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LA DIVISIÓN DEL TRABAJO SOCIAL I

EMILE DURKHEIM

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(14) La familia maternal ha existido indudablemente entre los germanos.—
Véase Dargun, Mutterrecht un Raubehe im Germanischen Rechte. Breslau,
1883.

(15) Véase principalmente Smith, Marriage and Kinship in Early Arabia.


Cambridge, 1885, pág. 67.

(16) Ob. cit., 154.

(17) Cours de philosophie positive, IV, 425.—Ideas análogas se encuentren


en Schaeffle, Bau und Leben des socialen Kacrpers, II, Passim, y Clément,
Science sociale, I, 235 y sigs.

(18) Véase más adelante, libro III, cap. I.

(19) Bain, Emotions et Volonté, págs. 117 y sigs., Paris, Alcan.

(20) Spencer, Principes de Psychologie, VIII parte, cap. V. Paris, Alcan.

CAPITULO II

SOLIDARIDAD MECÁNICA O POR SEMEJANZAS

El lazo de solidaridad social a que corresponde el derecho represivo es aquel


cuya ruptura constituye el crimen; llamamos con tal nombre a todo acto que,
en un grado cualquiera, determina contra su autor esa reacción característica
que se llama pena. Buscar cuál es ese lazo equivale a preguntar cuál es la
causa de la pena o, con más claridad, en qué consiste esencialmente el
crimen.

Hay, sin duda, crímenes de especies diferentes; pero entre todas esas
especies hay, con no menos seguridad, algo de común. La prueba está en
que la reacción que determinan por parte de la sociedad, a saber, la pena,
salvo las diferencias de grado, es siempre y por todas partes la misma. La
unidad del efecto nos revela la unidad de la causa. No solamente entre todos
los crímenes previstos por la legislación de una sola y única sociedad, sino
también entre todos aquellos que han sido y están reconocidos y castigados
en los diferentes tipos sociales, existen seguramente semejanzas esenciales.
Por diferentes que a primera vista parezcan los actos así calificados, es
imposible que no posean algún fondo común. Afectan en todas partes de la
misma manera la conciencia moral de las naciones y producen en todas
partes la misma consecuencia. Todos son crímenes, es decir, actos
reprimidos con castigos definidos. Ahora bien, las propiedades esenciales de
una cosa son aquellas que se observan por todas partes donde esta cosa
existe y que sólo a ella pertenecen. Si queremos, pues, saber en qué consiste
esencialmente el crimen, es preciso desentrañar los rasgos comunes que
aparecen en todas las variedades criminológicas de los diferentes tipos
sociales. No hay que prescindir de ninguna. Las concepciones jurídicas de las
sociedades más inferiores no son menos dignas de interés que las de las
sociedades más elevadas; constituyen hechos igualmente instructivos. Hacer
de ellas abstracción sería exponernos a ver la esencia del crimen allí donde
no existe. El biólogo habría dado una definición muy inexacta de los
fenómenos vitales si hubiera desdeñado la observación de los seres
monocelulares; de la sola contemplación de los organismos y, sobre todo, de
los organismos superiores, habría sacado la conclusión errónea de que la
vida consiste esencialmente en la organización.

El medio de encontrar este elemento permanente y general no es,


evidentemente, el de la enumeración de actos que han sido, en todo tiempo y
en todo lugar, calificados de crímenes, para observar los caracteres que
presentan. Porque si, dígase lo que se quiera, hay acciones que han sido
universalmente miradas como criminales, constituyen una ínfima minoría, y,
por consiguiente, un método semejante no podría darnos del fenómeno sino
una noción singularmente truncada, ya que no se aplicaría más que a
excepciones (1). Semejantes variaciones del derecho represivo prueban, a la
vez, que Ese carácter constante no debería encontrarse entre las
propiedades intrínsecas de los actos impuestos o prohibidos por las reglas
penales, puesto que presentan una tal diversidad, sino en las relaciones que
sostienen con alguna condición que les es externa.

Se ha creído encontrar esta relación en una especie de antagonismo entre


esas acciones y los grandes intereses sociales, y se ha dicho que las reglas
penales enunciaban para cada tipo social las condiciones fundamentales de
la vida colectiva. Su autoridad procederá, pues, de su necesidad; por otra
parte, como esas necesidades varían con las sociedades, explicaríase de
esta manera la variabilidad del derecho represivo. Pero sobre este punto ya
nos hemos explicado. Aparte de que semejante teoría deja al cálculo y a la
reflexión una parte excesiva en la dirección de la evolución social, hay
multitud de actos que han sido y son todavía mirados como criminales, sin
que, por sí mismos, sean perjudiciales a la sociedad. El hecho de tocar un
objeto tabou, un animal o un hombre impuro o consagrado, de dejar
extinguirse el fuego sagrado, de comer ciertas carnes, de no haber inmolado
sobre la tumba de los padres el sacrificio tradicional, de no pronunciar
exactamente la fórmula ritual, de no celebrar ciertas fiestas, etc., etc., ¿por
qué razón han podido constituir jamás un peligro social? Sin embargo, sabido
es el lugar que ocupa en el derecho represivo de una multitud de pueblos la
reglamentación del rito, de la etiqueta, del ceremonial, de las prácticas
religiosas. No hay más que abrir el Pentateuco para convencerse, y como
esos hechos se encuentran normalmente en ciertas especies sociales, no es
posible ver en ellos ciertas anomalías o casos patológicos que hay derecho a
despreciar.

Aun en el caso de que el acto criminal perjudique ciertamente a la sociedad,


es preciso que el grado perjudicial que ofrezca se halle en relación regular
con la intensidad de la represión que lo castiga. En el derecho penal de los
pueblos más civilizados, el homicidio está universalmente considerado como
el más grande de los crímenes. Sin embargo, una crisis económica, una
jugada de bolsa, una quiebra, pueden incluso desorganizar mucho más
gravemente el cuerpo social que un homicidio aislado. Sin duda el asesinato
es siempre un mal, pero no hay nada que pruebe que sea el mayor mal. ¿Qué
significa un hombre menos en la sociedad? ¿Qué significa una célula menos
en el organismo? Dícese que la seguridad general estaría amenazada para el
porvenir si el acto permaneciera sin castigo; que se compare la importancia
de ese peligro, por real que sea, con el de la pena; la desproporción es
manifiesta. En fin, los ejemplos que acabamos de citar demuestran que un
acto puede ser desastroso para una sociedad sin que se incurra en la más
mínima represión. Esta definición del crimen es, pues, inadecuada, mírese
como se la mire.

¿Se dirá, modificándola, que los actos criminales son aquellos que parecen
perjudiciales a la sociedad que los reprime? ¿Que las reglas penales son
manifestación, no de las condiciones esenciales a la vida social, sino de las
que parecen tales al grupo que las observa? Semejante explicación nada
explica, pues no nos enseña por qué en un gran número de casos las
sociedades se han equivocado y han impuesto prácticas que, por sí mismas,
no eran ni útiles siquiera.

En definitiva, esta pretendida solución del problema se reduce a un verdadero


"truísmo", pues si las sociedades obligan así a cada individuo a obedecer a
sus reglas, es evidentemente porque estiman, con razón o sin ella, que esta
obediencia regular y puntual les es indispensable; la sostienen
enérgicamente. Es como si se dijera que las sociedades juzgan las reglas
necesarias porque las juzgan necesarias. Lo que nos hace falta decir es por
qué las juzgan así. Si este sentimiento tuviera su causa en la necesidad
objetiva de las prescripciones penales, o, al menos, en su utilidad, sería una
explicación. Pero hállase en contradicción con los hechos; la cuestión, pues,
continúa sin resolver.

Sin embargo, esta última teoría no deja de tener cierto fundamento; con razón
busca en ciertos estados del sujeto las condiciones constitutivas de la
criminalidad. En efecto, la única característica común a todos los crímenes es
la de que consisten—salvo algunas excepciones aparentes que más adelante
se examinarán—en actos universalmente reprobados por los miembros de
cada sociedad. Se pregunta hoy día si esta reprobación es racional y si no
sería más cuerdo ver en el crimen una enfermedad o un yerro. Pero no
tenemos por qué entrar en esas discusiones; buscamos el determinar lo que
es o ha sido, no lo que debe ser. Ahora bien, la realidad del hecho que
acabamos de exponer no ofrece duda; es decir, que el crimen hiere
sentimientos que, para un mismo tipo social, se encuentran en todas las
conciencias sanas.

No es posible determinar de otra manera la naturaleza de esos sentimientos y


definirlos en función de sus objetos particulares, pues esos objetos han
variado infinitamente y pueden variar todavía (2). Hoy día son los
sentimientos altruistas los que presentan ese carácter de la manera más
señalada, pero hubo un tiempo, muy cercano al nuestro, en que los
sentimientos religiosos, domésticos, y otros mil sentimientos tradicionales,
tenían exactamente los mismos efectos. Aún ahora es preciso que la simpatía
negativa por otro sea la única, como quiere Garófalo, que produzca ese
resultado. ¿Es que no sentimos, incluso en tiempo de paz, por el hombre que
traiciona su patria tanta aversión, al menos, como por el ladrón o el
estafador? ¿Es que, en los países en que el sentimiento monárquico está vivo
todavía, los crímenes de lesa majestad no suscitan una indignación general?
¿Es que, en los países democráticos, las injurias dirigidas al pueblo no
desencadenan las mismas cóleras? No se debería, pues, hacer una lista de
sentimientos cuya violación constituye el acto criminal; no se distinguen de los
demás sino por este rasgo, que son comunes al término medio de los
individuos de la misma sociedad. Así, las reglas que prohiben esos actos y
que sanciona el derecho penal son las únicas a que el famoso axioma
jurídico: nadie puede alegar ignorancia de la ley, se aplica sin ficción. Como
están grabadas en todas las conciencias, todo el mundo las conoce y siente
su fundamento. Cuando menos esto es verdad con relación al estado normal.
Si se encuentran adultos que ignoran esas reglas fundamentales o no
reconocen su autoridad, una ignorancia tal, o una indocilidad tal, son
síntomas irrefutables de perversión patológica; o bien, si ocurre que una
disposición penal se mantiene algún tiempo, aun cuando sea rechazada por
todo el mundo, es gracias a un concurso de circunstancias excepcionales,
anormales, por consiguiente, y un estado de cosas semejante jamás puede
durar.

