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LOS CISNES

CARLOS ANCHETTA
LOS CISNES
COLECCIÓN NOVELA
Primera edición

Los cisnes
Carlos Anchetta
Editorial Flor de Barro
Diseño de portada y contraportada: Juan Figueroa
Dibujo de portada: Manyu
Fotografía de contraportada: Rudy Sandoval
Diseño y diagramación: Pedro Durán
Impreso en los talleres de Imprenta y Offset Ricaldone
en el mes de mayo de 2013

D. R. 2013 © Carlos Anchetta


editorialflordebarro@gmail.com
editorialflordebarro
Editorial Flor de Barro, Av. 3 de mayo, #15, Barrio el centro,
Quezaltepeque, La Libertad, El Salvador, C. A. Tel. 23103202

Todos los Derechos Reservados


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PRESENTACION

El término novela es muy discutido por investigadores


y críticos. Hay una infinidad de tesis sobre el tema, todas
válidas y aceptadas. No todo lo que se publica como novela,
dicen los especialistas, pertenece a ese género. Algunas
“novelas” carecen de rigor narrativo y de espacios definidos,
donde la gran mayoría caen en el folletín o en el cómic. Mario
Benedetti, en un trabajo publicado a mediados de los años
cincuenta, dice que muchas novelas son cuentos largos, pero
no novelas. Como máxima referencia cita Ulysses de James
Joyce. Una obra de casi mil páginas, dice Benedetti, no es más
que un cuento largo. Al analizar el libro más emblemático
de Joyce desde la perspectiva de Benedetti, no se toma como
una posición descabellada, y algunos ya tomaron bandera y la
comienzan a aceptar como verdad.

Sin embargo, cuando se habla de una novela corta, las


polémicas se vuelven más encontradas y el debate se amplía a
senderos tortuosos. Pero ¿qué es una novela corta? ¿Cuántas
páginas tiene que reunir un relato, siguiendo el criterio
de extensión, para que sea tomado como tal? En español
conocemos como novela corta a la que está entre el cuento
y la novela, es decir, que tomamos como criterio el número
de páginas, pero sobre todo, el número de palabras. Este tipo
de relatos los conocemos también como novelitas, nouvelle
o lo que los ingleses llaman short novels. Para ello hay una
base fundamentada y probada muchas veces: el microrrelato
no debe alcanzar más de las doscientas palabras, el relato anda
entre las doscientas y las dos mil palabras, el cuento anda
entre las dos mil y las treinta mil palabras, la novela corta anda
entre las treinta mil y las cincuenta mil palabras, y la novela
es la que tiene más de cincuenta mil palabras. Este criterio no
tiene en cuenta estructura, contenido, dibujo de personajes,
como lo dice Mario Benedetti en su trabajo.

Entonces, ¿qué es Los cisnes? ¿Es un relato, un cuento


o una novela corta? A primera vista es una novela corta,

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tomando en cuenta el criterio de extensión; pero al hacer un
análisis más minucioso, encontramos que Los cisnes tiene
un poco más de veinte mil palabras, por lo que no llena el
criterio de novela corta expuesto anteriormente, que es de
treinta mil a cincuenta mil palabras. Pero es aquí donde se
vuelve a avivar la tesis de Mario Benedetti, es decir que un
libro de más de ochocientas páginas con casi medio millón de
palabras no es más que un cuento largo, y que otros relatos de
quince mil, de veinte mil y de veinticinco mil palabras, tienen
todas las características de ser una novela o una novelita con
todas las de ley.

Siguiendo este criterio, Los cisnes vaga entre el cuento


y la novela corta; es más bien, a lo mejor por decisión del
autor, un cuento que se fue estirando hasta convertirse en
una novelita, alcanzando así las características mínimas que
tienen las novelas de largo aliento. Los cisnes es, pues, una
novela corta y aquí se las presentamos:

Los cisnes es una novela corta, de fácil acceso. Su


estructura es lineal, dividida en siete capítulos cortos. Narra la
vida de dos poetas jóvenes que se enfrentan a un interminable
universo poético, en el que se sumergen para dar vida a una
nueva voz; una búsqueda que los lleva a probar el vértigo de
la disociación entre hombre-artista, donde descubren uno
de los caminos más floridos para cimentar, según su tesis, el
valor natural del hombre para hacer oír una palabra nueva:
el crimen.

Después de finalizada la lectura de Los cisnes, queda


a juicio del lector hacer su propia valoración de la pieza. A
lo mejor muchos dirán, siguiendo el criterio de número de
páginas y de palabras, que se trata de un cuento o de una
novela corta. El debate seguirá abierto y enriqueciéndose
cada vez más.

Los editores

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Cuando se considera la vida como un juego de fuerzas hermosas,
como consecuencia de la fuerza inteligente, la muerte es un
hecho natural y bello, necesario a la armonía. La muerte es un
episodio más de la fuerza y la alegría, el último episodio, pero
no por eso menos espléndido.

Miguel Ángel Espino


a Ricardo Lynch
I

Pocos minutos pasaban de las ocho de la noche. El evento


ya había empezado. Los muchachos entraron saludando a
cualquier conocido que encontraban a su paso con un suave
asentimiento. Cuando alcanzaron la sala principal del recinto,
vieron en el escenario a un anciano con una guitarra, mientras
le servían un trago para su exquisito gusto; después se iban a
enterar que el músico era ciego y parcialmente sordo.
—Hemos llegado justo al paso del tren —dijo uno
de los muchachos con una disimulada sonrisa, mientras se
acomodaban en una oscura y arrinconada mesa.
—¿Ya habrá llegado nuestro…? —preguntó el otro.
—¿Quién?
—El poeta…
—¡Ah! Si no ha cambiado en estos últimos días, no ha
llegado todavía.
Ordenaron bebidas y se quedaron abstraídos en el
espectáculo del anciano, que había durado más de lo previsto.
La sala estaba casi vacía. Había un par de docenas de
personas amantes de las letras y alguno que otro desafortunado
visitante. La mayoría eran hombres que no pasaban de los
cuarenta años, y las escasas mujeres que departían en el lugar
casi todas eran viejas, pero llenas de un activo espíritu de
juerga.
El lugar era sobrio en toda su longitud. Las paredes
estaban pintadas de un mate oscuro, donde sobresalían
pinturas de un explicito erotismo. Las mesas y las sillas eran
de ébano, color bastante parecido al poroso piso, donde
deambulaban dos meseros sirviendo las bebidas o cualquier
bocadillo que se les antojara a los visitantes.
El escenario quedaba en el centro de la sala, dos
escalones abajo donde estaban las mesas. Dicho escenario era
iluminado por una lámpara amarilla que lo hacía resaltar por
la poca luz que recibía de la parte donde estaban las mesas.
A un extremo de la sala, en el fondo de un pasillo, junto a
una escalera metálica, había una barra donde limpiaba unas
copas un hombre gordo y calvo, que parecía hablar o cantar a
la distancia.
—Ahí está el poeta… —dijo uno de los muchachos
después de un largo mutismo.
—¿Dónde?
—En aquella mesa, donde sobresale el humo de dos
cigarros.
—¿Es el que está con la vieja del vestido rojo?
—Sí.
—Es muy joven.
—Tiene tu edad.
—¿Mi edad? Pero en las fotografías…
—A él le gusta parecer mayor; le da un aire de importancia.
—Entonces…
—No. Él es distinto.
El espectáculo no se detenía. Al fin el anciano abandonó
el escenario para dar paso a una escuálida anciana que leyó
tres sonetos alejandrinos con un fuerte lenguaje erótico que
no dejó de estremecer hasta el último poro de las copas.
Después de leer los sonetos con mucha fluidez, la anciana
abandonó el escenario con una cadencia bastante parecida a
la de la adolescencia, sin sentir la menor perturbación por el
abrazador silencio del público. Después de la intervención de
la anciana, leyeron sus poemas tres jóvenes poetas, teniendo
el menor de ellos escasos dieciséis años. Éste último fue el que
más impresionó a la audiencia en ese momento y en toda la
velada.
Con la aparición de cuatro poetas de dudosa procedencia,
un mimo, y la última intervención del anciano, terminó la
cartelera de esa noche, cuando ya pasaban las diez.
—Yo pensé que nuestro amigo iba a leer uno de sus textos
—le dijo a su compañero de mesa el menor de los muchachos.

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—No acostumbra leer en estas circunstancias. Por lo
menos yo, nunca lo he visto.
—¿Para qué entonces…?
—Por su ego, indudablemente.
Los amigos se levantaron y se dirigieron a la mesa donde
todavía estaba acomodado el personaje del que tanto habían
inquirido en la velada. Una vez estuvieron de acuerdo en sus
presentaciones, los cuatro se acomodaron en sus asientos
para esperar los tragos que habían ordenado. Hubo un par de
minutos de un pegajoso silencio, en los que los recién llegados
se lanzaron miradas flemáticas, cuando la vieja del vestido
rojo besó a su joven acompañante. Éste no se inmutaba en
lo más mínimo; hasta parecía disfrutar los arrumacos que le
hacía la vieja.
Cuando los tragos fueron servidos, el que precedía la
mesa dijo:
—Qué espectáculo más oficioso y deprimente.
—Sin duda —dijo el mayor de los jóvenes.
—Copioso y lineal —agregó el otro, para adherirse a la
conversación.
—¿A usted también le parece? —le preguntó el anfitrión
al que acababa de intervenir.
—Absolutamente —respondió el convidado.
—Bien…
—Daniel Rodezno —añadió el muchacho.
—Sí, por supuesto. Yo siempre he creído en la audacia de
un acento mal pronunciado. He llegado a la feliz conclusión
que tal observación proviene de mi fogoso cerebro. Pero
ahora, usted, un talentoso poeta, al compartir mi crítica,
confieso que alguna verdad tiene mi observación con lo que
respecta a este tipo de poetas y a estos montajes circenses.
—¿Entonces usted no está de acuerdo con este tipo de
espectáculos?
—Créame, nunca estaré de acuerdo y nunca seré parte
de ellos.

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Mientras respondía a esta última pregunta, el dueño de la
mesa sacó una de esas cajitas metálicas en las que suelen llevar
los cigarros las mujeres de alcurnia.
—¿Gusta uno? —le preguntó a su conversador.
—Sí —respondió el muchacho, mientras le ofrecía fuego
su acompañante, quien se había limitado a escucharlos.
—¿Usted, Roberto? —dijo el anfitrión al otro joven.
—Ya no fumo —respondió el aludido.
—Es una lástima que ya no fume —continuó hablando
el poeta—. Sabe, a usted lo quería ver en estos últimos días
para pedirle su consejo sobre un negocio que quiero hacer
con el asunto del tabaco. Espero que todavía guarde su buen
gusto.
—No se preocupe, Braulio, todavía no lo he perdido.
Por un momento todos guardaron un silencio copioso,
que fácilmente podía desprender el techo con su hondura. La
vieja no había dicho una palabra hasta ese momento, solo se
limitaba a acariciar el largo y espeso cabello de su amante, y a
asentir cuando la oportunidad convenía.
—¿Ha escuchado usted al poeta adolescente? —le
preguntó Daniel Rodezno al de la cajita metálica.
—Sí, por su puesto. Es muy bueno —respondió Braulio,
soltando una espesa bocanada de humo que se extendió con
señorío sobre la mesa.
—Yo diría un genio —insistió el joven.
—Su valoración es muy apresurada. Para mí no tiene
la cadencia de un Valéry ni la imaginación prodigiosa de un
Mallarmé.
—Es muy joven todavía. Puede…
—No importa —lo interrumpió bruscamente Braulio—.
Además, yo conozco una comprometedora historia de ese
chiquillo.
—Así ¿cuál es?
—No tiene importancia.
—Pues ahora para mí ya la tiene.

