tal vez simplemente
era la sensación de que esa vestimenta sencilla estaba fuera de lugar en ella. O
simplemente tenía frío.
Tendría que preguntarle, pero no quería que su resolución se debilitara por
simpatía o compasión. No podría hacerle mucho daño pasar un día experimentando
la vida de una sirvienta. Alejándose de la pared, le preguntó:
–¿Algo de esto te suena familiar?
Sus ojos verdes se abrieron con asombro, con el ceño fruncido, negó con la
cabeza.
–¿Cuánto tiempo tengo trabajando aquí?
–Quince días.
Antes de que pudiera hacer más preguntas, comenzó a caminar hacia el final del
pasillo.
–Por aquí.
Sus pasos se hicieron eco entre las paredes desnudas. Aún tenía que comprar
alfombras para los pisos de madera. Tenía mucho por hacer. Después de llegar a la
última habitación de la derecha, abrió la puerta.
–Tu dormitorio.
Ella vaciló, como si temiera entrar en las fauces de una gran bestia.
–¿Mi cuarto está en el mismo piso que el tuyo?
–Soy una especie de empleador considerado. Las habitaciones aquí arriba tienen
chimeneas. Las habitaciones superiores, donde sé que deberían alojarse los
sirvientes, no.
–Muy amable. Supongo que tendré que aceptar su palabra ya que no recuerdo
lo que se siente ser su empleada. Ni la empleada de nadie. No puedo imaginarlo. En
verdad, no tengo ni el más pequeño recuerdo de formar parte de la servidumbre.
–Estoy seguro de que todo va a volver a la normalidad una vez que comiences
con tus actividades.
–Espero que así sea.
Con pasos cautelosos se acercó y se asomó a la habitación. No pudo dejar de
notar el horror que cruzó su rostro. El espacio contenía poco más que el catre
desnudo que había usado hasta que su cama había sido entregada y un montón de
ropa que había comprado apresuradamente esa mañana. Dudaba que tuviera que
utilizar otra muda antes de que la regresara a su casa el día siguiente.
–¿Duermo en esa cama?– Preguntó.
–Después de todo eres una sirvienta.
Caminando por la habitación, miró a su alrededor.
–Tengo la impresión que debería haber transformado este lugar en algo más
acogedor.
–Dudo que hayas tenido el tiempo, con todas las tareas de las que debes
ocuparte.
–¿Realmente soy su única sirviente?
–Eres todo lo que necesito en este momento. Ven. Voy a explicarte cuáles son
tus deberes mientras nos dirigimos a la cocina, y conseguimos algo de sustento.
Marchando hacia la escalera, oyó el golpeteo de los pies detrás de él.
–Las plantas necesitan ser barridas y pulidas, por supuesto. Los estantes y
repisas desempolvados.
Se apresuró a bajar las escaleras y entraron por un pasillo, sin pasar por el salón
principal, que contenía sólo una chimenea con una repisa polvorienta. Cuando
percibió que las habitaciones estaban vacías, tomó consciencia de todo lo que faltaba
en la residencia. Incluso la biblioteca, su santuario, había sido decorado solamente
con un amplio escritorio y una silla. Había ordenado algunas piezas que llegarían
pronto, pero en su mayor parte aún había que decidir qué iba a hacer con todo el
espacio sobrante. A veces pensaba que sería inútil comprar muebles, pinturas y
estatuas cuando su intención era no casarse nunca. Sabiendo de la existencia de esa
maldita oscuridad que corría por su sangre, no tenía ningún deseo de perjudicar a
una mujer que podría amarlo, ni transmitirla a sus futuros hijos. Hacía tiempo que
había aceptado lo que era, y este último esfuerzo de su parte sólo confirmaba lo
bastardo que era.
Salió de la biblioteca con apenas una mirada de reojo, Ofelia penosamente lo
seguía como un perrito obediente. Luchando para acallar su conciencia, se recordó
que esa parodia sólo sería por un día.
Cuando la verdad saliera a la luz, Ofelia se pondría furiosa, ya sea que recuperara
su memoria o no, pero hacía mucho tiempo que sabía cómo ignorar sus diatribas. Tal
vez con esta pequeña lección, sus sirvientes sufrirían un poco menos sus malos
tratos.
Casi se rió por la justificación a su comportamiento. Siempre había sido honesto
consigo mismo. Debía ser honesto ahora. No estaba haciendo esto por el bien de los
criados. Lo hacía porque Lady Ofelia Lyttleton había sido una espina en su costado
desde que tenía la edad suficiente para hablar coherentemente.
Llegando al fin de la recorrida, se dio la vuelta para mirarla.
–La cocina, por supuesto. Espero que disfrutes del desayuno.
Era algo insignificante: huevo duro, pan tostado, avena y leche.
Su nariz estaba arrugada como si le hubiera ofrecido estiércol de vaca.
–Me gustan los huevos a la crema.
Apoyado en la mesa con los brazos cruzados sobre el pecho.
–No sé cómo preparar huevos a la crema.– Indicó la estufa. –Pero puedes
preparártelos tú misma.
Con tres dedos, se frotó la frente.
–Sé que los prefiero, pero no recuerdo cómo hacerlos.– Lo miró a los ojos. –¿Por
qué me acuerdo de algunas cosas, pero no de todo?
En ese caso particular, sospechaba en verdad no tenía ni idea de cómo preparar
huevos a la crema.
–No estoy familiarizado con las secuelas de tu condición, aunque no pareces
estar sufriendo físicamente.
Por el cual se sentía agradecido. Se alivió su conciencia.
Ella extendió su brazo en un amplio círculo.
–Nada de esto, ninguna de las habitaciones me parece familiar. ¿No debería
conocerlas si he estado ocupándome de ellas?
–Sólo has estado aquí un rato. Deberías comer. Tal vez si recuperas las fuerzas,
podrás recuperar la memoria.
Con cautela, como si no acababa de confiar en él, se acercó a la mesa y se quedó
junto a la silla, sin duda, un hábito arraigado en un lacayo para saltar a cumplir sus
órdenes.
–Debes retirar la silla de la mesa para sentarte en ella– le dijo.
Ella obedeció sus instrucciones, frunciendo el ceño.
–Parece extraño, como si nunca lo hubiera hecho antes.
Levantando una cuchara, quebró la parte superior de su huevo.
–Parece que al menos comes huevos duros a veces– señaló.
Ella frunció el ceño.
–Éste está cocido. Me gusta la yema blanda.
–Eres un poco pretensiosa, ¿no crees? El agua del baño templada, las yemas
blandas…
Levantó la cabeza.
–¿Es una crítica? ¿Tener preferencia por lo que a uno le gusta?
–Puede ser, si menosprecias a los que no preparan las cosas exactamente a tu
gusto.
–Pero si yo no digo como prefiero las cosas, ¿cómo vas a saberlo?
–En el futuro, no seré yo quien prepare tu baño o tu desayuno. Deberás hacerlo
tú. También tendrás que preparar mi baño y mi cena. Para la comida de esta noche,
encontrarás un faisán en la nevera.– Se alejó de la mesa. –Generalmente me
despierto a las cinco. Primero el baño y después la comida.
Echó a andar hacia la puerta. Ella salió de la silla como si hubiera encendido un
fuego debajo de ella.
–¡Espera!
Se detuvo, la miró. La duda en su rostro, había reemplazado a la soberbia.
–¿Me estás abandonando?
–Sí, he estado despierto toda la noche. Estoy listo para irme a la cama.
Sus rasgos parecieron plegarse de asombro, y gratitud, lo que debilitó
momentáneamente su determinación.
–Te quedaste sin dormir por atenderme– dijo en voz baja.
–No, sólo por atenderte, también por mi ocupación. Soy una criatura de la
noche, la oscuridad es mi vida. Duermo durante el día.
La suavidad se disipó.
–¿Cuál es tu trabajo?
–Me encargo de un club de caballeros.
–¿Un lugar de pecado?
–Correcto.
Su ceño se frunció, una vez más.
–¿Cómo puedo saber que es un lugar de pecado?
–Te voy a dejar que lo medites. Si te doy todas las respuestas, puede que nunca
recuperes la memoria. Creo que necesitas ejercitar el cerebro. Despiértame a las
cinco, después de haber preparado mi baño.
Esta vez cuando la dejó no lo llamó, y se preguntó por qué lo inundó una
punzada de decepción. Había dicho la verdad. Si le daba todas las respuestas a sus
preguntas, su memoria, no volvería. Trataría de dormir y no soñar con Ofelia
tramando su propia venganza contra él. Su baño hirviendo, el faisán mezclado con
arsénico.
Subió las escaleras, entró a su dormitorio, y se detuvo. Las sábanas estaban
arrugadas, su camisa tirada en el suelo. Debería ordenar otra vez la habitación.
Cuando había llegado al cuarto esa mañana, había recuperado su abrigo de donde lo
había abandonado la noche anterior y lo había colgado de nuevo en el armario.
Recogió su camisa, la dobló y la puso en la silla, para ser lavada después. Le
gustaba el orden y la rutina, y era bastante obsesivo con la limpieza, después de
pasar los primeros años de su vida viviendo en la miseria. Recordó la primera vez que
la duquesa lo había bañado. Había temido perder su piel en la friega, y aunque se
había quejado ruidosamente, también se había sentido renacer.
Su mente cansada viajaba en cavilaciones disparatadas. Sin duda, también era la
razón por la que su plan de hacer pasar a lady Ofelia por su sirvienta le había
parecido una magnífica idea. En definitiva eso no le haría mucho daño.
Se quitó la camisa, la dobló y la puso con la otra. Después de tirar de las botas,
añadió el pantalón y la ropa interior a la pila. Luego subió a la cama, se acostó, y
acomodó las mantas sobre su cuerpo. La fragancia de su jabón de limón flotaba a su
alrededor, pero mezclado con la esencia de ella, apoderándose de su piel bajo las
mantas. Su cuerpo reaccionó rápida y dolorosamente. Se maldijo por pensar sólo en
los pechos, los muslos y el dulce refugio que residía entre ellos.
Esforzándose por controlar sus necesidades, conjuró su mirada dura y su larga y
aristocrática nariz ordenándole tareas serviles, desairándolo pública y privadamente,
cada vez que podía. Mantente alejado de mí, había marcado con frecuencia y
precisión. No eres lo suficientemente bueno.
¿Qué le importaba lo que pensaba de él cuando su actitud lo reflejaba a la
perfección? Tal vez eso era lo irónico. Lo veía más claro que cualquier otra persona, y
en eso estaban totalmente de acuerdo
Capítulo 6

No podía recordar cómo cocinar huevos a la crema, pero tampoco creía saber
cómo preparar el faisán. Querido Dios, ni siquiera sabía cómo encender la estufa.
Mordisqueó el pan tostado. Le gustaba con más mantequilla, así que ¿dónde
podía encontrar un poco? En la nevera, supuso. Dejó la silla de madera de respaldo
duro, y se preguntó si existiría un mueble más incómodo en el mundo No podía
imaginar tener que sentarse en ella durante cada comida. Necesitaba una almohada.
Suavidad, confort. ¿Por qué alguien debería conformarse con menos?
Se acercó a la caja de madera, liberó el pestillo, abrió la puerta y gritó.
Un pájaro la miraba acusadoramente.
Cerrando la puerta, dio un paso atrás, con la respiración áspera y poco profunda.
Estaba muerto, sabía que estaba muerto, pero todavía tenía sus ojos, y toda su
cabeza. No podía cocinar algo que tenía la capacidad de mirarla, y hacerla sentir
culpable.
Drake Darling iba a tener que conformarse con otra cosa para la cena, porque no
tenía ningún deseo de tocar esa criatura. Temblando, se frotó las manos sobre los
costados y luego deseó no haberlo hecho porque la tela picaba. Era increíblemente
dura y áspera. Pensó en la camisa suave del señor Darling, que había usado, y que
anhelaba ponerse una vez más. No le importaba que fuera suya. Esa ropa era mucho
más de su agrado.
En cuanto a la cena, bueno, era temprano, así que tenía varias horas para decidir
cómo iba a manejar eso. Pan y mantequilla quizás. Sólo que buscar la mantequilla
significaba enfrentar esos ojos pequeños y brillantes del faisán de nuevo. Pan sólo
entonces.
El hombre tenía que contratar un cocinero. No podía esperar que administrara la
casa y la cocina, aunque aparentemente fuera su tarea. Se dejó caer en la silla. Nada
de eso tenía sentido, nada de eso parecía correcto.
Supuso que podría sentarse allí todo el día en la incómoda silla, meditando, pero
no tenía derecho. Una vez que comenzara a desempeñar sus labores, todo volvería a
su lugar.
Levantándose, miró a su alrededor en busca de su delantal. Abrió la puerta,
examinó la despensa, miró en los cajones. No pudo encontrarlo. En su habitación, tal
vez. Como no tenía prisa para empezar a fregar y pulir, comenzó a deambular por los
pasillos y habitaciones, en busca de algo que le resultara familiar. No pudo
encontrarlo, pero pudo ver el potencial en las habitaciones, imaginó el mobiliario
que debía encajar en cada una de ellas, las pinturas que adornarían las paredes, y las
esculturas que agregaría a cada ambiente. ¿Cómo sabía tanto de decoración?
¿Dónde había servido antes de ir a trabajar allí? ¿Quién era su familia? ¿Todavía
tendría contacto con ellos? ¿Les enviaría su salario? ¿Cuánto ganaría? Obviamente
no mucho cuando su ropa era tan terriblemente áspera y tosca.
Vagó por las escaleras y se detuvo fuera de la alcoba de Darling. Él estaba
durmiendo en la cama enorme. ¿Sería adecuado estar a solas con él en la residencia?
¿Nadie se preocuparía por su reputación?
Cuanto más tiempo pasaba despierta, más preguntas surgían. Continuó por el
pasillo vacío, sus pasos resonando entre las paredes. Necesitaba alfombras, tapices,
algo para absorber el sonido. No podía pasar todo el día recorriendo la casa. Sin
embargo, se inspiraba con cada paso. Como al parecer la había salvado de morir
ahogada, suponía que debería mostrar más consideración hacia él.
Al entrar en su habitación, una vez más se sorprendió por la sencillez de la
misma y la falta de detalles personales. Sentada en el borde de la cama, fue golpeada
por lo difícil de la situación. Seguramente debería recordar el lugar donde dormía.
Por otro lado, su malestar por no recordar iba en aumento.
Se inclinó, examinó cada pieza de ropa que parecía estar esperando su
inspección. Nada de eso parecía ser de su gusto. Aparte del hecho de que todo
estaba bastante fuera de sus estándares. Miró a su alrededor. ¿Cuáles serían
precisamente sus estándares?
Su cabeza empezó a dolerle. ¡Maldición! No recordar era bastante molesto. No
podía imaginar dónde más podría haber puesto un delantal. ¿Acaso lo habría llevado
puesto la noche anterior cuando había resbalado en el río? o… ¿Darling, lo habría
arrojado a la basura con el resto de su ropa arruinada?
No importaba. Por lo que sabía, tenía mucho para mantenerse ocupada. Polvo,
le había dicho. Comenzaría por la biblioteca, donde los muebles y estantes atraerían
motas y telarañas.
Después de regresar a la cocina, donde encontró un trapo, se fue a la biblioteca.
A pesar del escaso mobiliario de la habitación, se percibía una marcada identidad
masculina. Podía verlo trabajando detrás del escritorio grande y oscuro, la cabeza
inclinada, concentrado mientras escribía diligentemente en libros de contabilidad. La
lámpara arrojaría una luz tenue sobre su obra. ¿Buscaría su consejo en esos asuntos?
¿Le importaría su opinión? No podía verse ofreciéndosela si tenía una.
Bordeando la mesa, se sentó en la silla de cuero grueso y suspiró con placer.
Encantadora. Al igual que su cama. Parecía que no escatimaba dinero en su propia
comodidad. En el futuro tomaría sus comidas allí. O tal vez comería en su cama.
Frunció el ceño. Había comido en la cama antes. Probablemente cuando él no
estaba allí. Podría satisfacer sus caprichos cuando él no estuviera presente. Si luego
limpiaba todo correctamente nunca sabría qué hacía uso de sus bienes.
Caminando hacia las estanterías, dio una pasada con el trapo con poco
entusiasmo en los estantes que estaban vacíos de todo, menos polvo. No podía decir
mucho acerca de sus habilidades de limpieza, aunque para ser justos le resultaba
bastante difícil de tomar en serio. No encontraba ningún placer en esa tarea. No era
divertido. ¿Sería esa su vida?
Entrecerró los ojos cuando una imagen cruzó por su mente. Volúmenes de
cuero. Dickens. Austen. Shakespeare. Podía verlos en fila, uno detrás de otro. Letras
doradas en relieve. Levantó sus dedos como si pudiera tocarlos. Había leído esos
autores y más. Le gustaba leer. No, ¡le encantaba leer! Le gustaba ser arrastrado a un
mundo diferente al suyo, con personajes que no se sintieran juzgados.
Mientras consideraba lo que podía ser su vida, entendió que era probable que
quisiera escapar de ella. Pero ¿quién la juzgaba? Alguien mejor que ella. Pero
¿quiénes eran?
Si los libros eran tan importantes, ¿por qué no había ninguno en su habitación?
Debido a que eran costosos. Una vez más, otro dato que conocía.
Se apartó de los estantes y la habitación pareció dar la vuelta a su alrededor.
Comenzó a tararear una melodía familiar. Levantando los brazos, se tambaleó y
empezó a mover sus pies al ritmo de la música que sólo ella podía oír. Sabía la
canción, conocía los movimientos.
Y estaba convencida con cada fibra de su ser que no pertenecía a ese lugar.
–Yo sé cómo bailar el vals.

***

Entrecerrando los ojos contra la luz del sol que entraba en la habitación, Drake
miró a la mujer que estaba cerca de los pies de su cama. Lo había despertado con su
llamada. ¿Por qué no se sorprendía de que no le importara nada interrumpir a un
hombre de su merecido descanso?
–¿Perdón?
–Yo sé cómo bailar el vals. Puedo oír la música. No, es más que eso. Sé de
música. Me atrevería a decir que, si tuviera un piano, yo sería capaz de reproducirla.
Chopin. Beethoven. Mozart. Puedo ver mis dedos volando sobre las teclas de marfil.
Me veo bailando con un caballero. Puedo leer. Dickens. Austen. Browning. Puedo
citar pasajes de esos autores.
Se sentó de golpe, sin importarle que las mantas cayeran a su cintura.
–¿Y cuál es tu punto?
Ella parpadeó, miró su pecho, pensó. Sus labios se separaron ligeramente, y no
supo por qué sintió la necesidad de inhalar profundamente, expandir el pecho y
golpearse como un gran simio en los jardines zoológicos. Nunca le había preocupado
impresionarla. No iba a empezar ahora.
Tragando, agarró el dosel de la cama, como si necesitara su solidez para poder
permanecer en pie.
–No creo que una sirvienta pudiera saber todas esas cosas.
–¿No crees que una sirvienta pueda haber visto a otros bailando y copiar los
pasos? ¿Memorizar la música? ¿Leer? Te aseguro que los sirvientes capacitados
pueden hacerlo, de hecho, lo hacen.
–No dudo de que un sirviente pueda leer, pero no creo que tuviera el tiempo
suficiente como para leer todo lo que viene a mi cabeza.
–No ha estado sirviendo tanto tiempo.
Ella entrecerró los ojos.
–¿Cómo llegué a trabajar aquí?
–Fuiste recomendada.
Ella inclinó la barbilla.
–¿Por quién?
–No recuerdo los nombres.
Mentiría de la manera más honesta posible. No creía que una mentira podría
recordarle algo.
–Viniste con cartas de referencia.
Se alejó de la cama, cerró los puños, y alzó la barbilla.
–Como no están en mi dormitorio, ya que no hay nada en esa habitación
amueblada horriblemente mal que no me resulta para nada familiar, se supone que
es usted el que tiene esas cartas de las que me habla. Me gustaría verlas.
–Están en mi oficina en el club.
–Búsquelas.
Apretó los dientes. –No puedes darme órdenes.
–Pero puede ser que me ayude a recordar.
–¿Se te ha ocurrido que puede haber una razón por la que no quieras recordar?
A pesar de que las palabras fueron espontáneas, se le ocurrió que tal vez
encerraban más verdad de lo que pretendía. A excepción de algunas contusiones,
físicamente parecía bien. El bulto en la cabeza no mostraba sangre coagulada, por lo
que resultaba difícil saber verdaderamente como se habría golpeado.
Mordiéndose el labio inferior, parecía inocente, casi dulce. Sus hombros se
suavizaron, con la espalda relajada.
–¿Por qué estaba en el río?
–No sé.– Dijo honestamente.
–¿Cómo sabías que estaba allí?
–Yo estaba dando un paseo. Vi una forma acurrucada a la orilla del agua. No
sabía que eras tú hasta que te traje a la residencia. Estabas recubierta de barro.
Verdad absoluta.
Se estremeció y frunció el ceño.
–Es evidente que no fuimos asaltados, ya que aquí no hay nada de valor, así que
no estaba huyendo de un ladrón. ¿Alguien desea hacerme daño?
–Yo no lo creo, pero hay muchas cosas de ti que no sé.
Y muchas que sí sé, pero que te revelaré mañana.
Vagó hasta la ventana, miró hacia la calle.
–Todo parece tan extraño. Simplemente no me siento como si perteneciera a
este lugar.
–Una vez más, una ilusión.
–Tal vez.– Ella lo miró. –Nosotros parecemos andar en círculos, ¿no? ¿No es un
síntoma de locura seguir preguntando la misma pregunta y esperar una respuesta
diferente?
–Tú no estás loca.
–Tal vez lo estoy y todo esto es simplemente una ilusión. ¿Vas a mostrarme las
cartas?
–Esta noche, cuando vaya al club.
–¿Cuándo regresarás?
–Por lo general me quedo toda la noche. Ayer fue una excepción. Así que voy a
estar aquí en algún momento después del amanecer de mañana.
Con el ceño fruncido, torció los labios en una mueca de desagrado.
–Pero para eso faltan horas.
–Nada va a cambiar entre ahora y entonces.
–Salvo que podría recordar. Yo podría ir al club y…
–No.
Eso resultaría en un desastre. Si alguien la viera... una buena parte de los
miembros del club la conocían.
–Eso no es posible.
–Es un empresario bastante duro.
–Tú eres mi sirvienta, Phee. Estoy tratando de dormir un poco, para poder
responder a mis responsabilidades de esta noche. Tú debes ocuparte de tus deberes
ahora. Voy a mostrarte las cartas en la mañana. Mientras tanto, vete.
–¿Cuál es el nombre de su club?
Él le dirigió una mirada mordaz. Estaba muy familiarizado con todas las veces
que ella y Grace habían roto las reglas, y dudaba de que pequeña parte de sus
travesuras hubiera olvidado. Si le daba el nombre del club, quizás se impulsara a
buscarlo. La conocía lo suficiente para saber que podría ser bastante intrigante y
llena de recursos. Pequeña bruja.
Ella lanzó un suspiro insolente.
–¿Soy una prisionera aquí?
–No, pero hasta que tu memoria sea más fiable, no sería prudente que pasearas
por Londres.
–Creo que puedo pasear muy bien sin mi memoria.
–Debo cuestionar tu juicio en ese aspecto. Estás en el dormitorio de un hombre
que no está vestido, un hombre que está cansado y quiere dormir, y que está
poniéndose cada vez más furioso. ¿Crees que es un comportamiento juicioso?
Sus ojos se abrieron ligeramente, su boca formó una O suave.
–Sé que no está usando una camisa. Está diciendo…
–Sí, absolutamente. Nada en absoluto separa mi piel de las sábanas.
–Oh. Ah, ya veo. Debería dejar que descanse.
–Sí, deberías hacerlo.
Antes de que se sintiera tentado a salir de la cama, agarrarla en sus brazos y
besarla hasta perder el sentido. No quería que hiciera preguntas sobre su pasado, no
quería que resolviera el enigma de quién era. Se lo diría mañana, justo antes de
devolverla junto a su familia.
Inclinando la cabeza, se escabulló de la habitación, cerrando la puerta sin hacer
ruido a su espalda. Con un suspiro, él se recostó, se pasó una mano por debajo de la
cabeza, y se preguntó por qué continuaba con esa farsa. No era tan deliciosamente
gratificante como había esperado que fuera.
Pero eso era sólo porque aún no sabía la verdad. Todo cambiaría entonces, y su
memoria regresaría con toda su fuerza. Quería un momento con ella que nunca
olvidaría, un momento que pudiera sacar a relucir en alguna ocasión. Un momento
que le recordara la labor de un sirviente como ningún otro lo haría.
Una imagen entró en su mente, una imagen perversa, una que derivaría en un
gran placer, una en la que pensaría cada vez que sus caminos se cruzaran, una que le
impediría ser tan arrogante en su presencia. Una que lograría que hiciera su
voluntad, a cambio de no gritarle al mundo lo que había ocurrido.
Cuanto más pensaba en ello, más lo quería. Algo que le diera un pequeño poder,
para bajarla del pedestal sobre el que se regodeaba, rebajándolo, y haciéndolo sentir
inútil.
La alegría burbujeó en su pecho por la satisfacción que se apoderó de su
corazón. Tendría su diversión esa noche. Mañana la devolvería a su mundo, sólo que
un poco más humilde.
Capítulo 7

Tamborileando los dedos sobre la mesa en la cocina, Phee no podría haberse


sentido más aburrida si hubiera estado acostada en un ataúd. ¿Qué haría el resto del
día?
Los minutos parecían arrastrarse. Consideró salir a caminar, pero no confiaba en
su memoria. Drake tenía razón al respecto. No podía garantizar que recordaría cómo
hacer el camino de regreso. Una hora antes se había apostado en el porche
delantero y nada en los alrededores le resultaba familiar. Oh, los caballos y los
carros, un perro ocasional, sabía que era cada cosa. Podía nombrar objetos. Pero la
propia calle, los edificios que la conformaban, le resultaban tan extraños como la
preparación del faisán para la cena.
Y había muchos ojos, mirándola fijamente, como si supieran cosas que ella
misma no sabía. Así que entró a la casa, vagó sin rumbo, tratando de descubrir los
secretos de su vida, preguntándose por qué sus recuerdos eran tan inestables. Tal
vez había hecho una razón por la que su pasado parecía haber desaparecido.
Faltaban un par de horas antes de que Darling se despertara. Trató de no pensar
en él acostado en la misma cama en la que había dormido. Gracias a Dios que tenía
su propia cama, no quería que su perfume perturbara sus sueños. Olía delicioso, tan
masculino, tan terroso. Y estaba desnudo. Debería estar horrorizada, pero no, sólo
sentía curiosidad. ¿Alguna vez habría visto un hombre desnudo?
De algo estaba segura: Drake de Darling era hermoso.
¿Cómo debería llamarlo? ¿Drake? ¿Darling? ¿Lord Darling? El último era
demasiado formal, el primero demasiado personal. Darling. Simplemente Darling.
Eso parecía correcto, aunque por supuesto, lo consultaría cuando se despertara.
Mientras tanto, decidió que podría cortar algunas flores para hacer que la casa
luciera un poco más alegre. Pero cuando salió por la puerta de atrás, descubrió que
no había jardines. Sólo malezas que tiraban de su falda mientras caminaba por el
suelo descuidado. No había flores desplegadas en un arco iris de colores, nada que
emitiera aromas reconfortantes. Nada para cortar. Nada que supusiera alegría. Todo
era monótono y aburrido. ¿Cómo no se había vuelto completamente loco?
¿Y ella? Tal vez estaba en las etapas iniciales de la locura. Tal vez esa era la razón
por la que no recordaba nada de eso. ¿Quién querría recordar algo tan feo?
Oyó un golpe, algo que golpeaba contra otra cosa. De nuevo. Otra vez. Desde el
otro lado de la pared de ladrillo. ¿Había alguien involucrado en una pelea? ¿Debía
despertar a Darling para que pusiera fin a esa situación? No tenía la menor duda de
que podría, si no con su sola presencia, con los puños. Percibía la violencia contenida
en él. Podía verlo rondando...
Sí, podría manejar todo lo que estaba sucediendo al otro lado del muro, pero en
realidad no era asunto suyo, ¿O sí? La gente debía ocuparse de sus propios
problemas. Sin embargo, no podía negar su curiosidad. ¿Y si alguien estaba herido?
¿Tenía la obligación de intervenir?
Mirando a su alrededor, vio una silla de hierro forjado en la esquina de la
terraza. Seguramente Darling no se sentaba allí para contemplar las malas hierbas.
¿Qué placer podría encontrar en eso? Desearía bombardearlo a preguntas, y
descubrir las respuestas, sobre todo aquellas referidas a su empleador. Pero todas
las cuestiones seguían siendo difíciles de responder, así que agarró al respaldo de la
silla y la arrastró por el suelo hasta llegar a la pared, donde la puso contra del muro.
Con un cuidadoso equilibrio, se paró sobre el asiento, se aferró al borde de la pared
para mantener el equilibrio, se levantó de puntillas y miró por encima.
Los jardines no eran particularmente vistosos pero estaban bien cuidados, con
césped recortado, setos, rosas, y sin ninguna maleza. A un lado, una alfombra estaba
tendida sobre una cuerda atada entre dos palos. Una mujer con un vestido negro,
delantal y cofia golpeaba una escoba contra la alfombra. Con cada golpe el polvo se
esparcía en el aire.
De repente Phee se sintió bastante aliviada de que Darling, no tuviera moquetas.
La mujer dejó de sacudir la escoba encorvó los hombros ligeramente y
estornudó. Tomando un pañuelo del bolsillo de su delantal, se limpió la nariz antes
de guardarlo. Luego levantó la escoba de nuevo, miró hacia atrás y chilló.
–Oh, lo siento– dijo Phee. –No era mi intención asustarte.
Al presionar la mano contra su pecho, la mujer se echó a reír.
–Está todo bien.
Phee podía ver ahora que la sirvienta era muy joven, aproximadamente de su
edad. Sin soltar la escoba, la chica se acercó y la miró con uno enormes ojos azules.
Sonrió ampliamente, mostrando los dientes que estaban ligeramente torcidos.
–¿Es usted la señora de la casa?
Ahora fue el turno de Phee de sorprenderse.
–¿Por qué piensas eso?
–Tu forma de hablar es muy elegante.
Algo que Phee se dio cuenta que a la niña le faltaba. Darling, tenía la misma
dicción cuando hablaba. Era extraño, pero la niña tenía razón, parecía utilizar
palabras y un tono más elegantes.
–¿Usted no me conoce, entonces?– Preguntó, comprendiendo que lo que había
impulsado su curiosidad era la esperanza de que alguien al otro lado de la pared
fuera capaz de ayudarle a recordar.
La chica negó con la cabeza.
–No, no he conocido a nadie de la casa. Sabía que alguien estaba en la
residencia, pero todo parecía bastante misterioso, sobre todos los sonidos de idas y
vueltas a cualquier hora de la noche.
–Realmente no hay nadie a excepción de mí y Drake Darling. Él es dueño de la
residencia. Yo soy su ama de llaves.
Una vez más, la chica se mostró asombrada.
–Oh, sí, supongo que sí, eres tan alta. Yo apostaría que no tienes ningún
problema para alcanzar el estante superior en el armario de las sabanas.
Phee no pudo dejar de reír.
–Estoy parada sobre una silla.
La muchacha se volvió tan roja como una remolacha.
–¡Dios! Por supuesto que sí. En realidad no estaba pensando cuando hablé, pero
sé que los empleadores de la nobleza contratan personal muy alto para que puedan
alcanzar las cosas.– Ella frunció el ceño. –Nunca voy a trabajar en una casa de lujo.
Mi altura no es sobresaliente. Así que aquí estoy golpeando alfombras.
Inclinando la cabeza a un lado, estudió a Phee durante un buen rato. Finalmente
dijo:
–No pareces un ama de llaves.
–Sí, bueno, pero al parecer lo soy. Tuve una buena caída y estoy teniendo
dificultad para recordar las cosas.
–Lamento escuchar eso. ¿Qué tipo de cosas?
–Casi todo, al parecer, excepto mi nombre. Soy Phee.
–Marla.– Dijo hinchando el pecho. –La criada.
–¿Hay otros sirvientes en esa casa?
Ella asintió.
–La cocinera a cargo. La señora Pratt. Luego está el lacayo, Rob.
–¿Es posible que alguno pueda reconocerme?
–No es probable o me lo habrían dicho.– Se ruborizó graciosamente. –Siempre
circulan los chismes acerca de quién podría estar viviendo allí. He visto al señor una o
dos veces. Me lo he comido con los ojos, es muy interesante.
–¿De verdad?– Sí, por supuesto que lo era. No sabía por qué lo ponía en duda,
no le gustaba la idea de que otras lo comieran con los ojos, y lo encontraran
interesante.
Marla asintió con entusiasmo.
–Él es muy guapo.
Phee no quería hablar sobre Darling. Así que cambió de tema con la pregunta.
–¿Para quién trabajas?
–Lady Turner. Ella es viuda. Vive sola. Si fueras la dueña de la casa podrías venir
a visitarla.
–Podría visitarla de todos modos.
Marla negó con la cabeza.
–¡Oh, no, eso no sería correcto! Los domésticos no socializan con las señoras de
la casa.
–¿Por qué no? Tengo un montón de tiempo. No hay nada que hacer aquí.
Con tono escéptico, Marla dijo: –Sospecho que no estás recordando todo lo que
necesitas hacer. Tal vez podría ir mañana y ayudarte a organizar tus tareas. No
quiero que pierdas el puesto.
No estaba segura de que eso fuera una tragedia, pero si perdía su trabajo,
¿adónde iría? ¿Cómo iba a comer?
–Eso sería muy lindo, gracias.
Marla la miró apenada.
–Disculpa. Tengo que terminar con las alfombras antes de que la señora Pratt
venga a regañarme por perder el tiempo. Es buena, pero debo cumplir con mi labor.
Luego siguió golpeando la alfombra. Phee pensó que podría encontrar algo
atractivo en esa tarea después de todo. Superando sus frustraciones. Seguramente
conocería a alguien por allí, alguien que pudiera decirle más sobre Darling, Era
inconcebible que estuvieran tan aislados de sus vecinos. Por otra parte, no parecía
muy social, y su horario de trabajo parecía increíblemente extraño. Fuera toda la
noche, durmiendo todo el día. ¿Cuándo tendría tiempo para la diversión, el teatro…
Le encantaba el teatro. La ópera, los conciertos. Los disfrutaba. Estaba bastante
segura de ello. ¿Cómo podía darse el lujo de asistir? Obviamente, basándose en la
ropa que tenía, dudaba que pudiera gastar sus monedas en ese tipo de
entretenimiento. ¿Qué obra había visto? ¿Shakespeare? ¿Sueño de una noche de
verano?
–¿Qué demonios estás haciendo?
La profunda voz retumbó detrás de ella, sorprendiéndola, lo que la hizo perder el
equilibrio.
La silla se tambaleó.
Comenzó a caer.
El aterrizaje fue más suave de lo que esperaba, atrapada en esos poderosos
brazos que la habían rescatado la noche anterior. Sus manos estaban entrelazadas
alrededor de su cuello como una enredadera sin intención de desprenderse del
muro. Su corazón se aceleró, sus pulmones lucharon en busca de aire. Podía sentir el
calor de su piel a través de su camisa de lino suelta. Los botones estaban
desprendidos en el cuello y los puños, y el desorden le hacía parecer más masculino,
más peligroso.
–No estarás espiando a nuestros vecinos, ¿verdad?– Preguntó, con una espesa
ceja arqueada.
Alzando la barbilla, se negó a ser reprendida por sus acciones.
–Estaba conversando con la criada, Marla.
–¿Marla?
Ella asintió.
–¿Eso es todo lo que tienes para decir?
No sabía por qué parecía tan disgustado. Seguramente estaba
malinterpretándola. Apenas podía pensar, apretada con tanta fuerza contra su
pecho.
–¿Te importaría soltarme?
Muy lentamente, la soltó, su cuerpo se deslizó su como si estuviera luchando por
entrelazarse con el suyo, como si encontrara su complemento en la anatomía
masculina. La boca se le secó de repente, dio un paso atrás, consciente de que
estaba estudiándola como si no la conociera, pero hablar con los vecinos, con los
sirvientes del vecino, obviamente era algo que no había hecho antes.
–Marla mencionó que mi forma de hablar es refinada. Aunque incluso sin que
ella lo mencionara, me había dado cuenta. Ella parece omitir la G y la H de su
vocabulario. Su discurso contiene una grosería que le falta al mío. Pensaba que yo
era la dueña de la casa. Y debo confesar que me hallo más en ese rol que en el rol de
sirvienta.
Una esquina de su boca se curvó hacia arriba y un hoyuelo diminuto apareció
entre los pliegues. Estuvo a punto de acercarse a tocarlo. Era familiar, muy familiar.
¿Había pasado sus dedos sobre él antes o simplemente contemplaba el deseo
apremiante de hacerlo?
–¿Puedes?– Preguntó.
¿Podría? ¿Podría tocarlo? Sí, obvio que podía. Pero antes de ejecutar la acción,
recuperó el pensamiento racional y se dio cuenta de que se refería a sus comentarios
sobre el rol que pensaba podía desempeñar.
–Sí. Si puedo. Y muy bien de hecho. Y no digas que es una ilusión o un sueño.–
Empezó a caminar. –No puedo explicarlo, pero no pertenezco aquí. Lo siento en cada
fibra de mi ser.
–Tal vez no lo creas, pero es lo que eres ahora. Y necesito mi baño preparado.
Ven conmigo.
Él se dirigió a la casa, sus largas piernas barrieron rápidamente la distancia. Ella
corrió tras él.
–Pero no es lo que deseo.
–Tus deseos no son mi preocupación.
Buen Dios, ¿podía haber encontrado un empleador más irascible? ¿Qué tan
desesperada habría estado para aceptar el trabajo a su servicio? Lo siguió hasta la
cocina y casi chocó contra su espalda cuando se detuvo abruptamente.
–No huelo el aroma del faisán horneado.
–Tiene ojos.
Con ojos desorbitados, la miró, y por un momento pensó que podría ahogarse
con la risa contenida.
–¿Perdón?
Se acercó a su lado.
–No puedo cocinar algo que me está mirando mientras lo hago.
–Está muerto.
–Bueno, sí, por supuesto que lo sé– dijo ella bruscamente. –Pero hay una
acusación severa en esos ojos.
–Podrías cortar su cabeza.
Ella pensó que iba a enfermarse. –No, no lo creo. Además, no sé cómo hacerlo.
–Debes tomar un cuchillo…
–¡No!– Gritó, agitando la mano en el aire, pues no quería esas imágenes
detalladas invadiendo su mente. –Quiero decir que no sé cómo preparar esa maldita
cosa para comer.
La estudió como si hubiera dicho algo de importancia monumental.
–Por supuesto que no.
–Pero me acuerdo de cómo bailar el vals. ¿No lo encuentras extraño?
–¿Que prefieras recordar la diversión sobre el trabajo? No.
Dejándose caer en la silla incómoda, puso sus codos sobre la mesa y se inclinó
hacia delante.
–¿No soy una sirvienta satisfactoria entonces? ¿Por qué has permitido que me
quede?
–Hablaremos de todo esto más tarde. Tengo que llegar al club, y antes debo
darme un baño, que no pudiste preparar. Te mostraré para que lo hagas con rapidez.
Calentó el agua, acarreó los baldes escaleras arriba, rápidamente los tiró en la
bañera, al tiempo que insistía en que ella lo siguiera y observara. Como si no pudiera
comprender cómo debía llenar un recipiente de cobre. Consideró emitir una
protesta, pero se mordió la lengua porque, honestamente, no tenía ningún deseo de
transportar y verter el agua caliente. Además, le gustaba caminar detrás de él y ver el
juego de sus músculos sobre la espalda y hombros cuando se movía. Sin embargo, no
tenía ningún deseo de realizar el mismo servicio. ¿Qué demonio la había poseído
para buscar esa ocupación?
No podía responderse porque no tenía la menor idea. Sabía leer y escribir. Podía
postularse como tutora. Debería haber sido capaz de encontrar algo mejor.
–¿Por qué elegí una vida de servidumbre?– Preguntó mientras bajaban las
escaleras por tercera vez.
–No tenías otra opción.
Eso mismo había conjeturado. ¿Por qué? ¿Sería pobre? Por supuesto que lo era.
Basándose en los pocos detalles de su realidad y la calidad de sus pertenencias
seguía siendo pobre. Prácticamente una indigente.
–Tienes un techo sobre la cabeza.
Entró al cuarto de baño, dejó un cubo, y puso patas arriba el otro. El vapor se
levantó. Al parecer disfrutaba de su baño bastante caliente.
–Eso es más de lo que muchos tienen.
–¿Cuál es mi salario?
–Doce libras– dijo distraídamente, dejando un cubo, recogiendo el otro para
agregar su contenido a la bañera casi llena.
–¿Por día?
Riendo oscuramente, se volvió a mirarla.
–¿Por qué no me sorprende que sobrevalores tus servicios? Por año.
El cubo resonó contra los azulejos, como para acentuar su respuesta. Luego, con
un movimiento suave que le robó el aliento, se quitó la camisa por la cabeza,
dejando al descubierto una amplia extensión de pecho surcada por una estrecha
franja de vellos que había visto antes.
Girando rápidamente se dirigió hacia el umbral.
–Que disfrutes el baño.
–No tan rápido, Phee.
Hizo una pausa, el tono de su voz no admitía discusión. Y esperó. Esperó. Sin
respirar. Oyó el roce de otra prenda desechada y su cuerpo respondió en señal de
alerta, como un ciervo frente al cazador, congelado, listo para lanzarse rápidamente
a la carrera, sin mayor reflexión, si era necesario.
–Debes lavarme la espalda– dijo.
Oyó el sonido característico del agua golpeando contra los bordes de cobre.
–No puedes estar hablando en serio.
Su voz sonó apagada, incierta, y eso la enfureció porque reconoció el trasfondo
de miedo. Había sentido lo mismo antes, en otro lugar, en otro momento, y había
aprendido a mantenerlo bajo control, a no revelar su terror.
–Por supuesto que hablo en serio, la espalda es un lugar que no puedo jabonar
solo– dijo. –Cierra la puerta para mantener el calor en la habitación. No quiero
enfriarme.
Consideró la posibilidad de cerrarla y bajar corriendo las escaleras. Pero algo en
su interior le impidió retirarse. En algún lugar, de alguna manera había aprendido
que la retirada era igual a la derrota. Mientras no fuera derrotada, podría continuar.
Podría sobrevivir.
¿De dónde venían esos pensamientos? Pero la reflexión era clara. No dejaba
lugar a dudas. Había aprendido la lección, pero no en un salón de clases.
–¿Phee? Ven ahora. No seas tímida.
¿Él habría impartido las lecciones? ¿Habría sido ese el motivo que la llevó a
alejarse?
No, la noche anterior al despertar de su desmayo no había sentido temor, y no lo
sentía ahora. Él no representaba un peligro, y ¿que tenía de malo frotarle la espalda?
Girando sobre sus talones, se quedó pasmada ante el magnífico espectáculo, la
mezcla perfecta de trazos y colores que se exhibían ante sus ojos. Nunca había
imaginado algo tan maravilloso.
–¿Es un dragón eso que tienes pintado en la espalda?
Capítulo 8

Drake se maldijo interiormente. Ese era un contratiempo que no había


considerado en sus planes. Nunca había exhibido su espalda, no porque se
avergonzara de ella, sino porque el dragón era privado, personal. Era su dueño y
formaba parte de su vida.
–¿Puedo lavarlo?– Preguntó en voz baja, con asombro. –¿Si la refriego
desaparecerá?
Se quedó mirando la pared del fondo, dándose cuenta de que una parte de su
perfil se reflejaba en el espejo ovalado que colgaba allí. ¿Alguna vez le había parecido
tan inocente, tan enternecedora? No le gustaba ese aspecto de ella. Eso la hacía
accesible, atractiva. Él no quería ver su atractivo. Quería verla en una pista de baile y
recordar que una vez lo había despreciado. Quería verla sonrojándose cuando se
sentara frente a ella en una mesa de comedor. Quería que tartamudeara cuando
tratara de recordarle que tenía un lugar inexistente en la sociedad. Quería ordenarle
con dureza que continuara con el lavado de su espalda. En su lugar se oyó explicar
demasiado razonablemente para un hombre que experimentaba tal confusión
interna.
–No, la tinta está bajo la superficie.
–¿Cómo ha llegado allí?
–Agujas.
La puerta se cerró. Oyó el susurro de faldas. Se dejó caer y no quiso imaginarla
de rodillas. La cámara de baño creaba una atmósfera de intimidad suficiente para
juzgar mal. Había planeado que la afectada fuera ella, no él.
–¿Te dolió?– Preguntó en un tono que fue apenas un susurro.
Sus dedos tocaron suavemente la nuca, donde se curvaba la parte superior de la
cabeza del dragón, llevándose su voz, sus pensamientos, su propósito. Se sentían
como el fuego, y fue como si una vez más algo estuviera metiéndose bajo su piel,
sólo que esta vez ardía. No sabía si sería capaz de olvidar la sensación de sus dedos
contra su carne.
Luchó para recuperar su control.
–Sí.
Esa palabra fue todo lo que pudo articular. Suponía que debería estar satisfecho
con ese logro. Aunque su voz sonó áspera y extraña a sus propios oídos.
Sus dedos trazaron el contorno de la boca antes de deslizarse en una caricia
como de plumas a través de la extensión rojo, azul, amarillo, negro.
–¿Por qué está huyendo? ¿Por qué está lanzando fuego?
Para destruir mis demonios.
No es que fuera a confesarlo. Por una vez llevaba las de ganar con ella y no
estaba dispuesto a renunciar a eso. No quería darle ninguna herramienta que
pudiera usar en su contra cuando su memoria regresara. No, ese día quería tener los
medios para ponerla en su lugar... finalmente.
–Así puedo asustar a los niños pequeños.
Ella rió. No con el sonido soberbio y cáustico que le resultaba tan familiar, sino
un dulce tintineo de campanas en Navidad. Había oído ese sonido cuando estaba en
compañía de Grace... No, ese era diferente, sin restricciones. Nunca había oído algo
similar procedente de ella. ¿Sería que nunca había revelado su verdadero yo, ni
siquiera a Grace?
–No se ve atemorizante.
Perfilando las alas desplegadas ahora, parecía ralentizar sus movimientos como
si lo reverenciara. Apenas podía culparla. Siendo un muchacho, un dragón había
capturado su atención, y le había cambiado la vida.
Se detuvo donde el agua lamía sus costillas. El dragón se expandía hacia sus
nalgas, pero si metía la mano bajo el agua para tocarlo crearía una familiaridad que
no estaba preparado para hacer frente. Diablos, no estaba seguro de poder manejar
la situación.
–Es hermoso, pero, ¿por qué llevas el arte en la espalda?
Consideró decir una mentira, pero cuando su memoria regresara, no tenía dudas
de que sería capaz de adivinar la verdad.
–Fui un huérfano criado en las calles. Una mujer me rescató. Su marido tenía un
dragón tatuado en la espalda. Cuando lo vi por primera vez, me asustó y me fascinó.
Yo era un poco bribón en ese entonces, con tendencia a comportarme mal. Él pintó
un dragón en mi espalda, me inició en la orden del dragón, y me dijo que la mujer era
la reina de los dragones y siempre debía obedecerla. Utilizó acuarelas que
eventualmente se lavaron, aunque pasó un tiempo antes de que me diera cuenta, ya
que no podía ver mi espalda y no era propenso a pararme delante de los espejos.
Pero para entonces, había aprendido que debía abandonar el mal comportamiento.
Yo quería quedarme con ellos, gracias al dragón. Gracias a ellos, soy un hombre
diferente de lo que podría haber sido de otra manera.
–Pero dijo que fue doloroso. Sospecho que ha sido una agonía. ¿Por qué pasar
por eso?
–Siempre hay que conocer el dolor con el fin de apreciar la belleza.
–Eso es bastante mórbido. ¿Todos sus pensamientos son tan oscuros?
–No todos.
–¿Te duele ahora?
–No. Pero es necesario lavarlo.
Tomó el jabón y se lo alcanzó. Sintió su vacilación y deseó tener un espejo para
poder apreciarla. La oyó tragar, sintió el ligero temblor de sus dedos mientras rozaba
su palma para tomar la pastilla aromática. Ahora que había disfrutado de la
sensación de sus caricias su mano se cerró en un puño como si quisiera aferrarse a la
sensación.
No podía culparla por temblor. Tocarlo era una cosa. Lavarlo era un acto
demasiado íntimo, que conllevaba mucha familiaridad. Tomándose del borde de la
bañera, se inclinó para darle un acceso más fácil.
Y sintió el jabón deslizándose sobre sus hombros. No era lo que quería.
–Es mejor si utilizas tus manos– le dijo.
–¿Cómo haré para que el jabón se mueva si no es con mis manos? ¿Con mi
mente?
La acidez en su voz le hizo sonreír. El encanto del dragón, obviamente, se había
disipado; por desgracia. Debería terminar con todo eso de inmediato, pero estaba
disfrutando mucho más de lo que había previsto.
–Sabes a lo que me refiero.
–Me temo que no. Los recuerdos que he perdido, incluyen el lavado de tu
espalda.
Miró por encima del hombro.
–¿Quieres que dé la vuelta y te lo demuestre?
No pudo ver su rostro en su totalidad, pero vio lo suficiente para notar que había
palidecido. Sus recuerdos podían ser cuestionables, pero sabía perfectamente lo que
era inadecuado.
–No hay necesidad. Estoy segura de que puedo deducir la forma correcta de
hacerlo.
Satisfecho por la respuesta, esperó. Con la expectativa agudizando sus sentidos.
No se molestó en analizar por qué ansiaba tanto sus caricias. Sólo sabía que las
deseaba desesperadamente.
El agua salpicó cuando sus manos se sumergieron. Oyó el leve sonido del jabón
deslizándose sobre la piel, e imaginó sus pequeñas manos frotando la pastilla con
fuerza. Su cuerpo se tensó de anticipación. ¿Cuándo había sido la última vez que
había anticipado la caricia de una mujer con una necesidad tan ardiente que
amenazaba con volver a calentar el agua? ¿Por qué estaba anticipando las suyas?
No porque la deseara, Dios sabía que no era así. Sus desplantes del pasado
siempre pondrían un muro entre ellos. Su soberbia y la humillación constante a la
que lo había sometido hacían imposible que la deseara.
Luego llegó la caricia, tan diferente de su exploración sobre la tinta. No se
trataba de un dedo bordeando el relieve del dragón, eran sus manos. Poco a poco
fueron deslizándose sobre sus hombros, apretando los músculos como si estuviera
fascinada con ellos como lo había estado con el tatuaje. Le tomó toda su
determinación no flexionar los hombros, subyugado.
Recostó la cabeza sobre sus rodillas y se sometió a la gloriosa y tentadora caricia.
Había esperado que cumpliera rápidamente con su demanda, pero se tomó su
tiempo, recorriendo la piel que de repente parecía increíblemente sensible, muy
consciente de la atención que le prodigaba. Apenas se daba cuenta cuando lavaba su
propio cuerpo. Un lavado vigoroso pretendiendo eliminar la suciedad de su piel y la
oscuridad de su alma. Su toque era más ligero, más tierno, y sin embargo, parecía
limpiarlo profundamente, llevándose todo lo malo con cada pasada.
Tragó saliva. No había esperado eso.
Sobre sus hombros una y otra vez y otra vez más. En círculos, arriba y abajo, de
lado a lado. Una esquina de su boca se curvó al darse cuenta de que estaba haciendo
tiempo.
–Que bien se siente eso–, dijo, luchando para alejar la risa de su voz –pero mi
espalda se extiende más allá de mis hombros.
–Sí, bueno, simplemente se veía muy sucio.
No era probable ya que se bañaba cada noche, y a veces también en la mañana
dependiendo de la noche que había tenido. Se preguntó si debería decírselo para
que pudiera reflexionar al respecto durante las largas horas antes de su regreso. ¿O
más bien sorprenderla exigiendo su baño apenas llegara del trabajo?
Sorpresa. Las sorpresas siempre eran divertidas. Sus ojos se abrirían, su boca se
separaría... se vería tan deliciosa. Además, no quería que maquinara formas de
evadirlo mientras estuviera ausente. Tenía que asegurarse de que se sintiera a gusto,
para asegurarse de encontraría allí cuando regresara poco después del amanecer.
–¿Debo usar un cepillo?– Preguntó, y notó la esperanza en su voz.
–No, el dragón requiere un tratamiento especial.
No sabía por qué había dicho eso. Sus caricias no tenían nada de especiales, pero
incluso mientras lo pensaba sabía que eso era una mentira. Nunca había recibido la
caricia de una dama, de una aristócrata. Había limitado sus experiencias sexuales a
las plebeyas, a aquellas cuyas raíces fueran iguales a las suyas. No contaminaría a
una dama.
A pesar del hecho de que su familia y sus amigos lo trataban como a un igual, él
sabía que no lo no era. En realidad él era un hombre orgulloso de sus logros, pero no
tenía un historial de servicio a la Corona, como los hombres de noble cuna, con
mujeres de carácter fuerte detrás de ellos. No provenía de noble linaje. El provenía
del dolor, la sangre, el asesinato.
Sus manos lo abandonaron. Oyó la fricción del jabón. Ella estaría horrorizada
cuando supiera la verdad. Trató de imaginar la visión de su expresión de asombro,
pero entonces volvió a acariciarlo, y lo único que fue capaz de hacer fue perderse en
las sensaciones de la piel de seda sobre la carne resbaladiza. No tenía durezas ni
cicatrices. Sus manos eran de terciopelo, más suave que cualquier ropa que había
rozado su piel.
Las mujeres le habían acariciado la espalda, por supuesto, pero en penumbras y
con un propósito: el placer. El de ellas más que el suyo. No tenía ningún interés en
que exploraran lo que no pensaba revelar. El suyo era un apareamiento con el fin de
dar mucho más de lo que recibía en un esfuerzo por lavar los pecados de su padre.
Sus dedos bajaron por debajo de la línea de las costillas, acariciando la cola
inferior del dragón, acariciando sus nalgas. Un gemido, profundo y salvaje, se escapó
a través de sus dientes apretados.
Sus manos volaron fuera del agua, haciendo llover gotas sobre sus hombros, y
salpicando el suelo.
–Creo que he terminado– dijo con un ligero temblor en su voz que hacía juego
con el estremecimiento visible de su cuerpo.
No había esperado que lo afectara tanto, no quería que lo hiciera Pero lo había
puesto tan duro como el mármol, insatisfecho por el hambre apenas contenida.
Sospechaba que cuando alejara sus manos de los bordes de la bañera, descubriría las
impresiones de sus dedos grabadas en el cobre.
–Sí,– dijo entre dientes. –ya puedes ocuparte de mí cena de hoy.
La puerta se abrió y se cerró tan rápido que se sorprendió que hubiera tenido
tiempo para pasar a través de ella. Se sumergió. Necesitaba agua fría, hielo. Un viaje
al Ártico.
Buen Dios, aún podía sentir sus caricias. ¿Cómo era posible? Ella se había ido,
pero era casi como si hubiera vuelto el dragón a la vida. Respiraba fuego, para nada
feliz de que lo hubiera dejado sin proporcionarle alivio. Ni siquiera le gustaba. Era
pura lujuria. Necesidades carnales de un hombre. Cualquier mujer podría haberlo
llevado a ese estado de agonía. Había pasado demasiado tiempo sin compartir su
cama.
Demasiado trabajo y poca diversión. Podría remediar eso con bastante facilidad.
Sacando las manos del agua, buscó y encontró el jabón. Fregó su cuerpo, luchó
por no recordar la manera en que Ofelia le había hecho vibrar cada terminación
nerviosa. Sus brazos, su pecho, sus piernas, sus pies: ¡sus pies! ¿Cuándo se había
preocupado por sus pies alguna vez? Sin embargo les escocían.
Una vez más se sumergió en el agua. Se suponía que esa pequeña broma o como
fuera que se llamase debía afectarla a ella, no a él. Era una locura. Era el agua, su
lamido constante lo que aumentaba la intensidad de las sensaciones. Eso era todo.
La necesidad que lo invadía no tenía nada que ver con ella, específicamente.
Así que ¿por qué demonios se sentía como si estuviera mintiéndose a sí mismo?

