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A Dios sea la gloria

El drama del conflicto armado


YONI ALEXANDER RENDÓN RENDÓN
El drama del conflicto armado
bookdistrict13ofmedellin@gmail.com

+ 57 312 266 9668

ISBN: 978-958-8245-40-9
© Yoni Alexander Rendón Rendón

Carátula: The X Group Company, Envigado, Colombia.

Primera edición: Hombre Nuevo Editores, 2007


Segunda edición: Mundo Libro Editores, 2011
Tercera edición en español: Pulso y Letras Editores, 2017
Cuarta edición en inglés: Pulso y Letras Editores, 2017

Texto: Revisión Róbinson Úsuga


Printed and made in Colombia.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita del autor, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, comprendidas las lecturas universitarias, la reprografía y el tratamiento
informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler público.
Agradecimientos
Dedicado a mi madre Marleny del Socorro Rendón R. Por su apoyo
en las buenas y en las malas.
Agradezco en especial a Luis Carlos Pérez Villa, por su apoyo en
momentos decisivos de mi vida.

También a Alonso Salazar Jaramillo, Carolina Gómez Salazar, Alirio


Antonio Machado, Heriberto Rivera, Fabian Ruiz Velasquez, Juan
Camilo Echeverry Bedoya, Luis Horacio Tejada Holguín, Alexis
Espinosa, Fabián Ruiz Velásquez, Cesar Calonge Sáez, Smith
Vargas Roa, Luis Hernando Murillo, Freddy Aparicio, Herly Ibarguen,
Jayanth Padmakumar, Caittin Sylk, Ángela María Restrepo Acevedo,
Uday Unzaga Acuña, Tim Dowling, Gerardo Posada Cadavid,
Orlando Jiménez, Johan Granada, Mauricio Ortiz Echavarría, Luisa
Fernanda Castaño Santa, Oscar Mauricio Graciano Lopez, Andrés
Galeano, Carolina Cadavid Vargas, Jorge Martínez Flores, Dora
Ligia Bueno Becerra, Alejandro Zapata, Jerson Herrera, Gloria
Ocampo, Manuel López, William Díaz, Milly Díaz, María Cecilia
Callejas, Paula Villegas Correa, Fernando Osorio, Robinson Úsuga,
Eduardo Cano Bustamante, Ángela María Quintero, Vanesa
Fonnegra, Eugenia Margarita Sánchez, Mónica Restrepo, Ricardo
Alfonso Ocampo, Juan Estevan Gallón, Lucila Amparo Céspedes,
María Edilia Tascón, Claudia Patricia Zapata, Patricia Elena Palacio,
Andrea Palacio Zapata, Uriel Calle, Eduardo Paniagua, Wilinton
Foronda, Juan Bautista Zapata, Luz Nasly García, Sonia Maria
Bedoya, Adriana Maria Mazo, Lázaro Correa Rodríguez, Bertha Inés
Gómez, Marta Cecilia Gómez, Guillermo Molina, Mario Castrillón,
Roberto Seguín, Rafael Orlando Jaramillo y David Hernández
Quintero.

También a la Policía Nacional de Colombia, Gráficas Diamante, a los


colegios Colombo Canadiense, Alejandro Vélez Barrientos y
Colombo Británico.
Y a todas aquellas personas que aunque no fueron nombradas por
diversas razones, de una u otra forma contribuyeron a que éste libro
se pudiera realizar.

El autor
Contenido
Prólogo
.............................................................................................11
Reseña histórica ............................................................................19

El secuestro .....................................................................................25
1. El secuestro extorsivo............................................................25
Carolina y el drama de su secuestro ................................27
El secuestro express ..............................................................43
Familia afectada por el secuestro express .....................45
Funcionarios de la salud, víctimas del secuestro express
........................................................................................47
2. El secuestro con fines políticos e ideológicos ..............53

Otros actos de barbarie ..............................................................61


1. Métodos de terrorismo ........................................................61
Los “carros bomba”.................................................................61
Los “cadáveres bomba”.........................................................62
Artefactos explosivos de fabricación manual ..............65
2. Crímenes contra la vida ........................................................67
3. La desaparición forzada .......................................................71
4. El desplazamiento forzado ..................................................73

Infancia y adolescencia vulneradas .......................................81


Las balas “perdidas”......................................................................82
Huérfanos que dejó el conflicto armado .............................83
Niños en medio del fuego cruzado ......................................86
Balas que extinguen sueños.....................................................85
“Juguetes” letales ..........................................................................87
Jugando a la guerra ....................................................................89
Recibiendo clases en época de conflicto .............................97
Irrumpiendo en las aulas de clase ....................................... 102

Juventud vulnerada .................................................................. 111


Atravesando senderos peligrosos ...................................... 115
Cuando las balas trascienden los límites de la Comuna 13
.................................................................................. 120
Ayudando a superar el conflicto ......................................... 125

Vivencias de las mujeres en el conflicto armado ............... 129


Las mujeres en los grupos armados .................................. 130
Líderes comunitarias ............................................................... 136

Misión médica y organismos de socorro .......................... 143


Voces de esperanza .................................................................. 155
“Causas” del conflicto según los actores armados
.................................................................................. 165
Operación Orión ........................................................................ 173
Balance del operativo militar ............................................... 182

Senderos del conflicto ............................................................. 187


Superando el conflicto ............................................................ 189
Factores “originadores” y nuevos retos ............................. 191

La transformacion social y cultural ..................................... 195 ¿Qué


me motivó a escribir éste libro? ................................ 196
Prólogo
Por Alonso Salazar Jaramillo Alcalde de Medellín periodo 2008-
2011.

El 16 de octubre de 2002, cuando el presidente Álvaro Uribe ordenó


la toma de la Comuna 13, mi sobrina Carolina Gómez se encontraba
secuestrada en ese lugar. Su testimonio de cómo fue privada de la
libertad, de lo sucedido en su cautiverio y de cómo fue rescatada, se
convirtió en una de las historias recopiladas por Yoni Alexander
Rendón en su libro Comuna 13 de Medellín. El drama del conflicto
armado.

Yoni Alexander es un policía comunitario. Cuando asumí el cargo de


Secretario de Gobierno me sorprendí gratamente al ver que el
cuerpo de la Policía Comunitaria tenía personas de profundo sentido
social, artístico y literario. Alcancé a conocer más de cerca a Alirio
Antonio Machado y a Yoni Rendón. Éste último hace unos meses, al
saber sobre mi parentesco con Carolina, me buscó para que leyera
su manuscrito.

Yoni es un hombre de extrema sencillez, que además de haberse


tomado en serio el oficio de escribir, ha sido reconocido por su
capacidad de trabajar en comunidades que han sufrido el flagelo de
la violencia como la zona nororiental y la Comuna 13 de Medellín.

Pero volvamos a su libro sobre la Comuna 13. Yoni Rendón, por


medio de testimonios y de su análisis sociológico, retrata la historia
de esta zona de Medellín, a la que aparte de la pobreza y el
desamparo, se le sumó una aguda historia de violencia. La Comuna
13 fue sometida sucesivamente al terror de bandas de delincuencia
común, milicias guerrilleras y grupos paramilitares.

Las milicias de las FARC, del ELN y de los CAP, controlaron a


sangre y fuego esta comuna por más de diez años. Rendón relata
cómo de manera cruda estos grupos armados asesinaban jóvenes,
desplazaban familias, creaban fronteras de muerte, secuestraban a
los funcionarios públicos que trabajaban en la zona, ponían
granadas de fragmentación debajo de los asesinados para atentar
contra los funcionarios judiciales y de policía que debían hacer los
levantamientos, y hasta se mataban entre ellos mismos por el
control territorial. Cuenta además cómo en los últimos años habían
expandido su acción delictiva con una racha de secuestros en la
ciudad de Medellín. Cita varias voces: un empleado público
secuestrado con su familia, unos funcionarios del INPEC, un
odontólogo, una muestra de centenares de medellinenses que
fueron víctimas.

Luego el texto nos recuerda cómo desde el año 2000 el conflicto de


la Comuna 13 se agudizó, porque los grupos paramilitares habían
entrado a disputar el control de esos territorios con las milicias. Los
combates produjeron la muerte a habitantes de edificios de la zona
e incluso a personas de barrios relativamente lejanos, que fueron
alcanzadas en la intimidad de su casa por municiones de armas de
largo alcance.

Carolina, mi sobrina, fue secuestrada a las cinco y treinta de la


mañana, cuando se dirigía a sus clases de la universidad. Por una
coincidencia de la vida, en el momento en que fue secuestrada se
estaba terminando el montaje de la Operación Orión, que buscaba
el ingreso de las fuerzas del Estado a la zona y la derrota de los
grupos guerrilleros.

Carolina cuenta paso a paso lo sucedido. Describe lo lúgubre, lo


sombrío y maloliente del sitio a donde la llevaron, pero sobre todo se
centra en describir a sus vigilantes, gente humilde llevada a
circunstancias extremas a muy temprana edad (de hasta 15 años),
que difícilmente podían tener conciencia de los “ideales” que
defendían. Narra el terror que sintió durante la “plomacera” de varios
días que implicó la toma de la Comuna 13, su espanto al ver
cadáveres en las “escalas”, cuando empezaron a cambiarla de
escondites, su llegada a una casa donde yacían en el piso dos
milicianos muertos, y la manera como entró el Gaula a la última
casa a rescatarla.

La Operación Orión, polémica y cuestionada por algunos sectores,


se registra en la memoria de Carolina y en la de los habitantes de la
Comuna 13 como una redención.

Yoni Rendón se ha propuesto que esta historia no pase al olvido.


Que los medellinenses tengamos presente que no hace mucho
tiempo grandes sectores de nuestra ciudad estaban al albedrío de
poderosas fuerzas ilegales. Que por muchos años se toleró con
indolencia la situación porque la vivían los habitantes pobres de la
ciudad, y que dicha situación tuvo que afectar, como en el caso de la
Comuna 13, a sectores medios y altos, para que se convirtiera en un
asunto importante.

El presidente Uribe dio la orden y cambió la historia de la Comuna


13 y de Medellín. Con la Operación Orión se inició el fin del control
territorial de la guerrilla en la ciudad; luego el otro actor del conflicto
–los paramilitares– se desmovilizó.

Se implementó en la administración Fajardo un modelo de seguridad


y convivencia que permitió que la tasa de homicidios y criminalidad
disminuyera verticalmente. Pero queda un camino largo. Superar
esta historia no ha sido ni será fácil. Sabemos que para que la
ciudad tenga progreso no puede permitir que fuerzas ilegales,
cualquiera que sea su nombre, reemplacen la función del Estado. La
seguridad es un bien que debe ser garantizado a todos los
habitantes, empezando por los más humildes, quienes han sido,
precisamente, los más golpeados por la violencia y la inseguridad.

Alonso Salazar Jaramillo


MAPA DE MEDELLÍN DELIMITADO POR COMUNAS
Mapa: cortesía de la Subdirección Metro Información de Planeación Municipal. Alcaldía de
Medellín
MAPA DE LA COMUNA 13 DELIMITADA POR BARRIOS

Mapa: cortesía de la Subdirección Metro


Información de Planeación Municipal. Alcaldía de Medellín
Reseña histórica
La Comuna 13 de la ciudad de Medellín está integrada por los
barrios Veinte de Julio, El Salado, Nuevos Conquistadores, Las
Independencias, El Corazón, Belencito, Betania, El Pesebre,
Blanquizal, Santa Rosa de Lima, Los Alcázares, Metropolitano, La
Pradera, Juan XXIII-La Quiebra, Antonio Nariño, San Javier I y II,
Eduardo Santos y El Socorro. Estos barrios ocupan un área de siete
kilómetros cuadrados.1

A finales de la década de los setenta, familias provenientes de otros


sectores de la ciudad, que carecían de casa propia, empezaron a
invadir algunos terrenos de la Comuna 13. Posteriormente fueron
llegando a la zona familias desplazadas por la violencia de otras
regiones del departamento de Antioquia e incluso del departamento
del Chocó, quienes construyeron sus viviendas con materiales como
madera, plástico, barro, cartón, latas de zinc o guadua. Debido a
que carecían de agua potable, aprovechaban los nacimientos de las
laderas para conducirla con mangueras hasta las casas más
cercanas; y al no poseer alcantarillados, construían zanjas a lo largo
de la montaña y evacuaban así las aguas negras. Para cocinar los
alimentos inicialmente utilizaban fogones abastecidos con leña y
posteriormente instalaron conexiones de energía en forma ilegal, por
medio de cables que extendían desde zonas aledañas a los
sectores invadidos, donde había postes de energía eléctrica.

1. Secretaría de Planeación, Alcaldía de Medellín.

Muchos habitantes de esta zona no suplían aún algunas de las


necesidades más urgentes de servicios públicos, cuando
empezaron a ser agobiados por bandas delincuenciales que fueron
surgiendo y tomando control en gran parte de la comuna. Los
integrantes de estas bandas cometían toda clase de abusos en
contra de la población, como hurtos, extorsiones, agresiones,
amenazas y violaciones. Según relata Mery, una de las primeras
habitantes del barrio Las Independencias, “En el barrio robaban
horrible, si se tenía una ollita en la cocina con comida, incluso la olla
se la robaban con lo que se estuviera cocinando”.

El carácter de invasión que caracteriza la historia de la zona centro


occidental recobra hoy un significado mayor a la hora de analizar las
realidades sociales que vivencian sus pobladores. Por un lado, a su
interminable historia de carencias de toda índole, se le suma la
fragmentación social producida por los altos índices de violencia, a
raíz del conflicto armado que recrudece con mayor intensidad en
esa zona de la ciudad y, por el otro, porque sus características
topográficas, políticas, culturales, sociales, económicas, acentúan la
tipificación de una población golpeada por las diferentes formas de
pobreza, desde el factor económico, material, cultural, psicológico,
hasta la carencia de futuros posibles y deseables.2

Los grupos de milicias urbanas o “Milicias Populares”, MP,


empezaron a hacer presencia en los barrios de la Comuna 13 a
partir de 1990. En la zona operaron las estructuras urbanas del
“Ejército de Liberación Nacional”, ELN, con el frente Carlos Alirio
Buitrago –quienes se autodenominaron “Los Regionales”–, el frente
Luis Fernando Giraldo Builes, y pequeñas facciones de los frentes
María Cano, Héroes de Anorí y Bernardo López Arroyave. También
hicieron presencia las milicias urbanas de las “Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia”, FARC, representadas por la columna
móvil Teófilo Forero y la red urbana Jacobo Arenas.

2. Informe Diagnóstico Socioeconómico y del conflicto en la Comuna 13. Alcaldía de


Medellín. Octubre de 2002, p. 11.

El 25 de febrero de 1996 se fundó en la Comuna 13 el grupo de


milicias independientes autodenominado CAP, “Comandos Armados
del Pueblo”, apoyados por las milicias del ELN. Antes de adoptar su
nombre, los CAP se autodenominaban CAB, Comandos Armados
del Barrio. Inicialmente hicieron presencia en los barrios Juan XXIII-
La Quiebra, Blanquizal, El Salado y posteriormente en otros barrios
de la comuna.
Los grupos guerrilleros asesinaron a muchos integrantes de las
bandas, y así fueron expulsándolas de la zona, instalaron su
régimen armado y ejercieron dominio en gran parte de la comuna
mediante el sometimiento de la población, controlando los aspectos
relacionados con la seguridad, la locomoción, e incluso la
convivencia. La comunidad tenía que acudir a ellos para resolver
sus problemas. De lo contrario, si se dirigían a las autoridades
legalmente constituidas, podrían ser objeto de represalias.

Cada grupo armado tenía sus propios territorios o barrios donde


ejercían dominio, en los que los demás grupos de milicias no
interferían. Con el paso de los años y al aumentar la cantidad de
integrantes en estos grupos, empezaron las disputas y
enfrentamientos armados por el control territorial, con lo que se
restringía a los habitantes de la comuna el paso de un barrio a otro.
Por ejemplo, los habitantes de un sector controlado por las milicias
del ELN no podían pasar por los barrios controlados por las milicias
de las FARC o viceversa. Lo mismo llegó a ocurrir con las milicias
de los CAP. Aunque estas situaciones se presentaron
esporádicamente, generaron muertes entre integrantes de los
anteriores grupos armados y entre la población civil.

A partir del año 2000 empezaron a hacer presencia en barrios de la


Comuna 13 los siguientes grupos paramilitares: Frente José Luis
Zuluaga, de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio
ACMM, el Bloque Metro y el Bloque Cacique Nutibara. De esta
forma se generó el detonante que hacía falta para que se
desarrollara el mayor conflicto armado llevado a cabo en una ciudad
colombiana, concentrando grupos de guerrillas, grupos paramilitares
y a la fuerza pública.

Los paramilitares entraron en disputa con las milicias de las FARC,


ELN y CAP, tratando de desterrarlas de la zona. Empezaron a
ejecutar acciones armadas en su contra y en contra de la población
civil, en los barrios San Javier-La Loma, Antonio Nariño, El Socorro,
Belencito, Eduardo Santos, Betania y El Corazón, a la vez que
reclutaron a residentes de estos sectores, generalmente desertores
de las milicias o que habían sufrido algún atropello por parte de las
mismas. Esta situación se presenta en un medio “… donde no
importan las ideologías que se tengan, si no que se dan
agrupaciones con fines de lucro económico, que llevan a la
participación en relaciones de intercambio, o sea una remuneración
salarial por servicios tales como vigilancia, control u oficios propios
de la guerra”.3

Los grupos de guerrillas urbanas se unieron para contrarrestar la


arremetida paramilitar y en contra de la fuerza pública que había
intervenido en la zona. “…barrios como El Salado, Las
Independencias I, II y III, Belencito, El Corazón y San Javier-La
Loma, sirvieron de escenario para el laboratorio de conflicto urbano,
como lo llamaron las autoridades civiles y militares de la ciudad”.4

3. Franco, Vilma Liliana y Hernando Roldán Salas. “Conflicto urbano en la Comuna 13 de la


ciudad de Medellín”, Empresas Públicas de Medellín, 2003.

Para los grupos armados allí establecidos, este sector de la ciudad


era un lugar propicio para cometer numerosos hechos delictivos en
completa impunidad. Servía también como refugio para quienes
ejercían tales acciones y para quienes fuesen requeridos por las
autoridades.

4. Video: “Proceso de consolidación de la Comuna 13”. Policía Metropolitana del Valle de


Aburrá. Guión y locución: Nicolás Arizmendi, diciembre de 2002.
El secuestro
A causa del flagelo del secuestro, en Medellín la libertad de muchas
personas fue vulnerada por los grupos armados al margen de la ley
como la guerrilla, los paramilitares o la delincuencia común. Según
el Centro de Investigaciones Criminológicas de la Policía
Metropolitana, en el año 2002 se presentaron en la ciudad 65 casos
de secuestro, de los cuales 35 fueron en la Comuna 13. La mayoría
de estos plagios se realizaron en la modalidad de secuestro
extorsivo y durante el tiempo en el que los grupos alzados en armas
ejercían allí su hegemonía de control territorial.

1. El secuestro extorsivo

Durante el período de conflicto bélico en la Comuna 13, los grupos


armados utilizaron la modalidad de secuestro extorsivo como una de
las formas de financiamiento. Además, extorsionaron a personas de
la clase adinerada de la ciudad, generalmente empresarios,
mediante llamadas telefónicas o envío de panfletos con logotipos
alusivos a tales organizaciones armadas. De esta forma también
conseguían recursos económicos para abastecerse de material
logístico, incluso para abastecer a los combatientes que se
encontraban en otras regiones del departamento, en la zona rural.

Los secuestros eran efectuados principalmente por integrantes de


las FARC, el ELN y los CAP, especialmente contra personas que se
movilizaban en vehículos en algunos barrios de la Comuna 13 o en
sus inmediaciones, como los barrios Santa Mónica y Laureles.
Incluso lograron realizar secuestros en el otro extremo de la ciudad,
en el barrio El Poblado y municipios aledaños a Medellín, como
Envigado.

Dentro de la Comuna 13, las víctimas eran presa fácil para los
secuestradores, pues era allí donde tenían dominio pleno y donde
podían tener refuerzos de sus cómplices en caso de que se
acercara la Policía; por ello hacían los secuestros a cualquier hora
del día, tras instalar retenes ilegales en algunas vías o salir de
sorpresa, apuntando sus armas hacia los vehículos. Fuera de la
Comuna 13 eran vulnerables, pues corrían riesgo de ser capturados
por la Policía al momento de intentar los secuestros. Por eso
preferían hacerlos en forma rápida, generalmente en horas de la
madrugada, debido a que las vías no estaban tan congestionadas ni
concurridas de público.

Al momento de dirigirse a cometer el plagio, los secuestradores


salían en pequeños grupos en un vehículo, con armas de corto
alcance y en busca de su víctima: alguien que circulara o viajara en
automóvil, personas que se trasladaban a su lugar de trabajo o
estudio y personas que salían a pie o en bicicleta a practicar
deporte. Luego de intimidar a la víctima, la obligaban a montarse en
el vehículo donde se transportaban. Casi siempre se trataba de
automóviles que habían hurtado días atrás. Rápidamente llevaban al
secuestrado hacia algunos barrios de la Comuna 13. Allí los
encerraban en casas o en sótanos de familias anteriormente
expulsadas de la zona,5 solicitaban los datos personales e iniciaban
la negociación telefónica con sus familiares, amenazando con
asesinar al retenido si llegasen a denunciar el caso ante la Policía.

5. Véase la sección “El desplazamiento forzado”.

Los grupos armados obligaron a algunas familias de la Comuna 13 a


esconder y a alimentar en sus casas a personas secuestradas,
mediante amenazas. Estas familias, al igual que los secuestrados,
eran vigiladas por los secuestradores para evitar así que alguien
diera aviso a la Policía.6 “A veces preguntaban cuántos eran en la
casa. Si respondían que cuatro, ellos les decían que ya eran cinco,
porque tenían que alimentar a otro, y no tenían otra elección. El
quinto era un secuestrado”.7

Carolina y el drama de su secuestro

Carolina es una mujer quien a los veinte años de edad fue


secuestrada por integrantes de las FARC cuando se dirigía a la
Universidad de Medellín, en momentos en que se encontraba
adelantando sus estudios de Administración de Negocios. Así relata
su experiencia:

“El día 15 de octubre del año 2002, siendo aproximadamente las


cinco y treinta de la mañana, un vecino me recogió en su vehículo
con el fin de dirigirnos a la universidad a recibir clase de seis.
Cuando pasábamos por el barrio Laureles se atravesó un taxi frente
a nosotros. En él se transportaban tres hombres, dos de los cuales
portaban armas de corto alcance y se bajaron del carro y me
obligaron a montarme en él. Mi acompañante no pudo hacer nada
para evitar mi plagio. Atemorizada, les dije: ‘¡No, por favor, déjenme
bajar, déjenme ir!’. Uno de los sujetos me respondió: ‘Tranquila, que
no la vamos a violar ni a robar, lo único que necesitamos es saber
quién es usted’. Yo continuaba suplicándoles para que me dejaran ir,
sin que ellos me prestaran atención.
6. Fuentes consultadas: Área de sistemas Sijín y Resumen Ejecutivo del Proceso de
Recuperación de la Comuna 13. Centro de Investigaciones Criminológicas de la Policía
Metropolitana del Valle de Aburrá. Medellín, 17 de septiembre de 2003.

7. Domínguez, Edgar. “Secuestradores a la fuerza”. En: El Tiempo, octubre 24 de 2002, p.


6.

Minutos más tarde, siendo ya las seis de la mañana, cuando


llegamos al barrio Veinte de Julio en la Comuna 13, se percibía un
ambiente muy pesado, el temor rondaba en las calles y la presencia
de personas armadas deambulando era muy notoria. ‘Dios mío, me
va tocar vivir esto en carne propia’ –pensaba–, pues ya sabía que la
Comuna 13 se había convertido en un escenario de violencia donde
cada día asesinaban gente. Nos bajamos del vehículo en un sector
donde se encontraban otros dos hombres, con los cuales se
reunieron y conversaban, mientras me dejaron aparte, pero
vigilándome. Después quedé en compañía de un sujeto y los otros
se fueron en el taxi. Esa persona me dijo que siguiera escalas arriba
por un sector muy empinado, que pertenecía al barrio Veinte de
Julio.
‘¿Qué es esto, para dónde voy y por qué a mí?’. Era lo único que
pasaba por mi cabeza. En ese momento la desesperación me
invadía, pues en mi mente no cabía la idea de que algún día llegase
a ser secuestrada.

Después de avanzar escalones arriba en medio de estrechos


callejones, aquella persona me llevó a una pequeña habitación de la
que emanaba un nauseabundo olor a rata muerta. Hacía mucho frío
porque los rayos del sol no llegaban hasta allí y había otras casas
alrededor que lo impedían. Se veían ratas merodeando de un lugar
a otro. Sólo había una mesa y un fogón en el lugar determinado por
los secuestradores para mantenerme en cautiverio. Curiosamente
yo nunca acostumbraba a ponerme chaqueta ancha, tenis ni llevaba
algo de comida para la universidad, y ese día sí, como si cierta
intuición femenina me hubiese preparado para lo que me
acontecería. Pensaba muchas cosas, y aunque algo me decía que
me calmara, por momentos me salía de mis cabales y comenzaba a
jalarme el cabello. Es algo que uno no puede controlar. El único
consuelo es la fortaleza espiritual y la fe en Dios que te ilumina a
seguir adelante aun en medio de la adversidad.

Luego de algunos minutos, comenzaron a llegar otros hombres con


sus rostros cubiertos con pasamontañas. Entraban por un momento
sin hablarme y volvían a salir, vigilándome desde afuera.

‘¿Por qué a mí?’, pregunté al hombre que me vigilaba. Era el mismo


que minutos antes me había trasladado hasta el lugar. Me dijo que
me tranquilizara, que ellos tenían que averiguar quién era mi familia.
Que no tuviese miedo, que la guerra era muy dura, que uno no
podía volverse sensible, que no le tuviese miedo a nada. Le
respondí diciendo: ‘Vos cómo me decís eso, si a la que están
privando de la libertad es a mí’. Entonces me dijo que uno a este
mundo había llegado solo y que de este mundo solo se tenía que ir,
y que igual, uno tenía que permanecer solo. Le pregunté por qué
pensaba de esa manera tan fría, que yo le quería enseñar a él
cosas diferentes. A lo cual contestó: ‘Usted no tiene nada que
enseñarme, es que los de arriba no se dan cuenta de cómo vivimos
los de abajo, pero eso es bueno, que se den cuenta cómo vivimos
nosotros también’.

Me di cuenta de que entender la psicología de un bandido es muy


difícil, porque uno no sabe si le están hablando con la verdad o
están tratando de confundirlo. Sin embargo, yo le decía a él lo que
pensaba, y él, algunas veces, me decía lo que opinaba y en otras
simplemente se quedaba callado. Su mirada intimidante me
causaba mal genio. Además de las cosas que me decía y de la rabia
que me generaba el hecho de estar privada de la libertad, que él me
estuviera vigilando y yo no poder salir, correr y gritar, me
desesperaba. Me encontraba muy preocupada por mi situación.
Exclamaba dentro de mí: ‘Dios mío, ¿qué van hacer conmigo?, ¿me
irán a matar o me irán a dejar salir?’ Tenía temor de no saber qué
iban a hacer conmigo. Pensaba que de pronto me podían asesinar y
tirar en cualquier parte, luego le pedí a aquel hombre que me llevara
cigarrillos y después de entregarme una cajetilla llena me la pasé
fumando para tratar de calmar un poco el nerviosismo que tenía en
ese momento.

A las diez de la mañana, entraron a la habitación dos personas más


con sus rostros cubiertos con pasamontañas. Inicialmente me di
cuenta de que una de ellas era una mujer, por la forma de su
cuerpo. De nuevo me llené de desespero, comencé a llorar
desconsoladamente, a jalarme el cabello y a gritar diciéndoles que
me iba a morir. Que si no me dejaban ir, yo me les suicidaba. Ellos
entendían mi desespero. Después de calmarme un poco les dije que
me dejaran hablar con mi madre, pues yo estaba supuestamente
bien, pero mi familia se encontraba preocupada sin saber nada de
mí y eso me generaba tristeza. Ellos extendieron una sábana en el
suelo frío, para que me recostara. Minutos más tarde me dieron
como desayuno un poco de agua de panela, una arepa y huevo
revuelto con tomate y cebolla. Me desagradó, no porque fuera una
comida sencilla, pues hay que ser sencillos de corazón, sino porque
olía muy maluco, y más por las circunstancias en que me
encontraba. No sentía ganas de comer. El hombre con el que había
sostenido una conversación minutos antes me dijo que desayunara,
que tenía que comer, me repitió que la guerra era muy dura y no
sabíamos qué podía pasar esa noche, que de pronto nos tocaba
irnos para otro lugar donde no había nada para comer. Las cosas
que me decía me llenaban más de incertidumbre. Lloraba mucho,
podía ver que ellos me miraban fijamente; la muchacha se me
acercó diciéndome: ‘No, no llore. Vea, tranquilícese’. Y yo le
respondí: ‘Cómo me pedís que me tranquilice, para mí no es fácil.
Déjeme ir por favor’, le repetía insistentemente. Sin embargo,
debido al buen trato que me dieron las dos personas que recién
habían llegado, más amigables que el hombre que inicialmente me
vigilaba, lograron que me calmara un poco y que dialogara con ellos
con más confianza. Transcurría el día y yo no hacía sino pensar en
ver el sol e irme. Pero las cosas no eran fáciles. Para pasar el
tiempo y mi desesperación, aquellas personas me invitaron a jugar
parqués8 y cartas. Aunque tenían sus rostros cubiertos con
pasamontañas, su buen trato permitió que yo no tuviese tanto miedo
como al principio.

Aproximadamente a las dos de la tarde me dio mucho frío. Les pedí


que por favor me sacaran un instante al sol para calentarme un
poco. Me dijeron que no. Les pedí que por lo menos me dejaran ver
sus rostros, que me permitieran ver con quiénes estaba hablando,
pero tampoco accedieron a mi petición.

Para pasar el tiempo me puse a escribir y a dibujar en mis


cuadernos. Hice algunos dibujos relacionados con la tristeza, como
días nublados, la lluvia o caras tristes. También dibujé noches
estrelladas.

Más tarde, a eso de las cuatro de la tarde, la mujer se quitó el


pasamontañas con el que se cubría el rostro. De inmediato me
causó curiosidad ver que aquella mujer que se encontraba armada
con un revólver y que aparentaba ser peligrosa, era una
adolescente.

–¿Vos cuántos años tenés? –Le pregunté.


–Yo tengo quince años.
–¡Qué! –exclamé en voz alta.

–Sí, yo tengo quince años –dijo confirmándome su edad. Me


sorprendió saber que era una jovencita. Como yo había escrito una
frase en un pedazo de papel, me pidió que se lo mostrara; cuando lo
hice, ella me dijo que le leyera. Yo le pregunté:

8. Juego de tablero, dados y fichas.

–Cómo así, ¿usted no sabe leer?


–Soy analfabeta, no sé leer –respondió.
Me dio tristeza su ignorancia.

–Usted hace unos dibujos muy lindos, enséñeme a dibujar


–me dijo.

Me habló un poco sobre su vida, diciéndome que anteriormente ella


vivía en una finca y era recolectora de café. Que siempre quiso
estudiar pero sus padres nunca tuvieron los recursos económicos
para pagarle sus estudios. Además, que constantemente le decía a
su padre que quería ir a la escuela del pueblo para aprender nuevas
cosas, pero él le decía que no tenía dinero para costearle el estudio
y en cambio ella tenía que trabajar recolectando café para ayudar a
suplir las necesidades de su casa. A su padre lo habían asesinado
los paramilitares y desde allí había nacido ese odio en ella.

‘Sabe, que lo que yo siento es odio, el rencor que siento en mi


corazón usted no me lo entiende’, argumentaba Leidy, que era como
se llamaba aquella jovencita. Al escuchar esto sentí un escalofrío
por todo el cuerpo. Cuando le pregunté qué más había pasado con
su vida, enmudeció como si su pasado fuera tan triste como para no
querer contarme nada. Pensaba que de todas maneras yo estaba
en ese momento con personas que de una u otra forma tenían que
mantener una barrera conmigo, aunque me encontrara llena de
intriga por saber más sobre su pasado.

Más tarde, el hombre que acompañaba a Leidy también se quitó el


pasamontañas. Luego de una conversación me di cuenta de que
tenía 28 años de edad, y que desde muy niño había ingresado al
grupo armado. Le pregunté: ‘¿Usted cómo hace para matar?’. Me
respondió que la primera vez que mató a alguien, no pudo comer ni
dormir tranquilo durante varios días, y que en varias ocasiones soñó
con esa persona. Que fue algo muy impresionante, pero que era
muy duro llegar a su casa y no encontrar siquiera un trago de agua
de panela para él y su familia. Sin nada para comer y ninguna
oportunidad para sacar su familia adelante, poco a poco se fue
volviendo una persona insensible hasta llegar al punto de que ya
nada le importaba y aceptaba cualquier oferta para conseguir
dinero, así tuviera que matar. Además me dijo que lo hacía por
necesidad y no por lujo. Le pregunté qué sentía cuando le quitaba la
vida a alguien, y me dijo que ya no le importaba, porque él vivía de
eso.

La tarde fue transcurriendo lentamente para mí. Cuando eran cerca


de las cuatro y treinta se escucharon a lo lejos unos disparos. Se
podía oír por el radio de comunicaciones que portaba Alexis, como
se decía llamar aquel joven, que alguien le decía a otra persona en
tono agitado que le subiera el niño. Le pregunté a Alexis que cómo
así que el niño, y me respondió que el niño significaba un fusil.
Utilizaban un lenguaje en clave para que los policías, al interceptar
sus comunicaciones, no entendieran lo que ellos hablaban. Además,
Alexis me dijo que a lo lejos vieron una patrulla de la Policía que
merodeaba por el sector, a la que dispararon hasta lograr que se
fuera.

Ya cuando eran las cinco de la tarde, de repente se escuchó que


alguien tocaba la puerta y llamaba para que le abrieran. Leidy fue a
abrir; al momento regresó y me dijo: ‘Llegó el jefe de nosotros y
necesita hablar con usted’, y salió junto con Alexis de la habitación.
Recé en voz baja: ‘Sagrado Corazón de Jesús en vos confío’;
supliqué protección divina. De repente entró a la habitación un
hombre gordo con su rostro cubierto por un pasamontañas. Al
encontrarme en mis rezos, me preguntó que si yo creía mucho en
Dios. Le dije que sí. Me preguntó que por qué rezaba, que eso para
qué me servía, y le dije que eso me daba fortaleza. Qué más iba yo
a hacer si ellos me estaban privando de la libertad. Ni siquiera podía
mirar sus ojos, pues utilizaba lentes oscuros. Me daba rabia el
hecho de no poder mirarlo fijamente a sus ojos y de sentirme
indefensa ante ellos, al no poder hacer nada por recobrar mi
libertad.

En un tono de voz muy recio, me preguntó cuáles eran mis


apellidos, y si portaba mis documentos de identidad. Precisamente
ese día se me había quedado en casa la billetera donde los tenía.