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—Está bien. Como usted quiera.
Los acompañantes de los conversadores parecían no
tener lengua en ese momento. Roberto se interesaba y se
preocupaba más en cada persona que abandonaba la sala, y
la única preocupación de la vieja era mantener excitado a su
amante.
—Nació en una ciudad del interior del país —comenzó
a decir Braulio a su interlocutor— no hace más de dieciséis
años. Desde niño fue rata de biblioteca, por lo que tuvo
contacto con los grandes poetas de todos los tiempos. Fue
así como conoció a un rebelde francés, a quien usted bien
conoce, sin temor a equivocarme, a quien aprendió a imitar
en todo momento. Era, pues: esquivo, huraño y santurrón en
los primeros años; luego andalón, rebelde, promiscuo, etc., lo
que lo impulsó a abandonar a su familia y a su ciudad para
instalarse en nuestra metrópolis. Aquí buscó relacionarse
con ciertos poetas de dudoso nombre, para seguir al pie de
la letra las andanzas de su ídolo. Finalmente consiguió el
consentimiento amoroso de un viejo bribón literario de esta
ciudad, con quien ha entablado un tórrido romance que es de
todos conocido. En compañía de este viejo granuja fundó la
revista T***, en la cual los dos publican una serie de penosos
artículos literarios y de arte, que no obtienen la menor
compasión de sus detractores. En el fondo, creo que eso es lo
que buscan. También me he enterado, por muy buena fuente,
que los poemas que publican en dicha revista no son de
ellos; son más bien pésimas traducciones que hace el viejo de
autores extranjeros para glorificar su desvanecida existencia
literaria. Es por eso que le acabo de decir, que un talento como
el de ese chico me crea dudas.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—Es increíble de lo que uno se entera.
—Ahí lo tiene.
—Le juro que yo pensé que era un completo desconocido.

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—Pues no lo es. Pero no lo tome a mal. Usted es libre de
escucharlo cuantas veces quiera. Usted no debe preocuparse
por mí.
—No. Es que…
—Lo entiendo.
—¿Cómo se llama el viejo?
—No se moleste, amigo mío. No tiene ninguna
importancia.
—Pues ahora ya la tiene.
—Me marcho —dijo Braulio cortando la plática.
—¿Adónde? —le preguntó Daniel Rodezno asustado.
—A cualquier lugar.
—Pero…
—No se preocupe. En una semana los verá publicados en
“La Lámina Azul”.
—Yo pensé que iba usted enviarlos al “O.L.F.O.”
—No; “La Lámina azul” es más conveniente. ¡Salud! Por
usted y por la prodigiosa adolescencia —dijo despidiéndose,
mientras salía del brazo de su amante.
Daniel rodezno vio salir al poeta con una agitación en
su pecho. Nunca antes una persona le había causado una
impresión así. A cada momento miraba la silla vacía que
había dejado Braulio, cuestionándose en todo momento su
vulnerabilidad ante esa situación. Para soslayar la imagen
del poeta, se dedicó a ver a otros parroquianos que departían
despreocupados en las mesas cercanas o a inquirir con
su amigo lo grotesco que se le hacía el mimo que todavía
deambulaba por toda la sala. Por más que lo intentó, no podía
quitarse de la cabeza los gestos y los movimientos corporales
de Braulio. Con gran satisfacción y benevolencia recordó las
palabras que le había dirigido, lo que aumentó su devoción
hasta límites insospechados.
A Daniel Rodezno no le impresionaban hombres de su
misma edad. Él creía y defendía que la admiración verdadera
provenía de un intrincado de experiencias de vida que solo se

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alcanzan en el pináculo de la senectud. Aunque en su corta
vida se había encontrado con contemporáneos suyos de gran
valor, por quienes él, en cierto modo, había sentido cierto
respeto, jamás en su vida le había impresionado un hombre
como Braulio. Lo más curioso de todo era que él no creía
compartir la mayoría de sus ideas. Eso lo comprobó en los
pocos minutos de conversación que tuvieron. Aun así, a pesar
de tener pensamientos extremos, sentía una fuerte conexión
con el misterioso poeta, y temía no volverlo a ver en su vida.
Otra de las cosas que más le impresionaban de Braulio,
era el candente romance que tenía con una mujer que le
llevaba casi un cuarto de siglo. Aunque la mujer no era fea
ni indiscreta, características valiosas para considerarla como
una buena compañera, el joven no creía que un hombre de
las características de Braulio podía sentirse complacido con
una mujer así. Él pensaba de esa manera por su exagerada
moral puritana, que no lo dejaba ver otras posibilidades. Se
recriminaba a cada momento sus prejuicios. Creía que un
hombre de letras como él tenía que estar por encima de esas
resoluciones y en contra de eso que se conoce como causa y
efecto, que no es otra cosa que un enemigo implacable de la
libertad del verbo y de la voluntad heterogénea del arte.
Roberto Boas, el acompañante de Daniel Rodezno,
vio como su amigo había caído en un extraño paroxismo.
Para sacarlo de ese estado, le jugó una pesada broma con su
copa, pero éste ni siquiera se dio cuenta que él existía en ese
momento. Roberto Boas no tuvo otro camino que hablarle
a su amigo con ímpetu para sacarlo definitivamente de esa
ensoñación arterial. Con enérgicas palabras le previno de una
desagradable visita que iban a sufrir en cualquier momento.
—Debes estar atento de aquellos hombres —le dijo—.
Seguramente van a querer saludarnos.
—¿Cuáles hombres?
—De los que habló Braulio.
—Yo solo he visto al adolescente.

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—Hace poco vino el viejo con otros dos hombres.
Los amigos pusieron su vista en la mesa donde departía
el adolescente con los otros hombres. Como la luz era tenue,
no pudieron distinguir sus caras. Los hombres se levantaron
dando una fuerte impresión de que se marchaban del lugar.
Solo uno de ellos terminó por irse; los otros se volvieron a
sentar en sus antiguos lugares. Ordenaron más bebidas, y
comenzaron a fumar sin tregua. Daniel Rodezno y su amigo
ya no se interesaron en ellos. Ordenaron otros tragos, y
comenzaron a hablar sobre el negocio del tabaco.
Daniel Rodezno y su amigo hablaron largo y tendido
sobre el asunto del tabaco y de las posibilidades editoriales.
Los dos coincidían en que una vez salieran los poemas
publicados en “La Lámina Azul”, las posibilidades de un libro
se iban a abrir. Roberto Boas le advirtió a su amigo que debía
de estar preparado para la avalancha que le sobrevendría
con la publicación de los poemas. “En este país la gente está
acostumbrada al exhibicionismo, así que debes estar preparado
y atento” le dijo sonriendo. Daniel Rodezno no le contestó,
aunque pensó mucho en sus palabras. En ese momento pensó
que si quería abrirse paso entre los círculos literarios del
país, tenía que prostituirse al mejor postor y ser parte de la
danza exhibicionista de la que tanto estaba acostumbrada la
intelectualidad de la ciudad.
En un vuelco repentino de la plática, Daniel Rodezno se
acercó de forma confidencial a su amigo y le dijo:
—¿Te diste cuenta de la dificultad que tiene la novia de
Braulio?
—No sé a qué te refieres.
—¡No puede ser que no lo hayas notado!
—¿Qué cosa? —dijo Roberto Boas interesado.
—De lo que le falta a la vieja.
—O de lo que le sobra.
—¿Qué quieres decir?
—No notaste que es una prostituta.

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—La verdad no me di cuenta. ¿Pero por qué estás tan
seguro?
—Eso se sabe a simple vista.
Uno de los meseros pasó cerca en ese momento. Roberto
Boas lo llamó para ordenar otros tragos. Daniel Rodezno
permanecía callado jugando con su copa vacía.
—¿Quieres ir a un prostíbulo? —le dijo Roberto Boas.
—Quiero irme a casa. Ya me harté de este ambiente.
—Nos iremos después de tomarnos los tragos que ordené.
—¿Estás seguro que no notaste nada extraño en la vieja?
—dijo Daniel Rodezno un poco turbado—. A mí me pareció
algo tan evidente.
—Yo no vi nada extraño.
—A lo mejor solo lo imaginé.
—Es probable.
El mesero apareció con los tragos. Limpió la mesa, luego
se retiró dando grandes zancadas. Faltaban pocos minutos
para que cerraran el lugar.
—¿Qué era lo raro que tenía la vieja? —le preguntó
Roberto Boas a su amigo.
—No dijo una sola palabra.
—Eso es normal en estas circunstancias.
—No me refiero a eso —dijo Daniel Rodezno viendo
la puerta de la salida—. Lo que me parece extraño es que la
mujer no dijo un solo monosílabo en toda la conversación.
—¿Qué quieres decir?
—Que es muda.
—No me digas. ¿Braulio en amoríos con una muda? Lo
de la vida galante lo acepto, pero eso de que sea muda, es
inaudito.
—¿Y por qué no puede ser?
—Por Braulio. Aunque en los últimos días anda en cosas
misteriosas. Yo sé que algo anda entre manos y no me lo ha
querido decir.
—Te digo que es muda. Estoy casi seguro de ello.

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—Ahora que lo pienso, a lo mejor es verdad lo que dices.
Cuando Daniel Rodezno y su amigo ya se habían
terminado los tragos y se disponían a salir del lugar, la mesa
del poeta adolescente se quedó vacía. Con pasos impetuosos
los tres hombres se dirigieron a la salida, donde, por orden del
adolescente, se detuvieron en el umbral. Cuchichearon unas
palabras, luego se volvieron sobre sus pasos, para luego tomar
la dirección de la mesa donde se encontraba Daniel Rodezno
y su amigo.
—Ahí vienen —dijo Roberto Boas haciéndole una seña
a su compañero de mesa.
—¿Quiénes?
—Nuestros amigos simbolistas.
—¡Qué cosas dices!
—Debes estar atento a todo. Ellos no vienen en plan
amigable, te lo aseguro.
En ese momento Daniel Rodezno se dio cuenta que el
poeta adolescente y sus dos acompañantes se dirigían a su
mesa. Se acomodó en su silla. Le sonrió un poco a su amigo, y
se quedó mirando su copa vacía.
—¡Qué grata sorpresa! —dijo el adolescente de entrada.
—¿Te parece? —le contestó Roberto Boas viendo a su
amigo de soslayo.
Los hombres que acompañaban al adolescente estaban
congelados en sus puestos, y no parecían tener ganas de hablar.
En ese momento Daniel Rodezno se acordó de las palabras
que le había dicho Braulio sobre el polémico romance que
tenía el adolescente con uno de los hombres. Se acordó de
cada palabra y sintió un escalofrío desconcertante. A pesar
de que era la primera vez que veía a esos hombres, no dejó
de sentir una fulminante aversión por ellos. El hombre que se
decía ser el amante del adolescente adivinó sus pensamientos,
porque lo amenazó con la mirada. Como la disposición que
sentía Daniel Rodezno por la ética de las buenas costumbres
y el buen vivir eran exageradas, alejó su vista de los hombres

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y se dedicó a ver el rostro de su amigo, quien en ese momento
reía de forma irónica.
—Fue usted muy despiadado con mi propuesta la
semana pasada en la edición de “El tinte cultural” —le dijo el
adolescente a Roberto Boas.
—Yo no lo veo así.
—Estoy seguro de lo que digo. Además, todo el mundo
lo dice.
—No sé quién es todo el mundo.
—Me refiero a Braulio, por su puesto.
—Eso quiere decir que te importa lo que él diga.
—Honestamente no —dijo el adolescente viendo a su
amante—. Hasta ahora no sé qué tiene en mi contra. Primero
me acusa de mentiroso, luego dice que soy un innovador
entusiasta como pocos. Admito que nada de eso me
importa, pero me intriga tanta inconsistencia en un hombre
que no es más que un mamarracho del sistema.
—Deberías hablar con él —le dijo Roberto Boas al
adolescente, quien daba síntomas de estar perdiendo la
compostura.
—Ya le dije que no me interesa lo que ese tipo diga de
mí y de mi obra. Le dejaré todo al tiempo. Él se encargará de
poner a cada uno en su sitio.
—Es probable.
—Estoy seguro.
—Si tú lo dices.
—Es que así es. ¿A usted no le parece?
—Lo que no me parece —dijo Roberto Boas— es esta
plática absurda. Si tienes algo que decirme, dímelo de una
buena vez.
—No tengo nada en contra de usted —dijo el
adolescente—. Usted me cae bien. ¿Sabe lo que pienso?
—No.
—Que usted dijo todas esas cosas de mí porque le intereso.
Yo soy de esos sujetos que despiertan en usted no sé qué cosa.