***

Phee apenas podía creer que sus piernas habían logrado llevarla a la cocina,
donde prácticamente cayó en la silla, temblorosa y débil. Al principio había quedado
hipnotizada por el dragón, esbozado sobre la amplia extensión de su espalda, con las
alas desplegadas, y el fuego expulsado de sus fauces. Los colores desteñidos que
imaginaba habían sido bastante brillantes cuando fueron aplicados:, azul, verde,
amarillo, varios tonos de rojo.
Pero luego lo había tocado, fascinada por su piel aterciopelada y los músculos de
acero debajo de ella. ¿Alguna vez había acariciado algo tan firme, tan absolutamente
masculino?
Debería tener un recuerdo de esa espalda, pero por supuesto no tenía ninguno y
le parecía casi un pecado no recordar el placer de acariciarlo con los dedos. Había
querido ir más allá de su espalda y explorar cada pulgada de su cuerpo, su pecho
especialmente. Sumergiendo sus palmas entre el vello encrespado, presionando los
dedos en los músculos definidos. Percibiendo el latido contenido de su corazón.
Si no fuera una dama, sospechaba que podría ser una casquivana. Se quedaba
corta ante la idea. ¿Y si hubiera vivido una doble vida? Tal vez esa era la razón por la
que estaba fuera la otra noche, la razón por la que había terminado en el río.
Riéndose, enterró el rostro entre las manos. No, eso no encajaba en absoluto. Lo
sabía. Ese tipo de conducta no iba con ella. Y sin embargo, no era capaz de alejar la
visión de su desnudez de su mente. Había disfrutado bastante de estar ahí,
pensamiento que debería analizar más detenidamente.
Se alejó de la silla. Estaría allí en cualquier momento. No podía encontrarla en
ese estado de necesidad. Tenía que preparar la cena, algo rápido que le permitiera
irse lo más pronto posible. Entonces podría descansar en algún lugar y examinar esos
pensamientos, tratar de darle sentido, ponerlos en perspectiva.
Encontró queso bajo una campana de cristal, y decidió que era una buena
opción. Lo puso sobre la mesa junto con un poco de pan. Consideró buscar en la
nevera, pero no quería hacer frente a los ojos sin vida del ave. Él tendría que buscar
su propia leche. Colocó un plato, un cuchillo, y el tenedor sobre la mesa.
Al oír pasos, levantó la vista y se quedó inmóvil.
Estaba de pie en la puerta, casi llenándola, correctamente vestido con pantalón
negro, camisa blanca, corbata, chaleco azul oscuro, y chaqueta negra. Sólo tenía
expuesta la piel de la cara y las manos. Sin embargo, parecía más peligroso, más
atractivo.
Se dio cuenta de que sólo lo había visto desnudo o en camisa y pantalones. No
había considerado que completamente vestido pudiera verse tan poderoso, tan
atractivo, tan controlado. Un caballero. Un hombre de valía.
El pelo rebelde estaba perfectamente arreglado. La mandíbula previamente
sombreada lucía sin vestigios de barba. Tendría que parecer más civilizado y sin
embargo no era así.
–¿No cocinaste el faisán?– Preguntó, con voz ligera y normal, como si no
estuviera para nada afectado por lo que había sucedido en la sala de baño.
Pero ella había oído el rugido de una bestia salvaje, estaba segura de ello.
–Como dije antes, no sé cómo prepararlo. Pensé que queso y pan estaría bien
por esta noche.
–Me temo que necesito algo un poco más sustancioso. Comeré en el club.
–¿Sirven comida allí?
–Sirven todo tipo de exquisiteces. De la clase que te imagines.
–Y te las arreglas con eso.
–Bastante bien.
Ella entrelazó sus dedos, hasta que le dolieron.
–Usted probablemente me haya hablado sobre su trabajo antes.
–Nunca hemos hablado de ello. Supuse que preferías no saberlo.
Él seguía junto a la puerta, sin acercarse a ella. No sabía si era porque disfrutaba
de su derrota después de lavarle la espalda o si experimentaba un poco de ella
también.
–¿A qué regresarás?– Preguntó.
–En algún momento después del amanecer. Mis horas están determinadas por
cómo van las cosas en el club durante toda la noche.
–¿Hay problemas?
–A veces.
No sabía por qué le molestaba que ella supiera que debía encargarse de resolver
asuntos difíciles. Él era su empleador. La suya era, sin duda, una relación muy
impersonal.
–¿Vas a acordarte de traer las cartas de referencia?
Sucedió tan rápido que no podía asegurarlo, pero le pareció verlo estremecerse.
–Sí.
–¿Qué debo hacer mientras estás fuera?
–Barrer los hogares, entrar leña, hacer mi cama. Estoy seguro de que si miras
alrededor, podrás determinar lo que hay que hacer.
La limpieza de los hogares le trajo imágenes de hollín y cenizas. –¿Dónde está mi
delantal?
Se paralizó como una estatua viviente. –No creo que poseas uno– dijo
finalmente.
–Eso es bastante extraño, ¿no? ¿Un ama de llaves sin un delantal?
–Jamás le presté atención a tu ropa. Eres sólo una sirvienta. Tal vez lo has
perdido.
Simplemente una sirvienta. Las palabras acrecentaron su enojo pero negó con la
cabeza.
–Yo sigo sin entender por qué nada de esto parece familiar. No recuerdo hacer
ninguna de estas tareas. En cambio, bailar el vals…
–No puedo explicar eso, pero tengo que irme. Disfruta tu tarde.
Con eso se volvió sobre los talones y desapareció por el pasillo. Casi fue tras él.
¿Disfruta tu tarde?
Él esperaba que ella trabajara. ¿Cómo podría disfrutar su tarde mientras se
desempeñaba en ese horrible trabajo?
Esa circunstancia en particular no tenía sentido. Sin embargo, como se había
tomado la molestia de poner la mesa, tomó una silla y mordisqueó el queso y el pan
mientras meditaba su dilema. No iba a barrer los hogares. Tampoco pensaba limpiar
nada hasta que recordara como hacerlo.
Si Drake Darling quería su casa adecuadamente organizada, entonces iba a tener
que ser un poco más claro con la información.
No sabía por qué tenía la clara impresión de que él quería que recuperara la
memoria.
¿Qué era lo que no quería que recordara?
Capítulo 9

Se sentía ridículo sentado en el enorme escritorio de su oficina, tratando de


escribir una carta de recomendación para una mujer que realmente no existía, que
no era más que una farsa para su diversión. Tenía una maldita sala de juegos que
supervisar.
Además, iba a decirle la verdad cuando regresara a la residencia. Así que la carta
era innecesaria. Le revelaría todo y vería como la consternación se apoderaría de sus
adorables rasgos.
La satisfacción sería menor debido a que ella no lo recordaría. No recordaría el
número de veces que lo había desairado, ni cuáles eran sus verdaderos sentimientos
por su persona. Nunca Esa Lady Ofelia Lyttleton habría consentido tocarlo siquiera
con la punta de su dedo meñique, y mucho menos abarcar toda su espalda. No sólo
tocarlo, sino explorarlo con tanta concentración que incluso ahora podía sentir la
presión de sus dedos.
Necesitaba que recordara quién era. Pero no tenía tiempo para esperar su
recuperación para una confesión pausada. Su familia se pondría frenética. Si Grace
descubría lo que había hecho, nunca se lo perdonaría. Maldición, sospechaba que
ningún miembro de la familia del duque se lo perdonaría. Se imaginó la decepción en
los ojos de la duquesa.
Había trabajado tan condenadamente duro para ser dignos de ellos, y lady
Ofelia, esa niña malcriada, lo había impelido a actuar mezquinamente con el fin de
vengarse de todos los desaires a los que lo había sometido durante los últimos años.
Era un hombre mejor que eso.
Echándose hacia atrás en su silla, tiró la pluma sobre el escritorio. Era tarde, sin
duda debería estar en la cama, de lo contrario regresaría a su casa en ese mismo
momento. Era una estupidez darle la razón con esa actitud de que merecía el lugar
en el que lo había puesto durante todos esos años, debajo de ella.
¿Acaso el duque no le había enseñado que siempre debía manifestar su
superioridad moral? En Eton, cuando los aristocráticos snobs le habían acosado en
los pasillos, tomado la comida de su plato, despojado de las mantas de su cama en
pleno invierno, jamás se había defendido. Había dominado el arte de mirarlos como
si fueran pequeños mezquinos, a los que no valía la pena prestarle atención.
Luego el duque de Lovingdon había ingresado a Eton y todo había cambiado,
porque el duque se había convertido en su amigo. Sus familias a menudo se reunían
para hacer excursiones los fines de semana en el campo. Tratar mal a Drake era
ganarse la desaprobación del duque, algo que debía ser evitado a toda costa, ya que
siempre había sido evidente que Lovingdon, incluso a una tierna edad tenía el poder
y la influencia de su título. Por no hablar de que era tan rico como Creso.
Pero la joven Ofelia Lyttleton no se preocupaba por ganarse el favor del duque,
tal vez porque desde siempre había sabido que Grace amaba a Lovingdon. Así que no
se esforzaba por evitar recordarle a Drake su verdadero lugar, como si alguna vez
hubiera podido olvidarlo.
Detrás del escritorio sacó una botella de whisky, se sirvió dos dedos, y lo tomó
de un solo trago. Como regla general no bebía cuando estaba en el club, porque
quería que su mente estuviera lúcida y que nada nublara su juicio. Pero esa noche no
tenía la mente puesta en el club, ni la necesidad de detenerse inmediatamente.
Había visto las cosas diferentes al salir de la casa, pero, por desgracia, había
pasado las últimas tres horas tratando de crear una falsa carta de recomendación.
Hasta ahora no había escrito más que: “Ella es…”
Siguió tratando de describir a Lady Ofelia Lyttleton en lugar de la apócrifa Phee.
Si describía a la verdadera debería poner: “Ella es obstinada, irritante, altiva”,
entonces Phee se preguntaría por qué demonios la había contratado. Necesitaba
describirla con un temperamento dulce, una trabajadora dedicada, una mujer con los
medios para destruir a un hombre mientras tomaba un baño.
Después de servir dos dedos más de whisky, empujó su silla hacia atrás y se
levantó. Se ocuparía de eso después. En la mañana. En ese momento en particular,
tenía que dar una vuelta para poder estimar las ganancias de la noche. Era tarea de
todos los días, salir a juzgar el estado de ánimo de los miembros que estaban
presentes y determinar cuánto contribuirían a las arcas del club.
Salió de su oficina, por un pasillo y subió un tramo de escaleras hasta un balcón
envuelto en sombras. Bien escondido detrás de una cortina de terciopelo pesado,
recorrió con la vista la sala de juego. Un surtido de mazos de cartas, dados, ruleta, y
todo tipo de juego de azar que favoreciera a la casa estaba disponible para los
miembros. Licor servido en abundancia, vasos rellenados permanentemente. Un
pequeño gasto que resultaba en mayores beneficios para los dueños del club.
Considerando que uno de ellos era un conde y los dos restantes estaban
emparentados con la nobleza, pensaba que no sería difícil desplumar a aquellos con
los que se codeaban. Pero sus años de formación habían sido moldeadas por la vida
en las calles. Sabían lo que era tener hambre, frío y miedo. Sabían lo que era vivir sin
ropa, comida, casa, y calzado. Pero a pesar de todo habían tomado a un muchacho
escuálido de ocho años por el cuello de la camisa y lo habían llevado con ellos.
Él tenía una deuda que nunca podría pagar con el duque y la duquesa de
Greystone. Habían establecido hogares infantiles con el porcentaje de las ganancias
del club pertenecientes a la duquesa. Podrían haber dejado a Drake en uno de ellos,
y haberse olvidado de su existencia. Había sido un niño enojado y belicoso, sin
embargo, le habían dado un lugar en su mesa, en su casa, dentro de su familia.
A veces, la ira todavía se filtraba a través del hombre en el que se había
convertido, pero había aprendido a mantenerla bajo control. Especialmente allí entre
esos peces gordos, que tenían mucho en las arcas y se doblegaban fácilmente ante el
susurro de una carta o el retumbar de la caída de los dados.
Conocía todas esas caras. Señores, segundones, terceros hijos. Conocía su
fortuna, sus hábitos, sus debilidades. Sabía cuáles se alejarían de las mesas con los
bolsillos vacíos para luego buscar una heredera que les permitiera volver al club de
juego. Duques, marqueses, condes, vizcondes. Dentro de esas paredes el rango no
importaba. Eran todos iguales.
Le dio a su mirada la libertad de vagar por encima de ellos, a juzgar cómo
estaban jugando.
Se quedó paralizado mirando una de las mesas de póker. ¿Qué demonios estaba
haciendo Lord Somerdale allí? ¿Por qué no estaba en las calles buscando a su
hermana? Sí, ya era de noche, pero las linternas habían sido inventadas por una
razón y un buen número de lámparas de gas disipaba la oscuridad en todo Londres.
Incluso aunque fuera poco práctico buscarla por la noche, sobre todo si la niebla era
espesa, ¿no debería estar en su casa preocupado, en lugar de estar allí jugando lo
que no podía permitirse perder?
–Tengo ganas de organizar una partida privada. Con Lovingdon de viaje de
bodas, puede que tenga la posibilidad de ganar una mano o dos.
El duque de Avendale se acercó a Drake, colocó sus dedos alrededor de la
barandilla y se inclinó hacia delante.
–Preferiría no llamar la atención sobre el hecho de que están siendo
observados– dijo Drake.
–Ellos son muy conscientes de que son observados. No veo ninguna razón para
tratar de ser tan reservados sobre el asunto. Por cierto, ¿qué es lo que retiene tu
atención ahí abajo?
No quería responderle, porque tendría que dar demasiadas explicaciones. Nunca
había estado particularmente cerca de Avendale. El hombre tenía la tendencia de
mantenerse apartado de los demás.
–Simplemente mirando el dinero que entra en nuestras arcas.
–Hmm.
Miró a Drake a los ojos sintiendo que estaba enfrentándose al mismo Lucifer.
–¿Deseas unirte a nosotros para un juego privado?
Tenían una habitación aislada donde los hijos y, en ocasiones, las hijas de los
propietarios y sus amigos más cercanos jugaban a las cartas. Avendale había llegado
al grupo de la mano de William Graves, otro ex huérfano de las calles que se había
casado con la madre viuda de Avendale.
–Invita a Somerdale para que se una a nosotros.
Los ojos de Avendale se abrieron de asombro.
–Los bolsillos del hombre no tienen suficiente como para jugar bajo nuestros
términos.
Sus juegos tendían a ser despiadados con apuestas demasiado altas. Y las
trampas eran moneda corriente. La influencia de la calle los rozaba a todos.
–Voy a extender su crédito.
–¿Tratas de encontrar una manera de vengarse de su hermana por el trato que
te dispensó en el baile de la boda?
Todo el tiempo.
–Ni siquiera lo tomé en cuenta.
–¡Cojones! La pequeña malcriada fue muy deliberada en sus insultos, y
discretamente nos dio la orden de alejarnos con las otras damas. ¿Qué ocurrió
exactamente en el pasillo?
Descubrió que su lengua no era tan agria cuando se trataba de chismosear. Una
vez más, no era algo que tuviera la intención de compartir. Al igual que la tinta en su
espalda, su plan con Lady Ofelia Lyttleton era un asunto privado. Suficiente que ella
supiera que él había ganado.
–Nos falta un jugador. Somerdale servirá. No sé por qué estás objetándolo.
Tendrás la posibilidad de ganar con él en la mesa.
–No estoy objetándolo. Simplemente estoy tratando de determinar tu
motivación.
–El dinero, siempre es el dinero.
–No creo que sea sólo eso. Sé que nunca hemos estado particularmente cerca,
pero somos más parecidos de lo que piensas.
Como si hubiera rajado su alma revelando algo de su ennegrecido interior,
Avendale frunció el ceño y miró hacia la sala de juego.
–Voy a ver si desea unirse a nosotros.
–Bien.
Drake sintió como si necesitara decir algo más, como si necesitara confesarse. Él
y Avendale no tenían nada en común. El hombre vivía en pecado. Aunque dentro de
esas paredes, podían tener actitudes parecidas, Drake nunca se había sentido un
pecador. El hijo de un pecador, sin duda, pero era la oscuridad de su padre que
residía dentro de él lo que lo definía.
–Si alguna vez necesitas hablar…
Avendale se rió con un rictus de amargura.
–Hablar es para las damas. Beber, fornicar, jugar, es lo único que me interesa.–
Dijo apresurándose por el pasillo como si necesitara escapar de sus propias palabras.
Se le ocurrió que todos estaban tratando de escapar de algo. Bajó la mirada de
vuelta hacia Somerdale, y se preguntó de qué había tratado de escapar Lady Ofelia
Lyttleton.
La trastienda de la sala de estar de los Dodgers era legendaria. La entrada
requería una invitación. El gigante en la puerta la abría sólo si se le daba la
contraseña cuidadosamente guardada. El santuario interior estaba dividido en dos
partes bien diferenciadas. En la parte delantera, había una zona de descanso donde
los perdedores podían calmar su orgullo ahogándose en licor. Junto a ella, detrás de
cortinas pesadas, el corazón del santuario, donde se disputaban cantidades
exorbitantes de dinero. Jugaban sobre una mesa tapizada en felpa verde. Los
aparadores cubiertos de lino a lo largo de la pared lucían decantadores de cristal,
supervisados por media docena de lacayos que silenciosamente prestaban su
servicio.
Mientras se barajan las cartas, Drake reconoció que no se necesitaba tanto
personal para asistirlos, pero Dodgers siempre había sido generoso a la hora de
proporcionar trabajo a los necesitados. Ninguno de los empleados había llegado con
referencias. Venían de las calles o la cárcel. Algunos como huérfanos, algunos
vendidos por aquellos que afirmaban ser padres indigentes. Se volvieron adultos y se
quedaron.
Se les dio nuevos nombres, e iniciaron una nueva vida. Siempre había sido así, y
Drake había continuado la tradición iniciada por los propietarios. Pero Dodgers
también tenía la reputación de no perdonar una transgresión, no es que alguna vez
hubiera pasado. Los que trabajaron allí eran leales, una lealtad comprada con
sueldos generosos. Pero luego de considerar la cantidad de dinero que el club
recaudaba cada noche, no costaba nada pagarles bien a sus empleados.
Jack Dodger había creído que un hombre no tenía motivos para robar si poseía
suficientes monedas en el bolsillo. Pero Drake tenía que admitir que la reputación
despiadada del hombre había contribuido al buen comportamiento de los
empleados.
Todo lo que sucedía dentro de esta habitación no debía revelarse bajo ninguna
circunstancia, y quienes trabajaban allí tenían muy en claro la consigna. Los que
estaban sentados en la mesa eran igualmente confiables. Bueno, excepto por
Somerdale. Todos ellos, sin duda, estarían atentos a sus palabras esa noche. Él no
había sido criado por alguien que alguna vez hubiese participado en actividades
cuestionables que bordeaban la ley.
Drake repartió cartas a Langdon, Somerdale, Avendale, y su hermano mayor, el
marqués de Rexton. Jugarían póker. Su mente no estaba puesta en el juego, sino más
bien en el hermano de Lady O.
Esperó varias manos hasta que la suerte estuvo corriendo a favor de Somerdale
antes de preguntar:
–¿Cómo está su hermana, Somerdale? ¿Se ha recuperado de todas las
actividades involucradas con la boda de Grace?
Fue muy consciente de que los otros señores habían desviado su atención,
estudiándolo con interés. Ellos nunca mencionaban a las damas individualmente,
porque si se hablaba de una mujer en particular podía ser indicación de cierto interés
en su persona, lo que podría augurar un viaje hacia el altar. Todos ellos eran solteros
empedernidos. Al menos hasta que estuvieran listos para tener un heredero.
Durante años habían lamentado el hecho de que su título no les permitiera quedar
exentos de dicha responsabilidad. Nunca estaría obligado a casarse, ni tener una
esposa. Jamás tendría que escuchar sermones sobre sus deberes para con su
herencia.
Era extraño, sin embargo, la forma en que ansiaban que su soltería sin
preocupaciones nunca tuviera que llegar a su fin, mientras que él habría dado
cualquier cosa gustosamente por poseer sus líneas de sangre intachables para poder
honrar a la esposa elegida.
–Sospecho que sí– murmuró el conde distraídamente, estudiando las cartas
mostradas.
–¿No lo sabe con certeza?
Drake no se molestó en ocultar su escepticismo, aunque se las arregló bastante
bien para disimular su irritación por la ausencia de una respuesta satisfactoria.
–Está cuidando a una tía enferma.
Somerdale recogió varias fichas y las arrojó en el montón.
–Apuesto cincuenta libras.
–¿Cuándo se fue?
–Mmm. Anoche tarde. El tío llegó poco después de regresar a casa. Al parecer, la
tía está muy enferma. Ella y Ofelia son muy apegadas, siempre lo han sido. Ofelia
pasó un tiempo considerable en Stillmeadow de niña.
–¿Stillmeadow?
Él generalmente se mostraba reacio a la conversación durante el juego pero
quería llegar al asunto en cuestión lo antes posible.
–La finca de nuestro tío. A unas pocas horas al norte de Londres. Él es el conde
de Wigmore.
–¿Y llegaron a salvo?
Somerdale finalmente levantó la vista, sus ojos verdes, no tenían el intenso tono
que tenían los de Ofelia.
–Yo diría que sí. No me han enviado ninguna nota. ¿Por qué tanto interés?
Porque rescaté a tu hermana de las aguas del Támesis a punto de ahogarse.
Preservación. No podía acusarlo, pero las alarmas estaban sonando. Somerdale
podría estar mintiendo. Una pequeña mentira para mantener la farsa hasta después
de deshacerse de su hermana. ¿Pero por qué iba a tratar de matarla? Ella tenía una
dote atractiva, y como Avendale había señalado, los bolsillos de Somerdale estaban
tristemente vacíos. Sus padres se habían ido. No tenían otros hermanos. Su dote sin
duda iría a él si ella moría. Mucha gente había matado por menos. Su padre por
ejemplo.
–Estaba pensando que tal vez su tío estaría interesado en tener una membresía
en el club ya que vive a sólo unas pocas horas de distancia.
La distancia no era ningún impedimento para los que se entregaban al vicio.
Aunque esperaba que Somerdale no notara el curso errático de su conversación,
que cuando la había empezado Drake no había pensado que terminaría ahí.
Teniendo en cuenta la cantidad de whisky que Somerdale había consumido, Drake se
sorprendió que el hombre pudiera prestarle atención a las cartas y mucho menos a la
dirección de su discurso.
Somerdale rió.
–No Wigmore. Él no juega, no bebe. Es un dechado de virtudes.
–Sin embargo, me gustaría que le enviara una invitación.
Sacó un pequeño libro negro y lápiz del bolsillo de su chaqueta. Lo utilizaba para
enumerar la lista de cosas que necesitaba atender en el club. Lo abrió en una página
en blanco y se la pasó por encima de la mesa.
–Si no le molesta, desearía que me proporcionara los datos para localizarlo.
Con un encogimiento de hombros, Somerdale tomó los artículos de su mano y
comenzó a garabatear la dirección. Drake enviaría un mensaje para determinar si el
tío estaba a salvo en su casa. Si no, alertaría a Scotland Yard que tenían que buscar
otro cuerpo en el río. Era muy posible que hubieran sido atacados en las últimas
horas de la noche. O tal vez Somerdale no era el caballero que aparentaba.
Cuando Somerdale le devolvió el libro y el lápiz, Drake los guardó.
–¿Podemos seguir con el juego ahora?– Preguntó Avendale lacónicamente.
–De hecho, acabo de recordar una cuestión que requiere mi atención.
Drake hizo señas a uno de los lacayos.
–Randall, ocúpate de repartir.
Una chispa iluminó los ojos del hombre. Todos querían convertirse en
repartidores o croupiers. Ese era el primer paso.
–Seguramente sea lo que sea puede esperar– dijo Langdon.
Su padre, también, era un asesino. Ese hecho debería haber hecho sentir a Drake
empatía por el heredero del título Claybourne. Pero el conde de Claybourne había
matado a un hombre que justamente merecía la muerte. No podía decirse lo mismo
de la madre de Drake. Ella no había merecido más que amabilidad y le había sido
negada.
–Su responsabilidad es engendrar un heredero; la mía es ver que el club obtenga
beneficios. La suya es una tarea mucho más placentera.
Se puso de pie.
–Señores, disfruten del juego.
Hizo un gesto con la cabeza hacia otro lacayo.
–Gregory, te necesito. Ven conmigo.
Con Gregory detrás de él, se dirigió a las escaleras, hacia su oficina. Su intento
lamentable de confeccionar una carta de recomendación permaneció donde la había
dejado. Hizo un bollo con la nota, la arrojó a la papelera, y comenzó de nuevo.
Esta vez escribió una cuidadosa invitación al conde de Wigmore. Lo colocó en un
sobre pergamino que llevaba el emblema que representaba a Dodgers. Luego lo selló
con cera. Se lo entregó al joven lacayo.
–Quiero que sea entregado al conde de Wigmore personalmente, a nadie más.
Solo a él. Si él no está allí, quiero que investigues en los alrededores hasta descubrir
si alguna vez regresó de Londres.
–Sí señor.
Tomando el pequeño libro de su bolsillo, encontró la dirección de la finca del
conde y se lo pasó a Gregory.
–No debes decirle a nadie que te envié a hacer esto ni decir una palabra acerca
de la información adicional que busco.
–Sí señor.
No necesitaba recordar al lacayo que su posición allí dependía de su discreción.
Drake tenía poder para contratar, despedir y promover. Era obedecido sin dudar. Así
había sido desde que había tomado las riendas después de la gestión de Jack Dodger.
Luego de tomar algunas monedas de la caja fuerte, las dejó caer en la palma de
Gregory.
–Para tu viaje. Lo que sobra es tuyo.
Teniendo en cuenta la cantidad que había entregado, era una buena
recompensa por el servicio prestado.
–Alquila un caballo. En base a la distancia a recorrer, espero tener tu informe
mañana por la noche.
–Sí señor.
–Sé cuidadoso.
El hombre no hizo más que asentir, antes de salir.
Poco después, Drake también salió. No muy a menudo les mentía a sus amigos,
pero esa noche las ganancias del club eran la última cosa en su mente.
La primera era desentrañar el misterio de lady Ofelia Lyttleton.
Capítulo 10

Eran las dos y media cuando abrió la puerta, cruzó el umbral de su residencia, y
se detuvo. Algo había cambiado. Tal vez era que rara vez se encontraba allí a esas
horas, la noche anterior había sido una excepción. Pero incluso mientras lo
consideraba, sabía que era más que eso. Se sentía diferente. No parecía tan vacía.
Una lámpara encendida iluminaba el primer peldaño de la escalera, como si ella
hubiera pensado en su retorno.
No lo había planeado. Había ido a Scotland Yard a preguntar por algún asesinato
que hubiera tenido lugar la noche anterior. Había hablado con Sir James Swindler, un
amigo de la familia que no cuestionó la extraña curiosidad de Drake. El inspector
confirmó, por desgracia, que se habían producido algunas muertes, pero todas las
víctimas ya habían sido identificadas. Ninguna al parecer era el conde de Wigmore.
Drake también había acudido al médico forense. No había cadáveres no
reclamados allí. Pero eso no significaba nada. El ataque podría haber ocurrido en
otro lugar, podría haber sido manejado por otros policías, otros médicos forenses. El
ataque podía haber pasado y la víctima aún no se había descubierto.
Tal vez no había sido un ataque. Sólo un accidente. Un conductor descuidado
perdiendo el control de los caballos, el coche cayendo en espiral desde un puente.
Existían un centenar de posibilidades. Sólo alguien con su pasado llegaría
inmediatamente a la conclusión de un juego sucio. Desde el momento en que
Frannie Darling, lo había sacado de las calles, lo había protegido, pero las imágenes
de dolor, sufrimiento y miedo ya habían quedado marcadas en su conciencia. Los
amorosos brazos y las sonrisas suaves no podían borrar los horrores que había
presenciado, ni pudieron evitar las pesadillas que ocasionalmente venían a
atormentarlo.
Sin duda era un tonto por no decirle a Somerdale el paradero de su hermana. Sin
embargo, recogió la lámpara y ascendió por las escaleras para comprobar que
estuviera dormida. En su cama, sin duda. Lady Ofelia Lyttleton no dormiría en una
cuna.
Imaginó despertarla de su sueño, enviarla a su dormitorio. La satisfacción y el
deleite de ponerla en su lugar fue atenuada por la preocupación que bordeaba su
mente. No le gustaba desconocer lo que le había sucedido. Si Somerdale estaba
diciendo la verdad, algo muy oscuro había detrás de todo eso.
Al llegar a la parte superior de las escaleras, abrió la puerta de su dormitorio, y
se sorprendió al encontrar la cama vacía, pero en absoluto sorprendido de ver el
cuarto desordenado, y las cenizas del fuego de la última noche todavía amontonadas
en el hogar.
¿Habría regresado su memoria? ¿Habría tratado de hacer su camino a casa?
Arrancó por el pasillo hacia la habitación de la esquina y abrió la puerta.
Ella estaba allí, acurrucada en la cama, con una lámpara encendida en el piso. El
alivio que le inundó fue desconcertante. No se suponía que debía preocuparse por su
bienestar, y sin embargo, por alguna razón insondable lo hacía. Pero ella estaba a
salvo, no corriendo de aquí para allá en las calles de Londres. Debería irse. Regresar
al club y controlar las ganancias.
En su lugar, se acercó en silencio, y sólo cuando estuvo a su lado se dio cuenta
que estaba temblando como si recién la hubiera sacado del río. Llevaba una de sus
camisas de nuevo, la ropa le llegaba justo por encima de las rodillas. Sus ojos estaban
fuertemente cerrados. Sus respiraciones eran erráticas, como si el aire que
necesitaba fuera esquivo y distante. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y sus
manos apretadas en un puño.
–¿Phee?
Ligeramente tocó su hombro y ella se sobresaltó, agitando locamente los brazos.
–¡No no! ¡No me toque! ¡No lo hagas!
Un grito, y luego un gemido, mientras se doblaba sobre sí misma.
Recordó las palabras de la noche anterior, las que había asumido que iban
dirigidas a él tal vez eran para otra persona. Un atacante. Los ladrones podrían haber
intentado robarle. Bien podía imaginarla con su pequeña nariz arrogante,
informándoles que su conducta era inapropiada y no debía ser tolerada.
Continuó temblando. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. El sudor por su
cuello. Limitada en esa horrible e incómoda cama. ¿Qué diablo lo había poseído al
pensar que sería divertido obligarla a dormir allí cuando podía utilizar la cama de su
dormitorio por la noche?
Todos los pensamientos sobre lecciones y retribuciones huyeron. Lo único que
quería era que se sintiera segura.
–¿Phee?
Mantuvo su voz tranquila, apacible, en un tono que utilizaba para calmar a los
caballos nerviosos. Siempre había tenido una especial habilidad con las grandes
bestias, durante un tiempo, había considerado convertirse en un mozo de cuadra,
pero era el hijo adoptivo del duque y la duquesa que tenían planes grandiosos para
él.
Doblando las rodillas, deslizó sus brazos por debajo de ella.
–Shh– susurró cuando emitió un gemido. –Está todo bien. No voy a dejar que te
pase nada.
Levantándola y acunándola contra su pecho, se dio cuenta de que sus piernas
desnudas se apoyaban en su brazo con la sensación maravillosa de su piel de seda.
Era completamente inapropiado estar pensando en su piel, en su contacto.
Apretando los dedos en el cuello de la camisa que llevaba, acurrucó la cabeza en
el rincón de su hombro. Su respiración se normalizó mientras tomaba grandes
bocanadas de aire, como si estuviera encantada con su fragancia.
Ridículo. Estaba mal que tuviera ese tipo de pensamientos estúpidos. Ella
simplemente estaba disfrutando de la calidez de su cuerpo, sintiendo como si
estuviera metida en un capullo seguro. Ningún daño le acaecería mientras él
estuviera cerca. De alguna manera debía haber percibido eso.
La llevó a su habitación y la depositó suavemente en la cama, maldiciendo sus
ojos por notar cómo el dobladillo de su camisa había subido sobre sus muslos. A
pesar de su corta estatura, tenía piernas largas y esbeltas y los tobillos más delicados.
Estaba medio tentado de colocar un beso allí. En vez de eso, la cubrió con las mantas,
sorprendido de que no se hubiera despertado. Al parecer, tenía un sueño
increíblemente profundo, incluso cuando la atormentaban las pesadillas.
Se acercó a la chimenea, se agachó, e hizo lo que debería haber hecho antes:
barrió las cenizas, acomodó el carbón y los leños. Luego encendió una cerilla, y vio
como el fuego se apoderó del combustible.
Oyó un sollozo ahogado. Condenación. Se puso de pie y se acercó a la cama.
Estaba inquieta de nuevo, moviendo la cabeza de lado a lado, murmurando que la
dejaran en paz, pero no sonaba como si pudiera encontrar ninguna paz esa noche.
Inclinándose, le puso los dedos en la mejilla.
–¿Phee?
Ella inhaló profundamente, una vez, dos veces.
–Volviste.
–Sí.
Sus ojos se abrieron, y sus labios se alzaron en la más pequeña de las sonrisas.
–Tú ahuyentaste al monstruo. Tú y tu dragón.
Sintió como si hubiera recibido un duro golpe en el estómago. Sus palabras, su
sonrisa. Nunca le había sonreído de esa manera, ni podía recordar haber visto esa
sonrisa otorgada a otros. Sin embargo era genuina. Sin artificio. Sin pretensiones. Sin
hipocresía.
–¿Qué monstruo?– Preguntó.
–No lo sé. No pude verlo claramente. Tal vez yo también debería tener un
dragón entintado en mi espalda.
Imaginó un dragón desplegado sobre su esbelta espalda, sufriendo por poseerla.
–Es un proceso muy doloroso. Una vez que se comienza, no se puede parar.
–Supongo que tienes razón.
Apretó los labios antes de morderse el inferior. La acción fue directa a su
entrepierna.
–Tengo tantas preguntas– dijo distrayéndolo de pensamientos peligrosos.
–Podemos responderlas por la mañana. Tienes que dormir ahora.
–Algo malo pasa con mi ropa.
–¿Has estado hablando con ellas, entonces?
Su sonrisa asomó ligeramente.
–No, pero no tengo un camisón.
–Hablaremos de todo más tarde, después de que hayas descansado.
Estaba retrasando lo inevitable, pero no quería perderse la forma en que ella lo
miraba, como si lo aceptara, como si no desconfiara de él.
Ella negó con la cabeza.
–No me gusta dormir.
–Estabas teniendo una pesadilla. Nadie, aquí ni nada te dañará. Voy a ocuparme
de eso.
–Nada de esto, ni mi presencia aquí, tiene sentido para mí.
–Lo tendrá muy pronto, estoy seguro.
Lo miró como si tratara de desentrañar la verdad, pero no estaba mintiéndole.
Le diría todo la tarde siguiente, después que regresara Gregory. Mientras tanto,
tendría otro día para que le lavara la espalda.
–Tengo tanto frío– dijo en voz baja. –Es como si estuviera congelada.
No podía hacer que el fuego fuera más intenso, y tampoco tenía más mantas,
¡Maldición! Supuso que podría amontonar su ropa encima de ella. O podría darle
calor de otra manera.
–No te alarmes, pero voy a tenderme sobre las mantas para abrazarte.
¿Correcto? Podré calentarte de esa manera.
Ella asintió. Se quitó la chaqueta, y las botas. Para que los botones no la
molestaran, dejó su chaleco sobre la silla. Para su comodidad, desabrochó el pañuelo
y las mangas de la camisa. Luego se subió a la cama, y se estiró a su lado. Ella se
acomodó en la curva de su hombro como si perteneciera allí, apoyando la mano
contra su pecho. Rodeándola con el brazo, la atrajo hacia él. Con su mano libre, le
frotó la espalda hasta la cintura, hasta donde se habían reunido las sábanas. No
quería tener en cuenta lo cerca que estaba su mano de la carne desnuda de sus
muslos.
–No puedo decidir si me gusta– dijo en voz tan baja que casi no la oyó. –Usted
parece preocuparse por mí, como ahora, y otras veces no tiene nada de paciencia
conmigo.
–Simplemente no nos conocemos muy bien, supongo.
–Entonces cuéntame una historia.
Una historia. Sí, suponía que podía hacer eso. Le había contado una buena a
Grace cuando era una niña.
–Había una vez un zapatero y su esposa…
Riendo con ese sonido dulce que sólo recientemente había descubierto que
poseía, levantó la cabeza y lo miró a los ojos.
–Usted no está a punto de contarme la historia del zapatero y los duendes.
–¿Tú la conoces?
Ella le lanzó una mirada mordaz. Lo había mirado muchas veces en el pasado,
pero nunca así. Le estaba tomando el pelo, divertida. Lo hacía querer pasarle las
manos por su pelo, atraerla para darle un beso que la calentara, y quemara su alma.
Le hacía desear mantenerla allí. Le hacía dar ganas de conocerla. Le inquietaba
pensar que podía ser muy diferente de lo que siempre había conocido.
–Por supuesto que conozco la historia. No quiero que me cuentes un cuento de
hadas, tonto. Quiero que compartas algo tuyo. Cuéntame una historia acerca de ti.
¿Tonto? Estaba lejos de ser un tonto. Era el empleador de su empleada, sin
embargo, no quería perder ese momento. Porque no sabía que lo hacía desear
aferrarse a ella. Compartir algo. Había pasado su vida construyendo un muro que
sólo unos pocos podían mirar por encima, pero ninguno podía atravesar. Ni siquiera
los residentes de Mabrys House. No creía que nadie pudiera aceptarlo por completo
como realmente era. Podía darle información para usar en su contra, por lo que tenía
que ser muy cuidadoso en lo que le contaba.
Ella se recostó, moviendo la cabeza en el hueco de su hombro hasta que encajó
perfectamente.
–¿Tienes frío?– Preguntó.
–Sí. Pero estoy esperando tu historia. Cuéntame algo de cuando eras niño.
Esos cuentos satisfarían a los hermanos Grimm.
–Como he dicho antes empecé mi vida en las calles. Sobreviví por mi habilidad,
astucia y rapidez. Pero aún así la comida, la ropa, y el calor eran escasos. Recuerdo la
primera vez que comí hasta que estuve lleno. Yo tenía ocho años en ese momento.
Pastel de carne. Luego los vomité.
–¡Ohh! Creo que prefiero escuchar el relato del zapatero.
–Pensé que así sería.
Ella guardó silencio durante un tiempo muy largo. Pensó que tal vez se había
adormecido. Luego dijo:
–No puedo imaginar que mi vida sea muy feliz. Me parece que no debo haber
sido muy dichosa si he terminado aquí.
Un pensamiento horrible le sacudió. ¿Deliberadamente habría saltado al río con
la intención de hacerse daño? Si su caída en el río no tenía nada que ver con el
trauma que le había producido su beso en el baile, y tampoco con ella misma
deseando dañarse, ¿entonces qué? Si algo sabía sobre Ofelia, era que su autoestima
era demasiado grande como para negarle al mundo su existencia. Su pérdida de
memoria era desconcertante.
–Uno debe sentir un gran orgullo por el lugar que ocupa– dijo.
Es cierto, incluso si su lugar era en la aristocracia.
–¿Debo?
–Sí. Estás muy bien versada en tus funciones. Las realizas con extrema diligencia.
Eres un ejemplo que pocos pueden imitar.
Una vez más, todo era verdad, aunque nunca había considerado sus méritos, los
tenía, aunque no los reconociera como tales.
–¿Son esas las palabras de mis cartas de recomendación?
–Sólo mis observaciones.
–¿Has traído las cartas?
–Me parece que las he perdido, pero ya voy a encontrarlas.
–¿Por qué volviste antes de tiempo?
–Porque estaba... preocupado por ti.
Porque se estaba volviendo loco por saber si había recuperado la memoria y
abandonado la casa.
–Tengo calor ahora– dijo. –Ya no tiemblo.
Supuso que era la señal de despedida. Debía sentirse increíblemente aliviado. En
su lugar, se encontró con que le gustaba su cercanía, inhalar su aroma único, hablar
en susurros, incluso sobre nada de importancia, mientras las sombras bailaban a su
alrededor. Molestándola lo menos posible, se levantó de la cama.
Con la cabeza en la almohada, metió una mano bajo su mejilla y lo miró.
–Me gusta esta cama. Es más cómoda.
–Puedes utilizarla cuando no estoy aquí.
–Pero ahora estás aquí.
–Sí, pero no estoy durmiendo.
Se quedó allí hasta que estuvo relativamente seguro de que se había quedado
dormida. Luego se sentó y comenzó su vigilia.
Sólo porque era amiga de Grace, su hermana nunca le perdonaría si algo horrible
le pasaba. Esa Ofelia no tenía nada que ver con la anterior, era una visión de alguien
a quien nunca antes había conocido.
Despertó desorientada entre sábanas que no eran tan suaves como aquellas a
las que estaba acostumbrada. La almohada era más dura, el colchón más firme. Trató
de aferrarse a lo que apenas podía recordar, pero era como tratar de capturar la
niebla que se deslizaba entre sus dedos. Todo había escapado, todos sus recuerdos, y
sin embargo...
El hombre era familiar. Su aroma, la fuerza de sus brazos. Estaba sentado en una
de esas duras y horribles sillas, con la cabeza inclinada hacia un lado, y los ojos
cerrados, las pestañas largas descansaban sobre los pómulos afilados. Tenía las
piernas extendidas, apoyadas en los tobillos, y los brazos cruzados sobre el pecho. Se
maravilló que no hubiera resbalado al suelo. Su cuello, sin duda le dolería cuando
despertara. Lo masajearía cuando lavara su espalda.
Debido a que no se había ido, y la había vigilado como había prometido.
No debería haber regresado hasta después del amanecer, y sin embargo, había
llegado la noche anterior cuando más lo necesitaba. Parecía que siempre estaba allí
para rescatarla: cuando se estaba ahogando, cuando tenía frío y miedo, cuando los
sueños la aterrorizaban. ¿Cuántas otras veces había estado allí? ¿Cuántas otras veces
la habría consolado y aliviado sus temores?
Abrió los ojos y se encontró mirando las profundidades oscuras. Tan negras que
deberían haber sido inquietantes. Más negras que el pelo, más oscuras que la
sombra en su mandíbula. Nada en él era luminoso. Todo tenía un filo peligroso, y sin
embargo, sabía que estaba a salvo con él.
Él no dijo nada. Simplemente la miró como si no estuviera seguro de quién era ni
cómo podría responder a su presencia.
–Estoy bastante avergonzada por el espectáculo que te di la noche anterior–
comenzó.
–No deberías estarlo. Soñar con monstruos puede ser molesto. ¿Recuerdas algo
más?
Estaba acostada de lado, con una mano debajo de la almohada, la otro cerrada
alrededor de las mantas. Consideró sentarse, pero pensó que cualquier movimiento
podría romper el hechizo que los rodeaba, creando una intimidad que no entendía.
No se habría movido de ninguna manera.
–Un hombre. Él estaba tratando de hacerme daño, y yo estaba defendiéndome
de…
–¿Quién era él?
–No lo sé. Era sombrío, oscuro, siniestro. No veía sus rasgos. Pero se cernía
sobre mí. Estaba sofocada. No me podía mover, y quería desesperadamente respirar.
Grité pero no lograba emitir ningún sonido sin importar lo fuerte que tratara de
hacerlo, por lo que nadie podía oírme. Estaba aterrorizada de que esta vez pudiera
lograr su cometido.
–¿Esta vez?
Ella sintió el estado de alerta en él, como si todo su cuerpo se hubiera
despertado de repente. Se frotó la frente.
–Debo haber tenido ese sueño antes. Algo de eso me resultaba familiar. O tal vez
era simplemente parte del sueño, pensando que había pasado antes. Tal vez un
sueño dentro de un sueño.
–Quiero que me digas si te acuerdas de algo más al respecto, sobre el atacante.
Ella no pudo dejar de sonreír.
–¿Acaso eres el asesino de mis monstruos?
La miraba como si nunca la hubiera visto antes. Parpadeó, miró sus pies
descalzos. Su camisa estaba suelta y desabrochada. Pero ahora conocía los músculos
que se escondían debajo de ella, la tinta impresa debajo de su piel.
Una esquina de su boca finalmente se curvó.
–Yo no, pero el dragón en mi espalda lo es.
–¿Es por eso que te lo hiciste? ¿Tuviste pesadillas también?
Estaba estudiándola con atención otra vez, y pensó que no podría contestar. Sin
embargo, quería saber todo sobre él, todo lo que había olvidado. Aunque entendía,
pero apenas podía aceptar, que trabajaba para él, no podía dejar de pensar que algo
más existía entre ellos. Tenían una especie de historia. Estaba segura de ello, ¿por
qué si no iba a estar en su cama, con su camisa de lino arrugada sobre sus caderas, y
sus piernas desnudas mientras él estaba sentado allí completamente cómodo con la
mitad de su ropa puesta? Se trataba más que el hecho de que lavara su espalda. Se
había creado un sorprendente acercamiento entre ambos, y podía reconocer que la
familiaridad no era ajena a ellos.
A pesar de su falta de vestimenta, sus piernas desnudas, los pies descalzos, no
quiso abalanzarse sobre ella, no se aprovecharía. ¿Lo sabía, pero cómo demonios
podía saberlo?
Era tan frustrante saber tan poco de él cuando quería saberlo todo.
Desplegó sus brazos, se inclinó hacia adelante, plantó los codos en los muslos, y
se encontró con su mirada.
–Durante mi vida en la calle, fui testigo de horrores que todavía a veces visitan
mis sueños. Cuando era más joven, pensaba que el dragón podría defenderme.
Sus labios formaron una sonrisa autocrítica que hizo que su pecho se encogiera.
–Pero he llegado a creer que sólo nosotros podemos vencer nuestros demonios.
–¿Tú has vencido al tuyo?
–No a mi entera satisfacción.
–¿No somos también nuestros peores críticos?
–Quizás.
–Nosotros siempre queremos algo diferente de lo que tenemos.
Ella frunció el ceño.
–Sé con certeza que yo quiero algo diferente, pero ¿qué?
Él no dijo nada, sólo le sostuvo la mirada como si tuviera el poder de devolverle
la memoria, la verdad. Ella confiaba en esos ojos, en su sinceridad. Él no era un
hombre que la ridiculizara o se burlara.
–Creo que he desentrañado el misterio de mi ropa– dijo.
Una ceja oscura se alzó.
–¿Oh?
Ella no sabía si estaba aliviado por cambiar de tema o si estaba realmente
interesado en la respuesta.
–Debo haber empacado todo en una maleta esa noche, todo excepto la ropa
más horrible. Debo haber perdido todo en el río. Es por eso que no tengo delantal o
camisón. Aunque no sé por qué no dejé el delantal también, si me esforzaba por
escapar de esta vida, a la que no le encuentro ningún sentido.
–¿La vida de sirvienta?– Preguntó, como si pudiera estar hablando de otra cosa.
–Sí. No me puedo imaginar despertar cada mañana y saber que mi día se
remitirá a tratar con el polvo y la suciedad.
–El sentido de esa vida es un salario, la satisfacción de un trabajo bien hecho.
Asegurarte una residencia agradable para vivir. La familia con la que yo vivía, eran
acomodados. Los seres humanos necesitan comer. Podrían haber preparado sus
comidas. En lugar de ello contrataron a alguien para que lo hiciera. Mientras esa
persona se encargaba del alimento, ellos estaban haciendo buenas obras. El trabajo
de la cocinera les permitía tener el tiempo para hacer sus buenas obras. Todo está
interconectado, todo tiene valor. Si no puedes verlo, es porque usted no estás
buscando la forma adecuada.
Sus palabras apasionadas impactaron en ella.
–Paso muchas horas proporcionando entretenimiento para los caballeros–
continuó. –Tener una sirvienta significa no tener que distraerme por las
preocupaciones domésticas. Puedo concentrarme en aumentar los beneficios. Más
beneficios significan contratar más empleados para que más hombres puedan
mantener a sus familias. Ellos comprarán más carne para su mesa para que el
carnicero tenga más ingresos. El agricultor también aumentará sus ingresos. Podría
seguir, pero creo que he dejado aclarado mi punto. Puede parecerte insignificante,
pero una pequeña variación afecta a muchas personas. Tú no puedes verlo, pero
incluso el siervo más humilde tiene valor, propósito, y vale la pena. Todo el mundo
tiene un lugar y ninguno de esos lugares debe ser menospreciado.
Como si de repente se sintiera avergonzado, cerró los ojos, sacudió la cabeza y
se echó hacia atrás.
Ella se preguntó si era consciente de todos los puntos que había mencionado, o
si habría estado de acuerdo con ellos. Pero de ser así ¿por qué había huido?
Aunque en verdad no sabía si había huido. Sólo estaba especulando sobre su
ropa. Era la única explicación que tenía sentido.
–Supongo que tienes razón, ¿por qué no?– Preguntó.
–Voy a preparar el desayuno para ti mientras te vistes.
Desplegó su cuerpo largo y musculoso, y una imagen de él pasó por su mente,
empujando su corazón contra las costillas. Era un pensamiento incongruente que no
encajaba con el hombre que estaba ante ella, el hombre que conocía, pero
¿realmente lo conocía? Un día de recuerdos apenas era suficiente para crear una
imagen completa, y sin embargo, había sido paciente y comprensivo. Bastante
comprensivo cuando, en esencia, había perdido a su ama de llaves.
Salió de la habitación, con movimientos ni rígidos ni formales, más bien
relajados. Estaba en su elemento allí, aunque sospechaba que encajaría en cualquier
parte. Llevaba la confianza puesta como un manto.
Echando a un lado las mantas, salió de la cama. Si bien era desconcertante no
saber nada más de lo que sabía, era tranquilizador tener en cuenta que la valoraba,
que ella podía aligerar la carga que llevaba.
Cuando Drake entró en la cocina, se maldijo profundamente, preguntándose
¿qué diablo lo había poseído para pronunciar esas tonterías sobre el valor, el
propósito, y lo que valía la pena. Él creía eso, por supuesto, absolutamente. Pero
seguramente la habría aburrido más allá de la comprensión. Era como si estuviera
luchando para vencer el sentimiento de superioridad que residía dentro de ella, para
hacerle comprender que su pedestal sólo se mantenía en posición vertical debido al
trabajo de los demás. Irónicamente, ella no sabía que se había colocado en el
pedestal que criticaba.
Para empeorar las cosas estaba preparándole los condenados huevos a la crema
que le gustaban. Había hablado con el cocinero de Dodger sobre ellos y recibido las
instrucciones. No eran tan difíciles de hacer. Los removió en la sartén, añadió la nata,
la mantequilla y sazonó. Pero aún así, se suponía que era ella la que debía estar
cocinando para él. Ese había sido el plan. Tenerla trabajando para él.
Pero cuando lo miró tan inocentemente, tan confiadamente, con la mano
metida debajo de la almohada, el cuello de su camisa apretado contra su cuello,
sintió un impulso irracional de protegerla y cuidarla. Lo absurdo de todo eso no
pasaba desapercibido. Sin embargo, no podía devolverla a su casa, todavía no, no
hasta que su hombre le brindara información, no hasta estar seguro de que no
estaba llevándola a la boca del lobo.
Nada tenía sentido, especialmente su deseo de complacerla con el desayuno.
Debería agasajarla con agua y tostadas, para hacer que se diera cuenta que no todo
el mundo se daba el lujo de desayunar huevos a la crema ni cualquier otro tipo de
huevos.
–¿Huevos a la crema?
La maravilla de su voz le hizo mirar atrás. Se veía encantada. Su rostro estaba
todavía sonrojado por la friega que sin duda se había dado. Su pelo trenzado caía
sobre un hombro. Llevaba el otro vestido que había comprado a la misión de la
iglesia. La cubría como un saco. Se deshizo de la idea de que se merecía algo mejor,
que merecía vestidos de mañana que revelaran cada curva esbelta. Que merecía
ropas cosidas para su figura.
–Pensé que después de la noche pasada, era apropiado obsequiarte con este
pequeño capricho. Pero no debes acostumbrarte a él.
Sirvió la mezcla sobre el pan que había preparado anteriormente y dejó el plato
en la mesa.
–No ¿Quieres comer conmigo?– Preguntó.
–No. Voy a dar un paseo para ocuparme de algunos asuntos. Espero que puedas
comenzar con tus tareas, mientras estoy ausente.
–Te crees un tirano, ¿no es así?
La burla implícita en su voz y la forma en que su pecho se contrajo lo puso
incómodo y encantado a la vez.
–He sido permisivo debido a tu situación, pero espero que entiendas que un día
de trabajo corresponde a un día de paga.
Ella frunció su frente.
–Supongo que eso es subjetivo.
–Mi subjetividad es lo único que importa ya que soy quien paga por los servicios.
Ahora, disfruta de tu comida y luego ponte a lavar los platos.
Subió las escaleras y entró a su dormitorio. Por supuesto, la ropa de cama estaba
arrugada, la almohada todavía no había sido esponjada, por lo que mostraba la
impronta de la cabeza.
Sintió la tentación de ordenarlo todo, pero era su trabajo. Se lo dejaría a ella.
En la sala de baño, encontró agua en la jofaina, pero la jarra estaba vacía, así que
aprovechó el agua tibia que había usado Ofelia para lavarse. Avistó su cepillo y se
detuvo, con sus dedos a sólo unos centímetros de distancia. Mechones rubios
estaban entretejidos en las cerdas, tal como lo habían estado el día anterior. La
intimidad que resultaba era inquietante. Se cepilló el cabello y decidió dejarlo así por
el momento, después se puso ropa limpia.
No podía llegar a Mabry House desaliñado, dando la apariencia de que su vida
de repente se había convertido en un caos.
Capítulo 11

La primera vez que Drake había entrado a Mabry House, lo había hecho a través
de la chimenea. Había sido Peter Sykes esa noche. Su padre lo había subido a un
árbol, y luego con la agilidad de un mono, había trepado por las ramas hasta que fue
capaz de saltar a la azotea, y luego bajar por el tiraje de la estufa.
El duque, que estaba en la residencia en aquel momento, lo había cogido. Y
aunque no había logrado abrir la puerta para que su padre entrara, había disfrutado
de una fiesta de pasteles de carne luego de conocer a Frannie Darling. Esa noche
gracias a ella y el duque su vida había dado un giro inesperado.
Ahora con valentía atravesó la puerta sin llamar. Tenía una habitación dentro de
la residencia, había crecido dentro de esas paredes, así como en las numerosas
propiedades del duque.
–Amo Drake– dijo el mayordomo. –Están en el comedor, desayunando.
Por supuesto que estarían allí. Era tarde para su visita semanal mañanera.
–Gracias, Boyer.
Vagó por los pasillos familiares, parando una vez para contemplar el retrato que
mostraba al duque y la duquesa con todos sus hijos. Drake estaba parado detrás, una
cabeza más alto que los demás. Nunca habían hecho diferencia entre él y sus
verdaderos hijos, nunca lo habían hecho sentir como si no fuera parte de la familia.
Sin embargo, cuando estudiaba la pintura, se veía a sí mismo en el borde exterior,
incluido, pero manteniéndose separado.
Las puertas de la sala de desayuno estaban abiertas. Sólo unos pocos pasos
después de cruzar el umbral, se vio envuelto por los brazos de la duquesa, que había
saltado de su silla antes de que nadie pudiera ayudarla. Durante el tiempo que la
había conocido, siempre saludaba a sus hijos, y a cada huérfano que se cruzaba en su
camino con un abrazo. Ya sea que regresaran de la escuela o de una excursión al
parque. Sus brazos se envolvieron apretadamente a su alrededor como si quisiera
retenerlo para siempre, pero finalmente lo dejó ir. Al final todos se iban, a pesar de
que sabía lo difícil que era para ella.
–Estaba empezando a preocuparme– dijo, mientras sus ojos azules estudiaban
su rostro, tratando de determinar si algo estaba mal.
–Estoy un poco ocupado esta mañana.
–Rexton dijo que dejaste temprano el club ayer por la noche.
Mirando por encima de su cabeza, miró al heredero Greystone, quien se encogió
de hombros.
–Fui a verte después de terminar el juego, y no estabas.
–Un asunto de negocios. Nada por lo que debas preocuparte.
–Entonces prepara tu plato– insistió la duquesa –y únete a nosotros en la mesa.
Si no estaba abrazándolos, estaba metiéndoles comida en el estómago. Al igual
que él, el hambre no era desconocido para ella. El aparador estaba cargado con todo
tipo de alimentos, los aromas flotaban a su alrededor. De repente se dio cuenta de
que estaba hambriento. Se negó a sentirse culpable por haber dejado a Ofelia con
nada más que los huevos a la crema y las tostadas. ¿No había dicho que era lo que
prefería? No tenía sentido ofrecerle una variedad de opciones cuando la mayoría
serían descartadas. Aunque lo que sobrara en esa casa sería llevado a una misión que
alimentaba a los pobres.
Después de servirse un montón de exquisiteces en su plato, tomó su silla
habitual junto a la duquesa. Andrew, frente a él. El duque se sentaba a la cabecera
de la mesa, con Rexton a su izquierda, al lado de Drake. La silla a la derecha del
duque era de Grace. Era extraño verla vacía.
–¿Has tenido noticias de Grace o Lovingdon?– Preguntó Drake.
–No– dijo la duquesa –y dudo que sepamos algo hasta que regresen dentro de
quince días, que es como debe ser.
–Están tan asquerosamente enamorados– dijo Andrew.
–Con un poco de suerte algún día te pasará lo mismo a ti– dijo el duque.
–Yo no necesito un heredero, así que nunca me casaré. Drake y yo
permaneceremos solteros hasta nuestros últimos días, ¿no es cierto, Drake?–
Preguntó.
–Ese es el plan– admitió.
–Es un juramento– dijo.
A los veintiún años era joven y seguro de sí mismo. Drake no recordaba haberse
sentido tan joven. Siempre había sido mayor tanto en experiencia, como en años.
–Ese juramento es una tontería– dijo la duquesa. –Ustedes no puede controlar
sus corazones.
–Tu madre tiene razón en eso– dijo el duque, sonriendo suavemente. –El amor
tiene sus artimañas.
En un principio, Drake se había maravillado por la amabilidad que el duque le
mostraba a su esposa. Nunca le gritaba, nunca le alzaba la mano, nunca se esforzaba
por intimidarla. Hablaban de todos los temas; su opinión era tan importante como la
propia. Por cualquier razón le obsequiaba flores, le compraba regalos, y pasaba
muchísimo tiempo besándola. Drake apreciaba el brillo que iluminaba sus ojos cada
vez que el duque entraba en una habitación, la dulzura de su risa. Él no tenía ningún
recuerdo de la risa de su propia madre. Sólo conocía sus lágrimas, sus súplicas, sus
gritos. Bajo la influencia del duque, no había tardado mucho en llegar a la conclusión
de que su padre había sido un bruto. Y que un hombre debía tratar a una mujer
mejor de lo que se trataba a sí mismo.
Un resabio de culpa con respecto a Ofelia pinchó su conciencia, pero lo ignoró. A
diferencia de la duquesa, ella no trataba amablemente a la gente ni participaba en
buenas obras, tampoco ponía el bienestar de los demás por encima del suyo. La
había sorprendido reprendiendo a sus sirvientes y sabía que se disgustaba
fácilmente. La paciencia y el aprecio de los demás le eran ajenos, y sólo se
preocupaba por sus propios deseos, comodidades y placer.
Pero gritaba en sueños.
–Dinos, ¿cómo van los negocios en Dodger– Preguntó la duquesa,
interrumpiendo sus pensamientos, gracias a Dios.
–Las ganancias son de hasta el diez por ciento este mes– dijo degustando sus
huevos benedictinos. –Aprobé la membresía de un americano.
–¿Americano?– Repitió Rexton. –¡Dios mío!, ¿lo sabe Dodger?
–No necesito su permiso para tomar decisiones, si es a lo que te refieres– dijo
Drake. –El americano es vergonzosamente rico, disfruta de los juegos de azar y
aumenta nuestros beneficios. Por lo que entiendo, muchos estadounidenses están
empezando a pasar su tiempo en Londres en su empeño por casar a sus hijas con
miembros de la nobleza.– Rexton le lanzó una mirada mordaz. –Tal vez tú podrías
contemplar la idea de casarte con una. He oído que los duques son muy solicitados.
–Van a pasar muchos años antes de que yo sea duque. Además, estoy seguro de
que se habrán aburrido de nosotros para cuando esté listo para tomar una esposa.
Por cierto, en el futuro, no invites a Somerdale a la sala privada. Nos desplumó toda
la noche.
La conversación viró hacia los orfanatos. Era extraño no escuchar las opiniones
de Grace, compartiendo chismes, y hablando de sus diversos planes para el día.
Drake nunca se había percatado de lo mucho que dependía de ella para obtener
información. Era perspicaz y siempre estaba al tanto de los acontecimientos de la
sociedad, quien estaba cortejando a quién, quién tenía probabilidades de casarse
con quién. Aunque pocos hubieran sospechado que ella se casaría con el duque de
Lovingdon. El hombre había sido un libertino impenitente, pero lo suficientemente
sabio como para enamorarse de Grace.
Después del desayuno, Drake dio un paseo por el jardín con el brazo de la
duquesa, ubicado en el hueco de su codo.
–¿Eres feliz?– Preguntó.
–Si por supuesto.
–Pareces preocupado.
Había notado que su estado de ánimo estaba un poco apagado. Se daba cuenta
de todo, pero la mayoría de los ladrones tenían la misma capacidad. Era la clave para
la supervivencia.
–Tengo muchas cosas en mi mente.
–Lady Ofelia, tal vez.
Casi tropezó en los adoquines.
–¿Por qué piensas eso?
Ella le dirigió una mirada astuta.
–Noté que desapareciste con ella durante el baile.
Maldijo a pierna suelta. Había estado tan enfadado que no había tomado
precauciones para proteger su reputación. Lo último que quería era encontrarse
atado permanentemente a esa bruja. Aunque la mujer que había dormido en su
cama la noche anterior no… Mentalmente negó con la cabeza. Las dos eran una
misma persona. Tenía que recordarlo.
–¿Alguien más se dio cuenta?
–No lo creo. No he oído rumores.
Necesitaba a Grace. Ella lo sabría con certeza. Irónicamente, Ofelia también
estaría al tanto si no hubiera perdido la memoria.
–Siempre he pensado que tú le gustabas– dijo la duquesa.
Drake soltó la risa.
–¿A Lady Ofelia Lyttleton? No. Yo soy la última persona en la tierra que alguna
vez podría gustarle. Y a mí, ciertamente, me pasa lo mismo.
–Hay algo en ella que siempre me pareció trágico.
Él se detuvo y la miró.
–¿Una mujer que camina con su nariz tan alta que es raro que los gorriones no
se posen en ella? ¿Una mujer que puede golpear con las palabras tan fuerte como un
puñetazo? ¿Una mujer que reprende a su doncella si un cabello se sale de su
peinado? ¿Estamos hablando de la misma mujer?
–Para ser una mujer que no te gusta, ciertamente no parece haber escapado a tu
escrutinio en lo más mínimo.
–Ella se ha cruzado desde siempre en mi vida, ha sido amiga de Grace desde que
empezó a caminar. Difícilmente hubiera podido ignorarla.
Sus labios se curvaron.
–Oh, sospecho que podrías haberla evitado si lo hubieras intentado.
Ella puso su mano en el codo y comenzó a guiarlo de vuelta a la residencia.
–Son sus ojos. Están embrujados.
–¿Embrujados? ¿Cómo?
–No sabría decírtelo. Hay algo de ella. Nunca podemos saberlo todo acerca de
otra persona, y a veces esas cosas son un mecanismo de defensa.– Le apretó el
brazo. –Yo sé que en ocasiones te ha maltratado, pero creo que tal vez es porque la
asustas.
–¿Cómo diablos podría asustarla? Por ser amiga de Grace, he sido muy cordial
siempre que nos hemos cruzado.
Se rió débilmente, como si se divirtiera por algo que él no podía ver ni oír.
–El duque me asustó cuando lo conocí.
No podía imaginarlo. Incluso cuando lo había sorprendido tratando de robarle,
simplemente le había dado de comer.
–¿Qué cosa monstruosa hizo para asustarte?
–Me atrajo de manera que ningún otro hombre jamás lo había hecho.
Lady Ofelia Lyttleton no se sentía atraída hacia él. La idea era ridícula. La
duquesa se estaba esforzando por hacer el papel de casamentera para sus hijos, pero
tenía un gusto atroz a la hora de elegirle novia. Aún así, Drake la amaba, sabía que
tenía buenas intenciones, y le tomó todo su autocontrol no reírse hasta el hartazgo.
Ofelia. ¿Atraída por él? Cuando los cerdos volaran.
Después regresaron a la casa, y se excusó para hablar con el ama de llaves ya
que tenía algunas preguntas acerca de su nueva residencia. La duquesa ya la había
visto, por supuesto, cuando la compró, pero no había invitado a nadie de la familia
para que fuera de visita. Quería esperar hasta que todo estuviera en orden. Así que
no se sorprendió por su deseo de hablar con la señora Garrett.