–¿Quiénes son sus padres, sus tíos y en qué trabajan? ¿Qué hace
su familia? –me preguntó.

Yo le inventaba cosas para no comprometer a mi familia de ninguna


manera con los secuestradores, y de igual forma le dije que yo
quería saber de mi familia. Me respondió que todavía no habían
podido comunicarse con ellos.

–Pero yo tengo que saber algo, estoy demasiado preocupada –le


dije, y él me respondió que yo todavía no podía saber nada, que
esperara, que no se podía. Me preguntó si yo tomaba algún
medicamento, o pastillas de por vida, para traérmelas. Le pregunté
si me dejarían más tiempo encerrada. Además exclamé
preocupada: ‘¡No, por favor!, ¿usted por qué me está preguntando
esto?’. Me dijo que no me preocupara, que cuando ellos supieran
bien acerca de mí, o me dejarían libre, o negociarían mi libertad con
mi familia. Luego se fue y quedé en la habitación con Alexis y Leidy,
quienes siguieron vigilándome. Les pregunté si era cierto que me
dejarían más tiempo encerrada o si me soltarían pronto, Alexis me
respondió que esperara, que tuviera paciencia, que de pronto sí me
dejaban ir, llenándome de falsas esperanzas. Sin embargo, como a
las seis de la tarde fueron llegando a la habitación otros hombres
con una caja grande llena de víveres y un colchón. Al ver que
entraron con eso, se me fueron las esperanzas de ser liberada ese
mismo día. Le pregunté a uno de ellos que si esa noche me tocaba
quedarme en aquel sitio y me respondió que sí.
–No, pero cómo me van a hacer eso, no por favor –exclamé–. ¡Yo
me voy a morir, se los juro que yo me voy a morir!

–Esperemos que las cosas marchen bien –me dijo–. Todo depende
de lo que diga su familia; además, si no hay chusma [es decir,
policías] en el sector, la podemos dejar ir más fácil.

En horas de la noche empezaron a preparar la comida. Me dieron


unas papas fritas que comí a pesar de que en ese momento no
tenía apetito. Pero a los pocos minutos vomité, a causa de la tensión
y el nerviosismo. Llegué a un punto donde lo poco que comía lo
vomitaba.

Luego me fui tranquilizando, estaba resignada. Alexis y Leidy en


cierta forma me brindaban un trato especial, conversaban, jugaban
conmigo y estaban pendientes de lo que yo necesitara. De cierta
forma me apegué un poco a ellos, a pesar de las circunstancias y de
su cinismo. Es impresionante cómo le hacen a uno un lavado de
cerebro de una forma que uno ni siquiera se imagina.

Al hacerse cada vez más tarde y pensar que tendría que dormir en
aquel pequeño y frío cuarto, sabiendo que me encontraba en un
sector donde con frecuencia eran asesinadas personas por grupos
al margen de la ley, sentí miedo de que de pronto llegara alguien y
me hiciera daño. Pregunté a Alexis sobre lo que iba a pasar
conmigo, pues yo tenía mucho miedo. Me respondió que me
tranquilizara, que lo único que podía pasar era que de pronto les
llegaran a tomar posiciones, ya que tenían trincheras por toda la
zona, y me tuviesen que resguardar en otro lugar. Al escuchar esto
me preocupé más. Seguimos jugando parqués y cartas para
tranquilizarme y no pensar en nada que me preocupara. Luego,
siendo ya las doce de la noche, me recosté en el colchón, sin poder
dormir. Podía observar cómo Alexis y Leidy cabeceaban de sueño.

La noche transcurría en aparente calma, y el silencio acariciaba la


noche. Silencio que unos minutos más tarde fue interrumpido por las
ráfagas y disparos que en cuestión de minutos invadieron la
tranquilidad de la zona. Aquella aparente tranquilidad de unos
minutos antes se convirtió en un tiroteo que no cesaba, y la calle se
llenó de llanto y gritos alarmantes. ‘¡Lo mataron, nos lo mataron!’, se
podía escuchar que decían. Afuera se había desatado un combate
entre la fuerza pública y los grupos armados ilegales. ‘Pero, ¿qué es
esto Dios mío?, esto no me puede estar pasando’, dije dentro de mí
muy asustada. La balacera era impresionante, niños llorando, perros
ladrando, gatos maullando, personas corriendo de un lado a otro, y
se escuchaba el zumbido de las balas que cruzaban. Les pregunté a
Alexis y a Leidy qué estaba pasando, y les pedí que me sacaran de
allí, que yo me les iba a enloquecer, que me llevaran a otro lugar
más seguro. Alexis me respondió que no, que debíamos esperar la
orden de trasladarnos de lugar. Transcurrían las horas y las balas no
cesaban, era impresionante lo que sucedía, se escuchaba un
estruendo constante. El radio de comunicaciones de Alexis sonaba
constantemente. Pude escuchar voces alarmadas por la situación,
comunicándose entre sí: ‘Hijueputa, nos cogieron armamento, nos lo
mataron, nos pillaron la caleta, entraron a la casa de fulanito y lo
cogieron’, era lo que decían en medio de la tensión. La balacera
continuó toda la noche.

Eran ya las ocho de la mañana cuando alguien golpeó fuertemente


la puerta. ‘¡Vinieron a matarme!’, fue lo primero que se cruzó por mi
mente. Cuando Leidy abrió la puerta, entró un hombre que le ordenó
salir conmigo de aquel sitio, pues les habían ‘tomado posiciones’.
Inmediatamente salimos de la habitación, empezamos a subir
escalas, caminando en cuclillas y recostados a las paredes de las
casas, para no ser alcanzados por las balas, que sentíamos pasar
cerca de nosotros e impactaban en algunas viviendas. Uno de mis
temores era que la fuerza pública no se diera cuenta de que yo era
una secuestrada, me confundiera con uno de ellos y me hiriera,
pues quienes iban conmigo vestían ropas de civil igual que yo, y no
había forma de diferenciarme entre ellos. Seguimos avanzando y
llegamos a una escuela en la parte alta del barrio Las
Independencias. Allí se atrincheraban los milicianos, y pude
observar que el lugar presentaba charcos de sangre en el suelo, y
manchas rojas en las paredes. Había personas heridas, y se
escuchaban numerosos gritos. Aún recuerdo la imagen de una
mujer con parte de su cara destrozada por un impacto de bala.
Aterrada de ver aquellas escenas tan crueles comencé a gritar
incansablemente. Mis secuestradores me metieron a una casa
cercana, en la que se encontraban dos cadáveres, uno de ellos era
el del hombre con el que yo había conversado el día anterior al inicio
de mi secuestro, quien me había dicho que uno al mundo venía solo
y que solo se tenía que ir. Aquel mismo hombre yacía en el piso con
un impacto de bala en la frente. De nuevo comencé a gritar de
susto. ‘Silencio, silencio, ¡cómo gritas!, mira que nosotros estamos
súper desesperados, mira que nos han matado varios compañeros’,
me dijo uno de aquellos hombres, puesto que yo con los gritos los
estaba desesperando más. De repente se acercó el hombre gordo
con su rostro ya descubierto, el que los mandaba, diciéndole a Leidy
y a Alexis: ‘Saben qué, agarren con esta muchacha loma abajo y
métanse en la primera casa que puedan, pero acá no me la dejen’.
Caminé en compañía de Alexis y Leidy escalas abajo en medio de la
balacera, hasta llegar a una casa donde se encontraban varias
personas. En medio del desespero ellos ya no me ponían mucha
atención. Le pedí el favor a una señora que se encontraba allí, que
llamara a mi casa y le avisara a mi familia que yo estaba bien. La
señora me dijo que si ella llamaba, llegaba la Policía ahí y los cogían
a todos. Sin embargo, más tarde la señora, por medio de señas, me
dijo que anotara el número de teléfono en un pedazo de papel, que
se lo llevara hasta la última pieza de la casa y se lo dejara debajo de
la almohada. Anoté el número y le dije a Leidy que nos fuéramos a
recostar en la pieza del fondo de la casa. Mientras estábamos allí,
con mucho cuidado saqué el pedazo de papel y lo dejé debajo de la
almohada, como la señora me había dicho. Nada se pudo hacer,
porque a los pocos minutos llegó un hombre al lugar donde nos
encontrábamos y dijo que salieran conmigo lo antes posible, que
venía la Policía allanando casa por casa y que se encontraban a
una cuadra de distancia. Salimos de allí inmediatamente y corrimos
por los callejones y algunos matorrales durante varios minutos.
Sentía mucho temor de ser alcanzada por las balas. Luego de un
rato llegamos al barrio El Salado; y allí me escondieron en una casa
y obligaron a su propietario a que nos dejara entrar. Más tarde Alexis
salió y quedé con Leidy. Disimuladamente le pedí el favor al señor
para que llamara a mi casa, pero él se negó porque temía ser
descubierto y que luego tomaran represalias contra él. Le pregunté
por dónde me podía escapar. Me dijo que por las escalas hacia
abajo, pero no se presentó la oportunidad, porque Leidy siempre
estaba vigilándome. Pasaron las horas, y siendo cerca de las cinco
de la tarde, Alexis llegó en compañía de otro hombre y le dijeron a
Leidy que me iban a llevar para otro sitio. Al momento salimos de allí
y caminamos hasta llegar a otra casa, en el mismo barrio, donde se
encontraban otros hombres reunidos, entre ellos el gordo que los
mandaba. Le pregunté qué había sabido de mi familia. Me respondió
que mi familia todavía no había querido negociar mi libertad, pero
que ellos me dejarían libre. Aunque, no todavía, porque si me
dejaban salir se les complicaban las cosas, pues al momento de
ellos soltarme, yo podría encontrarme con el Ejército o la Policía, y
les diría en qué lugar me habían tenido.
A las seis de la tarde todos se dispersaron y salí de nuevo en
compañía de Alexis y de Leidy hacia otro lugar. Caminamos hasta
llegar a una vivienda que en ese momento se encontraba
deshabitada, pues su propietario no había podido ingresar ese día al
barrio debido a la balacera. En la casa había teléfono. Ellos lo
guardaron de inmediato. También había televisor y radio. Por lo
menos así tendría algo con qué entretenerme.

Al comienzo de la noche se escucharon algunos disparos. Luego


transcurrieron las horas en completa calma. Se percibía un silencio
impresionante. No se escuchaba ni un disparo, ni gritos, ni siquiera
los perros ladrar. Pasó la noche y pude dormir un poco.

Siendo ya las ocho de la mañana del día 17 de octubre, Alexis salió


y yo quedé en la casa en compañía de Leidy. De repente dos
agentes de policía, sin sospechar que me encontraba secuestrada
en aquella casa, se treparon al balcón para mirar quién la habitaba.
Entonces Leidy, intimidándome con su arma, me obligó a meterme
bajo la cama. Cuando se fueron, me dijo que si la Policía entraba, yo
tenía que coger el trapeador y empezar a trapear para no llamar la
atención. Y que simplemente yo era muda y no podía hablar nada,
que ella era la que hablaría.
Aproximadamente a las once de la mañana, Leidy empezó a
sentirse muy preocupada, y le pregunté qué le pasaba. Dijo que
estaba muy inquieta por el novio, que igual que ella era miliciano.
Además, me contó que a veces se sentía muy obligada, pero que
tenía que hacer lo que le mandaban para poder vivir. Dijo que se
quería retirar de la guerrilla. Sentí temor al no saber si ella me
hablaba con la verdad o si sólo quería confundirme o escuchar mi
opinión. Por esa razón sólo le dije que hiciera lo que la conciencia le
dictara y que se dejara guiar por su corazón. Más tarde le dije que
llamara al novio, que de pronto él estaría muerto, y ella ahí relajada.
Mientras hablábamos entró Alexis, dijo que las cosas andaban mal y
conversó aparte con Leidy. Ella le suplicaba que no la fuera a dejar
sola conmigo. Él le dijo que se tenía que ir de allí porque había ocho
órdenes de captura en su contra y que tenía que salir lo antes
posible de la zona, que donde entrara la Policía, ‘matanga dijo la
changa’, y después de decirle esto salió.

Luego de que Alexis se fue, logré convencer a Leidy de que llamara


a su novio. Ella lo hizo, pero colgó tan pronto le contestaron. Muy
decidida, yo le pedí que me dejara llamar a mi casa. Le dije que si
no me dejaba llamar, al momento en que regresara Alexis yo le diría
que ella había llamado, aún sabiendo que ella no podía hacer
ninguna llamada. Leidy se puso pensativa y me dijo que me iba a
dejar llamar pero no a mi casa, que tenía que ser a otra parte.
Además, me complicó las cosas cuando me dijo que no podía
hablar, sólo escuchar cuando contestaran el teléfono. Le dije que
listo, que llamaría a otro lado. Marqué a casa de mi novio y me
contestaron, empecé a hacer bulla con ganas de que me
escucharan. Leidy me arrebató el teléfono:

–¿Sabe que nos van a salir viendo y nos van a matar? –me dijo–.
Cojámosla suave.

–Leidy, por favor –le dije–. Sólo es para hablar con mi novio y decirle
que estoy bien, pero nada más. –Ella no quiso. Un rato después
Leidy fue al baño y olvidó desconectar el teléfono. ‘Yo llamo, así me
mate’, fue lo único que cruzó por mi mente en ese momento. Me
paré y volví a marcar a la casa de mi novio y me contestó su
hermano.

–Andrés, Andrés, estoy bien, estoy bien –le dije apurada. Él me


preguntó dónde estaba. De repente sentí en mi cabeza un fuerte
golpe.

–Qué hubo piroba, ¿te querés morir o qué? –me dijo Leidy con su
revólver en la mano.
–No, no, no –le respondí–. Sólo me estaba fijando si el teléfono
tenía identificador de llamadas.

–No podés volver a coger ese teléfono porque perdés conmigo,


perdés el año. –Luego de esto no quiso pronunciar más palabras.

Cuando estábamos viendo el noticiero del mediodía, sentimos un


fuerte estruendo. De repente tumbaron la puerta y se escuchó un
fuerte grito: ‘Somos el Gaula de Colombia, ¿quién es Carolina?’,
preguntaron los agentes de policía que venían a rescatarme. Muy
eufórica respondí: ‘Sí, soy yo, soy yo’. Ellos dijeron: ‘¡La tenemos, la
tenemos!’, y me pusieron un chaleco antibalas y la gorra del Gaula
antisecuestro de la Policía. Inmediatamente cogieron a Leidy y al
dueño de la casa, que llegaba en ese preciso momento. Les hicieron
poner en cuclillas con las manos en la cabeza. Leidy decía: ‘No, no,
yo no soy guerrillera, yo sólo le estaba trayendo una tacita de agua
de panela que me habían mandado a traer’, y me miraba fijamente
como queriendo que yo la respaldara en ese momento.

Luego, en medio del fuerte aguacero que se precipitó en ese


momento, me montaron en una tanqueta blindada de la Policía,
donde también montaron a Leidy y al dueño de la vivienda. Leidy,
mirándome fijamente a los ojos, me dijo: ‘¿Cierto que yo soy
inocente, que sólo le estaba llevando una taza de agua de panela,
cierto que yo a usted no la cuidé? Diga, diga que yo no la estaba
cuidando a usted, por favor, diga la verdad’. Les dije a los agentes:
‘No le hagan nada, por favor, no le hagan nada’; entonces uno de
los agentes me dijo: ‘No la defiendas que ella es una guerrillera y
cuantas veces la hubiesen mandado a vigilarte, ella lo hubiese
hecho’, y me cambió de lugar para que no la mirara. Recuerdo
claramente sus palabras cuando la vi por última vez. En el momento
que la iban a sacar de la tanqueta, vol-teé mi rostro y la miré. Ella
me dijo: ‘¿Sabe qué?, usted va a triunfar, que Dios la bendiga’, y al
instante se la llevaron.

Me trasladaron en la tanqueta hasta un lugar conocido con el


nombre de Salón Rojo. Allí había más presencia del Ejército y de la
Policía, quienes estaban contentos con mi liberación. Luego me
llamó la señora Ministra de Defensa, diciéndome que se alegraba
mucho por mi rescate y me expresó palabras de apoyo.
Posteriormente me trasladaron al puesto de atención que habían
instalado la fuerza pública y los organismos de socorro en Belencito,
en donde me practicaron algunos chequeos médicos. Ansiosa de
ver a mi familia, preguntaba dónde se encontraban; un agente me
dijo que todavía no los podía ver porque estaban en la estación de
Policía del barrio Laureles. Le dije al agente: ‘No, cómo así, yo los
quiero ver ya’. Más tarde mis padres llegaron hasta el lugar donde
me encontraba, enseguida se abalanzaron hacia mí, al igual que
algunos periodistas que llegaban en ese instante.

Al llegar a mi casa, mi familia me recibió con una fiesta de


bienvenida. No obstante, yo había llegado con un pánico horrible, al
punto que ya no quería seguir habitando más aquella casa. Esa
noche dormí acompañada de toda mi familia y algunos amigos, pues
me quería sentir protegida. En los tres días que permanecí privada
de la libertad perdí cuatro kilos de peso, pues vomitaba lo que comía
a causa del nerviosismo.

Me quedó un trauma psicológico por aquella amarga experiencia de


mi secuestro; muchas veces, al trasportarme en un vehículo y ver
que se acerca demasiado una moto u otro automóvil, siento temor y
pienso que de pronto es alguien que viene a hacerme daño. Poco a
poco he ido superando esos temores.

De Leidy, lo único que supe fue que la habían enviado a un


reformatorio. De Alexis nunca volví a saber nada, y del señor
propietario de la casa, que cuando llegaba a su vivienda fue
arrestado por la Policía, al confundirlo con uno de los
secuestradores, declaré en su favor dando a conocer que no tuvo
nada que ver con mi secuestro.

Uno aprende mucho de las experiencias más trágicas de la vida, ya


que vive una realidad totalmente diferente y aprende a valorar más
lo que uno tiene: la libertad, la familia y los amigos. Como persona
que experimentó el secuestro en carne propia, quiero dar un
mensaje de esperanza a aquellos que tienen familiares
secuestrados. Que ante todo tengan mucha fe, y que conserven en
todo momento las esperanzas de que algún día van a estar de
nuevo junto a ese ser querido a quien le han arrebatado la libertad.
Que por medio de la oración le pidamos a Dios de todo corazón el
regalo de volver a encontrarlos vivos y libres”.

El secuestro express

El secuestro express fue una forma en la modalidad de secuestro


extorsivo ideada por los grupos guerrilleros en la Comuna 13 para
conseguir dinero en forma rápida y de esta manera financiar la
participación en el conflicto armado de la zona. Esta forma de
secuestro era llevada a cabo con más frecuencia en los barrios
Veinte de Julio, Santa Mónica y San Javier; en este último, fueron
víctimas algunos habitantes de las unidades residenciales Nueva
Andalucía, San Michel y Abedules, ubicadas cerca al Centro de
Salud. Este tipo de secuestro era llevado a cabo por pequeños
grupos –integrados casi siempre por adolescentes–, quienes
portaban armas de corto alcance, como revólveres o pistolas calibre
9 mm, y esperaban en las vías principales a que pasara un vehículo
particular, generalmente con dos o más personas a bordo. En ese
momento sacaban sus armas y apuntaban a los ocupantes,
obligándolos a detenerse para así abordar el vehículo y
posteriormente llevarlos a las partes altas de la zona. Allí, luego de
esculcarlos e investigarlos pidiéndoles la mayor cantidad de datos
personales posibles, les exigían una cantidad de dinero.9 Por lo
general iniciaban pidiéndoles diez millones de pesos. Pero cuando
la persona retenida argumentaba que no tenía tal cantidad, lograban
negociar y rebajar la suma impuesta, en la mayoría de los casos en
una cuantía inferior a los dos millones de pesos. Existieron algunos
casos donde el secuestrado lograba negociar hasta por trescientos
o cuatrocientos mil pesos. Incluso se presentaron situaciones en las
que, debido a que las personas plagiadas no poseían dinero y eran
habitantes del mismo lugar, lograban negociar la libertad de sus
acompañantes por algún electrodoméstico, como un televisor o un
equipo de sonido.

Según el número de personas que tuvieran en su poder, los


secuestradores dejaban que una o dos de ellas salieran del lugar
con un plazo inferior a tres horas para conseguir el dinero y regresar
con él. Mientras tanto, dejaban en calidad de rehenes a los demás
acompañantes, amenazando con asesinarlos en caso de que los
primeros no regresaran o si avisaban a la Policía. En los casos en
los que sólo se desplazaba una persona en el vehículo, le quitaban
todos sus documentos y datos personales, y retenían el automóvil.
Luego de amenazar a la víctima, la dejaban ir y determinaban el
tiempo límite para que regresara con el dinero requerido. Si la
persona decidía no volver, o si daba aviso a la Policía, los
secuestradores tomaban represalias, pues ya tenían todos sus
datos personales y sabían cómo encontrarla. Por tal motivo, muchas
víctimas no denunciaban los hechos ante la Policía y regresaban a
entregar el dinero exigido.

9. Fuentes consultadas: Área de sistemas Sijín y Resumen Ejecutivo del Proceso de


Recuperación de la Comuna 13. Centro de Investigaciones Criminológicas de la Policía
Metropolitana del Valle de Aburrá. Medellín, 17 de septiembre de 2003.

Si al momento de intentar uno de estos secuestros, alguien


desobedecía la orden de detenerse, inmediatamente los asaltantes
disparaban contra el automóvil. Así ocurrió el 10 de junio de 2002,
con el profesor José Ignacio Rúa Arango, director del Centro de
Consultoría Empresarial en el CEIPA, y su hijo, estudiante de
aviación y de administración de empresas, Wilmar Augusto Rúa
López, quienes fueron acribillados en su vehículo cuando se
desplazaban por el sector La Ye, en el barrio Veinte de Julio.
Familia afectada por el secuestro express

Henry* quien se desempeñaba como empleado del municipio de


Medellín, fue víctima de la modalidad de secuestro extorsivo en la
forma de secuestro express, junto con su esposa y su hija, el 3 de
octubre del año 2002 en momentos en que los tres se desplazaban
en un vehículo cerca del centro asistencial del barrio San Javier.
Éste es su testimonio:

“En compañía de mi esposa y mi pequeña hija de seis años de


edad, nos dirigíamos en el carro a visitar a mi madre en el barrio
San Javier, a eso del mediodía. Cuando pasábamos por el centro de
salud, al reducir un poco la velocidad, se acercó un joven al
vehículo, apuntándonos con una pistola, en el lado de la ventanilla
donde se encontraba mi esposa. El muchacho nos dijo que
siguiéramos despacio una cuadra adelante y que ahí volteáramos a
la izquierda. Que no tratáramos de huir porque más adelante
estaban sus compañeros y nos podían disparar. Él venía a pie
detrás de nosotros. Hicimos lo que nos mandó y al llegar al lugar
donde nos había indicado, se montó al vehículo con nosotros, en el
asiento trasero, donde se encontraba mi hija. Me dijo que avanzara,
que él me decía por dónde seguir. Le dije que si quería se llevara el
carro, pero que no nos hiciera daño. Sin embargo, me hizo conducir
hasta un sector del barrio Veinte de Julio, donde nos hizo bajar y
esperar en el andén. Allí fueron llegando otros hombres armados
con pistolas y revólveres. Uno de ellos nos dijo que no nos iban a
hacer daño, pero que debíamos esperar a que llegara otra persona
con quien tendríamos que hablar (posiblemente un líder guerrillero).
Después de haber esperado media hora en aquel lugar, nos hicieron
caminar loma arriba hasta llegar a otro sitio, donde nos hicieron
esperar aproximadamente unos veinte minutos. Luego llegaron dos
hombres armados con fusiles y sus rostros cubiertos con
pasamontañas. Uno de ellos comenzó a interrogarme. Me preguntó
dónde y en qué trabajaba. Yo le dije que sólo era un empleado.
Después me dijo que eso era un secuestro, que para poder liberar a
mi esposa y a mi hija, tenía que llevarle la suma de diez millones de
pesos en un lapso de tiempo de tres horas. Le dije que para mí era
imposible llevarle esa cantidad de dinero, puesto que no la tenía,
que yo no era rico y si quería que se quedara con el carro, un
Renault 9, modelo 1993. Él me respondió que lo que necesitaba era
dinero en efectivo, que me consiguiera entonces seis millones de
pesos y se los llevara a cambio de la libertad de mi esposa y mi hija.
Yo le insistía en que no tenía dinero. Él me dijo que le consiguiera
cuatro millones de pesos, y al ver que yo seguía diciendo que no
tenía dinero, me dio como última opción conseguir un millón
doscientos mil pesos en dos horas, exigencia ante la cual yo le dije
que iba hacer todo lo posible. Me enviaron en otro vehículo
acompañado de una persona que me vigilaba cuidadosamente,
dejando a mi esposa y mi hija retenidas mientras yo les llevaba el
dinero.

Me trasladé en compañía de aquel hombre hacia mi casa, y también


fui donde unos amigos, con quienes pude terminar de conseguir la
cantidad que me habían exigido. Posteriormente, con el dinero
reunido, nos trasladamos de nuevo al lugar donde tenían
secuestrada a mi esposa y a mi hija. Allí le entregué el dinero al
hombre con quien había negociado la liberación de mi familia y él
ordenó que nos dejaran libres y me entregaran el vehículo”.

Funcionarios de la salud, víctimas del secuestro express

Alicia*, auxiliar de odontología, quien laboró durante quince años en


centros de salud de la zona nororiental, como la unidad intermedia
de Santa Cruz, el centro de salud de Aranjuez y el centro de salud
del barrio Pablo VI. Ella cuenta los momentos vividos en las dos
ocasiones que fue retenida en la forma de secuestro express en la
Comuna 13:

“El día 17 de junio de 2002, fui trasladada al centro de salud del


sector semi-rural de San Javier-La Loma. Fue algo muy traumático
porque me trasladaron en una época de mucha violencia en la
Comuna 13. En mi casa se enojaron mucho. Mi familia estaba
furiosa conmigo porque acepté ese cambio. De todas maneras yo
pensaba que Metrosalud es una empresa muy grande y que uno
debía laborar en donde lo mandaran.
El 17 de septiembre, día en que cumplía exactamente tres meses de
estar laborando en el Centro de Salud La Loma, salí en compañía
del odontólogo. En un vehículo nos dirigíamos al centro de la ciudad
a realizar una diligencia. Eran aproximadamente las nueve y treinta
de la mañana. Cuando pasábamos cerca al barrio Veinte de Julio,
dos hombres y una mujer joven se pararon frente a nosotros,
apuntándonos con revólveres. Nos hicieron detener y bajar del
vehículo, esculcaron el carro y nos preguntaron dónde
trabajábamos.

Después nos ordenaron abordar el carro, y ellos se subieron con


nosotros también. Le pidieron al odontólogo conducir hasta la iglesia
del barrio El Salado. Allí aparecieron otros hombres que nos hicieron
bajar del vehículo y nos metieron por un callejón, a un lado de la
iglesia. Creí que ese día me iba a morir, que posiblemente nos
asesinarían. Vimos que estábamos entre integrantes de las FARC,
miré hacia atrás para ver a un muchacho que venía junto a nosotros,
y me llevé una gran sorpresa al descubrir que tenía una granada en
la mano. Por un momento había considerado la idea de poderme
escapar, pero era imposible, porque además tenían armamento de
largo alcance. Esos hombres nos hicieron sentar al borde de una
acera y se llevaron el carro. Poco después llegó otro hombre que
nos dijo:

–A ver, ¿ustedes son los paracos que están atendiendo esa gente
de La Loma?, ¿ustedes no saben que allá no hay sino paracos? –Le
dijimos que allá se atendía a cualquier persona que llegara, que
nosotros éramos neutrales en el conflicto.

–Nosotros no podemos decir que atendemos al uno y


desatendemos al otro, porque la misión de nosotros no es ésa.
Como grupo de salud, la misión es atender al que llegue, en las
condiciones que esté hay que atenderlo, y hacerlo bien.

Él tenía un blue jean y una camisa negra con una imagen del Che
Guevara, entonces yo le dije:
–Mirá, si vos vas con ese jean o con esa camisa, yo qué voy a saber
quién sos vos o qué hacés, te tengo que atender y hacerlo bien.

–Es que no atiendan a esos paracos –replicó. Luego de una corta


conversación se alejó. Posteriormente, llegaron otros hombres a
investigarnos y nos preguntaron algunos datos personales.

–Bueno, ¿cómo es que vamos a arreglar? –dijo uno de ellos,


esperando que les ofreciéramos dinero. Pero no hicimos ninguna
oferta.
–Vean, muchachos –les dije–. Entréguenos el carro, que tenemos
que hacer una vuelta urgente en el centro.

–Sí, tranquila, que ahorita les entregamos el carro –respondió.

–Nosotros trabajamos para tener con qué sostener a nuestras


familias –dijimos–. La misión de nosotros es trabajar y cuidar a los
enfermos.

–Lo que pasa es que ustedes son del Estado –dijo alguien más–. El
Estado está contra nosotros y tiene plata.
–El Estado tiene plata pero nosotros no –le respondí–. Nosotros
vivimos de un sueldo.

Después de un rato nos entregaron el carro con la bobina quemada


y nos dejaron, sin más exigencias. Como el carro no prendía,
salimos del sector empujándolo, hasta llevarlo a un taller fuera de la
zona. Luego les avisamos a nuestros jefes.

En este secuestro no nos habían exigido dinero por nuestra libertad,


y sin embargo me dio muy duro porque la guerrilla nos estaba
sindicando de pertenecer a un grupo armado ilegal. Los
paramilitares habían tomado posiciones en el sector de San Javier-
La Loma. Debido a que esa zona tiene muchos habitantes, allí se
encontraba ubicado el centro de salud donde nosotros prestábamos
nuestros servicios. Desde entonces, al salir del Centro de Salud La
Loma tratábamos de desviarnos un poco, pensando que de esta
forma no nos volverían a retener en la vía. Sin embargo, los
funcionarios de la salud seguimos siendo víctimas de los grupos
ilegales armados.

El 3 de octubre de 2002, el médico del centro de salud, el


odontólogo, la enfermera, el auxiliar, la higienista y yo bajábamos de
La Loma y nos dirigíamos, en carro, a una reunión en la Unidad
Intermedia del barrio San Javier, a las dos y media de la tarde.
Cuando llegábamos a la esquina de la unidad intermedia, salieron
tres adolescentes, de unos 15 ó 16 años. Uno de ellos sacó un
revólver frente al vehículo y nos apuntó. Los otros dos se hicieron
detrás del carro y nos gritaban: ‘¡Devuélvanse, devuélvanse, que
esto es un secuestro!’. La enfermera sacó un rosario. Yo lo único
que dije fue: ‘Para mí, el único consuelo es que tengo el entierro
pago y ya mi mamá sabe dónde están los papeles de la funeraria’.

El muchacho que nos había apuntado de frente hizo pasar a la


higienista para la parte de atrás y se montó con el médico y el
odontólogo adelante. Los otros dos venían vigilándonos, caminando
a los lados. Nos obligaron a entrar al barrio Veinte de Julio.
Llegamos a una esquina y nos bajamos del carro; en ese momento
empezaron a escucharse muchos disparos desde una de las
laderas, en un cerro. Las personas que nos habían detenido decían
que los estaban hostigando y se hacían detrás de nosotros como si
fuéramos sus escudos humanos. Empezamos a caminar loma arriba
por unas escalitas angostas. Yo avanzaba rápidamente, y uno de
ellos les dijo a mis compañeros: ‘Dígale a la señora que no suba
más, que pare ahí’. Cuando paré, vi en un callejón a una pareja con
una niña. También ellos habían sido secuestrados y los vigilaba un
hombre encapuchado. Me asusté al verlo.

El médico le dijo a uno de los muchachos: ‘Vea, nosotros somos


médicos de la Unidad Intermedia’. Aquel joven le respondió: ‘Es que
esto es un secuestro’.

Nos sentaron en unas escalas y al rato llegó otro hombre; éste llamó
al odontólogo, le preguntó quién era el dueño del vehículo en el que
nos movilizábamos y le exigió traer diez millones de pesos en tres
horas para podernos liberar. Él le dijo que nosotros no teníamos
toda esa plata, que no podíamos pagar un secuestro. Sin embargo,
logró negociar nuestra liberación por dos millones de pesos.
Después de que habían llegado a un acuerdo, hablé con el hombre
para tratar de reducir la cantidad exigida, diciéndole:

–Nosotros somos pobres; vivimos de este trabajo. Déjenlo al menos


en quinientos mil pesos. –Pero él se empeñaba en que tenían que
ser dos millones. Él llamó a la enfermera para separarla del grupo,
pero le dijimos que la dejara con nosotros, pues les íbamos a dar el
dinero.

–Bueno –dijo–. Pero se va él solo a conseguirlo –refiriéndose al


odontólogo.

–Yo voy con él –intervino el médico.


–No, que vaya él solo.

–Vea, muchacho –le dije yo–. Que se vayan dos hombres porque es
más fácil para ellos conseguir el dinero; las mujeres nos quedamos
acá, y si no vienen con el dinero, hagan con nosotras lo que quieran.

–Esperen un momento –dijo él.

Se comunicó por radio con algún comandante, y fue autorizado para


dejar ir al médico y al odontólogo por el dinero. Mientras estábamos
allí esperando, de una casa salió una habitante del sector, y cuando
pasó cerca de nosotros nos dijo: ‘Dios quiera que salgan bien
librados de esto’, y se marchó.

Allá reinaba la ley del silencio, nadie se atrevía a decir nada.

El tiempo de espera se hacía largo, y a mí me fue dando mucha


sed; le dije a uno de esos muchachos que por favor me compraran
un refresco. Él llamó a alguien por el radio y pidió que lo trajeran. Al
rato llegó un muchacho con el refresco. Le ofrecí a mis compañeras,
pero ellas no quisieron. Estaban muy nerviosas y hablaban poco. El
jovencito que me trajo el refresco les dijo: ‘Tomen, porque por ahí en
cinco días ustedes no volverán a probar nada’. A mí me sonó eso
como si quisiera decirnos que si en media hora no conseguíamos
los dos millones, entonces iban a tener que encerrarnos cinco días.
La mera expresión me confundía, y pensaba que tendríamos que
llamar a nuestras familias para que ellos pudieran reunir el dinero.

Siendo ya las cinco de la tarde, llegó una señora habitante del


sector, que quizá regresaba de su trabajo. Al vernos retenidas, y sin
poder hacer nada por nosotras, entró a su casa, dejó la puerta
abierta de par en par y desde la casa se escuchó música religiosa a
muy alto volumen. Era como si quisiera darnos un mensaje de
esperanza y decirnos a nosotras y a los secuestradores lo que
personalmente no nos podía decir por temor. De la casa salió un
niño, y uno de los hombres que nos vigilaban le dijo: ‘¡Hágame el
favor y se entra ligero para la casa!’.

La tarde fue transcurriendo lentamente. A las cinco y treinta llegaron


el doctor y el odontólogo con el dinero. El doctor dijo a esos
hombres:

–Suelten, pues, a las muchachas.

–Sí, sí, ahorita mismo –respondió uno de ellos. Nuestros


compañeros entregaron el dinero a los secuestradores, y éstos, sin
embargo, se demoraron media hora más para liberarnos, pues
contaron el dinero varias veces y revisaron cuidadosamente
nuestros bolsos.

