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Los Bebés Cuatrillizos Del


Papá Soltero Multimillonario

Por Nicki Jackson

Todos los derechos reservados. Copyright 2017 Nicki Jackson.

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Capítulo uno

Algo la distrajo y Jenna levantó la vista del dossier que estaba

estudiando. El tabique de cristal de su despacho daba a la planta de

oficinas, que normalmente hervía de actividad. Esa noche estaba en

silencio. No había ni una sola persona a la vista.

Era viernes por la noche y la mayoría de la gente se iba bastante

pronto los viernes, deseando comenzar el fin de semana. Pero Jenna no.

Era abogada de Slater and Whyte, uno de los bufetes de abogados

más prestigiosos del país, y estaba casada con su trabajo. Por si eso fuera

poco, Jenna sacaba tiempo para trabajar sin cobrar en algunos casos

gratuitos que alimentaban su alma. Siempre se quedaba hasta tarde los

viernes por la noche para darse ese placer.

La mayoría de la gente haría una mueca al oír que Jenna

consideraba un placer trabajar sin cobrar. Le encantaba aceptar los

casos de los menos afortunados, especialmente aquellos en los que había

niños, huérfanos y adolescentes por medio. A menudo perdía la noción


del tiempo mientras trabajaba en esos casos.

Inclinó de nuevo la cabeza, permitiéndose diez minutos más para

analizar el resto de los detalles del caso. Este en concreto era muy

importante para ella, ya que atañía a un orfanato. Mientras leía y releía

los detalles de la legítima herencia que se le estaba negando a la

fundación, sentía una punzada dolorosa en la fibra más sensible de su

corazón.

Suspiró con fastidio ante la interrupción. Un golpe breve con los

nudillos en la puerta hizo que levantara de nuevo la mirada. Malory, su

ayudante, estaba de pie en el umbral de cristal con un vestido rosa pálido

demasiado elegante para ir a trabajar. Jenna se revolvió en la silla al


darse cuenta de que su vestido de gasa verde estaba fuera de lugar en el

interior austero de las oficinas del bufete de abogados.

—Jenna, la limusina lleva esperando treinta minutos.

—Vaya, mierda. Se me olvidó. —Jenna se levantó, alisando su

vaporoso vestido de cóctel alrededor de la cintura y estudiando su reflejo

en el espejo. Sus luminosos ojos azules brillaban en contraste con su tez

pálida. Parecía agotada incluso a sus propios ojos. Sacó rápidamente el

estuche de maquillaje que se había llevado esa mañana y se aplicó un

poco más de colorete. Estaba exhausta y le dolían los dedos de los pies,

pero sus superiores se habían mostrado inflexibles en cuanto a asistir al

evento. Después de todo, era la invitada de honor de la noche. Y se

trataba de una velada para recaudar fondos, así que sí deseaba ir.

Más o menos.

—Estás estupenda.

Jenna sonrió a su ayudante que, con su cabello pelirrojo y su piel

bronceada, era justo la imagen opuesta de la complexión pálida de Jenna.

—Tú también. Ahora, acabemos con esto.

Malory sofocó una risa mientras salían de la oficina.


—Creía que un acto para recaudar fondos era tu tipo de evento.

—Lo sería si la colecta para los menos privilegiados no estuviera

regada con vinos lo bastante caros para alimentar a un orfanato repleto

de niños durante todo un año.

La velada para recaudar fondos resultó ser exactamente lo que

había esperado: opulenta y pretenciosa, con gente pululando de aquí

para allá luciendo conjuntos de Prada y Gucci. Esos vestidos

contrastaban cruelmente con las ropas que acostumbraban a llevar los

huérfanos, esos para los que se estaban recaudando los fondos.

No le desagradaba el dinero. Era perfectamente aceptable disfrutar

de lo que uno había ganado. El problema era la paradoja de la colecta:


dada la cantidad de dinero gastado en vestidos, comida y decoración,

aquello parecía echar por tierra el propósito de todo el evento.

La noche discurría pesadamente, no porque no fuese interesante,

sino porque Jenna llevaba en la oficina desde la mañana y los pies la

estaban matando. Mientras esperaba a que anunciaran el premio,

fantaseó con su cama, sus suaves zapatillas azules y la comodidad de su

almohada. Pero entonces pronunciaron su nombre y, por un momento,

olvidó todo lo relativo a las punzadas en los dedos de los pies.

Había trabajado duro durante mucho tiempo para ganar un caso

gratuito a favor de una fundación que patrocinaba programas para

alimentos y para cubrir otras necesidades de los niños menos

afortunados. La recaudación de fondos era en su honor y en el de Jenna,

por luchar contra corriente en una sociedad que estaba totalmente

decidida a despojar a esos niños de lo poco que tenían.

Jenna pronunció un breve discurso y abandonó el estrado mientras

la gente aplaudía. Cuando regresó a la mesa para reunirse con sus

compañeros y asociados, le llovieron las felicitaciones. Jenna se consoló

con el hecho de que, aunque las personas que la rodeaban se adornaban


con diamantes y vestidos de grandes diseñadores, la mayoría hacía

donaciones generosas a obras benéficas. Hacían lo que podían, lo mismo

que ella.

No tenía ningún derecho a juzgar a nadie. A veces se avergonzaba

cuando se descubría juzgando a otros. Podría elegir renunciar a su cargo

en Slater and Whyte y dedicarse todo el año a los casos gratuitos, pero

no lo hacía. Por supuesto que no. Necesitaba el empleo de prestigio. Se

había partido la espalda trabajando para conseguirlo. Afortunadamente,

y a pesar de su enorme carga de trabajo, se las arreglaba para reservar

tiempo y estudiar casos sin cobrar.


Sofocó un bostezo cuando uno de los asociados empezó a hablar

monótonamente sobre un crucero que había hecho por Europa. Se

excusó antes de ofender a nadie. Se abrió camino hasta el bar, se deslizó

sobre un taburete y pidió un cóctel. Estaba mirando la copa fijamente,

intentando mantenerse despierta, cuando alguien pronunció su nombre.

Se giró y sonrió automáticamente al anciano magnate naviero que

conocía tan bien. Jonathan Mathews estaba profundamente implicado en

las obras benéficas y era el hombre que había inspirado a Jenna para

hacer más.

—Señor Mathews. Es estupendo verlo por aquí.

El anciano tomó su mano y la besó con gentileza. La mirada de

Jenna se desvió hacia el hombre que estaba al lado de Mathews.

En los ojos de aquel hombre había una curiosidad penetrante. Una

suave sonrisa, casi burlona y astuta, jugueteaba en sus labios. El color

avellana de sus ojos combinaba a la perfección con su cabello rubio

oscuro. Mientras extendía la mano para saludar, Jenna se descubrió

sonriendo con vacilación.

—Jenna, este es el señor Daniel Defoe. Prometí presentarle a mi


abogada favorita.

Jenna sonrió a Mathews. El anciano era entrañable, pero la piel de

Jenna comenzó a arder bajo la mirada de color avellana que se posó en su

rostro.

Los ojos de Daniel Defoe estaban explorando cada centímetro de su

ser mientras su mano estrechaba la de Jenna en un cálido apretón de

manos. No hubo nada de profesional en aquel saludo. Se prolongó

demasiado y fue casi como una caricia. Para asombro de Jenna, Mathews

se excusó guiñándole un ojo.

Por unos instantes, Jenna se quedó paralizada, preguntándose qué

demonios había ocurrido. ¿Estaría Mathews haciendo de Cupido? Era


posible. Más o menos había adoptado a Jenna durante los tres cortos

años que habían transcurrido desde que lo conoció.

Miró a Daniel Defoe y arqueó las cejas.

—¿A qué se dedica, señor Defoe?

—Daniel. Por favor, llámame simplemente Dan.

Jenna sonrió educadamente para mostrarle que no estaba

interesada en el juego que pretendía iniciar. Pero no tenía nada que

hacer frente a la sonrisa del rostro de Daniel. El corazón comenzó a

golpearle las costillas. Repasó rápidamente en su cabeza los pros y los

contras de corresponder al flirteo de un hombre que era más atractivo

que ningún otro sobre el que jamás hubiera posado los ojos.

En primer lugar, era joven, mucho más joven que ella.

Probablemente sobre los veinticinco. En segundo lugar, era uno de esos

tipos de fraternidad universitaria: niño bien, con buenos modales y un

aire de sofisticación que procedía de toda una vida arropada en el

privilegio. Eso no tenía por qué ser malo. Lamentablemente, ese tipo de

educación no le añadía demasiada profundidad a un hombre.

Probablemente había sabido durante toda su vida que podía dar órdenes
a los que tenía a su alrededor y conseguir lo que le apeteciera.

—¿A qué te dedicas, Daniel?

A pesar de sus pensamientos negativos, una chispa de química

abrasadora saltó entre los dos cuando Daniel se colocó de pie a su lado,

apoyado contra la barra del bar.

—Dirijo una compañía global de moda.

—Ah. Qué interesante. —De repente, se sintió extrañamente

malvada. Se preguntó qué diría el veinteañero al conocer sus

pensamientos blasfemos acerca de los asistentes al acto—. Entonces

reconocerás ese vestido, ¿verdad?

Daniel se acercó aún más a ella con curiosidad.


—¿Qué estoy intentando reconocer exactamente?

Jenna se giró hacia un lado y señaló disimuladamente a una mujer

bien vestida.

—Ese vestido. Creo que es un Louis Vuitton. De la colección de

otoño. ¿Sabes que probablemente cuesta lo suficiente para alimentar a

todo un orfanato durante al menos dos semanas?

—¿De verdad? —Daniel frunció las cejas hasta juntarlas, en un

intento claro de comprender a dónde quería llegar.

—No pasa nada por tener dinero e incluso hacer algo de

ostentación, ¿sabes? Pero ¿no crees que es una ironía que estas personas

lleven encima millones en diamantes en un acto para recaudar fondos

para niños que en estos mismos instantes duermen con pijamas de

segunda mano?

Daniel dejó escapar una risa al oír su estallido y Jenna comprendió

lo que había dicho demasiado tarde. No le gustaba la forma en que la

contemplaba Daniel. Su mirada era demasiado indiscreta. Fijó la vista en

la copa mientras esperaba a que respondiera. Se estaba poniendo un

poco achispada. Solo había tomado dos copas de champán y un cóctel. Sí,
con toda seguridad estaba un poco achispada.

Se mordió el labio y sonrió a Daniel como pidiendo disculpas.

—Eso me ha salido mal. Pueden ponerse lo que quieran.

—Por supuesto que pueden, pero la ironía es espectacular.

Jenna comprendió que Daniel le gustaba un poco, aunque estuviera

ligando con ella como un experto. Estaba demasiado cerca y la miraba de

una forma que conseguía que se le disparase el corazón.

«Es demasiado joven para ti. Solo porque no te hayas acostado con

un hombre en dieciocho meses no significa que eso justifique que te

conviertas en una asaltacunas».

Jenna se aclaró la garganta.


—Me alegra que entiendas mi punto de vista. —Decidió seguir un

par de minutos hablando de cosas normales que no la hicieran sonar

como una mojigata llena de prejuicios—. Has dicho que estabas en el

mundo de la moda, ¿verdad?

—Ajá.

—¿Conoces a los Vanderwoodsen? Su familia ha organizado este

evento.

Daniel hizo una pausa y una sonrisa se extendió lentamente por su

rostro.

—Estoy familiarizado con la marca Vanderwoodsen.

Los ojos de Jenna bajaron hasta la boca de Daniel. Unos labios

perfectamente cincelados que estaban hechos para ser besados. Tomó

aliento, pero le fallaron todos sus intentos por distraerse. Mientras

tragaba saliva, se preguntaba cómo sería tener esos labios sobre los

suyos. Probablemente besaba con tanto poderío como mostraba

simplemente estando de pie. Era como si poseyera el suelo que pisaba.

Era posesivo y dominante...

Se dio cuenta de que solo pensaba en besarlo. Sacudió la cabeza y


apartó la vista de sus labios. Necesitaba irse a casa, y rápido. Esa

conversación debía acabar YA.

—¿Cómo es que los conoces?

—Ehh... —Daniel parecía que estaba disfrutando de algún chiste

secreto que solo conocía él. A Jenna le horrorizaba la posibilidad de que

pudiera adivinar lo que estaba pensando guiándose por la expresión de

su rostro. Se ruborizó al creer que la había pillado mirando con hambre

su boca. No había tenido el tiempo ni la energía para estar con un

hombre en casi dieciocho meses, lo cual probablemente era la causa de

que sus tácticas para ocultar sus sentimientos resultaran inútiles y

transparentes.
—Mi madre es una Vanderwoodsen. Ahora yo soy el presidente de la

compañía.

La mente de Jenna se aclaró y se desvanecieron todos los

pensamientos irracionales y eróticos sobre la boca de aquel hombre.

Miró hacia el premio que había depositado sobre la barra y después se

volvió hacia él.

—¿Eres el responsable de que me hayan dado esto?

—Te lo han concedido porque hiciste un trabajo excelente apoyando

a personas que no tenían a nadie más que los defendiera —dijo Daniel

con un gesto.

El corazón de Jenna dejó de latir. Vio un destello de algo real y

verdadero tras aquellos ojos sensuales. Hablaba completamente en serio.

Fue momentáneo y consiguió que pensara que estaba imaginando cosas.

Estaba familiarizada con ese Daniel Defoe. Era simplemente que, por

algún motivo, no lo había ubicado. Había leído cosas maravillosas sobre

él. Absoluta y jodidamente maravillosas.

Jena rio con una risa nerviosa y avergonzada que le hizo estirar una

mano hacia el premio y otra hacia su bolso.


—Muchísimas gracias. El acto ha sido todo un honor. No tenía

intención de criticarlo, y tampoco a los invitados.

—Sé que no la tenías. —Daniel se acercó más.

Jenna tragó saliva. Probablemente era unos treinta centímetros más

alto, algo con lo que no se encontraba a menudo. Dado que ella medía

casi un metro setenta y cinco, muchas veces tenía que conformarse con

hombres que parecían bajos, aunque fueran generosamente altos. La

garganta se le quedó seca y se bajó del taburete del bar para alejarse de

él.

—Debería irme. Ha sido un día muy largo.


Daniel la miró arqueando una ceja, como si no entendiera lo que

quería decir.

Jenna sonrió una vez más, levantando ligeramente el premio.

—Gracias.

—¿No te puedes quedar un rato? Me encantaría hablar sobre tu

trabajo y tal vez colaborar.

Lo único en lo que acabaría colaborando era en arreglar su triste

vida sexual.

Jenna se mordió el labio, sabiendo que era una artimaña. Estaba

claro que había decidido que ella sería su próxima conquista. Lo había

leído todo sobre el asunto. El presidente de la marca Vanderwoodsen

tenía un don para jugar con las mujeres por docenas. Y a Jenna no le

interesaba eso. No era de las que se contentaba con ser una de tantas.

—De verdad que tengo que irme. Ha sido un día muy largo.
Capítulo dos

Dan
Dan contempló cómo se marchaba aquella mujer alta y curvilínea.

Su largo cabello castaño oscuro se mecía hasta la mitad de su pálida

espalda formando suaves olas. Su figura de reloj de arena se acentuaba

con el corte del vestido. Sus caderas redondas se balanceaban

sugerentemente mientras caminaba con su espalda perfecta al aire. El

corazón de Daniel comenzó a acelerarse.

No recordaba la última vez que una mujer había tenido ese efecto

en él. Una mujer de más edad, llena de confianza en sí misma, sexy y

sensible, a juzgar por el trabajo que realizaba por los menos afortunados.

Todo en ella le atraía, sobre todo su capacidad para rechazarlo tan

fácilmente cuando era obvio que él había dejado claro que quería follarla.

Esa era otra cosa que no recordaba que le hubiera sucedido jamás.

El rechazo era algo que nunca había experimentado. Para empezar,

Daniel raramente abordaba a una mujer, así que las posibilidades de ser
rechazado eran insignificantes. Podía elegir entre las muchas mujeres

que se arrojaban a sus pies. Sabía que la riqueza de los Vanderwoodsen

era la motivación obvia. Sabía que ninguna mujer se sentía atraída solo

por él, sino por el paquete completo que Daniel representaba.

Había habido solamente una chica en su vida que se había

enamorado de él por él mismo y no por su riqueza. La había perdido

mucho tiempo atrás.

Tenía que hacer un gran esfuerzo para suprimir el recuerdo. El

hecho de evocarlo ante la visión de esta impresionante abogada hizo que

automáticamente diera un paso hacia adelante. Jenna acababa de salir

atravesando las enormes puertas del salón, y Daniel caminó a grandes


zancadas para seguirla. Apretó los dientes cuando le bloquearon el paso.

Durante muchos segundos, sus ojos permanecieron fijos en las puertas

por las que había desaparecido Jenna, hasta que por fin permitió que su

mirada se girase hacia el hombre que lo había detenido. Carmichael

Smithson era un buen amigo de la familia y socio de negocios, pero

además era extremadamente charlatán.

—Te estaba buscando por todas partes, Dan. Tengo una idea

asombrosa para un proyecto en el que deberíamos aunar nuestros

recursos.

La mirada impaciente de Daniel regresó como un rayo a la puerta.

—Dan, ¿estás bien? —Una mano pequeña le rodeó el antebrazo.

Daniel bajó la vista hacia la pálida belleza rubia que le apretaba el

brazo. Ella lo contempló con una mirada seductora que lo invitaba a

entrar. Fuera a donde fuera, Marisa, la hija de Carmichael, siempre

acababa a escasos centímetros de él.

Daniel se estaba poniendo tenso. Necesitaba salir de allí y alcanzar

a Jenna antes de que se marchara. Su enojo con Carmichael quedó

suprimido por el remordimiento y la culpa que trepaba por sus huesos


cuando Marisa le apretó sugerentemente el brazo.

—Estoy bien —dijo Daniel rápidamente, mientras su mirada salía

disparada de nuevo hacia las puertas—. Si pudieras...

—Pareces un poco pálido. ¿No está pálido, papá? ¿Quieres que te

lleve a casa? —se ofreció Marisa. Y Daniel casi liberó su brazo de un

tirón. Por primera vez en su vida, se sintió como una comida a la que

Marisa quería hincarle el diente.

Se arrepentía de haber follado con ella en los Hamptons tres meses

atrás. Había asistido a un evento familiar organizado por su madre y, por

supuesto, los Smithson también estaban allí. El día de su llegada se había

encontrado a Marisa en su dormitorio. Estaba allí tumbada, sin nada


encima excepto un par de sandalias de tacón, y Daniel se había dejado

caer en la cama junto a ella.

Habían pasado las tres noches siguientes en la cama, ya que Marisa

se escabullía a la habitación de Daniel de madrugada. Durante el día

encontraba la forma de sacarlo a hurtadillas de las actividades para

echar un polvo rápido en la biblioteca o en los baños. Tenían sexo a pocos

metros de donde los demás celebraban las fiestas todos los días. Marisa

se había olvidado de las bragas durante toda su estancia en los

Hamptons, y a Daniel no le había importado. Todo lo que tenía que hacer

era subirle la falda rápidamente y empujar dentro de ella.

Marisa había sido fantástica en la cama, sin ninguna inhibición. Era

abierta y estaba dispuesta a probar cualquier cosa, a experimentar con

él. Algunas veces lo asombraba con sus fetiches. Pero entonces habían

vuelto a casa, y la suposición de que Marisa pasaría página le había

estallado a Daniel en toda la cara.

Por desgracia, Marisa era del tipo que se aferraba. Y estaba harto y

cansado de decirle que se había acabado, que no había significado nada.

En cambio, ella se agarraba a su brazo y se apretaba contra su cuerpo


delante de su padre mientras se ofrecía a llevarlo a casa.

—Estoy bien, Marisa. —Daniel le agarró la mano y la retiró con

delicadeza, notando la aflicción en sus ojos. No se sentía responsable de

aquello. Había concertado varias citas a almorzar para intentar hacerla

comprender la verdad y que olvidara todo lo que había ocurrido. Alguien

tenía que actuar como un adulto—. Si me disculpas, Carmichael, debo

ocuparme de algo increíblemente urgente.

Sin esperar una respuesta, Daniel se apresuró hacia la puerta con

grandes zancadas. Estiró la mano para empujar la puerta antes de que el

portero tuviera la oportunidad de abrirla. La brisa le golpeó mientras

miraba frenéticamente a su alrededor.


Capítulo tres

Jenna
Jenna miró a su alrededor buscando un taxi. Aún sentía un

hormigueo en la piel en respuesta a la forma en que la había mirado.

Como si estuviera deseando arrancarle la ropa para dejarla desnuda.

Como si estuviera pensando en comerle la boca. Cierto era que tampoco

ayudaba a la situación que, mientras estaba allí de pie, Jenna había

ardido en fantasías en las que le devoraba la boca.

—Jesús —siseó, mordiéndose el labio y mirando impacientemente a

su alrededor. Odiaba que Daniel Defoe fuera capaz de tener ese efecto en

ella. La estaba haciendo huir de un acto para recaudar fondos porque

temía hacer algo irracionalmente estúpido con el cuerpo de Daniel. Era

endiabladamente guapo, y que fuera tan joven estaba empezando a tener

un cierto atractivo.

No era como si fuera a casarse con él. Probablemente Daniel solo

quería sexo. Sexo rápido. Preferiblemente en algún lugar discreto donde


pudiese levantarle las faldas y hundir su polla en ella una y otra vez antes

de subirse la cremallera y marcharse. Eso era lo que hacían los playboys,

¿no? Donjuanes empeñados en añadir una más a la lista de mujeres con

las que habían tenido sexo. Probablemente tenía una larga lista de

conquistas.

Apostaba a que organizaba orgías regularmente. Parecía el tipo de

hombre capaz de satisfacer a varias mujeres a la vez. Sacudió la cabeza

intentando despejarse. No era una secuencia de pensamientos saludable

o adecuada. Además de tratarse de verdaderas calumnias, esos

pensamientos estaban logrando exactamente lo contrario de lo que se


suponía que debían conseguir. La estaban excitando. E indudablemente

podía pasar sin excitarse aún más de lo que ya estaba.

Ningún taxi a la vista. Perfecto. Consideró la posibilidad de llamar a

la limusina que la había traído, pero tenía tanta prisa por huir de Daniel

que le pareció mejor idea mantener los ojos abiertos por si veía un taxi.

Volvió la mirada sin querer hacia las puertas que conducían al salón,

medio esperando que Daniel estuviera allí, burlándose de ella con su

aspecto perfecto e imponente. No estaba, por supuesto. Era un ligón.

Probablemente, nada más salir Jenna habría ido a buscar a la siguiente

candidata a mantenerlo ocupado esa noche.

Maldición, qué guapo era. Se lo había perdido, aceptó con pena y un

cierto orgullo. Aquellos ojos de color avellana la habían deslumbrado,

atrapándola mucho antes de que hablara con ella. Estaba inmensamente

orgullosa de haber resistido a la invitación mientras su sexo goteaba

ávido ante la vista de Daniel y los planes que evidentemente tenía para

ella.

El hecho de no haberse acostado con nadie en más de un año estaba

pasándole factura. Tenía treinta y seis años. Tenía un empleo excelente y


un apartamento fantástico y, sin embargo, su vida real siempre había

sufrido a consecuencia de su ambición. Había llegado un momento en el

que ni siquiera necesitaba una vida amorosa estable. Pero seguramente

una mujer tan entregada y trabajadora merecía un poco de buen sexo de

vez en cuando.

Aunque Jenna nunca encontraba tiempo para darse el gusto. Y,

cuando se presentaban las oportunidades, como había sucedido esa

noche, tenía tendencia a rechazarlas. Había señalado mentalmente todos

los fallos de Dan en cuanto posó los ojos en él. Era su modo particular de

pensar. Todos los hombres que se acercaban a ella desencadenaban una


respuesta estándar, en la que la abogada que llevaba dentro se hacía

cargo del escenario para enumerar todas las cosas que podían salir mal.

Daniel Defoe realmente se le había metido bajo la piel. Jenna se

retorcía al pensar de nuevo en él, preguntándose si le habría hecho daño

ceder al deseo, quedarse ahí y darle lo que quería. Su cuerpo. A cambio,

ella tendría el suyo y, Dios, lo que daría por verlo. Apartó ese

pensamiento de su mente. Era increíblemente alto y musculoso, seguro.

Casi podía saborear lo bien que se sentiría deslizando las manos por el

contorno de su cuerpo viril.

Pero eso estaba mal, ¿verdad? Era temerario.

Un polvo rápido en el ascensor más próximo habría sido suficiente.

Y el sexo de Jenna palpitó para expresar su conformidad.

—¡Por el amor de Dios! —gritó en voz alta. Al instante, como si su

blasfemia hubiera sido malinterpretada como una plegaria, divisó un taxi.

Levantó una mano, pero el taxista aceleró al pasar a su lado, y Jenna

golpeó el suelo con sus tacones de aguja negros, llena de frustración.

—¿Necesitas ayuda?

Jenna se giró rápidamente y vio a Daniel. Por un momento se


preguntó si todos esos pensamientos acerca de Daniel la estaban

provocando alucinaciones. Pero era real, y estaba muy bueno.

—Estoy bien, gracias —soltó Jenna rápidamente.

—Perdona por seguirte así. Creo que te he sobresaltado.

Jenna forzó una sonrisa y pretendió ignorarlo. ¿Por qué era tan

difícil encontrar un maldito taxi? Se habría comportado como una

completa idiota si no encontraba la forma de escapar. ¡Ahora!

—No podía dejarte ir así sin más. —Hizo una pausa y Jenna le lanzó

una mirada. Sus ojos traicioneros bajaron hasta la boca de Daniel y se

demoraron allí sin pronunciar una palabra—. ¿Tal vez podríamos quedar

algún día, pronto?


La cabeza de Jenna explotaba con la lujuria como respuesta.

Diablos, estaba realmente bueno y lo deseaba. ¿Por qué no podía dejar a

un lado su orgullo altanero y follárselo? Obtendría tanto como él. En

realidad, ella obtendría más. Porque estaba bastante segura de que aquel

hombre no se había mantenido célibe los últimos dieciocho meses. Como

ella.

—Sé lo que significa eso —se oyó decir Jenna. Simplemente no era

capaz de luchar contra sus costumbres mojigatas. Sexo de una sola

noche. De ninguna forma. Ella no era así—. En realidad, lo que quieres

decir es que tal vez podemos follar algún día, pronto. Me temo que voy a

pasar de esta oportunidad única en mi vida.

—¿Siempre eres así de directa? —Para su horror, Daniel soltó una

carcajada sonora y sacudió la cabeza.

A Jenna le hizo gracia su diversión, cuando debería haberse

ofendido.

—Solo cuando un acechador me propone acostarme con él.

—Pero yo no he dicho que quería que te acostases conmigo.

—Lo insinuaste. Y eso es peor.


—¿Preferirías que te dijera directamente que quiero follarte toda la

noche esta noche?

Jenna ladeó bruscamente la cabeza para mirarlo justo cuando un

taxi se desviaba hacia ella. Sus ojos se quedaron pegados a los de Daniel

y le corazón le martilleaba mientras sus pechos se estremecían en

respuesta a las palabras que había pronunciado él.

Follarte toda la noche esta noche.

Sonaba deliciosamente perfecto viniendo de su boca. Jenna deseaba

lamer la frase directamente de sus labios y saborearla.

—Estoy ocupada con el trabajo. —Pero sabía que su voz vacilaba.


Tardó demasiado en deslizarse al interior del taxi que habría matado

por conseguir tan solo unos segundos antes. Dan no dijo nada, pero daba

la sensación de que estaría encantado de sacarla a rastras del taxi y

devorarla. Metió las manos en los bolsillos de los pantalones con un

aspecto decididamente malvado.

Cuando el taxi arrancó para marcharse, Daniel parecía la

personificación del pecado y de todas las cosas deliciosas. Jenna abrió la

boca antes de poder contenerse.

—Espere. Deténgase —le dijo al taxista, y volvió la cabeza para

mirar a Daniel.

Una sonrisa cómplice jugueteaba en los labios de Daniel. Antes de

que Jenna supiera lo que había hecho o lo que significaba aquello, ya se

había deslizado a su lado.

—Hola.

—Hola. —Cuando el taxi aceleró, Jenna se movió contra la puerta.

—Parece que cambiaste de opinión —sonrió Daniel, tomando su

mano y girándola en la palma de la suya.

—Eso parece. —Jenna sintió que la agitación se descontrolaba


dentro de su ser. Daniel tenía dedos fuertes, y su piel bronceada

contrastaba bellamente con la suya. Que fuera tan joven la excitaba en

lugar de apagar su deseo. Que hubiese abandonado su propia fiesta para

seguirla era halagador. Los ojos de Daniel se oscurecieron al leer la

expresión del rostro de Jenna y observar cómo desviaba la mirada hacia

su boca, para más tarde volver a fijarla en sus ojos. Jenna se chupó los

labios y tomó aire bruscamente.

La respiración de Dan se volvió entrecortada.

—A la torre Vanderwoodsen, por favor —le soltó al taxista.

Jenna se hizo un ovillo contra la pared cuando la mano libre de Dan

se deslizó por su rodilla desnuda. Bajó los ojos hasta su mano. Tenía los
dedos largos y la mano fuerte, y sus venas parecían hinchadas formando

un diseño a lo largo del dorso de su mano. La subió, deslizándose por

encima de su rodilla y recorrió su muslo bajo la falda de gasa de su

vestido. Los ojos de Jenna se encontraron con los suyos. Tenía un aspecto

concentrado, lleno de intención, y sus facciones se habían endurecido.

Era joven, demasiado joven para ella, pero no había nada ingenuo o

juvenil en él. Sabía exactamente lo que le estaba haciendo a Jenna. Y su

fuerza, el poder que exudaba, la envolvían como un cálido capullo.

—¿Qué piensas?

Su voz era sorprendentemente tranquila mientras todo el cuerpo de

Jenna ardía y la cabeza le zumbaba. Estaba tan necesitada... De ninguna

forma iba a darle la espalda a esto. Nunca en su vida había hecho nada ni

remotamente tan descarado, pero… ¡Dios, se sentía maravillosamente!

La ciudad pasaba como un rayo de luz por el exterior de las ventanas,

llena de vida y bullicio y, sin embargo, ajena al huracán que se estaba

desatando dentro de ella. Completamente ignorante de la situación, el

taxista estaba sentado a escasos centímetros mientras Jenna temblaba

sin palabras. Daniel le abrió los muslos, obligándola a doblar la pierna


izquierda. Seducida, Jenna era salvajemente consciente de su respiración

áspera cuando la mano de Daniel se frotó contra la cara interna de sus

muslos. Se tambaleó ligeramente al sentir la delicadeza de la rápida

caricia. Sus ojos no se apartaban de la cara de Jenna. Ella bajó la mirada

y vio la postura en la que estaba sentada.

Tenía los muslos abiertos, y el antebrazo de Daniel había

desaparecido bajo la falda de su vestido verde. Giró el brazo y deslizó los

dedos sobre el encaje que le cubría el coño.

La respiración de Jenna escapaba suavemente de sus pulmones a

medida que se relajaba. Encogida contra la puerta, no entendía lo que

estaba sucediendo. Un segundo antes había huido a la carrera de él, y al


segundo siguiente los dedos de Daniel acariciaban su sexo. Tenía los

labios secos, y se agarró al respaldo del asiento con una mano y al

asiento que tenía debajo con la otra. Alentado por su obvia rendición,

Dan se acercó más. Su rostro no mostraba ninguna expresión a excepción

de sus ojos, que estaban ardiendo. Lanzaban brillantes llamaradas de oro

profundo a medida que las suaves caricias se fueron tornando más

fuertes, frotando por encima del encaje hacia adelante y atrás.

Jenna intentó girarse, pero él se negó.

—Quédate donde estás.

El corazón de Jenna le golpeaba las costillas. Daniel tenía la

autoridad estampada en sus facciones. Nunca había conocido a un

hombre cuyos ojos bastaran para detenerla en seco. Jenna despreciaba a

los hombres que intentaban dominar a las mujeres.

Pero cuando Dan dijo «Quédate», a ella le sedujo la forma de sus

labios. Se sumergió voluntariamente en su orden.

—Estás tan jodidamente húmeda para mí —susurró.

Las mejillas de Jenna se encendieron. Sentía la humedad que

empapaba sus braguitas de encaje, y el fino tejido rezumaba y permitía


que Dan se impregnase los dedos. Jenna alcanzó a ver cómo su nuez

subía y bajaba antes de que deslizara los dedos bajo el elástico de sus

bragas.

Jenna jadeó, atravesada por su mirada.

Se sentía como si estuviera drogada, solo que no lo estaba. No se

parecía en nada a sus estúpidos experimentos de la universidad. Esto era

diferente, más arrollador y más adictivo. En el caso de Daniel, se sentía

atenazada por una necesidad biológica de que la follara, de llegar al

orgasmo. Su clítoris latía salvajemente en respuesta a la atención que

estaba recibiendo de la yema del dedo de Daniel. Le separó los pétalos

colgantes de su sexo para encontrar el clítoris.


Los dedos de Jenna se contrajeron en el asiento y abrió las piernas

aún más para permitirle acceder más fácilmente. El dedo corazón de Dan

examinó la entrada a su cuerpo. Jenna se mordió la lengua y su pecho

subía y bajaba en respiraciones rápidas. No podía emitir ningún sonido y,

sin embargo, un grito amenazaba con estallarle en el pecho. Se agitó

impaciente cuando el dedo de Daniel le acarició el clítoris. Jenna le

agarró la manga de la chaqueta del traje, aferrándose a ella.

Los ojos de Daniel se tornaron salvajes cuando comprobó que Jenna

estaba cerca del orgasmo. —Ya casi estás ahí. Alcánzalo, Jenna.

Estaba claro que Dan no había tenido intención de hacerla llegar en

el taxi, pero pensar que ella se lanzaría tan rápidamente hacia el

orgasmo lo llenó de asombro. Sus dedos atormentaban fluidamente el

clítoris ávido de Jenna, usando los generosos jugos de su sexo. Jenna dejó

los ojos en blanco justo cuando él la hacía acabar con dedos expertos.

Jenna se estremeció, jadeando ruidosamente y sin preocuparse ya

porque alguien la oyera. Pero apagó instintivamente los gemidos en su

interior mientras temblaba salvajemente. Frunció los labios para ahogar

los sonidos que la habrían delatado y retorcía los dedos en la chaqueta


del traje de Daniel mientras las oleadas de placer continuaban llegando.

Eran salvajes y desenfrenadas, y no se acababan nunca.

Todavía estaba temblando cuando Daniel sacó la mano de sus

bragas, arrastrando los dedos húmedos por su piel antes de pellizcar el

interior de sus muslos y recostarse en el asiento.

Como un señor examinando a sus vasallos.

Jenna emergió de la avalancha del orgasmo con la piel cubierta con

el brillo del sudor. Y entonces se vio dominada por un ataque instantáneo

de arrepentimiento por lo que había hecho, por lo que le había permitido

hacer.
«¡Detenga el taxi!» Pero las palabras nunca salieron de sus labios.

Su mirada salió disparada hacia el rostro de Dan.

Daniel Defoe parecía un hombre poseído. Estaba claro que su

autodominio estaba a punto de alcanzar un punto crítico. Se sentó con la

espalda apoyada contra el asiento, mientras su mirada se detenía ávida

en la boca de Jenna y se deslizaba después hacia su escote. Ahora era

más pronunciado, ya que el vestido se le había ladeado ligeramente sobre

uno de sus hombros.

En lugar de intentar escapar, Jenna se enderezó hasta que su muslo

se apretó contra Dan. El calor que emanaba de su cuerpo la abrasaba.

Antes de saber lo que estaba haciendo, Jenna apretó con la mano el

abultamiento largo y duro que estaba atrapado bajo los pantalones de

Daniel. Él parecía esperar que ahora ella tomara el control, y sus dedos

acariciaron el miembro por encima del tejido. Daniel apretó la mandíbula

y sus ojos de color avellana llamearon, y entonces sus labios se movieron.

—Estoy deseando empujar dentro de ti. Hacer que te abras.

—Qué bien —respondió Jenna en un susurro.

No tuvieron que esperar. El taxi estaba descendiendo al


aparcamiento subterráneo. Pagaron apresuradamente al taxista y

salieron del automóvil. Daniel la condujo a su ascensor privado.

Las piernas de Jenna parecían de gelatina cuando la mano de Dan

descansó en la parte baja de su espalda. Para hacerla salvajemente

consciente de lo que aún consumía su mente, acarició su piel bajo la

frágil seda. Jenna se mordió el labio y respiró profundamente. ¡Como si

fuera a olvidar hacia qué se dirigía, y con uno de los playboys más

famosos del país!

Las puertas se cerraron y el corazón de Jenna dejó de latir por un

instante. ¡Era tan guapo y tan alto! Su cuerpo desprendía poder en

oleadas. Daba igual que fuera al menos una década más joven. La
dominaba con su magnetismo, haciendo que se sintiera pequeña y

vulnerable.

La sensación era una novedad y encendía sus entrañas como un

fuego descontrolado. Eso fue antes de que Daniel se volviera hacia ella,

con las manos en su cintura y empujando su espalda contra la pared del

ascensor. Mientras Jenna se agarraba a sus bíceps en busca de apoyo,

elevó la boca, pero Daniel no la tomó. En lugar de eso, la atormentó de la

forma más tentadora. Ladeó la cabeza, inclinándola, pasando a unos

centímetros de distancia de sus labios abiertos.

—No has dejado que te penetre ningún hombre en bastante tiempo,

¿verdad?

Jenna se puso de puntillas, y las manos de Daniel subieron por su

estómago hasta sus pechos fuertemente hinchados. Un grito sonoro,

desinhibido y descarado escapó de sus labios. Se había esforzado en

reprimirlo durante demasiado tiempo en el taxi, y ahora se liberaba

descontrolado mientras él exploraba sus tetas. Sus manos subieron

acariciando hacia arriba, moviéndose hacia el cuello. Le agarró la nuca.

—Esta noche tu cuerpo es todo mío, Jenna.


Justo cuando pensó que seguro que moriría del deseo que hervía en

su sangre, la boca de Daniel se estrelló contra la suya.

Jenna le clavó las uñas en el brazo y su cuerpo explotó en intensa

excitación. Su beso era ardiente, sus labios se inclinaban hambrientos

sobre los de Jenna, saboreándola, moldeando su boca para adaptarse al

contorno de la suya.

—Daniel... —susurró mientras Daniel la aplastaba fuertemente con

su cuerpo, eliminando cualquier rastro de cordura. Levantó una pierna,

curvándola alrededor de su poderoso cuerpo, mientras él apretaba su

pelvis contra ella.


Daniel sondeó su boca con la lengua, apremiado por la urgencia de

sus labios. De nuevo logró que fuera intensamente consciente de su

polla. Frotándose contra ella, su abultada dureza imprimió su silueta en

la carne de Jenna.

—Joder, ¿ves lo que me haces? —Sus manos bajaron por el cuerpo

de Jenna y su áspera respiración resoplaba contra sus labios mientras le

devoraba la boca. Dibujó con las manos el contorno de cada curva del

cuerpo de Jenna, delineando su estrecha cintura, deslizándolas después

por el amplio volumen de sus redondas caderas. Jenna se acurrucó más

cerca y Daniel embistió con su pelvis contra ella justo antes de agarrarle

el culo. Lo estrujó, empujándola hacia arriba contra su cuerpo.

Estaba meridianamente claro por su forma de tocarla, por sus

manos ávidas, que Daniel estaba deleitándose en sus curvas. Los senos

se le aplastaban contra su pecho y llenaba las palmas de las manos con

sus caderas. Daniel la empujó a un mundo en el que estaría encantada de

quedarse para siempre.

Jadeante, se liberó del beso mientras él la alzaba fuera del ascensor.

Al instante, la boca de Daniel reclamó la suya.


Jenna solo pudo vislumbrar fugazmente la opulenta decoración del

ático y su espectacular vista de los edificios de Manhattan a través de los

ventanales, y entonces la pasión de Daniel se hizo con el control de la

situación.

Un escalofrío de emoción le recorrió la columna a Jenna. Estaba en

su mundo, en su casa. No la había llevado a un motel desvencijado donde

suponía que tenían lugar la mayoría de sus encuentros sexuales de una

noche. Este era su hogar, y era muy hermoso y cómodo. La había traído a

su espacio.

Al comprenderlo, cambió la forma en que veía a Daniel, aunque

intentó impedirlo con fuerza. Las manos de Jenna recorrieron su espalda


apresuradamente y después tiraron de las solapas de su americana. La

prenda cayó tras él y Daniel, jadeante, la separó de un empujón con ojos

salvajes que relampagueaban sobre el rostro de Jenna.

—¿Tienes prisa por desnudarme?

Jenna notó que se estaba sonrojando. El calor emanaba de sus

mejillas y de sus orejas.

—Qué te apuestas.

Los dedos de Daniel se engancharon burlones en el tirante de su

vestido y se lo arrancaron de golpe. Al instante siguiente tenía la boca

apretada contra su cuello. Jenna gimió con las líquidas sensaciones que

la recorrían. Los labios de Dan era cálidos y húmedos mientras se

deslizaban ávidos por el sendero que recorría su carne sensible, bajando

por la curva de su cuello y pasando sobre sus hombros desnudos.

—Mírate, Jenna. Dios, qué sexy eres. —Su aliento y sus palabras se

frotaron contra la piel de Jenna. Le temblaban las rodillas y se tropezó

hacia atrás, perdiendo el equilibrio. Un grito ahogado de susto ante su

caída inminente logró que se separase del beso y se aferrase a los brazos

de Daniel. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo para reaccionar, su


fuerte brazo ya estaba rodeándole la cintura, atrayéndola hacia su

cuerpo corpulento.

Su fuerza casi hizo que Jenna llegara al orgasmo, sin estimulación y

sin que la follaran. Era muy erótico que la salvara así, aunque

normalmente odiaba ser la damisela en apuros. En ese momento adoraba

su fortaleza.

—Levanta el pie, pequeña.

La ternura se derramó en cálida cascada sobre su ser. Hizo lo que le

pedía y Daniel le quitó el zapato de tacón. Jenna le ofreció el otro pie,

movida por su deseo de desnudarla. El segundo zapato cayó al suelo con


un golpe sordo. Agarrando su boca con un beso lleno de vicio, la empujó

hacia atrás.

Jenna soltó un grito de sorpresa, colgándose estúpidamente de él,

dependiendo de él, confiando en que no la dejaría caer. El brazo de

Daniel era como una mordaza en la espalda de Jenna, empujando su

cuerpo de nuevo junto a él. Jenna se golpeó contra una puerta antes de

que esta se abriera.

Ahogó un grito de protesta y, de repente, Daniel la soltó. Dio un

paso hacia atrás, plenamente consciente de que tenía el cabello hecho un

desastre y los labios hinchados a causa de sus besos embriagadores. El

vestido se le estaba cayendo por un lateral del cuerpo. Sus amplios senos

se mantenían a duras penas dentro del corpiño ladeado, y se lo subió.

—No te preocupes por eso. De todas formas, ya no lo tendrás puesto

mucho tiempo.

Jenna le devolvió la sonrisa al ver el brillo de sus ojos.

Daniel cerró la puerta de una patada y Jenna se encaminó hacia la

cama.

—¿Tienes planeado escapar? —preguntó Daniel.


Jenna lo negó con un gesto, sentándose en la cama.

—Creo que me quedaré.

Daniel se desabrochó el reloj y lo colocó en una mesita que había

cerca de la puerta.

Jenna enroscó las piernas sobre la cama y esperó. Disfrutaba de la

vista tanto como había disfrutado del momento en que los dedos de

Daniel la habían llevado hasta el orgasmo. Demasiado rápido.

Sus mejillas comenzaron a arder con el recuerdo y Daniel, ignorante

de la vergüenza que sentía, se desabotonó la camisa y la corbata,

lanzando los zapatos al mismo tiempo.


Cuando su blanca camisa almidonada dejó su cuerpo al descubierto,

Jenna cerró los dedos bajo las sábanas de color azul intenso de la cama.

Los ojos se le dispararon hacia aquellos pectorales macizos y los

cuadrados bien definidos de sus abdominales. Estaba de pie en el borde

de la cama cuando se desabrochó el cinturón y la bragueta. Jenna se

incorporó sobre las rodillas, inclinó la boca sobre la de Daniel y delineó

su torso vorazmente con las manos.

Los músculos de Daniel se tensaron para alejarse de su tacto. Le

besó la espalda a la vez que bajaba la cremallera de su vestido.

—Quiero verte desnuda... —murmuró contra sus labios antes de

arrastrar la boca hasta su oreja y mordisquearle el lóbulo—. Tumbada en

mi cama. Abierta. Descarada.

Al oír sus palabras, Jenna sintió un placer indescriptible. Deseaba

darle lo que quería. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez

que había estado con alguien, y este hombre había conseguido que la

espera mereciese la pena. Solo su aura era ya suficiente para producirle

escalofríos que la hundían en un pozo de placer. Cuando desprendió el

vestido de su cuerpo, sus pechos se derramaron libremente.


—Jesús. —La respiración de Dan se convirtió en un siseo a través de

los dientes apretados. Deslizó con delicadeza el reverso de sus dedos por

encima de sus pezones endurecidos. Jenna se acurrucó hacia atrás y bajó

la almohada, tumbándose de lado contra ella con una pierna desnuda

sobre la otra.

La lujuria y el deseo voraz crecían en una espiral descontrolada.

Jenna se sentía mortificada porque su coño goteaba desbocado y

probablemente echaría a perder el precioso juego de cama. Pero cuando

Daniel enganchó un dedo en el elástico de sus bragas, Jenna posó los ojos

sobre el contraste de ensueño que se producía entre sus pieles.


Sus dedos bronceados resaltaban vivamente contra la piel pálida de

Jenna. Era una visión muy tentadora.

Daniel extendió una mano sobre la piel de Jenna y sus ojos se

tornaron salvajes.

—Nunca había visto nada más hermoso. —Acarició su piel y le bajó

el encaje por los muslos. Dejó que las bragas colgaran del tobillo de

Jenna antes de agarrarlas para tirar de su cuerpo hacia abajo.

Jenna ahogó un grito ante la inesperada violencia de sus manos,

pero Daniel ya estaba encima de ella. Su pecho desnudo le cubría las

tetas, y su boca abierta y tórrida se paseaba sobre la boca quejumbrosa

de Jenna. Le clavó los dedos en la espalda y en las caderas, aferrándose a

su cuerpo.

—¡Quítate eso! —Las palabras de Jenna sonaron amortiguadas

contra su boca. Indefensa y excitada, introdujo las palmas de sus manos

por la cinturilla. Gruñó contra la boca de Daniel cuando sus corpulentas

caderas se tensaron al sentir el tacto de sus manos.

Daniel estaba en todas partes. Saboreando su boca, arrastrando su

lengua hacia su propia boca y succionándola hasta que ella gruñía en


señal de protesta y se la devolvía. Cuando Jenna intentó separarlo de un

empujón y hacerse con el control, la agarró por las muñecas y la sujetó

contra el mullido colchón.

Levantando la cabeza, fijó la mirada en sus pechos.

—A mi manera, Jenna.

Jenna arqueó la espalda cuando su boca profundizó más abajo y sus

dientes se entretuvieron delicadamente en las esferas hinchadas de sus

senos. Entonces su lengua se deslizó por una de las cumbres endurecidas

de sus pezones.

—Ahh. —Se batió hacia él, mientras crecía la llama en su interior—.

Te deseo. —Jenna estaba empapada, totalmente preparada para recibir el


grueso miembro con el que había jugueteado en sus pantalones. Las tetas

le dolían y enviaban oleadas de placer hasta su clítoris cuando Daniel

chupaba con fuerza, succionando la punta de uno de sus pezones con la

boca. Jenna retorció las muñecas bajo sus manos implacables—. Déjame

tocarte... —gimió, pero era casi como si no la oyera. Daniel se movió

hacia abajo, y su boca viajó sobre el vientre de Jenna.

Justo cuando alojó su rodilla entre las piernas de Jenna, esta abrió

los ojos de golpe, sorprendida.

Era demasiado tarde. El susto provocó que gritara su nombre con

abandono desvalido. El grito resonó en las paredes del dormitorio. Los

ojos de Jenna se concentraron en las luces mortecinas integradas en el

techo. Se tornaban borrosas y se aclaraban, y se volvían borrosas de

nuevo, mientras la boca de Daniel se cerraba sobre la hendidura que

tenía entre las piernas.

Las caderas de Jenna se levantaron para reunirse con los labios

exploradores de Daniel.

—No pares...

Sus muñecas quedaron libres abruptamente. Daniel se agarró a los


laterales de sus muslos, empujándolos hacia abajo a media que su boca

bajaba y su lengua sondeaba la entrada a su cuerpo.

—Daniel. Daniel... —No podía respirar. Arrastrando el aire hacia el

interior de sus pulmones, Jenna se deleitó con la textura aterciopelada de

su lengua al rozar sus nervios sensibles. Daniel se deslizó por su raja,

saboreándola, dejando que su boca le picoteara el clítoris. Y, justo

cuando pensó que no podría soportarlo más, Daniel cerró la mano y

empujó el pulgar en el interior de su cuerpo.

A Jenna ya no le quedaba capacidad de pensar. Había desaparecido

en el momento que la boca de Daniel se hizo con el control de su coño


palpitante. Frotaba con el pulgar las paredes internas de su vagina

mientras movía la lengua a latigazos contra su clítoris.

Con los ojos fuertemente cerrados, Jenna supo que no era rival para

su lengua y sus dedos expertos. Estaba demasiado excitada. Ese hombre,

sus acciones, la forma en que la tocaba, todo la sacudía hasta la médula.

Nunca había conocido una pasión como esa. Ya no era porque nadie le

hubiese hecho el amor en casi año y medio.

Esta… locura… era por Daniel.

Jenna deslizó los dedos por su cabello espeso mientras se aferraba a

su cuerpo. Sus caderas golpeaban a Daniel en la boca con penetraciones

simuladas y él la seguía el juego, moviendo rápidamente su lengua al

ritmo del movimiento de las caderas de Jenna.

Los gemidos sonoros y lastimeros resonaron en sus oídos, y

transcurrieron varios segundos antes de que comprendiera que eran

suyos. Era una masa de lujuria líquida bajo ese hombre. Y justo cuando

había empezado a pensar que podía prolongar ese momento, contener el

placer agitado que precedía al orgasmo, Daniel varió la dirección de sus

labios.
Alcanzó el clímax con un sonoro grito mientras se aferraba con las

manos a la parte superior de los hombros de Daniel y clavaba las uñas en

ellos.

Las oleadas recorrieron todo su cuerpo una y otra vez, y ella abría y

cerraba los ojos. Las luces que había estado mirando fijamente se

hicieron más grandes, y luego más pequeñas de nuevo. Su piel rompió a

sudar y se lamió los labios secos justo cuando Daniel se acurrucó sobre

ella, gimiendo mientras le cubría la boca con la suya.

Se saboreó a sí misma en la boca de Daniel, excitada por la

perversidad. Superada por el deseo de darle lo que él le había dado a

ella, Jenna empujó una mano entre sus cuerpos y la introdujo por debajo
del elástico de su ropa interior. Sus dedos se enroscaron alrededor de la

base gruesa e hinchada de su polla, y un gemido de respuesta resonó en

sus oídos. Daniel levantó las caderas para permitir que la mano de Jenna

se deslizara más profundamente. También ella tenía poder sobre él. Este

hombre guapo y poderoso la había derrotado, pero ella también podía

abrumarlo y hacerle gemir con el tacto de sus manos. Ella lo había

puesto así. La deseaba.

La emoción de ese pensamiento hizo que se abalanzara contra su

pecho con todo su ser. Daniel se cayó hacia atrás, aferrándose a ella,

pero Jenna ya se dirigía hacia abajo. Sus labios abiertos se deslizaron

sobre sus pectorales, sobre sus pezones planos. Golpeó con la lengua uno

de sus pezones y sintió la reacción del cuerpo de Daniel. Su mano se

apretó contra el cabello espeso de Jenna y tiró. Jenna disfrutaba con el

modo en que Daniel controlaba todos sus movimientos. Incluso la picazón

del tirón en su cuero cabelludo hizo que se acercara deseando más. Pero,

en cuanto Daniel la soltó, Jenna agarró su miembro con una mano y

restregó ávidamente sus labios por la base de pene.

Daniel soltó la respiración agitadamente. Se ladeó, poniéndose una


almohada bajo la cabeza. Una glotonería renovada y eléctrica golpeó el

cuerpo de Jenna. Daniel iba a contemplarla mientras ella se la mamaba.

Una sonrisa surgió lentamente en sus labios, y sostuvo la polla y la

mirada mientras cerraba la boca alrededor del ancho glande.

—¡Mierda! —siseó Daniel dolorosamente, y su expresión se tornó

tensa. Enmarcó las cejas mientras observaba, y los ojos de Jenna no

lograban apartarse de él. Su aroma la saciaba y el cuerpo de Daniel vibró

cuando, con los ojos cerrados, batió las caderas hacia arriba.

Su mano se cerró firmemente sobre el brazo de Jenna, y tiró de ella

para acercarla.
Jenna se tambaleó con su rudeza, y bajó las manos para acunar sus

huevos, acariciándolos y haciéndolos rodar. Se deleitaba con sus bolas

redondas y pesadas. Cuando recorrió la longitud de su miembro con la

mano y lo apretó, un hilillo de líquido preseminal se derramó sobre su

lengua.

El sabor celestial le cubrió la lengua y Jenna gimió, cerrando por fin

los ojos mientras se la chupaba. Los movimientos de su boca se hicieron

más rápidos, bajando en toda su longitud y subiendo después.

—¡Para! —La orden surgió como un gruñido mientras Daniel la

agarraba.

—Deseo tu semen en mi boca.

Daniel se detuvo por un instante ante su ruego acalorado. Para total

asombro de Jenna, la besó con fuerza en los labios y sonrió sin aliento.

—Desde que te metí el dedo en el taxi me muero por meterte

también la polla. De ninguna manera vas a seguir con eso ni un segundo

más.

Jenna se sintió como una muñequita de trapo ingrávida cuando

Daniel la giró, arrojándola hacia abajo para colocarla en la postura que


quería tenerla. Le abrió los muslos y se los levantó.

—Te voy a follar ahora mismo.

Jenna le rodeó los hombros con sus brazos mientras él se inclinaba

sobre de ella. Jenna había relajado los muslos, dándole espacio para que

se acomodara dentro.

Daniel deslizó sus dedos rudamente por los laterales del cabello de

Jenna y después arrastró con fuerza los nudillos a lo largo de sus mejillas.

—Eres la cosa más hermosa que he visto jamás, Jenna.

Sondeó la entrada a su cuerpo con la polla. Jenna se colgó de sus

hombros, levantando las caderas para prepararse para la embestida,

pero apenas había logrado girarse cuando Daniel la penetró de golpe.


Ella gritó su nombre, enamorada de cómo fluía por sus labios, como

si hubiera sido creado para pronunciarlo a gritos en medio del torbellino

de la pasión. Sus muslos trataron de mantenerse cerrados, pero las

caderas de Daniel le impedían hacer nada. Su espalda se curvó como un

arco ante el dolor momentáneo del miembro demasiado grueso que tenía

en su interior.

Y cuando lo arrastró hacia afuera, hasta que el glande de la polla

acarició la entrada a su vagina, la sensación fue increíble.

—No. —Se aferró a las caderas de Daniel para mantenerlo allí

enterrado.

Su mirada relampagueó sobre el rostro de Jenna.

—No voy a ir a ninguna parte —siseó sin aliento, mientras su rostro

se endurecía formando una masa de lujuria innegable. De nuevo empujó

con fuerza en el interior de Jenna, haciendo que su cuerpo se sacudiese y

un grito suave y quejumbroso saliera de sus labios.

Era rudo, como si su polla no supiera hacerlo de otra forma, pero

sus manos eran delicadas. Sus labios se apretaron contra la curvatura del

cuello de Jenna, y después cubrieron su boca para tragarse su grito. Los


dedos de Jenna se clavaron en la carne dura y esculpida de su espalda, y

entonces sintió que se preparaba un nuevo el orgasmo.

—No, otra vez no —se quejó medio protestando. Era imposible

luchar contra aquello. Daniel sabía exactamente de qué era capaz.

Rodeándola con las caderas, cada vez que la penetraba profundamente

frotaba la base de su miembro contra su clítoris. Jenna dejó caer las

manos a ambos lados, clavando las uñas en las sábanas. Arqueó la

espalda y dejó caer la cabeza hacia atrás. El ardor de los ojos de Daniel

le abrasaba el rostro y los temblorosos senos.

Jenna saboreó ser el centro de toda su atención, la fuente de su

placer. Se aferró a las sábanas, con los labios abiertos mientras la


desesperación sacudía su cuerpo y la hacía gemir. Y después estaba

temblando.

Se corrió patéticamente con la cabeza golpeando de un lado a otro.

Su cabello caía salvajemente revuelto sobre las sábanas y sobre su

frente, mientras se mordía los labios y se ahogaba en las oleadas de

placer que no cesaban.

—Mírame. —Su gruñido fue como un siseo doloroso y, en cuanto

llegó ella, pareció que Daniel se desplegaba ante sus ojos. Su expresión

vaciló, y después se endureció. Una vena le palpitaba en la frente, y tenía

el cuello en tensión debido al esfuerzo de impedir que su cuerpo la

aplastara bajo su peso.

Jenna miró hacia donde sus cuerpos se conectaban, y la piel

bronceada de Daniel parecía oscura en comparación con el brillo pálido

de la suya. Penetró profundamente en el interior de su cuerpo y se unió a

ella de la forma más íntima, y entonces eyaculó.

Encogiéndose sobre ella, sus labios reposaron en la curva de su

cuello, y allí tomó su carne entre los labios y la chupó. Jenna estaba

desconcertada por la forma en que su poderoso cuerpo temblaba con el


torbellino del orgasmo. El cálido chorro de semen la llenó. Levantó las

caderas instintivamente, comprimiendo su interior para mantenerlo

dentro.

Daniel sintió la contracción porque su gemido reverberó contra su

piel.

Transcurrieron unos segundos muy largos antes de que levantara la

cabeza, y una sonrisa juguetona apareció lentamente en sus labios antes

de reclamar la boca de Jenna.

Exhausta, saciada, Jenna contrajo de nuevo sus entrañas y Daniel

soltó una risita suave contra sus labios.

—Lo he sentido.
—Bien. —Jenna volvió a hacerlo y su regocijo se evaporó. Daniel

sacó la polla y arrastró a Jenna de lado hasta su hombro.

Jenna se quedó allí, sintiéndose de repente desnuda y expuesta. Se

encorvó para cubrir sus grandes senos.

Daniel le colocó la colcha sobre su cuerpo desnudo. La visión de las

curvas llenas y suculentas de Jenna contra su cuerpo era deliciosa, pero

fue consciente de su repentina incomodidad.

Sonrojada, Jenna le dedicó una sonrisa agradecida. Su dedo

jugueteó tímidamente con el escaso vello del centro del pecho de Daniel.

—¿En qué piensas? —preguntó.

Jenna frunció el ceño con fuerza.

—En varias cosas.

—¿Y cuál es la primera?

La respiración de Jenna se hizo más lenta y echó un vistazo a su

hermoso rostro.

—Me pregunto cuántos años tienes.

Daniel soltó una risa gutural y agarró a Jenna por la cintura.

—Veintiséis.
—Vaya...

Daniel se rio con más fuerza.

—No puede ser tan malo. ¿Cuántos años tienes tú?

—Veintiséis más diez. —Se echó a reír.

—Treinta y seis.

—Eres buenísimo en matemáticas. Estoy muy orgullosa de ti.

Daniel se echó a reír y le besó la muñeca. Después arrastró los

labios por su brazo, volviendo los ojos hacia Jenna.

La sonrisa de Jenna se desvaneció y fue reemplazada por un

cosquilleo en su sexo y en su piel. Acurrucándose más cerca de Daniel,


envuelta en su corpulencia, tensó los hombros cuando las rachas de

placer azotaron su cuerpo.