***

–El Manual sobre Administración del Hogar de Mrs. Beeton– le dijo la anciana
ama de llaves en su oficina debajo de las escaleras. –Es el mejor recurso para
aprender a manejar una casa correctamente. Mrs. Beeton cree que una casa
desordenada lleva a la discordia marital. Su orientación ha salvado muchos
matrimonios, se lo aseguro.
No tenía ningún interés en salvar un matrimonio. Ni siquiera sabía por qué
buscaba su consejo. Ofelia, sin duda volvería a su residencia la mañana siguiente.
Pero pronto debería contratar un ama de llaves adecuada, y necesitaba tener una
idea acerca de los conocimientos que debía poseer.
Dejando a la señora Garrett, fue en busca de una dulce muchacha que había
llegado a trabajar allí unos pocos años antes. Encontró a Anna ordenando la cama del
duque.
Ella hizo una reverencia.
–Amo Drake.
Le había dicho numerosas veces que no necesitaba hacerle una reverencia, pero
seguía haciéndolo. Tomándose un momento, observó los detalles de su figura con la
mayor discreción posible. Era perfecta para sus necesidades.
–Anna, me preguntaba si podrías ayudarme.
–Si puedo, señor, con todo gusto. Sólo dime que necesitas.
–Conozco a una mujer que está pasando por un momento difícil. Tiene
aproximadamente tu tamaño. Me preguntaba si tendrías alguna ropa que estés
considerando desechar. Yo con mucho gusto te pagaría cien libras por ella–.
Sus ojos azules se abrieron.
–Oh, usted no tiene que hacer eso, señor. Estoy más que feliz de ayudar a los
necesitados.
–Insisto en recompensarte. Ella, en realidad necesita un uniforme, un delantal,
una cofia y algunos artículos que no puedo mencionar.
Él sonrió.
Aunque acabo de mencionarlos, ¿no?
Ella rió.
–Usted es muy gracioso, señor.
Ella le hizo sonreír, y pensó que era el tipo de persona a la que podía atraer, una
plebeya como él. Sin embargo, era demasiado dulce para ser la destinataria de la
oscuridad que residía en su interior.
–Un camisón si tienes.
Tenía que hacer que Ofelia dejara de ponerse sus camisas, porque nunca sería
capaz de usarlas otra vez sin pensar en la tela acariciando su piel.
–¿Tal vez un vestido que te sirva para cuando tienes tiempo libre?
–Creo que tengo algunas cosas. No me tomará más de un minuto ir a buscarlas.
En realidad, la llevó una buena media hora, no es que fuera a quejarse. Ella lo
recibió en la puerta de atrás, con un gran bulto en sus brazos. Le entregó las
monedas que había prometido, a sabiendas de que había recibido la mejor parte del
trato, pero le habían enseñado a ser generoso. Si uno poseía fortuna, debía
compartirla.
Como tenía unos cuantos recados que hacer de camino, decidió hacer uso de
uno de los coches del duque y apresurar su regreso a la casa. No es que estuviera
ansioso por disfrutar de la compañía de Ofelia, pero no quería dejarla sola por mucho
tiempo. Y ya había pasado la hora en que normalmente se iba a la cama. Era muy
práctico tener siempre un carro listo para partir.
De ninguna manera tenía prisa por llegar y sumergirse en la profundidad de sus
ojos verdes y comprobar si efectivamente estaban embrujados.
Phee lavaba los platos. Tarea bastante simple. Ella había desempolvado los
muebles el día anterior por lo que no pensaba que debería repetir esa tarea.
Tratando de recordar que otros deberes había mencionado Drake que debía realizar,
comenzó a vagar por la residencia. Realmente necesitaba adquirir una silla cómoda
en la que pudiera relajarse. Como ama de llaves era su responsabilidad informarle
acerca de lo que se necesitaba. Sí, esa era su obligación, ya que al parecer él no tenía
ni idea.
Al entrar en la sala del frente, trató de imaginar lo que debía comprar. Sillas, un
sofá. Cortinas de colores brillantes amarillo y verde. No, para él algo más oscuro.
Borgoña, tal vez, del color del vino añejo, que resultaba áspero al paladar.
¿Cómo conocía el vino? Porque disfrutaba de su sabor. Tenía que buscar algunas
botellas en la cocina. Era extraño, las cosas que recordaba, y las que no.
Lo había oído reír, pero nunca había sonado alegre. No creía que estuviera
particularmente contento con la vida, y aunque sabía que necesitaba esforzarse por
recordar sus deberes, estaba más interesada en recordar lo que sabía de él.
Ubicada en el amplio alféizar de la ventana, miró a la calle y se preguntó si era
posible vivir sin pasado. ¿Realmente necesitaba recordar su pasado? Obviamente no
era nada especial o no sería ahora una sirvienta.
Pensar en Drake, sin embargo, era mucho más interesante. Mientras
instintivamente sabía que era malo, apenas podía esperar que llegara la hora de su
baño y tener una vez más la oportunidad de pasar sus dedos sobre su espalda firme.
Ni una onza de grasa. Su cuerpo era todo músculo y tendones.
No podía decidir si prefería verlo con su atuendo informal de camisa y pantalón
o con chaleco, chaqueta, y pañuelo perfectamente anudado. Como no tenía ayuda
de cámara, era increíblemente idóneo para vestirse. ¿Por qué no tendría ayuda de
cámara? Dinero, supuso. Sin duda esa era la razón por la que sólo tenía una sirvienta.
Era costoso tener servicio doméstico.
Por supuesto, con una residencia prácticamente vacía, no tenía mucho para
mantener por el momento. Su labor era muy simple, no debería quejarse. Sin
embargo, le hubiera gustado ver algunos muebles dispersos. La habitación tenía
tanto potencial. Imaginó las pinturas que irían en las paredes, margaritas y paisajes.
No, mejor escenas de tormentas. Grises, salvajes y brutales. El arte debía reflejar
a su empleador con el pelo negro y los ojos que le hacían parecer más oscuro. Su
arrogancia, la intensidad de su mirada, el pasado que revelaba a regañadientes,
perpetuado por sombras que lo atormentaban, porque incluso en el sueño no
parecía estar en paz.
Quería explorar esas sombras, explorarlo por dentro y por fuera. Le intrigaba. O
tal vez simplemente estaba tratando de librarse del aburrimiento pensando en él. O
lo echaba de menos. Durante algunos minutos se había quedado en la puerta de la
cocina viéndolo mientras preparaba su desayuno. Con eficiencia y movimientos
enérgicos. Autosuficiente. No podía imaginar algo que no pudiera conquistar.
Incluyéndola a ella.
El pensamiento cayó por su mente, pero antes de que pudiera examinarlo más
de cerca, un carro hizo temblar el frente de la residencia. Como con todo en los
últimos tiempos supo sin lugar a dudas que se trataba efectivamente de un carro
muy elegante. Con un lacayo de librea que saltó a la calle y abrió rápidamente la
puerta.
Drake salió con movimientos fluidos que desmentían el hecho de que estaba
sosteniendo un surtido de paquetes. El lacayo hizo un gesto para aliviar a Drake de
sus cargas, pero su empleador simplemente negó con la cabeza, pronunció algo, y el
lacayo trepó de nuevo en el carruaje, y se fue.
Corriendo hacia la puerta, ella la abrió y no pudo contener su sonrisa.
–Estás en casa.
Se tambaleó hasta detenerse, confuso y desconcertado a la vez, como si no
hubiera esperado que estuviera allí. Entonces su rostro se vistió con una máscara de
disgusto, como si no estuviera del todo feliz de verla.
–Una sirvienta debería abrir la puerta con un poco más de decoro.
Se sintió irritada por las palabras cortantes, ya que se había sentido encantada
por su regreso.
Dando una rápida reverencia, dijo:
–Mis disculpas. ¿Qué tienes ahí?
Se acercó a su lado.
–Una sirvienta no cuestiona a su empleador.
–Yo no estaba cuestionándote.
–Una frase que comienza con ‘que’ y termina con tono interrogante por lo
general implica un cuestionamiento.
–Bien.
Ella cerró la puerta, alzó la barbilla.
–Supongo que una sirvienta tampoco debe cerrar las puertas con un golpe.
–Correcto. La servidumbre no debe oírse y ser vista muy de vez en cuando.
–Supongo que tampoco deben alegrarse por tener al amo de regreso.
No pudo evitar el resentimiento en su voz, lo que supuso fue otro fracaso. Sin
duda los sirvientes hablaban en voz baja para que nadie supiera exactamente lo que
estaban pensando.
No parecía tener una respuesta a eso, pero la estudió por un momento antes de
decir:
–Vamos a la cocina.
No le gustaba recibir órdenes, no le gustaba en absoluto. No le caía bien, y una
pizca de rebelión en su interior quería alzarse y protestar. Pero la doblegó y lo siguió
dócilmente. Tal vez no tan dócilmente. Sus manos estaban cerradas en puños, y
estaba tentada a plantarle uno en el centro de la espalda, justo en el corazón del
dragón.
El silencio que se extendió entre ellos fue incómodo, pero todo lo que se le
ocurría preguntar era: ¿Cómo estuvo tu mañana? ¿Qué hiciste mientras estabas
fuera? ¿Has visto algo interesante, escuchaste algún chisme jugoso? Estaba deseosa
de escuchar algún chisme.
Pero se mordió la lengua y se mantuvo callada. Cuando llegaron a la cocina,
pensó que la alabaría por el orden y la limpieza, pero se limitó a dejar los paquetes y
agitó una mano sobre ellos.
–Ábrelos.
–¿Son para mí?
Gruñó ante las palabras que habían escapado sin pensar.
–Lo sé. Se supone que no debo hacer preguntas.
Ella captó el brillo divertido en sus ojos.
–Voy a pasar esta por alto.
Tenía un extraño deseo de verlo contento, feliz, riendo. A gusto. No en la forma
en que se sentía cómodo con su entorno, sino a gusto consigo mismo, a gusto con
ella. Alguna vez tendría que haberle gustado. La había contratado. No podía culparlo
por su impaciencia con el reciente giro de los acontecimientos. Tenía que aprender
todo de nuevo y no la había contratado para eso.
–Tengo que irme.
No creía que sus ojos se podrían haber agrandado más si lo hubiera golpeado en
el vientre.
–¿Perdón?
–Tendrías que despedirme. Contratar a alguien que recuerde cómo realizar sus
deberes, cómo abrir la puerta apropiadamente,…
–En este preciso momento todo lo que necesito es que abras los paquetes
correctamente.
Su impaciencia se templó en esta ocasión, y se alegró de que no quisiera
despedirla. ¿Cómo podría seguir por su cuenta, cuando sólo había un abismo de
vacío donde debería estar su memoria?
Tiró de la cinta que sujetaba el papel marrón alrededor de un gran paquete que
parecía contener algo suave y maleable. Partiendo la envoltura, descubrió la ropa.
Agarró el vestido por los hombros, lo levantó, y se lo tendió para su inspección. Un
vestido sencillo de color azul oscuro con botones hasta el cuello blanco almidonado.
Mangas largas. Ella lo miró por encima del atuendo.
–Tu uniforme– declaró sucintamente. –Te equivocaste al suponer que habías
empacado tu ropa en una maleta. Llegaste con pocas posesiones. Yo debería haber
hecho arreglos para que compraras las cosas que necesitabas.
Asintiendo, lo dejó a un lado y sacó un delantal blanco con volantes. Las lágrimas
le escocían los ojos.
–Sin duda, te alegrarás más con este paquete– dijo, empujándolo hacia ella.
–No estoy disgustada. Nunca me han hecho un regalo tan considerado.
–Has recibido un montón de regalos.
Ladeando la cabeza hacia un lado, ella lo estudió.
–¿Si?
–No puedo saberlo con seguridad, por supuesto, pero estoy seguro de que tengo
razón. Uno no crece sin recibir ningún regalo.
–No puedo recordar uno solo. Es realmente como empezar a vivir de nuevo.
–Algunos podrían considerar la posibilidad de empezar de nuevo como una
bendición.
–Esa es la cuestión. No sé si debo agradecerlo o no.
No quería centrarse en la preocupación de que tal vez debería estar agradecida
de haber perdido la memoria, así que se centró en el segundo paquete. Contenía un
vestido gris, abotonado hasta el cuello, pero la falda tenía varios volantes cortos en
la parte trasera.
–¿Otro uniforme?
–No, pensé que podrías necesitar ropa informal.
–¿Me darás un día libre?
–De vez en cuando.
¡Aleluya!
–¿Cuándo es el próximo?– Preguntó con entusiasmo.
–El próximo, ¿qué?
–Día libre, tonto. Me gustaría ir a una librería. Y a los jardines. Me gusta caminar
por los jardines. Hablando de jardines, deberías contratar un jardinero.
Él se mostró completamente desconcertado.
–¿Me llamaste tonto otra vez?
De todo lo que había dicho, ¿sólo se centraba en eso?
–No pretendía insultarte. Supongo que no debería ser tan informal con mi
empleador.
–No, no deberías.
–¿Sólo debo ocuparme de atender tu residencia?
–En esencia. Y en este momento abrir los paquetes que te traje.
Ella consideró insistir sobre el jardinero, pero tal vez tendría más éxito si se lo
mencionaba en otra oportunidad. Le encantaría tener flores para alegrar las
habitaciones. Pero como parecía muy ansioso porque examinara el contenido de los
paquetes, volvió su atención a ellos.
Dejando a un lado el vestido, levantó otros artículos, ropa interior, mucho más
fina y más suave que la que actualmente llevaba. El calor abrasó su cara, y las
empujó debajo del vestido.
–No hay necesidad de tener vergüenza– dijo. –Estoy muy familiarizado con la
ropa interior de las mujeres.
No tenía ninguna duda, pero no le gustó mucho la arrogancia en sus palabras ni
la satisfacción en su sonrisa. No quería pensar en las mujeres acostadas encima de él,
acariciando su dragón, el pecho, cualquier parte de él.
–¿Acaso traes a tus mujeres aquí?
–No.
Un poco más aliviada, se preguntó por qué le importaba. Ella era su sirvienta,
nada más. Sin embargo, sentía que debería ser algo más.
Con la ropa interior a un lado, sacó un camisón. Ya no tendría que dormir con su
camisa. El pensamiento no le proporcionó la alegría que debería suponerle, pero no
quería examinar las razones tampoco.
Luego dio un codazo a lo que parecía ser una caja. Pero cuando desató la cuerda
y plegó el papel, descubrió el Manual de Administración del Hogar. Si el uniforme no
había logrado recordarle su posición, ese libro lo logró notoriamente.
–El ama de llaves de la mujer que me crio me aseguró que Mrs. Beeton, la
autora, es una autoridad cuando se trata de administrar adecuadamente una casa–
dijo.
–Ya veo.
–También incluye recetas por lo que tendrás más éxito en la preparación de mis
cenas.
Hojeando las páginas, no pudo imaginar algo menos agradable para leer.
Después de dejarlo a un lado, alcanzó uno de los dos paquetes restantes.
–No, este primero.
Dentro había cuatro libros más, pero ésos... Con reverencia, pasó los dedos
sobre dos obras encuadernadas en piel de Austen y dos de Dickens.
–Pensé que así podrías llenar un poco los estantes– dijo.
Ella lo miró.
–Así que son tuyos, no míos.
Se encogió de hombros.
–Puedes leerlos mientras estés aquí.
–Lo dices como si no esperaras que me quede por mucho tiempo.
–No, no es por eso.
–No puedo culparte. No soy lo que pensabas cuando me contrataste.
–Tu puesto está asegurado– dijo con impaciencia, empujando el último paquete
en sus manos.
Descartando la cinta y el papel, reveló una caja de cuero resistente. Poniéndola
sobre la mesa, levantó la tapa rebatible. En el interior, sobre terciopelo, había un
cepillo, un peine y un espejo de mano de plata. Pequeñas flores estaban talladas
intrincadamente en la parte posterior del cepillo y el espejo.
–Son hermosos.
Y costosos, le susurró una vocecilla en el fondo de su mente. No sabía cómo lo
sabía, pero lo sabía.
–Casi no sé qué decir.
–No hay nada que decir. Me di cuenta de que estabas usando el mío y me
aseguro de que no vuelvas a hacerlo.
Por supuesto que no lo haría. Era su sirvienta. Debería haber utilizado los dedos
o simplemente dejar su cabello enredado.
–Puedes descontarlo de mi sueldo, si quieres.
–No seas ridícula. Es un regalo.
–No puedo aceptarlo.
–Ciertamente puedes.
–¿Cómo puedo deleitarme con los regalos cuando estás siendo tan cascarrabias?
Suspiró profundamente.
–Quiero que te los quedes. Me agradará enormemente si los aceptas, y dejas
satisfecho a tu empleador que es lo que deberías querer por encima de todas las
cosas.
¿En qué medida esperaba que lo dejara satisfecho? Nunca le había hecho
ninguna petición objetable, ciertamente no parecía estar interesado en algo más que
sus habilidades de limpieza. Pero aceptar un regalo tan pródigo… ¿la pondría en
deuda con él? Si esa era la cuestión, podría devolvérselos. Además, quería el juego
de plata. La hacía sentirse elegante.
–Gracias– dijo simplemente.
–De nada. Ahora debo ir a dormir. ¿Recuerdas a qué hora debes despertarme?
–Sí, a las cinco para su baño.
Golpeó el libro de Mrs. Beeton.
–Aprovecha la tarde para aprender cómo cuidar con eficacia mi residencia.
–Dijiste que te lo había recomendado el ama de llaves de la mujer que te crio.
–Sí. Es una mujer excepcional, ha estado con la familia desde hace años.
–Así que estuviste con tu familia esta mañana.
Él pareció vacilar, sopesando sus palabras. Asintió con la cabeza.
–Desayunamos juntos una vez a la semana.
–¿Yo tengo familia?
Él negó con la cabeza lentamente.
–No, eres huérfana.
Se maravilló por el alivio que sintió, había esperado la respuesta con temor,
conteniendo la respiración.
–Han desaparecido hace mucho tiempo, creo– dijo sombríamente.
Ella le sonrió.
–No necesitas preocuparte porque vaya a estallar en sollozos incontrolables.
Podrían haber muerto en un accidente horrible hace dos días, y no me importaría.
No me acuerdo de ellos. Supongo que debería llorar por no recordarlos. Parece que
la gente en nuestras vidas siempre debe ser recordada.
–Estoy seguro de que te amaban profundamente.
Entrecerrando los ojos, ella lo escudriñó.
–No pensé que conocieras algo de mi pasado.
–No lo sé, pero no puedo imaginar que no hayas sido amada por alguien.
–Es un gran elogio de hecho. Sin embargo, te enojas demasiado seguido
conmigo.
Suspiró profundamente una vez más.
–Una sirvienta no debe discutir ni quejarse con su empleador.
Tocó de nuevo el libro.
–Esperemos que en estas páginas encuentres la clave del comportamiento
adecuado para un ama de llaves. Nos vemos a las cinco.
Drake entró en su dormitorio, cerró la puerta y caminó. Le había dicho la verdad:
era huérfana. Su madre había muerto diez años antes, su padre dos. Tenía una
familia, su hermano, pero él no se había tomado la molestia de cuidarla o comprobar
que estuviera bien, y no es que ella sabía todo eso, pero podría haberle preguntado
de nuevo por sus cartas de recomendación. Era simplemente más fácil omitir ese
pequeño detalle. Todo este asunto empezaba a roer su conciencia.
No debería haberle comprado el maldito juego de aseo de plata, gastando una
pequeña fortuna en él cuando se marcharía a la mañana siguiente. Pero los largos
cabellos rubios entretejidos con los suyos habían sido desconcertantes, como si
pertenecieran a su cepillo y tomaran posesión de él. No podía permitir que siguiera
usando sus cosas. Deseó que no se hubiera mostrado tan condenadamente
agradecida por todo lo que había en los paquetes. Bueno, excepto por el libro de
cocina. Obviamente no había estado contenta con el recordatorio de su lugar en la
vida.
Sonriendo, se sentó en la silla y se quitó las botas. Debería pisar
deliberadamente estiércol de caballo, para luego ordenarle limpiar sus botas. Eso
haría disminuir su gratitud.
No sabía por qué estaba tan fuera de sí. Tal vez por la forma en que se había
apurado a abrirle la puerta y saludado como si estuviera verdaderamente feliz de
verlo. Su amplia sonrisa, el brillo de sus ojos lo había golpeado como un puñetazo en
el pecho hasta hacerlo tambalear. La había deseado, con un anhelo feroz que casi lo
había descontrolado. Había querido tomarla en sus brazos y llevarla por las escaleras
hasta su cama. Había querido explorar ese cuerpo que había descubierto hacía sólo
dos noches, pero al que le había prestado poca atención. Había querido enterrarse
en su calor aterciopelado y ver en sus ojos el ardor de la pasión.
Pasándose las manos por el pelo, se puso de pie y miró por la ventana. Desearla
era la última cosa que haría. No podía dejarse engañar por su inocencia. La mujer
que estaba en su cocina no era Lady Ofelia, la verdadera era un diablo escondido
bajo la superficie, y en cualquier momento irrumpiría con sus recuerdos intactos y su
fachada helada que podría quemarlo si intentaba acercarse.
Tenía que recordar eso. Pero mirando a la calle, sólo pudo recordar la sonrisa
cálida, la voz dulce, las palabras que lo divertían más de lo que lo irritaban, su apego
mientras luchaba contra los demonios que la atormentaban en sueños.

***

–No has preparado el equipo para realizar los trabajos de limpieza, ¿verdad?–
Preguntó Marla.
Phee se sintió bastante avergonzada. Había estado hojeando el libro de Mrs.
Beeton, tratando de captar lo que implicaban sus responsabilidades, cuando Marla
había llamado a la puerta, dispuesta a cumplir la promesa de ayudarla a recordar sus
tareas.
–Debo haberlos agotado– dijo Phee.
Marla sonrió.
–Ha sido una buena idea entonces haber traído conmigo los elementos que
podemos llegar a necesitar. ¿Qué has hecho el día de hoy?
–Lavé los platos después del desayuno.
–Eso es bueno. ¿Qué otra cosa?
Phee lo pensó. Seguramente había hecho algo más. Marla abrió mucho los ojos,
como si pudiera ayudar a Phee con la respuesta.
–Abrí unos paquetes.
Marla se rió un poco.
–¿De suministros?
–Drake me trajo algunas cosas, libros, ropa y un cepillo para el cabello
–No pudo dejar de sonreír mientras lo contaba.
–¿Drake?– Preguntó Marla.
–Sí. Drake Darling. Él vive aquí. Te lo dije ayer.
–Usted debe referirse a él como el señor Darling.
Pero él no era el señor Darling para ella. Drake o Darling parecía encajar mejor.
Tal vez porque había despertado dos veces en su cama.
–Muy bien, entonces, el señor Darling.
–¿Por qué te regaló un cepillo para el cabello?
–Porque no tengo ni siquiera uno.
–¿Por qué no?
–No lo sé. Parece que son muchas las cosas que no recuerdo y otras tantas las
que no poseo. Creo que tal vez me estaba yendo a algún lado cuando me caí en el
río.
–¿te caíste en el río?
–Sí, ya te lo dije.
–No, dijiste que te golpeaste la cabeza.
–Bueno, me caí en el río, me golpeé la cabeza y ahora no puedo recordar nada.
Aunque tengo la sensación de que estoy siendo grosera. ¿Te apetece un té?
–No tenemos tiempo para el té. La señora Pratt sólo me dio una hora para
ayudarte esta mañana, así que lo mejor es empezar de inmediato. ¿Has barrido el
camino de entrada?
–No, ¿por qué habría de hacerlo?
–Debido a las hojas y la suciedad que lo cubren. No puedes esperar que el señor
Darling tenga que caminar sobre la mugre para poder entrar a su casa.
–Me parece una pérdida de tiempo. El viento hace caer de vuelta las hojas y el
polvo vuelve a posarse en el camino.
Marla se encogió de hombros.
–Es por eso que todos los días hacemos la limpieza.
Sin preguntar, abrió la puerta de la despensa, miró dentro, y sacó una escoba.
Luego cogió el cubo que estaba lleno de trapos, botellas y latas.
–Vamos. Te voy a mostrar cómo se hace.
–Creo que soy capaz de manejar una escoba.
Mientras Phee demostraba sus habilidades, Marla volvió a entrar en la
residencia y regresó momentos después con un cubo de agua. Phee suponía que
debería haber sido un poco más cautelosa sobre permitir que Marla entrara en la
residencia, pero Darling no poseía nada de valor que pudiera llevarse. Además, Marla
era una sirvienta y las empleadas domésticas eran confiables. No tenía ninguna razón
para robar. Tenía un buen sueldo.
Con las manos en las caderas, Marla caminaba de puerta a puerta como si
estuviera inspeccionando tropas. ¿Cómo se acordaba que era una tropa? ¿Había
visto como se inspeccionaban?
–Has hecho un buen trabajo– dijo Marla.
–¿Bueno? Hice un trabajo excelente.
–Te has dejado algunas hojas aquí y allá.
–No pude evitarlo, el viento soplaba a mi espalda, así como había predicho que
lo haría.
Marla miró a su alrededor, arriba y abajo.
–No siento que haya nada de viento.
–Bueno, no está soplando ahora, pero lo estaba hace un momento.
La sonrisa de Marla, con los dientes torcidos, la hacía parecer demasiado joven
como para estar haciendo todo eso.
–¿No te gusta que te explique las cosas verdad?, pero si no te las digo ¿cómo vas
a recordarlas?
–Le dije lo mismo a Drake…
Los ojos de Marla se abrieron desorbitados, en son de reprimenda. Supuso que
había peores castigos.
–…al señor Darling, que necesitaba que me dijera ciertas cosas, pero él dijo que
yo tenía que averiguarlo.
Marla se encogió de hombros.
–Él tiene sus formas, yo tengo las mías. Voy a fregar el escalón de la entrada
mientras pules la puerta. Tengo todo lo que necesitamos en mi cubo.
En cuanto vio la puerta polvorienta, Phee sólo pudo pensar una cosa que decir. –
No soy muy buena sirvienta, ¿verdad?
–No seas tan dura contigo misma. Sólo hay que prestar atención a las cosas.– Le
entregó un paño, luego abrió una lata. –Sólo podremos hacer algunas tareas en un
día. Ahora, utiliza la cera para pulir la puerta.
Marla cayó de rodillas, tomó lo que parecía un ladrillo de su cubo, y comenzó a
raspar el escalón de la entrada.
–Sólo tienes que decirme qué hacer– dijo Phee. –No tienes que hacer el trabajo.
–No soy una dama ociosa que se la pasa dando vueltas sin hacer nada en todo el
día. Además, los amigos se ayudan entre sí, ¿no?
–No hemos pasado juntas el tiempo suficiente como para ser amigas.
Entrecerrando los ojos, Marla le mostró su sonrisa de dientes torcidos.
–La amistad no se mide por el tiempo. Puede suceder en un abrir y cerrar de
ojos, cuando te encuentras con alguien que te agrada.
Phee sintió un endurecimiento incómodo y poco familiar en el centro de su
pecho.
–¿Yo te agrado?
–Por supuesto que sí. No estaría aquí de lo contrario. ¿Nunca has conocido a
alguien y de inmediato supiste que serían amigos?
¿Habría conocido a alguien así? ¿Tendría amigos?
Antes de que pudiera responder, Marla siguió diciendo:
–Por otro lado a veces te encuentras con alguien y piensas inmediatamente, ‘No
sería amiga de esta persona aunque fuera el último ser humano sobre la tierra’. Y no
te preocupes. Voy a decirle un montón de cosas que podrás hacer después de mi
partida.
–Gracias, Marla. Realmente aprecio su ayuda. Eres muy amable.
–No se necesita ningún esfuerzo para ser amable.
Pero lo hacía. La chica estaba perdiendo el tiempo de su merecido descanso para
ayudar a Phee, a quien apenas conocía. ¿Sería Phee tan generosa con su tiempo y su
conocimiento? Le gustaba pensar que lo haría, pero no lo sabía.
Marla señaló con la cabeza hacia la puerta.
–Comienza a pulir.
Volviendo de nuevo a la tarea que la ocupaba, Phee pensó en lo sorprendido que
quedaría el señor Darling la próxima vez que abriera esa puerta. Deseaba haber
podido tenerla limpia y brillante para él esa mañana, antes de que regresara con los
paquetes. Mientras pasaba el paño arriba y abajo sobre la madera, decidió que no
era una tarea completamente desagradable y le gustaba ver como su labor lograba
que la madera opaca se convirtiera en un espejo resplandeciente. Deseó que su vida
pudiera limpiarse tan fácilmente, pero era demasiado complicado. Incluso sin
memoria, lo sabía.
–Estoy asumiendo que tu señor Darling tiene una lavandera– dijo Marla.
–¿Por qué piensas eso?
–Tus manos.– Dijo Marla. –Las mías están muy arruinadas.
Se veían rojas, agrietadas. Pensó que parecían más viejas que el rostro de la
doncella. Mientras que las suyas eran blancas y suaves.
–Es posible que quieras saber algo sobre la lavandería– dijo Marla. –Para
conseguir que la ropa quede limpia el agua tiene que estar caliente. Cuando me
entrenaron para el servicio, me hicieron meter las manos en agua hirviendo.
Horrorizada, Phee detuvo el pulido y miró a Marla. Seguramente no había oído
bien. No pudo pensar en ninguna respuesta, excepto –No.
Marla asintió.
–Sí. Tienes que acostumbrarte a trabajar con el agua caliente.
–Eso es una barbaridad. ¿Cuantos años tenías?
–Doce.
Phee sintió que sus ojos se abrían tan redondos como platos.
–Pero eras una niña.
Marla se encogió de hombros de una manera que hizo parecer que las palabras
de Phee habían rodado por su espalda.
–Mi madre tenía ocho hijos, y uno en camino. Tuve que empezar a ganar dinero
para ayudar. ¿Cuánto tiempo has estado en el servicio?
Phee apenas podía creer que Marla aceptara de buena gana el trato que había
soportado, pero obviamente quería cambiar de conversación.
–No lo sé. Supuestamente he estado aquí durante quince días.
Ella estudió la puerta.
–¿Crees que esta puerta ha sido pulida alguna vez desde que puse un pie en la
casa?
–No parece, ¿verdad? Las ventanas también necesitan lavarse.
Oh Dios, iba a ser una tarea colosal. Tendría que conseguir una escalera.
¿Tendría miedo a las alturas?
–Tal vez el señor Darling no se preocupa por las ventanas y las puertas.
–Por supuesto que sí. Todos los burgueses se preocupan por las apariencias. Es
por eso que contratan servidumbre.
–¿Burgueses?
Marla se rió.
–Has olvidado muchas cosas. Ya sabes, los que no son pobres, pero tampoco
pertenecen a la aristocracia. Como Mrs. Turner. Ellos contratan al menos un sirviente
para guardar las apariencias, y que las personas sepan que tienen algo de dinero. La
mayoría tienen dos o tres empleados domésticos, o los que pueden permitirse.
Nosotras los hacemos sentir ricos.
¿Ese había sido el motivo por el que Darling la había contratado? ¿Por las
apariencias? No, el no haría algo sólo por lo que otros pudieran pensar de él. Era lo
suficientemente rápido para ponerla en su lugar si no le gustaba lo que decía.
–De acuerdo entonces. Las ventanas. ¿De qué otras tareas debo ocuparme?
–Las lámparas de aceite se tienen que limpiar y preparar todos los días. Algunos
hogares tienen un ayudante y ese es su único trabajo. Está a cargo de las lámparas de
aceite.
–Nuestros muebles son bastante espartanos de momento así que esa tarea no
debería llevarme mucho tiempo. ¿Qué otra cosa?
Phee siguió puliendo mientras Marla empezó a enumerar todas las cosas que
necesitaba atender. Curiosamente, la lista no le resultó tan abrumadora.
En cambio, pensó que sus tareas harían que el día pasara con bastante rapidez,
pero más se imaginaba lo gratificante que sería cuando Drake notara sus esfuerzos.
La próxima vez que un carruaje se detuviera delante de la residencia, el
conductor y el lacayo verían una puerta reluciente.
Y sólo entonces tal vez Drake Darling le sonreiría, dejando al descubierto ese
pequeño hoyuelo intrigante.
Capítulo 12

Se despertó debido a un ligero empujón en el brazo, mientras la luz del sol de la


tarde se derramaba a través de las ventanas, iluminando sus ojos verdes. ¿Por qué no
podían ser tan negros y poco interesantes como los suyos? ¿Por qué tenían que
reflejar tanta expectativa? ¿Por qué tenían que hacer que deseara poder mirar
dentro de ellos por el resto de su vida?
Siempre lo perseguiría esa imagen cálida y acogedora de su mirada, a sabiendas
de que al día siguiente podrían volverse fríos y duros cuando los enfrentara.
–Su baño está listo– dijo con voz baja y seductora.
Podía imaginarla claramente susurrándole palabras cariñosas al oído, instándolo
a seguir mientras se enterraba en su interior, tomándola de las nalgas, embistiéndola
cada vez más duro.
Su miembro estaba tan condenadamente duro en ese momento que podría
haber clavado cuñas en la madera con él, pero era sólo porque estaba despertando y
siempre se centraba en la primera cosa que le llamaba la atención. No tenía nada
que ver con la mujer de vestido azul oscuro y delantal con volantes que se inclinaba
sobre él. Podía haber sido una vieja desdentada por lo que le importaba. Una vieja
debajo de una piel de seda y largas pestañas oscuras que no coincidan con la mata
gloriosa de cabello rubio, y unos labios rojos que se entreabrían invitantes.
–Entonces apártate para que pueda salir de la cama.
Odiaba la irascibilidad de su voz, el ligero oscurecimiento de la alegría en sus
ojos. No tenía sentido la forma en que la estaba tratando:
No sabía por qué demonios lo estaba haciendo. Su mente estaba nublada por el
sueño, y no podía concentrarse estando ella tan cerca, tan diferente a la Ofelia que
conocía.
Entonces levantó la pequeña nariz respingona en ese gesto que nunca dejaba de
irritarlo, gracias a Dios, volviendo su mundo de nuevo al eje que le correspondía.
–Claro. Perdona mi intrusión.
Observó el vaivén de sus caderas, el vaivén de los lazos del delantal, mientras
salía de la habitación. No podía cerrar la puerta de un golpe, pero la cerró con un clic
rotundo que transmitió todo su resentimiento.
Se tapó los ojos con el brazo y se preguntó por qué la ropa que dejaba tan poca
piel a la vista era tan increíblemente atractiva. Quería verla vistiendo nada más que
el delantal. ¿De dónde había venido ese pensamiento? ¿Cuál era el problema con él?
El día siguiente no era lo suficientemente pronto. Tal vez debería devolverla esa
misma noche. Tan pronto como se asegurara que no estaba en peligro. No tenía
sentido prolongar lo inevitable.
Sacudiendo las sábanas, salió de la cama, deteniéndose cuando sus palabras
finalmente lo golpearon. Había preparado su baño. No debería sorprenderse de que
se las hubiera arreglado para aprender a hacerlo observándolo el día anterior.
Siempre había sabido que no era una idiota. Sin embargo, si se sorprendió de que no
hubiera fingido ignorancia a fin de encontrar una excusa para evitar la tarea. Una
tarea que no era realmente la suya.
Entró por la puerta que conectaba la cámara de baño con su habitación. No
había vapor surgiendo del agua. Se sentó y apoyó la cabeza contra el borde de la
bañera. La temperatura no estaba tan alta como para sacarle ampollas, pero…
¿A quién diablos quería engañar? Estaba increíblemente complacido por lo que
había hecho por él. La temperatura del agua no importaba, sino el esfuerzo que
había requerido la preparación…
Sintió un clic.
Se quedó quieto. La puerta se abrió. Echó un vistazo por encima del hombro.
Ella hizo una sonrisa tentativa.
–Estoy aquí para lavarte la espalda.
–Cierto.
Se inclinó, mientras se acomodaba detrás de él.
–Estaba escuchando detrás de la puerta, tratando de discernir cuando debía
entrar. Me sentí bastante pervertida. Tal vez deberíamos tener una campanilla para
que la hagas sonar cuando estés listo.
No habría ninguna necesidad ya que esa sería la última vez que tendría que
tocarlo. No es que fuera a decírselo. Se mantuvo en silencio y se anticipó a la primera
caricia de sus dedos suaves.
Se agachó para tomar el jabón, y algo rozó contra su piel. El volante de su
delantal o la tela que cubría su pecho. Toda la sangre se drenó de su cabeza, y fue a
parar a otra parte. Por un segundo se sintió caliente y mareado, agradecido de que el
agua del baño no tuviera la temperatura a la que estaba acostumbrado.
El agua hizo ligeras salpicaduras mientras sumergía sus manos. Oyó un silbido
agudo, y se dio la vuelta a tiempo para ver su mueca.
–Lo siento– dijo.
Se mordió el labio inferior, frotó el jabón con las manos, y se estremeció.
–¿Qué demonios?
Le agarró la mano. Dejó caer el jabón en el agua, pero apenas se dio cuenta
mientras contemplaba las ampollas rojas en sus palmas. Maldijo a pierna suelta,
imaginándola acarreando los cubos de agua, las asas incrustándose en su carne
suave, rasgando la piel satinada.
–Está bien– dijo, luchando por soltarse mientras él se negaba a dejarla ir. –Puedo
seguir con mi tarea aquí.
–Al infierno si puedes. Ve a mi dormitorio y espérame.
Finalmente logrando liberarse de su agarre, lo miró.
–No me puedes obligarme.
–Claro que puedo. Soy tu empleador.
Ella parpadeó confundida, y él percibió que enojada se parecía más a la Ofelia
que conocía. Mejor no despertar su ira hasta que estuviera listo para entregarla a su
hermano. Tenía la sensación de que su vida estaría en peligro si volvía en ese
momento.
La situación casi le hizo reír, disfrutaba mucho cuando su furia estaba dirigida a
él. Nunca se había dado cuenta de lo mucho que su temperamento podía
emocionarlo. Maldición, no la quería, pero estaba viendo sombras en ella que la
ponían bajo una luz diferente. Si pudieran ser amigos, pensó, podrían disfrutar uno
del otro. Pero no lo eran, estaba herida, y tenía que atenderla.
–Vete. A. Mi. Alcoba. Ahora – repitió.
Si las miradas mataran... podría haberlo herido, pero no como para causarle la
muerte. Lo miró con enfado antes de dar la vuelta y desaparecer a través del umbral
y cerrar la puerta a su espalda.
No pudo evitarlo. Se rió de su resentimiento. ¡Dios!, era una bendición que no
fuera su sirvienta de verdad, porque lo conduciría inmediatamente a la locura.
Buscando en la parte inferior de la bañera, encontró el jabón y se frotó lo más
rápidamente posible.
No fue hasta que se estaba secando que se dio cuenta que no había traído nada
de ropa, pero nunca lo hacía. Se lavaba allí, y luego se dirigía desnudo al dormitorio
para vestirse. ¿Por qué debería cambiar sus hábitos?
***

Debido a que las opciones eran la incómoda silla o la cama, ella eligió la cama,
sentándose en una esquina de la parte superior de las mantas arrugadas, con una
almohada a su espalda. Una almohada sobre la que había dormido y sobre la cual iba
a dormir más tarde. Una almohada que olía a él. Lo sabía porque había enterrado su
rostro en ella antes de colocarla detrás de su espalda.
Maldijo sus manos y su incapacidad para ocultar el malestar. Había deseado
lavar su espalda una vez más. Había estado demasiado consciente de lo que había
disfrutado el día anterior y de las cosas mal hechas que había planeado rectificar ese
día.
Debido a que su carácter oscilaba entre amable y cortante, sospechaba que
había algo más en su relación de lo que era correcto. La ropa que le había traído le
quedaba como si hubiera sido confeccionada para ella, como si conociera sus
medidas exactas. No quería considerar la posibilidad de que había pasado tanto
tiempo en compañía de las mujeres que tenía un ojo crítico para calcular su talle, a
pesar de que probablemente fuera la única verdad. Probablemente no era más que
una sirvienta.
Pero ¿por qué los libros? ¿Por qué el cepillo de plata? ¿Por qué la preocupación
por sus manos?
Él salió de la sala de baño con una toalla alrededor de sus caderas, que mantenía
firmemente en su lugar con una mano. Sin decir una palabra, cogió los pantalones y
la camisa que cubrían la silla y desapareció de nuevo en la sala de baño.
Cuando salió de nuevo, la camisa estaba metida en los pantalones, pero sin
abrochar. Organizó un surtido de artículos sobre la mesa junto a la cama, antes de
sentarse en el borde del colchón. Le cogió las manos, volvió las palmas hacia arriba, y
frunció el ceño. Se encontró mirando con asombro lo pequeña que se veían sus
manos en comparación con las de él. Las suyas eran ásperas y marcadas por
pequeñas cicatrices que serían parte de su cuerpo por toda la eternidad.
–¿Cómo te has hecho esas cicatrices?– Preguntó.
Su ceño se profundizó antes de soltar sus manos y coger un frasco.
–Son de cuando era un muchacho.
No había pensado que fuera a contestarle. Él siempre la sorprendía. No más que
cuando aplicó suavemente el ungüento sobre la piel lastimada. Se imaginó esos
dedos deslizándose sobre todo su cuerpo, con tanta reverencia y cuidado.
–Se podría pensar que mis manos deberían ser más fuertes– dijo –
acostumbradas a acarrear baldes de agua.
–Por lo general yo preparo mi propio baño.
–Pensé que habías dicho que yo lo hacía.
¿Le había dicho eso? ¿O era su memoria defectuosa la que fallaba? Tal vez su
cerebro había sido dañado de alguna manera. ¿Acaso constantemente estaría
confundiendo y olvidando cosas?
–Si lo hice, me equivoqué. No debes volver a hacerlo.
–Estás enojado conmigo.
Haciendo una respiración profunda, empezó a doblar una tira de lino alrededor
de su mano.
–No, nunca supuse que podrías salir lastimada. No quiero que hagas ninguna
tarea que te pueda causar dolor.
–Tal vez deberías contratar a un criado para que me ayude.
–Con el tiempo lo haré.– Empezó envolviendo el otro lado.
–Y un ayuda de cámara.
–Necesito mi dinero para otras cosas en este momento.
–¿Qué cosas?
Se concentró en su tarea.
–No es asunto mío, supongo– dijo ella con fuerza.
–No, no lo es.
–Entonces no deberías haber gastado tu dinero en el juego de cepillo de plata.
–No fue tanto.
–Es muy costoso. Reconozco la calidad cuando la veo. No sé cómo, pero lo sé. Al
igual que el carruaje que te trajo aquí. Estaba muy bien hecho. ¿Es tuyo?
–No, pertenece al hombre que me crio.
–¿Por qué no te refieres a él como tu padre?
–Porque yo no soy lo suficientemente digno como para ser su hijo.
–¿Por qué no?
No le sorprendió que no respondiera, simplemente tensó la mandíbula y se
concentró con mayor diligencia en su tarea. La relación entre un empleador y un
sirviente era así, no compartían secretos, ni sueños, ni anhelos del corazón. Ella
debería aceptarlo, pero parecía incapaz de seguir su propio consejo.
–¿Estás ahorrando tu dinero para comprar un coche?
Acabado con el envoltorio, él le dio una mirada mordaz.
–No.
–¿Entonces qué? ¿Otra residencia?
–Eres muy entrometida, ¿verdad?
–No es justo. Sabes casi todo sobre mí y yo no sé nada acerca de ti.
–Si supieras todo sobre mí, me atrevería a decir que quedarías impresionada.
–¿Te conocía antes de venir a trabajar a tu casa?
Él deslizó los dedos por su mejilla, capturando mechones de su pelo y
metiéndolos detrás de la oreja.
–No hablamos mucho.
–Supongo que estaba más preocupada por impresionarte que por ser
impresionada.
–Algo así.
Sus dedos se quedaron en su oído, rozando la delicada piel.
–No debes hacer nada que pueda causarte una molestia, ¿está claro?
Asintió con la cabeza, y pensó que podría sentarse durante horas mientras la
tocaba así, acariciando su cuello. Se sentía increíblemente tentada a imitarlo, pero
temía que si lo hacía pudiera detenerse.
Pero finalmente, se detuvo. Quiso sacudir la cabeza hasta que su pelo se soltara
de nuevo, para que lo pusiera en su lugar. Pensaba que si alguna vez la hubiera
tocado de esa manera, sin duda lo habría recordado.
–Tal vez no hablamos mucho porque era tímida– dijo.
Él soltó su risa ruidosa entonces, y el momento de tranquilidad entre ellos se
hizo añicos.
–Eres todo menos tímida.
Saliendo de la cama, recogió los elementos que había utilizado para curarle las
manos.
–Estos remedios están en un armario en la cámara de baño por si los necesitas.
Comenzó a alejarse.
–¿Drake?
Se detuvo, se volvió con su mirada oscurecida, y se preguntó si debía dirigirse a
él tal como Marla le había sugerido, pero no le pareció correcto.
–¿Las cosas cambiarán entre nosotros cuando recupere la memoria?
–Sí.
Salió de la habitación, dejándola pensativa por la tristeza que percibió en su voz.

***

Drake. Nunca lo había llamado por ese nombre antes. La emoción se disparó
directamente a su estómago, haciéndolo estremecer. Le gustaba la forma en que
sonaba en sus labios. Cristo, si fuera honesto, diría que le gustaba todo lo que había
salido de sus labios desde que había despertado en su cama. Incluso los tonos agrios
estaban empezando a tener cierto atractivo. Tenía personalidad. Tenía que
reconocer eso.
Trató de imaginar que se sentiría no saber nada acerca de uno mismo. Sería
como caer en un abismal agujero negro. ¿Cuántas personas, se preguntó, se
conformarían con quedarse en la cama tirando de las mantas sobre sus cabezas
hasta que recordaran algo? Pero no ella.
Ella había enderezado su espalda dispuesta a batallar. Por supuesto que había
gruñido y empezado un interrogatorio exhaustivo, pero cualquiera de esas
reacciones lejos de ser reprochables, sumaban a su favor. Sospechaba que de haber
estado en su lugar habría estado golpeando sus puños contra las paredes. De
ninguna manera habría aceptado amablemente su circunstancia.
Ofelia ya había dejado su dormitorio cuando regresó de la sala de baño. Después
de ponerse ropa limpia, bajó las escaleras. Captó el olor a cera que flotaba en el aire.
Al parecer, había hecho algo más que preparar su baño. Mientras se acercaba a la
cocina, más aromas agradables lo envolvieron. ¿Había cocinado?
Al entrar en la cocina, encontró a Phee en medio de una desacostumbrada
agitación, con la mesa preparada, donde el faisán asado se exhibía dorado y brillante.
Su boca se abrió con sorpresa por el asombro, pero eso no le impidió increparla con
irritación.
–Te pedí que no hicieras nada.
–Esto ya se encontraba a medio hacer cuando subí a despertarte. Y… no te
hubieras molestado en agradecerme.
No le pasó desapercibida la reprimenda y el sarcasmo en su tono. Se lo merecía,
¡Maldición! Había trabajado duro para presentarle semejantes resultados. No podía
evitar sentirse impresionado por todo lo que había logrado. Nunca la había
considerado inútil, pero aprendía asombrosamente rápido.
Señaló una silla.
–Siéntate y disfruta tu cena.
–Ven a comer conmigo– dijo, sacando una silla para ella y esperando.
–Eso es muy poco convencional, ¿no? ¿Cenar con el ama de llaves?
–¿Acaso doy la apariencia de alguien que se apega al convencionalismo?
–Para ser honesta, no.
Tomó la silla y se sentó frente a él. Desechando la formalidad, sirvió los platos de
ambos. Luego se sentó, en el borde de su asiento, esperando que probara la comida.
Probablemente habría envenenado el faisán. No, ella no sería capaz de hacer eso,
aunque se lo mereciera.
Dio un pequeño bocado. Para su inmensa sorpresa, casi se derritió en su boca.
–Está muy sabroso.
–Tenías razón. Una vez que me empecé a familiarizarme con las cosas, me
acordé de lo que debía hacer.
Recordaba algo que jamás había hecho. Estaba seguro de que nunca había
preparado faisán en su vida, ni siquiera habría hervido un huevo. Tuvo la intención
de interrogarla para aclarar el tema, pero, lo dejó pasar ya que de lo contrario
tendría que explicar cómo sabía que nunca había cocinado antes.
–Saldrás pronto para el club– dijo.
–Sí.
–¿Y pasarás allí toda la noche?
Reconoció el temor en sus ojos.
–Sí, pero no te preocupes. Puedes dormir en mi cama. Las pesadillas no te
molestarán allí.
–¿Cómo lo sabes?
–Porque es una cama muy cómoda y te dormirás profundamente.
El leve rubor que apareció en sus mejillas, lo fascinó. No tenía ni idea de que
Lady O tenía la capacidad de sonrojarse.
–Tal vez me compre una cama nueva con mi salario– dijo.
Eso sería imposible, teniendo en cuenta que jamás le había pagado un sueldo.
–El empleador es quien debe proveer la cama.
–¿Cuándo llegará la mía entonces?
Él cortó otro trozo de faisán.
–Tus recuerdos son bastante erráticos. Deberías recordar que ya tienes una.
–Tengo un catre, no una cama– afirmó de manera muy sucinta. –Es espantoso e
incómodo.
–Sí, lo sé. Dormí en él mientras esperaba que me entregaran la mía.
–¿Entonces por qué me la diste a mí?
Porque quería que se sintiera incómoda, y porque no debería haberse quedado
más de un día, y porque no esperaba encontrarse preocupado por su bienestar.
–Porque soy un empleador cruel.
Ella sesgó su boca y tuvo un deseo insano y desconocido por besarla. ¿Por qué
tenía que verse completamente adorable sentada frente a él, tratando de resolver y
darle sentido a las cosas? ¿Por qué su frente se veía como si estuviera confundida?
¿Por qué sus ojos verdes mostraban una expresión lejana como si estuvieran tristes y
resignados en busca de más respuestas de las que necesitaba? Dios lo ayudara
cuando descubriera todas las respuestas.
–Tus acciones no concuerdan con tus palabras– dijo. –Me quedo con la
impresión de que te estás esforzando por engañarme, pero ¿para qué?
Debido a que no quería que se enterara de sus esperanzas, sus sueños, y sus
secretos oscuros. ¿Por qué entonces le resultaba tan difícil de aceptar que quizá Lady
O hubiera sentido lo mismo, distanciándose de su verdadero yo, dando una
apariencia de altivez y arrogancia para proteger a la mujer que realmente era por
dentro?
–Un rompecabezas en el que te puedes concentrar mientras yo pongo todo en
orden.
–Ese es mi deber, limpiar.
–No mientras tus manos estén ampolladas no debes sumergirlas en el agua
sucia.
Mientras quitaba los platos y vasos de la mesa, podía sentir sus ojos clavados en
la espalda, observándolo, tratando de entenderlo. Pero ni él estaba seguro de
entenderse. Sólo podía esperar que Gregory le proporcionara las respuestas que
buscaba para devolver a Phee a su casa antes de que lo volviera loco.

***

–¿Lord Wigmore estaba allí?– Dijo Drake con incredulidad repitiendo las
palabras que Gregory le acababa de decir.
No estaba seguro de que era lo que iba escuchar, pero de ninguna manera había
esperado eso.
–Sí, señor.
Gregory se enderezó, como si se sintiera insultado por el cuestionamiento de
Drake.
–Le entregué la invitación en la mano.
Si Wigmore estaba allí, ¿Entonces Somerdale le habría mentido? ¿Habría querido
desaparecer a Phee, pensando que nadie iría a buscarla a la casa de su tío? Era una
excusa muy fácil de comprobar. Pero si había salido de viaje con su tío, ¿qué estaba
haciendo allí?
–¿Notaste algo extraño en él?
–¿Extraño?
–¿Se veía como alguien que hubiera sido atacado por bandidos?
–No, en realidad se veía bastante bien. Se notaba un poco impaciente por mi
presencia y creo que se sintió insultado por la invitación ya que simplemente
murmuró: “Cuando el infierno se congele”, y me despidió.
No tenía sentido, aunque se sentía aliviado de no tener que notificar a Scotland
Yard la desaparición de un par del reino. Pero seguía siendo un misterio cómo Phee
había aparecido ahogándose en el río. Hasta que no recuperara la memoria, no sabía
cómo podría descubrir la verdad. No se sentía cómodo regresándola junto a su
hermano sin asegurarse de que estaría a salvo con él.
–¿Necesita algo más, señor?
Miró a Gregory desconcertado al darse cuenta de que se había perdido tanto en
sus pensamientos sobre Phee que había olvidado que el hombre estaba presente.
–Trabajo bien hecho. Puedes regresar a tus tareas.
–Sí, señor.
Después de que Gregory se fue, Drake se acercó a la ventana y miró a la calle.
Nada tenía sentido, en particular, el alivio de no tener que llevar a Phee a su
residencia en la mañana. Que ella pudiera quedarse con él un poco más, y tal vez
lavar su espalda otra vez. Con un suspiro, presionó su frente contra el frío cristal.
No podía quedarse con ella. Sería un comportamiento inescrupuloso. El que
hubiera disfrutado de compartir su cena era un sentimiento que lo confundía. No le
gustaba para nada ¿desde cuándo podía disfrutar de su compañía? ¡Maldición!
Se apartó de la ventana, y salió de su oficina hacia las salas de juego. No había
hecho su recorrido temprano, ya que su necesidad de hablar con Gregory había sido
prioridad sobre todo lo demás. Los socios no estarían contentos con sus
distracciones, y sus prioridades actuales. Les debía su mejor rendimiento por la
oportunidad que le habían dado de poder hacer algo de sí mismo. Debía poner punto
final a su venganza personal lo más rápido posible.
Por el rabillo del ojo, divisó a Somerdale acercándose a una de las mesas, cambió
su curso, y rápidamente lo interceptó antes de llegar a su destino.
–Somerdale.
–Darling.
–Escuché que arrasaste la mesa ayer por la noche.
Somerdale rió.
–Lady Fortuna estaba acompañándome. Espero otra invitación a tu guarida
sagrada.
Haciendo caso omiso de la sutil indirecta, Drake le preguntó:
–¿Cómo está tu hermana? ¿Tuviste noticias de ella desde que se fue con tu tío?
–Ni una palabra.
–¿Estás seguro de que llegó sana y salva?
Somerdale frunció el ceño.
–Yo diría que ya me hubiera enterado si algo malo le hubiera pasado.
–¿No recibiste una carta informándote de su llegada, para disminuir tu
preocupación?
Él se rió entre dientes ligeramente.
–A Ofelia no le interesa mi preocupación, no se gastaría en escribir para hacerme
saber nada de ella.
Sí, podía ver con demasiada claridad los hechos.
–¿Cuándo crees que va a volver a Londres?
–Cuando tía Berta mejore o se muera, sospecho.
–¿Qué tan enferma se encuentra tu tía?
–Bastante mal, basándome en la evaluación del tío.
–No me puedo imaginar a Lady Ofelia perdiéndose los bailes de la Temporada en
curso.
Somerdale inclinó la cabeza hacia un lado, semejante a un perro tratando de
determinar si era un pájaro tratando de anidar en un árbol.
–¿Estás interesado en cortejarla?
–¿Qué? No. Por supuesto que no. Simplemente me resulta difícil creer que
renuncie a esta temporada cuando tanto ella como Grace están a la caza de un
marido.
Se encogió de hombros.
–Ella está muy apegada a la tía. Pasó muchos veranos con ella cuando era más
joven, sobre todo después de que nuestra madre falleció, ya que la tía Berta es la
hermana menor de mi madre.
–Pero lady Ofelia podría quedar para vestir santos, a pesar de su sustancial dote.
–Estoy muy sorprendido por tu interés.
–No es que esté interesado, simplemente...
Condenación. ¿Acaso le importaba? Por supuesto no. Sólo se esforzaba para
sacarle información con el fin de determinar qué era lo que Somerdale podría saber.
–Simplemente me parece extraño es todo. La generosidad no es un atribulo de
la Lady Ofelia que conozco.
–Tal vez no la conoces tan bien como crees. De todos modos, ha tenido un buen
número de cortejantes, aunque no ha expresado mucho interés en ninguno de ellos.
No sé qué es lo que está buscando exactamente en un pretendiente, pero su dote
asegura que aunque no esté aquí durante el resto de esta temporada, no va a ser
pasada por alto el siguiente año. Ahora, si me disculpas, tengo que llegar a las mesas,
y ver si mi suerte de ayer por la noche sigue vigente.
Drake lo vio alejarse. No sonaba como un hombre que deseara dañar a su
hermana. Pero tampoco parecía importarle mucho si era feliz. ¿Feliz? ¿Sería feliz?
Ella merecía estar más que feliz.
Él gruñó. No, no lo merecía. Merecía casarse con un sapo. Como esposa, sería
una arpía. Su dote era lo que atraía a los hombres, no su temperamento. Nunca
había entendido que había visto Grace en ella.
Aunque se había sorprendido al descubrir que era tan obstinada, que siguió
acarreando los cubos de agua caliente incluso después de haberse lastimado la piel.
Pensaba que su reacción habría sido la de soltar los cubos tan pronto hubiera
comprobado lo pesados que eran. Y luego habría llamado a su puerta y ordenándole
que fuera él mismo a buscar los cubos. Por no hablar de que se había mostrado
dispuesta a lavar su espalda de nuevo. Maldijo a los cubos por negarle ese placer.
Aún podía sentir sus dedos delineando cada línea del dragón, de arriba abajo, y…
–¿Simulando ser una estatua, con la esperanza de pasar desapercibido?–
Preguntó Avendale.
Drake controló su reacción para no revelar que casi había saltado al escuchar
inesperadamente la profunda voz a su espalda. Con calma se volvió.
–Simplemente estoy observando, reflexionando, contemplando. ¿Por qué no
estás disfrutando del juego?"
Avendale se encogió de hombros.
–Me estoy aburriendo bastante últimamente. Maldita sea, pero echo de menos
a Lovingdon. Apenas puedo esperar que regrese. Encuentro poco satisfactorio ir a
buscar placeres prohibidos sin su compañía.
Drake se rió baja.
–Me gustaría apostar que sus días de libertinaje han quedado atrás.
–Sí, no tengo ninguna duda que Grace lo habrá encadenado a su lado.
–Es una cadena que lleva de buena gana.
–No tengo ninguna duda, pero aún así me parece increíblemente decepcionante
que haya caído tan fácilmente.
Dando por terminado el tema, le dijo a Drake:
–¿Te interesaría ser mi nuevo compañero de juergas?
–Yo no tengo que salir a buscar placeres cuando vivo rodeado de ellos.
–Pero tú no participas.
–Aquí no. Y menos durante las horas de mayor actividad. Estoy seguro que
podrás encontrar a alguien que te acompañe en tus correrías.
–Daré lo mejor de mí. Soy curioso, sin embargo. ¿Por qué todas esas preguntas
con respecto a lady Ofelia anoche? Si no supiera con qué frecuencia ustedes dos
están en desacuerdo, sospecharía que invitaste a Somerdale al juego simplemente
para hacerle preguntas sobre su hermana. No estarás tú también a punto de
enamorarte, ¿verdad?
Sus palabras fueron como una bofetada.
–¿Enamorado? No, no de ella. Jamás de ella.
Avendale arqueó una ceja oscura.
–Mmmm, me atrevo a decir que tu negativa fue un poco apresurada.
–Ella y yo somos incompatibles. Ahora, si me disculpas, tengo un antro de juego
que supervisar.
Dejó a Avendale parado en medio de la sala de juego. Irritado de que tanto él
como Somerdale hubieran tergiversado su interés por Ofelia.
No tenía ningún interés en ella, excepto el de determinar cómo había llegado al
río.
Capítulo 13

Drake esperó con impaciencia en el vestíbulo de una modesta casa de pueblo,


mientras que el mayordomo iba a buscar a los propietarios. Casi no podía entender
que estuviera allí cuando debía estar vigilando su negocio. Al oír los pasos de más de
una persona, se puso tenso. Quería hacer esa visita lo más corta posible.
Sir William Graves salió de un pasillo, con su esposa a su lado, y el rostro serio de
preocupación.
–¿Se trata de Avendale?– Preguntó, claramente preocupada. –¿Se ha hecho
daño?
Sabía que en realidad quería saber si estaba muerto. La ex duquesa de Avendale
era sin duda muy consciente de que su hijo no siempre se mostraba cauto a la hora
de participar en diversiones estrepitosas. En más de una ocasión Drake se había
preguntado si el objetivo del hombre era buscarse una muerte temprana. Como
Avendale frecuentaba el mundo de Drake, era lógico que él fuera el encargado de
dar la noticia desagradable.
–Está bastante bien. Lo vi antes de venir, viendo un encuentro deportivo.
El alivio se apoderó de su rostro, incluso cuando mostró una mirada escéptica.
–Mi hijo es capaz de hacer muchas cosas, pero no creo que el deporte encabece
su lista.
–Les aseguro que está bien.
–¿Alguien de la familia está enfermo?– Preguntó Sir William.
Hacía años, había sido nombrado caballero por su cuidado ejemplar a la reina.
–Todo el mundo está bien, pero me preguntaba si podría tener unas palabras en
privado contigo.
–Si por supuesto. Ven a mi estudio.
Extendiendo la mano, su esposa apretó el brazo de Drake.
–Qué bueno verte.
Deseó poder asegurarle que su hijo estaba a salvo, pero estaba convencido de
que los demonios de Avendale eran muchos más que los de él mismo. Así que la
conformó con una sonrisa tranquilizadora antes de seguir al médico a su estudio.
Tomó el whisky y la silla que le ofreció. Graves se sentó en la silla frente a él,
estudiándolo atentamente como si tuviera la capacidad de diagnosticar con poco
más que una evaluación externa.
–Entonces, ¿qué te trae a mi casa?– Preguntó Graves.
Locura. Locura absoluta y completa y una venganza que había salido muy mal.
Drake tomó un sorbo de whisky. Ahora que estaba allí, no sabía muy bien cómo
manejar las cosas. Tocar la puerta del médico había sido una decisión precipitada,
pero parecía ser la forma en que últimamente reaccionaba en todo lo que concernía
a Phee.
–Conozco a un amigo que tuvo una caída en el río hace un par de noches, y
parece haber dejado su memoria allí.
–¿Estás teniendo dificultad para recordar las cosas?
–No, yo no. ¿Por qué piensas eso?
Graves le dio una pequeña sonrisa.
–A menudo tengo pacientes que describen las dolencias de un amigo cuando
están incómodos con sus propios síntomas, pero te aseguro que todo lo que me
digas, es bajo mi absoluta confianza y reserva y que no tienes ninguna razón para
estar avergonzado. No soy nadie para juzgar.
¡Maldita sea! bien podría juzgarme si supiera exactamente lo que he hecho.
–Yo no soy el que no recuerda su pasado. Me pregunto si su salud está en riesgo.
–Tendré que examinarlo.
–No va a venir. Tiene mucho temor a los médicos.
–Pensé que había perdido su memoria.
–No del todo. ¿Cuánto tiempo puede pasar antes de que vuelva a recordar?
Apoyando un codo en el brazo del sillón, Graves se frotó la barbilla
pensativamente.
–Difícil de decir. Tengo que admitir que no he tenido muchas experiencias frente
a la pérdida catastrófica de la memoria. Algunos pacientes quedan un poco
desorientados después de una lesión en la cabeza, pero por lo general en breve
vuelven a la normalidad. Pero también he tenido un par de pacientes que nunca
volvieron a recuperarla.
–¿No hay cura?
–Ninguna que yo conozca. Aunque he oído acerca de un hombre que cayó de un
techo y no podía recordar cómo había llegado allí. Tampoco podía recordar que tenía
una familia. Pero cuando lo llevaron a su casa, las personas y las cosas familiares le
ayudaron a recordar. Supongo que este hombre que conoces ya está en su casa.
–Él no puede recordar donde vive.
–Eso es desafortunado. Me gustaría poder ser de más ayuda. La mente es
terriblemente complicada. Se puede olvidar lo que no se quiere recordar. A veces, la
memoria puede regresar inducida por algún agente externo: el aroma de una comida
en particular, una experiencia, una persona. Pero no existe un elixir mágico.
–¿Pero estar de vuelta en un ambiente familiar puede ser todo lo que se
necesita?
–Puede ser. No hay garantías. Un médico francés está haciendo algunos estudios
increíbles en neurología, pero yo no he oído hablar de conclusiones específicas sobre
la amnesia. Podría escribirle una carta, en un intento por reunir algo más de
información. Mientras tanto, trata de hablar de ese caballero para convencerlo de
venir a verme. Es un caso fascinante.
Fascinante de hecho.

***

Debido a que el mueble más cómodo de toda la casa era la cama de Drake, Phee
estaba acurrucada en ella, con un montón de almohadas detrás de su espalda,
mientras leía Orgullo y prejuicio. Sabía que Elizabeth Bennet y el Sr. Darcy
terminaban juntos. Conocía el escándalo en el que estaban involucrados, aunque no
podía recordar los detalles. Era una cosa extraña. Mientras leía cada página,
recordaba la misma lectura en otro momento, en un rincón alejado o sentada bajo
las ramas de un olmo. ¿Por qué cuando había realizado sus tareas del día no le había
sucedido lo mismo?
Se preguntó si era verdaderamente importante conocer su pasado,
especialmente cuando se sentía un poco aliviada por no saberlo. ¿Qué razón había
detrás de eso?
Dejando a un lado la novela, cogió el libro sobre la administración del hogar que
había colocado sobre la mesa de noche. Era una lectura aburrida, pero necesaria.
Quería complacer a su empleador. No, eso no era del todo cierto. Quería complacer
a Drake.
A pesar de su rudeza, poseía una ternura que la tomaba por sorpresa en los
momentos más extraños. A veces pensaba que lo recordaba de antes, pero las
imágenes que oscilaban en su mente no eran las del hombre que conocía. Las suyas
eran pequeñas muestras de amabilidad, pero que le tocaban profundamente.
Mientras que a menudo parecía impaciente, también parecía cuidar de su bienestar.
Vendándole las manos, excusándola de llevar a cabo sus funciones. Si ella misma
tuviera una sirvienta, no creía poder mostrarse tan amable.
Se enderezó y se concentró. ¿Si tuviera una sirvienta? Le sonaba lógico, pero no
tenía sentido. ¿Habría sido adinerada alguna vez? ¿Quizás habría quedado en la
ruina?
Abrió el libro. Consideró saltarse el capítulo que hablaba sobre los deberes de la
dueña de casa, pero como no tenía esposa, decidió que esas responsabilidades
también le aplicaban a ella. Mientras leía las páginas, se sorprendió por lo familiares
que sonaban esas indicaciones, como si siempre las hubiera ejercido. ¿Habría sido la
dueña de una casa? ¿Sería una viuda? ¿Y si hubiera entrado en el servicio porque su
marido había muerto dejándola sin nada?
Salió de la cama y se apresuró a meterse en la cámara de baño para estudiar su
rostro más de cerca en el reflejo del espejo en la pared. No tenía líneas de expresión,
ni flacidez de la piel, ni papada. ¿Qué edad tendría? No se veía lo suficientemente
mayor como para ser una viuda.
¿Habría supervisado la casa de su padre? Apretando los ojos con fuerza, se
concentró en recordar alguna imagen, pero no sucedió nada. Frustrada, golpeó la
mano contra la pared. El pasado no importaba, no tenía que importarle.
Ella no lo dejaría.
Regresó a la cama y se acurrucó con Mrs. Beeton en lugar de Jane Austen.
Aprendería sus deberes, utilizando el máximo de sus capacidades. Darling,
agradecería que atendiera su casa. Su residencia podría ser mucho más de lo que
era. Se ocuparía de que fuera así, aun cuando la limpieza significara todo un reto
Tanto para supervisar, tantas tareas que debían ser atendidas. Se preguntó si tendría
un momento para respirar, mucho menos para caerse al río. Al parecer, la noche era
el único momento en el que tendría unos minutos para sí misma.
Se sorprendió cuando leyó la parte que explicaba que era responsable del
presupuesto familiar, para realizar las compras. ¿No debería haber recordado un
detalle tan significativo? Se suponía que debía llevar un libro donde registrar los
gastos. ¿Dónde lo guardaría? Según Mrs. Beeton, debía tener una habitación para tal
propósito. Darling, no le había indicado ninguna. Tal vez compartieran su estudio.
Basándose en el tamaño de su escritorio y la escasez de siervos, tenía sentido para
ella.
Se preguntó acerca de la magnitud de los fondos que debería administrar, y
cómo se esperaba que empleara los fondos. ¿Alcanzaría para comprar una silla
cómoda, contratar a un cocinero, y una criada? Esos pensamientos la entusiasmaron
ante la posibilidad de hacerlos realidad. Tenía que encontrar el libro.
Saliendo de la cama, cogió sus zapatos, y luego decidió que no los necesitaba.
Era la única persona en la casa. ¿Quién iba a sentirse ofendido por ver sus calcetines?
Vagó por el pasillo y bajó las escaleras. Estaba todo tan increíblemente tranquilo, sin
embargo, no se sentía sola. Más bien le encantaba el silencio. Cada pequeña cosa
que notaba era un nuevo descubrimiento. Era algo tan extraño no saber que le
gustaba y disgustaba. Era como si acabara de conocerse a sí misma y fuera revelando
poco a poco el misterio de quién era. ¿Tendría amigos? ¿Estarían preguntándose por
qué no la veían? ¿Vendrían a visitarla?
Si supiera quiénes eran, podría buscarlos. Pero dadas las cosas, tendría que
esperar que vinieran a ella, entonces tal vez podrían responder todas las preguntas
que Darling, no contestaba. Rogaba que la espera no fuera demasiado larga.
Al llegar a la biblioteca, encendió las luces de gas y se tomó un momento para
apreciar los tres libros que actualmente estaban ordenados en un estante. Sumaría
los otros dos cuando hubiera terminado leerlos. Se imaginó la satisfacción que
sentiría al ver el crecimiento de la biblioteca. Tal vez podría retrasar la compra de
una silla cómoda con el fin de obtener más libros. Se imaginó el aroma que el papel
esparciría en la habitación, un aroma de conocimiento, poder, viajes que no conocían
límites. Podía verse a sí misma pasando mucho tiempo allí, sentada en una silla
mullida frente al fuego, leyendo. Darling, haciendo lo mismo, sentado a su lado.
Parpadeó. No, una sirvienta y su empleador no se sentarían juntos en amigable
silencio. Si él estuviera allí por las noches, ella debería relegarse a su habitación
mientras Drake disfrutaba del fuego, los libros, y el ambiente maravilloso que ella
había creado. No era justo, para nada justo.
Fue hasta el escritorio, y se sentó en la silla de cuero, lo que le permitió aliviar
los dolores de su cuerpo. Sus manos aún estaban vendadas. Un empleador que era
capaz de prodigarle semejante cuidado probablemente le permitiría sentarse a su
lado en las noches. Seguramente viviendo solos los dos, las formalidades podían
pasarse por alto.
Volvió su atención a la tarea en cuestión: la búsqueda del libro de cuentas. Abrió
un cajón tras otro, la mayoría estaban vacíos. Verdaderamente este hombre vivía la
existencia de un espartano. No podía imaginarse haciendo lo mismo. Hizo una pausa.
Basándose en el inventario de sus escasas pertenencias, ella hacía exactamente lo
mismo. No por elección. Así que… ¿cuál sería la razón?
Una vez más, no tuvo respuesta. Las razones detrás de la falta de opciones eran
un misterio.
Volvió a su trabajo, abriendo el último cajón. Dentro había una caja de madera
finamente trabajada. La puso sobre la mesa para poder examinarla con mayor
claridad, pero era demasiado pequeña como para contener un libro de cuentas.
Era extraño que supiera exactamente qué aspecto debía tener el libro, y eso
aumentaba la probabilidad de que hubiera sido ama de llaves durante algunos años.
Bueno, no muchos, ya que no creía que fuera tan vieja. Tal vez una criada en
formación para convertirse en ama de llaves.
Con un suspiro, se preguntó dónde más podría buscar el libro de cuentas, y se
levantó de la silla. En la cocina, tal vez. Después de dar dos pasos, se detuvo. No
podía dejar sus cosas desordenadas. Regresó al escritorio y estudió la caja. No era
muy grande, pero tal vez su libro mayor era pequeño. Mirando con cautela, razonó
que Drake había colocado el cofre en un cajón inferior por algún motivo. Algo
privado, tal vez personal. Un buen sirviente conocía sus límites, pero como ella no
tenía ningún recuerdo de sus deberes, seguramente tampoco recordaba sus límites.
Soltó una risita. Una excusa muy buena.
Poco a poco, pulgada a pulgada, levantó la tapa con bisagras y espió. Sólo
contenía lo que parecía ser un viejo recorte de periódico. Debido a que parecía frágil,
lo tomó y lo desdobló con cuidado. Era un artículo sobre el ahorcamiento de un tal
Robert Sykes. ¿Por qué guardaba ese recorte? ¿Por qué lo mantenía oculto y sin
embargo, tan accesible?
–¿Qué demonios estás haciendo?
Debería haber chillado, o al menos haberse sentido sorprendida, pero se estaba
acostumbrando a escuchar ese vozarrón entrometiéndose cuando estaba en medio
de sus cavilaciones. Además, estaba demasiado asombrada por lo que había
descubierto. Echó un vistazo a la repisa de la chimenea, pero no había ningún reloj
allí. En alguna parte de su vida había tenido una chimenea con un reloj. Uno de oro
con filigrana de plata. Una cosa horrible que sonaba demasiado fuerte.
–No te esperaba– dijo.
Después de arrebatar el recorte de sus dedos, volvió a doblarlo y lo devolvió a la
caja. –No tienes derecho a hurguetear entre mis cosas.
–Yo estaba buscando algo y encontré el recorte. ¿Quién es Robert Sykes?
–Un asesino.
–Sí, lo deduje por el anuncio del periódico, pero ¿por qué lo guardas como si
fuera un recuerdo atesorado?
–Tal vez porque soy macabro.
–No, no lo creo. Creo que es algo personal, algo que tiene un significado especial
para ti.
Cerrando de golpe la tapa, la miró.
–No tengo por qué darte ninguna explicación.
Como evitaba responder sus preguntas, sólo podía suponer que era más
personal de lo que había pensado, y no se lo diría, sin importar cuántas veces le
preguntara. Decidió que era mejor justificar sus acciones, o al menos las que podía
justificar.
–Estaba buscando mi libro de cuentas.
–¿Tu qué?
–De acuerdo con Mrs. Beeton, se supone que tengo que llevar un registro
detallado de las cosas que se compran para la casa y el dinero que se gasta. Ni
siquiera sé cuál es el presupuesto que has determinado, así que estoy bastante
confundida respecto a lo que puedo comprar.
–Yo me ocupo de todas las compras.
–Pero yo soy el ama de llaves.
–Tienes suficientes tareas sin tener que preocuparte por eso.
–No confías en mí.
–Soy muy meticuloso a la hora de controlar cómo gasto el dinero.
Estudió por un momento el escritorio, luego se acercó a los estantes, y puso la
caja en el más alto de la biblioteca. No se molestó en señalarle que si quería cogerla
de nuevo, podría subirse a una silla.
–No entiendo tu actitud– dijo. –Creo que me estás ocultando deliberadamente
las cosas a fin de asegurarte que no recupere la memoria.
Él se acercó intimidante y una imagen cruzó por su mente mientras las sombras
se cerraban en torno a ellos. Se dejó caer en la silla, apoyó la espalda. Drake se
inclinó un poco hacia adelante.
–¿Qué ganaría utilizando tácticas tan sucias?
–Ya las has utilizado antes.
–No seas ridícula.
–Tú has…– negó con la cabeza. –Tu trato amable. Eso no tiene sentido. Yo no te
trataría con tanta familiaridad... a no ser que… te hubiera conocido de antes,
supongo.
Su mirada vagó sobre Drake, teniendo en cuenta cada detalle de su persona.
Recordó otro tiempo que había hecho lo mismo. En el fondo se oía música... un vals.
Pero no le tenía miedo a ese hombre. Confiaba en él. ¿Entonces por qué esa
sensación de desconcierto? Sobre todo después de lo que había hecho por ella, y
todo lo que ella había hecho por él.
De repente, se puso de pie.
–Ponte los zapatos. Vamos a salir.
–¿Salir? ¿Dónde?
–A buscar tus recuerdos.
Capítulo 14

