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Sangre

Ventura, María Virginia

Sangre / María Virginia Ventura. -1a ed.-


Villa María: Apócrifa, 2018. 106 p.; 22 x 14 cm.

ISBN 978-987-46207-2-9

1. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.


CDD A863

© María Virginia Ventura, 2018


lavampiraventura@gmail.com

© Apócrifa, 2018
www.facebook.com/apocrifaeditorial
apocrifaeditorial@gmail.com

Fotografías . Pablo Gabriel Durán


Logo editorial . Julieta Karaman
Equipo editorial . Virginia Ventura, Lumpen, Darío Falconi

Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723

1ra. edición en llantodemudo, 2014


1ra. edición en Apócrifa Editorial, Marzo de 2018
Hecho e impreso en Argentina
Gráfica del Sur, Juan B. Justo 5951, Córdoba
Made and Printed in Argentine

ISBN 978-987-46207-2-9
Permitida la reproducción parcial con permiso del Autor y/o Editorial.
Se ruega citar correctamente las fuentes.
Sangre

Virginia Ventura
Cuentos de asesinos
y otros seres naturales
Páginas en blanco

En el silencio de su habitación, Ana sorbía café. Le gusta-


ba cargado y amargo. La taza humeante liberaba el mismo
aroma día tras día, su esmalte blanco estaba corrompido
por el color de esa bebida oscura.
El único vicio de Ana era el café. Se sentaba en su escri-
torio siempre con la misma taza rebosante y una pila de
hojas blancas para intentar diseñar alguna prenda original
para la marca que la empleaba. Tarea que se había vuelto
una vil rutina. Su pasión había desaparecido con la misma
velocidad que la cantidad de tazas de café había ido aumen-
tando.
El lápiz acariciaba las páginas blancas dejando una hue-
lla gris que iba tomando la forma de una figura de mujer
envuelta en ropas extrañas. Todo era ya un ritual sin senti-
do, ni todo el café del mundo hubiese sido capaz de devol-
verle su pasión.

Hoy es día de compras. El café está a punto de faltar en


la alacena, es necesario evitarlo. Se calza sus botas de cuero
negro y se dispone a abandonar por un momento su depar-
tamento, como sucede todos los jueves.
El jueves es el único día que intenta salir, suele lograr-
lo siempre a las dieciséis. Le resulta perturbadora la más
mínima alteración de su rutina, por algún extraño motivo
siente que es el día ideal. Que nada alteraría nunca su ruti-
na un jueves.

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La puerta se cierra dejando tras de sí un departamento
deshabitado. En el escritorio, las páginas vírgenes descan-
san esperando ser acariciadas por el lápiz que yace junto
a ellas. Pero la ventana se abre y muchas son alejadas del
harem, arrebatadas de su lado. Recorren el suelo arrastrán-
dose en busca de libertad, escapando a las caricias de su
amante.

A las diecisiete la puerta se abre nuevamente. Un bolso


colmado con envases metalizados de café en grano la atra-
viesa en manos de Ana, para ser abandonado en la mesa de
la cocina.

Ana se detiene un momento, contempla las vírgenes


desparramadas por el piso y comprende que algo está mal.
Todos los jueves hace las compras, todos los jueves abando-
na el departamento de la misma manera, y nunca antes en-
contró las hojas tiradas. La ventana está abierta. Ella no la
deja así, ni siquiera esta vez la había dejado así, está segura.
Las páginas blancas le advierten que no está sola.

Era rara. Comentan los vecinos. Los policías entran y


salen del departamento. Seguramente andaba en algo tur-
bio... No tenía amigos, nunca salía. Era rara. Algunas ho-
jas cruzan volando los pasillos, libres ya. El lápiz ha sido
asesinado y yace partido en dos mitades bajo el escritorio.
Otras hojas han bebido la sangre de Ana y ahora lucen un
radiante color rojo. Están húmedas y blandas, pero pron-
to quedarán secas y rígidas. El cuerpo de Ana reposa en el
charco su propia sangre.
Uno de los hombres de traje azul toma una de las bolsas
de café abandonadas en la mesa y la esconde en su bolsillo.
En la alacena, sólo quedan unos granos.

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El cuerpo

Tres horas habían pasado desde que el cuerpo yacía allí.


Tres horas. No dejaba de mirarlo. La muerte había impreg-
nado todo con su color doloroso. En el cuello se dejaba ver
una herida abierta por algún instrumento afilado, desde la
misma, la sangre había brotado a borbotones durante ho-
ras. Había visto la muerte impregnando con su oscuridad
el cuerpo.
El arma se bañaba con placer en el charco escarlata.
Todo era sangre. Marie miró sus manos pintadas de rojo.
Su celular, también manchado. Su camisa blanca se había
convertido en un lienzo abstracto en el que la sangre había
dejado su mortífera impronta.
Los pies de Marie tocaban descalzos el suelo, hundién-
dose en el líquido rojo. Dio la espalda al cuerpo y se dirigió
hacía el pasillo. A cada paso que se alejaba de la laguna que
el fluido vital había formado en el piso, cada pie marcaba
en una huella roja.
La mano de Marie tomó el picaporte de una puerta blan-
ca en la que dejó reluciendo la marca de la muerte. El celu-
lar cayó al piso. El baño era negro, todo negro. Abrió la du-
cha y se sumergió en el agua cálida, no soportaba la muerte
que se había depositado sobre su piel. La camisa comenzó
a volverse rosada y la huella de abstracción se disolvió en
el agua que caía teñida en rojo y era bebida por el desagüe.
Golpes en la puerta.

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Sobresalto.
Los pies de Marie se alejaron del agua pintada de rojo
que siguió corriendo hasta volverse transparente. Sus pa-
sos fueron dejando huellas húmedas hasta la puerta. Abrió
sin preguntar.
—¿Usted llamó, señorita? —preguntó un sujeto vestido
de policía, junto a él, una mujer que lucía también el atuen-
do típico de agente provincial. Marie se quedó parada fren-
te a ellos, empapada. La miraban extrañados. La llamada
había provenido de ese departamento, la había realizado
una mujer.
—Señorita, —dijo la agente, preocupada por la mirada
perdida de esta mujer que tenía en frente suyo— ¿qué ha
pasado? —pero Marie no se movía, no respondía—. ¿Está
usted bien? ¿Necesita que llamemos a una ambulancia? Re-
cibimos un llamado diciendo que en este lugar se acababa
de cometer un crimen. ¿Sabe algo al respecto?
En ese momento, levantó su mirada. Los ojos se le llena-
ron de lágrimas. Como si esas palabras la hubieran rescata-
do de un profundo sonambulismo. Las lágrimas corrieron
por sus mejillas mojadas. Abrió por completo la puerta y
posó sus ojos sobre el cuerpo desangrado de Joel revelán-
doselo a los agentes. El hombre de traje azul se retiró a vo-
mitar. Nunca había visto algo semejante. La mujer avanzó
mojando los borceguís en la sangre, con una expresión de
horror. Su índice tocó la mejilla del cuerpo, estaba frío, el
calor que una vez había poseído estaba ahora decorando el
piso de rojo. Seguramente llevaba horas muerto. Pobre mu-
jer, pensó. No estaba viendo a su alrededor. No vio cuando
una mano levantó el cuchillo del suelo. Pero sintió el filo de
la hoja deslizándose por su cuello dibujando un corte exac-
to al que llevaba el cadáver.
—¡No lo toques! ¡Es mío! —la sangre fluía de la herida
en una catarata roja y espesa que se unía al lago del piso. El
policía se recuperó de sus vómitos justo para contemplar
la escena. Marie dio media vuelta y clavó sus ojos llenos de

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ira en el hombre de azul. Él sacó su arma, ella se le abalanzó
con la mirada perdida y el cuchillo en la mano, él estaba
aterrorizado. Tres disparos y Marie cayó sobre aquella san-
gre que invadía el piso con su cuerpo lleno de muerte.

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Painted black

I see a red door and I want it painted black


No colors anymore I want them to turn black…

Mick Jagger & Keith Richards

Voy a matarlo. Esas palabras resonaron en la mente de


Alexia irrumpiendo en su sueño. Sus párpados se abrieron
revelando el negro de sus pupilas, que se clavaron en el
hombre que dormía junto a ella. Allí estaba él, descansan-
do a su lado, tranquilo y con vida, vivo. Ella era ahora su
mujer. Las amenazas de Mercedes no debían asustarla más.
Si no es mío, no es de nadie, le había jurado cuando se
apareció frente a la puerta de su casa, sola, desalineada y
llorando a mares. Unos meses atrás, Xavier había abando-
nado a Mercedes para correr a sus brazos. Todo era perfec-
to desde entonces. Y parecía ridículo que desde ese día en
que Mercedes había irrumpido con amenazas, Alexia no
descansaba tranquila. Sentía pena por Mercedes, pero no
era culpa suya. Mercedes era la única responsable de que
Xavier la hubiera dejado. Aunque era incapaz de aceptarlo
y parecía dispuesta a todo.
Los sueños, las pesadillas, no daban tregua a su tormen-
to. Mercedes parecía haber enloquecido, ignorar ese hecho
le resultaba imprudente, y su inconsciente no podía evitar
proyectar por las noches sus temores. La mujer no estaba
en su sano juicio y podía ser capaz de cualquier cosa. Cada
noche, Alexia soñaba con la muerte de su pareja y desper-
taba aterrada, rogando encontrarlo con vida y durmiendo
a su lado, como ahora.
—¿Qué te pasa, Alex? —Xavier despertó, la intensa mi-
rada de su mujer había atravesado su sueño y lo había traí-
do al mundo real.

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—Nada, pienso... —dijo Alexia, intentando en vano di-
simular su miedo, como hacía siempre. Claro que inútil-
mente, porque Xavier estaba al tanto de sus tormentos. Las
primeras noches tras las amenazas, los despertares habían
sido mucho más intensos, cargados de gritos y sollozos, por
lo cual había tenido que explicar los motivos de su estado.
—En Mercedes, ¿no? —él le sonrió, una de esas sonrisas
calmas, de las que intentan apagar inútilmente ese inquie-
tante temor que a veces envuelve al alma de la mujer—. Te
dije más de mil veces, es puro ruido, la conozco, no mataría
una mosca. —Él le acarició la espalda, recorrió sus muslos
y la besó, seduciéndola, tratando de distraerla de sus pensa-
mientos. Ella accedió a la seducción acariciando su pecho,
su espalda, dejándose llevar por el deseo. Sus cuerpos se
unieron hasta que el placer los venció. Cayeron profunda-
mente dormidos uno en brazos del otro. Pero el sexo no era
suficiente para apartar los temores de la cabeza de Alexia.

Cuando Xavier abrió los ojos, el amanecer había llegado


y su mujer no estaba a su lado.
—¡Alexia! —llamó. Nada.
Voy a matar a esa puta, había jurado Mercedes en el ins-
tante en que él estaba atravesando la puerta con su bolso
para abandonarla por su nuevo amor, la dulce y tierna
Alexia. El día que él dejaba atrás años de sometimiento a
una mujer delirante, enferma. Saliendo al fin de una rela-
ción miserable y sin sentido. Abandonando la tristeza por
la esperanza. Al recordar esas amenazas, sintió que su cora-
zón se aceleraba y un frío intenso recorría su espina. Nun-
ca las había tomado en serio, nunca hasta ahora. Vistió lo
primero que encontró y corrió, sin nada más que su celular
y un juego de llaves en el bolsillo, a casa de Mercedes.
La casa era la viva imagen del dolor y la locura de Mer-
cedes, tal como la había dejado. Entró sin llamar, la puerta
estaba sin llave, las luces apagadas y la oscuridad era inten-
sa. Se oía claramente una canción, Painted black.

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Se dirigió al pasillo que daba al cuarto y al baño, notó
que había algo derramado en el piso, patinó y cayó de es-
paldas sobre eso. Era un líquido espeso, lo iluminó con su
celular, era rojo. Pero no, no podía ser, Mercedes no mataba
una mosca. Durante años había luchado contra su depre-
sión, sus trastornos obsesivos, su compulsión, pero nunca
contra la maldad. Una sensación de frío recorrió su espina,
no podía ser posible. Alexia no tenía nada que hacer allí,
nada. Sin embargo, el piso estaba cubierto en sangre.
Con dificultad, se puso de pie y encendió la luz. El ras-
tro de líquido rojo conducía al baño. Dispuesto a descubrir
cualquier cosa, decidió entrar, decidió verlo por sí mismo
aunque fuera incapaz de olvidar. No podía ser. Sus ojos re-
velaron algo tan inesperado como perturbador. Mercedes
yacía en la bañera con sus muñecas cortadas, sumergida
en un rojo intenso.

—No me esperes, amor... pasó algo... le pasó algo a Mer-


cedes.
Cientos de policías, esperas, preguntas, respuestas. Lar-
gas horas pasaron hasta que Xavier pudo volver.
Encontró a Alexia en la cocina, preparando la cena, es-
perándolo. Ella corrió a sus brazos al escucharlo entrar.
—Lo lamento tanto, amor, lamento que hayas tenido
que ver eso. Sé que fueron mis pesadillas las que te llevaron
a la casa de Mercedes a esa hora —dijo ella entre besos al
ver su mirada perdida en el horror, en la culpa—. Pero no te
sientas mal, ella lo quiso así. Era cuestión de tiempo. —Alex
estaba animada, en cierta forma. Parecía no notar el óxido
rojo que manchaba la ropa de Xavier. Se dio vuelta, tomó
un cuchillo de la pileta de la cocina y se dispuso a cortar la
carne para la cena, mientras tarareaba una canción de los
Rolling Stones.

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Gotera

La noche la había sorprendido sin sueño. Las sábanas se


enroscaban en su cuerpo de manera incómoda. Las luces
de los pocos autos que pasaban por la calle no podían ser
detenidas por las cortinas que dejaban entrever el exterior.
La imagen de los labios de Matías sobre la boca de otra mu-
jer la atormentaba. El dolor y la bronca eran sabores de-
masiado amargos. Miró el reloj, había dado la medianoche.
Hacía media hora que había apagado el televisor, si lo de-
jaba prendido no iba a dormir nunca. Y mañana debía ir a
trabajar. Como si fuera fácil. Leyó un capítulo más de Gran-
des Esperanzas, tomó un vaso de leche, pero no dejaba de dar
vueltas en la cama.
El reloj daba las dos de la madrugada cuando los ojos de
Julia pudieron cerrarse al fin. Fue entonces, cuando había
logrado conciliar el sueño, que aquel odioso ruido hizo su
entrada.
Tic... tic...
Una gota, otra gota y los ojos de Julia se abrieron. El so-
nido la despertó mucho más nerviosa que antes. El ruido
se introducía en sus oídos y le impedía cerrar los ojos. Era
peor que pensar en aquel beso de Matías con otra. No po-
dría volver a dormir hasta que el ruido callara.
Decidió salir a su encuentro y terminar con él por fin.
Sus pies tocaron el piso, sintió frío, caminó a oscuras por su
habitación y su mano fue a encender los interruptores del
pasillo para dar fin a la oscuridad.

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Tic... tic...
Sólo quería dormir. El piso estaba frío, pero el calor de
la noche era insoportable y el ruido del líquido cayendo la
perturbaba. Caminó unos pasos más y encendió otra luz.
En la cocina, la canilla no perdía ni la más mínima gota,
sin embargo el sonido había parecido venir de allí. Miró la
heladera, nada. El baño aún debía ser explorado, probable-
mente fuera la ducha. Volvió sobre sus pasos, encendió otra
luz, pero al entrar al baño descubrió que tampoco había allí
gotera alguna.
El departamento estaba completamente iluminado.
Casi. No lo había pensado antes, pero al bajar de la cama
en busca de la gotera, no había encendido la lámpara de su
habitación. Miró hacia la oscuridad del cuarto e hizo callar
sus pensamientos. La gotera estaba ahí, en la oscuridad.
Sus pies recorrieron el piso del pasillo arrastrándose
lentamente. Su mano acarició el marco de madera de la
puerta y se arrastró por la pared buscando el interruptor.
Ante el clic, la iluminación del cuarto dio paso a algo
mucho más oscuro. A los pies de su cama, en una de sus si-
llas, yacía el cuerpo de Matías con un profundo corte en su
cuello, desde el cual sangre caía lentamente, se arrastraba
por su brazo gota a gota hasta tocar el suelo, elevando un
sonido irritante.
Tic... tic...
El reloj daba las cinco.

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Los suicidas

No quería seguir a su lado. Su nerviosismo lo había torna-


do un ser desagradable. Ella era para todos la loca, sin em-
bargo, nunca llegaba a pasar semanas así, como él, nunca
lo trataba de la manera en que él la trataba, sin fijarse en el
daño que hacían sus palabras.
Para él, cualquier pelotudez era una catástrofe. Cual-
quiera, por mundana e insignificante que fuera. La plata,
sobre todo, era lo que más lo perturbaba. Nada había que
decir sobre nada si la guita no era suficiente. No era que
tuviera grandes ambiciones, para nada, pero valorizaba
excesivamente aquel bien de este mundo regido por el con-
sumo.
Esa noche, sin dar explicaciones y con absoluta naturali-
dad, abandonó la casa. Se cambió, se perfumó y se dirigió a
esa librería. Una librería comercial sin ningún miramiento
en calidad literaria, pero era un lugar espacioso donde na-
die molestaba a nadie, donde se puede caminar al infinito.
Sentía, por primera vez desde que habían decidido irse
a vivir juntos, haber abandonado el calor de hogar que él le
brindaba. No comprendía el porqué de su aprisionamiento.
Nadie le impedía salir, nada la detenía. Ella se había deteni-
do. Estaba dormida, o muerta. No leía más. Daba clases. Él
se había consumido en la fotografía de eventos olvidando
el arte. De repente se encontró como antes, libre, leyendo.
Reencontró una paz extrema en la soledad de esos libros,
una que a veces, le había parecido lejana. Tanta nostalgia.

