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EMILE DURKHEIM
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(14) La familia maternal ha existido indudablemente entre los germanos.—
Véase Dargun, Mutterrecht un Raubehe im Germanischen Rechte. Breslau,
1883.
CAPITULO II
Hay, sin duda, crímenes de especies diferentes; pero entre todas esas
especies hay, con no menos seguridad, algo de común. La prueba está en
que la reacción que determinan por parte de la sociedad, a saber, la pena,
salvo las diferencias de grado, es siempre y por todas partes la misma. La
unidad del efecto nos revela la unidad de la causa. No solamente entre todos
los crímenes previstos por la legislación de una sola y única sociedad, sino
también entre todos aquellos que han sido y están reconocidos y castigados
en los diferentes tipos sociales, existen seguramente semejanzas esenciales.
Por diferentes que a primera vista parezcan los actos así calificados, es
imposible que no posean algún fondo común. Afectan en todas partes de la
misma manera la conciencia moral de las naciones y producen en todas
partes la misma consecuencia. Todos son crímenes, es decir, actos
reprimidos con castigos definidos. Ahora bien, las propiedades esenciales de
una cosa son aquellas que se observan por todas partes donde esta cosa
existe y que sólo a ella pertenecen. Si queremos, pues, saber en qué consiste
esencialmente el crimen, es preciso desentrañar los rasgos comunes que
aparecen en todas las variedades criminológicas de los diferentes tipos
sociales. No hay que prescindir de ninguna. Las concepciones jurídicas de las
sociedades más inferiores no son menos dignas de interés que las de las
sociedades más elevadas; constituyen hechos igualmente instructivos. Hacer
de ellas abstracción sería exponernos a ver la esencia del crimen allí donde
no existe. El biólogo habría dado una definición muy inexacta de los
fenómenos vitales si hubiera desdeñado la observación de los seres
monocelulares; de la sola contemplación de los organismos y, sobre todo, de
los organismos superiores, habría sacado la conclusión errónea de que la
vida consiste esencialmente en la organización.
¿Se dirá, modificándola, que los actos criminales son aquellos que parecen
perjudiciales a la sociedad que los reprime? ¿Que las reglas penales son
manifestación, no de las condiciones esenciales a la vida social, sino de las
que parecen tales al grupo que las observa? Semejante explicación nada
explica, pues no nos enseña por qué en un gran número de casos las
sociedades se han equivocado y han impuesto prácticas que, por sí mismas,
no eran ni útiles siquiera.
Sin embargo, esta última teoría no deja de tener cierto fundamento; con razón
busca en ciertos estados del sujeto las condiciones constitutivas de la
criminalidad. En efecto, la única característica común a todos los crímenes es
la de que consisten—salvo algunas excepciones aparentes que más adelante
se examinarán—en actos universalmente reprobados por los miembros de
cada sociedad. Se pregunta hoy día si esta reprobación es racional y si no
sería más cuerdo ver en el crimen una enfermedad o un yerro. Pero no
tenemos por qué entrar en esas discusiones; buscamos el determinar lo que
es o ha sido, no lo que debe ser. Ahora bien, la realidad del hecho que
acabamos de exponer no ofrece duda; es decir, que el crimen hiere
sentimientos que, para un mismo tipo social, se encuentran en todas las
conciencias sanas.