Había contratado un coche de caballos. No recordaba haber viajado en uno


antes, aunque tampoco podía darle mucho crédito a sus recuerdos ya que la mayoría
habían desaparecido. Sin embargo, era muy consciente de que se trataba de un
vehículo increíblemente pequeño. Cuando se sentó a su lado, no quedó nada de
espacio entre sus caderas, muslos, y hombros.
–Conozco las reglas– dijo en voz baja, aspirando su embriagador aroma
masculino con notas de tabaco y whisky, pero por encima de todo su esencia
personal, poderosa, única. –Y los comportamientos adecuados. En un carro, el
caballero viaja detrás, lo que permite a la dama viajar más cómoda.
–Estás asumiendo que soy un caballero.
–¿No lo eres?
–Me has llamado sinvergüenza en una ocasión.
–¿Y me permitiste conservar el empleo?
Él esbozó una sonrisa autocrítica.
–No sé qué diablo me obligó a hacerlo– pronunció.
–Necesitabas a alguien que anduviera detrás de ti juntando el desorden.
Él se rió entre dientes.
–¿No has notado que soy el que hace la mayor parte de las tareas?
Por supuesto que se había dado cuenta. Era muy particular al respecto, se la
pasaba recogiendo constantemente la ropa tirada doblándola ordenadamente para
después guardarla. Se le ocurrió que nunca aceptaría una casa desordenada, sobre
todo cuando finalmente comenzara a llenarla de muebles. Porque más mobiliario
requería más orden. Seguramente debería buscar a alguien más experimentado en el
cuidado de las cosas de lo que había sido ella después de la caída en el río. Si no
recuperaba la memoria pronto podría verse obligado a despedirla. A pesar de que
había hecho algunos progresos gracias a la asistencia de Marla, no estaba segura de
que fuera suficiente como para valer la pena tenerla en su servicio.
–Entonces, ¿dónde exactamente crees que vamos a encontrar mis recuerdos?–
Preguntó.
–No estoy muy seguro. Hablé con el Dr. Graves de tu…
–¿*Graves? Qué nombre tan desafortunado para alguien que se supone que
debe mantener a la gente alejada de las *tumbas.
NdeT: ‘Graves: Tumbas en inglés original’

–Sí, sospecho que hay momentos en los que debe lamentar haber escogido un
apellido tan sombrío.
–¿No es su apellido de nacimiento?
–Lo dudo. Comenzó su vida en las calles durante una época en que los nombres
eran cambiados por puro capricho. Independientemente de eso, él es muy hábil, por
eso busqué su consejo. Sugirió que las cosas que te fueran familiares podrían traer
tus recuerdos a la vida. Pensé que valía la pena darle una oportunidad.
–Pero ¿no deberías estar en el club?
–Aún es temprano en la noche. La mayor parte del trabajo es después de la
medianoche y esto no debería tomarnos mucho tiempo.
Podía decir por la brusquedad de sus palabras que todavía estaba de mal humor
por el recorte de periódico.
–Lo siento– dijo en voz baja.
Sintió su mirada inquisitiva.
–¿Perdón?
¿No la había oído o es que no sabía por qué se estaba disculpando?
–La caja. Nunca debí abrirla, debería haberla dejado donde estaba.
–Sí, deberías haberla ignorado. Supongo que tampoco recordarás a Pandora y el
daño que causó.
Se sintió mareada por la posibilidad de conocer la historia.
–¿Por qué guardas ese recorte en particular y no otro?
Abrió una escotilla y gritó:
–¡Para!
El coche se detuvo, y ella quiso gritar porque sabía que iba a pasar por alto la
respuesta. Oyó el ruido metálico de las palancas de frenos, y la puerta se abrió.
Drake salió, y luego le tomó la mano. Ella había puesto el pie en el primer escalón
cuando le dio un apretón como aquietando sus emociones. Estaban casi a la misma
altura de los ojos ahora, algo que dudaba que pudiera ocurrir a menudo. Había muy
poca luz a esa hora de la noche, excepto por la lámpara que colgaba al costado del
carro, pero fue suficiente para sumergirse en las profundidades de ébano de los ojos
de Drake, reconocer sus batallas, sus derrotas, y el dolor de preguntarse por qué le
parecía que había perdido.
–Mientras que tú te estás esforzando por recuperar tu pasado– respondió en voz
baja –hay partes del mío que preferiría olvidar, y, sin embargo creo que es imposible.
–¿Entonces Robert Sykes era amigo tuyo?
–No, nunca fue mi amigo.
–¿Quién era entonces?
–Déjalo así, Phee.
Pero no sabía si podía. Sus ojos se habían inundado de rabia por la apertura de la
caja. Había visto el tormento en ellos. No estaba segura de cómo lo había
reconocido, sólo que sentía que alguna vez, también había experimentado la misma
vergüenza, la misma humillación, y el mismo dolor. Quería consolarlo, pero
instintivamente supo que eso sólo empeoraría las cosas entre ellos. Era un hombre
de inmenso orgullo, un hombre con demonios propios.
Después de bajarla, tomó la lámpara de un gancho en la parte exterior del carro
y la condujo fuera de la carretera hacia un camino lateral. Cuando vio el río, un
escalofrío la recorrió. Tomando su brazo, lo detuvo.
–No– dijo, señalando. –Ahí es donde te encontré.
Podía ver el chapoteo del agua contra la orilla, tan oscuro, tan sombrío. Era un
milagro que la hubiera visto.
–¿Cómo llegué a tu residencia?
–Yo te llevé– dijo sin darle importancia.
No era imposible, pero pensó que era una gran distancia para cargar a alguien.
–¿Ves algo familiar?
–No.
Miró hacia arriba y abajo del río, y a su alrededor. Sacudió la cabeza y repitió:
–No.
Miró por encima de él.
–¿Qué hacías caminando por aquí?
–Me gusta hacer ejercicio.
Giró sobre sus talones y echó a andar tan rápido que le tomó unos segundos
darse cuenta de que se había marchado. Tal vez pensaba deshacerse de ella. Corrió
tras él, pero no pudo alcanzarlo hasta que ya estaba colgando la linterna en el carro.
Mantuvo la puerta abierta para ella.
–Puedes ser muy grosero cuando quieres– dijo mientras se acomodaba en el
asiento.
–St. James– dijo al conductor antes de sentarse a su lado.
Esta vez, sin alarma ni inquietud aceptó su cuerpo tocando el suyo. No lo
admitiría pero encontraba consuelo en su cercanía. Estar tan cerca del río la había
inquietado, formándole un nudo frío en el centro de su estómago. Algo había
sucedido allí, algo que no quería recordar.
–Tal vez el secreto para abrir la puerta a mis recuerdos es a través de ti– dijo. –Si
compartes tu historia conmigo, en lugar de esforzarte por seguir siendo tan
misterioso, quizás podrías devolverme la memoria.
–Buen intento, cariño.
Pudo percibir el humor agazapado en su voz. Y le gustó. Le gustaba cuando no se
comportaba tan sombrío y serio.
–Cariño se le dice a alguien querido y no creo que tú me quieras en forma
alguna.
–Sin embargo, aquí estoy, prodigándote el tiempo que debería darle a mi club.
–Debido a que deseas que yo atienda adecuadamente tus necesidades.
Dado que estaban sentados tan juntos, fue muy consciente de su rigidez, y se
preguntó si sus palabras habían causado esa reacción.
–¿Qué sabes de mis necesidades?– Dijo, en voz baja y oscura.
–Sé que necesitas tu ropa lavada, tu cama hecha y tus botas pulidas. Mrs.
Beeton obviamente tenía una seria aversión por las manos ociosas. Las mías estarán
verdaderamente ocupadas desde el amanecer hasta el atardecer y algo más.
–No vas a hacer nada que te haga daño. Yo no tengo tiempo para estar
atendiendo tus heridas.
–Eres tan brusco, pero creo que sólo gruñes y nunca muerdes.
–Oh, seguro que muerdo, cariño. Las damas me lo piden a gritos.
Algo oscuro y tentador que percibió en su voz áspera causó un escalofrío
agradable en su espalda. Debería dejarlo ir, y sin embargo, la curiosidad, el gato, y
todo eso.
–¿Por qué las damas quieren que las muerdas?
Bajó la cabeza, tanto como pudo en los estrechos confines, y ella inhaló la
masculinidad que lo identificaba.
–No les hago daño. Sólo un pequeño pellizco en el lóbulo de la oreja, los labios,
la clavícula. Puede ser muy excitante si se hace bien.
–Muérdeme y te encontrarás con mi puño.
Riéndose oscuramente, se enderezó.
–Como si yo no supiera ya de eso.
–¿Has probado a morderme?
–Si lo hubiera hecho te aseguro que lo habrías recordado.
–¿Por qué me acordaría de eso si he olvidado todo lo demás? ¿Por qué tanta
arrogancia?
–Porque soy muy bueno como amante.
Le estaba resultando muy difícil respirar. ¿Cómo se había salido de curso la
conversación?
–¿Por qué St. James?– Preguntó, tratando de sonar indiferente, y no dar la
impresión de que estaba a punto de pedirle un mordisco. –¿Por qué vamos allí?
–Algunas de tus referencias vinieron de personas que vivían en la zona. No sé las
direcciones exactas pero pensé que tal vez podrías ver algo que activara tu memoria.
Tomando una respiración temblorosa, Drake se preguntó por qué de repente se
sentía temeroso de lo que pudiera descubrir.
Le tomó todo su autocontrol no ordenarle al conductor que abriera las malditas
puertas para poder saltar y correr hasta que sus músculos le dolieran, hasta
derrumbarse de agotamiento, hasta que estuviera demasiado cansado como para
pensar en la mujer que tenía al lado y que lo había hechizado. Nunca había sido
sacudido con tanta fuerza en su vida. No tenía su perfume puesto y sin embargo, aún
podía oler las orquídeas. Su muslo, su cadera se presionaban a la suya. Cuando
pasaban por un bache en el camino, su brazo rozaba contra su pecho. Cuando había
mencionado el cuidado de sus necesidades, su mente había corrido por un camino
del que debería haberse mantenido al margen. Había deseado morder el lóbulo de su
oreja hasta que le gritara que nunca se detuviera. La Ofelia que conocía lo habría
abofeteado por sus insinuaciones, pero Phee era demasiado inocente para hacerlo.
No debería hablar con ella como lo había hecho.
Hasta que recuperara la memoria, Ofelia era demasiado ingenua, alguien podría
aprovecharse fácilmente de ella. Hasta que supiera con certeza que estaría a salvo,
no podía entregársela a Somerdale. Había considerado llevarla junto a la duquesa de
Greystone, pero una parte de él aún no estaba listo para dejarla ir, podría protegerla
del peligro mientras estuviera a su lado.
Con ella allí, su residencia hacía menos eco. Le estaba empezando a gustar la
mujer que estaba en el coche junto a él. Quizás quedarse a su lado también era
peligroso después de todo, peligroso para los dos.
Viajaron por las calles al azar. No sabía si debía señalar la casa en la que residía
porque entonces tendría que hablarle de su hermano y sin duda querría entrar.
Tampoco podía señalarle Mabry House, donde a menudo había visitado a Grace.
Señalar algo significaba tener que darle explicaciones. Si recordaba por su cuenta, la
liberaría. Si no…
Ella cocinaba el faisán como los dioses.
–Hay un parque cerca de aquí, ¿verdad?– Preguntó sacándola de sus
pensamientos.
–Sí. ¿Recuerdas algo?
Quería ayudarle a recordar, y sin embargo, experimentaba un dejo de decepción
porque tal vez esa noche ya no regresaría a su casa. Su perfume ya no flotaría en el
aire cuando llegara del trabajo, ya no tendría su sonrisa de bienvenida. Todo entre
ellos volvería a ser lo que había sido.
–Realmente no, pero igual me gustaría verlo.
Le ordenó al conductor que los llevara a St. James Park. A esa hora de la noche
estaría bastante vacío. Cuando el taxi se detuvo a la entrada del parque,
simplemente se quedó sentada mirando, sin mover un músculo, y sin embargo, él
fue muy consciente de la tensión que vibraba a su alrededor como si temiera
recuperar su memoria.
¿Qué demonios había pasado?
Finalmente dio un lento y largo suspiro con los labios entreabiertos.
–Quizás ayudaría si pudiera caminar un poco.
Su voz era débil y se preguntó si ella esperaba que le negara el paseo.
–Podemos ir si tú quieres–dijo. –O podemos seguir adelante.
Se volvió hacia él. Las farolas proporcionaban suficiente luz como para poder ver
el trazo de lágrimas en sus ojos. Su pecho se apretó dolorosamente. No quería verla
tan vulnerable. No quería ver su miedo.
–No estoy segura de que quiero recordar– dijo en voz baja. –Sin embargo, no
quiero ser cobarde. Por alguna razón, es importante para mí no mostrarme como
una cobarde. Creo que he hecho cosas que no debía porque me las ordenaron.
La oyó suspirar y vio la inclinación de su cabeza.
–Tengo que ir al parque.
Su determinación le asombró. ¿Siempre habría sido así?
–Iré contigo.
–No tienes que hacerlo.
–Esos demonios que crees que podrías enfrentar, no vas a enfrentarlos sola.
Además, mis piernas están acalambradas en este carro estrecho. Necesitan estirarse.
–¿Por qué te esfuerzas por mostrarte huraño cuando de hecho eres
increíblemente tierno?
Debido a que había pasado toda una vida viviendo en un mundo en el que había
temido revelar su verdadero yo. Por eso había construido un muro a su alrededor.
Uno que sospechaba estaba amenazando con derrumbarse y que tendría que volver
a levantar. En lugar de responderle, golpeó en el techo y el conductor abrió la puerta.
Drake salió, y agarró la linterna. Sin pensarlo le ofreció el brazo y ella lo tomó.
Phee lo había tomado. Ofelia nunca lo habría hecho. ¿Dónde terminaba una y
comenzaba la otra? ¿Su memoria sería la clave?
Caminaron en silencio durante un largo rato. Supuso que estaba absorta
observando los alrededores. No estaba preocupado de que las personas que pasaban
pudieran reconocerla. Ella no estaba vestida como una dama. No estaba vestida con
sus mejores galas representando la excelencia de la aristocracia. Nadie le dirigiría
una mirada, y mucho menos un segundo vistazo. Además, la mayor parte de la
aristocracia estaría en algún espantoso baile o en alguna cena aburrida. Su ausencia
se notaría y su hermano explicaría que había tenido que salir de viaje.
Tendría que haberle pedido a Gregory que hiciera investigaciones sobre la salud
de la tía. Podría enviarlo de vuelta. O podría esperar y ver si recordaba algo.
Le gustaba caminar a su lado, no mantenía su postura tan rígida y sin embargo
tampoco se quedaba atrás. Imaginó que habría pasado largas horas caminando con
un libro sobre la cabeza. La lentitud caracterizaba su andar como si supiera que
estaba en exhibición, siendo observada muy atentamente. No tenía necesidad de
darse aires. Se preguntó si alguna vez habría conocido a la verdadera Lady O. Y se
preguntaba por qué Grace la había acogido como a una amiga muy querida. Tal vez
cada uno había visto un lado diferente de la misma mujer.
–¿Algo te resulta familiar?– Preguntó.
–Sí, he caminado por aquí antes, pero no me acuerdo con quién. Alguien que me
importaba. Sólo que si realmente me importaba ¿por qué lo he olvidado?
–¿Cabello oscuro?
–No puedo recordar sus rasgos. Para ser honesta, ni siquiera sé si se trata de un
hombre. Podría ser una mujer. Sé que me reí. Anhelo reír de nuevo. Amo reír. Me
gustaría oírte reír.
–Me río.
Con una sonrisa irónica, ella lo miró.
–No. Tu garganta emite sonidos pero eso no es reír. Estoy hablando de la risa
que hace que el abdomen te duela y te sea difícil recuperar el aliento. Del tipo que te
llena los ojos de lágrimas y dura una eternidad. Te hace sentir tan bien que no deseas
que se detenga nunca. De la risa que te llena el alma y de la que siquiera sabes por
qué empezó pero que todos imitan. Es el mejor tipo de contagio. Mejor que los
chismes o los comentarios sarcásticos. Te hace sentir feliz de estar vivo. Yo no te he
oído reír de esa manera.
Él no estaba seguro de si alguna vez le había pasado eso, no hasta ese punto. Oh,
sin duda alguna vez se había sumado a la risa de su familia, pero ¿lágrimas en sus
ojos? Las lágrimas no eran para los hombres. Ni siquiera las lágrimas de alegría. Pero
sí se reiría cuando su memoria regresara y se diera cuenta de todo lo que había
hecho en su compañía. Entonces sí se reiría con ganas.
Pero dudaba que pudiera reírse de su dolor, o de su angustia, o sus ojos
lagrimosos. Eso no lo haría feliz. Sólo vengativo.
Phee no se lo merecía. Pero cuando sus recuerdos regresaran, ella se
desvanecería y Lady Ophelia aparecería con toda la furia. Y Lady O sin duda merecía
un escarmiento de su parte. No se sentiría culpable por ello, y lo sostendría hasta
que se hiciera realidad.
Sin embargo, antes de que recuperara la memoria, esperaba oírla reír así.
Pensaba que podría ser un sonido que recordaría hasta el día su muerte. Pero una
vez que recordara todo, nunca podría oírla de nuevo. La imaginó del otro lado de una
habitación, capturando su mirada, recordándole que él la había oído reír. Que una
vez le había sonreído libremente. Eso podría tener más valor de regodeo que el
lavado en su espalda.
–¿Qué es lo que te hace reír?– Preguntó.
Ella se encogió de hombros.
–No lo sé. No es algo que se puede forzar. Me temo que tú no conoces nada
sobre la risa si crees que puedes obligarla.
Conocía cosas oscuras y peligrosas. La risa estaba muy lejos de su mundo. La risa
había sido parte de la familia Mabry. Su padre se había reído, pero había sido un
sonido cruel. Casi le había contado de su padre. Casi. Pero el riesgo era demasiado
grande, porque estaba seguro de que en algún momento podría utilizar ese
conocimiento en su contra. Que un día llamaría su atención a través de un atestado
salón de baile y lo atravesaría con una mirada que dijera: “Conozco tus secretos más
oscuros”.
Ella dejó de caminar, la mitad de su imagen difusa por las sombras. Tenía que
seguir siendo un enigma. Era necesario para mantener la ventaja. Soltándose de su
brazo, lo enfrentó.
–Tengo que confesarte algo.
–¿Recordaste algo?
No sabía por qué estaba a la vez decepcionado, y aliviado.
–No, creo que este ejercicio como tú le llamas va a resultar inútil. Sin embargo,
debes saber que no fui yo quien preparó el faisán. La señora Pratt lo hizo.
–¿Quién diablos es la señora Pratt?
–La cocinera de Lady Turner.
–¿Y quién diablos es la señora Turner?
–La viuda que vive al lado de tu casa– dijo. –Le pregunté a su cocinera si podía
cocinar el faisán.
–¿Por qué no me lo dijiste antes?
–Porque no he sido capaz de hacer muchas cosas, aunque no te has dado
cuenta, al menos no me lo dijiste, y yo quería hacer algo que te impresionara, algo de
lo que no tuvieras que quejarte sobre mí.
–No me quejo.
–Por supuesto que sí. Te preparé un baño delicioso. Ni siquiera te molestaste en
darme las gracias. Sólo te enojaste porque me lastimé las manos haciéndolo.
¿Se había enojado? Sí. Pero había sido por preocupación.
–Así que tomé el crédito de la cena– continuó –porque me gustaba la idea de
poder hacer algo bien. Aunque, por supuesto, fue un intercambio justo.
–¿La cocinera que preparó el faisán quiere una compensación a cambio?
Levantó los hombros hasta las orejas y los dejó caer.
–Voy a sacudir sus mantas mañana.
–¡Por todos los santos cielos! No puedes sostener una escoba con esas manos.
–Claro que puedo.
–No seas terca, Phee. Habla con ella, pregúntale cuánto costó su servicio, y luego
yo iré a pagarle.
–Pero tú no debes tener…
–El dinero saldrá de tu salario.
–Oh.
Eso detuvo su protesta, pero no parecía particularmente feliz por eso.
–Si contrataras una cocinera deberías pagarle y el dinero no saldría de mi sueldo.
–No, no lo haría. Tienes toda la razón. Voy a pagarle de mi bolsillo.
De todos modos no estaba pagándole un sueldo. El argumento era discutible,
pero muy divertido. Sacudió la cabeza. No quería divertirse con ella.
–Tal vez deberíamos pedirle que prepare todas nuestras cenas– reflexionó Phee.
–Estoy segura de que no le importaría tener un ingreso extra. El faisán estaba muy
sabroso. Tú mismo lo dijiste.
–¿Todas nuestras cenas? ¿Y qué vas a hacer con tu día?
–De acuerdo con Mrs. Beeton un poco de todo. Hablaré con la señora Pratt por
la mañana. Y no necesitas preocuparte por el asunto. Me aseguraré de que los
términos sean justos.
Como si conociera qué términos serían los justos. Entrecerrando los ojos, no
podía dejar de pensar que había sido manipulado. Pero no le importaba. No le
quitaría esa victoria. Le gustaba mucho la forma en que el triunfo iluminaba sus ojos.
Sin arrogancia, sólo con un poco de picardía. En verdad lo había manipulado. Estaba
bastante seguro de ello.
La pregunta era: ¿Por qué no estaba enojado?
En algo estaba en lo cierto. El ejercicio había demostrado resultar inútil. Conocía
los edificios: el Palacio de Buckingham, el Parlamento, la Torre del Reloj. Reconoció el
sonido metálico del Big Ben. Pero más allá de eso, nada.
–Tal vez sería diferente si hiciéramos el recorrido durante el día– dijo al entrar
en el vestíbulo.
Le había pedido al conductor del carro que esperara, por lo que intuyó que iría a
su club, para atender sus deberes. Deseó que se quedara allí, para alejar las
pesadillas que temía estuvieran al acecho en las sombras de su mente, listas para
saltar tan pronto como se sumiera en un sueño.
Se volvió y lo enfrentó.
–Pero no creo que tampoco sirva de mucho. Aprecio tus esfuerzos, sé que mi
situación es bastante molesta. Contrataste una sirvienta competente, y te
encuentras atado a alguien que ni siquiera puede recordar cómo pulir
adecuadamente los muebles.
–Tú no eres una carga. Estás a salvo aquí en esta residencia. Lo sabes, ¿no?
Ella asintió.
–Sí. Es una de esas cosas raras que sé por instinto. Lo supe en el momento en
que abrí los ojos y te vi. A pesar de que no recordaba quién eras.
–Phee...
Al parecer, tenía la intención de decir algo más, pero se limitó a mover la cabeza.
–Debo volver al club. Que duermas bien. Duerme hasta tarde.
–De acuerdo con Mrs. Beeton, se supone que los sirvientes deben levantarse
temprano. Es la única manera de mostrar su valía.
Un hoyuelo se formó en su mejilla.
–¿Realmente estás leyendo ese libro?
–Tengo que ganarme la vida para que no me despidas.
–Yo no voy a despedirte.
Parecía sorprendido y molesto por sus palabras. Se acomodó el sombrero en la
cabeza.
–Debo irme.
Cerró la puerta, y se apoyó contra la madera. Había visto casas más grandes esa
noche, más elegantes, palacios inmensos. Durante algunos momentos, se había
imaginado a sí misma bailando el vals en ellos. Siendo cortejada por la nobleza. Sin
duda, un sueño compartido por todas las empleadas domésticas.
Era extraño darse cuenta de que no era lo que quería, no era lo que siempre
había deseado.
Quería algo… más.
Lástima que no sabía de qué se trataba.
Capítulo 15

A medida que el cabriolé iba avanzando a los tumbos por las calles, Drake se
maldecía. Casi le había contado todo lo que sabía y quién era en realidad. Pero
decírselo significaba poner fin a la farsa. Poner fin a la farsa significaba perderla.
Había quedado fascinado por ella esa noche. Por su coraje, su determinación. Su
disertación sobre la risa. La quería. Con el puño se golpeó el muslo. No quería
sentirse fascinado por ella, no quería seguir conociendo a esa mujer que vivía en su
residencia. Quería librarse de ella. Y lo haría tan pronto como supiera el motivo y las
causas por las que había ido a parar al río.
El conductor detuvo el coche frente al edificio de la sala de juego. Por primera
vez en su vida, Drake había descuidado sus responsabilidades. Siempre trabajaba
desde el atardecer hasta el amanecer y aún más. Phee era una distracción que no
podía permitirse. Sus obligaciones, su vida pasaba dentro de las paredes del
establecimiento de juego. El resto del tiempo, comía, dormía, existía. Pero era sólo
en el Dodgers donde realmente vivía.
Pero nunca se había reído a carcajadas dentro de esas paredes.
De repente tenía un insaciable deseo de reír hasta que su estómago le doliera.
La puertilla se abrió sobre su cabeza y le entregó el dinero al conductor. Drake
saltó del carro, subió las escaleras, y cruzó el umbral del edificio donde tenía el poder
de destruir y reconstruir. Allí las fortunas se perdían y se hacían.
Había dado sólo tres largas zancadas, cuando percibió que estaba siendo
vigilado. Dirigiendo la mirada hasta el balcón sombreado, fue incapaz de distinguir
una forma o figura, pero supo con certeza que Jack Dodger estaba allí. La presencia
del hombre era tan audaz y poderosa que se podía sentir incluso cuando no estaba
visible. En otros tiempos había manejado el Dodgers con mano de hierro, y en
algunas ocasiones volvía para no perder la costumbre. Esa noche, al parecer era una
de esas.
En el momento en que Drake llegó a su oficina, Jack estaba sentado detrás del
escritorio sirviendo whisky en dos vasos. Incluso ahora, vestido con las ropas de un
caballero, tenía el aspecto peligroso de un depredador. Su cabello oscuro estaba
ligeramente salpicado de gris en la sien. Sus ojos oscuros, se veían alertas, y curiosos.
Drake no pensaba tomar asiento frente al escritorio, colocándose en el papel de
subordinado. Era el encargado allí, y aunque Jack podría ser el socio mayoritario, el
rostro público detrás de los Dodgers era Drake, como único responsable de su
gestión. Tomando la copa ofrecida, se acercó a la ventana y miró hacia fuera. Jack
intimidaba a muchos, pero no a él. Drake también provenía de las calles. No era de
los que se asustaban, intimidaban o permitía que lo acosaran.
–No te esperaba– dijo Drake.
–Ese es el punto, ver cómo manejas las cosas cuando no sabes que tengo la
intención de pasar por aquí.
Drake miró por encima del hombro y sostuvo la mirada de Jack.
–Entonces, ¿cuál es tu veredicto?
–Bastante bueno. No tengo ninguna queja.
Se encogió de hombros y se inclinó hacia atrás en su silla.
–Bueno, una tal vez. ¿Le otorgaste una membresía a un estadounidense? El
propósito aquí ha sido siempre desplumar a la nobleza, tan legalmente como sea
posible.
Volviéndose de frente al hombre, Drake apretó el hombro contra el borde de la
ventana.
–La nobleza no es lo que era antes. Muchos son pobres. El matrimonio de Lord
Randolph Churchill con Jennie Jerome va a cambiar todo. Otros también están
relacionándose con familias estadounidenses para llenar sus arcas. Me pareció una
buena estrategia de negocio dar un giro que nos permita reponer nuestras arcas
también.
Jack sonrió.
–¿Así que tienes a otros americanos en mira?
–A todos los que pueda convencer. Actualmente son una fuente inagotable de
ingresos.
–Más dinero en nuestros bolsillos. No me puedo quejar.
Jack bebió su whisky.
Drake aún tenía que preguntarle.
–¿Entonces, porque estás aquí?
Jack depositó su vaso vacío deliberadamente despacio, poco a poco, sin hacer el
menor ruido.
–Cuando entré, pasé buena parte de mi tiempo en el balcón, mirando por
encima de la gente, como si fuera un rey. Pero no me he sentido realmente como un
rey.
–Pronto verás el aumento de los beneficios. Hay otras estrategias que tengo la
intención de poner en práctica. Tus arcas pronto se verán desbordadas.
Jack entrecerró los ojos.
–Tal vez, pero he estado pensando en los últimos tiempos que si bien Dodgers
ha sido un buen negocio, todos los negocios en algún momento llegan a su fin.
Todo dentro de Drake se retorció.
–¿Estás hablando de cerrarlo?
–Tú mismo lo dijiste: Los tiempos están cambiando.
Drake dio un paso alejándose de la ventana.
–Sí, pero podemos hacer ajustes, adaptarnos a las necesidades actuales de los
socios.
Jack se puso de pie, y tiró de su chaleco de brocado rojo.
–Creo que lo mejor será hacer una reunión con los socios en mi residencia. El
próximo viernes a las dos y media. Hablaremos de tus ideas allí.
Drake estaba de pie en el balcón mirando por encima de su feudo. Comprendía
los sentimientos de Jack, porque reflejaban los suyos. Sólo que no podía imaginar
que eso pudiera desaparecer. Le había dado su vida. La mayor parte de las horas de
sus días. Incluso después que había comprado su residencia, solía dormir y comer allí,
hasta que llegó Phee. Desde entonces había quedado atrapado en sus redes y por
ende descuidando la gestión del club. ¿Acaso Jack habría sentido que su dedicación
había disminuído? Sólo era una interrupción temporal. Podría asegurárselo a los
socios sin dar detalles acerca de su distracción.
Una distracción que incluso ahora lo atraía más que el sonido de los dados y las
cartas. Pensó en regresar a su residencia para verla dormir, pero ¿qué clase de locura
lo poseía que no podía pasar ni una hora sin verla? Regresaría a su residencia cuando
hubiera cumplido con sus obligaciones allí. Que se las ingeniara para terminar todo el
trabajo dos horas antes de lo habitual era mera coincidencia.
Mientras caminaba por el sendero hasta la puerta, se negó a reconocer la
decepción que sintió por no encontrar a Phee esperándolo. Sin duda, todavía estaría
en la cama. En verdad no se había ilusionado por su recibimiento. Condenación. Por
supuesto que sí se había ilusionado. Puede que no fuera completamente honesto con
ella, pero era imperativo que fuera honesto consigo mismo. Podría darle todas las
excusas necesarias por no haberle contado todo, la noche anterior, pero la verdad
era que no quería que se disgustara, una vez más.
Mientras insertaba la llave, notó el brillo de la puerta. ¿Cuándo la habría pulido?
¿La tarea habría contribuido al daño a sus manos? No había esperado curarse ante
de reiniciar sus deberes.
Pasando el umbral, fue en su busca. Su cama estaba hecha, sin evidencia alguna
de que hubiera dormido allí. A excepción de su fragancia persistente, su esencia
personal. Debería comprarse un perfume con aroma a orquídeas. Entró en la cámara
de baño, con la esperanza de encontrarla en la bañera. Encontró sólo el juego de
cepillo, espejo y peine ordenado al lado del suyo. Se dio cuenta de que su dormitorio
no contaba con ningún espejo. Debería remediarlo de inmediato.
¿Por qué, se reprendió a sí mismo, cuando en cualquier momento la devolvería a
su casa?
Pero de alguna manera sus cepillos juntos… parecían tan correctos. Un
pensamiento extraño. No se veía nada bien. Debido a que estaba completa e
inequívocamente mal. Ella no pertenecía allí. Le diría todo en cuanto la encontrara.
Tal vez la verdad le devolvería la memoria, y podría determinar si Somerdale había
sido sincero en su relato del tío arruinado y la tía enferma.
Phee no estaba en su dormitorio. No creía que estuviera preparando el
desayuno, ya que había llegado antes de lo esperado. Pero aun así se dirigió a la
cocina y se detuvo de golpe en la puerta impresionado por la escena.
Nunca había imaginado a Ofelia de rodillas, como estaba en ese preciso
momento, con su trasero apuntando hacia arriba, moviéndose hacia adelante y hacia
atrás, a un lado y al otro mientras fregaba el suelo de piedra de La cocina. Se imaginó
tumbado debajo de ella, sintiendo esos mismos movimientos sobre sus caderas,
desnuda, con sus pechos llenándole las manos.
¿Qué estaba mal en su cabeza? ¿Cuándo había imaginado alguna vez a Lady O
desnuda? La respuesta era simple. Nunca.
Sin embargo, la había besado en el baile y se había estremecido hasta la médula.
Y ahora no podía negar la imagen seductora que presentaba, trabajando tan
duro. Tenía que darle crédito: cuando se le ponía algo en la mente, lo daba todo para
conseguirlo.
–No deberías estar haciendo eso– gritó, para traerse de regreso de su fantasía
más que para castigarla. –Vas a dañar tus manos aún más.
Sentada sobre los talones, lo miró con la respiración agitada, y sopló el cabello
que había caído sobre la frente para hacerlo a un lado. ¿Por qué esa pequeña acción
lograba que su intestino se retorciera? Luego sonrió, y casi se cayó de rodillas a su
lado.
–Buenos días a ti también– dijo alegremente.
–No va a ser un buen día si compruebo que estás herida.
–Las envolví con tela extra y no tocaré el agua, sólo las cerdas del cepillo.
Sopló de nuevo el mechón rebelde.
–¿Quieres que te prepare el desayuno?
–Un almuerzo temprano sería mejor, ya que debo esperar a que entreguen unos
muebles en cualquier momento.
–¿De verdad?
–Suponga que si te digo algo es porque es de verdad.
Aunque la mayoría de lo que le había dicho hasta ahora eran mentiras.
–No puedo esperar para verlos– dijo con tanto entusiasmo que lo inquietó. –
¿Para qué habitaciones?
–Las únicas que estoy utilizando. Mi dormitorio y la biblioteca.
–Entonces debería barrerlas, para tenerlas listas. Me hubiera gustado que me lo
dijeras ayer.
Rápidamente se puso de pie, pero al parecer se había olvidado que el suelo de
piedra estaba mojado, porque resbaló, y cayó hacia atrás, con los brazos abiertos…
Pasando un brazo alrededor de su cintura, él la salvó de una caída dura. La
apretó hasta aplanarla contra su cuerpo, y se miró en sus grandes ojos verdes. ¿Por
qué tenían que ser tan hermosos, como la primavera llegando después de un duro
invierno? Si no tenía cuidado penetrarían su alma, y echarían raíces allí. Nunca podría
librarse de ella.
Ofelia gustosamente se hubiera apartado de su persona pataleando, gritando y
echando a huir de su casa. Pero no era Ofelia quien estaba en sus brazos en ese
momento. Era Phee.
Por razones que no entendía por completo, se resistía a renunciar a ella. Esa
mujer poseía una cálida sonrisa, siempre parecía tan condenadamente contenta de
verlo. Había regresado a su casa antes de lo normal, porque no podía soportar un
momento más sin verla, aunque esperaba encontrarla todavía en la cama. Pero allí
estaba fregando el suelo y encantada por la perspectiva de los muebles que estaban
por llegar. Deseó haber comprado los suficientes para cada habitación.
Con su mano libre, acunó su mejilla y pasó su pulgar sobre la suavidad. Las
hebras díscolas de su cabello habían caído sobre uno de sus ojos pero se abstuvo de
soplar de nuevo. Casi le pidió que lo hiciera porque le gustaba ver el movimiento de
sus labios, imaginó sus bocanadas de aire agitando el cabello de la sien, en el pecho,
el vientre, más abajo. Casi gruñó. Esa mujer en sus brazos lo dejaba en un estado
perpetuo de necesidad, y de gemir de deseo.
Era ridículo anhelar sus caricias cuando conocía a la malcriada y aburrida joven
que realmente era. Pero esa mujer no correspondía a la imagen de la otra. Era algo
que no entendía. Afectaba su juicio, y lo hacía cuestionable. Le hacía hacer cosas que
normalmente no haría. Lo había hecho dudar de su pequeño acto de venganza. Lo
hacía desear lo que no podía tener, no a largo plazo. Cuando sus recuerdos
regresaran, sería la mujer que apenas podía soportarlo. Pero por ahora esa otra
mujer no estaba a la vista, sus pechos estaban aplastados contra su tórax y ella no
protestaba. Sus manos vendadas descansaban sobre sus hombros, y sus ojos
buscaban los suyos. No se inmutaba ante su caricia. Sólo se limitaba a esperar.
Hubiera sido mejor que protestara.
Bajó su boca y ella le dio la bienvenida, separando sus labios, dándole acceso a
las profundidades de miel. La forma de su boca era como la recordaba, pero el afán
de su lengua, en duelo con la suya era nuevo. El dulce gemido, y que se pusiera de
puntillas como si anhelara más, era nuevo. Sus dedos recorrieron su cuero cabelludo,
y los brazos se cruzaron alrededor de su cuello. Profundizó el beso, explorando cada
rincón con una libertad que no había tenido antes. Se tomó su tiempo, disfrutando
de cada movimiento. Su entusiasmo lo igualó. No era tímida ni lo rechazaba
horrorizada.
Él sabía que no iba a exhibir ninguna de esas emociones cuando se apartara,
pero no estaba dispuesto a terminar el beso, no por el momento. Estaba mal que
tomara ventaja de la situación, pero no podía prescindir de su mal comportamiento.
Seguramente, con el tiempo, su memoria regresaría. Recordaría ese beso. Estaba
decidido a que lo recordara.
Recordaría su lengua barriendo a través de su boca, su cuerpo moviéndose como
si pudiera meterla dentro de él, tenso por la proximidad. Recordaría sus bocas
fusionadas durante largos minutos, devorando, poseyendo, conquistando. Tomaba
de buena gana todo lo que le estaba ofreciendo. Sin bofetadas. Sin furia. Sin palabras
cortantes.
Debería haberse sentido triunfante, pero en realidad dudaba quien era el
ganador allí.
Retrocediendo, se sumergió en las profundidades verdes de sus ojos,
maravillado por la pasión que reflejaba.
–Tú me besaste antes– dijo en voz baja. –Me acuerdo. ¿Es esa la razón por la
que escapé?
Poco a poco la soltó. No se le había ocurrido que besándola lograría hacerle
recordar.
–Yo no sé por qué te escapaste.
Era verdad. Si es que se había escapado. A pesar de que parecía más que
probable que lo hubiera hecho, ya fuera de Somerdale o Wigmore. Nadie había
denunciado su desaparición, lo que implicaba una mala imagen de uno de ellos.
¿Pero de cuál?
–Pero nos hemos besado antes– dijo ella como afirmación más bien que como
pregunta.
–Sí.
–¿Hay algo entre nosotros?
¿Cómo podía responder a eso? Desconfianza, orgullo, desprecio, y un montón de
cosas desagradables que había entre ellos.
–Cualquier cosa entre nosotros sería inapropiada.
–Claro. Porque eres un caballero y yo sólo una sirvienta.
Ladeó la barbilla y cuadró los hombros.
–Gracias por rescatarme de la caída.
–Estoy seguro de que habrías recuperado el equilibrio.
–¿Por qué no aceptas el crédito por ninguna de tus amabilidades?
Porque no soy amable y te darás cuenta de eso muy pronto. Ella sacaba lo peor
de él. Seguramente lo haría en breve.
Un golpe duro en la puerta le salvó de tener que responder. Gracias a Dios. No
es que lo hubiera hecho, pero una distracción de sus preguntas era un alivio y le dio
la bienvenida.
Abrió la puerta a un hombre mayor.
–¿Sr. Darling? Trajimos sus muebles, señor.
A través de la puerta, pudo ver la gran carreta frente a las caballerizas.
–Tráiganlos.
Dando un paso atrás, miró a Phee.
–No se quedarán mucho tiempo, si prefieres esperar en otro lugar de la
residencia.
–Puedo quedarme si quieres. Además, estoy bastante curiosa en cuanto a si
estaba en lo cierto sobre el tipo de muebles que elegirías.
–Este mobiliario fue hecho especialmente.
Una esquina de su boca se relajó.
–Madera pesada. Oscura. Caoba, apostaría. Telas oscuras. Borgoña. Quizás verde
seco.
No le gustaba mucho que hubiera acertado en su evaluación. Ofelia nunca lo
había conocido tan bien. ¿O sí? ¿Sería esa la razón por la que siempre había sabido
cómo aguijonearlo?
–Muy astuta, señorita Lyttleton.
Se dio cuenta de su error demasiado tarde, cuando sus ojos se abrieron y su
tentadora boca que todavía estaba hinchada formó un pequeño “O”.
–Lyttleton. Nunca pensé en preguntarte cuál era mi apellido. Phee Lyttleton.
¿Sabes cuál es el nombre al que corresponde el diminutivo Phee?
Podría ayudarla a recuperar su memoria, recordarle lo que había pasado esa
noche. Y con su memoria, confirmaría lo bastardo que era.
–Ofelia.
Ella frunció el ceño.
–Un personaje de Shakespeare. Puedo recordar cosas insignificantes, pero no
recuerdo mi nombre. No es la cosa más rara que has oído.
Un golpe retumbó cuando uno de los repartidores dio el sofá contra el marco de
la puerta.
–Cuidado ahí– ladró.
Había pagado un buen dinero por ese sillón.
Phee le apretó el brazo, con su cara iluminada por la alegría.
–Tapizado borgoña. Lo sabía. Voy a poder recordar todo lo que sé sobre ti en
poco tiempo.
Querido Dios, esperaba que no.
La intuición acertada de Ofelia irritaba a Drake, pero mientras estaba parado en
la biblioteca permitiéndole expresar su opinión respecto a la decoración de su casa,
no podía evitar sentirse impresionado y ver el beneficio de tener a su disposición una
dama que no fuera sólo un adorno bonito. La duquesa y Grace eran igual de
confiables, pero se caracterizaban por la calidez y suavidad que siempre había
encontrado ausentes en Ofelia.
Pero Phee no era demasiado arrogante. Sabía exactamente cómo debía arreglar
los muebles y tenía la intención de ordenarles a los hombres como disponerlos a su
entera satisfacción. Lo que lo sorprendía también era que al ubicar correctamente el
mobiliario en cada habitación, le daba la inquietante idea de que tenían gustos
similares. Los muebles para la sala de estar de su dormitorio ya habían sido
descargados. Ahora estaban organizando los que iban frente a la chimenea de la
biblioteca.
Phee señalaba uno y otro lugar dando las órdenes pertinentes, mientras el tono
de su voz no daba opción a titubeos. Tal vez no recordaba quién era, pero su
preparación y categoría reverberaban a través de cada fibra de su ser, y por una vez
la admiró.
La imaginó sentada en una de las sillas que había puesto delante de la chimenea,
él en la otra, conversando de manera civilizada sin acidez en su voz, ni ningún
repunte de nariz como si estuviera oliendo un aroma pestilente. Imaginó su risa,
haciéndolo reír a su vez.
Desde el momento en que había conocido los tesoros que el cuerpo de una
mujer escondía, nunca había contemplado extender el placer en algo más
permanente, ni había considerado la posibilidad de buscar una esposa. Le gustaba la
soledad de su vida, sin tener que compartir los pensamientos oscuros que a veces le
preocupaban. Saboreaba la decisión de no continuar con el legado que su padre le
había pasado. Había crecido en una familia donde se registraban nacimientos,
defunciones, y matrimonios. En las noches frías de invierno, se reunían ante el fuego
de la chimenea en la sala y el duque de Greystone les hablaba de sus antepasados y
sus logros. Él había inculcado en sus hijos el aprecio por los que habían vivido antes
que ellos.
Drake no tenía recuerdo de ningún antepasado para compartir. Sólo había
conocido a su padre y su madre. Su padre brutal, su madre débil. Jamás podría
contarles a los niños acerca de las grandes manos de su padre envueltas alrededor
del cuello de su madre. A veces, cuando miraba sus propias manos grandes, se
preguntaba si una mujer estaría verdaderamente a salvo de ellas. ¿Y si era más como
su padre de lo que pensaba? ¿Qué pasaría si su temperamento estallara y
arremetiera con los puños?
¿Y si no podía controlar su ira?
Una vez había amenazado con matar a Lovingdon si lastimaba a Grace. Había
querido decir exactamente lo que esas palabras implicaban. Sabía que era capaz de
destruir a un hombre. Otros lo sabían también. Esa era la razón en la que radicaba el
éxito de Dodger´s. Nadie quería tener una confrontación con él. Aunque sospechaba
que sería inevitable cuando descubriera al responsable del atentado contra Phee en
el río, ya que no creía probable que hubiera sido un accidente.
Ella se acercó a él.
–¿Qué piensas?– Preguntó.
–Está perfecto.
Ella le sonrió, claramente complacida por sus palabras. Esas sonrisas eran
adictivas. Después de haber visto una, quería ver a un millón más. Quería ser la razón
que las provocara.
Obviamente estaba sobreexcitado y cansado. No había tenido un buen descanso
desde el día que la había encontrado. Su pensamiento estaba descentrado. Despidió
al conductor y su ayudante. Cuando regresó a la biblioteca, la encontró sentada en la
silla, con un libro en su regazo, y los ojos cerrados.
–¿Acaso es tu día libre hoy?– Preguntó.
Poco a poco abrió los ojos. Aún más lentamente, sus labios se curvaron en una
sonrisa que casi lo hizo caer de rodillas.
–Simplemente estaba probándola. Esta habitación se verá mucho más hermosa
con un fuego encendido esta noche.
Por primera vez desde que había comenzado a trabajar en Dodger´s más de una
década antes, lamentó que sus noches no estuvieran disponibles para poder dárselas
a ella.
Enderezándose, se sentó en el borde de la silla. Su sonrisa marchita, y sus
facciones repentinamente sombrías.
–Has dicho que ninguna relación entre nosotros sería apropiada, pero no
aclaraste si habíamos tenido algo en el pasado.
¿Otra vez volviendo sobre ese tema? Pensó que habían terminado con esa
conversación no deseada.
–¿Somos amantes?– Continuó.
–No. Sólo nos hemos besado dos veces y en ambas circunstancias,
aprovechamos la oportunidad. No va a suceder de nuevo. Estás a salvo aquí, Phee.
Nunca te obligaría a nada.
–No estoy muy segura de que seas tú el que me preocupe en ese sentido. Más
bien soy yo misma quien me inquieta.
No sabía qué decir. Esta mujer, su candor. Tenía que representar el alma de
Ofelia. ¿Por qué nunca había mirado debajo de la superficie? ¿Por qué no había
entendido cuan complicada podía ser?
Esa situación era una farsa. Tenía que decirle la verdad ahora. Viviría con las
consecuencias. Tenía que ayudarle a recordar, para determinar lo que había
sucedido esa noche. Estaba a medio camino de la silla cuando oyó el sonido de la
campana anunciando a alguien en la puerta principal.
–Esa deber ser Marla– dijo Phee, poniéndose de pie con un movimiento suave.
–¿Marla?
Ella le dirigió una mirada exasperada.
–¿No prestas atención a mis palabras? Ella es la criada de al lado.
–Bien, la cocinera que va a preparar nuestras cenas.
–Mejor aún. Va a enseñarme cómo prepararlas. Decidí esta mañana que dado
que me contrataste para hacer tus comidas, debo aprender cómo hacerlas de una
vez. Estoy segura que aprenderé con bastante rapidez.
Tal vez si hubiera algo que aprender.
–Phee…
Nunca había visto tal anticipación en sus ojos antes. Quería que se quedara allí,
no quería perderla.
El timbre sonó de nuevo.
–Tengo que abrir antes de que se dé por vencida y se vaya sin mí. Iremos al
mercado. Compraré tomates y espárragos frescos.
Dudaba que tuviera la menor idea acerca de cómo deberían ser los tomates y
espárragos frescos. Estaba acostumbrada a que se los sirvieran, no a seleccionarlos
de una cesta.
–Pero no sé cuánto tengo permitido gastar– continuó.
–Te daré algunas monedas mientras abres la puerta.
Ella sonrió brillantemente.
–Gracias.
Luego se fue corriendo, aparentemente olvidando su discusión sobre el beso. Su
paso contenía una ligereza que no había visto nunca antes. Así que mucho de ella era
una revelación. Se dirigió a una estantería, presionó la pared y dejó al descubierto
una puerta que hacía juego con el panel. Retiró una llave del bolsillo, abrió la caja
fuerte y sacó algo de dinero. No estaba preocupado de que nadie en esa zona de
Londres pudiera reconocerla. Ciertamente, nadie repararía en el rostro feliz de una
sirvienta para ver a una dama de categoría.
Estuvo de vuelta en un instante, sin el delantal, con una trenza en forma de
rodete sobre la cabeza. Necesitaba un sombrero. Las damas no salían sin sombrero.
Le entregó la bolsa.
–Es una buena suma. Si necesitas artículos personales, comprarlos.
–Voy a ser muy buena ecónoma.
Le sorprendió que supiera esa palabra.
–Compra lo que necesitas. No soy un mendigo.
–Estás irritado conmigo otra vez.
–No, yo sólo…
El miedo le haría un flaco favor.
–Sólo quería decirte que tengas cuidado.
–Voy a mantenerme alejada del río.
Le sonrió de nuevo, y le dieron ganas de tomarla en sus brazos y garantizarle que
nunca más alguien le haría daño.
La acompañó al pasillo, donde una mujer joven con pelo oscuro y sorprendidos
ojos azules hizo una reverencia rápida tan pronto como lo vio.
–No hay necesidad de hacerme una reverencia, joven– dijo.
–Sí señor.
–Te despertaré para tu baño– dijo Phee, antes de salir con Marla.
En tres pasos rápidos, él estaba en la ventana de entrada mirando hacia fuera.
Las dos jóvenes estaban caminando hacia la calle. Marla dijo algo, y Phee sonrió.
Estaría bien. Nadie podría abordarla, nadie la reconocería. Todo iría bien.
Estaba agotado. Necesitaba dormir. Tenía que preocuparse más por el club y su
propio futuro antes de que los socios determinaran que había dejado de serles útil.
Había dado tres pasos hacia la escalera antes de girar sobre sus talones, recuperar el
sombrero y salir. No iba a interferir, pero tenía la intención de seguirlas. Ella era su
responsabilidad.
Estaba empezando a desear haberla dejado ahogarse en el maldito Támesis.
Capítulo 16

–Es un diablo de guapo– dijo Marla mientras caminaban por la calle. –Mucho
mejor verlo de cerca, en lugar de mirarlo a través de la ventana. Muy grande. No sé si
alguna vez he conocido a nadie tan alto como él.
–Apenas me di cuenta– mintió Phee.
No había esperado que Marla se sintiera tan encantada por Drake. Él era todo lo
que había hablado desde que salieron de la casa. Se preguntó qué pensaría si le
confesara que la había besado. Pero sabía que no se debía hablar de los besos
furtivos. Como todo, no sabía cómo lo sabía, pero entendía que podía poner su
reputación en riesgo. Pero, ¿quién estaba allí para cuidarla?
–Parece bastante oscuro y melancólico, sin embargo– dijo Marla. –Al igual que
Heathcliff.
Cumbres borrascosas. Phee casi gritó el título. Conocía el personaje y el libro.
Había temido sentirse como una imbécil en esa excursión. Pero decidió que podía
sostener su postura. Más aún, quería ir de compras. Sentía un intenso anhelo por
comprar algo.
Ahora que tenía monedas tintineando en el bolsillo, necesitaba un bolso. Y un
sombrero. Y guantes. ¡Dios mío, estaba en público sin guantes!
–¿Antes de llegar al mercado, podemos pasar por una tienda?– Preguntó.
–Sí, un poco más adelante.
Marla señaló con el dedo, pero unas casas altas le impidieron a Phee ver las
tiendas.
–Me gusta mirar vidrieras.
–¿No entras?
–Casi nunca. No tiene sentido cuando no vas a comprar nada.
–¿Por qué no compras cosas?
–Tengo que guardar mi dinero para un día lluvioso.
–¿Haces compras cuando llueve? ¿Los precios son mejores?
Marla se rió.
–No, es una expresión. ¿No la recuerdas?
–No recuerdo tener que guardar mis monedas. Creo que si quiero algo debería
comprarlo.
–Tenemos que atesorar nuestros centavos. Cuando la señora Turner ya no esté,
¿dónde viviré? Tendré que encontrar otro empleo y no sé cuánto tiempo me tomará
hacerlo.
–Drake Darling no va a morir pronto. Es joven.
–Y fuerte. Y viril– dijo Marla en un suspiro. –Eres muy afortunada. Leí una novela
apenas la semana pasada, donde la chica se enamoraba de su empleador.
Terriblemente romántica.
–Pero es un cuento. No es real. Las sirvientas no se casan con los dueños de
casa.
Ni siquiera si las besan en la cocina hasta que sus rodillas se vuelven de
mantequilla.
–A veces puede suceder.
Phee se sentía mal por lo que había dicho. Aparentemente Marla tenía la
esperanza de casarse con un caballero, pero parecía tan improbable.
–Tal vez estoy equivocada. Hay novelas que se basan en historias reales.
–¿Dónde has oído eso?
Phee lanzó una carcajada. –No tengo ni idea.
–Debe ser tan extraño no recordar las cosas.
–Lo fue en un primer momento, terriblemente extraño, inquietante, pero me he
resignado a la idea de que nunca pueda recordar. Tal vez eso no sea tan malo.
Tal vez Darling tenía razón en que había perdido la memoria por alguna razón.
–Tengo que admitir que prefiero olvidar algunas cosas de mi vida. Mi padre
perdió todo su dinero con la bebida y preferiría olvidarlo. Aunque estar al servicio de
alguien no es tan malo.
Tal vez no fuera tan malo, pero Phee quería hacer algo más con su vida. Aunque
los detalles se le escapaban, sabía que quería algo diferente.
–¿Siempre has querido estar en servicio?
–Es mejor que trabajar en la granja. El vicario me ayudó. Sólo tenía doce años
cuando lo conocí. Yo solía pensar que encontraría a alguien como él cuando fuera
mayor, alguien que me relevara de todas mis tareas.
¿Todos anhelarían una vida diferente?, los ricos, la aristocracia, los miembros de
la realeza. ¿Qué anhelaba ella? Independencia cruzó por su mente. Quería ser libre
para hacer lo que quisiera, no es que Drake fuera un amo duro, y hasta estaba
empezando a disfrutar del cuidado de su casa, pero algo le faltaba.
–¿Tienes un novio?– preguntó.
Marla lanzó una risa ligera.
–No. Pocos empleados domésticos se casan. Realizar adecuadamente nuestras
tareas se supone que es la obra de nuestra vida, nuestra prioridad. Has olvidado
todo, ¿verdad?
Phee no podía imaginar que preocuparse por sus tareas fuera más importante
que cualquier otra cosa en el mundo. Incluso mientras consideraba la mejor manera
de cuidar de la residencia de Drake, arreglar los muebles y crear un ambiente
agradable, no podía verse a sí misma preocupándose sólo por esas cosas. Si tuviera la
oportunidad de bailar, dejaría atrás la escoba sin pensarlo dos veces. Prefería
comprar un vestido nuevo que reparar uno viejo. Quería usar un vestido diferente
cada día, no el mismo viejo uniforme gris.
Su vida actual no era tan atractiva como la idea de sobrepasar límites y buscar
algo nuevo que le llamara la atención. En ese momento, unos guantes nuevos la
estaban llamando.
Apenas había notado que habían llegado a una calle de tiendas. Marla se detuvo
frente a una vidriera, casi presionando la nariz contra el cristal mientras espiaba.
–Esta es mi tienda favorita.
Phee miró dentro. Podía ver por qué. Se especializaba en diversos artículos
personales que las damas necesitabas.
–Vamos a entrar, ¿de acuerdo?
–Oh, no– dijo Marla, dando un paso atrás, con los ojos muy abiertos. –No se
puede entrar si no vamos a comprar nada.
–¿Quién dijo que no voy a comprar algo?
Antes de que Marla pudiera objetar, Phee había entrado. Por primera vez desde
que se había despertado en la cama de Drake, se sintió como en su casa. El caballero
detrás del mostrador le llamó la atención porque las observó con creciente interés,
antes de relajar su postura y mirarlas por el largo puente de su nariz afilada.
–¿Puedo ayudarle?
Su tono condescendiente, casi la hizo desear comprar en otra parte, pero estaba
mucho más interesada en ponerlo en su lugar. No le gustaba, pero estaba segura de
que había tratado con alguien de su clase antes.
Ladeó la barbilla, alzó la nariz y mirándolo con actitud crítica le dijo tan
claramente como le fue posible.
–Deseo ver que tiene en materia de guantes.
Su cabeza dio la más pequeña de las sacudidas, como si no pudiera creer lo que
escuchaba.
–Como usted quiera, joven.
–La…
¿iba a decir lady? ¿Por qué iba a decir eso? ¿Habría sido una dama antes de
convertirse en sirvienta? ¿Se habría estado escondiendo de algo antes de caer en el
río?
Extrañas reflexiones.
Se volvió hacia una extensa cajonera, tiró de uno hasta abrirlo por completo, y lo
puso sobre el mostrador. Un surtido de guantes se desplegó ante su mirada. De
algodón. Algunos con un poco de encaje. Ella levantó uno, lo examinó y lo dejó caer.
–Estos son de muy mala calidad. Quiero unos de cabritilla. De la más fina, y
suave cabritilla.
–Dudo que pueda permitirse adquirir unos de ese tipo.
–Dudo, señor, que usted tenga la menor idea en cuanto a lo que puedo
permitirme o no. Ahora, muévase para responder a mis necesidades antes que me
vaya a comprar a otra parte.
Se sintió mucho más satisfecha ante la exhibición de guantes de cuero. Había
vendado sus manos antes de salir, cubriendo la piel lastimada con tiras de lino, por lo
que resultó todo un reto colocarse los guantes con el fin de determinar el tamaño
adecuado. Finalmente sonrió.
–Me llevaré un par blanco y otro rojo.
Entonces se dio cuenta de las manos enguantadas de Marla descansando sobre
el mostrador. El algodón se veía desgastado y deshilachado.
–También voy a llevar un par para mi amiga. Marla, ¿cuáles te gustarían?
Phee estaba relativamente segura de haber visto en alguna oportunidad una
luna llena, pero no creía que hubiera lucido más grande que los ojos de Marla,
redondos por la sorpresa.
–No seas tonta. No puedo comprarme guantes.
–Chica tonta, Darling va a pagar por ellos.
Sacó la bolsa de monedas de su bolsillo, comenzó a abrirlo, y se detuvo. No
estaba bien. Uno no pagaba con monedas tres pares de guantes de cuero. Miró al
dependiente.
–Cárguelo a cuenta del señor Drake Darling. Le daré su dirección para que
entreguen los artículos allí esta noche. Se te pagará en ese momento.
–No conozco al señor Drake Darling, así que, no puedo extenderle el crédito.
Deberá pagar en efectivo sus compras.
Esa no era la forma en que se manejaba ese asunto. Estaba segura. A pesar de
que tenía monedas en los bolsillos, eran para el mercado. En una tienda, sólo tenía
que firmar su nombre. Enderezó la espalda, cuadró los hombros, y le dio la mejor de
sus miradas arrogantes.
–Drake Darling es un hombre de mucha influencia y riqueza. Me atrevería a decir
que se codea con Bertie. Usted sabe quién es Bertie, ¿no es cierto?
–No personalmente, pero…
–Bueno, Darling lo conoce personalmente.
No sabía si en verdad conocía al Príncipe de Gales, personalmente, pero sonaba
bien, y estaba decidida a poner a ese hombre en su lugar. Como no podía igualar la
larga nariz con la que él la miraba, tendría que agrandar su vanidad para alcanzar su
tamaño.
–¿Sabes quién soy?
Él comenzó a sacudir la cabeza y ella saltó antes de que pudiera pronunciar
ninguna palabra.
–Yo soy la mujer que va a comprar suficientes suministros hoy como para pagar
tu salario. Estoy acostumbrada a comprar a crédito y continuaré haciéndolo. Si el Sr.
Drake Darling tiene que venir aquí para solucionar personalmente este
inconveniente, puedo asegurarte que no lo hará con mucha alegría que digamos. Y
usted, querido señor, no querrá ser la razón de su infelicidad. Ahora quiero ver que
tienes en materia de ropa interior de seda. Sé rápido al respecto. No soporto a los
haraganes.
Él fue muy rápido y Phee sintió una perversa satisfacción por la forma solícita en
que las atendió.
Media hora más tarde, luciendo sonrisas luminosas, Marla y ella salieron de la
tienda.
–Parecías una maldita snob– susurró Marla. –¿Estás segura de que no eres una
dama de sociedad?
–Estoy bastante segura. Una dama no terminaría ahogándose en el río.
–¿Qué pasa si el señor Darling no quiere pagar por esas cosas?
–Él querrá. Me dijo que comprara lo que necesitara.
–Pero esas no son cosas que se necesitan. Sólo son cosas de las que uno disfruta
tener.
–Todo va a estar bien, Marla. Estoy relativamente segura de eso. Ahora dime,
¿hay alguna sombrerería en la zona?
***