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—Eres modesto.
—No; soy exageradamente modesto.
Casi toda la sala había quedado vacía. Los pocos
inquilinos que aún estaban en las otras mesas, se preparaban
para marcharse. Un mesero y el hombre calvo de la barra
comenzaron a limpiar las mesas y a poner las sillas sobre
éstas. De repente, unas lámparas, que todo el tiempo habían
estado escondidas, iluminaron la sala, dejando la piel de cada
inquilino con una apariencia enfermiza.
Daniel Rodezno se levantó de golpe seguido por su amigo,
quien puso unos billetes en la mesa, frente a la atenta mirada
del adolescente y de sus dos acompañantes. Un mesero se
acercó para corroborar lo de la cuenta, para perderse luego en
un estrecho pasillo que nadie había visto hasta ese momento.
—Me tomo la atribución de invitarlo a usted y a su amigo
a otro lugar —le dijo el adolescente a Roberto Boas.
—Estamos bien así —dijo Daniel Rodezno.
—Insisto que vayamos. Es un sitio muy cómodo y
divertido.
—No estamos interesados en ese tipo de fiestas —dijo
Roberto Boas.
—¿Cuáles fiestas? —dijo el adolescente sonriendo.
—Estamos bien —volvió a decir Daniel Rodezno.
—Es una pena —dijo el adolescente.
—Está bien —murmuró Roberto Boas.
—En otra ocasión será —intervino Daniel Rodezno ya
más conciliador, frente a la impávida mirada de su amigo.
—Así lo espero —terminó de decir el adolescente
mientras se alejaba con sus acompañantes.
Roberto Boas socó unos quevedos de uno de sus bolsillos
y salió en compañía de su amigo, casi detrás de los tres
hombres que luego se perdieron en una calle poco transitada.
Afuera comenzaba a llover. Las lámparas parecían temblar a
la distancia con las gotas que empezaban a recibir del cielo
implacable.

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II

Después de una noche agitada, Daniel Rodezno se


levantó antes de la seis de la mañana. Jamás se levantaba a esa
hora, y lo pensó así mientras se preparaba una taza de café.
Pero esa mañana era distinta. Ese día por fin iba a cumplir el
sueño de ver impresos sus poemas en uno de los periódicos
más importantes del país. Hasta ese día solo había publicado
en un par de revistas de poco alcance, donde había dado las
primeras noticias de sus señas particulares.
Pero ese día era distinto. Roberto Boas le había confirmado
un par de días atrás que esa fecha aparecerían sus poemas en
“La Lámina Azul”, todo un logro para sus ambiciones futuras.
No podía pedir más suerte que salir publicado en ese periódico
bajo el beneplácito de Braulio Arzú, el poeta más logrado de
los últimos tiempos, y una de las voces más singulares de la
poesía arriana, como decían la mayoría de críticos.
Cuando ya se había lavado la cara y mojado el cabello
para dar un aspecto confiable, se preparó para salir. Pensó
que no debía acicalarse tanto cuando solo iba a dar unos
cuantos pasos hasta el puesto de periódicos, operación que
solo le costaría cinco minutos. Pero si se encontraba en las
escaleras con aquella mujer que lo traía tan inquieto ¿cómo
explicaría su facha desaliñada? Si eso ocurría a ella poco le
iba a importar, por ser él una persona intrascendente para su
vida, como ya se lo había demostrado más de una vez en sus
encuentros vecinales. Además, un día la escuchó decir que
los poetas y todo aquel que anda en el mundo del arte, no
eran más que vagos hediondos, con una fuerte inclinación
por la melancolía y el suicidio. Esas palabras conmovieron al
muchacho, por ser una breve descripción de sus rasgos más
elementales. Con todo eso, desde ese día, comenzó a ver a su
vecina de forma más animada y anhelosa, como quien busca
algo para no encontrarlo jamás.
Abrió la puerta con sigilo, echó un vistazo en el pasillo,
quedándole todo desértico y casi sin luz. Sin pensarlo dio los
primeros pasos hacia la escalera, y bajó apresurado hacia la
calle que a esa hora parecía una brújula dormida. En la puerta
del edificio se le cruzó un gato pardo, que luego se perdió en
un callejón que conducía hacia una trampa.
En la calle se topó con pocas personas. Eso era bueno
porque él odiaba la amabilidad de esa hora. En otras ocasiones
muchos desconocidos lo habían saludado, como si fuera una
regla general para todos los que se encontraban a esa hora del
día en la calle. Para su tranquilidad, rápidamente alcanzó el
puesto de periódicos, donde se acomodaba para su faena el
encargado, que era un anciano gordo y perezoso. Sin esperar
más tiempo, compró la edición de “La Lámina Azul”, y se
retiró dando grandes zancadas.
Había dado solo cinco pasos cuando se detuvo a pensar
en otros periódicos, donde tal vez, se dijo con algo de
pereza, comentarían sus poemas, aunque eso él sabía que era
imposible. Aun así se regresó a comprar la edición del O.L.F.O.
y la de “La Gazzeta”.
Volvió a su edificio, donde ya empezaban a salir personas
rumbo a sus trabajos. Subió la escalera apresurado, y cuando
llegó a su pasillo, se tropezó con una molesta anciana, quien
todas las veces le recordaba a su familia muerta y a su niñez
fallida.
—Danielito —le dijo la anciana, de quien nadie se
explicaba por qué le gustaba deambular por el edificio a esa
hora—. Danielito —volvió a decir la vieja con una sonrisa
arrugada—, no sabes a quien me encontré ayer en la calle.
—Dígame usted —le contestó el joven con fastidio.
—Fue Andrés, tu tío. Andaba aquí, a unas cuantas calles
del edificio. ¿No te interesa saber de él?
—La verdad no.
—Pero él te recuerda con mucho cariño. Si vieras lo que
me dijo de tu niñez.

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—No me importa, ya se lo dije.
—¡Pero qué grosero te has hecho! Nunca me habías
hablado de esa manera.
El muchacho trató de entrar a su cueva, pero la anciana
se puso al paso en forma desafiante. Lo empezó a ver con
brillo, lo que enardecía al joven.
—Si vuelve a ver a mi tío —le dijo el muchacho con voz
conciliadora— dígale que me visite, pero ahora déjeme ir. En
este momento no tengo deseo de hablar con nadie.
—Le diré, si es que lo vuelvo a ver.
—Entonces no se diga más.
—También le diré que te has vuelto grosero para que esté
alerta.
—Está bien.
—Yo no sé que se creen los jóvenes de hoy día; más los
que andan leyendo libros inútiles.
—Diga lo que quiera. Yo la dejo.
—Los libros hacen grosera a la gente.
—Si usted lo ve así.
—Cuando yo era joven no pensábamos tantas tonterías.
Ahora con solo leer un par de libros la gente se cree que es
parte de los elegidos, de esos que están un escalón arriba de
los demás, de esos que tienen derecho a portarse groseros con
sus semejantes, especialmente con los ancianos. ¡Yo no sé en
dónde irá a parar la generación de hoy día!
—Yo también así lo creo —le dijo el joven con una
sonrisa, mientras la dejaba parada en medio del pasillo.
Casi en el acto comenzó a revisar los periódicos. Desechó
primero el O.L.F.O. y luego “La Gazzeta”, porque el que
interesaba era “La Lámina Azul”. Arrastró una silla frente a la
ventana, donde ya empezaba a abrirse paso un sol hiperactivo,
por lo que no tuvo necesidad de iluminar la estancia.
En “La Lámina Azul” leyó lo siguiente:
El poeta Braulio Arzú, autor de los libros: Sincronía
decimal y El año tuerto, los cuales han sido para la crítica los

27
más logrados salvoconductos de la poesía contemporánea
y la mejor evolución de los patafísicos iniciada por Alfred
Jarry, presenta hoy una voz particular e irreverente, cursiva e
irónica, tierna y enfadada, que merece una atención especial
y atenta. Arzú propone a Daniel Rodezno, joven poeta que se
ha gestado en las cloacas de la ciudad, donde goza de cierto
morbo, pero que en el ámbito académico y editorial, todavía
es un completo desconocido. Los cinco poemas que aparecen
en la página 34 son una pequeña muestra, como dice Arzú,
de la fuerza innovadora de este joven poeta, que se merece un
estudio serio y una publicación que no atente con la belleza y
el sincronismo de los versos.
Para no estirar más esta nota, la presentación de Braulio
Arzú es la siguiente:
Mi amigo de la infancia, el señor Roberto Boas, que no
hace mucho fue jefe de redacción de un semanario electrónico,
y que ahora, muy a su pesar, como me lo ha dicho en reiteradas
ocasiones, se dedica por entero a la crítica literaria y a la
docencia, me pidió, o más bien me obligó, a leer los poemas de
un alumno destacado de su clase, que hacía unos meses había
dejado los estudios.
Con una firme decisión, mi amigo me dijo que leyera los
textos de ese joven, que eran unas auténticas Polladas. Vaya
palabra de mi amigo para referirse a esas piezas que de sobra
le encantaban, sobre todo por su infinita solemnidad, como me
dijo después.
Con algo de pereza acepté la propuesta de mi amigo,
dejándole claro que solo les daría un vistazo, y que de ningún
modo me comprometía con él. Mi amigo aceptó. Una noche,
Roberto y yo coincidimos en un café, donde por azares del
destino, él se hacía acompañar de una veintena de poemas de
su exalumno. Sin pensarlo me dio los textos, y yo prometí leerlos
sin ningún afán. Esa madrugada me invadió, no sé por qué,
un sonambulismo mecánico, donde podía hacer uso de todos
mis sentidos. Así me la pasé gran parte de la madrugada, y

28
como no tenía otra cosa más que hacer, tomé los textos que me
había dado mi amigo para matar el tiempo. Desperezado me
tiré en un sillón, acerqué una lámpara, y leí el primer poema
que se titulaba El péndulo, que ahora aparece publicado en este
periódico. Debo confesar que me impresionó tanto este poema
que rápidamente me incorporé para leer los otros con más
soltura. Fue así como, casi con avidez, leí los poemas: El número
teórico, Tomo IV, Historia sin triunfo, El tren olvidado y La
nariz de mi amada.
No puedo describir la emoción que sentí al leer esos
poemas. Lo que sentí fue algo parecido al síndrome de Stendhal.
Antes que apareciera el alba, ya había releído todos los poemas.
La tarde de ese día, así como las noches siguientes, releí hasta el
cansancio sintiendo una inquietante curiosidad por conocer al
autor de tales mastodontes. Fue también por esos días que me
prometí publicarlos lo más rápido posible.
Ahora que los presento al público, no quiero agregar otra
palabra en su defensa. Ellos solos se defienden y hablan, como
no lo hacen muchos que hoy se publican en ediciones de lujo.
El octogenario poeta Pablo Goyti y el editor Luis Urrea,
son otros que han dado su opinión sobre los poemas de Daniel
Rodezno. El propio Braulio Arzú se encargó de enviarle los
textos a ambos, por lo que ellos no dudaron en escribir sus
opiniones para la edición de este periódico.
El poeta Pablo Goyti escribió lo siguiente:
Si hoy en día, como lo prueban muchas de nuestras acciones
cotidianas, nos ufanamos de ser la generación del pináculo, es
decir, el techo del pensamiento que marca una pauta para una
caída cilíndrica y degradante del ser humano, donde se ofrece
mucho sacrificio y bisoñez, uno de los pocos, o quizá el único,
me atrevo a decir, que entiende el valor de la palabra en los
hechos cotidianos, es sin duda el poeta Daniel Rodezno, a quien,
gracias a dios no conozco, porque cuando uno conoce se pierde y
se gasta. Este joven, pues, es dueño de una voz desencantada de
nuestra poesía continental; una poesía limpia y sonora, capaz