Una observación última es necesaria todavía para que nuestra definición sea
exacta. Si, en general, los sentimientos que protegen las sensaciones
simplemente morales, es decir, difusas, son menos intensos y menos
sólidamente organizados que aquellos que protegen las penas propiamente
dichas, hay, sin embargo, excepciones. Así, no existe razón alguna para
admitir que la piedad filial media, o también las formas elementales de la
compasión por las miserias más visibles, constituyan hoy día sentimientos
más superficiales que el respeto por la propiedad o la autoridad pública; sin
embargo, al mal hijo y al egoísta, incluso al más empedernido, no se les trata
como criminales. No basta, pues, con que los sentimientos sean fuertes, es
necesario que sean precisos. En efecto, cada uno de ellos afecta a una
práctica muy definida. Esta práctica puede ser simple o compleja, positiva o
negativa, es decir, consistir en una acción o en una abstención, pero siempre
determinada. Se trata de hacer o de no hacer esto u lo otro, de no matar, de
no herir, de pronunciar tal fórmula, de cumplir tal rito, etc. Por el contrario, los
sentimientos como el amor filial o la caridad son aspiraciones vagas hacia
objetos muy generales. Así, las reglas penales se distinguen por su claridad y
su precisión, mientras que las reglas puramente morales tienen generalmente
algo de fluctuantes. Su naturaleza indecisa hace incluso que, con frecuencia,
sea difícil darlas en una fórmula definida. Podemos sin inconveniente decir,
de una manera muy general, que se debe trabajar, que se debe tener piedad
de otro, etc., pero no podemos fijar de qué manera ni en qué medida. Hay
lugar aquí, por tanto, para variaciones y matices. Al contrario, por estar
determinados los sentimientos que encarnan las reglas penales, poseen una
mayor uniformidad; como no se les puede entender de maneras diferentes,
son en todas partes los mismos.
Hay, pues, que venir siempre a esta última; toda la criminalidad procede,
directa o indirectamente, de ella. El crimen no es sólo una lesión de intereses,
incluso graves, es una ofensa contra una autoridad en cierto modo
transcendente. Ahora bien, experimentalmente, no hay fuerza moral superior
al individuo, como no sea la fuerza colectiva.
II
Mas, para que haya derecho a distinguir tan radicalmente esas dos clases de
penas, no basta comprobar su empleo en vista de fines diferentes. La
naturaleza de una práctica no cambia necesariamente porque las intenciones
conscientes de aquellos que la aplican se modifiquen. Pudo, en efecto, haber
desempeñado otra vez el mismo papel, sin que se hubieran apercibido. En
ese caso, ¿en razón a qué había de transformarse sólo por el hecho de que
se da mejor cuenta de los efectos que produce? Se adapta a las nuevas
condiciones de existencia que le han sido proporcionadas sin cambios
esenciales. Tal es lo que sucede con la pena.
Hay, sobre todo, una pena en la que ese carácter pasional se manifiesta más
que en otras; trátase de la vergüenza, de la infamia que acompaña a la mayor
parte de las penas y que crece al compás de ellas. Con frecuencia no sirve
para nada. ¿A qué viene el deshonrar a un hombre que no debe ya vivir más
en la sociedad de sus semejantes y que, a mayor abundamiento, ha probado
con su conducta que las amenazas más tremendas no bastarían a
intimidarle? El deshonor se comprende cuando no hay otra pena, o bien como
complemento de una pena material benigna; en el caso contrario, se castiga
por partida doble. Cabe incluso decir que la sociedad no recurre a los castigos
legales sino cuando los otros son insuficientes, pero, ¿por qué mantenerlos
entonces? Constituyen una especie de suplicio suplementario y sin finalidad,
o que no puede tener otra causa que la necesidad de compensar el mal por el
mal. Son un producto de sentimientos instintivos, irresistibles, que alcanzan
con frecuencia a inocentes; así ocurre que el lugar del crimen, los
instrumentos que han servido para cometerlo, los parientes del culpable
participan a veces del oprobio con que castigamos a este último. Ahora bien,
las causas que determinan esta represión difusa son también las de la
represión organizada que acompaña a la primera. Basta, además, con ver en
los tribunales cómo funciona la pena para reconocer que el impulso es
pasional por completo; pues a las pasiones es a quienes se dirige el
magistrado que persigue y el abogado que defiende. Este busca excitar la
simpatía por el culpable, aquél, despertar los sentimientos sociales que ha
herido el acto criminal, y bajo la influencia de esas pasiones contrarias el juez
se pronuncia.
Todo el mundo sabe que es la sociedad la que castiga; pero podría suceder
que no fuese por su cuenta. Lo que pone fuera de duda el carácter social de
la pena es que, una vez pronunciada, no puede levantarse sino por el
Gobierno en nombre de la sociedad. Si ella fuera tan sólo una satisfacción
concedida a los particulares, éstos serían siempre dueños de rebajarla: no se
concibe un privilegio impuesto y al que el beneficiario no puede renunciar. Si
únicamente la sociedad puede disponer la represión, es que es ella la
afectada, aun cuando también lo sean los individuos, y el atentado dirigido
contra ella es el que la pena reprime.