Esto explica la manera particular de codificarse el derecho penal. Todo


derecho escrito tiene un doble objeto: establecer ciertas obligaciones, definir
las sanciones que a ellas están ligadas. En el derecho civil, y más
generalmente en toda clase de derecho de sanciones restitutivas, el legislador
aborda y resuelve con independencia los dos problemas. Primero determina
la obligación con toda la precisión posible, y sólo después dice la manera
como debe sancionarse. Por ejemplo, en el capítulo de nuestro Código civil
consagrado a los deberes respectivos de los esposos, esos derechos y esas
obligaciones se enuncian de una manera positiva; pero no se dice qué sucede
cuando esos deberes se violan por una u otra parte. Hay que ir a otro sitio a
buscar esa sanción. A veces, incluso se sobreentiende. Así, el art. 214 del
Código civil ordena a la mujer vivir con su marido: se deduce que el marido
puede obligarla a reintegrarse al domicilio conyugal; pero esta sanción no
está en parte alguna formalmente indicada. El derecho penal, por el contrario,
sólo dicta sanciones, y no dice nada de las obligaciones a que aquéllas se
refieren. No manda que se respete la vida del otro, sino que se castigue con
la muerte al asesino. No dice desde un principio, como hace el derecho civil,
he aquí el deber, sino que, en seguida, he aquí la pena. Sin duda que, si la
acción se castiga, es que es contraria a una regla obligatoria; pero esta regla
no está expresamente formulada. Para que así ocurra, no puede haber más
que una razón: que la regla es conocida y está aceptada por todo el mundo.
Cuando un derecho consuetudinario pasa al estado de derecho escrito y se
codifica, es porque reclaman las cuestiones litigiosas una solución más
definida; si la costumbre continuara funcionando silenciosamente sin suscitar
discusión ni dificultades, no habría razón para que se transformara. Puesto
que el derecho penal no se codifica sino para establecer una escala gradual
de penas, es porque puede dar lugar a dudas. A la inversa (3), si las reglas
cuya violación castiga la pena no tienen necesidad de recibir una expresión
jurídica, es que no son objeto de discusión alguna, es que todo el mundo
siente su autoridad.

Es verdad que, a veces, el Pentateuco no establece sanciones, aun cuando,


como veremos, no contiene más que disposiciones penales. Es el caso de los
diez mandamientos, tales como se encuentran formulados en el capítulo XX
del Éxodo y el capítulo V del Deuteronomio. Pero es que el Pentateuco,
aunque hace el oficio de Código, no es propiamente un Código. No tiene por
objeto reunir en un sistema único, y precisar en vista de la experiencia, reglas
penales practicadas por el pueblo hebreo; tan no es una codificación que las
diferentes partes de que se compone parecen no haber sido redactadas en la
misma época. Es, ante todo, un resumen de las tradiciones de toda especie,
mediante las cuales los judíos se explicaban a sí mismos, y a su manera, la
génesis del mundo, de su sociedad y de sus principales prácticas sociales. Si
enuncia, pues, ciertos deberes, que indudablemente estaban sancionados
con penas, no es que fueran ignorados o desconocidos de los hebreos, ni que
fuera necesario revelárselos; al contrario, puesto que el libro no es más que
un tejido de leyendas nacionales, puede estarse seguro que todo lo que
encierra estaba escrito en todas las conciencias. Pero se trataba
esencialmente de reproducir, fijándolas, las creencias populares sobre el
origen de esos preceptos, sobre las circunstancias históricas dentro de las
cuales se creía que habían sido promulgadas, sobre las fuentes de su
autoridad; ahora bien, desde ese punto de vista, la determinación de la pena
es algo accesorio (4).

Por esa misma razón el funcionamiento de la justicia represiva tiende siempre


a permanecer más o menos difuso.

En tipos sociales muy diferenciados no se ejerce por un magistrado especial,


sino que la sociedad entera participa en ella en una medida más o menos
amplia. En las sociedades primitivas, en las que, como veremos, todo el
derecho es penal, la asamblea del pueblo es la que administra justicia. Tal era
el caso entre los antiguos germanos (5). En Roma, mientras los asuntos
civiles correspondían al pretor, los asuntos criminales se juzgaban por el
pueblo, primero por los comicios curiados, y después, a partir de la ley de XII
Tablas, por los comicios centuriados; hasta el fin de la República, y aunque
de hecho hubiera delegado sus poderes a comisiones permanentes,
permanece aquél, en principio, como juez supremo para esta clase de
procesos (6). En Atenas, bajo la legislación de Solón, la jurisdicción criminal
correspondía en parte a los heliastas, vasto colegio que nominalmente
comprendía a todos los ciudadanos por encima de los treinta años (7). En fin,
entre las naciones germanolatinas, la sociedad interviene en el ejercicio de
esas mismas funciones representada por el Jurado. El estado de difusión en
que tiene que encontrarse esta parte del poder judicial sería inexplicable si las
reglas cuya observancia asegura y, por consiguiente, los sentimientos a que
esas reglas responden, no estuvieran inmanentes en todas las conciencias.
Es verdad que, en otros casos, hállase retenido por una clase privilegiada o
por magistrados particulares. Pero esos hechos no disminuyen el valor
demostrativo de los precedentes, pues de que los sentimientos colectivos no
reaccionen más que a través de ciertos intermediarios, no se sigue que hayan
cesado de ser colectivos para localizarse en un número restringido de
conciencias. Mas esta delegación puede ser debida, ya a la mayor
multiplicidad de los negocios, que necesita la institución de funcionarios
especiales, ya a la extraordinaria importancia adquirida por ciertos personajes
o ciertas clases, que se hacen intérpretes autorizados de los sentimientos
colectivos.

Sin embargo, no se ha definido el crimen cuando se ha dicho que consiste en


una ofensa a los sentimientos colectivos; los hay entre éstos que pueden
recibir ofensa sin que haya crimen. Así, el incesto es objeto de una aversión
muy general, y, sin embargo, se trata de una acción inmoral simplemente. Lo
mismo ocurre con las faltas al honor sexual que comete la mujer fuera del
estado matrimonial, o con el hecho de enajenar totalmente su libertad o de
aceptar de otro esa enajenación. Los sentimientos colectivos a que
corresponde el crimen deben singularizarse, pues, de los demás por alguna
propiedad distintiva: deben tener una cierta intensidad media. No sólo están
grabados en todas las conciencias, sino que están muy fuertemente
grabados. No se trata en manera alguna de veleidades vacilantes y
superficiales, sino de emociones y de tendencias fuertemente arraigadas en
nosotros. Hallamos la prueba en la extrema lentitud con que el derecho penal
evoluciona. No sólo se modifica con más dificultad que las costumbres, sino
que es la parte del derecho positivo más refractaria al cambio. Obsérvese, por
ejemplo, lo que la legislación ha hecho, desde comienzos de siglo, en las dife-
rentes esferas de la vida jurídica; las innovaciones en materia de derecho
penal son extremadamente raras y restringidas, mientras que, por el contrario,
una multitud de nuevas disposiciones se han introducido en el derecho civil, el
derecho mercantil, el derecho administrativo y constitucional. Compárese el
derecho penal, tal como la ley de las XII Tablas lo ha fijado a Roma, con el
estado en que se encuentra en la época clásica; los cambios comprobados
son bien poca cosa al lado de aquellos que ha sufrido el derecho civil durante
el mismo tiempo. En la época de las XII Tablas, dice Mainz, los principales
crímenes y delitos hállanse constituidos: "Durante diez generaciones el
catálogo de crímenes públicos sólo fue aumentado por algunas leyes que
castigaban el peculado, la intriga y tal vez el plagium" (8). En cuanto a los
delitos privados, sólo dos nuevos fueron reconocidos: la rapiña (actio
bonorum vi raptorum) y el daño causado injustamente (damnum injuria
datum). En todas partes se encuentra el mismo hecho. En las sociedades
inferiores el derecho, como veremos, es casi exclusivamente penal; también
está muy estacionado. De una manera general, el derecho religioso es
también represivo: es esencialmente conservador. Esta fijeza del derecho
penal es un testimonio de la fuerza de resistencia de los sentimientos
colectivos a que corresponde. Por el contrario, la plasticidad mayor de las
reglas puramente morales y la rapidez rotativa de su evolución demuestran la
menor energía de los sentimientos que constituyen su base; o bien han sido
más recientemente adquiridos y no han tenido todavía tiempo de penetrar
profundamente las conciencias, o bien están en vías de perder raíz y
remontan del fondo a la superficie.

Una observación última es necesaria todavía para que nuestra definición sea
exacta. Si, en general, los sentimientos que protegen las sensaciones
simplemente morales, es decir, difusas, son menos intensos y menos
sólidamente organizados que aquellos que protegen las penas propiamente
dichas, hay, sin embargo, excepciones. Así, no existe razón alguna para
admitir que la piedad filial media, o también las formas elementales de la
compasión por las miserias más visibles, constituyan hoy día sentimientos
más superficiales que el respeto por la propiedad o la autoridad pública; sin
embargo, al mal hijo y al egoísta, incluso al más empedernido, no se les trata
como criminales. No basta, pues, con que los sentimientos sean fuertes, es
necesario que sean precisos. En efecto, cada uno de ellos afecta a una
práctica muy definida. Esta práctica puede ser simple o compleja, positiva o
negativa, es decir, consistir en una acción o en una abstención, pero siempre
determinada. Se trata de hacer o de no hacer esto u lo otro, de no matar, de
no herir, de pronunciar tal fórmula, de cumplir tal rito, etc. Por el contrario, los
sentimientos como el amor filial o la caridad son aspiraciones vagas hacia
objetos muy generales. Así, las reglas penales se distinguen por su claridad y
su precisión, mientras que las reglas puramente morales tienen generalmente
algo de fluctuantes. Su naturaleza indecisa hace incluso que, con frecuencia,
sea difícil darlas en una fórmula definida. Podemos sin inconveniente decir,
de una manera muy general, que se debe trabajar, que se debe tener piedad
de otro, etc., pero no podemos fijar de qué manera ni en qué medida. Hay
lugar aquí, por tanto, para variaciones y matices. Al contrario, por estar
determinados los sentimientos que encarnan las reglas penales, poseen una
mayor uniformidad; como no se les puede entender de maneras diferentes,
son en todas partes los mismos.

Nos hallamos ahora en estado de formular la conclusión. El conjunto de las


creencias y de los sentimientos comunes al término medio de los miembros
de una misma sociedad, constituye un sistema determinado que tiene su vida
propia, se le puede llamar la conciencia colectiva o común. Sin duda que no
tiene por substrato un órgano único; es, por definición, difusa en toda la
extensión de la sociedad; pero no por eso deja de tener caracteres
específicos que hacen de ella una realidad distinta. En efecto, es
independiente de las condiciones particulares en que los individuos se
encuentran colocados; ellos pasan y ella permanece. Es la misma en el Norte
y en el Mediodía, en las grandes ciudades y en las pequeñas, en las
diferentes profesiones. Igualmente, no cambia con cada generación sino que,
por el contrario, liga unas con otras las generaciones sucesivas. Se trata,
pues, de cosa muy diferente a las conciencias particulares, aun cuando no se
produzca más que en los individuos. Es el tipo psíquico de la sociedad tipo
que tiene sus propiedades, sus condiciones de existencia, su manera de
desenvolverse, como todos los tipos individuales, aunque de otra manera.
Tiene, pues, derecho a que se le designe con nombre especial. El que hemos
empleado más arriba no deja, en realidad, de ser algo ambiguo. Como los
términos de colectivo y de social con frecuencia se toman uno por otro, está
uno inclinado a creer que la conciencia colectiva es toda la conciencia social,
es decir, que se extiende tanto como la vida psíquica de la sociedad, cuando,
sobre todo en las sociedades superiores, no constituye más que una parte
muy restringida. Las funciones judiciales, gubernamentales, científicas,
industriales, en una palabra, todas las funciones especiales, son de orden
psíquico, puesto que consisten en sistemas de representación y de acción;
sin embargo, están, evidentemente, fuera de la conciencia común. Para evitar
una confusión (9) que ha sido cometida, lo mejor sena, quizá, crear una
expresión técnica que designara especialmente el conjunto de las
semejanzas sociales. Sin embargo, como el empleo de una palabra nueva,
cuando no es absolutamente necesario, no deja de tener inconvenientes,
conservaremos la expresión más usada de conciencia colectiva o común,
pero recordando siempre el sentido estrecho en el cual la empleamos.