29
de rellenar los túneles del alma; una poesía libre de aprendizaje,
casi bucólica, atestada de sombras y fortunas marcadas, sin
ningún rastro de historia. Yo creía imposible encontrar este tipo
de armonía, porque la armonía, generalmente, se compone de
la historia y la estadística, ramas avasalladoras por su carácter
y puntualidad.
Pero esta poesía es como una rayuela, llena de saltos y
laberintos, libre de atoramientos y comparsas. Pero los saltos
de esta poesía carecen de tiempo: son inclasificables. A veces se
quedan congelados, suspendidos, sujetados a algo que apenas
se sabe que está, pero al llegar a él desaparece sin dejar rastro.
Estos versos carecen de aliteraciones y metonimias, que no
hacen más que producir cansancio y morosidad al texto, y no
deleite, soltura y, sobre todo, placer.
No hay duda que esta poesía es placentera, pero no es
una poesía de canto, como lo es toda poesía placentera. Al
final, cuando logras batir esta poesía, si es que lo consigues,
uno se crea un problema insostenible: una marea que luego se
convierte en huracán, que al frente trae, justo allí donde luz y
sonido, sombras y lujurias tiemblan de forma salvaje, nace un
número indescifrable que marca el comienzo, es decir, el parto
doloroso que es la vida.
Análisis laberíntico del poeta Pablo Goyti; casi
apocalíptico, se podría decir. El editor Luis Urrea, sin embargo,
ve la poesía de Daniel Rodezno desde otra perspectiva. Estas
son sus palabras:
La finalidad de la poesía, como lo afirman muchos
estudiosos, es causar placer, desazón, lujuria, maldad,
melancolía; todos los vicios humanos posibles. A mi juicio esas
posiciones son aceptadas para un análisis ulterior, no para
una verdad universal. Lo curioso de la poesía de este joven, es
que todas esas vías de escape se confabulan en un único acto,
logrando su cometido anunciado: la alteración y la destrucción
de los sentidos, que tanto buscaba Rimbaud en sus escapes
espirituales. La de Daniel Rodezno tiene una razón en conjunto,

30
una que la hace entera e irreductible, que tiene la capacidad
de cruzar todos los cercos con señorío y autoridad. Estamos,
pues, ante una voz nueva, rica, expresiva y, sobre todo, única e
irrepetible.
No hay duda que este poeta, el jovencísimo Daniel Rodezno,
ha causado gran alboroto en los círculos más ceñudos del país.
Esperamos tener más noticias de él los próximos días y, sobre
todo, más poemas que genere un debate tan particular como el
que se está formando con esta pequeña muestra de su poesía.
Daniel Rodezno dio un largo suspiro al terminar de
leer las críticas de sus poemas. Intentó buscar otras críticas
en los otros periódicos, pero él sabía que era imposible,
así que desechó la idea. Se estiró un poco en su asiento, y
encendió un cigarro con delicadeza. Sonrió un poco, porque
repentinamente todo el ambiente le pareció coloreado a su
gusto. Faltaba poco para las siete de la mañana.

31
III

Tres semanas después del recital, Daniel Rodezno recibió


una misiva de Braulio, quien lo citaba en un conocido café de
la ciudad. Confundido por tan peculiar invitación, que venía
de un extraño personaje que odiaba esos concurridos lugares
y las compañías frecuentes, el muchacho la tomó como uno
de sus primeros logros literarios. Con la fatiga de la víspera y
con el entusiasmo de lo desconocido, salió de su cueva para
encontrarse con tan prodigioso humano.
Pocos minutos después de la hora fijada, llegó Daniel
Rodezno al café G***, donde ya lo esperaba el misterioso
poeta, a quien a primera vista observó inquieto y brilloso.
—Temía que usted no se presentara, amigo mío —dijo
en forma de bienvenida Braulio, ofreciéndole su mano y
mostrándole el asiento.
—Pues su presentimiento no fue cumplido —respondió
enseguida el muchacho.
La mesa donde iban a tener la plática era iluminada casi
en su entereza por la luz natural que diluía una inmejorable
tarde que se discurría a través del cristal de la ventana que
tenían a la mano, desde donde se podía observar, sin ningún
problema, casi todo el Boulevard P***, que a esa hora era muy
concurrido. A pesar de ser una hora pico en la calle, el café
estaba vacío: una pareja de ancianos ocupaba una de las mesas
del extremo frontal; un hombre con una boina gris ocupaba
una arrinconada mesa del otro extremo; una mujer que vestía
un traje sastre ocupaba un sitio en la barra; dos jóvenes que
abandonaban en ese momento una mesa eran, en suma, la
única clientela de esa hora.
Acompañados de un café negro, los jóvenes poetas se
lanzaban interrogantes miradas para después perderse en
las zancadas de los transeúntes que se observaban en la calle
inmediata.
—¿Vio al niño que está en la esquina de esta calle, justo
en la entrada del abandonado Teatro Mijaíl? —le preguntó
Braulio a su compañero de mesa para romper el largo silencio.
—Sí, lo he visto. Precisamente a él le regalé una moneda.
—Yo también lo hice.
—¿Está usted consciente de lo que ha dicho? —preguntó
Daniel Rodezno sorprendido.
—Sí.
—¿Y qué piensa de ello?
—Usted intenta ponerme en falta —dijo Braulio con una
sonrisa.
—No. Le aseguro que no se me ha ocurrido.
Callaron por un par de minutos. Luego Braulio volvió a
preguntar:
—¿Cuántos años cree que tiene?
—¿Quién?
—Miguel, el niño…
—¿Conoce usted su nombre?
—No; pero yo lo he nombrado así. Desde hoy se llama
Miguel. Él está de acuerdo conmigo, así que no hay problema.
Tal vez hasta que…
—¿Cómo lo sabe usted?
—Me lo ha dicho.
—¿Conoce otro dato de su vida?
En ese momento Braulio pegó su vista en una luz amarilla
que se dibujaba en una ventana al otro lado de la calle. Varios
minutos estuvo observándola detenidamente; parecía como
si le recordara algo muy importante y gracioso, porque a cada
instante se le formaba una sonrisa de satisfacción. Cuando
despegó su vista de la luz, le dijo a su invitado:
—Es usted un magnifico poeta. Déjeme decirle que
cuando Roberto me ofreció sus manuscritos, no dejé de tener
mis dudas al respecto. Pero una vez que los leí, no pude dejar
de releerlos un solo instante, y me prometí que esos poemas
debían ser publicados.

34
—¿Los releyó usted muchas veces? —inquirió Daniel
Rodezno.
—Llegó un momento en que solo tenía una pequeña
duda —prosiguió hablando Braulio, sin atender la pregunta
de su conversador— si enviarlos al O.L.F.O. o a “La Lamina
azul”. Después de una pesquisa más detenida, me dije que lo
más conveniente para todas las partes era enviarlos a la última,
donde usted mismo ha comprobado el éxito arrollador que ha
tenido.
—No puedo quejarme de la crítica.
—¿Por qué debería hacerlo? Es usted un magnifico
poeta, ya se lo dije.
—Se lo agradezco.
—¿Le puedo pedir una cosa? —dijo Braulio frunciendo
un poco el entrecejo, mientras bebía un buen sorbo de café.
—Diga.
—Deje de ser tan embarazoso.
—¿Por qué lo dice?
—¿Y todavía me lo pregunta?
—No comprendo.
—No tiene que ser usted tan correcto. A veces, y usted
no me dejará mentir, puesto que está o empieza a estar en el
negocio; pues a veces, repito, uno tiene que acomodarse al
sol de la mañana y muchas veces al de la tarde, que suele ser
el más terrible. En la noche, solo hay que fumarse una pipa.
¿Comprende?
—Sí.
—Bien.
Otro silencio de varios minutos encerró a los
conversadores. No fue necesario que pronunciaran una
palabra para que la mesera comprendiera que necesitaban
otro café, otro café negro.
—¿Cuál es la pregunta que iba usted hacerme la noche
del recital? —dijo Braulio para romper el silencio.
—Yo no le iba hacer una pregunta.

35
—Tiene usted razón. Usted iba a hacerme más de una
pregunta.
—No lo entiendo.
—Yo sé que sí.
—Pues se equivoca.
—No. Pocas veces me equivoco. Pero déjeme ayudarle
un poco. Además, si le sirve de consuelo, ya tenía pensado
confiarle mi historia con esa mujer, y de paso toda mi vida.
—No sé de qué está hablando.
—Tiene cuarenta y nueve años. Se llama Roxana; y sí,
efectivamente, así como usted lo había especulado, ella no
tiene la dicha de la lengua. Creo que la perdió en su niñez;
tal vez en uno de esos caprichos de niña aristócrata. Usted ya
sabe.
—No, no lo sé.
—Llevamos dos años juntos, y creo, a mi corta edad, que
es la mujer más maravillosa que voy a conocer en toda mi
vida; y tal vez, la única mujer que voy a querer siempre.
—¿No tiene familia?
—No le hace falta.
Volvieron a callar otros minutos, en los que se quedaron
absortos en los pasos de los transeúntes del boulevard. El local
había recibido más clientela, por lo que el sosiego se había
alterado. Los nuevos inquilinos parecían como si se habían
inyectado muchos litros de vigorosidad, porque a pesar de
no ser muchos, hacían una estruendosa algarabía como una
turba de manifestantes.
En medio de las voces, Daniel Rodezno detuvo el nuevo
silencio en el que habían caído con la siguiente pregunta:
—¿Se ha dado cuenta de lo que acabamos de hacer?
—Sí; y doy gracias de que usted lo haya detenido.
—¿Cómo?
—¿Acaso no lo ha detenido usted?
—Sí, pero… ¿es que usted esperaba que yo tomara la
iniciativa?

36
—¿Ha escuchado hablar de las voces del otro lado? —
dijo Braulio, soslayando otra pregunta.
—Sí, he oído algunas cosas.
—¿Qué le parecen esas historias?
—Inverosímiles.
—Pues yo no lo creo así. Es más, creo en ellas firmemente,
como el sol de cada mañana.
—¿Y a qué se debe su entusiasmo?
—Se lo explicaré en mi casa.
—¡Su casa! ¡Pero qué tengo que hacer yo en su casa!
—Usted es la única persona que le voy a confiar todo, y
la única persona que apreciaré como verdadero amigo en mi
vida.
—Se lo agradezco, pero…
—Venga —le dijo Braulio tomándolo del brazo— que ya
se nos hizo tarde.
—¿Se encuentra usted bien?
—No me diga que teme usted ir a mi casa, amigo mío
—¡No!
—Entonces vamos.
—Encantado, Braulio, encantado.
Salieron a toda prisa del café. No se dijeron una sola
palabra en el camino. Cuando pasaron frente al desolado
Teatro Mijaíl, solo se intercambiaron unas lascivas miradas.
Después de que habían caminado por más de media hora,
llegaron al domicilio de Braulio, el cual se encontraba en un
antiguo barrio que en una lejana época fue uno de los más
esplendorosos de la ciudad.
La casa era grande; a simple vista se notaba que había
sufrido varias modificaciones a lo largo del tiempo. Tenía tres
habitaciones amplias, un pequeño vestíbulo y una sala larga
pero un poco estrecha, que estaba adornada con esculturas
orientales. La luz era opaca por los débiles rayos que producían
las lámparas que estaban erguidas en las esquinas inferiores
de cada estancia. Desde un punto específico de la sala se podía

37
ver, a través de un estrecho pasillo que se escondía a primera
vista, un lejano y lacónico jardín lleno de flores en total
abandono, pero aún con vida. El vaho de las paredes de la
sala era tan peculiar y absurdo, que agradaba hasta el último
sentido.
—¿Me podría decir qué aroma es? —preguntó el visitante,
cuando se había acomodado en un sillón rojizo, ofrecido por
su anfitrión.
—Después usted lo distinguirá. Tenga paciencia, que
para eso lo he traído.
Cuando Braulio entró a una habitación, el visitante
hizo un reconocimiento más minucioso de la sala, que se le
hacía extravagante y hermosa. Pero era ese peculiar olor que
deambulaba en el ambiente, lo que más le llamaba la atención
de toda la casa.
Segundos más tarde, Braulio salió de la habitación con
aquella misma cajita llena de cigarros en sus manos. Le
ofreció uno a su invitado. Luego, de un cajón arrinconado
que no recibía ni un rayo de luz, sacó una botella de un licor
añejo. Vació dos buenos tragos en unas finas copas. Se
quedó pensativo por unos segundos, luego, tomó una de las
copas y se la dio a su amigo, dejando la suya en la mesa que
los dividía. Más tarde tomó su copa y arrastró un poco más su
sillón para quedar más cerca de su amigo. No pudo estar así
mucho tiempo, por lo que se paró casi en el acto. Dio un par
de vueltas en la sala con su habitual solemnidad, para luego
volver a su asiento.
—¿Notó que ya no estaba el niño frente al Teatro? —
preguntó el visitante, para recuperar a su amigo del silencio.
—¡Ah, Misha! ¿Todavía piensa en él?
—Me resulta inevitable.
—A mí también.
—No deja usted de sorprenderme.
—¿Por qué lo dice?
—No es nada. No se preocupe.