Pero, por muy extendida que esté tal teoría, es contraria a los hechos mejor
establecidos. No se puede citar una sola sociedad en que la vendetta haya
sido la forma primitiva de la pena. Por el contrario, es indudable que el
derecho penal en su origen era esencialmente religioso. Es un hecho evidente
para la India, para Judea, porque el derecho que allí se practicaba se
consideraba revelado (21). En Egipto, los diez libros de Hermes, que
contenían el derecho criminal con todas las demás leyes relativas al gobierno
del Estado, se llamaban sacerdotales, y Elien afirma que, desde muy antiguo,
los sacerdotes egipcios ejercieron el poder judicial (22). Lo mismo ocurría en
la antigua Germania (23). En Grecia la justicia era considerada como una
emanación de Júpiter, y el sentimiento como una venganza del dios (24). En
Roma, los orígenes religiosos del derecho penal se han siempre manifestado
en tradiciones antiguas (25), en prácticas arcaicas que subsistieron hasta muy
tarde y en la terminología jurídica misma (26). Ahora bien, la religión es una
cosa esencialmente social. Lejos de perseguir fines individuales, ejerce sobre
el individuo una presión en todo momento. Le obliga a prácticas que le
molestan, a sacrificios, pequeños o grandes, que le cuestan. Debe tomar de
sus bienes las ofrendas que está obligado a presentar a la divinidad; debe
destinar del tiempo que dedica a sus trabajos o a sus distracciones los
momentos necesarios para el cumplimiento de los ritos; debe imponerse toda
una especie de privaciones que se le mandan, renunciar incluso a la vida si
los dioses se lo ordenan. La vida religiosa es completamente de abnegación y
de desinterés. Si , pues, el derecho criminal era primitivamente un derecho
religioso, se puede estar seguro que los intereses que sirve son sociales. Son
sus propias ofensas las que los dioses vengan con la pena y no las de los
particulares; ahora bien, las ofensas contra los dioses son ofensas contra la
sociedad.
Así, en las sociedades inferiores, los delitos más numerosos son los que
lesionan la cosa pública: delitos contra la religión, contra las costumbres,
contra la autoridad, etc. No hay más que ver en la Biblia, en el Código de
Manú, en los monumentos que nos quedan del viejo derecho egipcio, el lugar
relativamente pequeño dedicado a prescripciones protectoras de los
individuos, y, por el contrario, el desenvolvimiento abundantísimo de la
legislación represiva sobre las diferentes formas del sacrilegio, las faltas a los
diversos deberes religiosos, a las exigencias del ceremonial, etc. (27). A la
vez, esos crímenes son los más severamente castigados. Entre los judíos, los
atentados más abominables son los atentados contra la religión (28). Entre
los antiguos germanos sólo dos crímenes se castigaban con la muerte, según
Tácito: eran la traición y la deserción (29). Según Confucio y Meng-Tseu, la
impiedad constituye una falta más grave que el asesinato (30). En Egipto el
menor sacrilegio se castigaba con la muerte (31). En Roma, a la cabeza en la
escala de los crímenes, se encuentra el crimen perduellionis (32).