–Aquí no ha pasado nada –nos dijo uno de ellos mientras íbamos


bajando por las escalas–. No les hemos hecho nada, ni hablen nada
con nadie.

–Sí –respondí yo–. Pero es que ya llevamos dos secuestros.

–Pero sigan pasando tranquilamente –dijo él. Y después de esto,


salimos del sector.
Metrosalud nos hizo un préstamo de cuatrocientos mil pesos a cada
una, para pagárselos al médico y al odontólogo. En últimas, eso fue
lo que nos tocó pagar por nuestra liberación.
El centro de salud estuvo cerrado veintiún días, ya que no existía la
más mínima garantía de seguridad para nosotros seguir con nuestra
importante labor. Regresamos a trabajar después de que las
autoridades desplegaron la Operación Orión en toda la Comuna 13.
Esos días estuvimos en tratamiento psicológico y reuniones de
seguridad con el grupo Gaula de la Policía”.

Según el Centro de Investigaciones Criminológicas de la Policía


Metropolitana, en el año 2002 fueron reportados 35 casos de
personas secuestradas en la Comuna 13 o en otros sectores del
área metropolitana, pero de igual manera llevadas hasta ese sector
de la ciudad. De los 35 casos reportados, 21 personas fueron
rescatadas por los grupos Gaula (Grupo de Acción Unificada por la
Libertad Personal), de la Policía y el Ejército Nacional. Entre los 14
casos restantes se encuentran personas que pagaron por su
libertad, personas que fueron dejadas libres sin ninguna exigencia
económica, y personas que fueron asesinadas. De los 21
rescatados, 15 eran adultos y 6 menores de edad.10

2. El secuestro con fines políticos e ideológicos

Esta modalidad de secuestro fue usada por los grupos armados


usualmente contra personas forasteras que llegaban a la zona o a
las que consideraban sospechosas de ser miembros de la fuerza
pública o informantes del grupo armado contrario. Luego de retener
a la persona, investigaban acerca de su procedencia, proceso que
podía durar horas e incluso días. Si las víctimas de esta modalidad
eran funcionarios de la fuerza pública, generalmente, luego de
privarlos de la libertad por tiempo indefinido, procedían a
asesinarlos. Así sucedió con funcionarios de la Policía Judicial que
se hallaban en diligencias en barrios de la Comuna 13 y con
habitantes de la zona que se encontraban prestando servicio militar
y que en sus momentos de permiso se dirigieron a la zona a visitar a
sus parientes.

10. Policía Metropolitana del Valle de Aburrá. Centro de Investigaciones Criminológicas.


Resumen Ejecutivo del Proceso de Recuperación de la Comuna 13. Medellín, 17 de
septiembre de 2003.

Si luego de investigar a las personas retenidas los actores en


conflicto consideraban que aquéllas no generaban riesgo para ellos
y no poseían recursos económicos para iniciar una negociación en
forma extorsiva, generalmente las dejaban en libertad. Pero también
secuestraron habitantes de la comuna, sindicándolos de pertenecer
al grupo armado contrario, de tener alguna afinidad con él, o de ser
informantes de la fuerza pública. En algunas de estas situaciones,
luego de privar a las víctimas de la libertad por determinado tiempo
y de utilizar métodos atroces de tortura, las asesinaban. Este caso
se presentó con dos estudiantes del Liceo Creadores del Futuro, del
barrio El Corazón, quienes fueron sacados a la fuerza de la
institución educativa el día 10 de abril del año 2002, y al día
siguiente fueron hallados sus cuerpos sin vida (Véase el capítulo
“Infancia y adolescencia vulneradas”).

Cuando se trataba de funcionarios oficiales que no pertenecían a la


fuerza pública y que eran liberados poco después de su retención,
generalmente los grupos alzados en armas enviaban con ellos
mensajes y advertencias a las autoridades y a los demás
funcionarios, para que se abstuvieran de ir al sector y de ejercer
ciertas acciones; además, daban indicaciones sobre el trato que se
debía dar en las cárceles a los presos por el delito de rebelión.
Juan Carlos* quien se desempeñaba como inspector del INPEC
(Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario); él narra la historia de
su secuestro:

“El 14 de septiembre de 2002, a eso de las doce del día se me


ordenó una misión oficial en un carro de la institución, en compañía
de otros cuatro guardianes del INPEC. Ese día, cerca de la cárcel
de mujeres El Buen Pastor, de Medellín, ubicada en la jurisdicción
de la Comuna 13, fuimos sorprendidos por aproximadamente quince
hombres que portaban armamento de corto y largo alcance (fusiles,
subametralladoras Uzi, mini Uzi y pistolas calibre 9 mm). Después
de ser retenidos, nos despojaron del armamento oficial que
portábamos (revólveres) y del vehículo, un furgón Mazda 350.
Constantemente nos decían palabras soeces y amenazaban con
asesinarnos. Poco después llegaron unos hombres encapuchados
en un taxi e hicieron ingresar al vehículo a dos de los guardianes y
se los llevaron. Luego llegaron en un automóvil particular otros
hombres encapuchados y nos obligaron, a los otros dos guardianes
y a mí, a subir en él, para llevarnos a la parte alta de la Comuna 13.

Nos hicieron bajar en un lugar despoblado. Ya se encontraban allí


los otros dos compañeros que poco antes habían sido obligados a
subir al taxi. Luego nos hicieron tender en el piso. A mí me dejaron a
unos treinta metros de ellos, debido a que yo era el comandante de
esa escuadra de remisiones; los hombres encapuchados seguían
vociferando palabras soeces y decían que nos iban a fusilar.
Cuando iban a proceder a fusilar a los otros guardianes, bajó un
hombre gordo que estaba encapuchado. Al parecer era el jefe y les
dijo que no nos mataran. Aquella persona le dijo a uno de ellos que
me devolviera el vehículo, y éste dijo que en unos minutos lo traía.
Efectivamente, a los cinco minutos nos entregaron el vehículo, nos
montamos en él y salimos de aquel sitio.

* Nombre cambiado para proteger su identidad.

Cuando habíamos recorrido aproximadamente siete u ocho cuadras


fuimos interceptados por otro grupo de personas armadas con
fusiles y encapuchadas. Incluso pudimos apreciar que había dos
mujeres. Nos detuvieron. Les dije que ya habíamos sido retenidos
con anterioridad, que nos despojaron del armamento y que al
parecer el jefe de ellos dio la orden para que saliéramos del lugar. Y
que si querían, podían constatar que era verdad, que se
comunicaran con él por medio del radio que portaban. Uno de ellos
me dijo que en la parte de arriba operaban integrantes de las FARC
y que en el sector donde ya nos encontrábamos operaban
integrantes del ELN. Que por lo tanto, eso era muy independiente y
que nosotros quedábamos retenidos. Nos hicieron bajar del vehículo
y se lo llevaron, nos requisaron, nos quitaron unos implementos que
todavía llevábamos, como reatas y porta revólver, y nos hicieron
subir por una calle empinada. Lo que más me impresionaba era ver
cómo la gente del sector nos miraba desde los balcones o fuera de
las casas. Pero nadie se atrevía a decir nada. La gente nos veía
pasar con resignación. Subimos varios escalones, unas dos
cuadras, y nos llevaron a una especie de calabozo improvisado de
unos dos metros cuadrados, ubicado en la esquina de una casa.
Pude apreciar que a ese sitio llevaban personas secuestradas
porque se veían mordazas y cinta ancha con la que presumo
maniataban a los retenidos. En ese momento pensaba que nos iban
a fusilar porque a cada momento nos decían que nos iban a matar.
Que si nos habíamos salvado de los integrantes de las FARC, que
de ellos sí no nos salvábamos, que nos preparáramos para morir.
Psicológicamente eso lo llena a uno de temor. Nos pidieron algunos
datos personales como nombres, direcciones de casa, números
telefónicos. Nos preguntaron cuántos hijos teníamos y cuánto
tiempo llevábamos en la institución. Nos advirtieron que llamarían
para verificar si la información suministrada por nosotros era cierta,
y que en caso de que fuera falsa, más pronto nos asesinarían. Allí
estuvimos aproximadamente una hora. Luego apareció un hombre y
me sacó del calabozo. Me llevó afuera y me dijo que él ya había
hablado con sus superiores y que nos iban a respetar la vida, pero
que nosotros teníamos que manejarnos bien en las cárceles,
especialmente con los presos que estaban detenidos por el delito de
rebelión. En ese momento se acercó otro hombre muy alterado y, en
medio de su nerviosismo, disparó al suelo. Los compañeros que
estaban en el calabozo pensaron que me habían asesinado.
Cuando me volvieron a llevar al calabozo, estaban llorando.

La mayoría de esos hombres estaban muy alterados, nerviosos, y


eso hacía que la situación empeorara más. Al verlos en ese estado
de ánimo uno sabía que en cualquier momento podían dispararnos.

El hombre con el que había acabado de hablar nos ofreció un


refresco. Nos dijo que nos tranquilizáramos, que esperáramos a que
el comandante de ellos hablara con nosotros. Como a la media hora
llegó un hombre encapuchado que se identificó como el jefe de la
zona Noroccidental del ELN, y nos dijo que no temiéramos por
nuestras vidas, que no nos iban a hacer daño. Al igual que el sujeto
con el que había hablado antes, tenía información de que, según
ellos, los guardianes del INPEC maltratábamos a los internos en las
cárceles, especialmente a los que se encontraban allí por el delito
de rebelión. Nos dijo que nos perdonaban la vida como un gesto
humanitario, ya que no habíamos tenido ningún combate. Que ellos
no eran asesinos y, según él, tomaban las muertes como bajas en
combate, en guerra contra el Estado.

Después de una charla de aproximadamente quince minutos, donde


aquel hombre justificaba su causa y su deseo de seguir su lucha,
me contó que incluso él había llegado a estar en la cárcel. En medio
de esta charla se acercó un sujeto agitado, pues había estado
corriendo con un arma en sus manos, y encapuchado. Le dijo al
hombre con el que yo hablaba que venía subiendo Bety. Con el
tiempo me di cuenta de que así le decían a la tanqueta de la Policía.
Entonces el jefe dio la orden para que nos soltaran. Nos dijo que
nos quitáramos la camisa del uniforme y se las diéramos, pues ellos
en ocasiones usaban un uniforme similar azul oscuro, y nuestras
camisas les podrían ser de utilidad.

Le pregunté en dónde estaba nuestro vehículo, ya que nosotros lo


necesitábamos; me dijo que cerca de una escuela. Yo no lo veía y le
pregunté a otro sujeto dónde quedaba la escuela, y me dijo que dos
cuadras abajo. Corriendo, logramos bajar y, efectivamente,
encontramos el carro, que todavía tenía las llaves puestas en el
encendedor. Inmediatamente nos subimos e iniciamos nuestra
salida del sector. Sonaban muchos disparos. Veíamos hombres que
disparaban agazapados en los árboles, detrás de los andenes y en
las azoteas de las casas.

Más adelante nos encontramos con la tanqueta blindada de la


Policía. Los agentes se bajaron de la tanqueta y nos tomaron
algunos datos; pudimos comunicarnos con la penitenciaría, le
contamos a la directora lo que había sucedido y que ya estábamos
en manos de la Policía, que afortunadamente estábamos libres e
ilesos.
En total, permanecimos privados de la libertad por tres horas, por
dos grupos subversivos distintos, el mismo día. Luego de este
incidente, durante algunas semanas presenté algunos síntomas de
delirio de persecución y temor, razón por la cual estuve en
tratamiento psicológico. Además, me vi en la obligación de mudarme
de apartamento, entre otras medidas de seguridad, para proteger a
mi familia, pues las personas que nos detuvieron en la Comuna 13
habían quedado con mis datos personales, dirección de domicilio y
número telefónico, entre otros”.
Otros actos de barbarie
1. Métodos de terrorismo

Los grupos alzados en armas utilizaban como métodos de


terrorismo los atentados con artefactos explosivos de bajo y
mediano poder destructivo, fabricados en forma manual con pólvora
y metralla. Usaban vehículos equipados con explosivos (“carros
bomba”), generalmente del tipo C4, R1, indugel o dinamita. También
emplearon “cadáveres bomba”, es decir, cuerpos de personas
asesinadas a las cuales les colocaban granadas de fragmentación.

Los “carros bomba”

En la zona, integrantes de los grupos armados equiparon vehículos


con explosivos para realizar atentados terroristas dentro y fuera de
la Comuna 13.

Uno de los frustrados atentados con carro bomba en éste sector de


la ciudad, ocurrió el día 16 de octubre del año 2002 en el barrio El
Salado. Ese día, integrantes de las guerrillas ubicaron en la vía
pública un autobús cargado con aproximadamente cuarenta kilos de
dinamita y metralla, para hacerlo detonar en el momento en que
pasara alguna patrulla de la Policía o del Ejército. La unidad
antiexplosivos de la Sijín (Seccional de Policía Judicial e
Investigación) logró desactivarlo, evitando que ocasionara víctimas
humanas.11

Uno de los casos de terrorismo con carro bomba fuera de la


Comuna 13 ocurrió en horas de la madrugada, el día 17 de octubre
de 2002, en la carrera 46 con calle 57: frente al Edificio de Argos o
Edificio de los espejos, donde fue activado un carro bomba cargado
con cuarenta kilos de dinamita. En el atentado no hubo víctimas
humanas, pero se originaron daños valorados en veinte millones de
pesos. El presunto responsable fue muerto por la Policía cerca del
lugar de los hechos al momento de intentar evitar su captura,
disparando con una pistola en contra de dos patrulleros.

Los “cadáveres bomba”

Las milicias, para llevar a cabo esta modalidad de terrorismo,


asesinaban a una persona cualquiera, volteaban el cuerpo boca
abajo y tomaban una granada de fragmentación, le quitaban el anillo
de seguridad, dejaban la granada debajo del cuerpo, presionando la
espoleta de seguridad, para que hiciera explosión cuando fuese
movido por las autoridades al momento de efectuar el
levantamiento.

En la Comuna 13, los grupos alzados en armas emplearon esta


modalidad de terrorismo en dos ocasiones. El primer caso ocurrió el
30 de abril de 2002, en el sector La Torre, del barrio Belencito. Allí
resultó herido el sargento de la Policía Lázaro Correa Rodríguez. El
segundo ocurrió el 31 de agosto del mismo año, en horas de la
mañana, en el sector conocido con el nombre de “la Gallera”, en el
barrio Nuevos Conquistadores, parte alta, cerca de donde
actualmente se encuentra ubicada la Estación de Policía. En éste
último caso, aunque la granada logró hacer explosión y destrozar el
cadáver, no salió herida ninguna persona, porque el cuerpo había
sido movido por algunos habitantes con un lazo desde gran
distancia, como medida preventiva.

11. Fuentes consultadas: Área de Sistemas Sijín y Resumen Ejecutivo del Proceso de
Recuperación de la Comuna 13. Centro de Investigaciones Criminológicas de la Policía
Metropolitana del Valle de Aburrá. Medellín, 17 de septiembre de 2003.

Lázaro Correa Rodríguez, sargento de la Policía Metropolitana,


dedicó muchos años de su vida y trayectoria a la institución policial.
Se desempeñó en la unidad antinarcóticos y en grupos de
contraguerrilla en el Departamento de Antioquia, donde también fue
comandante de estaciones de Policía en algunos municipios. En
1996 llegó a Medellín a trabajar en grupos de reacción y apoyo en el
centro de la ciudad, y en el año 2000 lo enviaron al escuadrón
CORAM, “Comando de Reacción y Apoyo Motorizado”, de la Policía.
Su labor consistía en contrarrestar la delincuencia en toda el área
metropolitana. Él relata las difíciles situaciones vividas en la zona
centro occidental de la ciudad:

“En el año 2001, a consecuencia de la arremetida entre


paramilitares y milicias de las FARC, ELN y CAP en la Comuna 13,
nos tocaba subir constantemente a contrarrestar su accionar y a
evitar que atentaran contra la población civil. Siempre que nos veían
llegar disparaban contra nosotros, por lo que nos veíamos en la
obligación de defendernos. Era una situación desesperante. Pero el
peor suceso que presencié fue el que cambiaría mi vida para
siempre.

El día 30 de abril de 2002, siendo aproximadamente las ocho de la


mañana, llegué en compañía de once efectivos más de la Policía al
sector de La Torre, en el barrio Belencito. Y como me encontraba al
mando del personal, los distribuí estratégicamente en dos cuadras,
de tal forma que si fuésemos atacados, pudiésemos reaccionar sin
ser sorprendidos. Dos de los policías encontraron una casa
deshabitada con un cadáver en su interior, y de inmediato me
informaron. Al momento de indagar con algunos pobladores del
sector, nos dijeron que en horas de la madrugada habían escuchado
unos disparos, pero que no salieron a mirar por temor. Me dirigí de
nuevo hacia donde estaba el cadáver y sospeché que pudiese tener
algún artefacto explosivo por la posición en que se encontraba,
bocabajo. Para no correr riesgos, conseguimos un lazo. Até un
extremo al brazo derecho del cadáver, y pasé el otro extremo a un
compañero que se encontraba afuera de la casa. Salimos de la
vivienda para protegernos de una posible explosión. Una vez
ubicados en un lugar seguro, halamos el cadáver. Sentimos que se
volteó y esperamos varios minutos. Al ver que no había explotado,
cuidadosamente, y aún con algo de desconfianza, comencé desde
el lugar en el que me encontraba a observar hacia donde se
encontraba el cuerpo, que explotó en ese preciso instante, y arrojó
sobre mí varias partículas del mismo. Sentí fuertes impactos en la
cara, el cuello, los brazos y las piernas, provocados por fragmentos
de huesos y esquirlas de granada provenientes del cuerpo. Mi
pecho y mi abdomen estaban protegidos por un chaleco antibalas.
No podía ver nada, porque mi ojo izquierdo se lesionó, y, además,
mi cuerpo estaba cubierto con la sangre del cadáver.
Inmediatamente después de la explosión nos empezaron a disparar
desde sitios distintos.

Me encontraba muy herido; sin embargo, alcancé a pedir apoyo por


medio del radio de comunicación. Uno de mis compañeros me
ayudó a llegar hasta la vía principal, donde fui recogido por una
patrulla que llegó en pocos minutos y me trasladó a la clínica Las
Américas. Perdí mucha sangre, me desmayé y duré cinco días en
estado de coma, doce días en el hospital y tres meses en proceso
de recuperación. Perdí parte de la visibilidad de mi ojo izquierdo y
resultaron muy lesionados mi rostro, mi tráquea, piernas y brazos.
Trascurridos los tres meses de recuperación, volví a hacer uso de mi
uniforme, en estado de incapacidad laboral parcial indefinida.
Actualmente, no puedo laborar en la parte operativa como lo
demanda nuestra actividad policial, pero he venido trabajando en
áreas que no requieren mucha actividad de este tipo. Aún conservo
el espíritu de servicio a la gente y a una institución como la Policía
Nacional. En este momento me siento marcado física y
psicológicamente, pero siempre he podido contrarrestar cualquier
trauma mental que ha estado a punto de afectarme”.

Artefactos explosivos de fabricación manual

Los grupos armados ilegales, por medio de artefactos explosivos de


fabricación manual, ocasionaron víctimas entre la población civil. Un
ejemplo fue el caso de la niña Alexandra Álvarez Londoño, de 11
años de edad, en el barrio Las Independencias. Alexandra vivía con
su madre y sus cinco hermanos, estudiaba en el colegio Refugio del
Niño, ubicado en el mismo sector, y trabajaba de noche, los fines de
semana, con dos de sus hermanos y un sobrino, vendiendo rosas
en la carrera 70 y la calle 33 de la ciudad de Medellín. Cuenta Flor
María, la madre de Alexandra:

“Mi hija era una niña ejemplar con sus amiguitos. Pese a que
trabajaba, no dejaba de ir a estudiar, pues una de sus grandes
metas en la vida era algún día llegar a ser una doctora. Le dolía en
lo profundo de su ser ver niños enfermos y sufriendo. Quería tener
algún día la oportunidad de poderlos sanar”.

Pero los sueños y las ilusiones de Alexandra fueron truncados para


siempre, el lunes 17 de junio de 2002, aproximadamente a las siete
de la mañana, cuando salió de su casa en compañía de su sobrino
Santiago, de ocho años de edad, hacia la tienda a comprar algo
para el desayuno.
Alexandra caminó una cuadra; Santiago se había quedado
esperando a unos cuantos metros. De repente, desde la parte alta
del barrio lanzaron un artefacto explosivo de fabricación manual,
que contenía en su interior tuercas, tornillos y arandelas que
aumentaban su capacidad destructiva. El artefacto explotó al hacer
contacto con el suelo, muy cerca de Alexandra, y lanzó los
elementos destructivos al frágil cuerpo de la niña, que no alcanzaba
a comprender qué sucedía. Santiago, por encontrarse un poco más
retirado, recibió heridas menores. Alexandra quedó en el suelo, con
heridas en todo el cuerpo. Perdió mucha sangre, aunque logró hacer
su último esfuerzo para pararse un instante y gritar: “¡Mami, mami,
me mataron!”, Volvió a caer agonizante. Su vida estaba
extinguiéndose.

Santiago se levantó del suelo, fue y le avisó a Flor María que


Alexandra se encontraba gravemente herida: “¡Mi niña!” gritó doña
Flor desesperada y corrió hacia donde yacía moribunda su hija. Al
llegar y verla en el suelo, ensangrentada, llorando le dijo: “Mi niña,
¿qué le pasó?”. Alexandra, con gran esfuerzo, le contestó: “Mami,
mami me mataron”. Doña Flor la alzó en sus brazos y gritaba
suplicando ayuda para lograr llevarla al hospital. Al escuchar los
gritos, uno de los vecinos salió, y al ver lo que sucedía cogió a la
pequeña en sus brazos y de inmediato partió con ella escalas abajo
hacia la unidad intermedia del barrio San Javier. Debido a la
gravedad de Alexandra, fue llevada en una ambulancia al hospital
San Vicente de Paúl. Pero el esfuerzo no fue suficiente, pues antes
de llegar al hospital la llama de su vida se apagó.
Irónicamente, así culminó la vida de una niña que había encontrado
en su corazón una de las grandes razones de la existencia humana
–el amor–. “Aún te siento cerca de mí, mi niña, pues no me resigno
a la idea de haberte perdido”, dice su madre en medio del llanto.

2. Crímenes contra la vida

“En el año 2001 se presentaron 317 asesinatos dentro de la


Comuna 13. Entre el 1o. de enero y el 16 de octubre de 2002, al
inicio de la Operación Orión, ya se registraban 437 homicidios en la
zona, resaltando un incremento desmesurado del 80% de las
muertes violentas. Faltaban casi tres meses para terminar el año, lo
que permite inferir que se estaba presentando un promedio hasta de
veinte casos por semana, los cuales eran perpetrados directamente
por las estructuras subversivas (FARC, ELN, CAP y grupos de
autodefensas ilegales), ya que la injerencia de estos grupos
armados ilegales, no permitían el accionar de la delincuencia común
y organizada”.12

Éstas fueron, entre otras, algunas de las causas por las que
integrantes de los grupos armados llegaron a asesinar a residentes
de la zona: por considerarlos informantes del grupo armado
contrario, imputarles el consumo de drogas alucinógenas, acusarlos
de haber cometido hurtos, hablar con algún miembro de la fuerza
pública, haber dicho algo en contra de algún grupo armado, negarse
a prestar un vehículo o a pagar el dinero exigido de una extorsión, o
por encontrarse en servicio militar. También por señalamientos, por
negarse a ingresar a los grupos armados o porque algún miembro
de un grupo armado se sintiera atraído por la novia de algún
habitante del sector, y entonces lo asesinaba para quedarse con
ella. Además, ocasionalmente los grupos armados decían a los
pobladores “las causas”, según ellos, por las que cometieron
algunos asesinatos, para justificar de esta forma sus actuaciones
ante la comunidad; luego de asesinar a alguien decían a los
residentes de la zona que lo habían matado “por ladrón, por vicioso,
por violador o por sapo*”.
12. Resumen Ejecutivo del Proceso de Recuperación de la Comuna 13. Centro de
Investigaciones Criminológicas de la Policía Metropolitana del Valle de Aburra, Medellín, 17
de septiembre de 2003.

Cuando decidían asesinar a una persona que se encontraba en las


partes altas de la comuna, la llevaban hasta las partes bajas, donde
había vehículos circulando. Después de cometer el asesinato,
detenían algún carro y obligaban a sus ocupantes a montar el
cadáver en la cajuela, para sacarlo hasta algún sitio donde le
pudieran hacer el levantamiento; debido a que en la zona los
organismos judiciales y de policía eran recibidos con disparos de
fusil al momento de intentar tales diligencias, en ocasiones los
cadáveres permanecían algunos días tendidos en las calles.

“Un alto porcentaje de las víctimas integra los grupos en conflicto.


Los miembros de los organismos de seguridad, como policías,
soldados, agentes e investigadores, también hacen parte de los
acribillados”.13

A pesar de todos estos crímenes, y del sufrimiento causado en las


familias, el creciente nivel de tolerancia ante la violencia sigue
siendo alarmante: “La introducción de la muerte como un elemento
presente en la vida de una familia implica a su vez la inclusión de lo
traumático como un componente de la vida personal y social. Ahora
bien, se supone que lo traumático es inesperado, sin embargo, en
nuestra sociedad se ha hecho usual y las personas terminan
actuando como si no sintieran, como si la situación no los afectara,
como si no doliera. Es la familiaridad con la muerte física, psíquica y
moral, la que constituye lo traumático (prolongado en el tiempo)
cronificado y manifestándose como si al mismo
* Expresión con la que catalogaban a las personas que informaban hechos delictivos ante
las autoridades.

13. Ospina Zapata, Gustavo. “Viudas y huérfanos cargan las secuelas del conflicto urbano”,
En: El Colombiano, Sección Paz y Derechos Humanos. Medellín, mayo 3 de 2002.
Foto: Manuel Saldarriaga,
Periódico El Colombiano

tiempo que parecen perderse los límites de la capacidad de


destrucción, pareciera que a nivel subjetivo no hay límites tampoco
en la capacidad de tolerarlos”.14

3. La desaparición forzada

En la zona los grupos armados desaparecieron personas,


acusándolas de pertenecer al grupo armado contrario, de tener
afinidad con él, o incluso por el solo hecho de ser pariente de alguno
de los integrantes de los grupos en confrontación. Muchas familias
viven en angustia e incertidumbre, pues no han recibido noticias de
sus parientes en mucho tiempo, y aún guardan la esperanza de que
estén con vida. Otras anhelan siquiera saber el paradero del
cadáver de aquella persona desaparecida.
Leidy Johana Suaza Londoño, quien habitaba en el barrio Veinte de
Julio, desapareció el 26 de diciembre de 2002, a sus 19 años de
edad, luego de salir de su casa a cumplir una cita con el padre de su
hija Laura. Su familia aún guarda la esperanza de volverla a ver.
Dice Morelia, madre de la joven:

“El padre de mi nieta dijo que Leidy nunca llegó a la cita. Desde
aquel día he ido a muchas entidades, averiguando sobre su
paradero, pero no me han dado razón, incluso he estado presente
en la exhumación de algunas fosas comunes que han encontrado
en San Cristóbal*, pero hasta la fecha no he logrado encontrarla,
han pasado ya algunos años desde que desapareció y siempre
mantengo esa esperanza de volverla a ver. Todo esto ha sido muy
difícil para mi nieta, pues a pesar de su corta edad recuerda mucho
a su mamá y pregunta muy seguido por ella. Pero no sé qué
decirle”.
14. Documento: “Efectos de la guerra en niños, niñas y jóvenes” de la Psicóloga Ángela
Quintero López, docente de la Institución Educativa La Independencia, 2002.

* Corregimiento de Medellín que limita con la Comuna 13.

Por su parte, Andrea, hermana de Leidy Johana, dice:

“Ese día, a eso de las cinco y treinta de la tarde, Leidy me llamó y


me dijo que si le iba a cuidar a Laura, que ella no se demoraba
porque iría por una plata, y sin embargo, nunca regresó. Nosotras
tenemos fe en que regrese, aunque la gente nos dice que ya tanto
tiempo sin aparecer es porque ella está muerta, pero nosotras
decimos que para Dios no hay nada imposible y si ella está muerta,
hasta no ver, no creer. Para qué la vamos a enterrar por los
comentarios de la gente. Tenemos la esperanza de que pronto
vamos a saber de ella, sea porque esté viva o porque esté muerta.

A pesar de que en ese entonces Laura tenía sólo dos años de edad,
nunca se ha olvidado de su mamá. Siempre la ha tenido presente y
pregunta mucho por ella. Dice que dónde está la Tati –así es como
le decía a Leidy Johana–. Por todo llora y nosotras la entendemos.
Le hemos dado mucho cariño, pero no somos capaces de decirle
dónde está su mamá, porque no sabemos. No podemos decirle que
está desaparecida, porque todavía no va a entender y tampoco
podemos asegurar que está muerta. El cariño que nosotras le
damos no va a reemplazar el afecto que la mamá le pudo dar. Pero
ella está bien a pesar de que se volvió muy agresiva y llora mucho.
Al papá de Laura lo asesinaron el 19 de enero de 2003. Nosotras le
decimos a Laura que el papá está en el cielo, y ella lo asimila más
fácil, porque no lo conoció.

No le deseo la muerte a nadie. Todo eso se lo dejo a mi Dios. Por el


contrario, les pido a las personas que quizás la tienen, o que le
hicieron daño, que mientras ellos hacen cosas contra los demás,
piensen que también tienen familias y que pueden pagar con algo
similar. Le pido a Dios que se apiade de ellos y que los ayude a
recapacitar”.

El sábado 9 de noviembre de 2002, en una zona boscosa del sector


San Javier-La Loma, fue hallada una fosa común con tres cadáveres
de personas asesinadas. Posteriormente, los días 1, 2 y 8 de agosto
de 2003, fueron encontradas otras tres fosas con 13 cuerpos más.
Eso da un total de 16 cadáveres, entre los que se encontraban los
cuerpos de algunas personas reportadas como desaparecidas en
barrios de la Comuna 13 desde finales de 2002. Sin embargo, hasta
el momento no hay noticias del paradero de Leidy Johana, y su
familia vive aún en constante incertidumbre.

Según un reporte del periódico El Colombiano, “De acuerdo con


testimonios de habitantes de la Comuna 13, la mayoría de víctimas
serían personas de la comunidad que habían sido sacadas de sus
casas y llevadas por supuestos integrantes de las autodefensas a
un sector conocido como La Loma, en los límites con San
Cristóbal”.15

4. El desplazamiento forzado

En Colombia la condición de desplazado fue reglamentada según la


ley 387 de julio 18 de 1997, en donde se expresa que:
Es desplazada toda persona que se ha visto forzada a migrar dentro
del territorio nacional, abandonando su localidad de residencia o
actividades económicas habituales, porque su vida, su integridad
física, su seguridad o libertad personales han sido vulneradas o se
encuentran directamente amenazadas, con ocasión de cualquiera
de las siguientes situaciones:

15. El Colombiano, “Ya son 10 los cadáveres en fosas de San Cristóbal”. Agosto 3 de 2003,
p. 3/A.

• Conflicto armado interno.


• Disturbios y tensiones interiores.
• Violencia generalizada.
• Violaciones masivas de los Derechos Humanos.

• Infracciones al Derecho Internacional Humanitario u otras


circunstancias emanadas de las situaciones anteriores que puedan
alterar o alteren drásticamente el orden público.

En la Comuna 13 muchas familias fueron desplazadas forzosamente


por los grupos armados. Ocasionalmente, estos grupos también
incineraban las viviendas de dichas familias. Así sucedió el 4 de julio
de 2002: en horas de la madrugada, en el sector seis del barrio El
Salado parte alta, un escuadrón paramilitar llegó, asesinó a tres
pobladores y obligó a desalojar a 60 familias, que sumaban más de
cuatrocientas personas. Luego incendiaron nueve de las viviendas
(construidas en madera) y destruyeron los enseres que se
encontraban en las demás casas.

Damaris* es una anciana viuda, quien para ese entonces era madre
de cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres menores de edad. Llegó
al barrio El Salado, sector seis, parte alta de la Comuna 13, en el
año de 1992, proveniente del municipio de El Bagre, Antioquia. Ella
se instaló en la parte más alta de la montaña, en un pequeño rancho
de tablas que le vendió una amiga a muy bajo costo para que se lo
fuera pagando cada mes. Tuvo que soportar situaciones extremas
de miseria para sobrevivir en compañía de sus hijos. Ellos hicieron
parte de los desplazados aquel día 4 de julio: “Mis hijos estudian,
pero como no tengo trabajo, me ha sido difícil comprarles lo que
necesitan: útiles, uniformes y zapatos. Hemos aguantado mucha
hambre y necesidades. Incluso a veces les ha tocado irse para el
colegio sin comer absolutamente nada, por no haber ni siquiera una
libra de panela en la cocina. Me ha tocado salir a pedir de casa en
casa o en los graneros y tiendas para poder sobrevivir junto a ellos.
En el liceo me han fiado la matrícula de mis hijos para pagarlas por
cuotas semanales, y los útiles escolares algunas veces se los han
dado gente conocida y el sacerdote del barrio.

Pero aparte de todas las necesidades que nos agobian, también nos
tocó afrontar la opresión de los grupos violentos en el sector. Esa
noche dormíamos, cuando a eso de la una de la madrugada nos
despertó el sonido de varios disparos y los gritos y los gemidos de la
gente. Me asomé por la ventana y vi a varias vecinas que estaban
corriendo, cargando algunos de sus enseres de hogar. Unos
hombres armados estaban quemando los ranchos. De inmediato
salí corriendo junto con mis hijos, únicamente con lo que llevábamos
puesto. Mientras corría me caí en varias ocasiones, y escuchaba el
zumbido de las balas, que sonaban muy cerca de nosotros. Luego
de haber recorrido cierta distancia y de seguir escuchando disparos,
mis hijos y yo, muy asustados, tocamos en una casa. La señora que
nos abrió nos dejó entrar justo en el momento en que una bala
pegaba contra la ventana de su casa. Afortunadamente nadie salió
herido. Permanecimos allí el resto de la madrugada, aunque sin
dormir, por el temor producido por los disparos que se escuchaban
todavía.

Al día siguiente y junto a varias familias, nos refugiamos en el Liceo


Las Independencias. Allí dormimos varias noches, tendidos en el
suelo de los salones de clase. Posteriormente la Alcaldía nos pagó a
cada familia un arriendo durante tres meses en la parte baja del
barrio, y nos daba ciento cincuenta mil pesos para que pudiéramos
comprar alimentos.

Después de tres meses de vivir en la casa arrendada, volvimos al


sector de donde habíamos sido desplazados. Al rancho mío no le
prendieron fuego, pero habían derrumbado una parte, habían picado
casi todo, las camas, los colchones, los cajones de la ropa, todo lo
que allí se encontraba. Pero como no teníamos hacia dónde ir, nos
tocó instalarnos de nuevo a vivir en el ranchito.