38
Después de hablar de distintas y exóticas trivialidades por
un poco más de media hora, Braulio le preguntó a su invitado:
—¿Ha pensado lo que le dije en el café?
—¿Sobre las voces del otro lado?
—Sí, a eso me refiero.
—Yo pienso que son producto de fiebres cerebrales. A
propósito, usted me ha traído a su casa para develarme el
misterio ¿verdad?
—Efectivamente. Pero no sé cómo explicarle de forma
introductoria.
—Pues con el origen de tales afirmaciones —sugirió el
visitante ya un poco excitado.
—Sería muy tortuoso. Además, no tenemos mucho
tiempo.
—¿A qué se refiere?
Braulio calló. Parecía ordenar sus ideas, las cuales, a
simple vista, le causaban placer, por la sonrisa que se le
dibujaba a ratos en su rostro. Después de pasado un corto
tiempo, se levantó de golpe y sirvió otros tragos. Luego se
volvió a sentar, y se quedó callado con su habitual lejanía.
—Usted estará de acuerdo conmigo —dijo al fin Braulio,
cuando ya se empezaba a impacientar su invitado— que
existen personas de gran valor en la vida.
—Sí, estoy de acuerdo con usted —repuso Daniel
Rodezno.
—Estas persona, pues, son dignas de alabanza en
pequeños círculos o en grandes aglomeraciones, según
sea su actividad de vida, pues no importa cuál sea su arte
u ocupación, sus admiradores gozan con solo un cruce de
miradas fortuitas.
—Sin duda.
—Bien. Estas personas, que no se encuentran en
cualquier esquina, tienen, a mi juicio, una amable manera de
ser eternas, quiero decir, que no mueren.
—Hasta aquí estoy de acuerdo con usted.

39
—Pero déjeme terminar, amigo mío. Pues decía, o
intento explicar, que estas personas casi siempre tienen un
final trágico, como si la vida ya estuviera determinada para
ellas.
—Sí, por supuesto.
—Lo que intento decir es que estas personas raras veces
mueren de forma natural, lo cual destruye, en cierto modo,
su arte de toda la vida. Muchos suelen morir en su medio,
como el famoso caso de Estela Roldán, mismo que usted bien
conoce como yo, que ha causado gran delicia en su círculo
inmediato.
—No comprendo.
—Paciencia, amigo mío.
—Usted propone más de una idea que al final no me dice
nada.
—Le suplico que me deje terminar. Comprendo que el
medio se ha vuelto muy hostil para usted por tantos rodeos.
Lo comprendo perfectamente. Trataré de ser más conciso.
—Se lo voy a agradecer.
—Estas personas, en los segundos finales de su vida
—continuó Braulio con su propuesta— transmiten al que
está cerca del lecho mortuorio (me refiero al homicida-
redentor), toda su energía, la cual residirá en él para siempre.
Es lo que en otros ámbitos se conoce como trasportación del
alma. Yo creo que es otra rama de la metempsicosis. Entonces,
después del deceso, el heredero empieza a sentir su cuerpo y
su espíritu distinto. Los primeros síntomas son catalépticos,
lo que le permite cruzar paredes, cristales, techos, sin moverse
de su lugar; luego experimenta una templanza interior, la
cual dura —en las primeras sesiones— muchos minutos, lo
que le permite hacer su ejercicio de vida mejor que antes,
alcanzando, algunas veces, la perfección. Todo esto que
le acabo de explicar es lo que yo llamo El último arte. Pero
déjeme explicarle también, amigo mío, que solo son capaces
de heredar dichos placeres, los que también poseen algún arte

40
en la vida, cualquiera que sea. Un simple mortal no puede
heredarlos.
—Braulio, insisto, usted no deja de sorprenderme.
—Sobre las voces del otro lado —continuó hablando
el laureado poeta, sin importarle la intervención de su
interlocutor— no son las que conocemos los hombres de letras
como nosotros. Me refiero a que este tipo de comunicaciones-
voces se dan de distintas maneras, y solo un entendido en arte
puede identificarlas. Como le dije anteriormente, es lo que yo
llamo El último arte.
—Entonces no son voces
—¡No!
—¿Qué son entonces?
—Se lo acabo de explicar: es un todo; todo lo que el
artista piensa, sueña, hace. Es todo, amigo mío, todo.
—Pues no lo comprendo.
—¿Es usted un artista?
—Sí, lo soy.
—Ahí está. Un verdadero artista sabe distinguir el olor
de una vocal.
—Comprendo. Pero…
—No, muchacho. Eso es cosa de buitres.
—Tiene que ser más claro.
—Venga. Es momento que le explique mejor las cosas.
Braulio se levantó para mostrarle a su amigo el camino
de la habitación a la que anteriormente había entrado.
—¿Pero para qué quiere que vaya? —preguntó
preocupado el visitante.
—A resolver sus dudas, querido. ¿No le interesa
experimentar El último arte?
—No entiendo.
—Venga, antes que caiga la noche.
Entraron los dos poetas a la habitación, la cual era muy
grande y lóbrega, escasamente decorada. La iluminación era
tenue; recibía solo unos rayos de luz de la espaciosa ventana,

41
que tenía corridas de extremo a extremo las cortinas. El
sonido de un grifo medio abierto, era lo único que perturbaba
aquella misteriosa quietud.
El visitante descubrió tendida en el lecho a Roxana, la
amante del joven poeta, quien parecía dormir plácidamente.
Vestía un atuendo rojo y ceñido, con vivos multicolores en la
parte del escote.
—¿Está de acuerdo conmigo en El último arte? —le
preguntó Braulio a su preocupado amigo, mientras se acercaba
al lecho donde dormía su amante.
—¿Pero qué piensa usted hacer?
—Arte, amigo mío, arte.
—¡Está usted desquiciado!
—No. El mundo lo está por nosotros. El mundo nos
necesita para existir.
—¡Pero qué hace!
—Amar, amar, amar, amar siempre.
Al pronunciar estas palabras, Braulio tomó una almohada
suavemente, la puso con fuerza en el rostro de su amante,
quien empezó a gemir y a dar pataletas en su terrible agonía.
—¡Está usted loco! ¡Completamente loco! —gritaba
desesperado Daniel Rodezno, mientras abandonaba
despavorido la casa.
Los siguientes días fueron de escándalo en la ciudad.
La policía interrogó a todas las personas que tuvieron algún
contacto con la fogosa pareja, incluyendo, por supuesto, a
Daniel Rodezno. El acusado tuvo los habituales días detenido
en la cárcel; luego, gracias a la astucia de sus defensores,
fue enviado a la comodidad de su casa mientras se decidía
su suerte. Los jóvenes poetas, todo el tiempo que duro la
investigación, no tuvieron comunicación alguna para evitar
nuevas pesquitas sobre su complicidad literaria y criminal.
Daniel Rodezno, a pesar de que no aprobaba el crimen
de su amigo, seguía sintiendo por él un extraño aprecio y
una admiración inquebrantable que jamás había sentido por

42
otra persona. En todo momento se recriminaba su añejada
cobardía y su terrible pasividad. Así se mantuvo todas
las semanas que duraron las investigaciones. Al final, sus
temores no se concretaron. La policía no encontró, o no pudo
comprobar, su complicidad en el asesinato de aquella mujer.
La misma suerte también corrió el principal implicado, ya
que por ningún medio, ni el científico, pudieron comprobar
su crimen. Los jóvenes fueron absueltos para que continuaran
con su excéntrica vida literaria.
Una semana después del fallo del tribunal, Daniel
Rodezno recibió una carta de Braulio, donde le detallaba
un viaje que haría por el interior del país, para —según él—
controlar un poco sus ansias de conocer el límite del placer.
Al joven le sorprendió la nueva actitud de su amigo, a quien
espera ver lo más pronto posible para hablar sobre lo ocurrido.
Al final lo comprendió todo, y se dijo que era lo mejor para
ambos. A pesar de que Braulio prometió comunicarse con su
amigo, esa carta iba a ser el único contacto de ambos poetas
en más de tres años.

43
IV

Era casi mediodía cuando Daniel Rodezno entró a


una librería de la calle M***. Vio a todas las direcciones del
recinto, y se dirigió al despachador que lo miraba de soslayo.
“Solo quiero echar un vistazo” le dijo para tranquilizar al
hombre que estaba empezándose a alarmar. Su apariencia
no era muy confiable. Vestía de negro, y llevaba una boina
gris que le cubría gran parte del rostro. “No soy lo que usted
piensa” agregó con gravedad. El despachador torció un poco
la quijada, quitándole la vista para atender a otros clientes que
se aproximaban.
Con un paso aprensivo, y dando muestras de una
inconsistencia espiritual, Daniel Rodezno se aventuró por
los estantes interiores de la librería, donde descubrió a dos
muchachas que hablaban de libros de viajes. Con más decisión
y orgullo, echó un ligero vistazo a los libros de historia y a las
revistas de arqueología. Su intención no era comprar ningún
libro. Su plan consistía en corroborar algo que lo había estado
atormentando las últimas dos semanas, y no iba a descansar
hasta satisfacer su curiosidad.
Lo que había intrigado tanto a Daniel Rodezno era el
último libro de poemas que había publicado Braulio Arzú,
libro que se había vendido en grandes cantidades por el
recuerdo que tenía el vulgo del polémico autor, quien había
estado involucrado en un misterioso crimen. Daniel Rodezno
no quería aceptar que no era solo el libro lo que lo había
llevado hasta esa librería. El verdadero motivo era saber
el paradero de su amigo, a quien no había visto en más de
un año. Él todavía no aceptaba que la figura envolvente de
Braulio era la que había cambiado radicalmente sus ideas, y
que sus últimos movimientos los hacía con la influencia de
aquel hombre.
Para sacudirse un poco el recuerdo de Braulio, se dirigió
a los estantes de los libros de paleontología y de ocultismo.
Poco tiempo permaneció en esos estantes. Sin proponérselo,
y conducido por una fuerza casi sobrenatural, fue arrastrado
a los estantes donde estaban las últimas novedades de la
novelística nacional e internacional, estantes que estaban
frente a los de poesía, donde él de sobra sabía que estaba
el último libro de su amigo y, por supuesto, su primera
publicación en una editorial importante.
Desde los estantes de las novelas, Daniel Rodezno era
presa fácil de los ojos del despachador, quien no paraba de
verlo en forma inquisitiva. El joven ignoró al despachador y
se dedicó a ver las últimas novelas publicadas, así como las ya
consagradas que siempre gozan de gran popularidad. Una de
las novelas que más llamó la atención del joven fue El año de
la muerte de Ricardo Reis, donde su autor, el inevitable José
Saramago, aborda una de las vidas que a él siempre le había
interesado: la del poeta Fernando Pessoa. Sin duda ese poeta
había ejercido una fuerte influencia en su obra. Aunque en
otras oportunidades había visto esta novela, jamás se había
interesado en leerla. Esa vez tomó la novela del estante porque
repentinamente había decidido comprarla.
Con la novela de Saramago en sus manos, Daniel Rodezno
no tuvo otro camino que echar un vistazo en los estantes de
poesía. Encontró toda clase de novedades, incluyendo una
edición lujosa de aquel poeta adolescente que había visto
recitar hacía más de un año, y que por diversos motivos no
había vuelto a ver en su vida. Con gran entusiasmo tomó
los libros de los poetas que le gustaba leer y uno que otro
desconocido donde lo guiaban los títulos. Fue así como
cayó en sus manos un volumen del poeta Carlos Anchetta.
Este volumen se titulaba Poemas obscenos. En ese momento
no sabía si adquirir el libro o solo darle un vistazo. Al final
decidió comprarlo.
Cuando había visto más de una docena de títulos, llegó por
fin al que se había propuesto. El libro de Braulio, curiosamente,

