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Un acto cotidiano

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Las tres palabras

Los años veinte siempre me resultaron una época deliciosa. El brillo de las luces de las
grandes urbes, el frenético sonido del jazz.
Saxofones y trompetas en todo su apogeo marcaban el ritmo incansable de una era
maravillosa.
El estilo de damas y caballeros, sofisticado y atrevido al mismo tiempo, transportaba a un
universo despreocupado, divertido y coqueto. Un mundo regido por plumas de pavo real,
exultantes, exóticas, coloridas de un verde misterioso que invitaba a sumergirse en una
fantasía de ensueño.

Sin lugar a dudas, fue una época de abundancia, lujo y desenfreno. La edad dorada para
aquellos que viven de prisa, saboreando cada minuto del día con temeraria intensidad.

Quien diría que por aquel entonces, el destino haría de celestina entre dos mundos que
cohabitaban, de forma paralela, tan distantes y desconocidos entre sí.

Fui consciente, desde aquel primer instante en que crucé el umbral de ese colosal arcón
forjado con hierro y cristalería londinense, que mi vida ya jamás volvería a ser la de antes.

El ambiente del lugar estaba cargado y nublado con un humo envolvente, propio de las
pipas de opio. El olor a sándalo era embriagador, penetrante, así que decidí dejarme
conducir por él, sin rumbo ni destino concreto, pues todavía no sabía con certeza hacia
dónde se dirigían mis pasos.
Dejé que el sonido de unas risas me transportara por la sala principal, dotada de un
mobiliario y decoración exquisitos que invitaban a dejarse caer sobre los mullidos y
aterciopelados cojines de los divanes franceses.

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-El bosque es como la gran ciudad, Ely. Un lugar donde conviven presas y depredadores, el
hogar de ambos, dónde la ley se cumple siempre a favor del más fuerte. La vida, allá donde
estés, es pura supervivencia, no lo olvides. Confía siempre en tu instinto. -

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