La necesidad ha seguido ahí, patente. En ocasiones, cuando llueve,


se entra el agua al rancho y se forman borrascas que arrastran lodo
hacia adentro. No me he ido porque no tengo para dónde, si no ya lo
habría hecho. Espero que alguien algún día me ayude y me dé una
oportunidad de trabajar, para poder superar esta triste realidad que
nos agobia”.

Algunas familias decidieron abandonar sus casas pues no


aguantaron más presenciar el recrudecimiento del conflicto armado,
ni quedar a diario expuestos a él, por lo cual prefirieron dejar sus
viviendas al libre albedrío de los actores armados en conflicto y
mudarse a otros sectores de la ciudad.

Según el General Mario Montoya Uribe, “Hay algo que es evidente,


la gente prefiere abandonar las casas que quedar sometida a la
dictadura de estos grupos armados y entregarle a sus hijos”.16

Muchas de las casas que quedaban vacías eran utilizadas por los
grupos armados para habitar en ellas, esconder personas
secuestradas, armas o explosivos. Otras eran vendidas o
derribadas. Así sucedió con el hogar de Ángela*, señora de
avanzada edad quien, debido a que varios proyectiles traspasaron
las paredes de su casa, se fue a vivir a casa de una de sus hijas al
barrio La Milagrosa, en el oriente de Medellín. Varios días después
de encontrarse en ese lugar, fue informada por parte de otra hija,
que aún vivía en Nuevos Conquistadores, que su casa había sido
derribada con explosivos, tal como otras viviendas del sector.

16. General Mario Montoya Uribe. “Guerra urbana no ha prosperado”, en: El Colombiano.
Medellín, 2 de mayo de 2002.
Infancia y adolescencia vulneradas
“El conflicto armado tiene como consecuencia el agravamiento de la
vulnerabilidad típica de los niños y niñas, vulnerabilidad que tiende a
agudizarse siempre que existen situaciones que afectan
directamente los sistemas sociales y personas naturales que tienen
relación cotidiana con el cuidado de ellos y ellas. Al ahondar en la
precariedad de la existencia personal, la guerra es devastadora para
la niñez y la juventud, ya que tiene, entre otros, los siguientes
efectos: desintegración familiar, desarticulación de las redes de
apoyo social, crea una atmósfera de desconfianza hacia los
otros/as, potencia conductas y actitudes como la belicosidad y el
enfrentamiento, sobredimensiona la experiencia y el sentimiento del
miedo”.17

En la Comuna 13 muchos menores fueron víctimas de situaciones


violentas, como agresiones físicas, reclutamiento en los grupos
armados y desplazamiento forzado. De hecho, “Cerca de 230 niños
están en el grupo de 427 personas que fueron obligadas por los
paramilitares a abandonar sus viviendas en la parte alta del barrio El
Salado, de Medellín”.18 Además, muchos niños fueron asesinados
por los grupos armados en conflicto. Cuenta Ricardo*, habitante del
barrio Veinte de Julio:
17. Documento: “Efectos de la guerra en niños, niñas y jóvenes”. Psicóloga Ángela
Quintero López, docente Institución Educativa La Independencia, 2002.

18. Urrego, Luis. “Éxodo masivo en El Salado”, En: El Tiempo, julio 4 de 2002, p. 1.

“En una ocasión, cuando me encontraba en el balcón de mi casa a


eso de las ocho de la noche, me llamó la atención ver a tres
personas armadas y con sus rostros cubiertos con pasamontañas,
quienes llevaban a un adolescente de aproximadamente 14 años de
edad con sus manos amarradas atrás, por una de las vías
principales del barrio. Posteriormente, a sangre fría le dispararon en
varias ocasiones y, luego de haberlo asesinado, se fueron del lugar,
sin afanes”.
Las balas “perdidas”

Algunos niños y adolescentes fueron lesionados por balas, bien sea


en la calle o incluso dentro de sus casas, como le ocurrió a Joan
Sebastián, un niño que habita con su familia en el sector La
Independencia II, y quien a los cinco años de edad, el 21 de mayo
de 2002, resultó herido por una bala cuando se encontraba en su
residencia.

Desde la madrugada se habían escuchado disparos, y ni él ni su


familia podían dormir por el constante estruendo de las balas. A las
siete y treinta de la mañana Joan Sebastián estaba en la cocina,
ubicada en un tercer piso, cuando de repente por una de las
paredes penetró un proyectil que se incrustó en su espalda. Al
traspasar la pared, la bala desprendió algunos fragmentos de adobe
que también se introdujeron en su cuerpo. De inmediato, Joan
empezó a desangrarse. Su madre, muy asustada, lo cogió en sus
brazos y salió con él, en medio de la balacera, rumbo al centro
asistencial. El estado de salud del niño era delicado, porque la ojiva
que tenía incrustada en su espalda era de fusil. Afortunadamente no
alcanzó a segar su vida, en parte, porque al impactar en la pared
había perdido algo de potencia. El niño permaneció cuatro meses en
recuperación, y aunque le lograron extraer el proyectil, le quedaron
algunos pequeños fragmentos de adobe que aún le producen dolor.

* Nombre cambiado para proteger su identidad.


Huérfanos que dejó el conflicto armado

El conflicto de la Comuna 13 dejó en la zona a muchos niños


huérfanos. Varios perdieron al papá o a la mamá, y otros a ambos.
Así le sucedió a Valentina, a sus cuatro años de edad.

El 5 de octubre de 2001, Valentina se encontraba junto con sus


compañeros en el jardín infantil ubicado cerca de su casa, en el
barrio Veinte de Julio. Era una mañana tranquila y los niños jugaban,
pero de repente aquella aparente calma fue interrumpida por varios
disparos afuera; los niños se atemorizaron, algunos lloraban, sin
saber lo que sucedía. Varios de ellos vieron desde el patio del jardín
cómo en la calle personas encapuchadas asesinaban al padre de
Valentina, y corrieron aterrados donde ella para contarle lo sucedido;
asustada, sin comprender lo que ocurría, ella salió a mirar. Al ver a
su padre muerto, tendido en el suelo en medio de un charco de
sangre, la invadió el llanto. Lloraba desconsolada, llamando a su
padre, que ya nunca más iba a atender el llamado de su pequeña
hija, porque gente criminal lo había callado para siempre. La
maestra, Catalina, alzó a Valentina entre sus brazos y la llevó a la
sala, tratando de calmarla un poco. La niña sufrió el horrible trauma
de ver a su padre tendido en el suelo, después de recibir varios
disparos.

Transcurrieron los días y a Valentina le daba miedo dormir sola e


incluso ir a la guardería. Su madre era su más cercano apoyo y
quien trabajaba para conseguir el sustento. Pero el dolor de
Valentina no acabaría allí, ya que el destino marcaría una vez más y
para siempre la vida de la niña, arrebatando a su ser más querido.
Su madre fue asesinada el 22 de julio de 2002, en el sector
conocido con el nombre de La Ye, en el barrio Veinte de Julio. Al
darse cuenta Valentina de que su madre había muerto al igual que
su padre, lloraba una vez más, desconsolada, sin entender por qué
la vida se ensañaba contra ella, “Mami, mami, no me deje”, decía. El
temor y el llanto de nuevo habían invadido su ser.

Ha pasado algún tiempo, y aunque sus abuelas se han hecho a


cargo de ella, ofreciéndole amor y compañía, Valentina aún sufre
por la muerte de sus padres. Constantemente se le ve triste y
llorando. Para ella ha sido muy difícil ver a los otros niños con sus
padres, porque nunca más podrá estar con los suyos.

Niños en medio del fuego cruzado

Los niños, en las calles, frecuentemente llegaron a quedar en medio


del fuego cruzado entre los distintos bandos; muchos menores
estuvieron a punto de ser alcanzados por las balas y vivieron
momentos de zozobra luego de escuchar el zumbido de los
proyectiles pasando cerca e impactando contra el suelo y las
paredes.
Marlyes, promotora de deportes, residente en el barrio San Javier,
relata la experiencia vivida por ella y 25 niños en el sector:

“El sábado 9 de marzo de 2002, a eso de las ocho de la mañana,


me encontraba junto a la unidad residencial Nueva Andalucía a
cargo de 25 niños, con edades entre los 8 y los 12 años.
Esperábamos el bus que iba a recogernos para trasladarnos a la
escuela de fútbol San Lorenzo, en el municipio de Envigado. De
repente, se presentó un enfrentamiento armado y quedamos en
medio de la balacera. No teníamos en dónde refugiarnos, porque el
portero del conjunto residencial había cerrado la reja principal y se
había tendido en el suelo para no ser alcanzado por las balas.
Además, las viviendas ubicadas cerca de allí tenían las puertas
cerradas. Sentíamos el zumbido de las balas que pasaban cerca de
nosotros. Estábamos llenos de pánico y los niños lloraban.
Histéricamente gritábamos al portero que nos abriera la puerta, que
nos iban a matar. Éste, al escuchar los gritos de auxilio, de
inmediato nos abrió. Al instante entré con los niños. Les dije que se
tendieran en el suelo y no levantaran la cabeza, que nada nos iba a
pasar, que Dios nos protegía. La balacera se prolongó por unos
veinte minutos. Los niños estaban muy atemorizados y no cesaban
de llorar. Yo les daba ánimo y logré hacer que se calmaran un poco,
hasta que se terminó la balacera. Unos minutos más tarde, cuando
ya no se escuchaban disparos, llegó el bus. Lo abordamos y nos
fuimos a cumplir con nuestro compromiso en la escuela de fútbol.
Durante el transcurso del día los niños permanecieron distraídos”.

Balas que extinguen sueños

Yiseth Tascón Olarte habitaba en el barrio Las Independencias. A


sus once años de edad (mayo 21 de 2002), en compañía de su
madre, sus hermanas y su sobrina, se disponía a llamar a su
colegio, desde un teléfono público ubicado cerca de su casa, para
avisar que ese día no podía ir a estudiar debido a las balaceras que
se habían presentado desde temprano. Estando allí, se escuchó un
disparo, y un proyectil de fusil impactó en el costado de Yiseth, e
hirió, además, a su sobrina Leidy, de 10 años de edad. María Edilia
Tascón, madre de Yiseth, relata:

“Mi niña era muy inteligente y cariñosa; estudiaba en el liceo Las


Independencias, donde se destacó por ser buena estudiante y
compañera. Así amaneciera con fiebre se iba a estudiar porque no
le gustaba faltar al colegio. Le agradaba mucho estar al lado mío.
Me contaba todo sobre ella, de cómo le había ido en el colegio;
siempre mi ilusión fue pasar la vejez a su lado. En esos días me
había dicho que nunca me iba a dejar sola, que el anhelo de ella a
futuro era ser abogada y que siempre iba a estar al lado mío. Pero
me la mataron, y con ella mis ilusiones. Creo que nunca podré
superar eso. La noche anterior al día de su muerte, se había
quedado despierta estudiando hasta altas horas de la noche para
una evaluación de matemáticas que tenía al día siguiente; como se
escuchaban disparos desde la madrugada, estaba desesperada,
porque quería irse a estudiar. Le dije que no fuera, que de pronto no
había clase ese día, y ella me dijo que llamaría al colegio porque no
iba a perder esa evaluación de matemáticas. Le dije que yo la
acompañaba al teléfono público, pues en la casa no había teléfono.
Subimos escalas arriba en compañía de mis otras hijas y una nieta,
rumbo al teléfono; había mucha gente, y el sonido de las balas
había dejado de escucharse, entonces estábamos confiadas de que
los disparos habían cesado; sin embargo, estando allí escuchamos
un disparo y sentí el zumbido de una bala que pasó cerca de mí.
Cuando miré a Yiseth, la encontré herida, ensangrentada: un tiro
había penetrado su costado de lado a lado. Yo la recibí en mis
brazos, ella no alcanzó a decir nada, ni siquiera se quejó, sólo en su
cara se vio la expresión de asombro. De inmediato mis otras hijas
me la quitaron para llevarla al centro de salud’’.

Relata Leidy:

“Sentí algo caliente, un quemoncito. ¡Ay!, grité. Vi que a Yiseth se la


llevaban en medio de un alboroto. Dije en voz alta: ‘creo que estoy
herida’. Entonces un señor que se encontraba allí dijo que yo estaba
herida, pero mejor le dije que se callara, porque creí que se podían
preocupar por mí y no por Yiseth, que se veía muy grave. Luego de
que salieron con Yiseth rumbo al centro asistencial, me fui para la
casa de doña Esperanza, una señora conocida del barrio, y le dije
que yo estaba herida. Ella me miró y dijo muy asustada que me
llevaran para el hospital porque yo estaba muy pálida; me llevaron al
centro de salud de San Javier y allí me di cuenta de que Yiseth
había muerto. Comencé a llorar. Luego me llevaron para otro
hospital de la ciudad, donde me tomaron una radiografía. Supe que
tenía una bala y que no la pudieron sacar. Estuve en el hospital
durante un mes. Tenía mucho temor, pues no quería volver al
barrio”.

Y dice María Edilia:

“A todos nos afectó mucho la muerte de Yiseth, y nos invadió un


miedo impresionante pues el peligro aún era latente. Uno ya había
vivido lo que tenía que vivir, pero no era justo que los niños y
jóvenes vivieran esa vida, ese miedo. Aparte de carecer de lo
material, también de la tranquilidad. Preferí irme del barrio a ver si
podía rehacer mi vida, pero en vista de que no pude superar la
ausencia de Yiseth, a los seis meses nos regresamos’’.

“Juguetes” letales

Muchos niños resultaron heridos con artefactos explosivos, luego de


encontrarlos abandonados en las calles y utilizarlos como juguetes.
Así sucedió con algunos menores del barrio Nuevos Conquistadores
el 29 de marzo de 2003, quienes resultaron lesionados de gravedad
por una granada de fusil que hizo explosión luego de que dos de
ellos se la encontraran y se pusieran a jugar con ella.

Relato de Faber, quien para esa fecha tenía nueve años de edad:
“En compañía de mi primo Arturo, salí en la mañana a reciclar
aluminio para vender. Nos encontrábamos en el barrio El Corazón.
Cuando estábamos buscando en medio de un montón de
escombros, nos encontramos una cosa que tenía la forma de un
cohete, de los que se ven en las películas. Como estaba sucio, lo
lavamos y nos pusimos a jugar con él junto a un teléfono público
donde estaban otros niños. Tiré el cohete al suelo y lo recogí varias
veces. Cuando lo lancé de punta fuertemente, explotó. En ese
momento caí al piso al igual que los otros niños. Estaba sangrando y
comencé a gritar. Tenía varias heridas en la mano izquierda y en el
pie derecho.

Algunas personas que estaban cerca, al vernos heridos en el suelo,


nos levantaron y nos llevaron al centro de salud, donde me pude
recuperar gracias a que las heridas no eran muy graves”.

De lo sucedido aquel día, Faber aún conserva una esquirla de


granada incrustada en el tobillo de su pie derecho, que no pudo ser
removida. Pero éste no era el único contacto que Faber había tenido
con algún objeto bélico. Meses atrás, él y sus amigos se habían
encontrado algunos cartuchos de arma de fuego. Prendieron una
fogata y los arrojaron en ella. Luego de algunos segundos de estar
expuestos al fuego, los cartuchos explotaron y una de las balas rozó
la mano derecha de Faber. Aún conserva la pequeña cicatriz que le
dejó.

Sobre lo acontecido ese 29 de marzo, Deisy Bibiana, quien para ese


entonces tenía 14 años de edad, relata la trágica experiencia en la
que quedó marcada para siempre:

“Me encontraba junto al teléfono público conversando con una


amiga cuando vi que unos niños jugaban con un objeto, pero no
reparé qué era. Al instante sentí un fuerte estallido que removió el
polvo del suelo. Caí y empecé a sangrar al mismo tiempo;
escuchaba los gritos y el llanto de los otros niños confundiéndose
con el mío pues me encontraba muy herida.
Tenía varias esquirlas de granada incrustadas en el abdomen, en la
pierna izquierda y en la mano derecha, de la que perdí mi dedo
índice; estaba muy adolorida y aturdida con el estallido. Algunas
personas que se encontraban cerca me montaron en un taxi y me
enviaron al centro asistencial, donde por la gravedad de las heridas
me remitieron al hospital San Vicente de Paúl. Allí permanecí interna
por un mes, con delicado estado de salud. Luego fui llevada a mi
casa, donde con el pasar de los meses fui mejorando, tanto mi
estado de salud como mi estado anímico. Ese suceso dio un vuelco
total a mi vida”.

Jugando a la guerra

Algunos niños y adolescentes residentes en los barrios de la


Comuna 13 fueron obligados a hacer parte directa de la
confrontación armada. Así, mediante amenazas, empuñaron las
armas y engrosaron las filas de los grupos en conflicto. Por esto,
algunos de ellos optaron por abandonar sus hogares e irse hacia
otros sectores de la ciudad.

Juan* es un joven de la Comuna 13, que prefirió abandonar su casa


del barrio Nuevos Conquistadores a ingresar a uno de los grupos en
confrontación de la zona: “Fui amenazado en varias ocasiones por
las milicias. Me decían que ingresara a un grupo armado o que de lo
contrario me tenía que ir del barrio. Siempre me rehusaba a tal
exigencia, hasta que en una ocasión, en el mes de agosto de 2002,
me encontraba en casa con mi madre, cuando de repente entraron
cuatro personas portando armas. Nos hicieron tender en el piso y
nos dijeron que nos teníamos que marchar del barrio, porque si no
lo hacíamos, nos asesinaban. Todo esto porque no quise ser parte
de las milicias. Después empaqué mis cosas
* Nombre cambiado para proteger su identidad.

Ilustración de Camilo Cardona.


Periódico
De la Urbe. Edición No. 15, agosto de 2002, página 10.

y me fui a vivir donde una tía. Las personas conocidas que


ingresaron a los grupos armados –en su mayoría– están ya
muertas”.

El siguiente fragmento de un documento oficial da cuenta de la


manera como los niños fueron utilizados por las distintas facciones
armadas:

Algunos niños, por lo general de siete años en adelante, llegaron a


ser utilizados por los integrantes de los grupos armados para
transportar armas, municiones o explosivos, y para llevar y traer
mensajes de un lugar a otro. También para hacer inteligencia sobre
sitios de ubicación, presencia de la fuerza pública, incluso a los
mismos residentes del barrio, acerca de comportamientos,
amistades y sitios que frecuentaban los habitantes de la zona.
Los menores de edad eran objeto de manipulaciones de los grupos
armados para involucrarlos a la fuerza en el conflicto urbano, toda
vez que algunos fueron entrenados como francotiradores, armados
con fusiles y carabinas, igualmente cumplían actividades de
patrullaje. Otros eran encargados de movilizar y guardar las armas,
municiones y explosivos.19

Los niños y adolescentes que fueron convencidos de hacer parte


activa de los grupos armados recibieron, de parte de éstos,
entrenamiento en tácticas de guerra, de atentados terroristas y de
asesinato de personas. Además, a algunos les llegaron a
encomendar pruebas para demostrar si servían o no a la
organización, como cometer algún asesinato.

Esta cruda realidad fue vivida por adolescentes a quienes los grupos
en confrontación manipularon con el fin de involucrarlos en el
conflicto de la zona, cambiando de esta forma sus juguetes por las
armas, y su inocencia por el crimen. Tal es el caso de Andrés*,
quien en su adolescencia fue reclutado por las milicias de los CAP,
cuando habitaba en el barrio El Salado en compañía de su familia:

19. Resumen Ejecutivo del Proceso de Recuperación de la Comuna 13. Centro de


Investigaciones Criminológicas de la Policía Metropolitana del Valle de Aburrá, Medellín, 17
de septiembre de 2003.

“En ese entonces tenía 13 años de edad, era el hombre mayor de la


casa y el único que trabajaba, en oficios como lavar carros o
reciclar, para llevar algo de comida a mi familia, conformada por mi
madre y tres hermanitos menores. Mi padre nos había abandonado
años atrás. Una tarde del mes de octubre de 1999, dos jóvenes
pertenecientes a las milicias de los CAP fueron a mi casa a
proponerme que hiciera parte del grupo armado, prometiendo que
me darían la suma de 50.000 pesos semanales, mercados y ropa,
para que yo pudiera ayudarle a mi familia. Al ver que tenía una
oportunidad de sacar a mi familia adelante, y de conseguir dinero,
no pensé en las consecuencias de tomar esa decisión y acepté. A
los pocos días, comenzaron a enseñarnos –a mí y a otros
adolescentes entre 11 y 16 años de edad– todo lo relacionado con la
ideología de la organización y con el manejo del armamento y los
explosivos. Aprendimos a disparar varias clases de armas, a
introducirle cianuro a las balas y a asesinar a una persona a sangre
fría. Además, nos enseñaron a hacer petardos y a introducir
explosivos en las pipetas de gas. Dicho entrenamiento duró cinco
meses, después de los cuales nos dieron la orden de andar por
determinados barrios de la Comuna 13, para estar pendientes de
quién entraba o salía de la zona. Inicialmente me armaron con un
revólver. Por las noches nos reuníamos para decirnos en qué sitio
nos tocaba vigilar al día siguiente. Habían pasado quince días de
llevar esa rutina, cuando se me acercó una de las personas que
estaban al mando de nosotros y me dijo que yo tenía que hacer el
primer ajusticiamiento para probar finura, de lo contrario no le servía
al grupo. La orden era matar a un joven trabajador que era amigo
mío desde niño porque vivíamos en la misma cuadra. Yo no quería
asesinarlo, no había ninguna razón para ello. Lo pensé mucho. Sin
embargo, debido a la presión psicológica impuesta, tuve que aceptar
la orden. Al día siguiente logré ubicarlo y le pedí que nos
encontráramos a una determinada hora en un sector del barrio
Veinte de Julio, para aclarar cierta situación. Como aquel joven me
conocía, no sospechaba para qué lo había citado y llegó puntual a la
cita. Yo acudí en compañía de otro muchacho, que llevaba más
tiempo de pertenecer a las milicias. Al momento de ver a mi amigo,
aquel joven con el que fui le hizo el primer disparo en el pecho.
Seguidamente yo le disparé otros dos más. Era impresionante lo
cruel que me estaba convirtiendo desde que había ingresado al
grupo armado. Posteriormente, me dirigí donde el comandante que
me había encomendado la misión, le conté que ya había asesinado
a mi amigo y él me felicitó.

El tiempo pasaba, y como se agudizaba el conflicto, me tocaba


participar en enfrentamientos contra la fuerza pública y ver morir
mucha gente. Esto fue así hasta el día 18 de octubre de 2002, dos
días después de realizada la Operación Orión, cuando luego de
haber permanecido escondido en la casa de mi mujer, que estaba
en embarazo, nos logramos ir de la zona. Mi mujer contrató un
vehículo para transportar nuestras pertenencias. Entonces yo me
introduje en un clóset que montaron al camión, para salir de la casa
escondido y evitar ser aprehendido por la Policía, que estaba por
toda la zona. Nos dirigimos hacia otro sector de la ciudad donde
unos familiares estaban dispuestos a recibirnos. Un primo me
aconsejaba mucho, me decía que cambiara, que me entregara a las
autoridades, y poco a poco me fue convenciendo. Después de tres
meses de estar en aquella casa, me dirigí a la oficina de reinserción
a la civilidad, ubicada en la Alpujarra. Allí iniciaron un proceso
conmigo. Me trasladaron a un batallón donde conviví durante
cuarenta días con los soldados, quienes me brindaron su amistad y
me decían que había hecho una buena elección al alejarme de la
guerra para volver a empezar una nueva vida sin las armas.
Después me trasladaron al centro de protección de menores La
Floresta, donde por ocho días me enseñaron a fabricar manillas y
collares. Posteriormente, me llevaron a Hogares Claret, lugar donde
se encontraban doce adolescentes más entre 10 y 17 años de edad,
que también habían pertenecido a la guerrilla o las autodefensas.
Nuestro objetivo era cambiar, y por eso evitábamos recordar nuestro
oscuro pasado; al contrario, compartíamos, estudiábamos,
jugábamos, y nos hicimos amigos en poco tiempo. Permanecí allí
algunos meses y luego me retiré porque mi familia estaba muy mal
económicamente, y mi mujer estaba a punto de dar a luz. Conseguí
trabajo como lavador de carros en un parqueadero, y con lo que
gano he podido ayudar a mi familia, trabajando honestamente. Mi
aspiración actual es sacar adelante a mi familia, y luchar para ser un
buen padre. El haber ingresado a un grupo armado fue una total
locura”.

Algunos niños, adolescentes y jóvenes reclutados por los grupos


alzados en armas fueron sacados de la ciudad y trasladados a otros
sectores del departamento de Antioquia donde los grupos armados
tenían una fuerte presencia. En esos lugares eran entrenados para
hacer parte de las guerrillas rurales. Una vez llevados allí, no había
marcha atrás, no se podían devolver porque ya eran considerados
parte de la subversión y debían obedecer las órdenes.
Carlos* quien era un joven que habitaba en el barrio Nuevos
Conquistadores en compañía de su familia, conformada por sus
padres, dos hermanos y una hermana, menores de edad. Él relata
cómo fue reclutado por el ELN, siendo aún adolescente:
“Para el mes de octubre de 2000 estábamos en una difícil situación
económica, ya que mi padre se encontraba sin trabajo. Como yo era
el hijo mayor de la familia, con dieciséis años de edad, salí en varias
ocasiones a tratar de conseguir trabajo, pero por ser menor de edad
no me recibían en ninguna parte. Una tarde estaba en casa, en
compañía de mi hermana, quien para entonces tenía 15 años de
edad, cuando llegaron dos hombres ofreciéndonos la oportunidad de
ganar dinero. Nos invitaron a incorporarnos al ELN y nos aseguraron
que nos pagarían por trabajar con ellos. Lograron convencernos con
sus promesas, y nos advirtieron que nos tocaba salir de la ciudad,
pero que no nos preocupáramos, pues en el mes de diciembre nos
dejarían volver a casa unas semanas a llevarle dinero a nuestra
familia. Al día siguiente, a las cuatro de la mañana, mi hermana y yo
salimos de casa y nos dirigimos al barrio Veinte de Julio, donde nos
recogieron en un bus. Éste nos trasladó a una zona rural del
municipio de Alejandría, donde nos entregaron al frente Bernardo
López Arroyave, del ELN. No nos podíamos devolver y teníamos
que aceptar sus exigencias. Uno de ellos nos dijo que nosotros ya
no nos mandábamos, que ellos eran ya nuestra familia. Luego nos
trasladaron hasta un campamento en zona boscosa, y durante los
primeros tres meses nos sometieron a un riguroso entrenamiento
físico y nos dieron instrucciones acerca del manejo de armas y
explosivos.

Después de los tres meses de entrenamiento, me separaron de mi


hermana y me llevaron para otro campamento que estaba integrado
en su mayoría por menores de edad: el más joven tenía 12 años. Al
igual que yo, todos ellos habían sido llevados allí mediante
promesas y engaños.

Pasaron algunos meses, y el 17 de junio de 2001 volví a


encontrarme con mi hermana. Me dirigí en compañía de ella y cinco
muchachos más hacia una pequeña casa de bahareque que se
encontraba abandonada cerca de un pequeño caserío.
Aproximadamente a las doce del día, mientras mi hermana hacía de
comer en un fogón de leña y nosotros descansábamos sobre unos
troncos de madera, arribó a la vivienda un grupo de paramilitares
que abrieron fuego contra nosotros. Mi hermana murió, al igual que
cuatro de los muchachos, porque no tuvieron tiempo de reaccionar.
Cuando fui a agarrar el fusil, que había dejado junto a mis pies,
recibí un disparo en mi brazo. Entonces salí corriendo, me tiré por
una barranca y logré escapar, al igual que uno de los jóvenes con
quien me encontraba.

Luego de este incidente, los comandantes me enviaron para


Medellín, donde estuve dos meses en recuperación de mi herida en
el brazo izquierdo. Ya recuperado, me mandaron a reforzar las
estructuras del ELN en la Comuna 13, donde habitaba. Participé en
la confrontación armada de la zona hasta el día 16 de octubre de
2002, pues al realizarse la Operación Orión por parte de la fuerza
pública, logré huir de la zona. Me dirigí hacia el barrio Santo
Domingo, donde milité un mes más, ya no con el ELN, sino con las
milicias de las FARC. Finalmente, un día convidé a dos muchachos
de confianza, que pertenecían como yo a las milicias de las FARC,
para que nos escapáramos de la organización. Éstos aceptaron y
entonces huimos hacia la casa de uno de ellos; allí permanecí por
15 días más, luego regresé a mi casa, con mi familia, y evité salir a
la calle por varios días. El 19 de diciembre alguien me denunció ante
la Policía, de manera que varios agentes fueron hasta mi casa, me
requisaron y me pidieron los documentos. Luego me llevaron a la
Sijín, donde permanecí varias horas en investigación, y
posteriormente, por tener 17 años de edad, me trasladaron para el
centro de reclusión de menores del barrio La Floresta, donde estuve
hasta el 31 de ese mismo mes. Luego me llevaron al centro Carlos
Lleras Restrepo, La Pola, en Medellín, de donde salí el 28 de marzo
de 2003.

Actualmente habito en la ciudad de Medellín con mi mujer y mi hijo,


y trabajo en el oficio de la construcción. Deseo de parte de Dios una
nueva oportunidad para salir adelante con mi familia, ya que por mis
errores perdí muchos valores, y además, a mi hermana, a quien
quería mucho”.

Recibiendo clases en época de conflicto

Algunos salones de clase fueron alcanzados por las balas, luego de


que los grupos armados sostuvieran combates a sangre y fuego en
los barrios de la Comuna 13.

“...no les era fácil concentrarse en las clases, mientras escuchaban,


entre fascinados y atemorizados, los silbidos de las balas, las
ráfagas de fusil o las explosiones”.20

Los educadores sirvieron de escuchas para los estudiantes en los


momentos más críticos, así como lo describe un artículo de El
Colombiano: “Los cantos y las palmas de los niños, acompañados
de sus profesoras que les dicen que el juego consiste en
permanecer en el piso, ahoga el ruido del combate que se produce a
pocos metros de la escuela especial, cerca de San Michel”.21 La
profesora María Carolina Giraldo, docente de la escuela San Vicente
Ferrer, recuerda: “En clase, con frecuencia, asignaba como tarea a
los niños dibujar sobre lo que ellos percibían en el barrio donde
habitaban, y ellos coincidían en representar ambientes de guerra,
personas tendidas en el piso o sujetos con armas. Me vi en la
obligación de infundirles valores acerca del derecho a la vida y el
respeto por los demás”. Esta situación coincide con la afirmación de
otro artículo periodístico, según el cual, “... en estas circunstancias,
el conflicto se vuelve una memoria, casi el referente de los niños,
que en lugar de pintar sueños y personajes de fantasía, dibujan
cementerios, cruces y paisajes de guerra”.22
20. Botero, Natalia. “Ciudad tomada”, En: Revista Semana, agosto 12 de 2002, p. 50.

21. Restrepo, Carlos Olimpo. “Entre Mariela Ibargüen y Luis Pérez, la muerte y el miedo”.
En: El Colombiano, sección Paz y Derechos Humanos, Medellín, 31 de mayo de 2002.

En algunas escuelas, eventualmente las clases terminaban algunas


horas antes de lo habitual, con el fin de que estudiantes y profesores
pudieran trasladarse temprano a sus hogares. En otras ocasiones,
ellos mismos se vieron atrapados dentro de las instalaciones por
varias horas, adicionales al horario de salida, debido a los cruentos
combates.

Dice María del Carmen, quien en el año 2002 enseñaba en el grado


quinto de primaria en la Institución Educativa Benedikta Zur-Nieden,
sede San Javier: “Era todo un vía crucis trasladarse a la escuela a
dar clase, pues muchas veces estaban en pleno enfrentamiento en
la zona y sólo se escuchaba el sonido de los disparos. Recuerdo un
día que al bajarme del bus cerca de la escuela, se me hizo raro ver
que las calles se encontraban solas y en un total silencio. Al
atravesar, hallé dos cadáveres tendidos en la acera de la escuela, y
allí permanecieron la mayor parte del día.

Cuando los niños llegaban atemorizados a recibir clase, yo trataba


de calmarlos, diciéndoles que no se preocuparan, que nada malo
iba a suceder, que todo estaría bien. Trataba de que ellos se
olvidaran de las escenas de violencia que presenciaban en sus
barrios, pero por lo general no lográbamos concentrarnos bien en la
clase, pues los niños se mantenían comentando entre ellos las
experiencias que habían vivido, como el hecho de encontrar uno o
varios cadáveres tendidos en el suelo, o sucesos de los que había
sido víctima algún familiar o conocido. Cuando se escuchaba el
estruendo de los disparos, yo guiaba a los niños hacia los rincones
del aula, donde nos tendíamos mientras todo pasaba. Pero en
varias ocasiones noté que algunos de ellos tomaban objetos, como
reglas o lápices, y se ponían a jugar a los pistoleros, imitando lo que
sucedía en los alrededores de la escuela.

22. Ospina Zapata, Gustavo. “Viudas y huérfanos cargan las secuelas del conflicto urbano”,
En: El Colombiano, Sección Series, Medellín, mayo 3 de 2002.
Los padres de los niños, que no podían salir de sus casas por temor
a las balas, llamaban al centro educativo pidiendo que por favor no
dejáramos ir a los niños solos, que ellos los recogerían en cuanto
pudieran.

Luego del conflicto, tanto estudiantes como profesores recibimos


orientación psicológica por parte de la Secretaría de Educación. No
me sentía en capacidad de ayudar a sanar los traumas mentales
que había dejado el conflicto en los niños, pues yo misma había
quedado muy afectada psicológicamente.”

Por su parte, Jenny, quien era estudiante de la escuela El Refugio


del Niño, afirma: “La violencia me afectó mucho. Recuerdo que
muchas veces me dirigía a la escuela y encontraba en el camino a
personas encapuchadas y con armas. Cuando se presentaban
fuertes balaceras, me veía en la obligación de refugiarme en
cualquier casa que tuviera la puerta abierta. En varias ocasiones no
fui a la escuela por temor a las balas. La situación era muy peligrosa
dentro de la misma escuela, porque en varias ocasiones las balas
llegaron a pegar en las aulas de clase. Un día me encontraba en el
patio de descanso en compañía de una amiguita, cuando de repente
una bala pegó cerca de nosotras y alcanzamos a oír un zumbido
cuando pasó.

En clase, la maestra trataba de darnos ánimo, diciéndonos que no


nos preocupáramos, que Dios nos protegía, que nos acostáramos
en el suelo y que no alzáramos la cabeza; que si al otro día seguían
escuchándose los disparos no fuéramos a clase para que no nos
fuera a pasar nada.

No había refugio seguro, ni siquiera en casa, pues un día una bala


traspasó las paredes de mi casa e hirió a mi madre en la pierna
derecha, y a mi hermanita Jennifer, de cuatro años de edad, en la
cabeza. Ella milagrosamente no murió. Meses más tarde, en el
barrio Las Independencias, fue asesinado mi hermano Jhon Edward,
de 14 años de edad.”