Ebenezer Whistler se quedó mirando el montón de prendas de seda que la dama


había elegido. Nunca había tenido un solo cliente que comprara tantos artículos
durante una sola visita. Medias de seda para cada día de la semana, camisolas del
algodón más suave, camisones de raso, ligas de encaje. En principio su apariencia le
había dado la impresión de que esa mujer no tendría los medios suficientes para
permitirse el lujo de comprar allí, pero no había puesto más objeciones después de
que le había hablado como si fuera alguien que tomaba diariamente el té con la
reina.
Pero se vestía como una trabajadora común.
Miró su firma en el libro de registro de ventas junto al importe total. Ningún
caballero gastaría tanto en costear la locura de su sirvienta. No molestaría a su
empleador. Tendría que haber despedido a la mujer antes de que llegara tan lejos,
pero la había engañado con su sumisión y ahora podía guardarse las monedas de
propina que tintineaban en su palma. Lo único que debía hacer sería volver a poner
todo en su lugar.
Las campanillas colocadas encima de la puerta repicaron cuando se abrió. Un
hombre alto, de hombros anchos se acercó al mostrador en tres largas zancadas
antes de que Ebenezer tuviera la oportunidad de saludarlo correctamente. Este
hombre no lucía falto de dinero. Sus ropas estaban bien adaptadas, su semblante
exudaba arrogancia y clase. Él asintió con la cabeza hacia el montón de artículos.
–¿Esos son los artículos que desea comprar la dama que acaba de salir?
Ebenezer asintió.
–Sí señor.
El caballero arqueó una ceja hacia el libro. Ebenezer lo miró con suspicacia.
–Me temo, señor, que se ha extralimitado.
Sin dudarlo, el caballero tomó la pluma del tintero y garabateó su nombre -
Drake Darling- al lado del de ella.
–Oh, yo sospecho que esto es insignificante en comparación con lo que va a
gastar antes de que termine el día.
Drake estaba agradecido de haber decidido seguirlas. Había estado mirando
desde el escaparate en el momento en que Phee había tensado su espalda. La dama
aristocrática que era había salido a la superficie. Había hablado con tanta autoridad
que pudo escucharla claramente. Sospechaba que en un principio el empleado no
había sabido si temblar o echarse a reír.
Drake lo comprendía muy bien. Hizo los arreglos para que los artículos se
entregaran en su residencia. Más tarde, enviaría una nota a su contador
advirtiéndole sobre varias facturas de gastos inusuales que llegarían a sus manos
para hacer efectivas. El hombre pensaría que había tomado una amante. Tenía pocas
dudas de que una amante sería sustancialmente menos costosa.
Phee estaba en su elemento ahora: ir de compras. Así era como las damas
pasaban sus tardes y ella aparentemente recordaba muy bien los detalles de cómo
debía hacerlo.
Por un instante, consideró hablar con ella y detener su locura, pero estaba
disfrutando del animado repiqueteo de sus pasos, y las sonrisas que de vez en
cuando alcanzaba a ver. Era igualmente obvio que la pequeña dama que caminaba
junto a ella estaba pasando un gran momento. No quería arruinar su diversión.
También se le ocurrió que esa pequeña aventura podría lograr lo que la noche
anterior no había conseguido: traer de vuelta su memoria. Quería estar cerca, si eso
sucedía, porque sospechaba que se sentiría bastante desorientada cuando empezara
a hilvanar sus recuerdos.
Era una cosa extraña: la desesperación con la que quería que recordara, y la
desesperación porque no lo hiciera. El interés que ponía para lograr desentrañar el
misterio de su accidente de inmediato y ponerle fin a esa charada y aún así...
Ella había comprado un par de guantes para su pequeña amiga. Aunque el
dinero no salía de su bolsillo, sino del de él, él todavía estaba sorprendido de que
hubiera tenido ese gesto. Parecía que cada día, no, cada hora, aprendía algo nuevo e
inesperado acerca de ella. Algo que le intrigaba y le hacía querer saber más.
Así que las siguió a una distancia discreta, recogiendo las migas de pan de
información, como un mendigo en busca de cualquier resto de comida para
apaciguar su hambre. Pero en lo que a ella se refería, poseía un apetito insaciable.
Temía que nunca podría satisfacer su deseo de saber más.
–No puedo aceptar que me compres más cosas– dijo Marla, mientras se
acercaban al mercado.
–Esto hace que sea más divertido.
Habían tenido el mejor momento al ordenar los sombreros a la modista y los
zapatos al zapatero.
–Sin embargo, tu empleador no estará feliz por eso.
–Yo lo puedo manejar.
Aunque no creía que tuviera que hacerlo. Seguramente no iba a objetarla. No
sabía por qué lo sabía pero estaba segura. Y si ponía alguna objeción, simplemente
repondría el costo de los artículos para Marla con dinero de su salario. Iba a tener
que poner algo de su sueldo de todos modos. Habían caminado hasta una tienda que
exhibía figuritas de vidrio soplado en la vidriera, y Phee había visto una que deseó
desesperadamente. Cancelaría todos los otros artículos que había comprado si era
necesario para obtener esa pieza de vidrio. La delicada estatua estaba ahora
envuelta y asegurada en un bolso que había adquirido después de convencer al
empleado de la tienda que Drake Darling pagaría por los artículos.
Parecía tener un don especial para convencer a los empleados de las tiendas.
Marla decía que era su tono de voz, que indicaba que no aceptaría un no por
respuesta. Tal vez lo era. Phee ni una sola vez había considerado la posibilidad de
que se negaran a sus peticiones. No estaba acostumbrada a no ser obedecida. Tal vez
por eso Drake la había contratado para ser ama de llaves, a pesar de que era
relativamente joven. Sabía que no toleraría ninguna desobediencia de sus
subordinados, una vez que tuviera subordinados.
–No creo que jamás haya visto a alguien gastar tanto dinero en una salida– dijo
Marla.
–Me atrevería a decir que los que tienen los medios para gastar no suelen ser
muy apreciados, y sin embargo, sin ellos la sociedad se derrumbaría.
–¿Cómo es eso?
–Todo lo que compramos hoy puso monedas en el bolsillo de alguien. Ellos a su
vez gastarán esas monedas en productos de panadería o mercado o algo así. Si lo
miras de esa manera, en realidad estamos obligados a comprar cosas para ayudar a
otros.
Marla se rió.
–Tienes una extraña manera de ver las cosas.
–Sospecho que los empleados de la tienda aprecian grandemente mi dedicación
al deber.
Detuvo sus pensamientos. Algo sobre el deber... Se fueron antes de que pudiera
comprenderlo.
A medida que iban de puesto en puesto, Phee decidió que regatear por las
verduras no era tan entretenido como comprar baratijas y ropa. Examinar
espárragos, tomates, repollo era bastante tedioso. Escuchaba sólo con una oreja
como Marla explicaba cómo determinar cuando estaba madura, y cuando faltaba
madurar, y las señales que indicaban que estaba demasiado madura.
–No entiendo por qué deberíamos asegurarnos que el producto es perfecto– le
dijo. –Sólo debería estar a la venta cuando lo sea. Alguien que trabaja todo el día con
las verduras sería mucho mejor juez que yo.
–Tal vez, pero esa no es la forma en que se hace– dijo Marla.
Miró el reloj clavado en su corpiño.
–¡Dios mío!, hemos estado fuera mucho más tiempo de lo que pensaba.
Tenemos que darnos prisa.
–Podemos prescindir de las lecciones, y acaba de decirme que artículos debo
comprar.
Se estaban acercando a la última parada cuando Phee oyó el relincho lastimoso
de un caballo. Del lado de Marla, vio un carro cargado de cajas y un hombre sentado
en el pescante, azotando con un látigo una y otra vez la espalda de la pobre bestia.
–¡No!– Gritó ella, dejó caer las bolsas que contenían la mercadería que habían
comprado hasta el momento, y corrió.
Saltó sobre el carretón, levantó la mano y agarró el brazo del hombre.
–¡No!
Él la arrojó fuera como si fuera una muñeca de trapo, y aterrizó en el suelo
desmadejada. Se puso de pie, se precipitó hacia adelante, y se acercó de nuevo. Con
el puño, lo golpeo en la espalda y en cualquier lugar que podía alcanzar.
–¡Maldita seas, mujer!
El peso de una mano carnosa le tiró bruscamente la cabeza hacia atrás y ella
cayó, preparándose para el impacto…
Aterrizó con fuerza contra algo sólido, robusto y familiar, y unos fuertes brazos la
refugiaron contra un amplio pecho.
Mirando directamente los ojos negros, ella suplicó –Detenlo.
Sus rasgos estaban plasmados en una máscara furiosa, Drake Darling gruñó
cuando la dejó en el suelo como si fuera un delicado cristal. Luego subió al carro,
arrancó el látigo de la mano del hombre, y lo derribó con dos golpes duros.
Corriendo hacia el caballo, agarró las riendas con una mano antes de frotar el
cuello del animal con la otra.
–Está bien– le susurró. –Está todo bien. No va a hacerte daño de nuevo.
De repente, fue consciente de Darling, a su lado, respirando con dificultad, con
ira irradiando en olas de su anatomía.
Volviéndose hacia él le dijo –Cómpraselo.
La tensión en su rostro se alivió un poco cuando la incredulidad se abrió camino
a través de él.
–¿Perdón?
–Cómprale el caballo. Está tan lleno de cicatrices, lo ha maltratado tan
horriblemente. Por favor, cómpraselo.
–Phee, no es nuestra responsabilidad.
–Por favor. Trabajaré un año sin sueldo, dos años. Todo el tiempo que me pidas.
Pero no podemos dejarlo con ese bruto.
Él cerró los ojos. Podía verlo luchando, así que imploró:
–Por favor, Drake.
Abrió los ojos y dijo: –Serás mi muerte.
Recuperado de su caída, el conductor estaba penosamente parado sobre sus
tambaleantes pies, con las manos en puños apretados a su lado. Drake giró sobre sus
talones.
–¿Cuánto quieres por el caballo?
Capítulo 17

Lo último que Drake había esperado de su día era caminar de regreso a su


residencia con un lastimoso caballo a remolque. El hombre había encontrado un
lugar para estacionar su carro hasta que pudiera conseguir otra bestia. Habían
acordado un precio y Drake le había dado instrucciones para presentarse en Dodgers
a las cuatro para recibir el pago. Afortunadamente, la reputación del Dodgers era tal
que el hombre no puso en duda que de hecho le pagaría.
En cuanto a Drake, era un maldito estúpido. ¿Qué iba a hacer con un caballo que
era demasiado viejo para el servicio? Caminaba como si cada paso que daba pudiera
ser el último. Phee avanzaba en silencio a su lado y la doncella de alguna manera
parecía como si quisiera pasar desapercibida, como si el genio que había exhibido la
aterrorizara.
Había pasado un año manteniendo su temperamento a raya, pero cuando vio
que el conductor empujaba a Phee de la carreta, no una sino dos veces, había
querido poner al hombre en un ataúd. La furia que lo había embargado casi lo había
cegado a la razón. Todo lo que había visto eran los puños de su padre golpeando,
todo lo que había oído era el ruido sordo de los puños contra la carne
ensangrentada. Por un momento había revivido sus ocho años, parado en una
esquina incapaz de salvar a su madre, demasiado aterrorizado para tatar de…
Apenas recordaba haber subido a la carreta y aporreado con sus puños al
hombre. Si el hombre no hubiera caído hacia atrás, no estaba seguro de no haber
continuado con los golpes. El rostro de Phee ya lucía moretones, y la hinchazón de un
ojo. La ira que había sentido se había ido apagando lentamente, pero todavía estaba
allí. Y algo más. Si no se conociera mejor habría pensado que estaba aterrorizado por
la idea de perderla.
No había mejorado su día que ella lo mirara con lágrimas en sus ojos. Lady O
quien ni siquiera había pensado que fuera capaz de llorar. Todo a causa de un
caballo.
–¿Qué diablos estabas pensando?– Dijo con los dientes apretados. –Ese hombre
era el doble de tu tamaño.
–El caballo no podía defenderse. Y hará lo mismo con el próximo que tenga, ¿no
es así.
No era una pregunta, era una declaración, porque sabía la respuesta. Del mismo
modo que él la había sabido cuando su padre finalmente dejaba de golpear a su
madre que volvería a golpearla otra vez. Lo único que podía hacer era estar
agradecido que su padre no había vuelto los puños hacia él todavía. Tan pequeño
como era, sin embargo sabía que debería haber intentado defender a su madre,
debería haber tratado de detener a su padre. El sentimiento de culpa por su cobardía
le carcomía el alma.
–Voy a tener unas palabras con él cuando venga por su dinero.
–¿No crees que él sabía que lo que estaba haciendo estaba mal? Si tus puños no
lo detuvieron, no veo cómo tus palabras podrían lograrlo.
Él miró por encima de ella.
–Ten un poco de fe en mí.
–Tengo mucha fe en ti.
Su estómago se contrajo. No quería que ella tuviera mucha fe en él. Sólo un
poquito. Era todo lo que merecía. Se daría cuenta de eso una vez que sus recuerdos
volvieran.
–¿Qué estabas haciendo en el mercado de todos modos?– Preguntó.
Él esperaba que con todo lo sucedido, no hubiera sido tan inquisitiva, que
simplemente hubiera aceptado su llegada en el último momento. Podría inventar
una excusa, pero todavía estaba luchando para conseguir mantener su ira bajo
control después de verla caer de la carreta y notar su cara enrojecida por la huella de
la mano del conductor. Morris, se llamaba. Drake no sabía si era su nombre o el
apellido y tampoco le importaba.
–Te he seguido– admitió.
–¿Por qué?
–Temí que pudieras sentirte mal. Al parecer, mis temores estaban bien
fundados. Pareces llamar a los problemas.
–Pensaste que podría terminar de nuevo en el Támesis.
–Morris sin duda estaba contemplando la idea de arrojarte allí. ¿Tienes como
hábito atacar a los hombres grandes?
Ella esbozó una sonrisa pícara que terminó con una mueca.
–No lo sé, tal vez. Pero Brutus está muy agradecido por eso.
–¿Brutus?
–Así es como voy a llamarlo, al caballo.
–Es una yegua.
Ella parpadeó, miró hacia atrás, y hacia abajo, enrojecida.
–Sí, supongo que tienes razón. Daisy, entonces– dijo –Vas a disfrutar de nuestro
jardín, Daisy. Hay un montón de hierbas para que puedas comer.
–No podemos dejarla en el jardín.
–¿Por qué no?
–Debido a que no es correcto. Voy a tener que hacer los arreglos para alojarlo en
un establo.
–Sólo por unos días. Dale una oportunidad de saber que está a salvo.
No podía negarse a su pedido cuando había comprado el maldito caballo para
ella.
–Dos días.
–Gracias.
Caminaron en silencio durante unos momentos antes de que dijera:
–Hice varias compras en diferentes tiendas hoy.
–Soy muy consciente. Entré y confirmé los arreglos después de que te fuiste.
Ella tenía una mirada de suficiencia, de arrogante satisfacción, una mirada que
una vez le había irritado y ahora le encantaba. ¿Cómo podía verla bajo una luz
completamente diferente después de tan corto tiempo? ¿Quién era el que estaba
realmente desmemoriado allí?
–Eres mi ángel de la guarda, ¿verdad?– Preguntó.
Él no contestó. Estaba casi seguro de que llegaría el día en que lo vería más
como su diablo de la guarda.
–Yo no lo puedo creer– murmuró Marla en la cocina.
Había entrado con ganas de seguir con las lesiones de Phee mientras Drake se
ocupaba del caballo.
–Simplemente no lo puedo creer. En primer lugar, corriste y atacaste a ese
hombre. Luego el señor Darling…
Sus grandes ojos azules se abrieron desorbitados.
–…pensé que iba a matarlo.
–Yo no lo habría culpado. No puedo soportar que alguien maltrate a los
animales.
Marla se arrodilló delante de la nevera, sacó algunas astillas de hielo, y las puso
sobre una tela de lino.
–Nunca he visto a nadie tan furioso. Ni tan asustado.
–¿Asustado? ¿Darling? Dudo que haya algo que le asuste.
Marla la miró.
–No has visto su rostro. Creo que le gustas.
Phee comenzó a reírse de sus palabras, pero luego pensó en el beso, sintió que
sus mejillas se calentaban.
–Nuestra vida no es una novela romántica.
Después de doblar el paño sobre el hielo picado, Marla se paró, con
preocupación en sus ojos.
–La forma en que te mira, la forma en que te habla, como te permite gastar su
dinero en tus propios placeres, él no te trata como una sirvienta. Él te trata como a
un igual.
–Vivimos solos aquí, y por eso…
No podía decir la palabra que le vino a la mente.
La puerta se abrió y Drake entró, audaz y confiado. La alegría que su presencia le
produjo fue inconfundible. Se sentía cerca de él, conectada de una manera que no
podía explicar. Pero con su llegada, no tendría que seguir dándole sus excusas a
Marla.
–Hice una compresa de hielo– dijo Marla, sosteniendo la tela. –Pensé que
ayudaría con la hinchazón de tu cara. No puedo creer que te haya golpeado.
Una esquina de la boca de Darling, se relajó.
–Yo no puedo creer que ella lo haya golpeado.
Marla sonrió.
–Fue muy valiente. Y tú también.
–Temerario más bien– dijo, tendiéndole la mano. –Yo me ocuparé de sus
heridas. Estoy seguro de que te necesitan en otro lugar.
Marla le dio los pedazos de hielo envueltos en lino, e hizo una reverencia rápida.
–Sí señor.
–Si te reprenden por tu demora, házmelo saber y hablaré con tu empleadora– le
dijo.
–Gracias, señor.
Volviéndose, Marla le dio un abrazo a Phee.
–Cuídate.
–Lo haré. Gracias por todo.
–Yo no hice nada.
–Tú rescataste mis paquetes.
Hizo un guiño, y una mueca ante el malestar.
–Te haré saber cuándo lleguen nuestras compras.
Con sólo un movimiento de cabeza, Marla se fue.
–Siéntate– ordenó Drake.
–No soy un perro para que me des órdenes– dijo Phee.
–Phee, mi paciencia está al rayando en el límite.
–Lo siento. No quiero ser obstinada.
–Yo creo que quieres decir todo lo que haces y dices.
–Supongo.
Pero se sentó.
Sacó una silla cercana y se acercó. Ella hizo una mueca cuando Drake colocó
suavemente el hielo envuelto en tela contra el lado de su cara. La preocupación en
sus ojos casi la hizo llorar.
–Vas a tener el ojo bastante negro en la mañana– dijo.
–Creo que ya lo he tenido antes.
–Cuando tenías nueve años y te caíste de un árbol después de tratar de rescatar
a un gato mezquino.
–¿Cómo sabes eso?
Volvió su mirada a la de ella, y vio una mezcla de emociones: confusión,
agravamiento, y preocupación.
–Lo mencionaste, una vez.
–¿Era mi gato?
–No, pertenecía a un amigo de la infancia. Al menos eso es lo que recuerdo que
dijiste.
–¿Qué otra cosa te he mencionado?
Él cambió su atención hacia un lado de su rostro, como si al no verlo, el hielo
pudiera desaparecer.
–Tenías un perro zaparrastroso que ladraba a todo lo que no estaba vestido con
una falda.
–Supongo que habría ladrado entonces. Me gustaría poder recordarlo.
Ella pensó por un momento.
–Probablemente es mejor no hacerlo. Podría hacerme sentir triste. ¿Algo más?
–Te gusta cabalgar, pero Daisy no será una montura adecuada.
–No tengo planes de montarla. Sólo quiero que tenga una vida tranquila.
Tendrás que conseguir un poco de avena.
–Me encargaré de ella antes de ir al club.
–Soy bastante molesta, ¿verdad?
–He conocido a mozas más molestas.
–Tú eres un gruñón, incluso aunque estés tratando de hacerme sentir mejor.
Él sonrió, y sin pensar ella se acercó y tocó el pequeño hoyuelo que se le formó
en la mejilla. Sus labios comenzaron a cerrarse.
–No, no dejes de sonreír. No sonríes lo suficiente. Y tienes una sonrisa
encantadora.
–¿Encantador? Tan encantador que le di una paliza a ese golfo.
–Eso es otra cosa. Nunca dudé que pondrías a ese hombre horrible en su lugar.
–Le rompí la nariz. Y la mandíbula, creo.
Su voz no contenía ninguna jactancia, más bien pesar.
–Se lo merecía– dijo con convicción.
–¿No estás demasiado sedienta de sangre?
–Creo que sí. Cuando se trata de animales.
Ella puso su mano sobre la que sostenía el hielo contra su cara, y luego la bajó a
su regazo.
–Tus nudillos están hinchados. Debemos ponerles hielo también.
–Son grandes y feos. El hielo no va a ayudarme con eso.
Como si de repente se sintiera incómodo, se levantó rápidamente.
–Debo buscar avena antes de conseguir recuperar un poco de sueño.
Ni siquiera se le había ocurrido que ya era la mitad de la tarde y aún no había
tenido la oportunidad de dormir.
–La avena puede esperar. Debes de estar exhausto.
–He pasado más tiempo sin dormir. Estaré bien.
Se dirigió hacia la puerta.
–Espera, tengo algo para ti.
–¿Una lista de otras cosas que necesitas?
Le estaba tomando el pelo. Podía decirlo por el brillo en sus ojos. Pensó que
podría enamorarse fácilmente de él. ¿No sería un desastre? Como le había dicho a
Marla, las sirvientas no se casaban con sus empleadores.
–No, otra cosa.
Metió la mano en el bolso que Marla había rescatado después de que lo había
dejado caer y sacó el paquete pequeño que era tan grande como su mano. Al oír un
tintineo, frunció el ceño.
–Puede que se haya roto.
Aún así, lo empujó sobre la mesa hacia él.
Se acercó como si esperara que fuera a morderlo.
–Es un regalo– le dijo. –Seguramente has tenido regalos antes.
Con cuidado, lentamente lo desenvolvió y se quedó mirando el dragón rojo y
azul de vidrio soplado, con las alas extendidas, como si estuviera a punto de
emprender el vuelo.
–Es un dragón– señaló Phee.
–Ya me di cuenta.
–Por desgracia, su cola se astilló cuando se me cayó. No pensé en nada, aparte
del caballo. ¿Por qué la gente es tan cruel?
Muy tiernamente le acunó la cara magullada.
–No lo sé. Sin embargo, algunos son muy buenos y eso es igual de confuso. Me
gustó mucho el dragón.
–Tendrás que retener una parte de mi salario porque quiero que el regalo se
pague con mi dinero no con el tuyo.
Sus labios temblaron.
–Sí, de tu salario. Entonces voy a darte un aumento.
–Mira, no lo hagas.
Su sonrisa floreció muy ligeramente.
–Puedes ser muy mandona.
–Soy el ama de llaves. Se supone que debo ser mandona.
–Entonces lo eres. Me voy al club a prepararme para el encuentro con Morris.
No podía haber dicho nada que la hubiera decepcionado más. No estaba
preparada para que se fuera.
–¿Y tu sueño, tu baño, la cena?
–Tengo habitaciones en el club. Voy a bañarme y comer allí. Déjate el hielo en el
ojo un poco más.
Luego, cogió al dragón y se fue.
Le dejó con la sensación de que había hecho o dicho algo terriblemente malo.

***

No quería que ella le diera regalos. En especial no quería sentirse conmovido por
el dragón. O cómo había sabido que esa estatuilla era perfecta para él. Pocos sabían
acerca del dragón en su espalda, menos aún sabían las razones por las que había
cambiado su verdadero nombre por el de Drake.
Ella lo hacía sentirse vulnerable, expuesto. Y había sido tan estúpido como para
contarle sobre el ojo negro que había adquirido cuando trató de rescatar el gato de
Grace de un árbol. Y sobre su perro zaparrastroso que siempre le había mostrado los
dientes, como si estuviera tratando de protegerla de todos los hombres.
Se había olvidado de esas historias, pero ahora las veía un poco diferente.
¿Había rescatado el perro de un hombre que lo golpeaba? Había ido con valentía a
rescatar el gato de Grace, al igual que hoy en había desafiado a un bruto con el fin de
que dejara de castigar a un caballo que era demasiado viejo para estar tirando un
carro pesado.
Ahora ese hombre, bruto, beligerante y enojado, estaba delante de él, mientras
Drake contaba las monedas. Consideró ofrecerle a Morris un trabajo en el club para
asegurarse que nunca tuviera la necesidad de enganchar otro caballo a un carro
pesado, pero no lo hizo porque supondría una mala adquisición para el Dodgers. Uno
no resolvía un problema creando otro.
Pero él había hecho una promesa a Phee de que ese hombre nunca volvería a
castigar a otro caballo. Otra cuestión que nunca había imaginado, cumplir una
promesa hecha a Lady O. Pero las simples palabras “me ocuparé” habían sido una
garantía, una promesa. Él cumpliría su palabra. A ella. Para ella.
Cuando la moneda final cayó, Morris cogió la pila.
–Todavía no– ordenó, el tono de su voz no daba lugar a la desobediencia, y la
posibilidad de que las monedas regresaran de nuevo a sus arcas quedó flotando
entre ellos.
Hizo una anotación en un libro mayor.
–Voy a necesitar tu firma aquí para indicar que el caballo ahora me pertenece.
–Yo no sé escribir mi nombre.
Drake simplemente arqueó una ceja. Morris frunció el ceño, tomó la pluma que
le ofrecía, y garabateó dos X unidas por una media luna. Luego frunció el ceño.
–Me llevo la mejor parte de este trato. No pasará mucho tiempo antes de que
tengas que llamar un matarife de caballos.
Se trataba de un comercio honesto, un comercio autorizado, regido por leyes. La
ciudad estaba llena de caballos. Tenían que ser misericordiosamente sacrificados
cuando al final de su vida llegaba. Drake se preguntó si cuando llegara el final de
Daisy, Phee todavía estaría con él o de vuelta en el mundo en el que lo despreciaba.
–¿Tomamos un whisky para cerrar el trato?– Preguntó Drake.
–No me molestaría en absoluto.
Echándose hacia atrás en su silla, Drake cogió el whisky y lo vertió en dos vasos.
Con ese hombre no tenía necesidad de demostrar su posición de poder. De hecho
sus puños habían transmitido mucho mejor el mensaje correctamente. Y él había
sido correcto. Había roto la nariz del hombre y su mandíbula, sin embargo, se veía
entero. Tendría que haber sido un poco más duro.
Antes de que Morris pudiera disfrutar del sabor del buen whisky, llamaron a la
puerta que Drake había cerrado antes porque ese era un asunto personal y no quería
ser molestado.
–Pase.
La puerta se abrió y un hombre de enorme tamaño entró.
–Gregory dijo que quería verme.
–Sí.
Hizo un gesto al hombre.
–Quiero presentarte a Morris.
La cabeza de Morris no alcanzaba a la barbilla del matón.
–Morris, te presento a Goliat.
Morris rió entre dientes, revelando dos dientes podridos que Drake deseaba
haber eliminado de la boca del hombre.
–Ese no puede ser de verdad su nombre.
–Probablemente no, pero así es como le llamamos por aquí. Observa sus manos.
Cuán grandes y fuertes son. Él va a convertirse en tu sombra.
–¿Mi sombra?
–Correcto. La próxima vez que tomes un látigo para azotar a un caballo, él estará
allí. Va a contar cada latigazo que le des al animal. Cuando hayas terminado, él va a
tomarte con esas increíbles manos que tiene y va a estampar sus puños contra tu
cara tantas veces como hayas golpeado al caballo. Me atrevo a decir que va a
arruinar considerablemente tus bellas facciones.
Una evaluación generosa de los rasgos del hombre, considerando que se parecía
mucho a un sapo.
Morris palideció.
–Eso no es justo.
–Por supuesto que lo es. Tienes la opción de escoger tu futuro, que es más de lo
que le ofreciste a esa pobre bestia. Consigue un caballo para tirar de tu carro, pero
deja de abusar de ellos.
–Todo por esa perra…
Drake se acercó lentamente, amenazadoramente. Morris reconoció su error, así
como la furia que brillaba en los ojos de Drake, porque rápidamente dio tres pasos
hacia atrás.
–Nunca más voy a lastimar a un animal.
–Bien.
Carraspeando Morris tomó las monedas de la mesa en sus manos.
–Debo irme ahora.
–Debes saber que probablemente no podrás ver a Goliat cuando te vigile, pero
ten por seguro que va a estar allí, porque tú no me gustas y no te voy a olvidar,
Morris.
–Creo que usted tampoco me gusta.
–Eso no me molesta en lo más mínimo.
Morris corrió hacia la salida como el roedor que era.
–¿De verdad quieres que lo siga?– Preguntó Goliat.
Con un suspiro y sacudiendo la cabeza, Drake se dejó caer en su silla.
–Es un matón. La amenaza sin duda fue suficiente.
–Eso es bueno, porque no soy muy bueno siguiendo a las personas.
Le dio a Drake una mirada afilada.
–Y sabes que tampoco golpeo a la gente.
Drake sonrió. Goliat era un gigante por fuera, pero un niño por dentro.
–Morris no te conoce tan bien como yo.
Goliat indicó el whisky intacto en el borde de la mesa.
–¿Puedo?
–Absolutamente.
Goliat tomó el vaso que Drake había utilizado para intimidar a Morris y bebió el
líquido ámbar. Luego chasqueó los labios.
–Entonces, ¿quién es el pajarillo?
Drake se puso rígido.
–¿Perdón?
–¿Qué te importa si él abusa de sus caballos? Estás haciendo esto para conseguir
la atención de una dama.
–Una estratagema de lo más inútil teniendo en cuenta que ella no está aquí para
ser testigo de mi buena obra.
–Tal vez.
Dejó el vaso.
–Será mejor que vuelva a la cocina. Los caballeros tienen mucho hambre esta
noche.
–Yo voy a irme por un rato. Envuelve algo de cenar que pueda llevar conmigo.
Se aclaró la garganta.
–Suficiente para dos.
Goliat sonrió, contento de golpe.
–¿Debo incluir una botella de nuestro vino más fino?
Drake tenía vino en su residencia, pero no tan añejos como los que tenían en
Dodgers.
Se encogió de hombros.
–No estaría de más.
Capítulo 18

La encontró en la biblioteca, en una silla junto a la chimenea, con las piernas


dobladas debajo de ella. La tela burdeos absorbería su olor. Cuando ya no estuviera
allí, sin duda, se convertiría en su silla favorita.
No creía haber hecho ruido alguno, pero ella levantó la vista y le sonrió, sus
labios formando la ligera curva que había empezado a desear.
–No esperaba que volvieras esta noche.
–Quería asegurarme de que el caballo hubiera comido correctamente.
Caminando hacia la chimenea, apoyó su codo en la repisa, tratando de ignorar
su rostro magullado y maltratado. Debería haber golpeado a Morris, una vez más,
sólo por si acaso. No, dos veces más. Una docena de veces más.
–¿Cómo fueron las cosas con Morris?– Preguntó, como si leyera su mente.
–Llegamos a un entendimiento. No abusará más de los caballos.
Su sonrisa se ensanchó, con gratitud llenando esos hermosos ojos verdes, y se
sintió como un maldito bastardo. Debería decirle todo ahora y llevarla a su casa.
Antes de dejar el club, había visto a Somerdale en la sala de juego. Sólo tendría
acceso a su dote si la gente se enteraba que estaba muerta. Por lo tanto, o estaba
esperando pacientemente a que descubrieran el cuerpo que había arrojado al agua,
o no sabía nada de que había estado en peligro de ahogarse. Esto último parecía más
probable. Lo que significaba que posiblemente estaba diciendo la verdad sobre el tío.
Pero entonces, ¿por qué el tío no estaba tratando de encontrarla?
Si ella recuperaba su memoria, podría contar lo que había sucedido. Si él le decía
lo que sabía podría recordar más rápido y cuando recordara todo… la perdería.
–¿Has cenado?
–No. Perdí el apetito por la emoción cuando supe que llegarían los paquetes y
para el momento en que fueron entregados, me sentía demasiado agotada como
para cocinar. Sólo tomé un poco de queso.
La seda, el satén, el encaje que había visto en el mostrador de Ebenezer Whistler
ya estarían debidamente guardados, aunque también podrían estar engalanando su
persona si es que se había impacientado por sentirlas sobre su piel. Se imaginó
pasando sus manos sobre la seda tibia, deslizándolas suavemente. Cristo, debería
volver al club antes de que su imaginación le empujara a hacer algo que luego
tendría que lamentar. La vio de nuevo, valientemente parada frente a Morris. Chica
valiente. Tonta, pero valiente.
No quería admirarla, pero malditos fueran todos los infiernos, lo hacía.
‘Debo volver al club’ era lo que debía decir. Pero lo que oyó que salía de su boca
traidora fue:
–He traído algo de comida del club. ¿Quieres compartirla conmigo?
Extendió una manta en el jardín, puso la gran cesta de mimbre en un extremo, y
se sentaron sobre ella. El crepúsculo se cernía en torno a ellos mientras el bullicio de
las calles de calmaba paulatinamente, creando una intimidad que Phee no estaba
segura de poder pasar por alto. Ya no le molestaba que no tuviera un jardín
adecuado repleto de flores. Daisy vagaba a lo largo de la pared de ladrillo donde la
hierba era más alta, mordisqueando aquí y allá, obviamente contenta con su reciente
libertad de acción. Phee se sentía igual de feliz.
Drake aún llevaba su chaqueta, chaleco, y pañuelo de cuello. Deseó haberse
cambiado el uniforme, pero quería guardar su otra ropa para una ocasión especial,
aunque esa noche parecía bastante especial. Las palabras de Marla resonaban en la
mente de Phee, y no podía negar que existía una camaradería inusual entre ella y
Drake que parecía desafiar las convenciones sociales de amo y criada. Si no se le
permitía tomar el té con la señora Turner, ¿cómo es que podía disfrutar de un picnic
con Drake? No sabía muy bien cómo definir su relación. Sólo sabía que estaba
terriblemente contenta de que estuviera allí.
También estaba muy agradecida por todo lo que había en la canasta. El vino era
excelente. La carne era la más tierna que jamás había comido. O al menos eso era lo
que recordaba. Pensó que debería sentirse más molesta por su falta de recuerdos, y
sin embargo, estaba creando otros nuevos que quería atesorar.
–No entiendo por qué no cenas en el club todas las noches– dijo. –Parece que
tiene un cocinero increíble.
–Yo comí allí antes de venir aquí– dijo.
–Creo que deberías comer siempre allí y enviarme más cenas como éstas.
Esto…– levantó una cucharada de ensalada de col de Bruselas –…está muy bueno.
–Supongo que podría considerarlo.
–Serías un hombre muy inteligente si lo hicieras, ya que tardaré mucho tiempo
en aprender a preparar comida tan deliciosa como esta.
–¿Mucho tiempo? ¿Crees que hay alguna posibilidad de que puedas convertirte
en una buena cocinera?
–Creo que puedo hacer cualquier cosa que me proponga hacer.
Se detuvo, considerando.
–Sí, de verdad creo eso. A veces tengo una idea y siento como si fuera parte de
mi alma, algo que me nace desde lo más profundo. Como hoy con Daisy. Yo sabía
que no podía quedarme parada viendo como abusaban de ese caballo. Veía a la
gente caminando como si no pasara nada, y yo no podía hacer lo mismo, continuar
como si no estuviera presenciando una injusticia.
–No tenía idea de que podías moverte tan rápidamente. En un momento estabas
examinando un espárrago y al siguiente trotando hacia ese bruto. Al principio pensé
que habías reconocido a algún caballero de tu pasado, y que tus recuerdos habían
regresado.
Sonriendo, la miró por encima del borde de su copa de vino.
–Pero entonces pensé que el pobre caballero debía estar aterrado.
–No era ningún caballero, y no creo que lo aterrara en lo más mínimo, pero
estaba muy enojada. No sabía que podía sentirme tan furiosa. He estado pensando
en ello, y estoy bastante segura de que lo he hecho antes.
–¿Golpear hombres hasta convertirlos en pulpa?
Ella sonrió, disfrutando de la facilidad con la que podían conversar. Podía
contarle todo, confiarle sus más profundos secretos. Si es que tenía alguno.
–Rescatar animales. Creo que es por eso que pasé un momento tan feo con el
faisán, mirándome acusadoramente.
Pensó un poco más, asintió con certeza cuando otras imágenes vinieron a su
mente.
–Quiero tener un lugar en el que pueda refugiar y alimentar animales
maltratados en cuerpo o espíritu.
Sonrió con satisfacción.
–Sí, ese es mi sueño. Yo sabía que tenía uno, pero no podía recordarlo. Pero eso
es lo que quiero.
–La mayoría de las señoras sueñan con casarse.
Ella sacudió la cabeza, con una convicción salida de las profundidades de su
alma.
–Yo no quiero casarme.
Estirándose a su lado, apoyado en un codo, la estudiaba como si fuera un
espécimen extraño que había encontrado debajo de un vidrio.
–Sospecho que cuando tus recuerdos regresen, sentirás de manera diferente.
Una vez más, ella negó con la cabeza, con más fuerza esta vez.
–No, estoy muy segura. No voy a casarme. No tengo ningún deseo de hacerlo.
Tal vez esa es la razón por la que elegí trabajar como sirvienta. Marla me dijo que
muy pocos de los que se dedican a estas labores se casan.
–Supongo que eso es bastante cierto. He conocido parejas de sirvientes casarse
y seguir trabajando en el hogar de su empleador, pero es raro.
–Así que nunca me casaré y podré ahorrar mi salario hasta que pueda comprar
un lugar para mi propósito.
–Basándome en el número de compras que has realizado hoy, pasará un largo
tiempo antes de que puedas cumplir tu sueño.
–Ya veremos.
–Sí, sospecho que sí.
No creía que se estuviera burlando, más bien, pensaba que tenía tanta fe en sus
convicciones como ella. Podría ser una anciana, caminando con un bastón, pero
cumpliría su sueño. No tenía ninguna duda de ello.
Cuando estuvo tan llena que pensó que podría estallar, se acostó y se quedó
mirando el cielo oscuro.
–Estoy bastante contenta de que no tengas un comedor adecuado en la casa. Si
así fuera, sospecho que preferirías comer allí, y esto es mucho más agradable.
–Sí, lo es.
Su voz era baja, y contenía una emoción que no podía identificar.
Rodando la cabeza hacia un lado, lo encontró estudiándola atentamente. Estaba
bastante segura de que quería besarla. Sabía que quería besarlo. También sabía que
Marla tenía razón: su relación con Drake rayaba en el borde de ser algo más que la
de una criada y su empleador. ¿Siempre se había relacionado con él de esa manera?
¿Habrían disfrutado más momentos como esos? Parecía una tragedia haberlos vivido,
para luego olvidarlos. Sabía que si le preguntaba sobre su relación, su pasado, no
haría más que informarle que tenía que recordarlo por su cuenta. Se preguntó por
qué no quería influir en sus memorias. ¿Y si habían estado enamorados? ¿Quería
enamorarse de él nuevamente? Pensó que podría hacerlo fácilmente.
–¿Cuándo es mi día libre?– Preguntó.
Él pareció sorprendido por su cuestionamiento y se preguntó si se había dado
cuenta de su estrategia: distraerse de los lugares peligrosos donde sus pensamientos
no deberían viajar.
–Voy a tener que revisar el calendario.
–El que supongo está en tu oficina.
Con un movimiento de cabeza, tomó un sorbo de vino.
–No eres muy eficiente– le dijo. –No puedes guardar todo en el club.
Especialmente cuando tienes un buen escritorio aquí.
Estudió su vino y pensó que tal vez no debería haberlo regañado ya que podría
haber arruinado lo que había sido una noche más que agradable, ni tampoco quería
admitir su renuencia a considerar que la razón por la que guardaba todo en el club
era porque no confiaba en ella. No es que lo culpara por eso, ya que había revisado
su caja, aún sabiendo que no debía hacerlo.
Él desvió la mirada hacia ella.
–¿Qué harías en tu día libre?
–No estoy muy segura, sobre todo, porque desde ahora comenzaré a ahorrar
todas mis monedas.
–Imagina que el dinero no es un impedimento.
–Oh, bueno, en ese caso…– sonrió –podría ir a cualquier parte.
–Cualquier lugar– repitió.–Entonces, ¿dónde escogerías?
No podía imaginarlo, si podía ir a cualquier parte del mundo.
–La playa creo.
La sorpresa se plasmó en su rostro.
–¿En un lugar exótico y lejano?
Ella puso su cabeza de lado.
–No, prefiero algo familiar, alguna parte que me haga sentir segura. He estado
en la playa antes. Puedo ver el océano, escuchar el sonido de las olas y el grito de las
gaviotas. Me gusta el mar. ¿Has estado en lugares lejanos y exóticos?
–He viajado por una buena parte del mundo, creo que he visto todo lo bello que
alguien puede contemplar.
Dejando a un lado su copa de vino, se inclinó y pasó los dedos a lo largo de su
barbilla. No estaba segura de cómo habían llegado a estar tan cerca uno del otro.
–Tu coraje me humilló hoy, cuando fuiste en pos de un hombre dos veces tu
tamaño.
–No fui valiente– dijo en voz baja. –Estaba enojada. Si me hubiera parado a
pensar, no creo que hubiera ido tras él como lo hice.
–Yo creo que sí. Estoy viendo un costado tuyo que nunca imaginé que existía.
Acarició con su pulgar el labio inferior, haciendo que el calor y el placer viajaran
a través de sus miembros. No estaba segura de que fuera capaz de moverlos si lo
intentaba. No es que quisiera moverse. No quería romper el hechizo.
–Eres mucho más compleja de lo que nunca pensé.
–¿No pasa lo mismo con todo el mundo?– Preguntó.
–Parece especialmente cierto respecto a ti.
Con su cercanía, las mariposas revolotearon locamente en su pecho. Temía tanto
como anticipaba que estaban a punto de hacer algo totalmente inadecuado. Pero no
quería que dejara de acariciarla.
–¿Tú dónde quieres ir?– preguntó en voz baja. –Si el dinero no fuera un
impedimento y pudieras ir a cualquier parte.
–Me gustaría permanecer aquí.
Bajó su boca a la de ella, pasando la lengua por sus labios, antes de empujar
profundamente y sumergirse en su interior.
En los recovecos más recónditos de su mente, intentó descifrar sus palabras,
preguntándose si el “aquí” que había mencionado se refería a su jardín, a Londres… a
ella. A ella, concluyó cuando el beso se hizo más hambriento. Algo fuerte y potente
existía entre ellos. No podía recordar cómo, pero lo sabía con certeza. ¿Cómo iba a
negarse a esto cuando la hacía sentir tan bien, cuando anhelaba estar más cerca aun.
Él la había salvado, había salvado a Daisy. Ese hombre rudo que parecía irritado con
ella la mayor parte del tiempo, que parecía tan poco dispuesto a compartir los
detalles de su vida, ahora estaba entregándose completamente, de una manera
íntima y profunda. Disfrutaba ver que las barreras entre ellos se iban disipando.
Quizás tenía un poco del romanticismo de Marla en su interior. Aunque sabía que
nada bueno saldría de eso. Su situación era muy diferente, un abismo
inconmensurable los separaba dentro de la sociedad. Él tenía medios, influencia y
poder, ella ni siquiera poseía recuerdos. Él regenteaba un club de caballeros mientras
que ella sólo tenía autoridad sobre el polvo y las telarañas.
Sin embargo, nunca la hacía sentir inferior, por debajo de él, a pesar de que en
ese preciso momento, cambió su lugar y se encontró literalmente debajo suyo. Se las
arregló para sostenerse sobre los codos sin aplastarla. Una mano le acunaba la
mejilla mientras que la otra desandaba por su costado hasta posarse sobre su
cadera, amasándola sensualmente con sus largos dedos. Tomándolo por los
hombros, deseó que se hubiera deshecho de su chaqueta y chaleco antes de cenar,
incluso no le hubiera molestado si la camisa hubiera corrido la misma suerte. ¿Sería
apropiado que comenzara a soltar sus botones?
Conocía las normas de etiqueta y de comportamiento adecuado; y era
plenamente consciente de que sus acciones no respetaban ninguna de ellas. Pero,
¿quién iba a cuestionarla? No tenía familia, ni amigos ante los cuales avergonzarse.
Marla no se opondría. Phee pensaba que si tuviera la oportunidad, Marla cambiaría
lugares con ella en un instante, aunque no tenía en sus planes darle esa oportunidad
a Marla.
Amaba sus gruñidos guturales, y el hambre de su boca. Su corazón se aceleró, su
cuerpo se calentó. El crepúsculo había dado paso a la oscuridad que bajó la
temperatura del aire y que debería haberla enfriado, pero en cambio, se sentía febril,
y descubrió que llevaba puesta demasiada ropa. Instintivamente sabía cosas que
ninguna mujer respetable anhelaría. Sin embargo, no parecía molestarle que su
reputación estuviera en riesgo.
Quería que supiera que deseaba sus besos. No quería que se disculpara por ello
después. Lo quería tan cautivado por ese vórtice de locura como ella.

***

Era una locura total y completa. Drake sentía que era incapaz de negarse a
probarla una y otra vez. Lo intrigaba y fascinaba esa mujer que elegía ir a la playa
cuando todos los años viajaba a París simplemente para encargar sus vestidos. Esa
mujer que no se quejaba por la austeridad de su guardarropa, cuando en su casa
tenía docenas de vestidos de cena, de fiesta, de mañana, de paseo y trajes de
montar.
Habían compartido una cena sobre una manta en un jardín descuidado, sin
embargo, la alegría que lo embargaba no podía compararse con nada. Ella había
compartido sus sueños, sus aspiraciones, que no eran en absoluto lo que habría
esperado, como el matrimonio con un duque o un príncipe, o ser la reina de un
reino, para su sorpresa ella había escogido la vida de una solterona que rescataba
animales lastimados.
Ella sonreía y el estómago se le retorcía. Ella se reía y su pecho se tensaba. Ella
suspiraba y algo profundo, salvaje, y posesivo gruñía en su interior. No podía explicar
ninguna de sus reacciones, y tampoco quería analizarlas. Ella le llegaba más que
ninguna otra mujer en su vida. Le hacía anhelar cosas que había pensado estaban
fuera de su alcance: esposa, hijos, hogar.
No tenía que besarla, y sin embargo no podía negarse a ese placer más de lo que
podía negarse a respirar. No ayudaba en nada que le diera la bienvenida con los
brazos abiertos y la boca dócil. Esa cálida criatura, dispuesta debajo de él no tenía
nada de indiferente o frígida. Un duro golpe sobre su hombro le hizo romper el beso.
Había suficiente luz como para que al mirar hacia atrás, viera la silueta del maldito
caballo. Bajó la cabeza y le golpeó el hombro de nuevo.
–¡Lárgate!
Una risa abierta y profunda, flotó hacia él, liberándolo de esa opresión, que una
vez más había anidado en su pecho. Volvió su atención a Phee, que se debatía entre
la diversión, la frustración y el alivio. La locura fue amainando, y sus sentidos
comenzaron a retraerse. Las cosas nunca deberían haber llegado tan lejos.
–Lo siento– dijo, sin sentirlo en absoluto.
Con la mano, se tapó la boca.
–Yo sé que no es divertido, pero es una situación tan cómica.
–No te disculpes. Tú la salvaste esta tarde, ella te salvó ahora.
Se sentó y comenzó a poner los elementos de nuevo en la cesta de mimbre.
–¿Qué quieres decir con eso?– Preguntó Phee.
–No tenía derecho a besarte.
Se levantó.
–Así que sigues con eso. ¿Estás casado?
–Esa es una pregunta ridícula. Si lo fuera, mi esposa estaría aquí.
–¿Pero vives solo?
–Si, por supuesto.
–¿Estoy casada?
–No.
Podía sentir su mirada clavada en él. ¿Por qué había tantas cosas para guardar
en la cesta? ¿Por qué siempre acababa cometiendo ese mismo terrible error? Nunca
debió haber regresado allí con la cena. Debería haberse quedado en el club.
–¿Es a causa de la diferencia en nuestras posiciones sociales?– preguntó en voz
baja.
–Sí– respondió de manera sucinta.
Lanzando el último de los artículos, le pareció oír cuando el plato se partía.
Encantador.
–Las diferencias sociales son importantes para ti– dijo ella.
–Son importantes para ti.
Girando, la miró. Sintiendo la necesidad de disminuir la acidez de su respuesta
anterior, pasó sus dedos sobre su mejilla.
–Lo recordarás algún día.
Y él sentiría mucho pesar cuando lo hiciera.
Se puso de pie, se agachó, le tendió la mano y la ayudó a levantarse. Antes de
que pudiera alejarse, ella estaba acunando su mejilla.
–¿Por qué deben importarme?– Preguntó.
Colocando su mano sobre la de ella, sosteniéndola en su lugar, volvió la cara y le
dio un beso en el centro de la palma.
–Porque a pesar de lo raro que pueda parecerte todo, me crees por debajo de ti.
–No tiene ningún sentido. ¿Por qué iba yo a pensar eso?
–A causa de quién soy.
–Creo que estás equivocado.
–Yo sé que no lo estoy.
Inclinándose, levantó la canasta.
–Tengo que volver al club. Las entregas llegan por la mañana. No voy a volver
aquí hasta casi el mediodía.
–Entonces voy a dormirme sola.
La acidez en su tono le alertó de que se refería a lo que había pasado entre ellos.
Debería estar agradecido, pero la imagen de ella tendida en su cama pasó por su
mente, y deseó entre otras cosas, poder unirse sin culpa ni remordimiento.
–Duerme bien.
Luego salió rápidamente del jardín antes de que su determinación lo
abandonara.
¿Cómo había sucedido que Lady Ophelia Lyttleton se había convertido en lo más
importante de su vida?
Capítulo 19

Los días siguientes fueron como una especie de rutina. O al menos para él lo
fueron. Se iba al club más tarde, y volvía más temprano, poco dispuesto a renunciar a
los momentos que pasaba junto a esa mujer que le intrigaba más y más. Las horas
pasadas en el club eran las más largas de su vida. Las tareas que una vez había
disfrutado, como hacer inventarios, recibir mercancías, archivar pagarés, discutir con
los empleados las estrategias del negocio, y asegurarse que todo estuviera
funcionando sin problemas, ahora le parecían tediosas ya que requerían que pasara
demasiado tiempo alejado de Phee.
Todo en lo que podía pensar era regresar a la casa para el desayuno y escucharla
mientras enceraba los muebles, hablar sobre sus futuros viajes al mercado con
Marla. Había prometido no provocar más altercados en la calle ni atacar a los
hombres por su cuenta y aunque había dado su palabra a regañadientes, tenía que
dormir en algún momento por lo que confiaba que no se metería en problemas.
Probablemente algo muy imprudente de su parte.
Esa mañana en particular después de regresar a la residencia, se dirigió a la
cocina para encontrar un pilluelo que no podría haber tenido más de ocho años
sentado en su mesa comiendo tocino.
–Buenos días, don– dijo el muchacho, sacudiendo a un lado la cabeza para que
los largos mechones de cabello no le cayeran sobre los ojos.
Phee se apartó de la mesada donde estaba vertiendo leche en un tazón.
–Buenos días. No te esperaba hasta dentro de una hora más o menos. Éste es
Jimmy. Yo le voy a pagar un chelín para que limpie el estiércol de Daisy.
Aún debía hacer los arreglos para llevar al caballo a los establos. No podía
negarle el placer de quedarse con la bestia un tiempo más.
–¿Un chelín? Eso es un robo.
–Supongo que podrías limpiarlo tú entonces– dijo.
Consideró recordarle que era ella la que quería al animal, pero prefirió dejar en
claro que no accedería a palear el estiércol.
–Yo soy el mejor limpiando estiércol de caballo– se jactó el muchacho. –Y sé
dónde venderlo. Ella dice que puedo hacerlo.
–Por supuesto que puedes venderlo– dijo Drake.
Dejó la copa sobre el suelo y un escuálido gato blanco salió de debajo de la mesa
y comenzó a lamer la leche.
–¿Cómo se llama?– Preguntó.
–Pirata. A causa de su ojo.
Cuando el gato levantó la vista, vio que un ojo tenía un círculo negro alrededor,
lo que podría, con una buena dosis de imaginación, asemejarse a un pirata.
–¿Por qué necesitamos un gato?– Preguntó.
–Nosotros no la necesitamos. Ella nos necesita. Apareció en la puerta el último
par de noches. Le di un poco de leche y la dejé entrar, entonces descubrí que es
terriblemente dulce y una maravillosa compañía.
No se sentiría culpable por dejarla sola en las noches.
Recogiendo un cuenco lleno de trozos de carne, se dirigió a la puerta.
–¿Adónde vas con eso?– Preguntó.
–A alimentar a Rosa.
–¿Rosa?
La siguió a la terraza. Dejó el tazón delante de un perro que era más huesos que
músculos. Ella le palmeó la cabeza.
–Ella me siguió a casa desde el mercado.
–Ella es un él.
Se asomó por debajo del perro.
–Oh. Eres muy observador para darte cuenta de ese tipo de cosas.
Él se sorprendió de que ella no lo hiciera, pero luego pensó que las damas no
tenían generalmente el hábito de examinar las partes privadas de un animal.
–Así que no estoy seguro de que el perro vaya a apreciar que le llames Rosa.
–Entonces Rosco– dijo con otra sonrisa radiante.
–Ese va a funcionar.
Se acercó a Daisy y la acarició.
–No estarás iniciando un zoológico aquí– dijo Drake.
–Por supuesto que no.
Caminó hacia atrás y se puso delante de él.
–Puedes volverlas a la calle en el momento que lo desees si te ocasionan algún
problema.
La mujer lo estaba manipulando de nuevo. Él no iba a echar a esas criaturas
lamentables y lo sabía muy bien. Al abrir la puerta, Jimmy salía de la cocina con la
gorra calada sobre la frente, manteniendo el cabello fuera de sus ojos. Drake se
sorprendió de que Phee no hubiera tomado las tijeras para ponerle fin. No quería
recordar que él había sido así de delgado a esa edad.
Por un breve instante envidió la incapacidad de Phee para recordar el pasado.
–¿Me puedo quedar a ayudarlos, don?– dijo el muchacho.
–Sí, y limpia la suciedad del perro también. Te pagaremos dos chelines.
El chico sonrió ampliamente.
–¡Él también me contrató, señora!– dijo quitándose la gorra antes de correr
hacia la puerta del patio.
–Fue muy amable de tu parte– dijo Phee.
–Está demasiado delgado.
–Pensé lo mismo.
Sospechaba que le daría de comer al niño cada vez que se presentara en la casa.
Drake no podía culparla por eso. No le gustaba admitir que en los últimos días no
había encontrado nada por lo cual culparla.
–Supongo que te siguió a la casa desde el mercado también.
–¡Mírate!, ahí estás refunfuñando de nuevo cuando sé que no te importa en lo
más mínimo ayudarlo. Pero sí, para que sepas, nuestros caminos se cruzaron en el
mercado esta mañana. Marla y yo fuimos bastante temprano.
–Supongo que me costó otra fortuna.
Ella sonrió, y no le habría importado si le hubiera costado una fortuna.
–Sólo fui al mercado esta vez.
Ella entró en la cocina.
–Dame unos minutos para preparar el desayuno.
Maldita sea. Estaba dispuesto a darle todo el tiempo del mundo.
Se despertó más temprano que de costumbre y se quedó mirando el techo.
¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué estaba todavía allí, una semana después de que la
había descubierto en el Támesis? ¿Por qué estaba posponiendo descubrir la verdad?
¿Por qué estaba retrasando regresarla a su casa?
Necesitaba redoblar sus esfuerzos para saber exactamente lo que había ocurrido
la noche en que la encontró en el río. Curiosamente, Somerdale no había estado en
el club durante las últimas dos noches. Tenía que buscarlo, sentarse y hablar con él,
hasta llegar al fondo de todo ese asunto.
Y lo haría, después de su reunión con los socios en la mañana. Tenía que
prepararse para la misma. Esa era la razón por la que había despertado con un
sobresalto. No tenía nada que ver con el sentimiento de culpa porque Phee se
quedara sola en las noches y buscara un gato de compañía.
No tenía ni reloj, pero aún así sabía que se había despertado temprano. Debía
bañarse, ir al club, comer allí. Restablecer su rutina.
Al salir de la cama, se encontró instintivamente escuchando los sonidos
característicos de la residencia, el crujido de las escaleras, los gemidos de una tabla
del suelo, el cierre de una puerta. La casa estaba más viva con ella allí. Apenas se
daría cuenta cuando se fuera. Volvería a su costumbre de pasar la mayor parte de su
tiempo en el club. Todo volvería a ser como debía ser. Su cama ya no olería a
orquídeas. Dormiría sin soñarla debajo de las sábanas con él. No fantasearía con
tocar su piel. Ni pensaría en besar cada pulgada de su cuerpo.
Después de ponerse los pantalones y la camisa, chequeó la sala de baño para
asegurarse de que no hubiera llenado la bañera con agua. Le había prohibido llevar
los baldes, aunque sus órdenes nunca parecían tener mucho peso para ella. Siempre
hacía lo que le venía en gana. Esa parte de su persona parecía inalterable. Lo extraño
era que ya no lo irritaba como antes.
Bajó las escaleras y se detuvo en el vestíbulo. Una mesa de mármol blanco y
negro estaba ubicada contra la pared. Un jarrón horrible y astillado de color negro
reluciente contenía un ramo de rosas rojas.
¿De dónde diablos había salido eso? ¿Acaso Phee estaba comprando muebles
para su casa ahora? Él nunca habría elegido esa pieza en particular, sin embargo, no
podía negar que de alguna manera parecía pertenecer a ese lugar. Se preguntó
dónde habría encontrado las flores.
Dando un paso adelante, tomó un pétalo entre sus dedos y lo frotó. Tendría que
sopesar la posibilidad de contratar un jardinero. Entonces podría tener flores en la
casa, por dentro y por fuera.
Retiró su mano. No necesitaba flores. Ella se iría pronto. No era una residente
permanente.
Sin embargo, mientras se dirigía hacia la cocina, no podía negar que se había
acostumbrado a tener un ama de llaves. Tendría que contratar una. Pero mientras
tomaba nota mentalmente para hacerlo, sabía que no iba a encontrar ninguna que
se ajustara al puesto, simplemente porque no sería Phee.
Phee pasaba el cepillo por la melena de Daisy y se maravillaba de su propia
satisfacción, divertida por haber luchado tanto contra la creencia de que en realidad
era una criada. Aunque todavía no tenía un dominio absoluto sobre la cocina, apenas
podía esperar para servir la comida de esa noche a Drake. Ya había comprado
pequeñas piezas de mobiliario para la residencia, pero quería hablar con él acerca de
futuras adquisiciones. Quería hacer su casa más acogedora, incluso si eso significaba
más polvo que remover. Las ventanas todavía necesitaban limpieza y aún no había
pulido de pisos. Le sugeriría que contrataran a alguien como ayudante cuando las
tareas domésticas aumentaran. Le parecía justo.
–¿Es tu cepillo el que estás utilizando?
Saltando un poco por el tono brusco, se volvió hacia Drake. Su camisa estaba
desabotonada, tenía los pies desnudos, el pelo alborotado, y su mandíbula
ensombrecida. Adoraba verlo de esa manera, ansiaba que le permitiera comenzar a
preparar su baño. Aunque si fuera completamente honesta, admitiría que adoraba
verlo tanto cuando se bañaba como cuando parecía un sinvergüenza, o un caballero.
Él siempre la fascinaba.
–Acabo de terminar de bañarla– le dijo –y quería liberar los enredos de su
melena. No vi más remedio que usarlo.
–Es de plata.
Pronunció las palabras de una manera muy sugerente.
–Bueno, sí, soy muy consciente de ello. Sé que es muy costoso, pero…
–Lo estás utilizando en un caballo. ¿En un caballo?
–Su melena estaba enredada. Me sentía mal por ello. Tú le das agua, le provees
alimento, yo sólo quería mimarla un poco.
–¿Por qué no me lo dijiste? Podría haber comprado uno para ese fin.
–Ya estabas acostado. Yo había terminado mis tareas, y tuve ganas de hacerlo.
Además, ella ya te costó una fortuna. No quiero ser una molestia.
Sus ojos se abrieron.
–¿Tú? ¿No quieres ser una molestia? Eso es como decir que el sol no brilla.
–Bueno, muchas gracias por eso.
–No usarás el cepillo de una dama en un caballo.
¿Iba a despotricar para siempre? Ya había tenido suficiente de él.
–Y tus manos. Acarreaste los baldes de agua después de que te dije
específicamente que no lo hicieras.
–Ya están sanas– dijo.
Ásperas y un poco callosas, pero sanas.
No parecía estar escuchándola atrapado en su propia furia.
–¿No entiendes las cosas que se te dicen?– continuó.
Y siguió. Y siguió. Como si hubiera hecho algo monstruosamente impensable.
Levantó el balde que contenía el agua sobrante que había previsto utilizar con
Rosco. Haciendo exactamente lo que le vino en mente, no se molestó en considerar
las consecuencias cuando le arrojó el contenido sobre la cabeza.
Su diatriba llegó a un abrupto fin cuando se echó hacia atrás, parpadeando
mientras el agua le caía por la cara y la mandíbula, empapándole la camisa y los
pantalones.
Ella soltó una pequeña risa.
–No pensaba hacerte daño. Sólo quería que…
Él entrecerró los ojos.
–Vas a pagar por esto.
Con un gruñido, se le acercó. Ella gritó, dejó caer el cubo, y corrió. O más bien
tuvo la intención de hacerlo. Apenas había dado tres pasos antes de que él la cogiera
en sus brazos y la tirara por encima del hombro.
–¡No soy un saco de patatas!
Aunque trataba de sonar indignada, era un poco difícil de conseguirlo cuando se
estaba riendo. No sabía por qué le parecía gracioso. Tal vez porque él siempre era
tan sombrío y serio que prefería disfrutar de la captura y provocarle una reacción tan
inesperada.
–Vas a ser un saco de patatas empapado– dijo, caminando por el césped con una
marcada determinación en cada paso.
Dándose envión con las manos sobre su espalda, se levantó lo suficiente para
echar una rápida mirada por encima del hombro, y poder determinar su destino. ¿El
canal de agua? Seguramente no.
–No te atreverías.
–Oh, yo creo que sí.
Su mano se posó en su parte inferior y el mundo de repente se puso al revés,
hierba arriba, cielo abajo y Rosco saltando y chocando contra Drake.
Perdió el equilibrio, y de alguna manera la soltó, luego cayó en el agua mientras
ella aterrizaba en el suelo con un ruido sordo.
Se puso de rodillas.
–¿Estás bien?
Empapado, se sentó en el pequeño charco, con las piernas extendidas, el agua
que goteaba de su cabello cayendo sobre su rostro. Parecía tan disgustado, tan...
adorable.
–Estoy bien– se quejó.
–Te está bien empleado, por querer tirarme allí.
Él entrecerró los ojos.
–Ten cuidado, cariño, no sigas hostigando al tigre.
Las palabras, el tono, y la amenaza le sonaron familiares. Había dicho esas
palabras antes. ¿Por qué? ¿En qué situación? Porque lo único que sabía era que
quería hostigarlo, quería que reaccionara. Tenía la esperanza de escucharlo reír, pero
pensaba que debería conformarse con la cortesía, el interrogatorio cuidadoso y la
respuesta que indicaba que siempre cuidaba sus palabras desde aquel beso en el
jardín. Era tan cauteloso y distante, que lo odiaba. No importaba que volviera a la
casa más temprano y se fuera más tarde, era demasiado atento, demasiado
civilizado.
Comenzó a ponerse en pie. Rosco se levantó de un salto, poniendo sus enormes
patas en el hombro de Drake, y Drake se tuvo que sentar de nuevo. Poniendo la
mano sobre su boca, ella se rió. No pudo evitarlo. Cuando él la miró enfadado, se rió
aún más fuerte.
Rosco comenzó a pasar su enorme lengua por la cara y el cuello de Drake.
Sentada sobre los talones, ella se echó a reír al ver al hombre infeliz y el perro
increíblemente feliz, meneando la cola con fuerza.
–Ayúdame a salir de aquí– gruñó.
Ella se tragó su diversión.
–Sí está bien.
Después de pararse, ahuyentó a Rosco. El perro caminó pesadamente, vio a una
ardilla, y ambos fueron olvidados mientras corría tras ella. Drake levantó la mano.
Phee la envolvió con la suya, esperando proporcionarle algún tipo de ayuda. En
cambio, sintió un tirón insistente, gritó, y cayó hacia él.
Aterrizó sobre su vientre, mientras el agua mojaba sus caderas y torso, las
piernas sobre el lado del canal y las manos sobre sus hombros amortiguando la
caída. Una risa profunda resonó a su alrededor. En lugar de protestar por su
situación, y su estratagema, se maravilló por la riqueza de la risa gutural de Drake, la
visión de su cabeza echada hacia atrás. Escalaría mil montañas para volver a escuchar
ese sonido. Con una amplia sonrisa, se unió riéndose con él, hasta que sus ojos se
humedecieron, y los costados le dolieron. Luego, apoyó la cabeza en su pecho.
Su risa murió, y ella enmudeció.
Muy lentamente se levantó. Estaban tan cerca. Su nariz casi tocando la suya.
Cualquiera que fuera la alegría que habían estado disfrutando se había disipado.
Dentro de sus ojos ardientes, ahora veía deseo y anhelo. Podía sentir el
estremecimiento de su cuerpo tenso, casi temblando como un arco fuertemente
estirado por la flecha. Ella había practicado con arco y flecha, le susurró un rincón de
su mente. Pero dejó ir ese pensamiento ya que no había nada en su pasado que le
importara tanto como él. Nada era más importante que ese momento.
Iba a besarla de nuevo. Lo sabía con todo en su corazón. Quería que la besara,
quería sentir el movimiento de su boca sobre la de ella. Quería desesperadamente
otro beso que los llevara más allá de la tentación y no sabía si sería lo
suficientemente fuerte como para negarse a ese viaje.
–Me encanta tu risa– susurró.
–Ha pasado un largo tiempo desde la última vez que reí. Me olvi…
Negó con la cabeza.
–Tenemos que secarnos.
El hechizo se rompió, y se preguntó si tal vez lo había imaginado. Cambiando su
peso, y poniendo sus manos en sus caderas, se las arregló para impulsarla hasta que
estuvo de nuevo sobre sus pies. Su ropa se le pegaba al cuerpo. Tendría que
cambiarse la ropa áspera que se había puesto al despertar sin recuerdos, pero no le
importaba.
Drake salió del canal de agua. Antes de que pudiera alejarse, acarició su
mandíbula y su mejilla.
–Ojalá me acordara de todo lo que sé acerca de ti.
–No te agradaría recordarlo.
–Me parece bastante difícil de creer, porque en este preciso momento me
gustas mucho en verdad.
Ella le gustaba mucho también.