Podemos, pues, resumiendo el análisis que precede, decir que un acto es


criminal cuando ofende los estados fuertes y definidos de la conciencia
colectiva (10).

El texto de esta proposición nadie lo discute, pero se le da ordinariamente un


sentido muy diferente del que debe tener. Se la interpreta como si expresara,
no la propiedad esencial del crimen, sino una de sus repercusiones. Se sabe
bien que hiere sentimientos muy generosos y muy enérgicos; pero se cree
que esta generalidad y esta energía proceden de la naturaleza criminal del
acto, el cual, por consiguiente, queda en absoluto por definir. No se discute el
que todo delito sea universalmente reprobado, pero se da por cierto que la
reprobación de que es objeto resulta de su carácter delictuoso. Sólo que, a
continuación, hállanse muy embarazados para decir en qué consiste esta
delictuosidad. ¿En una inmoralidad particularmente grave? Tal quiero, mas
esto es responder a la cuestión con la cuestión misma y poner una palabra en
lugar de otra palabra; de lo que se trata es de saber precisamente lo que es la
inmoralidad, y, sobre todo, esta inmoralidad particular que la sociedad reprime
por medio de penas organizadas y que constituye la criminalidad. No puede,
evidentemente, proceder más que de uno o varios caracteres comunes a
todas las variedades criminológicas; ahora bien, lo único que satisface a esta
condición es esa oposición que existe entre el crimen, cualquiera que él sea,
y ciertos sentimientos colectivos. Esa oposición es la que hace el crimen, por
mucho que se aleje. En otros términos, no hay que decir que un acto hiere la
conciencia común porque es criminal, sino que es criminal porque hiere la
conciencia común. No lo reprobamos porque es un crimen sino que es un
crimen porque lo reprobamos. En cuanto a la naturaleza intrínseca de esos
sentimientos, es imposible especificarla; persiguen los objetos más diversos y
no sería posible dar una fórmula única. No cabe decir que se refieran ni a los
intereses vitales de la sociedad, ni a un mínimum de justicia; todas esas
definiciones son inadecuadas. Pero, por lo mismo que un sentimiento, sean
cuales fueren el origen y el fin, se encuentra en todas las conciencias con un
cierto grado de fuerza y de precisión, todo acto que le hiere es un crimen. La
psicología contemporánea vuelve cada vez más a la idea de Spinosa, según
la cual las cosas son buenas porque las amamos, en vez de que las amamos
porque son buenas. Lo primitivo es la tendencia, la inclinación; el placer y el
dolor no son más que hechos derivados. Lo mismo ocurre en la vida social.
Un acto es socialmente malo porque lo rechaza la sociedad. Pero, se dirá,
¿no hay sentimientos colectivos que resulten del placer o del dolor que la
sociedad experimenta al contacto con sus objetos? Sin duda, pero no todos
tienen este origen. Muchos, si no la mayor parte, derivan de otras causas muy
diferentes. Todo lo que determina a la actividad a tomar una forma definida,
puede dar nacimiento a costumbres de las que resulten tendencias que hay,
desde luego, que satisfacer. Además, son estas últimas tendencias las que
sólo son verdaderamente fundamentales. Las otras no son más que formas
especiales y mejor determinadas; pues, para encontrar agrado en tal o cual
objeto, es preciso que la sensibilidad colectiva se encuentre ya constituida en
forma que pueda gustarla. Si los sentimientos correspondientes están
suprimidos, el acto más funesto para la sociedad podrá ser, no sólo tolerado,
sino honrado y propuesto como ejemplo. El placer es incapaz de crear con
todas sus piezas una inclinación; tan sólo puede ligar a aquellos que existen a
tal o cual fin particular, siempre que éste se halle en relación con su
naturaleza inicial.

Sin embargo, hay casos en los que la explicación precedente no parece


aplicarse. Hay actos que son más severamente reprimidos que fuertemente
rechazados por la opinión.

Así, la coalición de los funcionarios, la intromisión de las autoridades


judiciales en las autoridades administrativas, las funciones religiosas en las
funciones civiles, son objeto de una represión que no guarda relación con la
indignación que suscitan en las conciencias. La sustracción de documentos
públicos nos deja bastante indiferentes y, no obstante, se la castiga con
penas bastante duras. Incluso sucede que el acto castigado no hiere
directamente sentimiento colectivo alguno; nada hay en nosotros que proteste
contra el hecho de pescar y cazar en tiempos de veda, o de que pasen
vehículos muy pesados por la vía pública. Sin embargo, no hay razón alguna
para separar en absoluto estos delitos de los otros; toda distinción radical (11)
sería arbitraria, porque todos presentan, en grados diversos, el mismo criterio
externo. No cabe duda que la pena en ninguno de estos ejemplos parece
injusta; la opinión pública no la rechaza, pero, si se la dejara en libertad, o no
la reclamaría o se mostraría menos exigente. Y es que, en todos los casos de
este género, la delictuosidad no procede, o no se deriva toda ella, de la
vivacidad de los sentimientos colectivos que fueron ofendidos, sino que viene
de otra causa.

Es indudable, en efecto, que, una vez que un poder de gobierno se establece,


tiene, por sí mismo, bastante fuerza para unir espontáneamente, a ciertas
reglas de conducta, una sanción penal. Es capaz, por su acción propia, de
crear ciertos delitos o de agravar el valor criminológico de algunos otros. Así,
todos los actos que acabamos de citar presentan esta característica común:
están dirigidos contra alguno de los órganos directores de la vida social. ¿Es
necesario, pues, admitir que hay dos clases de crímenes procedentes de dos
causas diferentes? No debería uno detenerse ante hipótesis semejante. Por
numerosas que sean las variedades, el crimen es en todas partes
esencialmente el mismo, puesto que determina por doquiera el mismo efecto,
a saber, la pena, que, si puede ser más o menos intensa, no cambia por eso
de naturaleza. Ahora bien, un mismo hecho no puede tener dos causas, a
menos que esta dualidad sólo sea aparente y que en el fondo no exista más
que una. El poder de reacción, propio del Estado, debe ser, pues, de la
misma naturaleza que el que se halla difuso en la sociedad.

Y, en efecto, ¿de dónde procede? ¿De la gravedad de intereses que rige el


Estado y que reclaman ser protegidos de una manera especial? Mas
sabemos que sólo la lesión de intereses, graves inclusive, no basta a
determinar la reacción penal; es, además, necesario que se resienta de una
cierta manera. ¿De dónde procede entonces que el menor perjuicio causado
al órgano de gobierno sea castigado, cuando desórdenes mucho más
importantes en otros órganos sociales sólo se reparan civilmente? La más
pequeña infracción de la policía de caminos se castiga con una multa; la
violación, aun repetida, de los contratos, la falta constante de delicadeza en
las relaciones económicas, no obligan más que a la reparación del perjuicio.
Sin duda que el mecanismo directivo juega un papel importante en la vida
social, pero existen otros cuyo interés no deja de ser vital y cuyo
funcionamiento no está, sin embargo, asegurado de semejante manera. Si el
cerebro tiene su importancia, el estómago es un órgano también esencial, y
las enfermedades del uno son amenazas para la vida, como las del otro. ¿A
que viene ese privilegio en favor de lo que suele llamarse el cerebro social?

La dificultad se resuelve fácilmente si se nota que, donde quiera que un poder


director se establece, su primera y principal función es hacer respetar las
creencias, las tradiciones, las prácticas colectivas, es decir, defender la
conciencia común contra todos los enemigos de dentro y de fuera. Se
convierte así en símbolo, en expresión viviente, a los ojos de todos. De esta
manera la vida que en ella existe se le comunica, como las afinidades de
ideas se comunican a las palabras que las representan, y he aquí cómo
adquiere un carácter excepcional. No es ya una función social más o menos
importante, es la encarnación del tipo colectivo. Participa, pues, de la
autoridad que este último ejerce sobre las conciencias, y de ahí le viene su
fuerza. Sólo que, una vez que ésta se ha constituido, sin que por eso se
independice de la fuente de donde mana y en que continúa alimentándose, se
convierte en un factor autónomo de la vida social, capaz de producir
espontáneamente movimientos propios que no determina ninguna impulsión
externa, precisamente a causa de esta supremacía que ha conquistado.
Como, por otra parte, no es más que una derivación de la fuerza que se halla
inmanente en la conciencia común, tiene necesariamente las mismas
propiedades y reacciona de la misma manera, aun cuando esta última no
reaccione por completo al unísono. Rechaza, pues, toda fuerza antagónica
como haría el alma difusa de la sociedad, aun cuando ésta no siente ese
antagonismo, o no lo siente tan vivamente, es decir, que señala como
crímenes actos que la hieren sin a la vez herir en el mismo grado los
sentimientos colectivos. Pero de estos últimos recibe toda la energía que le
permite crear crímenes y delitos. Aparte de que no puede proceder de otro
sitio y que, además, no puede proceder de la nada, los hechos que siguen,
que se desenvolverán ampliamente en la continuación de esta obra,
confirman la explicación. La extensión de la acción que el órgano de gobierno
ejerce sobre el número y sobre la calificación de los actos criminales,
depende de la fuerza que encubra. Esta, a su vez, puede medirse, bien por la
extensión de la autoridad que desempeña sobre los ciudadanos, bien por el
grado de gravedad reconocido a los crímenes dirigidos contra él (12). Ahora
bien, ya veremos cómo en las sociedades inferiores esta autoridad es mayor
y más elevada la gravedad, y, por otra parte, cómo esos mismos tipos
sociales tienen más poder en la conciencia colectiva.

Hay, pues, que venir siempre a esta última; toda la criminalidad procede,
directa o indirectamente, de ella. El crimen no es sólo una lesión de intereses,
incluso graves, es una ofensa contra una autoridad en cierto modo
transcendente. Ahora bien, experimentalmente, no hay fuerza moral superior
al individuo, como no sea la fuerza colectiva.

Existe, por lo demás, una manera de fiscalizar el resultado a que acabamos


de llegar. Lo que caracteriza al crimen es que determina la pena. Si nuestra
definición, pues, del crimen es exacta, debe darnos cuenta de todas las
características de la pena. Vamos a proceder a tal comprobación.

Pero antes es preciso señalar cuáles son esas características.