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Si pudiera, tan sólo, recuperarlo. Ella se había dejado
atrapar por las enormes montañas de ropa para planchar y
los horarios de las comidas siempre listas a tiempo.
El trabajo no ayudaba. Aquello que suponía ser una sali-
da de la cotidianeidad doméstica no era más que la segun-
da parte del puto rollo de todos los putos días. La espon-
taneidad y la originalidad habían quedado atrás. La única
ayuda, el único escape, estaba en los libros. Si tan sólo tu-
viera tiempo para leerlos... Pero por un momento había es-
capado.
Estaba ahí: entre libros sin leer, recordando ese amor
que había sentido para no terminar con todo de una vez y
para siempre. No podía terminar, era imposible y, aunque
no encontrara motivos para seguir, aún lo amaba. Aún era
aquel hombre dulce y sensible. Aún era un artista. ¿Por qué
no crear, entonces? Como antes. Cuánta nostalgia.
Había tomado un libro y se disponía a ojearlo. Era un
libro de fotografías. Todas eran seguramente bellas, pero
ninguna impactaba en nadie. Las leyes de composición se-
guramente se cumplían a raja tabla, pero no tenían nada,
no decían nada.
Mientras las miraba pensaba en la manera de arrojar
todo lo que sentía, pensaba si sería posible. Y lo era, necesi-
taba... sangre.
La sangre es vida y dolor, es muerte y amor, resultaba
perfecta. Con esa idea, abandonó el libro de fotos y corrió
de regreso a su esposo. Después de abrazarlo y besarlo apa-
sionadamente al encontrarlo en el hogar, le pidió que vol-
vieran a crear algo juntos.
—Sangre, Martín, necesitamos sangre.
Por primera vez, a él no le importó agotar el dinero en
aquella obra. Mariana estaba feliz, por primera vez la plata
no importaba y su marido pensaba en la obra, nada más
que en aquella obra.
Pasaron una semana preparándolo todo. Compraron
sangre artificial. Mariana confeccionó un vestido blanco

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que mancharían con ese líquido rojo simulando la cerca-
nía de la muerte.
Esa noche Martín preparó el estudio, Mariana el maqui-
llaje. La sangre fue el toque final. Ella tenía cabellos negros
que caían en grandes ondas hasta su cintura contrastando
con la intensa blancura de su piel. Sus ojos eran enormes
con pupilas celestes y pestañas muy largas, estaban rodea-
dos de un trazo grueso de delineador negro y los parpados
estaban cubiertos en sombra oscura. Sus labios resplande-
cían pintados de rojo intenso. Martín sólo podía pensar en
que la amaba más que a nada en el mundo.
Ella se arrodilló en medio del cartón negro que confor-
maba el estudio. Era su musa, su inspiración. Tomaron el
envase de sangre artificial, abrieron el extremo plástico con
unas tijeras plateadas y ensuciaron las manos de Mariana,
salpicaron la túnica y apenas unas gotas dejaron caer en su
rostro.
La sangre había llenado de sensualidad el momento.
Una toma tras otra, el ojo de Martín capturaba con su lente
la belleza de su esposa ensangrentada. Una toma tras otra,
ella lo seducía. Lo incitaba. Lo excitaba. Sólo pensaba en
aquel escenario sangriento, pensaba en lamer la sangre de
sus manos, de sus pechos, de cada rincón de su cuerpo. Pen-
saba en arrancarle la ropa. Pensaba...
Dejó de pensar. Puso la cámara en el trípode y la progra-
mó para que tomara una fotografía cada tres minutos. Se
arrojó sobre su esposa, quién le abrió los brazos. Estaban
cubiertos de sangre, bebiéndola de sus cuerpos, curiosos
del verdadero sabor. Y la curiosidad se intensificaba a cada
beso, en cada recuerdo de ese amor apagado por la rutina,
por los anhelos materiales. La sangre dulce que cubría sus
cuerpos desnudos era algo nuevo, algo distinto, sobrenatu-
ral.
La pasión crecía con la violencia de aquel momento. Sus
sexos se unieron y todo cambió. Algo se apoderó de ellos.
Comenzaron con mordidas, violentas mordidas, hasta que

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los dientes rasgaron la piel y la verdadera sangre brotó. El
sabor dulce se mezcló con el auténtico gusto metálico de la
sangre humana. Bebieron el uno del otro y enloquecieron.
La cámara capturó cada momento.
Las uñas de Mariana se clavaron en la espalda de Martín
hasta que brotó sangre. Ella, extasiada, exhaló un grito de
placer ensordecedor. Él, sucumbiendo a ese grito, derramó
en ella su pasión.
Se miraron hastiados de placer. Llenos de felicidad. Su-
pieron entonces que no había nada más. Mariana tomó las
tijeras que habían dejado en el suelo luego de cortar el ex-
tremo plástico del pomo de sangre diciendo:
—Nada más hay que hacer cuando haz creado tu obra
maestra. Nada más que terminarla. No hay nada más des-
pués.
Las tijeras se clavaron en el cuello de Martín. Él las tomó
en sus manos y ellas salieron dejando abierta una herida
donde la sangre fluía con avidez.
—Te amo —susurró él con sus últimas fuerzas.
—Te amo —respondió Mariana mientras cerraba los
ojos esperando el filo en su garganta.

Encontraron los cuerpos vacíos. Descubrieron la sangre


artificial mezclada con la auténtica. La cámara no tenía ba-
terías, pero en su interior guardaba cientos de fotos.
No comprendieron, nunca lo harán. La obra maestra de
Martín y Mariana permanecerá oculta. Tan perfecta y sin
poder iluminar al mundo. Si hubiese moraleja en la obra,
si su carácter fuera de un virtuosismo pretendido por este
mundo hipócrita, seguramente se mostraría. Pero se escon-
de, como se esconde la oscuridad humana. Sin ver que es
allí, en la sangre, donde yace el verdadero amor.

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La última vez

Era la última vez. No lo soportaría más. No soportaría ya


sus miradas hipócritas. El corazón estaba latiendo bajo el
entablonado del piso y ellas lo sabían. Parecía más fácil to-
mar esa actitud, la actitud que quiere pretender que todo
está bien, que nada malo ha ocurrido.
La loca siempre terminaba siendo ella. Era fácil decirlo
y pensarlo así. Era simple. A ella se le notaba lo que a la ma-
yoría no se le nota, lo verdadero. Ella sacaba a la luz absolu-
tamente todo. No ocultaba nada. No podía. Si lo hiciera, la
consumiría, la quemaría, la aniquilaría...
Tal vez lo hacía, tal vez ella se pasaba el tiempo ocultando
todo lo bueno de sí. Ocultar lo malo, los defectos y resaltar
la bondad, la enloquecía. Lo peor es lo que realmente uno
es. Lo peor. Lo bueno está ahí, igual en todos. Cualquiera llo-
ra al ver la muerte del niño en Cadena de favores, cualquiera.
Apenas unos pocos son capaces de revelar lo malo. No digo
de actuar, de hacerse el malo, digo de mostrar lo auténtica-
mente malo. Mostrarse distraído porque se es distraído, sin
poner excusas ni disculparse. Decir abiertamente que no se
quiere a los niños porque resultan ser un símbolo inútil de
la hipocresía humana. Decir que sos anarquista. Decir que
sos peronista. Decir que sos gorila. Decir que sos católico
apostólico romano. Decir que sos ateo. Decir que sos abor-
tista. Antiabortista. Machista. Feminista. Puta. Puto. Homo-
fóbico. Virgen.
Mostrarse. Ese era su defecto principal, mostrarse tal
cual era. Ese había sido el principal desencadenante de
todo.

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Si hubiese sido una estúpida hipócrita más, una de esas
que andan saludando a cualquier idiota al que le ven cara
conocida, esas que hablan y cuentan y hablan y cuentan.
Esas que siempre sonríen, aunque tengan un día de mierda,
que avanzan por la calle sonriendo y mirando, a la expecta-
tiva de que algún conocido o desconocido no viera la basu-
ra que había sido su día. Esas personas que siempre dicen
lo políticamente correcto.
Ellas eran hipócritas. Incapaces de mencionar al cora-
zón latiendo.
Tal vez Poe no era la mejor opción para tener presente
en ese instante. Tal vez no. Ella no era hipócrita y Poe le ha-
ría imposible, sumamente imposible, pensar en otra cosa
que no fuera...
Poe.
La idea no se borraba de su mente. Trató de pensar en
otro. En otro autor un poco más... ¿sutil?... Pero fue a dar
con Quiroga. Y recordó a Laiseca diciendo: No entres. Los
cuatro idiotas. Tan idiotas parece que no eran. La pendeja
era una hipócrita, sus padres unos hipócritas. La sirvienta
era la más sincera. Ella les enseñó a matar a la gallina.
Quiroga era peor que Poe. El cuervo se aparecía para de-
cir nunca más, pero la gallina se aparecía para enseñar a
matar.
Mejor dejaba a la lúgubre medianoche atrás y pensaba
en algo menos lúgubre. Otro autor tal vez. Uno un poco
más realista, como Dostoievski. Pero Rodia era un asesino
confeso, no era mejor, no era menos lúgubre. Él mató a la
vieja porque se lo merecía. Puta madre, si este era el peor
de todos. Lo mejor era matarla, matar a esta vieja que la
volvía loca. Matarla. Ser el hombre superior. Ser Napoleón.
Pero ella no era un hombre superior. Las leyes se aplicaban.
Sería procesada y acabaría como K. No, esa no era la idea.
La idea era que sufriera, la idea era que se lamentara. La
idea era que la dejara en paz. Aunque la muerte parecía tan
prometedora. Después de todo, ella la enjuiciaba perma-

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nentemente; sin motivos, ni porqués. ¿Qué diferencia tenía
ella con K en este momento? ¿Qué evitaría que la mataran
como a un perro?
Kafka era extraño, él dice que no tenés salida en este
mundo de jerarquías en el que seres como uno, por motivos
azarosos, son designados en puestos de poder, puestos des-
de los cuales son capaces de hacerte miles de cosas. Buenas
o malas, todo depende de quién sea y cómo le caigas.
La vieja tenía un problema con ella, y estaba misteriosa-
mente designada en un puesto de poder. ¿Qué podía hacer?
Ella no era Joseph K, prefería ser Rodion. Si tenía que pagar
por un crimen, que fuese un crimen del que se jactara.
Sí, con Dostoievski y Kafka los temas se habían vuelto
más serios, más racionales. La Ley se había materializado.
Pero ella siempre se había caracterizado por lo sobrenatu-
ral.
Pensó en aquel cuervo parado el dintel de la puerta de
mi cuarto. Nunca más, decía, era lo único que decía. Nunca
más era lo que quería escuchar. Nunca más.
¡Cuervo! ¡Cuervito! ¿Dónde estás? Rogaba su aparición,
rogaba que el pájaro vetusto abandonara la noche plutó-
nica para presentarse ante ella con su canto: Nunca más.
Más el pájaro no aparecía. Debía deberse a la ausencia de
un dintel con el busto de Palas. Debía deberse a que estaba
caminando por aquellos pasillos desolados del instituto.
Nadie quedaba más que ellas tres.
Nunca más, se supone que es para siempre, para nunca,
es decir. Porque nunca es la eternidad, la eternidad del no.
La eternidad de no verlas otra vez, de no oírlas otra vez, de
no escuchar sus palabras otra vez. Todo debía terminar de
una vez, todo. Nunca más y para siempre.
El pasillo lúgubre y solitario se extendía hasta el infini-
to. Poe parecía ser el adecuado. El Nunca más, nunca, nunca
más. Pero ni siquiera el cuervo de testigo.
Entró en la secretaría, allí la estaban esperando. Ella, re-
donda y gorda como una vaca, comiendo medialunas, tra-

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gándolas, deglutiéndolas, devorándolas, era vomitivo. La
vieja, excedida de maquillaje, como una prostituta barata,
vestida con ropas ajustadas y demasiado blancas que resal-
taban cada una de las excesivas protuberancias abultadas
de su cuerpo.
—Siéntese profesora —le indicó la prostituta. No era
nada más para ella que una simple puta. Era increíble que
una mujer como ella tuviera que estar bajo las órdenes de
tan grotesco personaje. El cuervo resonaba en su cabeza,
nunca más.
La otra la miraba. Seria. Engullendo medialunas sola.
Mientras tragaba, un sonido quiso salir de su boca.
—Ni te molestes —le interrumpió, asqueada. No quería
que le hablara. Le repugnaba intensamente.
Nunca más, le decía el cuervo en su cabeza, nunca, nunca
más.
No había pluma negra alguna, su vetusto cuervo no ha-
bía venido. El nunca más estaba sólo en su mente. Lo único
que tenía en sus manos, lo único que pudo imaginar posi-
ble, era un afilado lápiz.
—Profesora, por favor, estamos tratando de resolver el
problema... —dijo la mujer a cargo.
—Nunca más —dijo en un susurro, metiendo la mano en
la cartera y tomando el lápiz de punta afilada.
—¿Qué? —preguntó la prostituta.
—Nunca, nunca más.
El lápiz afilado se clavó en la garganta de la vaca que en-
gullía. No había testigos, ni siquiera el cuervo. El instituto
estaba vacío. Nadie sabía nada de esto. Todo parecía perfec-
to. Pero se había quedado sin armas. Tomó el velador del
escritorio y golpeó el cráneo de la directora con él. Golpeó
y golpeó hasta que no hubo más respuesta. Tomó las armas
y se las llevó. La sangre la había manchado toda, pero el
páramo en donde se encontraba el instituto evitaría que la
vieran salir así. Trató de borrar sus huellas, pero dejó los
cuerpos ahí, para siempre. Así fue como comprendió, podía

30
convertirse en Rodion, nunca en K, pero, sin duda alguna, a
partir de este momento, el cuervo la acompañaría y su alma
de esa sombra no podrá liberarse nunca más.

31
La madre

Vivían en un complejo en la calle San Juan al 340 a un piso


de diferencia. Nina se levantaba temprano y bajaba con el
desayuno listo, perfectamente presentado en bandeja. Con-
sistía exactamente en dos tostadas con queso untable Ca-
sanCrem Light (por el colesterol) con una cucharada de mer-
melada de frutilla BC (¡no más de una! o la acidez...); una taza
mediana con una cucharada de café Dolca Clásico, mitad de
agua y mitad leche La Serenísima parcialmente descremada,
no debía estar demasiado caliente, ni demasiado fría, tam-
poco tenía que tener nata; por último, un vaso grande lleno
de jugo de naranja exprimido (era Citric, pero no se daba
cuenta). Junto al desayuno, debía llevar el ejemplar del día
de La Voz del Interior (hacía años que lo leía).
Dejó todo en la mesa del recibidor, tomó el juego de lla-
ves y se dio una mirada al espejo. Comprobó que sus pantu-
flas estuvieran limpias, el deshabillé sin arrugas y derecho,
el cabello recogido en una cola alta y PROLIJO y que sus
uñas siguieran cortas. Respiró hondo, exhaló con fuerzas
y se paró derecha. Tomó la bandeja con el diario por deba-
jo y dio las dos vueltas de llave necesarias para abrir. Lla-
mó al ascensor, rogando que no demorara para que el café
no juntara nata o se enfriara. No tuvo que esperar más de
unos segundos. Subió y presionó con fuerza el botón que
indicaba el segundo piso. La luz se encendió y las puertas
se cerraron. Se miró con cuidado en los espejos. Su cutis
estaba en perfecto estado, sus piernas depiladas, su cabello

33
brilloso y sus ojeras habían desaparecido gracias al nuevo
gel de Avon antiojeras. No encontraba nada reprochable.
Era cuestión de esperar lo de siempre. Tenía treinta y esta-
ba soltera.
La puerta metálica se abrió y el reflejo de su rostro desa-
pareció. Se presentaba ante sus ojos el pasillo que llevaba al
departamento. Inspiró hondo, exhaló... Caminó unos pasos.
Tres golpes a la puerta.
—Mamá, soy yo —tomó la llave, dio dos vueltas y entró
al recibidor. Otro espejo, se detuvo en él un minuto, todo
estaba en su lugar, pero seguía teniendo treinta. Caminó
hacia la habitación.
—Por fin llegás... ¡Estaba muerta de hambre! No hay
forma, la vagancia es más fuerte que vos. Así, nunca vas a
llegar a ningún lado —el grito de una voz resonante retum-
baba por el corredor. Nina entró en la habitación y allí vio,
como siempre, a su madre sentada en la cama.
—Demoré cinco minutos, mamá.
—No importa, ya te he dicho, si llegás cinco minutos
tarde al trabajo, te echan. Yo siempre estaba diez minutos
antes esperando a que abrieran. Vos sos tan irresponsable,
saliste al vago de tu abuelo. Siempre pidiéndole permiso
a un pie para mover el otro. Vas a terminar como él —la
mujer llevaba puesto un camisón blanco. Era delgada, pero
no demasiado. Tenía un rulero en el flequillo rubio. Estaba
tapada hasta la cintura—. ¡Qué le voy a hacer! Algo habré
hecho para merecerme este castigo. Alcanzame la silla que
necesito ir al baño.
En el rincón, yacía una plateada y reluciente silla de rue-
das. Nina la acercó con cuidado. Ayudó a su madre a su-
bir, tratando de no oír todo lo que le decía. Empujó la silla
hasta el baño, por suerte ya estaba preparado para discapa-
citados. No necesitaba atenderla como antes. Después del
accidente. Cuando perdió a su padre y se hizo cargo de su
madre paralítica.