Mas entonces, ¿qué significan esas penas privadas de las que antes
poníamos ejemplos? Tienen una naturaleza mixta y poseen a la vez sanción
represiva y sanción restitutiva. Así el delito privado del derecho romano
representa una especie de término medio entre el crimen propiamente dicho y
la lesión puramente civil. Hay rasgos del uno y del otro y flota en los confines
de ambos dominios. Es un delito en el sentido de que la sanción fijada por la
ley no consiste simplemente en poner las cosas en su estado: el delincuente
no está sólo obligado a reparar el mal causado, sino que encima debe
además alguna cosa, una expiación. Sin embargo, no es completamente un
delito, porque, si la sociedad es quien pronuncia la pena, no es dueña de
aplicarla. Trátase de un derecho que aquélla confiere a la parte lesionada, la
cual dispone libremente (33). De igual manera, la vendetta, evidentemente, es
un castigo que la sociedad reconoce como legítimo, pero que deja a los
particulares el cuidado de infligir. Estos hechos no hacen, pues, más que
confirmar lo que hemos dicho sobre la naturaleza de la penalidad. Si esta
especie de sanción intermedia es, en parte, una cosa privada, en la misma
medida, no es una pena. El carácter penal hállase tanto menos pronunciado
cuanto el carácter social se encuentra más difuso, y a la inversa. La venganza
privada no es, pues, el prototipo de la pena; al contrario, no es más que una
pena imperfecta. Lejos de haber sido los atentados contra las personas los
primeros que fueron reprimidos, en el origen tan sólo se hallaban en el umbral
del derecho penal. No se han elevado en la escala de la criminalidad sino a
medida que la sociedad más se ha ido resistiendo a ellos, y esta operación,
que no tenemos por qué describir, no se ha reducido, ciertamente, a una
simple transferencia. Todo lo contrario, la historia de esta penalidad no es
más que una serie continua de usurpaciones de la sociedad sobre el individuo
o más bien sobre los grupos elementales que encierra en su seno, y el
resultado de esas usurpaciones es ir poniendo, cada vez más, en el lugar del
derecho de los particulares el de la sociedad. (34)
Ahora bien, la definición que hemos dado del crimen da cuenta con claridad
de todos esos caracteres de la pena.
III
Entre las causas que producen ese resultado hay que poner en primera línea
la representación de un estado contrario. Una representación no es, en
efecto, una simple imagen de la realidad, una sombra inerte proyectada en
nosotros por las cosas; es una fuerza que suscita en su alrededor un
torbellino de fenómenos orgánicos y físicos. No sólo la corriente nerviosa que
acompaña a la formación de la idea irradia en los centros corticales en torno
al punto en que ha tenido lugar el nacimiento y pasa de un plexus al otro, sino
que repercute en los centros motores, donde determina movimientos, en los
centros sensoriales, donde despierta imágenes; excita a veces comienzos de
ilusiones y puede incluso afectar a funciones vegetativas (40); esta
resonancia es tanto más de tener en cuenta cuanto que la representación es
ella misma más intensa, que el elemento emocional está más desenvuelto.
Así la representación de un sentimiento contrario al nuestro actúa en nosotros
en el mismo sentido y de la misma manera que el sentimiento que sustituye;
es como si él mismo hubiera entrado en nuestra conciencia. Tiene en efecto,
las mismas afinidades, aunque menos vivas; tiende a despertar las mismas
ideas , los mismos movimientos, las mismas emociones. Opone, pues, una
resistencia al juego de nuestros sentimientos personales, y, por
consecuencia, lo debilita, atrayendo en una dirección contraria toda una parte
de nuestra energía. Es como si una fuerza extraña se hubiera introducido en
nosotros en forma que desconcertare el libre funcionamiento de nuestra vida
física. He aquí por qué una convicción opuesta a la nuestra no puede
manifestarse ante nosotros sin perturbarnos; y es que, de un solo golpe,
penetra en nosotros y, hallándose en antagonismo con todo lo que encuentra,
determina verdaderos desórdenes. Sin duda que, mientras el conflicto estalla
sólo entre ideas abstractas, no es muy doloroso, porque no es muy profundo.
La región de esas ideas es a la vez la más elevada y la más superficial de la
conciencia, y los cambios que en ella sobrevienen, no teniendo repercusiones
extensas, no nos afectan sino débilmente. Pero, cuando se trata de una
creencia que nos es querida, no permitimos, o no podemos permitir, que se
ponga impunemente mano en ella. Toda ofensa dirigida contra la misma
suscita una reacción emocional, más o menos violenta, que se vuelve contra
el ofensor. Nos encolerizamos, nos indignamos con él, le queremos mal, y los
sentimientos así suscitados no pueden traducirse en actos; le huimos, le
tenemos a distancia, le desterramos de nuestra sociedad, etc.