II

En primer lugar, la pena consiste en una reacción pasional. Esta


característica se manifiesta tanto más cuanto se trata de sociedades menos
civilizadas. En efecto, los pueblos primitivos castigan por castigar, hacen sufrir
al culpable únicamente por hacerlo sufrir y sin esperar para ellos mismos
ventaja alguna del sufrimiento que imponen. La prueba está en que no
buscan ni castigar lo justo ni castigar útilmente, sino sólo castigar. Por eso
castigan a los animales que han cometido el acto reprobado (13), e incluso a
los seres inanimados que han sido el instrumento pasivo (14). Cuando la
pena sólo se aplica a las personas, extiéndese con frecuencia más allá del
culpable y va hasta alcanzar inocentes: a su mujer, a sus hijos, sus vecinos,
etc. (15). Y es que la pasión, que constituye el alma de la pena, no se detiene
hasta después de agotada. Si, pues, ha destruido a quien más inme-
diatamente la ha suscitado, como le queden algunas fuerzas, se extiende más
aún, de una manera completamente mecánica. Incluso cuando es lo bastante
moderada para no coger más que al culpable, hace sentir su presencia por la
tendencia que tiene a rebasar en gravedad el acto contra el cual reacciona.
De ahí vienen los refinamientos de dolor agregados al último suplicio. En
Roma todavía, debía el ladrón, no sólo devolver el objeto robado, sino
además pagar una multa del doble o del cuádruple (16), ¿No es, además, la
pena tan general del talión, una satisfacción concedida a la pasión de la
venganza?

Pero hoy día, dicen, la pena ha cambiado de naturaleza; la sociedad ya no


castiga por vengarse sino para defenderse. El dolor que inflige no es entre
sus manos más que un instrumento metódico de protección. Castiga, no
porque el castigo le ofrezca por sí mismo alguna satisfacción, sino a fin de
que el temor de la pena paralice las malas voluntades No es ya la cólera, sino
la previsión reflexiva, la que determina la represión. Las observaciones
precedentes no podrían, pues, generalizarse: sólo se referirían a la forma
primitiva de la pena y no podrían extenderse a su forma actual.

Mas, para que haya derecho a distinguir tan radicalmente esas dos clases de
penas, no basta comprobar su empleo en vista de fines diferentes. La
naturaleza de una práctica no cambia necesariamente porque las intenciones
conscientes de aquellos que la aplican se modifiquen. Pudo, en efecto, haber
desempeñado otra vez el mismo papel, sin que se hubieran apercibido. En
ese caso, ¿en razón a qué había de transformarse sólo por el hecho de que
se da mejor cuenta de los efectos que produce? Se adapta a las nuevas
condiciones de existencia que le han sido proporcionadas sin cambios
esenciales. Tal es lo que sucede con la pena.

En efecto, es un error creer que la venganza es sólo una crueldad inútil. Es


posible que en sí misma consista en una reacción mecánica y sin finalidad, en
un movimiento pasional e ininteligente, en una necesidad no razonada de
destruir; pero, de hecho, lo que tiende a destruir era una amenaza para
nosotros. Constituye, pues, en realidad, un verdadero acto de defensa, aun
cuando instintivo e irreflexivo. No nos vengamos sino de lo que nos ha
ocasionado un mal, y lo que nos ha causado un mal es siempre un peligro. El
instinto de la venganza no es, en suma, más que el instinto de conservación
exagerado por el peligro. Está muy lejos de haber tenido la venganza, en la
historia de la humanidad, el papel negativo y estéril que se le atribuye. Es un
arma defensiva que tiene su valor; sólo que es un arma grosera. Como no
tiene conciencia de los servicios que automáticamente presta, no puede
regularse en consecuencia; todo lo contrario, se extiende un poco al azar,
dando gusto a causas ciegas que la empujan y sin que nada modere sus
arrebatos. Actualmente, como ya conocemos el fin que queremos alcanzar,
sabemos utilizar mejor los medios de que disponemos; nos protegemos con
más método, y, por consiguiente, con más eficacia. Pero desde el principio se
obtenía ese resultado, aun cuando de una manera más imperfecta. Entre la
pena de hoy y la de antes no existe, pues, un abismo y, por consiguiente, no
era necesario que la primera se convirtiera en otra cosa de lo que es, para
acomodarse al papel que desempeña en nuestras sociedades civilizadas.
Toda la diferencia procede de que produce sus efectos con una mayor
conciencia de lo que hace. Ahora bien, aunque la conciencia individual o
social no deja de tener influencia sobre la realidad que ilumina, no tiene el
poder de cambiar la naturaleza. La estructura interna de los fenómenos sigue
siendo la misma, que sean conscientes o no. Podemos, pues, contar con que
los elementos esenciales de la pena son los mismos que antes. Y, en efecto,
la pena ha seguido siendo, al menos en parte, una obra de venganza. Se dice
que no hacemos sufrir al culpable por hacerlo sufrir; no es menos verdad que
encontramos justo que sufra. Tal vez estemos equivocados, pero no es eso lo
que se discute. Por el momento buscamos definir la pena tal como ella es o
ha sido, no tal como debe ser. Ahora bien, es indudable que esta expresión
de venganza pública, que sin cesar aparece en el lenguaje de los tribunales,
no es una vana palabra. Suponiendo que la pena pueda realmente servir para
protegernos en lo porvenir, estimamos que debe ser, ante todo, una expiación
del pasado. Lo prueban las precauciones minuciosas que tomamos para
proporcionarla tan exacta como sea posible en relación con la gravedad del
crimen; serían inexplicables si no creyéramos que el culpable debe sufrir
porque ha ocasionado el mal, y en la misma medida. En efecto, esta
graduación no es necesaria si la pena no es más que un medio de defensa.
Sin duda que para la sociedad habría un peligro en asimilar los atentados
más graves a simples delitos; pero en que los segundos fueran asimilados a
los primeros no habría, en la mayor parte de los casos, más que ventajas.
Contra un enemigo nunca son pocas las precauciones a tomar. ¿Es que hay
quien diga que los autores de las maldades más pequeñas son de naturaleza
menos perversa y que, para neutralizar sus malos instintos, bastan penas
menos fuertes? Pero si sus inclinaciones están menos viciadas, no dejan por
eso de ser menos intensas. Los ladrones se hallan tan fuertemente inclinados
al robo como los asesinos al homicidio; la resistencia que ofrecen los
primeros no es inferior a la de los segundos, y, por consiguiente, para triunfar
sobre ellos se deberá recurrir a los mismos medios. Si, como se ha dicho, se
trata únicamente de rechazar una fuerza perjudicial por una fuerza contraria,
la intensidad de la segunda debería medirse únicamente con arreglo a la
intensidad de la primera, sin que la calidad de ésta entre en cuenta para
nada. La escala penal no debería, pues, comprender más que un pequeño
número de grados; la pena no debería variar sino según que el criminal se
halle más o menos endurecido, y no según la naturaleza del acto criminal. Un
ladrón incorregible sería tratado como un asesino incorregible. Ahora bien, de
hecho, aun cuando se hubiera averiguado que un culpable es definitivamente
incurable, nos sentiríamos todavía obligados a no aplicarle un castigo
excesivo. Esta es la prueba de haber seguido fieles al principio del talión, aun
cuando lo entendamos en un sentido más elevado que otras veces. No
medimos ya de una manera tan material y grosera ni la extensión de la culpa,
ni la del castigo; pero siempre pensamos que debe haber una ecuación entre
ambos términos, séanos o no ventajoso establecer esta comparación. La
pena ha seguido, pues, siendo para nosotros lo que era para nuestros padres.
Es todavía un acto de venganza puesto que es un acto de expiación. Lo que
nosotros vengamos, lo que el criminal expía, es el ultraje hecho a la moral.

Hay, sobre todo, una pena en la que ese carácter pasional se manifiesta más
que en otras; trátase de la vergüenza, de la infamia que acompaña a la mayor
parte de las penas y que crece al compás de ellas. Con frecuencia no sirve
para nada. ¿A qué viene el deshonrar a un hombre que no debe ya vivir más
en la sociedad de sus semejantes y que, a mayor abundamiento, ha probado
con su conducta que las amenazas más tremendas no bastarían a
intimidarle? El deshonor se comprende cuando no hay otra pena, o bien como
complemento de una pena material benigna; en el caso contrario, se castiga
por partida doble. Cabe incluso decir que la sociedad no recurre a los castigos
legales sino cuando los otros son insuficientes, pero, ¿por qué mantenerlos
entonces? Constituyen una especie de suplicio suplementario y sin finalidad,
o que no puede tener otra causa que la necesidad de compensar el mal por el
mal. Son un producto de sentimientos instintivos, irresistibles, que alcanzan
con frecuencia a inocentes; así ocurre que el lugar del crimen, los
instrumentos que han servido para cometerlo, los parientes del culpable
participan a veces del oprobio con que castigamos a este último. Ahora bien,
las causas que determinan esta represión difusa son también las de la
represión organizada que acompaña a la primera. Basta, además, con ver en
los tribunales cómo funciona la pena para reconocer que el impulso es
pasional por completo; pues a las pasiones es a quienes se dirige el
magistrado que persigue y el abogado que defiende. Este busca excitar la
simpatía por el culpable, aquél, despertar los sentimientos sociales que ha
herido el acto criminal, y bajo la influencia de esas pasiones contrarias el juez
se pronuncia.

Así, pues, la naturaleza de la pena no ha cambiado esencialmente. Todo


cuanto puede decirse es que la necesidad de la venganza está mejor dirigida
hoy que antes. El espíritu de previsión que se ha despertado no deja ya el
campo tan libre a la acción ciega de la pasión; la contiene dentro de ciertos
límites, se opone a las violencias absurdas, a los estragos sin razón de ser.
Más instruida, se derrama menos al azar; ya no se la ve, aun cuando sea
para satisfacerse, volverse contra los inocentes. Pero sigue formando, sin
embargo, el alma de la pena. Podemos, pues, decir que la pena consiste en
una reacción pasional de intensidad graduada (17).

Pero ¿de dónde procede esa reacción? ¿Del individuo o de la sociedad?

Todo el mundo sabe que es la sociedad la que castiga; pero podría suceder
que no fuese por su cuenta. Lo que pone fuera de duda el carácter social de
la pena es que, una vez pronunciada, no puede levantarse sino por el
Gobierno en nombre de la sociedad. Si ella fuera tan sólo una satisfacción
concedida a los particulares, éstos serían siempre dueños de rebajarla: no se
concibe un privilegio impuesto y al que el beneficiario no puede renunciar. Si
únicamente la sociedad puede disponer la represión, es que es ella la
afectada, aun cuando también lo sean los individuos, y el atentado dirigido
contra ella es el que la pena reprime.

Sin embargo, se pueden citar los casos en que la ejecución de la pena


depende de la voluntad de los particulares. En Roma, ciertos delitos se
castigaban con una multa en provecho de la parte lesionada, la cual podía
renunciar a ella o hacerla objeto de una transacción: tal ocurría con el robo no
exteriorizado, la rapiña, la injuria, el daño causado injustamente (18). Esos
delitos, que suelen llamarse privados (delicta privata), se oponían a los
crímenes propiamente dichos, cuya represión se hacía a nombre de la ciudad.
Se encuentra la misma distinción entre los griegos, entre los hebreos (19). En
los pueblos más primitivos la pena parece ser, a veces, cosa más privada
aún, como tiende a probarlo el empleo de la vendetta. Esas sociedades están
compuestas de agregados elementales, de naturaleza casi familiar, y que se
han designado con la cómoda expresión de clans. Ahora bien, cuando un
atentado se comete por uno o varios miembros de un clan contra otro, es este
último el que castiga por sí mismo la ofensa sufrida (20). Lo que más
aumenta, al menos en apariencia, la importancia de esos hechos desde el
punto de vista de la doctrina, es el haber sostenido con frecuencia que la
vendetta había sido primitivamente la única forma de la pena; había, pues,
consistido ésta, antes que nada, en actos de venganza privada. Pero
entonces, si hoy la sociedad se encuentra armada con el derecho de castigar,
no podrá esto ser, parécenos, sino en virtud de una especie de delegación de
los individuos. No es más que su mandatario. Son los intereses de éstos
últimos los que la sociedad en su lugar gestiona, probablemente porque los
gestiona mejor, pero no son los suyos propios. Al principio se vengaban ellos
mismos: ahora es ella quien los venga; pero como el derecho penal no puede
haber cambiado de naturaleza a consecuencia de esa simple transmisión,
nada tendrá entonces de propiamente social. Si la sociedad parece
desempeñar aquí un papel preponderante, sólo es en sustitución de los
individuos.