—Espero que no estés pensando en volver a follarme.

—¿Por qué no?

Su aspecto era tenso, y Jenna deslizó una mano hacia su cuello,

hasta el lateral de su rostro. Parecía un poco cohibido por la ternura de

su caricia, pero se acomodó en ella.

—Porque si me haces correrme una sola vez más me desintegraré en

un millón de pedazos.

La sonrisa regresó al hermoso rostro de Daniel. La hizo rodar sobre

su espalda, apoyó los brazos a ambos lados de la cama y su boca

comenzó a sobrevolar los pechos de Jenna. Acarició uno de ellos con la

nariz y arrastró su labio inferior sobre el pezón hasta que dejó los dientes

al descubierto. Fue bajando lentamente y le abrió las piernas.

—Volveré a colocar todos los pedazos en su sitio. Lo prometo.

Los dedos de Jenna se deslizaron por su cabello mientras él

comenzaba a acariciarla de nuevo, esta vez más despacio. Se tomó el

tiempo necesario para explorar cada centímetro de su cuerpo. Era como


si tuviera todo el tiempo del mundo, como si fuera su primera vez.
Capítulo cuatro

Dan
Dan se giró cuando algo, un sonido al que estaba acostumbrado,

interrumpió su sueño. Todavía medio dormido, contempló a la mujer que

dormitaba a su lado dándole la espalda.

No tuvo ningún problema en recordar quién era. Habría reconocido

en cualquier parte ese cabello castaño rojizo reluciendo sobre la espalda

pálida y perfecta. Su aroma llenaba la cama, empapaba la almohada. La

esencia única de Jenna flotaba incluso sobre su piel. Entonces volvió a oír

el ruido.

Una risa. La risa alegre de una niña que siempre hacía palpitar su

corazón.

«¡Bella!»

Se levantó de un salto de la cama, arrojando las sábanas lejos

mientras se ponía un par de pantalones negros sobre su cuerpo desnudo.

Agarró la camisa arrugada que se había quitado la noche anterior. Fue lo


único que encontró con las prisas, y sabía que Bella entraría corriendo en

cualquier momento.

La madre de Dan le había dicho que dejaría a Bella a las once. No

era normal que su madre pasara por allí un sábado por la mañana, ya que

sabía que probablemente estaría con alguien.

Encontró su iPhone en el bolsillo de los pantalones que había dejado

tirados y lo giró para ver la pantalla.

11:17

—¡Joder! —siseó, y Jenna se removió.

Jenna se giró sobre la espalda y cerró los ojos hasta dejar solo una

ranura cuando ella también oyó el ruido de risas que provenía de fuera.
Daniel vio la sorpresa en su rostro mientras lo examinaba todo

rápidamente. Lo vio a él, ahí de pie, vestido con una camisa blanca

arrugada y unos pantalones negros holgados. Toda la situación estuvo

clara de repente. Abrió la boca y tiró de las sábanas hacia arriba para

cubrir su pecho derecho.

—Vístete, rápido —susurró Daniel con tono de disculpa. Jenna lo

miró boquiabierta, esperando una explicación. Se la daría, pero tenía

asuntos urgentes de los que encargarse, concretamente su hija de cuatro

años que podría entrar y encontrarse a una mujer desnuda en la cama de

papá—. Limítate a vestirte, por favor—. Se dirigió hacia la puerta y abrió

una rendija justo cuando Bella se acercaba corriendo hacia allí. Daniel

salió rápidamente del dormitorio y cerró la puerta tras él de un portazo.

—¡Papi! —chilló Bella.

Dan la columpió entre sus brazos, apretándola fuerte.

—Te he echado de menos, Bella mi estrella. —Le acarició el cuello

con la nariz, haciéndola reír. La alejó aún más de la puerta de su

dormitorio y saludó a su madre, que los contemplaba con mirada sagaz.

La abuela examinó con detenimiento la camisa blanca y los pantalones, y


levantó una ceja interrogadoramente.

Dan la ignoró. Claudia Vanderwoodsen pertenecía a una dinastía de

riqueza sin rival en el país y seguía unas normas muy estrictas. Incluso a

las once de la mañana de un día del fin de semana lucía su cabello

perfectamente arreglado. Llevaba una blusa de color verde esmeralda y

una falda negra. Su maquillaje parecía obra de un profesional.

—Estás bastante desaliñado, ¿verdad, querido? —dijo

intencionadamente.

Dan sostuvo a su hija y se dejó caer en el sofá.

—Es sábado por la mañana, mamá. Se me permite dormir hasta

tarde.
—Son las once.

—Y estaba agotado —suspiró.

—Sí, tienes aspecto de haberte vestido con bastante prisa —señaló

su madre.

Daniel se negó a darle la razón en lo que intentaba decirle, que era

completamente cierto. Se concentró ansiosamente en la charla de su hija.

Hacía mucho tiempo que ignoraba las críticas de su madre sobre el tipo

de vida que llevaba. Aparentemente, no quedaba bien con el apellido

Vanderwoodsen. Daniel no hacía más que recordarle que técnicamente él

era un Defoe, y aquello la cabreaba monumentalmente.

—¿Qué te parece si salimos todos a almorzar? —sugirió Daniel—.

Hace semanas que no almorzamos juntos.

Obviamente, eso hizo que Claudia sospechara aún más y, cuando

Bella se bajó de las piernas de su papá para correr hacia el televisor, Dan

se giró hacia su madre. Pero, antes de que pudiera decir nada, su madre

respiró profundamente.

—Tienes una chica ahí dentro, ¿verdad?

Daniel se echó a reír y se frotó los ojos.


—Esto es ridículo. Soy demasiado mayor para esto, mamá.

Abrió los ojos unos segundos más tarde, sorprendido de que su

madre no soltara una réplica incisiva. Daniel se detuvo en seco. Su madre

estaba mirando fijamente hacia el otro lado del salón y siguió la dirección

de sus ojos. Los zapatos de tacón de aguja negros de Jenna yacían sobre

la alfombra, uno cerca de la puerta de su dormitorio y el otro al lado del

sofá, arrojados evidentemente a toda prisa.

Dan se habría ruborizado si no fuera porque en realidad no tenía

propensión a avergonzarse por la forma en que vivía su vida a los

veintiséis años.

En lugar de eso, se echó a reír.


Para gran satisfacción de Daniel, aquello logró que su madre se

sonrojase. Se lanzó hacia adelante y contempló a Bella, asegurándose de

que la niña quedara fuera del alcance de sus palabras.

—No te entiendo, Daniel. Por un lado, eres el mejor padre para tu

hija. Y al mismo tiempo no tienes ninguna consideración por el impacto

emocional que esto podría tener en tu hija de cuatro años.

Dan se reclinó en el sofá.

—Bella no estaba aquí. Estaba contigo, ¿verdad?

—Pero está aquí ahora. Y tienes una mujer ahí dentro. Pronto

empezará a hacer preguntas más incisivas acerca de lo que hace su

padre. La forma en que te comportas con las mujeres es irrespetuosa.

Bella no tiene a nadie más de quien aprender que tú.

—Bueno, me alegro de que te tenga a ti. —Pero su voz carecía de

convicción. Sabía que su madre tenía razón. Pero él tenía sus motivos

para hacer lo que estaba haciendo. Le mantenía la cabeza alejada de la

vida que le había sido arrebatada. Mantenía su mente alejada de ella.

—Daniel... —Su madre se sentó a su lado y le apretó la rodilla—. No

es sano que Bella te vea vivir así. He llegado a aceptar que las revistas y
los periódicos arrastren el nombre de mi hijo como un magnate donjuán y

mujeriego, pero piensa en Bella. Debe comprender que se supone que las

relaciones han de ser duraderas. No volubles y desechables y...

Daniel se oprimió el puente de la nariz.

—No quiero seguir con esta conversación porque sé cómo va a

terminar. Estás a punto de comenzar a hacer de casamentera. No me voy

a casar.

Los ojos de su madre llameaban y Daniel apretó los labios para

evitar decir algo que la enfadara aún más. Sabía lo que se avecinaba.

Otra diatriba sobre su vida sin rumbo y sobre las mujeres con las que se
encamaba. Ya lo había vivido en multitud de ocasiones. La mejor táctica

para tratar el asunto era simplemente no responder.

—Bueno, al menos si quieres ir ligando por ahí podrías intentar

reducir la frecuencia de las mujeres. Especialmente cuando todas ellas

son tan aburridas, como si salieran del mismo molde, por amor de Dios.

¿No puedes aunque solo sea intentar ser un poco original? Tu gusto en

cuanto a mujeres ofende mi sensibilidad. Todas esas barbies rubias con

implantes de silicona y sin cerebro son de muy mal gusto. Y ya va siendo

hora de que superes también la manía de ligar con universitarias.

Alguien se aclaró la garganta de esa forma descarada que se utiliza

para que adviertan tu presencia. Dan volvió bruscamente la cabeza hacia

un lado, justo en el mismo instante en que su madre también se giraba.

Jenna estaba a tan solo unos metros.

Por primera vez en mucho tiempo, Daniel se sintió avergonzado. Por

lo que Jenna había oído y por lo que estaría pensando. ¿Por qué le

importaba?

Le importaba porque una sola mirada a su hermoso rostro le dejó

completamente alucinado. Estaba recién lavada, sin rastro de maquillaje.


Su cabello enmarañado enmarcaba su rostro y llevaba puesto el vestido

verde que había arrancado de sus exuberantes curvas la noche anterior.

Pero estaba descalza.

Tenía un aspecto increíblemente atractivo. Y eso era una sorpresa.

No recordaba la última vez que había deseado a una mujer de forma tan

demencial después de pasar toda la noche follándola.

Jenna sonreía. Daniel contuvo la respiración al comprender que

miraba a su madre, no a él.

—Bueno, señora Defoe, tengo el cabello castaño. Y puedo asegurarle

que no tengo implantes de silicona en ningún sitio. Soy abogada en

Slater and Whyte. Por no mencionar que me gradué en la universidad


hace unos trece años. Así que me parece que Daniel se merece algún

elogio por mí.

Daniel se quedó de pie en silencio, seducido por la forma tan

elegante de hablar de Jenna y el humor que destilaban sus ojos mientras

convertía una situación que habría acabado con universitarias sollozando

y huyendo del apartamento, según las palabras de su madre, en algo

ligero. Jenna era preciosa y extraordinaria. Se quedó de pie

contemplándola asombrado.

Entonces casi pegó un brinco cuando su madre estalló en risas y se

agarró al hombro de Dan. Sorprendido, Dan bajó la mirada hacia ella.

Estaba radiante y sus ojos centelleaban de emoción.

—Bien, por fin alguien con belleza y cerebro. Me encantan tus

agallas, querida —le dijo a Jenna, y después tomó su bolso del sofá antes

de dirigirse al ascensor privado. Cuando las puertas se estaban cerrando,

gritó con una voz que resonó por todo el apartamento—. ¡Espero volver a

veros a los dos muy pronto! —Y agitó la mano en señal de despedida

justo antes de que se cerrasen las puertas.

—¿Acaba de suceder eso de verdad? —Dan estaba conmocionado.


Jenna soltó una carcajada y se sujetó el espeso cabello detrás de las

orejas. Dan se acercó a grandes zancadas, sonriendo ampliamente.

Deslizó las manos por los hombros de Jenna antes de retirarlas y

metérselas en los bolsillos, echando un vistazo a Bella para asegurarse

de que no estaba mirando. Aun así, mantuvo las manos quietas por

seguridad. Probablemente su madre se equivocaba al husmear en su vida

privada, pero tenía razón en cuanto a ser una influencia negativa para la

mente infantil de Bella.

—¿A dónde vas ahora?

—A casa. —Jenna retrocedió para alejarse de él y dirigirse al

ascensor.
Daniel se adelantó justo cuando Jenna estaba mirando a Bella.

—¿Dónde es casa, Jenna?

Jenna rio entre dientes y señaló a Bella.

—¿Es tuya?

—Ajá.

—No es lo que esperaba —dijo, sonriendo como si lo contemplase

bajo una luz nueva—. Por cierto, es adorable —susurró Jenna, y entró en

el ascensor. Daniel puso la mano en el marco para impedir que las

puertas se cerrasen.

—¿Qué tal si me das tu número antes de irte?

Jenna se mordió el labio.

—Tengo una idea mejor. ¿Qué tal si no finges que esto ha sido algo

más que sexo y dejas que me vaya?

Daniel tragó saliva. Cuántas veces había deseado que las mujeres

con las que se acostaba entendieran que todo era sexo. Y que se acababa

en cuanto se terminaba el sexo. Un ejemplo típico era Marisa, que no

estaba dispuesta a dejarlo ir después de varios intentos de explicarle que

se había acabado. Pero ese sábado por la mañana las palabras de Jenna
no sonaban ciertas.

—Me encantaría que me dieras tu número.

—Y a mí me encantaría meterme en mi cama y dormir. —Jenna soltó

una risita.

Daniel se quedó helado cuando Jenna se inclinó hacia adelante,

presionando su boca burlonamente contra la comisura de los labios de

Daniel mientras le apartaba la mano del marco del ascensor.

Daniel dio un paso hacia atrás riendo entre dientes. Jenna alzó la

mano en un gesto de despedida. —Parece que solo uno de los dos va a

conseguir lo que quiere.


Las puertas se cerraron. Daniel se quedó ahí de pie, mirándolas

fijamente. Se dirigió lentamente hacia Bella y la alzó sobre sus piernas

mientras ella soltaba un chillido.

—Te he echado de menos, Bella —gruñó en su barriguita. La niña se

colgó de él y luego cambió su peso de sitio, usando el pecho de Daniel

como respaldo mientras se concentraba de nuevo en los dibujos

animados.

Dan echó un vistazo a la puerta del ascensor, admirado por la mujer

con la que había pasado la noche.

Jenna era diferente. No se esforzaba al máximo para complacerlo ni

decía que sí a todo lo que salía de su boca. Tenía carácter. Había

criticado la fiesta en su cara y después le había dejado plantado cuando

Daniel dejó claro que quería follarla. Había tenido que esforzarse para

seducirla, y eso era algo que no había necesitado hacer durante años.

Ahora, después de tener la seguridad de que ya no podía rechazarlo,

Jenna se lo había sacudido de encima y se había vuelto a ir.

Su madre había visto carácter en ella.

Jenna tenía razón. Era todo lo opuesto a las mujeres con las que
había tonteado. No podía esperar que asintiera efusivamente a cada

palabra suya. No iba a arrojarse a sus brazos cuando él quisiera. Jenna

tenía agallas y su madre lo había detectado al instante. También era

interesante.

Acarició el cabello rubio claro de su hija. Bella había heredado los

bucles dorados de su madre.

Jenna le recordaba a la madre de Bella. Apartó el pensamiento en

cuanto el dolor familiar lo golpeó como un latigazo sobre el pecho.

Apretó a Bella con más fuerza. Era una locura. En apariencia, Jenna era

todo lo contrario de la madre de Bella. Aun así, conseguía traer a su

memoria recuerdos de un tiempo que no necesariamente deseaba


olvidar, pero debía hacerlo. Para permanecer cuerdo. Para sobrevivir.

Para continuar con su vida sin Sonya.


Capítulo cinco

Jenna
Los lunes muy pocas veces tenía tiempo para trabajar en los casos

gratuitos, pero había encontrado la oportunidad de discutir ese caso con

una asociada y buena amiga suya. Se sentaron juntas a estudiar la

documentación. Jenna no se sentía orgullosa de estar tan distraída.

Debido al recuerdo del sexo. Un sexo alocado, desenfrenado y

sensacional que la había devuelto a la vida. Aquella mañana había

saltado de la cama con una sensación de excitación. Aunque habían

transcurrido dos noches desde que disfrutara desnuda con Daniel Defoe,

las secuelas aún perduraban. Todavía conservaba frescos los recuerdos

en su cabeza. Frotándose la frente, sacudió el dossier y cerró los ojos,

conminándose a concentrarse.

Era importante. Se vio impulsada por la urgencia de hacer justicia

para su cliente.

George Muskets supervisaba en las afueras de la ciudad el


funcionamiento de un orfanato que ya no podía hacer frente a los gastos.

Después de la muerte hacía tres meses de Victor Ryder, un rico mecenas,

George se esforzaba por mantener abierta la institución.

Era un lugar extenso que alguna vez había disfrutado de la atención

y los fondos adecuados. Ahora el orfanato se enfrentaba a una necesidad

apremiante de llevar a cabo reparaciones y mantenimiento, por no

mencionar los fondos que se necesitaban para alimentar, vestir y educar

a más de cien niños.

Victor Ryder había legado la mitad de su fortuna de ocho millones

de dólares al orfanato. Sin embargo, los sobrinos de Victor, sus únicos


familiares vivos, habían decidido impugnar el testamento. Estaban

intentando quedarse con todo el dinero.

Era asombroso que, aunque ya poseían una fortuna valorada en

cientos de millones de dólares, los dos hermanos litigaran para conseguir

unos exiguos cuatro millones, despojando a los huérfanos de lo que era

suyo por derecho según el testamento de Victor Ryder.

Los ricos dejaban pasmada a Jenna. Sus artimañas no tenían sentido

para ella.

Y eso devolvió su atención a una persona rica en particular que

había pasado toda la noche haciendo el amor con ella, o follando, como él

lo llamaba. Era demasiado normal y conservadora en cuestiones sexuales

para llamarlo follar. En comparación, sexo era una palabra mejor.

Y chico, aquello había sido un sexo fantástico. Se ruborizó al mirar

de reojo a Carrie, que se había ofrecido voluntaria para trabajar en el

caso con ella. Jenna se mordió el labio, enterrando la cabeza de nuevo en

el dossier mientras todavía ardían en su cerebro, como recién marcadas

con un hierro candente, las imágenes del cuerpo impresionante de Daniel

uniéndose al suyo, empujando dentro de ella con vigor.


Había salido y había tenido sexo con el señor multimillonario, un

magnate de la moda con una fortuna valorada en miles de millones. Todo

ello a pesar de que su idea general de los ricos estaba terriblemente

sesgada hacia lo negativo. Había tratado con mucha gente como Dan y

los sobrinos de Victor Ryder. Eran serpientes en lo concerniente al

dinero. Si hay dinero en cualquier ecuación, correrán a la velocidad del

rayo hacia el dinero, apartando a empujones todo lo demás. No tenían

sentimientos, a excepción de una pasión pura y sin adulterar por

conservar cada moneda que caía en sus manos. No estaban dispuestos a

deshacerse de un solo dólar.


En parte, ese era el motivo por el que no había querido implicarse

con Dan desde el principio. Exactamente por eso lo había dejado

plantado en el bar en el evento para recaudar fondos, intentando escapar

antes de hacer algo estúpido.

«Pero sí hiciste algo estúpido. Increíblemente... estúpido».

Las voces que sonaban en su mente se aseguraron de que fuera

consciente de la gravedad de su estupidez. Sacudió la cabeza para

aclararla.

Pero esa mañana había recuperado la cordura, aunque la existencia

de una hermosa chiquilla en la casa de Dan casi la había hecho caer de

nuevo. Había recobrado el sentido común lo bastante rápido para

escapar sin sufrir más daños.

Por un momento, deseó haberle dado a Dan su número. La parte

dominante de su ser todavía sentía la excitación de los efectos de un sexo

prodigioso. Estaba desesperada por verlo de nuevo. Su apuesta sonrisa,

su carismática presencia, sus fuertes manos, su polla...

«No. Detente». Estaba completamente satisfecha con la decisión

que había tomado, huyendo de allí sin proporcionarle ninguna forma de


ponerse en contacto. A ella le servía. Era exactamente lo que había que

hacer.

Aquel hombre era diez años más joven que Jenna. Le avergonzaba

pensar que se había acostado con él. Nunca antes se había sentido

atraída por hombres jóvenes, principalmente porque estaba segura de

que no soportarían la ambición de Jenna y su trabajo agotador. Incluso

los hombres de su propia edad tenían problemas para aceptar su éxito

como abogada.

Sin embargo, Daniel Defoe no tenía nada que probar.

Lo habían alimentado con cucharita de plata, un Vanderwoodsen

nada menos. Estaba segura de que había vivido una vida de privilegio. El
hecho de haber visto a su madre dirigir la casa de modas antes de tomar

él mismo las riendas significaba que estaba acostumbrado a ver a las

mujeres en posiciones de poder.

Por eso no le había molestado la confianza y resolución de Jenna. Su

soltura, su falta de nerviosismo o de sentir que algo fuera inadecuado,

todo ello era a consecuencia de haber visto a su madre hacerse cargo de

una gran empresa. Nunca se sentiría intimidado por nada que Jenna

hubiera logrado en su vida profesional.

La energía tangible de Daniel Defoe la había abrumado. Durante

unos momentos, Jenna había creído sentirse increíblemente intimidada

por Daniel. Aunque era asombroso, también había sido refrescante. No

había creído que fuera capaz de sentirse así. Era interesante mencionar

que aparentemente sí lo era.

Mientras Carrie discutía el caso con ella, Jenna volvió a

concentrarse en la tarea que tenían entre manos, apartando de su mente

los pensamientos y fantasías sobre Daniel.

Él era el pasado. Se había acabado. Su cordura había sufrido un

lapsus. Había caído en su cama y, en el fondo, ahora que lo había


experimentado no se arrepentía. Pero eso era todo.

Daniel Defoe no tenía un lugar en su vida. Estaba demasiado

ocupada y tenía demasiado trabajo. No tenía tiempo para aceptar el

interés voluble de Dan. Tenía cosas más importantes que hacer con su

tiempo y energía que yacer desnuda en la cama de Daniel mientras él la

follaba tantas veces como deseara, hasta que decidiera volver a su tipo

habitual de mujer, por supuesto.

La rubia siliconada y descerebrada recién salida de la adolescencia.

Jenna tenía demasiado orgullo para conformarse con ser una más de

una larga lista de conquistas sexuales. Ella era mejor que todo eso. Se

merecía algo mejor.


Un asunto totalmente distinto era que no tenía tiempo para

dedicárselo a su vida personal con nadie. Ni siquiera con alguien tan

carismático como Daniel.

Porque, tal y como probaba sin lugar a dudas el dossier que tenía en

la mano, los ricos eran todos iguales. Tal vez desde el exterior parecía

que tenían conciencia, pero era solo fachada, un intento de encajar en la

sociedad bien educada. Pero, al final, llegada la hora de la verdad,

siempre elegían el dinero por encima de todo lo demás.

Y, considerando la cantidad de dinero que poseía Daniel,

probablemente hacía ya mucho tiempo que había olvidado a la abogada

de treinta y seis años con la que se había acostado dos noches antes.
Capítulo seis

Dan
Daniel miró a través de los amplios ventanales de su edificio de

oficinas, fijando la vista en una luz en la distancia. No podía quitarse a

Jenna de la cabeza.

Desde luego, no ayudaba que su madre hubiera llamado esa misma

mañana para discutir su relación con Jenna.

—Solo me acosté con ella, mamá. ¿Por qué te entrometes en cosas

que me hacen ser grosero contigo?

Pero sabía, incluso mientras pronunciaba esas palabras, que no se

había acabado. Seguía deseando a Jenna. Por su ingenio. Por su risa. Era

sensacional. Se había divertido increíblemente en la cama con ella, y no

solo durante el sexo.

El fuego que ardía en el interior de Daniel era imposible de saciar

desde el sábado por la mañana, cuando ella le había dejado colgado.

Avivaba su curiosidad. Por un tiempo se preguntó si esa era la forma de


jugar de Jenna. Difícil de conseguir. Esquiva. Alimentando el deseo de los

hombres y luego negándoselo hasta que se convertía en un infierno.

Pero aquello era muy poco probable. Era mayor que las otras

mujeres con las que había estado, pero había resultado increíblemente

inexperta en el dormitorio. Aquello había sido una sorpresa monumental,

aunque también lo había cautivado. Dan tenía suficiente intuición para

juzgar cosas de las mujeres con las que se acostaba. Y Jenna no era una

seductora decidida a jugar con él.

Era demasiado inteligente y demasiado juguetona. Probablemente

había pensado que era mejor cortar con él sin proporcionarle ninguna

forma de ponerse en contacto.


La secretaria asomó la cabeza por la puerta de la sala de

conferencias.

—Sí, Valerie —dijo con impaciencia, sabiendo de qué se trataba.

—Ha llamado el señor Lawrence. Preguntaba por el desfile del

sábado y si había hablado ya con el director de la sala.

Dan se frotó la frente, tragándose su creciente enfado.

—Valerie —le dijo amablemente a la morena rarita con gafas. La

había contratado cuatro días después de que la chica se graduara en la

Universidad Northwestern. Despreciaba la idea de ajustarse al cliché de

tener como secretaria a una rubia de largas piernas. Valerie era lista. Y

no intentó quitarse la ropa nada más verlo—. Dígale al señor Lawrence

que no delegue su trabajo en mí. Y dígale que se meta sus quejas y sus

sugerencias por el culo.

Valerie se puso roja como la grana.

—¿De acuerdo? — sonrió Daniel.

Ella intentó cerrar la puerta y se detuvo, abriéndola de nuevo.

—No... Ehh... No pretenderá que... En realidad no tengo que decirle

eso, ¿verdad?
Daniel casi soltó una carcajada. Cada vez le molestaba más la forma

en que Jenna había huido sin dejar una pista, como una Cenicienta

contemporánea, pero más hermosa aún. Y lo estaba pagando con la

pobre Valerie. Parecía que su secretaria estaba a punto de explotar

formando una bola de humo, angustiada ante el simple pensamiento de

decirle eso a Lawrence.

—Dígaselo y el año que viene le renuevo el contrato con un ascenso.

—¿De verdad? —Valerie se quedó boquiabierta y abrió los ojos.

—Sí. —La vio cerrar lentamente la puerta con los ojos abiertos como

platos. Regresó a sus pensamientos con un suspiro. Era incapaz de


trabajar con toda esa frustración sexual fastidiándolo e incitándolo. No

lograría hacer nada si continuaba así.

Se le ocurrió una idea. Se abalanzó sobre la mesa de reuniones y

levantó el teléfono.

—¿Señorita Moore? Hola. Soy... Sí, estoy muy bien. —Esperó a que

finalizaran los saludos efusivos de la organizadora del evento—. Gracias

por el maravilloso acto del viernes pasado. ¿Podría hacerme un pequeño

favor? Sí, comprobar en sus notas el nombre de nuestra invitada de

honor. —Vaciló, sintiéndose estúpido por espiar a una mujer como esa.

Pero iba a merecer la pena—. Sí, la abogada. Jenna McCauley. Perfecto.

Gracias.

Sonriendo, con el corazón palpitando ante la perspectiva de volver a

verla, llamó a su florista.

—Soy Daniel Defoe de Vanderwoodsen. Desearía encargar cien

rosas rojas de tallo largo para que se entreguen a la señorita Jenna

McCauley, por favor. En Slater and Whyte. Es un bufete de abogados, sí.

Ese mismo. Asegúrese de que las rosas sean de un rojo brillante y fogoso.

Y añada una nota...


Dictó la nota a la florista y finalizó la llamada, sonriendo para sí. Le

habría encantado ver la cara de sorpresa de Jenna cuando la florista le

entregara ese ramo tan descomunal en Slater and Whyte. Le gustaba

mantener su vida sexual alejada del ojo público, aunque muy raramente

la prensa le permitía darse ese lujo. Pero esta vez, con Jenna, se sentía

plenamente satisfecho de convertir sus intenciones en un espectáculo.

Y sus intenciones eran muy directas. Había descubierto que una

noche con Jenna no era suficiente para conocerla y disfrutarla. Era una

mujer complicada y con muchas capas, y jodidamente cautivadora.

Habría estado encantado de dedicar meses a pelar todas esas capas.

Apenas era capaz de esperar.


Una imagen de Jenna centelleó por un instante en su mente: yacía

desnuda en su cama, con todas sus curvas sugerentes, la piel pálida y el

largo cabello derramado alrededor de su cabeza. Al instante, su cuerpo

se endureció en respuesta.

Tenía toda la intención de jugar sucio. Contra las reglas. Lo que

fuera necesario para seducir a esas deliciosas curvas de marfil y tenerlas

de nuevo en su cama.
Capítulo siete

Jenna
Jenna cerró lentamente la puerta de la sala de conferencias,

mordiéndose el labio. Sus tacones resonaron sobre el suelo de madera

noble mientras su mente se aceleraba. La ira y la preocupación

oscurecieron sus facciones.

Había decidido otorgar a Amanda y Jason Ryder, los sobrinos de

Victor Ryder, el beneficio de la duda. Había intentado no juzgarlos por

sus actos absurdos antes de que llegaran. Pero había resultado que aquel

par era más terrorífico de lo que Jenna habría imaginado jamás.

Se detuvo al ver a Carrie apresurándose hacia ella. Arqueó las cejas

para expresar su aprobación a lo que fuera que estuviera cruzando por la

mente de Jenna.

—¿Te puedes creer el descaro de esos hermanos?

—Lo sé. Parecen totalmente insoportables. —Carrie parecía molesta.

—Es de locos. Seguramente los diamantes que lleva encima Amanda


Ryder son suficientes para cubrir los cuatro millones de dólares que

intenta quitar de la boca a los huérfanos.

—Bueno, cuatro millones es un montón de dinero, Jenna. Hemos

visto a otros montar todo este teatro por mucho menos.

Jenna abrió la boca y luego la cerró, bajando la voz antes de

empezar de nuevo.

—¡No cuando poseen miles de millones! ¿Cuando no tienes nada y

crees que una herencia de medio millón te permitirá comprar una casa?

Eso para mí sí es lógico. Incluso es justo en cierto sentido. ¿Pero esto? Es

la mujer más desagradable que me he cruzado jamás.

—Estoy de acuerdo contigo. Es tan...


—Ruin. —Lo dijeron al mismo tiempo, sin obtener ningún placer en

su pensamiento compartido.

—¿Viste su cara cuando ronroneó con delicadeza? «Necesito ese

dinero. Mis gastos se han subido por las nubes. Necesito invertirlo». Esa

mujer tiene acciones en la mina de diamantes de su marido. ¿Y necesita

invertir cuatro millones?

Carrie le pasó una mano por el hombro, y Jenna cerró los ojos.

—Lo sé. Lo sé. Me estoy implicando emocionalmente en esto con

demasiada intensidad.

—Sí, así es. Sentir tanta empatía por los menos afortunados es una

de tus mejores cualidades, pero siendo abogada...

—Lo sé. —suspiró Jenna—. Supongo que entonces iremos a juicio,

¿verdad?

Disgustada, Jenna regresó a su oficina. La avaricia que reflejaban

los rostros de Amanda y Jason Ryder era increíble. Estaba terriblemente

contenta de no haber nacido en el seno de ese tipo de riqueza. No habría

sabido que hablaba como una completa bruja, exactamente igual que

Amanda Ryder.
Frunció el ceño mientras entraba en la oficina. Había visto un brillo

centelleante de color rojo a través de las paredes de cristal. A media que

se aproximaba al enorme y exuberante ramo de flores, el corazón

comenzó a martillearle contra el pecho.

Tuvo que recordarse que odiaba las flores. Sin embargo, estas eran

exquisitas. Jenna nunca había visto nada tan hermoso. Las flores siempre

le habían parecido deprimentes. Simplemente estaban ahí, y no hacían

nada. Y tenías que esperar a que se muriesen o a que les salieran

gusanos para tirarlas a la basura. Porque tirarlas mientras aún estaban

frescas parecía un desperdicio.


Así que te olvidabas de ellas hasta que un día notabas que por fin

estaban muertas y entonces las tirabas a la basura.

Deslizó la mano por el lateral del ramo. El rojo intenso y vibrante

llameaba, y había una cantidad ingente de flores. Tenían que haber

costado una fortuna.

Unos golpecitos en la puerta de cristal lograron que apartara a

regañadientes la mirada de las flores.

—Llegaron mientras estabas con los Ryder. Son preciosas —dijo

entusiasmada Malory.

—Sí que lo son. —Jenna se mordió el labio y se volvió hacia el ramo.

—Hay una tarjeta en el otro lateral. Y Jenna, ¡es dorada! —susurró

su ayudante con regocijo—. Creo que tienes un admirador de mucho

nivel.

Jenna sonrió al ver la excitación de la mujer. Sabía quién era su

admirador solo por la opulencia del ramo. No hacía nada a medias,

¿verdad? La noche que había pasado en su cama era prueba suficiente de

ello.

¿Qué tenía el romance y todas esas cosas cursis para excitar tanto a
las mujeres? Aparte de los casos en los que trabajaba gratuitamente,

Jenna apenas tenía sentimientos profundos por nada más. Hacía mucho

tiempo que los había encerrado en algún lugar de su interior. No tenía

que enfrentarse a ellos. Había tenido que sobrevivir por su cuenta.

Dio la vuelta a su mesa y tomó la tarjeta del lateral del ramo. Era un

poco extraño que Daniel hubiese conseguido localizarla, pero entonces lo

comprendió. Por supuesto. El premio del acto de recaudación de fondos.

Sabía dónde trabajaba y sabía su nombre.

Se recostó en su silla mientras abría la tarjeta.

Casi tan fogosas como tú.

¿Cenas conmigo el viernes? Te recogeré a las ocho.


Jenna hizo un gesto de exasperación y dejó caer la tarjeta en el

cajón de su escritorio, abriendo de golpe el dossier sobre la mesa. ¿Qué

se pensaba Daniel que era? ¿Quién se pensaba que era? ¿Se creía que

podía chasquear los dedos y ella iría corriendo para hacer lo que le

ordenara? ¿Que por unas flores caras y una nota dorada se sentiría

tentada de arreglarse y esperar a que él apareciese? La cantidad cosas a

las que los ricos creían tener derecho era algo ridículo.

Su resentimiento hacia los dos Ryder del demonio se derramó sobre

todos ellos e incluyó a Daniel. De acuerdo, aquel hombre podía comprar

lo que quisiera, pero su tiempo valía más que un puñado de flores.

Aunque fueran las más bonitas que había visto jamás.

Enterró la cara en el dossier y levantó el bolígrafo, pero sus ojos no

dejaban de dirigirse hacia la masa roja centelleante. Tan fogosas como

tú.

Era un cumplido muy dulce, aunque no quisiera volver a verlo. No

había nada malo en estar agradecida por ello. Mordiéndose el labio, se

sintió hipnotizada por el color. Fogosa. Ese era el adjetivo que había

elegido para ella. En realidad, a Jenna no le importaba. Pero ni por los


siete infiernos volvería siquiera a considerar la posibilidad de salir con

Daniel Defoe.

La enorme cantidad de dinero que tenía mataba todo su deseo.

Prefería salir con un hombre que trabajase duro todos los días para

ganarse la vida, no con alguien que se había criado sabiendo que podía

tener cualquier cosa que se le antojase con solo hacer un gesto con la

cabeza. Aquello la ponía enferma.

—¿Y?

Jenna levantó la mirada para ver a Carrie, que estaba allí de pie.

—¿Y qué? —dijo, sonriendo ante la impaciencia que se reflejaba en

el rostro de su amiga.
—¿Quién es?

—No tengo tiempo para salir con nadie. —Jenna sacudió la cabeza.

—No hagas eso. —El rostro de Carrie se ensombreció.

—¿Qué estoy haciendo exactamente que no debería hacer?

—Mira, puedo ser totalmente sincera contigo, ¿verdad?

—Por supuesto.

Exasperada, Carrie puso los ojos en blanco.

—Sal con ese hombre. Llámalo. Las flores son espléndidas.

—No son suficiente.

—No es solo por las flores, Jenna. Necesitas tomarte un tiempo para

ti misma, tener tu propia vida. No es un crimen tener éxito y tener a la

vez una vida amorosa estable.

Jenna se echó a reír y sacudió la cabeza.

—Tengo una cantidad de trabajo asquerosamente grande. Y no

tengo ninguna intención de salir de citas. Especialmente con... —Señaló

hacia las flores con el bolígrafo—. Este tío.

Cuando Carrie se marchó, Jenna se mordió el labio y se quedó

mirando las flores. El recordatorio de su falta de vida amorosa, o de vida,


como había insinuado su amiga, se le clavó en lo más hondo. No

obstante, no era capaz de desentrañar los motivos de Dan para hacer esa

estupidez.

Se habían conocido en una fiesta, habían follado y se habían dicho

adiós. Aquello era lo que se suponía que debía ser el sexo de una noche.

Era su primera incursión en ese tipo de relación, pero tenía la certeza de

que aquel hombre ya dominaba las reglas de los ligues de una noche.

Joder, a esas alturas, seguro que tenía teorías innovadoras sobre el tema.

Era un profesional de la materia. ¿Por qué había ido y le había comprado

esas flores? Ridículo.


No debió haber hecho ningún movimiento, tendría que haberla

dejado en paz. Habían pasado un rato fantástico. No se arrepentía. Se

había sentido eufórica por lo bien que había salido todo. Y ahora Daniel

pensaba cortejarla. ¿Para qué?

¡Tenía veintiséis años, por amor de Dios!

Pero no podía concentrarse en el trabajo. Las fogosas flores

parecían resplandecer con vida propia, reclamando a gritos su atención.

Le resultaban halagadoras, aunque luchaba contra ese sentimiento

imprudente.

Daba igual que hubiera sido el mejor sexo del que había disfrutado

jamás. Jenna era de esas personas que siempre había pensado que el

sexo con la persona que amas era el más gratificante. Se había

equivocado. Se había quedado gozosamente sorprendida de lo bien que

había resultado la noche. Todavía le volvían escenas de los momentos de

delirio en la cama de Dan, cuando él la había hecho correrse una y otra

vez. Y cada vez que él había tenido un orgasmo, ella le había

acompañado. Jenna no había tenido ningún control sobre sus impulsos

carnales. Él los había gobernado y guiado. Había mantenido un control


absoluto sobre cada fibra del cuerpo enardecido de Jenna.

El calor se derramaba sobre ella como si alguien la hubiese regado

con un cubo de líquido abrasador. Se pegaba a su piel manteniéndola

ardiente, excitándola. ¿Tal vez una sola noche más? Se mordió el labio.

¿Y ahora quién se estaba mostrando necesitada?

Apartó ese pensamiento. Era irracional. No tenía por qué volver a

tener sexo con Dan. Lo había tenido y ahora seguía adelante con su vida.

No importaba lo bueno que estuviera o lo sexy que fuera su sonrisa. O

cómo la había excitado la expresión de Daniel en el momento de

acercarse al orgasmo.
Un escalofrío le recorrió la columna y apretó los muslos con fuerza

sobre el asiento. Se estaba excitando allí mismo, sentada en su oficina,

leyendo un dossier sobre cien huérfanos a punto de quedarse sin hogar.

Tenía que quitarse a ese hombre de la cabeza. Tenía que dejar de

pensar en él. No iba a tener sexo con él. Bajo ningún concepto. Además,

¿quién tenía tiempo para eso? Era demasiado mayor para andar jugando

con un hombre una década más joven. Además, estaba demasiado

ocupada para satisfacer los antojos de un niño rico malcriado.


Capítulo ocho

Dan
Mientras caminaba hacia su oficina, Daniel notó al instante que su

secretaria se detuvo en seco y cambió de dirección en cuanto lo vio. No

la culpaba. Últimamente se había mostrado increíblemente airado. Se

había dado cuenta el día anterior, cuando todos sus ejecutivos se le

quedaron mirando con la boca abierta durante su estallido.

Se le agotaba la paciencia y se estaba poniendo nervioso. Era jueves

y aún no había sabido nada de Jenna.

No estaba enfadado con ella. Era apasionada y tenía carácter. Eso

era precisamente lo que le había gustado de ella. Admiraba su carácter.

Pero chico, qué testaruda se estaba mostrando. Lo que le enfurecía era

que, desde esa noche en su apartamento, pensar en Jenna le había

recordado a otra mujer en la que intentaba no pensar.

Sonya, la madre de Bella. Caminó hasta el sofá que había al lado de

los ventanales y se dejó caer. Se frotó las sienes mientras miraba al


exterior. Hacía buen tiempo. Eso también le recordaba a Sonya. Cuanto

más se preocupaba porque Jenna hubiese rechazado la cita para cenar,

más se le nublaba la mente con Sonya.

La tristeza familiar y a menudo reprimida le llenó el pecho. Dejó que

su mente regresara a aquella noche de cuatro años atrás, cuando había

caminado de un lado a otro del corredor del ala de Partos y Nacimientos,

esperando con el estómago revuelto a que Sonya diera a luz.

Entonces era joven. Solo tenía veintidós años en aquel momento, y

Sonya veintiuno. El embarazo había sido una sorpresa, pero ambos

estuvieron encantados ante el inminente nacimiento de su hija. En el

último minuto, Sonya tuvo que someterse a una cesárea porque el parto
no progresaba. Mientras Daniel sostenía admirado a su hija al lado de la

amada cabeza rubia de Sonya, ella había dejado escapar una risa. Incluso

le había sonreído y besado antes de que una expresión aturdida cruzara

de repente su rostro.

Daniel se había quedado de pie, confundido y paralizado cuando el

monitor empezó a pitar ruidosamente. Y Sonya cerró los ojos.

Recordaba el horror, reviviendo el momento como si hubiera sido el

día anterior. Los médicos empezaron a hablar todos a la vez. Le había

pasado el bebé a un médico para estar con Sonya. Daniel no dejaba de

pronunciar su nombre, preguntando por qué se había quedado dormida.

Y entonces le sacaron de la sala.

Apoyó los codos sobre las rodillas, dejando que la cabeza le colgara,

buscando una mancha en la alfombra en la que fijar la vista mientras

intentaba controlar la angustia que le estaba destrozando el corazón. No

había ninguna mancha en la que concentrarse. Todo estaba

inmaculadamente limpio. E incluso eso le molestaba.

Veinticinco minutos después de abandonar la sala donde su amor de

instituto yacía sobre mesa de operaciones para someterse a una cesárea,


los médicos habían salido y le habían dicho que no había habido nada que

ellos pudieran hacer. Sonya había sufrido un aneurisma cerebral y había

fallecido.

No recordaba mucho de lo que sucedió después de aquello. Se había

quedado allí de pie durante lo que le pareció un segundo, pero

probablemente habían sido horas, hasta que la mano familiar de su

madre en el hombro lo había sobresaltado. Tenía los ojos secos de

lágrimas, pero estaba aturdido, atrapado en una pesadilla. Finalmente,

las lágrimas en los ojos de su madre lo sacaron de allí.

Preciosa, divertida y terca Sonya. El cabello rubio de Bella y sus ojos

de color aguamarina eran una réplica exacta de los de su madre, y así


conservaba una parte de Sonya. Pero, después de eso, su vida había

llegado a un punto muerto.

Durante mucho tiempo se había castigado por la pérdida de Sonya.

Se había convertido en un ermitaño. La madre de Daniel se había

mudado con él para cuidar de Bella, y también contrataron una niñera.

Transcurrió mucho tiempo antes de que aceptara el sufrimiento que le

produjeron las últimas palabras de Sonya: «Te amo».

Y decidió cambiar de vida.

Sonya habría querido que pasara página.

Levantó la cabeza de golpe ante aquel pensamiento. Esta era la

primera vez en cuatro años que se le cruzaba por la cabeza la idea de

tener una familia con alguien que no fuera Sonya. Aquello le provocó

punzadas de dolor y esperanza.

Nunca había sentido esa conexión y atracción con nadie más

después de Sonya. Ni siquiera se había imaginado que fuese posible.

Pero ahora había ocurrido, y de ninguna forma iba a permitir que Jenna

lo rechazara solo porque había tenido un rollo frívolo de una noche.

Quería más. Quería intentarlo al menos. Esta podría ser su última


oportunidad de encontrar algo como lo que había tenido con Sonya, y no

podía dejar escapar la oportunidad.

De camino a su escritorio levantó el teléfono y se desplazó por su

lista de contactos. Hizo una llamada al jefe de seguridad de

Vanderwoodsen. Esperó a que le diera la información que necesitaba: la

dirección del apartamento de Jenna.

No iba a permitir que Jenna se saliera tercamente con la suya. El

sexo había sido eléctrico. Era imposible que ella no hubiese sentido la

conexión mientras charlaban. Se presentaría en el apartamento de Jenna

el viernes a las ocho de la tarde, tal y como le había dicho en su nota.

Daba igual si ella contestaba a la nota o no.


En realidad, no le importaba si ella aceptaba salir con él,

especialmente después de presentarse en su puerta de esa forma tan

siniestra y acechadora. Se rio para sí. Aunque Jenna rechazara la

invitación, al menos conseguiría verla. Tendría la oportunidad de evaluar

los sentimientos arrolladores en los que estaba envuelto. Verla le daría la

oportunidad de pensar qué era lo que sentía en realidad. Si sus

sentimientos salían reforzados al ver a esa terca belleza con la que se

había acostado el fin de semana anterior, se aseguraría de conseguir que

saliera con él.

Miró de nuevo el teléfono con impaciencia. Ahora todo lo que

necesitaba era su dirección.


Capítulo nueve

Jenna
Jenna terminó de encargar por teléfono la comida para llevar. Dejó

el menú de su restaurante indio favorito y tomó una copa de merlot.

Pensándolo mejor, también cogió la botella.

Los viernes por la noche en casa siempre estaban dedicados a

saborear un placer culpable. No era introvertida ni una ermitaña, pero le

gustaba un viernes de vez en cuando sin ningún evento al que asistir y

ninguna persona con la que salir o ningún amigo con el que ponerse al

día. Solo ella, su merlot y su comida india para llevar.

La voz familiar de Stevie Nicks resonó en su espaciosa sala de estar.

Desplomándose sobre el sofá, tomó un sorbo de su merlot y cambió

rápidamente de canal de televisión. Sacudió la cabeza al no encontrar

nada para ver, pero finalmente dio con un concurso de cocina y se

acurrucó. La mantendría distraída mientras esperaba a que llegase la

cena.
Rellenó la copa, sintiendo la calidez del alcohol recorriéndole el

cuerpo. Hizo girar el líquido de intensa tonalidad rubí en la copa. Le

recordaba a las rosas que había recibido cuatro días antes. Y su pecho se

encogió con arrepentimiento momentáneo.

Dio un respingo al oír un golpe con los nudillos en la puerta.

Agradecida por la distracción que le impedía volver a pensar de nuevo en

Daniel Defoe, miró el reloj. Tres minutos. Nunca le habían traído la

comida tan rápidamente. Decidida a dar una generosa propina al chico

del reparto, depositó la copa, sintiéndose un poco achispada. Aunque era

una sensación cálida, maravillosa y relajante. Abrió la puerta principal de

golpe.
Y se quedó paralizada.

—¡Daniel! —su voz surgió como un graznido asombrado y

estupefacto. Se aclaró la garganta mientras abría y cerraba los labios,

incapaz de articular una palabra. En el medio segundo que tardó en

comprobar que era realmente Daniel quien estaba allí de pie y no el chico

del reparto del restaurante indio, observó varias cosas importantes.

Daniel parecía la personificación del sexo con piernas. Era más

atractivo de lo que recordaba, y más alto. Sus hombros abarcaban todo el

umbral. La última vez que lo había visto, Jenna llevaba tacones y ahora

estaba descalza. Se alzaba sobre ella con su metro noventa y cinco.

En ese momento se olvidó de lo joven y poco adecuado que era para

ella. Irradiaba oleadas de fuerza. Olvidó convenientemente que, aunque

tenía veintiséis años, no había nada inmaduro en él. Era poder,

magnetismo y lujuria, todo ello envuelto en un delicioso paquete.

Y entonces Jenna retrocedió.

—¿Qué estas...?

Daniel arqueó una ceja y dio un paso hacia adelante.

—¿Puedo entrar?
Jenna se quedó con la boca abierta mientras él entraba decidido.

¿Estaba muy borracha o Daniel había hecho esa pregunta después de

entrar en su apartamento?

—Qué estás haciendo?

Daniel se volvió hacia ella.

—¿No me esperabas?

Jenna ladeó la cabeza e intentó disimular que su corazón latía

errático a toda velocidad. Todo su cuerpo era consciente de su

proximidad, y su mente conjuraba imágenes de Daniel desnudo, de su

miembro duro señalando hacia ella con codicia descarada.

—¿Por qué debería? Te envié una nota.


Daniel sonrió y se sentó justo donde antes había estado sentada

Jenna. Se inclinó hacia adelante y tomó la copa de merlot.

Jenna cerró lentamente la puerta y miró de soslayo al espejo que

había al lado de la entrada. Mierda. Tenía la cara recién lavada y el

cabello recogido en un moño descuidado sobre la coronilla. Y llevaba una

camiseta morada desgastada y pantalones de pijama grises.

Le sorprendió que Daniel no se hubiese marchado inmediatamente

al verla de esa guisa.

—Es bueno. —Daniel se rellenó la copa—. Ven y acompáñame. Toma

un trago.

Jenna se rio entre dientes ante su desfachatez. Lo que estaba

haciendo era obvio. Jenna se cruzó de brazos, más debido a su timidez

que a otra cosa.

—Vaya, gracias señor Defoe. Por ofrecerme mi merlot en mi copa en

mi apartamento.

—Estoy siendo educado. —Daniel soltó una risa.

Jenna se mordió el labio. Eso no iba bien. Ya se había sentido

tentada de sentarse a su lado y deslizar la mano por la pierna de Daniel


para ver a qué velocidad le ponía la polla dura como una roca. El

pensamiento la puso increíblemente nerviosa y cohibida. Levantó las dos

manos para alisarse el cabello hacia atrás, aunque sabía que, llegados a

ese punto, ya era inútil. Lo mejor que podía hacer para mejorar su

aspecto era ir a su dormitorio, ponerse algo de lápiz de labios y colorete

y volver con algunas prendas más civilizadas, a la altura de su traje de

Brooks Brothers. Pero eso era algo impensable. De ninguna forma dejaría

que Daniel supiera que le preocupaba su aspecto.

—No te invité a venir —soltó enfadada, asustada por la fuerza de su

voz. Había más pánico que rabia, pero si le ofendía, se iría.


—¿No? —Daniel sonrió descaradamente, recostándose y tomando un

sorbo de la copa—. ¿Esto es algo frecuente? ¿Te gusta emborracharte los

viernes por la noche?

—Daniel... —suspiró Jenna, perdiendo la batalla. Era demasiado

encantador. Y también tierno en cierto sentido, intentando claramente

que Jenna se relajara. Estaba loco—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—He venido a verte. Ven y siéntate.

—Recuerdo claramente que no respondí a tu oferta de una cita —se

negó Jenna.

—Sí, y me pareció increíblemente grosero por tu parte.

—¿Nos creemos con derecho a todo? —gritó Jenna, furiosa. Por eso

no le había contestado. Finalmente, la tentación y la lujuria se disiparon.

El niñato malcriado acostumbrado a conseguir todo lo que quería. Bueno,

pues ella no era tan fácil.

La expresión de Daniel cambió.

—No con derecho a todo. Solo desesperado por verte.

A Jenna le dio un vuelco el corazón. El gesto de humildad de su

rostro la confundía. El niño rico malcriado parecía sincero.


—¿Cómo descubriste dónde vivo?

—Pedí un favor a un amigo.

Jenna suspiró.

—Ninguno de tus amigos me conoce. Te imagino siguiéndome a casa

desde el trabajo y, para ser sincera, la idea me produce escalofríos.

Daniel se rio a carcajadas y el sonido retumbó por todo el

apartamento. Estaba vivo, al igual que las extremidades de Jenna, al

igual que todo su cuerpo. Su presencia la envolvía y destruía todo

pensamiento sensato.

Jenna deseaba que Daniel se quedase. El apartamento ya no parecía

triste. Era emocionante y palpitaba de vida, simplemente porque ese


hombre enigmático y sexy se recostaba en el centro de su salón. Daniel

rio abierta e intensamente.

—¿Te sientas por lo menos mientras hablamos? Tenerte ahí de pie

hace que esta cita resulte muy embarazosa.

Jenna cambió el peso de un pie desnudo al otro. Tal vez si se

sentaba su estado patético y desaliñado no sería tan obvio. Se sentó en el

extremo opuesto del sofá, encogiendo las piernas y cruzándolas sobre el

asiento.

—Te prometo que no te he seguido.

—Entonces, ¿cómo has llegado hasta aquí? Necesito respuestas. —

Daniel le pasó la copa de merlot y ella la tomó—. Te daría las gracias,

pero es mi copa.

Daniel se mordió los labios y rio entre dientes, con un brillo

endiablado en los ojos. Jesús. Le gustaba mucho Jenna. Se sentía atraído

por ella incluso después de verla con la camiseta desgastada y sin

maquillaje. Y Jenna ni siquiera le había tocado.

—Llamé a una persona de seguridad que antes era comisario. No

pudo conseguirme lo que quería.


—Y entonces me seguiste.

—No. ¿Conoces a Bill Whyte?

Jenna abrió los ojos.

—¿Bill Whyte? Es mi jefe. Sí, le conozco.

—Bien... —Daniel trataba de ocultar la risa, pero sus labios

temblaban sensualmente—. Le llamé y le pedí un favor. —Daniel hizo una

mueca—. Y seguí a partir de ahí.

—Bill nunca te daría mi dirección porque eso es acoso y... —Jenna

soltó un bufido.

—La mujer de Bill es amiga de mi madre. Salen juntas con mucha

frecuencia.
—Usas tus contactos para conseguir lo que quieres. Deberías saber

que ahora mismo no me resultas nada atractivo.

—Me sorprendió que Bill fuera tan protector contigo. Habría

pensado que está enamorado de ti por la forma en que se puso tenso de

repente y las preguntas que empezó a lanzarme. Creo que es una cosa

típica de abogados. Tú también tienes tendencia a actuar así.

—Así que no te dio mi dirección, ¿verdad?

—Ah, sí que me la dio. —Daniel rellenó la copa y se la pasó a Jenna

—. Este vino es realmente bueno.

Jenna puso los ojos en blanco.

—Lo compré yo, ya sé que es bueno. —Pero Dan estaba empeñado

en quedarse y no ofenderse por nada.

—Bill me hizo prometer que no iba a acecharte. Pero me conoce, así

que todo se resolvió al final. Me encanta. —Movió la cabeza al ritmo de la

pista de Stevie—. Tienes buen gusto para la música. ¿Tu gusto para los

hombres es igual?

—Si así fuera, eso significaría que tus posibilidades se han esfumado

—respondió Jenna con una carcajada.


—No estoy tan mal, Jenna. Lo sabes —rio Daniel sonoramente.

Jenna lo sabía. Ese era precisamente el problema. Intentaba

mantener la lucidez, pero era muy difícil con el aspecto deliciosamente

tentador de Daniel. Una parte de ella deseaba fervientemente que se

marchara. No quería verlo, porque le había costado mucho esfuerzo

mantener su mente alejada de él durante la semana anterior. Daniel se

las arreglaba para excitarla sin ni siquiera saberlo. Haciendo que

recordara las risas que habían compartido en medio de la noche,

mientras descansaban antes de que la pasión comenzara de nuevo. De

hecho, se estaba divirtiendo demasiado sentada allí y charlando con él.

Aunque pretendiera mostrarse remilgada y cabreada, su corazón


palpitaba salvaje como el de una adolescente. Deseaba mantenerlo allí

mismo. Luchó contra la excitación juvenil que la atrapaba de nuevo.

No necesitaba un hombre para divertirse. Disfrutaba quedándose

sola los viernes por la noche. Se lo estaba pasando más que bien a solas

consigo misma, disfrutando con su merlot y esperando impaciente la

comida india.

Pero entonces Daniel se giró en el sofá para mirarla a la cara, y

Jenna fue intensamente consciente de lo que se estaba divirtiendo en ese

momento. Daniel la divertía y la excitaba, y Jenna tenía que impedirse

disfrutar tan plenamente de su presencia.

Buscó en su mente algo que decir mientras sus pensamientos se

llenaban de la imagen de Daniel cerniéndose sobre ella, con los bíceps

flexionados, los hombros tensos soportando su peso para no aplastarla y

golpeando con la pelvis entre las piernas de Jenna. La había llenado tan

completamente... De nuevo, sus entrañas se estremecieron traicioneras

con la expectativa. Notó que tenía las mejillas en llamas. Daniel parecía

adivinar lo que pasaba por su mente, y sintió pánico ante la posibilidad

de que fuera así.


—Bill Whyte es como un padre para mí.

—¿De verdad? —sonrió Daniel con aspecto astuto al comprobar que

ella estaba intentando desviar su atención del deseo que sentía por él.

—Mmm. —Ella siguió charlando, desesperada por mantener su

cabeza, y también la de Daniel, alejada de lo que podría ocurrir ahora

que volvían a estar a solas—. Nos respetamos mucho. No me sorprende

que Bill se mostrara tan protector conmigo.

Daniel había pasado el brazo por el respaldo del sofá, y sus ojos de

color avellana taladraban los de Jenna. Casi podía presentir lo que estaba

pensando, admirándola tan abierta, descarada y desvergonzadamente.

Estaba dejando claro que sabía exactamente lo que se traía entre manos.
Jenna se levantó de un salto al oír el timbre de la puerta, agradecida

por la distracción.

—Eso es... —Comprendió demasiado tarde que no necesitaba dar

una explicación. Caminó directa a la puerta y pagó al sonriente chico del

reparto, que divisó a Daniel en el sofá de Jenna y sonrió aún más. Jenna

se sintió patética. Incluso el chico del reparto sabía que se quedaba sola

en casa los fines de semana y que bebía merlot. Vaya vida que llevaba.

Patética a los ojos de los demás. Carrie también había dejado claro que

Jenna no tenía vida porque estaba casada con su trabajo.

Volvió hacia el sofá con dos bolsas grandes en la mano, pero se

detuvo. ¿Y ahora qué? ¿Se suponía que iba a sentarse, comer con él, y

pretender que no le estaba imponiendo la cita? Aunque estuviera

secretamente encantada de que hubiese aparecido.

—Iba a cenar —dijo, atrapada en una situación incómoda.

—Bien, me encanta la comida india.

Jenna cerró los ojos y una risa escapó de sus labios. Dejó caer la

cabeza en señal de derrota y dio un pisotón en su dirección.

—Eres incorregible. —Colocó las bolsas en la mesita de centro que


tenía delante—. Es terriblemente difícil enfadarse contigo.

—Espera, ¿todo este tiempo estabas enfadada conmigo? —Daniel

arrugó las cejas, simulando confusión.

Jenna puso los ojos en blanco y se echó a reír.

—Sí, cuando irrumpiste en mi casa, y después, cuando robaste mi

vino. Y más tarde...

—¿Como ahora que te estoy robando esta torta de pan? —Y se llenó

la boca con un pedazo de pan tierno—. Joder, qué bueno está. ¿Qué lugar

es ese?

Jenna suspiró. Daniel era demasiado guapo para su propio bien. Y ni

siquiera deseaba empezar a reconocer lo malo que era para su cordura.


—Me estás cabreando ahora mismo.

—Haces que suene como algo muy bueno... perverso. —La risa de su

respuesta la hizo sonreír.

Con una sonrisa burlona en los labios, Jenna masticó lentamente el

pedazo de pan, eligiendo no responder. Cuando Daniel bajó los ojos hasta

los labios de Jenna, ella se deleitó en la ardorosa atención, en la calidez

de su mirada. Estaba volviéndola loca con esa forma de mirarla. Como si

prefiriese mordisquear su boca en lugar del pan.

—¿Estás esperando a que responda a esa afirmación?

—Por supuesto.

—Bueno, espero que no hayas pensado contener la respiración —le

dijo, sonriendo con dulzura.

Jenna se relajó. ¿Qué más daba? Aquel hombre estaba muy bueno.

Se sentía atraído por ella y era divertido. En esa situación ganaban

ambos, daba igual el ángulo desde el que lo mirase. Sacó de las bolsas el

resto de los envases de la comida para llevar y las esparció por la mesa

de centro. Para alcanzarlas, Jenna tenía que acercarse más a Daniel.

—Me muero de hambre. —Jenna clavó el tenedor en el pollo y se lo


metió en la boca. Y lo mismo hizo él.