34
—Llevame el desayuno al comedor. No voy a desayunar
en la cama, ya es muy tarde —eran las ocho y veinte. Pero
Nina hizo lo que siempre hacía. Decir sí mamá y llevar el
desayuno al comedor. Sentarse. Esperarla, rogando que no
la llamase por algo. Sintió la silla en el pasillo, debía hacer
la pregunta pertinente.
—¿Te ayudo, mamá? —aunque ya sabía la respuesta.
—No, yo puedo —pero era mejor oír eso que escuchar
un sermón acerca de por qué no ofrecía ayuda, acentuado
con un reproche sobre lo vaga e incompetente que era.
La mujer llegó y encontró todo como debía estar. Su hija
sentada a la izquierda para que no tapara la luz del venta-
nal y el desayuno en la punta de la mesa. A simple vista, no
había nada que criticar, pero Nina sabía, encontraría algo.
—¡Ahora sí! ¡Ayudame! Tendrías que darte cuenta —le
gruñó su madre al verse complicada tratando de acercar la
silla de ruedas a la mesa. Nina se paró y la ayudó.
—¿Ahí está bien? —le preguntó.
—Sí, sí... está bien —respondió a cara de perro—. ¿Y vos?
—Yo ¿qué? —dijo Nina, algo desconcertada.
—¿No desayunás?
—Ya tomé un café con leche en el departamento.
—Eso no es desayunar —insistió la madre, mientras sor-
bía el café con mitad agua y mitad leche.
—¿Está bien? ¿Se te enfrió mucho?
—No, no, esta vez te salió bien. De vez en cuando parece
que hacés las cosas bien.
Nina suspiró. Miró la puerta. Ansiaba irse.
—¿Necesitás algo más? ¿Te prendo la tele? —le preguntó
a la madre, tratando de resolverlo todo para poder salir de
allí lo antes posible. No era cierto, no había desayunado,
tenía hambre y quería salir.
—¿Qué te pasa que estás tan apurada por irte? —la inte-
rrogó la madre y mordió una de las tostadas sin quitar los
ojos de su hija.
—Nada, ma... Tengo cosas que hacer. Nada más.

35
—Cualquier cosa es más importante que tu madre.
—No, mamá. Pero tengo que salir... Tengo que... hacer
trámites, pagar cuentas.
—No andarás de loca con ese negro de mierda de nuevo.
—¡Ay, mamá! Terminala con eso… ¿querés?— Nina se
agarraba la cabeza. ¿Era posible que su madre no lograra
superar aquello que ella había olvidado y repetidamente
era traído a colación para obligarla a recordar que la había
desilusionado? Aunque no había en su memoria momento
alguno en el cuál su madre hubiese esperado algo bueno de
ella. Para Nina no había más que críticas.
Un rato más, sólo aguantar un rato más. Tenía que en-
contrar la excusa justa. Tenía que encontrar la manera de
irse.
—Estás rara… —dijo la madre frunciendo el entrecejo.
Sorbió el café—. La última vez que estabas así, andabas con
ese NEGRO.
—Mamá, no estoy rara, soy rara. No ando con él. Corta-
la con eso. Ya fue. Se terminó hace mucho. No me interesa
volver a verlo. Olvidate. Quiero irme porque tengo cosas
que hacer. Se me están por vencer las facturas y esta tarde
tengo que laburar, así que no voy a poder ir.
No quería contarle nada, pero en cierta forma tenía ra-
zón. La conocía. No podía ocultárselo. Pero si hablaba, sería
el fin, el fin de aquello que tanto había anhelado.
—Me voy mamá —dijo, entonces.
—Bueno, si tenés que ir, andá —el sonido de su teléfono
interrumpió. Nina lo tomó y leyó la pantalla. Sonrió. La es-
taba esperando—. Sabés qué, antes de irte, podrías tender
la ropa que puse a lavar anoche. No sabía que ibas a estar
taaaan apurada y bueno...
—Pero... se me hace tarde… —dijo Nina angustiada.
—¡Qué tan tarde se te va a hacer para pagar las cuentas!
—dijo la madre mientras bebía el último sorbo de café con
leche y dejaba la taza en la bandeja.

36
No diría nada, no debía decir nada. Tomó el canasto de
ropa y fue a tenderla. Su celular volvió a sonar. Un nuevo
mensaje. Te espero, no te hagas problema. Pero él no sabía
lo que era su madre. Él no era capaz de imaginarse todo lo
que aquella mujer le hacía. Todo lo que le había hecho a lo
largo de su vida.
Ser mujer fue su primer crimen. Si hubiese sido hombre
todo hubiera sido más sencillo. Había llegado a esa conclu-
sión de pequeña, cansada de escuchar Las nenas no…, apa-
rentemente, había en la vida cientos de cosas que las nenas
no debían hacer. No debía jugar con varones, no debía co-
rrer por el patio de la escuela, no debía ser bruta, no debía
decir malas palabras, no debía vestirse inapropiadamente,
no debía ser vista con varones, las nenas no deben andar
solas por la calle. Otro problema era su manera de socia-
bilizar. No tenía una gran habilidad para elegir amistades,
al menos según el criterio de su madre. Cada una de sus
amigas era inmediatamente cuestionada. Esta no era una
chica educada, esta otra la llevaba por el mal camino, esta
otra tenía piojos, aquella tenía padres divorciados… y así
con cada niña, hasta quedarse sola, porque las pocas nenas
que su madre consideraba amistades apropiadas para su
hija, no tenían nada en común con ella.
Su infancia fue solitaria entonces. No podía salir a jugar
afuera porque es peligroso y hay un montón de negros dan-
do vueltas. La infancia quedó reducida a libros. Al llegar la
adolescencia, no había practicado mucho el arte de rela-
cionarse con otros y se había vuelto demasiado intelectual
para su edad, por lo que el resto de sus compañeros la veían
como un bicho raro. Si bien todos le parecían unos idiotas,
estaba cansada de vivir sometida a sus constantes bromas
pesadas, a sus apodos, a sus maltratos, a todo. Por otra par-
te, no podía frecuentar con los pocos que le caían bien, su
madre no lo permitía, Lo único que te importa es andar de
loca por ahí... Pero todo pasa. La universidad, la nueva vida

37
social y el nuevo cuerpo llegaron. Todo cambió, excepto su
madre. Sos una loca. Nunca cambió.
Él no entendería.
—¡Todavía estás tendiendo la ropa! ¿No era que se te
hacía tarde? —gritó esa voz resonante retumbando des-
de adentro. Nina miró la soga vacía y la media fina en su
mano. Ni siquiera había empezado. No era el momento
de abstraerse en sus pensamientos. Él no entendería y no
había nada que pensar. Podía decir simplemente que su
madre estaba en silla de ruedas y que era bastante hincha
pelotas, que sus hermanas se habían borrado por completo
y ella, la soltera, estaba a cargo al cien por ciento de esta
insoportable mujer.
Colgó la media, la observó meciéndose al viento suave
de la mañana. Tomó un camisón blanco. Su madre era in-
soportable. Sus hermanas lo sabían. Cómo está mamá, sigue
tan rompe huevos como siempre. Es insufrible. La llamaban
para decirle cosas que ella ya sabía. Si necesitás algo, llama-
me. Pero era raro que Nina necesitara algo. Ella estaba allí
como pagando por su gran pecado, un pecado mortal que
había condenado a toda la familia, que había arrastrado el
apellido por el lodo. ¿Qué apellido, si somos unos muertos? No
había nada de qué avergonzarse para Nina, Alfredo había
sido un error. Nadie la había dañado tanto como él en su
vida, y ella no podía dejarlo. Pero Nina culpaba a la madre.
Ella fue el motivo por el cual se encaprichó con ese droga-
dicto idiota. Tal vez lo amó en un principio, pero el sólo sa-
ber lo mucho que le molestaba a su madre verla en su com-
pañía, la llevó a permanecer a su lado, a verse a escondidas,
a buscarlo. Finalmente, Alfredo resultó ser una mierda, no
era sorpresa, pero si su madre no hubiese intentado acabar
con la relación, ni la hubiese perseguido como la persiguió,
Alfredo hubiera permanecido muy poco en su vida. No ha-
brían estado peleando ellas dos en el auto ese día, su padre
no se habría dado vuelta tratando de calmarlas y habría
visto el Renault 12 gris que cruzaba el semáforo en rojo. Tan

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dañada estaba al terminar la relación, que pasaron siete
años hasta la llegada de esta persona que hoy esperaba pa-
ciente. Esperaba sin saber. El camisón seguía en sus manos.
Tomó dos broches y lo colgó.
Tomó una pollera blanca. La tendió. Miró el corpiño que
se asomaba en la pila de ropa. Nunca pudo usar ropa inte-
rior linda sin que su madre se lo reprochara. Ropa de loca.
Ni siquiera podía depilarse tranquila sin que se lo resaltase,
Para andar de loca por ahí. Tomó el corpiño, miró su mano
y notó que temblaba. Lo dejó caer al cesto y puso sus ma-
nos frente a sus ojos. Temblaban. No dejaban de temblar.
Recordaba esos momentos en los que habían temblado,
en los que había sentido ese deseo intenso... No. Juntó sus
manos, tratando de que el temblequeo se detuviera. Se fro-
tó la nuca. Sudor. Respiró hondo varias veces. No lograba
tranquilizarse. La memoria la había arrastrado a aquellos
lugares a los que prometió no regresar jamás. Lugares re-
pletos de aquel deseo incontrolable de librarse de todo para
siempre.
Miró el cielo. Respiró hondo y trató de abandonar el acto
de recordar. Trató de pensar en él. El teléfono sonó. Lo tomó
con ambas manos y leyó: Lo dejamos para otro día si hoy es-
tás muy complicada. Las manos le temblaban. Comenzó a
tomar las prendas y colgarlas con rapidez, sin mirarlas.
Todo mal tendido, ahora va a haber que renegar un montón
para planchar esa ropa. La voz de su madre, sus palabras, sus
maltratos la perseguían a donde quiera que fuera. No podía
sacarlos de su mente. No podía. Se tapó los oídos con fuerza
y sacudió su cabeza. Basta. Su corazón estaba agitado, su
nuca transpirada, su respiración acelerada y comenzaba a
dolerle la cabeza.
—¿Terminaste? —la resonante voz de la madre. Eso fue
todo.
Sus pupilas se dilataron como las de un depredador. El
corazón se aceleró. La respiración se volvió pausada e in-

39
tensa. El deseo era incontenible. Una sonrisa se dibujó en
su rostro. Sus manos le temblaban.

—Llegué —dijo Nina al sentarse frente a él exhalando


tras haber apurado sus pasos. La cafetería estaba repleta,
era un lugar precioso.
—Veo. ¿Cómo estás? Te veo… distinta —dijo él mientras
se acercaba a darle un beso sutil en los labios.
—¿Distinta bien o distinta mal? —dijo Nina.
—Bien. Distinta bien.
—Sí, me siento bien. Me demoré porque tuve que aclarar
algunas cosas con mamá recién. Creo que no le gustó mu-
cho, pero tiene que ser así... Me siento mejor, más aliviada.
—La sonrisa de Nina era conmovedora. Era como su prime-
ra vez en algo fascinante, su primera vez en la vida.
—Está bueno eso de aclarar las cosas con los viejos. Sé
que la tuya es medio jodida, pero bueno.
—No —dijo Nina mientras su sonrisa se borraba del ros-
tro y una expresión de ira surgía en su lugar—. Mi mamá
no es medio jodida. Mi mamá es una hija de puta. Es una
racista de mierda, elitista, desconforme de la vida que no
ha hecho más que joder la mía. Para ella soy una puta, una
inútil, una malagradecida y no se cansa de decírmelo. Pero
no importa —y la sonrisa volvió, pero no era la misma—,
ya no va a molestarme más —era una sonrisa llena de pla-
cer, de malicia—. Nunca más.

40
Las maté a todas

Dicen que está loca. Dicen que no es posible que una ma-
dre no ame a sus hijos. Dicen que no es posible, pero pasa.
Cuando ocurre, se lo cuestionan, como se cuestionan ha-
bitualmente a las mujeres que no quieren ser madres, sin
preguntarse acaso si todas pueden serlo. La respuesta: está
loca. La internaron en la prisión psiquiátrica de Castiglione
delle Stiviere, ¿pero es acaso esto garantía de su locura?
Dicen que Eldira no debía haber sido madre. Hoy dicen
eso, pero nadie dijo nada parecido cuando se casó con Jo-
nás. Jonás era un hombre soñado. Su altura lo destacaba
del resto. Su cuerpo denotaba las largas horas dedicadas al
gimnasio antes de volver a casa, después del trabajo. En me-
dio de su cabello oscuro, se dejaban entrever algunas canas.
Sus ojos tenían el color del tabaco, con una gran fortaleza
en la mirada. Sonreía todo el tiempo.
Para Eldira era un gran hombre. Supo enseguida que se-
ría un gran padre. Pero nunca estuvo realmente confiada
de lo que sería ella como madre. Sin embargo, la vida que le
ofrecía su esposo era perfecta, y lo amaba con locura (bue-
no, no literalmente). Ella no tenía que trabajar. Él tenía un
buen sueldo y tenían todo lo que necesitaban. Pero debían
dejar sus tierras. Abandonaron Albania y se mudaron a la
ciudad de Lecco, en Italia.
Eldira tuvo tres hijas. Las tres poseían una gran belleza.
Todos la felicitaron en cada uno de sus embarazos y siempre
deseo a sus hijas con ansias hasta su llegada, donde hizo lo

41
que se supone que toda buena madre hace, amarlas incon-
dicionalmente. La primera fue Anissa, tenía unos enormes
ojos negros, con pestañas largas y siempre sonreía. Desde
pequeña había demostrado habilidades musicales. El mo-
mento más feliz de su vida fue cuando recibió como regalo
para su séptimo cumpleaños una guitarra. Melissa era la
segunda, una niña tímida que se parecía mucho a su padre.
No podía estar quieta, era necesario no quitarle los ojos de
encima. Desde pequeña, comenzaron a llevarla a practicar
deportes. Parecía haberse decidido por la gimnasia artísti-
ca. La más pequeña era tranquila, le gustaba pintar y mirar
cuentos. Siempre estaba pidiendo que le leyeran. Los padres
de estas criaturas no podían estar más orgullosos y felices.
Sin embargo, la vida cruzaba por el cuerpo de Eldira y
dejaba en él las marcas del tiempo, como lo habían hecho
los sucesivos embarazos. Ella no era como su esposo, no iba
al gimnasio todos los días, nunca lo había necesitado. Pero
ahora que los años y la maternidad habían atravesado sus
fibras, no era lo mismo.
Posiblemente tampoco fuera lo mismo para Jonás. Pero
no estoy de su parte. Quiero hablar de Eldira. Quiero ha-
blar de su dolor. Quiero hablar de las incomprendidas. No
la justifico por sus actos, pero, tal vez, fue culpa del mundo
por empujarla a ser madre.
Tal vez fue culpa de Jonás. Pero por más que busquemos
culpables sin hallarlos, nunca trataremos de comprender a
Eldira. Sólo diremos que debe morir. Sólo diremos que está
loca. Sólo diremos eso.
Eldira estaba sola. Sola con sus hijas. Jonás demoraba
cada día más en volver del trabajo. Decía que se juntaba
con amigos. Decía que había perdido el bus. Decía que tenía
que ir a buscar algo que había olvidado en la oficina. Decía
que tenía un viaje. Eldira no creía una sola palabra. Pero
prefería no saber. Prefería soportar por sus hijas, por sus
tres preciosas hijas. Prefería seguir amándolo.