Pero, por muy extendida que esté tal teoría, es contraria a los hechos mejor
establecidos. No se puede citar una sola sociedad en que la vendetta haya
sido la forma primitiva de la pena. Por el contrario, es indudable que el
derecho penal en su origen era esencialmente religioso. Es un hecho evidente
para la India, para Judea, porque el derecho que allí se practicaba se
consideraba revelado (21). En Egipto, los diez libros de Hermes, que
contenían el derecho criminal con todas las demás leyes relativas al gobierno
del Estado, se llamaban sacerdotales, y Elien afirma que, desde muy antiguo,
los sacerdotes egipcios ejercieron el poder judicial (22). Lo mismo ocurría en
la antigua Germania (23). En Grecia la justicia era considerada como una
emanación de Júpiter, y el sentimiento como una venganza del dios (24). En
Roma, los orígenes religiosos del derecho penal se han siempre manifestado
en tradiciones antiguas (25), en prácticas arcaicas que subsistieron hasta muy
tarde y en la terminología jurídica misma (26). Ahora bien, la religión es una
cosa esencialmente social. Lejos de perseguir fines individuales, ejerce sobre
el individuo una presión en todo momento. Le obliga a prácticas que le
molestan, a sacrificios, pequeños o grandes, que le cuestan. Debe tomar de
sus bienes las ofrendas que está obligado a presentar a la divinidad; debe
destinar del tiempo que dedica a sus trabajos o a sus distracciones los
momentos necesarios para el cumplimiento de los ritos; debe imponerse toda
una especie de privaciones que se le mandan, renunciar incluso a la vida si
los dioses se lo ordenan. La vida religiosa es completamente de abnegación y
de desinterés. Si , pues, el derecho criminal era primitivamente un derecho
religioso, se puede estar seguro que los intereses que sirve son sociales. Son
sus propias ofensas las que los dioses vengan con la pena y no las de los
particulares; ahora bien, las ofensas contra los dioses son ofensas contra la
sociedad.

Así, en las sociedades inferiores, los delitos más numerosos son los que
lesionan la cosa pública: delitos contra la religión, contra las costumbres,
contra la autoridad, etc. No hay más que ver en la Biblia, en el Código de
Manú, en los monumentos que nos quedan del viejo derecho egipcio, el lugar
relativamente pequeño dedicado a prescripciones protectoras de los
individuos, y, por el contrario, el desenvolvimiento abundantísimo de la
legislación represiva sobre las diferentes formas del sacrilegio, las faltas a los
diversos deberes religiosos, a las exigencias del ceremonial, etc. (27). A la
vez, esos crímenes son los más severamente castigados. Entre los judíos, los
atentados más abominables son los atentados contra la religión (28). Entre
los antiguos germanos sólo dos crímenes se castigaban con la muerte, según
Tácito: eran la traición y la deserción (29). Según Confucio y Meng-Tseu, la
impiedad constituye una falta más grave que el asesinato (30). En Egipto el
menor sacrilegio se castigaba con la muerte (31). En Roma, a la cabeza en la
escala de los crímenes, se encuentra el crimen perduellionis (32).

Mas entonces, ¿qué significan esas penas privadas de las que antes
poníamos ejemplos? Tienen una naturaleza mixta y poseen a la vez sanción
represiva y sanción restitutiva. Así el delito privado del derecho romano
representa una especie de término medio entre el crimen propiamente dicho y
la lesión puramente civil. Hay rasgos del uno y del otro y flota en los confines
de ambos dominios. Es un delito en el sentido de que la sanción fijada por la
ley no consiste simplemente en poner las cosas en su estado: el delincuente
no está sólo obligado a reparar el mal causado, sino que encima debe
además alguna cosa, una expiación. Sin embargo, no es completamente un
delito, porque, si la sociedad es quien pronuncia la pena, no es dueña de
aplicarla. Trátase de un derecho que aquélla confiere a la parte lesionada, la
cual dispone libremente (33). De igual manera, la vendetta, evidentemente, es
un castigo que la sociedad reconoce como legítimo, pero que deja a los
particulares el cuidado de infligir. Estos hechos no hacen, pues, más que
confirmar lo que hemos dicho sobre la naturaleza de la penalidad. Si esta
especie de sanción intermedia es, en parte, una cosa privada, en la misma
medida, no es una pena. El carácter penal hállase tanto menos pronunciado
cuanto el carácter social se encuentra más difuso, y a la inversa. La venganza
privada no es, pues, el prototipo de la pena; al contrario, no es más que una
pena imperfecta. Lejos de haber sido los atentados contra las personas los
primeros que fueron reprimidos, en el origen tan sólo se hallaban en el umbral
del derecho penal. No se han elevado en la escala de la criminalidad sino a
medida que la sociedad más se ha ido resistiendo a ellos, y esta operación,
que no tenemos por qué describir, no se ha reducido, ciertamente, a una
simple transferencia. Todo lo contrario, la historia de esta penalidad no es
más que una serie continua de usurpaciones de la sociedad sobre el individuo
o más bien sobre los grupos elementales que encierra en su seno, y el
resultado de esas usurpaciones es ir poniendo, cada vez más, en el lugar del
derecho de los particulares el de la sociedad. (34)

Pero las características precedentes corresponden lo mismo a la represión


difusa que sigue a las acciones simplemente inmorales, que a la represión
legal. Lo que distingue a esta última es, según hemos dicho, el estar
organizada; mas ¿en qué consiste esta organización?

Cuando se piensa en el derecho penal tal como funciona en nuestras


sociedades actuales, represéntase uno un código en el que penas muy
definidas hállanse ligadas a crímenes igualmente muy definidos. El juez
dispone, sin duda, de una cierta libertad para aplicar a cada caso particular
esas disposiciones generales; pero, dentro de estas líneas esenciales, la
pena se halla predeterminada para cada categoría de actos defectuosos. Esa
organización tan sabia no es, sin embargo, constitutiva de la pena, pues hay
muchas sociedades en que la pena existe sin que se haya fijado por
adelantado. En la Biblia se encuentran numerosas prohibiciones que son tan
imperativas como sea posible y que, no obstante, no se encuentran
sancionadas por ningún castigo expresamente formulado. Su carácter penal
no ofrece duda, pues si los textos son mudos en cuanto a la pena, expresan
al mismo tiempo por el acto prohibido un horror tal que no se puede ni por un
instante sospechar que hayan quedado sin castigo (35). Hay, pues, motivo
para creer que ese silencio de la ley viene simplemente de que la represión
no está determinada. Y, en efecto, muchos pasajes del Pentateuco nos
enseñan que había actos cuyo valor criminal era indiscutible y con relación a
los cuales la pena no estaba establecida sino por el juez que la aplicaba. La
sociedad sabía bien que se encontraba en presencia de un crimen; pero la
sanción penal que al mismo debía ligarse no estaba todavía definida (36).
Además, incluso entre las penas que el legislador enuncia, hay muchas que
no se especifican con precisión. Así, sabemos que había diferentes clases de
suplicios a los cuales no se consideraba a un mismo nivel, y, por
consiguiente, en multitud de casos los textos no hablaban más que de la
muerte de una manera general, sin decir qué género de muerte se les debería
aplicar. Según Sumner Maine, ocurría lo mismo en la Roma primitiva: los
crimina eran perseguidos ante la asamblea del pueblo, que fijaba
soberanamente la pena mediante una ley, al mismo tiempo que establecía la
realidad del hecho incriminado (37).

Por último, hasta el siglo XVI inclusive, el principio general de la penalidad


"era que la aplicación se dejaba al arbitrio del juez, arbitrio et officio judicis.
Solamente no le está permitido al juez inventar penas distintas de las usua-
les" (38). Otro efecto de este poder del juez consistía en que dependiera
enteramente de su apreciación el crear figuras de delito, con lo cual la
calificación del acto criminal quedaba siempre indeterminada (39).

La organización distintiva de ese género de represión no consiste, pues, en la


reglamentación de la pena. Tampoco consiste en la institución de un
procedimiento criminal; los hechos que acabamos de citar demuestran
suficientemente que durante mucho tiempo no ha existido. La única
organización que se encuentra en todas partes donde existe la pena
propiamente dicha, se reduce, pues, al establecimiento de un tribunal. Sea
cual fuere la manera como se componga, comprenda a todo el pueblo o sólo
a unos elegidos, siga o no un procedimiento regular en la instrucción del
asunto como en la aplicación de la pena, sólo por el hecho de que la
infracción, en lugar de ser juzgada por cada uno se someta a la apreciación
de un cuerpo constituido, y que la reacción colectiva tenga por intermediario
un órgano definido, deja de ser difusa: es organizada. La organización podrá
ser más completa, pero existe desde ese momento.

La pena consiste, pues, esencialmente en una reacción pasional, de


intensidad graduada, que la sociedad ejerce por intermedio de un cuerpo
constituido sobre aquellos de sus miembros que han violado ciertas reglas de
conducta.

Ahora bien, la definición que hemos dado del crimen da cuenta con claridad
de todos esos caracteres de la pena.

III

Todo estado vigoroso de la conciencia es una fuente de vida; constituye un


factor esencial de nuestra vitalidad general. Por consiguiente, todo lo que
tiende a debilitarla nos disminuye y nos deprime; trae como consecuencia una
impresión de perturbación y de malestar análogo al que sentimos cuando una
función importante se suspende o se debilita. Es inevitable, pues, que
reaccionemos enérgicamente contra la causa que nos amenaza de una tal
disminución, que nos esforcemos en ponerla a un lado, a fin de mantener la
integridad de nuestra conciencia.