—Dios, qué bueno está. Pero ¿estás segura de que no esperabas que

viniera?

—Completamente segura.

—¿Y normalmente encargas comida suficiente para un regimiento?

Jenna se rio a carcajadas cubriéndose la boca.

—No conseguía decidirme sobre qué pedir, así que me limité a

encargar un poco de todo lo que me gusta.

Se sentaron y comieron juntos, algunas veces a la vez del mismo

envase de comida. Los tenedores se entrechocaban mientras él se

burlaba de ella. Jenna se levantó a por otra copa de merlot, pero él la


arrastró de vuelta al sofá y se levantó él a la cocina. Estaba totalmente a

sus anchas en el pequeño apartamento de Jenna.

Informal. Sexy.

Jenna no podía más. Todo se había detenido cuando lo vio de pie

detrás de la isla de la cocina, con un aspecto enorme enfundado en su

camisa blanca almidonada mientras hacía una incursión en su nevera.

Era como si hubiese estado en su cocina una docena de veces.

Finalmente, aquel hombre insistente agarró dos botellines de cerveza y

sirvió otra copa de merlot.

Cuando regresó, sonrió al ver su expresión vacía.

—¿Qué?

Jenna sacudió la cabeza y volvió a sentarse en el sofá.

Completamente llena, rechazó la cerveza y tomó su copa de vino.

—Tengo que decir que estoy un poco ofendido por cómo

reaccionaste a mi nota.

—Y, por supuesto, ese es el motivo por el que te has presentado

inesperadamente —sonrió Jenna sobre su copa.

—¿Por qué diablos ha sido inesperado si te dije específicamente que


iba a venir?

Jenna puso los ojos en blanco.

—Estaba ofendido porque ni siquiera te molestaste en contactar

conmigo para la cena.

Jenna suspiró. Le resultaba difícil contener la sonrisa, ya que sabía

que había hecho mal. Había sido increíblemente grosero por su parte.

Había pensado que era mejor ofenderlo con la esperanza de que le

entrara algo de sentido común. También había evitado devolver su

llamada, e incluso rechazarla, porque tenía la sensación de que sería

débil y cedería. Y había tenido razón. No habría sido capaz de rechazar a

ese hombre de ninguna manera, ni siquiera por teléfono.


—No era algo personal, Daniel. Simplemente estaba demasiado

liada en el trabajo. —Entonces Daniel esperó a que diera más

explicaciones, y ella le miró de reojo. Daniel quería que hablara. Un

hombre que no quería hablar de sí mismo, especialmente cuando parecía

que le gustaba—. Tuve un día horrible con un caso en el que estoy

trabajando, y simplemente quería pasar la noche sola. —Jenna se detuvo.

Seguro que ese comentario sobre su semana ya era más que suficiente.

—Cuéntame más sobre tu caso.

—¿Como qué? ¿Detalles? —Jenna abrió los ojos.

—Sí.

Se detuvo un instante para empaparse de la visión de Daniel y

relacionarla con su peculiar interés en el caso.

—Ehh. Es este caso que acepté recientemente... —Y sus ojos se

quedaron pegados a los ojos agudamente intuitivos de Daniel mientras

relataba los detalles. Daniel parecía seducido. Y no sexualmente. Estaba

pendiente de cada palabra que brotaba de su boca. Jenna estaba

acostumbrada a hablar tan poco como fuera posible cuando estaba fuera

de los tribunales. Estaba paralizada por su atención. Se descubrió


explicando el caso en detalle: la avaricia de los hermanos Ryder y su

propia terquedad. Describió las preocupaciones del custodio del orfanato

acerca de su futuro—. Y he conocido oficialmente a tantos esnobs

durante mi carrera que creo que la riqueza corrompe la moral de las

personas, convirtiéndolos en seres humanos despreciables.

Daniel no respondió a esa declaración. Jenna era plenamente

consciente de que Daniel encajaba en esa categoría. Se dio cuenta de que

era una generalización. Había una persona rica y humilde sentada frente

a Jenna y compartía con ella una copa de merlot. Daniel contradecía su

teoría sin intentarlo siquiera.


—Se va a fijar una fecha para el juicio. No hay acuerdo y tengo muy

buenas sensaciones con este caso. ¡Pero me siento miserable! Ese

hombre tiene que luchar por la herencia legítima de esos pobres niños. —

Jenna se quedó paralizada y su corazón latía con más fuerza—. Lo siento

mucho, Daniel.

—¿Por qué? —Daniel frunció el ceño hasta juntar las cejas.

Jenna se sonrojó, tirando alicaída de un hilo de la tapicería de su

sofá gris. Miró compungida a Daniel. El pobre no había hecho nada malo.

Simplemente se las había apañado para enviarle esas flores

impresionantes en el momento más inoportuno, justo después de que se

reuniera con los desalmados hermanos Ryder. En ese momento se había

sentido muy cabreada y agitada por la injusticia que habían cometido los

ricos y poderosos.

Y había descargado su frustración sobre él. En realidad, se había

esforzado tanto por olvidarle que había hecho un trabajo demasiado

bueno. Había logrado olvidar lo maravilloso que era. Había elegido

recordar solo una cosa que Daniel había evocado en ella: lujuria. Aparte

del placer carnal, Jenna se había negado a dejar que nada más entrara en
la ecuación.

Estaba claro que había habido mucho más que eso, como se lo

recordaba cada segundo que pasaba Daniel sentado frente a ella siendo

él mismo de forma tan notoria y única.

—Las flores eran preciosas, me encantaron. ¡Y ni siquiera me gustan

las flores! —exclamó—. Eran perfectas. Sinceramente, fue muy grosero

por mi parte no llamarte, aunque quisiera rechazar la invitación. Me

siento como una zorra.

—Eso es muy fuerte. Estoy bien. El corazón ya me está cicatrizando

—se burló Daniel.


Jenna se rio culpable, alzando la vista a través de sus párpados

entrecerrados.

—Aun así, lo siento.

—Mmm. —Daniel paseó la mirada por la sala de estar—. Te perdono

con una condición.

—¿Cuál es? —Jenna arqueó las cejas.

Daniel señaló la consola Wii. Jenna se echó a reír antes incluso de

que Daniel hiciera su petición en voz alta.

—Juega una partida de Mario Kart conmigo.

—¿En serio? ¿Quieres decirme que juegas a Mario Kart en tu tiempo

libre?

Daniel hizo una mueca.

—Señorita, tiene usted un montón de ideas preconcebidas e

inexactas sobre los ricos —dijo, haciendo énfasis en la palabra.

Pero Jenna se alegró y se rio de ello.

—Estoy segura de que eres malísimo. ¿Tienes un mayordomo que

maneja los mandos por ti?

—Cinco pavos a que te gano. —Daniel arqueó una ceja, desafiante.


—No puedo creerme que esté teniendo esta conversación. ¡Daniel

Defoe se apuesta nada menos que cinco pavos! —rio Jenna a carcajadas.

—Bueno... —se burló Daniel mientras se levantaba a preparar la

consola—. No me he traído la chequera, así que tendré que usar el

cambio que tengo en la cartera.

Jenna no podía dejar de reír mientras jugaban. Sabía que no estaba

simulando ser alguien que no era. Era de verdad ese hombre divertido y

encantador. Su risa era auténtica y no parecía en absoluto incómodo allí

de pie, jugando descalzo en su sala de estar.


Se sentía más atraída hacia él en ese momento que cuando lo vio

rodeado de una horda de invitados enjoyados en la fiesta de recaudación

de fondos. Daniel estaba haciendo que perdiera la cabeza.

—¡Maldición! —gritó de buen humor cuando Daniel la ganó con

facilidad.

—¡Chúpate esa!

Jenna se dejó caer contra el sofá y puso una mueca cuando Daniel

extendió la mano con la palma hacia arriba.

—¿Me estás tomando el pelo? ¿Me vas a hacer pagar cinco dólares

por perder una apuesta cuando ganas mil millones de dólares al mes?

Daniel hizo una mueca.

—¿Mil millones de dólares al mes? ¡Vaya! —Se rieron al unísono—.

Una apuesta es una apuesta. Y, de todas formas, necesito esos cinco

pavos para pagar el taxi.

Jenna agarró su cartera de la mesita de café.

—De acuerdo. —Le dio un billete de cinco dólares. Daniel se lo

guardó en el bolsillo con aspecto de haber ganado la lotería.

—Como soy tan codicioso... —se burló, inclinándose para acercarse


más—. Hay algo más que quiero.

—Justo cuando estaba empezando a pensar que mi generalización

acerca de los de tu especie era inexacta —asintió Jenna.

Pero le faltó el aliento al pronunciar esas palabras. Se mordió el

labio cuando el dedo de Dan subió acariciándole la mejilla hasta su

cabello, deshaciendo su moño enmarañado. El cabello se le derramó

alrededor del rostro. Daniel tomó un mechón entre sus dedos, mirándolo

fijamente como si se tratara de hilo de oro.

—No sé los demás, pero yo me siento codicioso ahora mismo. —Su

mano se deslizó por el lateral del rostro de Jenna y agarró firmemente su


nuca. Jenna ahogó un gemido, aferrándose a sus anchos hombros cuando

la boca de Daniel se cerró hambrienta sobre la suya.

No había rastro de paciencia ni contención en su beso. En cuanto

sus labios chocaron contra los de Jenna, el beso explotó. Jenna se sintió

empujada hacia atrás contra el brazo del sofá mientras él se encorvaba

sobre ella, empujando su cuerpo hacia abajo y colocándose entre los

muslos abiertos de Jenna.

Jenna era intensamente consciente del aroma de Dan. Ese aroma

familiar, embriagador...

Lo había saboreado al abandonar su apartamento el fin de semana

anterior y después lo había perdido. Los días posteriores se había

preguntado si se habría imaginado lo embriagador que era su aroma.

Pero no lo había imaginado. Era real. Era intenso, ahogaba sus sentidos.

Los dedos de Dan se apretaron contra su nuca y con la mano su mano

libre se aferraba a un lateral de la cintura de Jenna. Estaba en todas

partes, sobándola, sosteniéndola, devorándola. Jenna yacía bajo su peso,

acompañando los movimientos hambrientos de su boca mientras esta se

deslizaba sobre sus ávidos labios. Sentía su mismo ardor, pero estaba
aturdida por su ferocidad. Los dientes de Daniel se arrastraron por su

labio inferior y después chuparon el arañazo mientras se abría paso con

la lengua entre los labios de Jenna y los acariciaba con toda su humedad.

Un gemido quebrado salió del cuerpo de Jenna mientras se agarraba

a ambos lados de la cintura de Daniel. Enrolló una pierna en la suya para

empujar la ingle de Daniel hacia el palpitante espacio entre sus piernas.

La calidez de su sexo la abrasaba, y levantó más la cabeza para besarlo

con más fuerza. Los sentidos de Jenna se volvieron locos con la presión

de ambos luchando por besarse más profundamente, saborearse más,

tener más, hacer que sus sentidos enloquecieran.


Atrapando su labio superior con los dientes, Dan le subió la

camiseta y acunó en su mano la plenitud de su teta. Ella gimió cuando

hundió los dedos en su carne y bajó con las uñas la copa de encaje del

sujetador. El pezón de Jenna se elevó como un resorte, pero Daniel se

apresuró a agarrarlo con la palma de la mano y pellizcarlo.

Su seno estaba tierno y dolorido, y palpitaba con vida propia.

Abrumada por la necesidad de sentir de nuevo el cuerpo desnudo de

Daniel aplastándola, olvidó que había irrumpido allí. Olvidó que no había

querido verlo. Olvidó que había apuntado mentalmente docenas de

motivos por los que volver a acostarse con él era una idea terrible.

Esto no tenía nada que ver con la privación de sexo. Esto era a

causa de ese hombre, era por su fuerza, la forma en que hablaba, la

forma en que la hacía reír. El anhelo había enraizado inmediatamente, y

Jenna percibía el cambio resultante en él. Sus manos se mostraban rudas

sobre ella, como si memorizar todas las curvas de su cuerpo fuese de la

máxima importancia. Parecía que, acariciándolo, intentaba imprimir la

imagen de cada centímetro de la silueta de Jenna en su memoria.

—He intentado con todas mis fuerzas apartarte de mi mente —dijo.


El corazón de Jenna dejó de latir por un instante al oír la confesión.

Deslizó las manos por la parte de atrás de sus pantalones y el sonido

animal que emitió como respuesta le atravesó vibrando el pecho y los

labios hasta acabar en la boca de Jenna. Era un gruñido roto. Jenna clavó

sus uñas cortas en la carne de Daniel justo en el momento en el que él le

soltaba la nuca y metía la mano por la parte delantera de sus pantalones.

Jenna ahogó un gemido y su boca perdió el contacto con la de

Daniel.

Daniel se cernía sobre ella con su metro noventa y cinco de

músculos y de increíble destreza sexual. Su rostro se endureció con la


urgencia del ansia de su cuerpo, y enderezó el cuello. Tenía los labios

abiertos y húmedos con la saliva de Jenna.

—Necesito sentirte de nuevo. —Arrastró la mano con aspereza por

las caderas de Jenna y agarró con fuerza su carne prieta y redondeada—.

Necesito volver a follarte intensamente y hacer que tu coño se cierre en

torno a mi polla.

Jenna cerró los ojos con las mejillas ardiendo. No podía hablar y se

limitó a agarrarse a sus caderas musculadas y a morderse el labio. Vio el

delirio en los ojos de Daniel.

Sus manos se movieron rápidamente, la enderezaron y le quitaron la

camiseta. Los ojos de Daniel se paseaban insaciables sobre la teta que

colgaba fuera de la copa de encaje de color azul pálido de su sostén, y

entonces, tiró con alborozo de la otra copa. Jenna sabía que estaba

jugando con sus tetas. Ella también estaba ansiosa por jugar.

Le sacó la camisa de los pantalones y se la desabrochó rápidamente

con dedos temblorosos por la excitación. Acababa de agarrarlo por el

hombro y atrapar su boca con los labios cuando Daniel se bajó del sofá,

desabrochándose el cinturón y quitándose los pantalones.


Jenna dejó escapar una respiración acelerada. Gimió mientras él la

arrastraba de lado y le quitaba los pantalones. La movía de un lado a

otro, dejándola dichosamente a su merced. Aquello la encantaba. Había

un fuego indescriptible en Daniel y estaba avivando las mismas llamas en

su interior. Jenna se inclinó hacia adelante y agarró el duro miembro

atrapado bajo los bóxers blancos y ceñidos. Daniel se inclinó y sus manos

acariciaron las mejillas de Jenna con sorprendente ternura mientras le

mordía los labios.

Jenna gimió con un gruñido quejumbroso mientras la palma de su

mano exploraba la generosa longitud de su polla. La apretó, sintiendo


cómo la dureza granítica de su miembro palpitaba erráticamente. Su

sujetador se soltó.

Con prisa por saborearlo, Jenna se separó del beso y bajó la cabeza.

El gruñido de Daniel reverberó por la habitación cuando Jenna bajó con

los labios el elástico de sus bóxers, frotándose contra el vello que bajaba

hasta el miembro. La lengua de Jenna se movía sobre el vello, y los

abdominales de Daniel se flexionaron mientras sus manos apretaban

fuertemente el cabello de Jenna. Sin desear detenerse y ávida de más,

Jenna enganchó el elástico de los bóxers con los dedos y tiró de ellos

hacia abajo.

Su polla se liberó y golpeó suavemente contra la mandíbula de

Jenna, y ella acarició con su mejilla la calidez del pene. Deslizó la lengua

alrededor del glande.

—¡Me estás volviendo loco! Me voy a correr con solo verte

ronronear contra mi polla.

Su gruñido era agitado y lleno de incredulidad. La respiración de

Daniel se tornó áspera cuando ella empezó a chuparle la cabeza de la

polla y el sabor salado y acre del líquido preseminal le cubrió la lengua.


Cogió el miembro con las manos. Las venas gruesas y púrpuras cubrían

la polla.

Mordiéndose el labio, se deleitó en la sedosa sensación de la piel

suave y satinada que recubría el sólido granito. Queriendo probar su

potencia, pellizcó el pene y Daniel gimió, empujando hacia adelante con

las caderas. Jenna levantó la vista y cerró los ojos con un parpadeo

cuando Daniel rodeó cuidadosamente su rostro con ambas manos y lo

levantó. Daniel no apartó la mirada y ni se movió, así que Jenna se detuvo

para devolver la mirada a sus pupilas doradas.


Gobernada por el ardor de los ojos de Daniel, Jenna deslizó una

mano para acariciarle las pelotas. Bajó la boca hasta la cabeza de su

polla.

Apretó los labios alrededor del glande. Daniel se estremecía

mientras ella jugaba con sus pelotas, atormentándolo, dándole placer.

Sus mejillas succionaban, hundiéndose cuando chupaba, y entonces dejó

que el pene de Daniel se deslizara hasta el fondo de su garganta.

Cerrando los ojos mientras movía lentamente la cabeza hacia

adelante y hacia atrás, Jenna volvió a deslizar las manos para agarrarse a

las caderas de Daniel. Jenna chupaba, aplastando la lengua contra la

base de su polla, deleitándose con sus gruñidos cada vez que el glande la

golpeaba en el fondo de la garganta.

Era tan grande que apenas le cabían unos centímetros dentro de la

boca. Pero Jenna no podía detenerse. Sacó el glande hasta los labios y

rápidamente sustituyó la humedad de su boca por las palmas de las

manos, agarrando la polla firmemente con el puño y moviéndose adelante

y atrás, pellizcando con suavidad cuando llegaba a la base. Jenna quería

que Daniel se corriese en su boca, pero cuando estaba a punto de decirlo,


él la agarró por la nuca y le levantó la cabeza. Su boca cubrió los labios

temblorosos de Jenna.

Jenna se vio rudamente empujada contra su poderoso cuerpo, con la

polla todavía húmeda arrastrándose sobre su ombligo. Y entonces, con la

misma brusquedad, Daniel la giró y colocó la parte baja del cuerpo de

Jenna en la posición adecuada para recibir su pene.

Se rindió ante su poderoso cuerpo. El brazo de Daniel se apretó

contra su cintura mientras empujaba la polla contra su coño. Jenna gemía

delirando de placer y dejó caer la cabeza sobre el hombro de Daniel.

Atormentándola, embistió por su raja sin llegar a penetrar su cuerpo.


Entonces se giró y su polla la penetró con fuerza suficiente para

levantarla del suelo.

Jenna se tropezó hacia adelante, preparándose para la caída, pero él

ya la había agarrado. Retiró con la mano el cabello de su hombro y la

mordió en el cuello.

—Podría hacer esto toda la noche. Demonios, podría hacer esto toda

la semana y todavía tendría fuerza suficiente para seguir follándote.

—Eres tan grande... —dijo en voz baja cuando Daniel arremetió

contra ella. El resto de sus palabras desaparecieron cuando Jenna

empezó a gritar con cada empujón.

—Me estás apretando fuerte, pequeña. Estás muy húmeda para mí.

Cerró los ojos con fuerza en dirección hacia el techo, deleitándose

en sus palabras. Poniéndose de puntillas en cada embestida, ni siquiera

intentó seguir manteniendo el equilibrio. Aquel hombre no la iba a dejar

escapar en bastante tiempo. La tenía bajo su control.

Los brazos de Jenna se elevaron hacia atrás y sus palmas se

aferraron al cuello de Daniel mientras él le mordía el lóbulo de la oreja y

plantaba cálidos besos en su cuello y en su hombro. Un grito se escapaba


de su boca cada vez que Daniel se abría paso en su interior,

profundizando más, demasiado, y abriéndola.

Los sonidos de su alrededor eran música para los oídos de Jenna.

Rítmicos y tranquilizadores. La respiración áspera, el sonido al chocar la

pelvis de Daniel contra sus caderas, sus sonoros gruñidos. Giró la cabeza

para ofrecerle la boca.

Daniel la tomó ávidamente mientras sus manos se llenaban con sus

pesados senos. Se derramaban entre sus palmas. Daniel se esforzaba por

abarcarlos, amasándolos, apretando la amplia carne. Sus anhelos

frustrados atormentaban sus tetas. Todo el cuerpo de Jenna se empezó a

calentar. Cuando los dedos de sus pies comenzaron a resbalarse por la


alfombra, se colgó de las caderas de Daniel, empalada por su polla. Jenna

sabía que Daniel no quería soltar ninguna parte de su cuerpo.

Se tambaleó hacia adelante cuando él embistió con fuerza, y sus

bocas se liberaron. Jenna agarró el respaldo del sofá, sosteniéndose

erguida mientras las manos de Daniel aprovechaban la oportunidad para

explorar su cuerpo. Retorció sus pezones mientras su pelvis continuaba

chocando contra las caderas de Jenna. Sus embestidas alcanzaban mucha

profundidad y se detenían allá donde encontraban una barrera, y luego

salía para deslizarse de nuevo inmisericorde en su interior.

Jenna gritó su nombre en un cántico dolorido. La mano derecha de

Daniel se abrió paso entre sus piernas hasta llegar a la abertura.

Los dedos de Daniel encontraron el punto palpitante al instante y lo

frotó y lo aplastó mientras la abría de piernas. La abrió más, llenándola

completamente. Sus dedos sabían exactamente cómo excitarla y hacerla

llegar rápidamente.

Jenna se estremecía con jadeos salvajes. Clavó las uñas en el sofá y

empujó con las caderas contra la pelvis de Daniel para tener más de él

dentro de su cuerpo. Su orgasmo se liberó en oleadas feroces.


Todavía temblaba cuando Daniel sacó la enorme polla de su cuerpo.

Ella protestó, pero Daniel ya se había sentado en el sofá y estaba

atrayéndola hacia sus muslos.

—Ven a montarme, pequeña.

Un escalofrío recorrió a Jenna, un vestigio del orgasmo que Daniel

la había hecho sentir. Los ojos de Daniel eran ahora más dulces y cálidos,

mientras tomaba los laterales de su rostro y le colocaba el cabello hacia

atrás. Jenna pasó sus muslos a horcajadas y Daniel ladeó la cabeza para

recibir un beso. Pero, en lugar de dárselo, Jenna se irguió, empujando un

pezón a través de los labios abiertos de Daniel.


Él gruñó de placentera sorpresa y cerró los ojos mientras pellizcaba

la carne de su teta hinchada y chupaba ansioso el pezón endurecido.

Jenna dejó caer la cabeza hacia atrás cuando él empezó a chupar

frenéticamente. Daniel juntó sus pechos con manos ásperas e

increíblemente delicadas a la vez. Sus tetas eran grandes y brillaban

tenuemente contra la tez bronceada de sus manos y sus dedos posesivos.

Jenna agarró con fuerza la base de su miembro y lo irguió,

sosteniéndolo y bajando de golpe su cuerpo sobre él.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Daniel cuando la vagina de Jenna

lo apretó con fuerza. Por un momento se puso rígido, recorriendo con las

manos la espalda de Jenna para mantenerla en el sitio mientras ella

aterrizaba con su cuerpo sobre el suyo. En el ángulo que Jenna estaba

montándolo, su polla se clavaba profundamente. Ella lo apretó con las

caderas y se estremeció de placer.

—Creo que...

Las uñas de Daniel le arañaron las caderas.

—¿Crees qué? —siseó él con ansiedad.

—Creo que voy a llegar otra vez solo con frotarme contra ti —aulló
como si sintiera dolor. Se negó a elevarse más y, en lugar de eso, se frotó

el sexo columpiándolo hacia adelante y atrás. Los labios de su coño se

estiraron alrededor de la polla de Daniel y los movimientos hacían que se

frotara con fuerza contra las paredes sensibles de su sexo.

Dan le aferró el cabello y empujó su cabeza hacia abajo, cubriendo

la boca de Jenna con sus labios.

—Entonces hazlo. Mastúrbate conmigo. Úsame. Córrete para mí...

Jenna gimió, besándolo con más fuerza, frotando su sexo hambriento

contra él, sintiendo la comezón de su vello púbico atormentando su coño

hinchado. Jadeante, Jenna le empujó los hombros y se separó del beso,


haciendo que la cabeza de Daniel se apoyara sobre el respaldo del sofá.

Daniel alzó la vista hacia Jenna con sorpresa.

El fin de semana anterior había sido Daniel el que había obtenido

placer del cuerpo de Jenna. Él la había enseñado. Ella se había mostrado

nerviosa y tímida, incluso cuando ya se había rendido a su deseo por él.

Pero hoy estaba tomando lo que quería. Jenna sabía que parecía más

enfadada que excitada. Las facciones de Daniel se retorcieron cuando

ella le mantuvo la mirada. Sus ojos relampaguearon sobre el rostro de

Jenna mientras ella usaba su polla para procurarse placer, tomando ella

misma todo lo que quería.

—Voy a llegar, Dan. —Apenas movió los labios, y ningún sonido salió

de su boca.

—Déjame contemplarte cuando llegues.

Sus manos descansaban delicadamente en los costados de Jenna, y

su mirada se deslizaba perezosamente por su cuerpo, sus pechos pesados

y llenos sobre su pequeña cintura, y sus caderas completamente abiertas

sobre él.

Sus curvas redondeadas parecían tentarlo. La forma en que Daniel


pasaba las manos por los laterales de sus caderas dejaba claro que se

estaba deleitando con sus formas. Un grito salió de la boca de Jenna, y

luego otro, y se miraron a los ojos mientras ella subía y bajaba sobre él.

—¡Voy a llegar! —Finalmente subió más las caderas, hasta que solo

tuvo el glande de la polla de Daniel en su interior, y entonces bajó de

repente, golpeando su pelvis con fuerza. Jenna se corrió con una

sacudida que absorbió todo vestigio de cordura y pensamiento. Presionó

la boca contra la calidez de su cuello y le rodeó con sus brazos mientras

tragaba saliva y continuaba frotándose para atrapar los últimos retazos

de su orgasmo.
Cuando por fin se detuvo, Jenna estaba agotada. Su cuerpo estaba

acalorado y una película de sudor la cubría por entero. Se estiró en el

sofá, con la polla de Daniel todavía muy dentro de ella, moviéndose y

empujando con suavidad.

La increíble fricción hizo que abriera los ojos de repente. Intentó

empujar a Daniel hacia abajo para morder sus labios, pero en lugar de

eso, él le besó las palmas de las manos. Jenna se detuvo, atrapada en la

ternura del instante. Estaba asombrada de los sentimientos que el

playboy evocaba en ella. Allí estaba Jenna, tumbada, acariciando su

mejilla, su mandíbula, su nuca, mientras él empujaba con su polla en el

interior de su cuerpo con una lentitud increíble.

—Jenna...

Ella gemía con cada gruesa arremetida, aunque estas se sucedían

sin prisa. El ardor era intenso, y ella elevaba las caderas al ritmo de sus

embestidas, intentando encontrarse con él a medio camino.

—Me temo que nunca tendré suficiente de tu cuerpo... —murmuró.

Jenna arqueó la espalda y enganchó una pierna sobre su muslo para

atraerlo más cerca aún.


—No tienes por qué.

Su boca se hundió en la de Jenna y el ritmo de las embestidas se

aceleró. Jenna sabía que Daniel se estaba acercando al orgasmo.

Finalmente se aferró a su boca, a su cuerpo, deseando que se prolongase

el momento. Jenna dejó que los espasmos de su sexo fueran los causantes

del orgasmo de Daniel.

—Te follaré cien veces. No me cansaré de ti.

Las palabras provocaron que una acalorada excitación atravesara el

cuerpo de Jenna. Gimió con éxtasis en su boca mientras el movimiento de

los labios de Daniel se volvía más rudo y su pelvis se golpeaba contra

ella.
La sala de estar resonaba con los ásperos jadeos de Daniel,

amortiguados por su boca, y el choque sonoro de sus pelotas contra la

curva de las caderas de Jenna cada vez que la penetraba. Cuando

finalmente eyaculó, el gruñido desgarró su pecho como un grito herido.

Su poderosa complexión se estremeció y Jenna se vio momentáneamente

aplastada por su peso.

A ella le encantaba su obvia pérdida de control. Estaba demasiado

abrumado por la intensidad de su orgasmo para preocuparse por aplastar

su cuerpo. Pero se levantó inmediatamente, girándose para ponerse al

lado de Jenna.

Sin aliento, Jenna se limpió los labios con el dorso de la mano. Se

dio la vuelta en el instante que él volvía a empujarla sobre su pecho. Sus

caderas acariciaban la polla de Daniel. Aún estaba húmeda. La rodeó

posesivamente con el brazo y apretó una de sus tetas, como si romper el

contacto con su cuerpo por un instante fuera una tortura demasiado

grande que no podría soportar.

Jenna cerró los ojos, aparentemente con la mente en blanco, y sin

embargo llena de pensamientos y tentaciones erráticas.


Le llevó mucho tiempo recuperar el aliento. Los labios

tranquilizadores de Daniel le peinaban del nacimiento de cabello.

Jenna se mordió el labio y se acurrucó aún más cerca de él. Tenía el

sexo dolorido. El grosor de su miembro y la increíble fricción de las

repetidas penetraciones ha habían magullado. Deseaba aferrarse a ese

dolor sordo y cálido para siempre. Aquello alimentaba su alma.

—¿Estás dormido?

Como respuesta, Daniel giró la parte baja de su cuerpo contra las

caderas de Jenna. Ella soltó una risita. Tenía la polla rígida de nuevo.

—No puedo dormir con una erección.


—¿Hay alguna forma de arreglar eso y hacerte a dormir? ¿Alguna

medicina, quizás?

—Eso no ayudará.

—Te vas a agotar de todas las mujeres que te tienes que follar. —

Jenna se puso rígida en cuanto las palabras salieron de su boca. Supo

que había dicho algo increíblemente grosero. Algo ofensivo, no solo hacia

Daniel, sino también hacia sí misma. Daniel tenía la mano quieta y se

giró, haciendo que ella se diera la vuelta para mirarlo a la cara.

Mordiéndose el labio, Jenna tuvo la seguridad de que se estaba

sonrojando.

—¿Qué has dicho?

—Lo dije sin pensar. Era una estupidez.

Daniel se perdió en sus pensamientos. Por un momento, Jenna se

preguntó si estaba contemplando la posibilidad de dejarla allí. ¿No sería

algo bueno?

—¿Quieres intentarlo?

Jenna dejó escapar un suspiro de alivio. Lo había dejado pasar.

—¿Intentar qué? ¿El sexo?


Los ojos de Daniel centellearon con algo que Jenna no reconoció y

que la dejó paralizada.

—¿Esto solo es sexo para ti, Jenna?

El corazón se le subió hasta la garganta. Ni en sus sueños más

salvajes Jenna había imaginado ni una sola vez que Daniel Defoe fuera

capaz de decir algo así. Algo que conseguía que fuera ella la que se

sintiera como la jugadora despiadada.

—Me parece que no entiendo lo que quieres decir.

El dedo de Daniel se deslizó sobre el seno de Jenna y jugueteó con

su pezón, moviéndolo con suavidad de un lado a otro. Al instante, la

respiración de Jenna se aceleró.


—¿Cuando te toco no sientes absolutamente nada?

Jenna no quería pensar en eso. No se había permitido plantearse la

situación. Estar con Daniel era como alquilar un vehículo y saber que

tenías que devolverlo, no te lo podías quedar. No estaba segura de que a

él le gustara que lo comparase con un automóvil alquilado. Sin embargo,

para ella Daniel era un préstamo de su vida de playboy de altos vuelos.

—No lo sé. ¿Y tú?

La posibilidad hizo que el corazón de Jenna martilleara

rítmicamente mientras su piel se calentaba.

—Sí.

Daniel sonrió y deslizó los dedos por un lado del rostro de Jenna.

—No quiero acostarme con nadie más. Quiero estar contigo. Y no

solo follarte.

Todo el plan mental de Jenna, ese que había diseñado con todas las

razones por las que debía permanecer alejada de Dan, se evaporó. Y

parpadeó repetidamente, con la mente presa de la agitación. Era más

fácil decirlo que hacerlo. ¿Cómo iba a funcionar? No se fiaba de sus

intenciones. Jenna podría haberse convencido instantáneamente de que


no era demasiado mayor para él, aunque estaba claro que no era

demasiado mayor para tener sexo sin compromiso.

«Pero eso no es lo que está ofreciendo, ¿verdad? Está ofreciéndome

más».

No podía funcionar. Fallaban demasiadas cosas en el arreglo.

—Nunca hemos tenido una cita de verdad.

Daniel arqueó una ceja.

—¿Y de quién es la culpa?

—Ah, sí. Probablemente mía. —Jenna soltó una risita tímida cuando

lo recordó.

La apretó con más fuerza y frotó los labios contra los suyos.
—Definitivamente tuya. Pero esta noche voy a hacerte el amor. —

Besuqueó su boca y su cuello. Hizo una incursión con la lengua en su

oreja, logrando que gimiera y temblara.

—¿Estás seguro de que puedes hacerlo? —Las llamas volvían a

lamer su sexo de nuevo.

Sonriendo, Daniel se levantó del sofá y la tomó de la mano. Los ojos

de Jenna vagaron aprobadoramente por su cuerpo duro y desnudo.

Daniel no pretendía ocultarlo. Sería un crimen intentarlo siquiera.

Apretó su mano mientras la conducía hacia la puerta del dormitorio.

Su cuerpo empezó a acalorarse ante la increíble belleza del cuerpo de

Daniel. Su cabello rubio oscuro, sus ojos de color avellana, todo en él

exudaba un gran atractivo sexual. Ya tenía la polla dura. Jenna se acercó

a él cuando Daniel la arrastró al dormitorio y cerró la puerta tras ellos.

Deslizó las manos por su pecho mientras Daniel apretaba la polla

erecta contra su ombligo.

—Estás seguro de que no estás acabado? —bromeó.

—Cariño —Su ternura emanaba calor contra la mejilla de Jenna

mientras la besaba en la oreja—. Me la pones dura solo con respirar.


Podría hacértelo toda la semana. —Cuando Daniel le tomó la boca en un

beso arrebatador, Jenna se preguntó qué diablos estaba haciendo

intentando salir con alguien como Daniel Defoe.


Capítulo diez

Jenna
El pesado brazo que caía sobre ella ya no era una sorpresa. Se había

acostumbrado a él a lo largo de los tres meses que llevaba saliendo con

ese hombre que era una equivocación para ella desde todos los puntos de

vista. Volvió la cabeza para mirarlo a la cara y se acomodó en su

almohada. Tenía los labios ligeramente separados y el cabello

desgreñado, con los brazos abultados por los músculos mientras dormía.

Deseando no despertarlo, Jenna se escabulló de su brazo y salió de

la cama, agarrando la camiseta que estaba a un lado de la cama y

poniéndosela. Le llegaba hasta la parte de arriba de los muslos. Jenna se

levantó el cabello por encima del cuello.

Era raro que durmieran en el apartamento de Daniel. Normalmente,

cuando él estaba allí también estaba Bella. Jenna era inflexible en eso.

No quería que Bella viera a una mujer en la cama de su padre. Cuando la

niña pasaba la noche con su abuela, Jenna se quedaba en su casa. Las


noches que la cuidaba la niñera, Daniel dormía en el apartamento de

Jenna.

Los últimos tres meses habían sido un torbellino de acontecimientos

salvajes e inesperados. Contrariamente a sus suposiciones iniciales, en

las que Daniel haría rápidamente algo que le proporcionaría a Jenna la

excusa para dejarlo, Dan la había sorprendido. Le dolía inclinarse y besar

la mejilla de Dan mientras dormía, pero él no se tenía que levantar tan

temprano para trabajar. Ella, por el contrario, tenía una audiencia

importante en el juzgado a la que debía asistir. Entró en la ducha y abrió

el agua, deslizándose bajo ella antes incluso de que tuviera oportunidad

de calentarse. Se estaba secando el cabello cuando entró Daniel desnudo.


—Qué estás haciendo? —Jenna soltó una risita cuando la arrastró

contra su pecho. La boca de Daniel se cerró sobre la suya. El agua

salpicaba sobre sus cuerpos. Incluso con las prisas de llegar al trabajo,

Jenna se encontró colgada del cuerpo de Daniel.

—Te deseo.

—Tengo una audiencia dentro de noventa minutos.

—Solo me hacen falta diez.

Jenna se rio mientras la agarraba por la cintura y la hacía darse la

vuelta.

—¡Para! —chilló, salpicando agua cuando él la atrapó. Pero ambos

sabían que era solo una artimaña. Ya no importaba por qué tenía prisa.

La polla de Daniel se endureció contra sus muslos mientras ella se

retorcía. Su resistencia se evaporó, Daniel tiró de ella y la empujó contra

la pared de granito. Los gemidos de Jenna eran sonoros, el agua

corriendo era como un ruido sordo de fondo cuando enroscó las piernas

alrededor de la cintura de Daniel y su polla la penetró.

Jenna se colgó de su cuello y sus hombros mientras el embestía

hacia dentro. Iba a hacerlo muy rápido. A ese hombre le encantaba tener
sexo por la mañana. Aunque claro, adoraba follar a cualquier hora del

día. El sexo mañanero para él siempre era apresurado. Rápido. Sin

preliminares, una carrera por llevarla hasta la meta antes de que él

eyaculara en su interior, gimiendo.

Jenna todavía temblaba con las oleadas de su orgasmo cuando él

gimió contra su cuello. Sacó la polla en el último segundo, eyaculando. El

chorro de semen salió disparado contra el muslo de Jenna, deslizándose

por toda su longitud cuando Daniel la depositó en el suelo y apoyó su

peso contra la pared, a ambos lados de Jenna.

Jenna vio el semen sobre su piel y entonces le mordisqueó el labio

inferior.
—Déjame que lo haga yo. —Jenna estuvo tentada de golpearle las

mejillas mientras él la lavaba, y después la besó rudamente en la boca

antes de dejarla para que terminara de arreglarse—. Mueve el culo hasta

el trabajo, nena.

El corazón de Jenna saltó en su pecho al contemplar cómo se

marchaba. Moreno y musculoso, el agua hacía que su piel brillara. Sus

caderas se flexionaban mientras se alejaba caminando. Jenna sacudió la

cabeza.

Al principio estaba obsesionada. Pero ahora, poco a poco se iba

convirtiendo en algo más. Tenía más significado, y no sabía si podría

soportarlo. ¿Podría sobrevivir siquiera en el mundo de Daniel?

Tres horas más tarde, su cadera descansaba sobre el escritorio de

Carrie y levantaba su taza de café.

—No significa nada. Es simplemente muy divertido. —Al oírla,

Carrie arqueó las cejas—. ¿Qué?

—Jenna, tienes que entender que no me puedes ocultar cosas.

Jenna intentó disimular su nerviosismo bajo una risita.

—No estoy ocultando nada. Ya conoces a Daniel. Quiero decir que


estamos hablando del mismo Daniel Defoe. Va a necesitar otra mujer muy

pronto. O dos. O diez.

—Detente, Jenna. Ya vuelves a hacer esa cosa tan molesta.

—¿Qué cosa?

Carrie hizo un movimiento con la mano.

—Esa cosa estúpida que haces cuando te gusta alguien, y después

no dejas de decir lo terrible que es. No dejas de exhibir sus fallos ante

cualquiera que quiera oírte, hasta que lo tienes tan arraigado en la mente

que empiezas a creerte de verdad tu propia mierda.

—Yo no hago eso. —Jenna frunció el ceño con fuerza.


Como respuesta, Carrie hizo un gesto de mofa. Jenna se sonrojó. De

repente, recordó algunos ejemplos. Unos cuantos, de hecho. Pero esto

era distinto. No le había gustado ningún hombre de la forma que le

gustaba Daniel. Y ni siquiera estaba segura de querer eso. Dada la

significativa diferencia de edad, se pondrían en duda sus intenciones en

cuanto la noticia de que Daniel tenía una nueva chica se hiciera pública...

Y ella era mucho mayor.

—No estoy tan encaprichada con Daniel. De verdad.

—Por supuesto. Seguro que no —se burló Carrie.

Jenna vio que desde los ojos de Carrie partía un camino que llevaba

directamente hasta sus sentimientos. Era capaz de ver todo lo que Jenna

temía admitirse a sí misma. Cuanto más tiempo pasaba con Daniel, más

influía en su vida. Bella, por ejemplo, se había convertido en una adicción

para Jenna. La niña era adorable. A Jenna la había seducido el hombre

que era Daniel cuando estaba con Bella. Era un padre cariñoso, sincero y

amoroso. Era increíble cuando tenía a su hija a su cuidado.

¿Y si sus intenciones hacia Jenna eran realmente tan sinceras como

había dejado claro tres meses antes? Jenna había contado con el hecho
de que Daniel era un célebre playboy. ¿Cómo podía siquiera empezar a

sentir algo por un hombre que jugaba con las mujeres a todas las

malditas horas? Pero había llegado a comprender que Daniel no era

exactamente el playboy despiadado que retrataba la prensa

sensacionalista.

Ese hombre era real. Y no era solo la existencia de Bella lo que le

hacía ser así. También era real con Jenna. No era como los demás

imbéciles ricos que entraban en su oficina de vez en cuando y

desplegaban una arrogancia silenciosa que brotaba de su piel. Daniel la

sorprendía. Le importaba ser fiel a su palabra. Con Bella veía un lado


más maduro de Daniel para el que había estado ciega por el simple hecho

de que era demasiado joven.

Pero Daniel no era un niño. Tenía veintiséis años. Había tenido una

hija a los veintidós. Tenía que dejar de ver la edad como un ser familiar

que latía con vida propia.

Aunque eso significara que tendría que permitirse a sí misma desear

más. Tendría que prepararse para ser más receptiva a los sentimientos.

El miedo le recorrió la columna vertebral. No quería eso. No podía

permitirse tener una relación que la hiciera aún más vulnerable de lo que

ya era.

Se le apareció una imagen mental de lo que podría ser su vida con

Daniel. Un futuro. El pensamiento casi la hizo reír. Era idiota por

fantasear con el compromiso de un hombre después de salir con él

durante apenas tres meses, pero no podía negar la oleada de placer que

la embargaba al imaginar una realidad así.

—¿Quieres que sea sincera? —preguntó Carrie.

—No. En absoluto. Tu sinceridad me asusta de verdad cuando se

refiere a Daniel —suspiró Jenna.


Carrie soltó una risita.

—Creo que tienes que dejar de torturarte con el trabajo. Haz que

sea una parte de tu vida, no tu vida entera. Las personas son más

importantes, Jenna.

—Lo sé, y por eso mi trabajo es importante, especialmente los casos

gratuitos.

—Puedes hacer eso mismo y tener una vida a la vez. Una relación.

Familia. ¿Niños?

Un rayo de energía estática atravesó a Jenna. Con una risita

incómoda, emitiendo un sonido que sonó hueco en sus propios oídos,


simuló reírse ante la estúpida sugerencia de Carrie y se bajó del

escritorio.

—Voy a por más café.

Tenía una sonrisa pegada a los labios cuando salió de la oficina de

Carrie. Jenna se dirigió a la pequeña cafetería que había al final del

vestíbulo. Rara vez entraba allí. Normalmente pedía que le llevaran el

café a su oficina, pero necesitaba tiempo para pensar. Y la acción de

servirse ella misma el café y removerlo la mantenía distraída. También la

ayudaba a fingir que había olvidado lo tentadoras que habían sonado las

palabras de Carrie.

No podía tener novio. No podía tener una familia. Estaba demasiado

ocupada. Y, además, no sabría qué hacer con una familia si la tuviera.

Hasta donde Jenna recordaba, había estado sola. Después de la

muerte de sus padres cuando tenía quince años, había vivido con una

cuidadora cuyo salario se pagaba con el fideicomiso que sus padres

habían creado para ella. A los dieciocho apenas quedaba dinero para

enviarla a la universidad y, para cuando se graduó, la casita de cuatro

dormitorios que le habían dejado sus padres ya se había vendido. Y Jenna


había empezado desde la nada.

Dese entonces, se había negado a apegarse emocionalmente a las

personas, los lugares o las cosas, porque al final todo desaparecía. No

podía contar con que algo permaneciera. Incluso lo que tenía en ese

momento, su trabajo, su casa, se lo podían arrebatar en cualquier

instante. No vivía temerosa de que sucediera, pero sí lo esperaba. Estaba

predestinado a suceder. Así funcionaba el universo.

Sus sentimientos con respecto a Daniel eran más o menos los

mismos. No sabía cuándo había empezado a incluirlo en la lista de las

cosas que le eran preciadas, aunque no tanto como para no poder

sobrevivir sin ellas. Esperaba cada día en secreto que Daniel hiciera algo.
Un desliz, un error, y entonces tendría la excusa para dejarle. Quería

librarse del sufrimiento de esperar a que la dejara él. Estaba preparada

para ser ella la que lo hiciera.

Cuatro semanas antes, mientras estaban viendo la televisión, Jenna

le había hablado de sus padres. Pero había omitido de la conversación

todos los detalles cruentos relativos a su soledad y su falta de confianza.

Jamás proporcionaría a nadie el poder de arrojárselo a la cara para

herirla. Su novio de la universidad había hecho exactamente eso: la había

culpado por sospechar de todos los que se quedaban con ella porque sus

padres habían muerto y tenía problemas para volver a confiar. Se había

jurado a sí misma no volver a hablar de ello jamás.

Pero se había sentido conmovida cuando Daniel le confesó lo que

había sucedido con la madre de Bella la noche que había muerto. Cuando

hablaba de Sonya, el corazón le asomaba a los ojos. Tenía el dolor

grabado en sus facciones, como las muescas de una roca que eran

imposibles de pulir. De repente, había sentido el peso insoportable de la

responsabilidad de conocer su secreto.

Y le aterrorizó hacerle daño. Por algún motivo, el mero hecho de


saber lo de Sonya suponía una responsabilidad increíble para mantener

el secreto. Se había aferrado a él cuando le contó cómo se había vuelto

loco durante un tiempo después de que Sonya falleciera. Los ojos de

Jenna ardían en lágrimas al ver su dolor, y se agarró fuerte, diciéndole

que tenía miedo.

No dijo que tenía miedo de perderlo. Pero esa noche lo había tenido.

Y entonces, antes de que Daniel tuviera la oportunidad de hacer ninguna

pregunta, Jenna percibió su curiosidad y preocupación, y se arrancó la

ropa para quedarse desnuda ante él. Y entonces Daniel se perdió y le

hizo el amor con ternura durante la siguiente media hora.


Jenna esperaba que Daniel se marchase cuando él quisiera. Pero

aquel hombre fue constante durante tres meses, y eso era tres meses

más de lo que Jenna había esperado. Siendo optimista, Jenna le había

dado tres semanas como máximo, y él se había quedado varios meses. Tal

vez un par más y entonces se iría.

La acusación de Carrie la devolvió de golpe a la realidad. ¿Era

normal que pensara así? Era la primera vez que reflexionaba sobre ese

hábito.

Pero ¿una familia? ¿Para ella? Aquello era de locos. No había tenido

familia en dos décadas. No podía tener una ahora. ¿Qué pasaba con su

carrera? ¿Y con sus perspectivas? Tenía cosas que hacer con su vida, y

tener un marido pegado a la cadera, alguien a quien tendría que dar

explicaciones, alguien con quien tendría que compartirlo todo, era

inimaginable.

Pero la imagen de Daniel y Jenna se fundió con otra. Una niñita con

los ojos azules de Jenna en los brazos de Daniel. ¿Se preocuparía por su

bebé de la misma forma que mimaba a Bella? Daniel encajaba

perfectamente en la imagen. Después de todo, era un padre fantástico.


Se dio cuenta de que se estaba imaginando a su propia hija en la

fotografía de la pequeña familia de Daniel, y aquello la asustó.

¡No podía tener un bebé! Era absurdo. Jenna casi soltó una

carcajada. ¿Cómo se iba a arreglar con el trabajo y las

responsabilidades? Por supuesto, la maternidad no era una discapacidad,

pero había visto a mujeres de gran determinación cambiar sus

prioridades cuando tenían hijos. Jenna estaba completamente segura de

que no sería capaz de renunciar a su independencia y su ambición.

Necesitaba la estabilidad de su trabajo y sus perspectivas de futuro para

sobrevivir. Le encantaba su trabajo, y su vida estaba bien exactamente

de la forma que era en ese momento.


Se puso rígida cuando vio a Carrie a su izquierda, apoyada contra la

pared. Su mirada cómplice le dijo a Jenna que Carrie llevaba un buen

trato ahí de pie.

—¿Qué? —susurró molesta Jenna.

—¿Perdida en tus pensamientos? ¿Pensando en lo que te dije?

—Ja, ja, ja —se burló Jenna, pero su pecho palpitaba con el latido

errático de su corazón. Estaba nerviosa por la línea de pensamiento que

parecía seguir su cerebro. Necesitaba cubrirse con algún tipo de

armadura para dejar de ser tan transparente para Carrie. Le aterrorizaba

saber que otra persona podía ver a través de ella con tanta facilidad y

precisión. ¿Y si Daniel aprendía a hacerlo? ¡Sería una catástrofe!

—No va a suceder. Es imposible.

Carrie se acercó a grandes pasos.

—Porque vas a hacer todo lo posible para asegurarte de que lo

mantienes a distancia.

—Carrie... —Jenna se rindió. La discusión la estaba agotando

emocionalmente, porque estaba sacando a la luz sus peores temores. Su

coraza había saltado por los aires. Estaba desnuda y se podía leer en ella
como en un libro abierto. Era una niñita aterrorizada, destrozada por la

tragedia de la muerte de sus padres, que no tenía quien cuidara de ella y

que pasaba las vacaciones en el campus de la universidad durante sus

años en la facultad de Derecho mientras sus amigos se marchaban con

sus familias. Se había pasado la vida simulando que estar sola no le

rompía el corazón.

—Esta discusión no conduce a ninguna parte. ¿Sabes por qué? —

preguntó Jenna.

—¿Por qué?

—Porque Daniel tiene reputación de mujerieg...


—¡Venga, para ya! —interrumpió Carrie—. Deja eso ya. El pobre

hombre no ha sonreído a ninguna otra mujer en los últimos tres meses.

—Y es demasiado joven.

Carrie puso los ojos en blanco.

—Bien. Te creo. No te estás enamorando de él. ¿Te crees tú a ti

misma?

Y entonces se marchó. Jenna esbozó una sonrisa indiferente en sus

labios mientras aquella palabra aterradora resonaba en sus oídos. Amor.

Luchó por comprender el terror que fluía desenfrenado por sus

venas. ¿Por qué era tan aterrador? Pero la catástrofe parecía acecharla a

la vuelta de la esquina, amenazando con avanzar en cualquier instante y

destruirla. Aclarándose la garganta a la vez que sus ojos se llenaban de

lágrimas, echó un vistazo a su alrededor, temerosa de que alguien

pidiese ver la expresión de su rostro. Estaba segura de que tenía el

aspecto de haber visto un fantasma.

«No puedo enamorarme de Daniel. Es imposible».

Removió el café durante lo que le parecieron siglos, pero así parecía

ocupada ante los compañeros que se dirigían hacia la sala. Nunca antes
había tenido algo que ocultar, pero ese día sí. No estaba segura de estar

equipada con el arsenal necesario para ocultar sus terrores.

Si por lo menos descubriera de qué tenía tanto miedo... ¿Daniel? ¿O

tenía miedo porque sus sentimientos irracionales amenazaban con

hacerla vulnerable?

Las emociones la embargaban por completo cuando una hora más

tarde se apresuró para presenciar una declaración. No tenía que estar

allí, pero, siendo como era tan adicta al trabajo, había insistido en estar

presente. Acababa de abrir la puerta de la sala cuando el aroma la

golpeó.
Era tan áspero y sobrecogedor que se echó hacia atrás. ¿Perfume?

Era tan fuerte que se tornaba inmundo. Había una mujer de sesenta años

sentada en la sala de conferencias con el cabello perfectamente peinado.

Casi podía ver una nube tangible de la esencia que rodeaba a la mujer.

Se dio la vuelta, con unas arcadas terribles y cubriéndose la boca

mientras corría hacia el baño. Sus tacones sonaban rápidos sobre el

suelo, y Jenna corría a toda velocidad. Se abalanzó sobre una cabina y

echó su café de la tarde en el inodoro.

Gimiendo, Jenna se aclaró la boca con agua y se refrescó los ojos

inyectados en sangre. Agarrándose con fuerza al lavabo de mármol,

contempló su propio reflejo. Muy pocas veces caía enferma. Casi nunca.

Debía ser a causa de las sobras de lasaña que había tomado para

desayunar. Había estado bien hasta que la había golpeado el hedor del

perfume floral. La vieja dama probablemente se había bañado en

perfume antes de venir a la declaración.

De repente, Jenna se mordió el labio.

«De ninguna forma. ¡No!»

Los gritos que rebotaban en su interior provocaron que empezara a


jadear y abriera los ojos de par en par.

—De ninguna forma —le dijo a su propio reflejo. Y tragó saliva

mientras empezaban a brotar en su frente unas perlas de sudor. Se quitó

la americana, sintiéndose súbitamente sofocada y acalorada.

De repente, cada pequeña sensación exacerbaba la persistente

conclusión que sentía en la boca del estómago. Humedeciéndose las

manos, se las pasó por la frente y se alisó el cabello hacia atrás. Jenna se

quedó mirando su reflejo en el espejo del baño. No reconocía a la

criatura lastimera que le devolvía la mirada. Tenía las pestañas mojadas,

el cabello alisado hacia atrás y el pánico centelleaba en sus ojos azules.


Jenna salió corriendo del baño y dejó atrás las paredes de cristal de

la sala de conferencias donde la esperaban para la declaración. No se

detuvo. Tenía que salir de allí, marcharse. El espacio empezaba a

producirle claustrofobia y su cabeza era un torbellino de pensamientos.

Necesitaba escapar, y también necesitaba una bocanada de aire fresco.

Cuando atravesaba la oficina se desvió a medio camino para coger

su bolso de la mesa, y luego volvió a correr. Su asociada la llamó, pero

Jenna simuló no oír nada. Iba a vomitar de nuevo, y esta vez no era por la

pestilencia. El pánico que se estaba asentando en su interior bombeaba

adrenalina a cien por hora. No tenía ni idea de qué hacer. Excepto

correr.

Sintió pinchazos de dolor en los pies a causa de los tacones mientras

recorría las dos manzanas que la separaban de la farmacia más cercana.

Siempre que veía a una mujer tomar una prueba de embarazo del

estante, Jenna se preguntaba por su historia y sus circunstancias. Ese día

descubrió lo concentradas que estaban esas mujeres. Solo existía la

prueba.

Agarró una prueba de embarazo del estante con tanta premura que
tiró un par al suelo, diseminándolos a sus pies. Aquello atrajo la atención

de una madre con bebés gemelos y un hombre en la cincuentena. El

hombre apartó la vista en cuanto vio a una mujer con las facciones

paralizadas por el pánico. Sin embargo, la joven madre sonrió a Jenna

con comprensión antes de devolver su atención hacia los niños.

En realidad, a Jenna no le importaba ninguno de ellos. Estaba

enloqueciendo. Pagó rápidamente y divisó los aseos al fondo de la

farmacia. Casi había dado un paso hacia adelante cuando se percató del

hombre de mediana edad que tenía justo detrás. Sintió desprecio por la

mirada de lástima llena de prejuicios que vio en sus ojos. Apretó

firmemente en su puño la prueba de embarazo envuelta en plástico y


salió como un vendaval, cruzó la calle y entró en el café que había

enfrente.

Con la suerte que estaba teniendo, había dos mujeres haciendo cola

fuera de los baños del café. Le dolía la mandíbula de apretar los dientes

con tanta fuerza y durante tantísimo tiempo, así que volvió a salir como

alma que lleva el diablo y llamó a un taxi. Estaba segura de que el

universo se había vuelto contra ella ese día. Cuando consiguió un taxi

más rápidamente de lo habitual en Manhattan, tuvo la seguridad de que

había truco.

Nunca llegaría a casa en ese taxi. Se vería envuelta en un accidente,

y entonces Daniel lo descubriría al registrar su bolso mientras ella estaba

inconsciente en el hospital. Encontraría la prueba de embarazo.

Y lo sabría.

—¡Venga, por amor de Dios! —siseó para sí, apretándose la cabeza

mientras apoyaba el codo en la ventana. Se estaba volviendo loca.

Literalmente loca.

Después de los veinte minutos más largos de su vida, Jenna se lavó

las manos en el baño, con los ojos pegados a la prueba de embarazo que
descansaba sobre la encimera de mármol. Apartó la vista, deseando

concederle los minutos vitales que permitirían hacer una lectura

correcta.

Por fin se sentó en el borde de la bañera, tomó la prueba y se la

acercó.

5 semanas o más.

Desde que vomitara en el baño de su oficina, el tiempo se había

acelerado, aunque no lo suficiente. Ahora, al ver las palabras que ni en

un millón de años habría imaginado que formarían parte de su destino, el

corazón de Jenna casi se detuvo.


Un sonido agitado le llenó los oídos, como olas rompiendo contra los

acantilados. Respirando profundamente, se quedó mirando la pantalla

digital del test durante más tiempo aún.

«¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?». Al principio, la voz era de

pánico, pero cuanto más lo repetía, más parecía calmarla el cántico. Se

volvió cada vez más tenue, un suspiro susurrado en su mente, y entonces

se dio cuenta de que no estaba dentro de su cabeza. Estaba repitiendo

las palabras en voz alta una y otra vez.

Asustada por su propia reacción ante la noticia, dejó la prueba de

embarazo en la encimera y salió sin fuerzas del baño.

Los ojos se le clavaron en un punto de la alfombra mientras se

desabotonaba la blusa blanca y la arrojaba lejos de sí. Su sostén de

encaje beige se apretaba en sus pechos, y notó que estos habían crecido

y las copas apenas podían sostenerlos dentro. El aro se le clavaba por los

laterales.

—Bien, ahora te das cuenta de todo —se dijo Jenna. Lo extraño era

que no sentía nada. Ningún miedo. Ni pánico. Ni preocupaciones. Solo un

cántico repitiéndose en su mente. Su calma la aterrorizaba. ¿Estaba en


shock? ¿Necesitaba ayuda? ¿Debería llamar a alguien?

Pero no estaba acostumbrada a eso. Se había pasado toda la vida

dependiendo de sí misma, realizando su propio control de daños. Porque

no tenía a nadie que se preocupara lo suficiente por ella, o así lo creía

Jenna. Y ahora Daniel era una opción. Después de todo, él tenía parte de

responsabilidad en el asunto. Pero Jenna no creía que eso fuera lo

correcto.

Si él se prestaba a rescatarla, ¿no le debería a Daniel algo mucho

más grande que lo que estaba dispuesta a dar a cambio? De todas las

personas posibles, contar con él era la peor idea. Necesitaba pensar en sí

misma.
Mientras todavía llevaba puesta la falda de cintura alta, se sentó en

el borde de la cama y contempló fijamente el teléfono mientras sonaba

para indicar que había un mensaje de texto nuevo.

Perdona, nena. No podré quedar contigo a almorzar. Te recogeré

después del trabajo.

Se quedó con la boca abierta al ver las palabras, como si estuvieran

escritas en un idioma que no entendía. Entonces sus sentidos empezaron

a comprenderlo lentamente. Estaba indudablemente conmocionada.

Sacudió la cabeza y gimió, presionándose las sienes con los dedos. Algo

parecía emitir un zumbido de vida en su interior, titilando como una

llama. Sus manos se cerraron sobre su bajo vientre, pero lo soltó de

inmediato.

Se había desconectado del mundo y de lo que la rodeaba, y todo

regresó de golpe. El corazón empezó a latirle más rápido, la respiración

se le aceleró y de su piel comenzó a manar un sudor frío.

«Estoy embarazada. Estoy embarazada».

La conmoción había finalizado definitivamente. Se puso en pie de un

salto y corrió de vuelta al baño, arrodillándose en el último momento


mientras vomitaba de nuevo en el inodoro. Los ojos se le llenaron de

lágrimas por el esfuerzo. Tenía la garganta ardiendo, pero se quedó

inmóvil donde estaba. Después de un rato, se recostó contra el lateral de

la bañera en busca de equilibrio.