42
Cada noche que Jonás dormía con la otra, Eldira se refu-
giaba en las niñas. Pero poco a poco, su alma comenzaba a
quebrantarse sin encontrar salida.
Jonás no volvió del trabajo aquel día. Tampoco volvió a
contestar el teléfono. Su esposa esperó hasta el amanecer
del día siguiente e inició la búsqueda. Las llamadas telefó-
nicas a amigos y conocidos estaban cargadas de evasivas.
No quería hablar con la policía, sabía que podía ser, sentía
la humillación que se avecinaba. Durante todo el día sólo se
dedicó a llamar, a llamar para no obtener respuestas. Pero
todo llega a su tiempo. Una respuesta de la esposa de uno
de los amigos de Jonás.
—Está en Kukes. Fue allí con su nueva mujer. Es una chi-
ca joven, mucho más joven que él. Te ha abandonado.
Eldira sentía enloquecer. Todo lo que había construido,
su familia, se desmoronaba en diminutas piezas de dolor.
Caminó hacia las habitaciones de sus hijas. Las contempló
unos instantes y supo que eran todo lo que tenía, lo único
que le quedaba para seguir adelante.
Lloró, se quebró en miles de lágrimas de corazón destro-
zado. Se sentó frente al monitor de su computadora y te-
cleó: Ellas son mi fuerza. El mensaje, quedaría plasmado en
su muro de Facebook como una señal ficticia de que todo
en la mente de Eldira estaba bien. Pero esa mente se des-
quebrajaba, esa mente perdía el sentido y la única luz que
podía encontrar a su alrededor era aquella que reflejaba los
colores de la muerte.
Los días pasaban y todo se volvía más oscuro. Su hija
mayor percibía con claridad el dolor de su madre. Sin sa-
ber qué hacer, se limitaba a seguir el ritmo de su vida en la
ausencia de su padre, tocar la guitarra, ir a clases y hacerse
cargo de sus hermanas en muchos de los aspectos que su
madre descuidaba. Las dos más pequeñas preguntaban por
su padre, pedían por él. Eldira no soportaba tener que expli-
carles a sus hijas que no volvería. Que las había abandona-

43
do a todas. No quería romper el corazón de las niñas como
se había roto el suyo.
Esa noche, la noche en que los gritos traspasaron las
paredes, la razón abandonó a Eldira, tal vez, para siempre.
No podía romperles el corazón. No podía soportar el su-
frimiento en sus hijas. Fue a la cocina y tomó un cuchillo.
Las más pequeñas dormían. Eran dos ángeles latiendo por
última vez. El cuchillo atravesó la carne tierna de su hija
de cuatro años. No hubo sonido alguno. No hubo forcejeos.
Sólo rojo deslizándose por las manos de Eldira, por el cuer-
po de su hija. El arma atravesó la piel varias veces. No las
contó. No las pensó. Su hija de diez años seguía durmiendo
y fue la siguiente. La sangre saltó de su pecho, manchando
el rostro de Eldira, y un quejido se escapó de los labios de
su hija.
La mayor despertó al oír el dolor en la voz de su herma-
na. Se levantó de la cama y fue hasta la habitación conti-
gua, donde sus ojos pudieron ver una escena que superaba
los límites de su imaginación. Su madre, su propia madre,
enterraba con furia un cuchillo en el pecho de su hermana.
Un grito cruzó puertas y ventanas. Un grito de horror. Un
grito que arrebató del sueño a un hombre que dormía en
la casa de enfrente. Eldira puso sus ojos en su hija mayor,
mientras desenterraba el cuchillo de la otra. Su hija supli-
caba sin comprender aquella escena. Su madre, su propia
madre, se había convertido en su peor amenaza. Pensó en
su padre, pensó en el dolor de su madre. Pero sólo pudo pe-
dirle que no la mate.
Eldira no dijo palabra alguna. Siguió a su hija hasta la
cocina. Mares salían de los ojos de ambas. Mares de dolor e
incertidumbre.
El vecino se asomó a la ventana de su casa. Nuevos gritos
se oyeron. Gritos que fueron ahogándose.
Eldira había asesinado a sus tres hijas. Ahora debía ter-
minar con su propio sufrimiento. Parada frente al espejo
del baño, se despidió de su propia vida. Con el mismo cu-

44
chillo ensangrentado, cortó sus muñecas. Pero hay algo que
hace difícil la autodestrucción. Hay algo que, a veces, no
permite arrebatar la propia vida. Las heridas no eran pro-
fundas. No alcanzaban para vaciar sus venas. Un grito se
escapó de su garganta.
El vecino estaba preocupado. Los gritos eran perturba-
dores. Se tomó unos minutos para encontrar algo que po-
nerse y salió a la calle para intentar ayudar. Allí, frente a
él, sentada sobre los escalones de la entrada a su edificio,
estaba Eldira cubierta en sangre. Las muñecas rasgadas. El
hombre comprendió que había intentado quitarse la vida
abriéndose las venas. La mujer se veía absolutamente per-
dida.
—Las maté a todas —repetía una y otra vez.
No era la Eldira que él solía cruzar. Llamó a la ambulan-
cia, que acudió al rescate de la mujer sin imaginar el baño
de sangre que dejaba detrás. En el hospital, Eldira repetía:
Las maté a todas.
Sin muchas certezas, un par de policías fueron enviados
a la casa de Eldira. Los dos muchachos nunca olvidarían
aquello que vieron en aquel lugar. El color de la muerte lo
teñía todo. Dos niñas apuñaladas en sueños. Una de ellas,
la que había luchado con su madre por su vida, yacía en la
cocina.
Nadie comprende a Eldira. Ni siquiera ella misma. El
psiquiatra sólo diagnosticó una profunda depresión. Pero
locura es la palabra que resuena al pronunciar su nombre.
Mató a sus propias hijas. Las amaba, eran su fuerza, tal vez
por eso tuvo que matarlas a todas.

45
Femicidio

—Tengo que decirte algo. Quería que te enteraras por mí y


no por otros. Con Marcos decidimos mudarnos, nos vamos
a vivir al sur.
Se llevaban bien. Se querían. Ella lo quería, él la amaba
todavía. Pero se llevaban bien. Incluso Marcos le caía muy
bien. Tenerla cerca le servía. Pero, ¿y si se iba? No le impor-
taba que estuviera con Marcos, es decir, lo soportaba, por-
que aún la tenía cerca. Porque aún contaba con ella.
—Walter... ¡Hey...! Walter... —Walter estaba perdido en
pensamientos. Con la mirada detenida en la nada y los pár-
pados sostenidos en el tiempo—. Walter…
—S-s-sí. Perdón. ¿Qué pasa? —dijo Walter mientras re-
gresaba a la realidad. Frente a él, uno de sus amigos del tra-
bajo lo miraba con cara de preocupación.
—Nada, necesito que me firmes esto —dice mientras le
muestra aquella burocracia insignificante—. ¿Estás bien,
macho? Te noto algo cabizbajo. ¿Es por la Sole? Te contó lo
del sur, ¿no?
—Sí, ayer —respondió, mientras su mirada caía al suelo.
—Veo que no te cayó bien la noticia.
—Nah. Toy bien, negro. Nada más que ando con muchas
cosas en la cabeza, viste como es. Y ésta que se va… y bue…
¿Qué se le va a hacer?
Walter parecía haber vuelto a la normalidad. Eso pensó
su amigo. Todo era normal. Era normal que estuviese triste.

47
Era normal que sintiese algo de celos. Era perfectamente
normal.
Lo que su amigo nunca supo era que, para Walter, nada
de esto era normal. Lo normal hubiera sido seguir casado
con Sole. Comer asados los domingos. Salir a pasear con el
perro. Que Sole se embarazara. Tener un bebé. Tal vez tener
otro. Crecer. Envejecer. El divorcio no era normal. Que ella
se fuera con otro no era normal. Que ella desapareciera de
Villa Allende no era normal. No podía ser normal.

Con Marcos decidimos mudarnos, nos vamos a vivir al sur.

Tenía que salir.


Abandonó todo y fue hasta la oficina de su jefe.
—Necesito salir un rato para hacer unos trámites en el
banco —dijo Walter. El jefe aceptó sin reproche. No era ex-
traño. La municipalidad estaba abierta sólo por la mañana,
al igual que el banco. Era frecuente que sus empleados soli-
citaran permiso para hacer trámites. Nadie se sorprendió.
A nadie le importó demasiado. Era normal.
Walter salió esa mañana de la municipalidad sin dar lu-
gar a sospecha. ¿Quién podía esperar algo malo de un tipo
como Walter?

Con Marcos decidimos mudarnos, nos vamos a vivir al sur.

El primer disparo se escuchó a las doce y media. La gen-


te del barrio estaba comiendo. Muchos se acurrucaron en
sus casas. Un par de hombres valerosos salieron a ver. Sonó
cerca, decían. Una de las viejas chusmas del barrio llamó a
la policía.

Con Marcos decidimos mudarnos, nos vamos a vivir al sur.

Eran las doce. Walter entró a su casa. Una pocilga a la


que había tenido que mudarse después de terminar su rela-

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ción con Sole. No pensaba con claridad. O tal vez con dema-
siada claridad. O tal vez su mente era un laberinto que no
hallaba otra salida. Su escopeta se ocultaba arriba de aquel
ropero mal armado. Tomó una silla. Se paró en ella. Estiró
el brazo y la rescató. La colgó en su hombro. Estiró el brazo
otra vez para alcanzar las balas. Dos. Eran suficientes.
Salió de su casa sin ser visto. El arma se recostó en el
asiento del acompañante. Un asiento que llevaba mucho
tiempo vacío.

Con Marcos decidimos mudarnos, nos vamos a vivir al sur.

Era difícil ver el camino. Miraba el arma de reojo, bus-


cando en ella la paz arrebatada. Nada de esto era normal.
Lo sabía.
No golpeó la puerta. Era su casa. Entró. Sabía que ella es-
taba ahí. Había renunciado a la Biblioteca Municipal para
emprender su viaje. Estaría armando las valijas. No había
un auto en la entrada. Estaba sola. Eran las doce y media.
El arma arrastraba su punta contra el piso. Walter cami-
naba hacia la habitación. Sus ojos se llenaron de horror al
cruzar el umbral. Ella estaba ahí, armando las valijas. Qui-
tándolo todo de aquel dormitorio en el que habían pasado
los mejores momentos de sus vidas. Bueno, para Walter
eran los mejores momentos de su vida.
Ahora, Sole dormía con otro allí. En la misma cama. Ha-
bía nuevos momentos en aquel cuarto.
—¡Walter! —dijo ella sobresaltada. Luego soltó una risi-
ta de alivio. No había visto el arma—. Me asustaste.
—Así que es cierto, te vas...
—Te lo dije, Walter. Aparte es mejor para vos. Podés en-
contrar a alguien, rehacer tu vida.
—Pero yo te amo. No puedo dejarte ir.
En ese instante, los ojos de Sole la vieron.
—Walter, ¿qué hacés con eso? —dijo, dando unos pasos
hacia atrás.

49
—Perdón, Sole, pero no puedo dejarte ir.
Primera bala. Un cuerpo cae al piso con el rostro des-
trozado. La sangre salpica las paredes. Walter llora. Llora
como es debido. Llora de verdad, con mocos y gritos. Aban-
dona el dormitorio mientras seca su cara con el puño de su
camisa. No soporta el dolor. Ella ha muerto. No se irá con
otro. No se irá lejos, se quedará allí.
Segunda bala. En el comedor. Si apoya el arma contra su
mentón, su cerebro volará en pedazos, junto con sus putos
recuerdos. Pero si la pone en su pecho, su corazón volará
junto a ese amor de mierda que siente por Sole. La ha ma-
tado, la ha asesinado. Pero no fue a sangre fría, fue con la
sangre caliente. Fue con brotes de dolor. Fue por culpa de
ese maldito amor, de esos putos recuerdos que no puede
dejar ir.

El segundo disparo fue a las trece. La policía estaba to-


mándole declaraciones a los vecinos para averiguar de dón-
de había salido el primer disparo. Pensaron que eran chicos
cazando, pero el sonido venía de la casa de Soledad López.

En su mentón, lo ha decidido. La bala sale y por el techo


se esparcen los restos de sus recuerdos.
Villa Allende está conmocionada. Todos rodean la casa.
Marcos llega. Un policía lo detiene en la puerta. Ve la san-
gre. Vomita. Vomita sus ilusiones. Vomita sus sueños y pro-
yectos. Nada queda de Sole y Walter. Nada queda para Mar-
cos más que esos rostros ensangrentados.

50
Cuentos de monstruos
y otros seres sobrenaturales
La creatura

José Martínez no estaba loco. Pero yo no lo sabía. Podría ha-


berle creído, podría haber dudado alguna vez, pero parecía
tan claro... Sólo hablaba de la creatura.
Decía que la creatura se había aparecido una vez en sus
sueños, decía que para él se había escapado de allí. En un
principio, creyó que estaba loco, o dormido, pero la presen-
cia de la creatura se hizo cada vez más fuerte, al menos, eso
decía.
La creatura era pequeña, según él, no podía describirla
con exactitud. Nada en este mundo se le parecía. Su piel
brillaba como cuero seco, sus ojos eran casi imperceptibles,
pero eran varios, su boca estaba repleta de dientes que se
asomaban en todas direcciones. Emitía sonidos similares
a la risa y el llanto de niños, de bebés, y reclamaba comida.
Al principio, José decía que no hablaba, pero que apren-
dió el arte del lenguaje. Con la dificultad propia de un ser
sin labios, lograba hacerse entender mediante palabras que
resonaban agudas entre sus múltiples dentaduras. Palabras
que parecían venir de otro mundo, de un mundo ominoso.
Medía apenas unos sesenta centímetros, pero tenía ma-
nos enormes, garras enormes que arrastraba al andar. El
filo metálico de sus uñas era perturbador. José le tenía mie-
do, pero yo… yo creía que él estaba loco.
Nadie había visto a la creatura jamás. Pero todos los que
conocíamos a José lo oímos hablar de ella.
—Algún día va a matarme —nos repetía José. Pero nadie
escuchaba—. No es mi problema si me mata, el problema es
que otro tendrá que alimentarla.

53
En principio, el alimento de la creatura consistía en
insectos. Pero no saciaban su apetito. Un día, comenzó a
devorar ratas. José simplemente observaba. Pero cuando
las ratas no fueron suficientes, la creatura comenzó a exi-
gir animales de mayor tamaño. Todos eran devorados con
vida. Cientos de gatos llevó José a su casa. Todos alimenta-
ron a la creatura.
José decía que la creatura lo amenazaba, que debía
alimentarla o pagaría con su vida. Ese fue su argumento
cuando desapareció el primer niño. El niño había ido a casa
de José a vender un número de rifa para la escuela y nunca
nadie lo volvió a ver.
Revisaron la casa y no hallaron nada. Ni un solo resto.
La creatura devoraba todo, pelo, carne, hueso. No pudieron
incriminar a José. Lo creyeron loco. Un pobre loco que deli-
raba. Un pobre loco que sólo quería llamar la atención.
Los niños fueron desapareciendo sin dejar rastro, la po-
licía seguía sin encontrar nada, y José sólo hablaba de la
creatura. Estaba loco, eso creímos, estábamos seguros de
ello. Un día desapareció ella, la vecina. Una chica amorosa
que había estado sentada en la vereda horas antes de dejar
de ser vista para siempre.
José culpaba a la creatura. Nadie le creía.
Decidí medicar a José. No había pruebas en su contra y
las constantes alusiones a la creatura demostraban su locu-
ra. Pero fue inútil.
Un día lo vieron. Ese fue su final. Tomó a una mujer del
brazo y la arrastró hasta la puerta de la casa. Allí, comenzó
a gritar:
—¡Creatura! —una y otra y otra y otra vez... pero nada.
La mujer se libró de sus manos y escapó.
No fue difícil institucionalizar a José. Nadie sabía que
había sido de los desaparecidos, y él insistía en que la crea-
tura los había devorado. No le creí. Los psiquiatras tenemos
la costumbre de la incredulidad.

54
Él insistía en que la creatura vendría por él, a reclamarle
comida o a devorarlo. No le creí.
La noche en que José desapareció, comencé a dudar de
mi propio juicio. Habíamos cerrado su celda con el cuidado
de siempre, había ingerido su dosis habitual de somníferos,
y todo parecía tranquilo. Excepto… debí haberlo sabido…
Esa noche oí llantos de niño, risas de niño. Los ignoré. A
la mañana siguiente, en la celda cerrada, no había un solo
rastro de José.
Había desaparecido, como tragado por la tierra… Tenía
la convicción de que José sabía algo sobre las desaparicio-
nes, que él tenía mucho que ver. Creí que nunca sabríamos
lo que había ocurrido con las víctimas y dónde estaban sus
cuerpos. Eso creí, eso pensé… hasta anoche.
Una pesadilla me asaltó, un ser extraño… piel de cuero
seco... dientes... garras… risas de niños… llantos de bebés…
Vive bajo mi cama, come insectos, pero día a día reclama
más, su hambre va creciendo. Hace un tiempo que emite
sonidos que parecen palabras. Nadie puede verla porque
José me la pasó en sueños, en pesadillas. Ahora lo sé. Pron-
to, muy pronto, su hambre será insaciable y necesitará ali-
mentarse de alguien tan grande como yo. Hasta entonces,
la ayudaré.

55
Especular

—¡Callate, estúpida! —entró gritando—. No te voy a escu-


char, no tengo nada que escuchar de vos. Estoy harta. Can-
sada. Necesito estar sola.
Se sentó en el sofá y comenzó a llorar. El llanto era des-
esperado. Como si se diera por vencida de una vez y para
siempre.
—Callate, te dije. No te soporto más —dijo, ya no gritan-
do, sino suplicando—, día y noche me la paso escuchándo-
te. Día y noche, sin saber qué hacer. Ya no sé quién soy. Es
como si me hubiera olvidado. Necesito que te calles o van a
pensar que estoy loca.
Poco a poco el llanto se fue desvaneciendo hasta con-
vertirse en suspiros y sonadas de nariz. Se puso de pie y se
quitó el saco de paño rojo. Lo colgó. Se sacó su bufanda. La
colgó también. Y allí, mirando las prendas, permaneció un
rato.
—No estoy loca, —dijo finalmente— lo que pasa es que
te tengo a vos. Cualquiera parecería loca teniéndote a vos.
Escuchándote. Cada palabra que decís, desquicia. Nada es
racional después de escucharte durante un día completo.
La realidad es confusa. Vos me confundís.
Se presentó un largo silencio. Pero los ojos de Verónica
parecían seguir a una figura, alguien que le decía algo. Al-
guien que sólo ella podía ver. Tal vez.
—Te dije que no puedo. Te dije que no quiero —y nueva-
mente esperaba una respuesta.

57
—No, no, no y no. Para nada. Esas son ideas tuyas. Vos
no estás en mi cabeza, no sabés como pienso —y un nuevo
silencio, un movimiento de ojos—. ¡Sé que no sabés, porque
sino, no estarías siendo tan estúpida! ¡No me dirías esas co-
sas que me decís! ¿No entendés? Yo lo amo, siempre lo amé.
Él no me ama, ¿eso decís?... No, no me digas pelotudeces,
no. Además, siempre que te hago caso las cosas terminan
mal. La gente piensa que estoy loca gracias a vos, imaginate
lo que pasaría si llego a eso. Sos una ridícula por sólo con-
siderarlo. Pero es fácil ser vos. ¿Cómo te iría siendo yo? No
podrías. No te saldría. Basta. cállate, psicópata. Vos sos la
loca, no yo.
Caminaba. Iba de una punta a la otra esperando que
algo pasara, sin que pase demasiado. Miró al fondo de la
habitación hacia el punto exacto donde yacía un marco
enorme cubierto por una sábana blanca. Caminó hacia
él. Caminó extendiendo su mano. Con un paso lento, casi
inmóvil. Y, como una mariposa acaricia los pétalos de una
flor, su mano se posó en la tela, tan suavemente... Cerró los
ojos y tiró de ella.
—Sé que estás ahí —dijo, cuando, al caer la tela, pudo
abrirse paso un espejo. Permanecía con los ojos cerrados.
Pero queriendo abrirlos. Se preparaba para ver lo que debía
ver. Su labio inferior tiritaba. Sus mejillas se habían puesto
pálidas—. Voy a abrir mis ojos —y eso hizo.
La respiración agitada. El pulso desbordado. Le aterra-
ba aquello que el espejo le estaba mostrando. La miró. Sus
miradas se fijaron una en la otra y así permanecieron un
tiempo. Sin hablar. En el espejo estaba su propio reflejo
mirándola y estudiándola, aunque sus ojos no se movían
especularmente. Era ella, de verdad lo era. Pero no estaba
tan pálida, ni tan agitada, ni tan aterrorizada. Y sus labios,
no sólo no tiritaban, sino que se movían, se movían y se
hacían oír. Era su voz, sólo que desde el otro lado del espejo.
El sonido era enlatado, distante, como el de un celular de
antaño.

