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Algo de adiestramiento histórico y filológico, incluido un sentido innato difícil de contentar en lo que
respecta a las cuestiones psicológicas en general, transformó muy pronto mi problema en otro distinto: ¿bajo
qué condiciones inventó el hombre esos juicios de valor del bien y el mal? y ¿qué valor tienen ellos
mismos? ¿Han obstaculizado hasta ahora el desarrollo humano, o lo han fomentado? ¿Dan muestra de un
estado de necesidad, de empobrecimiento, de degeneración de la vida? ¿O, al revés, se trasluce en ellos la
plenitud, la fuerza, la voluntad de la vida, su valor, su confianza, su futuro? Para esas preguntas encontré y
me atreví a dar yo mismo diversas respuestas, distinguí épocas, pueblo, grados de jerarquía de los
individuos, especifiqué mi problema, las respuestas se convirtieron en nuevas preguntas, en investigaciones,
en conjeturas, en probabilidades: hasta que por fin tuve un país propio, un suelo propio, todo un mundo
recóndito que creía y florecía, jardines secretos por así decir, de los que a nadie se le permitía sospechar
nada… ¡Oh, qué felices somos, nosotros los conocedores, suponiendo que sepamos callar todo el tiempo que
se suficiente!
Lo que me interesaba a mí era el valor de la moral, y sobre ello tenía que ocuparme casi
exclusivamente con mi gran maestro Schopenhauer, a quien se dirige, como si de un contemporáneo se
tratase, aquel libro, la pasión y la secreta contradicción de aquel libro (pues también aquel libro era un
<escrito polémico>). De lo que se trataba era, especialmente, del valor de lo <inegoísta>, de los instinto de
compasión, abnegación y autoinmolación, que precisamente Schopenhauer había dorado, divinizado hasta
que finalmente quedaron para él como los <valores en sí> y con base en lo que él decía no a la vida, y
también a sí mismo. ¡Pero precisamente contra estos instintos hablaba desde mi interior una desconfianza
cada vez más básica y fundamental, un escepticismo que cada vez cavaba más hondo! Precisamente aquí vi
el gran peligro de la humanidad, su tentación y seducción más sublime -¿seducción a qué?, ¿a la nada?-,
precisamente aquí vi el comienzo del fin, el quedarse parado, el cansancio que mira hacia atrás, vi a la
voluntad volverse contra la vida, a la enfermedad postrera anunciarse tierna y melancólicamente: comprendí
que la moral de la compasión –que cada vez hace más estragos, que ya se apoderó de los filósofos y los hizo
enfermar- es el más inquietante síntoma de nuestra cultura europea (también ella ha llegado a ser
inquietante), ¿Cómo su rodeo hacia un nuevo budismo?, ¿hacia un budismo de lo europeo?, ¿hacia… el
nihilismo?... Esta moderna preferencia y sobrestimación de los filósofos por la compasión es, en efecto, algo
nuevo: precisamente en que la compasión no tiene ningún valor habían convenido hasta ahora los filósofos.