Dan y ella solo llevaban viéndose tres meses. Y aunque hubiera sido

más tiempo, en realidad nunca había pensado tener hijos. Estaba

acostumbrada a ocuparse solo de sí misma. Sabía lo que suponían sus

vacaciones. Sabía qué hacer en caso de que surgiera un viaje de trabajo

imprevisto. En su casa todos los objetos tenían su lugar específico. Nadie

había aparecido jamás en el cuadro. Y ahora estaba embarazada.

Se dejó caer contra la bañera y se pasó la mano por el cabello.


Estaba en juego su carrera. Joder, era su cordura lo que estaba en

juego. No podía seguir adelante con ello. Las cosas cambiarían

demasiado. Ella dependía de la estabilidad y la monotonía de su rutina

para pasar los días.

Ni una sola vez pensó que Daniel estaría a su lado. Tampoco quería

esa responsabilidad. No quería una relación. Nunca deseó algo

permanente. Si iba a estar embarazada y a tener un bebé, necesitaba

tener control sobre ello. Necesitaba ser la única que tomaba las

decisiones. El niño sería suyo y solo suyo.

Y tampoco estaba preparada para eso.

En un par de años la nombrarían socia del bufete. Lo sabía. Sus

jefes lo sabían. ¿Cómo cambiaría su vida? ¿Cómo cambiarían las

expectativas de sus superiores? ¿En qué medida sufriría su rendimiento?

Daba igual lo comprometida que estuviera con su trabajo. Había

visto la presión que tenían algunas mujeres para ser las mejores madres

y las mejores profesionales. En algún momento del proceso, la presión

obligatoriamente se volvía demasiado fuerte y tenían que establecer

prioridades. Y entonces los niños tenían preferencia. Los niños siempre


iban primero, por alguna regla de la naturaleza que aseguraba la

supervivencia de la especie.

Se sentó durante largos minutos con los ojos cerrados, consumida

por las preocupaciones. Tal vez si hubiera soñado alguna vez con tener

un niño y una familia, eso la habría ayudado en aquel momento. Pero

había arrancado de cuajo esa posibilidad de su existencia cuando perdió

a sus padres. La familia que había tenido era irremplazable.

Y ahora ella tendría un hijo que sería su familia. Tendría su mismo

ADN y dependería de ella.

Cruzó por su mente el recuerdo de su propia madre entrando a la

carrera en casa después del trabajo y cocinando los platos favoritos de


Jenna. Había sido una madre estupenda, sin quejarse nunca, siempre

sonriente. Había tenido una intuición inmejorable para detectar todos los

problemas de Jenna.

Y después se había ido.

El dolor de su pérdida todavía la partía en dos después de décadas

de entrenamiento para no sentir nada. Necesitaba a alguien.

«Cualquiera».

Pero no tenía a nadie, y el hombre que su mente no dejaba de

conjurar era una apuesta arriesgada. Daniel era demasiado equivocado

para ella y demasiado equivocado para ser padre. Y había demasiadas

cosas en contra de darle una oportunidad.

«Pero ya tiene una hija. Al menos ya sabe de qué va todo esto».

El cerebro de Jenna no se detenía ni un instante. Era su bebé. No se

lo iba a decir a Dan. ¿Y si reclamaba algún derecho sobre el niño? Al fin y

al cabo, era el cuerpo de Jenna. Ella tenía que tomar la decisión sobre

qué hacer con el asunto.

Deseó distanciarse de la vida que revoloteaba en su estómago. Lo

intentó y falló al instante. No sentía al bebé, por supuesto, pero existía


como una brillante luz que centelleaba y que era imposible de ignorar.

¿Alguna vez había querido niños? ¿Alguna vez? ¿Quería llegar a los

cincuenta años sin familia y sin pareja? Incluso sus propios padres habían

tenido a Jenna para que los llorase cuando fallecieron. ¿A quién tendría

Jenna? No habría nadie que la añorase.

Un sollozo escapó de su pecho como un sonido crepitante y oxidado.

Jenna se asombró de la intensidad del ruido. El sufrimiento la debilitaba.

Su cuerpo ya no era suyo. Se había desatado el caos en sus sentidos.

Daniel era demasiado joven para estar a su lado y apoyarla y, de

todas formas, ella tampoco quería eso. Era pedir un favor demasiado

grande. Jenna le había asegurado que tomaba la píldora, pero había


fallado. No era culpa de Daniel. ¿Por qué tenía que cargar con las

consecuencias durante los dieciocho años siguientes?

Se ocuparía del embarazo y regresaría a su rutina segura y

monótona. Haciendo las mismas cosas en el trabajo, las vacaciones

habituales leyendo libros, viajando sola. No quería que cambiase nada.

«Pero esta puede ser tu última oportunidad de tener niños, Jenna».

«¡No quiero niños!», gritó su otra mitad tercamente, mientras se

apretaba las piernas contra el pecho y las abrazaba con fuerza. Se estaba

aplastando la tripa en un abrazo protector, un instinto que surgía de

algún lugar profundo dentro de su ser. Había un bebé dentro de ella. Un

bebé de verdad. Su hijo.

No podía renunciar a esta oportunidad de tener un hijo. Daniel no

tenía por qué formar parte de la vida del bebé. Todo lo que necesitaba

era la voluntad de querer hacerlo. Y la valentía.

Había niñeras que cuidaban de los niños, ¿no? No tenía que

deshacerse de todo su mundo. Ganaba suficiente dinero para contratar a

dos niñeras para el bebé.

Pero, incluso mientras imaginaba visiones de sí misma hasta el


momento del parto y volviendo al trabajo la semana siguiente, sabía que

aquello era descabellado. Su propia convicción ya estaba fallando. Y

sabía lo que debía hacer en lugar de eso.

Valoraba demasiado su existencia rutinaria y carente de

espontaneidad. No estaba preparada para renunciar a ello.

Lentamente, obligándose a levantarse el suelo del baño, salió y

levantó el teléfono para responder al mensaje de Daniel. Había llegado el

momento de poner su plan en marcha. No tenía tiempo que perder.


Capítulo once

Dan
Daniel echó un vistazo por Central Park y divisó a una joven pareja

en el lugar donde se sentaban habitualmente Jenna y él. Allí era donde

ella había dicho que lo esperaría.

Algo iba mal. Lo presintió en cuanto recibió su mensaje de texto.

Reúnete conmigo en Central Park a las cuatro. Nuestro sitio de

siempre.

El hecho de que Jenna nunca saliera temprano del trabajo fue lo que

hizo saltar todas las alarmas. Daniel había salido de una sala de

conferencias repleta de delegados extranjeros para llamar

incesantemente a Jenna, pero ella no había contestado.

Y el sufrimiento disponía de largas horas para crecer y agudizarse.

Estaba perdiendo la cabeza. Se sentía desesperado por verla, por hablar

con ella, por saber que no había decidido romper con él. Pero tenía pocas

esperanzas.
Sus pies se aceleraron en cuanto la vio sentada en un banco con el

bolso apretado contra su estómago. Lo que más le extrañó es que no

vestía el traje con el que había salido hacia el trabajo por la mañana.

Llevaba una blusa sin mangas de color azul intenso y una falda

estampada, lo que significaba que había estado en casa. Jenna miraba al

suelo ferozmente.

Daniel tenía el corazón en un puño por la preocupación cuando

deslizó una mano sobre sus hombros para reconfortarla.

Ella se irguió de un salto y sus ojos salieron disparados hacia Daniel.

Él frunció el ceño interrogadoramente mientras la agarraba el brazo

tratando de reconfortarla. Acarició la espalda de Jenna con la palma de la


mano. No llevaba maquillaje, ni máscara de ojos ni barra de labios. Tenía

el cabello sujeto en un moño sobre la cabeza, acentuando la exuberante

belleza de su rostro. Sus magníficos ojos azules parecían demasiado

tristes, brillando en su rostro con demasiada intensidad.

—¿Qué sucede, cariño?

Daniel la vio esquivar su mirada, como si la pregunta le hubiera

traído un gran sufrimiento. Se sentó a su lado y estrechó el brazo

alrededor de la cintura de Jenna mientras la atraía hacia sí.

—¿Quieres quedarte sentada aquí un rato?

—Dos minutos —susurró con agradecimiento.

Daniel asintió, dándole lo que necesitaba. Pero obligó a Jenna a

apoyar la cabeza sobre su hombro y se sorprendió de que ella se

resistiera momentáneamente. Decidido a arreglar lo que fuera que la

estaba haciendo sufrir y a darle tiempo para aclarar sus sentimientos, la

apretó más fuerte.

Mientras tanto, Daniel intentó idear con un plan para salvar la

relación. Preparó los argumentos que expondría ante Jenna para que

cambiase de opinión y se quedara con él. El hecho de que se resistiera


significaba que lo había adivinado. Jenna iba a romper con él. No lo dudó

ni por un instante.

Después de unos minutos muy largos, Jenna finalmente levantó la

cabeza de su hombro y se alejó para situarse cara a cara en el banco. Le

dedicó una débil sonrisa que provocó que el pánico le subiera

enroscándose por su columna.

—Sabes que me estás asustando, ¿verdad? —murmuró Daniel.

—También me estoy asustando a mí misma.

El nerviosismo de Jenna le desgarraba el corazón. En ese momento

quería saberlo, pero estaba demasiado preocupado por el terror que veía

en el rostro desencajado y derrotado de Jenna para pensar en sus propios


miedos. Le tomó la mano, inclinándose hacia adelante. Aunque estaba

extraordinariamente rígida y reticente, Daniel la apretó con terquedad.

—¿Has salido pronto del trabajo hoy?

Jenna pareció alegrarse por la pregunta inofensiva y asintió.

—Sí, sobre el mediodía.

Daniel no preguntó por qué. Sabía que el «por qué» era el motivo

por el que estaba sentado en un banco de Central Park a las cuatro de la

tarde.

—¿Has comido?

—En realidad no tenía hambre —negó Jenna con la cabeza.

—¿Quieres que te traiga algo de la camioneta de comida?

Jenna se aclaró los ojos. Se quedó mirando la camioneta de comida

en la distancia y sacudió la cabeza.

—Me parece que no debería.

Daniel frunció el ceño, pero no dijo nada.

—Sea lo que sea, mi amor, me ocuparé de ello. —La mirada de Jenna

salió disparada hacia su rostro, y arqueó las cejas interrogadoramente—.

Lo prometo.
—No me hagas promesas que no puedas mantener. Al menos hoy no

—soltó Jenna demasiado abruptamente.

—Solo dime qué te pasa, cariño. —Daniel se puso rígido.

—Estoy embarazada. —Jenna cerró los ojos con fuerza, respiró

profundamente y después volvió a abrirlos.

Se hizo el silencio y Daniel contempló el rostro de Jenna. Las

palabras tardaron unos instantes en llegar hasta sus sentidos y

registrarse en su mente antes de transformarlas en un significado que

pudiera comprender.

Había oído esas palabras antes, pero la mujer que las había

pronunciado había sido Sonya. Y había sollozado tan fuerte que Daniel
apenas había sido capaz de comprender las palabras hasta que las hubo

pronunciado por cuarta vez. Pero Sonya tenía entonces veintiuno,

estudiaba en la universidad y estaba enamorada de él cuando se quedó

embarazada. La mujer que tenía enfrente tenía su vida encaminada y no

iba a echarse a llorar. Y solo llevaba tres meses saliendo con él. El

anuncio tenía una cualidad rígida, como de negocios, como si Jenna

estuviese negociando un acuerdo para uno de sus clientes y desafiase al

abogado de la parte contraria a oponerse a ella.

Automáticamente apareció una sonrisa confundida atravesándole el

rostro, y la mano de Daniel apretó su palma.

—Jenna, eso es...

—Lo sé. Es una locura. —Ahora ya hablaba con facilidad, como si,

junto con el peso de la noticia, se hubiera quitado de encima la

claustrofobia que estaba estrangulándola.

Pero a Daniel le daba vueltas la cabeza. No era capaz de descifrar si

estaba aterrorizado, conmocionado o simplemente tranquilo. La verdad

del asunto era que nunca había imaginado tener más hijos después de

Bella. Su hija no había sido exactamente planeada, pero había llegado a


adorarla. Ahora ya sabía lo que significaba ser padre y, sin embargo, la

idea de tener más hijos le había parecido imposible, teniendo en cuenta

la ligereza con la que trataba a sus relaciones amorosas.

Pero, aunque estaba sorprendido por la noticia de Jenna, no estaba

destrozado. No como era evidente que lo estaba Jenna.

Ahora entendía el moño desordenado y la cara lavada. Y también

tenía los ojos hinchados. Estaba claro que había estado llorando. Estuvo

tentado de sonreír mientras la miraba.

Jenna McCauley, embarazada de su hijo. Pero se tragó su excitación

al instante. Teniendo en cuenta el estado en el que se encontraba, no era

probable que Jenna apreciara su alegría por la noticia.


—¿Vas a decir algo?

Daniel estaba demasiado atrapado en sus pensamientos cambiantes.

Después de Sonya no había habido ninguna otra mujer con la que se

hubiese imaginado teniendo hijos. Pero ahora Jenna estaba embarazada y

no era una noticia tan mala.

No había salido de forma tan constante con una mujer desde Sonya.

Llevaba tres meses en una relación exclusiva con Jenna. Lo más que

había salido con una mujer en los últimos cuatro años había sido con una

cantante de country con la que había durado diez días. Había asumido

que no le quedaba capacidad de compromiso.

Tal vez habría considerado la posibilidad de tener más hijos en

algún momento del futuro. Pero otro niño... ¿Otra vez con veintitantos?

Estaba sucediendo demasiado rápido de nuevo, pero era Jenna la que

estaba sentada frente a él. Y Jenna le importaba.

Se había encariñado con ella de una forma increíble, la admiraba y

le importaba mucho. Y también estaba secretamente encantado de que

estuviera embarazada.

Desde el momento en que recibió el mensaje críptico de Jenna, el


pánico más desatado había estado consumiéndolo.

¿Estaba negando la verdad? ¿Intentaba posponer la necesidad de

enfrentarse a los hechos? ¿Estaba enamorado de Jenna?

El aire salió precipitadamente de sus pulmones. Tomó la mano de

Jenna y se la apretó con fuerza. La revelación succionaba todo el aire de

sus pulmones y lo reemplazaba con un cálido chorro de calor que hacía

que se derritiera de gusto.

Ese era el motivo por el que no estaba conmocionado. Ese era el

motivo por el que no había perdido los papeles al enterarse de la noticia.

Ese era el motivo por el que su primera reacción ante la noticia había

sido una sonrisa.


—¿Estás asustado? —preguntó Jenna—. Porque yo me quedé en

estado de shock cuando lo descubrí, y...

—No estoy asustado, mi amor.

Jenna parecía aturdida por su ternura después de haber soltado la

noticia. Daniel se preguntó si Jenna esperaba que montara una escena.

—¿No estás enfadado?

—¿Por qué iba a estar enfadado? No es que hayas salido tú sola y

hayas concebido un bebé. Yo soy la mitad del motivo —se burló Daniel

—No es culpa tuya que fallase la píldora. —La mirada de Jenna se

mantuvo firme en el rostro de Dan. La confusión parpadeó en sus ojos,

junto con las sospechas.

—Pero tampoco es culpa tuya, ¿no?

Jenna se quedó con la vista fija hacia adelante, concentrándose en

cualquier lugar que no fuera él. Daniel miró de reojo su perfil, sus

pómulos altos y su rostro perfecto, esperando que perdiera los nervios.

Aquella mujer era increíblemente hermosa e iba a dar a luz a su bebé, un

hermano para Bella. Estaba pletórico de felicidad eufórica. Se puso

rígido, porque no estaba seguro de si Jenna estaba preparada para


aceptarlo.

—No estoy segura de lo que voy a hacer.

—Estoy aquí, Jen. —Se acercó a ella deslizándose sobre el banco,

pero Jenna se encogió y Daniel volvió a separarse—. Si me aceptas, claro.

Jenna cerró los ojos y tomó aire bruscamente.

La vio agarrarse al borde del banco, apretando hasta que sus

nudillos se tornaron blancos. Tenía la espalda rígida y Daniel dejó caer

los ojos hasta el vientre plano de Jenna. El corazón le dio un vuelco.

La última vez que había dejado embarazada a una chica no había

tenido ni idea de lo que se avecinaba. Ahora sabía exactamente lo que

significaba. Esta vez no veía una existencia separada en algún lugar del
interior de Jenna, sino que se imaginó un bebé. Se imaginó a Bella. Había

otra personita ahí dentro que era justo como su hija, y ese bebé era tan

hijo suyo como Bella. No pudo evitar sentir una oleada de emoción y

sonrió.

—¿Por qué sonríes? —Los ojos de Jenna se volvieron hacia él como

un rayo, con los labios abiertos mostrando un asombro evidente.

Daniel se aclaró la garganta.

—No lo sé. ¿Supongo que no porque estoy tan aterrorizado por la

noticia como pensaste que lo estaría? —Se rio entre dientes—. ¿Qué se

supone que debo decir?

—No puedo creerlo. No puedo creerte. — Los ojos de Jenna

destellaron con algo. Rabia.

—Espera un momento, Jen. ¿Qué es eso...?

—No creo que vaya a quedarme con el bebé.

—Ah. —El corazón le golpeó contra las costillas. Eso no se lo había

esperado. Y Jenna todavía le observaba con la misma mirada en los ojos.

Como si estuviera esperando a que Daniel explotara o le crecieran

cuernos o hiciera algo. No sabía a qué esperaba Jenna—. ¿Qué se supone


que significa eso, Jenna?

Ella se mordió el labio y se sentó más derecha.

—Están pasando demasiadas cosas en mi vida. No puedo tener hijos.

—Se rio sin alegría—. Esto es un desastre.

El corazón de Daniel se ralentizó y luego volvió a recuperar el ritmo.

Estaba impotente en esa situación. Esto no se parecía en nada al

momento en que supo que Sonya estaba embarazada. Sonya había

querido que él lo arreglara todo. Jenna, sin embargo, ya lo había

organizado todo por su cuenta.

La imagen mental del niño que había soñado se desintegró delante

de sus ojos. Sonya estaba enamorada de él. Después de la conmoción


inicial al descubrir el embarazo, ella había querido tener a su bebé.

Había deseado tenerlo desesperadamente.

Pero esto era distinto. Jenna... Ella no le amaba. Amaba su vida y su

trabajo, y era una persona completamente distinta de la que había sido

Sonya. Lo único que tenían en común ambas mujeres eran sus

contestaciones descaradas, su fortaleza de carácter y el hecho de que

Daniel se había enamorado de ambas. Por lo demás, eran polos opuestos.

—No tiene por qué ser un desastre.

—¿De qué estás hablando? —Jenna estaba perdiendo la paciencia.

Abrió los ojos enloquecidos y Daniel fue incapaz de comprender por qué

se había reunido con él.

Se le agotó la paciencia.

—¿Qué quieres que haga, Jenna? Me da la sensación de que tenías

una idea preconcebida en la cabeza sobre lo que iba a hacer yo y estás

esperando a que suceda. Pero no sé lo que es. Mantenme informado

sobre el guion que has preparado, de forma que esta reunión, este

momento, pueda desarrollarse conforme a tu plan. ¡De lo contrario,

probablemente te deje esperando la jodida reacción que esperas de mí,


sea la que sea!

—¡Quiero que me apoyes en esto!

—¿En qué, joder? —siseó Daniel, estallando cuando comprendió lo

descabellado de los planes de Jenna. Ella no quería mostrarse racional.

No quería malgastar ni un segundo pensando en la decisión de Jenna.

¿Cómo podía hablar tan fácilmente de terminar con el embarazo, como si

no significase nada?— ¿Creo que no me voy a quedar con el bebé? ¿Eso

es todo lo que tienes que decir? ¿Ese es tu gran plan para encargarte de

un niño?

—Daniel... Esto... no es un bebé. ¡Es una catástrofe!


Daniel apretó los dientes. Jenna no estaba bromeando. Y su corazón

se agitó con agonía cuando Jenna detectó el atisbo de comprensión en los

ojos de Daniel y pareció desmoronarse ante él.

—No puedo tener un bebé, Daniel.

—¿Por qué no?

—¡Por que...! —gritó—. Soy abogada. Pronto me harán socia. Tengo

una vida. Y no crecí fantaseando con la familia perfecta de postal. Eso no

existe.

Pero sí existía. Daniel la había tenido. Él lo sabía. ¿Y ella?

—No estoy hecha para convertirme en madre, ¿de acuerdo? Te he

visto con Bella, Dan. Eres maravilloso. Te sale natural. Yo no soy ese tipo

de persona. No puedo cuidar de un... un... bebé desvalido. Es más, no

puedo estar embarazada y trabajar. Simplemente no soy así.

—Te estás subestimando.

—No, estoy siendo práctica. No quiero esto.

Daniel le sostuvo la mirada mientras crecía su temor. Jenna había

tomado una decisión mucho antes de venir a darle la noticia. Pero

entonces, ¿por qué había aún un atisbo de duda que persistía en sus
brillantes ojos azules? Se abalanzó sobre esa duda, con el pecho

inflamado por la esperanza. Jenna estaba librando en secreto una batalla

sobre el destino de su embarazo y era reacia a dejar que Daniel la

ayudara a combatir.

—Estaré contigo al cien por cien, Jen. Prácticamente ya vivimos

juntos. ¿Cuán diferente crees que va a ser?

Jenna lo miró como si no pudiese creer lo que estaba oyendo.

—Estaré embarazada. Así de diferente va a ser. Me pondré gorda y

lenta, y vomitaré. Así de...

—Lo siento. Perdona, no lo había pensado bien. No debería haber

dicho eso.
—Tengo que trabajar, Dan. No sirvo para hacer de madre y ama de

casa que se pasa el día cambiando pañales.

—Es un embarazo, Jenna. —Daniel se estaba impacientando—. No

vas a estar discapacitada. Puedes trabajar mientras estás embarazada.

Eres perfectamente capaz. —Jenna sacudió a cabeza y Daniel se tragó el

resto de la explicación—. ¿Cómo puedes esperar librarte del bebé, así

como así?

Jenna oyó el temblor de emoción en su voz. Cuando lo miró, el rostro

de Jenna era una mezcla de sufrimiento y terquedad.

—Obviamente, yo no tengo los mismos sentimientos que tú hacia

esto.

Daniel entrecerró los ojos y sus emociones se reflejaron en su

rostro. Lo sabía. Podía verlo en los ojos entornados de Jenna.

—Mentirosa.

Jenna se quedó paralizada, con la mirada de asombro petrificada en

su rostro. Sus ojos comenzaron a brillar y él se sentó allí, sin disfrutar

con su sufrimiento. Podía ver a través de ella. No estaba segura de nada

de lo que decía.
—No tiene por qué ser así, Jenna. Estoy aquí. Estoy dispuesto a ser

lo que tengo que ser.

—Pero tú no lo entiendes. —La voz se le quebró y las lágrimas

anegaron sus ojos—. No estoy segura.

Una oleada de alivio casi arrojó a Daniel de rodillas, pero, en lugar

de eso, la atrajo hacia su pecho. Esta vez Jenna no se defendió. Se

desmoronó en él, presionando la cara contra el centro de su cuerpo

mientras sus manos le rodeaban débilmente. Entonces apretó con fuerza

su camisa y se agarró a él.

—No quiero presionarte. Sé que es tu decisión. Pero también tengo

que discrepar de ella, Jen. Estaré aquí. No tienes que hacer de madre si
no quieres. He criado a una hija yo solo. Criaré a otro. Pero eso no es lo

que quiero.

Jenna se echó hacia atrás y levantó los ojos hacia Daniel.

—¿Qué quieres?

—Te quiero a ti —dijo sin titubear—. Te quiero conmigo. No quiero

ser padre soltero.

—No soy la adecuada para ti. —Jenna se enderezó inmediatamente.

Daniel casi empezó a maldecir para el cuello de su camisa. Se

estaba cerrando de nuevo, distanciándose físicamente de su abrazo

mientras volvían a aparecer los bloqueos emocionales. Estaba

desesperado por hacérselo ver. No podía decirlo. Aunque quisiera decirle

que estaba enamorado de ella, Jenna le haría frente. Sabía que no era el

momento adecuado. ¿Alguna vez sería el momento apropiado para

decirle eso a Jenna?

—Eres perfecta para mí.

—No, no lo soy. Tengo treinta y seis años, Daniel. Tú tienes

veintiséis. ¿Qué te parece eso?

Daniel torció el gesto.


—¿A quién demonios le importa lo que parezca? Si te amo...—Se

calló, deteniéndose en medio de la frase—. Te quiero a ti. No importa lo

que parezca. La edad no importa. Nada importa. Y vas a tener a mi hijo.

Yo te puse en esa situación.

—No es culpa tuya que fallase la píldora.

—Pero estoy deseando responsabilizarme de ello. Al cien por cien. —

Daniel vio las emociones que relampagueaban en el rostro de Jenna—. Tu

afirmación obcecada de «soy demasiado mayor» nunca tuvo ninguna

importancia. Nunca lo entendí cuando empezamos a salir y tampoco lo

entiendo ahora. Punto.

—Deberías estar con alguien de tu edad.


—No quiero a nadie de mi edad. Te quiero a ti. —La agarró por los

brazos con delicadeza y se los acarició, acercándose con la cabeza

ladeada hasta que la boca de Jenna estuvo a escasos centímetros de la

suya—. Seré sincero, No quiero que te deshagas del bebé. Te quiero en

mi vida y quiero a ese bebé. Estoy deseando quedarme contigo. Dime qué

más quieres y también te lo daré.

En respuesta, Jenna se soltó. Daniel se sentó allí con los ojos

abiertos como platos, respirando con dificultad mientras ella se

levantaba y se colgaba el bolso del hombro.

—Necesito tiempo para pensar.

—¿Puedes prometerme una cosa, por favor?

Jenna esperó, mirándole a los ojos.

—Decidas lo que decidas, no te marches y te ocupes de ello sola,

incluso aunque decidas... —Ni siquiera podía decirlo en voz alta. Se

aclaró la garganta y se forzó a imaginar la posibilidad—. Incluso si

decides... ya sabes... no tenerlo. Dímelo y estaré a tu lado.

—¿Decida lo que decida? — Jenna lo observó boquiabierta mientras

la confusión ensombrecía sus facciones.


—Por supuesto. —Jenna lo miraba como si no hubiera cumplido sus

expectativas, como si no debiera apoyarla y celebrar la noticia. Era como

si ahora Daniel hubiese ido y le hubiese complicado mucho más las cosas

—. No te voy a dejar sola en esto.

—Puedo ocuparme de esta mierda, Daniel. He pasado más de la

mitad de mi vida sola.

—Pero ya no tienes que seguir así.

—Tal vez quiera seguir sola.

Daniel sonrió y el amor palpitó a través de su cuerpo. Quería

abrazarla, absorber con su cuerpo su dolor y sus dudas. Pero el dolor y


las dudas se habían convertido en el refugio seguro de Jenna. Su soledad

la hacía fuerte e invencible.

—Tal vez estás demasiado acostumbrada a eso y has olvidado cómo

era cuando tenías a alguien que se preocupaba por ti. —Cuando aquello

dio en diana, Daniel siguió—. Tampoco estaba tan mal cuando tenías una

familia, ¿verdad?

Jenna siguió sumida en sus pensamientos por unos instantes.

—Ya ni siquiera lo recuerdo.

—Inténtalo —suplicó—. Es una sensación fantástica cuando no

tienes que soportar toda la responsabilidad tú sola. Tener pareja es

jodidamente increíble.

Jenna parecía a punto de llorar, y entonces se dio media vuelta a

toda prisa.

Daniel casi echó a correr tras ella, pero Jenna necesitaba tiempo

para pensarlo todo a solas. Había sembrado la duda en su cabeza. Solo

cabía esperar que esa duda germinara mientras Jenna estaba alejada de

él. Porque eso significaría que podría regresar a sus brazos y a su vida

como algo distinto... Como algo más que simplemente la chica con la que
salía.

—¿Jenna? Aunque no tengas ganas de hablar conmigo, tengo un

torneo de polo este fin de semana. Pásate por allí. ¿Lo harás?

Jenna volvió la mirada fugazmente.

—De acuerdo.

Daniel la miró fijamente hasta que salió de su campo de visión, pero

no se levantó.

Estaba abatido. Su vida había sufrido dos giros de ciento ochenta

grados en los últimos tres meses. Primero se había tropezado con Jenna,

y eso había vuelto su vida del revés. Y ahora estaba embarazada.


Le aterrorizaba que Jenna no siguiera adelante con el embarazo

sorpresa.

Aunque había visto la forma en que asentía con la cabeza cuando le

pidió que confiara en él incluso si decidía no tener el bebé, no le

sorprendería que fuera y se ocupara del asunto ella sola. Si decidía tomar

las riendas del tema, evitaría la presión para cambiar de opinión.

La posibilidad le hizo entrar en pánico, pero estaba impotente.

Aparte de esperar de pie fuera de su apartamento y vigilar cada uno de

sus movimientos, no había mucho que pudiera hacer. Era adulta. Era

libre de tomar sus propias decisiones y él tenía que respetarlo.

Se le cayó el alma a los pies, pero sabía que no tenía voz en el

asunto. Ella tenía razón. Era ella la que tendría que pasar por todo. Eran

su cuerpo y su vida los que cambiarían para siempre.

El instinto protector que había nacido por primera vez al sostener a

Bella entre sus brazos lo envolvía de nuevo. Estuvo tentado de poner

vigilancia a Jenna, pero sabía que no podía hacer eso. Jenna tenía que

tomar sus propias decisiones.

No era uno de esos niñatos ricos malcriados contra los que


despotricaba Jenna tan frecuentemente. Y Daniel estaba actuando como

uno de ellos. Solo porque quisiera que sucedieran las cosas de una forma

determinada no significaba que tuvieran que ser así. Jenna podía hacer lo

que quisiera. Simplemente tenía que sentarse allí y observar.

No era que no comprendiese el temor de Jenna a perder su

independencia y la vida que se había construido. Él también tendría que

renunciar a muchas cosas. Dos hijos. Tendría que reducir las horas

trabajo. Y, dado que deseaba que esa impresionante y seductora mujer

viviese con él mientras criaban a su hijo, también tendría que adaptar su

estilo de vida a las preferencias de Jenna.


No podía querer estar con ella a largo plazo y continuar al mismo

tiempo con su vida de playboy. Aquello tenía que desaparecer. Se había

acabado para siempre.

«Pero desde que conociste a Jenna ya se había acabado».

Si renunciar a su vida de mujeriego independiente era lo que

necesitaba Jenna para ver su compromiso hacia ella. También era lo que

él quería.

Estaba deseando comprometerse con Jenna. Estaba enamorado de

ella. Y eso no iba a cambiar. En su vida solo se había sentido así con otra

mujer. Si hubiese dependido de él, nunca la habría dejado ir.

Y ahora Jenna. Se levantó y volvió caminando lentamente hasta su

coche.

Jenna, la impresionante abogada llena de confianza en sí misma que

lo había cautivado desde el momento en el que se la habían presentado.

Jenna, con la que nunca había un instante de aburrimiento. Jenna, que le

hacía sentirse vivo de nuevo, sentir de nuevo.

Haría lo que fuera necesario para que Jenna viera que quería

exactamente eso, y que la quería a ella.


Capítulo doce

Jenna
La entrada había llegado por correo. Era una forma más efectiva de

recordarla que Daniel estaba pensando en ella y que quería que estuviese

en su torneo de polo.

No había dedicado demasiado tiempo a pensar en su siguiente

movimiento. Siempre que pensaba en la posibilidad de levantarse para

llamar a la clínica, el corazón le fallaba. Así que, por el momento, estaba

retrasándolo solo porque no podía reunir el valor suficiente.

El torneo le proporcionó algo en lo que pensar. De todas formas, no

quería pensar en su embarazo. Con ello solo conseguía sentirse muy

desgraciada. Porque no era capaz de controlar sus emociones. En un

momento se estaba preguntando qué día tomarse libre en el trabajo para

someterse al procedimiento y, al instante siguiente, se sentía abrumada

por la emoción de cómo cambiaría su vida con el bebé.

Nada tenía sentido. La tarea mecánica de elegir un conjunto para el


evento fue como una bocanada de aire fresco.

El tiempo era excepcionalmente agradable ese domingo por la

mañana. El partido no empezaba hasta la tarde, pero se dio un largo

baño y pasó todo el tiempo que pudo aplicándose todas las rutinas de

cuidado de la piel que le gustaban desde que tenía dieciocho años.

Aquello la mantenía ocupada y alejaba su mente de asuntos más urgentes

que precisaban su atención.

Un poco después de las dos estaban guiándola por el césped de la

cabaña VIP. Jenna distinguió a dos de los ejecutivos de Daniel, que

estaban allí con sus esposas. Y, por supuesto, tenían la misma edad que

Daniel. Captaba esos detalles rápidamente. Las mujeres que llevaban del
brazo eran jóvenes y parecían recién graduadas de la universidad. Jenna

sintió una punzada de culpa. Daniel podía tener todo aquello y, aun así,

quería estar con ella.

Después de un saludo rápido a las personas que conocía a través de

Daniel, se retiró a su asiento. No quería mezclarse con nadie. Estaba allí

con el único propósito de ver a Daniel en paz y pensar por qué estaba

totalmente equivocada respecto a él y por qué no debía tener a su bebé.

¿Por qué querría Daniel estar con ella?

«Está siendo un caballero. Solo está intentando ser tu caballero de

brillante armadura y hacer lo correcto por ti. En realidad, no quiere estar

contigo. Mira a tu alrededor».

Y Jenna escuchó con atención esa vocecita maliciosa que habitaba

en su cabeza, asintiendo a cada palabra.

Todas las personas que veía estaban en la veintena. Jóvenes. No veía

nada más allá. Se había quedado embarazada y ahora Daniel estaba

atrapado con alguien como Jenna.

«Pero lo amas», pensó cuando lo vio atravesar el campo trotando

sobre su caballo. Era capaz de distinguirlo en una multitud de cientos de


personas. Conocía su caballo, Thorn. Era tan oscuro como rubio Daniel,

pero con un aspecto igual de tormentoso. La estampa del caballo

igualaba la de su dueño mientras trotaba directamente hacia la cabaña.

Saludó a Jenna con la cabeza antes de marcharse.

Lo que Daniel no entendía era que no quería un caballero que la

salvara. No era una damisela en apuros. Podía cuidarse sola. No

necesitaba a nadie que la protegiera, le ofreciera cobijo o sacrificara

cosas para cumplir con alguna obligación equivocada.

Apenas habían pasado diez minutos desde el comienzo del torneo

cuando Jenna se levantó disparada y se dirigió a los baños.


Una vez dentro, contempló su reflejo en el espejo y lo estudió con

detenimiento. Solo tenía treinta y seis años. Nunca se había preocupado

de verdad por las arrugas, pero ese día se sentía vieja. Daniel la hacía

sentirse vieja, y las mujeres de sus ejecutivos hacían que se sintiera como

una antigualla. La población general de las pequeñas cabañas VIP

repletas de amigos de Daniel hacían que se sintiera como una anciana

marchita.

Odiaba la dirección que habían tomado sus pensamientos.

¿Dónde estaba su confianza?

Se pasó con suavidad un dedo bajo el ojo. En realidad no tenía

arrugas. Pero se estaba volviendo paranoica respecto al tema. «Esto es lo

que consigo por tener un novio que es diez años más joven», pensó.

Pero sabía que ese no era el único motivo. Sus emociones caóticas

se debían a las erráticas hormonas que recorrían su cuerpo desde que se

quedó embarazada. Se ponía triste, y después alegre. Todas las

emociones eran extremas. Se volvía paranoica con las cosas más tontas.

Incluso mientras se preocupaba por las arrugas sabía lo ridículo que era.

Sin embargo, eso no impedía que le llegaran ese tipo de pensamientos.


Se irguió y se lavó las manos para parecer menos llamativa mientras

estaba ahí de pie. Entró otra mujer y Jenna la reconoció inmediatamente.

—Hola Jenna —dijo Marisa dulcemente. Su rostro era angelical bajo

la melena corta con flequillo recto que brillaba como un halo dorado

alrededor de su cabeza.

—Hola. —Había conocido a Marisa en la fiesta de recaudación de

fondos de Daniel. Había asistido con su padre, Carmichael, para felicitar

a Jenna por el trabajo que estaba haciendo. Fue mucho más tarde,

cuando Jenna ya había empezado a salir con Daniel, cuando descubrió lo

mucho que Daniel respetaba a Carmichael en los negocios. Y Marisa

estaba a menudo presente en los eventos a los que asistían.


—Apenas acaba de empezar a jugar Daniel y tú te escabulles al

baño.

Jenna era abogada y el embarazo no afectaba a esa parte de su

cerebro. Percibió la hostilidad en el comentario de Marisa.

—No me escabullí al baño, Marisa. Tenía que usar el baño y vine.

—Habéis tenido una pelea, ¿verdad? —Marisa sonrió con dulzura,

pero no engañó a Jenna.

La cabeza de Jenna estallaba de furia. ¿Cómo se atrevía a hacer

comentarios sobre sus asuntos con su novio? Aunque Jenna estuviera

considerando la posibilidad de dejarlo para ahorrarle una vida al lado de

una mujer mayor.

—No es asunto tuyo.

La dulce sonrisa de Marisa se congeló y luego se evaporó

rápidamente. Jenna se sorprendió al ver cómo la ausencia de sonrisa

transformaba su rostro. Marisa parecía áspera y severa, y las líneas de

las comisuras de sus labios se tornaron más profundas, como si se pasara

toda la vida con el ceño fruncido.

—Crees que tienes a Daniel en el bolsillo. —Jenna no se molestó en


alabar el comentario descabellado con una respuesta. Arqueó una ceja

sarcásticamente. La sonrisa de Marisa regresó—. Bien, tengo una noticia

para ti, señorita Oh-Que-Grande-Y-Buena-Soy-Que-Trabajo-Para-Los-

Huérfanos. Llevo follándome a Daniel desde septiembre. No eres

especial.

El corazón de Jenna atronaba en su pecho, pero era una profesional.

Tenía muchos años de práctica en ocultar sus emociones, su corazón

roto, tanto en la vida privada como durante sus incursiones en los

tribunales. Se tomó unos segundos para procesarlo racionalmente,

aunque la racionalidad parecía un concepto disparatado para Marisa, y


levantó la barbilla. Dado que era más alta que Marisa, Jenna se dio el lujo

de mirar a la rubia por encima del hombro.

—No deberías ponerte muy cómoda con Dan, Jenna. Ya lo conoces.

Le gusta jugar y después tira los juguetes cuando se aburre de ellos.

Pero... —Se giró hacia el espejo y sacó un lápiz de labios del bolso para

retocarse—. Siempre seré una figura permanente en su vida, ya que los

negocios de mi padre están vinculados a los intereses de Daniel. —Se rio

—. Yo todavía estaré por aquí cuando acabe contigo.

Jenna se volvió brevemente y sonrió al reflejo de Marisa.

—Aunque las cosas cambien considerablemente porque voy a tener

el bebé de Daniel, ¿verdad?

Mientras abandonaba el baño, Jenna todavía veía la cara

horrorizada de Marisa y la mancha de sus pálidas mejillas. No se dirigió a

la cabaña. Tenía que salir de allí. Tenía que salir de ese lugar dejado de

la mano de Dios y de la maldita gente que pensaba que criticar las

relaciones de los demás era un tema de conversación aceptable. Quería

alejarse de Daniel.

«Llevo follándomelo desde septiembre», le había arrojado Marisa a


la cara.

Jenna no dudó de ella ni por un segundo. Ya había notado la extraña

tensión que había entre Daniel y Marisa. Cuando le preguntó a Daniel

por el asunto, este se había encogido de hombros y había dicho que

Marisa estaba siendo muy inmadura.

No le había dicho que estaba engañándola con Marisa. Todo ello

mientras citaba la exclusividad y se mostraba vehemente sobre el hecho

de que nunca había tenido una relación tan estable desde la muerte de

Sonya.

Jenna odiaba haber perdido el control de sus emociones y haber

soltado lo de su embarazo delante de Marisa. Aquello hizo que el


embarazo fuera más real. Ahora otras personas sabían lo del bebé,

aunque contaba con el odio de Marisa para que se quedase callada.

Estaba avergonzada de admitir que, incluso ante sus propios ojos, estar

embarazada del bebé de Daniel la elevaba por encima de otras a las que

se había follado. Y eso ya era bastante jodido.

Nunca había necesitado a un hombre para hacerla sentirse especial

y no iba a empezar ahora. No si podía evitarlo.

Aunque se había sentido fantásticamente bien al ver la cara de

Marisa, no pudo evitar despreciar a Daniel por su infidelidad. Se podía

haber limitado a seguir acostándose con Jenna, pero no, tenía que ir y

hacer que le contara sus secretos sobre sus padres y su vulnerabilidad. Y,

por supuesto, tenía que meter a Sonya en la mezcla. Ese momento de

revelación de sus cicatrices emocionales había logrado que conectaran

de una forma que no era fácil de romper. Y después Daniel le había

hecho el amor, grabando lentamente ese instante en su memoria y

haciendo que perdurase para siempre.

Pero ahora lo sabía. Daniel Defoe era una serpiente, como todos los

ricos que había conocido. No era distinto. Y estaría jodida si le daba la


satisfacción de volver a herirla otra vez.
Capítulo trece

Dan
Daniel no había visto a Jenna desde que desapareció del torneo de

polo sin decir palabra. Había mandado un mensaje diciéndole que se

había marchado y que necesitaba algo de tiempo para pensar. También le

había dicho que tenía cita para hacerse una ecografía ocho días después.

Daniel la había llamado, pero ella no había contestado, así que se

pasó por su apartamento dos veces para verla.

Como si supiera que lo iba a intentar, ella no había estado en casa

cuando Daniel la visitó. Habría jurado por su propia vida que era incapaz

de entenderla. Deseaba poder tranquilizarla de alguna forma y hacérselo

comprender, pero Jenna se mostraba inflexible en su voluntad de analizar

el asunto ella sola.

Durante toda la semana estuvo tentado de pasarse por la oficina de

Jenna, pero no podía hacerle eso. No podía montar una escena allí. No

habría sido capaz de vivir consigo mismo. No era esa clase de hombre.
Quería que supiera que estaría a su lado si le necesitaba. No imponer su

presencia y fastidiarla. El lugar de trabajo de Jenna era zona prohibida,

aunque frecuentemente se sentía tentado de ignorar esta prohibición

autoimpuesta.

Dos días antes, Jenna había tomado todas las medidas posibles para

evitarlo. Al final le había enviado un mensaje de texto con dos frases:

He tenido náuseas matutinas. Te llamaré cuando esté preparada

para hablar.

Daniel no se lo tragó. Ni siquiera estaba en casa. Así de decidida

estaba a evitarle.
Le aterrorizaba la posibilidad de que Jenna supiera que intentaría

convencerla de que no abortara. Le daba miedo que Jenna se decidiera y

lo hiciera sin contárselo. Le corroía por dentro. Por supuesto, Daniel no

quería que se deshiciera del bebé. Era algo instintivo, natural. Pero

también sabía que no tenía derecho a ordenar lo que ella hacía con su

cuerpo y con su vida. Era su futuro lo que estaba en juego. Pero pensar

que estaría completamente sola mientras pasaba por algo así logró pasar

por encima de su conciencia. Si por lo menos hablara con él... Si por lo

menos se reuniera con él. Le haría ver lo importante que era para él. Le

haría ver que la quería en su vida, no porque estuviera embarazada, sino

porque estaba enamorado de ella.

Al menos sobre ese asunto no tenía ninguna duda. Lo había

aceptado. Había luchado contra ello durante suficiente tiempo. Atrapado

en su antigua vida con Sonya, había olvidado cómo reconocer a tiempo

que Jenna había llegado a significar para él tanto como Sonya. Jenna se

había convertido en su amiga. Verla había pasado a ser lo mejor del día.

Se había hecho un hueco en su vida, en su corazón. Cuando se marchó,

su ausencia le dejó un agujero enorme y doloroso en el pecho que no


lograba llenar con nada. Ni el trabajo, ni la bebida ni ninguna cantidad

de tiempo pasado con Bella podía calmar ese dolor.

Se sentía solo. Echaba de menos a su amiga, pero Jenna no aparecía

por ninguna parte.

Consideró una vez más la posibilidad de dejarse caer por su oficina,

pero sabía que nunca lo perdonaría por esa metedura de pata. Jenna se

tomaba su trabajo muy en serio y Daniel respetaba su lugar de trabajo.

No podía ir allí.

Así que hizo lo segundo mejor.


Jenna tenía cita para hacerse una ecografía a la una de la tarde. Se

lo había dicho una semana antes. De estar en algún lugar, sería allí... Si

es que no se había ocupado ya del embarazo sorpresa.

Sin más opciones, caminó por el pasillo del hospital buscando

Radiología. Su corazón latía erráticamente al pensar en verla de nuevo

después de una semana muy larga. La encontró.

—Eh, hola. —El alivio en su tono de voz era evidente.

—¿Qué estás haciendo aquí? —Jenna levantó la vista de la revista

que estaba leyendo. No cabía duda de su sorpresa.

Su voz era fría, deliberadamente fría, con el objetivo de mantener

las distancias. Daniel se desabrochó los botones de la americana y se

sentó a su lado.

—Estoy aquí por tu consulta. ¿Dónde más iba a estar?

Los ojos de Jenna se oscurecieron y apartó la vista, enterrando de

nuevo su rostro en la revista. —No me importa si estás aquí o no.

—Por supuesto que sí te importa.

—No, en realidad no. —Se rio sin un ápice de alegría y lo miró

fijamente, ladeando la cabeza. Aunque estaba sonriendo, sus ojos eran


como esquirlas de brillante hielo azul.

Daniel habría entendido que el desasosiego o la incomodidad

apareciesen en su rostro. La situación entre ellos había ido de perfecta a

catastrófica en cuestión de segundos después de descubrir que estaba

embarazada. Lo que no comprendía era la furia que relampagueaba en

aquellos ojos.

—¿Me estoy perdiendo algo, Jenny?

—No me llames así. Me llamo Jenna.

Esperó a que dijera algo más, pero Jenna lo había callado

completamente. Sintió cómo su cuerpo se separaba de él, intentando no


tocarlo por todos los medios. Se reclinó hacia atrás y paseó la mirada por

la clínica con la mente funcionando a cien por hora.

—¿Por qué estás enfadada?

—Porque no te quiero aquí —siseó ella, resollando de repente.

—Eh... —Deslizo los nudillos brevemente por su mejilla antes de que

Jenna se apartase—. ¿Qué pasa?

Jenna se separó, más en un sentido emocional que físico.

—Había olvidado que te conté que tenía consulta.

—Nunca te dejaría hacer esto sola.

Jenna sofocó una risa sarcástica de respuesta.

—Hacemos cosas solos todo el tiempo, Daniel. Esto únicamente

sería el último clavo del ataúd.

—¿De qué estás hablando?

—Bueno... —Bajó dulcemente la revista hasta su regazo—. ¿Fuiste y

te follaste a Marisa solo? ¿O me perdí la invitación para convertir el

encuentro en un trío?

—¿Qué? —Daniel miró boquiabierto el rostro de Jenna, totalmente

confundido.
—Da igual.

—¿A qué viene esto? —Se inclinó para obligarla a mirarlo.

—Sabes exactamente a qué viene. Te la has follado, ¿verdad? —

susurró con furia—. Todavía te la follas.

Daniel hizo una mueca.

—Tuve sexo con ella durante un fin de semana hace seis meses. Y

eso fue todo.

Los ojos de Jenna relampaguearon hacia Daniel y parpadearon

repetidamente.

—Te has estado acostando con ella desde septiembre. Me lo

restregó por la cara en tu precioso partido de polo.


Los labios de Daniel se abrieron por la sorpresa.

—No desde septiembre. En el jodido septiembre —dijo en voz muy

queda—. Eso es todo. —Al ver que Jenna no parecía convencida, la agarró

por el antebrazo y la empujó hacia su asiento—. Hubo una escapada

familiar a los Hamptons el septiembre pasado. Me acosté con ella

durante las tres noches. Y después se acabó. No he estado a solas con

ella desde entonces.

Jenna se limitó a mirarlo boquiabierta. Después cerró la boca con

fuerza y su expresión flaqueó. Sus orgullosas facciones parecieron

arrugarse ante los ojos de Daniel mientras luchaba visiblemente para

ocultar sus emociones.

—Cariño, no he tocado a nadie desde que te conocí.

Por un instante, el corazón de Jenna dejó de latir. Parecía

atormentada y Daniel sabía que él era la fuente de su sufrimiento. Su

vida de mujeriego lo había atrapado y había destruido lo que tenía con

Jenna. Podía arreglarlo, pero tendría que tomar medidas si realmente la

quería. Jenna nunca aprobaría que continuara con su vida frívola.

Tendría que comprometerse al cien por cien.


Abrió la boca para hablar, pero una enfermera lo interrumpió.

—Señorita McCauley, la doctora la verá ahora.

Parecía que Jenna ni siquiera recordaba para qué había ido a la

clínica.

—Ha llegado la hora de la ecografía, Jenna.

Jenna lo miró boquiabierta y entonces asintió con la cabeza,

aclarando la mirada. Daniel la siguió y la detuvo ante la puerta.

—Recuerda, te apoyaré decidas lo que decidas. Déjame entrar

contigo.

Jenna asintió silenciosamente. Daniel la agarró de la mano,

pensando que ella se soltaría, y se sorprendió gratamente cuando le dejó


sostener su mano. Sintió su palma fría y húmeda. Estaba nerviosa.

Agarró su mano con fuerza, la alzó y se llevó sus dedos hasta los labios.

—Todo va a ir bien.

—¿De verdad?

Aunque Daniel no estaba seguro de nada, ya que su mundo se

estaba volviendo del revés, asintió con falsa valentía.

—Sí. Lo prometo.

Cuando se tumbó y se levantó la camiseta, el corazón de Jenna latía

frenéticamente. Tenía las manos apretadas en un puño sobre su vientre

plano. Daniel quería sostenerla y decirle que la amaba. Quería decirle

que no había sabido que se estaba enamorando y que no tenía nada que

ver con el bebé que iban a tener. Se trataba de él y de lo que él deseaba.

Estaba locamente enamorado de ella.

Pero sabía que Jenna estaba a punto de saltar con las cosas tal y

como estaban. No necesitaba más presión. Así que apretó los dientes

para mantener la boca cerrada. Cubrió los puños de Jenna con sus

manos, acariciándolos hasta que se aflojaron.

Entró la doctora y le hizo varias preguntas a Jenna.


Daniel no podía desviar la mirada al verla así: la madre de su hijo,

contemplando rígidamente la pantalla mientras esperaba. Cuando la

ecógrafa comenzó, Daniel miró a Jenna a la cara y ya no pudo apartar los

ojos. El corazón de Daniel latía con fuerza contra sus costillas cuando

Jenna frunció el ceño y levantó la cabeza de la almohada blanca y estéril.

—¿Ocurre algo? —preguntó a la doctora que estaba haciéndole la

ecografía.

Daniel desvió la mirada de la pantalla a la doctora, presintiendo el

pánico creciente de Jenna. Perfecto. De vuelta a la casilla número uno.

—Sí, yo... eh... —La doctora miró con más atención la pantalla,

entrecerrando los ojos y frunciendo los labios con concentración.


—Qué sucede? ¿Está bien el niño?

Entonces la doctora sonrió y los miró a ambos.

—Es solo que los estoy contando para asegurarme.

—¿Qué? —dijo Jenna, confundida.

—Estás de diez semanas. Y no vas a tener un bebé.

Jenna levantó la cabeza, pero Daniel vio lo que ella veía: sombras

grises palpitando en la pantalla. Tampoco era capaz de distinguir lo que

se suponía que eran, y había asistido a todas las ecografías cuando Sonya

estaba embarazada de Bella.

—¿Mellizos? —jadeó Jenna mientras su rostro se tornaba pálido.

Daniel lo supo incluso antes de que la doctora lo dijera. Era más que

mellizos. Trillizos.

—Vas a tener cuatrillizos. Enhorabuena.

Jenna se sacudió físicamente con la noticia y Daniel giró la cabeza

rápidamente hacia ella. Su propio corazón amenazaba con entrar en

erupción y salírsele del pecho cuando los ojos de Jenna salieron

disparados hacia él. Abiertos. Asustados. Desconcertados. Incrédulos.

Daniel sabía que su expresión reflejaba exactamente lo mismo que


la de Jenna. Simplemente era humano. Necesitaba un momento para

sobreponerse a la incredulidad.

—Me está tomando el pelo. —La voz de Jenna era fuerte y

desafiante, más alta de lo que jamás había sido desde que Daniel había

aparecido a su lado.

La doctora que había realizado la ecografía parecía ofendida por la

ferocidad que desprendía el tono de Jenna. Daniel no podía culpar a la

pobre mujer. Jenna no sonaba como la madre embarazada extasiada que

pronto tendría que ocuparse de la feliz sorpresa del embarazo cuádruple.

En lugar de eso, Jenna parecía totalmente horrorizada ante la

perspectiva.
—En realidad, no. Hablo en serio. —Señaló hacia la pantalla—. Uno,

dos, tres, cuatro. —Los contó todos, tocando en la pantalla unas sombras

negras aleatorias—. Y hay latidos vibrantes en todos ellos, así que son

bebés saludables.

—Ay, Dios mío. —El estallido de Jenna sobresaltó a Daniel mucho

más que la ecografía. Por suerte para la doctora, ya los había dejado

solos cuando Jenna empezó a hiperventilar. Daniel la ayudó a sentarse, y

la mirada de Jenna salió disparada hacia su rostro mientras él se aferraba

a la camilla sobre la que se encontraba Jenna, que tenía los nudillos

blancos.

—¡No puedo tener cuatro bebés, Daniel!

Su voz era aguda y estaba llena de pánico. Daniel se sintió

terriblemente mal por ella. Se había mantenido firme cuando dijo que no

podía tener uno, ¡y ahora iba a tener cuatro! Daniel acarició suavemente

los laterales de sus mejillas, diciéndose a sí mismo que debía

sobreponerse a la conmoción inmediatamente. Tenía que tranquilizar a

Jenna, y eso hizo.

—Estoy aquí. Estaré aquí decidas lo que decidas. —La besó en la


coronilla.

—No, Daniel, no lo entiendes —dijo, mientras el pánico crecía a cada

segundo que transcurría. El tiempo solo conseguía hacer que la noticia

fuera más intensa y evidente—. Hay cuatro bebés aquí dentro. ¡Cuatro!

Daniel no supo lo que se apoderó de él, pero la agitación de saber

que iba a tener cuatro niños, sus bebés, lo llevó al borde de la locura.

Atrapado por el apuro de comprender su dolor y arreglarlo, Daniel

agarró su rostro por ambos lados. Deseoso de silenciar su pánico y

calmarlo, hizo lo único que su mente aturdida fue capaz de idear. Cubrió

la boca de Jenna con la suya.


Los labios de Daniel se mostraron ávidos y casi violentos cuando se

deslizaron sobre los de ella. A Jenna le tembló la boca, pero luego le

devolvió el beso, al principio lentamente y después correspondiendo a

sus movimientos.

La agitación del amor, la adoración y la desesperación hicieron que

Daniel profundizara en su beso. Sus dedos atravesaron el cabello espeso

de Jenna, colocándolo en su lugar cuando su cabeza se inclinó. La presión

de su boca obligó a Jenna a inclinar la cabeza hacia atrás. Los dedos de

Daniel se aferraron a los mechones de su cabello.

Dios, cómo la amaba. Y estaba embarazada de sus hijos. La cabeza

le daba vueltas con el asombro de los cuatrillizos, pero también vibraba

de placer.

Cuando se separó del beso, tenía los ojos abiertos y los dientes

apretados. Era el momento. Jenna abrió los ojos con un parpadeo y tomó

aliento entrecortadamente para recuperar el aire que Daniel había

robado de sus labios.

—Te amo, Jenna.

La respiración de Jenna se atascó en su garganta, con sus brillantes


ojos azules abiertos como platos y los labios separados. Daniel atrapó sus

labios con otro beso hambriento. Y luego se liberó.

—Te amo, Jenna. En algún momento de estos meses alteraste mi

vida y me enamoré de ti. Solo me di cuenta cuando desapareciste. No me

hagas eso, Jen. Quédate cerca. Quédate conmigo. Te necesito conmigo.

Jenna tragó saliva con expresión inescrutable, pero sus manos se

aferraron a los antebrazos de Daniel y no lo soltaron. Aquello le animó.

Ella también sentía algo. Podía verlo arder en sus ojos. Como si

estuvieran desgarrándola en distintas direcciones. Como si quisiera una

cosa, pero tirasen de ella en dirección opuesta.


—Dime lo que estás pensando. Cuéntamelo, por favor. —Cuando no

respondió, Daniel le alisó el cabello hacia atrás—. Decidas lo que decidas

hacer con los... bebés... —Se humedeció los labios para soltar las

palabras que subían arrastrándose como puñales por su garganta. El

sufrimiento era aún peor cuando se imaginaba a cuatro bebés en lugar de

uno. Era doloroso mostrar su apoyo cuando sangraba por dentro con la

sola posibilidad de que sucediese. Fracasó en el intento de mantener el

abatimiento alejado de su voz—. Te seguiré amando. Eso no va a cambiar

en un futuro cercano.

—Estoy terriblemente asustada por todo. —Los ojos de Jenna

estaban en carne viva por el dolor. Relucían mientras se inundaban de

lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.

Daniel tomó sus manos y las aplastó contra el centro de su pecho.

—Te amo —susurró—. Estaré aquí. Confía en mí, Jenna. Apóyate en

mí. Estoy aquí.

—Estás aquí ahora.

Daniel se resistió. Jenna tenía miedo de perderle.

—Estaré aquí mismo, Jenna. Mañana. Dentro de un mes. Dentro de


una década. Porque te amo y nada va a cambiarlo.
Capítulo catorce

Jenna
Jenna se inclinó sobre el pecho sólido de Daniel, inspirando

profundamente. Las clases Lamaze de preparación para el parto tenían

lugar dos veces a la semana, y Daniel siempre llegaba a la hora. En

realidad, cinco minutos antes.

Las palabras que le había dicho durante la ecografía cinco meses

antes habían comenzado a sonarle ciertas. Pero incluso cuando se reía

mientras él bromeaba porque se le había dormido la pierna de sentarse

en una posición tan extraña, Jenna se mostraba cautelosa.

El destino la había obligado a aterrizar en una posición en la que,

tanto si le gustaba como si no, estaba obligada a depender de él. Debía

hacer lo único que se había propuesto vehementemente que no haría

nunca desde que murieron sus padres dejándola completamente sola

cuando aún era una niña. La perspectiva de tener una familia propia ya

no la asustaba, pero todavía se sentía aterrorizada al incluir a Daniel en


la combinación. Era joven y tenía muchísimas opciones. No deseaba

atarlo con cuatro niños.

Aunque parecía que él estaba más que contento de hacer

exactamente eso, atarse a ella, no volvió a repetir que la amaba. No

obstante, se aseguraba de demostrárselo todos los días.

Y aquello era más difícil que escuchar las palabras. Con las palabras

podía pretender que no significaban nada. Pero sus acciones, su

constante preocupación y sus atenciones eran algo totalmente distinto.

Cuando finalizó la clase, Daniel la ayudó a incorporarse. Su vientre

ya era enorme, la tripa más grande de toda la sala, aunque llevaba

apenas siete meses de embarazo. Al ser ignorarlo todo sobre el tema, se


dio cuenta demasiado tarde que tener cuatro bebés ahí dentro en lugar

de uno significaba que aquello rebasaba ampliamente los límites.

Una de las nuevas embarazadas caminó hacia Jenna sonriendo.

—Vaya, parece que tienes dos ahí dentro.

—¡Cuatro! —dijeron Daniel y Jenna al unísono, y se quedaron

mirando cómo se le abría la boca.