***

Mirándose en el espejo mientras se anudaba un pañuelo al cuello después de su


baño, Drake concluyó que tenía un problema. Ella no tenía que hacerlo reír. No tenía
que preocuparse porque utilizara el cepillo de plata que le había regalado para
peinar a la yegua. No debía provocar que quisiera besarla hasta perder el sentido. No
tenía que desear que nunca recuperara su memoria, y que pudieran continuar así
para siempre.
Se hundió en una silla y levantó una bota que había sido pulida de manera tal
que podía ver su reflejo en ella. Phee había hecho eso. Estaba haciendo mucho más
de lo que había previsto inicialmente. No podía quedarse con ella. Tenía que decirle
la verdad, devolverla a su vida.
Empujando el pie en la bota, decidió que iba a confesarle todo y la llevaría a su
casa antes de ir al club. Estaba casi seguro de que Somerdale no había querido
hacerle ningún daño. Estaría a salvo con su hermano.
Cuando se puso la otra bota, se preguntó si estar casi seguro era suficiente como
para garantizar su seguridad. Sacudió la cabeza. Se estaba esforzando por
convencerse para retrasar lo inevitable. Seguramente discutir consigo mismo era un
signo de locura.
Phee lo había llevado a la locura.
Había estado a punto de besarla cuando estaban en el canal de agua. Si tomaba
su boca una vez más, no sabía si encontraría la fuerza para detenerse.
Se paró y se puso su chaleco. Había llegado el momento de hacer lo correcto.
Tenía que prepararse para su encuentro con los socios y hacer de esa farsa solo una
breve interrupción en su vida.
–Bien, entonces– murmuró –ahora es el momento.
Estaría furiosa con él, las cosas entre ellos regresarían a la normalidad, y podría
dejar de disfrutar esos malditos momentos con ella. Prefería la altiva nariz parada de
Lady O. Él sabía exactamente donde estaba con ella. La mujer en su residencia tenía
demasiadas facetas, era demasiado interesante, demasiado molesta.
Salió de su dormitorio con un paso determinado. Volvería a tener su vida como
siempre, sin tener que preocuparse por si recobraba la memoria cuando él no estaba
cerca, o lo asustada que podría llegar a sentirse.
Estaba a mitad de camino a la cocina cuando los aromas asaltaron sus sentidos.
La cena se estaba preparando para él. Había pensado en humillarla por haber
atendido sus necesidades y deseos. Sin embargo, él era el que estaba siendo
humillado, al verla esforzarse tan duro para complacerlo. Había esperado que se
quejara instintivamente todo el tiempo, que hiciera caso omiso de sus deberes, y se
sentara todo el día haciendo girar los pulgares. No esperaba que asumiera el rol que
le había dado con entusiasmo, que aceptara el desafío de aprender a cuidar de su
hogar.
Pasándose los dedos por el pelo, decidió que le revelaría la verdad después de
que hubieran comido. Sería poco amable permitir que los esfuerzos de esa noche
fueran desperdiciados.
Entró a la cocina a tiempo para verla sacar una fuente del horno.
Enderezándose, le ofreció una cálida sonrisa que lo arrasó, desde la cabeza hasta los
dedos de los pies.
–Justo a tiempo– dijo, poniendo el plato entre dos velas encendidas en la mesa
cubierta por un mantel de lino. Vino blanco llenaba dos vasos, esperándolos.
–Es un pastel de pollo. No es lujoso, pero lo hice todo yo misma. Bueno, la
señora Pratt me proporcionó la receta, pero no tuvo que hacer nada más, ni siquiera
cortar las verduras. Lo hice todo sola.
Sonaba tan extraordinariamente satisfecha de sí misma. Quería añadir a su
alegría, su sentido de satisfacción.
–Huele delicioso.
Y era verdad. El vapor se elevaba a través de los agujeros en la corteza del
pastel.
Llevándose las manos a la espalda, se desató el delantal, se lo quitó y lo colgó de
un gancho en la pared.
–Espero que no te importe que haya puesto mantel y velas en la mesa. Me
parecía mal comer en una mesa desnuda. Por supuesto, una vez que esté instalado el
comedor, podremos cenar allí.
Para cuando eso sucediera, ella ya no estaría. No iba a ver ninguna de las otras
habitaciones amuebladas ni notar los cambios que pensaba hacer a la residencia.
–No me importa en absoluto– dijo, sacando su silla.
Con otra de esas sonrisas traviesas, se sentó. Él tomó su lugar en la mesa. Sirvió
pastel en un plato para él y luego para ella
Mientras esperaba que se enfriara, dijo:
–Pareces disfrutar de tu trabajo.
–Mucho. Es extraño ya que la primera vez que desperté en esta casa no podía
imaginarme haciendo nada de esto.
Se veía radiante. Estaba seguro de que cuando le contara todo después de la
cena sólo irradiaría furia. Tampoco tenía muchas ganas de llevarla a su casa. Su
residencia parecería vacía, falta de energía. Era un edificio viejo y sin embargo estaba
actuando como si viviera y respirara, como si se diera cuenta de su presencia tanto
como lo hacía él.
Estaba fascinado por la forma en que la luz de las llamas se reflejaba en sus ojos,
y en su cabello. Llevaba una trenza enroscada sobre su cabeza. Un estilo sencillo, uno
que anteriormente hubiera considerado inadecuado para Lady O, y sin embargo le
parecía perfecto para Phee. Las dos mujeres se convertían en una cada vez con más
frecuencia. Para distraerse de la atracción, dijo:
–Me di cuenta de la mesa que agregaste al vestíbulo.
Ella se rió un poco, y se dio cuenta de que tratar de distraerse de su presencia
iba a ser imposible. Cada aspecto de ella le embrujaba.
–Descubrí esa mesa en una pequeña tienda. Logré que me rebajaran el precio
argumentando que estaba astillada en una esquina.
Un pliegue apareció entre sus cejas.
–¿Te diste cuenta de eso?
Él había sido deshonesto con ella desde el principio. ¿Por qué parar ahora?
–No, en absoluto.
Le obsequió otra de sus sonrisas brillantes.
–Me alegra oír eso. No pensé que fuera demasiado notable. Espero que las flores
sirvan para distraer la atención.
Pinchó el pastel con el tenedor. Él hizo lo mismo, dándose cuenta de que todavía
tenía que llevarse la comida a la boca. Así que tomó un bocado, y sonrió.
–Muy sabroso.
Y lo era. Increíblemente sabroso. Lo último que esperaba era que llegara a
dominar el arte de la cocina.
–Estoy tan contenta de que lo estés disfrutando. Algo más que hubieras
disfrutado es ver lo que nos costó a Marla y a mí traer esa mesa hasta aquí.
–¿La trajeron ustedes?
–Sólo un tramo. Luego me quedé cuidando la mesa mientras ella iba a buscar a
Rob, el criado de la señora Turner.
–¿La señora Turner?
Levantó una mano cuando le clavó críticamente la mirada.
–Ya sé, ya sé, la viuda de la casa de al lado.
–Sí. Me gustaría que pudieras contratar a un lacayo.
Podría. Podía permitirse contratar una gran cantidad de servidores. Obviamente
era un ama de llaves que soltaba con demasiada libertad lo que estaba en su mente,
sin pelos en la lengua, ni evitando herir la sensibilidad de su empleador. ¿Qué
demonios estaba pensando? Ella no era una sirvienta.
–Se supone que debo lavar las ventanas– dijo tomando un pedazo de pollo con
el tenedor. –Pero no alcanzo. No sé si me gustan las alturas, ni siquiera sé si tienes
una. Supongo que podría pedirla prestada.
–Tú no debes subirte a ninguna escalera.
–Pero, ¿qué hay de tus ventanas?
–Voy a contratar a alguien para que las lave.
–No quiero que pienses que te lo dije porque yo no quiero ocuparme de ellas.
Tenía la sensación de estar siendo manipulado de nuevo. Debería estar enojado.
Sin embargo, estaba bastante divertido. Ya había perdido la cuenta del número de
veces que lo había divertido.
–¿De dónde sacaste las rosas?
–Las robé del jardín de la señora Turner.
Él arqueó una ceja.
–¿Así que ahora eres una ladrona?
–Marla dijo que su empleadora no lo notaría. Nunca sale al jardín, y nadie viene
a visitarla. Me parece bastante triste. Pensé en llamarla, para invitarla a tomar el té
conmigo en su jardín de rosas, pero al parecer los sirvientes no están autorizados a
visitar a los empleadores.
Su compasión le asombró. ¿Era esta la mujer que había visto Grace, la mujer de
quien era tan amiga? ¿Por qué esa fachada fría, distante? Quería explorarla, no sólo
con las manos, sino con su mente, para conocer y comprenderla en todos los
aspectos.
Los minutos pasaban rápidamente. Tenía que decírselo. En la mañana.
Encontraría tiempo durante la mañana. No tenía sentido arruinar la diversión de un
día de grandes logros.
Cuando Drake se sentó en el escritorio de su biblioteca, se le ocurrió que no
estaba haciendo nada de lo que se suponía que debía hacer. Había dejado a Phee en
la cocina, poniendo en orden las cosas, con la idea de que él se dirigiría al club. Había
pensado lo mismo hasta que se acercó al final de la calle. Entonces se volvió
bruscamente y pegó la vuelta, tomó prestado el lacayo de la señora Turner, y le pagó
para que entregara un mensaje a Goliat, donde le informaba que se quedaría en la
casa esa noche. Se dijo que era porque podía pensar mejor allí, porque era más
tranquilo, y menos probable de que lo molestaran.
Pero sabía que no era verdad. Se resistía a dejarla sola con la compañía de un
gato, sabiendo que esta iba a ser su última noche en la casa, ya que después de la
reunión de la mañana siguiente se lo diría todo. Esa pequeña farsa había durado el
tiempo suficiente. Era el momento de ponerle fin. Pero primero tenía que
concentrarse en la reunión.
Sin embargo, todo estaba tan silencioso. ¿Alguna vez había notado lo tranquila
que era cuando la oscuridad caía más allá de las ventanas? Oyó el crujido ocasional
del fuego, pero eso sólo aumentaba la sensación de aislamiento. Y la había dejado
allí sola, noche tras noche, una mujer cuyas noches habían estado llenas de bailes,
cenas y alegría. Dudaba que hubiera pasado una hora completamente sola antes de
que la encontrara en el río. No es que recordara todas sus obligaciones sociales, pero
tenía conocimiento de ellas, y eso de alguna manera hacía que todo se viera peor.
Se negó a reconocer la alegría que sintió cuando la puerta se abrió y ella entró
en la biblioteca, con el gato rozando sus faldas cuando caminaba. La sorpresa iluminó
sus facciones.
–Pensé que te habías ido al club.
–Decidí trabajar aquí esta noche.
–Oh.
Ella vaciló, miró a su alrededor, levantó una libreta de papel.
–Yo iba a dibujar un rato. ¿Te importa si lo hago aquí?
–No, por supuesto que no.
Tampoco tenía muchas opciones, no podía ser tan egoísta como para negarse a
compartir la habitación.
Cerró la puerta, lo que creó una intimidad que no había esperado en una
habitación tan grande como esa. Era una tontería, ya que habían estado en su
dormitorio y compartido una cámara de baño. La risa en el jardín, pensó, había
cambiado las cosas entre ellos, había derribado los muros que le permitían
mantenerse aislado, había abierto ventanas que habría preferido que permanecieran
cerradas.
Ubicándose frente al escritorio miró el papel delante de él, la pluma en la mano
como si esperara descubrir algún gran descubrimiento.
–¿Qué tipo de trabajo puedes hacer aquí que no requiera tu presencia en el
club?
–Tengo una reunión con los socios en la mañana. Estoy tratando de organizar
mis ideas.
–¿Cuáles son?
–No estoy muy seguro ya que todavía tengo que organizarlas.– Gruñó.
Parpadeando, dio un paso atrás.
–Lo siento.
–No.
Levantó la mano, maldiciéndose por sus palabras cortantes.
–Me encerré aquí porque esperaba que fuera más tranquilo que el club, y
necesito concentrarme.
–Tal vez debería ir a otra parte.
–No, yo…
Te quiero aquí.
–Ya encendí el fuego, y es muy agradable sentarse en las sillas nuevas. Puedes
disfrutar de ello.
–Voy a ser tan silencioso como un lirón.
Tomó la silla que estaba frente a la suya. Si se inclinaba un poco hacia delante,
podía ver con claridad, las piernas metidas debajo de ella, la almohadilla en su
regazo, el lápiz moviéndose a través del papel con una velocidad que debía coincidir
con la de su pluma.
Entonces se detuvo, levantó la cabeza, abrió la boca, y la cerró. Él no estaba lo
suficientemente cerca para ver su sonrojo, pero sospechaba que estaba allí, un rosa
tenue producto de sus tenues pasiones. Tal vez un poco de vergüenza, porque había
estado a punto de molestarle con un comentario o una pregunta. Volvió a su dibujo.
Trató de volver a sus notas, pero estaba demasiado consciente de ella, de cada
uno de sus movimientos, de sus suspiros suaves, del arañazo débil de su lápiz, de su
silencio. Discretamente miró en su dirección, royendo el labio inferior. A veces
parecía que entablaba una conversación con ella misma, en su mente, y se encontró
anhelando conocer los pensamientos que la acosaban.
El gato que se suponía iba a hacerle compañía se había hecho echado a dormir
sobre un estante. No era una criatura tan agradable después de todo, aunque de que
nunca le habían gustado. Los perros eran más de su agrado, incluso cuando eran
grandes, torpes y lo hacían caer. No había planeado tirar a Phee en la pila de agua.
Sólo quería llevarla fingiendo que sus intenciones eran siniestras, oír su grito
pidiendo que se detuviera, y a último momento dejarla de pie en el suelo. En lugar de
ello, Rosco se había asegurado que Phee consiguiera lo que quería, provocar su risa y
hacer que flotara a su alrededor. No importaba que lo hubiera empapado y hecho
parecer un tonto. Sus ojos y su sonrisa habían brillado. Pensó que podía enamorarse
de esa mujer. Sólo que sería un verdadero desastre.
Tirando atrás su silla, se puso de pie.
–¿Has terminado?– Preguntó.
Ni siquiera había comenzado, pero de repente quería estar con ella. Se acercó a
la mesa de la esquina, sirvió whisky en dos vasos, se acercó a donde estaba sentada,
y le entregó uno antes de tomar la silla frente a la suya.
–Cuidado– advirtió. –Puede quemarte la garganta si no estás acostumbrada.
Ella se lo llevó a la nariz, inhaló profundamente, tomó un pequeño sorbo, y le
obsequió la sonrisa que estaba empezando a amar.
–Me es muy familiar. Lo he bebido antes. ¿Me habré comportado mal alguna
vez? ¿Qué te parece?
En lo que a ella se refería no sabía qué pensar.
–Quizás.
Tomó un sorbo de whisky, y se lamió los labios de una manera que hizo que se le
secara la garganta.
–¿Pudiste organizar tus ideas?– Preguntó.
Estaban más dispersos que nunca.
–Fuiste demasiado molesta.
–No he hablado.
–Estabas inquieta.
Con un suspiro, puso los ojos en blanco.
–Me quedé pensando en algo que quería decirte, pero sabía que no me lo
agradecerías.
–Dímelo ahora.– Dijo ella.
–No debería molestarte con eso.
Nada en ella era una molestia. ¿Cuándo había sucedido? Poco a poco, de manera
irrevocable.
–Me gustaría saber que estás dibujando.
–De acuerdo entonces. He estado diseñando el salón delantero.
Inclinándose hacia atrás, estiró las piernas.
–¿Mi sala?
Asintió con entusiasmo, pero estaba empezando a darse cuenta de que todo lo
hacía con entusiasmo.
–No sé por qué, pero cuando entro a una de las habitaciones vacías, puedo
imaginarme cómo debería lucir. Así que pensé que si podía esbozar el diseño podría
ayudarte cuando llegara el momento de amueblar la habitación.
–¿Cómo te parece que debería verse mi sala?
–Al principio, pensé que debería pintarse de color amarillo o lavanda, pero no te
identifica. Tiene que ser oscura, pero elegante. Negro y oro, creo. Aquí, te voy a
mostrar.
Dejando a un lado su copa sobre la mesa al lado de la silla, se levantó, se acercó
a él, se inclinó, y sostuvo la libreta frente a sus ojos.
El salón delantero que había esbozado tenía una notable semejanza con la
habitación de su residencia. Pero tenía muebles, un gran espejo encima de la repisa
de la chimenea, diseñada por encima del muro. Estaba explicando los detalles, pero
él sólo podía coger fragmentos de terciopelo negro, paneles de madera, papel negro
y oro en las paredes, porque la mayor parte de su atención se centraba en el pecho
apretado contra su hombro. Suave y flexible. No llevaba corsé. Sólo una camisa
delgada separaba su piel de sus caricias, y podía deshacerse de ella con bastante
facilidad. Si se estiraba, ahuecando su pecho, sentiría el calor del fuego fácilmente.
Ella era una tentadora que no sabía que poseía el poder para convertirlo en un idiota
sin sentido.
Cuando estaba cerca, no podía concentrarse en nada más: su fragancia, su piel
de alabastro, su pelo rubio. Quería desarmar su trenza, peinar sus dedos a través de
los largos mechones. No necesitaba un cepillo con mango de plata. Sus dedos serían
suficientes. Una y otra vez. Un centenar de veces. Mil si ella lo deseaba.
A veces cuando bajaba la guardia, tenía destellos de imágenes de la noche en
que la había desnudado, cuando se había esforzado por ser un caballero. Pero el
canalla en su interior había mirado. Conocía sus largas piernas y caderas estrechas.
Sabía lo plano de su estómago. O al menos pensaba que así era. Había sido rápido
para eliminar su ropa, se había tomado libertades, pero sabía que estaba
confeccionada en suave satén.
–¿Drake?
Su tono era conciso, impaciente. Levantó la mirada hacia su rostro, tan cerca de
él, su ceño profundamente fruncido.
–¿Qué piensas?
En que me gustaría llevarte a mi cama de nuevo, sólo que esta vez me gustaría
tenerte durante largos momentos, horas, desvistiéndote.
Se aclaró la garganta, y dirigió su atención al dibujo.
–Es muy bonito.
Burlándose, ella se apartó, y su placer atormentado llegó a su fin. Gracias a Dios.
Había estado a punto de hacer algo que sin duda luego debería lamentar.
–Sólo estás diciéndolo que ser amable. Te he aburrido con mi parloteo.
Volvió a la silla grande de felpa que se había hecho para la comodidad de un
hombre, y encogió sus pies, metiéndolos debajo de ella. Acurrucada como estaba, le
recordaba a un gato, con sus ojos verdes ovalados, exóticos por la forma en que
capturaban las llamas del fuego y brillaban.
–No, lo hago por ser amable. Lo puedo ver muy claramente. Has hecho un gran
esfuerzo.
Ella ladeó la cabeza y lo estudió, mientras tomaba un sorbo de whisky. No quería
admitir que podía verse a sí mismo haciendo eso cada noche, estar con ella, ya sea
hablando o en silencio. Se estaba convirtiendo en su mundo, sus expectativas al
revés, de adentro hacia afuera.
–En realidad no me corresponde, supongo. Su esposa, sin duda, querrá decorar
las salas a su gusto.
–Te he dicho que no tengo una esposa.
–Pero algún día.
–No. Tú y yo somos iguales en ese sentido, no tengo ninguna intención de
casarme.
–¿Por qué no?
Era una pregunta tan simple con una respuesta tan complicada.
–La maldición que corre por mi sangre tiene que terminar conmigo.
–Esa parece una razón bastante drástica.
Pero había más que eso, y podía decir por el arqueo de su delicada ceja que lo
sospechaba. Pero por una vez, no estaba cuestionándolo, empujando, insistiendo en
que le proporcionara más información. Simplemente estaba esperando, dándole
tiempo. Era tan fácil olvidar quién era, la verdadera naturaleza de su relación. Podría
ignorarla si estuviera molestándolo, con la naricita alzada, mirándolo hacia abajo con
altivez.
Pero lo miraba desapasionadamente, como a un igual. No como una criada a su
amo, no como una dama de alta cuna a un hombre nacido en la calle. Casi como una
amiga a un amigo, o tal vez algo más. No estaba muy seguro de cómo definir lo que
había entre ellos. Tal vez no encontraba la forma de definirlo porque ella no era real,
era simplemente una farsa, un engaño, una mentira.
Debería decirle la verdad sobre su infancia era ahora mientras que el whisky le
calentaba la sangre, y le relajaba los pensamientos. Pero había sostenido su propia
verdad por tanto tiempo, una carga que no se había atrevido a contarle a nadie, un
peso debajo del que a veces sentía que podría asfixiarse. Porque, ¿quién iba a
entenderlo? Tal vez ella, la que ahora era casi una pizarra en blanco.
Inclinándose hacia adelante, clavó los codos en sus muslos y sostuvo su copa
entre las manos, observando cómo el líquido se aclaraba y se oscurecía,
dependiendo de la luz del fuego. La vida estaba compuesta de los mismos
contraluces, a veces claras y otras oscuras. Había pasado demasiado tiempo en la
oscuridad.
Desvió la mirada hacia el estante, a la caja que contenía su herencia.
–Una vez me preguntaste sobre Robert Sykes.
–El asesino.
Él trajo a su atención de nuevo a ella. Quería confiar en ella, quería creer que esa
mujer que vivía en su casa era la verdadera Lady O. Que la otra había sido un invento
de la Sociedad. Constantemente sosteniendo su mirada, pronunció las palabras que
nunca había pronunciado en voz alta.
–Él era mi padre.
Phee luchó para no mostrar ninguna reacción, pero estaba bastante segura de
que había palidecido ya que de repente se sintió fría y húmeda.
–¿Qué edad tenías cuando él... ¿murió?
–Tenía ocho años cuando fue ahorcado.
Dijo las palabras con tanta indiferencia, como si sólo le hubiera informado de su
edad la última vez que su padre había salido a dar un paseo.
–Yo escuché a los sirvientes decir que al día siguiente lo iban a ejecutar en la
horca. Recogí los recortes de periódicos y los guarde. No podía leer, pero sabía que
algún día lo haría y si había algo que hablara acerca de mi padre en el papel, yo
quería tenerlo. Fue tal vez un año y medio más tarde cuando recorté ese artículo–
echó la cabeza hacia los estantes donde había colocado la caja después de que la
había descubierto. –Y lo guardé en la caja. Para no olvidar de dónde vengo, nunca
quise olvidar que nací de un asesino.
–¿Qué hay de tu madre?
Echándose hacia atrás, tomó un largo trago de su whisky.
–Él la mató.
Ella estaba horrorizada.
–Lo siento mucho.
Él encontró su mirada.
–No fue obra tuya. Yo soy quien le falló.
Estaba tan condenadamente tranquilo hablando de todo el asunto. Quería
levantarse y sacudirlo, hacerle mostrar alguna reacción, pero luego se dio cuenta de
que la mano que sostenía el vaso, tenía los nudillos tan blancos por apretarlo que
podía ver el contorno de sus huesos. Le sorprendió que el cristal no se rompiera. No
estaba en absoluto imperturbable por la historia.
–¿Cómo pudiste supuestamente haberle fallado?
–Él la golpeó.
Negó con la cabeza.
–No, es una palabra demasiado débil. Golpearla. Él la aporreaba. Sus manos se
apretaban en puños carnosos y los hundía en el rostro de mi madre.
Levantó una de sus manos, la dio vuelta, examinándola.
–Tengo las mismas manos.
–No seas ridículo. Esas son tus manos. No tienen nada que ver con él.
Levantó la mirada, y ella pudo ver la angustia en las profundidades oscuras.
–Tú te precipitaste para poner en su lugar a un hombre por maltratar a un
caballo viejo. Yo debería haber hecho lo mismo con mi padre cuando él golpeaba con
sus puños a mi madre, pero me encogí en un rincón, con miedo de que se acordara
de que estaba allí, y ser el próximo en recibir la violencia de sus golpes.
–Tú eras un niño. Tu madre no esperaba que intervinieras para protegerla. Me
atrevo a decir, que le habría roto el corazón, causándole más dolor del que ya había
sufrido verte herido también. No puedes culparte por su comportamiento bestial.
Tomando otro sorbo, cambió su atención a las llamas.
–Fui a presenciar su ahorcamiento.
–Oh Dios mío. ¿Alguien te llevó? ¿Un niño? ¿Quién fue? ¡Deberían haberlo
azotado!
Una esquina de su boca se ladeó muy ligeramente mientras sus ojos se volvían
hacia ella.
–Tú no crees en los azotes.
–Creo en azotar a la gente cuando se comporta mal. No deberías haber tenido
que presenciar la muerte de tu padre, sin importar lo horrible que haya sido.
Deberías haber sido apartado de verlo morir.
–Nadie me llevó. Fui solo. Yo crecí en la calle, conocía el camino, no temía
perderme. Nunca se le dije a nadie.
–No es un lugar para un niño.
No es un lugar para un adulto. Ella no recordaba haber asistido nunca a un
ahorcamiento, pero bien podría imaginar la truculencia del mismo. Le dolía el
corazón por él, que había visto algo tan horrendo. Había sido su padre más allá de
que había hecho lo peor.
–Hace un cuarto de siglo el espectáculo servía de entretenimiento. Sólo tenía
ocho años, pero me daba cuenta de que debería estar avergonzado. Me quedé entre
esa muchedumbre mirando a los ahorcados, mortificado de que la criatura que
estaba allí con la soga alrededor del cuello como un animal estaba relacionado
conmigo. Y lo peor de todo es que yo lloraba, porque lo amaba. Lo odiaba, le
despreciaba, conocía la brutalidad de la que era capaz, sabía que había matado a mi
madre, y, sin embargo, de alguna manera, a mi pesar, todavía lo amaba.
Ella no pudo evitarlo. Demasiada distancia los separaba. Se levantó, cruzó la sala
y se arrodilló delante de él, tomando su mano libre. Al sentir la tensión, le acarició los
dedos largos y la amplia palma.
–Creo que podemos amar a una persona sin amar las cosas que hace. Era tu
padre. Existía un vínculo entre ustedes.
–Un vínculo. Sí.
Después de beber el último sorbo de whisky, dejó a un lado el vaso. Luego le
acunó la mejilla.
–Su sangre corre a través de mí. Y ése, dulce Phee, es el motivo por el que nunca
voy a casarme, porque no soy digno de tener una esposa o hijos o una familia que
me acoja. Debido al legado que dejó en mí. No puedo imponerla en otros.
Las lágrimas brotaron de sus ojos. Que ese hombre creyera esas cosas era
inconcebible.
–Tú no eres tu padre.
Se rió baja, oscuramente.
–¿No viste lo que hice con Morris? Tengo las manos duras de mi padre y su duro
temperamento también. Me he pasado la vida tratando de mantenerlo bajo control,
pero siempre está allí, en plena ebullición por debajo de la superficie. No puedo
escapar.
–Morris merecía tu temperamento y tus puños. Hubieras tardado mucho más
tiempo si lo hubieras golpeado como se merecía, así que debería sentirse muy
agradecido de haberla sacado tan barata.
Él se rió entre dientes, un sonido relajado que reverberó a través de ella. No
quería que él albergara esos pensamientos oscuros, donde su pasado lo perseguía.
Deseaba tener el poder de hacer que se olvidara de su padre, todo lo que sabía, todo
lo que había presenciado. Tal vez había algunas cosas que una persona no debería
recordar nunca.
–Tú eres una bruja– dijo.
–El temperamento sirve para un propósito.
Poniendo un beso sobre sus nudillos, repitió:
–No eres tu padre.
–Ojalá pudiera creerte.
–Puedes. Debes.
Ella suspiró profundamente. ¿Cómo podría explicarlo?
–Sé que no te recuerdo de antes, y que hago pequeños comentarios crípticos de
vez en cuando que indican que podríamos no haber sido los mejores amigos, no sé
por qué, y no me importa. Porque te conozco ahora. Sé quién eres. Sé lo amable que
eres. Dejas que yo tenga un caballo, un gato y un perro. Me traes la cena y me llevas
de picnic al jardín. No me gritas, aunque soy un ama de llaves horrible. No te quejas
de que compro cosas para Marla con tus monedas. Intentas ayudarme a recordar, y
eres paciente conmigo cuando no lo hago.
Le pasó los dedos por el pelo.
–Me niego a creer que haya algo de tu padre en ti. Tú eres un hombre único. Me
parece que todo en ti es bastante notable.
Con un gruñido, la atrajo a su regazo, tomó su boca, como si sin ella, fuera a
morir. Era un sentimiento que ella entendía completamente porque no había
querido pasar un momento más sin besarlo. Había estado tan contenta al descubrir
que estaba todavía allí. Pensaba que nunca pasaba suficientes momentos con él.
Había llegado a despreciar a la luna porque cuando se levantaba en el cielo, se iba.
Prefería el sol, ya que lo traía de vuelta.
Apartándose, lo miró a los ojos, y el deseo ardiente que hacía galopar su
corazón. Él pasó los dedos por su pelo, todavía trenzado.
–Esto entre nosotros es tan peligroso– dijo, con la voz áspera y cruda.
–Sé que no me harás daño.
Presionó su frente a la de ella, negó con la cabeza ligeramente.
–No deberías estar aquí.
–Yo no quiero estar en ningún otro lugar.
–Voy a quemarme en el infierno.
–¿Qué significa eso?
Retrocediendo, puso una sonrisa irónica.
–Que quiero estar contigo de maneras que un hombre de honor no lo haría. No
voy a arruinarte. No lo haré.
Pensó que él estaba tratando de convencerse a sí mismo más que a ella. ¿Estaba
equivocada al pensar que la deseaba? Probablemente, pero no le importaba. Quería
animarlo a tirar la precaución por el aire, pero luego recordó por qué estaba allí.
Había prometido no distraerlo, pero se las había arreglado para hacer precisamente
eso.
–¿Puedes hablarme sobre esta reunión que tendrás con los socios?
Él pareció aliviado por su pregunta, que significaba cambiar de tema, y llevarlo
lejos de la tentación.
–El club que manejo, el Dodgers. ¿Es un nombre que te suena familiar?–
Preguntó.
Ella sacudió su cabeza.
–¿Debería serlo?
–Es bastante bien conocido. Tú sabías que yo lo regenteaba. Acabo de
acordarme…
Negó con la cabeza.
–No importa. De todos modos, es propiedad de tres socios. Uno de los socios es
la mujer que me acogió y me crió como su propio hijo.
Parpadeo y soltó una risa sorprendida.
–¿La propietaria de la sala de juegos es una mujer?
–Ella una vez fue tenedora de libros. Hace unos treinta años o algo así, Londres
era muy diferente, más oscuro. Los tres socios sobrevivieron a las calles, se volvieron
exitosos. Le debo la vida. En realidad se la debo a todos ellos por eso les brindo mi
servicio. Pero creo que el propósito de la reunión de mañana es decidir el destino del
club, y me temo que es posible que decidan que ha llegado el momento de cerrarlo.
–¿Qué vas a hacer si eso sucede?
–No estoy seguro. Espero persuadirlos de lo contrario.
–¿Y si no puedes?
–Voy a abrir mi propio club. Comenzar de nuevo.
–No me puedo imaginar que tengas que empezar de nuevo– frunció el ceño. –
Aunque supongo que de alguna manera es lo que estoy haciendo.
–Voy a tener una ventaja si tengo que empezar de nuevo. Ya sé todo lo que
implica, todo lo que necesito hacer. La idea de comenzar de nuevo me excita.
Durante mucho tiempo he querido tener mi propio lugar, pero mi lealtad es para con
ellos. Es por eso que tengo que organizar mis ideas, para convencerlos de que
todavía hay dinero que ganar, y que puedo ocuparme de hacerlo.
–¿Sacrificas tu propio sueño por ellos?
–Dudo que podría soñar nada si no fuera por ellos.
¿Cómo podía pensar que era parecido a su padre, un hombre que había puesto
fin a su vida colgando de una soga?
–Sé que no te recuerdo de antes, Drake Darling, pero yo te conozco y puedo
decir con absoluta confianza que no tienes un ápice de tu padre en ti. Tu lealtad a los
que te han ayudado a lo largo de los años, tu bondad para conmigo... Eres un
hombre que merece sólo lo bueno de la vida. Espero que lo consigas.
–Me humillas, Phee.– Él acunó su mejilla. –Eres una distracción que no me
puedo permitir.
–¿Vas a regresar antes de la reunión?
–Después.
Inclinándose, lo besó profundamente, a fondo. Cuando sus brazos se cerraron a
su alrededor ella se separó y se deslizó de su regazo.
–Eso fue para la suerte– le dijo con una sonrisa. –La necesitarás para la reunión
de mañana, y seguramente tendrás éxito. Tengo plena fe en ti.
Te amo, casi añadió. ¿Podía amarlo cuando lo había conocido tan poco tiempo?
¿Necesitaba sus recuerdos para conocerlo plenamente? No lo creía.
Comenzó a alejarse, pero sólo había dado tres pasos cuando él la llamó. Ella se
volvió inmediatamente hacia él.
–Phee, eres una mujer increíble. No estoy seguro de que te lo haya dicho antes.
–Tal vez entonces me des un día libre como recompensa.
Él se rió profundamente.
–Tal vez haga más que eso y te lleve a la orilla del mar.
–Me gustaría mucho.
Sonriendo alegremente, salió de la habitación. Incluso si tuviera todos sus
recuerdos, dudaba que pudiera encontrar un momento en el que se hubiera sentido
más feliz.
Capítulo 20

Las reuniones siempre se realizaban alrededor de una mesa cuadrada en la


biblioteca de Jack. Drake suponía que era su forma de demostrar la paridad de
posiciones. Sin cabecera. Sin prominencia. Cada uno tenía un lado. Eran todos
iguales. Desde el momento en que se había convertido en gerente del Dodgers, había
tenido un lugar en esa mesa, y desde los diecisiete años, había pensado que estaría
allí para siempre.
Jack Dodger se sentó frente a él. Frannie Mabry a su derecha. El conde de
Claybourne a su izquierda. Más de treinta años habían pasado desde la inauguración
del Dodgers. No había cambiado mucho en todos esos años. Habían añadido algunos
juegos. Las mujeres ya no trabajaban puertas adentro. Pero en su mayor parte, todo
seguía como había empezado, y Drake era consciente de que ese era el tema por el
que se habían reunido.
Después de que Phee lo había dejado la noche anterior, había regresado al club,
y de pie en el balcón, había organizado sus ideas entre el ruido y el bullicio que
hacían los hombres de clase alta disfrutando de sus vicios. No podía tolerar que
Dodgers desapareciera, no cuando el negocio era tan próspero. Pero creía que
algunos ajustes vendrían bien.
Jack levantó su vaso de whisky, iniciando la reunión como de costumbre: con un
saludo.
–Por el Dodgers y la vida que nos ha dado.
Chocaron sus copas. En verdad el Dodgers había dado a Drake una buena vida. Él
no era socio, pero su ingreso era un porcentaje de las ganancias, y éstas eran
extremadamente altas.
–Organicé esta reunión– comenzó a Jack –porque los tiempos están cambiando
y no sé si estoy dispuesto a cambiar con ellos.
–Eso sería una tontería– dijo Drake.
Dentro de ese círculo, nunca había dudado en dar su opinión sobre cualquier
cosa. Siempre lo escuchaban. No siempre estaban de acuerdo, pero lo escuchaban.
Jack arqueó una ceja.
–¿Si?
–Si usted quiere que sus beneficios continúen aumentando, debe estar
dispuesto a aceptar el cambio.
–Dodger ha dado buenos beneficios siempre. Además, adaptarme, nunca ha sido
mi fuerte.
Drake sintió que su estómago caída al suelo con la determinación en el tono de
Jack.
–Sin embargo, lo es para mí. Dodger es para uso privado de la aristocracia. Pero
muchos de nuestros miembros están luchando por salir a flote. Para muchos de ellos,
las arcas de la familia no son lo que eran antes. La industrialización lo está
cambiando todo. Los que tienen riqueza no poseen títulos nobiliarios. Son
visionarios. Están abocados a la construcción, los ferrocarriles y la tierra. Son
arquitectos, inventores, o constructores. Están buscando la aceptación de la
sociedad, ya que a pesar de su riqueza, su sangre no es azul, y eso es lo que importa
aquí. Abrir las puertas de Dodgers para ellos.
Jack se inclinó hacia atrás.
–Se te nota más bien apasionado por este asunto.
–Sí, lo estoy, porque entiendo lo que se necesita.
Miró alrededor de la mesa.
–Todos ustedes deberían entenderlo también. Tenemos una oportunidad aquí
para ampliar nuestros recursos, quizás hacer una diferencia y tumbar los muros que
separa a la aristocracia del hombre común.
–¿No deseas algo más que la gestión de un antro de juego?– Preguntó la
duquesa, con mucha seriedad en sus ojos azules.
Siempre había amado esa mirada.
–Estoy muy conforme, y lo disfruto. Lo único que me gustaría más que regentear
el club, sería tener uno propio.
–Entonces, ¿por qué no lo haces?– Preguntó el conde de Claybourne.
Drake miró alrededor de la mesa.
–Porque me debo a cada uno de ustedes por la oportunidad que me dieron de
mejorar mi vida. Yo no voy a mostrar mi agradecimiento entrando en competencia
contra ustedes.
Claybourne le echó a Jack una mirada mordaz. Jack se encogió de hombros y
acusó:
–Te lo dije.
Drake frunció el ceño. No tenía un buen presentimiento sobre esto. Le gustaba
aún menos la sensación de que allí estaba pasando algo más que lo que había
pensado.
–¿Qué le dijiste?
La duquesa se inclinó sobre la mesa, puso su mano sobre la suya, y la apretó.
–Jack pensó que estabas sacrificando tus propios sueños para complacernos.
–No estoy sacrificando nada.
–Entonces no te importará que pongamos fin a la sociedad– dijo Jack.
Las palabras sonaron terminantes.
–¿Ya lo han discutido y tomado la decisión?
–Así es.
–Van a cerrar el Dodgers?
Jack asintió.
Drake pensó en todas las horas que había dedicado al club, todo el trabajo, el
esfuerzo. Los planes que había esperado poner en práctica.
–Yo quiero comprarlo. Tengo ahorrado dinero suficiente. Di tu precio.
Jack parecía increíblemente contento.
–Me debes cinco libras, Claybourne. Te dije que lo querría.
–¿Por qué no habría de quererlo?– Preguntó Drake. –A menos que sus propios
hijos prefieren quedarse con él.
–¿Qué podrían hacer con él? No están precisamente necesitados de fondos– dijo
Jack. –No tienen ningún interés en el trabajo que se necesita hacer para llevar
adelante un lugar como este. Además, todos estuvimos de acuerdo, desde el
momento en que tomaste las riendas, que si tenías una habilidad especial para
administrar el lugar, algún día nos gustaría ofrecértelo. Y tú tienes una habilidad
especial, muchacho, y mucho más.
–Entonces esta reunión…
–Era para ver si lo querías.
–¿No podrías haber sido un poco más directo?
–Me conoces lo suficientemente bien como para saber que no iba a renunciar al
club sin asegurarme. Has hecho un trabajo ejemplar, pero todavía tenía que
comprobar si sentías verdadera pasión por él. Me convenciste.
Drake sintió que su pecho se descomprimía por el alivio, y sus pensamientos
estallaban por las posibilidades.
–¿Cuál es el precio?
–Mi parte es tuya, por supuesto. Considéralo tu herencia– dijo la duquesa con
una sonrisa.
Era demasiado, demasiado. Él no era digno de eso. Tenía que explicárselo, pero
entonces oyó el tono insistente de Phee diciéndole, Tú no eres tu padre. Sin
embargo, negó con la cabeza.
–No puedo tomar lo que por derecho propio es de tus hijos legítimos.
–Tú eres mi hijo.
–La ley no me reconoce como tal.
Ella lo fulminó con la mirada.
–¿Crees que me importa un bledo lo que reconoce la ley? Yo era una ladrona y
una estafadora mucho antes de ser una duquesa.
–Y obstinada– dijo Claybourne. –Acepta tu herencia, muchacho.
Drake miró a la duquesa.
–Ya me has dado tanto.
Ella sonrió suavemente.
–Tú me has dado mucho más.
–Entonces doy la bienvenida a tu generoso regalo con más gratitud de la que
puedo expresar.
Negoció con Claybourne y Jack por sus acciones. Estaba sorprendido por su
astucia, y por lo que su preparación para la reunión había implicado, creyendo que
iba a hacer una propuesta de mejoras para el negocio.
El whisky corrió para sellar el acuerdo. Drake se puso de pie.
–Estoy completamente abrumado. Tenía la esperanza de convencerlos de no
cerrar el Dodgers. El club tiene una reputación vinculada contigo Jack, pero voy a
cambiar algunas cosas para adaptarlo a los tiempos que corren. Si no tienen ninguna
objeción, me gustaría cambiar su nombre a fin de sentirlo verdaderamente mío.
–Ahora eres su propietario– dijo la duquesa. –Puedes hacer con él lo que
quieras.
–Voy a hacer que te sientas orgullosa– le prometió.
–Mi querido hijo, has hecho que me sienta orgullosa desde el momento en que
entraste en mi vida.

***

Era una tontería sentarse en el borde de la ventana del salón mirando a la calle
esperando el regreso de Drake. Él había dicho que vendría a la casa después de la
reunión, pero no tenía ni idea de cuánto tiempo le tomaría o qué tan pronto después
del encuentro con los socios vendría. Por lo que sabía, podía quedarse en el club y
adelantar trabajo.
Ella no era su esposa, ni su amante, ni su amiga. Era su ama de llaves, su criada,
su lavandera, su pulidora, su lavadora de espalda. Aunque sólo había tenido ese
placer una vez. Sus manos ya estaban lo suficientemente sanas como para poder
lavarle la espalda de nuevo. Aunque quizás esta vez, pudiera lavarle un poco más: su
pelo, sus brazos, su pecho. Probablemente se detendría allí. El resto requería
demasiada intimidad, pero aun así…
Se había enfrentado a un brutal hombre que por alguna razón no la había
aterrorizado. ¿Por qué no podía enfrentar el deseo de explorarlo? Sería una tarea
mucho más agradable.
Suspirando, presionó su frente contra el cristal. Tenía tareas que hacer, aunque
por el momento no podía recordar ni una sola; clases de cocina que debería repasar,
pero no sabía si alguna vez iba a comer de nuevo, su estómago estaba anudado por
los nervios.
No quería que lo subestimaran o le hicieran pensar que no podía lograr lo que
sin duda podía. No quería que lo lastimaran, socavando su confianza. Quería estar en
esa habitación y desairar a cualquier persona que lo hiciera sentirse menos.
No es que la necesitara para presentarse como su campeona. Él era
perfectamente capaz de manejar el asunto por su cuenta. Simplemente quería ser su
pareja, estar involucrada en su vida, sus planes, sus sueños.
¡Dios del cielo! sonaba como Marla con su historia romántica de criadas y
señores de la casa. Lo único que le faltaba era imaginar que Drake le declararía amor
eterno.
Tonta, tonta.
Vio un coche de caballos parando frente a la residencia, y a Drake bajar de un
salto.
Corrió hacia la puerta, la abrió, y casi se estrelló contra su pecho. Sus reflejos
rápidos, salvaron su nariz de un buen golpe. Ella lo miró, estudiándolo mientras
trataba de descifrar la respuesta en sus ojos, pero estaban cerrados tan fuerte como
persianas durante una tormenta.
–¿Y bien?– preguntó Ella.
–Estás hablando con el nuevo propietario del Dodgers.– Dijo riendo,
sosteniéndola con fuerza, y dándole vueltas hasta quedar mareada.
Cuando finalmente la dejó, le preguntó:
–Pero, ¿cómo?
–Es una larga historia. Te lo explicaré más tarde. Vamos a celebrar.
***

Deseaba tener algo de satén y seda para ponerse, pero al menos había guardado
la falda y la blusa que le había traído, para una ocasión especial. Las mangas eran
largas y los botones de la blusa llegaban hasta el cuello. Era bastante sencillo y sin
adornos. Sin joyas, ni perlas para el pelo. A pesar de eso, con la ayuda de las manos
atentas de Marla, los rizos rubios estaban recogidos en la coronilla en un estilo
elegante que pensaba quedarían bien en cualquier salón de baile... o taberna.
No podía recordar haber estado en un lugar donde la gente era tan bulliciosa,
pero seguramente lo había hecho. Estaban sentados en una mesa de la esquina, cada
uno con una jarra de cerveza, esperando por el pastel de carne que habían
ordenado.
–Lo siento, no es muy elegante– dijo.
Ella sonrió.
–No puedo saber si lo es o no. No tengo nada con que compararlo, pero adoro la
jovialidad que hay aquí. ¿Vienes a menudo?
–Para una pinta de vez en cuando.
Quería acercarse y acomodarle el pelo de la frente, sostener su mano, abrazarlo.
Parecía como si no llevara carga alguna. Fuerte, guapo, seguro de sí mismo, del
mundo, y su lugar en él.
Le había contado todo acerca de la reunión, la maravillosa idea de darle o
venderle sus partes del club. Ella se asombró de su humildad, no daba nada por
sentado.
–¿Vas a darle un nombre diferente? Creo que deberías, ahora que es tuyo.
–Estaba pensando en llamarlo Dragones Gemelos– dijo.
–Me gusta, pero ¿por qué dos dragones?
–Porque quiero que representen al viejo y el nuevo dragón. Actualmente, un
hombre debe pertenecer a la nobleza para ser miembro.– Encogió los hombros. –
Bueno, hice hacer una excepción con un americano, porque puedo ver lo que se
viene. La nobleza no es lo que era antes. Hay una nueva élite formándose. Los que no
tienen títulos pero con riquezas que la mayoría no puede siquiera imaginar. Pero
todavía tenemos un sistema de clases, con el que estoy muy familiarizado porque me
crie dentro de ella. La familia que me recogió, ambos son Duques.
Phee abrió mucho los ojos.
–¿Fuiste criado por la nobleza?
Siempre había pensado que tenía un perfil muy educado, pero también poseía
un trasfondo algo áspero y peligroso. Era extraño que se encontrara atraída por
ambos aspectos.
–Así es. Me trataron como uno de los suyos, pero más allá de sus muros, sus
hijos son Condes, su hija una Lady, y yo soy sólo el señor Darling. A pesar del hecho
de que nunca me hicieron sentir menos, la Sociedad nunca me aceptó como un igual.
No me molesta. No estoy enojado por eso. Pero los entiendo. Todos estos señores
nuevos ricos están de pie con sus narices presionadas a la ventana del club con ganas
de ser aceptados y yo quiero darles esa posibilidad.
–Para quitarles su dinero en el juego.
–En un juego de azar todo el mundo es igual. Al destino le importa un comino el
rango, el título o la elite.
–¿Qué hay de las mujeres?
Él la miró, claramente confundido.
–Sólo estoy interesado en los juegos de azar, no en la prostitución.
Ella soltó una risa cáustica.
–No estoy segura si debo estar irritada o sorprendida al comprobar que
dirección tomó tu mente. Me refería a las mujeres que juegan en el establecimiento.
Seguramente también estarán con sus narices presionadas a las ventanas. ¿Por qué
no dejarlas entrar?
–Es una idea radical. Lo consideraré como parte de la renovación.
–¿Vas a renovarlo?
Él asintió con la cabeza.
–Quiero modernizarlo un poco. Quiero darle su propio estilo. Es mi sueño, y
quiero que refleje mis valores, mis creencias.
Podía presentir que iba a convertirse en un sitio especial.
–Me alegro de que compartas sus planes. Es un sueño maravilloso, ser dueño de
tu propio lugar, hace una gran diferencia. Es mucho más grande que el mío.
–Todos los sueños son iguales. No pueden medirse o compararse con los de otra
persona. Son demasiado personales. Su valor reside en la persona que posee el
sueño.
–Crees mucho en la igualdad de las cosas y las personas ¿no?
–Sí, mucho. Aunque los demás no lo hagan.
Una sombra cruzó su rostro. Extendiendo la mano, pasó su pulgar sobre sus
nudillos. Ella se había puesto los guantes de cabritilla, pero se los había quitado para
comer. Se alegró de que estuvieran medio escondidos y que su piel estuviera
tocando la suya.
–A veces envidio que no recuerdes tu pasado.
–No debes dejar que los recuerdos de tu padre arruinen esta noche o
contaminen tus logros. Los propietarios originales del club te confiaron algo que ellos
construyeron a partir de la nada. Tienen fe en tus habilidades. Yo también tengo fe
en ti.
Cerró los ojos y negó con la cabeza.
–Phee…
El corazón le dio un vuelco.
–No lo arruines.
Abrió los ojos, y ella le apretó la mano.
–No me digas que cuando mis recuerdos regresen no me gustarás. Porque no lo
creo. No voy a creerte. Yo sé lo que siento por ti ahora, en este mismo momento, y
sé en lo profundo de mi corazón, y en las profundidades de mi alma que nunca voy a
preocuparme por nadie como me preocupo por ti. Tengamos esta noche para
celebrar la realización de tu sueño. Baila conmigo.
Una banda de tres estaba tocando violines. Las personas se arremolinaban en
torno a otro rincón de la taberna.
–No es un vals– dijo.
–Pero parece una música muy divertida.
Él la ayudó a levantarse y la condujo en medio de los bailarines. Mientras que la
música era incorrecta, totalmente incorrecta, ellos bailaron el vals. O lo intentaron.
No había lugar para desplazarse por el suelo o danzar en círculos. Pero él estaba
sonriendo, y el hoyuelo en su barbilla le hacía un guiño. Le encantaba esa sonrisa, le
encantaba ese hoyuelo. Le encantaba la forma en que sus ojos brillaban.
Era un hombre tratando de dejar de lado su pasado, mientras que ella no tenía
ninguno. Ya no le importaba que hubieran vivido antes. Sólo se preocupaba por el
ahora, por estar con ese hombre. Ese hombre que sabía lo que era presionar la nariz
contra el cristal, un hombre que abría la puerta para otros. Quién pesaba todas sus
acciones en base a un pasado que sólo había vislumbrado.
Un hombre extraordinario con tantos valores que el mismo no reconocía.
Mientras la multitud los acercaba, ella se levantó de puntillas y lo besó. Tal vez
fue la cerveza que había bebido, la música, su sonrisa, pero quería que su boca se
moviera sobre la suya. No le importaba que fuera su empleador y que estuviera mal.
No le importaba ser su sirvienta y que nada permanente pudiera establecerse entre
ellos. No se preocupaba por su pasado o la falta de uno.
Él la apretó más mientras su boca con avidez le daba la bienvenida. Fue
consciente de los silbidos y aplausos. Cuando él se apartó sus ojos estaban más
oscuros que nunca, ardiendo de deseo, ardiendo por ella.
Necesitaba recuerdos, los ansiaba. Quería esa noche para no olvidarla nunca.

***

Con su brazo alrededor de los hombros, sosteniéndola muy cerca, viajaron en el


coche de caballos que los devolvía a la residencia. Se quedó callado mientras abría la
puerta y la llevaba dentro. Se quedó callado mientras preparaba el baño. Se quedó
callado mientras la levantaba en sus brazos y la llevaba escaleras arriba.
Fue sólo cuando estaban fuera de la cámara de baño que ella dijo:
–He soñado con bañarte.
Sus ojos se fundieron. Ella vio la seriedad en ellos. El calor se arremolinó en su
vientre cuando él asintió.
–He soñado mucho más en bañarte a ti– dijo en voz baja.
Su corazón estaba zumbando locamente, pero fue incapaz de hacer poco más
que asentir de nuevo.
–Si en algún momento vamos más lejos de lo que deseas, sólo necesitas decirme
que no siga.
–No creo que esa palabra esté en mi vocabulario esta noche.
Esas palabras por fin lo alentaron, le dieron permiso.
Con un gruñido salvaje, le tomó la boca. Ella pasó las manos por su grueso
cabello negro. Él era un hombre de muchos talentos, al parecer. La abrazaba, la
besaba, la llevó a la cámara de baño tan suavemente como un patinador sobre hielo
en movimiento.
Una imagen destelló sobre un estanque congelado en pleno invierno con ramas
cargadas de nieve, pero la metió de nuevo en los recovecos más recónditos de su
mente para examinarlos más tarde, mucho más tarde. Ese no era un momento para
que sus recuerdos se inmiscuyeran. Ese era un tiempo para nuevos recuerdos que
atesorar.
Poco a poco, su cuerpo fue deslizándose contra el suyo, la puso de pie y se
apartó del beso.
–Vamos a dejar tu pelo recogido para que no se moje– dijo.
–Me gustaría que me lo lavaras alguna vez.
–Mañana.
Empezó a deshacer sus botones.
–Traté de no mirarte demasiado cuando te desnudé la noche que te encontré en
el río.
–¿Tuviste éxito?– Preguntó sin aliento mientras le quitaba el corpiño.
–Tus piernas fueron mi perdición. Aunque no eres alta son increíblemente
largas, y me gustan mucho las piernas largas.
–Las tuyas también lo son. Me di cuenta cuando te tuve recostado a mi lado.
Él se rió, profundamente, rico.
–No son lo único largo que poseo.
Sintió el calor aflorando a su cara, porque estaba bastante segura, basado en el
brillo travieso de sus ojos, que estaba siendo travieso. Inclinándose, enterró la cara
en su pecho.
–No sé si puedo bromear sobre esto.
Acunando su rostro, se inclinó.
–Te deseo mucho, mucho, Phee. Pero no te voy a obligar y no voy a hacer nada
que te haga sentir incómoda.
–Lo sé. No estoy incómoda, ni siquiera estoy indecisa. Quiero esto también. Es
sólo que no quiero que quedes decepcionado.
–Eso no va a suceder.
Le quitó la ropa lentamente, provocativamente. Zapatos, medias, ropa interior
de seda que llenó de besos antes de quitarlas, cubriendo su piel de humedad.
Entonces quedó en cuclillas delante de ella, mirándola.
–Es como si te viera por primera vez.
–A excepción de las piernas.
Él sonrió.
–A excepción de las piernas.
Él deslizó sus manos grandes, cálidas y ásperas, hasta sus extremidades,
enviando escalofríos de placer por su cuerpo. Luego le tomó la mano y la ayudó a
meterse en la bañera.
A medida que se hundía en el agua, ella sonrió.
–Tan cálida como un abrazo.
Sin abandonar nunca sus ojos, se quitó la chaqueta, el chaleco, y el pañuelo. Se
desabrochó tres botones de la camisa y los puños, luego se arremangó, y se preguntó
por qué esa última acción parecía tan extraordinariamente sensual, más que si se
hubiera despojado de la prenda.
Arrodillado junto a la bañera, deslizó una mano en el agua y la pasó por los
dedos de los pies, su empeine, sus tobillos, sus piernas, sus muslos y la cadera. Una y
otra vez, un poco más arriba y hacia abajo.
–Eres de seda– dijo con voz áspera.
–Tú eres de terciopelo.
–Más como papel de lija.
Ella sacudió su cabeza.
–No.
Su mano fue más arriba, rozando la cintura, deslizándose sobre sus costillas,
hasta acunar un pecho mientras el agua la lamía. Inclinándose, rodeó un pezón con la
lengua, y una vez más sus manos se dispararon hacia su cabello, acercándolo. Con
una mano amasaba un seno, mientras su boca se cerraba sobre la areola rosa pálido
del otro.
Estaba agradecida porque eso recuerdos no se habían perdido. No podrían
haber hecho eso antes si pensaba que la había mirado como si fuera la primera vez.
Se habían besado, sí, pero no habían ido más lejos. Seguramente debería sentir algo
familiar en esa situación, pero no había destello alguno en su memoria. Excepto la
más increíble de las sensaciones, como si recién ahora despertara a la pasión.
Trasladó la boca hasta la curva de su cuello, succionando la delicada piel con un
gruñido de satisfacción, y ella quiso enroscarse, incluso cuando su cabeza cayó hacia
atrás para darle un acceso más fácil.
Su mano se deslizó hacia abajo, más y más abajo, hasta que sus dedos tocaron su
femineidad y una ola de placer la atravesó. Lanzó un grito que era mitad gemido y
mitad suspiro.
–Todavía no– se quejó, y no sabía si estaba hablando con ella o con él mismo,
pero sus dedos y sus labios la abandonaron.
Abrió los ojos para ver la tensión en su rostro mientras tomaba el jabón. Se
concentró en friccionar sus manos. Levantándole el pie del agua, la enjabonó entre
los dedos del pie, sobre los talones. Seda en bruto sobre satén liso. El jabón añadía
una textura que la deleitaba, sin embargo, anhelaba sus propias manos.
La lavó lentamente, cada línea, cada curva, hasta el último rincón, tomándose su
tiempo, explorando todos sus huecos, como si fuera de verdad la primera vez que
había puesto los ojos en ella. Observó la apreciación de sus ojos, la pasión que los
oscurecía. Una vez más, ella extendió la mano y le pasó los dedos por el pelo. Quería
tocarlo, lo necesitaba.
–Únete a mí– dijo.
Él la miró.
–Por favor. Puedo lavarte mientras tú me lavas.
Inclinándose, cubrió su boca, su lengua explorando con la misma intensidad que
sus manos lo hacían, como si pudiera descubrir algo nuevo. Su relación cambiaría.
Ella lo sabía, pero ya había cambiado hacía un tiempo.
No hacía sus tareas en la casa, porque eran sus deberes. Las hacía porque quería
complacerlo. Quería hacerlo feliz. Quería que anhelara volver a su casa por ella.
Quería saludarlo con una sonrisa y un beso. Quería que la tomara en sus brazos.
Quería que volviera a la medianoche, se metiera en la cama y la acunara. Quería que
durmiera a su lado, con sus respiraciones al unísono.
Todo parecía bien. Desde el momento en que había despertado en su cama,
algunas cosas habían parecido correctas y las demás habían parecido equivocadas.
Pero se había sentido bien. Sus sentimientos por él eran la única cosa en la que
confiaba realmente. Eran reales, absolutos. No tenía dudas.
Retrocediendo, se levantó y se sacó la camisa por la cabeza. Aunque había visto
su pecho antes, todavía se maravillaba por su perfección. Y la musculatura de su
estómago. Se quitó las botas y luego los pantalones. Oh, sí, era un hombre de
longitudes sorprendentes.
Se metió en la bañera, con los piernas una a cada lado de ella. Levantando sus
pies, ella los puso sobre su pecho mientras se dejaba caer en el agua, que amenazaba
con desbordar. Tomando su pie, le besó los dedos, el tobillo, la pantorrilla.
El diablo estaba en sus ojos. ¡Cómo le encantaba ese diablo!
Localizando el jabón cerca de su cadera, lo recogió y frotó sus manos. Se levantó
sobre sus rodillas y comenzó a lavarlo.
–Creo que fui una niña tonta por lavar tu espalda sólo una vez– dijo pasando las
manos sobre su pecho y brazos.
–Yo fui un tonto por no insistir en que volvieras a hacerlo.
Apoyó las manos a ambos lados de sus costillas, pasando sus pulgares por la
parte inferior de sus pechos mientras salpicaba besos sobre ellos.
–Me estás distrayendo de mi propósito aquí– le dijo ella.
–Concéntrate.
Pero, ¿cómo podría cuando la embargaban esas sensaciones tan maravillosas?
Metiendo las manos en el agua, le acarició la cadera. Él se quedó quieto.
–Oh, tengo su atención ahora– dijo.
–Siempre has tenido mi atención.
Movió sus manos por los muslos, y envolvió sus dedos alrededor de su calor. Un
gruñido escapó de su garganta y sintió las vibraciones extendiéndose por su cuerpo.
Salió del agua, llevándosela con él. Dejó la bañera, y luego la ayudó a salir
también. Luego la secó, tierna pero rápidamente antes de pasar una toalla sobre su
cuerpo.
Cuando terminó, la levantó en sus brazos y la llevó a la cama, continuando una
vez más, su exploración como si nunca hubiera puesto los ojos sobre ella antes.
La adoraba con las manos, la boca, la lengua. Le mordisqueó el cuello, los
hombros, sus pechos, más abajo.
Estaba en lo correcto. Si hubiera hecho esto con ella antes, no lo habría olvidado.
No podría haber olvidado el calor, la pasión, los gemidos. Habría recordado la
sensación de su piel deslizándose sobre la de ella mientras bajaba sobre su vientre, la
sensación de su lengua de terciopelo bebiendo de su femineidad. Habría recordaba
sus gritos mientras él la llevaba en un viaje de puro placer sin adulterar. Habría
recordado la mirada de satisfacción en su rostro cuando se levantó por encima de su
cuerpo, una mirada que debería haberla enfurecido, pero que sólo le hacía querer
aún más.
Un hombre que hacía promesas y las cumplía.
Sí, si alguna vez hubiera estado con él antes lo habría recordado.
Lo habría recordado llenándola lentamente pulgada a pulgada. El peso de su
cuerpo, la plenitud de su virilidad, el modo en que su cuerpo se apretaba con fuerza
en torno a su miembro. El profundo gemido que pronunció mientras enterraba la
cara en su cabello.
Sí, lo habría recordado.
Se levantó, capturó su mirada, y empezó a mecerse contra ella, en largas, lentas
y profundas embestidas. Hasta que el placer una vez más comenzó a crecer. Podía
ver la tensión en su rostro, la tensión en sus brazos. Bajó la cabeza, tomó su boca, y
el ritmo de sus movimientos nunca vaciló. Su sabor era algo diferente, más rico
ahora. Él era más oscuro, más apasionado.
Rompiendo el beso, comenzó a moverse más rápido. Pasándole las manos por la
espalda, sobre el dragón, levantó las caderas, a su encuentro. Su respiración se volvió
trabajosa, su piel se sonrojó. El placer explotó en mil fragmentos y gritó su nombre,
le oyó gruñir mientras se enterraba en ella una última vez, con el cuerpo temblando,
y la mandíbula apretada.
Manteniendo su peso sobre los codos, él presionó su frente contra la de ella,
calmando la respiración, mientras los temblores de placer continuaban sucediéndose
Luego el letargo los invadió, y Phee pensó que nunca podría volver a moverse.
También pensó que nunca olvidaría esa noche.
Rodando sobre la espalda, llevándola en brazos a su lado, Drake supo que nunca
olvidaría esa noche. El fuego en ella, su pasión. Querido Dios, ella era su dragón.
Al oír sus suaves ronquidos, se dio cuenta de que se había dormido. Se las
arregló para tomar las mantas, tirar de ellas, y acomodarlas a su alrededor.
Nunca en su vida había conocido a una mujer como ella. Nunca en su vida había
deseado tanto a una mujer.
Cerrando los ojos, revivió las imágenes que se revelaron ante sus ojos, un regalo
que había desenvuelto y saboreado. La sensación de ella en el agua, la maravilla de
sus caricias. El viaje a la cama. La locura que siguió.
El sabor de ella, el olor de ella.
Su disposición cuando la había penetrado...
Era tan apretada. El cielo y el infierno a la vez.
Sin embargo, se había deslizado sin dificultad. La verdad se le presentó
bruscamente y sin lugar a dudas.
Lady Ofelia Lyttleton no era virgen cuando la hizo suya.
Capítulo 21