Ahora bien, sabido es el grado de energía que puede adquirir una creencia o
un sentimiento sólo por el hecho de ser sentido por una misma comunidad de
hombres, en relación unos con otros; las causas de ese fenómeno son hoy
día bien conocidas (41). De igual manera que los estados de conciencia
contrarios se debilitan recíprocamente, los estados de conciencia idénticos,
intercambiándose, se refuerzan unos a otros. Mientras los primeros se
sostienen, los segundos se adicionan. Si alguno expresa ante nosotros una
idea que era ya nuestra, la representación que nos formamos viene a
agregarse a nuestra propia idea, se superpone a ella, se confunde con ella, le
comunica lo que tiene de vitalidad; de esta fusión surge una nueva idea que
absorbe las precedentes y que, como consecuencia, es más viva que cada
una de ellas tomada aisladamente. He aquí por qué, en las asambleas
numerosas, una emoción puede adquirir una tal violencia; es que la vivacidad
con que se produce en cada conciencia se refleja en las otras. No es ya ni
necesario que experimentemos por nosotros mismos, en virtud sólo de
nuestra naturaleza individual, un sentimiento colectivo para que adquiera en
nosotros una intensidad semejante, pues lo que le agregamos es, en suma,
bien poca cosa. Basta con que no seamos un terreno muy refractario para
que, penetrando del exterior con la fuerza que desde sus orígenes posee, se
imponga a nosotros. Si, pues, los sentimientos que ofende el crimen son, en
el seno de una misma sociedad, los más universalmente colectivos que
puede haber; si, pues, son incluso estados particularmente fuertes de la
conciencia común, es imposible que toleren la contradicción. Sobre todo si
esta contradicción no es puramente teórica, si se afirma, no sólo con
palabras, sino con actos, como entonces llega a su maximum, no podemos
dejar de resistirnos contra ella con pasión. Un simple poner las cosas en la
situación de orden perturbada no nos basta: necesitamos una satisfacción
más violenta. La fuerza contra la cual el crimen viene a chocar es demasiado
intensa para reaccionar con tanta moderación. No lo podría hacer, además,
sin debilitarse, ya que, gracias a la intensidad de la reacción, se rehace y se
mantiene en el mismo grado de energía.
Puede así explicarse una característica de esta reacción, que con frecuencia
se ha señalado como irracional. Es indudable que en el fondo de la noción de
expiación existe la idea de una satisfacción concedida a algún poder, real o
ideal, superior a nosotros. Cuando reclamamos la represión del crimen no
somos nosotros los que nos queremos personalmente vengar, sino algo ya
consagrado que más o menos confusamente sentimos fuera y por encima de
nosotros. Esta cosa la concebimos de diferentes maneras, según los tiempos
y medios; a veces es una simple idea, como la moral, el deber; con frecuencia
nos la representamos bajo la forma de uno o de varios seres concretos: los
antepasados, la divinidad. He aquí por qué el derecho penal, no sólo es
esencialmente religioso en su origen, sino que siempre guarda una cierta
señal todavía de religiosidad: es que los actos que castiga parece como si
fueran atentados contra alguna cosa transcendental, ser o concepto. Por esta
misma razón nos explicamos a nosotros mismos cómo nos parecen reclamar
una sanción superior a la simple reparación con que nos contentamos en el
orden de los intereses puramente humanos.
Por otra parte, se comprende que la reacción penal no sea uniforme en todos
los casos, puesto que las emociones que la determinan no son siempre las
mismas. En efecto, son más o menos vivas según la vivacidad del sentimiento
herido y también según la gravedad de la ofensa sufrida. Un estado fuerte
reacciona más que un estado débil, y dos estados de la misma intensidad
reaccionan desigualmente, según que han sido o no más o menos
violentamente contradichos. Esas variaciones se producen necesariamente, y
además son útiles, pues es bueno que el llamamiento de fuerzas se halle en
relación con la importancia del peligro. Demasiado débil, sería insuficiente;
demasiado violento, sería una pérdida inútil. Puesto que la gravedad del acto
criminal varía en función a los mismos factores, la proporcionalidad que por
todas partes se observa entre el crimen y el castigo se establece, pues, con
una espontaneidad mecánica, sin que sea necesario hacer cómputos
complicados para calcularla. Lo que hace la graduación de los crímenes es
también lo que hace la de las penas; las dos escalas no pueden, por
consiguiente, dejar de corresponderse, y esta correspondencia, para ser
necesaria, no deja al mismo tiempo de ser útil.