—¿Cuatro? Increíble. —Se acarició su pequeña barriga—. Yo solo

tengo uno aquí dentro y ya es muy cansado.

Jenna sonrió dulcemente.

—Dímelo a mí si es cansado. ¡Ni siquiera quería niños, y este

hombre me embarazó de cuatro!

Daniel ahogó la risa ante la expresión horrorizada del rostro de la

mujer mientras se escabullía inmediatamente.

—Sin duda eso ya era demasiada información, cariño.

Jenna soltó una risita.

—Lo siento. Estoy agotada. —Se dejó caer de lado contra su pecho

con un golpe sordo, y le rodeó la espalda con sus brazos.

Parecía que Daniel quería decir algo, pero le preocupaba demasiado


la reacción de Jenna.

—Puedes hablar. Lo sabes, ¿verdad? No muerdo.

—¿Estás segura? Porque últimamente me han entrado dudas. —Se

rio entre dientes. Jenna lo empujó juguetonamente mientras salía con

Daniel de la mano—. ¿Todavía no estás nada emocionada por los bebés?

Jenna se detuvo y miró a su alrededor, sintiéndose como una

criatura miserable. Estaba tan concentrada en luchar contra sus propios

sentimientos que ni siquiera había dejado traslucir lo emocionada que

estaba por conocer por fin a sus bebés.

—Lo estoy. Estoy verdaderamente emocionada. —Deslizó la mano

hasta la base de su vientre—. Me he enamorado de ellos.


Daniel dejó escapar un enorme suspiro de alivio.

Jenna se mordió el labio y apartó la vista para ocultar la culpa que

apareció en su rostro. Se estaba debatiendo en su interior. No era solo lo

disparatado del perímetro de su abdomen, también estaban las hormonas

y el agotamiento. Todavía le quedaban dos semanas antes de la cesárea y

se sentía como si fuera a explotar antes. Además, le costaba mucho

esfuerzo mantener viva la fachada de frialdad y distanciamiento. Era

arcilla en las manos de Daniel y sintió la tentación de limitarse a dejarle

que la sostuviese todo el jodido tiempo. Esa dependencia la asustaba.

Además no podía dejar de tocarlo.

El embarazo la había puesto demencialmente cachonda. Aunque

seguro que Daniel habría disfrutado de esa parte, Jenna estaba teniendo

dificultades para mantener en secreto sus emociones, ya que no era

capaz de saciarse de su cuerpo. Sabía que estaba enviando señales

confusas a causa de ello.

Por mucho que lo intentara, simplemente no podía olvidar que

Daniel era demasiado joven para ella. Se merecía a alguien más joven,

alguien más parecido a él.


—¿Vas a quedarte a dormir en mi apartamento esta noche? —

preguntó.

A Jenna le daba vueltas la cabeza. Necesitaba tiempo para pensar o

estallaría en lágrimas y aullaría que ella también le amaba y que se moría

por oírselo decir una vez más.

—En realidad he hecho planes con Carrie. Va a venir a casa esta

noche. Vamos a ver una película.

—Ah, bien. —La ayudó a entrar en el reluciente SUV Bentley que

había comprado para ella. Habían pasado semanas de discusiones antes

de que Jenna aceptara utilizar el automóvil y el chófer para moverse por

la ciudad. Daniel había sido más testarudo que ella en ese asunto. Ni por
los siete infiernos la habría permitido viajar en otra cosa que no fuera el

automóvil más seguro del mercado mientras llevara esa preciosa carga, y

además tan numerosa.

Finalmente cedió cuando ya no soportaba esperar a un taxi durante

más de cinco segundos. Y, por supuesto, no estaba dispuesta a conducir

en medio del tráfico terrorífico de Manhattan.

Jenna se acomodó en el asiento mientras Daniel se quedaba de pie

fuera, al otro lado de la ventanilla. Dejó que la melancolía se apoderase

de ella. El automóvil se deslizó hacia el exterior del aparcamiento y Jenna

cerró los ojos brevemente, preguntándose cómo era posible que su vida

se hubiera vuelto tan complicada y tan llena de sorpresas cuando se topó

con el mayor mujeriego del país.

Sabía lo que sentía por él, pero también sabía que tenía que luchar

contra ello. Era mejor mantener a Daniel ahora a una cierta distancia que

más adelante, cuando tuviera a los bebés. No podría soportar que la

abandonaran de nuevo. Prefería estar sola desde el principio.

«Ahora que, si dejases de enredar con él tres veces al día, tal vez la

parte de romper limpiamente con él se aceleraría.


Pero lo deseo».

La tentación de oírle decir una vez más que la amaba era demasiado

abrumadora. Deseaba fervientemente ser capaz de controlar sus

emociones. Eso la ayudaría enormemente con un hombre que estaba

empeñado en asegurarse de que ella permanecía a su lado.

Jenna decidió invitar de verdad a Carrie a ver una película en su

casa para tener una excusa y no invitar a Daniel.

Aquella noche Carrie y ella vieron Downton Abbey en Netflix. Por

primera vez, Jenna no fue capaz de concentrarse en su serie favorita.

—¿Qué tienes en la cabeza?


Por un momento, Jenna miró boquiabierta a Carrie, preguntándose

si siempre había sido tan astuta o si ella se estaba volviendo demasiado

transparente a causa de su estado. Se acarició el enorme abdomen y

suspiró.

—No estoy segura de cómo seguir con esto.

—Te quedan dos semanas antes de que lleguen los bebés. Es mejor

que te prepares para seguir adelante. No puedes mantener a los bebés

ahí dentro para siempre, lo sabes, ¿verdad? —Carrie soltó una risita.

—No. —Se echó a reír y se frotó los ojos—. Quiero decir con Daniel.

—¿Qué quieres?

—Es solo que no quiero que me hieran. —Jenna tragó saliva.

—¿Y qué quiere Daniel?

Jenna arqueó una ceja.

—Buena pregunta. —Se sentó por un momento, repasando la

primera respuesta que había surgido en su cabeza—. Daniel intenta por

todos los medios que yo tenga todo cuanto quiera.

—¿Así que él está empeñado en no herirte? Umm. ¡Qué curioso! No

es de extrañar que no sepas cómo seguir adelante con tu relación con él.
Jenna frunció el ceño y se removió.

—Es que tú... No me hables, por favor. Me cabreas cada vez que

sale Daniel en una maldita conversación. Y lleva sucediendo desde hace

meses.

—Te niegas a ver que lo estás castigando por amarte. Y el pobre

hombre me da muchísima pena.

—Él no me ama. Simplemente cree que me ama.

—¿Te dijo que te ama? —Carrie se enderezó.

Jenna se mordió el labio.

Carrie no necesitó oír la respuesta en voz alta.

—Ay Dios. ¡Qué mono! ¿Cuándo?


—Hace unos meses.

Carrie se quedó boquiabierta.

—¿Y qué le dijiste?

—¿Se suponía que debía decir algo? —Jenna se encogió de hombros.

Carrie hizo una mueca.

—¿Que tú también le amas?

—¡Pero no le amo!

El rostro de Carrie se ensombreció.

—Por el amor de Dios, Jenna. Tú estás más enamorada de Daniel

que él de ti. Y eres tan testaruda e irracional en tu embarazo que no lo

ves.

—Carrie, no entiendes... —Y Jenna se detuvo cuando algo arañó su

vientre. Jadeó mientras se agarraba el abdomen y miraba hacia abajo—.

¡Oh, Dios mío!... No puede ser.

—¿Qué? —Carrie saltó del sofá.

Los ojos de Jenna se abrieron como platos y miró boquiabierta a su

amiga.

—Creo que me estoy poniendo de parto.


Carrie se quedó de pie, paralizada, más conmocionada aún que

Jenna.

—No puedo ponerme de parto, Carrie. Tengo la cesárea dentro de

dos semanas.

Al oír eso, Carrie estalló en una intensa actividad.

—¡Dios mío! —gritó, retorciéndose las manos y dando pasos rápidos

por la alfombra—. ¿Qué hacemos ahora?

Jenna soltó una risa, y a continuación aspiró una bocanada de aire al

sentir una contracción. Esperó a que pasara antes de ocuparse de los

pasos lunáticos de su amiga sobre la alfombra.


—Demonios, cálmate, Carrie. Jesús. Soy yo quien está de parto de

cuatro bebés. ¿Por qué te pones tú de los nervios?

Al levantarse sintió que algo saltaba en su interior y un chorro de

líquido se deslizó por su pierna.

Ni siquiera deseaba decírselo, porque Carrie ya tenía aspecto de ir a

desmayarse. Se echó a reír ante la ironía de la situación. Tenía

contracciones suaves, había roto aguas y estaba preocupada por no

asustar a su amiga.

—Carrie, no pierdas los nervios, pero he roto aguas. Tengo que ir al

hospital.

—¡Oh, Dios mío! —gimió Carrie a punto de llorar.

Jenna frunció el ceño con fuerza.

—¡Ea, cállate, Carrie! Quítate de mi camino.

«Puedo hacerlo. Puedo hacerlo», se repitió en su cabeza mientras se

abría paso hasta el dormitorio. Con los ojos cerrados, Jenna gimió

agarrada al marco de la puerta cuando sintió la punzada de otra

contracción, y encogió el cuerpo contra el marco. Y luego se pasó.

Intentó conservar la calma. Ni siquiera había preparado la bolsa para el


hospital, pensando ilusoriamente que los bebés llegarían cuando lo había

decidido el médico, el día programado para la cesárea. Pero su cuerpo

tenía otros planes. Qué estúpida había sido al olvidar que últimamente

nada salía según lo planeado.

Arrojó algunas ropas y artículos de tocador en una maletita y cogió

algunas prendas de bebé del cuarto infantil contiguo. Entonces recordó

que iba a tener cuatro bebés y agarró montones de ropita.

Se estaba poniendo nerviosa, pero respiró profundamente y se tragó

el pánico. No podía darse el lujo de regodearse en esas emociones

fatales.
—Jenna, puedes hacerlo. Tienes a una lunática loca ahí fuera que

está perdiendo los papeles porque tú estás de parto. Espabila. Lo has

hecho todo tú sola más de la mitad de tu vida. Puedes hacer esto.

«¡Ay, Daniel!»

Algo intrínseco a su ser y profundamente arraigado gritó en su

interior. Deseaba apoyarse contra su cuerpo sólido y poderoso y dejar

que él se ocupara de todo. Tumbarse allí y no hacer nada, exactamente lo

que él había intentado que hiciera durante todo el embarazo. Habría sido

una bendición tenerlo en ese momento.

Las contracciones se estaban tragando todo lo aprendido en las

clases de respiración. Se aferró al poste de la cama y cerró los ojos con

fuerza. Anhelaba su apoyo constante, el hecho de que ella ni siquiera

tenía que transportar su propio peso cuando Daniel estaba a su lado.

Podía limitarse a reclinarse sobre Daniel y él la llevaría. Si estuviera allí

en ese momento, prepararía las bolsas y se ocuparía de las

contracciones. Él sabría qué hacer. Y la besaría, y la tranquilizaría.

También tendría a alguien para quejarse. Un lujo del que no había

disfrutado desde que era adolescente.


Daniel hacía todo eso por ella todo el tiempo y, a cambio, Jenna era

tan desagradecida que había renegado de todo lo que hacía por ella.

Sorbió ruidosamente, sobrepasada por la preocupación y el dolor

insoportable. Entre las contracciones, el pánico y el torbellino de

ardientes emociones, transcurrieron más de diez minutos antes de que

Jenna tuviera finalmente preparada la bolsa. La arrastró hasta la puerta

el dormitorio y se asomó.

—Carrie, ¿puedes ocuparte de mi bolsa y...?

Se detuvo a la mitad de la frase, agarrándose la tripa cuando le vio.

Daniel. Otra contracción, más fuerte y más dolorosa que ninguna de las

que había tenido hasta ese momento.


Al instante tuvo a Dan a su lado, sosteniéndola, atrayéndola hacia su

cuerpo. Podía apoyarse en él.

—Estoy aquí. Estoy aquí —canturreó mientras le besaba la sien.

Jenna se recuperó de la contracción y alzó la vista hacia Daniel y

luego hacia Carrie.

—Sabía que querrías que estuviera aquí, así que...

Jenna sonrió lentamente, sorbiendo y frunciendo los labios para

evitar derrumbarse por el alivio abrumador.

—Gracias, Carrie.

Y entonces abandonó hasta la última gota de terquedad. Daniel se

hizo cargo de su bolsa, Daniel se hizo cargo de ella y Daniel se hizo cargo

de todo. No tenía que preocuparse por no tener los zapatos puestos. Él lo

arregló todo.

—Estás bien, Jenny. Te llevaré al hospital en un instante. —El chófer

estaba en la puerta de entrada y tomó las bolsas de Jenna mientras

Daniel la ayudaba a llegar al ascensor.

Le pareció que tardaron una eternidad en subir al automóvil y

dirigirse al hospital, pero ya no estaba preocupada. Cuando llegaron más


contracciones, se agarró a su camisa y enterró el rostro en su pecho,

sofocando un gemido. Sus fuertes manos le acariciaban la espalda,

suavizando la agonía que estaba sufriendo.

—¿Cómo va, amor mío?

Jenna gimió, aferrándose a él. Si le soltaba, seguro que se

desmayaría.

—Esperaba estar adormecida cuando los médicos sacaran a los

bebés por un camino distinto a mi vagina.

Evidentemente el conductor lo oyó, porque pisó el acelerador.

Daniel no le reprendió. Tenía mucha prisa, más prisa que nunca en toda

su vida.
Ya en el hospital, a Jenna todo se le volvió borroso hasta que le

administraron la epidural y se encontró tumbada en la mesa de

operaciones. Daniel estaba a su lado con una mascarilla cubriéndole el

rostro. Cuando se disponía a besarla en la mejilla, los labios de Daniel se

apretaron contra su oreja.

—Te amo —susurró con fervor.

—Daniel... —Jenna abrió los ojos, contenta por fin de que el dolor

hubiera cesado.

—Sé que no quieres oír esto, y lo he reprimido en mi interior los

últimos cinco meses, pero maldita sea, Jenna... —siseó en un susurro,

acariciando su cabello hacia atrás— ¿Por qué no ves cuánto te necesito a

mi lado? Quiero formar una familia contigo.

—Daniel, por favor. —Jenna cerró los ojos mientras los últimos

restos de su determinación se desmoronaban cuando los médicos

comenzaron a trabajar en su cuerpo.

—No, no. ¡No lo hagas!

Jenna abrió los ojos de par en par, sorprendida por su vehemencia.

—No cierres los ojos.


Entonces Jenna lo vio, vio el pánico en su mirada. Y recordó otro

tiempo en el que Daniel había estado en esa situación. Cuando perdió a

Sonya.

Los ojos de Jenna se llenaron de lágrimas.

—Estoy aquí. Estoy mirándote —susurró Jenna tiernamente.

—No puedo volver a pasar por esto —murmuró con voz horrorizada

y llena de dolor. Presionó sus manos a ambos lados del rostro de Jenna,

aferrando su mandíbula—. Mantente despierta. Quédate conmigo. Te

quiero, Jenny. No soportaría perderte a ti también.

Y fue en ese preciso momento cuando Jenna vio lo estúpida que

había sido. La amaba como había amado a Sonya, y estaba comprometido


con la situación. No se iba a ir a ningún sitio. El pensamiento la golpeó

de repente, superando todos sus miedos y derrotándolos. Estalló en

lágrimas.

—No llores. Solo sigue mirándome, por favor.

Su voz sonaba horrorizada y tan desesperada que Jenna mantuvo la

mirada hasta que la respiración de Daniel recobró de nuevo su ritmo

normal.

—Yo también te amo, Daniel.

Sus manos se detuvieron. Se quitó la mascarilla de la boca y besó

tiernamente sus labios.

—¡Oh, Jen! —soltó en sus labios.

—Te amo, Daniel. Siento haberte hecho pasar por esto. Siento haber

necesitado tanto tiempo —sollozó.

Y Daniel se rio, besándola de nuevo una y otra vez, y Jenna vio el

brillo de sus ojos de color avellana justo en el momento en que el sonido

estridente del llanto de un bebé estalló en la sala de operaciones.


Capítulo quince

Daniel
El corazón de Daniel latía con velocidad mientras se acercaban al

banco, el mismo banco en el que Jenna le había desvelado con

abatimiento que estaba embarazada. Ahora no había ni rastro de aquel

abatimiento en su estado de ánimo. Se reía por algo que había dicho

Bella, agarrada a una de las dos sillitas gemelares que transportaban a

sus cuatrillizos de un año de edad, cuatro chicos.

Tenía el corazón henchido de felicidad al contemplar el espectáculo.

Su familia estaba completa. Cierto que era una familia mucho más

grande de lo que nunca había soñado, pero ese era precisamente el

atractivo de Jenna. Hacía que la vida siguiera siendo divertida y

emocionante. Desde que ella se había colado en el cuadro, todo era de lo

más loco.

En cuanto Jenna vio a los bebés se evaporaron todas sus dudas

sobre convertirse en madre y formar una familia con Dan. Había


sollozado cuando Bella fue al hospital para conocer a sus hermanitos.

Solo por seguridad, Daniel le había preguntado de nuevo a Jenna si

era en serio lo que había dicho durante la cesárea. Como respuesta,

Jenna se aferró a él con fiereza, repitiendo sí una y otra vez, diciendo que

le había amado desde el momento en el que se había abierto paso a la

fuerza en su apartamento y la había obligado a compartir su comida con

él.

Justo después del nacimiento de los niños, su vida cambió por

completo. Jenna volvió a casa con Daniel y Bella, y Daniel encargó a un

diseñador que construyera un área infantil para los bebés en un plazo de

diez días.
Hacía un mes que Jenna, Daniel y sus cinco niños se habían mudado

del ático a un edificio de veinte dormitorios en el Soho.

Daniel adaptó su horario de trabajo para poder pasar más tiempo

con los niños. Con un equipo de tres niñeras, Jenna y él se las arreglaban

para programar su trabajo y dedicar a los niños todo el tiempo que

podían.

Jenna volvió a trabajar tres meses después del nacimiento, justo a

tiempo para ganar el caso contra los hermanos Ryder. Ahora aceptaba

más casos gratuitos.

—¿Qué? —preguntó Jenna.

La resolución de Daniel se quebró en cuanto Jenna alzó la mirada

hacia él.

Sonrió y se dirigió hacia el banco donde dormían dos de sus cuatro

hijos. Los otros dos estaban tumbados sobre sus espalditas ocupados con

sus chupetes. Daniel dejó que sus ojos se deslizaran amorosamente sobre

ellos y después sobre Bella y Jenna, y decidió que era la hora.

No había ni un ápice de indecisión o duda en su postura mientras se

reclinaba con una rodilla sobre la hierba.


Jenna le sonrió, y luego su rostro se paralizó. Un jadeo ronco le

confirmó que Jenna lo había adivinado.

Daniel le tomó la mano y sacó la caja del bolsillo de sus pantalones.

Abrió la cajita de Chopard y la voz le tembló al hablar.

—Jen, sé que ya somos una familia, pero, de verdad, no puedo

soportar un solo minuto más sin que seas mi esposa.

Los ojos de Jenna se inundaron de lágrimas. Se derramaron por sus

mejillas unos segundos antes de que se arrojara a sus brazos.

—¿Te casarás conmigo, amor? —Las palabras de Daniel se

amortiguaron en su cabello.

—Sí. ¡Sí! —gritó.


Y los brazos de Daniel se cerraron fuertemente a su alrededor como

bandas de acero. Se rieron juntos cuando Bella los rodeó con sus bracitos

para abrazarlos fuertemente. Había estado en el secreto y había hecho

que su padre se sintiera orgulloso.

Daniel se aferró a la mujer que había encontrado cuando ya no

sentía ninguna esperanza de vivir un futuro, de tener una familia. Abrazó

con fuerza la mujer de la que se había enamorado después de pensar que

nunca volvería a amar.

—Te amo, Jen.

Y cuando ella le respondió una vez más, sintió que un escalofrío

familiar le recorría la espalda.

Deslizó el anillo en su dedo y apretó su mano mientras sus ojos se

encontraban con los ojos llorosos de Jenna. Supo que ambos habían

superado su tragedia para encontrarse el uno al otro. Y también supo, sin

lugar a dudas, que Jenna era suya por fin.

FIN

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El bebé no deseado del multimillonario alfa

Por Ciara Cole

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El bebé no deseado del multimillonario alfa

Por Ciara Cole

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Capítulo uno

Encerrada en su silenciosa oficina en el museo de arte, Rachael

intentaba centrarse en la investigación que debía acabar. Normalmente

no le importaba hacer horas extras y le encantaba su trabajo, pero había

algo en el aire esa noche que la hacía distraerse.

Un mensaje repentino de su madre, Susan, le levantó el ánimo a

Rachael. En él había una foto de su hija de 7 años, Leila, en pijama. Leila

se quedaba esa noche en casa de Susan, como era costumbre cuando

Rachael tenía que quedarse hasta tarde trabajando.

A pesar de estar mirando la hermosa sonrisa de Leila, el silencio que

se cernía en los alrededores pronto volvió a cambiar el humor de

Rachael.

Siempre se sentía la mujer más feliz del mundo cuando miraba a

Leila, con aquellos ojos de un azul tan profundo que llamaban la atención

en contraste con su piel clara y aun así, había una sombra de dolor que

empañaba su satisfacción y alegría.


En un segundo, la mente de Rachael voló al pasado. A la época

anterior al nacimiento de Leila...

Recordó de cuando tenía 17 años y asistió a su primer día de

instituto en Dublín. Se había mudado allí con su familia por el trabajo de

su padre.

Todo le resultaba tan extraño. Los extensos campos y colinas y el

clima constantemente lluvioso. Los rápidos y rítmicos dialectos que no

podía entender, y el hecho de apenas comprender lo que le decían

cuando le hablaban en inglés.

Aquel primer día, su madre la dejó en la escuela privada donde la

habían matriculado. Rachael sacó el jersey de su bolso y lo usó como


escudo al entrar en la escuela. La gente la miraba, pero Rachael estaba

acostumbrada a llamar la atención, aunque no le gustara. Ser la nueva

siempre resultaba difícil. Pero ser la nueva que se había mudado desde

América a un país con un ambiente y una cultura totalmente diferentes

era incluso peor.

Localizó su taquilla y metió sus cosas, sacando los bolígrafos,

lápices y una carpeta grande para todas sus clases.

Rachael caminó por el abarrotado pasillo, mirando al suelo, hasta

que chocó contra una cálida pared de ladrillo y cayó de culo al suelo.

—Lo siento. Debería haber prestado más atención, — dijo una voz

profunda que no reconoció. Fue como música para sus oídos. Le encantó

el marcado acento irlandés con el que pronunció las palabras, tan suaves

y claras como el hielo.

Rachael miró hacia arriba. Le llevó un buen rato llegar hasta su

cara. Cuando lo hizo, fue como mirar a un dios griego del sexo. Era

hermoso. Debía tener uno o dos años más que ella, y su rostro parecía

sacado de la portada de una revista. Sobresaltada, Rachael se dió cuenta

de que se había quedado mirándolo fijamente.


—Ah… No pasa nada, — tartamudeó. —No estaba mirando por

donde iba.

Se levantó rápidamente y empezó a recoger del suelo la carpeta y

los lápices, pero él se le adelantó y se los recogió. Rachael le dió las

gracias con timidez y miró a su alrededor para descubrir a algunas chicas

contemplándolo y babeando. Unas cuantas intentaban captar su

atención, pero él las ignoraba. Solo tenía ojos para Rachael.

Sin saber qué hacer ni qué decir, Rachael le dirigió una leve sonrisa

y se dio la vuelta para marcharse tan rápido como pudo. Ya se había

puesto en ridículo lo suficiente, no quería llamar más la atención en su

primer día. De alguna forma, no podía evitar sonreír al pensar en ese


bello rostro de impresionantes ojos azules mirándola, de un modo que la

hacía sentir que todo era más radiante y menos aterrador.

Dos días más tarde, Rachael estaba empezando a adaptarse a su

horario de clases, actividades y plan de estudios. Era la única americana

en la escuela, pero por suerte las clases se daban en inglés y no en el

idioma nativo.

A las dos y media sonó el timbre y todo el mundo se apresuró a salir,

llenando los pasillos. Rachael se fue a su taquilla apretando los libros de

texto contra su pecho. Notó que alguien se acercaba con sigilo a su lado,

pero no echó mucha cuenta.

—Qué tal, — le susurró una voz profunda y extraña.

Rachael la reconoció al instante. Se dio la vuelta enseguida y

respondió un tímido —Qué tal— al chico de ojos azules.

Dios, qué cara. No había visto nunca a nadie como él, con nariz

recta, labios seductores, mandíbula cuadrada y pómulos marcados. No

podía ser que le estuviera hablando a ella, así que pensó que se trataba

de un error.

—No te estoy acosando, te lo prometo, — bromeó, malinterpretando


su expresión. —Mi taquilla está junto a la tuya.

—Oh, — dijo ella nerviosa. —Gracias por la aclaración.

¿Era imaginación suya o sus ojos glaciales estaban recorriendo su

cuerpo? Rachael se sintió cohibida al instante, aunque no tenía nada de

lo que avergonzarse. Con casi 18 años, podía decir que tenía cuerpo de

mujer. Sus pechos no eran descomunales, pero sí generosos y firmes. Su

cintura era estrecha gracias a la práctica de deporte. Sus caderas eran

voluptuosas y sus vaqueros resaltaban sus formas sin que ella lo

intentara siquiera.
Rachael estaba acostumbrada a que los hombres con los que se

cruzaba la buscaran por su cuerpo y no por su personalidad. ¿Por qué se

sorprendía de que los irlandeses fueran iguales?

Había visto a Sean varias veces durante su primera semana. Con su

pelo cobrizo y sus ojos azul claro parecía el chico perfecto. ¡El problema

era que eso mismo pensaba el 90% de la escuela! Muchas veces a lo

largo de esos días, lo había pillado mirándola, pero se había convencido

de que eran solo imaginaciones suyas.

Suspirando, se marchó enseguida. Empujó la puerta de salida de la

escuela, respirando el aire puro de Dublín. Sin duda olía diferente al de

Nueva York. Giró a la izquierda y empezó a caminar.

Estuvo contemplando las vistas en el camino de vuelta y, de algún

modo, le reconfortaban de manera extraña. Sacó su MP3 y se colocó los

cascos para que New Edition ahogara los sonidos de la bulliciosa ciudad

a su alrededor.

Llegó al fin a su destino, el museo de historia cercano. Lo había

descubierto hacía 3 días, y ahora se había convertido en un lugar

familiar. Uno nunca se sentía solo o fuera de lugar en un museo. Era fácil
sumergirse en la atmósfera y las fascinantes exposiciones y aprender

sobre los extraordinarios descubrimientos y aventuras de tiempos

pasados.

A Rachael le encantaban el arte y la historia. Pero no iba solo a

contemplar las piezas. Algunas veces, se sentaba y leía un libro, con la

mente y el corazón errantes, sin saber realmente lo que estaba

esperando o lo que echaba en falta.

Entonces, un día, se volvió de repente y había alguien a su lado,

alguien a quien reconoció con cada fibra de su ser.


Vio sus ojos, de ese hermoso color azul claro que había memorizado

desde el primer día, aunque nunca los había visto más de unos segundos

cada vez.

A menudo se cruzaban, ya que sus taquillas estaban una al lado de

la otra, pero Rachael nunca se quedaba el tiempo suficiente para echar

un vistazo o saludar. Algunas veces, sentía que la estaba mirando, pero

nunca alzaba la mirada porque en el fondo se preguntaba por qué alguien

tan atractivo como él se fijaría en ella.

Con él, era demasiado fácil sentirse eclipsada. Como un pequeño

detalle en un cuadro más grande. Mientras que él parecía lleno de

confianza, expuesto para que el mundo entero lo adorara. Ella nunca

habría soñado que, dentro del museo, llegarían a conectar de esa

manera. Aunque procedían de mundos diferente, cuando estaban juntos

saltaban chispas.

Algo le pasó rozando la cara, una polilla, y Rachael se sobresaltó y

habría tropezado si él no la hubiera sujetado. ¿Por qué siempre tenía que

caerse cuando él estaba cerca?

—¿Estás bien? — preguntó con voz profunda y ronca. Rachael lo


miró de reojo. Su sonrisa cálida era capaz de romper el hielo. Asintiendo

apresuradamente, se zafó de sus brazos y se puso derecha.

—Me llamo Sean, — dijo.

—Rachael. — Por suerte, su voz no vaciló. Intentó dirigirle una

sonrisa burlona. —Así que, ¿hoy tampoco me estás acosando?

Levantó las manos en señal de rendición. —Soy culpable. Te veo

siempre salir corriendo de la escuela y tenía curiosidad por ver a dónde

ibas, así que te he seguido hasta aquí. —

El hecho de hacer algo así hubiera asustado a Rachael en otras

circunstancias, pero había algo en Sean que le resultaba inofensivo e

incluso...protector.
—¿Siempre vienes aquí? — preguntó él mientras daban vueltas por

las secciones.

Rachael asintió. —Me gusta. Es un sitio auténtico. Puro. — Se

encogió de hombros.

—Siempre he pensado que los museos son deprimentes y aburridos,

pero creo que me gusta tu forma de ver las cosas. ¿Siempre eres tan

madura? — Sonrió. —Es estimulante.

Rachael no estaba segura de si le estaba tomando el pelo o no, y se

encogió de hombros. —Supongo que es porque he tenido que crecer

rápido. Mudarse al extranjero siempre es una experiencia que te cambia

la vida. De algún modo, me ha ayudado a desarrollar mi habilidad de

adaptación y la conciencia de mi misma.

—No es la primera vez que te mudas, ¿verdad? — le preguntó Sean

interesado.

Ella agitó la cabeza. —Me he mudado unas 6 veces sólo en Estados

Unidos. Tampoco es la primera vez que me traslado fuera del país.

Debido al trabajo de mi padre nos hemos mudado a lugares como Dubai.

Fue maravilloso. Aun así, también ha sido una locura. Pero mi padre dice
que tiene que hacerlo para pagar mis matrículas, — dijo Rachael seca. —

No me importa. Estoy cansada de mudarme. Lo peor es tomar la decisión

de dejar todo atrás. Una vez más.

—Me alegro de que te hayas mudado aquí. Y me alegro de que por

fin hayamos hablado. Estaba pensando en cómo ofrecerme para hacerte

de guía o lo que quieras, ya que parece que te encantan la cultura y la

historia. Hay mucho de eso en Dublín.

Rachael arqueó una ceja. —¿Y si no quiero?

—Entonces te dejaré en paz, aunque no es lo que me gustaría.

Rachael hizo como que se lo pensaba, aunque por dentro estaba

preocupada de que retirara su ofrecimiento. Parecía que se daba la


vuelta para marcharse, cuando Rachael finalmente soltó, —Vale. Iré

contigo esta vez para ver qué me ofreces.

Sean dejó escapar una risa despreocupada. Dios, qué sexy.

—Te lo agradezco. ¿Estás lista?

Aquel sería el primero de muchos días en los que pasarían horas

paseando tras la escuela. Saliendo y entrando de pequeñas iglesias de

piedra, antiguos castillos y ruinas enclavadas en los patios de las casas.

Entonces llegó un fin de semana en que Sean la recogió con la moto

para llevarla de excursión a ver las montañas y las colinas.

Era la primera vez que Rachael montaba en moto y respiró hondo

mientras Sean la ayudaba a subirse.

—Agárrate, — le dijo por encima del hombro. Rachael se sentía

menos nerviosa a medida que pasaba el tiempo, recreándose en la

sensación de rodear su cintura con los brazos. Intentó recordar si había

sentido alguna vez algo así con un chico, pero se dio cuenta de que no.

Le estaban entrando unas ganas locas de acostarse con él. Tuvo que

contenerse y luchar contra la necesidad de apoyar la mejilla en su amplia

espalda cubierta por la camisa.


Por suerte, había mucho para distraer a Rachael de sus hormonas

adolescentes cuando llegaron al terreno inclinado y rocoso. Siempre

recordaría la escalada por la tarde y cómo treparon por la colina hasta

que el sol empezó a ponerse tras nubes de color gris pizarra.

Proyectaban sombras místicas sobre el paisaje irlandés y Rachael sentía

como si estuviera más cerca del origen de la vida. Había empezado a

lloviznar, y su pelo oscuro se había rizado y encrespado, pero no le

importaba. Habían ido a ver cosas mágicas y Rachael no iba a

desperdiciar la oportunidad.

En un viaje, descubrieron las ruinas de lo que una vez fue una

abadía de monjes. Estaba abandonada y cubierta de maleza, con


enredaderas que recorrían las paredes medio derruidas. Rachael sintió

una repentina quietud cuando el aire se detuvo mientras contemplaba la

escena. Había algo en esas abadías en ruinas y castillos que encerraba

un hermoso misticismo que podía sentir recorriendo su cuerpo.

Se giró para mirar a Sean y se encontró con su eléctrica mirada azul

clavada en ella. Dios, qué guapo estaba. Su pelo cobrizo ondeaba sobre

sus hombros con la brisa, y sus ojos penetrantes resultaban tan

insondables como los alrededores.

Rachael tenía los sentidos a flor de piel, anhelando el contacto

físico. Deseaba pasar la mano por el torso de Sean, sentir los magníficos

músculos que podía intuir bajo su camisa. Solo con respirar podía sentir

la suave esencia del aire de primavera y el cálido aroma de sudor limpio,

hierba y sensualidad de Sean. ¿Cuánto costaría ponerse de puntillas y

tocar con sus labios las sensuales curvas de los suyos?


Capítulo dos

Rachael sabía que tenía que controlarse y no quedar en evidencia

besando a Sean. Solo porque el chico más guapo de la escuela estuviera

siendo amable con ella y enseñándole la ciudad y sus alrededores, no

debía empezar a hacerse ideas equivocadas.

—Debes estar sedienta y cansada. Conozco un pub perfecto no muy

lejos de aquí, — dijo rompiendo el hechizo.

Les llevó 15 minutos llegar y Rachael se moría de curiosidad. Nunca

había estado en un pub antes. Cuando llegaron, había dos motocicletas

de color azul oscuro brillante frente a la puerta, tan geniales como la de

Sean. Aparcó la suya junto a ellas y Rachael bajó, aunque le costó

soltarse y renunciar a la proximidad que le proporcionaba montar con él.

—No abre hasta las 5, pero mis tíos son los dueños, así que vengo

mucho aquí, — dijo Sean.

Dejando sus nervios a un lado, Rachael atravesó las puertas de

madera y se adentró en el local. Era...agradable. Colores cálidos, sillas


con respaldo de cuero y carteles de fútbol en una pared y de bandas de

rock famosas o locales en otra.

Rachael incluso se percató de que había un pequeño escenario en

una esquina para actuaciones en directo, a juzgar por el micrófono.

—¿Gary?— Sean lo llamó mientras entraban.

En ese momento, una voz bramó tras la barra, sobresaltando a

Rachael. —¿Eres tú,Sean? ¿Y quién es ella, tu chica?

—No, solo soy una amiga, — dijo Rachael enseguida, con las mejillas

ardiendo al ver al hombre musculoso y bronceado, de mandíbula fuerte,

pelo castaño a la altura de los hombros y ojos ambarinos.


—Claro. ¡Oye, Liam! Sal. Sean ha traído a una chica, — lo llamó

mirando hacia atrás.

—¿Sí? Anda, es la primera vez. Nunca trae a nadie…— dijo otra voz

grave al fondo del bar, desde un lugar indeterminado.

—Hola, me llamo Rachael.

—Encantado de conocerte, yo soy Liam, — dijo, tomando su mano

para estrecharla y dándole luego un beso en los nudillos. Había tinta en

sus antebrazos coloreados de negro y gris. Ambos hombres se parecían

mucho, así que supuso que debían ser hermanos. Parecían tener unos

veintitantos y tenían constitución de jugadores de rugby. Rachael se

alegraba de que parecieran amables.

—Eres siempre todo un caballero, — dijo Gary, dándole a Liam un

codazo en las costillas, mientras Sean se aclaraba la garganta.

—Gracias, chicos, pero ahora no es el momento de que Rachael

conozca tus encantos, — dijo Sean, reapareciendo al fin. —Solo quería

enseñarle el lugar y quizás tomar algo.

—Bueno, tendré que improvisar algo de categoría y que os lo sirvan.

Encantado de conocerte, Rachael, espero verte en más ocasiones.


Rachael le dio las gracias y siguió a Sean. Él la condujo hacia la

escalera de caracol tras la pared trasera que llevaba a una especie de

almacén. —Puedes subir y refrescarte un poco si quieres. Mis tíos no nos

dejarán beber alcohol, pero tendrán preparado algo fresco, dulce y rico

cuando bajes.

Rachael asintió y subió rápido las escaleras, casi segura de que

Sean podría estar mirándole el culo. Lo había pillado unas cuantas veces

de todas formas, pero ¿cómo podía estar segura? Quizás él no la veía de

esa forma.

—Tus tíos parecen geniales, — le dijo Rachael a Sean cuando bajó

las escaleras y lo encontró en una de las mesas de la esquina. El rock que


sonaba en los altavoces era bastante pegadizo y Rachael se sintió más

relajada y vivaz mientras veía a Sean mover la cabeza al ritmo de la

música.

—Sí, son fantásticos. Oye, lo siento si te han hecho pasar un apuro.

—Oh, no, lo entiendo, en serio. Es solo que no quiero que especulen.

—Te conocerán a su debido tiempo. Yo todavía te estoy conociendo y

estoy disfrutando cada minuto que llevamos juntos hasta ahora.

Le sonrió y Rachael se quedó hipnotizada por su perfección.

—Aquí está la comida. Que la disfrutéis, — dijo Liam, sirviendo en la

mesa unos platos con una pinta deliciosa. Atacaron el festín, que incluía

jamón irlandés y patatas y las alitas y huevos a la escocesa más sabrosos

que Rachael había probado jamás. Sean y Rachael comieron y hablaron

sobre sus familias, sus experiencias y su infancia.

Parecía tan fácil ser ella misma con Sean y no darse ni cuenta de lo

diferente que era de los tíos a los que estaba acostumbrada. Empezó a

ser consciente de que estaba empezando a sentir algo por él, y eso la

asustó y la excitó. Nunca se había enamorado.

Se quedó sorprendida cuando los clientes empezaron a hacer acto


de presencia y el local cobró vida, sobre todo con los tíos de Sean de un

lado para otro dándole conversación a la gente. Rachael se dio cuenta

enseguida de que era la única americana allí, no encajaba.

—¿Estás bien? — le preguntó Sean, notando su inquietud.

—Sí.

—No tienes que fingir que estás cómoda, — dijo sin rodeos. Rachael

lo miró sorprendida, y él añadió, —Te he traído aquí por un motivo

concreto.

—¿Y cuál es?

—Para enseñarte un lado más personal de mi mundo y lo que me

inspira.
Rachael sonrió ligeramente. —Seré sincera, nunca he conocido a un

tipo como tú.

Él rio. Al estar sentado frente a ella, podía admirar su belleza. Se

sentía nerviosa de que un tío como él quisiera estar con ella. Era guapo,

popular y rico. ¿Dónde estaba la cámara oculta?

—¿Es una broma? — preguntó ella con cara de sospecha.

—¿Cómo?

—Todo esto. Me refiero a... a ti y a mí. — Se mordió el labio inferior.

—Te estás infravalorando otra vez. — Se frotó la barbilla. —¿Crees

que somos muy distintos? ¿Que estoy a otro nivel?

Ella permaneció en silencio. Era demasiado consciente de que él era

el tío más guapo de su escuela y de que todas las chicas lo deseaban.

Sabía que algunas de sus nuevas amigas se habían acercado a ella solo

porque sabían que Sean pasaba mucho tiempo en su compañía.

—Mírame.

Rachael hizo lo que le dijo, aunque estuvo un rato evitando el

contacto visual.

—Yo soy el que me acerqué a ti en primer lugar. Vales más de lo que


crees.

Ella desvió la mirada y contuvo una sonrisa. Quizás...si tenía que

enamorarse, preferiría que fuera lo más parecido posible a los cuentos de

hadas teniendo para ella a su propio Príncipe azul. Y Rachael nunca iba a

mirar atrás o darle vueltas a lo que podría haber hecho, como Sean le

había dicho.

Durante los meses siguientes, fue como el cuento de hadas que

Rachael solo se había atrevido a soñar. Pero más adelante les esperaba

un mundo de separación, corazones rotos y sueños imposibles.

Solo quedaban semanas para cumplir los 18. Gracias a eso Rachael

estaba incluso más contenta de que llegara el verano, pues el tiempo era
más cálido y los días más largos. Esperaba ansiosa toda clase de

actividades y lugares que descubrir, pero se sorprendió cuando Sean le

sugirió ir a un festival de música.

—Puede que seamos una isla pequeña, — bromeó Sean, —Pero

sabemos divertirnos. Podrías estar de festival cada fin de semana del

verano si quisieras.

—Vale, hagámoslo, — dijo Rachael con una amplia sonrisa. No fue

tan difícil como ella pensaba que su padre le diera su consentimiento,

diciendo que iba a ir con amigos, lo cual era cierto, puesto que Connor, el

mejor amigo de Sean y otra chica, Tracy, iban a ir también.

—De acuerdo, ve al festival y pásalo bien unos días, pero cuando

vuelvas, tenemos que hablar de algo importante, — le dijo su padre con

aire misterioso. Rachael estaba demasiado emocionada con la idea de

disfrutar del festival, con Sean nada menos, como para prestar atención a

eso.

Sean había planeado disfrutar del festival y luego pasar unas

vacaciones en el bosque, donde había reservado una cabaña B&B. El

festival se celebraba en un marco incomparable, en torno a un castillo,


transformado para crear un ambiente de misterio. Había todo tipo de

atracciones en cada esquina, llenando el lugar de alegría y magia.

Junto al fantástico cartel que iba a pisar el escenario, era el sitio

perfecto para unos días en el bosque. La música ecléctica y alternativa

era nueva para Rachael, pero se sentía viva compartiendo esos momentos

con Sean y sus amigos. Lo importante del festival no era solo disfrutar la

música sino unir los corazones, mentes y pasarlo bien. Era toda una

experiencia y Rachael sabía que nunca olvidaría ese momento.

Cuando el festival acabó, Sean llevó a Rachael a la cabaña donde

iban a pasar tiempo juntos antes de volver a Dublín.


La cabaña era preciosa, situada en un enclave espectacular con

pintorescas vistas al monte Wicklow en la distancia.

Las habitaciones eran amplias y estaban bien decoradas, y a su

llegada tras el concierto el sol se alzaba de forma idílica sobre las

cumbres.

—¡Las vistas son espectaculares! — dijo Rachael sin aliento.

—Podemos hacer algunas fotos durante nuestra estancia, — dijo

Sean, acercándose a ella. Le rodeó la cintura con sus brazos y la atrajo

hacia sí. La cercanía de su cuerpo puso a cien el cuerpo de Rachael en un

instante.

—Quiero dormir contigo. — Le susurró haciendo que se

sobresaltara.

Ella se volvió sorprendida y lo empujó, pero no se inmutó.

—Ya veo que no pierdes el tiempo. — Rachael sintió una dolorosa

desilusión. No pensaba que Sean la valorara tan poco.

—No quiero echar un polvo, amor. Solo quiero dormir contigo.

—Um… ¿Por qué me resulta tan difícil de creer?

—¿Podrías por una vez bajar ese muro impenetrable de hielo que te
has construido a tu alrededor? Necesito que lo hagas por mí. Va a ser el

fin de semana más inocente y hermoso que hayamos pasado juntos. No

deberíamos fastidiarlo.

—Eres muy persuasivo, — dijo Rachael con risa floja. —Apuesto lo

que sea a que eres capaz de venderle escamas a un pez.

¿Hacía ya más de un año desde que había empezado a tener

sentimientos por este chico de eléctricos ojos azules e ininteligible

acento irlandés? Rachael no estaba acostumbrada a ese dialecto cuando

llegó a Irlanda y ahora no se cansaba de escucharlo, sobre todo en la voz

de Sean.
Su cuerpo, corazón y alma se contradecían, y la estaban volviendo

loca.

Aun así, era algo nuevo. Sentir que el pulso se le aceleraba por algo

que solo una mujer podía sentir. Ya no era una niña.

Sintiéndose atrevida de repente, Rachael se dio la vuelta y lo besó

en la nariz. Él sonrió y tomó su rostro entre sus manos durante un

instante, llevándola fuera de la habitación para enseñarle más cosas de la

cabaña.

Al fin, llegaron al dormitorio, y Rachael se dejó caer en la cama,

rendida de cansancio. Sean la imitó cayendo a su lado y mirándola.

Los segundos corriendo en el más cómodo de los silencios mientras

tumbados uno al lado del otro se miraban. De algún modo, era como un

apareamiento propio, como si estuvieran metidos en su propia burbuja de

intimidad más allá de lo físico, producto de un hechizo de amor.

Cuando Sean la atrajo a su pecho, Rachael no sintió peligro ni

preocupación. Solo confianza. El único miedo que sentía era la acechante

amenaza de que la obligaran a tener que renunciar a todo aquello.

Era el instinto que había desarrollado después de tener que


abandonar tantas veces una vida a la que había llegado a acostumbrarse

por otra. Rachael descubriría pronto lo cierta que era su angustiosa

corazonada…
Capítulo tres

Rachael bostezó y vio un rayo de sol parpadear a través de las

cortinas de su habitación. Logró desperezarse pese a que Sean la

agarraba con fuerza de la cintura. Se volvió a mirarlo, fijándose en el

mechón de cabello cobrizo que reposaba de forma angelical sobre sus

ojos. Lo apartó con el dedo, pero volvió a su lugar. Un suspiro soñador

escapó de sus labios.

—¿Disfrutando de las vistas? — Sean abrió los ojos. —Aunque es un

poco siniestro observar a alguien mientras duerme.

—No estaba…

—No. — Sean presionó el pulgar contra sus labios y la besó. —Yo

también doy miedo. No pude evitar mirarte con lascivia mientras

dormías, tratando de grabar a fuego la imagen de tu rostro en mi mente.

Rachael se limitó a sonreír, rodeándolo con sus brazos. Se quedaron

así durante un rato. Sean tenía razón; resultaba inocente y hermoso.

Entonces sonó su teléfono. Rachael lo dejó sonar hasta que paró, sin
querer alejarse del delicioso calor que emanaba del cuerpo de Sean. Lo

abrazó con más fuerza.

El maldito tono volvió a sonar y esta vez Rachael contestó. El miedo

se apoderó de ella al escuchar la voz de su padre. ¿Algo iba mal?

Se enderezó, sentándose al borde de la cama, dándole la espalda a

Sean mientras oía hablar a su padre. Cada palabra que decía hincaba

lentamente las garras en su alma.

Oh no, otra vez no. No, por favor. La voz de su padre no admitía
contestación. Tenía ese tono que denotaba que no podía contradecirle. El

peso de la aceptación se cernió sobre ella y esperó que Sean no notara el

ligero escalofrío de miedo que reprimió. —De acuerdo, papá, lo entiendo.


Rachael colgó el teléfono y miró a Sean. Él le devolvió la mirada con

intensidad.

La agonía interna de Rachael luchaba contra el estallido de calor

que sintió al ver la mirada hambrienta de Sean. No podía soportar

contárselo o dejarle sospechar la verdad… en tres días tendría que

marcharse de Irlanda. Su padre acababa de llamarla diciendo que tenía

que volver tal como estaba planeado para hacer los preparativos. Había

querido en principio esperar y darle la noticia cuando llegara, pero

cambió de opinión.

Rachael se alegró mucho de que lo hubiera hecho porque así le

había hecho darse cuenta de los precioso que era el tiempo que le

quedaba con Sean.

—Quiero besarte, — dijo él con decisión.

—Hazlo, — respondió Rachael, jadeando cuando la atrajo hacia sí,

haciéndola caer sobre su cuerpo. Apoyó las manos en su pecho mientras

observaba sus fríos ojos azules.

—No te traeré más que problemas y, si te beso, no seré capaz de

detenerme, — dijo Sean con voz ronca.


—Pues no te detengas.

Oh, Dios. Era una locura, Rachael lo sabía. Pero no podía echarse

atrás ahora, no después de lo que sabía.

El suave roce de Sean en su fría piel hizo que todo su cuerpo se

estremeciera. Era increíble la forma en que sabía cuándo y dónde tocarla

y cómo encender cualquier parte de su cuerpo. La ayudó a desprenderse

de su camiseta y luego fue el turno de su culotte. Sean no tardó mucho

en deshacerse de su propia ropa. Desnudarse con él era tan natural como

respirar.

Y tan natural como la forma en que Rachael se abría a sus caricias.

Nunca se había sentido tan viva y ardiente. Sentía una llamarada de


pasión, de amor y de lujuria. Notó humedecerse el centro pulsante de su

deseo a medida que Sean recorría su piel con sus labios, como si de un

baile lento entre amantes se tratara.

Y eso era Sean, su amante. Su placer. Su éxtasis.

Su cuerpo le pertenecía, al igual que cada uno de los gemidos que él

provocaba. Cada gota de su sexo tenía su nombre. Era toda suya y estaba

más que dispuesta a dejar que la dominara.

—Eres mi amor, — dijo con voz ronca, mientras rozaba con su barba

incipiente su estómago. Rachael canturreó de placer con los ojos

cerrados, dejando que su delicioso acento hiciera estremecer cada poro

de su piel.

—Y tan hermosa, — murmuró Sean, posando dulces besos a lo largo

de su estómago que la hacían derretirse hasta llegar al pequeño

triángulo de rizos de su pubis. Al recorrerlo con sus dedos, arqueó la

columna en respuesta. Su tacto era como una descarga en su cuerpo

virgen.

Mientras jugueteaba con su suave piel, Rachael no podía apartar la

vista de aquella erótica visión. Su cabello ondulado y cobrizo, esos


preciosos ojos hipnóticos de color azul que se alzaban hasta encontrar los

suyos… Rachael se incorporó, apoyándose en los codos mientras sus

miradas llenas de deseo se encontraban.

Se mordió el labio, luchando contra el impulso de hablar. Deseaba

decir un millón de cosas, pero no quería arruinar el momento con

palabras. Lo hizo, sin embargo, con sonidos de abandono sexual al

introducir Sean sin avisar sus largos y suaves dedos en su sexo ardiente

con languidez.

—¡Ahh! — gimió Rachael, sintiendo que su cuerpo ardía desde

dentro.

—Es increíble lo caliente y estrecha que estás, amor, — gruñó Sean.


Rachael sentía que estaba a punto de explotar de la tensión carnal

que se extendía rápidamente en lo más profundo de su cuerpo. Sean la

encendía cada vez más, deslizando el dedo en su interior todo lo posible

hasta curvarlo hacia arriba. Contuvo un fuerte jadeo al verlo observando

su sexo, con la mirada fija en su dedo húmedo que acariciaba su interior

con movimientos rítmicos.

El vaivén de su dedo aumentaba de velocidad, haciendo que se

humedeciera cada vez más. Le dijo cosas sensuales y sucias que quería

hacerle en voz queda. Rachael echó la cabeza hacia atrás,

abandonándose al placer y disfrutando de la fricción del dedo de Sean en

su interior, llenándola mientras su voz espesa y ronca la llevaba al

éxtasis.

—Quiero tomarte, — suspiró. —Aquí y ahora. ¿Te gustaría, amor?

Despacio, sacó el dedo de su interior y ella gimió al verse privada de

su invasión. Había sentido aquel dedo largo y grueso en su interior y

ahora deseaba más.

—¿Quieres? — preguntó Sean una vez más, situando su dedo

húmedo sobre su clítoris.


—Sí, — susurró Rachael sin aliento. —Quiero—no, necesito tenerte

muy dentro de mí. Por favor.

Miró sus preciosos ojos azules y un gruñido masculino abandonó sus

labios. —Joder. Oírte suplicar es tan sexy.

Recorrió su cuerpo con su boca hasta llegar a la suya, dándole un

beso ardiente. Sus labios se movieron en perfecta sincronía, como si

estuvieran hechos para besarse. Sin dejar de hacerlo, se dejaron llevar,

acariciando sus cuerpos en una espiral sin fin de placer. Rachael no

quería perder jamás esa sensación de subir cada vez más alto.

—Te quiero, cariño. — Rachael se mordió con fuerza el labio

superior tras dejar escapar aquella confesión ardiente.


La respuesta de Sean fue un fiero gruñido mientras presionaba sus

caderas contra las de ella de forma íntima, dejado que notara su gran

erección. Aplicó la presión perfecta en su clítoris palpitante con su

miembro, y Rachael deseó poner fin a los preliminares y no retrasarlo

más.

—Eres increíble, — gimió él contra sus labios. Besándolos una

última vez, se apartó, dejando a Rachael con ganas de más.

Sus ojos, maravillados y hambrientos, observaron los exquisitos

rasgos que daban forma a su atractivo rostro, bajando hasta su torso y

brazos, tonificados y bien definidos. Su vista descendió aún más abajo del

ombligo, hacia la V que conducía a su virilidad. Apuntaba hacia ella,

expectante. Brillantes gotas brotaban de la punta de su amplio miembro

y Rachael dejó escapar un gemido indefenso al observarlo. Nunca había

visto unos muslos tan musculosos y definidos ni unas piernas de nadador

como aquellas. Pero se había cansado de limitarse a mirar.

Rachael levantó su cuerpo apoyándose en manos y rodillas y se

arrastró hasta donde yacía él. ¿Había bajado el ritmo para evitar

quemarse demasiado rápido o quería que demostrara que estaba lista


para él con sus propios avances?

Rachael no sabía qué más hacer para demostrarle su deseo. Hervía

de ganas por recorrer con su lengua su magnífico cuerpo, desde su

afilada barbilla hasta el gozoso sendero que conducía a su jugoso

miembro.

Sintió que se encendía aún más al ver el vello que rodeaba la base

de su pene, de un color muy similar al de los mechones ondulados de su

cabeza. Se lamió los labios y aquel gesto hizo que Sean gruñera una vez

más. Lo observó.

—Cariño, — susurró.
—Si sigues llamándome así, liberarás a la bestia que habita en mi

interior, — le advirtió.

Rachael se limitó a sonreír, acercando su rostro a su entrepierna. El

corazón le latía a toda velocidad al inclinarse a besar su miembro. Solo

un poco y…

Pero Sean la levantó y se inclinó para capturar sus labios en un

firme beso. ¿Por qué la había hecho parar? Como si hubiera oído sus

pensamientos dubitativos, dejó escapar una risa y confesó en voz baja, —

Estoy demasiado cerca del éxtasis como para dejar que me des placer de

esa forma y arriesgarme a correrme demasiado pronto.

Rachael gimió de protesta y deseo, pero dejó que Sean guiara su

cuerpo sobre el suyo hasta quedar boca arriba sobre las almohadas.

Tomó su rostro entre sus manos y ella miró fijamente sus hipnóticos

ojos azules.

—Nunca quise algo con tantas ganas…hasta que te conocí, — dijo

con voz ronca.

A Rachael la latía el corazón a gran velocidad y sentía temor ante lo

desconocido, ¿Cómo iba a soportar marcharse cuando llegara el


momento? ¿Cómo iba a poder evitar aquel sentimiento?

Sean sonrió y fue hermoso. Borró de un plumazo todos sus miedos.

Con un rápido movimiento, la tumbó boca arriba. Se deslizó hacia abajo,

hasta que llegó a sus muslos separados. Le levantó las piernas,

apoyándolas en sus hombros y, sin avisar, bajó hasta su centro.

Trazó con su lengua su zona más sensible y fue inesperado y

mágico.

Rachael nunca había sentido un placer tan penetrante, casi ilícito.

Era extraño, nuevo y quería que no terminara nunca. No podía controlar

sus gritos ni su cuerpo al estremecerse. Se sentía caliente y húmeda,

presa de un éxtasis que no era capaz de cuantificar.


Entonces comenzó. Brotó de su interior, extendiéndose por su

cuerpo hasta llegar a cada terminación nerviosa. Las lágrimas de gozo

ardiente nublaron su visión y su cuerpo fue presa de un orgasmo

instantáneo.

En ese preciso momento, Sean reemplazó su lengua por otra cosa.

Algo inmenso, duro y grueso, que hizo gritar a Rachael mientras echaba

la cabeza hacia atrás. Sean rozó sus húmedas paredes con una estacada

certera de su miembro enérgico. Al sentirlo en su interior, perdió la

cabeza. ¿Por qué el placer era tan intenso y a la vez tan doloroso y dulce?

Comenzó a moverse, ajustando su ritmo al de un pistón bien

engrasado. Rachael sentía que su miembro la tensaba al límite y gritó,

aunque recibía y respondía a cada una de sus embestidas.

No era sexo tórrido y sucio, no aquella primera vez. Hacían el amor

de verdad y sus cuerpos se movían como si supieran que uno no podría

sobrevivir sin el otro en ese momento.

Sean la agarró de las piernas y rodeó con ellas su propia cintura

mientras ella se agarraba con fuerza de su cuello. Podía sentir su ritmo

cada vez más rápido, al unísono con su respiración, y notar que estaba
cerca del orgasmo hizo que su propio éxtasis se precipitara. Llegaron a la

vez y Sean se liberó al fin en su interior.

Se dejó caer sobre su pecho un momento, gimiendo para recuperar

el aliento. Su respiración le hacía cosquillas en el oído y ella sintió que

todo su cuerpo se estremecía. Para evitar aplastarla con el peso de su

cuerpo, se apartó, tumbándose boca arriba junto a ella. Rachael lo imitó,

echando parte de su cuerpo a un lado y al instante, ambos cayeron en un

profundo sueño reparador.

***
Rachael apoyaba la cabeza en el cálido pecho de Sean. Abrió los ojos

y miró hacia la ventana. Una luz gris llenaba la habitación. No habría sol

hoy, pensó.

Pero entonces se corrigió a sí misma, al percatarse de que la calidez

a su alrededor era toda la luz que necesitaba. Sabía que no debía pensar

esas cosas porque pronto desaparecería de su vida. Pero habían pasado

un punto sin retorno y deseaba poder seguir con él para siempre, aunque

fuera imposible.

Rachael notó moverse a Sean y quedó paralizada de repente, incluso

al sentir que comenzaba a acariciar la suave piel de su espalda.

—No intentes engañarme. Sé que no estás dormida, — dijo Sean. —

Casi puedo oírte pensar en voz alta.

Ella se inclinó hacia adelante y besó sus labios. —¿Cómo lo has

descubierto?

—Tu respiración ha cambiado.

Rachael se dio cuenta de que habían dormido toda la noche y ya era

de día. —¿Qué hora es? Le dije a mi padre que llegaríamos a mediodía.

—Son apenas las nueve. Hay tiempo de sobra para desayunar y


echar una cabezada. —

—¿Antes o después? — preguntó ella con una mirada traviesa a su

sólida erección. Parecía incluso más grande y dura de lo que recordaba.

—No pensarás matarme con esa cosa, ¿verdad?

Sean soltó una carcajada y la sujetó bajo su cuerpo sin esfuerzo. —

Me encanta que no seas tímida en el aspecto sexual conmigo. Eres

increíble.

Antes de que pudiera resistirse para escapar de la trampa, la soltó y

se dio la vuelta para alcanzar un cajón en la cómoda junto a la cama.

—Y sé de algo que será el complemento perfecto para ti, — dijo

Sean.
Le tendió una fina y sólida caja de madera. Sin pronunciar palabra,

la abrió y quedó sin aliento al descubrir una preciosa cadena con un

colgante. Le encantó el delicado acabado del colgante en plata y su

diseño clásico que representaba un manuscrito antiguo.

Rachael reconoció que el texto estaba escrito en ogham, un tipo de

escritura particular del siglo IV en Irlanda que aparecía grabada en

algunos pilares de piedra, objetos de metal y otros enseres hallados por

todo el país. Había encontrado varios durante sus excursiones con Sean

y, sobre todo, en museos.