Otro niño, estudiante de octavo grado en la Institución Educativa Las


Independencias, cuenta: “Un día, jugaba en la calle cuando empezó
una balacera. Salí corriendo para una casa y no me abrieron la
puerta, entonces me entré para un sótano que estaba debajo de otra
vivienda. Allí había un señor, tenía un arma y no me dejaba salir
porque nos disparaban, entonces me tocó quedarme allí más de
cinco horas”.23

Irrumpiendo en las aulas de clase

Ni aun dentro de los centros educativos se escaparon los


estudiantes de ser víctimas del accionar de los grupos en conflicto.
Un ejemplo de ello ocurrió cuando un escuadrón de hombres
armados entró al colegio Creadores del Futuro, del barrio El
Corazón, y en pleno salón de clase, delante de los estudiantes,
sacaron a tres menores del grado noveno. Minutos más tarde
soltaron a uno de ellos y a los otros dos los asesinaron, luego de
someterlos a tortura.

Camilo*, uno de los estudiantes de dicha institución, relata lo


sucedido: “Llegué junto con mi familia a la ciudad de Medellín el mes
de enero del año 2002, proveniente de una vereda del municipio de
San Carlos. Nos instalamos en el barrio El Corazón, de la Comuna
13, con el objetivo de que mis padres buscaran nuevas
oportunidades de empleo, y para que mi hermano y yo tuviéramos
más facilidad de continuar nuestros estudios secundarios.
Rápidamente comenzamos a notar cómo aquellas ilusiones de salir
adelante se iban opacando por los constantes brotes de violencia en
el sector. Tanto así que me tocó experimentar en carne propia el
escarnio de los violentos.

23. Documento: “Efectos de la guerra en niños, niñas y jóvenes”. Psicóloga Ángela


Quintero López, docente de la Institución Educativa Las Independencias, 2002.

Era el 10 de abril de 2002; para ese entonces tenía 15 años de edad


y me encontraba cursando el grado noveno en el colegio Creadores
del Futuro del barrio El Corazón. Mis compañeros y yo habíamos
acabado de ingresar al salón de clase, a las seis de la mañana, y
estábamos esperando a que llegara la maestra encargada de dar la
clase de tecnología. Cuando ella llegó, no percibió que detrás
venían tres personas portando armas, quienes habían obligado al
portero del colegio a que les abriera la reja. Se dirigieron al salón de
clase donde yo estaba; uno de los hombres se quedó en la puerta y
los otros dos entraron. Uno de ellos dijo en voz alta: ‘el que se
mueva, ya sabe lo que le pasa. Todos los hombres de pie’. Pero
ninguno de los estudiantes se paró, porque estábamos
aterrorizados. Al ver que nadie se ponía de pie, empezaron a buscar
entre los estudiantes. Uno de ellos, al verme, me dijo que saliera del
aula, y posteriormente sacaron a otros dos compañeros de clase, de
16 y 17 años de edad. Fuera del salón de clase empezaron a
esculcarnos por todas partes. Nos apuntaron con sus armas y nos
obligaron a seguirlos. Cuando íbamos pasando por la portería del
colegio, mi tío, que en ese entonces era el portero, se encontraba
allí. Le dije: ‘Tío, ¿qué será lo que pasa conmigo?’. Él trató de
acercarse, pero uno de ellos le apuntó con un arma y le dijo que se
quedara quieto. Él se sintió impotente al no poder hacer nada por
nosotros. A la entrada del colegio había un hombre, también
armado, prestándoles seguridad. Había otro a una distancia de
media cuadra, frente a la iglesia, y más adelante otros dos hombres.
Uno de ellos le preguntó a otro que si nosotros éramos los ‘sapos’.
Él le respondió que sí. Entonces seguimos caminando vigilados por
seis hombres, todos armados. Yo me encontraba muy atemorizado,
no se imaginan cuánto. Iba rezando todo lo que me sabía. Le
pregunté a uno de esos hombres qué pasaba conmigo, y le dije que
yo era nuevo en el barrio. Aunque yo insistí en mi pregunta, él no
me quiso responder nada. Sin embargo, al ver mi insistencia, le
preguntó cuál era mi nombre a uno de los otros dos estudiantes que
venían conmigo. Cuando él le contestó que yo me llamaba Camilo
Zapata*, aquel hombre, sorprendido, puso la mano en su cabeza y
dijo a los otros sujetos: ‘¡Ay! parceros, nos trajimos al que no era’, y
me pidió los documentos de identificación. Saqué mi tarjeta de
identidad y se la mostré. Me pidió que se la leyera, y le respondí que
decía mi nombre. Entonces me jaló de la mano y me llevó hasta un
plan donde queda la terminal de buses. Allí se encontraban
aproximadamente otras veinte personas fuertemente armadas. Ese
hombre fue a mostrarle mi tarjeta de identidad a uno de los sujetos
que estaban allí. Mientras tanto, a mis dos compañeros de clase se
los llevaron a un estrecho callejón cerca de ahí.

Después de algunos minutos, se me acercó la persona que ahora


tenía mi tarjeta de identidad y me la entregó, diciéndome: ‘Váyase,
no ha visto nada’. Temí que al dar algunos pasos me asesinara por
la espalda, pero al ver que en verdad me iban a dejar ir, salí
corriendo de aquel lugar, bajé por donde minutos antes había
pasado y me dirigí hacia el colegio. Al llegar allí, se desató en la
zona una fuerte balacera. Mi tío abrió la reja de inmediato para que
yo entrara y se me abalanzó para abrazarme, luego fue y avisó a los
profesores que me encontraba bien. Me dirigí al salón de clase y, al
verme, mis compañeros se me abalanzaron alegres de que
estuviera bien. Me abrazaban y me preguntaban qué había
sucedido. Luego llegaron tres profesores y me pidieron que los
acompañara a la sala de reuniones. Allí todos teníamos los nervios
de punta. Me sirvieron una aromática y me preguntaron dónde se
encontraban los otros dos estudiantes. Mientras les contaba lo
sucedido, entraron a la sala algunos estudiantes que eran familiares
y amigos de los dos compañeros que aún estaban retenidos. Debido
a los disparos que se habían escuchado, suponían que ya los
habían asesinado. Estaban llorando, y la hermana de uno de ellos
se desmayó.

Después llegaron mi mamá, mi hermano y la madre de uno de los


otros dos estudiantes, quien, al darse cuenta de lo sucedido,
también se desmayó. Mi madre, llorando, le preguntó a uno de los
profesores si me podía llevar para la casa. Él le respondió que no,
que esperara un momento más, porque de pronto esos tipos todavía
se encontraban cerca de allí. Esperamos algunas horas dentro del
colegio, y cuando eran ya las diez y treinta de la mañana, los
profesores empezaron a llamar a las casas de los estudiantes para
que sus acudientes fueran por ellos. Salí rumbo a casa en compañía
de mi madre y mi hermano.

Me di cuenta de que ese día, a las once y treinta de la mañana,


llamó al colegio un hombre diciendo que iban a dejar libre a uno de
los estudiantes; requerían que su madre fuera a la terminal de buses
en compañía de una profesora. De inmediato, la madre se dirigió al
lugar indicado, junto con la psicóloga del colegio; esperaron allí
algunas horas y nunca llegaron con él”.

Pasados dos días, fueron hallados en el sector de Cuatro Esquinas,


del barrio Nuevos Conquistadores, y en el barrio Veinte de Julio, los
cuerpos sin vida de los dos estudiantes, quienes presentaban
señales de tortura física. Al día siguiente de ser hallados, se llevó a
cabo el sepelio.

***

Un alumno del grado noveno de la Institución Educativa Las


Independencias comenta: “Me di cuenta de que las armas hacen
daño, dañan ilusiones. No le deseo a nadie vivir la guerra que
vivimos, porque sé que verán la muerte en cada esquina. Donde a
los grupos armados no les importa lo que piensa una comunidad,
donde sientes que la vida es prestada solamente por un rato”.24

Luz Nasly García, quien era educadora de la Institución Educativa


Eduardo Santos, relata su experiencia de enseñar en medio del
conflicto: “Básicamente, como maestra, mi trabajo estaba enfocado
en la misión de ser un apoyo para los estudiantes en el aula de
clase, brindándoles afectividad, comprendiéndolos cuando querían
llorar o estaban atemorizados. Los abrazaba y les daba ánimo.
Enfocaba las actividades de clases de tal forma que los alumnos
pudieran expresarse y hacer catarsis de los temores, con el fin de
que ellos se sintieran tranquilos en el salón de clase, haciéndoles
sentir mucho cariño y confianza.

Cuando nos encontrábamos en el aula y se desataba una balacera


en el sector, nos sentábamos en el piso y empezábamos a
conversar o a contar cuentos. Algunas veces hacía una terapia de
relajación, pero era difícil porque a cada instante se escuchaban
disparos. Además de esto debía superar mis propios temores, pues
tenía en cuenta que, dependiendo de mi actitud serena, los
estudiantes podrían sentirse tranquilos. Me entristecía saber que,
para protegerse de las balas, los alumnos tenían que dormir debajo
de las camas, que algún compañero de clase no había vuelto al
colegio porque le habían quemado la vivienda, o que otro se había
tenido que quedar solo en casa porque su madre se había ido a
trabajar. Muchos alumnos faltaban a clase por temor a ser
alcanzados por las balas o porque los habían amenazado. Era una
situación muy crítica. Además, la falta de alimentos en sus viviendas
era muy notoria. Un día, una niña se me acercó y me dijo que,
cuando su padre se dirigía a casa con el mercado de la semana, se
lo habían robado, y por eso no tenían nada para comer, que estaban
aguantando mucha hambre. Otro niño me contó que a su padre lo
habían despedido de su empleo porque una vez no pudo asistir a su
lugar de trabajo debido a las balaceras. Todo esto hacía parte de las
experiencias que los estudiantes me contaban constantemente.
Compartía de lo que traía de comer con algunos de ellos. Me dolía
en lo más profundo de mi ser el hecho de sentirme impotente, de no
poder hacer nada por ayudarlos. En muchas ocasiones, cuando
venían donde mí para que yo los consolara, no resistía y me ponía a
llorar con ellos. A pesar de lo difícil que fue afrontar el reto de
enseñarles lo que debían aprender, y al mismo tiempo ser su apoyo
en las circunstancias más difíciles, fue una experiencia de la cual
aprendí mucho junto con aquellas personas a las cuales quiero, mis
alumnos”.

24. Documento: “Efectos de la guerra en niños, niñas y jóvenes”. Psicóloga Ángela


Quintero López, docente de la Institución Educativa

Un alumno de grado noveno de la Institución Educativa Las


Independencias recuerda: “Los días y las noches eran una misma
jornada siempre, nos despertábamos, no con el trinar de los pájaros,
sino con el silbar de las balas que sentíamos en todas las
direcciones. Al terminar un día, también la guerra habría terminado
con muchas vidas inocentes”.25
La profesora Sonia María Bedoya, quien trabajaba en el colegio
Creadores del Futuro, cuenta lo que significó para ella enseñar en
estas condiciones:

25. Documento: “Efectos de la guerra en niños, niñas y jóvenes”. Psicóloga Ángela


Quintero López, docente de la Institución Educativa

“Llegué a la institución en marzo de 2002, para enseñar a 42


estudiantes del grado cuarto de primaria. Era mi primera experiencia
laboral, pues hacía poco había terminado mis estudios
universitarios. El primer día, al llegar al salón de clase y saludar a
los estudiantes, me impactó mucho el hecho de que ellos hubiesen
ignorado mi saludo, como si nadie hubiera llegado. Además de esto,
tres estudiantes se quitaron las camisetas y se cubrieron la cara con
ellas, pusieron los pies sobre el pupitre y ejercieron gran presión
sobre los demás estudiantes. Realicé un diagnóstico del grupo e
intenté hacer dinámicas con los alumnos para conocer sus nombres,
pero muchos se resistían y mostraban una actitud antipática. Con el
pasar de los días me sorprendí mucho al descubrir, en mi salón de
clase, niños con navajas o fumando cigarrillo. Era un ambiente muy
pesado. Yo estaba muy desanimada esa semana, y pasó por mi
mente la idea de renunciar a trabajar en ese sector de la ciudad.
Pero a la vez me di cuenta de que era un reto que debía afrontar, y
aunque me dio dificultad emocional adaptarme a esa situación,
empecé por investigar acerca de la vida de los tres estudiantes que
presentaban mayores problemas de comportamiento y de
interiorización de las normas. Encontré que, en el caso de uno de
ellos, su familia había sido desplazada por la violencia. Me preocupó
mucho la situación y logré que sus padres se comprometieran a
vincularse con un proceso de sensibilización y asimilación de
valores en los estudiantes. Así logramos que disminuyera su nivel
de agresividad y que aumentara el interés por el estudio.

En general, me interesé por analizar los problemas de los


estudiantes de mi grupo, porque varios de ellos eran muy agresivos,
presentaban síntomas de hiperactividad y les era difícil concentrarse
en el estudio; pero el problema radicaba en sus hogares, pues en
algunos había violencia intrafamiliar y abusos sexuales. En otros
casos, además de estudiar, a los alumnos les tocaba trabajar en
cualquier oficio que les resultara. Otra causa del problema eran las
pérdidas de seres queridos en la crisis de violencia que se había
desatado en el sector. Una vez se me acercó un joven diciéndome
que posiblemente no volvería más al colegio porque se iba a meter
a un grupo armado, que tenía una opción de ganar dinero sin tener
que estudiar. Le dije: ‘No se vaya, quédese aquí, que ése es el
camino corto’. En seguida dibujé en el tablero dos caminos. En uno
escribí EL CAMINO DE LA LARGA VIDA, y en el otro EL CAMINO
DE LA VIDA CORTA. Le dije: ‘Usted aquí tiene estas dos opciones,
usted elige. Si quiere vivir mucho tiempo, luchar por sus metas y
vivir tranquilo en la vida, se puede quedar aquí en el colegio. Pero si
usted quiere elegir el camino corto, usted es el que decide. Si elige
el camino corto no tiene que estar aquí, pero su vida se puede ir en
un suspiro’. El tiempo fue pasando y aquel joven optó por seguir en
el colegio. Sin embargo, me llenaba de tristeza saber que otros
estudiantes se habían retirado de la institución por meterse en algún
grupo armado.

Actualmente, para la gran mayoría de estudiantes el colegio se ha


convertido en su segundo hogar, donde muchas veces se quedan
después de clase, incluso jugando en las instalaciones.

Mi mensaje para los maestros que se encuentran en una situación


similar a la que yo afronté es que nunca renuncien a ese reto de
tratar de ayudar a estos niños y jóvenes. Ellos necesitan que
nosotros los guiemos por el verdadero camino que deben elegir en
la vida, pues están en la etapa de experimentar nuevas cosas y es
cuando nosotros los podemos orientar por el camino del bien”.
Juventud vulnerada
Manuel López es psicólogo, egresado de la Universidad de
Antioquia. En el ámbito de la psicología social ha trabajado en
procesos juveniles de prevención en fármaco-dependencia y en
psicología clínica; también ha sido docente de promoción juvenil en
la Escuela de Animación Juvenil y en la Asociación Cristiana de
Jóvenes (ACJ), en el barrio San Javier de la comuna. López explica
un poco acerca de la discriminación por ser joven en un sector como
la Comuna 13 de Medellín, en época de conflicto armado:

“El conflicto sociopolítico lo vivieron las personas de todas las


edades, pero el caso de los jóvenes me parece muy particular,
porque ellos viven un señalamiento que durante esa época se
recrudeció. Existe una ambivalencia cultural, según la cual el joven
es muy valioso, y decimos de él o ella que es el futuro, que tiene
todas las posibilidades de salir adelante. Pero otras veces decimos
que el joven es peligroso, que no hace nada y está perdido. Unas
veces es el futuro, otras veces es el vago. Siempre la sociedad le
está señalando esos lugares. En la mayoría de veces, durante este
conflicto el joven era visto como peligroso, porque constituía el
grueso de los grupos armados, era el que más estaba involucrado”.

En la Comuna 13, muchos jóvenes ingresaron a los grupos


armados, algunos convencidos mediante promesas de obtener
dinero, otros obligados, y otros para tener la posibilidad de portar un
arma y sentirse con “poder”, para ser preferidos por las chicas del
barrio y también para protegerse de otras facciones armadas que
pretendían hacerles daño. “Los jóvenes de esos barrios han caído
una y otra vez en el espejismo de creer que los grupos armados
ilegales les dan algún protagonismo y bienestar”.26

En esta zona, algunas jóvenes fueron violadas por integrantes de


los grupos armados, u obligadas a convivir con ellos. Johana, una
habitante del sector, recuerda: “Por mi barrio hubo un miliciano que
se enamoró de una pelada, y ella no le paraba bolas. Entonces él
una vez, todo borracho, para desquitarse, la violó y le pegó un tiro
en una pierna”.27

Patricia, quien se desempañaba como jefa de enfermeras de la


Unidad Intermedia de San Javier, relata:

“Recuerdo que una vez se me presentó una chica, muy bonita ella y
muy joven. Quería saber cómo hacía una mujer para detectar si
estaba embarazada, con la consabida disculpa de que no lo estaba
averiguando para ella sino para una amiga. Terminó por confesarme
que dos días atrás un paraco le había hecho el sexo a la fuerza. ‘¿Y
usted por qué se dejó?’, le pregunté yo. ‘¡Y cómo no me dejo si me
puso un revólver en la cabeza!’, me contestó”.28
26. Revista Semana. “Miedo en la comuna 13”. Edición No. 1.150, mayo 16 de 2004.
27. Johana, en: Comuna 13: Crónica de una guerra urbana. 2da. edición. Ricardo Aricapa.
Universidad de Antioquia, Medellín, 2005, p. 124.

28. Patricia, Jefa de enfermeras de la Unidad Intermedia de San Javier. En: Comuna 13:
Crónica de una Guerra Urbana, 2da. edición. Ricardo Aricapa, Universidad de Antioquia,
Medellín, 2005, p. 191.

Atravesando senderos peligrosos

Cuando la situación se ponía tensa en la zona a causa de las


balaceras, muchos jóvenes evitaban salir de sus hogares,
incumpliendo con sus compromisos académicos y laborales para no
poner en peligro sus vidas. Los que se arriesgaban a salir, en
algunas ocasiones debían atenerse a las consecuencias de tal
osadía.

Bertha Inés Gómez, quien era residente en el barrio Veinte de Julio,


y estudiante de psicología, relata la dramática situación que tuvo
que vivir el 7 de agosto del año 2002, a eso de las cuatro de la
tarde, en su barrio:

“Ese día, cuando regresaba del centro de la ciudad en un taxi,


después de que éste giró cerca de la urbanización Nueva Andalucía
hacia el barrio Veinte de Julio, se desató una fuerte balacera, y una
bala impactó en la cabeza del conductor, lo que le produjo la muerte
instantánea. Sin embargo, su pie quedó presionando el acelerador.
El carro siguió rápido hacia el final de la vía, donde se encontraba
un arrume de arena. Pasó por encima de la arena y cayó en la
cañada. Allí quedé sin recibir auxilio durante unos 45 minutos. Nadie
se atrevía a socorrerme. Luego, los habitantes del sector me
ayudaron a salir del carro, que había quedado muy averiado y cuyas
puertas no abrían. Lo tuvieron que ladear para poderme sacar de
allí. De inmediato me llevaron a la Unidad Intermedia de San Javier,
donde recibí los primeros auxilios. De ahí fui trasladada al Hospital
General, donde me diagnosticaron rotura del tendón del cuádriceps
derecho, fractura del primer metacarpo izquierdo, lesión del ala
nasal derecha, y fractura cerrada de fémur izquierdo. A los diez días
fui dada de alta, pero permanecí seis meses incapacitada y catorce
meses en tratamiento. De lo que sucedió, puedo decir que fue un
accidente del que nadie está exento en medio de la guerra”.
Muchos jóvenes se atrevían a transitar las calles aun en medio de
las prolongadas balaceras que se desataban a diario; y a pesar de
lo crudo del conflicto, no detuvieron sus estudios, las jornadas
laborales, ni los sueños de realizar sus metas.

William, habitante del barrio Nuevos Conquistadores, quien se


encontraba terminando su carrera de Ingeniería de Sistemas en la
Universidad de Antioquia, relata los difíciles momentos vividos por él
en el barrio, cuando procedía a desplazarse hacia la universidad:
“Cuando se recrudeció el conflicto en el año 2002, fue un poco difícil
para mí porque tenía que trabajar más. Para ello me hice artesano,
vendía artesanías de casa en casa y de pueblo en pueblo los fines
de semana, tratando de conseguir con qué pagar los gastos de la
universidad y no ser una carga más para mi mamá, que ya cansada
de trabajar en las casas de familia, había tratado de conseguir con
qué poner una pequeña tienda aquí, en el barrio.

Cuando iba a estudiar y de repente se presentaba una balacera,


tenía que ocultarme detrás de los morros para no ser alcanzado y
herido; entonces tomaba diferentes caminos: si las balas sonaban
por el lado este, me iba por el oeste, creo que desde ese entonces
me fui acostumbrando un poco a la violencia. Nuestro barrio es una
trinchera ecológica, las montañas nos protegían. En cierta forma es
irónico, porque eran precisamente esas trincheras las que no
dejaban que se pudiera agarrar a los maleantes. Muchas veces traté
de esquivar las balaceras, tomando caminos diferentes cada día;
preguntaba a los señores de las azoteas de qué lado se estaban
presentando las balaceras, para saber por dónde me iba. Me hacían
señales o me decían: ‘vete por tal lado, que por ahí está muy
peligroso’; ‘devuélvase’, o ‘a esta hora no se puede’. Incluso, hubo
días en los que no pude ir a la universidad. Muchas veces todas las
precauciones tomadas no eran suficientes. Uno se veía en medio de
las balas, veía cómo herían al que estaba al lado o sentía cómo
impactaban los disparos en los muros, en los postes o en las ramas
de los árboles. Si te tirabas al suelo, también te podían alcanzar los
disparos, entonces no se podía parar, había que seguir y esperar el
proyectil; cerrar los ojos, creer mucho en Dios y pensar que ‘si me
tiene para algo aquí no voy a morir, éste no es el día, no puede ser
hoy’. Cada que subía a mi casa por la noche, pensaba que alguien
me apuntaba con un arma, era tensionante, hasta que no entraba no
estaba algo tranquilo, porque aun allí me tocaba organizar mi cama
de tal forma que las balas no me tocaran. Pensando que si la ponía
detrás de las paredes, las balas no podrían tocarme nunca. Además,
como mi casa estaba rodeada por otras cuatro casas, pensaba que
tendrían que matar a muchos primero, antes de matarme a mí. Es
un poco vergonzoso decir que cuando veía que mataban a alguien,
me alegraba, pero no porque lo mataran, sino porque no era yo. Me
da vergüenza reconocerlo, pero es cierto, ‘lo mataron ¡qué pesar!,
pero no fui yo: ¡Qué bueno!’. También pensaba que mañana sería
otro día, y de pronto me tocaba a mí. Pensaba que estaba en la
mira, en el ojo del asesino, y esperaba a que en cualquier momento
me dieran un balazo’’.

Algunos jóvenes de la zona que estudiaban criminalística, o que


habían manifestado su deseo de prestar servicio militar, fueron
amenazados por integrantes de los grupos armados para que
desistieran de sus propósitos. Como lo describe Junior, un residente
del barrio Veinte de Julio: “A los 15 años empecé a jugar fútbol con
las inferiores del Atlético Nacional y me retiré porque sufría de
asma. Quiero hacer cosas buenas por mi familia, sacarlos adelante.
Pero se me truncó la vida por muchos motivos y circunstancias que
ahora voy a describir. Terminé el bachillerato y obtuve un patrocinio
para estudiar investigación judicial. Empecé a hacerlo al mismo
tiempo que la problemática de la comuna empeoraba. Un día me
encontraba con unos amigos en el barrio, cuando me llamaron unos
tipos de un grupo armado y me dijeron que ellos sabían lo que yo
estudiaba, me dieron un ultimátum de dejar mi carrera por las
buenas o por las malas, o que mi familia iba a pagar las
consecuencias; ellos eran muchos y tenían las de ganar, así que
tuve que irme, y aceptar, porque es más importante mi familia que lo
que estaba estudiando. En esos momentos mi carrera era muy
importante para mí, pero no me dieron otra alternativa. Me pregunto
quién les habría informado sobre lo que yo estudiaba, si
supuestamente los únicos que sabían eran los miembros de mi
familia. Ni siquiera mis amigos sabían qué estaba estudiando, pero
como sea, de un momento a otro ellos se dieron cuenta y ahí acabó
mi carrera”.

Para los jóvenes que se esmeraban por salir adelante, y que con
empeño y dedicación intentaban abrirse paso mediante algún arte,
como la música, sus ilusiones se veían truncadas debido a que
carecían de los recursos económicos para costear sus gastos. Pero
ése no era el único obstáculo que se encontraban a su paso: eran
amenazados por integrantes de los grupos armados, quienes les
prohibían reunirse en grupo cuando querían ensayar, porque
consideraban que estaban conformando una pandilla, y de esta
forma extinguían el anhelo y los logros alcanzados por dichos
jóvenes.

Dice Mauricio*: “Llegué a Medellín en compañía de mi familia en


1993. Soy natural del departamento del Chocó. Inicialmente nos
instalamos a vivir en el barrio Andalucía, La Francia, pero desde el
año 1995 nos trasladamos al sector La Independencia II de la
Comuna 13.

A finales de 1997, en el colegio se celebró un acto cultural en el que


a mí y a unos amigos nos tocó cantar y bailar. Nos gustó mucho y
nos pusimos de acuerdo en conformar un grupo de música rap, que
pusimos por nombre The Flow Latino. Comenzamos a componer y a
cantar temas sociales, acerca de la No Violencia y de las
problemáticas sociales que vivimos en estos barrios. El grupo
contaba con diecisiete integrantes, promotores de cultura. Pero, por
nuestra forma de vestir, fuimos sindicados por muchas personas de
ser drogadictos.

* Nombre cambiado para proteger su identidad.

A finales de 1999 llegaron unos hombres encapuchados a los


lugares de residencia de cada uno de nosotros. Nos obligaron a
desplazarnos hasta la cancha del barrio y amenazaron con
asesinarnos, según ellos porque éramos una pandilla. Estábamos
muy asustados y les dijimos que sólo cantábamos y bailábamos,
que por qué nos iban a matar. Ellos dijeron que nos iban a dar una
oportunidad, pero que teníamos que dejar de reunirnos en grupo.
Sin embargo, continuamos ensayando a escondidas.

En el año 2001 paramos durante unos meses los ensayos por tanta
violencia que se estaba presentando en el barrio. Algunas personas
que nos querían ayudar y que venían de otros barrios eran tratadas
de informantes, y corrían peligro. A pesar de todos los
inconvenientes, tuvimos presentaciones en la ciudad de Bogotá, en
el municipio de Sonsón, y aquí en Medellín, en el Teatro
Metropolitano, en el Centro Administrativo La Alpujarra, en el Palacio
de Exposiciones y en algunos barrios de la ciudad.

En el año 2002, algunos de los jóvenes que conformaban el grupo


musical se sentían perseguidos por parte de los grupos armados y
optaron por salirse. Así, el grupo quedó sólo con cuatro integrantes:
decidimos que debíamos promocionar nuestras canciones. Mi
madre hizo un préstamo y con ese dinero compramos un
computador, que lastimosamente empezó a fallar. Se lo llevamos a
alguien para que lo reparara, pero esa persona se fue del barrio con
el computador, y no dejó rastro de su paradero.
Por el momento, aunque tenemos grabadas más de quince
canciones, algunas de ellas en género Reggaeton y Hip Hop, nos
hemos visto en la obligación de suspender un poco nuestra labor,
por falta de recursos económicos y patrocinio. Lastimosamente, a
nosotros no nos apoya ninguna entidad pública ni privada, y ninguno
de nosotros trabaja”.

Cuando las balas trascienden los límites de la Comuna 13

Algunos jóvenes de las comunas 7 y 12 también murieron en sus


hogares o en centros educativos, luego de que fueran alcanzados
por las balas que habían avanzado grandes distancias desde la
Comuna 13 donde se desplegaban los combates entre las distintas
facciones armadas, “...como ocurrió el viernes 16 de agosto cuando
un tiro de fusil mató al estudiante de Ingeniería Civil, Óscar Darío
Tamayo Lorza”.29

Laura Cecilia Betancur era una joven de 20 años de edad, residente


en el barrio Santa Mónica de la Comuna 12 y estudiante de sexto
semestre de Contaduría Pública en la Universidad de Antioquia. El
día 14 de octubre de 2002, se desató un enfrentamiento armado en
el barrio Belencito. Aproximadamente a las nueve de la mañana se
encontraba Laura en su habitación, en compañía de su amiga
Natalia, con quien se había reunido con el propósito de estudiar
para un examen parcial. Ese día el destino se ensañaría contra ella,
cuando por una pequeña ventana que tiene la habitación ingresó un
proyectil de fusil, que la impactó en el pecho, produciéndole muerte
instantánea. Natalia, al ver a su amiga tendida en el piso, muy
aterrada salió a pedir ayuda, pero era tarde. Laura había muerto.

29. Yarce, Elizabeth. “Las calles bajo fuego”, En: El Colombiano, Sección Paz y Derechos
Humanos, agosto 25 de 2002.

De acuerdo con un artículo del diario El Colombiano, “Según


estudios del laboratorio de balística de la Policía Metropolitana, no
es tan inverosímil que una bala de las que se disparan en los barrios
de los combates –esos que mucha gente imagina lejísimos de los
suyos– atraviese kilómetros. Están empleando ametralladoras como
la M-60, cuyo alcance efectivo máximo es de 3.600 metros (más de
3 km), y fusiles AK-47, cuyo alcance efectivo máximo es de 1.600
metros (1 km y medio), explica uno de los expertos. Estas distancias
pueden variar dependiendo de las corrientes de aire, del clima y del
sitio desde donde se dispara”.30

Miguel Alejandro Quiroga Bustamante era un joven que a sus 18


años de edad cursaba el cuarto semestre de Ingeniería de Sistemas
en la Universidad EAFIT, de Medellín, y residía en el barrio Cristóbal
de la Comuna 12.

Miguel Alejandro siempre se caracterizó por ser dedicado al estudio


y al deporte; en la universidad siempre se destacaba por su buena
conducta y sus buenas notas, además de ser muy amigable. Cuenta
su madre, Nancy Bustamante:

“La última vez que vi a mi hijo con vida fue el día 14 de octubre del
año 2002. Eran aproximadamente las nueve y treinta de la mañana.
Miguel estaba en mi habitación comiéndose un cereal y viendo
televisión, antes de ponerse a estudiar para un parcial que tenía en
esos días. Abrí la ventana de la habitación para que entrara luz. Él
se sonrió. Era la misma ventana por la que unos minutos más tarde
entraría la bala perdida que acabaría con su vida. Salí a hacer una
diligencia y dejé a Miguel Alejandro en el apartamento con mi otro
hijo Pablo Andrés, que en ese momento dormía en su habitación”.

30. Yarce, Elizabeth. “Las calles bajo fuego”, En: El Colombiano, Sección Paz y Derechos
Humanos, agosto 25 de 2002.

Miguel se asomó un instante a la ventana y un proyectil de fusil


impactó en su pecho. Este proyectil había recorrido una gran
distancia. Según técnicos del CTI, (Cuerpo Técnico de
Investigación) de la Fiscalía, la bala estaba en el final de su
recorrido porque había perdido fuerza y hacía un movimiento de
parábola, por lo que la fuerza de la gravedad al final la haría caer.
Fue en ese instante cuando Miguel se encontraba en una de las
ventanas del apartamento, en el trayecto del proyectil. El joven
herido cayó al piso, de donde empezó a pedir auxilio a su hermano
Pablo.

Cuenta Pablo Andrés, hermano menor de Miguel Alejandro: “Me


encontraba durmiendo en mi habitación. De repente, sentí los gritos
de mi hermano pidiendo auxilio. No me imaginaba que hubiera sido
alcanzado por una bala, ya que los enfrentamientos se presentaban
a gran distancia de allí. Para mí, era imposible que un proyectil
avanzara tan lejos y alcanzara a impactar a mi hermano. Sin
embargo, me levanté de inmediato y salí a ver qué sucedía. Llegué
a la habitación donde se encontraba mi hermano en un estado muy
crítico. Lo vi tendido en el piso y con un charco de sangre a su
alrededor. Desesperado, salí del apartamento gritando y pidiendo
auxilio. Regresé rápidamente al apartamento y traté de levantar a mi
hermano, pero no fui capaz; a los pocos minutos llegó un vecino que
había escuchado los gritos de auxilio y me ayudó a bajarlo desde el
segundo piso hasta la portería, donde otro vecino nos ayudó a
subirlo en su camioneta. Yo me senté junto a Miguel y salimos de
inmediato rumbo al hospital. Mi hermano, agonizante, estaba muy
nervioso y lloraba. Con mucha tristeza en mi corazón y lágrimas en
mis ojos, le dije que no se me podía ir, que lo quería mucho; con
gran esfuerzo él me respondió que también me quería, yo trataba de
darle ánimo, le dije que todo iba a estar bien, que él se iba a
recuperar. Pocos minutos antes de llegar al hospital yo seguía
hablándole y él ya no me respondía, pero yo aún tenía la esperanza
de que mi hermano no se muriera.
En la Clínica Las Américas, ubicada en el sector de Belén, lo
atendieron de inmediato. Habían pasado sólo unos minutos cuando
el médico se nos acercó y nos dijo que ya no había nada por hacer,
que había tratado de reanimarlo, pero que había dejado de llegarle
sangre al cerebro y se había producido muerte cerebral. El llanto no
cesaba en mi ser; mi hermano mayor, que era mi mejor amigo, la
persona que me apoyaba en cualquier circunstancia o problema que
yo tuviese, había muerto, fue muy duro acompañarlo en los últimos
minutos de su vida, ver cómo moría, para nosotros fue muy difícil
afrontar su muerte. Pero más difícil nos ha parecido acostumbrarnos
a estar sin él”.
Reflexión de sus padres: “¿Por qué esperar tanto para solucionar un
conflicto que venía presentándose hace tanto tiempo? ¿Por qué no
solucionarlo a tiempo y así lograr salvar muchas vidas?”.

Ayudando a superar el conflicto

Una de las instituciones juveniles que sirvió de apoyo a los jóvenes


que querían apostarle a la paz, para que éstos no fueran víctimas de
la violencia, fue la Asociación Cristiana de Jóvenes, ACJ. Este
organismo se define como:

Un movimiento mundial fundado en Londres en el año de 1844, y


actualmente se encuentra en más de 120 países, concentrando su
trabajo en la educación y la participación ciudadana. Su aporte a la
resolución no violenta de conflictos se ha destacado no sólo en la
experiencia, sino también fortaleciendo su capacidad y compromiso
con la paz, e involucrando a toda la Alianza Mundial de ACJ en el
apoyo y acompañamiento en las zonas que se encuentran en
contextos de guerra.

En su sede del barrio San Javier de la Comuna 13, la ACJ ha


trabajado por construir una oferta educativa partiendo de la
singularidad de la persona, promoviendo su conscientización como
sujeto colectivo y su participación en los procesos sociales de
gestión del desarrollo local. Los jóvenes participan allí en
actividades culturales y recreativas. Al momento de desarrollarse el
conflicto urbano en la zona, la ACJ sirvió como refugio y lugar de
encuentro a decenas de jóvenes que en varias ocasiones al salir del
colegio, la universidad o del lugar de trabajo, no podían trasladarse
a sus hogares.