46
estaba entre el de él y una antología de Allen Ginsberg. Esta
curiosidad le pareció absurda, por el tratamiento estructural
y la distribución de ideas de cada autor. Aun así, se dedicó a
contemplar esa lujuriosa e inmaculada imagen, que solo suele
ser posible en el estante de una librería.
Daniel Rodezno le echó un ligero y beligerante vistazo
a la portada de su libro. Sin dudarlo un segundo, tomó el
poemario de Braulio, lo puso bajo su brazo izquierdo, y con
paso firme se dirigió hasta el escritorio del despachador,
quien parecía como en estado de gracia contemplando los
transeúntes de la calle.
Una vez que pagó los libros, el despachador los puso
en una bolsa negra que llevaba el logo de la librería en color
amarillo. Frente a los ojos del despachador, dudó un poco en
salir de la librería. Luego, con una voz entre cortada y tibia, le
preguntó al hombre si podía revisar los libros en la pequeña
sala de lectura del lugar. El despachador estuvo de acuerdo.
Además, le dijo ya en tono jovial, que esa sala siempre estaba
dispuesta para todos los clientes, y en especial para una
personalidad de las letras como él. A Daniel Rodezno
ya no le quedaron dudas. El hombre lo había reconocido,
y eso era bueno para sus intereses inmediatos. Como en ese
momento no tenía planeado ir a otro lugar, no le quedó de
otra que confiar en la discreción del hombre. Sin decir otra
palabra, se dirigió a la sala, que no era más que un rincón con
tres diminutas mesas.
Con más determinación en sus movimientos, encendió
un cigarro y abrió la novela de Saramago. Como no había
otra persona en la sala, no tuvo reparos en lanzar grandes
bocanadas de humo que rápidamente inundaron el
ambiente, convirtiéndolo en pocos segundos en una muralla
impenetrable. Con una minuciosa curiosidad revisó la
portada del libro que era una fotografía ampliada de Pessoa
en sus años mozos, para luego leer las primeras estrofas del
prólogo. A los pocos segundos abandonó la novela. Se dijo

47
que para leer un libro de semejante envergadura por el tema
que trataba y por respeto a su autor, era preferible hacerlo en
la comodidad de su casa, donde haría una lectura más atenta.
Al abandonar la novela de Saramago, abrió con recelo
los Poemas obscenos de Carlos Anchetta, autor que era un
completo desconocido para él. Solo por la breve biografía
que venía en el libro se pudo enterar de los datos generales de
ese poeta, quien era bastante joven. En las páginas del libro
encontró títulos que llamaron su atención. Algunos de ellos
eran: Soneto a la lluvia dorada, Soneto al eyaculador precoz,
Oda a los vellos púbicos, Oda al orgasmo y El coito de la virgen
loca. El poemario se componía de versos clásicos, versos
libres, y un par de poemas en prosa, donde el autor resaltaba la
voluntad del placer, siguiendo la doctrina de Schopenhauer.
Una vez que había revisado todos los títulos del
poemario en el índice, lo abandonó para dar paso al libro que
le interesaba. Su cigarro hacía mucho que se había extinguido,
por lo que encendió otro con una energía demoniaca. Miró a
todos lados, y como nadie se postró frente a él, abrió el libro
con sus manos temblando, y casi deja caer el cigarro en las
páginas del libro.
De nuevo volvió a ver a todas las direcciones, pero nadie
salió a su encuentro. Cerró el libro y se quedó mirando las
nubes de humo que producía su cigarro. En ese momento
se apareció el despachador con una sonrisa fingida. Le dijo
que si quería café solo tenía que ordenárselo, que él mismo se
lo prepararía. Daniel Rodezno le sonrió con una hipocresía
académica. Le dijo que estaba bien, que no quería ponerlo en
oficios. El despachador insistió en su ofrecimiento, pero el
joven siempre lo rechazó con una amabilidad insospechada.
Al fin el hombre comprendió y dejó la sala, pero antes de
marcharse le dijo que era un admirador de su obra, y que no
creía nada de lo que decían los medios sobre su participación
en aquel crimen. Daniel Rodezno agradeció la solidaridad
del hombre con amables palabras, que al final terminaron de

48
convencer al despachador que estaba incomodando.
Daniel Rodezno abrió el libro en compañía de un
nuevo cigarro. Esa vez no buscó en el índice. Lo que más
le interesaba en ese momento era la biografía de Braulio,
donde creía que iba a encontrar algún indicio de su paradero
y un escueto comentario del crimen que había cometido.
Nada de eso encontró en la biografía. Los editores hablaban
exclusivamente de la poesía innovadora de Braulio, a quien
consideraban uno de los pocos elegidos.
Con una gran decepción, Daniel Rodezno pasó las
páginas del libro donde había afincado sus esperanzas. Leyó
el prefacio y las críticas de algunos académicos que se habían
incluido, y no se sintió capaz de continuar. En medio de esa
pesadez, leyó los primeros cinco poemas del libro, donde
descubrió una evolución significativa en la poesía de su
amigo. Esa poesía era tierna, conmovedora, casi mística, pero
sin descuidar el sarcasmo, la ironía mordaz, y la oposición a la
vida moderna que tanto combatía Braulio Arzú.
Con un impulso repentino, cerró el libro y lo puso junto
a los otros en la bolsa. Apagó el cigarro, y se levantó con
energía. Cuando pasó frente al escritorio del despachador,
se detuvo unos segundos para agradecerle sus atenciones.
Sin decir otra cosa buscó la salida casi con desesperación. El
despachador solo alcanzó a decirle que le había dado mucho
gusto conocerlo, pero Daniel Rodezno ya no lo escuchó. En
la calle se sintió más tranquilo. La gente marchaba por todas
las direcciones posibles, y el cielo lucía claro e inexpugnable,
dando una sensación de desprendimiento.
Frente al edificio donde vivía Daniel Rodezno, un
hombre alto y pálido con gafas gruesas y vestido de negro,
se paseaba somnoliento en la entrada principal. La gente del
edificio estaba alarmada, y más de uno tuvo la firme intención
de llamar a la policía. El extraño caminaba de un lado a otro
sin hablar y sin preguntar nada. Cada vez que salía o entraba
un inquilino, el hombre lo seguía con la mirada hasta que se

49
perdían en la calle o en las entrañas del edificio. A esa hora
hacía un sofocante calor, y todo el mundo corría a cualquier
oasis de sombra.
Cuando Daniel Rodezno llegó a su edificio, el extraño
personaje lo abordó de golpe presentándose como un agente
de la policía. El joven vaciló un poco. Vio a todos lados, y
comenzó a caminar dejando al hombre con la palabra en la
boca. El extraño volvió a insistir, pero esa vez con una voz
grave y autoritaria, que hizo que por fin el muchacho lo
atendiera.
—Solo le voy a quitar cinco minutos —dijo el policía.
—No tengo más tiempo que ese —dijo Daniel Rodezno
revisando el contenido de su bolsa.
—Entonces caminemos hasta su departamento.
—No me gustan los policías, si es que usted es uno de
ellos, así que no lo dejaré entrar a mi casa.
—No dude de mi profesión, amigo. Si recuerda usted
bien, yo estuve en dos interrogatorios que le hicieron en el
tribunal el día que usted quedó libre de sospechas.
—Entonces diga de una vez lo que quiere de mí.
—Es mejor hablar de estos asuntos en privado. Aquí es
peligroso.
—A mí no me importa si nos escucha el mismo diablo.
Además, no tengo tiempo para atenderlo, así que hable de una
buena vez.
—Como usted quiera.
Una pareja de ancianos se cruzó en ese momento en
medio de los hombres, que se habían posicionado en la
entrada. El policía buscaba entre la ropa del joven algún
indicio de su sospecha, pero no le hizo ningún comentario
para no incomodarlo más de lo que ya estaba. El joven se
sentía fatigado. De repente comenzó a sentir un fuerte olor a
heces humanas, que por un momento pensó que provenía de
la ropa del policía. Lanzando indicios de pesadumbre y estrés,
quería convencer al policía que no estaba en la disposición

50
de aguantarlo mucho tiempo, y si quería decir algo era el
momento para hacerlo de una buena vez.
—Usted se fatiga sin motivo —dijo el policía—. Yo no he
venido a esposarlo, aunque eso es lo que más quiero.
—¿Por qué lo dice?
—No se haga el desentendido conmigo que yo lo sé todo,
absolutamente todo.
—¿Y qué es lo que sabe?
—No me haga recordárselo —dijo el hombre caminando
un poco hacia el interior de la puerta—. Es una escena muy
desagradable.
—Ya le dije que no lo quiero en mi casa, así que le suplico
que no dé un paso más.
—¿Entonces quiere que hablemos de su crimen en plena
calle? Sus vecinos pueden escuchar, y después ya no lo van a
tener como una persona discreta e inofensiva.
—¿Qué es lo que quiere? Termine de decirlo.
—Conversar. Ya se lo dije.
—¿De qué?
—De su complicidad en el asesinato de aquella pobre
mujer.
Dos adolescentes salieron en ese momento del edificio
seguidos por un perro pardo. El calor se había vuelto más
insoportable, y el ruido de la ciudad era estremecedor. El
joven ya no tenía deseos de seguir hablando, y quería que el
policía se quitara de su camino, y sobre todo de su vista. Miró
el contenido que llevaba en la bolsa, y se terminó de convencer
que lo mejor en ese momento era estar solo.
—Sé perfectamente que usted no mató a esa mujer —
dijo el policía.
—Entonces por qué me busca.
—Conozco los de su clase. Son hombres que creen tener
la piedra filosofal en las manos.
—A mí qué me importa lo que usted piense.
—Lo que quiero decir —dijo el hombre acercándose

51
hasta quedar muy cerca del muchacho— es que a quien
quiero en realidad es a su amigo, que como usted bien sabe
es el verdadero asesino. Pero antes de llegar a él no lo puedo
pasar inadvertido a usted. Espero que entienda lo que digo.
—Usted solo supone cosas de las que no tiene pruebas.
—Es probable. Pero déjeme que le revele mi hipótesis, si
usted quiere.
—No me interesa.
—Yo sé que sí.
—Se equivoca.
—Pues va tener que escucharme aunque no quiera.
—No estoy obligado a ello —dijo el joven sonriendo.
El tibio rugido de un gato que salió del edificio distrajo
a los hombres. El policía miró al animal, mientras el joven se
apresuraba a la puerta. Al ver su decidida actitud, el policía le
habló de forma conciliadora, prometiéndole terminar pronto
con sus alegaciones. El joven volvió a su antiguo puesto
poniendo una cara amargada.
—¿Quiere que le diga aquí todo? —dijo el policía—.
Alguien puede oírnos.
—Ya le dije que no me importa.
—Está bien.
—Escuche —dijo Daniel Rodezno cambiando la bolsa
de mano—, mi paciencia ha terminado. Si no habla en este
momento, voy a subir y no lo voy a escuchar más.
—Sé dónde está escondido su amigo Braulio —dijo el
policía.
—A mí qué me importa Braulio en este momento.
—Yo sé que más de lo que se niega.
—Pues se equivoca.
—Le he seguido la pista por más de un año, y ahora
conozco su escondite y lo que hace con su existencia. Él tiene
que cometer un error, y yo voy a estar allí cuando lo haga.
¿Está seguro que no quiere saber dónde vive?
—¿Eso era todo lo que quería decirme?

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—No.
—¿Entonces de qué se trata este juego?
—Es para prevenirlo a usted de sus amistades. Ese
hombre es muy peligroso, y terminará involucrándolo en una
de sus fechorías.
—Se lo agradezco.
—¿Está seguro que no le interesa saber dónde vive su
amigo?
—No me importa la vida de Braulio. Mi amistad con él
está acabada, si eso es lo que quiere usted oír.
—Usted es un hombre inteligente y educado,
características muy apreciadas en nuestros días. Las malas
amistades pueden echar todo un proyecto de vida al traste
cuando uno se cierra a creer en las bestialidades humanas.
—Se lo agradezco, pero usted no debería preocuparse
por mí. Yo creo tener el criterio suficiente para escoger mis
amistades.
—No lo tome a mal.
—Está bien.
—Ya no le quito más su tiempo. Espero verlo en otro
momento. No crea que se ha librado de mí.
El joven ya no habló. El policía entendió el mensaje, y
decidió irse sin decir otra palabra. Daniel Rodezno subió las
escaleras muy pensativo. Esa visita le parecía extraña, cuando
ya estaba todo resuelto a su favor. Cuando estuvo entre las
paredes de su casa, puso la bolsa con los libros en una mesa y se
tiró en un viejo sillón quedándose dormido casi en el instante.
La ciudad apenas iba iniciando las labores clandestinas de la
tarde.