58
—Tenés que dejarlo, no lo soporto más —dijo la Veró-
nica de atrás del espejo—. Me pedís que me calle, me pedís
que no me meta, pero esa es también mi vida y no quiero
seguir viviéndola así. Me tenés cansada. Dejalo de una vez.
Hacé eso por nosotras. Por vos misma.
—No entendés nada, lo amo —sollozaba la Verónica fue-
ra del espejo.
—Pero yo no, no lo soporto más y quisiera matarlo a
veces, lo desprecio. Pero no puedo, ni siquiera puedo irme,
tengo que soportarlo, porque yo estoy del otro lado. No es
justo...
—¿Por qué me pasa esto? Todos van a creer que estoy
loca. Seguramente lo estoy.
—Estás loca, pero no porque hablás conmigo, sino por-
que seguís arrastrándote ante él.
—¡Es mi vida también! ¡Tengo derecho! ¡Quiero que ter-
minés de una vez y para siempre! Terminá porque si no…
—¡Si no, qué!
—No quiero que vivamos así... No puedo seguir así... Me
niego a seguir imitándote, me niego a seguir soportando.
Sos tan débil, Verónica. Sos tan insignificante. Yo no soy así.
—Pero vos sos el reflejo, yo soy yo, no vos —Verónica
comenzó a llorar—. Yo... yo soy yo. No vos. Es mi vida. ¡No
tenés derecho!
—También es la mía.
La Verónica del espejo dio la espalda, la otra Verónica
gritaba.
—No podés. ¡No podés! ¡Vos tenés que imitarme! ¡Qué es
eso de hacer lo que quieras! ¡Sos mi reflejo!
Pero la Verónica del espejo no hizo caso.
—Ya no, no voy a imitarte nunca, nunca más—. En su
mano izquierda (¿o sería derecha?) el brillo de unas tijeras
afiladas opacó el espejo.
—No podés… Tenés que imitarme… —insistió Verónica,
pero supo que no podía hacer nada. La otra tenía el con-
trol—. ¿Y qué va a pasar conmigo?

59
—No sé... ya veremos —dijo mientras deslizaba el filo
por su propio cuello en el otro lado del espejo. Verónica,
la de este lado, sintió el corte, el dolor, sintió la sangre que
veía brotar a borbotones. Sintió que moría mientras veía
morir a su reflejo. Golpeó el vidrio, pero no había manera
de atravesarlo. Tomó la sábana blanca y con sus últimas
fuerzas tapó el cristal impenetrable. Sólo tuvo que volver a
cubrir el espejo. Ya no sentía nada. Tocó su cuello, no había
herida, ni sangre.

A veces, Verónica corre la tela blanca y espía. Del otro


lado yace ella misma, sin tumba ni sepultura. Pudriéndo-
se en ese living igual al suyo. Se odia por no haberla escu-
chado, por no haberlo dejado cuando ella se lo pidió, tenía
razón, era un hombre insoportable. Se odia por no haber
comprendido lo que era la vida sin ella misma, pensando
ridículamente que lo necesitaba, pero que no necesita a la
otra Verónica. Ahora no sale. Tiene miedo de ser descubier-
ta. Creen que se ha vuelto loca, pero lo prefiere así. Nadie
comprende el pavor de Verónica, nadie entiende por qué
guarda ese terror a los espejos. Porque nadie ha encontrado
en su living, del otro lado de esa sábana blanca, el cadáver
de su reflejo.

60
Recuerdo de santa rita

El atardecer iluminaba el blanco de sus cabellos entre las


flores del jardín. Su mirada parecía perdida en la nada,
pero aquellos que sabían su nombre, aquellos que alguna
vez oyeron la historia, sabían que miraba las flores de la
santa rita.
Qué queda para una vieja, más que contemplar los re-
cuerdos. Recordaba su primer hogar y el símbolo de su
amor creciente: aquellas flores la embelesaban con su color
magenta.
Él era capaz de leer sus deseos en su mirada, y había vis-
to sus ojos subyugados ante una enorme planta de santa
rita. Por eso, aquella tarde, esa tarde en la que demoraba
más de la cuenta en volver, regresó con una planta diminu-
ta que apenas cargaba una flor.
—Sé que querías una acá —le dijo Esteban. Le encontra-
ron un lugar en la tierra, le dieron agua y la vieron crecer
cubriendo todo el tapial y florecer una y otra vez. Desde
entonces, no ha habido jardín en su vida donde Lucía no
plantara una santa rita.
La noche caía. El sol dejaba de resaltar aquella blancu-
ra que su melena había tomado y las flores de santa rita
se convertían en hojas negras. Pero Lucía permanecía allí,
embebida en recuerdos.
—Señora Lucía, —irrumpió la muchacha, sin conside-
rar que aquel era uno de esos momentos en que el espíritu
se aventura en el pasado —vino su hijo a visitarla. Como
siempre.

61
—Yo no tengo hijos, es mi esposo, Maru. ¿Cuántas veces
te lo tengo que decir?
—Perdón —dijo la muchacha sonriendo cómplice de
aquel delirio, dándole la razón a los sin razones de la de-
crepitud—. La dejo con Esteban —Maru dio media vuelta y
guiñó el ojo a aquel joven de elegancia cautivadora. Llevaba
un traje gris entallado que resaltaba su altura y su delga-
dez, el sombrero completaba el cuadro, el joven parecía ve-
nir de otra era. Sus ojos eran los de un gato, de un verde que
deslumbraba aún en la oscuridad más profunda. Se quitó el
sombrero y el fulgor de su cabello rojizo revivió el brillo del
sol en los ojos de Lucía.
—Querido..., viniste... —le susurraba la anciana mien-
tras el muchacho acercaba su rostro al de ella y depositaba
un largo beso en la blancura de su frente.
—Siempre vengo, querida.
Maru contemplaba desde la ventana, sin oír una pala-
bra, pero embelesada con aquel amor que este muchacho
le brindaba a su madre. No había noche en que, puntual
con la caída del sol, ella no anunciara a Lucía la llegada de
su hijo. Claro que siempre la mujer le retrucaba que este
Esteban era su esposo, que no habían tenido hijos.
Se dirigió al living para encender el televisor y conti-
nuar ordenando la biblioteca. Tomó un retrato de uno de
los estantes. Era la fotografía de Esteban padre y Lucía en
su juventud. No era ilógico que la señora lo confundiera,
eran idénticos. Sin embargo, había un dejo de dolor en la
mirada del joven, ausente en el rostro de su padre. Aquél
poseía una luz soñadora en los ojos, él no la había hereda-
do, tal vez debido a la pena que su muerte le había ocasio-
nado. Tal vez porque la señora Lucía estaba muriendo.
El señor Esteban era muy buen mozo, pero nunca lo ha-
bía visto con novia. Los últimos años, había dejado de in-
tentar convencer a su madre de que él no era su esposo. ¿De
qué hablarían entonces?

62
La mirada de la señora era la de una mujer enamorada.
Era doloroso verlo. ¿Cómo era posible lidiar con eso para
un hijo?
Era extraño, pero esa confusión era el único signo senil
que la anciana mostraba. Sus conversaciones y anécdotas
tenían perfecto sentido, sabía que los años habían pasado y
su cuerpo lo evidenciaba. Por eso, Maru no comprendía de-
masiado bien esa confusión. No comprendía que lo único
olvidado fuese la existencia de aquel que se engendró en su
vientre y la muerte de aquel a quién tanto amó. La mente
humana es extraña.

Más de una hora había pasado cuando decidió acercar-


se a preguntar si el señor Esteban cenaría con ellas. Casi
siempre lo hacía, por lo que todas las noches, Maru tenía
en cuenta su porción. La señora Lucía siempre esperaba sin
comer bocado, sosteniendo el hambre para cenar junto a
su hijo..., es decir, su esposo. Ellos conversaban en el patio,
Maru se acercó sin ser oída, no porque así lo quisiera, sino
porque ellos estaban demasiado absortos en su conversa-
ción. Sin querer, pero sin esperar tampoco palabras pertur-
badoras, de esas que no quieren ser escuchadas, su oído las
devoró sin poder evitarlo.
—Querida, no me gusta que crean que estás loca —decía
Esteban.
—A mí no me gusta que crean que sos mi hijo —contestó
Lucía.
Las palabras parecieron tan sinceras en la boca de Este-
ban, tan racionales en los labios de Lucía. Maru se detuvo
un momento. Pensó y quiso ignorar aquello que sin querer
penetró en su tímpano para enterrarse en su mente como
un alfiler decapitado. Tomó aire y caminó haciendo sentir
sus pasos. Esteban y Lucía notaron su presencia. Pudo ha-
cer la pregunta que llevaba entre manos. Aunque el alfiler
seguía punzando.

63
—Sí, Maru, me quedo —respondió Esteban.
Maru se retiró sin decir nada, apenas si asintió. Pero
en su mente resonaba una sola palabra, querida... Aquella
palabra pasada de moda, que hoy se usaba para indicar
desprecio o superioridad, o ironía en el mejor de los casos.
Pero, de los labios de Esteban, el sonido se había despren-
dido con dulzura. Era sincero y parecía... parecía hablarle a
su madre como se deslizan las palabras a los oídos de una
amante. Era extraño.
Maru ponía la mesa y de vez en cuando miraba con su-
tileza a los señores que reían y hablaban en el patio. Un
deseo la asaltaba, uno nunca antes experimentado. El de
oír. Quería saber qué ocurría, qué pensaban, qué sentían.
Él no quería que ella fuese tomada por loca, ella no quería
que creyeran que él era su hijo.
Era una mujer muy anciana, posiblemente el joven sólo
quisiera consentirla en su delirio. Tal vez no le apetecía ser
cruel con su madre. Pero Maru pensaba y cada vez le extra-
ñaba más. Esteban era el hijo más paciente que jamás haya
visto. Nunca vio u oyó sobre un joven que le dedicara tanto
a su madre, que demostrara tanto.
Seguramente era una relación enfermiza. Tal vez al que-
dar ella sola con aquel hijo, lo había empujado a establecer
una relación profunda y demandante. Sin embargo, rara
vez la señora Lucía lo llamaba por teléfono o preguntaba
por él. Penélope esperaba tejiendo, Lucía esperaba tejiendo
recuerdos de la santa rita.
Trató de callar el mundo a su alrededor para poder oír
lo que hablaban, pero el mundo se volvía más ruidoso que
nunca. Esteban reía y entre las risas, pudo ver caer lágri-
mas. Lucía lloraba. Pensó que sería oportuno acercarse,
pero reconsideró la idea. Era algo entre madre e hijo. Aun
así, se sintió en condiciones de observar sin discreción. Es-
teban abrazaba a su madre y sus ojos, de repente, se cla-
varon en Maru. La mirada fue hielo atravesando su pecho.

64
Tuvo que girar su cabeza de inmediato y desaparecer de la
visión de aquellas pupilas de gato.
Era la primera vez que la señora Lucía lloraba así. Era
una mujer serena. Maru no comprendía, necesitaba sa-
ber. Se agachó junto al bajo mesada para buscar los platos
cuando oyó el rechinar de la puerta del patio. Al girar la ca-
beza, se llevó un sobresalto, Esteban estaba justo detrás de
ella. No había emitido sonido al caminar. Había unos doce
pasos hasta la cocina desde la puerta, pero en sólo unos se-
gundos y en absoluto silencio, Esteban se había aparecido
tras ella.
—¡Dios...! —dijo Maru sobresaltada, sosteniendo con su
mano derecha su pecho, intentando detener el latido exa-
gerado de su corazón.
—¡Perdón! —dijo el muchacho—. No quise asustarte,
estás muy concentrada en lo tuyo, se ve. Quería saber si ne-
cesitás ayuda.
—Eh... —vaciló. Y ya no pudo negarse.
—Te ayudo. Insisto.
Lucía esperaba afuera, mirando la santa rita. No era
anormal que Esteban colaborase. Decía sentirse muy agra-
decido por lo que Maru hacía por su madre. Esa madre a
la que tanto amaba. Esa madre a la que tanto cuidaba. Esa
madre a la que llamaba querida.
Maru intentaba no pensar delante de él, era muy trans-
parente y temía que sus pensamientos se le notaran en los
ojos. Llevaron la vajilla a la mesa del comedor. En la cocina,
el estofado aguardaba al fuego y los fideos nadaban en el
agua hirviendo. Desde el comedor, Lucía era invisible.
—Tengo mucho que agradecerte, Maru. ¿Sabés lo difícil
que es encontrar personal hoy en día? —preguntó Esteban.
—Me imagino.
—La mayoría —continuó— están atentas a todo. No se
les pasa nada y siempre están tratando de averiguar lo que
ocurre en su lugar de trabajo. No conocen la palabra discre-
ción y siempre hablan de más. Siempre preguntan de más.

65
Vos sos callada. Sos discreta. Ella está muy contenta con
vos. Siempre cumpliendo tus obligaciones, sin interferir
con nada, sin cuestionarle nada.
Silencio.
Sonido de platos deslizándose a su puesto.
Cubiertos rozando sus cuerpos unos con otros entre las
manos.
Copas pisando fuerte sobre el mantel.
¿Había sido un elogio? ¿Debía sentirse agradecida? Maru
dijo lo único que le pareció pertinente.
—No me contrataron para enterarme de cosas, o para
preguntar cosas. Acompaño y ayudo a la señora Lucía. Si
ella me cuenta sus cosas...
—Sí, ella me lo dijo —interrumpió Esteban—. Me dijo
que te aprecia mucho. Por algo sos la que más duró en este
trabajo. ¿Cuántos años llevás con nosotros?
—Cinco.
—Es mucho. Ya debés conocernos bien.
—Lo suficiente —Maru hablaba sin mirar a Esteban,
acomodando lo que ya estaba acomodado sobre la mesa.
—No creo que sea suficiente, por eso seguís con noso-
tros. Sería suficiente si quisieras saber más de la cuenta, si
te entrometieras en cosas privadas, si hablaras demasiado.
Escuchás, ella necesita que la escuchen, pero no necesita
que pregunten. Ella me cuenta que no preguntás. En cuanto
a mí, jamás me preguntaste nada, pero yo tampoco te conté
nunca nada. De manera que has sabido respetar nuestros
silencios.
—Gracias —dijo Maru, sin saber si su respuesta era
apropiada.
—No agradezcas, yo te agradezco. Pero sé que después
de cinco años te estarás haciendo preguntas. Tal vez te pre-
guntarás por qué permito que ella crea que soy su esposo. Te
preguntarás si existe un secreto en mi vida. No sabés nada
de mí y sin embargo no preguntás. ¿Por qué?
—No creo necesario saber nada de usted. Yo… —los ner-
vios se habían anudado en su garganta, no sabía que de-

66
cir. Claro que tenía preguntas y dudas pero no quiso saber.
Muchas veces había ocurrido. Un gesto, una palabra, una
mirada despertaban en ella la curiosidad y se preguntaba
por él, por Lucía y por su difunto esposo—. No te quiero
asustar —le dijo Esteban—, no hace falta que respondas, yo
sé. Tenés miedo. Me tenés un poco de miedo. Todo el mundo
me tiene algo de miedo. Creés que si te enterás de algo, no
lo vas a poder soportar, no lo vas a aguantar. Sabés que hay
algo que no tenés que saber.
—Bueno... yo... —balbuceó Maru.
—No hace falta que te excuses. Tenés mucha razón.
—La comida está lista —interrumpió Maru, tratando de
evadir la conversación—. ¿Quiere buscar a la señora Lucía?
—Esteban no dijo nada y salió. Ella seguía en el jardín con-
templando sus recuerdos de santa rita.
Maru estaba en la cocina, había decidido que las cosas
estaban bien así, que se había manejado correctamente
hasta entonces y que sería oportuno seguir así. Esteban y
su madre eran muy buenas personas y no debía inmiscuir-
se en sus asuntos.
Pero algo transformó todo.
La luz se convirtió en oscuridad y la noche se llenó de
luz. Sus ojos, como dueños de su propia inteligencia, se po-
saron en la ventana. A través del cristal, podía verse el lugar
donde la señora Lucía estaba sentada. Podía verla con cla-
ridad. Podía ver a su hijo acercase y tomar su muñeca. Pero
aquello que parecía un beso demasiado largo, era algo más
intenso. La muñeca sangraba y algunas gotas de sangre se
escurrían por los labios de Esteban. La mente de la mucha-
cha quedó en blanco. Petrificada, no recobraba la voluntad
para huir o fingir que no había visto nada. Cuando él giró
su cabeza, la vio directamente a los ojos. Soltó la muñeca de
Lucía y en un instante estuvo a su lado.
Un grito desgarrador. Una mordida en el cuello. Todo se
puso negro.