—El trabajo artesanal es precioso. ¿Qué dice? — dijo casi en un

susurro.

—Mo mhuirnín dílis.


—¿Mo mur-nin dilis? — repitió Rachael con toda la precisión de la
que fue capaz. Oír a Sean hablar en gaélico siempre hacía que se le

encogiera el estómago de placer.

—Significa ‘mi amor verdadero—

Rachael sonrió con timidez. —¿Me ayudas a probármelo?

Se situó tras ella y le abrochó la cadena. Su longitud era perfecta y


quedaba magnífico sobre su piel.

—Preciosa, — dijo besándola en el cuello.

Rachael sintió calor en lo más profundo de su ser. Sean provocaba

eso en ella, la hacía sentir más mujer que nunca. Volvió la cabeza hacia

un lado para besarlo por encima de su hombro. Entonces Sean gruñó,

como si se reprochara algo a sí mismo.

—Se me ha olvidado el condón, — susurró en sus labios.

Rachael se quedó quieta un instante y agitó la cabeza. —Tomo la

píldora. Cosas de mujeres…— murmuró, demasiado ocupada

entrelazando sus dedos en su increíble mata de pelo cobrizo.


Rachael creía en verdad que no había nada de lo que preocuparse.

Pero se habían dejado llevar por el momento y tal vez habían sido

demasiado descuidados.

Pero nada parecía preocuparles en ese momento. Aunque Rachael

sabía que pronto tendría que marcharse sin Sean, sentía que podía

afrontarlo. Romper lazos sería lo mejor para él. No podía imaginar atarlo

en una relación a distancia cuando volviera a Estados Unidos con su

familia. Con el tiempo podría perdonarla. Solo esperaba que nunca la

olvidara porque sabía, sin duda, que ella jamás lo olvidaría a él, el amor

más grande y verdadero de su vida.


Capítulo cuatro

Pero la había olvidado.

Rachael dejó escapar un largo suspiro y parpadeó con fuerza para

apartar sus dolorosos recuerdos. Qué tonta había sido al dejar Dublín

pensando que podría soportar las consecuencias. Al final, tuvo que

afrontar el sufrimiento y la angustia sola.

La puerta de su despacho se abrió de golpe, y su superior, el

conservador jefe del museo donde trabajaba, entró enseguida.

Rachael lo miró con ojos abiertos como platos por la irrupción.

—Vaya susto me has dado, — gimió.

—Lo siento. La puerta de la oficina no estaba cerrada con llave y

llamé varias veces.

—Supongo que estaba distraída. — Rachael comenzó a recoger sus

cosas, nerviosa y enfadada consigo misma por no haber terminado el

trabajo. No podía ensimismarse de esa forma.

—Son las siete y media. Debes estar cansada y, sobre todo,


hambrienta, — comenzó a decir su jefe, Allen Wilder, con amabilidad.

Rachael vaciló en sus actos. Había algo en la voz de Allen que

provocaba en ella señales de advertencia desde hacía semanas, pero

había rezado para que fueran solo imaginaciones suyas.

—Sí, — dijo, sintiendo con gran bochorno que le rugía el estómago.

—Déjame que te invite a cenar. Iba a quedar con un amigo en un

restaurante exclusivo de la ciudad, pero ha cancelado el plan y me

encantaría disfrutar de tu compañía.

Rachael no sabía si debía aceptar la oferta de Allen. Últimamente la

miraba de forma distinta a como solía hacerlo. ¿Debía empezar a

preocuparse?
Rachael había conocido a mucha gente que trabajaba en museos y

Allen siempre había sido más hombre de negocios que historiador. No

parecía el típico conservador de museo. Podía pasar perfectamente por

abogado financiero, con sus amplios hombros, su cabello oscuro

ondulado y sus rasgos perfectos que parecían sacados de una película en

blanco y negro de los años 20.

Aunque pretendía librarse de la cena, Allen era demasiado

insistente. Rachael no tenía otra opción que ir, pues Allen hacía parecer

que era ella quien le hacía un favor, sustituyendo al amigo que había

faltado a la cena. Además, el estruendo de su estómago era cada vez

mayor.

Minutos después, estaban en el interior del coche de último modelo

de Allen. Transmitía un aspecto ostentoso, como su dueño. Tenía ojos

verdes, una perpetua barba incipiente y llevaba el pelo engominado.

Siempre vestía bien y solía elegir tonos verdosos a juego con sus ojos.

Era una pena que no se sintiera atraída por hombres mayores. Allen era

atractivo e inteligente, pero no dejaba de ser su jefe.

Mientras conducía, Allen habló sobre el restaurante, un sitio nuevo


y muy de moda, según él. Conociéndolo, Rachael supuso que costaría una

fortuna y sería casi imposible conseguir mesa. Solo esperaba que su

atuendo, un vestido granate y una chaqueta de piel con zapatillas de

deporte negras, no desentonara.

Pronto estaban en el aparcamiento del restaurante y Allen bajó

enseguida, rodeando el vehículo para abrirle la puerta. A Rachael le

gusto el gesto y decidió disfrutar de su caballerosidad. Los tíos de su

edad no hacían esas cosas. Sonrió y, tomándolo del brazo, entraron y los

condujeron a su mesa.

—Es tan exclusivo como pensaba, — dijo, mirando a su alrededor

con interés. Lo impecables manteles blancos, la cubertería y vajilla de


gran elegancia y la tenue iluminación dorada lograban el equilibrio

perfecto para un ambiente cautivador. Había un gran bar hecho de zinc y

música rock sonando de fondo, como cabía esperar de un restaurante a la

última.

—Sí, está bastante bien y es una elección perfecta para cenar con

una mujer elegante.

Rachael sonrió y evitó responder al cumplido. —Me muero de

hambre.

—Te garantizo que te encantarán las hamburguesas. Veamos… Te

recomiendo el combo picante, con mucho jalapeño y tabasco. A menos

que prefieras ingredientes más básicos, como queso, beicon lechuga y

tomate. — Bromeó Allen.

—La selección de la carta suena bien, no logro decidirme. Puede que

elija la hamburguesa de pesto o la de estilo coreano, — respondió

Rachael.

—Buena idea.

La sonrisa de Rachael se hizo más amplia y Allen parecía dispuesto

a sacarla de su hermetismo. No era una persona sofisticada, pero se


sentía cómoda consigo misma y podía adaptarse a cualquier situación.

Aunque admiraba a su jefe, no tenía sentimientos románticos hacia él.

Pese a parecer un entorno tranquilo, trabajar en un museo suponía

mucha presión, y durante el último año que había empezado a trabajar

para Allen, se había percatado de que sentía la misma pasión por el arte

y la historia que ella.

Pero eso era todo lo que tenían en común, y para Rachael, no era

suficiente para iniciar una relación sentimental. Por ello, aquella noche

suponía compartir una cena agradable con un superior, y su intención

era que las cosas siguieran así.


Pidieron al fin la comida y, en tiempo récord, se la sirvieron.

Rachael echó un vistazo a su hamburguesa y quedó impresionada. Era de

auténtico estilo gourmet, elaborada de forma artística y emitía un

maravilloso aroma que indicaba que solo se habían empleado

ingredientes frescos y de la mejor calidad en su elaboración.

Lo mejor de las hamburguesas que tenían ante ellos era la ausencia

de cualquier condimento innecesario, pues consistían en montañas de

exquisita carne de ternera acompañadas de delicioso pan brioche y

apetitosas patatas fritas.

La cena fue más relajada de lo esperado, y Rachael se sentía cada

vez más cómoda con Allen. Hablaron sobre todo de asuntos de trabajo, en

especial de un evento para recaudar fondos que estaban organizando, así

como de varias exposiciones previstas, pero muy poco de su vida privada.

—Ahora entiendo por qué este establecimiento especializado en

hamburguesas tiene tanto éxito, — comentó Allen tras dar un buen

bocado a su deliciosa hamburguesa, que era un plato insignia de la carta.

—La cola en la puerta es señal de que es un sitio excelente. No soy

muy aficionada a las hamburguesas, pero me encanta la mezcla de


moderno y tradicional, — dijo ella con honestidad. —Al principio, pensé

que los platos de la carta eran muy caros, pero ahora, considerando el

ambiente elegante, el servicio y el esmero en la elaboración de la comida,

me parece una ganga.

—Me alegro. Esperaba impresionarte.

Se miraron a los ojos y a Rachael se le cayó el alma a los pies. Era la

misma sensación que cuando se disponía a rechazar los avances de un

atento admirador. Puede que siguiera comparándolos con un ideal

imposible. Después de Sean, ¿tan difícil resultaba encontrar a alguien al

que mereciera la pena darle una oportunidad? Dios, han pasado siete

años. Tenía que pasar página de una vez.


En ese preciso instante, Allen sugirió que volvieran a llenar sus

copas de Bourbon. Llamó al camarero que trasladó su petición al bar.

Incómoda, Rachael jugó con las patatas de su plato y miró a su alrededor.

En ese momento, su vida dio un giro que jamás hubiera podido esperar ni

soñar.

A Rachael se le aceleró el corazón a un ritmo errático y

descontrolado. Oh...Dios…mío.

Allí estaba. El canalla más atractivo, arrogante e irresistible del

planeta. No podía soportar a Sean O’Hare por muy sexy que pareciera.

Ni por mucho que quisiera recorrer sus cabellos cobrizos con sus dedos o

mirar sus profundos ojos azules ni oírle decir su nombre una y otra v-

espera.
¿Sean O’Hare? ¿Qué hacía allí? ¿Qué? ¿Cómo?

No tenía ningún sentido. ¿Era otro de sus sueños? Rachael se dio la

vuelta enseguida, esperando que no la hubiera visto. Si fingía que no

estaba allí, tal vez la visión desaparecería para siempre.

Pero el destino no se lo puso tan fácil. Minutos después de haberlo

visto, Sean O’Hare se presentó en su mesa y Rachael no podía moverse,


ni siquiera pensar.

En la mano llevaba una botella de bourbon con la que llenó sus

vasos. El cerebro de Rachael apenas pudo distinguir sus palabras

corteses mientras se presentaba como propietario y jefe del restaurante.

—Es un honor conocerle. — dijo Allen con placer. Rachael nunca lo

había visto tan embelesado. Lo felicitó, diciéndole que habían disfrutado

mucho de la comida. Rachael no lograba articular palabra, deseando que

el suelo se abriera y se la tragara.

—Es un privilegio para mí asegurarme de que mis clientes disfrutan

de la experiencia desde el primer bocado hasta el último. Espero que

gocen del resto de la velada y gracias por elegir Whiskey Road para
cenar, — dijo Sean en voz queda, y la forma en que lo dijo hizo que se le

humedecieran las bragas.

Esa voz. Era más profunda, pero tal como la recordaba, muy rica y

espesa, como chocolate o el mejor vino. Era como si su acento irlandés se

deslizara sobre su piel y acariciara cada una de sus terminaciones

nerviosas.

Parecía recién sacado de una revista GQ con su rostro bien afeitado

y el cabello recogido de forma sexy. La camisa abierta blanca que dejaba

ver una fina cadena dorada era demasiado para Rachael. Tragó saliva de

forma audible y una ligera sonrisa curvó los inolvidables labios sensuales

de Sean. Se miraron fijamente durante una milésima de segundo. Sean

entornó los ojos y Rachael supo que la había reconocido. ¿Cómo no iba a

hacerlo?

Temía que se dirigiera a ella e hiciera la situación aún más

mortificante, pero se dio la vuelta de repente y se marchó.

Rachael lo vio por el rabillo del ojo mientras se dirigía a la cocina

entre saludos de varios clientes, que le dirigían sonrisas y elogios.

Se clavó las uñas en las palmas sobre sus rodillas bajo la mesa.
Logró esbozar una débil sonrisa en dirección a Allen, que tenía una

mirada de incredulidad en el rostro. —Era Sean O’Hare en persona. ¿No

es genial? Sabía que era el dueño del restaurante, pero nunca imaginé

que lo conocería en persona.

Por suerte, Allen no había notado nada raro en Rachael, fascinado

por el hecho de que el chef y dueño los hubiera atendido personalmente.

—No me habías dicho que conocieras al dueño de este lugar ni que

fuera famoso, — dijo al fin Rachael.

—Debe habérseme olvidado. No pensaba que fueras una gourmet,

de serlo habrías oído hablar de él. Este sitio tiene muy buenas reseñas y

está considerado el mejor de la ciudad para tomar hamburguesas.


—Supongo que estoy un poco desconectada, — graznó Rachael.

Se quedó sentada impactada mientras Allen le contaba la historia de

éxito de Sean… Había nacido en Irlanda y dejó la universidad para iniciar

un negocio de mecánicos/discotecas/construcción con su mejor amigo

Connor Hanley.

—A los veintitrés, lo dejaron para empezar un negocio de venta de

hamburguesas en furgoneta en un animado mercado callejero de Dublín.

En unos meses, su marca y sus hamburguesas tuvieron un gran éxito y se

hicieron famosas a nivel mundial, — dijo Allen. —decidió no detenerse ahí

y se licenció en Artes culinarias por el Instituto de tecnología de Dublín.

Allen siguió contando cómo Sean O’Hare había hecho más conocida

su marca al ir por libre. Viajó por Europa antes de asentarse en Estado

Unidos para abrir tres sofisticados restaurantes de gran éxito en Nueva

York, Los Ángeles y San Francisco.

—Los beneficios que obtiene de su cadena de hamburgueserías, sus

restaurantes y todas sus inversiones financieras ascienden a mil millones

de dólares, — añadió Allen con profunda admiración.

¿Sean era multimillonario? A Rachael le costaba asumirlo todo de


golpe. —Es, um, impresionante, como poco. Es increíble la cantidad de

información que sabes sobre él.

Allen soltó una carcajada sin sonrojarse. —Puedo ser peor que una

fan cuando se trata de mis chefs favoritos. Me atrevería a decir que yo

mismo soy un cocinero amateur, aunque no obligaría a nadie a sufrir mis

platos.

Rachael río débilmente al oír la broma. —Me preguntaba si…

¿podríamos irnos? ¿Por favor? — soltó.

Allen parecía sorprendido. —¿Ya? ¿No estás pasándolo bien?

Esperaba que dejaras hueco para el postre.


—Seguro que está exquisito, — dijo Rachael, convencida de que se

desmayaría si daba otro bocado. Estaba tan desconcertada. —Pero estoy

más que llena.

Por suerte, Allen no insistió más en el tema y pagó la cuenta,

dejando una generosa propina. Rachael dejó escapar un suspiro de alivio

mientras caminaba con Allen hasta la salida. Pudo sentir su mirada fija

en su espalda, pero no cometió el error de darse la vuelta.

***

Sean sabía que no debería haber hecho lo que hizo.

Durante años, había logrado un nivel de autodominio que le hacía

destacar en su campo, así como en su vida personal. Aunque se había

ganado la reputación de Casanova al relacionársele con las mujeres más

atractivas del mundo, nunca se había visto envuelto en ningún escándalo.

Jamás había perdido la compostura, al menos no en público, y no recurría

al histrionismo como hacía la mayoría de los hombres de su posición solo

para lograr más repercusión mediática.

Y a pesar de ello, había estado a punto de dejarse dominar por las

emociones. Esa noche, el restaurante estaba lleno y pese a ello, la cocina


estaba haciendo una labor impecable. Su directora, Moira, se encargaba

de poner orden en el caos desde bambalinas. Sean había salido minutos

antes al salón principal. En un instante, se había percatado de la

presencia de Rachael, sentada con su acompañante que parecía tener al

menos cuarenta años.

Con solo una mirada, Sean reconoció al instante a su antiguo amor,

Rachael Arnolds.

Sean recordó el tiempo que habían pasado juntos hasta su último

viaje al B&B en el bosque, aislándose casi por completo del bullicioso

ruido del restaurante. Cuando la comanda de bebidas llegó al bar, Sean


no se lo pensó dos veces. Le dijo al barman que él llevaría personalmente

la botella de bourbon.

Había observado el cúmulo de emociones en el rostro de Rachael

cuando sus ojos se encontraron en el momento en que decidió dirigirse a

su mesa. Cuando ella apartó la vista impactada al reconocerle, Sean tomó

una decisión.

Por suerte, nadie más detectó la tensión sexual y el diálogo interno

entre ellos. Ahora, al observarla desde la cocina, parecía como si le

hubiera caído un jarro de agua fría. Y lo mismo le ocurría a él, pues se

había desatado un caos de emociones en su mente.

Al igual que en la de ella. Sintió una punzada en los genitales al

pensar en cómo le había quitado la inocencia, haciéndola suya. Había

sido un ángel seductor, toda suya en esos momentos robados. Y ahora la

quería de nuevo, de la forma más salvaje.

—Lo siento, Chef, lo buscan en la cocina, — dijo uno de los

camareros.

Sean solía dar ejemplo profesional a su equipo en la cocina. Era un

ambiente joven, familiar, atareado y a veces teatral, frenético, pero


siempre divertido.

Como chef principal, Sean siempre había sentido pasión por todo lo

que implicaba poseer un restaurante propio: crear menús de temporada y

especialidades semanales y responsabilizarse de la enseñanza de los

miembros del equipo de su cocina. Sean siempre insistía en usar

ingredientes de calidad y se enorgullecía en su agudo paladar para los

sabores y su impresionante habilidad a la hora de presentar los platos.

Pero en ese momento, ignoró al ofensivo intruso con un gesto de la

mano. Se esperaba de su pinche que tuviera amplios conocimientos de

cocina al igual que Sean. De hecho, Sean le pagaba bien para que le

ayudara de forma eficiente a alcanzar la excelencia cada noche. Y, por


ahora, la cocina tendría que funcionar sin él. Todo lo que le importaba

era Rachael.
Capítulo cinco

Una vez fuera, Rachael comenzó a sentirse más tranquila al haber

visto a Sean. Dirigiéndose hacia Allen se disculpó por haber arruinado su

cena.

—No te disculpes. Me he dado cuenta de que estabas nerviosa por

algo, — dijo amablemente. —Tu vida privada es muy peculiar, pero

siempre te he admirado, Rachael. Eres una mujer fuerte, atenta y

preciosa.

—Allen…

—Y no estoy tan ciego como para no darme cuenta de que no estás

dispuesta.

—Lo siento.

—De verdad, no lo estés, — dijo con una sonrisa. —Pensé que debía

intentarlo antes de decidirlo. —

Algo en su tono de voz llamó la atención de Rachael. —¿Decidir el

qué?
Allen suspiró. —El museo me propuso un encargo para obtener

ciertos artefactos, lo que supone que puede que me vaya del país durante

unos meses. Estaba dudando si encargarme de ello o no, principalmente

porque sentía la necesidad de intentarlo contigo al menos. Como ya he

dicho, creo que puedo decir que eso no va a suceder.

—Si decides irte, te echaré de menos. Eres como un tutor para mí,

— dijo Rachael.

—Supongo que tendré que lidiar con ello. ¿Quién sabe? Quizás en

unos meses, cuando vuelva, las cosas hayan cambiado.

Rachael tenía serias dudas sobre el tema, pero no podía discutirlo

delante del restaurante. Entonces, Allen le preguntó dónde quería que la


dejara, pero Rachael negó con la cabeza. No debía pasar más tiempo de

la cuenta con Allen, aunque solo fuera un paseo en coche. No podía darle

pie a que intentara presionarla para tener una cita con ella. ¿Y si decidía

que podía intentarlo de nuevo?

Se mantuvo firme en su decisión de volver a casa por su cuenta y,

tras asegurarse de que así era, Allen se marchó a regañadientes. Rachael

suspiró aliviada tras ver cómo se alejaba el coche.

Pero fue una sensación pasajera. La única persona con la que temía

encontrarse apareció, saliendo del restaurante. Era Sean, y se dirigía

hacia donde estaba con paso decidido. Sin pensarlo ni un momento,

Rachael salió corriendo, intentando parar el primer taxi que apareciera.

Sus prisas fueron su mayor error, haciendo que perdiera el

equilibrio. Dio un grito y comenzó a caer hacia el asfalto, pero la

agarraron del brazo, enderezándola al instante.

Cuando recuperó el equilibrio, Sean la soltó. Rachael se giró a

regañadientes y su corazón comenzó a acelerarse enseguida solo con

sentir su presencia.

—Gracias, — dijo balbuceando. Casi no podía mirarlo a los ojos. ¿De


qué tendría que estar avergonzada? Detestaba darle a Sean muestras de

debilidad, sobre todo después de todos esos años. Decidida, le dirigió una

mirada desafiante. —Me alegro de volver a verte.

Sean estaba a punto de responder, pero el móvil de Rachael sonó,

notificando que tenía un mensaje. Rachael sacó el teléfono de su bolso y

vio que el mensaje era de Allen. Se le dibujó una sonrisa a medida que lo

leía:

He disfrutado mucho de la cena de esta noche. Te veré en el trabajo


mañana, intenta descansar.
—¿Es de la persona con quien estabas? ¿Es él quien te hace sonreír?

— Preguntó Sean en un tono que parecía más bien un gruñido.


—No tengo por qué responderte. Eres mi ex, Sean. No tengo por

qué hablar contigo sobre mi vida privada. Pero si te sirve de algo, sí, era

mi jefe y estaba cenando con él. Adiós.

Era como respirar a través de una almohada. El ambiente era denso

e incómodo. Así que dio media vuelta e intentó marcharse. Al tercer paso,

Sean la adelantó y se colocó delante suya con el brazo extendido.

—Te llevaré a casa, — se ofreció, o más bien lo exigió.

Rachael negó con la cabeza, decidida. —Yo no…— Aunque se

negara, sintió algo punzante y desconocido en el abdomen. Como si

sintiera una necesidad. Pero no podía dejarse vencer. —No me interesa,

lo siento.

Hasta a ella misma le costó creer sus propias palabras. Sean se

acercó, dejando un olor a colonia que su propia esencia natural volvía

más fuerte y masculino.

—Será una buena excusa para estar más tiempo juntos si te llevo a

casa en coche, — le susurró Sean al oído. Rachael se derritió al escuchar

esas palabras. —¿Por qué tenemos que actuar como si fuéramos

extraños?
—¿Quizás porque es en lo que nos hemos convertido? le replicó,

dándole un empujón para liberarse de aquella atmósfera incitante.

¿Cómo podía seguir encontrándolo tan atractivo? —No estoy dispuesta a

que juegues conmigo. Puede que seas un chef famoso, pero, ¿por qué

tienes que ser tan engreído? — lo culpó enfadada. Pero la reacción de

Rachael la estaba debilitando aún más de forma alarmante. —Deja… que

me vaya. Se miraron a los ojos por casualidad. —¿de qué sirve alargar

todo esto?

—Rachael…, — Sean resopló impaciente. —¿En serio has venido

aquí sin saber quién soy?

—No salgo mucho, — dijo con calma. —¿Quién eres exactamente?


—Si quieres descubrirlo, no pienses que te dejaré escapar así como

así.

—Estás hablando sin pensar, — dijo Rachael con una expresión de

dolor. Sin darse cuenta, tenía una mano apoyada en su pecho, intentando

apartarlo. Cuando se dio cuenta, jadeó y estuvo a punto de escapar, pero

él consiguió besarla.

Duró apenas unos segundos y Rachael estaba en shock mientras los

labios de Sean recorrían hambrientos los suyos. Al recobrar el sentido, le

dio un empujón y él la soltó.

—Dios mío, — jadeó, sintiendo que se quedaba sin aliento. —¿Qué

estás haciendo?— Levantó una mano llevándosela a los labios y miró

hacia los lados. Por suerte, no llamaron mucho la atención. ¿Por qué no

podría dejar que se fuera?

—A diferencia de lo que crees, lo he pensado bien. Necesito que…—

se detuvo, pasándose los dedos por su cabello ondulado. —Recuperemos

el tiempo perdido. Siempre ha habido magia entre nosotros dos.

—Siempre consigues lo que quieres, ¿no es así? — preguntó Rachael

acalorada, sintiendo que le daba vueltas la cabeza. Notó los labios secos
y húmedos al mismo tiempo. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Un beso fugaz

de Sean ya era suficiente para que sintiera más pasión que la que había

sentido en años?

Sean no respondió de inmediato y se acercó para agarrarla del

brazo. Esta vez fue más suave y casi tranquilizador mientras la

acariciaba. Sus dedos eran cálidos y hábiles. Imaginó las muchas

creaciones culinarias que había creado con sus dedos y recordó los

orgasmos que le había producido con los mismos.

Cuando vio que no se resistía, entendió que daba su consentimiento.

—Esa es mi Rachael. Vamos.


La llevó al garaje para buscar su coche, un Aston Martin muy

elegante y sensual que captó el interés de Rachael. ¿De verdad iba a

entrar en su coche con él? ¿Así como así?

Cuando sostuvo la puerta de su lujoso automóvil en silencio, Rachael

no protestó. Puede que siguiera en shock, o drogada sin haberse dado

cuenta por una influencia todopoderosa. Quizás solo fuera Sean y la

forma en que la incitaba a rendirse a él sin importar lo mucho que se

odiara a sí misma por no ser lo bastante fuerte como para resistirse.

Siendo sincera, una parte de ella sentía curiosidad por saber hasta

dónde podría llegar. El destino les ha unido de una forma increíble,

¿podría echarse atrás sin llegar a descubrir hasta dónde les conduciría?

***

—Aquí es donde vivo, — dijo Sean. —Al menos mientras esté en San

Francisco.

Estaban de pie ante la puerta de su vivienda. Rachael dudó en dar

los pocos pasos necesarios para entrar. Al fin, se decidió y entró, y luego

Sean la siguió. El sonido del cerrojo de la puerta sonó parecido a un

mazo sentenciando un juicio. Estoy cometiendo un grave error, pensó


desesperada.

Su casa parecía otra más de aquellas casas de lujo que solo se ven

en las revistas. Tampoco le impresionaba mucho. El vecindario parecía

un parque infantil para multimillonarios, y —asequible— no sería una

palabra adecuada para describir ninguna de las casas de allí.

Tenía preciosos cuadros en las paredes, vistas sin fin hacia la bahía

desde las ventanas, y un silencio sobrecogedor. Además de los

numerosos salones y dormitorios, presumía de un cine y gimnasio, dos

bodegas y un despacho. También había cocina exterior en la azotea,

además de una enorme y fabulosa sala de estar de planta abierta.


Si alguna vez se había preguntado cómo vivía Sean, Bueno, ahora ya

lo sabía. No podía ser más diferente al humilde estilo de vida de Rachael,

ya que su salario mensual no le llegaba para un sitio así aunque trabajara

una década entera.

Había decidido que era mejor no pensar. Aún no podía creer que

hubiera seguido a Sean hasta tan lejos. ¿No estaba hace solo unas horas

recordando el tiempo que habían pasado juntos?

—Enhorabuena, lo has conseguido, — dijo tras hacer un recorrido

por lo que podría perfectamente considerarse una mansión. —Es obvio

que has trabajado muy duro para llegar hasta aquí, así que no lo

aborrezco.

—Sé que no lo haces. No es tu estilo, — dijo. —Y gracias.

Le ofreció un poco de vino, el cual rechazó. La atmósfera se había

vuelto más tensa, ya que Rachael no sabía que podía pasar después. ¿Por

qué seguía allí? ¿Es que le gustaba jugar con fuego?

Sin mediar palabra, Sean dio un paso hacia delante y rozó la suave

piel de su brazo con sus dedos. La tocó como si nunca hubiera dejado de

hacerlo. Rachael detestaba la enorme confianza de la que hacía gala.


Rachael dio un paso hacia atrás, golpeándose con la mesa de centro

detrás de las rodillas. Se tropezó y estuvo a punto de caerse en el cristal.

Pero antes de poder reaccionar, Sean la sujetó para salvarla en el

momento justo por segunda vez en esa noche.

—Si no puedes soportar que te toque, entonces soy yo el que estaba

equivocado y tú tenías razón. No hay motivo para alargar esto, — Dijo

Sean enfadado mientras se separaba de ella unos pasos para darle un

poco de espacio.

Rachael también estaba enfadada. ¡Lo deseaba muchísimo! Y esa

era la razón por la que su tacto le hacía perder el equilibrio.


—Creo que eres consciente de que eres un hombre irresistible,

Sean. No es por ti. Tengo por norma evitar lo enredos, aunque sean

solamente físicos.

A medida que hablaba, vio que sus palabras lo apaciguaban, y tras

tomar aire varias veces, reunió la audacia necesaria para añadir, —Pero

quizás esta noche pueda permitirme romper un poco las reglas. Después

de todo nos conocemos desde hace tiempo. Y como has dicho antes, no

somos desconocidos.

Le preparó el terreno. Rachael le colocó una mano lentamente sobre

su hombro. —Sean, — le dijo mientras sus ojos parecían inundarse de un

brillo intenso, —Si quieres ponerte al día, ¿por qué no empezamos por lo

más importante?

¡Dios! ¿Quién era ella? ¿Una puta adolescente en un videoclip de


Katy Perry? Bueno… quizás sí lo era, pensó Rachael. Se había ofrecido a

su exnovio, el hombre que le rompió el corazón en fragmentos

irrecuperables. El padre de su hija de siete años, Leila. Oh no.

Sean le levantó la barbilla para que sus miradas se cruzaran (en

realidad no, pues él le sacaba una cabeza de altura). —Nada de


conjeturas, Rachael. Te he echado mucho de menos, — advirtió, y su

suave voz irlandesa hizo que comenzaran a palpitarle los labios de la

vagina.

—Si esto tiene que ocurrir, ahorrémonos la charla, — soltó Rachael.

Aunque dijera aquellas palabras con confianza no podía dejar de sentir

un escalofrío recorriendo su cuerpo. Su corazón estaba palpitando. No

estaba ebria. Era adrenalina, acompañada de un deseo apasionado.

No quería pensar en el pasado, no en ese momento. En cómo le dejó

entrar, se rindió a su deseo y lo amó por completo. Y en cómo todo se

esfumó cuando decidió no tener nada más que ver con ella.
Había sido una necia por haberle creído y haberle dado su corazón.

¿Era aquello un error más? Al menos lo era bajo sus condiciones. Lo

necesitaba, tenía que hacerlo. Estaba haciendo lo que quería sin

importarle lo que sintiera Sean. Solo quería aplacar la fuerte tormenta

que arreciaba en su interior…


Capítulo seis

Llegaron hasta el dormitorio principal, que era más bien una suite

de lujo, con una pared entera de cristal que daba hacia la playa. Rachael

había visto los otros dormitorios, y aunque eran grandes, ninguno lo era

tanto como en el que estaba ahora mismo. Era perfecto para su noche

robada de abandono.

Mientras se besaban, se desvistieron el uno al otro de forma

apresurada. Sean casi le rompe el vestido. Rachael tampoco lo hizo

mucho mejor con los botones de su camisa, ya que algunos cayeron al

suelo. A Sean no pareció importarle.

Rachael interrumpió el beso para poder respirar y lo miró fijamente,

observando las mismas llamas de pasión en sus ojos que ella sentía.

Tiró de él por el dobladillo de sus boxers y al instante lo empujó a la

cama, situándose sobre él a horcajadas.

—Qué cojones, — dijo él con voz ronca y Rachael dejó escapar una

risita al oír su comentario. Las risas se fueron apagando y las grandes


manos de Sean comenzaron a recorrer sus caderas.

—Eres tan imprevisible como recordaba, — murmuró a medida que

recorría con el pulgar el borde del sujetador de satén que sostenía sus

pechos.

Oh mierda. Estaba ocurriendo de verdad. Rachael se sintió aturdida.

Las expertas manos de Sean desabrocharon el cierre del sujetador y

Rachael las sintió al instante rodeando sus pechos y sosteniéndolos.

—Son más grandes de lo que recordaba. Estoy tentado a preguntar

si son reales… pero claro que lo son, — comentó con voz ronca,

manoseándolos e inspeccionando el tamaño de sus melones. Le pellizcó


los pezones, estirándolos entre sus dedos. Aquello la hizo estremecerse y

sintió una sensación casi insoportable de dolor y al mismo tiempo placer.

Era una buena sensación. Sean jugaba con sus pezones, haciéndole

sentir un cosquilleo en aquellas puntas rosadas con sus expertos dedos.

Sus hormonas, dormidas desde hacía mucho, se volvían locas con sus

caricias, y no quería que parara, aunque le doliera, por lo que no pudo

evitar ligeras muecas de dolor.

—Joder. Lo siento. Dime si lo hago bruscamente, ¿vale? — gruñó

mientras se levantaba de la cama, llevándose a Rachael con él. Tomó una

almohada y la colocó detrás de su espalda. Rachael estuvo a punto de

responderle, pero ya se había enganchado a uno de sus pechos.

Puso toda su atención en sus pezones, recorriéndolos con la lengua

y los labios como si fueran a derretirse igual que un helado. Racahel no

sabía si gemir o gritar, pues no era capaz de pensar con claridad

mientras Sean rodeaba su pezón con su boca para succionarlo. Hacía

mucho tiempo que no sentía nada parecido.

Rachael se inclinó instintivamente hacia delante, ansiosa por sentir

mucho más. Reposó sus hinchados pechos sobre el rostro de Sean y su


cálida respiración acarició su escote, produciéndole dolor… placer…

punzadas más abajo. Jadeó al sentir su abultada erección, a punto de


perder la razón. Necesitaba aquella fricción, no podía parar. ¡Era

imposible hacerlo! Oh Dios, más.

Cuanto más aumentaba la fricción de su cuerpo contra el suyo, más

se endurecía su erección, que rozaba su ropa interior, completamente

húmeda.

—Sean…

Gemir su nombre hizo que Sean succionara su pezón más fuerte que

nunca, produciéndole espasmos en cada una de sus terminaciones

nerviosas. Sean lo mordisqueó una y otra vez y, con un certero


movimiento de caderas, se deshizo de su ropa interior, que resbaló por

sus muslos. Al momento, su prominente hombría erecta se encontraba a

escasos centímetros de su centro humedecido.

—Oh. Oh, Dios. — Rachael miró hacia abajo, estremeciéndose al ver

la parte superior de su miembro, grande y grueso, de aspecto

aterciopelado. Oh, mierda. Casi se le había olvidado lo grande que la

tenía.

—Arriba, — dijo él.

Rachael levantó la cabeza para mirarlo con gesto de asombro, casi

sin habla. —¿Qué?

Su única respuesta fue agarrar sus nalgas con una de sus grandes

manos y levantarla mientras que con la otra posicionaba su miembro a su

entrada. —Baja. Despacio.

Rachael, obediente, se deslizó sobre él en una fracción de segundo,

sin dejar de mirarlo a los ojos. Ambos sintieron cómo sus músculos se

separaban para permitirle acceso, provocando una sensación tan intensa

que la única forma de asumirla era dejarse llevar por el momento y deja

que ocurriera. Maldición.


—Oh Dios, — dijo Rachael con un gemido, perdida en la sensación

de su duro miembro penetrando su suave carne.

Si aquello ya le resultaba demasiado, Sean aprovechó ese instante

para chupar el otro pezón. Dios, iba a matarla.

—Mierda. Estás muy estrecha, amor, demasiado. ¿Por qué? —

gruñó, sin poder evitar el placer en su voz con acento irlandés. —No me

digas que…

Sean alzó la vista de sus pechos y entornó sus ojos cargados de

deseo que al momento brillaron como si una bombilla se hubiera

iluminado de repente. — ¿Cuánto tiempo hace desde la última vez?

Dímelo.
—No importa. — ¿Qué más le daba? Lo necesitaba. Ya.

—Cállate, — gimió Rachael, moviendo su cuerpo sin poder evitarlo.

Sus caderas cimbrearon ajustándose al ritmo y sus músculos internos se

contrajeron al revivir en su vagina aquella reacción en cadena

espontánea que le provocaba exquisitas sensaciones al notar su miembro

en su interior.

Rachael se encorvó hacia delante y miró a los ojos a Sean, que le

devolvió la mirada con intensidad. Su respiración agitada y entrecortada

escapaba de sus labios haciendo que volaran pequeños mechones de

cabello de Rachael que habían escapado del resto, junto a su clavícula

sudorosa.

La expresión de doloroso placer en el rostro de Sean estuvo a punto

de llevarla al éxtasis, mientras se deleitaba en el húmedo calor que

provocaba su miembro al llenarla por completo. Era el único hombre al

que su cuerpo aceptaba y cuya dominación permitía. Y se dejó penetrar

con fuerza, acompañando sus embestidas con movimientos de sus

caderas, siguiendo el ritmo marcado, cabalgando a su amante.

Con manos dominantes, Sean la agarró de los muslos para hacerla


entender que él estaba al mando esta vez, guiando su pelvis a un ritmo

continuo, pero más rápido. A Rachael le encantaban aquellos dedos

fuertes que apretaban su carne y le recordaban que, a veces, a las

mujeres también les gusta sentirse dominadas y poseídas.

Cada embestida desde abajo por parte de Sean la hacía perderse

más y más, como una espiral de placer que surgía de lo más profundo de

su ser. No podía comprender cómo era capaz de rozar tantas zonas

mágicas de su cuerpo al mismo tiempo. Y antes de ser consciente de ello,

se corrió y su orgasmo fluyó sobre él. Sus gemidos de éxtasis llenaron la

habitación mientras se derretía entre espasmos.


El duro miembro de Sean en su interior fue como un ancla que evitó

que se perdiera a la deriva. Sean dejó escapar una maldición sin

contenerse con la última racha de embestidas que sacudieron sus

músculos temblorosos.

—¡Sean! — gritó al sentir que soltaba su semilla en su interior. La

llenó por completo, sin perder ni un resquicio. Era una sensación tan

intensa que no podía respirar. Estaba en su propio mundo donde Sean

era lo único que existía. Aquel momento, aquella sensación de

satisfacción plena, era lo más egoísta que había hecho por sí misma en

mucho tiempo. Si hacerlo era un crimen, entonces era culpable. Y la

culpa nunca había sentado tan bien…

***

Cuando se despertó, Sean dio cuenta de que Rachael ya se había

ido.

Soltó un insulto a la vez al revisar su reloj y darse de que era poco

más tarde de la medianoche. Seguramente se fue cuando cerró los ojos,

hacía quince minutos. ¿Cómo pudo no haberse dado cuenta? Se había

acurrucado junto a él, y pensó que seguiría allí cuando despertara. Debió
haberlo engañado.

Su teléfono sonó, y metió la mano rápidamente en el bolsillo de la

chaqueta que estaba en la silla. Cualquier esperanza de que fuera

Rachael se desvaneció al ver el nombre en la pantalla.

—¿Hola? ¿Sean, qué diablos ha ocurrido? — Era Moira, que

trabajaba como gerente de restaurante y era, a su vez, una buena amiga

de Irlanda.

—Tuvo que preocuparte la forma en la que me fui, — dijo,

acariciándose el pelo mientras se acercaba a los grandes ventanales de

su dormitorio.

—¡A veces no te entiendo! — le recriminó.


—Lo sé, es imposible trabajar conmigo, — murmuró Sean con una

incontenible sonrisa. —Moira, eres una gerente capacitada, por eso no

pasa nada si meto la pata de vez en cuando. —

Era cierto; Moira era excepcional en su trabajo como gerente del

restaurante. Tenía la responsabilidad de llevar con éxito el

establecimiento en todos los aspectos, además de motivar al equipo y

ayudar a Sean con sus metas financieras. Cuando empezaron a trabajar

juntos, desde el primer día en que despegó su carrera, se hizo camino

poco a poco, aportando su característica vitalidad al restaurante.

—¿Por qué fue esta vez? Lo dejaste todo y…

—Moira, fue Rachael. La vi.

Notó el silencio al otro lado del teléfono. —¡Estás de coña! —

exclamó incrédula. —¿Hablas de Rachael? ¿Rachael Arnold? ¿La que

llevas intentando encontrar todos estos años? ¿Cómo has dado con ella?

—No lo hice. Simplemente entró en el restaurante esta noche y la vi.

—¡Bueno, es genial!

—Sí, por supuesto que sí. Hasta que dejé que me tomara el pelo de

nuevo, — dijo con brusquedad. —Estaba en mi casa y de repente se fue


sin dejar rastro. Ni siquiera sé cómo puedo volver a verla.

—¿Quieres hablar? Puedo ir para allá, — se ofreció Moira.

Sean negó con la cabeza. ¿Y si Rachael decidía volver? Por muy

pequeña que fuer la probabilidad, no quería que Moira interfiriera en una

situación tan delicada. —Siempre podemos hablar mañana. Pero gracias,

Moira. Eres la única persona que me comprende.

—Claro que sí. Estoy aquí para lo que necesites, Sean. No importa el

qué.

—Te lo agradezco. Estaré en el restaurante mañana. — Colgó y

pensó, ¿podría soportar aquello como si nada hubiera ocurrido? No podía


imaginar que las cosas volvieran a ser como antes sabiendo que Rachael

estaba en algún lugar de la ciudad y podía llegar a encontrarla.

Nunca había podido apartarla de su mente pese a estar con otras

personas. Nadie podía compararse a ella ni provocar en él esos

sentimientos. Desde el primer momento en que la vio, supo que sería

suya.

No había envejecido en absoluto, aunque habían pasado siete años,

salvo que ahora parecía más bella y femenina. Media 1’55 m. y tenía la

piel suave y morena, cabellos oscuros largos y rizados en las puntas y un

cuerpo atlético. Aquel vestido burdeos que llevaba la noche anterior

hacía que sus piernas parecieran más largas y mucho más sensuales,

aunque llevara deportivas. Sus ojos, de un color marrón chocolate con

largas pestañas oscuras, eran tan cautivadores como siempre. Era tan

dulce.

Sean decidió que no se dejaría vencer por el destino. No podía

esperar otra oportunidad para encontrarse con ella. Esta vez estaba

dispuesto a buscar a Rachael si decidía esconderse, si era lo que tenía

planeado. ¿Por qué había sido imposible localizarla hasta ahora si no?
No podía fingir que lo que acababa de pasar no significaba nada. La

respetaba demasiado como para tratarla como si fuera un rollo de una

noche.

***

Sean odiaba llevar traje, pero tenía que admitirlo, tenía un aspecto

excelente cuando lo vestía, como solía decir Moira. Solo lo llevaba en

situaciones como aquella, reuniones importantes que duraban unas

horas. Aunque eso no significaba que estuviera cómodo del todo

vistiéndolo.

—¿Estás nervioso? — Le preguntó Moira desde el asiento de al lado

en la vacía sala de espera.


—Un poco, aunque no por las razones que te imaginas. — Sean

disfrutaba de las ventajas que conllevaba su éxito, la fama y el dinero,

pero a veces, cuando se tiene demasiado trabajo y todo lo que importa es

obtener beneficios y cada vez más dinero, las cosas dejan de ser tan

divertidas. Y eso era algo que preocupaba a Sean. —Solo quiero que lo

que hago merezca la pena. Nunca tuve intención de dedicarme a la

cocina solo para ganar dinero.

—Pero eres joven y tienes mucho carisma. No hay nada malo en

motivarse y hacerlo siempre lo mejor que puedas, — le dijo Moira. —

Piensa en lo lejos que podríamos llegar. Tu propia aplicación, un

programa de cocina y el nuevo libro que está en camino. Tenemos un

futuro maravilloso por delante.

—Lo sé, voy con cautela y soy bastante reacio a explotar la vertiente

comercial de las cosas, pero no puedo negarte que siempre tienes la

solución cuando se trata de encauzar mi camino de la mejor forma

posible, — Sean estaba de acuerdo. Sabía que para seguir haciendo lo

que le gustaba y lo que le hacía feliz, preparar platos lujosos y originales,

tenía que centrarse en que su carrera profesional avanzara de la forma


adecuada. Había visto a muchos chefs prometedores caer en el olvido por

no saber sacar venderse.

En esa ocasión estaban reunidos para debatir la reciente oferta de

Sean para convertirse en Embajador de una marca importante de

cubiertos profesionales. Sabía que era afortunado por tener

oportunidades así, aunque las desaprovechara. Solo deseaba poder

disfrutar de aquello como solía hacerlo antes.

—Sr. O’Hare, Sra. Walsh, ya pueden pasar, — anunció una ayudante

risueña, rubia y delgada como una modelo.

Condujeron a Sean y Moira a la sala de reuniones. La mesa de

cristal, las sillas giratorias de piel, y las paredes de cristal, perfectas para
contemplar el exquisito paisaje de la ciudad de Londres, eran

impresionantes. Otros seis hombres trajeados les observaban desde el

otro extremo de la mesa principal. El que más destacaba era el CEO y el

director gerente de la compañía, Eric Thompson. Era un caballero de

cuarenta y tantos, de linaje irlandés, razón por la que habían considerado

a Sean, también de dicha nacionalidad, para representar a la marca. Pero

esa no era la única razón, como señaló Eric.

—Le hemos elegido por su visión innovadora y distintiva de las artes

culinarias, — dijo Eric. —Una vez discutamos todas las formalidades,

haremos oficial el anuncio mediante un comunicado de prensa.

Sean asintió como respuesta, pero no estaba prestando mucha

atención. Su mente estaba en blanco durante toda la conversación y el

papeleo, y se dio cuenta de que había pasado una semana desde que vio

a Rachael.

Aparecía en su mente en los momentos menos adecuados y hacía

que fuera incapaz de concentrarse en otra cosa. ¿Por qué era tan

complicado hacerse con ella? Pensó por un momento en contratar un

investigador privado, ya que no había sido capaz de dar con ella. Pero no
quería invadir su intimidad de esa forma, aunque si no quedaba otro

remedio…

Moira llevó el peso de la conversación durante la reunión, y a Sean

le pareció bien. Era una gerente brillante y se encargaba de todo. Como

era de esperar, el pago por adelantado del contrato ascendía a una suma

más que generosa. Con una fortuna de miles de millones de dólares, era

complicado llegar a un acuerdo si no se alcanzaban cifras similares.

Una hora más tarde y con los papeles firmados, Sean y Moira

estaban ya en la parte trasera de la limusina dirigiéndose al hotel. Moira

estaba al teléfono comprobando cómo iba todo en los restaurantes de

Nueva York, Los Ángeles y San Francisco.


Sean miró por la ventana con una mirada distante y estuvo a punto

de no contestar la llamada a su teléfono, que estaba vibrando. Al mirar la

pantalla vio que era un número desconocido y estuvo a punto de no

responder. Pero luego pensó que podría ser Rachael… Joder. Tenía que

ser ella.

Alejándose un poco de Moira, que seguía atendiendo una llamada,

Sean respondió el móvil, y el sonido de la voz de Rachael al otro lado

estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio. Ninguna mujer había

tenido ese poder sobre él y no sabía bien qué hacer.

—Sean, hola. Soy Rachael.

—Sí, — dijo con toda la calma de la que fue capaz. —¿Alguna razón

en particular por la que desaparecieras la semana pasada?

—Preferiría no hablar de ello, — dijo, con voz nerviosa y prudente.

Sean no sabía a ciencia cierta cuál de ambas emociones era, pero le tocó

la fibra sensible. ¿Por qué Rachael tenía que poner tantos obstáculos

entre los dos?

—¿Tú…sigues queriendo recuperar el tiempo perdido? — preguntó,

y Sean ni siquiera vaciló.


—Por supuesto.

—Estaba pensando en…si podríamos ir a tomar café mañana a

alguna parte.

Fijaron la hora y lugar y Sean ni siquiera le dijo que no estaba en

Estados Unidos. Sabía que encontraría una forma de llegar allí lo más

rápido posible. En realidad, planeaba tomar el primer vuelo que fuera al

país.

Fue la primera vez en años en la que no quería acostarse con una

mujer, sino tener una auténtica conversación con ella. Durante aquella

primera noche, se habían pasado bastante, pero ¿quién podría culparles?


Ahora Sean tenía las ideas claras, y se prometió a sí mismo no pensar en

la apasionada química que compartían.

Mantener a raya sus necesidades físicas no era algo a lo que Sean

estuviera acostumbrado. Solía comportarse con las mujeres como si

fueran un rollo de una noche, y podía prescindir de ellas con facilidad

porque siempre estaba muy ocupado. Sin embargo, no podía ignorar

cualquier cosa relacionada con Rachael. Lo dejaría todo, literalmente,

solo por tener la oportunidad de volver a verla.

Y eso era exactamente lo que estaba a punto de hacer.


Capitulo siete

—¿Va todo bien? — Preguntó Moira de repente en el silencio de la

limusina.

—Oh, sí. Solo estoy haciendo planes para dirigirme inmediatamente

al aeropuerto cuando lleguemos al hotel.

—Santa madre de…— maldijo Moira y luego, bastante más calmada,

añadió —Debes pensar que soy tonta, Sean.

—Cuidado con lo que dices—, dijo él con el ceño y consiguió hacerla

callar, aunque el enfado era patente en su rostro. —Mira, no tienes nada

de qué preocuparte. Simplemente tengo que ir a un sitio mañana y solo

puedo si me voy esta noche.

—¿Qué pasa con la fiesta que Eric ha planeado y que se celebra

dentro de unas horas?

Sean suspiró. Eric Thompson había decidido que necesitaban


celebrar el éxito del contrato y había organizado una cena formal. —

Tendrás que ir en representación mía. Te asegurarás de que todo va

como la seda.

—¿Y qué hay de mí? No puedes marcharte justo después de la

reunión—, dijo Moira con un gesto desesperado.

Sean no quería discutir. —Voy a volver en avión privado. Tendrás

que hacer otros planes—, dijo disculpándose.

—No me vas a decir mucho más, ¿no? — dijo Moira con resignación.

—Recibes una llamada y te vas a casa sin mí. Siento que las cosas están

yendo tan rápido que ni siquiera puedo procesar lo que está pasando

exactamente.
Por alguna razón, Sean no quería entrar en detalles con Moira sobre

Rachael, ahora no. Podía imaginarse a Moira tratando de convencer a

Rachael para que quedaran en otro momento y Sean no iba a arriesgarse.

¿Y si Rachael cambiaba de opinión y no volvía a verla más?

¿Por qué Rachael Arnold le tenía tan obsesionado, incluso después

de siete años? ¿Por qué no podía pensar claramente cuando se trataba de

ella? Tal vez tendría todas las respuestas cuando volvieran a verse.

***

Finalmente llegó la hora en que Rachael iba a reunirse con Sean.

Llevaba nerviosa desde que el día anterior había decidido llamar a

Sean. Además, había estado intentando decidir qué postura tomar

cuando le contara la verdad. ¿Podría permanecer neutral y hablarle

sobre la existencia de Leila o terminaría perdiendo el control y se dejaría

llevar por las emociones, sacando a relucir el pasado y todo su dolor?

—Mamá, ¿dónde vas? — preguntó la niña de siete años que miraba a

su madre con admiración mientras se arreglaba frente al espejo del

vestidor.

—Voy a salir con un viejo amigo—, dijo Rachael con una sonrisa.
—¿Es un chico? — preguntó Leila, y Rachael asintió arqueando las

cejas sorprendida mientras su hija reía a carcajadas. —¿Qué es tan

divertido, cielo?

—Oh, nada, mamá. Me preguntaba si es sexy.

—¡Qué demonios! ¿Dónde aprendiste esa palabra? Sabes que no

tienes permitido usar esas palabras de adulto—, le regañó Rachael.

—Perdona, mamá—, dijo Leila, bajando sus ojos azules al suelo. —Mi

amiga dice que su madre estaba viendo la televisión el otro día y vio un

chico muy mono y lo llamó sexy.


—Bueno, si quieres preguntar si mi amigo es mono, sí lo es—, dijo

Rachael, frunciendo un poco el ceño con una cálida sonrisa. —Pero no

puedes usar esa otra palabra, ¿vale?

Leila asintió, ya alegre mientras su madre le daba pellizcos en las

mejillas.

Rachael pensó en lo mucho que crecía su hija. Leila aprendía

demasiado rápido. Quería que su hija permaneciera en su mundo

inocente y de color de rosa el mayor tiempo posible.

Tras ese pensamiento, volvió a recordar lo sucedido el día anterior.

El momento en que Rachael vio el diario de su hija al lado de la cama.

Cuando Leila cumplió siete años le pidió uno. Rachael recordó lo

feliz que se había sentido por el interés de su hija en describir sus

pensamientos y vivencias diarias.

Incapaz de resistirse a echar un vistazo, pensando que estaría lleno

de notas sobre el osito de peluche preferido de su hija o sobre un nuevo

par de zapatos brillantes que quería, Rachael quedó sorprendida con lo

que encontró.

Allí, en las páginas del diario rosa de Barbie de Leila, estaban las
palabras que hicieron tambalearse su mundo.

—Desearía poder encontrar a papá—, leyó en la primera página.

Esa frase había impactado a Rachael.

Casi no pudo pasar a la siguiente página donde había más: —Todas


las niñas deberían tener un papá—; —Vale, quizás solo las niñas buenas
puedan tener uno—; —¿Yo soy mala? Intentaré ser buena en el colegio y
en los juegos para que mi papá me encuentre—.
Rachel se había desplomado en la cama presa del shock al ver el

dolor casi tangible que fluía de las páginas. ¿Cómo demonios podía Leila

sentirse así?
Leila era su bebé, su querida niña, habladora, sonriente y cantarina.

Siempre tenía amigos en casa o la invitaban a jugar porque era muy

popular. ¿Quién habría pensado que guardaba en su interior ese

sentimiento de culpa? ¿Cómo podía pensar que no tener padre era culpa

suya?

¿O es mía? Rachael sabía que nunca se había esforzado en darle la


oportunidad a Leila de tener una figura paterna. No había tenido

hermanos ni ningún amigo cercano. Debió haberse dado cuenta, sin

duda, de lo diferente que era su propia estructura familiar de la de sus

amigas, que, al menos, tenían algún tipo de relación con sus padres. Si

era así, el diario era aún más devastador porque Leila nunca le había

preguntado a Rachael al respecto, y había tenido que descubrirlo así.

Rachael nunca había estado segura de cómo tratar el tema si Leila

le preguntaba por su padre. Descubrir que su niña, animada y llena de

confianza, se sentía tan mal por no tener padre la llenaba de dolor.

Rachael podía imaginar la autocrítica de Leila dando paso a odio por

sí misma. Y, quizás, Leila volviera ese odio hacia su propia madre.

Eso era lo último que Rachael deseaba.


Ya había decidido ser clara con Sean respecto a Leila, incluso antes

de leer el diario. Encontrase de nuevo con él había sido una señal. Ahora,

sabiendo lo que Leila pensaba, Rachael tenía aún más razones para

enfrentarse al pasado.

De repente, Leila tuvo un ataque de tos, preocupando a Rachael. —

Eso no suena bien, —dijo poniéndose en cuclillas y acariciando con

suavidad el rostro de su hija. No tiene fiebre. Aun así, Rachael seguía

preocupada. —Cambio de planes. Me quedo en casa contigo.

—Pero llevas mucho rato arreglándote—, dijo Leila con un suspiro y

sacudió la cabeza. —La abuela cuidará de mí. Quiero que tu amigo vea lo

preciosa que vas hoy. Quién sabe, quizás sea él.


Rachael soltó una carcajada. —¿Qué?— Y sacudió la cabeza. A veces

Leila la sorprendía con lo que sabía para ser una niña. Al fin, asintió y le

dijo que iría a la cafetería. —Pero solo por ti.

Lo cual era una verdad a medias, añadió en silencio.


***

—Ahí estás—, dijo Sean con una sonrisa y ese ronco acento irlandés

de seda y miel saludando a Rachael en cuanto llegó. —Estás

impresionante.

—Gracias. ¿Llevas mucho tiempo esperando? — preguntó Rachael

tomando asiento al lado de él en el tranquilo interior de la cafetería.

—No mucho. Hay muchos clientes hoy, así que estaba observando a

la gente mientras esperaba, contestó.

—Es un buen lugar por lo que he leído en internet, —dijo Rachael,

contenta porque parecía que había hecho la elección correcta.

Sean se había sentado en una mesa agradable. Era la que estaba

más alejada del mostrador y tenía vistas al exterior por una ventana, lo

cual permitía que el sol iluminara su piel clara. El blanco de las mesas de

la cafetería contrastaba con las paredes de ladrillo, creando un ambiente


encantador.

—Me alegro de que decidieras llamarme y arreglar las cosas,—

empezó Sean. —Sobre todo después de la manera en que desapareciste,

una vez más.

Rachael se ruborizó y se movió en su asiento. —Ojalá pudiéramos

dejar atrás ese primer episodio entre nosotros. Ya sabes, empezar de

nuevo.

—Como digas. Hoy es tu día.

Oh, ya estaba haciendo uso de sus encantos . A Rachael le gustaba


pensar que era inmune a ellos, pero no pudo evitar sentir un cosquilleo

en el estómago.
Pidió café con naranja y crema cubierto de expreso. Sean pidió un

café negro con hielo, y cuando el camarero se marchó, se quedaron

mirándose el uno al otro. Empezaron a hablar, primero sobre trabajo, y

Rachael hizo el esfuerzo de seguir la conversación de forma animada.

Dijo que iba a asumir más responsabilidad en el museo en el que

trabajaba y habló de sus planes de tomarse tiempo libre para estudiar

unos másters. Sean le habló sobre su restaurante y sus nuevos

patrocinadores. De alguna forma, pudieron tener una conversación fluida

sin roces ni angustia. Casi parecían amigos íntimos.

Hoy era… diferente. La sonrisa torcida de Sean, incluso un poco

tímida; el tono llamativo de su voz y la suave textura de sus manos

cuando involuntariamente rozaron la suya ... Su físico todavía la atraía, y

se alegraba por ello de estar en un sitio público. Y, sin embargo, no había

nada de esa pasión desenfrenada que había nublado su último encuentro.

Se sentía mucho más tranquila por ello.

Rachael solo sabía del glamour y el lujo con el que vivían algunas

personas por la televisión. Cosas como despertarse en un inmenso y

lujoso apartamento, ir de compras a tiendas caras y viajar por el mundo


nunca habían formado parte de su vida. Jamás se había imaginado que

Sean sería un chef de tan alto prestigio en su carrera culinaria, que

poseía no uno, sino tres restaurantes, y que viajaba siempre por todo el

mundo mostrando sus recetas y recopilando nuevas ideas.

Rachael decidió que no había ido allí a hablar de la riqueza y la fama

deSean. De alguna manera, se habían encontrado después de siete años.

Saber la verdad sobre lo que realmente había sucedido, y por qué Sean

había cambiado era lo más importante para Rachael.

Su corazón latía a mil por minuto mientras Sean observaba cada uno

de sus movimientos. Debió sentir algo en su actitud, porque la miró a los

ojos y dijo: —¿Algo va mal?


Rachael hizo una pausa, sintiéndose un poco insegura sobre qué

hacer a continuación. Fue hace tanto tiempo y eran tan jóvenes entonces.

Lo había culpado de muchas cosas durante muchos años, y ahora podía

decírselas a la cara.

—No, nada, — respondió al fin, reprendiéndose por ser una cobarde.

Ya habían roto el hielo con una pequeña charla, por lo que no debía

sentir tanta timidez para enfrentarse a él. Y aun así…

—Bien, porque quiero ser capaz de adivinar lo que ocultan esos

preciosos ojos marrones—, dijo Sean. —Hubo un tiempo en el que podía

leer fácilmente todas tus emociones, pero con todo lo que sucedió en el

pasado, parece que hay mucho que aclarar.

—No podrías haberlo expresado mejor— dijo Rachael, tomando aire.

Era la oportunidad perfecta. —Sean, siempre he tenido curiosidad... y es

algo que me ha estado rondando durante mucho tiempo. ¿Por qué nunca

respondiste a mi correo? ¿De verdad no te importaba lo que me pasó?

—¿Correo? ¿Qué correo? Y, ¿qué te pasó?

Al instante de hacer la pregunta, Rachael se sintió estúpida. ¿Por

qué estaba haciendo aquello? Era demasiado mayor para tratar de


echarle las culpas a Sean de lo sucedido. Había curado sus heridas y

había recuperado su camino. No debía sacar a relucir incidentes de hacía

siete años.

—¿Sabes qué?, no quiero volver a revivirlo. Lo hecho, hecho está. La

vida eligió caminos diferentes para nosotros y no tiene sentido volver a

discutir el tema.