53
V

Se despertó de golpe. La cabeza le daba vueltas como


un trompo eléctrico. No tuvo más que levantarse para evitar
el polvo. Ya de pie, se dio cuenta que se había tirado en la
cama sin quitarse la ropa y los zapatos. Y no era la ropa de
la víspera, sino una más lejana que no recordaba. Miró sus
manos, y vio que estaban pálidas como las un cadáver. Por
un momento se le ocurrió correr hacia un espejo, pero le
faltó valor y contundencia para verse en ese estado. Lo mejor
que podía hacer era salir de su cueva, porque su nerviosismo
aumentaba a cada segundo. Así que, sin revisar las esquinas
de su estancia, salió disparado a la calle.
Daniel Rodezno había dormido muchas horas sin parar.
Todo ese tiempo estuvo como muerto en su catre. Solo en
contadas ocasiones movió un músculo. En ese lapso de
tiempo, soñó todos los sueños posibles; por lo menos los que
una mente fogosa como la suya podía soñar. Fue muchas cosas
en sus sueños. Fue señor y sirviente, jefe y mendigo, víctima y
verdugo, macho y hembra; pero sobre todo, fue nadie; un ser
intangible que vagaba sobre las cosas sin tocarlas ni pensarlas,
como un fantasma perdido que solo sueña con su fantasma.
Uno de los sueños más perturbadores que tuvo fue
cuando se vio como un perro callejero; un absurdo existencial
que recibía solo palos e improperios; un ser indigno que
acechaba los basureros y los hacinamientos más apestosos de
la ciudad para descansar un poco su rabo maltratado y herido.
En otro sueño fue un soldado que trotaba en un desierto con
la misión de encontrar el mar. Muchas veces lo encontró,
pero cuando lo tocaba, volvía al trote y el mar desaparecía
misteriosamente. En otro sueño fue un portero subterráneo
que tenía la mayor colección de serpientes del mundo. A
todas las llamaba por su nombre y las comprendía a su modo.
Fueron sueños perturbadores, como los de cualquier mortal,
solo que nuestro héroe no era cualquier mortal, como él se lo
repetía hasta el cansancio, especialmente cuando había sido
parte de una charla sin escrúpulos que le infringían todos los
imbéciles de la ciudad que se ufanaba de estar a su alcance.
Jamás había bajado las escaleras de su edificio tan deprisa
como esa vez. Era como si el mismo diablo le había puesto una
cita ineludible, por lo que necesitaba salir con urgencia de las
paredes del multifamiliar. Un par de personas que lo vieron
bajar las escaleras con ese frenetismo endiablado, se hicieron
las cruces y se apilaron a las paredes para no ser tocadas por
las llamas del infierno.
Cuando estuvo en la calle, empezó a sentir el ambiente
gélido y húmedo, como si la ciudad entera se deslizaba hacia
una gran nevera. El cielo estaba negro y odioso, y las calles
con una viscosidad indescriptible. A ratos se sentían las
salpicaduras de unas gotas delgadas que se abrían paso entre
lo gris del telón de fondo, donde se veía, casi como una historia
medieval, la luz monstruosa que avanzaba lentamente como
un gusano salteador. Había llovido.
No dudó en adentrarse en la espesura. Ese era su ambiente
favorito. Entre más lúgubre parecía el cielo y más grises lucían
las calles, y sobre todo, los rostros de las personas, era mucho
mejor para él. Por eso, cuando llegaba el verano, cuando todo
era luz y color, donde obligadamente había que ventilar las
estancias, se le entumecía el corazón y permanecía casi todo
el tiempo rabioso e intolerable y, sobre todo, inhumano.
Odiaba la luz y prefería por mucho las tinieblas. Aunque, para
su desagrado, muchas de sus hazañas las había hecho en la
estación de la luz.
Esa vez, con paso firme e irresoluto, empezó a caminar
con una agitación jamás sentida. De alguna forma necesitaba
estar entre las entrañas de la ciudad; sentir sus olores, oír las
punzadas de su dominio como la pesadez de un presidio,
donde todo corre por el mismo canal. No pasó mucho tiempo
para que empezara a recordar, borrosamente, sus sueños.

56
Pero así como son todos los sueños, una mentira piadosa,
los recordó a todos como ráfagas de una vida pasada. Para
no romper con la tradición elementaría, todo lo que pudo
recordar de sus sueños, se le fue borrando hasta ahogarse
junto a los otros acumulados de toda una vida sin fronteras.
Cuando desapareció el rabo del último de sus sueños,
le asaltó un pensamiento que jamás se le había ocurrido: él
nunca se había visto en sus sueños como poeta. ¿Por qué
hasta ese momento de su vida no se había visto en sus sueños
como un hombre de letras? Se empezó a preguntar mientras
caminaba como un sonámbulo por la ciudad. Él, en sus
sueños, había sido todo; cualquier cosa fue, menos un poeta,
o cuando menos, un bibliotecario. Este pensamiento lo llevó a
otros más complejos que hicieron que se metiera en la fuerza
mecánica de la ciudad, donde, sin darse cuenta, ya había
tenido más de un percance con otros transeúntes.
“A lo mejor no soy poeta” se dijo con algo de tristeza.
Este pensamiento le sacó una sonrisa lisonjera que le hizo
detenerse para contemplar su entorno. Sin darse cuenta ya
había caminado muchas calles. Para entonces el ambiente
había tomado una imagen más lúgubre e irreconocible,
como si era el preludio del juicio final. Con esta idea volvió a
sonreír, y se encaminó hacia un espacio de una calle abierta
que amenazaba con recibirlo con todas sus batallas.
Empezó a llover, y para volver al mundo tangible de sus
compatriotas, corrió hacia un puesto de revistas y periódicos
que estaba casi en la desembocadura de un callejón oscuro.
Otras personas ya se le habían adelantado, por lo que el
lugar apenas si tenía espacio para él y otras dos mujeres que
habían salido de una tienda cercana. El dueño del local era el
que menos disfrutaba de la lluvia. Era un viejo flaco con un
entrecejo agrietado y triste. Miraba a todos los extraños con
una aflicción espiritual, dando a veces un aspecto de querer
echarlos a todos a patadas. Más de uno pensó en abandonar el
lugar, pero nadie se atrevía a dar el primer paso.

57
Llovió con mucha fuerza por más de una hora, donde
todos se retorcían en su pequeño espacio para evitar la
salpicadura del agua. Cuando la lluvia se fue apagando,
la mayoría abandonó el puesto, dejando a los demás bien
posicionados. Daniel Rodezno se mantuvo desafiante en su
puesto. No pensaba en nada; ni siquiera en la idea de una
novela que se le había ocurrido en los últimos días. No quería
mojarse, así que esperó con paciencia a que la lluvia se quitara
por completo. Ese mismo propósito tenían los tres hombres
que lo acompañaban en el lugar.
El muchacho pasó todo el tiempo mirando un edificio
lleno de ventanas puntiagudas. Pocas veces puso su vista
en otra cosa. De repente se sintió vigilado, algo que a él le
desconcertaba. Al principio intentó ignorar al intruso, pero
eran miradas tan fuertes y penetrantes, que no tuvo más que
pensar en el policía que se había dado a la tarea de rastrear
sus pasos. Su corazón se empezó a agitar; movía los pies con
intranquilidad con la esperanza de una redención. Al final
decidió abandonar el lugar. Al volverse vio que el hombre
que lo miraba no era el policía, sino un anciano de aspecto
macilento. Abandonó la idea de marcharse, porque no tenía
planeado mojarse sin motivo.
El anciano no despegaba su vista del joven, como si quería
confirmar una sospecha. Daniel Rodezno también comenzó a
sentir algo familiar en el extraño, como si ya lo había tratado
en el pasado. Hubo un momento en el que los dos se miraron
de forma que ya no podían negarse, y fue hasta ese momento
que decidieron atravesar la delgada línea de la discreción. Se
acercó al anciano con ánimo, y antes de que abriera la boca le
dijo:
—Usted es Manuel Swan, el viejo portero del edificio
K***.
—Sí —dijo el anciano—, y supongo que tú eres Daniel
Rodezno, el hijo menor del pirata Alfred.
—Ha pasado mucho tiempo.

58
—Casi veinte años.
—Toda una vida.
—Lo de tu familia fue una gran tragedia.
—Ahora ya no importa. Eso quedó atrás, como
quedaremos nosotros algún día.
—Yo seré el primero de los dos.
—Supongo que sí.
La lluvia se iba apagando cada vez más, como caen las
partículas de un termómetro. El joven miraba al anciano de
forma animosa. Le agradaba su cara y su semblante, pero más
le agradaba su historia. Sin duda ese hombre había sido de
los pocos elegidos que vio en su niñez. Hacía muchos años
que no lo veía, y no estaba dispuesto a dejarlo ir tan fácil. El
anciano, sin embargo, miraba al joven con un poco de recelo.
Su apariencia desaliñada y la agitación de sus manos y su labio
superior no le ofrecían ninguna confianza. Pero un vistazo
más detenido le hizo caer en cuenta de sus virtudes. No había
cambiado casi nada desde que lo había visto cuando era niño,
por lo que se sintió más comprometido con su causa. A cada
rato se miraban como si ese era el último encuentro de sus
vidas.
—¿Por qué llamaban capitán Alfred a mi padre?
—preguntó el muchacho sacando su mano para medir la
lluvia.
—Era por el pirata inglés del que siempre nos habló. Ese
tal pirata nunca existió; fue una invención de tu padre para
entretenernos.
—¿Entonces no era porque siempre le gustaron los
barcos y el mar?
—Fue por lo del pirata. A tu padre le gustaba que le
dijéramos capitán Alfred.
—Ese pirata lo llevó a la muerte.
—Tu padre estaba preparado para morir en el mar. Tu
madre y tus hermanos no lo estaban. Por cierto ¿por qué no
estabas con ellos en el bote?

59
—Me quedé con una tía. A mí nunca me ha gustado el
mar.
—Esa decisión te salvó la vida.
—Eso da igual ahora. Le ruego que ya no hable de mi
familia. Eso ya no tiene importancia para mí.
Hablaron hasta que el agua desapareció por completo.
Decidieron salir juntos del refugio y caminar hasta quedar
llenos de una madeja de inquietudes. Se despidieron cerca de la
estación del ferrocarril. El joven se quedó estático observando
como el viejo desaparecía en la distancia. Después tomó un
callejón que conectaba con la calle M***, donde pensaba
reponerse de su agitación nerviosa. Al final decidió regresar
a su casa para pensar en un asunto que le devoraba el pecho.
Lo que tanto lo inquietaba era por qué motivo había
invitado al viejo Swan a su casa el día siguiente. A veces se
detenía a pensar si era verdad o si solo lo había soñado. Recordó
la conversación del puesto de periódicos, y no recordó la
invitación que le había hecho al anciano. A lo mejor, se dijo, lo
hizo mientras se despedían cerca de la estación del ferrocarril.
Esta idea le pareció la más sensata de todas, y confió en ella
hasta que se le borró del pensamiento, o hasta que la sustituyó
con nuevos brebajes, a los que se había entregado casi por
completo los últimos días.
El día siguiente, desde las primeras horas, se comenzó
a preparar para recibir a su exclusivo invitado. Hacía mucho
tiempo que no invitaba a nadie a su casa, y se extrañaba
mucho por tener ese comportamiento. A pesar de que el viejo
Swan iba a llegar a media tarde, estuvo inquieto y pensativo
desde la mañana. “¿Para qué invité a ese hombre a mi casa?
¿Con cuál propósito lo hice? ¿Acaso estoy bien de salud o
solo desvarío?” Se preguntaba a cada momento, sin que se le
quitara de la cabeza un solo instante el rostro del viejo Swan.
Así se la pasó toda la mañana y parte de la tarde, hasta
que apareció el viejo Swan vestido como capataz de un barco.
Llevaba una chaqueta azul con unas insignias, pantalones