67
Tic… El reloj de péndulo latía en el living a segundos de
las doce. Tac… Los fideos reposaban fríos en una fuente so-
bre la mesada de la cocina. Tic… La casa estaba silenciosa.
Tac... En el pasillo resplandecía la oscuridad. Tic… Lucía
dormía un sueño cercano a la muerte.
Tac...
Una... dos... tres... cuatro... cinco… seis... siete… ocho...
nueve... diez... once... y doce campanadas.
Maru despertaba en su habitación. Miró la ventana. Un
resplandor tenue atravesaba las cortinas y dibujaba la si-
lueta de un joven delgado con sombrero. Esteban. Recor-
daba algo, tal vez no fuera un recuerdo real, tal vez una
ilusión y nada más, tal vez había caído desvanecida por el
calor. Su cuello, tocó su cuello. Descubrió dos pequeñas he-
ridas. Parecían picaduras, un poco más grandes. Se sentó
en la cama. Su sangre llevaba el temor a todo su cuerpo.
Tenía que estar soñando, tenía que ser una pesadilla. La si-
lueta oscura habló entonces.
—No es una pesadilla, Maru. No fue tu imaginación.
Simplemente comencé a notar que estabas haciéndote de-
masiadas preguntas. —Maru intentó recordar el momento
en el cuál ella había preguntado algo. No pudo—. No me
dijiste nada, tampoco a Lucía, pero lo pensabas —por la
piel de la muchacha, corrió una escarcha helada que acabó
congelándole el alma. Terror, eso era el terror. El corazón
palpitante, el sudor escurriéndose por sus axilas, la gargan-
ta áspera. Intentó decir algo, pero el sonido fue silencio.
Esteban se dio vuelta y caminó hacia el velador que al
encenderse le iluminó el rostro, sus ojos de gato. Tan fami-
liar, tan aterrador.
—Tenés preguntas, ¿no? —dijo él. Ella lo miró y movió
tan sutilmente su cabeza, intentando afirmar, que apenas
pudo percibirse. Era el terror. La paralizaba. En su mente,
las ideas se aglutinaban formando una masa amorfa. Este-
ban la miraba fijo. Esperaba algo más que esa impercepti-
ble afirmación.

68
—S–s–sí... —pudo decir, finalmente, Maru. Esteban
tomó una silla y se sentó junto a ella. El velador iluminaba
su traje gris, pero su rostro se ocultó en la oscuridad.
—Estoy dispuesto a responder. No pensaba hacerlo,
nunca antes lo he hecho, pero Lucía te quiere. Te aprecia
demasiado. No quiere mentirte más. Primero debo decirte
que nadie va a creerte. Como tantos, vas a terminar vien-
do un psiquiatra, un psicólogo, y todos ellos te llevarán a
dudar de vos misma, y pronto vas a creer que esto no fue
más que tu propia imaginación, una construcción ilusoria
de tu mente desequilibrada. Vas a creer que nada de esto
pasó, que nada de esto que viste fue real. El mundo racional
es demasiado incrédulo como para aceptar verdades como
esta. Pero es posible que no quieras seguir aquí, junto a ella,
una vez que sepas todo. Pero me pidió que te cuente toda
nuestra historia.
»Todo comenzó con una tuberculosis a la que no iba a
sobrevivir. Vivíamos en la zona rural, en un lugar cercano a
lo que hoy se llama Villa Nueva, no había doctores, no había
tratamientos. Esperábamos una carreta de un vecino que
nos llevaría a Córdoba para asistirme, si acaso sobrevivía
al viaje. Lucía sabía que la vida se me acababa y decidió
acudir a un último recurso antes de partir por ese camino
sin retorno, una curandera. La llamaban Zaira, tal vez ese
fuera su nombre auténtico. Zaira obraba milagros por un
precio... Lucía decidió acudir a ella, aterrada ante la idea de
perderme. Ella sólo tenía dieciséis años. Esperó la noche,
Zaira sólo atendía por la noche. Con la ayuda de su her-
mano, Francisco, me llevó ante la bruja recostado sobre el
lomo de nuestro caballo. Yo podía ver a la muerte a mi lado
en aquel rancho de adobe invadido por plantas aromáticas.
De verdad podía verla. Podía olerla, podía oírla llamar mi
nombre, la Parca estaba ahí, junto a mí. No iba a dejarme
escapar. Todo oscurecía ante mis ojos, cada vez más oscu-
ro... —el relato se detuvo. Miró a Maru un instante y acercó
su rostro a la luz. Ella se echó hacia atrás—. ¿Te gustaría un
vaso de agua?
Maru no quería hablar o moverse, el terror seguía pre-
sente, pero la curiosidad había obrado el milagro de dar
69
forma a las ideas en su mente. Su garganta estaba seca,
muy seca. Pero odiaba beber agua. Le resultaba insulsa y
en este instante, prefería algo más fuerte que el agua o la
gaseosa sabor citrus que guardaba en la heladera. Pero aún
era incapaz de tejer una frase inteligible.
—Y–yo... emmm... Creo que… Es decir…
—Ya sé, —dijo Esteban— quisieras algo más que agua.
Te traeré una copa de vino. No. Mejor acompañame. Lucía
duerme. Beberemos juntos.
Se sentaron en la mesa del comedor. Maru estaba más
cómoda allí. En su pieza se sentía acorralada, desprotegida.
Esteban le sirvió una copa de malbec, la bebió de un solo
golpe. Él sonrió. Ella también.
—Ahora estoy mejor —dijo, aunque no había abandona-
do el temor, sólo se había entregado a él.
—¿En qué estábamos…? —preguntó Esteban, a modo re-
tórico—. Ah, sí. Hablábamos del rancho de Zaira, la curan-
dera. No puedo decirte lo que recuerdo, todo era confuso
para mi percepción febril, Maru, pero sí puedo decirte lo
que me contó Lucía. Ella le preguntó rogando si podía sal-
varme la vida. Zaira le dijo que era demasiado tarde, que
la muerte me había alcanzado. Lucía insistió, le dijo que
no podía vivir sin mí. Lloró a mares. Supongo que Zaira se
compadeció. Le pidió a Francisco que saliera un momento,
miró a Lucía a los ojos y le dijo:
»—La muerte ya está con él. Sin embargo, existe la po-
sibilidad de que nunca abandone este cuerpo, que nunca
cruce el umbral al otro mundo.
»Lucía sólo quería que yo siguiera a su lado. No com-
prendía el precio de aquella cura. Estaba muerto, veía a la
muerte a mi lado, y nunca más viviría desde entonces. Lu-
cía tenía el rostro bañado en lágrimas, su pañuelo empapa-
do, los labios agrietados y la razón destrozada. Aceptó.
»Zaira se dirigió a su cocina. Lucía la vio tomando un
cuchillo y nada más. De allí salió con una pequeña botella
de vidrio y me dio de beber aquello.
—¿Qué era? —preguntó Maru, llena de coraje con sabor
malbec.

70
—Era la muerte en vida. Era la piedra filosofal y la con-
dena eterna —suspiró mirando al piso. Luego subió la mi-
rada y continuó—. Le indicó a Lucía que me escondiera
bajo la cama todo el día. Le dijo que esperara al próximo
anochecer, que despertaría y todo estaría bien. Lucía hizo
todo como le fue indicado. Desperté al anochecer con un
deseo insaciable. Desperté sin pulso, pero vivo. Desperté a
esta condena. Corría el año 1830. Lucía tenía dieciséis años,
yo unos veinticuatro y esa edad tendría por siempre, era
inmortal. Fui a ver a Zaira esa misma noche. Necesitaba
que me explicara. La palabra que usó, es la misma que se
usa hoy en la aclamada ficción gótica: vampiro. Me había
dado su sangre, con la que curaba a los enfermos, pero que
transformaba a los moribundos. Me explicó que debía ali-
mentarme de sangre humana, y me aconsejo que no lo hi-
ciera de Lucía hasta no poder controlar mi deseo. También,
me reveló un secreto: Si Lucía bebía mi sangre cada noche,
su vejez se retrasaría y viviría muchos años más. Durante
ochenta años nos mudamos de un lugar a otro como mari-
do y mujer. Pero ella comenzó a notarlo, la gente la miraba
demasiado. Ya su piel había cobrado las facciones de una
señora de más de cuarenta años. Mientras yo, apenas podía
simular unos treinta. Las críticas comenzaron a afectarle.
Decidimos cambiar los roles desde entonces, ella sería mi
madre. Vivíamos cinco años en cada lugar y luego nos mu-
dábamos. Hasta ahora. Ella decidió envejecer, ya no quiso
beber mi sangre. Me pidió que me fuera, pero no pude, ella
es todo lo que me queda. Sin ella, estoy solo. Me mudé de la
casa, pero no pude jamás dejar de verla. Después de todo,
por eso bebí la sangre de Zaira, para nunca dejarla.
Maru terminó el vino, estaba impávida. Atontada por lo
increíble. No podía ser cierto, pero tampoco podía dudarlo.
Los ojos de Esteban se habían perdido en el pasado. Esos
ojos de gato...
Silencio.
—Suponiendo que lo creo —dijo Maru—, porque no es
algo fácil de creer…, es cierto, nadie va a creerme, nunca. Si

71
no lo hubiera visto… no lo creería. Así que no tiene por qué
preocuparse por mí. Pero si todo esto es verdad, ¿por qué
no la convirtió cuando eran jóvenes? —él suspiró y la miró
a los ojos, bajo sus parpados se dibujaba la sombra de una
lágrima.
—No creas que no lo pensé, o que ella no lo pensó. Duda-
mos miles de veces, pero cuando ella hubo vivido cincuenta
años y se veía como una joven de veinticinco, comprendió
que algún día iba a querer morir. Era una mujer madura en
el cuerpo de una jovencita. Así la trataban, como a una jo-
vencita inmadura. Y supo que la naturaleza tenía un senti-
do, un ritmo que se debía respetar. Ella aceptaba mi sangre
para estar conmigo, para no dejarme solo porque sabía que
en su anhelo de tenerme me había condenado, pero no se
convertiría en algo como yo. Esto no deja de ser una conde-
na, por más que tengas el amor.
—Ella es lo único que te queda…
—Sí, y ya no quiere seguir. Está cansada. Yo también lo
estoy. Si pudiera…
—¿Qué pasa conmigo? ¿Tengo que irme ahora? ¿Tengo
que olvidarlos?
—Si querés, sí. Pero nos gustaría que te quedes. Ella te
quiere mucho. Dice que te siente como una hija. Yo tam-
bién. Ella necesita que me aleje pero no puede quedarse
sola. Siente que si estoy cerca no podrá abandonarme. Tie-
ne culpa, culpa por lo que hizo, culpa por ponerme en ma-
nos de Zaira. Pero era tan joven... ¿Viuda a los dieciséis? No,
no. Tenía que permanecer en este mundo, a su lado. Pero
ahora… ella debe irse, no debo retenerla más.
—Pero... —Maru intentó decir algo, pero cerró su gar-
ganta y su mente. No pudo señalar aquella verdad que
fosforecía ante sus ojos. Entonces respiró profundo y dijo:
—Usted era Esteban, entonces. Aquel sobre el que ella me
hablaba. Usted, siempre fue usted…
Esteban se levantó de la mesa, y caminó hacia la puer-
ta. Miró a Maru por última vez, le sonrió. Ella lo imitó. La

72
puerta se abrió y él salió, cerrándola suavemente. Maru se
puso de pie. Tomó las llaves y dio dos vueltas a la cerradura.
Caminó por el pasillo unos pasos pensando en irse a des-
cansar. Una idea la asaltó, sería apropiado chequear a la se-
ñora. Entró en la habitación y vio a la anciana de novent…,
no, de ciento ochenta y tres años. Respiraba suavemente.
Se sentó junto a ella y vio los años sobre su piel. Le aca-
rició el cabello. Pensó en Esteban, tan triste, sus ojos tan
cambiados. Pensó en la soledad y vio una mujer que había
hecho cualquier cosa para evitarla, hasta condenar a quién
más la amaba. La mujer abrió sus ojos.
—Perdón, no quise despertarla... —le dijo Maru.
—No estaba realmente dormida. ¿Me vas a dejar?
—No, no voy a hacerlo. Al final, Lucía, a usted nadie pue-
de dejarla sola. ¿Sabe qué?, en su lugar, yo hubiera vivido
para siempre.
Una almohada cubrió el rostro de la anciana. El aire des-
apareció. No luchó demasiado. Tal vez era muy vieja y ya
no quería luchar. Pero Esteban era joven, siempre sería jo-
ven, y no tenía por qué quedarse solo.

Maru llamó a la policía temprano. Muerte natural. En el


velatorio, pudo ver a Esteban y a nadie más. Ellos dos, solos
los dos, los únicos compañeros de Lucía. La tristeza en los
ojos del vampiro era intensa, pero también podía ver cómo
en su pecho reinaba la paz. Era cuestión de tiempo. Ya no
estaría sola. Esteban ya no estaría solo. Serían eternos, se-
rían perfectos, serían vampiros. Ella iba a decir que sí.

73
Resaca

—Sabés que te quiero —susurraba Adrián, segundos antes


de que el féretro se cerrase para siempre. Lucy parecía dor-
mida.

La casa estaba callada, era difícil asimilar el silencio. La


soledad. No quería estar con nadie pero tampoco quería
sentirla. El consuelo de la compañía de los extraños era la
única salida. No podía quedarse allí. Tomó su mejor camisa,
la última que le quedaba planchada por Lucy, y caminó al
bar que había a pocas cuadras, su sombra seguía sus pasos.
Nada a su alrededor tenía sentido.
Se acercó a la barra y pidió un fernet con Coca, como
siempre. Pero le supo a nada.
—Otro —exigió al ver el vaso vacío. Siete veces repitió
la escena, siete vasos colmados de aquella bebida oscura y
espumosa se deslizaron por su garganta y explotaron en su
cabeza. Pero todos le supieron a nada.
Lucy in the sky... susurró muy suavemente.
Era cierto al fin.
—La novia de Drácula —dijo una voz a su lado. Él lo
miró, y pudo contemplar de manera borrosa a un hombre
muy delgado, alto, de tez blanca, pelo corto y platinado que
vestía un saco de cuero negro y bebía un vaso de whisky—.
Lucy, la novia de Drácula, ¿leyó la obra? Usted mencionó el
nombre y... en fin...
Adrián miró el séptimo vaso vacío y volvió la vista al
hombre, pero no había nadie, se había ido, o tal vez nunca
estuvo.
75
Caminó borracho por la calle. Viendo cosas que eligió
ignorar. Todo era negro.
Lucy... Lucy... la novia de Drácula… Lucy in the sky...
Entre todo lo ignorado, en medio de la oscuridad, una vi-
sión. El hombre de saco de cuero negro, apoyado contra la
pared, encendía un cigarrillo y extendía la etiqueta abierta
ofreciéndole uno. No, gracias.
Él hombre comenzó a cantar con el cigarrillo encendido
entre los labios.
Lucy in the sky with diamonds...
—Así solía llamarla, mi Lucy. Ahora realmente está… en
el cielo, aunque en inglés no sería Sky, debería decir Heaven,
pero todos miran al cielo —. Adrián se había apoyado junto
al hombre. La compañía de extraños, del extraño, lo salva-
ría de la soledad.
—Tal vez. Si es que tal cosa existe— dijo el hombre, las
palabras fueron crueles, pero certeras, Adrián no era el cre-
yente, la creyente siempre había sido Lucy. Él sólo quería
ese consuelo, de que hubiera un cielo, un paraíso.
El humo del cigarrillo comenzaba a molestarle, parecía
que el viento lo dejaba directamente en sus narices, se co-
rrió unos pasos del extraño y lo miró con atención. Tenía
un acento europeo, lo había logrado apreciar, pero la borra-
chera no le permitía distinguirlo bien. Lo observaba incisi-
vamente tratando de asegurarse de que el hombre estaba
realmente allí. Pero no podía afirmarlo con certeza, aunque
el humo le molestara. Estaba demasiado borracho.
—Drácula amaba a Lucy, pero también Seward y Morris,
y, aun así, tuvieron que matarla después de que recibiera el
beso del vampiro. Tuvieron que hacerlo. Por más que ella
ya no estuviera viva había que matarla, su cuerpo se había
reanimado, era una creatura oscura, un ser sobrenatural,
no era ya humana, pero estaba viva… y muerta. ¿Si tu Lucy
fuera un no muerto? ¿Serías capaz de atravesar su corazón
con una estaca?
Adrián cerró los ojos un instante mientras se reía y se
tambaleaba contra la pared. Cuando miró de nuevo, el

76
hombre no estaba. Pero ¿había estado? La colilla del cigarri-
llo estaba en el piso esperando ser aplastada, aún luminosa.
Dio unos pasos y cayó al suelo, se levantó. Así ocurrió
repetidas veces a lo largo del camino de regreso. Llegó a la
casa llena de soledad, se sentó en el cordón de la vereda
frente a la puerta porque sabía que no podría encontrar las
llaves. El extraño se apareció de nuevo sentado a su lado.
—No es seguro estar afuera. Uno decide a quien invitar
a su casa, pero no quien pasa por tu vereda —el extraño
encendió otro cigarrillo.
—Eso mata —aconsejó Adrián. Tras lo que sólo oyó una
extrañísima carcajada. Grave, tan profunda como la voz.
—Lucy está en camino. Seguramente quiere convertirte
en uno de ellos. Pero no puede haber más creaturas oscuras
en este mundo. Ni tú, ni ella, ni nadie. No puedo permitirlo.
El hombre de saco negro calló un instante. Miró la calle
vacía y anunció.
—Es tarde. No hay tiempo de hacer que entres. Ella está
aquí. Lucy caminaba hacia él. Estaba despierta, tranquila...
tal como la había dejado en aquel féretro. No podía ser cier-
to. La ropa, los zapatos, el maquillaje, todo era lo mismo
que llevaba en su propio funeral. Todo estaba cubierto con
tierra recién escarbada. Lucy caminaba hacia él. Se puso de
pie, las lágrimas brotaron de sus ojos. Lucy estaba…, pero
no, no era posible…
—No, no lo es. Lucy no vive. Eso ya no es Lucy. Es un ser
de la noche —le dijo el extraño al tiempo que sacaba del
interior de su saco una estaca de madera y se abalanzaba
hacia Lucy.
—¡No! —el grito de Adrián no detuvo el arrebato del
hombre del saco negro. Pero el rostro de aquel hombre ha-
bía cambiado, se había convertido en algo monstruoso. No
era humano… ¿estaba realmente ahí? ¿Era Lucy real?
La estaca empuñada en la mano izquierda apuntaba a
su amada Lucy. Lucy in the sky... No, Lucy estaba ahí, en la
tierra, parada en la mitad de la calle mientras el hombre de

77
cabello corto y platinado empuñaba una estaca de madera.
¿El hombre?
¡No! ¡Lucy!
El hombre corría a su encuentro y ella parecía esperarlo
ansiosa. ¿Lucy? Esa no es Lucy, ¿o sí? Una suerte de batalla
comenzó a librarse. Adrián salió en defensa de su amada,
saltó sobre el hombre de negro, pero fue expulsado con una
fuerza extraordinaria. Cayó a varios metros. Allí tirado,
contempló cómo el rostro de su amada también se trans-
formaba. Y ella lo percibió.
—No es nada. Sigo siendo Lucy —le dijo.
—No realmente —objetó el extraño mientras la estaca
de madera le atravesaba el corazón.
Llamas intensas nacieron de su cuerpo, luego cenizas. El
cuerpo se convirtió en cenizas.