En medio del conflicto, la ACJ analiza los hechos, expresa las


preocupaciones y deja en claro una posición de no violencia. Es
civilista y se opone a la guerra, anhelando la paz, el desarrollo y el
fin de los enfrentamientos armados.

Actualmente la ACJ cuenta con cinco áreas: Promoción de la salud,


Organización y participación juvenil, Educación y convivencia,
Gestión ambiental participativa, y Empresarialismo juvenil;
promueve, además la cultura de la no violencia. La institución se ha
propuesto el reto de obtener con los jóvenes resultados en términos
de autoestima, aprobación de conocimientos y prácticas de
autocuidado, de promoción del desarrollo local y de resolución no
violenta de conflictos.31

El psicólogo Manuel López habla sobre las principales


problemáticas percibidas por él en momentos en que el conflicto en
la Comuna 13 se encontraba recrudecido, cuando él trabajaba para
la ACJ:

“En la Comuna 13, los líderes y las organizaciones juveniles se


estaban diezmando porque el mismo conflicto trastornaba las
dinámicas de los grupos. Daba miedo salir o reunirse, y existían
órdenes por parte de los grupos armados de evitar reuniones. Había
un intento de cooptación de estos grupos juveniles. Los actores
armados trataban de insertarse en estos grupos, y los invitaban a
trabajar para ellos o a promulgar sus ideas. Por temor, la mayoría de
estos grupos juveniles se fueron desintegrando.

31. Asociación Cristiana de Jóvenes, YMCA, Sede San Javier, Medellín, 2004.

En la ACJ teníamos un buen grupo de muchachos que participaban


en los diferentes programas. Nuestro trabajo consistía en llevar a
cabo unos proyectos relacionados con organizaciones juveniles, con
salud, y un pequeño trabajo de apoyo económico y educativo. Nos
preocupábamos por saber qué cosas querían hacer los jóvenes, y
se les daba la posibilidad de estudiar o hacer alguna cosa
productiva. La ACJ funcionaba entonces como un catalizador, como
un centro donde ellos iban a buscar apoyo. Pero a la misma vez
llegaban y nos traían todos los problemas que el conflicto
sociopolítico les estaba generando, como el miedo, el señalamiento,
el no poder caminar tranquilos y una serie de asuntos diferentes.
Además, traían consigo todo lo relacionado con el lugar donde
vivían: pobreza, hambre, necesidades, desesperanza, bajo nivel
educativo, entre muchos otros problemas que a nosotros nos tocaba
manejar; enfrentábamos no sólo el trabajo formativo pedagógico que
veníamos haciendo con ellos, sino también el trabajo emocional.
Muchas veces nos tocaba hacer el papel de escuchas, de amigos,
de padres, y recibir sus descargas emocionales, tanto positivas
como negativas, para despejar la rabia por la forma como les estaba
tocando vivir, o para contarnos sus problemas, sus vivencias, sus
tristezas, a medida que el conflicto iba desarrollándose. Entonces
nosotros planteamos la idea de que la sede se convirtiera en un
refugio donde los muchachos pudieran ir y pasar algo de tiempo. Y
efectivamente esta sede funcionó durante esos días así; en
ocasiones los jóvenes tenían que quedarse amaneciendo.

Yo escuchaba sus problemáticas individuales y empecé a descubrir


en los jóvenes algo que nosotros llamamos estrés postraumático.
Muchos de ellos hacían uso de ciertas capacidades psicológicas
para liberarse del dolor generado por ese tipo de situaciones, por
ejemplo, volverlo todo humor. Cuando había enfrentamientos en la
zona, ellos hacían bromas y fantaseaban sobre eso. Decían muy
sarcásticamente: ‘Yo quiero tener un arma así’, ‘Vos sos de tal
grupo’, ‘Te voy a matar’. Pero otra reacción emocional era la
negación: ‘Mira, aquí no está pasando nada’, ‘No tengo nada que
ver con eso’, ‘Mi vida sigue igual’, ‘No tengo ningún problema’. El
principal temor que yo notaba entre los jóvenes era el miedo a morir
por una bala perdida, o a que los grupos armados los confundieran
con sus adversarios y les disparan. Detrás de todo eso se escondía
una sensación de lo que llamamos el no futuro, una sensación de
desesperanza.

Además, noté en los jóvenes algo que llamamos adaptación


disfuncional al conflicto, según la cual los eventos no generan
quiebres en el comportamiento de la persona, sino que ésta
empieza a aceptar la situación como normal. En términos generales,
consiste en no reaccionar ante una situación traumática; por
ejemplo, no mostrar indignación cuando los grupos armados
asesinaban a alguien. La única reacción era ir a mirar curiosamente.
Lo que usualmente se decía cuando asesinaban a una persona era:
‘Algo debía’. Eso ya demuestra un grado de adaptación disfuncional.
Otra forma más extrema de este fenómeno consistía en creer que el
conflicto era válido, que las formas utilizadas por los grupos
armados eran aceptables. Entonces agredir, maltratar, matar,
violentar al otro, eran formas de adaptarse, es decir, de acoger el
conflicto, introyectarlo y hacerlo propio. Pero ya no desde el papel
de víctima, sino de victimario”.
Vivencias de las mujeres en el conflicto
armado
Durante este conflicto, muchas mujeres fueron objeto de múltiples
agresiones, incluso de violaciones y asesinatos. “La lucha entre los
grupos armados (bandas, guerrilla y autodefensas) las ha dejado en
medio del fuego y no importa si son o no combatientes para ser
perseguidas”.32

Algunas mujeres viudas o abandonadas por sus compañeros


sentimentales, ocasionalmente debían esforzarse por conseguir el
sustento diario para sus hogares y, aparte de esto, afrontar el asedio
de los grupos en conflicto. La presidenta de una acción comunal
dice “...entender el temor que acosa a las viudas, sobre todo porque,
al quedar solas, son presa fácil de los violentos; anota que muchas
temen ser expulsadas del barrio. Son jóvenes, y así sus esposos
hagan parte de los grupos, ellas, muchas veces, ni lo saben”.33

Según un estudio adelantado en el año 2002 por la fundación “Entre


Todos”, en los barrios Las Independencias, Nuevos Conquistadores
y El Salado, “de cada 100 familias, en 38 de ellas la mujer es jefa de
hogar, lo que indica que son las que trabajan y llevan la carga de la
supervivencia a cuestas”34
32. Ospina Zapata, Gustavo. “Jovencitas, bajo encierro y con los derechos perdidos”, En:
El Colombiano, Sección Paz y Derechos Humanos, Medellín, mayo 18 de 2002.

33. Ospina Zapata, Gustavo. “Viudas y huérfanos cargan las secuelas del conflicto urbano”,
En: El Colombiano, Sección Paz y Derechos Humanos, Medellín, mayo 3 de 2002.

Muchas mujeres de la zona evitaron, en cuanto les fue posible,


relacionarse con integrantes de los grupos armados. Otras debieron
acceder a las pretensiones de tales personas para evitar ser objeto
de agresiones. Pero otras entablaron relaciones simplemente
porque sentían atracción o se sentían protegidas por ellos.

Las mujeres en los grupos armados


Algunas mujeres hacían parte de los grupos en conflicto,
participaban en la confrontación armada y ocasionalmente en
actividades criminales: “Ya no son sólo las mamás, las novias o las
hermanas del integrante de una banda o un grupo armado, sino que
también hacen parte de la guerra”.35

Karen* es una joven que habitaba en el barrio Las Independencias,


y durante un periodo de dos años perteneció a las milicias de los
CAP y del ELN:

“Me gustaba mucho rumbear, pero siempre que iba a salir había un
problema con mis padres, pues a ellos no les gustaba que yo
saliera. En ese tiempo predominaban en el barrio los milicianos del
frente Carlos Alirio Buitrago del ELN, pero se hacían llamar Los
Regionales. Mi hermana se hizo novia de uno de ellos y empezamos
a salir los tres juntos. Como mi mamá les tenía tanto miedo, ya no
me decía tantas cosas. En una de esas salidas, conocí a uno de los
jefes de los CAP y comenzamos a salir. Él me convenció para que
entrara a la organización. Yo tenía 17 años, y allí me sentía
protegida y respetada. En mi casa ya no me decían nada. Iba una o
dos veces a la semana por ropa, y luego regresaba al sector Tres.
Las peladas me respetaban y me tenían miedo.
34. Ospina Zapata, Gustavo. “Comuna 13: olvido y muerte”, En: El Colombiano, Sección
Paz y Derechos Humanos, Medellín, octubre 10 de 2002.

35. Pérez González, Paula. “Mujeres víctimas del conflicto y la delincuencia”. En: El
Colombiano, octubre 16 de 2003, p. 11A. * Nombre cambiado para proteger su identidad.

Empecé como carrito, o sea, campanera. Les informaba quién


robaba o hablaba mal de ellos. La verdad es que en ese tiempo me
divertía con lo que hacía. Una vez llegó un comandante del ELN, del
área rural del municipio de Campamento, y le dijo a mi novio que yo
tenía que probar finura y debía irme para el monte. Así que me fui
con el plan de quedarme un año, pero a los tres meses me regresé,
porque no aguanté estar allá. Resulta que lo que el comandante
quería era acostarse conmigo, y otras mujeres de la organización
me decían que si yo lo aceptaba, podía hacer lo que quisiera allí, y
por eso accedí. Pero no fue así: me tocaba prestar guardia igual.
Por el contrario, era peor, porque ese señor llegaba a la madrugada
y me mandaban un relevo, pero era para que yo estuviera con él. Y
luego no podía dormir porque teníamos que levantarnos a las cuatro
de la mañana a estudiar política, practicar tiro al blanco y cargar
leña, entre otras obligaciones. Yo sufrí mucho, pues en el monte
trabajaba día y noche. Cuando bajamos al pueblo tuve la
oportunidad de hablar con mi mamá y le dije que conversara con mi
novio para que me mandara a pedir de nuevo, que yo podía probar
finura en la ciudad. No tuve problema, pues el comandante ya había
obtenido lo que quería y me devolvió para Medellín. Cuando llegué a
la ciudad en febrero de 2001, en la Comuna 13 se intensificaron las
‘limpiezas’36 contra indigentes, viciosos y ladrones.

36. Asesinatos discriminatorios.

Me tocó ver matar a más de un amigo con los que me crié. Siempre
nos llevaban a varias mujeres para que les guardáramos las armas
cuando iban para abajo, al Veinte de Julio o al cementerio.

En el barrio me gané el desprecio de mis vecinos y amigos, y llegó


un tiempo en el que nadie me hablaba, o si lo hacían era por miedo
a que yo tomara alguna represalia contra ellos. Mis temores eran
que los paracos se entraran al barrio, que me mataran o parar en
una cárcel.

Me retiré del ELN en noviembre de 2001, cuando mataron a un


comandante que nos ayudaba mucho. No tenía para dónde irme y
tuve que quedarme en casa de mis padres, afrontando las
consecuencias de mis actos; de hecho, estuve en la cárcel El Buen
Pastor durante seis meses. Después de la Operación Orión vivía
con un miedo terrible, pues aunque hacía ya más de un año que me
había retirado, aún cargaba con amenazas contra mí. En una
ocasión me tocó permanecer en la calle durante ocho días, y en
otras ocasiones tuve que esconderme en el cajón de la ropa sucia.
Viví así hasta que mataron a John Chiqui, un paraco que había sido
miliciano y era el que me buscaba para asesinarme.
A los jóvenes que se encuentran en una situación similar a la que yo
viví, les digo que recapaciten, que se salgan de eso. Que no pierdan
la oportunidad de volver a vivir, de reivindicarse con la sociedad y
con la familia, que es la única que está con uno en las buenas y en
las malas. Yo me metí en los grupos armados, en parte porque en
mi casa me regañaban y aconsejaban. Espero que los jóvenes se
den cuenta de que allá en las milicias no solamente te regañan sino
que te golpean y hasta te matan o ajustician, si no obedeces alguna
orden.

A los que piensan meterse a un grupo armado les digo que no se


dejen engañar, que es mentira todo lo que te dicen. Allí estás peor
que en una cárcel. Nunca haces lo que quieres, sino lo que ellos te
dicen. Nunca recibes un incentivo de dinero para ayudar a tu familia,
porque todo se lo acaparan los comandantes. Si eres mujer, corres
con un poco más de suerte, pero sólo si les caes en gracia a los
comandantes. Porque con una sí vale la frase ‘del pueblo y para el
pueblo’: pasas de comandante en comandante. Y después, estás
como todos, o quizás peor, en las jornadas de trabajo: aguantas
hambre porque no siempre tienes a la mano para comer, y más si el
Ejército está encima.

Como combatiente, expones tu vida a cada momento por los


comandantes; y ellos, ¿qué hacen? Se van. En una situación de
riesgo los sacan a ellos primero, y que mueran los bobos. Si tú estás
allá y tu familia interviene mucho, te toca entregarlos para que los
maten porque están en su ley. El que la hace, la paga, sólo por el
hecho de decirte que te salgas.

Si caes a una cárcel, a veces ni siquiera te dan con qué pagar un


abogado. Y si corres con suerte, te mandan para el jabón, 60.000
pesos mensuales para las cosas personales. Pero los ‘duros’
(comandantes), ojalá visitaras a uno de ellos en una cárcel, tienen
todas las garantías. Es más, nunca se quedan siquiera en el patio
de los llamados presos políticos.

Mientras estuve en las milicias, muchos jóvenes ingresaron para


sentirse protegidos por un arma, pero no por un ideal o dinero,
porque eso no existe allí. El que tiene el mando es el que se la lleva
toda. A uno no le toca sino el trabajo, los enemigos, y perder la
familia, los amigos y hasta la vida”.

Después de salir de la cárcel, Karen regresó al barrio Las


Independencias. Tiempo después, un grupo armado intentó
asesinarla. Como no lograron su objetivo, asesinaron a su padre y
posteriormente a su esposo. Por ese motivo abandonó la zona con
su pequeño hijo.
Muchas mujeres sirvieron a los grupos armados en actividades de
inteligencia, de vigilancia, o para transportar armas de fuego desde
o hacia la Comuna 13, debido a que por ser mujeres levantaban
menos sospechas. Alejandra*, joven que habitaba en el barrio
Veinte de Julio y perteneció a las milicias urbanas de los CAP,
cuenta:

“Antes de iniciar en el grupo tenía un novio que era de la


organización. Él no me decía que me metiera a eso porque era muy
discreto en sus cosas. Era un mando del grupo y dirigía parte del
barrio El Salado.

Empecé a relacionarme con más jóvenes de los CAP y me hice su


amiga. Me mantenía con ellos para arriba y para abajo, algunos me
decían que eso era muy bueno; otros que esa vida era muy maluca,
por el trasnocho y porque se corría mucho peligro.

Por curiosa, y haciendo caso al refrán popular que dice ‘en la vida
hay que probar de todo un poquito’, empecé a recibir formación
política por parte de ellos, al escondido de mi novio. Cuando él se
enteró me preguntó que yo porqué estaba ahí, y me dijo que no
debía hacerlo porque yo tenía dos niños. Sin embargo, yo no hice
caso, dizque por sentirme protegida, ya que en una ocasión el
hermano de una señora donde yo vivía quiso abusar sexualmente
de mí. Él se abstuvo de hacerlo porque lo amenacé con acusarlo
ante la milicia. Además, yo quería ganar respeto, porque en el barrio
muchas mujeres me tenían bronca. Yo pensaba que estando en las
milicias esas muchachas ya no se meterían conmigo. No miré las
consecuencias que eso me podría traer. Pensaba que a la guerrilla
nunca la iban a sacar del barrio, que eso no podía pasar.

Con respecto a las armas, las guardaba, mas no portaba una


permanentemente, ni llegué a usarlas en contra de alguien. En lo
que más me utilizaban era en llevarles cosas, como medicamentos,
y en el cuidado de los enfermos de la organización.

* Nombre cambiado para proteger su identidad.

En una ocasión, fui con mi novio a un rancho de madera, cuando en


las afueras estaban el Ejército y la Fiscalía, y se escuchaba una
balacera impresionante. No había salida por ninguna parte. Yo
temblaba de miedo. No me imaginaba que llegaría a una cárcel sino
que me podía morir. ‘Hoy fue el día’, pensaba, y lloraba; mi novio me
decía: ‘tranquila, cálmese que aquí no nos van a coger’. Yo le
respondí: ‘Mire la casa llena de armas, no hay más por dónde salir.
De aquí no se va a escapar nadie’. Sin embargo, a esa casa no
lograron entrar, aunque pasaron cerca, y al día siguiente ya todo se
había calmado.

Lo más difícil de estar en la organización era que ya no podía


dedicarle mucho tiempo a mis hijos. No los veía todos los días ni
podía habitar mucho tiempo en una casa.

Durante la Operación Orión, pensaba que yo no le había hecho


daño a nadie y que entonces no tenía por qué huir. No intenté irme
del barrio, aunque ya muchos de los milicianos se habían ido. En
esos días fui a trabajar al barrio Antonio Nariño. Estando allí,
tocaron a la puerta; cuando abrí, vi que eran varios policías, pero no
pasó por mi mente que vinieran por mí. ‘¿Qué necesitan?’, les
pregunté. Me dijeron que los acompañara. ‘¿A dónde?’, pregunté
con miedo y risa a la vez. Mi jefe salió y les preguntó qué pasaba.
Los policías le dijeron que yo los debía acompañar, que yo no era
una delincuente, sino que sabía muchas cosas en las que podía
colaborarles. Les dije a los policías que esperaran a que yo me
arreglara. Fui y me organicé, y le dejé mi número de teléfono a una
señora. Le dije que llamara a la abuelita de los niños, y que le
avisara a la amiga con la que yo vivía en ese entonces; pero resulta
que cuando llegué a la Sijín mi amiga ya se encontraba allá: se la
habían llevado primero. Mi familia me pagó un abogado. Después
de ocho días en el calabozo, me trasladaron para la cárcel de
mujeres, acusada del delito de rebelión, y salí a los siete meses.
Posteriormente, me alejé de la Comuna 13 y de las amistades”.

Líderes comunitarias

A pesar de todas las adversidades, “las mujeres han demostrado


una capacidad de liderazgo y apropiación invaluable, han dispuesto
todo su saber popular al servicio de sus comunidades, el cual se
mantiene pese a que se han convertido en las víctimas del conflicto,
en viudas, madres que lloran la muerte de sus hijos, etc”.37

Durante el conflicto, las mujeres desempeñaron un rol socio-


económico de gran importancia en esta comuna. Un ejemplo por
resaltar es AMI (Asociación de Mujeres de Las Independencias),
organización que nació en 1996 y que se materializó en la casa
AMIGA, una sede propia obtenida gracias al esfuerzo de las mujeres
que la conforman, quienes mediante diversos proyectos han
contribuido a generar un espacio de aprendizaje, desarrollo y tertulia
para las mujeres de los barrios Veinte de Julio, Las Independencias,
El Salado y Nuevos Conquistadores.

Durante la confrontación, muchas de las mujeres de la asociación se


vieron directamente afectadas por acciones de los grupos armados
en conflicto. Hoy en día, muchas de ellas agradecen a una mujer
que, en una lucha ardua y esmerada, además de un trabajo
silencioso pero no por ello menos meritorio, evitó algo que muchos
observaban como inminente: la desaparición permanente de AMI.
Esa mujer, una de las fundadoras de esta ONG y socia de la misma,
se

37. Informe Diagnóstico Socioeconómico y del conflicto en la Comuna 13. Alcaldía de


Medellín, octubre de 2002, p. 14.
Foto: Fredy Amariles. Periódico El
Mundo

llama Inés Jiménez, y vive en el barrio Veinte de Julio desde 1983.


Ella afirma: “A pesar de todo el sudor, todo el dolor y toda la sangre
derramada, había que luchar para no morir en el intento, y al final
pudimos lograrlo”.

Algunas mujeres sobresalieron durante el conflicto por su trabajo en


búsqueda del mejoramiento de la calidad de vida de los pobladores
de la zona. Otras se destacaron por arriesgar incluso sus vidas, al
interceder ante los grupos armados para evitar que éstos asesinaran
a personas que habían sido sentenciadas a muerte.

Una de estas mujeres fue Carla*, habitante del barrio Las


Independencias, quien contribuyó a salvar vidas en la zona.
Ocasionalmente, cuando los grupos armados bajaban con personas
para asesinarlas, ella abogó ante ellos para que se abstuvieran de
hacerles daño, logrando en algunos casos que les perdonaran la
vida. En otras ocasiones, a pesar de sus ruegos, ellos no prestaron
atención y asesinaron a sus víctimas. Con frecuencia, integrantes de
grupos en conflicto la incriminaban de inmiscuirse en asuntos que,
según ellos, no eran de su incumbencia, y pese a que su vida
estuvo en peligro, esto no fue razón para que se amedrentara ni
para que renunciara a la idea de ayudar a salvar vidas:

“En una ocasión, mientras dormía en casa, me desperté. Eran las


tres de la mañana y escuché que alguien alegaba; me levanté y me
asomé al balcón. Vi a cuatro hombres que tenían a un niño junto a la
puerta de mi casa y éste los insultaba.

Yo nunca había visto que alguien se les enfrentara así; él no se les


quedó callado, los insultó y amenazó. Ellos tenían rabia de ver que
un niño les estaba diciendo las cosas y no les demostraba temor, lo
empujaban y le decían: ‘callate gonorrea, callate que te vamos a
matar, vos no sabés con quién estás hablando’. Él les dijo: ‘Sí, yo sí
sé con quién estoy hablando: ustedes son la guerrilla, y yo soy un
paraco’. Él en ese momento no estaba asustado, lo que tenía era
mucha rabia, en ningún momento les dijo que no le hicieran nada,
sino que cuanto más le decían ellos que lo iban a matar, él más se
les alborotaba y los insultaba.

* Nombre cambiado para proteger su identidad.

Bajé corriendo, me hice en medio de ellos y les dije que no le


hicieran nada; luego le pregunté a uno de ellos: ‘¡Ey!, negro, ¿qué
está pasando?, ¿porqué ese niño les está diciendo eso?’. Él me dijo:
‘¡Ah!, este hijueputa que nos encontramos nos está desafiando, está
todo trabado y él sabe que acá no pueden tirar vicio, ni mucho
menos estar así en las calles, y además de eso le llamamos la
atención y nos está tratando mal’.

Entonces le dije: ‘Tomen las cosas con más calma, miren que es un
niño, está trabado en este momento y no sabe qué les está
diciendo’. Me respondió: ‘Esa gonorrea sí sabe qué nos está
diciendo, porque si nos está tratando así es por algo’. Le dije que
me dejara hablar con él, y me respondió: ‘¡Ah!, encárguese pues de
él, pero este hijueputa no se puede quedar acá, mañana tenemos
que saber de dónde es’.

Entré con él a mi casa y allí permanecimos hasta las seis de la


mañana, porque me preocupaba que de pronto fuera a buscarlos.
Le dije que se calmara, y le pregunté por qué decía eso. Me contó
que ellos le habían matado el papá dos años atrás, y que él no les
iba a perdonar eso; que además les habían quitado la casa y los
habían hecho ir del barrio.

Le pregunté su edad y me dijo que tenía trece años. Me contó que,


estando toda la familia en casa, en el sector La Independencia I,
llegaron ellos, sacaron al papá y lo mataron en frente de todos,
supuestamente porque era vicioso.

Él me decía que no se justificaba que lo hubiesen matado, que el


papá sí tiraba su vicio, pero trabajaba y no le robaba a nadie; no
tenían por qué haberlo matado por eso. Entonces él creía que podía
hacer algo en contra de ellos.

Me dijo que se habían ido a vivir al barrio El Bosque, pero por allá
tuvo problemas con unos pillos, y entonces la mamá lo volvió a
mandar para donde su tía en el barrio Las Independencias.

A las seis de la mañana le dije que fuéramos donde sus familiares.


Hablé con su tía y ella me dijo que desde la muerte de su padre él
empezó a consumir drogas y a estar en las calles. También me dijo
que a él ya le tocaba responder económicamente por la mamá y un
hermano menor, vendiendo dulces en los buses.

Ya por la tarde, los milicianos volvieron y yo les dije: ‘Tienen que


entender que han matado personas, y por eso aquí hay quienes
guardan resentimientos’.

Ellos se comunicaron con la tía del niño y le dijeron que mejor se lo


llevara del barrio para evitar que lo mataran, porque, según ellos,
aunque era un niño, él era un enemigo debido a su manera de
pensar. Entonces la señora se lo volvió a llevar”.
Misión médica y organismos de socorro
En la Comuna 13, la misión médica resultó muy afectada por el
conflicto armado. Los funcionarios de la salud fueron víctimas de
secuestros e intimidaciones; además, algunas edificaciones y
medios de transporte fueron impactados por las balas, como la
unidad intermedia de San Javier, o una ambulancia de Metrosalud,
en el barrio Veinte de Julio. Por suerte, en ninguno de estos casos
se presentaron víctimas.

En ocasiones, los empleados se vieron atrapados dentro de los


centros asistenciales debido a los constantes enfrentamientos que
se presentaban entre los distintos grupos armados, y muchas veces
tuvieron que pasar tendidos en el suelo durante horas, para evitar
ser alcanzados por las balas.

Algunas veces los funcionarios de la salud tuvieron que dirigirse a


los centros de atención a prestar sus servicios en medio de las
balaceras, arriesgando su integridad personal con el fin de cumplir
con el deber de salvar vidas. Debido a las permanentes urgencias,
ningún empleado de la salud podía faltar un solo día a laborar. En
repetidas ocasiones debían trabajar hasta varias horas más tarde de
lo normal, o luego de la jornada quedarse durmiendo en el centro
asistencial, porque al salir corrían con el riesgo de ser alcanzados
por las balas. De igual forma, se presentaron casos en los que
debido al recrudecimiento de los enfrentamientos y a la necesidad
de personal de la salud en el área, algunos funcionarios debieron
ser llevados hasta el centro de atención en una tanqueta blindada
de la Policía o el Ejército, para evitar que resultaran heridos.

Aunque los funcionarios de la salud efectuaban una valoración de


los pacientes para saber cuál necesitaba mayor atención de acuerdo
con sus heridas, en ocasiones fueron intimidados por miembros de
los grupos armados para que atendieran preferiblemente a sus
heridos, así hubiera otros pacientes de la población civil que
estuvieran más graves. “Algo parecido le ocurrió al médico del
centro de salud del barrio La Quiebra, la noche en que le tocó
atender a un miliciano herido de bala. ‘O lo salvás o te morís vos’,
fue la sentencia que uno de los compañeros del herido le espetó,
apuntándole con un revólver en la cara”.38

Jaime* es un médico que, luego de laborar en diferentes centros de


salud de la zona nororiental de la ciudad, fue trasladado el 22 de
junio de 2000 para el centro asistencial La Loma, lugar en el cual le
tocó experimentar diversas situaciones difíciles:

“A partir del año 2002, empezamos a ser afectados directamente por


el conflicto armado. En una ocasión fuimos retenidos dentro del
centro de salud por un grupo armado durante una hora y media; en
ese lapso de tiempo, una de las funcionarias fue a contestar el
teléfono, y uno de los sujetos le apuntó en la cabeza con un arma y
la obligó a colgar. Ella, atemorizada, se puso a llorar; ese mismo día,
desde el centro asistencial, disparaban contra otro grupo armado
que se encontraba en la parte de afuera, cerca a la iglesia de La
Loma. Nosotros quedamos en el centro de salud, en medio del
fuego cruzado. Afortunadamente salimos ilesos.

38. Aricapa, Ricardo. Comuna 13: Crónica de una guerra urbana. 2da edición, Editorial
Universidad de Antioquia, Medellín, 2005, p. 187.

En algunas ocasiones, dentro del centro asistencial nos llegamos a


ver invadidos por gente armada que llevaba heridos o enfermos, y
que con sus armas nos intimidaban y nos obligaban a atenderlos
inmediatamente; era mucho el temor porque no sabíamos quiénes
eran ni a quiénes iban a buscar. Nosotros, como funcionarios de
salud, no debemos distinguir ni credo, ni política, ni colores, ni
religiones, nada; a toda persona que llegue la debemos atender.

Un día, a eso de las seis de la mañana, cuando me dirigía a laborar


en el centro asistencial, al momento de llegar en el bus vi muchas
personas cubiertas con pasamontañas y portando armas de largo
alcance. Continué mi camino con muchísimo miedo de que me
dispararan por la espalda; al poco rato de haber entrado, se formó
una gran balacera en la zona y permanecí allí sin poder salir durante
cinco horas, tendido en el piso. De la gerencia de Metrosalud
enviaron a alguien en un vehículo, para que me sacara de la zona.
Éste llegó por el sector de San Cristóbal a eso de las once de la
mañana, porque era imposible ingresar por el sector de San Javier.

En casa le decía a mi familia que salía a trabajar, pero que de pronto


no regresaba, porque no sabía si me llegaran a matar. Nosotros no
teníamos nada que ver con el conflicto, simplemente éramos
funcionarios de la salud que teníamos que ir a cumplir con nuestro
deber.

El 17 de septiembre de 2002, el odontólogo y la auxiliar de


odontología fueron retenidos cuando pasaban cerca de la unidad
intermedia de San Javier. Posterior a ese hecho, el día 3 de octubre,
cinco funcionarios de Metrosalud fuimos secuestrados por un grupo
armado que nos exigió dos millones de pesos. El proceso de
retención se prolongó durante cuatro horas, y nos dejaron en
libertad luego de cancelarles la cantidad de dinero exigida.
Por otra parte, entre los habitantes de la zona que atendíamos a
diario en el centro de salud La Loma, pudimos notar a muchas
personas con problemas de insomnio, ansiedad, úlceras gástricas,
problemas de cefalea tensional y de toda índole, porque la violencia
diaria los afectaba mucho. Las mujeres tenían unos síntomas más
arraigados y demostraban mayor nerviosismo. Percibimos que todos
estos síntomas corporales y psicológicos se presentaron con más
frecuencia en la población durante el tiempo que duró el conflicto
armado en la zona”.

En el centro médico de San Javier, los funcionarios se arrojaban al


suelo cuando las balaceras se presentaban muy cerca. Portaban
radios de comunicaciones y guardaban colchonetas, frazadas y algo
de comida por si debían pasar la noche en el lugar. Además,
hicieron construir una puerta en la parte posterior del edificio por si
alguna vez tenían que evacuar rápidamente. Ana*, enfermera de la
unidad intermedia del barrio San Javier, dice:
“Respecto al sector, puedo decir que es una comunidad con una
gran problemática social y con muchas necesidades. Para el año
2002, la situación de orden público en la zona era bastante crítica, y
nosotros, los funcionarios de la salud de San Javier, nos vimos
afectados en forma directa a partir del 21 de mayo. Ese día, cuando
me trasladaba a coger turno de siete de la mañana, mientras subía
en el microbús por el sector de San Javier, observé gran
movilización de Ejército y Policía, además se escuchaban disparos.
El microbús no pasó frente al centro asistencial, sino que nos dejó
frente a la estación del metro. Con mucha angustia y temor, sin
saber qué sucedía, me dirigí al centro asistencial, para ayudar a mis
compañeros. Suponía que desde horas de la madrugada había
enfrentamientos entre los grupos armados ilegales y la fuerza
pública.
Cuando llegué a la unidad, encontré muy agotados a mis
compañeros que habían hecho turno toda la noche. Me dijeron que
los enfrentamientos habían comenzado desde la una de la
madrugada, cerca de allí. Ese día debían finalizar turno a las siete
de la mañana, pero se quedaron colaborándonos varias horas más.

Para nosotros aquel día fue una pesadilla. En el transcurso de la


jornada pude contar nueve muertos –entre los que había cuatro
niños–, y treinta y cinco personas heridas. Recuerdo que el
camillero entró con una niña que había recibido un disparo de fusil
que le destrozó la cabeza. El camillero lloraba desesperado, gritaba
y se jalaba el cabello. Le dije que la cubriera con una sábana. Nunca
había visto una herida producida por un fusil. Era aterrador ver cómo
había quedado aquella niña; no pudimos hacer nada para salvar su
vida. Nunca había llorado tanto como lloré aquel día. Era una
situación demasiado crítica, no daba abasto para atender tan
dramática situación. En esos momentos de angustia nos
abrazábamos y llorábamos aun delante de los pacientes. Nosotros
nos dábamos consuelo, porque aunque éramos competentes en
nuestro trabajo, estábamos llenos de miedo y tristeza. Aparte de los
pacientes heridos por arma de fuego, entraban por atención médica
los pacientes por enfermedad general. Entonces, al llegar una pobre
viejita con un paro cardiorrespiratorio, y varias personas heridas por
tiros de fusil, algunas de ellas moribundas, debíamos analizar
rápidamente a cuál de los pacientes debíamos dar prioridad en la
atención.

Allí se encontraban funcionarios de la Fiscalía, Policía,


Procuraduría, CTI, Ejército y familiares de los heridos. Yo fui una de
las personas que hizo respetar la neutralidad del hospital. Cuando
parqueaban vehículos del Ejército o la Policía al frente de la unidad
hospitalaria, yo inmediatamente solicitaba que los retiraran de allí.
Lo hacía por nuestra seguridad, para no darle motivo a los grupos
alzados en armas para irse contra nosotros. Una médica de la
Cuarta Brigada del Ejército se ofreció a ayudarnos con la atención
de pacientes, pero yo rechacé su ayuda. Le dije que no tenía nada
en contra del Ejército, pero que queríamos ser neutrales en el
conflicto. Sin embargo, tal propósito no fue suficiente, pues en horas
de la tarde, cuando ya habían cesado los disparos, y los miembros
de la fuerza pública se habían ido de la zona, entraron al centro
asistencial varios jóvenes portando armas de fuego; aparentaban
edades promedio de catorce y quince años. Uno de ellos nos
amenazó diciéndonos que si encontraban allí adentro a un solo
policía, nos mataban. En ese momento yo me encontraba tan
cansada y tan agobiada por la trágica situación que afrontamos ese
día, que no medí mis palabras y le dije: ‘Respete, no sea desafiante,
no sea grosero. Sálgase de aquí’. Aunque el muchacho portaba un
arma, a mí no me dio ningún tipo de temor. Lo que me produjo fue
un sentimiento de rabia, porque ya no quería más agresividad, no
quería más muerte, ni que me confrontaran. Luego de buscar en
todo el centro de salud y no encontrar lo que buscaban, ellos se
marcharon.