Entre las causas que producen ese resultado hay que poner en primera línea
la representación de un estado contrario. Una representación no es, en
efecto, una simple imagen de la realidad, una sombra inerte proyectada en
nosotros por las cosas; es una fuerza que suscita en su alrededor un
torbellino de fenómenos orgánicos y físicos. No sólo la corriente nerviosa que
acompaña a la formación de la idea irradia en los centros corticales en torno
al punto en que ha tenido lugar el nacimiento y pasa de un plexus al otro, sino
que repercute en los centros motores, donde determina movimientos, en los
centros sensoriales, donde despierta imágenes; excita a veces comienzos de
ilusiones y puede incluso afectar a funciones vegetativas (40); esta
resonancia es tanto más de tener en cuenta cuanto que la representación es
ella misma más intensa, que el elemento emocional está más desenvuelto.
Así la representación de un sentimiento contrario al nuestro actúa en nosotros
en el mismo sentido y de la misma manera que el sentimiento que sustituye;
es como si él mismo hubiera entrado en nuestra conciencia. Tiene en efecto,
las mismas afinidades, aunque menos vivas; tiende a despertar las mismas
ideas , los mismos movimientos, las mismas emociones. Opone, pues, una
resistencia al juego de nuestros sentimientos personales, y, por
consecuencia, lo debilita, atrayendo en una dirección contraria toda una parte
de nuestra energía. Es como si una fuerza extraña se hubiera introducido en
nosotros en forma que desconcertare el libre funcionamiento de nuestra vida
física. He aquí por qué una convicción opuesta a la nuestra no puede
manifestarse ante nosotros sin perturbarnos; y es que, de un solo golpe,
penetra en nosotros y, hallándose en antagonismo con todo lo que encuentra,
determina verdaderos desórdenes. Sin duda que, mientras el conflicto estalla
sólo entre ideas abstractas, no es muy doloroso, porque no es muy profundo.
La región de esas ideas es a la vez la más elevada y la más superficial de la
conciencia, y los cambios que en ella sobrevienen, no teniendo repercusiones
extensas, no nos afectan sino débilmente. Pero, cuando se trata de una
creencia que nos es querida, no permitimos, o no podemos permitir, que se
ponga impunemente mano en ella. Toda ofensa dirigida contra la misma
suscita una reacción emocional, más o menos violenta, que se vuelve contra
el ofensor. Nos encolerizamos, nos indignamos con él, le queremos mal, y los
sentimientos así suscitados no pueden traducirse en actos; le huimos, le
tenemos a distancia, le desterramos de nuestra sociedad, etc.

No pretendemos, sin duda, que toda convicción fuerte sea necesariamente


intolerante; la observación corriente basta para demostrar lo contrario. Pero
ocurre que causas exteriores neutralizan, entonces, aquellas cuyos efectos
acabamos de analizar. Por ejemplo, puede haber entre adversarios una
simpatía general que contenga su antagonismo y que lo atenúe. Pero es
preciso que esta simpatía sea más fuerte que su antagonismo; de otra
manera no le sobrevive. O bien, las dos partes renuncian a la lucha cuando
averiguan que no puede conducir a ningún resultado, y se contentan con
mantener sus situaciones respectivas; se toleran mutuamente al no poderse
destruir. La tolerancia recíproca, que a veces cierra las guerras de religión,
con frecuencia es de esta naturaleza. En todos estos casos, si el conflicto de
los sentimientos no engendra esas consecuencias naturales, no es que las
encubra; es que está impedido de producirlas.

Además, son útiles y al mismo tiempo necesarias. Aparte de derivar


forzosamente de causas que las producen, contribuyen también a
mantenerlas. Todas esas emociones violentas constituyen, en realidad, un
llamamiento de fuerzas suplementarias que vienen a dar al sentimiento
atacado la energía que le proporciona la contradicción. Se ha dicho a veces
que la cólera era inútil porque no era más que una pasión destructiva, pero
esto es no verla más que en uno de sus aspectos. De hecho consiste en una
sobreexcitación de fuerzas latentes y disponibles, que vienen a ayudar
nuestro sentimiento personal a hacer frente a los peligros, reforzándolo. En el
estado de paz, si es que así puede hablarse, no se halla éste con armas
suficientes para la lucha; correría, pues, el riesgo de sucumbir si reservas
pasionales no entran en línea en el momento deseado; la cólera no es otra
cosa que una movilización de esas reservas. Puede incluso ocurrir que, por
exceder los socorros así evocados a las necesidades, la discusión tenga por
efecto afirmarnos más en nuestras convicciones, lejos de quebrantarnos.

Ahora bien, sabido es el grado de energía que puede adquirir una creencia o
un sentimiento sólo por el hecho de ser sentido por una misma comunidad de
hombres, en relación unos con otros; las causas de ese fenómeno son hoy
día bien conocidas (41). De igual manera que los estados de conciencia
contrarios se debilitan recíprocamente, los estados de conciencia idénticos,
intercambiándose, se refuerzan unos a otros. Mientras los primeros se
sostienen, los segundos se adicionan. Si alguno expresa ante nosotros una
idea que era ya nuestra, la representación que nos formamos viene a
agregarse a nuestra propia idea, se superpone a ella, se confunde con ella, le
comunica lo que tiene de vitalidad; de esta fusión surge una nueva idea que
absorbe las precedentes y que, como consecuencia, es más viva que cada
una de ellas tomada aisladamente. He aquí por qué, en las asambleas
numerosas, una emoción puede adquirir una tal violencia; es que la vivacidad
con que se produce en cada conciencia se refleja en las otras. No es ya ni
necesario que experimentemos por nosotros mismos, en virtud sólo de
nuestra naturaleza individual, un sentimiento colectivo para que adquiera en
nosotros una intensidad semejante, pues lo que le agregamos es, en suma,
bien poca cosa. Basta con que no seamos un terreno muy refractario para
que, penetrando del exterior con la fuerza que desde sus orígenes posee, se
imponga a nosotros. Si, pues, los sentimientos que ofende el crimen son, en
el seno de una misma sociedad, los más universalmente colectivos que
puede haber; si, pues, son incluso estados particularmente fuertes de la
conciencia común, es imposible que toleren la contradicción. Sobre todo si
esta contradicción no es puramente teórica, si se afirma, no sólo con
palabras, sino con actos, como entonces llega a su maximum, no podemos
dejar de resistirnos contra ella con pasión. Un simple poner las cosas en la
situación de orden perturbada no nos basta: necesitamos una satisfacción
más violenta. La fuerza contra la cual el crimen viene a chocar es demasiado
intensa para reaccionar con tanta moderación. No lo podría hacer, además,
sin debilitarse, ya que, gracias a la intensidad de la reacción, se rehace y se
mantiene en el mismo grado de energía.
Puede así explicarse una característica de esta reacción, que con frecuencia
se ha señalado como irracional. Es indudable que en el fondo de la noción de
expiación existe la idea de una satisfacción concedida a algún poder, real o
ideal, superior a nosotros. Cuando reclamamos la represión del crimen no
somos nosotros los que nos queremos personalmente vengar, sino algo ya
consagrado que más o menos confusamente sentimos fuera y por encima de
nosotros. Esta cosa la concebimos de diferentes maneras, según los tiempos
y medios; a veces es una simple idea, como la moral, el deber; con frecuencia
nos la representamos bajo la forma de uno o de varios seres concretos: los
antepasados, la divinidad. He aquí por qué el derecho penal, no sólo es
esencialmente religioso en su origen, sino que siempre guarda una cierta
señal todavía de religiosidad: es que los actos que castiga parece como si
fueran atentados contra alguna cosa transcendental, ser o concepto. Por esta
misma razón nos explicamos a nosotros mismos cómo nos parecen reclamar
una sanción superior a la simple reparación con que nos contentamos en el
orden de los intereses puramente humanos.

Seguramente esta representación es ilusoria; somos nosotros los que nos


vengamos en cierto sentido, nosotros los que nos satisfacemos, puesto que
es en nosotros, y sólo en nosotros, donde los sentimientos ofendidos se
encuentran. Pero esta ilusión es necesaria. Como, a consecuencia de su
origen colectivo, de su universalidad, de su permanencia en la duración, de su
intensidad intrínseca, esos sentimientos tienen una fuerza excepcional, se
separan radicalmente del resto de nuestra conciencia, en la que los estados
son mucho más débiles. Nos dominan, tienen, por así decirlo, algo de
sobrehumano y, al mismo tiempo, nos ligan a objetos que se encuentran fuera
de nuestra vida temporal. Nos parecen, pues, como el eco en nosotros de una
fuerza que nos es extraña y que, además, nos es superior. Así, hallámonos
necesitados de proyectarlos fuera de nosotros, de referir a cualquier objeto
exterior cuanto les concierne; sabemos hoy día cómo se hacen esas
alienaciones parciales de la personalidad. Ese milagro es hasta tal punto
inevitable que, bajo una forma u otra, se producirá mientras exista un sistema
represivo. Pues, para que otra cosa ocurriera, sería preciso que no hubiera en
nosotros más que sentimientos colectivos de una intensidad mediocre, y en
ese caso no existiría más la pena ¿Se dirá que el error disiparíase por sí
mismo en cuanto los hombres hubieran adquirido conciencia de él? Pero, por
más que sepamos que el sol es un globo inmenso, siempre lo veremos bajo el
aspecto de un disco de algunas pulgadas. El entendimiento puede, sin duda,
enseñarnos a interpretar nuestras sensaciones; no puede cambiarlas. Por lo
demás, el error sólo es parcial. Puesto que esos sentimientos son colectivos,
no es a nosotros lo que en nosotros representan, sino a la sociedad. Al
vengarlos, pues, es ella y no nosotros quienes nos vengamos, y, por otra
parte, es algo superior al individuo. No hay, pues, razón para aferrarse a ese
carácter casi religioso de la expiación, para hacer de ella una especie de
superfetación parásita. Es, por el contrario, un elemento integrante de la
pena. Sin duda que no expresa su naturaleza más que de una manera
metafórica, pero la metáfora no deja de ser verdad.

Por otra parte, se comprende que la reacción penal no sea uniforme en todos
los casos, puesto que las emociones que la determinan no son siempre las
mismas. En efecto, son más o menos vivas según la vivacidad del sentimiento
herido y también según la gravedad de la ofensa sufrida. Un estado fuerte
reacciona más que un estado débil, y dos estados de la misma intensidad
reaccionan desigualmente, según que han sido o no más o menos
violentamente contradichos. Esas variaciones se producen necesariamente, y
además son útiles, pues es bueno que el llamamiento de fuerzas se halle en
relación con la importancia del peligro. Demasiado débil, sería insuficiente;
demasiado violento, sería una pérdida inútil. Puesto que la gravedad del acto
criminal varía en función a los mismos factores, la proporcionalidad que por
todas partes se observa entre el crimen y el castigo se establece, pues, con
una espontaneidad mecánica, sin que sea necesario hacer cómputos
complicados para calcularla. Lo que hace la graduación de los crímenes es
también lo que hace la de las penas; las dos escalas no pueden, por
consiguiente, dejar de corresponderse, y esta correspondencia, para ser
necesaria, no deja al mismo tiempo de ser útil.

En cuanto al carácter social de esta reacción, deriva de la naturaleza social


de los sentimientos ofendidos. Por el hecho de encontrarse éstos en todas las
conciencias, la infracción cometida suscita en todos los que son testigos o
que conocen la existencia una misma indignación. Alcanza a todo el mundo,
por consiguiente, todo el mundo se resiste contra el ataque. No sólo la
reacción es general sino que es colectiva, lo que no es la misma cosa; no se
produce aisladamente en cada uno, sino con un conjunto y una unidad que
varían, por lo demás, según los casos. En efecto, de igual manera que los
sentimientos contrarios se repelen, los sentimientos semejantes se atraen, y
esto con tanta mayor fuerza cuanto más intensos son. Como la contradicción
es un peligro que los exaspera, amplifica su fuerza de atracción. Jamás se
experimenta tanta necesidad de volver a ver a sus compatriotas como cuando
se está en país extranjero; jamás el creyente se siente tan fuertemente
llevado hacia sus correligionarios como en las épocas de persecución. Sin
duda que en cualquier momento nos agrada la compañía de los que piensan
y sienten como nosotros; pero no sólo con placer sino con pasión los
buscamos al salir de discusiones en las que nuestras creencias comunes han
sido vivamente combatidas. El crimen, pues, aproxima a las conciencias
honradas y las concentra. No hay más que ver lo que se produce, sobre todo
en una pequeña ciudad, cuando se comete algún escándalo moral. Las
gentes se detienen en las calles, se visitan, se encuentran en lugares
convenidos para hablar del acontecimiento, y se indignan en común. De todas
esas impresiones similares que se cambian, de todas las cóleras que se
manifiestan, se desprende una cólera única, más o menos determinada según
los casos, que es la de todo el mundo sin ser la de una persona en particular.
Es la cólera pública.