Al despertar, la casa era soledad. Ni Lucy, ni el extraño.


La realidad era la misma. Pero el sueño había parecido tan
vivido. Todo parecía tan real, ¿lo era? Si tan sólo no hubiera
estado tan borracho. Llevaba su mejor camisa puesta y en
ella habitaba un profundo aroma a quemado. Tal vez era
una simple coincidencia... tal vez.

78
El testimonio de don Julio

Emiliano no es el mismo. Ahora solamente sale de noche.


No trabaja. Y siempre, antes de salir, se detiene para ha-
cerme la misma pregunta, y yo siempre le doy la misma
respuesta, nunca más la volví a ver. Él todavía espera su
regreso. Aunque debe saberlo, Claudia no volverá jamás.
El porqué se fue, nadie se lo explica. Parecía una chica
normal, buena, educada. No peleaban, no mucho. Hasta
se podría decir que se amaban, y eso ya es poco frecuente.
Pero todo cambió, ella cambió. La tristeza de sus ojos ocultó
su belleza.
Yo siempre tuve el turno de la noche. Soy una persona
nocturna. Desde su llegada al edificio los veía volver tarde,
y salir temprano a la mañana. Los dos eran muy laburado-
res, jóvenes y sin hijos, supongo lo consideraban, a los ni-
ños me refiero, pero ya habría tiempo para pensar en bebés.
Todos pensamos así, siempre hay tiempo. Ambos estaban
demasiado compenetrados en sus carreras y en juntar pla-
ta, ¿cómo se le dice a eso?: en armar un capital.
Por eso el cambio llamó mi atención, cuando ella empe-
zó a salir al anochecer y volver antes del alba, me resultó
muy raro. Lo más extraño era que su marido simplemente
lo toleraba. Claudia había descuidado su ropa, su pelo, su
mirada, y había bajado de peso, bastante. Ya no saludaba al
salir o al entrar, tampoco sonreía. No pasó mucho tiempo
hasta su desaparición.
Cerca del final volvió a sonreír. Pero no como antes. Es-
taba débil. Como enferma. Cuando salió por última vez, lo

79
hizo con un bolso de mano y sin lágrimas, vacía de todo
sentimiento, sin expresar una sola emoción, como si fuera
una salida más, miró atrás, tomo aire, como juntando fuer-
zas para entregarse a la oscuridad y perderse en esa niebla
que había invadido la noche.
Él salió más temprano esa mañana, antes de la llegada
de los primeros rayos de la luz del sol, sin lavarse los dien-
tes o cepillarse el pelo, envuelto en una bata roja. Se paró en
la vereda, mirando a izquierda y derecha. Luego volvió su
mirada hacia mí. Se me abalanzó y me tomó por los hom-
bros, comenzó a sacudirme y gritarme:
—¿¡Dónde está!? ¿¡La viste!? ¡Decime dónde se fue!
—pero yo no tenía idea, y él lo sabía. Se detuvo, me miró
fijo unos minutos y las lágrimas destrozaron los restos de
su entereza. Cayó de rodillas. Lo vi entonces, sostenía un
papel maltratado en la mano derecha, lo apretaba con fuer-
zas, tratando de no dejarlo ir, queriendo exprimirle algún
sentido, intentando, al presionar, despertar de la pesadilla.
—Solamente una carta. No puede haberme hecho esto
—decía. Lo levanté, lo llevé a su departamento. Y allí co-
mencé a entender.
Ella estaba enferma. Unos meses atrás, se le había diag-
nosticado cáncer. No importaba el tratamiento, estaba
muerta. Pero había jurado encontrar la manera. Más allá
de las palabras heladas del médico, el cáncer no se la lleva-
ría a la tumba. Empezó a buscar algo en la noche. Sin saber
realmente qué. Comenzó a hablar de un hombre mayor. Él
tenía la cura, era cuestión de encontrarlo. Pero solamente
era posible por la noche.
Su condición empeoraba, pero se negaba a cualquier
otro tratamiento experimental. Emiliano no podía hacer
nada, parecía poseída. Repentinamente su actitud cambió.
Una mañana al llegar después de su trasnochar habitual, lo
despertó, y mirándolo a los ojos le dijo:
—Voy a vivir —él no le creyó, pero no la contradijo, en
su mente no podía aceptar la muerte de Claudia, no sabía
que actitud tomar en su situación. Por eso, nunca más se

80
tocó el tema, y una semana después, al despertar, ella no
estaba, sólo encontró ese papel escrito.
Él quiso que yo lo leyera. Había encontrado al hombre
que la salvaría, al menos eso decía su carta. Pero debía irse
para siempre. Le pedía perdón, pero ya nada más le impor-
taba, quería vivir. La cura significaba dejar todo. Abando-
narlo también, aunque insistía en seguir amándolo.
Sentí ese momento como el más triste de mi vida. Pre-
senciar el instante exacto en el que el corazón de un hom-
bre se rompe para siempre. Ese ser, acababa de convertirse
en un alma en pena, en un muerto viviente, en una vida sin
sentido.
Yo imaginaba que ella se había unido a un culto y el cán-
cer finalmente la había acabado, o, por qué no, ella misma
se había suicidado antes. Hasta que la vi. Una de esas ma-
ñanas de invierno en las que la luz demora demasiado en
aparecer.
Las calles eran un desierto de asfalto escarchado. Vivo
cerca del edificio, siempre camino cuando salgo del trabajo
y, esa mañana aún nocturna, era como siempre. Cruzando
la plaza, escuché quejidos humanos de terror. Mi concien-
cia no me hubiera dejado en paz si no intentaba hacer algo
para ayudar. Me asomé entre las plantas y la vi. Ella dejó a
su presa y clavó sus ojos en los míos. La blancura de su piel
resplandecía en la oscuridad. Unos dientes afilados se aso-
maban entre sus labios envueltos en la sangre de la joven
que yacía en el piso. Sólo se me ocurrió decirle:
—Claudia. Él te busca —en un segundo su rostro estaba
frente al mío. Y un instante después había desaparecido.
La chica tirada en el piso perdía sangre por la arteria abier-
ta en su garganta, me acerqué a ayudarla y vi dos huecos
profundos por donde brotaba a borbotones el líquido rojo
de sus venas. Aterrado y muy impresionado puse mi mano
sobre los orificios para evitar su desangramiento.
Los médicos y la policía me hicieron muchas preguntas,
pero yo no di su nombre, culpé a un animal al cual no pude

81
identificar. Cómo la joven no recordaba y no estaba muy
grave, supongo, todo quedó en la nada.
Tengo miedo de hablar porque van a pensar que he per-
dido la razón, nadie cree en estos seres hoy, pero quizás lo
cuento porque en este viejo existe la necesidad de no llevar-
se a la tumba aquel secreto guardado celosamente, y usted,
señorita, parece tener el mismo tipo de secretos que yo. Por
eso, la convierto en mi confesora.
Emiliano todavía vive en el edificio y la sigue buscando.
Pero aún hoy, cada vez que él pregunta, yo sigo respondien-
do lo mismo, nunca más la volví a ver.

82
La venganza

Es costumbre entre los hombres igualarse en bajezas al


enemigo. A eso parece dársele el nombre de justicia, pero a
mí me suena a venganza. No es que tenga nada en contra de
la venganza, por el contrario, pero el concepto de justicia es
mucho más significativo y difícil de lograr. La justicia eleva
a aquellos que la reclaman, la venganza no. ¿Por qué la hi-
pocresía? Estaría bueno decir: “quiero vengarme” y asumir
que no soy más que el otro, que también cedo a lo peor de
mí.
Hoy encontré eso, lo peor de mí. Sí, he decidido asumir
que ya no quiero justicia, que es tarde para la justicia, mi
deseo, hoy, ahora, es de venganza.
Me desperté con una terrible agitación. De esas que te
levantan sobresaltado de la cama. Anoche, conciliar el sue-
ño fue un tormento. No podía dejar de pensar en todo lo
perdido gracias a ella. Y ella ahí, tan... como si nada. Y yo
acá, contando monedas para comer.
Podría decirse que me dejé vencer, que bajé los brazos,
que no pude hacer justicia. Podría decirse eso de mí. Pero
estaba al límite de la locura. No podía respirar. Cada vez
que entraba al edificio, el corazón me latía con intensidad,
el arte de respirar se me volvía una tarea compleja, dema-
siado compleja. Sudaba, sudaba mucho. Ni hablar de mi
humor. Las manos me temblaban y, por Dios, que no fuera
yo a cruzarla. Mi deseo de romper cada uno de sus huesos
era desmedido. Incontenible.

83
Sé que parezco, alguien que ha perdido la razón. Ustedes
pueden creerlo así. Son libres de hacerlo. Pero no, la locura
no me tenía en su poder, el problema era ella, ella y su lo-
cura, ella y su permanente acoso. Necesitaba que me dejara
en paz, pero no…, eso no... eso nunca.
Dirán que ella consiguió su objetivo cuando renuncié.
Eso dirán, pero la verdad es que no tuve alternativas. Era
eso o la locura. Tal vez… No, no creo que... La venganza nada
tiene que ver con la locura. ¿No quiere venganza el hombre
contra el violador de su hija? ¿No quiere venganza el joven
que recorre con el filo de una llave la reluciente pintura del
auto de su profesor cuando desaprueba un examen? ¿No
quiere venganza el país del norte contra aquellos que estre-
llaron los propios aviones contra sus dos ilustres edificios?
¿No quiere venganza el ideólogo contra el dictador que dio
muerte a los suyos? ¿Acaso todos ellos están locos? ¿Acaso
esto debe llamarse justicia? No es locura, no me juzguen
así, no estoy demente, no necesito más que lo que necesitan
todos ellos, venganza.
Dicen que no hay satisfacción en la venganza. Eso dicen.
Pero debo decirles que sí, que la hay. Debo decirles que al
vengarse una sensación de dicha recorre el estómago, el
pecho, la garganta. Debo decirles que la venganza es dulce,
y yo he esperado demasiado. El plato está frío, perfecto. Y
aunque aún no la he probado, ya puedo saborearla.
No daré pasos al azar. Todo está perfectamente calcula-
do.
Claro que la mayoría no es capaz de asumir la venganza
en sus manos. Tal vez esto sea un indicio, tal vez he perdido
la razón. Quién sabe. Tal vez es tarde...
La suerte está echada. No queda nada por perder y, si
todo sale bien, nada habría de perder. No habría…
La espera es lo más terrible, sí, esperar ahora, el momen-
to, el segundo, el instante en que entre. El asiento empieza
a resultar incómodo, pararse, sentase y volver a pararse…
esperar. El ansia. Ansia de sangre a estas alturas. Establecer

84
el plan no fue sencillo, pero llevarlo a cabo…, eso sí que no
es simple.
Perdí todo por ella. Todo. Tal vez incluso la razón. Perdí
a la persona a la que amaba, perdí su amor. Dejé de ser yo.
Él me lo había dicho. Podía verlo, lo mejor de mí se corrom-
pía de a poco por la locura, por ese… deseo de Tánatos que
me embriagaba. Dejé de ver lo que tenía, él me lo advirtió
mucho antes de irse. Porque no quería irse, no realmente,
no quería dejarme, pero yo no era yo, era algo más, algo que
consumió todo lo que fui.
Pero voy a vengarme, sí. La venganza sacó lo peor de
mí. Busqué, planifiqué durante días, meses, años... muchos
años. ¿Demasiados? Suficientes.
Todos los días, ella se levantaba, se llenaba el rostro de
maquillaje, se vestía en ropas sugerentes y se dirigía a cum-
plir su cargo. Ella era la jefa. Un cargo político y acomoda-
do, nunca hubiese sido capaz de ganárselo. Pero se acostó
con la gente adecuada. A pesar de estar pasada de años, pa-
recía tener recursos, ¿quién sabe?
Lo único que sé, es que su entrada significo mi fin. Me
habían ofrecido el cargo, pero no quise tomarlo, no quise.
No soy la clase de persona que se sienta en un escritorio
y no ve nada, enceguecidos por números y ambiciones in-
ciertas sobre estos números, números que deben cerrar y
mejorar. Nadie recuerda que en ellos se esconden personas.
Fue por eso, no quise olvidar a las personas. Pero si hubiera
sabido que ella iba a ser puesta en ese lugar, ella... nunca
hubiese dicho que no.
Los celos la abrumaban. Desde que me conoció no hizo
más que odiarme por todo aquello que era. Porque yo era
mejor que ella y que muchos, pero todo se daba simple-
mente porque no me importaban los números. Porque me
importaban las personas. Peco de soberbia, tal vez, pero
era de esa manera. Lograba lo que me proponía. Los chicos
volvían a las escuelas, el alcohólico iniciaba tratamiento, la
mujer denunciaba del esposo. Pero ella inició su cacería de

85
brujas. Me instigaba, me acosaba, me difamaba. Me avasa-
llaba con burocracia. Me impedía lograr mis objetivos y así,
poco a poco, fui perdiendo el interés.
En casa sólo comenzó a haber quejas. Quién te ama no
puede soportar esos estados permanentes. Se torna inve-
rosímil, poco interesante y aburrido. Te olvidás, te olvidás
que hay alguien a tu lado, alguien que te ama y que estás
perdiendo. Yo perdí todo, el amor también. El amor de mi
vida y el amor por mi trabajo. No hubo a quién recurrir, no
parecía haber nada ilegal en su acoso, solamente yo podía
sentir el filo de la espada. Su maldad era sólo para mí, inve-
rosímil para el resto.
Cuando él me dejó, cuando me invadió la soledad, no
tardé demasiado en renunciar. Aunque era tarde, tal vez.
Ella lo había logrado. Pero nunca imaginó que yo sería ca-
paz de vengarme. Y tal vez no lo era, antes.
Un día la encontré. Ella estaba esperando a alguien como
yo. Alguien que no tuviera nada que perder. Me pidió todo,
absolutamente todo, y ella me daría las herramientas para
vengarme. Le di todo: mente, cuerpo y alma. No me queda
nada, sólo la chance de vengarme. Ella vino por mí, me ne-
cesitaba para sobrevivir y yo la necesité para mi venganza.
En mis manos, el arma. En mi otra mano, un frasco...
“bebe en el momento justo, como Alicia”. Como Alicia, me
volveré un gigante, monstruoso y luego seré insignificante,
y podré pasar por la puerta sin necesidad de abrirla. Y la
promesa que ella me hizo. Volver a nacer, olvidar, empezar
de nuevo. “Pero” me dijo, “vengate antes, antes de tu nueva
vida”.
Durante años, día a día fue cambiando mi sangre por
la suya, este es el último sorbo y estoy lista para morir. No
queda célula en mí de mi otro yo. No queda nada.
La puerta se abre y ella está frente a mí.
—¿Qué hacés acá? —me increpa la cretina.
—Es un lugar público...
—Está cerrado y vos no trabajás acá, no tenés derecho.

86
—¿No? ¿Y vos? ¿Venís por la plata que te dijeron que ha-
bía? —me mira con sorpresa. Cómo lo sé, se pregunta, y lo
imagina, le he tendido una trampa.
Apunto una navaja hacia ella. No hay nada más que de-
cir. Ella ve el filo, sabe que voy a vengarme, sabe que quiero
que muera. Ruidos, hay ruidos de personas subiendo y una
voz en su cabeza que le replica que va a tener que dar expli-
caciones. Me mira y en mis manos no hay nada. Mira atrás
y oye los ruidos, pero todo se silencia nuevamente.
—¿Qué está pasando?
—Demostré que sos una ladrona, te tengo en video —le
enseño mi celular. Ella busca arrebatármelo, y la navaja
aparece sobre el escritorio, y la toma. Comienza a amena-
zarme, apuntarme con ella extendiéndola frente a sí. Todo
es perfecto. “Bébeme” dice el frasco. Bébole. Y me abalanzo
contra el filo que atraviesa mi corazón. Siento que muero.
Y ella me mira a los ojos. Homicidio. Sonrío. Es cuestión
de tiempo. Mientras ella se pudre tras las rejas, yo volveré
de la muerte, naceré de nuevo. Olvidando todo, incluso mi
venganza.