Sólo ella, por lo demás, puede servir para algo. En efecto, los sentimientos
que están en juego sacan toda su fuerza del hecho de ser comunes a todo el
mundo; son enérgicos porque son indiscutidos. El respeto particular de que
son objeto se debe al hecho de ser universalmente respetados. Ahora bien, el
crimen no es posible como ese respeto no sea verdaderamente universal; por
consecuencia, supone que no son absolutamente colectivos y corta esa
unanimidad origen de su autoridad. Si, pues, cuando se produce, las
conciencias que hiere no se unieran para testimoniarse las unas a las otras
que permanecen en comunidad, que ese caso particular es una anomalía, a
la larga podrían sufrir un quebranto. Es preciso que se reconforten,
asegurándose mutuamente que están siempre unidas; el único medio para
esto es que reaccionen en común. En una palabra, puesto que es la
conciencia común la que ha sufrido el atentado, es preciso que sea ella la que
resista, y, por consiguiente, que la resistencia sea colectiva.
IV
Así se explica que existieran actos que hayan sido con frecuencia reputados
de criminales y, como tales, castigados sin que, por sí mismos, fueran
perjudiciales para la sociedad. En efecto, al igual que el tipo individual, el tipo
colectivo se ha formado bajo el imperio de causas muy diversas e incluso de
encuentros fortuitos. Producto del desenvolvimiento histórico, lleva la señal de
las circunstancias de toda especie que la sociedad ha atravesado en su
historia. Sería milagroso que todo lo que en ella se encuentra estuviere
ajustado a algún fin útil; no cabe que hayan dejado de introducirse en la
misma elementos más o menos numerosos que no tienen relación alguna con
la utilidad social. Entre las inclinaciones, las tendencias que el individuo ha
recibido de sus antepasados o que él se ha formado en el transcurso del
tiempo, muchas, indudablemente, no sirven para nada, o cuestan más de lo
que proporcionan. Sin duda que en su mayoría no son perjudiciales, puesto
que el ser, en esas condiciones, no podría vivir; pero hay algunas que se
mantienen sin ser útiles, e incluso aquellas cuyos servicios ofrecen menos
duda tienen con frecuencia una intensidad que no se halla en relación con su
utilidad, porque, en parte, les viene de otras causas. Lo mismo ocurre con las
pasiones colectivas. Todos los actos que las hieren no son, pues, peligrosos
en sí mismos o, cuando menos, no son tan peligrosos como son reprobados.
Sin embargo, la reprobación de que son objeto no deja de tener una razón de
ser, pues, sea cual fuere el origen de esos sentimientos, una vez que forman
parte del tipo colectivo, y sobre todo si son elementos esenciales del mismo,
todo lo que contribuye a quebrantarlos quebranta a la vez la cohesión social y
compromete a la sociedad. Su nacimiento no reportaba ninguna utilidad; pero,
una vez que ya se sostienen, se hace necesario que persistan a pesar de su
irracionalidad. He aquí por qué es bueno, en general, que los actos que les
ofenden no sean tolerados. No cabe duda que, razonando abstractamente, se
puede muy bien demostrar que no hay razón para que una sociedad prohiba
el comer determinada carne, en sí misma inofensiva. Pero, una vez que el
horror por ese alimento se ha convertido en parte integrante de la conciencia
común, no puede desaparecer sin que el lazo social se afloje, y eso es
precisamente lo que las conciencias sanas sienten de una manera vaga (45).
De este capítulo resulta que existe una solidaridad social que procede de que
un cierto número de estados de conciencia son comunes a todos los
miembros de la misma sociedad. Es la que, de una manera material,
representa el derecho represivo, al menos en lo que tiene de esencial. La
parte que ocupa en la integración general de la sociedad depende,
evidentemente, de la extensión mayor o menor de la vida social que abarque
y reglamente la conciencia común. Cuanto más relaciones diversas haya en
las que esta última haga sentir su acción, más lazos crea también que unan el
individuo al grupo; y más, por consiguiente, deriva la cohesión social de esta
causa y lleva su marca. Pero, de otra parte, el número de esas relaciones es
proporcional al de las reglas represivas; determinando qué fracción del
edificio jurídico representa al derecho penal, calcularemos, pues, al mismo
tiempo, la importancia relativa de esta solidaridad. Es verdad que, al proceder
de tal manera, no tendremos en cuenta ciertos elementos de la conciencia
colectiva, que, a causa de su menor energía o de su indeterminación,
permanecen extraños al derecho represivo, aun cuando contribuyan a
asegurar la armonía social; son aquellos que protegen penas simplemente
difusas. Lo mismo sucede en las otras partes del derecho. No existe ninguna
que no venga a ser completada por las costumbres, y, como no hay razón
para suponer que la relación entre el derecho y las costumbres no sea la
misma en sus diferentes esferas, esta eliminación no hace que corran peligro
de alterarse los resultados de nuestra comparación.