Sólo ella, por lo demás, puede servir para algo. En efecto, los sentimientos
que están en juego sacan toda su fuerza del hecho de ser comunes a todo el
mundo; son enérgicos porque son indiscutidos. El respeto particular de que
son objeto se debe al hecho de ser universalmente respetados. Ahora bien, el
crimen no es posible como ese respeto no sea verdaderamente universal; por
consecuencia, supone que no son absolutamente colectivos y corta esa
unanimidad origen de su autoridad. Si, pues, cuando se produce, las
conciencias que hiere no se unieran para testimoniarse las unas a las otras
que permanecen en comunidad, que ese caso particular es una anomalía, a
la larga podrían sufrir un quebranto. Es preciso que se reconforten,
asegurándose mutuamente que están siempre unidas; el único medio para
esto es que reaccionen en común. En una palabra, puesto que es la
conciencia común la que ha sufrido el atentado, es preciso que sea ella la que
resista, y, por consiguiente, que la resistencia sea colectiva.

Sólo nos resta que decir por qué se organiza.

Esta última característica se explica observando que la represión organizada


no se opone a la represión difusa, sino que sólo las distinguen diferencias de
detalle: la reacción tiene en aquélla más unidad. Ahora bien, la mayor
intensidad y la naturaleza más definida de los sentimientos que venga la pena
propiamente dicha, hacen que pueda uno darse cuenta con más facilidad de
esta unificación perfeccionada. En efecto, si la situación negada es débil, o si
se la niega débilmente, no puede determinar más que una débil concentración
de las conciencias ultrajadas; por el contrario, si es fuerte, si la ofensa es
grave, todo el grupo afectado se contrae ante el peligro y se repliega, por así
decirlo, en sí mismo. No se contenta ya con cambiar impresiones cuando la
ocasión se presenta, de acercarse a este lado o al otro, según la casualidad
lo impone o la mayor comodidad de los encuentros, sino que la emoción que
sucesivamente ha ido ganando a las gentes empuja violentamente unos hacia
otros a aquellos que se asemejan y los reúne en un mismo lugar. Esta
concentración material del agregado, haciendo más íntima la penetración
mutua de los espíritus, hace así más fáciles todos los movimientos de
conjunto; las reacciones emocionales, de las que es teatro cada conciencia,
hállanse, pues, en las más favorables condiciones para unificarse. Sin
embargo, si fueran muy diversas, bien en cantidad, bien en calidad, sería
imposible una fusión completa entre esos elementos parcialmente
heterogéneos e irreducibles. Mas sabemos que los sentimientos que los
determinan están hoy definidos y son, por consiguiente, muy uniformes.
Participan, pues, de la misma uniformidad y, por consiguiente, vienen con
toda naturalidad a perderse unos en otros, a confundirse en una resultante
única que les sirve de sustitutivo y que se ejerce, no por cada uno
aisladamente, sino por el cuerpo social así constituido.

Hechos abundantes tienden a probar que tal fue, históricamente, la génesis


de la pena. Sábese, en efecto, que en el origen era la asamblea del pueblo
entera la que ejercía la función de tribunal. Si nos referimos inclusive a los
ejemplos que hemos citado un poco más arriba del Pentateuco (42), puede
verse que las cosas suceden tal y como acabamos de describirlas. Desde que
se ha extendido la noticia del crimen, el pueblo se reúne, y, aunque la pena
no se halle predeterminada, la reacción se efectúa con unidad. En ciertos
casos era el pueblo mismo el que ejecutaba colectivamente la sentencia, tan
pronto como había sido pronunciada (43). Más tarde, allí donde la asamblea
encarna en la persona de un jefe, conviértese éste, total o parcialmente, en
órgano de la reacción penal, y la organización se prosigue de acuerdo con las
leyes generales de todo desenvolvimiento orgánico.

No cabe duda, pues, que la naturaleza de los sentimientos colectivos es la


que da cuenta de la pena y, por consiguiente, del crimen. Además, de nuevo
vemos que el poder de reacción de que disponen las funciones
gubernamentales, una vez que han hecho su aparición, no es más que una
emanación del que se halla difuso en la sociedad, puesto que nace de él. El
uno no es sino reflejo del otro; varía la extensión del primero como la del
segundo. Añadamos, por otra parte, que la institución de ese poder sirve para
mantener la conciencia común misma, pues se debilitaría si el órgano que la
representa no participare del respeto que inspira y de la autoridad particular
que ejerce. Ahora bien, no puede participar sin que todos los actos que le
ofenden sean rechazados y combatidos como aquellos que ofenden a la
conciencia colectiva, y esto aun cuando no sea ella directamente afectada.

IV

El análisis de la pena ha confirmado así nuestra definición del crimen. Hemos


comenzado por establecer en forma inductiva cómo éste consistía
esencialmente en un acto contrario a los estados fuertes y definidos de la
conciencia común; acabamos de ver que todos los caracteres de la pena
derivan, en efecto, de esa naturaleza del crimen. Y ello es así, porque las
reglas que la pena sanciona dan expresión a las semejanzas sociales más
esenciales.

De esta manera se ve la especie de solidaridad que el derecho penal


simboliza. Todo el mundo sabe, en efecto, que hay una cohesión social cuya
causa se encuentra en una cierta conformidad de todas las conciencias
particulares hacia un tipo común, que no es otro que el tipo psíquico de la
Sociedad. En esas condiciones, en efecto, no sólo todos los miembros del
grupo se encuentran individualmente atraídos los unos hacia los otros porque
se parecen, sino que se hallan también ligados a lo que constituye la
condición de existencia de ese tipo colectivo, es decir, a la sociedad que
forman por su reunión. No sólo los ciudadanos se aman y se buscan entre sí
con preferencia a los extranjeros, sino que aman a su patria. La quieren como
se quieren ellos mismos, procuran que no se destruya y que prospere, porque
sin ella toda una parte de su vida psíquica encontraría limitado su
funcionamiento. A la inversa, la sociedad procura que sus individuos
presenten todas sus semejanzas fundamentales, porque es una condición de
su cohesión. Hay en nosotros dos conciencias: una sólo contiene estados
personales a cada uno de nosotros y que nos caracterizan, mientras que los
estados que comprende la otra son comunes a toda la sociedad (44). La
primera no representa sino nuestra personalidad individual y la constituye; la
segunda representa el tipo colectivo y, por consiguiente, la sociedad, sin la
cual no existiría. Cuando uno de los elementos de esta última es el que
determina nuestra conducta, no actuamos en vista de nuestro interés
personal, sino que perseguimos fines colectivos. Ahora bien, aunque distintas,
esas dos conciencias están ligadas una a otra, puesto que, en realidad, no
son más que una, ya que sólo existe para ambas un único substrato orgánico.
Son, pues, solidarias. De ahí resulta una solidaridad sui generis que, nacida
de semejanzas, liga directamente al individuo a la sociedad; en el próximo
capítulo podremos mostrar mejor el por qué nos proponemos llamarla
mecánica. Esta solidaridad no consiste sólo en una unión general e
indeterminada del individuo al grupo, sino que hace también que sea
armónico el detalle de los movimientos. En efecto, como esos móviles
colectivos son en todas partes los mismos, producen en todas partes los
mismos efectos. Por consiguiente, siempre que entran en juego, las
voluntades se mueven espontáneamente y con unidad en el mismo sentido.

Esta solidaridad es la que da expresión al derecho represivo, al menos en lo


que tiene de vital. En efecto, los actos que prohibe y califica de crímenes son
de dos clases: o bien manifiestan directamente una diferencia muy violenta
contra el agente que los consuma y el tipo colectivo, o bien ofenden al órgano
de la conciencia común. En un caso, como en el otro, la fuerza ofendida por el
crimen que la rechaza es la misma; es un producto de las semejanzas
sociales más esenciales, y tiene por efecto mantener la cohesión social que
resulta de esas semejanzas. Es esta fuerza la que el derecho penal protege
contra toda debilidad, exigiendo a la vez de cada uno de nosotros un
mínimum de semejanzas sin las que el individuo sería una amenaza para la
unidad del cuerpo social, e imponiéndonos el respeto hacia el símbolo que
expresa y resume esas semejanzas al mismo tiempo que las garantiza.

Así se explica que existieran actos que hayan sido con frecuencia reputados
de criminales y, como tales, castigados sin que, por sí mismos, fueran
perjudiciales para la sociedad. En efecto, al igual que el tipo individual, el tipo
colectivo se ha formado bajo el imperio de causas muy diversas e incluso de
encuentros fortuitos. Producto del desenvolvimiento histórico, lleva la señal de
las circunstancias de toda especie que la sociedad ha atravesado en su
historia. Sería milagroso que todo lo que en ella se encuentra estuviere
ajustado a algún fin útil; no cabe que hayan dejado de introducirse en la
misma elementos más o menos numerosos que no tienen relación alguna con
la utilidad social. Entre las inclinaciones, las tendencias que el individuo ha
recibido de sus antepasados o que él se ha formado en el transcurso del
tiempo, muchas, indudablemente, no sirven para nada, o cuestan más de lo
que proporcionan. Sin duda que en su mayoría no son perjudiciales, puesto
que el ser, en esas condiciones, no podría vivir; pero hay algunas que se
mantienen sin ser útiles, e incluso aquellas cuyos servicios ofrecen menos
duda tienen con frecuencia una intensidad que no se halla en relación con su
utilidad, porque, en parte, les viene de otras causas. Lo mismo ocurre con las
pasiones colectivas. Todos los actos que las hieren no son, pues, peligrosos
en sí mismos o, cuando menos, no son tan peligrosos como son reprobados.
Sin embargo, la reprobación de que son objeto no deja de tener una razón de
ser, pues, sea cual fuere el origen de esos sentimientos, una vez que forman
parte del tipo colectivo, y sobre todo si son elementos esenciales del mismo,
todo lo que contribuye a quebrantarlos quebranta a la vez la cohesión social y
compromete a la sociedad. Su nacimiento no reportaba ninguna utilidad; pero,
una vez que ya se sostienen, se hace necesario que persistan a pesar de su
irracionalidad. He aquí por qué es bueno, en general, que los actos que les
ofenden no sean tolerados. No cabe duda que, razonando abstractamente, se
puede muy bien demostrar que no hay razón para que una sociedad prohiba
el comer determinada carne, en sí misma inofensiva. Pero, una vez que el
horror por ese alimento se ha convertido en parte integrante de la conciencia
común, no puede desaparecer sin que el lazo social se afloje, y eso es
precisamente lo que las conciencias sanas sienten de una manera vaga (45).