87
De otro mundo

Parado en la esquina, aguardaba el encuentro con su próxi-


ma víctima. La noche comenzaba a teñir el cielo. Un cielo
nocturno que había sido abandonado por la luna. La pea-
tonal era un desierto plagado de perros callejeros y almas
oscuras que se deslizaban en la penumbra como seres so-
brenaturales. Kevin López era una de esas almas.
Entre medio de aquellos seres perdidos, de vez en cuan-
do, se atravesaba un ser luminoso, glorioso. Un ser que
debía caer por haber nacido en medio de un mundo tan
diferente al de Kevin. Un mundo de puertas abiertas. Un
mundo de superioridad que Kevin aborrecía. Pero él estaba
allí, en ese mundo donde las puertas se cierran, listo para
hacer justicia. Parado entre Trejo y 9 de Julio, aguardaba
su momento. Siempre alguno se aventuraba a atravesar el
mundo de las almas perdidas.
La vio de lejos, a pesar de la penumbra que cubría la pea-
tonal. La vio porque resplandecía en belleza y gloria. Una
gloria inalcanzable. Seguramente tenía todos sus dientes y
emanaba de ellos un resplandor blanco, seguramente era
una de esas intelectuales que hablaban en un lenguaje in-
descifrable para Kevin. Ella era una de las culpables de que
él no tuviera dignidad. Era su deber hacer justicia y quitar-
le a esa cheta todo lo que él no tenía.
La muchacha se acercaba a paso ligero. Las sombras ab-
sorbieron a Kevin, volviéndolo invisible a los ojos de cual-
quier ser humano. Ella seguía caminando. Un bolso negro
le colgaba del hombro balanceándose en cada uno de sus

89
movimientos de cadera. Si lo arrebataba y huía, todo sería
sencillo, pero, seguramente, la mujer llevaba algo más enci-
ma. Algo valioso. Y valía la pena darle un buen susto a esa
cheta.
Kevin tanteó el cuchillo que reposaba en el bolsillo de su
pantalón. Esperó el momento en el que la muchacha cruza-
ra frente a él para dar unos pasos ligeros y asaltarla como
era debido, como se lo merecía.
Tomó el cuchillo con su mano derecha y su izquierda
arrebató a la muchacha por el hombro. Le puso el cuchillo
en la garganta. Pero ella no lucía asustada. Liberaba de sus
labios el suave gorgoteo de una risa macabra. Un escalofrío
recorrió la columna de Kevin. Pero no se dejaría doblegar.
Él tenía el arma. Él tenía el poder.
—Dejá de cagarte de risa, cheta de mierda y dame toda
la guita y el celular.
La risa macabra comenzó a liberarse con mayor fuerza.
Era sobrenatural. Kevin, en su ignorancia, lo comprendía,
esa risa no era de este mundo.
—Chico estúpido —dijo la muchacha con el rostro des-
figurado en una inmensa sonrisa, un rostro que tomaba la
forma de algo que no era humano. Kevin quiso correr, pero
se negó a hacerlo. No importaba la risa, seguramente pre-
tendía escarmentarlo y nada más. No se dejaría abatir por
ese temor que crecía en su pecho. No lo doblegaría. Presio-
nó el cuchillo sobre la garganta de la mujer. Ella dejó de
reír. Pero su rostro seguía luciendo aterrador. Una expre-
sión de odio surcaba la cara de aquella extraña.
—¡Callate! ¡Dame la guita! —insistió Kevin, sin poder
ocultar el temblor en su voz.
—Chico estúpido —repitió la mujer—. Estaba esperan-
do a alguien como vos, pero nunca me imaginé que iba a
ser tan estúpido.
La mujer abrió sus fauces y Kevin pudo ver un par de
colmillos prominentes. Eran resplandecientes como él pen-
saba. El cuchillo de Kevin tajeó la garganta de aquel ser

90
que, ahora lo sabía, no era humano. La risa regresó. Ella rio
mientras apenas surgían de aquella herida unas cuantas
gotas de sangre que la cerraban para siempre y sin dejar
marca alguna.
El bolso negro fue arrojado al piso y los pies de aquella
bestia casi humana se despegaron de la tierra para caer en-
cima de Kevin que comenzaba a retroceder. Sintió los col-
millos en su garganta. Sintió la sangre siendo arrebatada
de su cuerpo y vio a la muerte.
—Chico estúpido —dijo aquella muchacha singular—.
Si ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón, aún
me quedan un par de siglos y me faltan muchos litros de
sangre para que me perdonen.

91
Prueba

Era un día de esos en los que el mundo me interpela y cues-


tiono la existencia de Dios. Un día de esos en los que despre-
cio el valor de mi propia vida. Anita lloraba, Lucas también.
—Basta de pelear —les dije, como siempre y, como siem-
pre, me ignoraron. No soy como su madre, nunca pude ser
como ella. Sólo le bastaba mirarlos con aquellos ojos de de-
predador al acecho y listo, la pelea se terminaba.
En un acto sobrehumano, intentaba cocinar. Nunca fue
mi fuerte, pero los chicos tienen que comer sano, así que
había empezado a hacerlo desde ese día en que ella salió
por la puerta principal sin decir una palabra y nunca más
la volvió a cruzar.
Aquella mañana en que la primavera asomaba incan-
descente por la ventana de nuestro cuarto y los rayos del
sol se colgaban de nuestras sábanas. Ese día perfecto en
que la gente recorría las calles solitarias de la ciudad con
una sonrisa detrás del rostro. Miriam decidió abandonar-
nos. Cientos de dolores callados la condujeron a ese desen-
lace. Lo sé. Siempre lo supe.
Me levanté esperando encontrarla, era un domingo her-
moso. Los niños dormían. Me asomé para verlos soñar en
la oscuridad de sus cuartos. Caminé a la cocina. Miré hacia
el jardín. Llamé su nombre. Miré el llavero y vi que no ha-
bía tomado sus llaves. Volvería, golpearía y yo tendría que
correr a abrirle. Seguramente había salido a comprar algo
para el desayuno. Nunca me hubiese imaginado que sus do-
lores la llevarían a abandonarnos.

93
Puse la pava para el mate y esperé. El silbido despertó a
Anita. Que vino a la cocina refregándose los ojos y pregun-
tándome dónde está mamá. No supe qué decir, me limité a
un ya viene y le ofrecí la leche.
—Quiero que mamá me haga la leche. A vos siempre te
queda muy caliente. No me gusta. Me gusta como la hace
mamá —rezongó mi hija. En aquel tiempo, no había encon-
trado el punto justo de temperatura a esa taza de princesas
de Anita. Le dije que esperara, que mamá volvería pronto.
Salió sin sus llaves, así que volvería, ya volvería. Y el tiempo
pasó. Siguió pasando.
Ese domingo nos quedamos en casa. No quise salir a nin-
guna parte, no quise dejar a mis hijos en la casa de nadie.
No quise dejar de esperar. Ella no había llevado sus llaves.
Pero el teléfono sonó por la noche.
—Hola —atendí desesperado.
—Hola, Nahuel. Soy Luciana.
—Luciana, ¿cómo estás? Luciana, ¿sabés algo de Mi-
riam? Se fue esta mañana y todavía no vuelve.
—Mirá, te llamo por eso —la voz de Luciana se quebra-
ba—. No puedo dejarte así, sin decirte nada. Miriam me
llamó esta mañana. No va a volver. Te dejó con los chicos.
Dijo... Dijo que quiere vivir. Dijo que está cansada de ver sus
sueños rotos.
Miré el anillo dorado enroscado en mi dedo y supe que
había fracasado. Luciana seguía hablando. Pero ya no la
oía.
—Me tengo que ir —le dije y colgué.
Abrí el placar del lado de Miriam. Estaba prácticamente
vacío. Ella me había dejado, nos había dejado. Lloré. Lloré
como nunca antes. Sequé mis lágrimas y fui a hablar con
mis hijos. Les dije que su madre había tenido que hacer un
viaje muy largo y que no volvería por un tiempo. Una parte
de mí deseaba que volviese. Una parte de mí la entendía y
la amaba.
Todo el año fue difícil. Aprender a ser madre y padre no
es simple. Un año sin Miriam. Un año esperando sin espe-

94
rar nada. Tan sólo el sonido del teléfono y su voz tras con-
testarlo. Pero Miriam había desaparecido de mi vida. No
importaba cuanto esperara, sabía que ella no volvería. El
problema es que la esperanza fue lo único que quedó en la
caja de Pandora.
Anita fue mi ángel. Ella comprendió que su madre se
había ido, comprendió que no regresaría, lo comprendió
mejor que su hermano, mejor que yo mismo. Me ayudaba
en todo. Me explicaba todo. Me guiaba en este camino que
nunca antes vi recorrer. Me convertí en su todo, y ellos en
el mío.

El día estaba terminando. Los chicos al fin dormían y yo


lavaba los platos. Eran más de las once. La tele estaba pren-
dida en alguna película olvidable. Fue entonces cuando to-
caron a la puerta. Quién podría visitar a esta hora. Tocaron
muy quedamente, como un cuervo vetusto que acabaría
posándose en el busto de Palas. Caminé aterrado hacia ella.
Pensé en mis hijos. Si algo me pasaba, estarían solos. Mi
vista atravesó el ojo mágico de la puerta y la vi parada de-
trás de los barrotes negros. Ella estaba ahí. Mi esperanza se
regocijaba. Pero un profundo recelo llenó mi alma. Tanto
silencio. Tanto tiempo. Un año sin verla, sin saber de ella.
Llanto a escondidas. Había tanto que reprocharle. Tanto
había que hablar, no iba a dejarla ir así nomás.
Abrí la puerta. Ella me miraba tras la reja.
—Nahuel, ¿están bien? —me dijo.
—Miriam, ¿volviste?
—Contestá, Nahuel —dijo con la voz entrecortada—.
¿Están bien, vos y los chicos?
—Sí, Miriam —me acerqué a la reja, no traía mis lla-
ves—. Esperá que busco la llave, ya te abro y ves a los chicos.
—Sólo busco tu perdón, ¿creés que podrás perdonarme,
algún día?
—Miriam, ya te he perdonado. Dejame ir por las llaves
—y le di la espalda por unos segundos. Al voltear, para re-

95
petirle que esperara, no pude encontrar su rostro. Se había
desvanecido como mis sueños. Llamé su nombre. Nada.
El teléfono sonaba. Tuve que ir a atender o despertaría
a los chicos.
—¿Hola?
—Nahuel, soy Luciana. ¿Te acordás de mí?
—Luciana, ¡cómo no me voy a acordar! Recién acaba de
pasar Miriam por casa. ¿Está con vos?
—No es posible —respondió ella sollozando—. Nahuel,
llamo para avisarte…
—¿Qué cosa? Ella estuvo acá y no dijo nada. Fue todo tan
raro. Sólo quería que la perdonara.
—No puede ser, te digo. La encontraron muerta esta ma-
ñana. Sobredosis. Están investigando, pero parece que eso
fue todo. Dicen que Miriam murió anoche. Un vecino… —y
el teléfono se escurrió de mis manos y cayó al piso. No pude
oírlo más. Las palabras de Miriam resonaban en mi mente:
Sólo busco tu perdón.

96
El sueño

Es raro como se ve todo desde el aire. Siempre me gustó la


imagen de los picos de la cordillera vistos desde la ventani-
lla. El avión parece rozarlos. Aunque siempre terminan vi-
niendo a mí imágenes de Alive. El extremo de la lucha para
sobrevivir, el sometimiento a la ingesta de carne humana.
Sin embargo, me sigue gustando el paisaje.
Tal vez hoy no. Hoy no debería estar volviendo. El traba-
jo no está terminado, aún me queda un mes, pero entendie-
ron, me dieron una semana.
El sueño me asalta. Caigo profundamente dormida. Sólo
faltan unos cuantos minutos para aterrizar.
Sé que estoy soñando, no lo dudo en ningún momento.
Sin embargo todo parece real. Estoy en nuestra casa, la casa
de los viejos. Mi hermana y yo estamos tomando mate en la
mesa de la cocina. Tiene una sonrisa triste. Sus ojos ya no
son lo que eran, no miran al futuro, no hay futuro, sólo la
melancolía del pasado.
Me ceba otro mate, nuestras manos se unen cuando ella
me lo pasa. Están frías. Me mira sonriendo, pero con ojos
húmedos.
—Ya es hora de que me vaya.
Me despierto sobresaltada. El avión aterrizó. En los sue-
ños el tiempo nos engaña. Siento que no dormí nada.
“¿Qué es la vida sin sueños?” me decía siempre Ana. No
sé. Es vida, punto.
Yo tengo sueños, muchos. Demasiados. No renuncio a
ellos. Ana lo hizo. Se enamoró. Él no quería a sus sueños y

97
ella los tuvo que dejar ir. Aun así, siempre parecieron feli-
ces.
Llego a tiempo para el entierro. Nunca una se imagina
enterrando a su hermanita menor. Dicen que se cortó las
venas. Es raro, no soportaba ver sangre.
Fueron ocho horas de viaje, tengo que pasar por mi de-
partamento y buscar el auto. La funeraria me aseguró que
iban a esperarme. Soy el único familiar vivo que le queda.
Todo está como lo dejé. Me tiro en la cama tratando de
relajarme un poco. Tengo sueño, no dormí nada, sólo soñé.
Intento dormir un segundo, pero vuelvo a soñar. Estamos
en el cementerio, en la tumba de papá. Mi hermana, Ana,
me habla.
—Quién hubiera dicho que ibas a volver tan pronto.
—Pero si llegué muy tarde —le digo llorando.
—Sí, para mí es tarde. Pero después de todo ¿qué es la
vida sin muerte?
—No hay vida sin muerte —le contesto.
—No, no la hay.
Me despierto. Lloro como hace tiempo que no lloraba.
Llegué tarde, muy tarde.
Aún me quedan doscientos kilómetros para recorrer.

El aire de agosto es frío por lo general en las sierras. Hoy


es un día más de agosto. Es un día menos para Ana. El fé-
retro baja, el sacerdote bendice. Los crisantemos me abru-
man con su aroma fétido. Papá está al lado de Ana. Pienso
en el sueño y me mareo, me desvanezco. Alguien está ahí
para sostenerme. Elías, un amigo de Ana.
—Emma, ¿estás bien?
—Sí.
Elías tiene la llave de la casa de nuestros padres, la casa
que era de Ana, la casa que ahora es mía. Me la entrega y
exige acompañarme, tiene miedo de que vuelva a desvane-
cerme. Pero es Ana quien se ha desvanecido, no yo.
Todo huele a tostadas. Elías pone la pava. Quiere hacer
té.

98
—Dicen que mi hermana se cortó las venas.
—Sé lo que dicen.
—¿Es cierto? —él no me contesta. Sonríe trágicamen-
te—. Dudás. Yo también.
Le pido a Elías que no se vaya, le explico que necesito
dormir. No he dormido, sólo he soñado. Si al dormir no so-
ñás... ¿eso es vida? No sé. Pero no necesito soñar, necesito
dormir.
Me acuesto en la cama de mi hermana. Su almohada
guarda la fragancia a hierbas de su crema para peinar.
“No te acuestes con el pelo mojado, te va a hacer mal”,
pero ella no hacía caso. Estoy soñando de nuevo. Ella está
envuelta en su bata, peina sus rulos negros frente al espejo.
Yo la miro desde la puerta.
—No quiero seguir con esto. Necesito dormir —le digo.
Ella detiene su cepillo y me contesta.
—Ya habrá tiempo. Siempre hay tiempo.
—¡Mentira! —le grito— ¡Llegué tarde! Nunca hay tiem-
po.
—Sí, siempre hay tiempo para soñar. Y ahora tenés
tiempo. Buscá bien, la respuesta que estás esperando está
frente a vos.
Despierto. Sigo sin dormir. Pero no estoy soñando, estoy
viviendo. Oigo un susurro. Me llaman.
“Emma”.
Ana odiaba ver sangre. Ana no se cortó las venas.
“Emma”.
Me levanto. Soñé durante mucho tiempo. No pude dor-
mir.
Elías se encuentra sentado a la mesa de la cocina junto
al equipo de mate. La luz está apagada, camino hacia él.
—Cuando Julio murió, Ana luchó por salir adelante. No
la vi infeliz entonces —dijo Elías. Cumplía con mis deberes
cotidianos, se le puede reprochar cierta distracción, pero
no excesiva. Todos luchamos, por supuesto, pero la mayoría
lo hace como en sueños; ella luchaba recurriendo a todas

99
sus fuerzas. Pero aún soñaba, como vos. ¿Qué es la vida sin
sueños?
—Es lo que ella siempre decía.
—Lo sé. Pero últimamente soñaba con la muerte. Me
contó que en uno de sus sueños la muerte la miraba por la
ventana. Le ofrecía todo lo que siempre he soñado. Me dijo
“Vi sangre en mis sueños”. Ella creía en los sueños. En ellos
encontró una respuesta, yo le ayudé a encontrarla. Sabe
que te ha ocasionado dolor y quiere sanarte. Viste sus he-
ridas, su cuerpo sin sangre, pero no fue un suicidio lo que
viste. Es ella la que se ha presentado en tus sueños, pero
va a salir de ellos. Llegaste a tiempo. Ahora puede seguir
su vida sin Julio, sin hijos, porque le he revelado la verdad,
que la muerte no es todo, porque la respuesta está en algo
que siempre odió, en la sangre. Queremos que vengas con
nosotros.
La puerta se abre. Alguien me agarra por la espalda.
Siento un pinchazo fuerte en el cuello. Mi corazón se so-
bresalta y sus latidos se aceleran. Comienzo a sentir frío.
Pero el dolor no supera la sensación de paz que me invade.
Tengo sueño pero no estoy soñando. Me estoy quedando
dormida. Duermo. No sueño más.

100
Sangre
Virginia Ventura

Cuentos de asesinos y otros seres naturales

11 Páginas en blanco
13 El cuerpo
17 Painted black
21 Gotera
23 Los suicidas
27 La última vez
33 La madre
41 Las maté a todas
47 Femicidio

Cuentos de monstruos y otros seres sobrenaturales

53 La creatura
57 Especular
61 Recuerdo de santa rita
75 Resaca
79 El testimonio de don Julio
83 La venganza
89 De otro mundo
93 Prueba
97 El sueño
Títulos

4. Un sillazo al oscuro en la cara


Hernán Ninio Cuello
cuento

3. Sangre
Virginia Ventura
cuento

2. Los espejos vacíos


Daniel Teobaldi
novela

1. Una rosa en las garras del jaguar


Hugo Francisco Rivella
poesía

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