NOTAS
(2) No vemos la razón científica que Garófalo tiene para decir que los
sentimientos morales actualmente adquiridos por la parte civilizada de la
humanidad constituyen una moral "no susceptible de pérdida, sino de un
desenvolvimiento siempre creciente" (pág. 9). ¿Qué es lo que permite que se
pueda señalar de esa manera un límite a los cambios que se hagan en un
sentido o en otro?
(3) Cf. Binding, Die Normen und ihre Uebertretung, Leipzig, 1872, I, 6 y
siguientes.
(4) Las únicas excepciones verdaderas a esta particularidad del derecho
penal se producen cuando es un acto de autoridad pública el que crea el
delito. En ese caso el deber es generalmente definido, independientemente
de la sanción; más adelante puede darse uno cuenta de la causa de esta
excepción.
(6) Cf. Walter, Histoire de la procedure civile et du droit criminel chez les
Romains, trad. franc., párrafo 829; Rein, Criminalrecht der Rœmer, pág. 63.
(9) La confusión no deja de tener peligro. Así vemos que algunas veces se
pregunta si la conciencia individual varía o no como la conciencia colectiva;
todo depende del sentido que se dé a la palabra. Si representa similitudes
sociales, la relación de variación es inversa, según veremos, si designa toda
la vida psíquica de la sociedad, la relación es directa. Es, pues, necesario
distinguir.
(11) No hay más que ver cómo Garófalo distingue los que él llama verdaderos
crímenes (pág. 45) de los otros; se trata de una apreciación personal que no
descansa sobre ninguna característica objetiva.
(12) Por lo demás, cuando la multa es toda la pena, como no es más que una
reparación cuyo importe es fijo, el acto se halla en los límites del derecho
penal y del derecho restitutivo.
(14) Por ejemplo, el cuchillo que ha servido para perpetrar el crimen.— Véase
Post, Bausteine für eine allgemeine Rechfswinssenchaft, I, 230-231.
(15) Véase Exodo, XX, 4 y 5; Deuteronomio, XII, 12-18; Thonissen, Etu des
sur l'histoire du droit criminel, 1, 70 y 178 y sigs.
(17) Tal es, además, lo que reconocen incluso aquellos que encuentran
incomprensible la idea de la expiación; pues su conclusión es que, para ser
puesta en armonía con su doctrina, la concepción tradicional de la pena
debería transformarse totalmente de arriba a abajo. Es que descansa, y ha
descansado siempre, sobre el principio que combaten. (Véase Fouillé,
Science sociale, págs. 307 y sigs.).
(20) Ver especialmente Morgan, Ancient Society, Londres, 1870, página 76.
(21) En Judea, los jueces no eran sacerdotes, pero todo juez era el
representante de Dios, el hombre de Dios (Deuter., 1, 17; Éxodo, XXII, 28).
En la India era el rey quien juzgaba, pero esta función era mirada como
esencialmente religiosa (Manú, VIII, v, 303-311).
(24) "Es el hijo de Saturno, dice Hesiodo, el que ha dado a los hombres la
justicia." (Travaux et Fours, V, 279 y 280, edición Didot.). «Cuando los
mortales se entregan... a las acciones viciosas, Júpiter, a la larga, les infligirá
un rápido castigo" (Ibid.. 266. Cons. Iliada, XVI, 384 y siguientes.)
(33) Sin embargo, lo que acentúa el carácter penal del delito privado es que
lleva la infamia, verdadera pena pública (ver Rein, ob. cit., pág. 916, y Bouvy,
De l´infamie en droit romain, París, 1884, 35).