Lo mismo ocurre con la pena. Aunque procede de una reacción


absolutamente mecánica, de movimientos pasionales y en gran parte
irreflexivos, no deja de desempeñar un papel útil. Sólo que ese papel no lo
desempeña allí donde de ordinario se le ve. No sirve, o no sirve sino muy
secundariamente, para corregir al culpable o para intimidar a sus posibles
imitadores; desde este doble punto de vista su eficacia es justamente dudosa,
y, en todo caso, mediocre. Su verdadera función es mantener intacta la
cohesión social, conservando en toda su vitalidad la conciencia común. Si se
la negara de una manera categórica, perdería aquélla necesariamente su
energía, como no viniera a compensar esta pérdida una reacción emocional
de la comunidad, y resultaría entonces un aflojamiento de la solidaridad
social. Es preciso, pues, que se afirme con estruendo desde el momento que
se la contradice, y el único medio de afirmarse es expresar la aversión
unánime que el crimen continúa inspirando, por medio de un acto auténtico;
que sólo puede consistir en un dolor que se inflige al agente. Por eso, aun
siendo un producto necesario de las causas que lo engendran, este dolor no
es una crueldad gratuita. Es el signo que testimonia que los sentimientos
colectivos son siempre colectivos, que la comunión de espíritus en una misma
fe permanece intacta y por esa razón repara el mal que el crimen ha
ocasionado a la sociedad. He aquí por qué hay razón en decir que el criminal
debe sufrir en proporción a su crimen, y por qué las teorías que rehusan a la
pena todo carácter expiatorio parecen a tantos espíritus subversiones del
orden social. Y es que, en efecto, esas doctrinas no podrían practicarse sino
en una sociedad en la que toda conciencia común estuviera casi abolida. Sin
esta satisfacción necesaria , lo que llaman con ciencia moral no podría
conservarse. Cabe decir, sin que sea paradoja, que el castigo está, sobre
todo, destinado a actuar sobre las gentes honradas, pues, como sirve para
curar las heridas ocasionadas a los sentimientos colectivos, no puede llenar
su papel sino allí donde esos sentimientos existen y en la medida en que
están vivos. Sin duda que, previniendo en los espíritus ya quebrantados un
nuevo debilitamiento del alma colectiva puede muy bien impedir a los
atentados multiplicarse; pero este resultado, muy útil, desde luego, no es más
que un contragolpe particular. En una palabra, para formarse una idea exacta
de la pena, es preciso reconciliar las dos teorías contrarias que se han
producido: la que ve en ella una expiación y la que hace de ella un arma de
defensa social. Es indudable, en efecto, que tiene por función proteger la
sociedad, pero por ser expiatoria precisamente; de otro lado, si debe ser
expiatoria, ello no es porque, a consecuencia de no sé qué virtud mística, el
dolor redima la falta, sino porque no puede producir su efecto socialmente útil
más que con esa sola condición (46).

De este capítulo resulta que existe una solidaridad social que procede de que
un cierto número de estados de conciencia son comunes a todos los
miembros de la misma sociedad. Es la que, de una manera material,
representa el derecho represivo, al menos en lo que tiene de esencial. La
parte que ocupa en la integración general de la sociedad depende,
evidentemente, de la extensión mayor o menor de la vida social que abarque
y reglamente la conciencia común. Cuanto más relaciones diversas haya en
las que esta última haga sentir su acción, más lazos crea también que unan el
individuo al grupo; y más, por consiguiente, deriva la cohesión social de esta
causa y lleva su marca. Pero, de otra parte, el número de esas relaciones es
proporcional al de las reglas represivas; determinando qué fracción del
edificio jurídico representa al derecho penal, calcularemos, pues, al mismo
tiempo, la importancia relativa de esta solidaridad. Es verdad que, al proceder
de tal manera, no tendremos en cuenta ciertos elementos de la conciencia
colectiva, que, a causa de su menor energía o de su indeterminación,
permanecen extraños al derecho represivo, aun cuando contribuyan a
asegurar la armonía social; son aquellos que protegen penas simplemente
difusas. Lo mismo sucede en las otras partes del derecho. No existe ninguna
que no venga a ser completada por las costumbres, y, como no hay razón
para suponer que la relación entre el derecho y las costumbres no sea la
misma en sus diferentes esferas, esta eliminación no hace que corran peligro
de alterarse los resultados de nuestra comparación.
NOTAS

(1) Es el método seguido por Garófalo. Parece, sin duda, renunciar a él


cuando reconoce la imposibilidad de hacer una lista de hechos
universalmente castigados (Criminalogie, pág. 5), lo que, por lo demás, es
excesivo. Pero al fin lo acepta puesto que, en definitiva, para él el crimen
natural es el que hiere los sentimientos que son en todas partes la base del
derecho penal, es decir, la parte invariable del sentido moral, y sólo ella. Mas,
¿por qué el crimen que hiere algún sentimiento particular en ciertos tipos
sociales ha de ser menos crimen que los otros? Así Garófalo se ve llevado a
negar el carácter de crimen a actos que han sido universalmente rechazados
como criminales en ciertas especies sociales y, por consiguiente, a estrechar
artificialmente los cuadros de la criminalidad. Resulta que su noción del
crimen es singularmente incompleta. Es también muy fluctuante, pues el autor
no hace entrar en sus comparaciones a todos los tipos sociales, sino que
excluye un gran número que trata de anormales. Cabe decir de un hecho
social que es anormal con relación al tipo de la especie, pero una especie no
podrá ser anormal. Son dos palabras que protestan de verse acopladas. Por
interesante que sea el esfuerzo de Garófalo para llegar a una noción científica
del delito, no está hecho con un método suficientemente exacto y preciso. La
expresión de delito natural que utiliza, bien lo muestra. ¿Es que no son
naturales todos los delitos? Tal vez en esto haya una nueva manifestación de
la doctrina de Spencer, para quien la vida social no es verdaderamente
natural más que en las sociedades industriales. Desgraciadamente, nada hay
más falso.

(2) No vemos la razón científica que Garófalo tiene para decir que los
sentimientos morales actualmente adquiridos por la parte civilizada de la
humanidad constituyen una moral "no susceptible de pérdida, sino de un
desenvolvimiento siempre creciente" (pág. 9). ¿Qué es lo que permite que se
pueda señalar de esa manera un límite a los cambios que se hagan en un
sentido o en otro?

(3) Cf. Binding, Die Normen und ihre Uebertretung, Leipzig, 1872, I, 6 y
siguientes.
(4) Las únicas excepciones verdaderas a esta particularidad del derecho
penal se producen cuando es un acto de autoridad pública el que crea el
delito. En ese caso el deber es generalmente definido, independientemente
de la sanción; más adelante puede darse uno cuenta de la causa de esta
excepción.

(5) Tácito, Germania, cap. XII,

(6) Cf. Walter, Histoire de la procedure civile et du droit criminel chez les
Romains, trad. franc., párrafo 829; Rein, Criminalrecht der Rœmer, pág. 63.

(7) Cf. Gilbert, Handbuch der Griechischen St4aatsalterthümer, Leipzig, 1881,


1, 138.

(8) Esquma histórico del derecho criminal en la Roma antigua, en la Nouvelle


Revue historique du droit française et étranger, 1882, págs. 24 y 27.

(9) La confusión no deja de tener peligro. Así vemos que algunas veces se
pregunta si la conciencia individual varía o no como la conciencia colectiva;
todo depende del sentido que se dé a la palabra. Si representa similitudes
sociales, la relación de variación es inversa, según veremos, si designa toda
la vida psíquica de la sociedad, la relación es directa. Es, pues, necesario
distinguir.

(10) No entramos en la cuestión de saber si la conciencia colectiva es una


conciencia como la del individuo. Con esa palabra designamos simplemente
al conjunto de semejanzas sociales, sin prejuzgar por la categoría dentro de
la cual ese sistema de fenómenos debe definirse.

(11) No hay más que ver cómo Garófalo distingue los que él llama verdaderos
crímenes (pág. 45) de los otros; se trata de una apreciación personal que no
descansa sobre ninguna característica objetiva.

(12) Por lo demás, cuando la multa es toda la pena, como no es más que una
reparación cuyo importe es fijo, el acto se halla en los límites del derecho
penal y del derecho restitutivo.

(13) Véase Exodo, XXI, 28; Lev., 16.

(14) Por ejemplo, el cuchillo que ha servido para perpetrar el crimen.— Véase
Post, Bausteine für eine allgemeine Rechfswinssenchaft, I, 230-231.

(15) Véase Exodo, XX, 4 y 5; Deuteronomio, XII, 12-18; Thonissen, Etu des
sur l'histoire du droit criminel, 1, 70 y 178 y sigs.

(16) Walter, ob. cit., párrafo 793.

(17) Tal es, además, lo que reconocen incluso aquellos que encuentran
incomprensible la idea de la expiación; pues su conclusión es que, para ser
puesta en armonía con su doctrina, la concepción tradicional de la pena
debería transformarse totalmente de arriba a abajo. Es que descansa, y ha
descansado siempre, sobre el principio que combaten. (Véase Fouillé,
Science sociale, págs. 307 y sigs.).

(18) Rein, ob. cit., pág. 1 x l.

(19) Entre los hebreos el robo, la violación de depósitos, el abuso de


confianza y las lesiones se consideraban delitos privados.

(20) Ver especialmente Morgan, Ancient Society, Londres, 1870, página 76.

(21) En Judea, los jueces no eran sacerdotes, pero todo juez era el
representante de Dios, el hombre de Dios (Deuter., 1, 17; Éxodo, XXII, 28).
En la India era el rey quien juzgaba, pero esta función era mirada como
esencialmente religiosa (Manú, VIII, v, 303-311).

(22) Thonissen, Etudes sur l´histoire du droit criminel, 1, pág. 107.

(23) Zœpfl, Deutsche Rechtsgeschichte, pág. 909.

(24) "Es el hijo de Saturno, dice Hesiodo, el que ha dado a los hombres la
justicia." (Travaux et Fours, V, 279 y 280, edición Didot.). «Cuando los
mortales se entregan... a las acciones viciosas, Júpiter, a la larga, les infligirá
un rápido castigo" (Ibid.. 266. Cons. Iliada, XVI, 384 y siguientes.)

(25) Walter, ob. cit., párrafo 788.

(26) Rein, ob. cit., págs. 27-36.

(27) Ver Thonnissen, passim.

(28) Munck, Palestine, pág. 216.

(29) Germania, XII.

(30) Plath, Gesetz und Recht im alten China, 1865, 69 y 70.

(31) Thonissen, ob. cit., 1, 145.

(32) Walter, ob. cit., párrafo 803.

(33) Sin embargo, lo que acentúa el carácter penal del delito privado es que
lleva la infamia, verdadera pena pública (ver Rein, ob. cit., pág. 916, y Bouvy,
De l´infamie en droit romain, París, 1884, 35).

(34) En todo caso, importa señalar que la vendetta es cosa eminentemente


colectiva. No es el individuo el que se venga, sino su clan; más tarde es al
clan o a la familia a quien se paga la composición.

(35) Deuteronomio, VI, 25.

(36) Habían encontrado un hombre recogiendo leña el día del sábado:


«Aquellos que lo encontraron lo llevaron a Moisés y a Aaron y a toda la
asamblea y le metieron en prisión, pues no habían todavía declarado lo que

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