En los días siguientes continuamos escuchando disparos en la


zona. Muchas veces había que llamar a las casas de los
funcionarios del centro asistencial que recibían turno por la noche,
para decirles que había enfrentamientos en el sector, y que por tanto
recibirían turno a altas horas de la noche. Los funcionarios que
habíamos hecho turno todo el día debíamos esperar hasta que ellos
llegaran para podernos ir.
La situación seguía siendo dramática. Empezaron las amenazas en
contra nuestra. Se empezó a escuchar el rumor de que iban a lanzar
un artefacto explosivo contra el centro asistencial, porque nosotros
somos una institución del Estado. Según ellos, nosotros estábamos
apoyando a la Fuerza Pública. En una ocasión dispararon en contra
del centro asistencial, y todos los empleados nos llenamos de
pánico. Llamamos a la gerencia para informar lo que sucedía. Nos

dijeron que no podíamos abandonar nuestro lugar de trabajo. Me


encontraba muy asustada y llamé a mi hermana para decirle que
nos iban a matar en el centro de salud. Al día siguiente llamamos a
los medios de comunicación para denunciar que allí laborábamos
varios funcionarios de la salud sin ninguna medida de seguridad.
Exigíamos de parte de los grupos armados el respeto a la misión
médica, porque nosotros éramos imparciales en el conflicto. De
igual forma le dije al director del centro asistencial que por favor
ordenara instalar una salida alterna por la parte de atrás, y llegamos
a utilizarla cuando se formaban las balaceras.
Como ya había amenazas, cada que escuchábamos disparos
creíamos que iban a entrar al centro asistencial por nosotros. La
situación era de mucho pánico. La trabajadora social no aguantó
más tal condición y solicitó traslado.

Aparte de todo eso, me impresionaba mucho ver, en varias


ocasiones y en plena vía pública, cadáveres de personas que
habían sido asesinadas, y cuyos levantamientos no habían sido
realizados porque los organismos judiciales encargados de hacerlo
siempre eran recibidos a disparos. Por lo general, era la Policía la
que tenía que hacer los levantamientos.

Una de las cosas más espeluznantes era que a veces teníamos que
amontonar hasta cuatro y cinco cadáveres en un baño que teníamos
reservado para personas intoxicadas. Por lo general, eran cuerpos
dejados allí por taxistas a quienes los grupos armados obligaban a
llevar en la cajuela del auto. Nosotros les decíamos a los taxistas
que los llevaran directamente a la morgue, pero ellos no se atrevían
a transportar un cadáver por toda la ciudad, máxime cuando podían
inculparlos del crimen. Entonces nosotros debíamos tomarlos y
arrumarlos en aquel cuarto mientras llegaba la Policía para
recogerlos, y eso se nos estaba convirtiendo en un problema de
salud pública.
Durante ese año, a los funcionarios de salud se nos aumentaron las
lumbalgias, los dolores de cabeza, la angustia y la depresión.
Constantemente, habitantes de la zona que venían a consulta nos
contaban toda clase de problemas que los agobiaban en los
sectores donde vivían, como la muerte de un pariente, amigo o
conocido, o el desplazamiento de alguna familia del barrio por parte
de los grupos armados, lo cual nos llenaba de más tensión y
nerviosismo.

Los habitantes de la comuna estaban hartos del conflicto. Se podía


ver gente caminando por la calle frente al centro asistencial, en
medio de las balaceras, como si en ese momento no estuviesen en
peligro sus vidas. Recuerdo en una ocasión a un señor que había
salido de su trabajo y se dirigía hacia su casa en momentos en que
se presentaba un enfrentamiento. Al pasar le dije: ‘señor, ¿no ve
que están disparando? No siga’. Aquella persona me contestó: ‘Yo
tengo mucha hambre, y me voy para mi casa’. Le dije: ‘Mira, te
pueden herir por allá’, y él me respondió: ‘Qué importa, yo ya no
aguanto más esto todos los días’, y siguió hacia su casa”.

***

Es bien sabido que “[…] el papel que en el Valle del Aburrá cumplen,
por ejemplo, el Cuerpo de Bomberos, la Defensa Civil, el Simpad,
los organismos de rescate y primeros auxilios y algunas tareas que
desarrollan Empresas Públicas y Empresas Varias, por extensión,
están protegidos por el DIH”.39 Sin embargo, integrantes de los
grupos armados agredieron a funcionarios de los organismos de
socorro y les prohibieron el ingreso en algunos sectores de la
Comuna 13, amenazando con asesinarlos en caso de ir a prestar
sus servicios.

39. Arboleda García, Javier. “‘El harakiri’ en el conflicto urbano”, En: El Colombiano,
Medellín, 13 de octubre de 2002.

Juan Hurtado, quien trabaja en el Departamento de Bomberos de


Medellín, relata los sucesos vividos por él y tres compañeros más
cuando apagaban un incendio forestal:

“El 4 de marzo de 2002, a eso de las dos de la tarde, fuimos


despachados a atender un incendio forestal en un sector de la
Comuna 13. Llevábamos aproximadamente cuarenta minutos
tratando de apagar el incendio, cuando de repente se presentó un
grupo de personas armadas, cuarenta aproximadamente. Nos
retuvieron, y en medio de insultos nos arrojaron al piso. Al conductor
de la máquina, por atemorizarlo, lo obligaron a abrir la boca y le
apuntaron con un arma dentro de ella, pero no le hicieron nada. En
varias ocasiones insinuaron que nos asesinarían. Uno de mis
compañeros trató de huir, pero fue alcanzado y golpeado. Aquellas
personas nos tuvieron retenidos aproximadamente veinticinco
minutos y luego nos despojaron de nuestras herramientas de
trabajo. Al momento de dejarnos ir, nos advirtieron que no
volviéramos a ese lugar”.
Voces de esperanza
Frente a tanta injusticia y sufrimiento, los líderes religiosos como
párrocos y pastores de las iglesias cristianas, entre otros, ofrecían
una voz de esperanza. Ellos instaban a la población a afrontar con
valor toda situación difícil, en una zona donde había mucha gente
que anhelaba pronto la paz, pero donde a la vez había personas
que imponían el terror y la ley del más fuerte.

Algunos líderes religiosos debían ingeniárselas para llevar a cada


sector el mensaje de esperanza, pues las personas no podían pasar
de un sitio a otro libremente: los grupos armados ejercían ciertas
restricciones en la libertad de locomoción en muchos de los barrios
de la Comuna 13. Los habitantes de las zonas donde las milicias
hacían presencia no debían desplazarse por los sectores donde
imperaban los paramilitares, o viceversa. De lo contrario, corrían con
el riesgo de ser asesinados. Por ello algunos líderes religiosos,
como Roberto Seguín, de la parroquia del barrio Blanquizal,
programaban las misas en distintos sectores para que la población
no se arriesgara a desplazarse hasta el templo.

El párroco Roberto Seguín nació el 2 de abril de 1940 en Detroit,


Estados Unidos. Allí cursó primaria y bachillerato. Estudió teología
en Toronto, y estuvo como capellán en la Universidad de Windsor,
Canadá. Posteriormente fue a Indiana a ejercer el diaconado
católico y se ordenó como sacerdote en 1969. Durante un tiempo
enseñó religión en Nueva York. Además, realizó estudios de
bioquímica durante cinco años en Windsor, Canadá, donde tuvo la
oportunidad de enseñar por un tiempo química y biología, al igual
que en Detroit, Estados Unidos. Luego estuvo durante un tiempo
como párroco en una iglesia de Houston, Texas. Pertenece a la
Congregación de los Basilianos, comunidad fundada en Francia
durante la Revolución Francesa, por un grupo de líderes religiosos
diocesanos católicos. Él relata sobre los momentos críticos vividos
en la Comuna 13 de Medellín:
“Un grupo de la comunidad de los sacerdotes Basilianos buscaba a
alguien que quisiera venir a Colombia con el objetivo de hacer
presencia, especialmente en los sectores que han sido golpeados
por la violencia y situaciones de pobreza. Yo no hablaba el idioma
español, por lo que en ese momento no pasó por mi mente que esto
sería parte de mi historia. Sin embargo, llegué a Colombia en el año
1986, precisamente para aprender español y ver si sería posible
quedarme. Permanecí tres meses estudiando en Bogotá, después
de lo cual volví a los Estados Unidos y continué trabajando allá en la
parroquia. Al año siguiente regresé a Colombia. Hablaba muy poco
español y no sabía mucho acerca del conflicto del país. Para mí fue
muy fuerte el cambio. Pese a todo, pienso que fue lo que Dios quiso
para mí.

Permanecí ocho años en la ciudad de Cali, en el sector de Agua


Blanca. Allí muchas personas me hablaron de algún familiar que
había muerto por causa de la violencia. Fue un tiempo en el que
aprendí muchas cosas. Sobre todo, aprendí a valorar a las personas
de aquí de Colombia, que con mucha valentía y con mucha fe han
perdonado y decidido no tomar venganza. El conflicto sería mucho
peor si estas personas buscaran represalias. Conocer gente que
realmente ha decidido no vengarse me impactó mucho.
Llegué a la ciudad de Medellín en el año de 1996. Permanecí un
año en el barrio Prado Centro, y al año siguiente el Obispo me
mostró varios sectores para trabajar. Me decidí por una pequeña
parroquia que se llama Ecce Homo, en el barrio Blanquizal de la
Comuna 13, en compañía del padre Pedro Miguel Mora.

El primer año fue muy calmado, pero al siguiente comenzaron los


problemas: conflictos entre grupos armados de dos diferentes
barrios. Tratábamos de mediar entre los dos bandos, para disminuir
la tensión.

En apoyo de la Pastoral Social de la Arquidiócesis de Medellín,


empezamos un trabajo con los jóvenes, con un taller denominado
“San Basilio, arte joven”. La idea era ofrecer a estas personas una
alternativa diferente a la violencia y el conflicto. En esa época
teníamos 30 jóvenes. Ellos se dedicaban a hacer artesanías y luego
salían a venderlas en las diferentes parroquias. Les recalcábamos lo
importante que era estudiar y salir adelante.

Con el pasar de los años (2001 y 2002), el conflicto se fue


agravando y decenas de personas fueron asesinadas en los barrios
Blanquizal y Olaya Herrera. Como consecuencia, quedaron muchos
niños huérfanos y numerosas mujeres viudas. Era muy triste oficiar
tantas exequias; yo compartía la tristeza y el dolor de muchas
familias que habían perdido un ser querido, y nos vimos en la
obligación de iniciar un trabajo social y espiritual con muchas de
estas víctimas de la violencia. Además, seguimos intentando hacer
un trabajo de mediación entre los diferentes grupos armados de la
zona, con el objetivo de disminuir un poco la tensión.

En varias ocasiones me pasó que, al entrar al barrio, quedaba en


medio del fuego cruzado entre los distintos grupos armados.
Recuerdo una vez cuando iba ingresando al barrio Blanquizal en el
vehículo de la parroquia y las calles estaban muy solas. Escuché, no
muy lejos de donde yo pasaba, el estallido de un artefacto explosivo,
y al momento se empezaron a escuchar muchos disparos. Aceleré
el automotor hasta llegar a la parroquia en medio del cruce de
disparos.

En otra ocasión me encontraba en compañía de unos niños frente a


la parroquia, cuando de repente sentimos el zumbido de una bala
que pasó por encima de nosotros, muy cerca, e impactó contra la
pared del templo.

Muchas veces yo acostumbraba a celebrar la misa en la calle, pero


debido al conflicto nos veíamos atrapados entre los disparos.
También nos tocaba ver personas con armas pasando en medio de
los asistentes a la misa. Eso nos generaba mucha tensión y temor.

Durante el tiempo que duró el conflicto, con la ayuda de algunos


feligreses tuve que recoger aproximadamente trece cuerpos de
personas que habían sido asesinadas, y transportarlos hasta la
morgue municipal en el vehículo de la parroquia. También llevé
numerosas personas heridas en el barrio a los centros asistenciales.
Esto lo hacía porque nadie más se atrevía a recoger los cadáveres o
los heridos, por temor a ser objeto de ataques de parte de los
grupos armados. Al hacer eso, en varias ocasiones quedamos
expuestos en medio de las balaceras, arriesgando nuestras vidas.

El conflicto me parecía algo muy absurdo y sin sentido, y aunque


hubo una ocasión en la que fuimos amenazados, no intenté irme del
país. Tomaba valentía frente a toda situación difícil, y así he
continuado predicando acerca de Jesús. Hablo de su perdón desde
la cruz, y pido a la gente que en vez de tomar venganza siga el
camino del perdón, como parte de la liberación personal. Yo siempre
predico la fe y el perdón de Cristo, enseñando cómo él, a través de
su misericordia, perdonó nuestros pecados. Pido a toda persona
que no opte por el camino de la venganza, ya que ésta sólo genera
más violencia y sufrimiento. Sé que es muy difícil, pero solo
perdonando se libera ese espíritu de venganza”.

Rafael Orlando Jaramillo, párroco quien llegó a prestar sus servicios


en la parroquia Nazaret del barrio El Corazón desde el 3 de
diciembre del año 2001, habla sobre sus vivencias en medio del
conflicto:

“Siempre he laborado en lugares donde se requiere mucho de la


ayuda y del acompañamiento espiritual. Frente a la situación vivida
en la parroquia, llegué en medio de mucha dificultad. Al comienzo
me sentía impotente ante el conflicto, no sabía qué camino coger,
pero a través de la oración, gracias a Dios, fui capaz de perseverar y
salir adelante, ciertamente a través del evangelio, que es la
enseñanza por excelencia de que Jesús se hace actual y más vivo;
ese evangelio, en cada momento crítico y doloroso por el que
pasamos, vivimos y sentimos, era esa carta abierta al amor, para
enseñarle a la población que aquí hay que vivir en paz, ser
portadores de paz, y que ante la realidad de muerte no se podía
pagar con más muerte, ni responder con el mismo mal. Varias
personas que habían perdido seres queridos en el conflicto me
decían que no eran capaces de reprimir los sentimientos de
venganza. Entonces me dirigía a ellas a través de las homilías, y
hablaba directamente con ellas por medio de la confesión; luego de
tantas palabras y tanto consuelo, muchas personas iban
recapacitando y se daban cuenta de que las cosas no podían seguir
así.

Algo que me afectó mucho fue que un día, antes de iniciar la misa,
llegaron unas personas y me dijeron que había que cambiar muchas
situaciones relacionadas con la homilía, porque yo hablaba muy
abiertamente; entonces sentí susto, pero ‘me puse en las manos del
Señor’, subí y celebré la eucaristía. Esas personas, al parecer,
querían regular un poco el trabajo que se estaba haciendo, el hecho
de hablar abiertamente a la gente y de cuestionar la posición que los
feligreses debían tomar frente a la violencia.

En otra ocasión, unas personas buscaban a alguien en especial, al


parecer con la intención de asesinarle, y entraron al templo porque
creían que se encontraba allí. Nosotros estábamos encerrados sin
saber qué hacer, a la espera de que terminara eso. Cuando fuimos a
la iglesia, ¡Dios mío!, no había nadie allí y ellos habían dañado la
puerta de la sacristía. ¿Cómo sería entonces cuando llegaban a la
casa de una persona para asesinarla? Acababan con ella aun en
medio de la misma familia. Es doloroso y trágico; yo opino que sólo
a través de esa voz de consuelo y esperanza se puede lograr que la
gente salga adelante, a pesar de todas las situaciones críticas.

Ahora, cuando uno mira hacia atrás y ve esos rostros adoloridos,


familias destrozadas y la comunidad marginada por tantas
situaciones, uno dice: ¿cómo pudimos pasar por todo esto? Sólo lo
pudimos pasar por la fuerza del Señor”.

El párroco Mario Castrillón Restrepo, quien ejerció su sacerdocio en


la parroquia del barrio Veinte de Julio, relata su experiencia en
medio del conflicto:

“Llegué al barrio Veinte de Julio el 30 de enero del 2001, en medio


de una balacera, para llevar a cabo el entierro de una persona
asesinada. En muchos sectores me abstuve de hacer un plan
pastoral por las constantes balaceras que se presentaban; los
grupos armados sólo nos permitían oficiar la misa, en la que fuimos
de mucho apoyo para la comunidad.

Desde la oración, clamábamos la intervención de Dios para que los


hombres cambiaran su mentalidad violenta y cesaran su accionar
criminal. Brindaba una voz de aliento a la feligresía para que
continuaran sin desanimarse y pensaran que no estaban solos, que
Dios mismo era una víctima del conflicto y que uniéndonos al
sufrimiento de la cruz podíamos asumir las dificultades con fe. Los
grupos armados nunca estuvieron de acuerdo con las homilías
porque se sentían tocados por sus malas acciones. Mis mayores
temores fueron:

• El secuestro express: las familias de los secuestrados me pedían


ayuda, y yo no podía hacer nada.

• Ver personas indefensas, que eran conducidas desde las partes


altas del barrio, con sus manos amarradas, llevadas como corderos
al matadero, y asesinadas en presencia de la población.

• El conflicto se volvió un folclor. Mucha gente se tornaba insensible


al sufrimiento de otros. Se había vuelto muy común el hecho de que
asesinaran a alguien.

• Me dolía mucho acompañar tantos sepelios de niños y jóvenes,


asesinados frecuentemente.

• Me parecía muy triste ver tantos menores de edad militando en los


grupos armados ilegales. Eran más grandes las armas que ellos”.

Los testimonios de estos líderes religiosos coinciden con una


crónica del periódico De la Urbe:

Un grito interrumpió los rezos en el templo La Divina Pastora del


barrio El Salado. El sacerdote trataba de mantener la calma
mientras que un hombre encapuchado apuntaba con un arma de
fuego a su cabeza. Eran poco más de las siete de la noche de un
domingo de febrero del 2002, y la gente reunida para vivir el
momento religioso más importante de la semana presenciaba
atónita el sometimiento del párroco.

Aunque esa noche no hubo muertos ni tiros en El Salado, un barrio


pobre trepado en las montañas que rodean a Medellín por el
occidente, quedó constancia pública de que el enfrentamiento entre
guerrilleros y paramilitares sería a sangre y fuego. El encapuchado
se encargó de anunciar con palabras recias que su grupo estaba
preparado para combatir sin pausa y que nadie allí quedaría por
fuera de la guerra.40

En la misión de los líderes religiosos por hacer un aporte a la paz de


la zona, en varias ocasiones algunos de ellos se convirtieron en
objeto de ataques por parte de los alzados en armas, y llegaron a
ser amenazados, o incluso asesinados.

Es el caso del párroco José Luis Arroyave Restrepo, de 48 años de


edad, quien en pleno furor del conflicto mediaba entre los distintos
grupos armados, llevando su mensaje de paz y esperanza con el fin
de evitar tanto derramamiento de sangre en la zona. Además,
dedicaba gran parte de su tiempo y esfuerzo a las personas menos
favorecidas. Fue uno de los organizadores de la marcha por la vida
y la no violencia, llevada a cabo el 9 de junio del 2002 en la Comuna
13, evento que logró congregar a más de 4.000 personas. Según un
foro realizado por el periódico El Colombiano,

El sacerdote José Luis Arroyave, carismático líder comunitario,


ampliamente conocido y querido en la Comuna 13, denuncia el
hambre en la zona. Pero no sólo el hambre de alimentos, sino
también de conocimiento y de razón de vivir, que es el hambre que
lleva la gente a la desesperación. Señala que la comuna necesita
una gran inversión como principio de equidad y justicia social, y que
más que militarizarla hay que humanizarla.41

Por otra parte, en una nota peridística se recuerdan algunas de sus


últimas palabras: “José Luis Arroyave afirmó pocos días antes de su
muerte: ‘Vivo y muero, doy mi vida por la Comuna 13’, durante un
foro sobre conflicto urbano que organizó el periódico El
Colombiano”.42

40. De la Urbe No. 15, “Con la guerra a cuestas”. Facultad de Comunicaciones de la


Universidad de Antioquia, agosto de 2002, p. 9. 41. Aricapa, Ricardo. Comuna 13: Crónica
de una guerra urbana. 2a. Edición, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 2005, p.
194.

Como si estas palabras fuesen un presentimiento, el día 20 de


septiembre del año 2002, en el barrio Juan XXIII, integrantes de un
grupo armado le dispararon al párroco en repetidas ocasiones,
causándole la muerte. De esta forma culminaba la vida del líder,
quien cada día luchaba en aras de la paz por la Comuna 13.

42. Yarce, Elizabeth. “Reconocen en Holanda la labor del padre Arroyave”. En: El
Colombiano, Sección Paz y Derechos Humanos. Medellín, 22 de noviembre de 2002.
“Causas” del conflicto según los actores
armados
Saber qué motivaba a algunas personas a tomar las armas y a
participar directamente en las confrontaciones, puede ayudarnos a
entender por qué el conflicto armado de la Comuna 13 fue de
semejante trascendencia. Sin embargo, esto es difícil de establecer
porque cada integrante de los grupos armados se escudaba en sus
propias “razones”, y así, muchos de ellos justificaron toda clase de
atrocidades en contra de la población civil y en contra de los grupos
oponentes. Actos que habitualmente eran violaciones a los derechos
humanos y a las normas del Derecho Internacional Humanitario.

Alias Corolo*, quien hacía parte de la estructura urbana del ELN en


la Comuna 13, y que fue recluido en el pabellón de máxima
seguridad de Itagüí, habla sobre algunos motivos que lo llevaron a
integrar esa organización.

“Como uno ya no se podía movilizar de cuadra a cuadra porque lo


atracaban, había mucha inseguridad en el barrio Villa Laura, donde
habitaba. Un señor conocido como John Chiqui, quien había
pertenecido al ELN, convocó a varios jóvenes, entre ellos a mí, y
conformó un grupo llamado FRAP (Frente Revolucionario
Antiparamilitar). Empezamos a recibir formación política sobre
marxismo-leninismo y a cuidar el barrio. En diciembre de 1998,
integrantes del frente urbano Luis Fernando Giraldo Builes, del ELN,
nos mandaron a decir que debíamos unirnos a su organización o de
lo contrario nos matarían. Ninguno quiso unirse, entonces se armó
una disputa armada y ellos asesinaron a un muchacho apodado ‘El
Indio’, e hirieron a otros integrantes del FRAP.

* Se omite el nombre para proteger su identidad.

Los del ELN entraron al barrio y nosotros quedamos quietos por


fuera. A los pocos días ellos me mandaron a llamar; me presenté y
me dijeron que trabajara con ellos o que me fuera del barrio. Mi
respuesta fue que yo no trabajaba con nadie. A los días decidí
presentarme al Ejército, y presté servicio militar hasta diciembre del
2000. Cuando regresé, ya el barrio estaba organizado de manera
diferente. Había mucha guerrilla, y como me encontraba en una
difícil situación económica, sin empleo, y con mi mujer a sólo unas
semanas para dar a luz, acepté la colaboración que me ofrecían
algunas personas del ELN. Ellos me fueron ayudando con dinero, y
así, al poco tiempo, ya hacía parte del ELN. De un momento a otro
resulté dándole instrucción militar a algunos muchachos que
pertenecían a la organización. Además, me fueron asignando zonas,
entre ellas el Plan Los Foronda, que linda con el barrio El Corazón, y
de esa manera quedé al mando de otros muchachos. Con el pasar
de los meses, las autodefensas nos hicieron varios atentados y nos
arrumaron a bala por la parte del barrio El Corazón. Ellos
empezaron a echar fusil para el sector del Plan Los Foronda y
herían a la población civil. No podíamos permitir que siguieran
hiriendo a la gente, y entonces los confrontábamos. Yo me tenía que
encargar de las operaciones militares, y había tiroteos a cualquier
hora. Eran momentos cuando se prendía a plomo toda esa zona y
uno ni siquiera sabía de dónde venían las balas. Muchas veces se
encontraban cuerpos de personas asesinadas por ahí tirados en la
calle, pero en muchos de los casos no era porque habían sido
ajusticiadas, sino por balas perdidas. Podían ser de nosotros, de las
FARC, de los CAP, de las Autodefensas o de la fuerza pública.
Tuvimos que quitar las luces del Plan de Los Foronda para que la
gente pudiera transitar sin que le dispararan con los fusiles desde
las zonas aledañas.

Es sabido que el 80% de la población permanecía allá metida


porque sólo el 20% salía a trabajar, pues eran los únicos que tenían
empleo. Había una sobrepoblación tremenda, porque allá hasta las
peladitas de 14, 15 y 16 años ya tienen hijos, y hay mujeres que
tienen más de siete hijos. A los niños se les ve brotado el ombligo,
llenos de lombrices, y eso era muy duro para nosotros. Lo que
podíamos hacer era evitar que robaran y que violaran a las niñas y a
las señoras. Sin embargo, cuando vos pertenecés a un grupo
armado, llámese ELN, FARC, Comandos Armados del Pueblo, vos
de charlas no te metés allá, porque allí se reciben estudios políticos
y las armas hay que emplearlas. No deberían, pero igual, hay que
hacerlo.

Mucha gente me tenía en buena estima, porque yo no dejaba matar


a nadie injustamente. Para mí, al que estaba tirando vicio
(drogándose) no había que matarlo, sino hablar con él. No me
interesaba hacer ajusticiamientos. Había veces que me tocaba
presenciar alguno, pero era algo que no podía evitar. Igual, estaba
metido ahí, y eran cosas que iban sucediendo. Uno veía dos o tres
pelaos bajando con otro, y a los cinco minutos el chico ya estaba
muerto. A esas personas las ajusticiaban porque se estaban yendo
en contra de la misma comunidad: atracaban. Entonces iba doña
Pepa y decía: ‘vea, es que fulanito me atracó ayer, hace quince días
me robó también y ya se me llevó el televisor; estoy sin licuadora’.
Pasaba uno y veía al muchacho pegado de un bareto, drogándose
al pie de los niños. Se le decía ‘váyase a fumar a otra parte’, y nos
decía ‘ustedes a mí no me jodan, a ver cómo es’, y le sacaban a uno
un revólver o un cuchillo. Entonces más de una muerte de ésas fue
justificada por eso. También soy consciente de que ajusticiaron a
mucha gente inocente, y yo no pude evitar que lo hicieran. Si
hubiera estado allí, yo sé que no los hubiesen matado, porque yo
sabía que era gente trabajadora. Por ejemplo, a una muchacha que
tenía seis meses de embarazo la ajusticiaron. Ella trabajaba en El
Carmen de Viboral, donde había gente del Frente Carlos Alirio. Uno
de ellos era un muchacho que tenía como apodo ‘Boy’ y que ahora
está muerto. Él fue hasta la casa donde ella habitaba y la sacó,
porque supuestamente estaba echándole las autodefensas a la
gente allá, en El Carmen de Viboral. Cuando a mí me dijeron que la
habían asesinado, me enojé y les pregunté por qué la habían
matado. Que si ella fuera una sapa, como ellos decían, ya habría
entregado a más de uno, inclusive a mí, que era su amigo. Ése fue
uno de los ajusticiamientos que me pareció injusto, y así pasó con
mucha gente.

La fuerza pública no entraba a la Comuna 13. Entonces la zona se


volvió importante, porque si en El Catatumbo, por ejemplo, habían
herido a alguien de la guerrilla, lo mandaban para la comuna y ahí
estaba protegido. Lo mismo ocurría con los que tenían orden de
captura. Si secuestraban a alguien, allá iba a dar. Si había que
hacer un negocio de armamento, allá también se hacía. Por eso era
importante la zona, estratégicamente. Para lo que fuera, era
efectiva.

Con la intención de empezar una nueva vida, alejado de la violencia,


me retiré del ELN en diciembre del 2001, y empecé a trabajar como
vigilante por el sector del Estadio. Me fui a vivir con mi mujer y mi
hija al barrio Santa Mónica. Estuve en ese plan varios meses hasta
que me di cuenta de que había una orden de captura en mi contra
por los delitos de rebelión y, supuestamente, por terrorismo.
Entonces tomé la decisión de regresar con mi familia al barrio Villa
Laura, de donde había salido meses atrás. Al encontrarme allí, de
nuevo la organización me puso a cargo del sector llamado Plan de
los Foronda.
Los CAP eran más unidos con nosotros para combatir, que los de
las FARC, porque éstos querían ejercer dominio sobre nosotros.
Cuando eventualmente la fuerza pública entraba, cada uno
respondía por su terreno, y a la que más plomo le tiraban era a la
tanqueta de la Policía, a la que apodaban Betty, la fea.

Nosotros sabíamos que eso se iba a perder el día menos pensado.


Que nos iban a meter una operación militar, y se dio el día que
comenzó la Operación Orión. Ese 16 de octubre había una
movención tremenda de gente con equipos. Me paré, y desde donde
estaba alcancé a ver que era el Ejército. De pronto escuché varios
disparos en la parte de atrás de donde yo me encontraba, y resulta
que los muchachos que prestaban guardia habían cogido a bala a
los soldados que estaban en la parte de abajo. Ese día, ya para
donde uno volteaba sentía plomo. Comencé a bajar por las escalas
en compañía de dos de los muchachos, uno con una charanga y el
otro con un fusil. En ésas me pegaron un tiro en el hombro, pero
continué bajando. A los dos que bajaban conmigo, los mataron. A
uno le dieron un tiro en la cara y al otro en el cuello. Uno de los
muchachos no llevaba sino quince días en la organización, y tenía
16 años de edad. Seguí bajando y sintiendo el sonido de las balas
cerca de mí. Me fui para el barrio El Salado, donde una muchacha
de la organización me cosió la herida y me dio albergue durante
cuatro días. Hasta que salí, pasé por todos los retenes y nadie me
requisó. Había policía por todos lados, pero a mí nadie me dio dedo,
nadie dijo ‘ése es Corolo’, y así pasé hasta el día que me cogió la
Policía.

Resulta que me fui a amanecer a una casa en el barrio Ocho de


Marzo y hasta allá me fue a buscar la Policía, pues alguien se me
adelantó e informó a las autoridades que yo me encontraba en aquel
lugar. Allá había un muchacho herido que se llamaba Juan David,
con una pistola para protegerse. A mí no me cogieron con armas,
pero igual, la orden de captura ya estaba, sabían por quién iban.
Preguntaron directamente por mí y por el Chata. Es más, me
dijeron: ‘Corolo, páseme el beeper y la libreta militar que sabemos
que está ahí’.

Estando en la organización, uno como ser humano le tiene miedo a


la muerte; pero cuando uno está en medio de las balaceras, y siente
que una bala le pasó cerca y que lo más probable es que era para
uno, se pierde el temor. Creo que mi único temor era la cárcel,
porque pienso que es preferible la muerte que estar en un sitio de
éstos. A los tres días de haber sido capturado por la Policía, en la
vía a Santa Elena asesinaron a mi compañera sentimental, en
represalia contra mí. Quizás lo hicieron las mismas personas que
me delataron. Luego de que salga de la cárcel, sólo me queda
seguir en la ciudad mientras se pueda, ya que ahí está mi hija y
debo cambiar por ella y seguir adelante”.

Algunos integrantes de los grupos armados justificaban su ingreso y


participación directa en el conflicto con el argumento de querer
mejorar su barrio, que se había vuelto muy inseguro debido a la falta
de oportunidades de empleo y a la extrema pobreza en la que vivían
sus habitantes. Por tales razones –decían– fácilmente se habían
dejado convencer de ingresar en grupos de guerrillas urbanas o en
grupos paramilitares.
Gabriel* quien habitaba en el barrio Antonio Nariño con su
compañera sentimental y dos hijos. Hizo parte del Bloque Cacique
Nutibara de las autodefensas, en la Comuna 13, y posteriormente
abandonó las armas para acogerse al plan de reinserción a la vida
civil, llevado a cabo por el Gobierno Municipal. Él relata las causas
que lo llevaron a unirse a dicha organización armada:
“Tomé la decisión de pertenecer a las autodefensas por muchas
razones: el acoso que teníamos por parte de las milicias, y las
muertes injustificadas, especialmente. No era justo tener que salir a
la calle con el temor de que alguien te iba a meter un tiro, que te
iban a secuestrar para pedir dinero por tu liberación o para
asesinarte. Ya estaba cansado de tanto abuso, de no poder estar
tranquilo. Despertarse escuchando las balas era muy duro, así como
ver que morían personas asesinadas por las milicias. Era un futuro
muy negro para nuestros hijos. No tenía sentido hacerse el de la
vista gorda con lo que pasaba en esta zona, no era justo con
nosotros ni con la demás gente. Nosotros utilizábamos las armas
porque la situación ya se estaba saliendo de las manos; era algo
que nadie podía controlar, ni siquiera la autoridad. No queríamos ver
más violencia, era ilógico permitir que las milicias hicieran lo que les
daba la gana. Lo que hicimos fue defender nuestro sector. La
finalidad de nosotros era acabar tanto con las milicias como con los
ladrones. Que la gente pudiera salir tranquila a la esquina porque no
les iba a pasar nada, o porque no les iban a robar el dinero.

* Nombre cambiado para proteger su identidad.

Aunque estaba metido en algo malo, lo hacía por la tranquilidad de


todos, no tanto por mí, sino por mi familia. Yo sabía que me estaba
exponiendo a que me mataran en cualquier momento, pero lo hacía
para que mi familia pudiera estar en calma, para que el día de
mañana ellos pudieran salir tranquilos por toda la comuna sin el
temor de encontrarse con un retén de milicianos cogiendo gente
para secuestrar, o dando bala. En la organización nos tocaba cuidar
el barrio, hacer incursiones contra las milicias y controlar a los
ladrones y viciosos. Porque tampoco era lógico permitir que cuando
nuestros hijos salieran a jugar a la calle, se encontraran a un grupo
de hasta diez jóvenes parados en la esquina, fumando marihuana o
ingiriendo cualquier otra sustancia alucinógena. Ésas fueron las
prioridades de la organización, y si los jóvenes no entendían que no
se podía robar o hacer muchas otras cosas en contra de la
comunidad, si se salían de control, era su decisión de quererse
morir.

El 24 de noviembre del 2003 me acogí, junto con otros compañeros,


al plan de reinserción municipal, porque vimos que las cosas habían
cambiado mucho en el sector, y la gente ya podía estar tranquila.
Mis expectativas ahora son poder terminar mis estudios, sacar a mis
hijos adelante y poder cubrir las necesidades de mi familia”.
Operación Orión
Luis Pérez Gutiérrez, Alcalde de la ciudad de Medellín en el periodo
2000-2003, relata:

“Hay muchos problemas de orden público en el país, que la


dirigencia pública y privada trata de ignorar, o trata de tapar para
hacerle creer a la comunidad que dichos problemas no existen. La
Comuna 13 fue uno de esos conflictos que la dirigencia antioqueña
intentó tapar durante muchos años. Se dice que las FARC, el ELN,
los CAP y las AUC estaban allí desde hace ya varios años y el
problema era ignorado, nadie era capaz de meter la mano. Por eso
se volvió como un cáncer social para Medellín y todo el Valle del
Aburrá, y un paraíso para todos los que querían hacer actividades
delincuenciales. Allí las preparaban para toda la ciudad en medio de
total impunidad. Prácticamente la gente en esa zona estaba sin
libertad.

Cuando llegué a la Alcaldía de Medellín empecé a preocuparme por


la zona; tanto la Alcaldía que yo dirigía como la anterior del doctor
Juan Gómez Martínez, habíamos adelantado algunas obras en la
zona, entonces tomé la decisión de irlas a inaugurar porque es muy
humillante para un gobernante comprender que exista algún sector
de la ciudad vedado para la autoridad, por lo tanto le solicité a varios
miembros de la fuerza pública que visitáramos el sector, aunque
ellos insistieron en que era algo muy peligroso. Es muy doloroso
reconocer que en una ciudad tan importante como Medellín haya un
barrio a pocos minutos del centro de la ciudad que no pueda ser
visitado por las autoridades. Es algo que me parece denigrante;
además, considero que permitir que eso ocurra es un acto de
irresponsabilidad por parte de un gobernante.