—Yo creo que sí. No me llamaste ayer de la nada para quedar si no

tenías nada que decirme. Como, tal vez, por qué tuviste que irte de

Dublín hace siete años sin ni siquiera decírmelo—, dijo Sean en un tono

tenso que hizo que Rachael retrocediera. ¿Qué?


Sus ojos sólo se volvieron más oscuros, presa de la rabia. —Estuve

tan mal al perderte los primeros meses que casi no era capaz de hacer

nada—, gruñó Sean. Su acento irlandés mostraba dureza y enfado. —

Pasamos dos días maravillosos juntos, y nada de eso importó. Aún no

tengo ni idea de por qué desapareciste así, ¿y ahora me vienes con algo

sobre un correo?

—Sí, Sean, tengo que mencionarlo— dijo Rachael, igualmente

enfadada. —Mira, sé que no debí haberme ido así como así. Me sentí mal

por ello y habría hecho cualquier cosa por cambiarlo. ¿Pero fue esa la

razón por la que elegiste ignorar mi noticia sobre el bebé?

Y así, todo salió a la luz. Rachael observó el rostro de Sean pasar de

la rabia a la perplejidad mientras continuaba contándole que estaba

embarazada cuando su familia volvió a Estados Unidos.

—Al dejar Irlanda de la manera en que lo hice fue por ti—, dijo en

voz baja, recuperando poco a poco la compostura. —No quería tener que

ponerte en el compromiso de una relación a distancia. Eras joven y guapo

y podrías seguir tu camino fácilmente sin mí. Si solo estuvieras enfadado

conmigo porque me fui, podría entenderte hasta cierto punto. Pero, ¿qué
hay de ser padre? ¿No hubiera sido lo mínimo tener una conversación

conmigo?

Al ver que la incredulidad y la confusión hacían palidecer el rostro

de Sean, Rachael empezó a tener ciertas dudas. ¿Y si se había

equivocado desde el principio? ¿Qué pasaría si, por casualidad, todo

fuera un gran error y lo hubiera culpado todos estos años por nada?

—¿Padre— ¿Soy padre?

Parecía que el suelo había desaparecido bajo sus pies. Alargó la

mano enseguida y agarró la suya con fuerza. —Dime la verdad. ¿es cierto

que tengo un hijo?


Tomando aire, Rachael hizo lo posible por calmarse. Con cuidado,

liberó sus frágiles dedos de su mano. Cuando empezó a hablarle de Leila,

su hija de siete años, parecía abrumado por la emoción. Hubiera jurado

que sus ojos empezaban a llenarse de lágrimas, y no sabía con certeza si

apretaba así la mandíbula de enfado o de dolor.

Para su sorpresa, cuando terminó, él se había quedado de piedra,

incapaz de hablar durante un minuto. Y de repente, tomó su abrigo y se

levantó. —Creo que necesito algo de tiempo para procesar todo esto… Te

llamaré.
Capítulo ocho

Rachael observó a Sean con ojos abiertos como plato mientras salía

de la cafetería con pasos tan rápidos que casi sobresaltó a un camarero

que pasaba por delante de él.

Le tomó unos momentos recobrarse, pero logró tomar sus cosas y

salió corriendo en dirección a la salida por las amplias puertas dobles.

Cuando salió y miró a un lado y otro de la calle, empezó a sentirse

estúpida. ¿Cómo podía seguirle cuando no sabía en qué dirección iba? Y,

sin embargo, no podía evitar preocuparse por él después de su extraña

reacción. Si tan solo...

Justo en ese momento, escuchó unos sonidos sordos procedentes de

la esquina de la cafetería. Siguiendo su instinto, se dirigió en la dirección

del ruido y, con seguridad, vio que era Sean. Había escogido el callejón

tenuemente iluminado para desahogar su rabia mientras golpeaba la

pared una y otra vez.

Nunca lo había visto tan violento, y le hizo sentir dolor en el


corazón. Sin siquiera pensarlo, corrió hacia él tan rápido como pudo y

agarró sus castigados puños. —Sean, por favor, para.

—¿Cómo pude no recibir ese correo? — refunfuñó para sí, con los

ojos casi cerrados, culpándose por lo sucedido. —¿Cómo dejé pasar algo

así? Aún tengo esa puta dirección de correo, ¡por el amor de Dios!

—Ambos necesitamos tiempo para aclararnos. Por favor, deja de

hacerte daño,— dijo Rachael con dulzura. Estaba dispuesta a perdonar y

olvidar. Ya había planeado no guardarle rencor por el bien de Leila. Solo

tenían que sopesar las opciones que se les presentaban en el futuro.

Si es que había algún tipo de futuro reservado para ellos.


Rachael se dio cuenta de lo mucho que le dolía el corazón ante la

posibilidad de que no lo hubiera. Sean lo tenía todo: ¿querría interrumpir

su vida tranquila con la responsabilidad de una hija?

En ese momento, toda la furia pareció abandonar el cuerpo de Sean.

Se volvió hacia ella, reduciendo la distancia y Rachael quedó paralizada.

¿Qué estaba pasando? Sin decir una palabra, Sean se limitó a inclinarse

hacia ella y apoyó despacio su mejilla contra la suya, quedando su cuerpo

inerte.

¿Estaba borracho? Rachael pensó que solo habían tomado café.

Entonces, ¿por qué?

Él ni siquiera la tocaba, únicamente parecía apoyarse en su hombro.

Nunca se había imaginado a Sean vulnerable y, de repente, se dio cuenta

de que también era humano. Podía necesitar a alguien en quien

apoyarse, incluso aunque solo fuera un momento.

Sus brazos flotaron en el aire mientras se preguntaba si sería

prudente darle un abrazo o simplemente fingir que no había notado la

grieta en su armadura. Antes de que pudiera decidir, él se enderezó con

un suspiro entrecortado.
—Lo siento—, dijo con voz ronca. —Es difícil imaginar por lo que

debes haber pasado. ¿Qué derecho tengo a buscar una pizca de consuelo

cuando...?

Sean se detuvo, sacudiendo la cabeza con una sonrisa triste. —

Siempre he sido un hombre tan seguro y decidido en cuanto el rumbo a

seguir... que, por primera vez, me siento atrapado en una tormenta.

Atónito.

El corazón de Rachael le dio un vuelco en el pecho. ¿Cómo se

suponía que debía tomarse aquello? ¿Era demasiado para él descubrir

que tenía una hija de siete años? ¿Y si no quería ser parte de la vida de

Leila?
Y si quería... ¿qué iba a hacer Rachael? ¿Funcionaría?

Tantas preguntas surgían de la nada, resonando en el cerebro de

Rachael. ¿Solicitaría Sean la custodia compartida? ¿Podrían ser una

familia? Lo más importante de todo era si ella sería capaz de perdonarlo

por no haber intentado encontrarla durante todos esos años. Ni siquiera

le había escrito un correo durante todos esos años, aunque afirmara no

haber recibido el suyo.

—A pesar de todo, mi mente solo ve las posibilidades— añadió Sean

de repente, con una sonrisa tranquila esta vez, casi infantil y cálida. Era

casi como si hubiera leído sus propios pensamientos. —Aunque estoy

confundido y asombrado, hay algo que sé con seguridad y es que quiero

estar involucrado en la vida de Leila. Necesito estarlo. Es lo que más he

necesitado en la vida.

No podían salir palabras más dulces de sus labios, pensó Rachael

mientras sonreía y apareció un hoyuelo en su mejilla derecha mientras

sus ojos se iluminaban. Por alguna razón, Sean era incapaz de apartar la

vista de su rostro.

—Ya que este oscuro callejón es el lugar menos indicado para


mantener cualquier tipo de conversación, ¿por qué no vamos a mi casa?

— La voz de Rachael sonaba entrecortada incluso a sus propios oídos.

¿Por qué sería?

No estaba muy segura de cómo iba a tomarse Sean la invitación,

sobre todo con la repentina chispa de atracción física en el aire. Lo

último que necesitaban era complicar las cosas con más sexo, pero...

Al igual que la calma tras la tormenta, tal vez podrían superarlo

juntos, facilitando su reencuentro. ¿Y qué mejor manera que a través de

los actos más íntimos y vinculantes que dos personas profundamente

conectadas pueden compartir?


Si Sean sentía lo mismo, aún estaba por ver. ¿Tomaría él la

iniciativa o debería hacerlo ella?

—Podrías mostrarme fotos de Leila y ponerme al corriente de la

situación, — dijo Sean, asintiendo con la cabeza.

Su sugerencia sonó tan inocente como la de Rachael, o eso pensó.

Ella se alegró de que al menos el día no terminara con una nota amarga

tras las revelaciones y los dolorosos recuerdos. Por ahora, todo lo que

necesitaban era sanar las heridas y conseguir que el padre y la hija se

reunieran y, con suerte, formaran un vínculo. Tal vez Rachael se

equivocaba al atreverse a pedir o incluso pensar en algo más.

***

Rachael no podía decir que los últimos años de su vida habían sido

sencillos. Ni en el aspecto financiero ni en el sentimental. Obviamente,

llevaba una vida muy distinta a la de Sean.

Sean era un chef multimillonario de éxito, con tres restaurantes de

renombre, con hermosas mujeres que consentían todos y cada uno de sus

caprichos y hombres a su sombra, llenos de envidia. Rachael, por el

contrario, era solo una mujer que trataba de sacar adelante a su hija y
sobrevivir trabajando en el museo. Tenía grandes expectativas, por

supuesto, pues esperaba obtener su título de máster y trabajar de

conservadora algún día. En sus planes de futuro, nunca había soñado con

encontrarse con Sean de nuevo o involucrarlo en su mundo y el de Leila.

Ahora veía lo equivocada que estaba.

Por su parte, Sean estaba absorto mirando las fotos de Leila y

Rachael. —No tengo ninguna duda, puedo verme reflejado en ella, — dijo

con temor y placer en su voz. —Sus brillantes ojos azules, esa frente

O'Hare ...

Rachael sonrió. —Estoy de acuerdo.


Con reticencia, dejó al fin los álbumes y muchos otros recuerdos de

cuando nació Leila. Luego miró a su alrededor con calma. —Me gusta tu

casa. Es pequeña pero singular.

—Aun así, no tiene nada que ver con tu palacio en la colina, —

bromeó ella.

—Yo no diría eso. La tuya parece más un hogar, mientras que la mía

es solo una colección de salas de exposición de objetos, que no tienen

nada que ver con la verdadera felicidad. No siento especial ilusión por lo

que implica ser rico. Y no tiene nada que ver con las cosas materiales.

Mientras hablaba, la miró de una manera que tocó su fibra sensible.

Deseaba poder volver a ser esa Rachael de dieciocho años llena de

inocente adoración por él, y, sin embargo, pensar aquello la hacía

enfadar. ¿Dónde estaba cuando ella lo necesitó? ¿Cuando había estado

tan sola y sintiéndose rechazada, embarazada de varios meses y

confundida?

Sean alargó la mano para tomar sus dedos en los suyos, pero se

puso rígida.

—¿Qué quieres, Sean? —, preguntó con un susurro enojado y algo


tembloroso.

Sus ojos se fijaron en los suyos. —Mostrarte que estoy más que

dispuesto a arreglar las cosas. De hecho, estoy dispuesto a hacer

cualquier cosa para que me perdones.

Oh Dios. Se levantó de un salto, apartó la mano de la suya y

retrocedió. ¿Cómo podía saber que eso era lo único que aún la frenaba?

Si no podía perdonarlo, ¿cómo iba a confiar en él, parecían preguntar sus

ojos?

Sean se levantó y dio un paso más hacia ella y otro más... hasta que

invadió el espacio privado de Rachael, tomando todo su oxígeno. Sin

querer dar un paso atrás, le empujó con un dedo en su pecho y estuvo a


punto de doblarse hacia atrás con una mueca. Ay. Había olvidado todo el

músculo que Sean había ganado a lo largo de los años y lo atlético que se

había vuelto, además de ser un excelente chef. Debería ser ilegal que se

una sola persona tuviera tantas cualidades. Por qué no podía haber

tenido sobrepeso y calvicie, o un trabajo aburrido como gestor de

proyectos, contable o…

—Y créeme, haré cualquier cosa—, dijo con voz gutural, deteniendo

sus pensamientos que vagaban inquietos. Rachael identificó al instante

esa sonrisa suya, ese brillo perverso en sus ojos que solo podía describir

como su mirada de fabricar bebés.

—Sobornar está muy mal, Sean—, dijo, sonrojándose como una

adolescente. ¿En serio iba a ser tan estúpida y darle otra oportunidad?

Hace siete años, se había ofrecido a Sean O'Hare y le había dado su

virginidad, solo para que él pisoteara su corazón. ¿Valía la pena correr el

riesgo de dejar que volviera a ningunearla una vez más?

—Todos esos años que perdimos—, dijo él con tanta fuerza, tan en

sintonía con sus pensamientos como siempre. —¿No me extrañaste, ni

siquiera un poco?
Esto hizo que la rabia de Rachael saliera rápidamente a la superficie

una vez más. —¿Extrañar que me dejaras preñada, idiota

desconsiderado? ¿Llorar durante semanas cuando decidiste no contestar

a mi correo? Es por eso que juré no permitir que me encontraras.

—Eso es un golpe bajo, Rachael. ¿No es tu culpa también? Siempre

sentí que me habías seducido sabiendo que estabas a punto de marcharte

del país para siempre. ¿Puedes imaginarte lo que sentí al averiguar por

tus amigos que te habías ido y habías regresado a Estados Unidos con tu

familia?

—¿Acabas de usar la palabra “seducido”? — dijo Rachael indignada.

—Claro, como nunca planeaste acostarte conmigo para no traicionar tu


poderosa moral. Y sí, cuando descubrí que me iba a ir, me entró la

desesperación y pensé en compartir ese regalo especial contigo, ya que

de alguna manera haría que la separación fuera menos desgarradora.

Creí que te estaba ahorrando mucho dolor a largo plazo. Yo solo…

Ella se detuvo, y Sean suspiró. —Lo siento, Rachael. Nunca más te

haré daño.

—No necesito tus disculpas ni tus promesas.

—Entonces, ¿qué quieres de mí? —, preguntó bruscamente mientras

su rostro se acercaba más al de ella.

Rachael asumió el desafío e inclinó su barbilla hacia la de Sean

hasta que sus narices casi se rozaron. Captaba matices de su sensual

colonia y notó que estaba cada vez más húmeda.

—A ti,— admitió Rachael y casi gimió en voz alta cuando los ojos de

Sean tomaron un resplandor predatorio y deliberado. Sus rasgos se

suavizaron cuando una sonrisa arrogante se formó en su rostro.

La besó con cuidado y, de repente, la abrazó con fuerza, como un

gigantesco oso de peluche. Enterró la cara en su cabello y gimió. —Te

echaba de menos. Tus rizos, tu delicioso aroma a coco e hibisco. No


vuelvas a huir de mí.

Las lágrimas inundaron sus ojos sin darse cuenta. —No me des

motivos, Sean O'Hare. No vuelvas a romper mi corazón.

—¿Dónde hay que firmar? —, dijo, y la levantó con facilidad para

cargarla sobre su hombro. Rachael chilló.

Caminó hacia el dormitorio y, una vez allí, la arrojó sobre la cama.

Pronto, se estaban besando como adolescentes revolucionados por las

hormonas. Rachael le quitó la camisa a Sean y, al ver su pezón, lo agarró

entre los dientes, mordisqueándolo un poco. Sean gruñó.

—Eres una chica mala, Rachael.

—Lo sé—, dijo ella, sin aliento.


—Y eso me hace desearte aún más. — Ahora era su turno de quitarle

la ropa, dejándola solo en sujetador y bragas. Siguieron besándose, sus

lenguas enzarzadas en una lucha sin cuartel que Rachael no quería

abandonar. Parecieron pasar horas hasta que se separaron.

Se miraron el uno al otro mientras sus corazones latían con fuerza,

tratando de recuperar el aliento.

—Apuesto a que llevas soñado con esto mucho tiempo, al igual que

yo—, susurró él, deslizando su pulgar sobre sus labios hinchados.

—Te equivocas—, replicó Rachael, sin gustarle la forma en que

sonaba sin aliento.

—¿Quieres dejar tu actitud desagradable, mujer? —, bromeó él con

un gruñido. —Siempre hemos tenido ese vínculo, y ningún tiempo o

distancia podrá borrarlo por completo.

Rachael soltó un breve suspiro. De acuerdo, tal vez era cierto. Tal
vez.
Sean besó su cuello, y ella gimió al sentir sus suaves labios plantar

rosetas de deseo sobre su piel. Desabrochó lentamente su sujetador y se

lo quitó, revelando sus pechos. Bajó más y deslizó sus sensuales bragas
desde los muslos hasta los tobillos. La miraba como si fuera una

auténtica obra de arte. Alcanzó su chaqueta y rebuscó en el bolsillo

interior, sacando su corbata, que empuñó con ambas manos. Oh.

—¿Puedo? —, preguntó. Rachael asintió, aunque no estaba segura

de la pregunta. ¿Qué planeaba hacer con eso?

Él le tomó ambas muñecas, besándolas antes de unirlas y atarlas a

la cabecera. —Vas a disfrutar de esto—, dijo con una sonrisa ...


Capítulo nueve

Los rayos de sol que brillaban sobre su rostro despertaron a

Rachael. Su mente registró fragmentos de recuerdos de la noche

anterior. Sintió al instante el fuerte cuerpo de Sean bajo ella, rodeándola

con sus brazos con firmeza. Era por eso por lo que no eran capaces de

pasar página. La magia sexual entre ellos era increíble y cuando estaban

juntos eran como piezas de un puzle que encajan a la perfección.

Despacio y con gran cuidado, Rachael trató de liberarse de su

musculosa jaula dorada. Esperaba que sus ligeros movimientos no lo

despertaran, por ello no esperaba lo que ocurrió a continuación.

Sean gruñó, agarrándola aún con más fuerza. —No te muevas, —

susurró. —Lo único que consigues al intentarlo es excitarme más.

Dios, su acento seguía siendo irresistible para ella. Rachael no podía

entender cómo un simple sonido la hacía derretirse de esa forma. Sintió

una calidez en su vientre que se extendió hasta sus muslos y notó gotas

de sudor en sus sienes. El corazón le martilleaba en el pecho y se aceleró


su respiración.

La soltó y ella, con rapidez, se apartó, aliviada por la tregua. —Voy a

tener que llamar a mi madre, pero primero tengo que darme un baño.

Apenas puedo moverme.

—De nada, — dijo Sean con una sonrisa pícara. Rachael miró por

encima del hombro al bronceado dios sexual que yacía entre sus sábanas

y estuvo tentada a volver a la cama de un salto, pero...

Optó por dirigirse al baño apresuradamente. No creía poder

sobrevivir si hacía de nuevo el amor con él. Tendría que esperar al menos

hasta dentro de una semana.


Segundos después de salir de la ducha, Rachael oyó el sonido de la

puerta principal abriéndose.

—¿Has oído eso? — le preguntó Rachael a Sean y ambos quedaron

petrificados. En cuestión de segundos, Sean se levantó de la cama y

comenzó a vestirse tan rápido como Rachael. Lograron llegar a la sala de

estar justo en el momento en que Susan entraba con Leila.

—Hola, señora Arnold, — dijo Sean cordial. La madre de Rachael

parpadeó al ver a Sean y dejó escapar un sonido molesto.

—Has vuelto, — dijo Rachael saludándola con una amplia sonrisa y

la esperanza de que su madre no notara nada fuera de lugar. —Se

suponía que Leila estaría contigo un día más.

Susan, observando la escena ante ella, frunció el labio. —Leila no se

encuentra bien. Solo quiere volver a casa con su madre.

Los ojos de Leila, abiertos como platos, estaban fijos en Sean

mientras se dirigía hacia su madre, que la tomó en brazos. —Estás

temblando, — dijo Rachael con preocupación.

—Deberíamos hacerla entrar en calor, — dijo Sean.

—¿Desde cuándo decides tú lo que es mejor para Leila? — preguntó


Susan en tono informal, aunque vehemente.

—Mamá, gracias por traer a Leila, — respondió Rachael enseguida

para disipar el ambiente enrarecido mientras conducía a su madre hacia

la puerta.

—Pero no puedo dejar así como así a mi nieta. Tengo que

asegurarme de que estará bien...

—No hay necesidad de alarmarse. Seguro que tiene un poco de

fiebre o algo parecido, — dijo Rachael antes de despedir a su madre.

Cuando su madre se fue, Rachael se apoyó en la puerta suspirando

aliviada mientras trataba de recuperar la compostura. La actitud hostil

de Susan no había pasado desapercibida para Rachael, y estaba segura


de que Sean se había percatado de las puyas que había lanzado en su

dirección. Solo esperaba que pudieran llevarse todos bien.

Rachael dejó escapar un suspiro y decidió ir a ver cómo estaban

padre e hija. Pero cuando volvió adentro, encontró a Leila en el suelo, en

brazos de Sean.

—¡Leila! ¡Cariño, despierta! — gritó Sean.

Horrorizada, Rachael estuvo a punto de desmayarse al presenciar la

escena. —Oh, Dios mío. ¿Qué ha pasado?

—No lo sé, — dijo Sean, y Rachael nunca lo había oído tan afectado.

—Se mareó de repente y parecía tener problemas para respirar.

Entonces perdió el conocimiento y cayó sobre mí. Tenemos que llevarla al

hospital.

—De acuerdo, — susurró Rachael e intentó mantener la calma

mientras ayudaba a Sean a subir a Leila al coche. De algún modo, se

sentía mejor solo con saber que Sean estaba allí, pues se había hecho

cargo de la situación con rapidez y de forma metódica pese a lo nervioso

que estaba. Acababa de saber de la existencia de su hija y de conocerla y

sucedía aquello...
Rachael no se atrevía a ponerse en lo peor. Mientras llevaban a toda

prisa a su hija al hospital, rezaba para que todo saliera bien. Tenía que

salir bien.

***

Era casi medianoche. Sean volvió a su casa tras permanecer con

Rachael en el hospital durante horas. Parecía que habían pasado diez

años desde que se había levantado aquella mañana junto a Rachael.

Las palabras que había pronunciado el médico aún sonaban en la

mente de Sean. Shock anafiláctico provocado por una grave alergia .

Habían llevado a Leila inmediatamente a urgencias para recibir la

atención médica necesaria.


Sean se sentía aún aturdido por aquel diagnóstico aterrador y

mortal. No había querido abandonar a Leila ni un segundo. Los médicos

no podían señalar la causa exacta de la reacción alérgica, pero le habían

asegurado a Sean que lo peor ya había pasado y que lo que más

necesitaba Leila ahora era descansar.

Rachael y Susan le habían sugerido que fuera a casa a descansar y

volviera más tarde, pero Sean sabía que apenas podría dormir hasta que

volviera al lado de su preciosa hija.

Aún estaba conmocionado por el susto que se había llevado cuando

se desmayó en sus brazos. La primera vez que abrazaba a su hija y tenía

que ser en aquellas circunstancias, luchando por su vida.

Se prometió a sí mismo que la protegería y cuidaría con toda su

alma. Tenía aún grabada la última imagen de ella conectada a los tubos

de oxígeno para poder respirar.

Los médicos le estaban haciendo pruebas para descubrir la causa de

la reacción alérgica. Le habían dicho a Sean que podría ser cualquier

cosa, desde la picadura de un insecto a ciertos alimentos o medicación.

Hacía muy poco que había descubierto su existencia, pero


significaba para él más que cualquier otra cosa en el mundo. Si la perdía

a ella o a Rachael…

Sean acababa de entrar en su habitación y encontró algo

inesperado. Moira, ataviada con lencería y tumbada en su cama. Llevaba

en la mano una botella de vino tinto medio vacía.

—Espero que no te importe, — ronroneó. —Me has hecho esperar

tanto que he tenido que empezar sin ti.

—¿Qué…? Moira, ¿quieres hacer el favor de vestirte y marcharte? —

Se dirigió a un lado de la habitación y comenzó a quitarse el reloj. ¿Por

qué ni siquiera le sorprendía? No era la primera vez que intentaba algo


parecido. Lo había dejado pasar muchas veces, pero esa noche, era la

gota que colmaba el vaso.

—Ven aquí, guapo. Te confieso que tenía grandes planes para

nosotros en Londres. Esperaba que después de la fiesta tuviéramos

nuestra propia celebración privada en la suite de tu hotel. Pero te fuiste

corriendo. ¿Es que no puedo echarte un poco de menos?

—¿Quieres dejar de hacer tonterías? — dijo severo en el tono que

usaba cuando estaban solos y lo hacía enfadar. —Te he dicho una y mil

veces que no voy a acostarme contigo, Moira.

—¿Por qué? ¿Porque aún crees que soy la chica de Connor? ¿Porque

nunca te tirarías a la ex de tu mejor amigo? Pues muy bien por ser un

caballero, pero ¿sabes qué? ¡nunca salí con Connor! — replicó Moira,

saltando de la cama enfadada. —Como ya te he dicho una y otra vez, me

pidió salir varias veces, pero preferí no ir en serio con él.

—Pero era muy dulce contigo. Nunca quise entrometerme.

—¿Y eso qué más da? Connor se ha prometido en algún lugar de

Guam con una guapa supermodelo que apenas tiene 18 años. ¿Por qué no

podemos divertirnos un poco? — La expresión de enfado del rostro de


Moira fue sustituida por una sonrisa seductora. Se acercó más a Sean y

apoyó las manos en su pecho, pero él la agarró de las muñecas,

apartándola.

—Esta noche he estado a punto de perder a mi hija. La hija de 7

años de cuya existencia supe ayer, — dijo con determinación. —Estoy

muy preocupado por ella y exhausto. Lo último que esperaba

encontrarme al volver aquí es esto.

Recorrió con la mirada su pequeña forma y su piel irisada bajo la

lencería en tono nude antes de soltarla de las muñecas, tan de repente

que cayó hacia atrás.

—¿Tu hija? ¿Cómo demonios eres padre?


—Porque Rachael, la primera chica a la que amé, se quedó

embarazada de mí cuando tenía diecinueve años y yo veintiuno, —

explicó Sean con fingida paciencia. —El problema es que ni siquiera lo

sabía. Aún no logro entender cómo no me llegó el correo electrónico de

Rachael hace tantos años diciendo que estaba embarazada. ¿Sabes algo

de eso?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Porque he estado dándole muchas vueltas y estoy empezando a

recordar fechas y acontecimientos, — dijo. —Al poco de marcharse

Rachael de Irlanda, Connor y yo empezamos con el camión de comida y

tuvo mucho éxito. Por aquel entonces, tú te encargabas de la mayoría del

trabajo de administración y estabas a cargo de nuestros correos

electrónicos.

—No tengo por qué quedarme y aguantar esto, — murmuró Moira

recogiendo su gabardina del suelo. —Ya me has avergonzado bastante

rechazándome otra vez, como para que encima quieras acusarme de algo

de lo que no tengo la más remota idea.

Sean exhaló con fuerza. —No te estoy acusando. Mira, olvídalo. Solo
me preguntaba si llegó algo y tú lo viste. Rachael y yo nos

comunicábamos por correo electrónico porque no existían los mensajes

entonces. Si me mandó un correo contándome lo de su embarazo,

debería haberlo recibido.

—Eso no tiene nada que ver conmigo. De hecho, ya he tenido

suficiente. Renuncio.

—Oh, por el amor de Dios.

Los ojos verdes de Moira se llenaron de lágrimas. —No sé qué

quieres que haga. Elegí quedarme a tu lado y hago todo lo que me pides.

Incuso llevo años buscando a tu preciosa Rachael y nunca encontré pistas


sobre su paradero. Me alegro de que os hayáis vuelto a encontrar al fin.

Y espero que tu hija mejore pronto. Lo digo de verdad.

Antes de que pudiera responder, salió corriendo de la habitación sin

ver, y Sean escuchó la puerta principal cerrarse de un portazo. Suspiró.

No debería haber permitido que las cosas llegaran a ese punto. No

quería que Moira dejara de trabajar para él. No solo se le daba bien su

trabajo, sino que era una buena amiga y no debía haber rencores entre

ellos.

Tendría que llamarla más tarde y arreglar las cosas. Encontraría la

forma de convencerla para que no renunciara y compensarla.

Eso le aseguraría una preocupación menos para poder centrarse en

lo que más le importaba: Leila, Rachael y cómo hacer que fueran la

familia que en lo más profundo de su corazón sabía que estaban

destinados a ser.

***

El teléfono de Rachael no paraba de sonar con llamadas del trabajo

y de familiares y amigos preocupados. Solo podía centrarse en Leila.

Desde que se había desmayado, habían sido unas horas terribles y


Rachael sentía cierto alivio al saber que lo peor ya había pasado. Pero no

podría descansar hasta que Leila volviera a estar como antes.

Ver a su hija, siempre tan alegre y llena de energía, abatida por la

enfermedad le rompía el corazón. No estaba segura de poder

recuperarse ella misma del susto que había pasado.

En ese momento, sintió una manita acariciar su muslo y Rachael

alzó los ojos llenos de lágrimas para mirar a Leila. Leila miró a su

alrededor, con la mirada humedecida por el llanto.

—Papá, — susurró y miró a su madre.

—No pasa nada, ángel mío, — dijo Rachael, aunque le sorprendió

que pronunciara aquellas palabras al despertar. ¿Acaba de decir —papá


—? ¿Qué significa eso? —Tesoro, has estado muy enferma, pero te vas a
poner mejor. ¿Qué recuerdas de lo sucedido?

Los ojos de Leila se iluminaron y luego suspiró, dejándose caer sin

fuerza en la almohada. —No recuerdo mucho. Solo que un hombre muy

agradable me sonrió y me dijo que se alegraba de conocerme. Pero

entonces me mareé y no podía respirar. Todos se volvió oscuro. Oí una

voz gritar mi nombre. Me llamó ‘cariño’ y me dijo que despertara.

Miró con esperanza a Rachael. —Es mi papá, ¿verdad?

Rachael se tapó la boca con las manos, impactada.

Leila continuó, sin esperar una respuesta. —Papá me llevó en brazos

y me sujeté fuerte a él porque si me soltaba, moriría. Y estuvo a punto de

pasar, tuve mucho miedo, mamá.

—Oh Dios mío, — susurró Rachael. Inclinándose hacia ella, la abrazó

tan fuerte como pudo mientras las lágrimas se deslizaban por sus

mejillas. Suspirando, Rachael se calmó al fin y besó a Leila en la frente.

Rachael se apartó, sujetando la mano de su hija. —No vas a morir,

corazón. El médico dice que necesitas descansar mucho, pero te pondrás

bien. Y ese hombre…— dijo Rachael, incapaz de contener la sonrisa,


—...tenía muchísimas ganas de conocerte, y ahora que lo ha hecho, estoy

segura de que sabe lo afortunado que es de tenerte. Eres preciosa y eres

su hija. Se ha dado cuenta de lo mucho que significas para él.

La sonrisa de Leila era tan amplia y brillante que a Rachael se le

encogió el corazón. —Volverá, ¿verdad?

—Sí, ángel mío. Lo hará. Solo hay que ponerse bien, ¿vale?

Leila asintió con entusiasmo y cuanto más feliz era su sonrisa, más

punzadas de remordimiento sentía Rachael.

Deseaba haber seguido su instinto y haberse quedado con Leila en

lugar de ir a ver a Sean. Habían pasado tantas cosas en tan poco tiempo

que a Rachael le estaba costando volver a la normalidad.


El médico logró mitigar su sentimiento de culpa al decirle que las

anteriores toses de Leila no eran síntomas de la dolencia. Le dijo que la

anafilaxis podía ocurrir como reacción a cualquier sustancia extraña y,

una vez se desencadenaba, aparecía en cuestión de minutos u horas.

—El principal desencadenante en niños es la comida, así que

tenemos que averiguar que tomó en ese periodo de tiempo que la hizo

enfermar, — le había dicho el médico.

—Entonces, ¿estará en riesgo durante el resto de su vida? — había

preguntado Rachael con preocupación. ¿Y si en el futuro Leila comía algo

que le producía otra reacción alérgica?

—Por suerte, las alergias infantiles suelen desaparecer con el

tiempo, sobre todo al llegar la adolescencia. Por ahora, nos

aseguraremos de encontrar la causa de su reacción a través de las

pruebas, — la tranquilizó el médico.

Unos dedos pequeños se aferraron a los suyos, devolviéndola al

presente. Leila sonrió y le pidió que le contara más cosas sobre su papá.

—Bueno, — comenzó Rachael, tomando aire. —Tu padre es de

Irlanda y se llama Sean O’Hare. Es un excelente chef que tiene su propio


restaurante, no solo en San Francisco sino también en Nueva York y Los

Ángeles. Es genial, cariñoso y le encanta probar cosas nuevas, como a ti.

—Oh. — Leila abrió los ojos como platos, de forma adorable.

—Así que eres medio irlandesa y tienes otras muchas cosas en

común con tu padre. ¿Te hace feliz?

Leila asintió con entusiasmo, sonriendo ampliamente mientras

apoyaba la cabeza en la almohada. Rachael sabía que su hija era presa

del cansancio.

—Vale, descansa y luego hablamos, ¿vale? Aún se te nota la

garganta un poco rasposa, — dijo Rachael, dándole unas palmaditas en el


hombro con suavidad a un ritmo constante hasta que se durmió, como

cuando era un bebé.

Rachael sentía el corazón más ligero al pensar en cómo estaban

resultando al fin las cosas. Pero, ¿sería la vida tan amable después de

tantos años de incertidumbre sin tener a nadie en quien apoyarse? En lo

más profundo de su corazón, Rachael deseaba con fuerza que así fuera,

llena del mismo entusiasmo que veía brillar en el rostro de Leila, incluso

mientras dormía.
Capítulo diez

Una semana después, Leila iba camino de recuperarse por completo

y Rachael no podía ser más feliz. Tampoco Sean, que había impresionado

a Rachael yendo al hospital a diario desde que a Leila le habían

diagnosticado anafilaxis.

—Recomiendo veinticuatro horas más en observación antes de darle

el alta, — les dijo el médico con una sonrisa de ánimo. —Como hemos

descubierto la causa y podemos proporcionarle la medicación preventiva

adecuada, el pronóstico es favorable.

—¿Dice entonces que podemos llevárnosla a casa mañana? —

preguntó Sean, contento.

—Sí, podrá salir del hospital, pero continuará como paciente

externa, mientras reciba el tratamiento.

Padre, madre e hija intercambiaron miradas de alivio. Rachael era

consciente de cómo se había encariñado Leila con Sean, y no lo

consideraba un extraño sino alguien de la familia. Rachael nunca había


llevado a ningún hombre a casa ni cerca de su hija y le sorprendía mucho

la intuición de Leila al comprender que Sean era alguien especial que

podía entrar en su mundo.

El día anterior, Rachael había ido a por café para ella y para Sean a

la cafetería del hospital y al volver, había encontrado a Sean y a Leila

dormidos lado a lado, dándose la mano. Al ver sus rostros tan cerca era

fácil ver el parecido entre ellos y Rachael no pudo contener las lágrimas.

No sabía por qué las cosas pasaban de la forma en que lo hacían. No

estaba segura de que Leila entendiera la situación por completo, pero

había una afinidad entre ella y Sean que había surgido desde el primer

momento y que era lo bastante fuerte como para confiar en su sexto


sentido. Leila deseaba tener un padre desde hacía mucho tiempo y no

dudaba en presumir de Sean, de forma infantil y casi obsesiva. Y no podía

ser solo porque Sean fuera el primer hombre que traía su madre a casa…

tenía que ver con la forma en que Sean la había abrazado con fuerza,

demostrando un sinfín de emociones al caer enferma en sus brazos.

Rachael no podía preocuparse de aspectos sobre los que no tenía

ningún control, como la conexión entre Sean y Leila, que se hacía más

fuerte cada día que pasaba. Su principal preocupación era que, pese a los

esfuerzos de Sean, aún faltaba mucho para que pudiera confiar

plenamente en él.

—Ya que Leila está fuera de peligro y se recupera bien, ¿por qué no

descansan los dos? — sugirió el médico. —Insisto. Pueden ir a disfrutar

de una buena comida o al cine. Leila estará perfectamente. Las

enfermeras cuidarán bien de ella.

Incluso Rachael, con un instinto maternal que rozaba niveles

patológicos, sabía que el médico tenía razón. Le dio un beso de buenas

noches a Leila y se marchó del hospital con Sean.

Cuando estuvieron dentro del coche y Sean le preguntó si quería ir a


su casa, Rachael no supo qué responder. ¿Le daría la idea equivocada?

Aún no habían resuelto las cosas entre ellos.

Al fin, Rachael decidió no darle demasiada importancia, sobre todo

cuando añadió: —Podría cocinar algo delicioso para los dos, llevamos

días tomando comida de hospital. Hay tres habitaciones individuales, así

que puedes quedarte a pasar la noche si quieres.

Rachael consideró la posibilidad de pasar la noche sola en su casa.

No le apetecía nada, y menos aún estar lejos de Sean. No podía mentirse

a sí misma y decir que sus antiguos sentimientos no habían regresado al

pasar tanto tiempo juntos. Compartir aquellos días de adversidad y estar

cerca de su hija habían hecho a Sean aún más querido a sus ojos.
Así que sonrió y respondió que le encantaría ir con él a su casa. No

quería albergar falsas esperanzas, solo compartir algo de tiempo con él.

Eso era todo, se prometió Rachael a sí misma.

***

—No tienes que molestarte en cocinar nada, — dijo Rachael con

timidez cuando Sean la condujo a su casa. —Podemos pedir comida a un

chino.

—Si te apetece tomar comida asiática, puedo improvisar unas

empanadillas al estilo coreano. No solo se hacen enseguida, sino que

están deliciosas. Y créeme, me encanta prepararlas, así que no es

ninguna molestia.

Sean echaba de menos la cocina, ya que había estado ocupado en

cuidar de Leila durante la última semana. Y le apetecía mucho cocinar

para Rachael. Por suerte, había logrado convencer a Moira para que no

abandonara su puesto, y había sido ella quien había estado encargándose

del restaurante en su ausencia, asegurándose de que el chef suplente se

hiciera cargo de la actividad en cocina de manera impecable.

Empezó a preparar el relleno de las empanadillas mientras Rachael


lo observaba con interés. Era una mezcla de ternera, cerdo, kimchi, tofu,

cebollas y cebolletas, con salsa de soja.

—Puedes ayudarme a rellenar los mandu, significa empanadillas, —

dijo Sean cuando Rachael insistió en echarle una mano. Preparó las

tortitas circulares de harina de los mandu y le mostró la técnica para

rellenarlas por el centro y sellarlas.

Riendo y bromeando, repitieron la técnica hasta que se les llenaron

los dedos de harina. Rachael tenía un poco en la mejilla y Sean sonrió al

verla, pues le parecía adorable. Lo miró con los ojos muy abiertos, y él se

inclinó hacia ella y la besó en la punta de la nariz, dejando allí también

una marca de harina.


Rachael emitió un grito ahogado y no tardó mucho en vengarse.

Comenzaron a perseguirse el uno al otro con los dedos llenos de harina, y

Sean recordó sus años de instituto, cuando salía al pub de sus tíos o

montaban en su moto.

Al fin, hicieron todas las empanadillas necesarias y Sean las frio

primero para luego hervirlas.

—Listas para servir, — le dijo a Rachael cuando volvía del servicio.

Podía sentir cómo le rugía el estómago con solo mirar la mesa puesta y

oler aquel delicioso aroma. Sean le tendió un plato de empanadillas con

salsa para mojarlas y un par de palillos.

—Vaya, solo un chef es capaz de conseguir este aspecto y sabor tan

buenos, — dijo Rachael admirada. —Dios, me muero de hambre.

—Has hecho un gran trabajo ayudándome, así que mereces llenarte

el estómago, — bromeó. —Hay pastel y helado de vainilla de postre por si

te quedas con ganas de más.

Rachael le sonrió, sin querer que se percatara de lo sensual que

había sonado ese comentario en sus labios. Ni siquiera se había dado

cuenta. Podía imaginarlo en sus pensamientos más pícaros: el pastel era


ella y el helado de vainilla… Sean.
Mierda, no pienses esas cosas. No quería avergonzarse a sí misma
ni excitarse en la mesa de comedor. Aunque Sean no se diera cuenta, ella

lo sabría y se avergonzaría de su tremenda libido.

El postre estaba delicioso y Rachael tuvo que preguntarle dónde

había comprado el pastel. Se quedó muy asombrada cuando le dijo que lo

había hecho él mismo. —Me encanta la repostería y siempre hago algún

dulce los domingos, como hacía mi madre. Así podemos disfrutarlo

durante toda la semana. —

Rachael asintió y se preguntó si había algo que ese hombre no

supiera hacer. —Puedo imaginarte enseñando a Leila a hacer pasteles y


empanadillas, — dijo Rachael con una sonrisa, que se borró de su rostro

al darse cuenta de lo que implicaban sus palabras. —Oh. Lo siento.

—¿Por qué?

Suspiró. —No lo sé. Es solo que… me he dado cuenta de pronto de

que ni siquiera te he preguntado si te importa que Leila haya empezado a

llamarte ‘papá’ desde el principio. No le había contado nada y me

sorprendió cómo dio por sentado quién eras de forma tan natural.

—Bueno, no hay nada por lo que disculparse. Y no me importa en

absoluto que me llame así, porque es verdad y soy su padre. No es algo

de lo que me avergüence o de lo que quiera huir.

—Es genial— dijo Rachael con una amplia sonrisa. —Me refiero a

que os llevéis tan bien y estéis cómodos juntos.

—Tienes razón, ha ido muy bien. Con suerte, todo lo demás que

tengo planeado también irá como la seda.

—¿Eh? — preguntó Rachael mientras el ritmo de los latidos de su

corazón se ralentizaba y miraba a Sean a los ojos.

—Cuando mi marca despegó, salté a la palestra y me hice de algún

modo famoso, — dijo Sean. —Por mucho aspecto que tenga de playboy
independiente con un estilo de vida multimillonario, siempre me he

preguntado cómo sería sentar la cabeza y ser padre de familia. Y, tal vez,

recuperar el corazón de la mujer a la que nunca pude olvidar.

Rachael no sabía qué decir y sintió que no le salía la voz de la

garganta a causa de la impresión.

—No me importa ser el primero en disculparse por el malentendido

con el correo electrónico, pues a pesar de ello, estuvo mal por mi parte

no poner más empeño en volver a contactar contigo.

—Yo también hice mal, — se apresuró a decir Rachael. —No debí

permitir que el orgullo se interpusiera en mi camino cuando mi correo no

recibió respuesta. Debí volver a intentarlo una y otra vez.


—No merece la pena malgastar más tiempo hablando de ello, — dijo

Sean, tomando su rostro entre sus manos. —A pesar de todo el drama de

estas últimas semanas, me alegro mucho de que vuelvas a formar parte

de mi vida. Nunca dejé de pensar en ti. Y estoy muy contento de tener

una hija tan preciosa.

—Me alegra tanto oírte decir eso.

Se sentía maravillada por la sinceridad de sus palabras y, cuando

Sean agarró su mano con firmeza por encima de la mesa, sintió una

mezcla de fuerza y delicadeza en su tacto. Con él, Rachael se sentía

segura y, al mismo tiempo, deseable y femenina. Sentía una atracción

hacia él tan antigua y natural como el tiempo.

Sean buscó su mirada con ojos inquisitivos. Rachael siempre se

había sentido conectada a aquel hombre en cuerpo y alma. Por primera

vez, sabía que había encontrado a su alma gemela. El amor perdido que

había huido de su lado hacía siete años se encontraba ahora junto a ella.

La horma de su zapato.

Sean observó el cambio de emociones en el rostro de Rachael. En su

belleza, veía a la mujer que era y siempre sería. Miró fijamente sus
cálidos ojos marrones y vio un atisbo de la adolescente que aún vivía en

su interior. En aquellos estanques llenos de sentimiento, sintió el deseo,

el anhelo y la pasión ardiendo con tanta fuerza que quedó sin aliento.

También notó la angustia, la inmensa carga de todos esos años y la

soledad. La responsabilidad y el dolor que había tenido que soportar al

criar a una niña sin padre la habían convertido en una mujer preciosa a

sus ojos. Más que cualquier otra con la que había estado. Deseaba en

cuerpo y alma aliviar para siempre el dolor que había atisbado durante

esos simples segundos.


—Creo que sabía que un día nos encontraríamos, — dijo él con

suavidad. —Nuestras energías han estado buscándose más allá del

tiempo y del espacio.

—Yo siempre sentí algo parecido. Como si hubiera nacido para

conocerte y tú hubieras nacido para conocerme a mí. Nuestros destinos

están entrelazados.

Rachael sintió muy vivo su cuerpo, presa de un fuego inextinguible,

al decir esas palabras. Durante un momento, la incertidumbre se apoderó

de su mente y no estuvo segura de poder mirarlo a los ojos con la misma

intensidad que antes. No estaba preparada para dejarse llevar por

completo y si contemplaba su mirada profunda, su corazón le decía que

se perdería.

Sean la conocía como ningún otro hombre la había conocido y había

tocado su mente, su corazón y todo su ser. Muchas noches en sus sueños,

en los últimos siete años, lo había buscado a él, a su tacto. Ahora que

estaban tan cerca de encontrar las llaves para abrir las puertas del

paraíso, tal vez pudiera arriesgarse a perderse a sí misma después de

todo.
No le sorprendió que, al poco tiempo, acabaran juntos en el

dormitorio, tocándose, probándose y tentándose el uno al otro. El tiempo

pareció detenerse y la magia de su deseo los envolvió ardiente, sin

vacilar ni un segundo.

Su danza apasionada era tan antigua como la luna y las estrellas

que se reflejaban a través de la ventana abierta en la habitación. Los

latidos de sus corazones se acompasaron al ritmo que marcaban sus

cuerpos al entregarse. Atrayendo su cuerpo dispuesto al suyo, Sean dejó

que notara la fuerza de su deseo. Encantada por el poder que sentía

como mujer, Rachael sucumbió a su dominio.


Escalofríos de puro placer recorrieron su piel al sentir la boca de

Sean en su garganta. Rachael recorrió con sus manos de forma sensual

su espalda y sus hombros y oyó el suspiro ronco de placer que emitió.

Rachael sentía que se derretía. El tacto de Sean nunca la había

hecho sentirse tan deseada, hermosa y amada. ¿Por qué aquella noche

era diferente? ¿Podría ser por todo lo que habían pasado en los últimos
días?

Él era su pasado, su presente y su futuro. La magnitud de sus

emociones por él era enorme y se dio cuenta de que nadie más había sido

capaz de tocar su alma como él.

Los labios de Sean se deslizaban por todo su cuerpo, saboreando su

cuello y sus pechos. Rodeó los pezones erectos con su legua por turnos,

incapaz de decidirse por uno. Aquello dejó sin aliento a Rachael que

gemía mientras él descendía aún más para probar la dulce tentación

entre sus muslos.

Era la mujer esquiva de sus sueños, la que había buscado entre la

multitud, esperando reconocer a su antigua amante. Era su voz la que

había deseado oír, su cálido cuerpo de ébano el que anhelaba tocar… su


corazón el que ansiaba reclamar.

Sean quedó sorprendido por los sentimientos que atravesaban su

mente y corazón. Nunca pudo imaginar que hacer el amor con una mujer

podría completarlo de esa forma. Su aroma inolvidable y su magnífico

sabor nublaban su subconsciente como una extraña niebla.

—Estás empapada en flujo, amor. Y es lo que llevo esperando toda la

noche, — gimió Sean.

Sus ojos tormentosos brillaron al oírla gemir su nombre, mientras su

lengua trazaba círculos en su valle húmedo. Vio abrirse su boca en un

grito mudo en respuesta. Continuó besando su clítoris, dibujando un

círculo tras otro con sus labios, tentándola.


Ella enredó sus dedos en sus cabellos y Sean puso sentirla cada vez

más cerca del clímax que le provocaba su lengua. En el último momento,

lo atrajo hacia sí y unió su boca a la de él en un beso húmedo que sabía a

su deseo.

—Oh mierda, — gruñó Sean con voz ronca contra sus labios con un

marcado acento irlandés. Situó su erección entre sus muslos,

presionando de forma ardiente su miembro hinchado y grueso contra sus

pliegues húmedos. Rachael le rodeó la cintura con las piernas,

animándole a continuar.

—¿Seguro que estás lista para mí, amor?

—Dios mío, sí. Tómame, Sean, — le suplicó Rachael. Con un rápido

movimiento de cadera, la penetró. Ella tomó aire con dificultad, incapaz

de pronunciar otra palabra inteligible mientras se preparaba con ganas

para lo que venía a continuación.

Pero para su sorpresa, salió por completo de su interior y ocultó de

nuevo su rostro entre sus piernas. Rachael gimió, sollozando. Qué

malvado.
Tras darle varios minutos de placer con la lengua, Sean se detuvo de
forma abrupta y, una vez más, introdujo su miembro grande e hinchado

en su interior.

—¡Oh! — gritó Rachael presa del éxtasis. El cuerpo de Sean yacía

sobre el suyo mientras dejaba que se acostumbrara a su pene, enorme y

palpitante. Entonces empezó a moverse en su interior con fuertes

embestidas que hacían vibrar a ambos mientras los músculos de Rachael

se tensaban en torno a él.

Sean observó su grueso miembro que brillaba con su néctar, aún

presente en la lengua de Rachael, mientras se adentraba más y más en

aquellos labios rosas e hinchados. Verlo con la mirada fija en la escena

era más erótico de lo que hubiera podido imaginar. Sus movimientos se


volvieron más enérgicos y cada embestida rítmica sacudía el colchón

mientras hacían el amor.

Rachael se tensó aún más, deseando sentir su explosión en lo más

profundo de su ser y ahogarse en ella. De pronto, escuchó un fuerte

sonido agudo… Eran sus gritos al correrse, presa de un orgasmo

demoledor que ni siquiera había visto venir.

—Sean, oh Dios, ¡Sean!

Su sonrisa satisfecha pronto dio paso a una mueca mientras los

espasmos de sus tensas paredes lo empujaban más y más al clímax.

Rachael notó que intentaba aguantar un poco más, pero no podía reducir

la velocidad y las embestidas se volvieron más y más fuertes, casi

febriles.

Los fuertes gemidos de Rachael, que arqueaba su espalda de placer,

fueron demasiado y Sean no pudo más. Se corrió con fuerza, arrojando

lava líquida blanca en su cuerpo. Aún firme y sin salir de su interior, se

rindió por completo al orgasmo y su nombre se convirtió en un mantra en

sus labios. —Rachael. Rachael...

Rotos y unidos como un solo cuerpo, se sintieron completos.


Capítulo once

Rachael dejó escapar un profundo suspiro. Su niña había comido y

estaban viendo la televisión juntas, descansando. A Leila le encantaba

ver el canal de cocina, sobre todo después de descubrir lo que implicaba

ser un chef. A veces veían un programa de cocina en el que aparecía

Sean, y Leila estaba encantada de ver a su papá en televisión.

Rachael siempre había deseado ver crecer a su hija. Habían tenido

unos comienzos difíciles, pues Rachael tenía dieciocho años cuando tuvo

a Leila, pero las cosas habían ido bien de algún modo.

—Mamá, ¿va a venir papá? Se está haciendo tarde, — preguntó Leila

preocupada.

—Papá está muy ocupado, cariño. Tiene un restaurante muy grande

e importante a su cargo. Pero dijo que vendría y no es tan tarde aún, —

respondió Rachael.

El teléfono de Rachael comenzó a sonar, alertándola de una nueva

llamada. Una sonrisa apareció de inmediato en su rostro.


—Hola, Rachael, soy yo, — dijo la voz de Moira, la directora y

asistente personal de Sean.

—Oh hola, Moira. — Rachael no pudo disimular la preocupación en

su voz al oír a Moira al otro lado del teléfono en lugar de a Sean.

—No hay por qué preocuparse. Sean me ha pedido que te llame para

decirte que está en una reunión de negocios de última hora y llegará en

una o dos horas.

—Es muy amable de tu parte avisarme. Gracias, Moira.

—¿Cómo está la pequeña? ¿Está recuperándose bien desde que dejó

el hospital?
Rachael sintió una sonrisa formarse en sus labios. Moira estaba

mostrando mucho interés. La directora de Sean era amable, solícita y

resultaba muy fácil llevarse bien con ella. Además, Rachael se alegraba

de poder conocer a alguien cercano a Sean de Irlanda que trabajara con

él. Rachael sabía que Sean y Moira eran solo amigos y, de hecho, cuando

estaban juntos actuaban más bien como primos.

—Leila está genial. Podrá volver con sus amigos al colegio en

aproximadamente un mes. —

—Es fantástico. Te veré pronto, ¿verdad?

—Claro. — dijo Rachael, imitando el tono efusivo de Moira.

La llamada finalizó y Rachael tuvo que consolar a su hija,

decepcionada al saber que Sean llegaría aún más tarde de lo esperado.

—Dejaré que lo esperes levantada un rato después de la hora de

acostarse, pero si aun así no ha llegado, tendrás que ver a papá en otra

ocasión. No pongas esa cara, tu papá diría lo mismo. Es importante que

duermas bien para poder recuperarte más rápido, — dijo Rachael con

suavidad mientras acariciaba el cabello rizado de Leila. —¿No quieres

salir a jugar con tus amigos y pasar tiempo fuera con papá y mamá?
Leila asintió con ganas. —Me encanta cuando los tres pasamos

tiempo juntos.

—A mí también, — murmuró Rachael con una mirada distante en sus

ojos. Cada vez le gustaba más. Había pasado más de un mes desde que

Leila había enfermado y Rachael y Sean se veían a menudo,

aprovechando cualquier oportunidad para pasar tiempo de calidad

juntos.

Rachael y Leila eran felices y esperaba que Sean también lo fuera.

Iban poco a poco, y Rachael se sentía agradecida por ello. No quería

presionar a Sean y disfrutaba sabiendo que quería formar parte de sus


vidas. Solo rezaba para que todo fuera bien y nada arruinara el hermoso

vínculo que estaban formando.

Y cada vez que lo pensaba, Rachael se reía de sus propios miedos.

¿Qué podía ser tan fuerte como para interponerse entre ellos? Sean se

estaba convirtiendo en un padre entregado y todo parecía ir bien.

¿Verdad?

***

Sean echó un vistazo al calendario de las próximas semanas y se

preguntó, por primera vez desde que tenía uso de razón, si no debería

tomarse las cosas con más calma.

Una cosa estaba clara, le encantaba cocinar para otras personas y

eso siempre formaría parte de él. Sus restaurantes habían alcanzado la

fama porque se sustentaban en conceptos básicos como orgánico,

sostenible o de la granja a la mesa, adecuados a los mejores restaurantes

de moda, mientras que, al mismo tiempo, trataba de diferenciarse del

resto de establecimientos en la animada escena culinaria de San

Francisco. Era muy ambicioso con sus platos, sobre todo con la receta de

hamburguesa que lo había hecho famoso.


Sin embargo, ser tan bueno en su profesión implicaba aceptar toda

la atención pública que conllevaba. En el pasado, tenía más que ver con

el mantener el ego y la fama con la que atraía a todas las mujeres

hermosas y disfrutaba de un alto estatus.

Ahora se daba cuenta de lo cerca que había estado de perderse. Iba

aceptando poco a poco el hecho de que la vida era mucho más que todo

aquello. Seguiría persiguiendo su pasión, pero iba hacer las cosas con

perspectiva.

Y sabía de un par de razones por las que las cosas habían cambiado.

—¿Por qué estás tan pensativo? — preguntó Moira al entrar en el

despacho de Sean y verlo sentado en su escritorio mirando por la


ventana. —Hemos tenido lleno absoluto como siempre esta noche y todo

ha ido como la seda.

—Oh, no me preocupa la marcha del restaurante. Después de todo,

seguimos teniendo las mejores críticas.

—Exacto, — dijo Moira con suficiencia. —Y a eso hay que añadir que

el restaurante acaba de ganar dos estrellas del Times, así que no nos va

nada mal.

Sean se limitó a asentir pensativo, frotándose el labio con el dedo

mientras su mirada se perdía en la distancia. Tenía éxito financiero y de

crítica, y antes se vanagloriaba de su libertad sin ataduras. Pero desde

que había vuelto a ver a Rachael y había descubierto que tenía una hija,

su forma de pensar estaba cambiando por completo. Cosas como el

compromiso o la familia habían echado raíces en su pensamiento,

abriendo todo un mundo de posibilidades.

De repente, la luz pareció apagarse y supo cuál debería haber sido

su vida desde el principio. Para ser feliz, tenía que hacer feliz a las

personas que le importaban. Aún le quedaba mucho por demostrar, como

amante y como padre.


—¿Es que acaso tienes dudas sobre la nueva serie documental que

te han pedido protagonizar? — preguntó Moira, interfiriendo en los

pensamientos de Sean. —No se estrenará hasta otoño. Tienes tiempo de

sobra para decidir si hacerlo o no.

—Tienes razón en parte. No hago más que preguntarme si la serie

me expondrá más a la atención mediática de lo debido, — murmuró Sean.

Le llegaban cada vez más ofertas de TV a medida que ganaba

popularidad por el apoyo del público y las competiciones que había

ganado. Solo debía decidir dónde estaba el límite para no traspasarlo…

Sean no se fijó en que Moira rodeó despacio su escritorio y alzó la

mano por encima de su hombro durante unos instantes. Parecía que iba a
apoyarla en él a modo de consuelo, pero al final, la cerró en un puño,

dejándola caer a un costado.

—Dime que al menos vas a ir al evento de beneficencia de cocina

que se celebra la semana que viene, — dijo Moira con un suspiro.

—Por supuesto que iré. Sabes que estoy muy comprometido con mis

causas, — dijo Sean al fin, saliendo de su melancolía y girando la silla en

su dirección. El evento anual se había planeado con meses de antelación

y contaba con la participación de chefs famosos. Habían invitado a Sean

para mostrar su famosa hamburguesa en la competición y ganar dinero

para su organización benéfica preferida.

—Eso me recuerda un detalle muy importante. Quiero que te

encargues de ello para que Rachael pueda asistir, — le dijo Sean a Moira.

—Quiero que se lo pase genial, ya que nunca ha asistido a un evento

similar. Tendrá la oportunidad de verme en mi elemento.

Moira se quedó helada, pero logró disimular su expresión de

desconcierto. —¿No es demasiado pronto? Me refiero a que habrá medios

de comunicación por todas partes. ¿Estás preparado para hacer público

lo tuyo con Rachael? Si escarban un poco, descubrirán lo de Leila.


—No creo que sea algo para lo que se pueda estar preparado. Mi

vida personal no ha sido siempre privada al relacionarme con un gran

número de supermodelos. Pero quiero mostrarle a Rachael que puedo

renunciar a todo eso. También lo hago por Leila.

Sean dejó escapar un suspiro. —Leila se merece un padre que la

quiera. Un padre que quiera presumir de ella y en el que pueda apoyarse.

¿Cómo voy a lograrlo si temo que se conozca su existencia?

—Si es lo que deseas, te apoyaré como siempre. Me aseguraré de

que todo esté dispuesto. — Moira se dio la vuelta y se dirigió hacia la

puerta.

—Buen trabajo, Moira, — dijo Sean amable. —Y una cosa más...


Se dio la vuelta despacio para mirarlo una vez más y vio su sonrisa

torcida.

—Gracias por toda tu ayuda con Rachael. Solo tiene palabras de

elogio hacia ti por lo bien que la tratas, sobre todo cuando viene a verme

al restaurante. Y también por las veces que has llamado preguntando si

Leila estaba bien. Rachael te considera una buena amiga.

Sean le dirigió a Moira una mirada de igual a igual al hablar.

Después de todo lo que había pasado entre ellos se había mostrado

reacio a que Moira estuviera en contacto con Rachael, aunque fuera de

forma casual. Pero había quedado impresionado por la forma en que

Moira había tratado el tema de Rachael con total naturalidad. No es que

a Sean le sorprendiera esa actitud, pues Moira siempre era amable y

animada y tenía don de gentes.