Era tarde por la mañana cuando por fin ella despertó, mientras que él no había
sido capaz de dormirse. Varias escenas y la verdad de un descubrimiento que lo
había apabullado atormentaban su mente. Lady Ofelia había estado enamorada de
alguien más, Drake la había tomado sin saber que antes había entregado su corazón
a otro. Tal vez aquella noche cuando la había encontrado por casualidad en el río,
había estado intentando fugarse con su amante y todo había terminado en un
trágico accidente. Somerdale había dicho que tenía numerosos pretendientes. ¿Le
habrían arrebatado su sueño?
Ella le sonrió, con esa sonrisa pícara que amaba, que hacía que su pecho se
emocionara.
–Buenos días– dijo dulcemente.
–Buenos días.
No tenía sentido preguntarle nada, porque no recordaría si amaba a otra
persona. Era más necesario que nunca que recuperara su memoria.
Se subió sobre él, aplastando sus senos contra su pecho, metiendo los dedos por
su pelo, y tirándolo hacia abajo hasta que su boca pudo capturar la suya. Su
resolución amenazó con disolverlo como el azúcar en contacto con el té caliente. Le
encantaba la sencillez con la que lo buscaba, la sensación de su piel presionando la
suya. Amaba sus suspiros y gemidos, la forma en que se movía entre sus muslos.
Querido Dios, podía acostarla sobre su espalda, deslizarse dentro de ella, y
permanecer allí durante el resto del día, de la semana, de su vida. Era posible que
nunca pudiera recuperar sus recuerdos. Podía llevársela al campo, dejar que tuviera
allí el deseado refugio para sus animales y visitarla tan a menudo como pudiera y…
No, no sería suficiente. Quería con ella todos los días, todas las noches. No podía
conformarse con las sobras, aunque era muy posible que ya lo hubiera hecho. Nunca
debería haber permitido que las cosas llegaran hasta ese punto. Nunca debería haber
cedido a la tentación. Él creía saber todo sobre ella, cuando en realidad no sabía
nada de nada.
Echándose atrás, lo observó mientras pasaba los dedos por su rostro.
–¿Por qué estás frunciendo el ceño?– Preguntó. –¿He hecho algo malo?
–No, Dios no.
–¿No me quieres más?
Con un gemido de angustia, enterró el rostro en la curva de su hombro, inhaló su
fragancia única ahora mezclada con el olor almizclado del sexo.
–Si fuera posible, te quiero aún más.
–Entonces, ¿qué te pasa? Algo sucede. Puedo percibirlo. Y me aterroriza.
Retrocediendo, le retiró los mechones de pelo suelto de la cara. Quería hacer
eso todas las mañanas: acomodarle el cabello detrás de la oreja. Deslizó el dedo a
través de su clavícula.
–¿Drake?
–No estoy dispuesto a renunciar a ti, y sé que eso habla muy mal de mí.
Ella le sonrió.
–¿Cómo puede ser malo cuando yo tampoco estoy dispuesta a renunciar a ti?
¿Vamos a quedarnos en la cama todo el día?
Sabiendo lo que sabía, su conciencia no le permitía tomarla de nuevo, sin
importar lo tentador que fuera. Tenían que hablar, pero todavía no.
–Iremos a la playa– dijo.
Sus ojos se abrieron, transformándose en dos piscinas verdes en las que pensaba
que podría ahogarse. No sabía por qué le parecía imperativo que pasaran un día más
juntos antes de decirle la verdad. Sobre todo porque, sin duda, la mañana siguiente
pensaría lo mismo.
–¿En tren?– Preguntó.
Si viajaban en los asientos menos costosos, nadie la reconocería. Las personas
conocidas viajarían en la parte delantera, esperando que sus siervos les llevaran
refrescos cuando el tren se detuviera. Sólo que no quería que se sentara en la parte
trasera del tren. No quería ocultarla. Acunando su mandíbula, pudo sentir el latido
del pulso contra sus dedos.
–Tenemos que hablar primero.
–Está bien.
¿Por dónde debería empezar? ¿Por su descubrimiento de la noche anterior? ¿Por
la farsa que había comenzado la noche que la había encontrado en el río? Antes de
eso, ¿Por el beso que le había dado en la alcoba la noche del baile de Grace?
Oyó el timbre de la puerta. Phee le dirigió una mirada inquisitiva.
–¿Estás esperando a alguien?– Preguntó.
–No.
Él salió de la cama, se acercó a la ventana y miró hacia fuera. El carruaje del
duque de Lovingdon estaba estacionado frente a la casa. Maldita sea. El momento
no podría haber sido peor. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? Debería haber
regresado una semana después. Podría ignorarlo.
La campana sonó de nuevo.
O tal vez podría buscar el consejo de Lovingdon.
–Yo atenderé– dijo Phee, saliendo de la cama en toda su gloria desnuda.
–No, yo me ocuparé de eso– le dijo.
Se dirigió rápidamente a la cámara de baño y agarró los pantalones y la camisa
de la noche anterior y rápidamente se los puso.
Salió de la habitación y bajó por las escaleras. Abrió la puerta para encontrar a
Grace de pie allí. Al parecer, las cosas sí podrían empeorar.
–Lady Ophelia Lyttleton ha desaparecido– anunció, antes de cruzar el umbral, lo
que le hizo dar un paso atrás.
–¿Qué?– la miró con incredulidad.
¿Cómo se había enterado?
Ella lo miró.
–Se suponía que debía estar cuidando de su tía, pero cuando Somerdale fue a
verla a Stillmeadow, Wigmore le dijo que se había fugado. Él pensó que había
regresado a su casa, y por eso no había notificado a Somerdale de su partida. Pero
me resultó muy extraño de creer.
Muy extraño, por cierto. Somerdale le había dicho la verdad, lo que significaba
que era inocente en todo esto. ¿Pero qué pasaba con el tío?
–Como no había vuelto a casa, Somerdale me escribió para ver si sabía dónde
podría estar, pero no tengo ni idea. Así que Lovingdon y yo regresamos de inmediato.
Llegamos esta mañana. Él se ha ido a encontrar con Avendale, porque la gente con la
que se rodea en estos días podría ser útil. Pensé que tú podrías ayudar también.
–Grace…
–Ya sé que no te gusta para nada Ofelia, pero Somerdale está tratando de
mantener esto lo más secreto posible para proteger su reputación. Conoces los
rincones más oscuros de Londres.– Se frotó la frente y empezó a pasearse
inquietamente. –Yo no sé qué motivo podría haberla impulsado a huir. Una persona
de su posición no necesita fugarse. La única cosa que puedo imaginar es que Vexley
la secuestró y Wigmore fue demasiado perezoso para ocuparse del asunto. Nunca le
ha gustado.
Ni siquiera había considerado que Lord Vexley pudiera estar involucrado. Vexley
había intentado casarse con Grace por la fuerza, con el fin de obtener su dote.
¿Habría tenido éxito con Phee, consumando el matrimonio? La furia se disparó a
través de sus venas ante el mero pensamiento. Eso explicaría las cosas. A la primera
oportunidad, se había escapado de Vexley. Pero había sido demasiado tarde.
Grace detuvo su paso, lo agarró del brazo, y sus ojos le imploraron que dejara de
lado cualquier mal sentimiento que pudiera tener hacia Phee.
–Vas a ayudarla, ¿verdad? Podemos empezar con la finca de Vexley.
–Grace.
No podía acompañarla al campo cuando Phee estaba allí. Tendría que explicarle
todo a Grace, y si no lo mataba primero, tal vez podría ayudarle a contarle la verdad
a Phee.
–Por favor, Drake, ella es mi mejor amiga. Si está en peligro yo…
–¡Grace!– exclamó Phee desde el descanso de las escaleras.
Llevaba puesta la ropa de la noche anterior. Aparentemente le había resultado
fácil colocárselas rápidamente. Se veía tan positivamente feliz, tan contenta,
mientras que su propio corazón estaba partido al medio. ¿Cómo habría reconocido a
Grace?
–¡Has venido a visitarnos!
–¿Ofelia?
A pesar de la expresión aturdida de Grace, Phee bajó corriendo las escaleras y la
abrazó efusivamente.
–Es tan maravilloso verte. Estaba tan ansiosa de que vinieras a verme. Te he
echado terriblemente de menos. ¡Oh, Dios mío!
Sostuvo a Grace con el brazo extendido.
–Yo sé quién eres. Eres Lady Grace Mabry. No, no. Lo eras. Pero te casaste con el
duque de Lovingdon. Ahora eres una duquesa. Te vi y supe quién eras. Nadie tiene
un cabello tan rojo como el tuyo. Y yo soy lady Ofelia Lyttleton– lanzó una carcajada.
–Mi hermano es el conde de Somerdale.
Girando, le dio a Drake la más brillante de sus sonrisas, la más alegre que
hubiera visto nunca.
–Lo recuerdo todo. La boda, el baile, mi temporada. Oh, Dios mío, no soy una
sirvienta.– Volviéndose hacia Grace, tomó sus manos. –No tengo que fregar suelos,
preparar comidas ni pulir botas. Y tengo ropa. Decenas de vestidos, zapatos y
sombreros. ¡Tengo sirvientes! No tengo que hacer nada. ¡Me acuerdo! Lo recuerdo
todo. Esto merece una celebración. Muchacho, ¡ve a buscarnos una botella de
champán!
No sabía que fuera posible permanecer de pie cuando el corazón ya no latía.
Grace estaba obviamente aturdida y confundida por descubrir a su amiga allí, y
escuchar lo que sonaba como los desvaríos de una lunática. Pero la expresión del
rostro de Phee fue devastadora mientras lentamente se volvía nuevamente hacia él.
–Me acuerdo de todo– susurró, claramente horrorizada. –Me acuerdo de ti,
quien eres, lo que eres.
–Phee.
Bajando las manos, buscó las palabras adecuadas, pero no encontró ninguna
para explicar el horror de lo que había hecho.
–Me dijiste que era tú criada. Me hiciste limpiar tú casa, lavar tú...
Su voz se apagó. Su mirada se precipitó por las escaleras.
–¡Oh, Dios mío!– dijo con voz áspera. –¡Oh Dios mío!
Se tapó la boca con la mano mientras las lágrimas brotaban de sus ojos y se
tambaleaba hacia atrás.
¿Cómo podía explicar lo inexplicable? ¿Cómo podía excusarse?
–Phee, te juro que nunca quise que las cosas llegaran tan lejos.
Le tendió una mano implorante.
–¡No! No te atrevas a tocarme.
Dio un paso atrás y golpeó la mesa, haciendo que el jarrón se tambaleara hasta
caerse. Con la caída, se rompió y derramó su contenido de agua y rosas sobre el piso.
–Lo recuerdo todo. Todo. Cada caricia, cada apretón, cada susurro
desagradable.– Hizo un gesto de arcadas. –Creo que voy a vomitar.
–Querida…– dijo Grace dando un paso hacia ella, pero Phee levantó una mano
para detenerla sin apartar sus ojos de Drake.
–Sabías quién era yo todo este tiempo y no me lo dijiste. Me llevaste a tú cama.
–Tú quisiste estar allí– dijo.
Ella sacudió su cabeza.
–¿Cómo pudiste creer que cuando recuperara la memoria no recordaría todo
esto? Yo no sabía quién era. Yo no sabía quién eras. Podrías haberme dicho todo.
Podrías haberme ayudado a recordar.
–Phee…
Soltó una risa desgarradoramente triste.
–Me hiciste tú amante.
–No, no fue así. Debes creerme.
Ella se llevó las manos a la cara.
–Quiero olvidar de nuevo. Quiero olvidar todo.– Se volvió hacia Grace. –No
debes decirle nada a Somerdale. Nunca debe saber lo que pasó.
Grace negó con la cabeza.
–No, no vamos a decirle nada. Pero tu tío le dijo a Somerdale que te escapaste.
Él está buscándote, así que debemos informarle sobre tu paradero.
–Debo pensar acerca de ello. Él no puede saber lo que hice, que soy... inmoral.
–Claro que no eres así– dijo Drake, dando un paso adelante. –Phee…
–¡No me llames así! Nunca más vuelvas a mencionar ese nombre. No después de
lo que hiciste. Para ti soy lady Ofelia Lyttleton. Harías bien en recordar eso.
Cerró los ojos y respiró profundamente, y luego enderezó su columna vertebral,
y cuadró sus hombros.
Se dio cuenta de que estaba viendo una transformación. Cuando abrió los ojos,
se encontró con un helado resplandor verde. Inclinó la nariz, levantó la barbilla, y de
repente lady Ofelia Lyttleton estaba de pie delante de él.
–Estabas intentando darme una lección, como en el baile cuando me besaste,
tratando de castigarme.
–Tal vez al principio, pero las cosas cambiaron. Tú cambiaste. Fuiste diferente.
Lentamente negó con la cabeza.
–Al contrario de ti que siempre has sido el mismo.
No, he cambiado, también. Tú me cambiaste. Pero se guardó las palabras porque
sabía que estaba demasiado herida como para escuchar, para creerle.
–Yo confiaba en ti– dijo. –Te confié... todo. Te aprovechaste, me traicionaste.
Todo lo que quería para ti eran cosas maravillosas.
–Yo quería compartir esas cosas maravillosas contigo.
–Sabrás disculparme si me muestro reacia a creerte una sola palabra. Lo que
hiciste fue... imperdonable.– Inclinando la cabeza con altivez, dijo –Grace, ¿puedes
hacerme el favor de llevarme lejos de aquí?
Luego vio cuando lady Ofelia Lyttleton salió de su residencia, de su existencia.
Y le tomó todo el control y autodominio que había juntado a lo largo de su vida,
no dejar caer la cabeza hacia atrás y aullar de dolor. Cuando era un niño de la calle
había sido golpeado salvajemente, había pasado hambre, una o dos veces había
estado a punto de morir, pero nunca había sentido tanta agonía como en ese
momento, porque le había hecho daño a Phee, irreflexiva e irrevocablemente. La
venganza era un arma de doble filo, y en ese momento estaba cortando su corazón
en pedazos y lamentaba profundamente haber cortado el de ella también.
Lady Ofelia Lyttleton no miró por la ventana del coche hasta ver desaparecer la
casa de su vista. Se limitó a mirar los asientos de cuero que se alineaban en la parte
interior del carruaje de Lovingdon, mientras que todo dentro suyo le gritaba la
traición de Drake. La había llevado a su cama, sabiendo quién era. La había tocado,
besado, unido su cuerpo al de ella... le había hecho gritar su nombre de placer. Había
querido todo lo que le había ofrecido, lo había deseado. Era tal como una vez otro la
había llamado: inmoral. Tentaba a los hombres con su maldad. Aunque Drake no le
había hecho daño físicamente, ella todavía estaba devastada emocionalmente
porque nunca habría ido a la cama si hubiera recordado quién era. Le había ocultado
la verdad con el fin de seducirla. No tenía ninguna duda.
–¿Dónde quieres ir?– preguntó Grace amablemente.
No lo sabía, no podía pensar. Su cabeza estaba empezando a dolerle. Quería
desesperadamente un baño, necesitaba lavar sus caricias.
–¿Puedo quedarme contigo hasta mañana? Tengo que pensar un poco en lo que
voy a decirle a Somerdale. He estado sola con un sinvergüenza, durante días. Yo no
voy a casarme con él Grace.
Acortando la distancia que las separaba, Grace tomó las manos llenas de
cicatrices de Ofelia entre las suyas enguantadas. Ofelia se sentía sucia sin los
guantes. Siempre le habían proporcionado una medida de protección. Con ellos
podía fingir que no era lo que era.
–Nadie esperaría eso– dijo Grace. –Voy a enviar una misiva a Somerdale
diciéndole que creo que sé dónde puedo encontrarte, y que lo espero en mi casa por
la mañana. Para disminuir su preocupación.
Phee asintió. Por mucho que amara a Somerdale, él no era uno de esos que
pudieran hacerse cargo de la situación. Él aceptaría la carta de Grace con alivio,
dejaría el asunto y regresaría al club.
Grace continuó:
–Creo que sospecho lo que pudo haber sucedido entre Drake y tú, pero estoy
confundida respecto a cómo llegaste a su casa.
–No quiero hablar de eso. Todavía no.
Ni nunca.
Había sido feliz allí. Durante un tiempo había sido verdaderamente feliz. Pero
todo había sido sólo una ilusión. Nada había sido real, y ahora tendría que lidiar con
eso.
Había recibido sus caricias, lo había alentado. Quería acurrucarse en una bola y
llorar por todo lo que había permitido, por todo lo que él le había hecho.
En cambio, mantuvo la columna recta y rígida. Luchó para no revelar la
profundidad de su dolor. Se había vuelto muy hábil en ocultar el dolor. Su habilidad
le sería muy útil ahora. La protegería, asegurándole que nadie sabría lo que había
sufrido.
Más importante aún, era imperativo que Drake Darling nunca se diera cuenta de
la forma en que la afectaba.
No iba a permitir que tuviera ese poder sobre ella. No dejaría que la destruyera
por completo. Encontraría la manera de reconstruirse, para poder seguir adelante.
Lo había hecho antes. Lo haría de nuevo.
Capítulo 22

–¿Dónde la llevaste?
Drake estaba en el salón de entrada del duque de Lovingdon. Su mejor amigo no
había estado para recibirlo, pero su nueva esposa no estaba del todo feliz por verlo.
No es que pudiera culparla. Tampoco estaba particularmente feliz consigo mismo. El
rostro de Phee consternado por lo que había hecho lo perseguiría por el resto de su
vida. Lo había creído digno. Le había demostrado que estaba equivocada.
–Está aquí, al menos por esta noche. Dormida. El Dr. Graves vino a examinarla.–
Dijo Grace.
–¿Y está bien?
–Depende de lo que entiendas por “estar bien”. Tengo buenas razones para
golpearte. ¿En qué estabas pensando?, ¿qué esperabas lograr con todo esto?
Parándose frente a la estufa, colocó el antebrazo sobre la repisa de mármol y se
quedó mirando el hogar, imaginándose a sí mismo retorciéndose en su fuego
interior.
–Nunca lo entenderías.
–¿Por qué no tratas de explicármelo de todos modos? Te conozco, Drake. Te
quiero como a un hermano. Que Dios me ayude, pero te amo más de lo que amo a
los que comparten mi sangre. Estoy tratando de darte el beneficio de la duda pero es
muy difícil cuando mi amiga más querida lloró hasta quedarse dormida por tu culpa.
Hizo una mueca, menospreciándose por ser responsable de sus lágrimas.
–Fue algo infantil.
–Creo que no hace falta decirlo. La pregunta es ¿por qué lo hiciste?
Suspiró profundamente, considerado golpear el puño contra el mármol, pero la
rabia que sentía acrecentaría el golpe y probablemente rompería la repisa de la
chimenea.
–Yo sé que no eras consciente de ello, pero en cada oportunidad que me
cruzaba con ella me menospreciaba.
–Por supuesto que soy consciente de ello.
Atónito, la miró.
–¿Y sin embargo aunque acabas de decirme lo mucho que me amas, siguieron
siendo amigas a pesar de lo que me hacía?
Grace se sentó en el brazo de un sillón de brocado.
–Por supuesto que sí. Siempre creí que sabías lo que ocultaba detrás de sus
acciones.
–¿Desprecio?
–Atracción por ti.
Se sentía como si le hubieran golpeado todo el cuerpo, como si la casa se
hubiera derrumbado sobre él.
–¿Qué? ¿Estás loca? Ella nunca tuvo una palabra amable para conmigo.
Ella sonrió suavemente.
–No recuerdo que tú la trataras con mucha cordialidad tampoco. Ustedes dos se
hostigaban mutuamente como si temieran que si alguna vez cesaban con la
contienda pudieran terminar arrasados, tal como sucedió.
Dios, no tenía ninguna duda al respecto. Se habían quemado el uno al otro con
su pasión y deseo. Desafortunadamente, en el proceso la había destruido.
–Ella saca al diablo de mi interior.
–¿Nunca te preguntaste con qué propósito? Creo que estaba asustada,
posiblemente aterrorizada por lo que sentía por ti.
–Sólo porque me considera por debajo de ella.
–Quizás. O Tal vez trató de convencerlos a ambos para no tener que lidiar con lo
que sentía. También es posible que quisiera alejarte porque no se consideraba digna
de ti.
Él se echó a reír, una dura carcajada carente de alegría que reverberó a través de
la habitación.
–Nunca he conocido a nadie que se pusiera a sí misma en un pedestal tan alto.
–Cuando uno está tan arriba, Drake, no puede ser tocado. Siempre me he
preguntado por qué ponía tanta distancia entre ella y los hombres. No sólo contigo.
Sospecho que si se corre la voz sobre tu pequeño ardid, varios hombres se animarían
a acercarse.
Mataría a cualquiera que tratara de hacerlo.
–No voy a decirle nada a nadie. Lo que sucedió es estrictamente entre Phee y
yo– dijo entre dientes.
Como si estuviera considerándolo, ella inclinó la cabeza a un lado.
–Me gusta la forma en que pronuncias su nombre, como si fuera especial para ti.
Ella era especial. No es que pudiera admitirlo sin quedar como un asno. Si
hubiera sabido lo extraordinaria que era, la habría atesorado desde el principio.
Grace se levantó, se acercó a una pequeña mesa de decantadores, y vertió un
chorrito de ron en dos vasos. La suya había sido una educación poco común.
Maldecía, hacía trampas con las cartas, fumaba puros, y bebía. Podía sobrevivir en un
mundo de hombres, si necesitaba hacerlo. La duquesa se había encargado de eso.
Grace le trajo un vaso, entonces hizo un brindis antes de tomar un trago. Él no
era tan delicado. Se tomó el contenido de un trago. Tenía un impulso irracional de
demostrar que no era un caballero, que era un bárbaro, un inculto incivilizado.
Pero ella no lo estaba observando. Estaba mirando fijamente el líquido ámbar,
dando golpecitos con el dedo contra el borde del vaso.
–Tan cerca como estamos Phee y yo, sé que nunca lo ha compartido todo
conmigo. Para ser honesta, hay cosas que yo tampoco he compartido con ella, así
que no la estoy acusando por su discreción. Pero cuando era más joven, ella pasaba
una buena parte del verano con su tía. Siempre me invitaba a visitarla, en realidad
insistía en que lo hiciera. Me daban mi propio dormitorio y me trataban como a una
princesa. Después de todo, yo era la hija de un duque. Pero sin falta, Phee venía
siempre a mi habitación cerca de la medianoche, se metía en mi cama, y se
acurrucaba contra mí. Estaba helada y temblorosa, sin importar cuán cálido fuera el
clima. Me prohibió hacerle preguntas o decir nada acerca de su presencia allí. Yo era
joven, ingenua, pero a menudo me preguntaba a qué le temía por la noche. Hasta el
día de hoy, no tengo ni idea. Nunca la he presionado. Todos tenemos nuestros
secretos.
Necesitaba más ron, un vaso lleno esta vez, porque no podía dejar de pensar que
algo oscuro se ocultaba en Stillmeadow, algo que había sido responsable de su caída
en el Támesis.
–¿Te explicó cómo es que llegó al río?
Lentamente negó con la cabeza.
–No recuerda esa parte. El Dr. Graves no cree que sea inusual. Fue sin duda un
hecho traumático, y a veces nuestra mente se esfuerza por protegernos de los malos
recuerdos. Hay hombres que regresan de las guerras, o son sobrevivientes de
desastres que pueden recordar lo que sucedió antes o después, pero no durante el
episodio.
–Vexley no está involucrado– dijo con convicción.
Teniendo en cuenta que para cuando la había encontrado, no había tenido
tiempo para llegar a Stillmeadow, ni tampoco para ser secuestrada.
–No. Lovingdon fue a verlo, sólo para descubrir que el hombre había viajado a
América. Así que lo que sucedió esa noche sigue siendo un misterio. Aunque en este
momento, la mayor preocupación de Phee es inventar una explicación para
Somerdale. Es bastante insistente con la idea de decirle que no recuerda donde pasó
las últimas noches. Teme que sería desastroso si se supiera la verdad.
–¿Crees que Somerdale podría obligarla a casarse conmigo?
–Existe esa posibilidad. En el calor del momento pueden decirse cosas que no
dejen nada librado a la imaginación.
–Tengo que hablar con ella, Grace.
Ella asintió.
–Supuse que esa era la razón de tu visita, pero no estoy segura de que esté lista
para verte todavía. Tal vez deberías darle un par de días.
–Unos pocos días no van a disminuir lo mucho que me desprecia. Me atrevería a
decir que un año, una década, un siglo no será suficiente en lo que a ella respecta.
Pero necesito verla esta noche, antes de que hable con Somerdale. Y tenemos que
estar solos. No voy a tocarla. Si pudiera pensar en una manera para que no tenga que
respirar el mismo aire que yo, lo haría. Nunca fue mi intención lastimarla, y aunque
sé que no puedo arreglar las cosas, sí puedo hacer las paces.
Acercándose, ella le tocó la mejilla.
–Lo que necesitas saber, Drake Darling, es que a pesar de todo, yo todavía te
quiero como a un hermano. Confío en ti. Sólo podemos esperar que mi confianza sea
suficiente para Phee.– Bajó la mano y dijo –Vamos a ver si tengo suerte y puedo
convencerla de que te dé una oportunidad.

***

Phee se asomó desde detrás de la cortina de la habitación principal. ¿Por qué no


se había ido todavía? Había visto llegar el coche, y a pesar de que nunca se lo
confesaría a nadie, sabía que tarde o temprano iba a venir a verla para tratar de
hablarle. Sabía muchas cosas sobre él. ¡Cuánto más fácil sería todo si no lo conociera!
Si no estuviera al tanto de la sensación de sus manos deslizándose por su garganta,
sus pechos, a través de su estómago. Si no conociera las sensaciones que creaba su
boca cuando seguía el mismo camino. Si no supiera lo que era abrir las piernas para
recibirlo, elevándose por encima de su cuerpo…
Cerró su mente a los recuerdos, para olvidar todo lo sucedido en su cama. Pero
era tan difícil no considerar cada momento pasado con él, cada detalle.
Desafortunadamente, veía todo desde una perspectiva diferente, ahora. Ya no
estaba feliz y contenta. Se sentía amargada por el engaño, y por la farsa que había
estado jugando.
Ella conocía todo sobre los juegos y la fealdad que los incitaba.
Aun así, no había sido capaz de mirar hacia otro lado mientras caminaba desde
el carruaje hasta los escalones de la entrada. Estaba vestido adecuadamente como
un caballero. Chaqueta, chaleco, sombrero, guantes. Guapo en toda su gloriosa
apariencia. Quería correr por las escaleras hacia sus fuertes brazos, quería abrazarlo.
Todo parecía bien en su mundo, mientras había estado a su lado, hasta que sus
recuerdos habían regresado.
A la larga hubiera sabido quién era. Le había mentido. La había llevado a creer
que era alguien que no era. Alguien diferente.
Podía perdonarle que la hubiera hecho su criada. Una parte muy pequeña de su
ser incluso reconocía que tal vez se lo merecía, por una hora. Pero no por tantos días.
Y no podía aceptar que había merecido ser seducida. Con sus recuerdos intactos,
nunca hubiera visitado su cama. No importaba cuán gloriosa hubiera sido la
experiencia. No había existido honestidad de su parte.
Se volvió cuando Grace entró.
–Todavía no se ha ido– dijo Phee como si Grace no fuera consciente de que
Drake aún permanecía en su residencia.
–Quiere hablar contigo.
–No, absolutamente no. Se suponía que debías decirle que estaba durmiendo.
–Lo hice, pero no creo que me creyese. Además, no estoy convencida de que sea
tan malo que accedas a verlo.
–Es un diablo elocuente. No quiero tener nada más que ver con él.
Se volvió para ver la calle. Si se quedaba allí el tiempo suficiente, tal vez se
cansaría de esperar y se iría. Necesitaba que se fuera. Estando allí no podía dejar de
pensar en todo lo que había ocurrido entre ellos. No podía encontrar la paz.
La cama chirrió cuando Grace se sentó.
–¿A qué le tienes miedo, Phee?
A no ser lo suficientemente fuerte como para resistir caer de nuevo en sus brazos.
–Se aprovechó de mí, hizo cosas imperdonables, cosas que yo no quería... Si
hubiera sabido quién era yo, si hubiera poseído mis recuerdos, nunca habría
permitido que sucediera.
–¿Estás diciendo que te obligó?
Ella sacudió la cabeza. Pero quería maldecirlo. Miró otra vez por la ventana,
deseando verlo salir.
–Él prometió que no te tocaría, ni se acercaría a ti. Sólo quiere hablar contigo.
Creo que al menos deberías escuchar lo que tiene que decirte.
–¿Yo le debo algo? Enceré sus puertas. Pulí sus botas. Trabajé a su servicio.
Podía enumerar todas las tareas realizadas, pero eso no era lo peor. La
humillación, la vergüenza, la mortificación. La degradación si lo era.
–Sé que tiene remordimientos– dijo Grace.
–Debería tenerlos.
–También creo que se preocupa por ti.
Ella se burló.
–Si lo hiciera, no habría hecho lo que hizo.
Grace se levantó de la cama y se acercó.
–Phee, sé que se nos enseña que no debemos tener intimidad con un hombre
antes de casarnos, pero si te hace sentir mejor, yo compartí una noche muy especial
con Lovingdon incluso antes de darme cuenta que me casaría con él. El deseo no es
una cosa horrible.
El peso de todo lo que había sucedido era agotador. Estaba apelando a toda su
fuerza para no desmoronarse. Phee se volvió hacia ella.
–Pero tú sabías quién eras. Y sabías quién era él.
–Sí, supongo que tienes razón. Aún así…– dijo solemnemente –…creo que los dos
se están haciendo daño. Tal vez una pequeña charla puede aliviar un poco el dolor.
–Sólo va a empeorar las cosas.
–Él es obstinado y orgulloso, Phee. No se irá sin verte. Lo sabes tan bien como
yo.
–Puedo ser igual de terca y orgullosa.
–Pero, ¿qué ganarás con eso?

***

Mientras estaba de pie junto a la chimenea, mirando las botas que había pulido
recientemente, los minutos pasaban lentamente uno tras otro. La única razón por la
que no se rendía era porque tenía la esperanza de que Grace regresara para
informarle que Phee consentiría verlo cuando estuviera pudriéndose en el infierno.
Dudaba que supiera que él se sentía en ese mismo lugar ahora.
Al oír las pisadas suaves, miró hacia arriba. Casi se desmaya por el alivio. Ella
estaba en la puerta con un vestido de satén verde claro con rayas de terciopelo
oscuro. El encaje rodeaba el cuello, los puños, y la cintura en pequeños volantes.
Había sido confeccionado para ella, no tenía ninguna duda. No importaba cómo
había llegado allí. Su cabello se recogía en un moño. Sin mechones sueltos que
jugaran en sus mejillas, con un atractivo brillo en los labios y una respiración agitada.
Se veía tan altiva. Orgullosa. Sin embargo, su postura reflejaba un trasfondo de
dolor y el semblante expresaba que deseaba estar en cualquier parte menos donde
se encontraba. Sin embargo, al igual que la noche en que había indicado su temor a
caminar en el parque, había reforzado su coraje para reunirse con él. Se preguntó
¿cuántas veces lo había humillado en su vida? Sin duda, cada vez que sus caminos se
habían cruzado.
Se enderezó, se apartó de la chimenea, y se inclinó ligeramente.
–Lady Ofelia.
–Grace dijo que querías hablar conmigo. Por favor, sé rápido al respecto.
Inclinó la cabeza hacia el sofá.
–¿Quieres sentarte?
–Prefiero estar de pie.
–¿Vas a entrar en la habitación por lo menos, así no necesito gritar y nuestra
conversación puede permanecer en privado?
Dudando, miró a su alrededor. En su residencia, le habría parecido divertida. En
ese caso, sólo servía como recordatorio de que tenía todos los motivos para estar
molesta con él. Finalmente, entró en la habitación, deteniéndose cerca del sofá
cruzando las manos remilgadamente, evadiendo su mirada.
¿Realmente había pensado hacía tan sólo unas horas que los recuerdos de
haberle lavado la espalda podrían humillarla? ¿Así tan fácilmente? Cómo si no
hubiera reconocido la profundidad de su orgullo, su altivez. ¿Cómo podía haber sido
tan ciego como para no ver que ella podría haber residido en la miseria más sucia, y
aún así comportarse como si fuera una reina?
–No tengo ninguna excusa para mis acciones. Son absolutamente reprobables.
Su cara era una máscara de calma, no dijo nada. Quería que al menos le dijera
que tenía razón, que era una bestia. Quería que le gritara, despotricara, y le golpeara
el pecho con los puños. Apostaría todo lo que poseía, todo, incluyendo su club
recientemente adquirido que sabía exactamente lo que quería y que lo retenía como
un medio para castigarlo. Un golpe habría dolido menos, pero no se merecía menos.
–¿Te acordaste de cómo terminaste en el Támesis?– Preguntó.
Un destello de emoción. Miedo. Profundo y oscuro.
–No.
–Somerdale dijo que te fuiste con tu tío…
–¿Has hablado de esto con mi hermano?– dijo con furia.
Sus ojos se estrecharon, sus manos se apretaron. Sus respiraciones se tornaron
rápidas y entrecortadas.
–¡No!– Él levantó una mano. –No. Lo creas o no, en un principio, sólo planeaba
tenerte como criada por un día.
–Pero estabas divirtiéndote tanto con la situación que decidiste prolongar mi
estadía.
–No fue como pensé que sería.
Agarró la repisa para impedirse correr y tomarla en sus brazos, consolándola con
sus caricias, con suaves susurros, con tiernos besos.
–Sería mucho más fácil si te sientas y me permites explicarme sin interrupciones.
–¿Y crees que me importa lo que es más fácil para ti?
Tendió las manos, con las palmas frente a él.
–Mis manos están llenas de cicatrices ahora, no son las manos de una dama. Y ya
no soy inocente. No voy a llegar virgen al matrimonio.
–No llegaste virgen a mí– dijo sombríamente.
–¡Bastardo!– Dijo con voz ronca, antes de acortar la distancia que los separaba y
golpear su pecho, sus brazos, su mandíbula.
Estaba como loca, con los puños cerrados, golpeando todo lo que alcanzaba.
No trató de detenerla, no al principio. Se merecía cada moretón, cada rasguño,
cada marca. Pero luego temió que pudiera dañarse a sí misma. Cruzó los brazos
alrededor de su pecho y la abrazó con fuerza.
–Phee– susurró contra su pelo. –Phee, todo está bien.
Sus brazos se aflojaron cuando se apoyó en él, mientras desgarradores sollozos
hacían temblar sus hombros, y las lágrimas humedecían su camisa. Parecía que
siempre estaba destinado a causarle dolor. La dejaría si pudiera, pero todavía no,
todavía no.
–Dime– instó suavemente. –Dime lo que pasó.
Secándose los ojos, se apartó de él. Sin captar su mirada, se volvió hacia el sofá.
–No sabes lo que estás diciendo.
Ojalá no lo supiera. Esperaba no estar en lo cierto. Él que nunca oraba, oró a
Dios por estar equivocado. Pero era lo único que tenía sentido, lo único que encajaba
en la línea de tiempo, y sin embargo era incomprensible.
–La primera noche después de haberte encontrado, tu hermano estaba en el
club, jugando como si no tuviera ni una sola preocupación en el mundo. Yo no podía
entender por qué no había salido a buscarte. A menos que no supiera que algo había
sucedido o que hubiera sido él quien te había tirado en el río pensando que estabas
muerta.
Ella puso los ojos.
–Somerdale no dañaría una mosca.
–Entonces me habló de tu tío. Ibas a Stillmeadow con él con el fin de cuidar a su
esposa. Pero nunca llegaste allí. Sin embargo, tu tío afirma que lo hiciste y luego te
escapaste. ¿Por qué iba a mentir?
–He tenido suficiente de esto.
Se volvió para irse. Lanzándose hacia adelante, la tomó del brazo. Ella lo miró.
–Me prometiste que no me tocarías si accedía a verte, pero parece que eres
incapaz de mantener tu promesa. Supongo que no debería sorprenderme teniendo
en cuenta la clase de canalla que eres.
Por mucho que no quisiera hacerlo, tenía que seguir con el planteo con el fin de
llegar a la verdad.
–Tu tío te obligó a salir con él esa noche.
Ella dejó escapar un suspiro, como si fuera el hombre más exasperante del
mundo y no soportara ser molestada por él.
–Deja ya todo este asunto de lado. Ya has hecho suficiente daño, ¿no te parece?
Oh, no había hecho lo suficiente si sus sospechas eran correctas.
–Mírame a los ojos y dime que no te obligó a irte con él esa noche.
Con los dientes apretados, ella cerró los ojos y apretó los puños. Pensó que era
muy probable que comenzara a golpearlo de nuevo. Pero cuando abrió los ojos, vio
la determinación y la dureza en ellos.
–Él no me forzó a nada esa noche.
Estudiándola con atención, no vio nada más que la verdad. La verdad absoluta,
sin adornos en sus ojos. Cada palabra que había pronunciado había sido remarcada
con convicción. El alivio lo inundó, y sin embargo, todavía seguía preocupado.
–Pero no encontré ninguna barrera que resistiera mi penetración.
El rubor fluyó por su garganta, su cara, y se dio cuenta que sus palabras habían
sido chocantes, demasiado contundentes, pero quería una explicación. Necesitaba
saber que no le había hecho aún más daño de lo que había pensado en un principio.
Su reacción en el vestíbulo había sido más que ira. No podía entender del todo lo que
había presenciado.
–Tal vez no nací con una– dijo. –O tal vez de alguna manera se rompió. No sé,
pero seguramente no todas las vírgenes permanecen completamente intactas.
Además, teniendo en cuenta lo desesperado que te mostraste ayer por la noche,
¿estabas realmente en condiciones de darte cuenta?
Era un buen punto. Había estado perdido por la pasión y el fuego de su entrega.
Tal vez se había equivocado, pero algo andaba mal. Ella se esforzaba demasiado por
sacarlo del camino. Mientras que sabía que tenía que dejarla ir, no estaba del todo
seguro de querer hacerlo.
–¿Cómo llegaste al río?
–No me acuerdo.
–Yo no te creo.
–He tenido suficiente de esto, y de ti.
Girando sobre sus talones, se dirigió a la puerta.
–Si no me dices cómo terminaste en el Támesis, voy a confesarle a tu hermano lo
que hice.
Tambaleándose, se dio la vuelta y lo fulminó con la mirada.
–No te atreverías.
–Me atrevo a decir, que insistirá en que nos casemos.
Los puños volaron de nuevo hacia él, deteniéndose a unas pulgadas, despidiendo
un fuego deslumbrante por los ojos color esmeralda.
–Eres una bestia.
–Teniendo en cuenta mi comportamiento reciente, creo que eso es indiscutible.
–¿Por qué te importa tanto cómo llegué al río?
–Porque a pesar de todo, y aunque no espero que lo creas, estoy perdidamente
enamorado de la mujer que vivía en mi residencia. Si alguien le hizo daño, deberá
responder ante mí.
–Si realmente me amaras, no habría hecho lo que hiciste.
–Yo no te amaba cuando todo comenzó.
Su boca hizo una mínima contracción, y vio el más elemental de los movimientos
de cabeza, como si hubiera tomado una decisión acerca de algo y de repente surgió
la mujer que nunca había sido capaz de tolerar.
–¿Quieres saber la verdad? Sí, me iba al campo con mi tío. Pero en el carro
describió la condición de mi tía en detalle. Estábamos en medio de la temporada y no
podía soportar la idea de ser su enfermera. Bañarla, darle de comer, leerle, y
sostener su mano. No más bailes, no más paseos por el parque con mis admiradores,
no más coqueteo. Sólo monotonía, aburrimiento y el tedio que supone atender a una
anciana enferma. No quería eso para mí. Quería bailes, cenas y teatro. Quería
divertirme. Así que cuando el carro desaceleró en un puente, salté. Mi tío envió a sus
hombres detrás de mí. Menudas zancadas ¿Por qué todos los lacayos son tan altos?
De todos modos, sabía que me iban a coger, así que parándome sobre la barandilla
me tiré. No había una distancia demasiado larga desde el puente como para que no
pudiera sobrevivir. Dudaba que los sirvientes me siguieran al agua. Era mejor estar
mojada un rato que perderme la temporada. Pensaba hacer frente a Somerdale más
tarde.
Su tono sonaba arrogante, frío y calculador. Le envió un escalofrío por la
espalda.
–No eres tan egoísta.
–Tal vez la mujer que vivía contigo no lo era, pero ¿la anterior, la que ni siquiera
te gusta? Admítelo, es egoísta. Y lo sigue siendo. Ahora que he recuperado la
memoria puedo comportarme tal como soy en realidad.
–¿Por qué tu tío no notificó a tu hermano inmediatamente?
–Supongo que pensó que volvería a casa por lo que no vio la necesidad de
hacerlo. Sin duda esperaba que yo le explicara a Somerdale que había cambiado de
opinión acerca de viajar a Stillmeadow.
–¿Entonces no pensó que era importante asegurarse de que estuvieras a salvo?
¿Qué clase de hombre es?
–Uno que sólo se preocupa por su propia conveniencia. ¿Hemos terminado
aquí?
Tal vez si realmente fueran dos mujeres diferentes con corazones y almas
desiguales podría haberlo convencido. Pero conocía a la mujer que había rescatado.
Cuando había caído al agua, su fachada se había destrozado. Ahora se esforzaba
desesperadamente por reconstruirla. ¿Por qué?
Por la misma razón por la que él había edificado una barrera alrededor de sí
mismo: mantener oculto algo feo de su pasado, algo que quería que nadie supiese
nunca. Pero finalmente lo había compartido con ella, se había abierto a ella. A su
confianza.
Pero la había traicionado. No confiaría en él ahora. Pero sin embargo sabía que
había algo tan horrible y oscuro...
Algo que provocaba sus pesadillas...
Algo que la aterraba y contra lo que debía luchar…
Algo que Grace había percibido que temía en las noches que pasaban en
Stillmeadow...
No algo. Alguien.
–Tu tío no te forzó la noche que caíste al río– dijo.
Ella alzó la barbilla.
–¿No te acabo de decir precisamente eso?
–Él te violó cuando eras una niña.
Capítulo 23

Phee quería permanecer de pie, alta, erguida, segura. Quería negar todo, pero
no pudo. No con él, no con la simpatía y comprensión que veía en sus ojos oscuros.
No con la certeza implícita en ellos. La conocía demasiado bien. Con la guardia baja,
le había permitido entrar en su mundo, cuando no había tenido recuerdos que
reforzaran las murallas de protección.
Se encontró hundiéndose en el sofá, con las piernas demasiado débiles para
sostenerla. Nunca debería haber llegado allí, nunca debería haber aceptado reunirse
con él. Debería haber sabido que no se detendría hasta descubrir la verdad oculta.
Hasta sacar a la luz su vergüenza y más profunda mortificación.
Lo que Drake le había hecho palidecía en comparación.
Pero su actitud lastimaba mucho más su corazón porque se había enamorado de
él. Había conocido su amor. Una experiencia que nunca había pensado tener, porque
se consideraba indigna de disfrutarla. Algo en ella estaba mal. Su tío se lo había dicho
con bastante frecuencia.
Cada vez que se le había acercado.
Drake se arrodilló a su lado. Ella no podía mirarlo. Se negó a hacerlo.
–¿No puedes por favor olvidarte de esto?
–¿Cuántos años tenías?
Debería haber esperado que hiciera caso omiso a su pedido. Debería ignorar la
pregunta, pero era como un perro rapaz royendo huesos. No iba a dejarla hasta que
llegara la respuesta por la que había venido. Había llevado el peso de la verdad por
tanto tiempo. Tal vez si la compartía con él, disminuiría la carga.
–Doce cuando llegó por primera vez a mi cama en la oscuridad de la noche.
Cuando lo toqué.
Pensó que podría vomitar. Su mandíbula se estremeció. La bilis se levantó.
–Me hizo tocarlo.
Atreviéndose a levantar la mirada hacia él, no pudo dejar de percibir la repulsión
en las profundidades de obsidiana.
–¿No se lo dijiste a tu padre?
Ella lanzó un suspiro tembloroso.
–No. Yo estaba demasiado avergonzada. Y Wigmore me dijo que yo era mala,
que era mi culpa que estuviera haciéndome esas cosas. Me dijo que si decía algo, mi
padre me enviaría a un lugar donde encerraban a las chicas malvadas. Que estaría
sola en la oscuridad. Olvidada como alimento para las ratas.
–¿Qué hay de tu tía? ¿Por qué no te acercaste a ella?
–Ella me habría odiado si hubiera sabido lo malvada que era. No podía decírselo.
–¿No crees que lo sabía?
–Tenían alcobas separadas. Siempre venía tarde en la noche, después de que los
sirvientes estaban en la cama. El reloj golpeaba dos veces y la puerta se abría. Incluso
en casa cogí el hábito de no acostarme nunca hasta que el reloj diera las dos. Las dos
campanadas seguidas por el silencio siempre me despertaban.
De repente, se frotó con energía los brazos. Que esto sea suficiente, rezó, que
ponga fin a su inquisición.
–¿Qué edad tenías cuando empeoró la situación?– Preguntó.
Los ojos le escocían, pero no le daría libertad a sus lágrimas. Si comenzaba a
llorar, sería incapaz de detenerse, y ya no iba a humillarse más. Tragó saliva.
–Yo tenía diecisiete años antes... antes de que se saliera con la suya. Si no
hubiera perdido la memoria... lo que pasó entre tú y yo nunca habría sucedido.
Nunca te habría inducido a tener contacto con alguien tan contaminado, tan impuro
como yo.
Envolvió sus hombros con los brazos. Quería desprenderse de su piel, olvidar de
nuevo la sensación de los dedos regordetes de Wigmore explorándola, mientras su
respiración caliente y húmeda, jadeaba lastimosamente cerca de su oído.
–¿Crees que lo que hizo es por tu culpa? ¿Qué es un reflejo de lo que eres?–
preguntó en voz baja.
–¿Cómo podría no serlo?
Extendió la mano, deteniéndola apenas a unos milímetros de su mejilla, antes de
darse un puñetazo en el muslo. Ella no sabía si estaba honrando su petición de que
no la tocara o si se sentía asqueado ante la idea de hacerlo, pensando cuán íntima y
completamente había estado con otro hombre. Se suponía que las damas de la
Nobleza no debían ser tocadas por nadie más que por sus maridos. Pero algo en ella
atraía a los depravados, los pervertidos.
–Su conducta fue repugnante– dijo Drake con convicción. –Tú no tienes la culpa
de sus malas obras. Pero sabiendo lo que es capaz de hacer, ¿por qué te fuiste con
él?
–Porque soy estúpida. Porque creía que había terminado conmigo. Debido a que
la tía está realmente enferma. Pero en el carro, me dijo lo mucho que me había
echado de menos. Lo contento que estaba que pudiéramos estar juntos de nuevo, y
entendí que no había terminado conmigo. Por mucho que quiera a mi tía, no podía
obligarme a soportar su contacto de nuevo. Así que corrí.
Tomando una respiración profunda, recuperó el control, enderezó la espalda, y
le clavó la mirada.
–¿Te sientes feliz ahora?
–Estoy lejos de sentirme feliz, pero lo estaré después que mate a Wigmore.
Se puso de pie y se fue a grandes zancadas hacia la puerta antes de que sus
palabras impactaran en su mente. Se precipitó tras él, casi tropezando con el
dobladillo del vestido en su prisa.
–No.
Lo agarró del brazo y de alguna manera encontró la fuerza para hacerlo girar. Era
mucho más grande que ella, más alto, más musculoso. Podía sentir la furia bullendo
a través de él.
–No puedes matarlo.
–No estoy de acuerdo.– Levantó sus enormes manos. –Con ellas apretaré su
garganta, con bastante facilidad.
–No puedes hacer eso.
–Estabas en lo cierto, Phee. No estoy lo suficientemente civilizado para la
aristocracia. Conoces mi pasado. Sabes que la sangre de un asesino corre por mis
venas. Yo soy el hijo de mi padre. Tengo su violencia contenida, y hay momentos en
los que quiero hacerla estallar.
–Pero no lo hiciste antes. Y no puedes hacerlo ahora. Te van a colgar.
–No es una pérdida tan grande si tenemos en cuenta la forma en que te lastimé.
Sin embargo, voy a morir con un poco más de dignidad que mi padre.
–Tú no vas a morir. No lo permitiré. ¿No entiendes lo que he estado tratando de
hacerte entender con mi explicación? No lo merezco, soy indigna.
La tomó entre sus brazos, y ella no se apartó.
–Tú lo mereces todo.
–¿Y si Wigmore no quiere cooperar?– Preguntó Phee.
–No voy a darle oportunidad de hacerlo.

***

No tenía ninguna duda se eso. Viajaban en el carruaje de Lovingdon. Ella


pensaba que era una muestra de confianza del duque hacia su amigo y del amor de
Grace por su hermano que no pidieran explicaciones sobre por qué necesitaban
viajar a Stillmeadow a esa hora de la noche. Iban a buscar a su tía para que Phee
pudiera cuidar de ella como quería, lejos de la sombra de Wigmore.
Dentro del coche, no se habían molestado en encender la lámpara. Por alguna
razón, parecía que ese viaje era necesario hacerlo en la oscuridad.
–Si mi memoria no hubiera regresado, ¿alguna vez me habrías dicho quién era?–
Preguntó.
–No espero que me creas, pero te lo iba a decir la noche de la celebración, pero
me distraje de mi propósito.
Ella escuchó una sonrisa en su voz.
–Luego, iba a decírtelo antes de ir a la playa, pero entró Grace y lo recordaste
todo. Pura casualidad.
Le pareció oír la decepción en su voz, porque había sido Grace quien había
vuelto sus recuerdos a la vida y no él.
–Tal vez porque ella siempre fue mi refugio. Cuando estaba con ella era el único
momento en el que me permitía ser yo misma. Cuando visitaba Stillmeadow sabía
que iba a estar libre de las atenciones de Wigmore durante la duración de su
estancia. Cuando la vi en el hall de entrada de tu casa, la compuerta de mis
recuerdos se desbloqueó.
–Incluido yo.
–Incluido tú. Nada podría terminar bien entre nosotros. Deberías haberlo sabido.
Él suspiró.
–Desafortunadamente, saber cómo terminarían las cosas no me impidió
desearte. Lo que me describe como la peor clase de sinvergüenza. Entiendo que no
me puedas perdonar. Pero tienes que hacerme saber si has quedado embarazada.
Su estómago se apretó dolorosamente. Ella ni siquiera había considerado eso.
Tener un hijo suyo…
Miró por la ventana. Su sueño era la libertad, su sueño era cuidar a los animales,
pero otro sueño se abrió paso hasta el borde de su mente. Un bebé de ojos y pelo
negro acurrucado en sus brazos, mirándola. Era un sueño que no consideraría.
¿Cómo podía confiar en él nuevo?
–¿Cómo está Daisy?– Preguntó.
–Actualmente está alojada en un establo muy competente hasta que estés lista
para ocuparte de ella.
Era una tontería querer tanto a un caballo, pero lo hacía.
–Probablemente voy a llevarla a la finca de Somerdale, para que tenga espacio
para correr. Hasta que cumpla treinta años y reciba mi dote, estoy bastante limitada
respecto a lo que puedo lograr.
–¿Qué pasa con el matrimonio?
–Incluso sin mis recuerdos ya sabía que no quería casarme. Te dije cuál era mi
sueño. Es lo suficientemente fuerte como para no perderse en el vacío de la amnesia.
Sólo he estado aguardando el tiempo prudente, fingiendo estar a la caza de un
marido, porque eso es lo que las damas de mi posición deben hacer.
Planeaba rechazar todas las propuestas, todas las ofertas, hasta que llegara el
tiempo en que nadie la quisiera, hasta que la vieran como una solterona y pudiera
vivir una vida tranquila sin estar bajo el pulgar de ningún hombre.
–Es extraño. Marla, que como criada es lógico que no debería casarse, quiere
desesperadamente un marido. Mientras, la hija de un conde, que por lógica todos
esperan que se case, desesperadamente no desea hacerlo. Parece que siempre
queremos lo que no podemos tener.
–Parece que sí.– Su voz estaba grabada con pesar y tristeza. –Te prestaré el
monto de tu dote. No es necesario que debas esperar hasta que cumplas treinta
años para tener la vida que quieres.
El corazón le dio un vuelco.
–Necesitas ese dinero para renovar tu negocio.
–Las renovaciones se pueden hacer en cualquier momento.
Ella sacudió su cabeza.
–No, no quiero estar en deuda contigo.
–Te la daré sin ningún compromiso, ningún interés. Cuando llegue el momento y
los fondos estén disponibles para ti, todo lo que tendrás que pagarme es
precisamente lo que te presté. No más que eso. Dudo que obtengas una oferta mejor
en otro lugar.
Pensó en lo bonito que sería no tener que pasar por una temporada más, dejar
atrás el coqueteo y fingir interés en los caballeros. No más bailes, no más cenas, no
más falsas risas ni fingida idoneidad.
–Supongo que la culpa que sientes te impulsa a hacer esta oferta.
–Puedes creer eso si te hace más dispuesta a aceptarla.
Desafortunadamente, no creía que fuera por la culpa. Creía que era por algo
mucho más fuerte. Algo que no se atrevía a profundizar.
No habían avisado que iban a llegar. Drake sabía que una visita sorpresa cerca de
la medianoche les daría una ventaja. No es que la necesitara. La furia hervía a fuego
lento en su interior en el hall de entrada, mientras que el mayordomo alertaba a su
señoría, que estaba en la biblioteca. Se removía inquieto, listo para cazar al bastardo.
En cambio, Phee se veía tan tranquila, tan rígida. La única indicación de que esto
no era fácil para ella era la palidez de su rostro, como si toda la sangre hubiera
desaparecido ni bien cruzaron el umbral. Se sorprendió al darse cuenta la valentía y
fortaleza que debía haber manifestado una jovencita, para volver allí una y otra vez,
sabiendo lo que le esperaba.
–¿Por qué seguiste viniendo?– Preguntó.
Ella miró por encima de él.
–Mi padre insistió. Una hija no debe desobedecer a su padre. El corte definitivo
se produjo cuando él murió. Mi hermano me sugirió que los visitara, pero sus
sugerencias no eran un edicto de mi padre para que yo no pudiera ignorarlas.
Además, yo amo a mi tía. Es la hermana de mi madre y después que la perdí se
acercó mucho a mí. Nunca tuvo hijos. Siempre me trató como a una hija. No podía
culparla por las acciones de su marido.
Drake sí podía. Podía culpar a la tía, los siervos, cada miembro del personal que
no se había dado cuenta de los horrores que había vivido una joven entre esas
paredes. La gente pensaba que los pobres eran malhechores de la sociedad debido a
que muchos terminaban en la cárcel. Pero el mal no se determinaba por la ausencia
de monedas.
–¡Ofelia! ¡Estás viva! Alabado sea Dios.
Drake hizo un gesto con atención al pasillo donde un hombre corpulento hizo su
aparición. Su tono muscular y el pelo hacía mucho tiempo que lo habían
abandonado. Sus ojos eran como dos pasas atrapadas en una bola de grasa. Era
obvio que el conde pensaba que Phee había muerto, por lo que nunca había
esperado que el cuento que le había contado a Somerdale pudiera ser refutado. La
tía enferma habría parecido incoherente en caso de decir que Phee no había estado
allí. Los siervos no hablaban. Con los brazos extendidos, se acercó…
El puño de Drake salió disparado y lo golpeó de lleno en la nariz; hueso y
cartílago crujieron y la sangre salió a borbotones. Phee jadeó. Wigmore aterrizó con
un ruido sordo, los ojos llorosos, la mano ahuecando su nariz. Dando un paso
adelante, Drake se alzó sobre él.
–Levántate y te golpearé de nuevo.
Por favor que se levante.
–¿Quién diablos es usted?– gimió Wigmore mientras la sangre se acumulaba en
las comisuras de su boca.
–El hombre que va a hacer que te arrepientas de haber nacido.
–Drake– dijo Phee suavemente, colocando su mano sobre el brazo.
Era extraño cómo podía calmar a la bestia que habitaba dentro de él tan
fácilmente. Ella miró a su tío. Drake pensó que parecía una tortuga volcada.
–Hemos venido a buscar a la tía para llevarla de regreso a Londres.
–No hay necesidad... de hacer eso.
Tosió, escupió. Comenzó a darse la vuelta, pero Drake dio un paso y Wigmore se
calmó. Miró a Phee.
–Ella no está tan mal.
–Aún así, quiero cuidar de ella hasta que esté completamente bien.
–Ella es mi esposa. No lo voy a permitir.
–No tienes un ejército lo suficientemente grande como para impedirle a Lady
Ofelia hacer lo que le plazca– dijo Drake, mientras la furia hervía a través de él.
–Tengo más de dos docenas de sirvientes aquí.
–Como dije, no tienes suficiente personal como para detenerme. Ahora Ofelia va
a informar a su tía que pronto nos iremos y ella nos acompañará.– Se agachó. –
Mientras tanto, usted y yo vamos a tener una pequeña charla. Creo que acabo de oír
que me invitaste a tu biblioteca a tomar un brandy.
–Drake– dijo de nuevo con ese tono suave que transmitía tanto.
Estaba preocupada por él, preocupada de que hiciera algo imprudente, algo que
podría dar lugar a que tuviera que sufrir el destino de su padre. Después de todo lo
que le había hecho, su engaño, sus mentiras, todavía se preocupaba por él, y por
alguna razón, eso le dolía más que nada. Siempre la había considerado egoísta y
rencorosa. Ahora reconocía que era la mujer más generosa que había conocido,
aunque fuera demasiado tarde.
Miró por encima del hombro.
–Mientras que él coopere, sólo vamos a hablar. Te doy mi palabra.
–Yo no voy a ninguna parte con usted– espetó Wigmore.
Drake se encogió de hombros.
–Podemos hablar aquí, si quieres. Estoy seguro de que tus siervos son discretos.
Pero hablaremos, puedes estar seguro.
Volviendo su atención a Phee, se obligó a darle una sonrisa tranquilizadora.
–Puedes irte tranquila.
Ella vaciló. Casi se echó a reír, porque sabía que no le gustaba que le dijeran qué
hacer, sobre todo él. Eventualmente asintió.
–Por favor, ten cuidado.
–No podría hacerme daño aunque lo intentara.
Esta vez, ella fue quien sonrió.
–Suenas un tanto arrogante.
–Sería arrogante si no fuera cierto.
Pudo ver que ella quería decir algo más. En cambio, se dio media vuelta y se
dirigió hacia las escaleras. Dio a Wigmore una mirada dura.
–¿Aquí o en la biblioteca?
El hombre no era tonto. Los condujo a la biblioteca. No le ofreció brandy.
Simplemente se paró frente a su escritorio, ceñudo aunque su expresión se veía
atenuada por el pañuelo blanco que mantenía contra su nariz para contener el flujo
de sangre.
–No voy a permitirle que venga a mi casa a dar órdenes.
Con la nariz rota, su voz era poco más que un gemido nasal.
–Mi esposa no va a ir a ninguna parte con usted. Voy a pedirle a Scotland Yard
que lo arreste por secuestrarla. Voy a verte ahorcado.
–Ninguna amenaza tuya va a cambiar mi postura.
–Ya lo veremos.
–Yo sé lo que eres– afirmó Drake rotundamente. –Sé lo que le hiciste a Ofelia.
El hombre palideció, luego enderezó los hombros.
–No sé lo que esa pequeña malcriada te dijo, pero mintió. Ella nunca me ha
querido…
–Ella siempre ha tenido buen gusto. Pero nunca miente.
–Oh, te tiene envuelto alrededor de su dedo meñique, ¿verdad?
No, ella misma se había envuelto alrededor de su corazón.
–Escucha con mucha atención– ordenó Drake.
Wigmore abrió la boca…
–Si hablas antes de que haya terminado, me veré obligado a romper mi palabra
a Ofelia y callarte con mi puño. Voy a apuntar exactamente donde lo puse antes y te
hará doler dos veces más, te lo prometo.
La boca de Wigmore se cerró en un gesto beligerante; y le tomó todo su
autodominio no cruzarle la cara de una bofetada.
–Tengo la intención de destruirte. Lentamente, con el tiempo. Al principio no lo
notarás. Tu ingreso anual comenzará a disminuir. Los acreedores irán acosándote
poco a poco. Tu personal de servició encontrará mejores puestos en otros lugares.
Descubrirás que ya no eres bienvenido en la Sociedad. No voy a usar lo que le hiciste
a Ofelia para destruirte, ya que no sé qué clase de amenazas le susurraste al oído,
pero puedo hacer circular otros rumores que harán que te conviertas en un paria
entre tus pares. Hasta que estés total y completamente solo. Voy a tomar todo de ti.
Tu posición, tu prestigio, tu riqueza... tu orgullo. Tu vida no será nada, al igual tú, que
no eres nada. ¿Lo entiendes?
–No eres nada más que un pequeño cachorro arrogante. No puedes tocarme.
–Me subestimas, mi señor. Fui criado por el duque y la duquesa de Greystone.
Considero como mis tíos el conde de Claybourne, a Jack Dodger, a Sir James Swindler
de Scotland Yard, y a Sir William Graves, médico real. Mi mejor amigo es el duque de
Lovingdon. Y en caso de requerir su ayuda, no dudaría en acudir al duque de
Avendale. Soy dueño de la sala de juego Dodgers, y tengo a mi disposición más
recursos de los que imaginas. Pero más que eso, conozco al dedillo el lado oscuro de
Londres, el lado oscuro de mí mismo. Soy el hijo de un asesino sin corazón. He salido
de las profundidades del infierno y no tengo ningún reparo en volver allí y arrastrarte
conmigo. No te equivoques, cuando haya terminado contigo, lamentarás el día que
naciste.
Drake sintió satisfacción al ver la mirada fulminante de Wigmore. No había
planeado hacer alarde de los nombres de aquellos que le importaban, pero eran
poderosos e influyentes, y usaría todos los recursos a su disposición para ver a ese
hombre destruido.
–Sería muy imprudente que me subestimaras– dijo Drake. –No hagas nada que
cause daño a Ofelia o su reputación. La única razón por la que sigues respirando es
porque ella me pidió que no te matara.
–Te colgarían.
–Y yo les sujetaría la soga. Te quiero fuera de su vida. Deberás permanecer
dentro de esta habitación hasta que nos hayamos ido. No quiero que tenga que
volver a poner sus ojos sobre tu feo rostro. ¿Es clara mi petición?
Evitando su mirada, encorvando los hombros, Wigmore asintió.
–Bien.
Girando sobre sus talones, Drake salió de la habitación. Su primera tarea sería
encontrar a Phee y su tía para sacarlos a los tres de ese infierno.
Tenía extrema necesidad de tomar un baño.
Si su tía estaba en franca recuperación, Phee habría odiado verla mientras
estaba realmente enferma. Se veía extremadamente delgada, piel gris cubriendo sus
huesos. Tan poco parecía triste por irse de allí.
–¿Tía?
Su tía abrió los ojos, y Phee vio el verde desteñido de sus profundidades.
–¿Phee?– sonrió débilmente. –Viniste. Wigmore dijo que no lo harías.
¿Realmente pensaba que nadie podría refutar sus cuentos?
–Voy a llevarte a Londres.
Tiró de la campanilla. Cuando la camarera finalmente llegó, le dijo:
–Empaque una pequeña maleta con las cosas de su señoría. Nos iremos de
inmediato. –Se volvió hacia su tía. –¿Te sientes lo suficientemente fuerte como para
sentarte para que podemos vestirte?
–Siempre has sido tan buena.
Phee miró por encima del hombro al oír el sonido de unos pasos. El alivio la
recorrió al ver a Drake. Él se acercó a ella y casi se apoyó en él para recobrar fuerzas.
–Tía, él es Drake Darling. Va a ayudarme para que pueda llevarte a casa.
–Estoy en casa, querida.
–A mi casa.
Miró a Drake, sorprendido por la intensidad con la que estaba estudiando a su
tía.
–¿Puedes dejarnos solas?, necesito vestirla.
–No vamos a perder el tiempo. Ya he tenido suficiente de este lugar, y sospecho
que ella también. La sacaré envuelta en mantas. Puede viajar en camisón. Estaremos
de vuelta en Londres antes del amanecer.
Ella asintió con la cabeza, lista para irse también.
–¿Sus cosas?
–Déjalas. Compraremos lo que necesita una vez que estemos lejos.
Phee observó la delicadeza con la que Drake envolvió a su tía en mantas y la
levantó en sus brazos. Una punzada de remordimiento le pegó al recordarlo
llevándola a su cama. Ahora, cuando había cosas que deseaba olvidar, las recordaba
con sorprendente claridad. Su pasión, su fuego... su ternura. Un hombre complejo
nacido en la oscuridad que se había levantado por encima de ella. Un hombre al que
una vez había considerado por debajo de ella. Alguien a quien le había ordenado que
le buscara champán cuando debería haber estado bebiendo a su lado.
Los siguió por las escaleras y hacia la noche. El lacayo abrió la puerta del coche.
Drake acomodó a su tía en el banco, acostándola.
–Le pondré la cabeza sobre mi regazo– dijo Phee, aunque hubiera preferido
sentarse junto a Drake.
Sus dedos se envolvieron alrededor de su mano mientras la ayudaba a subir.
Estaba a punto de hacerlo cuando un estampido resonó en la noche.
–¿Qué fue eso?– Preguntó.
–Espera aquí.
Como si fuera a obedecerle.
–Estaré de vuelta en un momento– le dijo a su tía, antes de correr para alcanzar
a Drake.
Maldita sea. ¿Por qué tenía unas piernas tan largas?
Un silencio se cernía en la residencia, una sensación de incredulidad, un aura de
aprensión. Estaban en el pasillo cercano a la biblioteca de Wigmore, cuando el
mayordomo salió de la habitación, tan blanco como el papel.
–Su señoría está muerto. Se pegó un tiro con una de sus pistolas de duelo.
Phee se detuvo, apretándose contra la pared cuando la oscuridad comenzó a dar
vueltas nublándole la visión.
–¿Phee? ¿Phee? ¿Querida?
Fue vagamente consciente de la voz de Drake, su aroma masculino, sus cálidos
dedos acariciando sus mejillas. Entonces mirándose en sus ojos oscuros dijo:
–¿Por qué hizo eso?– Preguntó.
–Porque es un cobarde.
–¿Qué le dijiste?
–Que sabía lo que era, lo que había hecho, y que tenía la intención de quitarle
todo lo que quería.
Lo habría hecho. No tenía ninguna duda. Acercándose deslizó los dedos por la
mandíbula áspera.
–Tú no eres responsable de su muerte.
–No directamente, tal vez. Pero me alegro de ello.
Esperó donde estaba mientras él daba instrucciones a los sirvientes con respecto
a cómo debían manejar el asunto. Estaba agradecida de que no tuvieran que retrasar
demasiado la partida.
Cuando regresaron al coche e informaron a su tía de lo que había sucedido, ella
respondió:
–Nunca me gustó demasiado.
Entonces se quedó dormida antes de que Phee pudiera instalar la cabeza de su
tía sobre su regazo, lo que la dejó en libertad para sentarse junto a Drake. No se
opuso cuando le pasó el brazo sobre los hombros y la apretó contra su costado.
Sintió un irresistible impulso de echarse a llorar. No sabía por qué. Tal vez porque
todo había terminado.
Casi.
Todavía tenía que lidiar con Somerdale.
Capítulo 24

–¿Se quitó la vida?


Somerdale estaba de pie en la sala del frente con ropa de dormir, albornoz y
zapatillas, con el pelo rubio sobresaliendo en ángulos extraños.
Phee se había sorprendido bastante de que se encontrara en su casa y no
hubiera salido de juerga. Habría sido más fácil si hubiera estado haciendo sus
escapadas habituales. Podría haber evitado tener que darle explicaciones en
presencia de Drake.
Su hermano entrecerró los ojos y le echó a Drake una mirada mordaz.
–¿Y cómo fue que tú terminaste allí?
–Como he tratado de explicarte– comenzó Phee –la tía no estaba mejorando y
Wigmore no me permitía traerla a Londres. Pensé que Drake podría convencerlo de
lo contrario.
–El tío dijo que te fugaste de su casa.
–Supongo que quería dramatizar la situación. No lo sé. Me fui por unos días,
pero no me fugué. Fui a la aldea local, porque era imposible hacerlo entrar en
razones y me sentía frustrada. Entonces se me ocurrió que necesitaba un poco de
respaldo masculino, así que mandé a llamar a Drake.
–¿Por qué no me mandaste a llamar a mí?
Somerdale sonaba malhumorado y dolorido. Ella estaba realmente demasiado
cansada como para tener que lidiar con su orgullo.
–¿Cuando alguna vez pusiste un pie en la casa del tío?
Somerdale frunció el ceño. Tenía razón y lo sabía.
–Pero ¿por qué habría querido Darling ayudarte justamente a ti? ¿Por qué tuvo
que viajar en medio de la noche?
–Porque es amiga de Grace– dijo Drake. –Deja de tratar de analizar todo,
Somerdale. Sólo conseguirás que te dé un dolor de cabeza.
–Es extraño que me hayas preguntado por ella hace no más de una semana, y
ahora cuando se te necesita, estés aquí. Me temo que hay algo más que podría estar
sucediendo. ¿Te has aprovechado de mi hermana?
–No lo hizo– dijo Phee. –Ahora haz el favor de enviar por el Dr. Graves para que
pueda examinar a la tía. ¿O tendré que pedirle a Drake que haga eso también? Ella
está muy enferma.
Somerdale se pasó las manos arriba y abajo por su cara.
–No, no hay necesidad de involucrar a Darling. Yo me ocuparé.
Tan pronto como salió de la habitación para buscar un lacayo, se volvió hacia
Drake.
–Estoy agradecida por tu ayuda esta noche. Pero no necesitas quedarte más
tiempo conmigo.
Recorrió lentamente su cara con la mirada como si estuviera tratando de grabar
cada línea y curva en su memoria.
–Él va a seguir haciendo preguntas.
–Puedo manejar a Somerdale. Lo he estado haciendo desde que nací.
Él asintió con la cabeza.
–Echaré de menos tenerte en mi residencia.
Casi confesó que iba a extrañar no estar ahí, pero la herida de su traición todavía
estaba fresca y estaba confundida respecto a sus sentimientos. En todo lo que a él se
refería, un torbellino de emociones la embargada: gratitud por su ayuda, ira por su
traición, pasión, deseo, dolor. No sabía si tenía la capacidad de soportarlo.
–Yo nunca…– comenzó, se detuvo, negó con la cabeza. –Iba a decir que nunca
quise hacerte daño, pero por supuesto, eso es una mentira. Siempre pensaste que
estaba por debajo de ti y me demostraste que tenías razón. Lo siento, Phee. Lo
siento más de lo que puedo decirte.
Salió de la habitación, fuera de su vida. Alto, fuerte, orgulloso.
Y ella, que nunca había llorado durante los momentos más terribles de su vida,
se dejó caer en una silla y se echó a llorar, sintiéndose despojada y confundida.

***

–Arsénico– dijo el Dr. Graves.