El 30 de mayo de 2002, decidimos trasladarnos hasta la zona en


compañía de varios periodistas. Yo iba supremamente tranquilo,
pues siempre he confiado en las fuerzas de seguridad del Estado,
capaces de resolver los problemas que la delincuencia plantee.
Cuando estábamos próximos a llegar, el bus con periodistas donde
me desplazaba fue atacado, al punto que las balas impactaron un
carro de la Secretaría de Tránsito que iba adelante. Éste fue
inmovilizado por las balas y quedó atravesado en la carretera, de tal
forma que nosotros no podíamos continuar nuestra marcha. Los que
íbamos en el bus nos agachamos, y yo me cubrí con un chaleco
blindado que llevaba. En medio de la balacera, el conductor, de una
forma muy ágil, agachado y en reversa, logró sacar el vehículo
hasta un lugar donde pudimos estar a salvo.

Fue una experiencia muy miedosa, pero al mismo tiempo muy


pedagógica para un gobernante, porque ahí se entiende el dolor al
que está sometida la ciudadanía y el miedo que infunden las
balaceras. Pensaba que si a un gobernante que está más o menos
protegido le pasan esas cosas, cómo será a un ciudadano, que no
tiene la forma de contar con guardaespaldas. Desde ese día solicité,
tanto al general Gallego, como al general Montoya, tomar medidas
para recuperar la Comuna 13, o de lo contrario, todos tendríamos
que renunciar. Porque yo no concebía que generales de la
República y alcaldes elegidos por voto popular estuvieran
atemorizados ante bandas urbanas, que estaban multiplicando la
violencia en todo el Valle de Aburrá.
Se empezaron a hacer preparativos para la recuperación de la
Comuna 13. Ya varios intentos de toma habían fracasado porque
cuando la Policía se disponía a ingresar al lugar era recibida por
fuertes balaceras. Lo primero que se tuvo que hacer fue el diseño de
unos planos de accesos a las calles de la Comuna 13, pues todas
las señalizaciones habían sido destruidas. Además, pedí que se
instalara en la zona un cuartel de policía, y efectivamente se aprobó
con dineros de la Alcaldía. La gente no estaría tranquila hasta no ver
organismos de seguridad del Estado haciendo presencia en la
comuna. Tras dificultades para establecer el terreno, se enviaron
topógrafos para medir los desniveles de la zona y poder hacer un
diseño adecuado. Usualmente esos topógrafos eran sacados a bala,
y tuvieron que regresar posteriormente con protección extrema para
poder hacer su trabajo.
En una ocasión, el 14 de octubre del 2002, cuando el conflicto se
había agudizado en la zona, las balas alcanzaron un apartamento
en el barrio Santa Mónica, donde habitaba un médico, amigo mío,
con su única hija, estudiante de la Universidad de Antioquia. La
joven fue alcanzada por el proyectil cuando se encontraba en la
ventana y murió. Fui a la sala de velación, y vi al padre de la
muchacha muy triste; nunca había visto a un hombre tan deprimido
como aquél. Realmente no pude aguantar mucho tiempo en el lugar,
pues el dolor que me produjo ver el sufrimiento de mi amigo era
insoportable. Cuando me fui a retirar de la sala de velación, me
alcanzó un señor que también estaba llorando y me dijo que su hijo,
quien estudiaba en la Universidad EAFIT, de igual forma había
muerto por causa de una bala perdida. Eran dos personas jóvenes
universitarias, alejadas del conflicto, vilmente asesinadas.

Veía que los miembros de la fuerza pública de Medellín eran


incapaces de resolver el conflicto y entonces llamé al presidente
Uribe. Le dije que la situación que vivía la ciudad era inaguantable, y
que si él no me ayudaba a resolver ese problema, me consideraba
deshonesto con la cuidad, pues les estaba haciendo creer que
tenían un Alcalde capaz de resolverlo. El Presidente quedó muy
preocupado.

A eso de las tres de la tarde me llamó el general Ospina y me dijo


que el Presidente lo había llamado para que se pusiera a mi
disposición. Nos reunimos aquel mismo día y acordamos
encargarnos del asunto. Él dijo que en dos días traería quinientos
hombres especializados en terrorismo urbano para, conjuntamente
con la Policía Metropolitana y con la Cuarta Brigada del Ejército,
hacer un proceso de toma de la Comuna 13. Ya se tenían
identificadas ciertas personas que eran solicitadas por la Fiscalía. La
decisión tomada por todos fue que, así la toma durara un mes o un
año, no nos retiraríamos de la zona”.

El general Mario Montoya Uribe era Comandante de la Cuarta


Brigada del Ejército Nacional, con sede en la ciudad de Medellín,
cuando se había agudizado el conflicto en la Comuna 13 y en
momentos de efectuarse la Operación Orión. Montoya dice:

“Durante varios años los grupos armados ilegales habían


adelantado un proyecto político en la Comuna 13, el cual consistía
en suplantar a la autoridad legal para pasar a imponerse en la zona.
Para tal fin, restringían la movilización de personas y víveres,
imponían sus propios modos de vida, extorsionaban a los tenderos,
los taxistas y al comercio en general, y asesinaban al que querían.
El Estado había perdido su capacidad en la zona, y la fuerza
pública, al ver a la población civil en peligro, tuvo que parar muchas
veces las operaciones militares”.

El 16 de octubre del año 2002 se llevó a cabo la operación militar


Orión, por parte de los organismos de seguridad del Estado; según
el general Mario Montoya, le llamaron así porque el Ejército
acostumbra asignar el nombre a las operaciones militares de
acuerdo con la primera letra del mes en que se lleven a cabo.

En la Operación Orión participaron más de 1.200 hombres del


Ejército, la Policía, el DAS (Departamento Administrativo de
Seguridad), el CTI (Cuerpo Técnico de Investigación), la Fiscalía, la
Fuerza Aérea y la Armada Nacional, con el acompañamiento de la
Procuraduría.

Estas tropas llegaron a la zona aproximadamente a la 1:00 de la


madrugada, e iniciaron la avanzada en los barrios Belencito, sector
La Torre; Nuevos Conquistadores, sector La Gallera; Veinte de Julio
y El Salado. Los uniformados sabían que los grupos armados tenían
30 trincheras desde donde ejercían control de una amplia zona las
24 horas del día, y donde se encontraban algunos francotiradores.
En cada trinchera tenían un fusil o una carabina, un radio de
comunicaciones, y granadas o artefactos explosivos de fabricación
manual. Además contaban con fusiles AK-47, Galil, R15, G3,
carabinas con mira telescópica, subametralladoras Uzi, escopetas,
pistolas, revólveres, ametralladoras M-60, lanza granadas M-79 y
algunas minas antipersonas.
Al notar la presencia de la fuerza pública, los alzados en armas
abrieron fuego y de esta manera se desataron los combates en la
zona. Al poco tiempo murieron en los enfrentamientos el teniente de
Fragata de la Armada Nacional, Mario Alonso Villegas García, y los
soldados Juan Carlos López y Johnny Enrique Álvarez.

La confrontación armada se extendió hasta horas de la tarde, al


igual que el sonido de las balas, las explosiones y el temor de miles
de personas a causa de los cruentos combates, pues se estaba
llevando a cabo la operación militar que partiría en dos la historia de
la Comuna 13.
El subintendente Felipe*, de la Policía Metropolitana, quien participó
en la Operación Orión, relata los momentos de tensión vividos por él
y los policías con los que se encontraba, y el drama por la muerte de
su amigo, el subteniente Diego Andrés Acosta Herrera, de 21 años
de edad, cuando tenían como misión ingresar, en la tanqueta
blindada, a algunos sitios donde grupos milicianos se encontraban
atrincherados:

“Con anticipación se me había dado la orden de abordar una


tanqueta blindada, denominada Pantera, junto con el subteniente
Acosta Herrera, un capitán, un sargento y cuatro agentes más. El
subteniente miraba por el visor de la tanqueta, yo me encontraba
cerca de él, y los demás agentes se ubicaron en los bordes de la
parte interna de la tanqueta. Aproximadamente a las siete y treinta
de la mañana nos trasladamos al barrio Veinte de Julio, donde se
encontraban muchos milicianos de las FARC, el ELN y los CAP,
fuertemente armados y combatiendo contra el Ejército y el grupo de
contraguerrilla de la Policía Antioquia. Éstos, a su vez, no podían
avanzar hacia donde se encontraban los milicianos, por la
intensidad del combate. Nuestro objetivo era abrir camino y despejar
la zona para que ellos pudieran avanzar. El primer logro consistió en
despejar el barrio Veinte de Julio de los grupos de guerrilla urbana:
destruimos sus trincheras, capturamos algunos milicianos e
incautamos armamento, entre lo que estaba una carabina con mira
telescópica.
A las nueve de la mañana, cuando ya teníamos el barrio Veinte de
Julio bajo control, intentamos avanzar hasta el “Salón Rojo” en el
sector La Independencia II, a poca distancia de donde ya nos
encontrábamos. Al intentar subir por la pendiente, los insurgentes
nos atacaron con granadas de mano y por eso tuvimos que
devolvernos en dos ocasiones para replantear la estrategia y no
tener pérdidas humanas. Posteriormente intentamos subir de nuevo,
y en medio del fuego cruzado y las explosiones, logramos llegar.
Luego llegaron varios policías y soldados a pie. Ellos se quedaron
allí y nosotros seguimos subiendo en la tanqueta, con dificultad,
porque seguía presentándose un fuerte cruce de disparos. Eran
aproximadamente las diez y treinta de la mañana cuando logramos
llegar hasta un lugar donde se encontraban ya cuatro milicianos
muertos, con sus respectivas armas de largo alcance.

* Nombre cambiado para proteger su identidad.


En medio de la confrontación, un miliciano disparó contra nosotros
una granada de fusil, que impactó en la parte externa del visor.
Adentro se escuchó un fuerte estruendo y se logró ver el fogonazo;
de inmediato el subteniente Acosta cayó herido encima de mí. Yo
también había sido herido en la cara y me encontraba muy aturdido,
pero no de gravedad como él, a quien traté de dar ánimo, aunque
dentro de mí presentía que iba a morir. Tardamos quince minutos en
bajar de donde estábamos hasta el sector El Salón Rojo, porque ya
no teníamos espejos retrovisores y nos encontrábamos en una loma
muy inclinada. Al llegar, de inmediato montamos al subteniente en
otro vehículo que lo trasladó rápidamente al hospital, pero estando
allí, siendo aproximadamente las dos de la tarde, falleció.

Los demás policías que íbamos en la tanqueta nos quedamos en el


área, y luego, en compañía del grupo Gaula Antisecuestro y el
Grupo Élite Antiterrorista de la Policía, logramos subir a pie las
escalas. A eso de las once y cuarenta y cinco de la mañana
pudimos liberar a dos personas que estaban secuestradas. Los
combates no cesaban; los insurgentes se habían replegado al barrio
El Salado, en el sector de Cuatro Esquinas y la escuela Pedro J.
Gómez, de donde resistían a la fuerza pública.
Ya en horas de la tarde logramos hallar un fusil AK-47 con
abundante munición. Ese día nos quedamos toda la noche en el
área, extremando las medidas de seguridad. Al día siguiente, 17 de
octubre, a eso de las seis y treinta de la mañana, en compañía de la
Fiscalía nos dispusimos a efectuar varios allanamientos. Luego de
capturar a un hombre, encontramos una caleta bajo tierra que
contenía dos fusiles AK-47, una escopeta Winchester, una
subametralladora de marca Uzi, varias granadas, radios de
comunicación, chalecos porta proveedores y uniformes camuflados.
Los allanamientos continuaron todo el día, y se logró la liberación de
varias personas secuestradas, la captura de varios delincuentes y la
incautación de mucho armamento, explosivos y bombas.

A eso de las seis de la tarde ordenaron el relevo de los policías que


nos encontrábamos en la zona. Debido a las heridas que yo tenía,
me trasladaron a la clínica, donde me diagnosticaron insuficiencia
auditiva. Con el paso de los días las heridas sanaron, pero las
escenas vividas jamás saldrán de mi mente, siempre estarán allí,
para recordar el día 16 de octubre del año 2002, cuando el mayor
trauma para mí fue la muerte de mi amigo, el subteniente Acosta”.

Balance del operativo militar

Durante la Operación Orión, el grupo de antiexplosivos de la Sijín


desactivó un autobús cargado con dinamita y metralla, que había
sido dejado por las milicias en una calle del barrio El Salado.
Además, el mismo grupo hizo detonar en forma controlada varias
granadas de fragmentación sin seguro que se encontraban en el
suelo y que habían sido arrojadas por los grupos armados, pero que
no habían hecho explosión. La fuerza pública rescató a 21 personas
secuestradas e incautó 330 kilos de explosivos, 90 granadas, 62
armas de fuego, 6.452 municiones de distintos calibres, dos kilos de
clorato de potasio y varios artefactos explosivos de fabricación
manual. También realizó la captura de varias personas.

Para el entonces Brigadier General, José Leonardo Gallego


Castrillón, quien era el comandante de la Policía Metropolitana del
Valle de Aburrá al momento de efectuarse la Operación Orión: “La
intervención en la Comuna 13 partió de la gran necesidad, de la
urgencia manifiesta, de intervenir con todas las instituciones y
medios logísticos la zona afectada por ese accionar que durante
tantos años los grupos armados ilegales venían desarrollando. No
existía sólo la necesidad de intervenir la zona, el terreno, sino
también de adelantar una labor indispensable a favor de la
población que se encontraba reducida por parte de los grupos
ilegales. Se llevaron a cabo intervenciones puntuales para poder
restablecer la presencia del Estado y desplazar los factores
originadores de violencia, para lograr que las instituciones del
Estado pudieran ingresar y realizar sus labores”.

Lamentablemente, en el desarrollo de la Operación Orión murieron


en total 18 personas: cuatro civiles, cuatro integrantes de la fuerza
pública, y diez presuntos integrantes de las guerrillas urbanas.
Además, hubo 34 heridos: 14 integrantes de la fuerza pública, y
otras 20 entre la población civil e integrantes de las milicias.

Adriana María Mazo es una joven residente del barrio Las


Independencias. Pese al conflicto que se venía presentando en el
sector, ella llevaba una vida “normal”, a sus 22 años de edad, en
compañía de sus padres, sus cinco hermanos y su pequeña hija,
quien para la fecha en que se presentó la Operación Orión tenía
ocho meses de nacida. Adriana María narra así su experiencia:

“Mi vida dio un giro total el 16 de octubre del año 2002. Ese día, en
horas de la madrugada, se habían escuchado muchos disparos. A
las seis de la mañana me arriesgué a salir con la intención de
dirigirme a mi lugar de trabajo, ubicado en el municipio de Itagüí.
Después de salir de mi casa y recorrer una distancia de dos
cuadras, me encontré con varias personas armadas que me dijeron
que no podía seguir. De inmediato empecé a devolverme; fue
cuando escuché un tiro y sentí en mi cuello un fuerte corrientazo.
Había recibido un disparo que salió por el costado izquierdo de mi
hombro. Caí al suelo, boca abajo. Quise levantarme, pero no tenía
fuerzas. Pude ver cómo perdía sangre lentamente. Hacía un gran
esfuerzo en pedir auxilio, pero nadie se atrevía a ayudarme, por
temor a ser impactados por las balas. Pasaron aproximadamente 45
minutos. Aún me encontraba en el piso, y había perdido mucha
sangre. Una señora que me conocía me vio en el suelo herida y fue
a visarle a mi familia. Al instante llegó mi tía Margarita con mi primo
Wilber, quienes no contenían el llanto al verme en tales condiciones.
Mi primo me alzó en sus brazos para tratar de llevarme a un centro
asistencial, pero como se escuchaban tantos disparos me alzó al
hombro para poder correr más fácilmente conmigo hasta el lugar
donde logró montarme en un vehículo, que me trasladó hasta la
unidad intermedia del barrio San Javier. El médico que me atendió
me vio tan grave que me remitió al hospital San Vicente de Paúl, en
el centro de la ciudad. Allí se esforzaron en mantenerme con vida.
Permanecí inconsciente durante tres días. Me agravé un poco y
permanecí cinco días en estado delicado. Sentía mucho dolor en el
hombro izquierdo y en mi cara, ya que con la caída me la había
lesionado.

Después de permanecer dos semanas en el hospital, se me acercó


un doctor y me preguntó cómo me sentía. Yo le pregunté por qué no
sentía mis piernas ni mi mano izquierda, y él me respondió que yo
estaba sufriendo una triplejía, que había pérdida motora en las
extremidades, porque el proyectil me había afectado la médula
espinal. Me dio muy duro escuchar esta noticia, me afectó mucho
emocionalmente.
Pasadas dos semanas, fui trasladada a una casa que mi familia
había alquilado en otro barrio de la ciudad, pues me encontraba muy
afectada psicológicamente y ya no quería seguir viviendo en el
barrio en que había sido herida.

Ha sido muy duro para mí acostumbrarme a la idea de haber


quedado inválida, de no poder mover mis piernas ni mi brazo
izquierdo. He llorado mucho mi desgracia y aun más al ver crecer a
mi pequeña hija, sin poder siquiera jugar con ella. Verme obligada a
que todo me lo tengan que hacer es algo muy desesperante. Sin
embargo, mi familia, mis amigos y la gente que se ha acercado a mí
para darme ánimo, me han ayudado mucho para afrontar esta
desagradable situación. Hace un tiempo recibí una buena noticia: el
doctor me dijo que con una cirugía era posible que recuperara de
nuevo la movilidad de mi brazo izquierdo. Cada día trato de
mantener la calma, con la esperanza de poder algún día
recuperarme siquiera un poco”.
Senderos del conflicto
“Residencias baleadas, puertas destruidas, orificios de bala de
armas cortas y largas han quedado como testimonio de una guerra
urbana, para muchos sin precedentes, en la historia de la ciudad”.43

Luego de la Operación Orión, la fuerza pública se posicionó en la


Comuna 13. La mayoría de integrantes de los grupos armados que
no fueron capturados por las autoridades, huyeron de la zona.

Luis Pérez Gutiérrez afirma: “Recuperada la comuna, aunque a la


gente no se le había dado nada material, se le había otorgado la
libertad, y ellos tenían en la cara una expresión de alegría. Y aunque
quizás no tenían trabajo o estaban aguantando hambre, se les
estaba quitando de encima una esclavitud. Yo veía la alegría
deslumbrante de aquella gente y me llenaba de satisfacción.

Deseo agregar que el propósito de nosotros no era sólo militar sino


también civilista. Por ello, luego de la operación militar se enviaron a
la zona los recursos necesarios para recuperar las escuelas y darle
trabajo a la gente. Desde aquel entonces los homicidios y los
índices de criminalidad en la ciudad disminuyeron
considerablemente, y la paz que tiene Medellín se debe en gran
parte a la intervención en la Comuna 13. Gracias a la intervención
de la fuerza pública, los criminales en las diferentes comunas de la
ciudad se han dado cuenta de que no pueden atajar a la Policía. La
Comuna 13 es un ejemplo para todo el país, que debe aprender que
en diferentes ciudades hay también cuevas de delincuencia, de
donde se expande la violencia que hoy viven”.

43. Esparza, Catalina. “Baja la tensión en la Comuna Trece”, En: BBC Mundo, América
Latina, octubre 20 de 2002.
Por su parte, Ricardo Aricapa nos recuerda:

Tras el fin de la guerra, la Administración Municipal impulsó un plan


especial de inversiones con cobertura en toda la Comuna 13, cuyo
objetivo era consolidar la pacificación, activar la economía, restaurar
el tejido social y pagar parte de la deuda histórica de la ciudad con
esta zona marginada. Fue un plan de arreglo de daños, construcción
de obras, intervención en el espacio público y mejoras en algunos
servicios públicos básicos, que a diciembre de 2003, o sea, catorce
meses después de la Operación Orión, había comprometido
inversiones por treinta y ocho mil millones de pesos. Ésa fue la
suma que destinaron de sus presupuestos ordinarios las diferentes
secretarías e institutos descentralizados del orden municipal; suma
elevada si se compara con la inversión que habitualmente destina el
Municipio para las zonas marginales.

Sin embargo, en opinión de algunos líderes comunitarios y de


organizaciones no gubernamentales que le hicieron seguimiento al
proceso, todo se redujo a un conjunto de inversiones de choque que
buscaban resolver problemas específicos y necesidades inmediatas
y, por tanto, con efectos apenas puntuales y de corta duración.44

A su vez, Rubén Darío Restrepo, de la mesa de trabajo del sector


La Loma (noviembre de 2002), ha señalado que “[…] las múltiples
necesidades de la comunidad hacen que las inversiones se vean
pequeñas”.45

44. Aricapa, Ricardo. Comuna 13: Crónica de una guerra urbana, 2da. Edición, Editorial
Universidad de Antioquia, Medellín, 2005, p. 235.

Es importante recordar que “Los programas de carácter de atención


inmediata a la crisis deben estar articulados a programas
estructurales y sostenidos, planificados a mediano y largo plazo,
para que los primeros –de corto plazo– no se queden en acciones
paliativas y provisionales”.46

Según el párroco Mario Castrillón Restrepo, “Éste continúa siendo


un sector que pide más inversión en la persona humana. Aunque es
cierto que poseen buenos servicios públicos, buenos alcantarillados
y buenas redes telefónicas, el mayor flagelo aquí es el hambre de
muchas familias y urge inversión en empleo, educación y
alternativas para los jóvenes, muchos de los cuales son líderes que
están dispuestos a transformar esta realidad por otra en la que se
vivan los valores y la paz”.

Superando el conflicto

Luego de la Operación Orión, muchos docentes de la comuna


recibieron ayuda psicológica y capacitaciones dirigidas por la
Secretaría de Educación. Después continuaron con la labor de
inculcar en los estudiantes el respeto a la vida y la tolerancia.
Desarrollaron varios proyectos educativos, como la cultura de la
legalidad, con el cual se les ha dado a conocer a los estudiantes la
importancia de un Estado Social de Derecho, y la defensa de sus
leyes. Además, diseñaron unos módulos de aprendizaje, en los que
se resaltaban los conceptos de paz y convivencia como eje
transversal. Los talleres elaborados por los alumnos de las distintas
materias tenían en común los mensajes positivos que se les
infundía. Los maestros estimulaban a los estudiantes en todo lo que
sobresalían, con aplausos, elogios o pequeños detalles. Se
desplegaron muchas actividades lúdicas y de recreación, donde
muchos padres de estudiantes se vincularon, incluso ayudando en
ocasiones a las profesoras con los niños más pequeños.
45. El Colombiano. “Más capacitación para la comuna 13”. Noviembre 22 de 2002. p. 11A.

46. Informe Diagnóstico Socio-económico de la Comuna 13, Universidad Autónoma


Latinoamericana y Empresas Públicas de Medellín, octubre de 2002.

Con el pasar del tiempo, los adolescentes han ido llenando sus
mentes de experiencias que los fortalecen más como personas y
que los ayudan a cicatrizar poco a poco los traumas dejados por el
conflicto.

Por otra parte, la Policía Metropolitana envió a la zona un grupo de


policías comunitarios encargados de contribuir en la construcción de
la cultura de seguridad y convivencia ciudadana, por medio de la
articulación comunidad - administración municipal - policía, a través
de programas, acciones y estrategias sociales. Mediante el
programa Policía Cívica Juvenil, la Policía Comunitaria ha venido
reuniendo a muchos niños de la Comuna 13 para capacitarlos en
prevención del consumo de drogas, alcoholismo y violencia
intrafamiliar. Es un programa preventivo que busca generar
disciplina, educar a los niños en valores para sí mismos y para
quienes los rodean, e integrarlos con niños de barrios aledaños, por
medio de dinámicas y juegos dirigidos por los agentes que
participan en el programa.

Por medio del programa DARE (Educación para la resistencia del


uso y el abuso de las drogas y la violencia, según la sigla en inglés),
la Policía Comunitaria capacitó a niños de las escuelas Monseñor
Perdomo, Pío XII, Veinte de Julio, Escuela Integrada El Corazón y
Escuela Urbana Betania. En períodos de seis meses, durante una
hora semanal, les enseñaron cómo abstenerse de las drogas y
cómo rechazar la violencia. Al final de las capacitaciones les
otorgaron un certificado.

La Policía Comunitaria también ha venido desarrollando en la zona


los programas de seguridad ciudadana participativa, tales como los
frentes de seguridad local, que consisten en el acercamiento a los
habitantes de sectores previamente seleccionados, con el fin de que
se comprometan con la seguridad de su entorno; los espacios
pedagógicos para convivencia ciudadana, consistentes en
capacitaciones a grupos de personas en temas relacionados con la
convivencia pacífica, la seguridad ciudadana, la urbanidad y el
conocimiento institucional, entre otros temas, y programas de
carácter preventivo.

Factores “originadores” y nuevos retos

“El Instituto Popular de Capacitación (IPC) hace notar que tanto los
homicidios como la presencia de actores armados en la ciudad son
más graves en donde hay limitaciones de espacios públicos, mayor
pobreza, más desempleo, carencia de educación, déficit de vivienda
y dificultades para el acceso a la justicia formal. Mejor dicho, en
donde son más claras las consecuencias producidas por la
desigualdad y la exclusión social”.47
Durante el tiempo que se prolongo el conflicto armado en la Comuna
13, la pobreza era muy evidente en la zona, la mayoría de personas
luchaban a diario por no sucumbir ante las necesidades básicas de
sustentó diario, tal fue el caso de Albeiro, habitante del sector La
Torre del barrio Belencito, quien tuvo pocas oportunidades laborales,
por lo que sufrió mucho junto a su esposa y a su pequeña hija para
poder sobrevivir. Cada día buscaba trabajo en construcción o
haciendo mandados, pues no tenía la educación suficiente para
desempeñarse en otro oficio. Él y su pequeña familia fueron
conocidos como los habitantes de la casa en el aire, porque el
rancho de tablas en el que habitaban se encontraba ubicado al
bordo de una barranca y sostenido por unos palos, en lugar de
columnas. Al caminar dentro de su casa se sentía que el piso
temblaba, y pasar al balcón era inseguro, pues existia el riesgo
inminente de que éste se desprendiera y cayera al precipicio.

47. Jiménez Morales, Germán. “Violencia en Medellín equivale a borrar del mapa un
municipio”. En: El Colombiano, mayo 6 de 2002. p. 10A.

Mientras el conflicto armado se recrudecía, Albeiro no tenía dinero


para ayudar en los gastos del estudio de su pequeña hija, su futuro
era incierto. En ocasiones los tres pasaban el día con una sola
comida o tomando sólo agua de panela. Con el pasar del tiempo
murió una de sus dos hijas, pues el hambre y una enfermedad que
padecía no se apiadaron de ella, y la hicieron sucumbir. Era como si
el destino se hubiese ensañado contra Albeiro y los que ama. En
otras zonas de la misma ciudad hay personas que pueden darse el
gusto de derrochar lujos, pero en éste sector han habido otras,
como Albeiro, que no han tenido ni con qué llevar comida a su casa;
para él sobrevivir fue más difícil que dejarse morir. Sin embargo,
cada día de su vida se esfuerza por salir adelante y por llevarle
siquiera un trozo de pan a su familia.

Es importante tener en cuenta que han habido sectores marginales


de la ciudad que reclaman inversión por parte de las instituciones
del Estado, no sólo en el aspecto de seguridad, sino también
mediante inversión social que ayude a satisfacer las principales
necesidades de los ciudadanos. “Para la Personería de Medellín, si
se entendiera como presencia estatal únicamente la presencia de la
fuerza pública, ello sólo podría significar una profunda debilidad de
un Estado sin instituciones ágiles y eficientes que canalicen la
necesaria inclusión de la población más vulnerable por las vías de la
inversión social, en el marco de la lógica en un Estado Social de
Derecho”.48

48. Artículo e informe sobre Derechos Humanos de la Personería de Medellín. 2002.

La pobreza y el vacío dejados por las instituciones del Estado en


esta zona de la ciudad fueron aprovechados por los distintos grupos
armados al margen de la ley que participaban en el conflicto armado
en el territorio nacional (los CAP, sólo operaban en la Comuna 13).

Así, todos estos grupos vieron en las laderas de la Comuna 13 un


lugar propició para sus propios intereses, aprovechando para
incorporar a los jóvenes en sus filas con el ofrecimiento de
engañosas oportunidades de vida. “Hoy se requiere del
establecimiento de una política de gobierno de intervención en
sectores urbanos de alta conflictividad, que como en la Comuna 13
pide a gritos inversión, mediación y estrategias de participación”.49

Según la psicóloga Ángela Quintero López, quien fue docente de la


Institución Educativa Las Independencias, “El reto es construir
caminos de salida igualmente complejos que impliquen soluciones
políticas y económicas, que brinden seguridad a las personas y
logren la reconstrucción del tejido social, el empoderamiento de las
organizaciones sociales, el apoyo psicosocial a las comunidades y
el apoyo psicoterapéutico a las víctimas.

49. Informe Diagnóstico Socio-económico de la Comuna 13, Universidad Autónoma


Latinoamericana y Empresas Públicas de Medellín, octubre de 2002.

En Colombia, y en particular en la Comuna 13 del municipio de


Medellín, tenemos varios retos:
• Revalorizar la vida física, psíquica, social y espiritual.
• Reconstruir lazos sociales confiables.
• Fortalecer la dignidad humana.

• Disminuir la brecha entre los que tienen mucho y quienes no


poseen nada o muy poco”.50

El reto apenas comienza para las autoridades, quienes a su vez se


han esforzado por invertir en el desarrollo humano y extructural de la
zona, por mantener la tranquilidad, por extinguir la amenaza y la
sensación de peligro y temor en los residentes de la Comuna 13.

Sin embargo, es fundamental que la comunidad utilice cualquiera de


los medios que estime convenientes, existentes en la ciudad, para
informar a las autoridades, acerca de las personas más vulnerables
que requieran urgente intervención por parte de las instituciones del
Estado, debido a sus extremas condiciones sociales, salubres o
situaciones de alto riesgo extructural en la que habitan, también
acerca de los factores de inseguridad en la Comuna 13, o sobre la
presencia de grupos armados que vulneren o que pongan en peligro
el libre ejercicio de sus derechos.

50. Documento: “Efectos de la guerra en niños, niñas y jóvenes”. Psicóloga Ángela


Quintero López, docente de la Institución Educativa Las Independencias, 2002.
La transformacion social y cultural
Actualmente la Comuna 13 disfruta de una gran trasformación social
y cultural, sus habitantes han superado la crisis que les agobiaba,
apoyados por sus gobernantes y algunas empresas privadas que
han creído en el potencial humano y económico de la región. La
alcaldía de Medellín hizo instalar sistemas de transporte novedosos
en la zona, tales como el teleférico, conocido en la ciudad con el
nombre de “Metro Cable” el cual une un tramo del metro de Medellín
con zonas apartadas de la Comuna 13. También hizo instalar un
gran sistema de escaleras eléctricas, con el propósito de que los
habitantes de un sector de difícil acceso pudieran llegar hasta sus
hogares en lo alto de la montaña, sin tener que caminar cientos de
escalones entre los estrechos callejones.

Muchos artistas y emprendedores en la Comuna 13 han impulsado


el desarrollo del sector, mostrando sus talentos mediante hermosas
pinturas y grafitis a lo largo del recorrido, en los cuales han evocado
la naturaleza y sus experiencias vividas mediante expresiones
artísticas, atrayendo cada mes a miles de turistas de todas partes
del mundo, quienes quedan maravillados con la innovación de los
sistemas de transporte, las hermosas pinturas que adornan los
senderos, los jóvenes bailarines, los artesanos, las golosinas y las
deliciosas bebidas de café que allí son preparadas, pero sobre todo,
por la amabilidad y el espíritu emprendedor de sus habitantes.
¿Qué me motivó a escribir éste libro?
A mediados del año 2003, fui asignado como integrante del grupo
de policía comunitaria de la Comuna 13, con la misión de realizar
trabajo social. Esto consistía en llevar a cabo actividades de
integración con la comunidad, gestionar recursos esenciales para
los residentes que más lo necesitaban, a través de entidades
gubernamentales y privadas, el desarme voluntario de residentes
del sector quienes tuviesen armas en sus hogares, y el desarme
simbólico de los estudiantes dentro de los colegios, muchos de los
cuales, entregaron a la policía sus juguetes bélicos, a cambio de
pelotas, muñecas y carritos. En este proceso, con algunos de los
niños, y jóvenes, la policía recibió armas reales, municiones o
explosivos que fueron encontrados en las calles, extraviados por
miembros de los grupos armados que hacían presencia en la zona,
y que algunos residentes, habían mantenido en sus casas, desde
antes de finalizar el conflicto armado.

Mientras trabajé allí, muchos residentes de la zona me contaron


historias de lo que ellos habían vivido o presenciado durante el
conflicto armado; muchas de ellas me parecieron increíbles, mi
mente no lograba asimilar que situaciones tan críticas para la
comunidad se hubiesen presentado en la Comuna 13 de Medellín,
historias como de una película, pues en muchos de los casos la
realidad superaba la ficción.

Pregunté insistentemente a gente de allí, si ya existía un documental


o un libro, relatando lo sucedido, sin embargo, me decían que no;
pero seguían contándome nuevas historias cada día, hasta que me
obsesioné por averiguar nuevos detalles sobre ese conflicto armado.
Después de que alguien me contara una de sus experiencias,
concluimos que hasta el momento, nadie había escrito un libro sobre
lo sucedido y a manera de chiste, le dije: “me va a tocar hacerlo”.

Los días fueron pasando, y aquellas palabras: “me va a tocar


hacerlo”, retumbaban en mi mente, hasta que se transformaron en
“lo haré”

Tan fuerte era mi sentido de motivación para escribir el libro, que ni


siquiera las dificultades me importaron. En mis días de descanso y
en las vacaciones empecé a leer libros de periodismo, para reforzar
mis capacidades literarias y a recopilar los relatos de los residentes
de sector.

Posteriormente, empecé a digitar y a clasificar las diversas historias


según el tema concerniente de cada una; las que se relacionaban
con los niños en grupos armados, secuestros; y así sucesivamente,
hasta que, estructuré el libro en el transcurso de cuatro años. En
resumidas cuentas: tuve tantos deseos de leerme un libro de lo que
había sucedido en la Comuna 13, que pese a que no existía aún,
me vi en la necesidad de escribirlo, para poderlo leer. También
deseo que otras personas conozcan esta historia, para recordar a
las víctimas de ese trágico pasado, donde se evidenció el
sufrimiento humano, y evitar de alguna manera; que los actos
violentos descritos en éste libro, puedan repetirse nuevamente en
cualquier parte del mundo.

Otras obras publicadas por el autor:


Comuna 13: El arte y la cultura como medio de transformación social.

En versión español e inglés. Prólogo realizado por el cantanteJ balvin.

Libro Comuna 13 de Medellín, El drama


del conflicto armado. En los idiomas
Inglés, Neerlandés y francés.
Contacto:

E-mail: bookdistrict13ofmedellin@gmail.com

Book District irteen of Medellin

Bookdistrict13ofmedellin
Book district 13 of medellin

+57 312 266 96 68

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