Quería que Rachael y Moira se llevaran bien, pues Moira formaba

parte de su entorno laboral además de ser su amiga, mientras que

Rachael era la mujer con la que estaba y a quien amaba.

—Tú harías lo mismo por mí si estuviera en tu lugar. Si tuviera

pareja e hijo, los tratarías como si fueran de tu familia. Y hablando de


pareja, — dijo Moira con ironía, —Espero que modifiques la norma de no

relacionarse con los compañeros de trabajo en el restaurante a mi favor.

La expresión de Sean se volvió cómplice. —Ah. He visto que el

nuevo pinche lleva toda la mañana tirándote los tejos. ¿Cuántos tiene?

¿Dieciocho? Y ¿no es todo músculo?

—Ivan tiene veintidós, — dijo Moira remilgada, levantando la

barbilla. —Y sí, resulta que me gustan musculosos. ¿Puedo invitarlo a

cenar?

—Oye, mientras no hagáis esas cosas en el restaurante, no es asunto

mío, — Sean agitó las manos en el aire con una risa pícara. Se sentía
aliviado de que Moira hubiera pasado página. Estaba convencido de que,

si había habido algún momento indiscreto entre ellos, había sido

producto de un gran malentendido. Ahora podrían centrarse en su

amistad y en el trabajo.

***

La oportunidad de prestar su talento culinario para una buena causa

era algo de lo que Sean se enorgullecía cada vez que podía. Y esa noche

no era diferente.

El evento de cocina comenzaba a las seis de la tarde y los

participantes llegaron al recinto decorado con gran elegancia para la

ocasión. Un gran número de chefs famosos, incluido Sean, estaban entre

los invitados para servir una muestra de su cocina de autor.

Se había programado como una noche divertida de música, subastas

y rifas para acompañar a la deliciosa comida. Los beneficios estaban

destinados a diversas organizaciones benéficas de la ciudad y más allá.

Para Rachael, resultó ser una noche emocionante de glamour y

ostentación como nunca había imaginado. Subió a la limusina que Sean

había enviado para recogerla y al entrar al recinto con otros invitados


distinguidos, le ofrecieron una copa de champán.

¿Quién habría pensado que tendría la oportunidad de ver a los

maestros cocineros competir para ganar el concurso? ¡Era como estar en

un reality! Las cámaras, los focos y la fabulosa decoración hacían que el

ambiente fuera espectacular. Solo deseaba que Leila pudiera haber

estado allí para ver a Sean elaborar su maravillosa receta.

Era tan metódico y al mismo tiempo tan increíble mientras

trabajaba que no resultaba difícil comprobar que cocinar bajo presión en

directo no le suponía ningún problema. Bueno, había empezado


trabajando en un camión de comida, alimentando a miles de personas en

un mercado de Dublín, pensó Rachael con orgullo. Se le conocía como el


rey de la hamburguesa moderna, así que Rachael no dudaba de que

tendría un gran éxito en el concurso esa noche.

Sean se enfrentó cara a cara con muchos de los mejores chefs,

algunos de los cuales Rachael había visto en programas de televisión de

cocina.

Acabaría convirtiéndose ella misma en una gourmet, pues su interés

y conocimiento sobre cocina de todo el mundo se ampliaba a cada día

que pasaba.

Aparte de la maravillosa comida, Rachael también se alegraba de

tomar parte activa en otros aspectos del evento. Había una rifa con

premios, subasta de objetos y donaciones para las organizaciones

benéficas.

Más tarde tuvieron la oportunidad de conocer y hablar con chefs

famosos y hacerse los consabidos selfies. Rachael no podía mentir, se

sentía rara viendo a tantas mujeres hacerse fotos con Sean. No era la

primera vez que se sentía celosa, pues aún se estaba acostumbrando a

toda la atención femenina que recibía.

Sucedía mucho en el restaurante y se había dado cuenta en


numerosas ocasiones al ir a verlo. En más de una ocasión, había visto a

clientas, por lo general jóvenes y guapas, pasarle a Sean un trozo de

papel con su nombre y número de teléfono cuando aparecía en el

comedor para saludar algunos clientes.

Moira también se daba cuenta y le decía a Rachael que no le diera

importancia. —Sean está loco por ti, créeme.

Rachael había seleccionado el atuendo para el evento de

beneficencia de esa noche minuciosamente, pues quería evitar que la

fotografiaran y atraer cualquier tipo de atención.

Al parecer, Sean tenía otras ideas.


Cuando al fin logró llegar hasta él esquivando a la multitud que lo

rodeaba tras ganar el premio, como cabía esperar, Rachael solo quería

felicitarle. No esperaba que la retuviera junto a él mientras le hacían la

entrevista. Los reporteros le preguntaron cómo se sentía tras haber

participado en la competición.

—Ha sido maravilloso, — dijo Sean. —Ha resultado más difícil de lo

que pensaba, pero me ha encantado la experiencia. Sobre todo, saber

que mi novia estaba allí animándome.

Dicho esto, Sean hizo lo último que Rachael esperaba ante todos los

reporteros y cámaras. Se volvió hacia ella, la echó hacia atrás y la besó.

Los paparazzi se volvieron locos. Tomando fotos desde todos los

ángulos posibles, bañaron a Sean y a Rachael en luces de flash, mientras

la multitud se agolpaba, empujándose unos a otros para ser testigos de

aquel momento abrumador para Rachael. Un momento de dicha, triunfo y

amor que jamás sería capaz de olvidar…


Capítulo doce

—Has estado maravilloso esta noche, — dijo Rachael con timidez

cuando al fin lograron escapar de los focos. El espectáculo había

terminado y estaban en la limusina que los alejaba del recinto entre más

flashes de cámaras.

—Y tú estabas preciosa, — dijo, mirándola fijamente con aquellos

peligrosos ojos azules suaves y profundos.

Rachael sintió que se sonrojaba. Bueno, había sacado a relucir a la

diosa griega que había en su interior, ¿no? Tenía que estar a la altura de

esas modelos de piel y bronceados perfectos.

Aunque no trataba de competir con ninguna de ellas ni con las

mujeres que formaban parte del pasado de Sean.

Solo se sentía agradecida de que él hubiera notado el esfuerzo que

había puesto en su apariencia, con un vestido en tono rosado con los

hombros al descubierto que realzaba no solo su tono de piel sino también

su figura, y que le llegaba a la rodilla.


—Para tu información, pasaré la noche en tu casa, — dijo Sean,

dando instrucciones al chófer y subiendo después la mampara de

separación.

—Ahh, — dijo Rachael, admirando con placer el aspecto de Sean con

smoking. —Eh… no lo habíamos hablado.

—No hace falta, — murmuró Sean, echándose hacia atrás con una

sonrisa traviesa mientras Rachael lo observaba arqueando una ceja.

—Leila me ha invitado a pasar la noche.

Rachael resopló y se cruzó de piernas, haciendo que se le subiera un

poco el vestido. Se volvió hacia Sean para responder y vio que se estaba

mordiendo el labio.
—¿Te encuentras bien? — preguntó.

—Oh, no pasa nada. Solo estoy un poco acalorado, — dijo mirándola.

Sus ojos se dirigieron a la parte expuesta de su muslo.

Rachael sintió un cosquilleo entre las piernas. Era cierto que habían

pasado semanas desde su última noche juntos. Sean estaba muy ocupado

con el restaurante, el resto de negocios y las relaciones públicas,

mientras que Rachael había estado ajetreada organizando exposiciones

en el museo cada semana.

—La mitad del tiempo que se suponía que debía estar centrado en la

competición, estaba mirándote a ti, — dijo con voz ronca, deslizando sus

nudillos por su muslo.

—Ni siquiera sabía que podías distinguirme entre la multitud.

—Créeme, encontraría tu rostro entre miles. Solo te veo a ti. Y por

eso he estado a punto de acercarme y tumbar de un golpe al capullo que

estaba sentado a tu lado tratando de ligar contigo, — gruñó Sean. —Me

recuerda tanto a la primera vez que volví a verte, con ese jefe tuyo.

Espero que ya no te moleste ni te invite a salir con él.

—Ni siquiera está en el país. Además, creo que se ha hecho a la idea


de que no estoy disponible, — dijo Rachael con sarcasmo.

—¿Que se ha hecho a la idea? Señora, está oficialmente fuera del

mercado, así que no se ande con rodeos.

Rachael no quería que se le notara lo mucho que le había

complacido oírle decir eso. ¿Lo decía en serio o se estaba haciendo el

celoso para que se sintiera mejor? No podía imaginar que ningún hombre

fuera capaz de poner celoso a Sean O’Hare, pues era perfecto.

La atrajo hacia sí y la sentó en su regazo con una pierna a cada lado,

levantando el bajo del vestido para rodear sus nalgas con las manos.

Rachael se rindió, suspirando contra sus labios y echándole los brazos

alrededor del cuello. —¿De verdad te ha invitado Leila a dormir?


—Sí, — respondió, apretando sus nalgas con fuerza. —Era eso o

hacer una fiesta de princesas con sus amigas.

Rachael dejó escapar una risita, ocultando el rostro en su cuello. Su

aroma tan sexy la hacía humedecerse y gimió. —Pues por la hora que es,

ya estará dormida cuando llegues. Hace mucho que pasó su hora de

acostarse.

—Pues puedo pasar la noche contigo entonces, — sugirió con voz

ronca, cubriendo sus labios con los suyos y mordisqueándolos hasta

hacerla gemir. —Tendrá que conformarse conmigo para su fiesta de

princesas. Menos mal que sé hacer cupcakes.

Sean descendió por su barbilla, succionándola, y añadió, —Aunque

ahora mismo, me interesan mucho más tus pasteles.

Volvió a apretarle con fuerza las nalgas y recorrió con sus manos la

línea de sus sensuales bragas negras de encaje. Rachael gimió y movió

las caderas para rozar su miembro erecto contra su centro de placer a

través de los calzoncillos. Moviéndose un poco, Rachael se acercó para

desabrocharle el cinturón, sacando su grueso y duro miembro y

acariciándolo despacio. Sean emitió un profundo gemido.


Levantándola con la mano sin apartar la vista de la suya, deslizó a

un lado las bragas, dejando expuesto su sexo.

Sin mediar palabra, Rachael supo exactamente lo que quería y muy

despacio, se sentó sobre él, gimiendo de placer.

Menos mal que estaba la mampara tintada . En un instante, se vieron


envueltos en una densa nube de lujuria y Rachael se contoneaba sobre él

con movimientos rítmicos, agarrándose con fuerza a sus cabellos para

mantener el equilibrio. Sentir su duro miembro embistiéndola con fuerza

le producía un vertiginoso placer. Rachael se abandonó a las sensaciones,

siguiendo el ritmo marcado por sus cuerpos mientras escuchaba sus

respiraciones entrecortadas al unísono.


Sexo duro en la limusina…mmmm, Rachael pensó que no le

importaría añadirlo a la creciente lista de lugares extraños donde hacer

el amor. No llegaron muy lejos, pues si atrevida sesión terminó minutos

más tarde cuando el vehículo se detuvo frente al apartamento de

Rachael.

Sean y Rachael se ajustaron la ropa y en sus ojos brillaba la

promesa de terminar lo que habían empezado arriba. Las expectativas

eran parte de la diversión, acrecentada por el deseo que aún seguía más

vivo que nunca tras su revolcón. Salieron juntos de la limusina sin apenas

romper el beso que los unía hasta que Rachael apoyó una mano en su

pecho.

—Espera. — Le dirigió una mirada de disculpa. —Casi se me había

olvidado. Mi madre vino a cuidar de Leila, así que estará en el

apartamento…— Rachael solía tener una canguro adolescente, la hija de

un vecino que la ayudaba a cuidar de la niña cuando no estaba en casa.

Pero la chica de dieciocho años se había ido de viaje con unos amigos, así

que Susan había sido la mejor opción para quedarse con Leila mientras

Rachael asistía al evento para recaudar fondos.


A Rachael le disgustaba que su madre juzgara a Sean por culpa del

pasado. Susan pensaba que volvería a romperle el corazón a su hija.

Por otro lado, acostarse con Sean mientras su madre estaba en el

apartamento no parecía una buena idea, ahora que lo pensaba.

—Lo siento, — dijo con un mohín de disgusto mientras Sean

suspiraba y la soltaba a regañadientes. —Deberías descansar después de

una noche tan agitada con el concurso. Es mejor que descanses bien en

casa. Dios sabe que ninguno de los dos dormirá mucho si subes conmigo

esta noche.

—De acuerdo, — dijo Sean y, acercándose a ella, le dio un beso

rápido antes de ir hacia la puerta que ya estaba abierta para ayudarla a


salir. Rachael no había esperado que la despedida fuera tan rápida e hizo

un puchero en su direcciçon, molesta. Al menos podría haber intentado

hacerla cambiar de opinión.

Aun así, Rachael disfrutaba de forma perversa de aquella espera. Su

corazón le latía con fuerza al pensar lo explosivo que sería cuando al fin

pudieran pasar algo de tiempo juntos tras la larga espera.

Antes de marcharse y subir a su casa, le dirigió a Sean una sonrisa

de despedida y quedó sin aliento al ver la mirada en sus ojos mientras la

observaba. Puede que pareciera indiferente por haber tenido que

cancelar su tórrida noche de pasión, pero sus pupilas azules estaban

llenas de significado y emoción, como si mostrara su corazón de pleno.

Recordó como había anunciado a los cuatro vientos su relación ante

todos los reporteros. No se lo había esperado y en otras circunstancias,

ella, que solía ser muy tranquila y reservada, se habría sentido

mortificada ante una declaración pública como aquella.

Pero de algún modo, funcionó y se sintió especial. Desde ese

momento, sintió que un nuevo comienzo se abría ante ellos y que sus

momentos juntos no eran un juego para él.


Aquella noche, en la que Rachael pensó que iría a ver a Sean

haciendo lo que mejor sabía, se convirtió en una noche especial para los

dos. De repente, ya no sentía ninguna preocupación por su futuro juntos.


Su final feliz ocurriría más tarde o más temprano. Al menos eso

pensaba…
***

Rachael siempre había pensado que los domingos eran los días más

ajetreados para los restaurantes, pero en el caso del de Sean no siempre

era así, debido al gran número de clientes de empresas que comían allí

entre semana por negocios. Le encantaba visitar a Sean en el

restaurante, a veces con Leila, y siempre le impresionaba la forma en que


atendía a un número tan elevado de clientes durante esos periodos de

gran actividad que solían durar horas.

En la cocina trabajaban seis cocineros con pinches en diferentes

zonas, desde la parrilla a la pizza o el salteado. Y a veces, a Sean le

gustaba dejar que Rachael ayudara en la medida de lo posible. Gracias a

Moira, que había sido muy amable al enseñarle lo básico, podía echar

una mano sin ser una molestia cuando iba allí y resultaba de utilidad en

la oficina e incluso en el comedor.

Rachael pensaba que con el tiempo podría aprender más y prestar

su apoyo de forma más eficiente en el restaurante de Sean. A Moira, por

su parte, le pareció una buena idea, sobre todo si tenían un compromiso

a largo plazo.

—¿Te lo ha pedido ya? — le preguntó Moira a Rachael que estaba

sentada a su lado en el despacho intentando terminar la lista de pedidos

de ingredientes para el día siguiente.

Rachael se sonrojó al oír la pregunta. Desde hacía un mes, cuando

Sean la había besado en público delante de las cámaras, había habido

mucho revuelo en los medios y entre sus fans. Sean no negaba el hecho
de que Rachael y él estuvieran saliendo o tuvieran una hija juntos.

Cuando compartió por primera vez una foto suya con Leila en

Twitter, había sido una locura. Rachael había hecho una foto de padre e

hija durmiendo uno al lado del otro, y Leila tenía la cabeza apoyada en el

pecho de Sean. Rachael no sabía que Sean había visto la foto en su

teléfono y se quedó de piedra al recibir una llamada de su madre

diciendo que Sean había publicado sobre ellas en las redes sociales.

—Leila se quedó dormida anoche en brazos de papá. — leyó Rachael

en el Twitter de Sean y vio la gran cantidad de me gusta y de preguntas

sobre Leila que había suscitado la publicación. Sean no respondió a


ninguna, quizás porque había dejado bastante claro que era su hija, pues

no dejaría que otro niño durmiera junto a él, ¿no?

—No estás enfadada, ¿verdad? — preguntó Sean con cautela al verla

mirar boquiabierta la publicación. —Debí haberte pedido permiso para

usar la foto, pero no le di mucha importancia.

—No pasa nada, — dijo con toda la calma de la que fue capaz.

Bueno, sí pasaba, en el sentido de que estaba reconociendo públicamente

a Leila.

Rachael siempre había tenido miedo de que, si el mundo exterior

descubría la verdad, hubiera reacciones desagradables. Se descubre la

hija que el famoso chef multimillonario tuvo con una antigua amante .
Pero hasta ahora, habían sido comentarios positivos y era muy probable

que así fuera por la forma en que Sean había promocionado su imagen en

los últimos meses. Había dejado a un lado su estilo de vida mujeriego y

de playboy y ahora lo veían como a alguien más familiar.

Pero, ¿cuánto tenía esa imagen de realidad? la inesperada pregunta

de Moira había hecho que Rachael se cuestionara si debía o no atreverse

a esperar tanto de Sean.


—Lo siento, me estoy metiendo donde no me llaman, — dijo Moira al

ver que Rachael tardaba mucho en contestar.

—¡No! Para nada, tú eres como parte de la familia de Sean,

¿verdad? Es normal que te plantees hasta qué punto vamos en serio, —

dijo Rachael apresuradamente. —Y Sean aun no me lo ha pedido de

forma oficial. ¿Por qué lo preguntas? ¿Ha salido alguna información en la

prensa sensacionalista?

—Oh, no es eso. Solo tenía curiosidad, eso es todo. — Moira le

dirigió una amable sonrisa. —Sean ha tenido durante muchos años una

vida de soltero despreocupado y me encantaría verle sentar la cabeza. Al


verlo contigo y con Leila...me siento encantada y tengo la esperanza de

que yo también encontraré algo parecido.

La sonrisa de Rachael estaba llena de comprensión. —No pude

evitar darme cuenta de que tenías muy buena relación con Ivan, el joven

pinche. ¿Cómo ha ido?

—No muy bien. Fue genial durante algunas semanas, pero tal como

empezó, se terminó. Además, volverá a Croacia en unas semanas. Me dijo

que vino a Estados Unidos unos meses por la ‘experiencia’. Yo le contesté

que me alegraba de haber contribuido a ello. Bueno, para mí fue

básicamente un palo en el que sentarme y una cara en la que montarme.

— Moira se encogió de hombros con indiferencia.

Rachael soltó una carcajada con el humor obsceno y directo de

Moira, pero sus risas murieron en su garganta al ver su aspecto

demacrado. ¿Tenía que ver con la reciente ruptura con Ivan, o era a

causa del estrés del trabajo? Rachael tomó nota mental de pedirle a Sean

que redujera su carga de trabajo o al menos la obligara a no esforzarse

tanto.

Era noche cerrada cuando Sean, Rachael y Moira cerraron el


restaurante al ser los últimos en salir.

Se despidieron y Moira comenzó a dirigirse a su coche. Rachael se

dio cuenta de que le costaba caminar con los tacones. Se detuvo delante

de la puerta del coche que Sean le había abierto para que entrara. Él

siguió su mirada preocupada y vio a Moira tambalearse de camino a su

coche, agarrándose al capó para no perder el equilibrio.

Sean miró a Rachael que observaba preocupada la escena y se

dirigió hacia donde estaba Moira. Agarrándola del codo con cuidado, la

volvió hacia él. —¿Moira?

—Sean, —dijo Moira lúgubre, mirándolo con su rostro más pálido de

lo normal.
—¿Estás bien? — Sean frunció el ceño, preguntándose por qué no se

había dado cuenta de lo rara que estaba esa noche.

—No pasa nada, — dijo haciendo un gesto negativo con la cabeza.

Sean la soltó con cuidado. —No creo que debas conducir en tu

estado.

—Puedo hacerlo, — le respondió, pero hizo una mueca que no pasó

desapercibida para Sean.

—No, yo conduzco. Sube.

Mientras Moira, obediente, se desplazaba al otro lado del coche,

Sean se detuvo y miró a Rachael, que asintió con la cabeza. Parecía no

tener claro si ir o no, pero Rachael reforzó su decisión con aquel gesto.

—Ve. Me llevaré el coche, puedes venir a recogerlo a mi casa, — le

dijo. No era la primera vez que conducía su Aston Martin. No quería que

Sean se preocupara por ella cuando era obvio que Moira no se

encontraba bien y necesitaba su ayuda.

Los vio entrar y abrocharse el cinturón antes de alejarse. Solo

esperaba que Moira estuviera bien. Sabiendo lo mucho que adoraba su

trabajo en el restaurante, no quería que algo como un virus o estrés le


hicieran mella.

Rachael se dirigió a su casa, esperando que Sean regresara cuando

hubiera acercado a Moira. Puede que esa noche pudieran disfrutar al fin

de un poco de tiempo para ellos, algo que llevaban aplazando desde

hacía mucho. Sobre todo, porque por primera vez en muchas semanas,

Leila, totalmente recuperada, iba a pasar la noche en casa de una amiga.

Rachael sintió que se estremecía de la emoción y empezó a elegir la

lencería sexy con la que esperaría a Sean...


Capítulo trece

Sean miró de reojo a Moira mientras conducía. ¿Se encontraba mal

o tan solo estaba cansada? En cualquier caso, no tenía buen aspecto.

—¿No deberíamos ir al hospital? — se aventuró.

Ella hizo un gesto negativo con la cabeza. —Descansaré un poco

mientras conduces. No tengo muchas ganas de hablar.

Sean asintió, sin querer discutir con ella. Al pensarlo, Sean se dio

cuenta de que últimamente no pasaba mucho tiempo con Moira.

Las cosas se habían vuelto distantes entre ellos y se sentía mal por

no haber hecho nada para remediarlo. Sin embargo, al centrar toda su

atención en construir una buena relación con Rachael y su hija, tenía la

sensación de haber dejado las cosas claras con Moira. Después de todo,

era una mujer, y tenía la ligera sospecha de que aún podría sentir algo

por él.

Lo veía en sus ojos, aunque intentaba ocultarlo casi siempre. Y ver

cómo su relación con Ivan se iba al traste parecía indicar que Moira no
había puesto mucho empeño en la misma.

Sean no tenía muy claro si había logrado pasar página, pero una

parte de él se preguntaba si era necesaria una ruptura clara, si debían

seguir trabajando juntos o no. Sean no pensaba que fueran

imaginaciones suyas ni pensamientos productos de su ego masculino. Le

importaba mucho Moira y siempre habían sido amigos, pero quería que

fuera feliz. Si podía seguir siendo feliz trabajando para él, estaba

totalmente a favor de la idea.

Mientras tanto, Sean pensaba en cuál sería la mejor forma de dar el

siguiente paso con Rachael. El momento perfecto y el ambiente perfecto.

Quería que todo fuera muy especial cuando le pidiera al fin que…
Volvió al presente al fin y detuvo su coche frente a la casa de Moira.

La acompañó hasta la puerta principal para asegurarse de que llegaba

bien. Entonces, se detuvo en los escalones de piedra. —Me voy ya, — dijo

en medio del silencio. —Adiós.

Moira se detuvo y se volvió para mirarlo. Él la observó y vio que

parecía más demacrada que nunca.

—¿Seguro que no debemos ir al hospital? — preguntó.

Esta vez, intentó sonreír un poco. —No pasa nada. Tomaré un poco

de medicina para la fiebre, me hará sentir mejor y podré dormir. Se me

pasará con el sudor. Me conoces, soy muy fuerte. —

¿Lo era? Sean quería creerlo. Pensó en todo lo que habían superado
juntos, desde Dublín hasta ahora. Le deseaba lo mejor en la vida y

esperaba que un día, ella lo creyera. Asintió por última vez y se volvió

para marcharse.

De repente, unos suaves dedos le agarraron la camisa desde atrás.

Sean se quedó rígido, sintiendo que el aire entre ellos crepitaba con

una presión diferente. Escuchó a Moira musitar: —Deberías entrar.

Con cuidado, Sean se apartó, zafándose de sus dedos. Tomó aire y


se dio la vuelta, mirándola con ojos fríos mientras ella se apresuraba a

añadir, —Entra y tómate una taza de té, ¿vale?

—No, — dijo Sean, sosteniéndole la mirada a Moira hasta que

agachó la cabeza.

Pasaron unos instantes mientras ella trataba de poner en palabras

sus pensamientos. —Nunca he podido evitar sentirme vinculada a ti, —

comenzó al fin con lo que parecía una sonrisa triste en su rostro. —

Aunque sabía que no me correspondías, siempre quise más y más. Es

todo lo que hice, querer.

Sean iba a hablar, pero Moira se apresuró a continuar. —Sé que

amas a otra persona y que es probable que quieras formar una familia.
Aunque tú y yo tengamos que separar nuestros caminos en el futuro,

nunca te guardaré rencor ni te culparé. Yo fui la que se hizo daño a sí

misma sola. Ahora me doy cuenta de todo.

Moira sonrió. —Así que no te sientas mal por mí. Solo significa que

he de encontrar un nuevo comienzo. Aunque…a veces los comienzos

pueden ser aterradores.

Sean vio el miedo en sus ojos, y se dio cuenta de que eso era lo que

había estado acechando en las sombras de su rostro todas esas semanas,

aunque no había sido capaz de descifrarlo. Imaginarse a Moira asustada

de algo le resultaba muy extraños y le hacía sentir peor de lo que ella

pudiera imaginar. ¿Quién podía culparla de sentirse preocupada o

asustada de volver a empezar tal como estaban las cosas?

Sean soltó aire y decidió que tal vez una taza de té podría animarla.

Podría ser la última vez que se sentaran y tuvieran una conversación

directa entre viejos amigos. No podía ser tan difícil lograrlo, ¿verdad?

***

Rachael daba vueltas en la cama, inquieta, atrapada en la tierra de

los sueños. Un fuerte golpe en la puerta la sobresaltó, despertándola y


cayó de la cama, aterrizando en el suelo con un golpe seco.

Se puso de pie para ver quién había molestado su sueño, esperando

que su hija Leila hubiera vuelto con Susan, por lo que se sobresaltó al

abrir la puerta y ver a Sean.

—¡Sean! — exclamó y de repente lo recordó todo.

Anoche, había estado esperando durante mucho tiempo a que

apareciera. Se había puesto lencería de encaje rosa, pero pasaron las

horas y Sean ni siquiera se dignó a llamar. Pero Rachael no quería dar la

nota. ¿Y si Sean había tenido que llevar a Moira al hospital o algo?

Al final, había caído rendida en la cama y decidió echar una

cabezada antes de llamarlo. Pero se quedó dormida y ya era de día.


Rachael abrió la boca para preguntarle qué había pasado, pero la

envolvió en un fuerte abrazo. Sintió que la estrujaba entre sus fuertes

brazos y notó que sus labios acariciaban su pelo, amortiguando sus

próximas palabras. —Rachael, tengo que hacerte una pregunta muy

importante.

Una señal de alarma recorrió todo su cuerpo y se apartó de él para

poder mirarlo a los ojos. —¿Ocurre algo? Qué…

—¿Quieres casarte conmigo?

—Oh…Dios mío. — Rachael miró boquiabierta a Sean.

—Sé que solo han pasado unos meses desde que nos reencontramos,

pero eso no importa. — dijo con sentimiento. —Cada momento que he

pasado contigo, desde la primera vez que nos conocimos, ha sido lo mejor

de mi vida y sé que te amo de verdad.

—Sean.

—Rachael, — continuó, tomando su rostro entre sus manos. —

¿Quieres…— Le besó la frente. —...hacerme…— le besó la punta de la

nariz. —...el hombre más feliz…— Se detuvo esta vez para darle un beso

en la boca, aún entreabierta de la sorpresa. —...de la tierra?


Rachael asintió como loca antes de que le diera tiempo de añadir, —

Cásate conmigo. —

—¡Sí!— logró pronunciar al fin, a punto de atragantarse con las

lágrimas que brotaban de sus ojos. —¡Sí, sí, sí, sí y un millón de veces sí!

Sean metió la mano en el bolsillo y sacó una cajita negra. Extrajo el

anillo y lo deslizó con cuidado en la mano de Rachael. Santo cielo, era el

diamante más inmenso y hermoso que había visto en su vida.

Rachael se lanzó feliz a los brazos de Sean y rodeó su cintura con

las piernas, fundiendo sus labios en un beso lleno de pasión y promesas.


Se fueron a la cama y pronto, sus cuerpos desnudos entrelazados

conectaron de forma perfecta, pues estaban hechos el uno para el otro.

Ahora Rachael estaba segura de ello, aunque nunca lo había dudado.

Tras desatar su pasión, cayeron exhaustos en la cama, compartiendo

el calor de sus cuerpos. Rachael no sabía cuánto tiempo llevaban allí, si

eran minutos o incluso horas. Todo lo que importaba es que estaban

juntos, y deseaba fervientemente que siempre fuese así.

***

Por mucho que lo intentara, Rachael no podía bajar de la nube en la

que se encontraba ni ocultar la sonrisa perenne de su rostro incluso una

semana después de que Sean le hubiera pedido matrimonio.

Sabía que la mayoría de sus amigas no la consideraría una pedida

de mano fabulosa, pero la recordaría por toda la eternidad, pues para

ella no podría haber sido mejor.

Sin embargo, al mismo tiempo Rachael se sentía un poco culpable

de que Moira se preparara para abandonar el restaurante. Lo había

anunciado hacía unos días, diciendo que organizaría las cosas en un par

de semanas para facilitar la labor a la persona que iba a sustituirla.


Rachael sentía genuina tristeza de que Moira hubiera decidido

marcharse. No había alegado ninguna razón en concreto, solo algo de

que quería probar cosas nuevas y quizás hacer un viaje por varios países

diferentes y probar nuevos platos.

Cuando el restaurante cerró, el personal salió a celebrar la fiesta de

despedida de Moira. Invitaron a Sean, pero él lo rechazó alegando que, al

ser el jefe, arruinaría la diversión. Sin embargo, se ofreció a pagar la

fiesta y les tendió su tarjeta de crédito, un detalle que hablaba por sí

solo. Para sorpresa de Rachael, el personal no admitió excusa en su caso,

y la llevaron con ellos de celebración casi a rastras.


Fue muy entrañable que la incluyeran. Sentía que a Sean no le

convencía mucho la idea, pero Moira y los demás insistieron mucho para

que los acompañara.

Pero aún le aguardaban más sorpresas a Rachael, pues Moira, que

solía ser muy estirada y estricta con el personal, cambiaba radicalmente

cuando se iba de fiesta, convirtiéndose en una persona totalmente

diferente. Sabía los mejores trucos con cerveza y chupitos e incluso logró

que Rachael probara el soju por primera vez.

Parecía una versión más dulce y con menos alcohol que el vodka, y

venía genial para el truco del —dominó de chupitos— que les mostró

Moira. Colocó una serie vasos de chupito de soju encima de vasos de

cerveza e hizo caer el primer vaso de chupito, haciendo que el resto se

derramara sobre los vasos de cerveza como fichas de dominó.

Todos gritaron dando golpes en la mesa del bar, al que solía acudir

a menudo el personal.

—Estás muy mona cuando te emborrachas, — le dijo Moira a

Rachael, que dejó escapar unas risitas en voz muy alta mientras veía a

dos miembros del personal cantando en el karaoke.


—Y tú tienes mucho aguante. Creo que nunca he estado tan

achispada como ahora, — dijo Rachael con un ligero hipo. Pero llevaban

toda la noche bebiendo rondas, así que todos estaban borrachos o iban

camino de estarlo.

Echándole un brazo por encima a Moira, Rachael se inclinó hacia

ella y dijo con un mohín, —Te voy a echar mucho de menos. ¿De verdad

tienes que irte? ¿Y si te pierdes la boda?

Moira hizo una mueca, pero la disimuló enseguida antes de que

Rachael pudiera darse cuenta. —¿Ya habéis fijado la fecha?


Rachael hizo un gesto negativo con la cabeza, feliz. —No. Pero lo

haremos en cualquier momento porque Sean ya está planificando cosas.

Está tan emocionado como yo, puede que incluso más.

—Qué suerte tienes, Rachael, — suspiró una de las chicas que las

oyó hablar. —Sean es el mejor jefe del mundo y además está buenísimo.

—Gracias, Pam. Me siento afortunada, — dijo Rachael con una

sonrisa soñadora. —Cuando conocí a Sean por primera vez, me pareció

un tío distante, pero de los que se preocupan. Además, es muy romántico

y me hace sentir como si fuera la única mujer del mundo.

—Según tú, es perfecto, — dijo Moira. —Pero supongo que así es. Es

guapo, tiene dinero, éxito...

—Es más que la suma de todas esas cosas, — objetó Rachael,

agitando el dedo ante Moira. —A mí me importa más su interior que

cualquier otro atributo físico, fama o riqueza. Sean es el mejor hombre y

padre que una niña puede pedir.

—Nadie puede culparte de creerte algo así, — murmuró Moira con

un tono frío muy distinto al que solía usar.

Rachael estuvo a punto de retroceder unos pasos, sorprendida por


la respuesta de Moira y por la expresión contrariada en su rostro. Antes

de que Rachael pudiera preguntarle a qué se refería, Moira se levantó de

pronto y se excusó con el grupo, diciendo que necesitaba un poco de aire.

Los demás siguieron divirtiéndose, sin darse cuenta de lo que había

pasado. Mientras, Rachael sintió que se desvanecían las ganas de fiesta.

por alguna razón, las palabras de Moira la habían afectado. Al momento,

Rachael se puso de pie y se dirigió afuera en busca de Moira.

Moira iba de un lado a otro en la acera del bar, pasándose las manos

por el pelo presa del nerviosismo. Se dio la vuelta enseguida cuando

Rachael se le acercó.
—¿Estás bien?— preguntó Rachael con calma. —Siento que estés

estresada con tu próxima marcha. Si tan difícil es, ¿por qué no te

quedas?

—Créeme, — dijo Moira sofocando la risa, —No creo que a Sean le

guste eso.

—Parecías enfadada cuando hablaste antes de él. Seguís siendo

amigos, ¿no?

—Yo no diría eso, — murmuró Moira. —No de la forma en la que lo

éramos, si acaso. Pero da igual. Mira, lamento haber hecho ese

comentario antes.

—No pasa nada. Es solo que no sé a qué viene. Sean siempre se ha

portado muy bien contigo. Jamás ha dicho nada malo sobre ti…

—Mira, ¿podemos dejar ya de insistir en lo maravilloso y estupendo

que es Sean?— replicó de repente Moira, sobresaltando a Rachael.

—Qué… ¿Por qué dices eso? — Rachael agitó la cabeza, confusa.

Moira resopló enfadada antes de recuperar despacio la compostura.

—Lo siento. Una vez más. No digo más que tonterías. Ah, no lo sé. —

Evitó su mirada durante unos instantes y luego pareció murmurar para


sí, —Que le jodan. — Entonces miró a Rachael decidida.

—Hay algo que deberías saber. Algo que llevo queriendo decirte

durante semanas, pero… No quería arruinar las cosas entre Sean y tú, —

dijo Moira con gravedad. —Se te ve tan feliz de estar prometida y para mí

habría sido más fácil mirar para otro lado. Pero oírte decir una y otra vez

lo bueno que es Sean como si fuera un santo me pone enferma y, al

mismo tiempo, hace que me sienta muy culpable. Tal vez eso es lo que ha

estado consumiéndome todo este tiempo.

Rachael la miró fijamente. —¿Qué es lo que intentas decirme

exactamente?
—Es sobre Sean y yo, — dijo Moira agobiada tras un momento de

duda. —Nos acostamos.


Capítulo catorce

A Rachael le dolía mucho la cabeza. Gimió mientras trataba de

moverse para ver lo que había a su alrededor, pero solo logró que las

punzadas de dolor que recorrían su cerebro aumentaran.

—Ya era hora de que te despertarás. He hecho el desayuno para

Leila, — dijo una voz familiar. Sean entró en la habitación.

—¡Oh no! ¿Qué haces aquí? — Se sentía fatal. Se sentó a duras

penas en la cama, aguantando las ganas de vomitar. ¿Qué había pasado

anoche?

—Pobrecita. No aguantas bien el alcohol, ¿verdad? — dijo Sean

tendiéndole una taza. —El agua con miel va muy bien para la resaca.

Rachael dejó a un lado la taza, frunciendo el ceño cuando Sean se

inclinó hacia ella y comenzó a masajearle la espalda.

—¡Ahora no, Sean! — gritó justo antes de ir corriendo al baño a

vomitar.

—Hablaremos cuando acabes y será una buena conversación


mientras tomamos el desayuno, — afirmó Sean antes de salir de la

habitación.

Rachael se lavó e intentó estar presentable pese al enorme enfado

que sentía. Tenía un aspecto furioso cuando bajó las escaleras y encontró

a Sean sonriéndole. ¿Cómo podía estar tan contento?

—Esa es mi preciosa Rachael. Por cierto, Susan se ha llevado a Leila

al parque. Siéntate mientras te preparo unos gofres.

Rachael lo observó entrecerrando los ojos. No podía permitir que

fingieran que nada había pasado.

Lo sucedido la noche anterior se reprodujo en su mente a cámara

lenta como una película. Moira. Soltando que se había acostado con
Sean. Diciendo que pasó la noche que Sean la acercó a casa cuando

estaba enferma.

—Lo invité a entrar y tomar un té y empezamos a hablar. Las cosas

se pusieron más intensas y acabamos juntos en la cama. Nos

despertamos a la mañana siguiente y él se sentía fatal por ello. Me hizo

prometer que no se lo diría a nadie y se marchó contigo, dejándome sucia

y usada.

Rachael jadeó. Recordaba esa noche, esperando y preguntándose

por qué Sean no había vuelto aún. Antes de que Rachael pudiera

responder, alguien corrió hacia ellos y una voz inconfundible gritó: —¡No

la escuches, Rachael!

Rachael y Moira se volvieron para ver a Sean, que acababa de bajar

de su coche aparcado junto a la vía.

—¿Qué haces aquí? — gimió Rachael.

Se pasó la mano por el pelo. —No me dio buena espina dejarte ir

con ellos, sobre todo por Moira, porque supuse que podría inventarse

algo así. Y veo que tenía razón. Menos mal que he venido corriendo para

asegurarme de que todo iba bien.


—Oh Dios mío. Es verdad, ¿no? ¡Es todo verdad! — gritó Rachael. —

Por eso a la mañana siguiente te presentaste en mi casa y me pediste que

me casara contigo.

Rachael no podía creerlo. Se había sentido culpable por lo que había

hecho y por eso había ido corriendo para intentar ocultar lo sucedido

pidiéndole que se casara con él. Rachael se había puesto tan contenta

que había olvidado por completo el hecho de que pasó la noche fuera.

—Moira miente, Rachael. Jamás te engañaría, lo juro, — dijo Sean

con vehemencia.

—Sabía que dirías algo así. — Moira hizo un gesto de desaprobación

con la cabeza y sacó el móvil. Tocó la pantalla y se lo tendió a Rachael.


La foto mostraba a Moira y Sean en la cama, Sean sin camisa y dormido

al lado de Moira desnuda, que era quien había hecho el selfie. Sean

gruñó enfadado y se apretó las sienes, como si fuera a volverse loco.

—No puede ser verdad. ¡No! — gritó Rachael, agarrándose el pecho,

presa del pánico.

Moira exhaló un profundo suspiro. —Sé cómo te sientes. Como si

todo tu universo hubiera implosionado, ¿verdad? Es como me he sentido

yo al saber que Sean y yo siempre hemos sentido algo el uno por el otro,

pero por culpa tuya y de tu hija, tuvo que tomar la decisión que

contentaba a todo el mundo menos a mí. Yo nunca cuento, ¿verdad?

Rachael no dejaba de agitar la cabeza y murmurar en estado de

shock. No podía creerlo. Que lo que había entre Sean y ella fuera todo

mentira. Que la hubiera engañado.

—Rachael, tienes que confiar en mí, — dijo Sean, dándose la vuelta y

agarrándola de los hombros, pero parecía aturdida.

—No tienes que pensar que tu vida se ha acabado por esto, — le dijo

Moira a Rachael encogiéndose de hombros. —Lo superarás como haces

siempre. Después de todo, mira lo lejos que has llegado. Incluso cuando
tu padre amenazó con desheredarte si no te deshacías del bebé,

resististe. Has llegado hasta aquí sola, así que no creas que no puedes

afrontar la vida sin Sean.

—Tienes razón, yo…— comenzó Rachael, pero se detuvo

abruptamente. —Espera. ¿Cómo sabes lo de mi padre?

—¿Qué? — Moira parpadeó.

—No se lo he contado a nadie, ni siquiera a Sean. La única vez que

lo mencioné fue en el correo electrónico. El que le mandé a Sean hace

tantos años que nadie dice haber visto.

El silencio se cernió sobre los tres y pudieron ver en el rostro de

Moira que no se le ocurría ninguna respuesta a esa pregunta.


—Dios santo, fuiste tú, — dijo Sean impactado, mirando fijamente a

Moira. —Viste ese correo, ¿verdad?

—¡No intentes cargarme con la culpa de tus errores, Sean! —

protestó Moira llena de rabia, volviendo a la vida mientras miraba con

odio a Sean.

Él se limitó a agitar la cabeza. —He sido un idiota por no haberme

dado cuenta de que estabas saboteando mi relación con Rachael. Ahora

todo encaja. Mentiste al decir que no viste el correo y lo más probable es

que lleves mintiéndome todos estos años cuando afirmabas que no

encontrabas el paradero de Rachael.

Un sonido de disgusto escapó de sus labios. —Y pensar que sabía

que siempre habías estado enamorada de mí y lo permití solo como un

favor hacia Connor y porque me dabas lástima.

—¿Que te daba lástima? — Moira hizo una mueca y miró a Sean con

desprecio. ¡Cómo te atreves a compadecerme! ¡Siempre me has tratado

como a escoria y te odiaba por ello!

Sean y Rachael observaban desconcertados a Moira a medida que la

rabia deformaba su rostro, mostrando su enfado.


—¿Sabes qué? — continuó Moira con sonrisa desagradable. —Me

alegro de haber visto el correo y de haberlo borrado, porque así contribuí

a vuestro sufrimiento.

—Al igual que intentas hacernos sufrir con tus mentiras, afirmando

que nos acostamos, — dijo Sean con calma. —Durante las últimas

semanas, me he vuelto loco pensando cómo pudo suceder el fiasco de

aquella noche. Pero después de esto, ya me lo imagino.

Sean no se molestó en continuar, sino que se volvió hacia Rachael,

que continuaba callada, dirigiéndose a ella. —Cariño, fue todo una gran

trampa. Moira me invitó a su apartamento y cuando entramos, me trajo


té y estuvimos hablando. Ni siquiera recuerdo nada, solo que me

desperté a la mañana siguiente sin camisa y bajo las sábanas con ella.

Le dirigió a Moira una dura mirada antes de volverse de nuevo hacia

Rachael y agarrarla por los hombros con cuidado. —La única conclusión

posible es que debe haberme echado algún tipo de droga en el té que me

hizo perder el conocimiento hasta la mañana siguiente. Actuó con

normalidad y me dijo que me había quedado dormido y que parecía tan

cansado que, en lugar de despertarme, me dejó dormir en su casa. Y en

lo referente a compartir cama, me dijo que estaba demasiado dolorida

para acostarse en el sofá y esperaba que no me sintiera incómodo por el

hecho de haber compartido la cama. Me aseguró que no había pasado

nada y así fue, por supuesto, — dijo enfadado.

—Porque no estaba tan mal como para no saber que no ocurrió nada

esa noche. Me apuesto la vida, — concluyó Sean, implorando con su

mirada profunda a Rachael.

Rachael tomó aire y apartó las manos de Sean de sus hombros. Se

volvió hacia Moira, que parecía más insolente que arrepentida.

—Confiaba en ti, — dijo Rachael. —Me hiciste creer que éramos


amigas y que te importaba.

—¿Amigas? — dijo Moira con desdén. —Oh sí, creo que empezaste a

gustarme en algún momento, pero eras siempre tan arrogante por tener

a Sean todo para ti, presumiendo con tu enorme anillo de diamantes de

tu dominio sobre él. ¡Era asqueroso!

—¡Calla de una puta vez, Moira! Ya has hecho bastante daño, deja

esos aires de superioridad, — exclamó Sean. —No tienes ni idea de cómo

me he alegrado de que renuncies al trabajo. No puedo esperar a perderte

de vista.

Moira se rio en su cara con sorna. —¡Pues vale! ¡Como si tú, ella o

esa niña bastarda me importárais lo más mínimo! ¡Será un placer irme!


Rachael no recordaba qué sucedió a continuación, pues se le nubló

la vista. Todo lo que podía pensar es que Moira se había metido con su

hija y Rachael perdió los papeles. Atacó a Moira, agarrándola del pelo

mientras golpeaba su rostro. Sean intentó apartarla de Moira, pero

Rachael no podía contener la rabia que sentía por la bruja de ojos verdes.

—¡Suéltame, loca! — gritó Moira.

Rachael siguió golpeando a Moira que apenas podía defenderse y

sacudía las manos. —¡No debiste acercarte a mi hombre! — gritó

Rachael. —Te dijo que no le gustabas, pero no lo escuchaste. Te voy a

enseñar a escuchar. ¡Y ni se te ocurra acercarte a mi hija!

—Nuestra hija, — añadió Sean, tratando de agarrarla de la cintura

mientras Rachael le dirigía una mirada mortal. Dejó marchar a Moira a

duras penas mientras Sean la agarraba y en la puerta del bar comenzó a

reunirse la muchedumbre al oír el jaleo.

—Vete antes de que te dé una paliza. Esto ha sido solo una

advertencia, — le dijo Rachael a Moira. —No quiero volver a verte en la

vida. —

—¡Estás loca! ¡Te voy a denunciar! — gritó Moira mientras corría


calle abajo acompañada del sonido de sus tacones.

Volviendo a la mañana siguiente, Rachael estaba muy enfadada por

la amenaza de Moira.

—Escucha, cálmate y no te alteres, — dijo Sean y Rachael murmuró

algo sobre no tener miedo a la policía. —Si te denuncia, me aseguraré de

contarle a la policía que me drogó, a ver cómo es capaz de justificar eso.

—Vete a casa, Sean.

Seguía tan enfadada con él que no veía las cosas con claridad.

—Rachael, ¿por qué no me dijiste que tu padre iba a desheredarte?

¿Era verdad?
El cambio de tema dejó muda a Rachael. Tras unos momentos, se

encogió de hombros y respondió reacia. —No dijo exactamente que fuera

a desheredarme, pero prometió no pagarme la matrícula si tenía al bebé.

Mantuvo su palabra y tuve que pagarme yo misma la universidad. Hice

toda clase de trabajos para poder mantenerme. Mi madre, Susan, fue una

gran ayuda, sobre todo a la hora de cuidar de Leila.

—Gracias por tener al bebé.

Apartó su mano de la suya. —No lo hice por ti, — le dijo con dureza.

—De todas formas, años después mi padre se disculpó y dijo que se

arrepentía de haberme pedido que hiciera algo tan despreciable. Le dije

que lo perdonaba por eso, y también por tener que ganarme la vida sola

durante la universidad. Fue duro, pero de algún modo, me alegro porque

me sirvió de mucho. Me hizo entender que podía ser fuerte ante

cualquier adversidad.

Sean exhaló con profundidad, presa del remordimiento. —Debí

haberte contado lo que pasó con Moira. Lo de despertarme con ella

desnuda en su cama. Cuando ocurrió, creo que me entró el pánico. Salí

corriendo del apartamento y vine directamente a buscarte porque me


embargó el miedo a perderte por un error absurdo que ni siquiera

ocurrió. Pero no era mi intención engañarte ni dejarte en evidencia.

Siempre tuve claro que te pediría matrimonio, solo estaba buscando la

mejor ocasión.

Volvió a tomar su mano y esta vez la acercó a sus labios para

besarla. —Vine corriendo desde la casa de Moira esa mañana y solo me

dio tiempo a ir a mi casa a por el anillo que había comprado hacía unas

semanas. Luego fui directamente a verte y cuando dijiste que sí, sentí

que al fin podía volver a respirar tranquilo.


Rachael se calmó al saber que Sean había comprado el anillo con

bastante antelación. No le había pedido matrimonio por un sentimiento

de culpa repentino tras la —noche— con Moira que nunca fue.

—Nunca podremos tener esa clase de secretos entre nosotros, — le

dijo de frente. —De hecho, ningún secreto en absoluto. Cuando dijiste

que nunca habías visto el correo electrónico, decidí no hablarte de mi

padre porque sabía que te culparías. Por dejarme embarazada y tener

que enfrentarme a todo yo sola con un bebé. Haciendo tres y cuatro

trabajos a la vez, incluso las tareas más humildes por debajo del salario

mínimo... Pero cuando miro a Leila, no me arrepiento de nada, porque

ella es lo más importante.

—Por supuesto. Y para mí, sois más importantes que el aire que

respiro. No podría vivir si me dijeras que no me quieres en tu vida ni en

la de Leila.

—No importa lo que haya pasado entre nosotros, nunca podría

mantenerte lejos de tu hija.

—Lo sé, pero ella es solo la mitad de nuestra historia, que solo se

completa contigo. Por eso te vuelvo a repetir que te amo y que quiero
casarme contigo. Y no solo porque tengamos una hija juntos.

Esta vez, cuando él la acercó hacia sí, Rachael no se resistió, sino

que se mostró relajada junto a él.

—Me siento como si hubiéramos superado lo peor, y ahora nada

pudiera interponerse entre nosotros, — susurró Sean en sus cabellos.

—Sí, pero nos costará volver a confiar en las personas. — Rachael

suspiró. —Me llevará tiempo superar la traición de Moira y ni me imagino

cómo debes sentirte.

Se volvió para mirar sus ojos azules, llenos de emoción. A

regañadientes, dejó que la besara, pero no correspondió demasiado sus

besos. Sean emitió un profundo sonido de molestia.


—¿Cuánto tiempo vas a estar enfadada conmigo? —, preguntó.

—Hasta que se me quiten las ganas de estar enfadada.

—¿Y cuándo será?

—¿Quién sabe? Tal vez cuando dejes de hacerme tantas preguntas.

— Incluso al decir aquello, tenía una leve sonrisa en los labios, y le rodeó

la cintura con los brazos. —¿Sabes siquiera cómo me destruiría si alguna

vez nos separáramos? ¿Cuánto me dolería el corazón?

Ella lo miró a los ojos, y él la agarró por la nuca, acercando sus

rostros. —Sé que no lo digo tanto como debería, pero maldita sea, lo eres

todo para mí. Tú y Leila.

Con esas palabras, la besó de nuevo con más pasión, y pronto

Rachael no pudo contenerse. Gimió en su boca y recorrió con sus dedos

su musculosa espalda.

—Quiero mostrarte todo lo que significas para mí. ¿Puedo? —,

preguntó.

Rachael solo pudo asentir con la cabeza. Los labios de Sean

capturaron los suyos una vez más, y la sujetó por los muslos, dejando que

sus piernas rodearan su cintura. La llevó al dormitorio y la lanzó a la


cama. No tardó mucho en quitarle la ropa, dejándola solo con el tanga.

La fue besando despacio, cada vez más abajo, con pícaros mordiscos

que la hacían gemir. La giró sobre su estómago, agarrándola de las

caderas para tener más cerca sus nalgas. Las apretó con firmeza, antes

de propinarle un fuerte azote. Rachael gritó de placer, moviendo las

caderas mientras él mordía el tanga, deslizándolo por sus piernas con los

dientes. Guau.

Dejó su tanga colgando del pie derecho y Rachael se mordió el labio

para evitar otro gemido. Sus fuertes manos movieron sus piernas para

que las abriera en una amplia V. Luego, se deslizó bajo ella, de forma que
su vagina quedara encima de su rostro, y Rachael supo intuitivamente

qué hacer a continuación.

Se sentó lentamente, y él le comenzó a lamer sus labios. —Mierda,

— gimió. Era el momento de seducción más depravado que habían

compartido. Y estaba deseando llegar aún más lejos.

Sean seguía jugueteando con su clítoris, introduciendo y sacando

sus dedos una y otra vez. Le daba azotes en las nalgas para que se

acercara más, mientras disfrutaba del rico néctar que goteaba entre sus

muslos. Hacía magia con sus labios y su lengua en los pliegues de su sexo

y Rachael sabía que pronto alcanzaría el clímax.

Las manos en sus muslos la animaron a ir más rápido mientras

cabalgaba esa lengua magistral. Los poderosos movimientos de la lengua

en su interior hacían que se acercara más y más al filo del placer. Sus

sentidos se confundían y oleadas de placer la embargaban, haciendo que

su vista se nublara. —¡Sean, me corro! — gritó.

Se detuvo, le dio la vuelta, tumbándola sobre su espalda, e hizo que

lo rodeara con las piernas. Sin dejar de mirarla, entrelazó sus dedos por

encima de su cabeza y la penetró. Sentir su miembro abriéndose paso


entre las paredes sensibles de su vagina fue suficiente para que su placer

se intensificara, humedeciéndose aún más.

—Maldita sea, Rachael estás tan húmeda. —gruñó.

Rachael le respondió aprentándolo con más fuerza con sus músculos

vaginales mientras se aferraba a sus dedos entrelazados. Quería estar

unida en mente, cuerpo y espíritu, sin ninguna barrera entre ellos.

Sintió palpitar su miembro, como si cada vena quedara grabada en

su interior, y supo que Sean estaba a punto de estallar, al igual que ella.

La besó con fuerza, y despegaron juntos al espacio, más allá de tierra

firme, durante varios minutos de éxtasis.

—Te quiero— le dijo él.


—Yo también te quiero— Nada podrá separarnos.
Epílogo

Sean condujo el camión a lo largo de la carretera hasta salir de la

ciudad. Sentado entre él y Rachael estaba Leila, y se dirigían a la

propiedad que habían comprado en la ciudad en una gran parcela de

tierras.

A pesar de su alto precio y de la distancia a la ciudad, Rachael había

accedido a la mudanza... bajo la condición de que Sean le construyera a

Leila una impresionante casa en el árbol. Después de vivir juntos durante

un año, no había sido fácil para Rachael decidirse debido al estrés y las

molestias que suponía una mudanza. Por suerte, Sean la había

convencido y ahora estaba entusiasmada.

Llegaron a su destino y Sean estacionó el camión que habían

alquilado junto a otros dos coches que iban detrás. Eran los padres de

Rachael, y en el otro coche estaban los compañeros de negocios de Sean,

Jack y Thomas, que habían accedido a echar una mano en la mudanza.

Estuvieron ocupados durante las siguientes horas, mientras Leila


saltaba de un lado a otro viéndolo todo y disfrutando de su nuevo

entorno.

Cuando todos estuvieron ocupados con sus tareas, Sean se llevó a

Rachael aparte. —Tengo que enseñarte algo.

Rachael, llena de curiosidad, acompañó a Sean por un sendero

empedrado que conducía a la orilla, justo al otro lado de la casa. Al

llegar, se detuvo abruptamente al ver una pequeña cabaña de invitados

junto al agua.

Sin palabras, se limitó a observar fijamente la estructura,

reconociendo al fin una réplica de la cabaña en la que se alojaron

durante su estancia en las montañas de Wicklow.


—¿Cómo ... qué ...? — Apenas podía pronunciar las palabras, y Sean

se acercó a ella para envolverla en un abrazo.

—La hice construir a medida, — confesó. —Un recuerdo del lugar

donde comenzó nuestra relación.

—Oh, Sean. — Abrumada, volvió la cabeza y ocultó el rostro en su

pecho. La sorprendía cada día con su amor y compromiso.

—Y hablando de recuerdos…— comenzó Sean de forma misteriosa.

Rachael alzó lentamente la cabeza, pues algo en su tono avivó su

interés. Lo vio levantar algo plateado y se fijó enseguida en la cadena,

tan dolorosamente familiar, con el colgante grabado que pendía de ella.

La ayudó a ponérsela y la notó caliente de sus dedos al reposar

sobre su piel desnuda. —Nunca pensé que volvería a verla—, dijo,

tocando las líneas de las letras en ogham del colgante. —La perdí cuando

volví a Estados Unidos desde Dublín. Estuve disgustada durante meses, y

me llevó tiempo aceptar que la había perdido. ¿Cómo demonios la

encontraste?

—Cuando tu padre estaba ayudando a empacar algunas de tus cosas

para la mudanza, lo encontró oculto en una de tus viejas carpetas del


instituto. Decidió entregármelo para que te diera yo la sorpresa—, dijo

Sean con una sonrisa.

Rachael suspiró feliz. Había sido un año completo para ellos. Se

habían casado en una ceremonia privada, pero suntuosa, solo con amigos

y familiares. Durante los siguientes meses, Rachael había dejado parte de

su trabajo en el museo para completar su máster. Sean había abierto un

nuevo restaurante en el centro de Londres y había negociado la

publicación de un libro de cocina con un importante editor y anuncios de

televisión en dos famosos programas de cocina.

Y, sin embargo, por muy ocupados que estuvieran con su vida

profesional, nunca perdían de vista lo que verdaderamente importaba,


encontrando el equilibrio adecuado. Su vida familiar era perfecta y Leila,

con ocho años de edad, era una niña encantadora y lista, la envidia de

cualquier padre.

Sean tomó en brazos a Rachel e hizo que le rodeara la cintura con

las piernas.

Rachael soltó una carcajada y Sean besó sus labios con pasión. Aún

seguían fundidos en ese beso largo y placentero cuando Leila los

interrumpió.

—¡Mamá! ¡Papá! ¡Qué asco!

Sean dejó a Rachael en el suelo y ambos rieron por lo bajo mientras

se volvían hacia su hija, allí de pie con los brazos cruzados y una mirada

de enfado en sus ojos azules. Sus padres se fundieron con ella en un

abrazo familiar, que la hizo chillar de alegría.

Sus risas llenaron el amplio espacio del lago, con árboles y

montañas en la distancia. Minutos más tarde, los tres caminaron de la

mano de regreso a la casa para terminar de desembalarlo todo. Sean y

Rachael compartieron una mirada que habló por sí sola, y Rachael supo

que esperaba con ansia que volvieran a estar solos.


Pero no sería hasta varias horas después, a juzgar por todo el

trabajo que quedaba pendiente. Pero la espera lo hacía aún más

emocionante.

Rachael, por su parte, también esperaba con ganas compartir su

tiempo con él. Se sentía agradecida a Sean con todo su corazón, por ser

tan maravilloso y por enamorarla de nuevo a cada día que pasaba. Las

mariposas que había sentido en el estómago cuando se conocieron, no

dejaban de aletear y sabía que seguiría siendo así para siempre.

Le parecía irreal lo felices que eran juntos, compartiendo su vida

con Leila. Incluso la oscura sombra de Moira en su intento por

mantenerlos separados no había empañado su alegría por mucho tiempo.


Además, había entrado en razón y, en un gesto inesperado, los llamó para

disculparse. No era suficiente tras todo el daño que había hecho, pero al

menos suponía que iba camino de su redención. Había admitido que se

odiaba a sí misma por su comportamiento extraño y les haría el favor de

alejarse para siempre.

Aunque era triste perder a una amiga de hacía tanto tiempo, o al

menos alguien a quien Sean había considerado una amiga, lo había

superado. Todos habían sido culpables a su manera, y Sean se alegraba

de que el amor hubiera triunfado. No siempre sería un camino llano y

recto, pero era el indicado para unir a dos corazones que estaban

destinados a estar juntos.

El dolor del pasado ya no importaba, ni para Sean ni para Rachael.

Tenían el resto de sus vidas para compensar cada momento perdido.

Ese primer día al llegar a su nuevo hogar marcaba otro comienzo,

un nuevo capítulo de su vida juntos. No podían esperar a llenarlo con

hermosos recuerdos de una vida llena de felicidad, amor y unión.

FIN

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