Phee, Somerdale, y Graves estaban de pie en el pasillo fuera de la habitación
donde la tía Berta dormía.
–Sin duda signos de envenenamiento lento por arsénico.
–¿Podrá recuperarse?– Preguntó Phee.
–Muy posiblemente. Depende de cuánto le haya estado dando, por cuánto
tiempo, y qué daño pueda haberle hecho a sus órganos. Tendremos que mantener
una estrecha vigilancia sobre ella.
–Wigmore dijo que había empezado a mejorar.
Graves se encogió de hombros.
–Tal vez la culpa comenzó a carcomerlo y se detuvo.
Phee se preguntó si alguna vez habría conocido a alguien más reprensible que
Wigmore.
–¿Por qué Wigmore querría matar a su esposa?– Preguntó Somerdale. –Él ya
tenía su dote, su dinero. ¿Qué podía ganar?
–Una esposa más joven, la oportunidad de tener un heredero– especuló Graves.
–No entiendo el funcionamiento de las mentes, sólo del cuerpo.
–Pero era miserablemente viejo– dijo Somerdale. –¿Podría haberlo conseguido?
–¿Importa?– Preguntó Phee.
El rostro de Somerdale se volvió de un rojo brillante, como si se hubiera olvidado
de que su hermana estaba presente escuchando la conversación sobre rendimiento
masculino.
–Discúlpame. Por supuesto que no importa. Estoy pasmado por esta extraña
circunstancia. Darling y tú viajando solos en medio de la noche. Envenenamiento.
Suicidio. Dios mío, sólo me falta descubrir a una loca viviendo en mi ático.
Riendo ligeramente, se frotó el brazo.
–Creo que eso es muy poco probable.
Se volvió hacia Graves.
–Agradecemos su venida en medio de la noche.
–No me lo agradezcas, se necesitaban mis servicios, pero me alegro de que sea
algo de lo que probablemente pueda recuperarse. Vendré a verla por la mañana.
Mientras Somerdale acompañaba a Graves a la puerta, Phee fue junto a su tía
una vez más. Parecía dormir tan tranquila allí. Luego sus ojos se abrieron.
–Estaba tratando de matarme, ¿no?– preguntó.
–Nosotros creemos que sí– respondió Phee.
–Me casé con él porque mi padre lo deseaba. Cásate por amor, Phee, tal como
tu madre lo hizo.
–El amor no es tan fácil de encontrar.
–Reconocerlo es la parte difícil. Un hombre digno de ti es aún más difícil de
encontrar.
Ser digna de un hombre, era lo más difícil. Drake conocía sus secretos, y aunque
ahora pensara que la echaría de menos, ella sospechaba que con el paso del tiempo,
estaría muy contento de que ya no estuviera en su vida.
Estaba mancillada. Después de Wigmore nunca más querría que un hombre la
tocara. Sin embargo, Drake lo había hecho. Le había dado la bienvenida a lo que
había pensado que nunca sería capaz de tolerar. Ahora no estaba segura de cómo iba
a continuar.
Después del retorno de Phee, Somerdale, trató de averiguar exactamente lo que
había ocurrido desde el momento en que había entrado a su biblioteca con el
entendimiento de que ella viajaría a Stillmeadow con su tío, y el momento en que
había regresado a su residencia, pero su interrogatorio fue terriblemente ineficaz y
ella sospechó que realmente no quería saber la verdad. Así que le proporcionó
respuestas vagas, murmullos, y suspiros, y pareció contento con la idea de que al
menos había cumplido con su deber fraternal y poder poner fin al asunto.
Mientras vagaba por la residencia, trataba de recordar que hacía todo el día
cuando no tenía que pulir botas, o muebles, o barandillas. No estaba recibiendo
visitas por la mañana, no por el momento, y el cuidado de su tía le proporcionaba la
excusa perfecta para evitar todos los asuntos sociales. Su aislamiento era totalmente
comprensible para una mujer que había perdido a un tío, no es que hubiera utilizado
esa excusa. La sociedad, simplemente lo asumía de esa manera, por lo que estaba
agradecida. Estaba teniendo dificultades para volver a levantar los muros que
necesitaba para moverse en los círculos educados.
Su tía se estaba recuperando muy bien. Esa tarde había tomado su té en el
jardín.
–Te ves muy ágil– dijo Phee a su tía mientras tomaba asiento junto a la mesa
cubierta de lino cerca de los rosales.
–¡Oh querida! Estoy vieja, pero me siento más yo misma que en mucho tiempo.
–Me alegro.
Preparó una taza de té y se la pasó a su tía.
–Gracias cariño. Dime, ¿qué fue de ese apuesto hombre que nos ayudó a
escapar de Stillmeadow?
Su estómago se tensó.
–¿Drake Darling? Está muy ocupado.
–¿Demasiado ocupado para venir a ver a una chica tan dulce como tú?
–Él no me considera dulce en absoluto.
–Oh, pensé que sí. Pero nunca fui buena en eso.
–¿Buena en qué, tía?
–En averiguar quiénes son los candidatos que estén interesados en una. Pensé
que Wigmore me amaba. Creo que en un principio lo hizo. Pero ¿qué podía saber?
Sólo tenía diecisiete años.
El corazón le dio un vuelco. Sí, a ese maldito le habría gustado mucho su tía
cuando tenía diecisiete años.
–Nunca hemos tenido mucho en común, y después de que tener tres abortos
involuntarios, bueno, me trató más como un adorno que como una esposa.
Acercándose, acarició la mano de Phee.
–No te conviertas en un adorno, querida. Es terriblemente solitario y aburrido
como el infierno.
Apretando los dedos de su tía, Phee sonrió tiernamente.
–Tendremos que ver que asistas a algunas fiestas divertidas.
–Oh, no tengo tiempo para eso. ¿Te ha informado Somerdale que me llegó una
carta del abogado de Wigmore?
–No, no lo hizo.– Revolvió el azúcar en su té. –Buenas noticias, espero.
Su tía se inclinó hacia ella.
–Wigmore me dejó una suma considerable. Por supuesto, su primo Bartlett y su
esposa se quedarán en Stillmeadow ya que es el siguiente en la línea para el título. Él
me gusta mucho. Será un buen conde. Están empacando mis cosas, así que no tendré
que volver allí. Son tan agradables.
En verdad eran agradables. En una ocasión había conocido a Bartlett. Parecía un
tipo bastante decente, sin duda mejor que el hombre que estaba reemplazando.
–Tendremos que encontrarte una residencia en Londres.
Los ojos de su tía se agrandaron.
–¡Oh, no, yo no me quedaré aquí querida! Voy a viajar una vez que me
encuentre lo suficientemente fuerte. Somerdale me aseguró que puedo conocer el
mundo entero con el dinero que me ha dejado.
Phee no pudo evitarlo. Hizo una mueca.
–Tía, no estoy segura de que debas seguir el consejo financiero de Somerdale. Él
tiene buenas intenciones, pero entiendo que no ha manejado muy bien su propia
herencia.
–¿Qué pasa con ese guapo compañero tuyo entonces? No me importaría
regocijarme otra vez con su presencia antes de irme.
Phee lanzó una pequeña carcajada. Dios, se sentía bien. La última vez que se
había reído... había estado con Drake. Antes de recordarlo todo, antes de conocer la
profundidad de su traición.
–Él es un plebeyo.
–Ahhh.– Asintió sabiamente. –Ya veo.
Sus palabras, aunque escuetas, implicaban cierta decepción.
–¿Qué es lo que ves?
–Tu padre creía que un hombre nacía en su lugar en este mundo y nunca debía
moverse de allí. Me atrevo a decir que tú crees lo mismo.
Phee deseaba que ya hubiera bebido su té para poder mantenerse ocupada
sirviéndole otra taza. No le gustaba la seriedad con la que su tía estaba estudiándola,
esperando una respuesta.
–Tal vez una vez lo creí. Ahora yo... No ya no lo creo.
Pensó en las largas horas que Drake pasaba en su trabajo, todas las cosas que
supervisaba. Se había ganado su éxito, se había ganado el respeto de los que habían
confiado el negocio a su cuidado.
–¿Qué hace Drake Darling? No se viste como un plebeyo, así que debe
desempeñarse en algún tipo de negocio que valga la pena.
–Es el dueño de un club de caballeros.
–Ciertamente. Un hombre de negocios. Tal vez debería escribirle y ver si me
puede asesorar con respecto a mi herencia.
Phee negó con la cabeza.
–No, como he mencionado antes, está muy ocupado.
–Es una pena.
Su tía miró hacia los jardines.
–Me siento lo suficientemente bien como para dar un paseo. ¿Deseas unirte a
mí?
–Me gustaría mucho.
Quería ofrecerle su apoyo para que no descubriera que no estaba tan fuerte
como pensaba. Escoltándola, Phee le ofreció su brazo.
Sus pasos eran lentos y cortos, pero eran pasos. Phee agradecía que su tía
pareciera estable.
–A tu padre le gustaba mucho mi hermana– dijo la tía Berta –y estoy agradecida
por ello. Pero era un hombre duro, resistente al cambio, apegado a las viejas
costumbres. Sin embargo, yo siempre digo que si las viejas costumbres fueran tan
buenas, nadie aceptaría a las nuevas.– Se apoyó en Phee. –Invita a ese apuesto
caballero a cenar.
–Es complicado, tía.
–La mayoría de las cosas que valen la pena lo son, querida.

***

No era el momento adecuado para una visita, pero eso sólo era respetable para
la aristocracia, aunque ella estaba vestida como si lo fuera. Esperó en el porche de la
casa a la espera de que contestaran su llamado. Su mirada estaba fija en la residencia
de al lado. Se preguntó si Drake estaría dormido, si es que estaba ahí. Tal vez había
ido al club. Lo mejor era poner fin a su asociación rápidamente. Sin más disculpas,
preguntas o remordimientos.
La puerta finalmente se abrió.
–¿Puedo ayudarle?– Preguntó Marla.
Phee sabía que la ropa podía hacer que una persona se viera muy diferente, y
pasar desapercibido. Aún así, pensaba que sería identificable.
–Marla.
Los ojos de Marla se abrieron, y su mandíbula casi cayó al suelo.
–¿Phee? No te había reconocido.
Porque no había mirado de cerca. Debido a que había visto un vestido fino,
sombrero y guantes. Cabello rubio, sin un pelo fuera de lugar. El cabello de lady
Ofelia Lyttleton no caía sobre su rostro, ni tenía que ser soplado hacia atrás con un
extraño fruncimiento de labios.
–¿Recordaste quién eres?– Preguntó Marla.
–Sí. Lady Ofelia Lyttleton.
–De la nobleza. Lo sabía. Eras demasiado educada para ser una criada.
–Marla, quería darte las gracias.
–Yo no hice nada.
–Me enseñaste a manejar la residencia del señor Darling. Me enseñaste cómo
comprar espárragos frescos. Te convertiste en mi amiga.
–No debes darle gracias a alguien por ser tu amiga. A cambio también ofreciste
tú amistad. Sé que eso no es posible ahora…
–Tenía la esperanza de que sí fuera posible. Sé que la señora Turner es de edad
avanzada y no quiero molestar tu rutina ni las de su casa, pero cuando necesites
trabajo, espero que me llames. Siempre habrá un lugar para ti dentro de mi casa.
Y le extendió su tarjeta.
Marla la tomó con reverencia.
–No sé qué decir.
–Si alguna vez necesitas algo, cualquier cosa ve a verme.
Entonces, a pesar de sus mejores intenciones, dirigió su mirada a la otra
residencia.
–Él no está ahí– dijo Marla. –No ha estado desde hace un par de días. Pero si
quieres echar una mirada, por los viejos tiempos...
Metió la mano en el bolsillo del delantal y sacó una llave.
–¿Él te dio una llave?
Marla asintió.
–Me pidió que la vigilara. No estoy segura del por qué, a menos que fuera a
causa de ti.
Phee miró de nuevo a la residencia. Había quedado terriblemente mal desde la
mañana que se había ido. ¿Pensaba que volvería por sus cosas? ¿Qué cosas? fue su
siguiente pensamiento. ¿La ropa usada de otra criada, los libros que pertenecían a su
biblioteca, un juego de cepillos de plata? ¿Por qué iba a querer cualquiera de esos
elementos? No eran realmente de ella, simplemente eran el complemento de su
farsa.
Sin embargo, se sintió atraída hacia la casa. Quería verla de nuevo: los pisos que
había fregado, los muebles que había despolvado, las barandillas que había pulido.
Cogió la llave de los dedos de Marla.
–No voy a tardar más que un minuto.
Marla le dio saber sonrisa.
–Tómate tu tiempo. No voy a ir a ninguna parte.
Había descendido dos pasos antes de que Marla gritara:
–Por cierto, es de la puerta de atrás.
Echando un vistazo por encima del hombro, Phee sonrió.
–Gracias.
Corrió por el estrecho sendero entre las casas hasta que llegó a las caballerizas y
la puerta trasera. Al abrirla, se decepcionó por no ver a Daisy allí. A pesar de que
sabía que la bestia estaba siendo atendida en un muy buen establo, no le parecía
bien que no estuviera esperándola.
Entonces su corazón se disparó al ver a Rosco en el porche. El gran perro levantó
la cabeza, se puso de pie y avanzó pesadamente hacia ella en una marcha irregular,
con la lengua fuera. Cuando llegó a su lado, la rodeó tres veces antes de saltar sobre
sus patas traseras, colocando sus patas delanteras sobre el pecho de Phee, ladrando
con entusiasmo.
Phee rió mientras pasaba sus manos sobre el perro.
–¡Mírate! Aún estás aquí, y has engordado. ¿No eras un perro muerto de
hambre con poca carne sobre tus huesos? Me atrevo a decir que si no te conociera
mejor, pensaría que alguien ha estado cepillándote el pelo también.
Él volvió a ladrar antes de caer sobre las cuatro patas y trotar a su lado mientras
caminaba hacia la terraza. No podía abstenerse de visitar la casa y acariciar a Rosco
de vez en cuando. Se preguntó cómo se sentiría Somerdale sobre tener un perro en
su residencia, si Drake llegaba a abandonarlo.
Dejando a Rosco durmiendo la siesta en la terraza, entró en la casa, esperando
encontrar a medio camino a Pansy descansando sobre la mesa de madera en la que
había compartido sus comidas con Drake, pero lo único que encontró fue una cocina
muy ordenada. Supuso que comería en el club ahora. No le sorprendía que no se
hubiera quedado con el gato. Se preguntó si podría encontrarlo deambulando por el
barrio. Probablemente no.
Vagó por los pasillos familiares. Nada había cambiado excepto que ahora había
una aspersión ligera de polvo asentada por todas partes excepto en su escritorio.
¿Trabajaría allí de vez en cuando? ¿Pensaría en ella cuando lo hiciera?
En la entrada estaba la horrible mesa que había comprado. Encima se ubicaba el
jarrón que había derribado su última mañana allí, reconstruido de nuevo, con la
evidencia de su rotura claramente visible. Pasó el dedo a lo largo de una de las líneas
irregulares. Era extraño cómo la imperfección no le restaba belleza. Tampoco la
ausencia de flores. Estaba medio tentada a tomar algunas rosas del jardín de la
señora Turner para iluminar la entrada. Tal vez entonces Drake sabría que había
estado allí. ¿De dónde había salido ese pensamiento? ¿Qué le importaba si se daba
cuenta de que había ido a su casa? No quería nada más de su visita que un simple
viaje a través de la nostalgia. ¿Y por qué en nombre de Dios sentía nostalgia por ese
lugar?
No es que alguna vez hubiera sido verdaderamente suya.
Mirando la sala, se quedó helada.
–Oh, Dios mío– susurró, presionando los dedos sobre sus labios.
Asombrada, entró en la habitación.
La pared del fondo estaba pintada de negro y oro, exactamente como había
bosquejado. Cortinas negras en las ventanas. Y los muebles tapizados de terciopelo
negro sobre la madera de caoba. La forma de cada pieza, sofá, sillas, mesas,
exactamente como había descrito que debían disponerse en la sala, precisamente
como lo había plasmado en el papel. Tan elegante como se había imaginado que
quedaría.
Acurrucada en la esquina del sofá ubicado cerca de la chimenea estaba Pansy,
observándola, con parpadeos lentos. Phee preguntó:
–¿Ningún saludo entusiasta de tu parte?
Mientras se sentaba en el sofá y pasaba los dedos por el suave pelaje, Pansy
comenzó a ronronear desde el fondo de su garganta.
–Así está mejor.
Sintió una presión contra la falda al mismo tiempo que escuchó un maullido, y
miró hacia abajo para ver un pequeño gatito blanco jugando entre sus tobillos.
Riendo, lo levantó.
–¿Y quién eres tú? Drake Darling fue más que insistente en que su casa no debía
transformarse en un zoológico, así que ¿cómo llegaste aquí?
Lo acarició detrás de las orejas, y ronroneó.
–¿Te gusta eso, ¿verdad? Lo siento, no puedo quedarme más tiempo.
Depositó el gatito sobre el sillón, se levantó y salió de la habitación. Había un
lugar más que necesitaba ver.
Subió las escaleras lentamente, un paso a la vez. Su corazón se aceleró y se
obligó a recuperar la calma, con respiraciones profundas y largas, un truco que había
aprendido para que nadie pudiera descubrir cuando estaba ansiosa o nerviosa. Esa
era la razón por la que Somerdale no se había dado cuenta que temía salir con
Wigmore esa noche, la razón por la que él y su padre nunca habían sabido lo mucho
que le disgustaba ir a Stillmeadow. Wigmore la había convencido de que su maldad
debía esconderse a todo el mundo. Se había vuelto muy hábil para crear una fachada
que ocultaba la fealdad que experimentaba en la vida.
Era su vergüenza, la humillación que debía soportar. Había llegado a creer de
alguna manera que tenía la culpa, que había atraído la atención de Wigmore sobre sí
misma. Era indigna, impura, se lo merecía.
Se sacudió esos pensamientos. Nadie merecía lo que había sufrido. Ahora lo
entendía. Gracias a Drake. Era extraño que a pesar de todo el daño que le había
causado, también la hubiera ayudado.
Entrar al dormitorio fue como entrar en un capullo de seguridad. La habitación
estaba ordenada, sin ropa esparcida por el suelo. Olía a él: oscuro, masculino, fuerte,
poderoso. Se acercó a la cama. Las cubiertas no estaban arrugadas. No vio ninguna
evidencia de que hubiera dormido allí. Ni de que alguna vez había estado acurrucado
en la cama, contra su costado.
¿Habría dormido allí si le hubiera dicho quién era ella? Si le hubiera dicho: “Eres
lady Ofelia Lyttleton” ¿Habría recordado algo? ¿Habría hecho una diferencia? O
¿habría pensado que todo era simplemente absurdo?
Al oír el crujido de una tabla del suelo, volvió la cabeza para ver a Drake de pie
en la puerta, vestido a la perfección, chaleco abotonado, chaqueta ajustada sobre
sus anchos hombros. Pelo oscuro y rizado, ojos penetrantes.
–Marla me dijo que no estabas aquí–dijo rotundamente, tratando de que no se
diera cuenta que su corazón retumbaba.
–No estaba. Pero necesitaba buscar algunas monedas para Jimmy. Hoy en día es
quien se encarga de Rosco. Y yo sólo…– Negó con la cabeza. –La casa se sentía
diferente, olía diferente cuando entré. Yo sabía que estabas aquí.
Parecía estar midiendo sus palabras como si pensara que si decía algo incorrecto
podría huir. Cuando en verdad era poca la distancia que los separaba. Pero el sólo
pensamiento de tenerlo más cerca la aterrorizaba. Quería recorrer sus hombros, su
pecho, y su cabello con las manos.
–Has adquirido otro gato, según he visto.
–Su nombre es Orquídea.
No pudo evitar sonreír al darse cuenta de que mantenía su tradición de ponerles
nombres de flores.
–Es mi fragancia favorita.
–Lo sé.
La solemnidad de sus palabras le desgarró el corazón. Por supuesto que lo sabía.
Él sabía todo sobre ella, hasta sus secretos más oscuros. Pero se suponía que era
justo, ya que ella conocía los suyos.
–¿Cómo está tu tía?– Preguntó.
–Recuperándose bastante bien, teniendo en cuenta que Wigmore había estado
envenenándola.
–Bastardo. Él quería tenerte de vuelta.
El corazón le dio un vuelco.
–No creo que tenga nada que ver conmigo.
–Dijiste que estabas cerca de ella y que no habías vuelto desde la muerte de tu
padre.
Ella cerró los ojos, sintiendo su estómago revuelto. Drake tenía razón. Lo único
que haría que volviera a su casa era la mala salud de su tía. Wigmore lo había sabido.
Luego de cubrir sus pecados, habría seguido envenenándola hasta que muriera para
que no pudiera contradecir su historia de que Phee había estado en Stillmeadow y
luego se había fugado.
Abrió los ojos.
–Me alegro de que esté muerto. Realmente nunca podemos saber todo sobre
una persona, ¿verdad?
–No, no todo.
Pero uno puede saber lo suficiente, pensó, lo suficiente como para enamorarse.
Todas esas emociones que sentía hacia Drake seguían latentes. Ella no sabía qué
hacer con ellas, así que no les hizo caso y volvió la conversación a algo que le había
agradado.
–No pude dejar de notar que tomaste mi consejo respecto a la sala del frente.
Dio un paso hacia ella.
–¿Qué haces aquí, Phee?
Así que no iba a centrarse en las bromas casuales. Debería haberlo sabido.
Siempre hacía preguntas cuyas respuestas eran necesarias. Negó con la cabeza
ligeramente.
–No lo sé.
Su mirada se precipitó hacia el centro de la cama, donde había sido más feliz.
–Sigo pensando en la noche que estuvimos juntos.
–Si hubiera sabido de tu pasado, habría ido con más suavidad.
Ella lo miró. Estaban a sólo pulgadas de distancia ahora.
–¿De verdad?
–Sí.
Levantó la mano muy lentamente, como si le diera la oportunidad de alejarse,
fuera de su alcance, hasta acunar su mejilla.
–Pero no te he dicho quién eras. Debería haberte contado todo.
–No lo sabías todo. Y si hubieras sabido todo, lo que ocurrió entre nosotros
nunca habría sucedido. He estado pensando en eso. Bastante, en realidad. Perder la
memoria por un corto tiempo fue una bendición.
Puso su mano enguantada en su mandíbula.
–De lo contrario nunca habría sabido lo que realmente debe pasar entre un
hombre y una mujer. Nunca hubiera sentido…
Tomando su mano, comenzó a soltar los botones de su guante. El corazón le dio
un vuelco.
–¿Que estás haciendo?
–Si vas a honrarme con una caricia, no quiero que tengas los guantes puestos.
–Yo no voy a acariciarte, no…
Quitó el guante, lo arrojó a un lado, y volvió la palma a su mandíbula.
–Mucho mejor– dijo, alzando los ojos a los de ella.
El deseo ardiente en su mirada la estremeció, de la cabeza a los pies, haciendo
que se erizara. Y tenía razón. Era mucho mejor tocar piel contra piel.
–¿Cómo puedes quererme, sabiendo lo que sabes de mí?– Preguntó.
–La fealdad estaba en él, no en ti– dijo Drake. –Tú eres valiente y genuina.
Incluso de niña, pudiste mantenerte en pie cuando muchos se habrían desmoronado.
Lo que pasó entre nosotros en mi cama no tuvo nada que ver con él.
Las lágrimas le escocían los ojos.
–Trato de convencerme de eso, pero es tan difícil. Ojalá nunca lo hubiera visto
de nuevo. No puedo sacarte de mi mente. Creo que vine aquí porque quería que tus
recuerdos fueran más fuertes. Los necesito para alejar los de él.
Tomando la otra mano, inclinó la cabeza y suavemente comenzó a quitar su
guante restante.
–Drake…
–Yo puedo hacer que lo olvides.– Levantó la mirada hacia ella. –Permíteme hacer
eso por ti.
Ella negó con la cabeza ligeramente.
–No sé si puedo, no ahora que mis recuerdos han regresado, no ahora que sé
todo lo que he hecho.
–Todo lo que él hizo. Tú no hiciste nada. Sé que no tengo derecho a pedirte esto,
teniendo en cuenta de cómo llegamos a estar aquí. Pero confía en mí.
–Me temo que…
Deslizó el pulgar por la mejilla.
–Será como caminar en el parque esa noche. Pensaste que había algo que
temer, pero saliste del coche de todos modos, y no pasó nada que te causara daño.
Nada te puede hacer daño de nuevo, Phee. Él no tiene ningún poder sobre ti, con o
sin tu memoria. Deja que te lo enseñe.
Se dio cuenta que no había ido para ver los pisos que había fregado o la madera
que había pulido. Había ido para estar más cerca de él, para dejar que sus recuerdos
usurparan los que tenía de Wigmore y que amenazaban afianzarse. Pero Drake en
persona, allí con ella ahora, era mucho mejor, mucho más fuerte que cualquier
recuerdo. Lo que él estaba ofreciéndole... no sabía si tenía el coraje para aceptarlo.
–¿Qué pasa si no puedo... y si…
Acarició el labio inferior con el pulgar.
–Puedes decir que no, en cualquier momento y voy a detenerme.– Liberó el
botón del cuello. –Cada vez que te sientas incómoda. Ya sea cuando desabroche un
botón, o desate una cinta, sólo tienes que decir no y me detendré. Estoy aquí para
obedecerte.
Otro botón suelto. Y otro. Y otro. No dijo que no ni que se detuviera.
Simplemente observó cómo sus dedos ágiles hacían el trabajo. Sus nervios se
estremecieron. Temía que pudiera desmayarse. Respira, se ordenó a sí misma,
respira.
De rodillas, le dio unas palmaditas en el muslo. Colocando la mano sobre su
cabeza para no perder el equilibrio, disfrutando de la sensación de su cabello
encrespado alrededor de sus dedos, puso un pie sobre su pierna. Más botones
liberados antes de que le quitara el zapato. Sus manos se deslizaron bajo la falda y
pasaron sobre el tobillo, la pantorrilla, la rodilla y el muslo hasta que se encontraron
con más cintas que aflojar. Entonces hizo rodar su media hacia abajo con tanta
lentitud que pensó que podría volverse loca.
Sin prisa, sin dedos torpes hizo lo mismo con la otra pierna. Cada acción era
segura, deliberada. Cada una la hacía sentir preciosa, apreciada. Cada una le hacía
anticipar la siguiente.
En un movimiento suave, se puso de pie, tomó su mano y la llevó a un lado de la
cama. Continuando con su tarea, le quitó el vestido, las enaguas, la ropa interior. A
medida que más piel quedaba revelada su mano desnuda le provocaba escalofríos de
placer. Sus caricias eran como las recordaba: embriagantes. Con cada una de ellas, su
cuerpo anhelaba otra.
Cuando se puso de pie ante él completamente desnuda, pensó que debería
sentir un poco de vergüenza o incomodidad, pero ¿cómo iba a sentir vergüenza
cuando la apreciación que iluminaba sus ojos oscuros la calentaba con mucha más
eficacia que cualquier fuego ardiente?
Los broches que sujetaban su pelo cayeron a continuación. Clink, clink, clink.
Tocaron el suelo, liberando la mata de cabello en una gloriosa cascada sobre los
hombros y la espalda.
Tomándola en brazos, la depositó en la cama, antes de retroceder. Rodó
ligeramente hacia un lado, mientras observaba como se quitaba las botas, sin que su
mirada la abandonara en ningún momento. Cuando se quitó la ropa, sus
movimientos fueron lentos, provocativos, y casi se encontró rogándole que se diera
prisa. Le encantaba verlo desnudo, la forma en que sus músculos se contraían. No
era un pavo real pavoneándose. Más bien, era una especie de gato salvaje,
moviéndose ágilmente hacia ella. Todavía tenía que quitarse los pantalones, lo que
por alguna razón lo hacía parecer aún más peligroso, no de una manera aterradora,
más bien excitándola, haciéndole pensar que su corazón podría estallar en pedazos.
La cama se hundió mientras colocaba una rodilla sobre la misma, cuando se
tendió a su lado. Enterró la cara en la curva de su hombro.
–Estoy tan contento de que estés aquí– dijo con voz áspera. –Te vas a sentir
igual cuando haya terminado.
Ella ya estaba feliz. Necesitaba eso, lo necesitaba. Aunque no podía decir que lo
había perdonado por completo, no podía negar que se sentía atraída por él como
nunca había sido atraída por otro hombre, ya que no lo había creído posible.
Él mordisqueó su oreja y su cuerpo se arqueó contra él. Pasó la boca a lo largo
de su cuello, mordisqueando su hombro. Ella metió sus dedos entre su cabello. Éste
era un recuerdo que atesorar, uno que iba a llevarse y recordar es las solitarias
noches de invierno, en compañía de perros, gatos y conejos. Esas sensaciones, el
pulso retumbando en su garganta, las vibraciones en el pecho, nunca podría
olvidarlas.
Cada caricia, cada beso, cada lamida de su lengua sería inolvidable. Ubicándose
entre sus muslos, presionó los labios en el hueco entre sus pechos. Envolviendo sus
piernas alrededor de su cintura, lo abrazó disfrutando de la intimidad.
–Eres tan hermosa– dijo.
Nunca se había sentido hermosa, no realmente. No hasta que hubo perdido la
memoria. Cuando la recuperó, la fealdad de su vida había subido a la superficie. Pero
ahora, entre sus brazos se sentía…
–Me haces sentir hermosa.
–Nunca lo dudes– le susurró mientras giraba la cabeza hacia un lado y cerraba la
boca alrededor de su pezón, acariciándolo con la lengua originando un glorioso
estallido de placer en el vértice de sus muslos. Ella levantó las caderas para
encontrarse con la suya, en busca de algún tipo de sosiego.
Él se rió entre dientes, y el sonido impío fue un afrodisíaco. Pasó los dedos sobre
su espalda, sobre el dragón, e imaginó que podía sentir sus músculos dentro de él. Él
siguió bajando, besando su estómago, lamiendo el hueco de su cadera, soplando
suavemente sobre sus rizos.
–Drake.
Su nombre era una bendición, una súplica, una pregunta.
Sus ojos encontraron los suyos, con audacia, de manera irrevocable, sin ninguna
duda.
–Cada aspecto de ti es hermoso– dijo, antes de sumergir otra vez la cabeza.
La primera caricia de su lengua casi la hizo saltar de la cama. Clavó los dedos en
sus hombros, y apretó la cabeza contra las almohadas mientras él mordisqueaba,
lamía y chupaba. Insistente, determinado. El placer escaló hasta que sólo existió la
sensación cruda de su presencia. Sin recuerdos, de ningún otro hombre, ni su
fealdad.
Sólo la belleza. Sólo su adulación. Sólo alegría. Sólo deseo.
Sin vergüenza. Sólo aceptación.
Se abrazó con fuerza, consumida por la pasión hasta que su espalda se arqueó,
su cuerpo tembló, y su voz gritó su nombre maravillada. Estaba perdida en la
felicidad que sentía, él era su única ancla. Ella se había elevado a un nuevo nivel de
conciencia, había experimentado un esplendor increíble.
Un recuerdo que hacía que todos los demás pasaran vergüenza, pero todavía no
era suficiente.
Besó la parte interior de su muslo, y luego se relajó con una tranquila
satisfacción en sus ojos, hasta que levantó los ojos y se encontró con una orden
implícita en su mirada.
Ella sacudió la cabeza inquisitivamente.
–Phee…
–Prometiste obedecer mis órdenes, así que tómame.
Maldijo con dureza, y gruñó. Su boca descendió sobre la de ella, hambrienta, sin
finura ni mansedumbre. Ella disfrutó su afán, disfrutó de la idea de poder conducirlo
a tal locura. No había vergüenza, sólo deseo honesto. Ahora lo entendía por
completo.
Casi se rió por la premura con que se quitó los pantalones. Se levantó sobre ella,
le sostuvo la mirada, y arremetió veloz y profundamente cuando ella levantó las
caderas para darle la bienvenida. Luego se quedó inmóvil, con los ojos cerrados.
–Me encanta la forma en que me haces sentir– dijo.
Poco a poco abrió los ojos. Pasó las manos sobre cada plano que podía alcanzar.
–Me encanta la forma en que te siento cuando estás dentro mío.
Palabras que nunca había pensado decir, palabras que hicieron que todo su
cuerpo se calentara, pero no quiso retractarse. Le encantaba el peso de él, la
plenitud de su miembro enclavado dentro de ella.
Sosteniendo su mirada, comenzó a mecerse, lento pero con largas y profundas
pasadas. Se preguntó si todo sería tan maravilloso para él como lo era para ella, y se
sintió agradecida de poder compartir esa experiencia, abiertamente, sin
remordimientos, ni recuerdos lejanos que se entrometieran.
Eran sólo ellos dos, allí en esa cama, tocando, besando, suspirando, gimiendo,
meciéndose uno contra otro. Acumulando placer hasta que llegaron a la cumbre
juntos. Hasta que ambos cayeron del precipicio. Hasta que estallaron en mil
fragmentos.
Drake pensó que podría haber muerto. Por un breve segundo, al menos, cuando
el placer lo había arrasado con una fuerza increíble que nunca antes había
experimentado. Había planeado darle placer, pero supuso que había una especie de
dar incluso cuando se tomaba a cambio.
Letárgico, no muy seguro de que alguna vez sería capaz de moverse de nuevo,
descansó a su lado, con la mano abierta sobre su cadera. No se engañaba creyendo
que algo había cambiado entre ellos, que iba a tener algo más que eso. Cuando
habían hecho el amor antes, no sabía quién era.
Ahora lo sabía. Ella no estaba allí porque lo amaba. Estaba allí porque necesitaba
olvidar el pasado con su tío, y tal vez su pasado con Drake. Ahora estaba mirando
directamente su pecho.
–Es algo así como un alivio– dijo en voz baja –me siento libre de él. No esperaba
saber lo que era estar de buen grado con un hombre. Yo no estaba segura de que
sería capaz de estar tan cerca de un hombre.
Riendo ligeramente, finalmente levantó la mirada hacia él.
–Parece que he podido superar mis dudas.
–¿Esto cambia tu postura sobre el matrimonio?
–Supongo que no me opongo categóricamente, pero tendría que ser un
matrimonio por amor, basado en la confianza.– Lo miró por un momento. –¿Por qué
me dijiste que era tu criada?
Cerrando los ojos, suspiró.
–¿Porque siempre te llamaba muchacho y te pedía que me trajeras las cosas que
se me antojaban? ¿Porque nunca perdí la oportunidad de rebajarte cada vez que
nuestros caminos se cruzaban?
Abrió los ojos.
–Eras un poco mezquina.
–Te pido disculpas por la forma en que te traté antes.
Nunca había esperado una disculpa de ella, especialmente cuando era él el que
le debía una.
–Yo también lo siento. Debería haberte llevado de inmediato a tu casa.
–Sí. Pero si lo hubieras hecho, nunca habría experimentado esto.
Pasó la mano sobre la cama.
–No estoy exactamente arrepentida, pero me hubiera gustado que las
circunstancias hubieran sido diferentes. Y aprecio mucho tus esfuerzos de hoy.
Tomó todo su autodominio, no maldecir. Estaba levantando las paredes de
nuevo. No es que pudiera culparla. Era Lady Ofelia Lyttleton y él era el dueño de un
club de caballeros.
–Quizás en el futuro podamos ser amigos– dijo saliendo de la cama.
No podía estar enojado porque ella lo había usado. Él se había ofrecido. Se
levantó de la cama, cogió sus pantalones y se los puso. Entonces la ayudó con su
ropa.
–Esto no es tan divertido como quitártelos– dijo.
Ella se rió, el sonido dulce que amaba.
–Nunca pensé que estaría cómoda con todo esto. Te doy las gracias por ello.
–Por el amor de Dios, deja de darme las gracias.
Asintiendo con la cabeza, sacó los guantes.
–¿Cómo van las cosas en el club?
–Yo voy a cerrarlo durante un par de semanas para remodelarlo. Por cierto, me
decidí a tomar tu consejo. Voy a abrirlo a las mujeres.
Sus ojos verdes se abrieron hasta que pudo ahogarse en ellos. Ella sonrió
brillantemente.
–Maravilloso. Voy a tener que obtener una membresía.
–Siempre tendrás una membresía allí, con mis respetos.
–Bueno, entonces, sin duda iré a visitarte.
–Te esperaré con ansias.
Pero odiaba la creciente formalidad entre ellos.
–Quise decir lo que dije esa noche en casa de Lovingdon. Me enamoré de ti.
–No, dijiste que te enamoraste de la mujer que vivía en tu casa. Los dos sabemos
que no era yo.
–Creo que te equivocas allí.
–Yo no lo creo.
Pasando junto a él, se dirigió a la puerta.
–¿Phee?
Se detuvo, se dio la vuelta y miró por encima de él, con una ceja finamente
arqueada.
–¿Sí?
–También quise decir lo que dije si te enterabas que estabas embarazada. O si
necesitas cualquier cosa, estoy aquí para ti.
–Voy a tener eso en mente. Adiós, Drake.
Entonces, una vez más, salió de su vida. Y él, por ser el tonto que era, la dejó ir.

***
Phee miró por la ventanilla del coche, luchando por no llorar porque Drake no
había intentado detenerla. Parecía que en los últimos tiempos pasaba una buena
parte de su tiempo mirando por las ventanas aguantando las lágrimas.
La pérdida de la memoria había sido una bendición, le había permitido
experimentar algo bastante notable, aunque el engaño había formado parte. Si fuera
honesta consigo misma, incluso podría admitir que se lo merecía, un poquito.
Maldita sea. Se lo merecía. Cada instante. El trato hacia Drake había sido
desagradable. Si su situación se hubiera revertido, si él hubiera perdido la memoria,
ella habría hecho lo mismo. Sólo que lo hubiera hecho palear estiércol como
cualquier mozo de cuadra.
Sonrió. Siempre la había pinchado su temperamento, su lengua afilada. Deseó
ser la mujer que vivía en su residencia, pero uno no podía cambiar la realidad.
Aunque pensándolo bien, tal vez sí podía.
Capítulo 25

–Maldita sea, no puedo creer la cantidad de personas que están formando fila a
la espera de que se abran las puertas– dijo Andrew, mirando por la ventana de la
oficina de Drake en los Dragones Gemelos.
La inauguración de esa noche era la comidilla de Londres, no sólo entre la
aristocracia sino entre los ricos que no presentaban títulos. La entrada en los
Dragones Gemelos era sólo por invitación, entregadas en mano a la élite, y a los que
podían pagar la membresía. La aristocracia. Los nuevos ricos. Los estadounidenses. Y
las damas. Damas a las que se les permitía ingresar en lo que había sido un santuario
de hombres. Y eso estaba causando bastante revuelo.
Recostado en la silla detrás de su escritorio, Drake no se atrevía a discurrir por la
multitud expectante, porque sabía que si lo hacía, iba a buscarla, y no quería
experimentar la decepción de que no hubiera ido.
Habían pasado seis semanas desde que Wigmore había sido enterrado. Grace le
había informado que Phee asistía nuevamente a bailes y cenas, conciertos y teatros.
Estaba siendo cortejada. Esperaba que en cualquier momento se pudiera leer sobre
sus esponsales en el Times.
De ella había recibido sólo una misiva, una que decía simplemente: “Ningún
niño”.
Tendría que haberse sentido aliviado. En su lugar, había sentido que la última
oportunidad de recuperar su vida se desvanecía. No es que las circunstancias
hubieran sido ideales. Pero podría haber sido una oportunidad para que pudieran
empezar de nuevo. Para que pudieran tener…
–No puedo creer lo diferente que se ve este lugar– dijo Rexton.
Los hermanos de Drake habían llegado temprano, con la intención de compartir
la reapertura de los Dragones Gemelos. No demostraban ningún resentimiento,
ningún rencor de que la duquesa le hubiera entregado su parte como herencia. Se
sentía tocado por su lealtad, y su buena voluntad hacia él. Lo abrazaron por su buena
fortuna, como si fuera su propio hermano.
–Quería que las damas se sientan bienvenidas aquí– dijo Drake. –Estaba
demasiado oscuro antes.
Él había hecho gran parte del trabajo, martillando, pintando, empapelando,
reorganizando. Cuanto más dura la tarea, más probable era que se ocupara
personalmente. Cualquier cosa para hacer gritar de dolor a sus músculos, todo lo que
diera como resultado el agotamiento era bienvenido, de modo que cuando
finalmente se iba a la cama podía dormir sin sueños, sin pensar en Phee.
No es que su plan tuviera mucho éxito en lo que a ella se refería. Ella siempre se
cernía en el borde de su conciencia y poco podía hacer para erradicarla de su mente.
No ayudaba que a medida que supervisaba la llegada de los nuevos muebles y su
colocación, él hiciera caso de los bosquejos que le había dejado. Una residencia que
ahora se veía demasiado vacía, con el único sonido de sus pasos huecos. Podía olerla
en su almohada, sábanas, y su deseo por ella sólo se aguzaba.
–No estoy seguro de cómo me siento acerca de jugar contra una mujer, y tomar
su dinero. No es muy caballeroso– dijo Rexton.
–Nunca te ha molestado tomar el dinero de Grace.
–Él nunca pudo vencer a Grace– dijo Andrew. –Yo, sin embargo, podría hacerlo.
–Porque haces trampa– replicó Rexton.
–Ella también. ¿Nunca te diste cuenta de eso?
–Yo no esperaría que mi hermana fuera tan solapada.
Rexton levantó el dragón de cristal de su percha en el escritorio de Drake y lo
examinó.
–Cuidado con eso– dijo Drake.
Rexton arqueó una ceja.
–No quiero que se rompa.
–Es una pena que ya esté roto. Le falta parte de la cola.
No era que faltara exactamente. Más bien se encontraba dentro de un pequeño
bolsillo del chaleco de Drake, por lo que siempre estaba con él, por lo que siempre
llevaba un recordatorio de Phee.
Con cuidado, Rexton lo regresó a su lugar.
–Es una pieza exquisita. No puedo imaginarme a Jack Dodger poniendo objetos
tan delicados en su oficina.
–Pero ésta no es su oficina– dijo Drake con una sonrisa.
No lo había sido durante mucho tiempo, pero esa noche en particular, Drake la
sentía realmente suya. Tal vez sería capaz de generar un poco de emoción después
de todo.
–¿Supongo que va a venir esta noche?– Preguntó Andrew.
–Él y Claybourne junto con sus familias, deberían estar aquí en cualquier
momento.
Les había hecho una visita el día anterior. Habían quedado impresionados con
los cambios. Si bien la mayor parte de la planta principal sería para uso de ambos
géneros, había añadido salones privados para cada uno. Un comedor de fantasía
creando un ambiente agradable para que un caballero pudiera llevar a cenar a una
dama. Otra habitación ofrecía la posibilidad de bailar. Se estaba expandiendo más
allá del juego.
Un suave golpe sonó.
Drake miró hacia la puerta y vio al duque de pie allí. Rápidamente se puso en
pie.
–Su gracia.
Greystone levantó una botella.
–¿Una persona que trae una botella de buen whisky tiene permitida la entrada?
–Absolutamente– dijo Drake.
Agarrando cuatro vasos, los puso en la esquina de su escritorio.
–¿Dónde está madre?– Preguntó Andrew al duque.
–Con Grace y Lovingdon, ordenando a la gente, asegurándose de que todo esté
en orden antes de que las festividades comienzan. Significa mucho para tu madre
que le permitieras desempeñar un papel en tus planes de inauguración de esta
noche.
El duque sirvió dos dedos en cada vaso. Cuando Drake se acercó el duque dijo:
–Oh, espera, otra cosa primero.
Metió una mano dentro de su chaqueta y sacó un pequeño estuche de cuero. Lo
extendió hacia Drake.
–Sólo algo para celebrar tu éxito.
Drake dudó un momento. Sólo las cosas bellas venían en cajas de cuero.
–No he tenido éxito todavía.
Greystone le guiñó un ojo.
–Pero lo tendrás.
Drake tomó la ofrenda y lentamente tiró hacia atrás la tapa rebatible. Dentro
encontró sobre el terciopelo un reloj de bolsillo de oro. En la portada, finamente
grabado con exquisito detalle, había un dragón. No estaba seguro de haber recibido
alguna vez un regalo tan exquisito. No tenía palabras.
–Es increíble.
–Tú y yo siempre hemos tenido el dragón en común. Parecía apropiado.
Greystone palmeó el bolsillo del chaleco, donde su propio reloj estaba
protegido.
–Un padre pasa su reloj a su hijo primogénito, el mío por supuesto irá a Rexton.
–Dentro de muchos años, por favor, Padre– dijo Rexton.
Greystone sonrió.
–Dentro de muchos años, lo prometo.
Volviendo su atención de nuevo a Drake.
–Pero yo quería que tuvieras un reloj también. No viene con un pasado histórico,
pero cada reloj debe comenzar su historia en algún lugar para que pueda pasar de
generación en generación. Tiene una inscripción.
Tomando el reloj de la caja, sosteniéndolo en su mano, Drake abrió con cuidado
la tapa y leyó las palabras grabadas con delicada escritura.
Para mi primer hijo, con amor y orgullo
Drake tragó el nudo que se había alojado en su garganta. Apretó su pecho. Sus
ojos le ardían. Levantó los ojos al hombre de pie delante de él.
–No sé qué decir, excelencia.
El duque asintió lentamente, sus labios curvándose en una ligera sonrisa.
–Gracias, Padre, estaría bien.
Drake negó con la cabeza, o pensó que lo hizo. Parecía incapaz de moverse. Su
voz estaba bloqueada. Cada músculo de su cuerpo estaba inmóvil. Había estado en
medio de una multitud viendo como colgaban a su padre. Vio los puños de su padre,
su rabia, su fealdad. Vio…
Vio...
Vio al duque sosteniendo su mano la primera vez que abordaron un barco. Había
estado aterrorizado, pero no había expresado nada, sin embargo, la mano grande,
segura, había estado allí todo el tiempo, calmando sus temores.
Vio al duque agachado junto a él, señalando y explicándole el origen de las
Pirámides, el Coliseo romano, la Gran Muralla de China. Vio al duque escalar una
montaña con él y revelarle el mundo desde la cumbre. Vio al duque enseñándole a
montar a caballo, corregirlo con una voz severa cuando se portaba mal, insistiendo
en que aprendiera sus lecciones, no permitiéndole eludir sus responsabilidades,
dándole una palmada de estímulo en el hombro, cargándolo en la espalda cuando
era más joven y se cansaba.
Veía ahora que el hombre de la horca simplemente le había dado la vida. El
hombre de pie delante de él le había regalado una vida, y una muy notable. Pero
mucho más, él siempre le había mostrado la bondad y el amor.
Todo dentro de Drake se desató, se desbloqueó. Tragando saliva, buscó la
mirada azul del duque.
–Gracias Padre.
Greystone sonrió, sus ojos se empañaron, y parpadeó varias veces. No sería
bueno para un duque que se lo viera llorando o mostrando una emoción
desenfrenada.
–De nada hijo. Un pequeño consejo, sin embargo. Nunca mires tu reloj de
bolsillo cuando estés esperando que una dama termine de prepararse para salir. Te
llevaría a la locura. Para una mujer, cinco minutos nunca son menos de veinte. Ahora
veamos, ¿cómo te queda?
Tomando el reloj de Drake, el duque se inclinó tratando de conectar un extremo
de la cadena de oro alrededor de un botón.
El corazón de Drake se encogió cuando lo vio luchar por conseguirlo.
–Puedo hacer eso.
–Yo también. Todavía no estoy ciego.
–Te daría mi vista si pudiera– le dijo.
Greystone logró asegurar la cadena al botón y le metió el reloj en el bolsillo
adecuado del chaleco. Se enderezó, le dio unas palmaditas en el hombro de Drake.
–Yo no la tomaría. Un padre siempre quiere lo mejor para su hijo. Tú estás
haciendo muy bien las cosas. Y ahora es el momento para el brindis.
Rexton pasó los vasos.
El padre de Drake levantó su vaso en alto y con voz fuerte dijo:
–Por tu éxito, hijo. Que esta noche sea simplemente el primer paso de un viaje
extraordinario.
–¡Salud!– Dijeron Rexton y Andrew al unísono.
Todos chocaron sus copas antes de beber el whisky. El calor del líquido que bajó
por su garganta era nada comparado con la calidez que Drake sentía por esos
hombres que lo rodeaban.
Él los tenía porque una vez se había visto obligado a bajar por el tubo de la
chimenea con el fin de robar objetos de valor de una residencia de lujo.
¡Qué extraño giro del destino!, que el hombre que lo engendró, de una manera
muy extraña, fuera el responsable de darle una familia maravillosa.
Drake estaba entre las sombras del balcón, un aspecto del club que había
mantenido intacto y miró hacia abajo, como el piso principal de los Dragones
Gemelos se llenaba de curiosos. En la mañana añadirían más mesas de juego, pero
esa noche habían dejado gran parte del espacio libre para el baile. Una orquesta
tocaba. Lacayos de librea servían champán. Las personas bebían, se reían, paseaban.
Por las observaciones y los números, podía decir que esa noche sería un éxito. Sin
embargo, algo faltaba.
Entonces la vio. Phee. Había venido. No había esperado realmente que aceptara
la invitación. Estaba más bella que nunca, vestida de seda de color verde pálido y
terciopelo verde oscuro. Guantes blancos largos llegaban hasta sus codos y
escondían las manos que una vez lo habían acariciado. Su pelo, sujeto con peinetas
de perlas, revelaba un cuello delgado que deseaba desesperadamente besar. Y sabía
que había llegado envuelta en una nube de orquídeas. Más bien se imaginó que su
fragancia llegaba flotando hasta el balcón, y que ahora podía inhalar su aroma. A
pesar de que sabía que era imposible.
No veía sombras que parecieran estar flotando sobre ella. Saludó a los que
conocía con una sonrisa. Él se quedó dónde estaba, porque no quería ver que su
sonrisa se marchitaba. No quería ver fantasmas atenuando el brillo de sus ojos. No
quería que su presencia arruinara su disfrute de la noche.
A pesar de que argumentaba que ella había ido sabiendo que estaría allí, no
podía convencerse de que estaría contenta de verlo.
–La gente está empezando a especular que el dueño de este establecimiento es
un fantasma– dijo Avendale mientras colocaba sus antebrazos en la barandilla y se
inclinaba hacia delante.
–Avendale, por amor de Dios.
–Ellos saben que estás aquí, mirando. Me atrevo a decir que tienes una mirada
más potente que Jack Dodger. Un escalofrío me recorrió cada vez que tu mirada se
posó en mí.
–Debe ser la culpa lo que causó tus escalofríos, ya que no he estado mirando a
todos.
Avendale sonrió.
–Entonces, ¿quién está atrayendo tu atención esta noche? Ah, ¿no será lady
Ofelia Lyttleton? Poco desagradable su reciente experiencia. Wigmore se suicidó
mientras limpiaba una pistola. Aunque no puedo decir que me importara el hombre
en lo más mínimo.
Un accidente, esa era la historia que todos habían decidido circular.
Simplificando todo de esa manera.
–Algo se ve diferente en ella– continuó Avendale.
–¿En quién?– preguntó Drake.
–Lady Ofelia. Me encontré con ella en Hyde Park, pensado detenerme, tener una
charla rápida, y ofrecerle mis condolencias. Lo más extraño. Mientras estábamos
hablando, se dio cuenta que la nariz de su doncella se estaba poniendo roja por el sol
e insistió en que utilizara su parasol. ¿Te imaginas a una dama dándole a su sierva su
sombrilla?
Podía muy bien imaginar a Phee haciéndolo.
–Es bastante intrigante– dijo Avendale. –He decidido cortejarla.
Drake apenas tuvo tiempo de pensar antes de agarrar a Avendale por las solapas
y estrellarlo contra la pared. Sin soltar al duque, gruñó:
–No permitiré que sea seducida por alguien como tú.
–¿Por mí? Soy un maldito duque.
–Eres un sinvergüenza con sangre azul.
–¿Qué pasa aquí?
Mirando por encima de Lovingdon, Drake se dio cuenta de que estaba
ofreciendo un espectáculo lamentable de sí mismo. Cerrando los puños, soltó a
Avendale y dio un paso atrás, pero estaría condenado si pensaba que debía pedirle
disculpas.
Sacudiéndose el chaleco, Avendale dijo:
–Me parece haber tocado una fibra sensible. Pensé que podría estar en lo cierto.
No sé por qué no admites que tienes una afición por lady Ofelia.
–Sólo mantente alejado de ella o cancelaré tu membresía aquí.
–No puedes hacerme eso, ¿verdad? No cuando las cosas están a punto de
volverse más interesantes. Damas en un infierno de juego. Ellas serán la ruina de
todos nosotros, pero nos divertiremos mucho a lo largo del camino a la destrucción.
Lovingdon, me voy a la sala de juego. Espero que te unas a mí.
–Tal vez después de que baile con mi esposa– dijo Lovingdon, pero su mirada no
se apartaba de Drake.
Avendale se alejó. Drake respiró hondo. Phee era perfectamente capaz de
protegerse de los avances de ese hombre.
–Grace se pregunta si vas a bajar– dijo Lovingdon. –Todo el mundo está pidiendo
lo mismo. Todos están bien interesados en conocer al propietario enigmático de los
Dragones Gemelos.
Drake asintió.
–Bajaré en un rato.
–Él no va a seguir tras ella.
Cuando Drake lo miró, Lovingdon añadió –Avendale. No sé por qué estaba
tratando de hacerte reaccionar, pero te aseguro que no tiene ningún interés en el
matrimonio.
–Tú tampoco lo tenías.
Lovingdon rió.
–Eso es verdad.
Luego se puso serio.
–¿La amas?
–No importa lo que siento por ella. La lastimé mucho.
–Sin embargo, vino esta noche. Es tu momento de triunfo y ella está aquí. Eso
tiene que contar para algo. Piensa en ello. Mientras tanto, he estado demasiado
tiempo sin mi esposa, así que me disculpo mientras vuelvo a ella.
Y Lovingdon se fue.
Drake regresó al balcón y miró hacia abajo. Vio a Phee de inmediato, como si
fuera la estrella más brillante en el cielo nocturno. De pronto, desesperadamente
quería escuchar su voz, inhalar su aroma. Quería mirarla a los ojos verdes y ver por sí
mismo que se encontraba bien. Que la muerte de su tío ya no pesaba sobre ella. Que
no había más sombras, ni fantasmas.
Pero para llegar a ella tuvo que caminar a través de hordas de personas que
retrasaron su paso con felicitaciones y preguntas. Él los saludó a todos lo más rápido
y educadamente que pudo, todo el tiempo tratando de mantenerla en su punto de
mira.
Estaba de pie en un círculo de jóvenes damas. Las conocía. Habían sido las
damas que la habían acompañado en la boda de Grace. Damas que lo veían como
una curiosidad, nada más. Mujeres que nunca lo considerarían como un
pretendiente serio. No era la nobleza. Era dueño de un club, y aunque el club ahora
extendería membresías a las mujeres, no apartaba el hecho de que él trabajaba.
Largas horas. Tediosas horas.
Al igual que la mitad de los caballeros en esa habitación.
De repente Phee dio un paso atrás y golpeó accidentalmente a un lacayo con
una bandeja llena de copas de champán. La bandeja tambaleó, y los vasos se
estrellaron contra el suelo. Oyó el grito de consternación de Phee antes de que se
arrodillara en el suelo junto al lacayo y comenzara a ayudarlo a colocar los
fragmentos de vidrio en la bandeja, mientras todo el mundo de pie a su alrededor se
quedaba boquiabierto.
En dos zancadas, se agachó junto a ella a tiempo para oírle decir:
–Lo siento mucho. Eso fue muy torpe de mí parte.
–Fue mi culpa– dijo el lacayo. –No estaba mirando dónde iba.
Drake esperó hasta que ella dejó el vaso en la bandeja. Entonces tomó sus
manos antes de que pudiera recoger más. Ella levantó los ojos hacia él, y vio la
preocupación sobre los vidrios rotos y el champán derramado.
–Eres una dama de la nobleza– dijo. –No debes recoger los desperdicios.
–Yo fui torpe, no miré por dónde iba. Fue mi culpa. Lo menos que puedo hacer
es ayudar a limpiarlo.
–No necesitas preocuparte por ello. Yo me ocuparé.
Ella lo miró, su mirada vagó por su rostro. Apretó sus manos.
–Eres el propietario de este establecimiento, Drake Darling. Tampoco debes
limpiar la suciedad.
Él sonrió.
–No, pero tengo que pagar un buen dinero a la gente para que lo haga por mí.
La ayudó a ponerse en pie y se volvió hacia la multitud.
–Todo esto será resuelto en breve. Por favor regresen a la fiesta.
Dio su atención de nuevo a ella.
Había mil cosas que quería decirle, mil cosas que quería hacer con ella. Pero no
tenía derecho a imponerse, no después de su engaño.
Casi le dijo que la había extrañado desesperadamente. En cambio, dijo:
–Estoy tan contento de que hayas venido Lady Ofelia, pero no quiero arruinar tu
noche. Te dejo para que disfrutes de ella.
Su boca se frunció muy ligeramente.
–Baila conmigo.
No era una pregunta, sino una orden. Era su manera. Como era la de él. Uno no
preguntaba cuando pensaba que la respuesta podría ser no, aunque por qué no iba a
bailar con ella cuando era lo que más deseaba en el mundo.
–Sería un placer– dijo ofreciéndole su brazo y la llevó a la zona de baile.
No había planeado venir. Ella había acariciado la invitación dorada que le había
enviado y se había convencido que no le haría ningún favor si asistía.
Pero había sido incapaz de mantenerse alejada.
Durante un largo rato, simplemente bailaron, mirándose a los ojos.
Se sentía como si estuvieran comunicándose, a pesar de las palabras que no se
decían.
–¡Qué tonta he sido!– dijo finalmente –por haber rechazado tus invitaciones a
bailar. Eres muy bueno en esto, mientras que yo fui bastante insufrible.
–No voy a discutir eso contigo.
Ella se rió un poco.
–¿Ahora decidiste ser honesto conmigo?
–Nunca voy a mentirte o engañarte de nuevo. Tienes mi palabra.
–Nunca volveré a rebajarte. Tienes mi palabra.
–Te he echado de menos, Phee.
–No veo qué hayas tenido tiempo para extrañarme. Recuerdo el Dodger de
antes, cuando lo visité una vez con Grace. Lo has convertido en un club muy
elegante, pero te debe haber tomado mucho trabajo. Debes haber estado muy
ocupado aquí– le dijo.
–No tan ocupado como para no encontrar momentos para pensar en ti. Voy a
cambiar cualquier cosa que no te guste en el establecimiento.
–Este es tu lugar, Drake. No es mío. Es la comidilla de la ciudad. Ahora que has
bajado del balcón, me atrevería a decir, que las damas vendrán a asediarte apenas
dejemos de bailar.
–Entonces no vamos a dejar de bailar.
Algo caliente se alojó en su pecho, apretándolo. No quería dejar de bailar, no
quería que las otras damas intentaran llamarle la atención.
–Eso armaría un escándalo después de que trabajamos tanto para evitarlo.
–Yo no creo que nadie pueda culparme por querer tenerte entre mis brazos
cuando estás tan hermosa.
Ella no se sentía hermosa, no realmente, no donde contaba. –Yo no era una
persona muy agradable antes.
–Tenías tus razones.
–Por tratar de hacer que otros se sintieran pequeños porque yo me sentía
pequeña es apenas digno de elogio.
–Tal vez los dos sufrimos la incapacidad para ver con claridad.
–Me veo muy claramente ahora.
–No estoy seguro de lo que hagas. La última vez que te vi, me dijiste que no eras
la mujer que vivía en mi casa, y sin embargo, sé que ella se arrodillaría para ayudar a
un lacayo a recoger cristales rotos.
Estaba segura de haberse sonrojado.
–Yo no estaba pensando.
–Puedes negarlo todo lo que quieras, pero eres la mujer de la que me enamoré.
Eres fuerte, Phee, cuando necesitas ser fuerte. Eres valiente. Levantas la cabeza
cuando podría ser más fácil meterte en la cama y cubrirte con las mantas. Te dije que
eras una criada y aunque no tenías la menor idea acerca de lo que se suponía que
debías hacer, seguiste adelante. Cuando tus recuerdos volvieron, rescataste a tu tía a
pesar de que significaba enfrentar tu pasado. Eres muy digna de elogio.
Ésta era la razón por la que casi no había ido. No quería oír hablar de su amor y
devoción.
Ésa era la razón por la que había ido. Para estar cerca de él otra vez, para
escucharlo hablar de su amor y devoción. Y lo extrañaba tanto.
–Sin mis recuerdos, sin pasado que empañara mi presente –los recuerdos de
Wigmore– me sentí libre de enamorarme de ti. Te quiero, Drake. Al principio estaba
herida y tan enojada, pero cuando repaso mi vida, mis momentos más felices, más
dichosos, los he pasado a tu lado.
–Cásate conmigo.
No era una pregunta, sino una orden. Era su manera. Como era la de ella. Uno
no preguntaba cuando pensaba que la respuesta podría ser no, aunque por qué
podía pensar que no se casaría con él si era lo que más deseaba en el mundo.
–¿Cómo puedes querer casarte conmigo después de todo lo que sabes de mí?–
Preguntó.
–¿Cómo podría no hacerlo?
Ya no estaban bailando, sino de pie en medio de los bailarines, con sus manos
enguantadas, sus maravillosas y poderosas manos, acunando su rostro como si
estuviera hecho del más delicado cristal.
–¿Cómo puedes amarme sabiendo lo que sabes de mí?– Preguntó.
Las lágrimas le escocían los ojos mientras sonreía.
–¿Cómo podría no hacerlo?
–Cásate conmigo– repitió.
Se mordió el labio inferior, y asintió con la cabeza.
–Sí. Acepto. Con una condición.
–Puedes poner un centenar de condiciones. Voy a cumplir cada una de ellas.
Ella se rió un poco.
–Ni siquiera sabes lo que es todavía.
–Sé lo mucho que Te amo. Sé cuán desesperadamente Te quiero en mi vida. Voy
a hacer todo lo que pidas.
–Oh, Drake. No sé si soy digna de todo eso.
–Te lo he dicho antes: eres digna de todo. ¿Cuál es tu condición?
–No quiero seguir siendo lady Ofelia después que nos casamos.
–Te casarás con un plebeyo, pero el título de Lady viene de tu padre. Puedes
quedártelo.
–No lo quiero. Quiero ser Phee Darling o la señora Darling. No más milady. Sólo
señora.
–No tienes que hacer esto por mí, Phee.
–No lo hago. Lo estoy haciendo por mí, y porque quiero que el mundo sepa que
estoy muy orgullosa de ser tu esposa. Seremos iguales, Drake. Tú y yo. Así es como
debe ser. Así es cómo quiero que sea.
–Entonces así será.
Inclinando la cabeza, tomó su boca, como si fuera el dueño, porque lo era.
Era dueño de todo su, corazón, cuerpo, alma. ¿Cómo había pensado que podría
vivir el resto de su vida sin él?
Fue vagamente consciente de los sonidos de pies arrastrándose sobre el suelo
mientras las notas finales de un vals pendían en el aire.
Cuando Drake se alejó, ella se puso al tanto de todas las miradas puestas sobre
ellos y su hermano abriéndose paso entre las parejas.
–¿Cuál es el significado de esto?– Preguntó cuándo finalmente los alcanzó.
–Me voy a casar con tu hermana– anunció Drake.
–Imposible.
–No tienes los medios para detenerme.
Somerdale suspiró y se volvió hacia Phee.
–Ofelia, no puede casarse con un plebeyo.
–Claro que puedo.
–Pero los términos de tu dote si te casas con él dicen que la perderás y que tu
dinero vendrá a mí.
–A menos que estés dispuesto a esperar hasta que tenga treinta años– dijo,
sosteniendo la mirada de Drake. –Es una suma considerable.
Lentamente, negó con la cabeza.
–Ni siquiera si incluyera las joyas de la corona.
Para una mujer que una vez había deseado evitar el matrimonio por completo,
no podía creer lo feliz que se sentía.
–No lo pierdas todo en una mesa de juego, Somerdale.
Volvió su atención a Drake.
–Bésame otra vez, mi querido pícaro.
Tomándola en sus brazos, hizo precisamente eso.
Epílogo

Del Diario de Drake Darling.

Soy el esposo de una mujer adorada. El padre de unos niños amados. Un hombre
rico sin medida en todas las cosas que importan.
Los Dragones Gemelos fue un éxito asombroso. Con el tiempo le encargué el
manejo del club a otro y me mudé con mi esposa e hijos al campo, cerca del duque y
las raíces ancestrales de Greystone para poderlos visitar fácilmente.
Phee utilizó la tierra que nos rodeaba como un santuario para los animales
víctimas de abusos, y los que no podían valerse por sí mismos. A menudo pensaba
que ella se consolaba con ellos porque alguna vez no había sido capaz de valerse por
sí misma.
Cuando nació nuestra primera hija, Marla se mudó para servir como su niñera.
Ella supervisó el cuidado de todos nuestros niños. También se casó con el vicario local
y tuvo hijos propios. Se convirtió en una de las amigas más queridas de Phee.
Somerdale estuvo cerca de dilapidar lo que heredó, como resultado de nuestro
matrimonio, pero luego tomó por esposa a una heredera estadounidense que poseía
no sólo una inmensa fortuna, sino una buena cabeza para los negocios. Según todas
las apariencias la quería muchísimo, y ella a él.
Una vez pensé que estaba atado a mis sórdidos inicios y que no había nada lo
suficientemente fuerte como para liberarme de ellos.
Subestimé el poder del amor.
El amor de una madre por un hijo que no dio a luz. El amor de un padre por un
hijo que no era suyo. El amor de los hermanos que no llevan mi sangre. El amor de
una hermana por un hermano que no ha nacido en la familia.
El amor de una mujer por un marido que ella eligió. El amor de una mujer por un
hombre que aprecia sus fortalezas y sus debilidades. El amor de Phee, el centro de
mis recuerdos más preciados, el corazón de mi vida. El verdadero dragón que asesinó
mis demonios.

FIN

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