60
blancos y unas grandes botas que apenas podía dominar.
—Buenas tardes capitán Alfred —le dijo al muchacho
cuando éste abrió la puerta.
Daniel Rodezno lo vio de pies a cabeza, sin dejarse de
sorprender por el traje y por su actitud. Sonrió un poco,
pero luego apretó el entrecejo, mientras veía como el viejo se
echaba en su sillón.
—Yo no soy su capitán Alfred —dijo después de una
larga pausa—, y le ruego que no me vuelva a llamar así.
—Tienes el mismo carácter de tu padre —dijo el viejo—.
Por eso tú eras su favorito.
—Le ruego que ya no hable de mi familia. Eso ya no tiene
importancia para mí.
—¿Entonces de qué vamos a hablar?
—De cualquier tontería. Usted y yo solo podemos hablar
de cosas sin importancia.
—¿Por qué lo dices?
—Es obvio que usted y yo somos opuestos. Nosotros
vemos la vida desde otra perspectiva. Somos como el agua y
el aceite, como dicen por ahí. La verdad no sé por qué lo invité
a mi casa. Por cierto, ¿puede usted decirme por qué lo invité
a mi casa?
—Me dijiste que querías hablar de la ciudad y de sus
vicios, principalmente de los cambios más significativos que
han sucedido en los últimos tiempos.
—Entonces lo invité para que me sirviera de cronista.
—¿Es que no te acuerdas de la plática que tuvimos ayer?
—La verdad no. En estos últimos días me han sucedido
cosas extrañas que llegan a rozar la incredulidad. Yo lo
atribuyo a mi enfermedad.
—Pero luces muy sano.
—Esto que ve es una apariencia mentirosa. Yo no
soy como todo el mundo cree. Muchas personas cuando
llegan a descubrir algunos de mis rasgos verdaderos, huyen
despavoridos y otros se quedan para verme con lujuria. Eso

61
me pasa siempre, especialmente cuando estoy enfermo. Hace
poco tuve una fiebre que me tumbó por varios días. Ayer,
cuando me lo encontré a usted, hacía poco había salido de
una crisis. Bueno, en realidad no sé si ya salí de ella.
—Si te incomodo me puedo ir en este momento.
—Ahora quédese. Le ruego que se quede. Yo por algún
motivo lo invité a mi casa, así que le pido de favor que se
quede.
El muchacho se levantó para servir dos tazas de café que
con antelación había preparado. Volvió a sentarse cerca de su
invitado, mientras lo veía tomarse el café como solo lo hacen
los ancianos.
—¿Cómo era nuestra ciudad en su juventud? —preguntó
el anfitrión dando más confianza.
—Casi era igual, solo que con menos habitantes.
—Pero alguna cosa ha cambiado.
—Lo de antes ahora se ha llevado a un plano más amplio,
donde todos, según dicen los medios, somos parte activa.
Nuestra ciudad es una acumulación de cosas sin sentido. Si lo
vemos con ojos más críticos, nada es verdaderamente nuestro.
Somos copia de otra copia, que a lo mismo es una copia barata
de una perversa.
—Entonces usted es un opositor de la modernidad y del
desarrollo.
—Soy un opositor de todas las sumas. Aquí solo somos
números mal calculados, a lo mucho, el resultado de un
prototipo vacío.
—Me gustan sus ideas; se acercan bastante a lo que yo
pienso.
—Por algo somos dos opositores del mar.
—En todo caso el mar está lejos. No tiene incidencia en
nuestra cotidianidad.
—Yo creo todo lo contrario. El mar es nuestro proveedor
y nuestro verdugo.
—Esa es una apreciación estadística. Y la estadística,

62
déjeme decirle, es la única ciencia prostituida.
—La estadística sobrevivirá a la gran extinción.
—De eso no tengo la menor duda.
El viejo Swan se sentía cómodo con el joven, y éste se
cuestionaba a cada momento el origen de la invitación que
le había hecho la tarde anterior. Para intentar recordar algún
vestigio, se paró y empezó a caminar con la vista baja. Después
de muchos minutos de esfuerzo inútil, dejó de pensar en el
asunto porque el viejo le parecía de sobra agradable.
—¿Qué hace para vivir? —preguntó el joven para romper
el silencio.
—Vivo de mi pensión —contestó el viejo un poco
azaroso—. Yo sé que es indigno, pero qué se le va a hacer.
—Pero tiene familia; esposa, hijos….
—Mi esposa trabaja en el Hospital General. Todo el
tiempo se la pasa en sus asuntos. Eso es bueno porque así
yo puedo hacer lo que quiero. Nuestros hijos viven en el
extranjero; casi no vienen al país.
—Entonces goza de cierta independencia.
—¿Y tú qué haces para vivir?
—No me creería.
—¿Por qué no?
—Es una profesión poco usual.
—No me digas que eres científico.
—Algo parecido.
—La ciencia se ha vuelto muy popular por estos lados.
—Me dedico a las letras.
—¿Eres dramaturgo o novelista?
—Soy poeta.
—La poesía es bastante incomprendida. Casi no goza de
adeptos como la novela y el teatro.
—La poesía no es consumida como los otros géneros.
Yo sé que de la poesía no se puede vivir. Por eso los poetas
andamos siempre en dificultades.
—Las editoriales apuestan más por los otros géneros.

63
—Esa es otra verdad. Pero dentro de todo, a mí no me
ha ido tan mal. Pero ¿cómo es que está tan informado del
ambiente literario? No me diga que usted es escritor.
—Nunca tuve talento para escribir, aunque lo intenté
muchas veces. Pero soy lector, un lector asiduo.
—¿Entonces ya sabía de mí? Pero hace poco me preguntó
qué hacía para vivir.
—Por supuesto que te conozco. Tu nombre ha estado en
la boca de todo el mundo.
—¿A qué se refiere?
—Eres conocido por tu talento y por lo otro. Bueno, ya
sabes.
—Yo sé a qué se refiere. ¿Y qué piensa de ello?
—Eso carece de importancia para mí. Lo que no va con
mi vida, lo deshecho al instante.
El muchacho se sintió más a gusto con el viejo. Esas palabras
habían llenado ciertos vacíos que andaban deambulando por
la sala. Saber que al viejo le gustaba la literatura y que era
un fiel opositor de la injerencia en la individualidad, aumentó
su interés por él. Además, repentinamente todo se le había
empezado a aclarar, y estaba a punto de descubrir el motivo de
la invitación que le había hecho al viejo Swan la tarde anterior.
—Nunca pensé que usted fuera un gran lector —le dijo
el joven con complacencia.
—He leído a todos los grandes del siglo XX. Desde
Proust, hasta Foster Wallace.
—¿Ha leído usted a David Foster Wallace?
—Sí. También he leído a Raymoug Carver, Thomas
Pynchon, Cormac McCarthy.
—¿Y cuál es su autor favorito?
—Mi escritor favorito es Robert Musil, aunque también
me gusta John Dos Passos, William Faulkner y Dylan Thomas.
—Dylan Thomas es uno de mis poetas predilectos.
También me gusta…
El joven ya no siguió hablando porque le cayó de golpe un

64
recuerdo perturbador. Se levantó dando un salto, y comenzó
a caminar dando síntomas de desesperación. El viejo Swan lo
miraba nervioso desde su asiento, pero no se atrevió a decir
una palabra. Daniel Rodezno no paraba de caminar y de
hablar entre dientes.
—¿Qué te sucede? —preguntó asustado el viejo Swan.
El muchacho no contestó. Seguía caminando sin mirar a
su invitado, haciendo mucho ruido con la nariz.
—¿Estás enfermo? ¿Te puedo ayudar? —dijo el viejo ya
de pie.
El joven se pegó a la pared, y se quedó allí pensativo.
Su cara estaba pálida, y sus ojos parecían desorbitados. Sus
manos temblaban, y sus pies estaban incontenibles. Quería
hacer algo, pero se lo negaba haciendo un gran esfuerzo.
—¿Qué te sucede, muchacho? —le dijo el viejo Swan,
acercándose—. Si quieres puedo ir por un médico.
—Váyase en este momento, y no regrese nunca más —le
dijo apretando los dientes.
—Pero no entiendo. Hace poco…
—¡Váyase! —le gritó expulsando fuego—. ¡Olvídese de
mí! Baje las escaleras y olvide la dirección de esta casa.
—No lo entiendo, de veras que no lo entiendo —dijo el
viejo tomándose de los cabellos.
—¡Sal de mi casa, animal! —le gritó el joven—. ¿Acaso
no te he dicho que te largues? ¡Fuera! ¡Fuera!
El pobre hombre buscó la salida asustado. Antes de
cerrar la puerta tras de sí, volvió a ver aterrado al joven, quien
todavía estaba pegado a la pared.
—¿No te dije que te fueras, bestia? —le volvió a gritar el
joven despegándose de la pared.
El viejo Swan bajó las gradas asustado, y se perdió en el
primer callejón que encontró. El joven se quitó la camisa y se
tiró en el sillón pensativo. “Soy un cobarde” se dijo muchas
veces, mientras miraba caer gotas de agua del techo.
Daniel Rodezno no quería matar al viejo Swan, y solo le

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había gritado para que huyera de su vista. No lo recordaba,
pero cuando lo invitó a su casa la tarde anterior, lo había hecho
únicamente para quitarle la vida. A media plática se acordó, y
desde entonces su corazón ya no tuvo tranquilidad. Mientras
pensaba en el crimen, se acordó de Braulio Arzú, y se felicitó
por no haber caído en ese enorme pozo que había preparado
su amigo para él. Afuera, la tarde ya había desaparecido por
completo.

66
VI

Poco después de que el viejo Swan había salido del


departamento, Daniel Rodezno se levantó del sillón en el que
estaba tirado. Su agitación nerviosa era extrema, y su piel
tenía una apariencia cadavérica. Puso su mano en su frente y
luego en su cuello para medir su temperatura, y solo sintió su
piel áspera y lechosa; pero sobre todo, sintió un fuerte deseo
de salir a la calle. Se abalanzó sobre la puerta, y salió de golpe
sin mirar atrás. Casi en el acto tuvo que regresarse porque se
dio cuenta de que había salido sin camisa. Cuando ya se había
puesto la camisa, puso nuevamente su mano en su frente y en
su cuello, luego salió despavorido como si quisiera alcanzar la
inmensidad.
Fue un gran alivio para el muchacho encontrarse la
ciudad sometida a las tinieblas. Hacía mucho frío, pero
apenas si podía sentir el peso de sus manos balanceándose
en un vacío interminable. En la salida del edificio se encontró
con unos vecinos que lo saludaron con soltura. Los ignoró por
completo creyendo que solo se trataba de manchas crispadas
que suelen presentar las tinieblas. No dejaba de caminar con
una aflicción indecible. Su cuerpo trepidaba por causa de
su frío espiritual, y su corazón no se estaba quieto un solo
momento. Miraba hacia todas las direcciones, y cada persona
que veía le resultaba sospechosa y culpable de algo. A veces
miraba hacia atrás para corroborar si en verdad alguien lo
seguía, como él pensaba, pero siempre se encontraba con la
mirada de unos extraños que lo veía con desprecio por su
apariencia desaliñada y triste. Así caminó por varias calles,
hasta que, sin pensarlo, se vio en una esquina cerca de la
estación del ferrocarril.
Decenas de persona invadían la estación con el fin de la
jornada. Daniel Rodezno seguí apilado a la misma esquina,
desde donde había visto pasar a todos los rostros del mundo.

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Un indigente que estaba a dos metros le gruñó con el entrecejo
para que abandonara el lugar, para recibir solo él las migajas
de algunos buenos ciudadanos. El joven miró con desprecio
al indigente, y éste lo amenazó con un bastón de hierro que
sacó de algún lado. “¿Cómo es posible que este andrajoso
piense que soy su par?” se dijo mientras bajaba la escalera
que lo iba a poner más cerca de un abordaje. Lo pensó solo
una vez, porque de repente decidió abandonar la estación del
ferrocarril cuando se le cruzó débilmente el recuerdo del viejo
Swan.
Mientras caminaba por la calle F***, recordó la imagen
del viejo Swan apostado en su sillón. Caminó más despacio
porque también se acordó del asesinato cometido por su
amigo Braulio. Sintió asco, buscó el refugio de una pared
porque sus piernas perdieron fuerza. Vio sus manos con
lujuria que vibraban como un tambor de guerra. Siguió
caminado sin mirar a los lados, lo que le causó más de una
dificultad con varios transeúntes distraídos. Así se la pasó por
muchos minutos, hasta que le cayó de golpe el recuerdo que
se negaba aceptar: el asesinato del viejo Swan.
“¿Será posible que yo, un hombre de letras, que estoy
por encima de todos estos mortales” se dijo en voz alta sin
dejar de caminar; “será posible que yo, sin objeto alguno,
haya cometido ese horrendo crimen con lujo de barbarie? El
joven no dejó de repetir lo mismo por varias calles, como si
con ello esperaba liberarse de un gran peso y encontrar una
verdad de la que él no tenía noticia alguna. “Pero si yo lo vi
salir aterrado de mi casa” se cuestionaba frente a las miradas
lascivas de los transeúntes. “Yo hice que huyera de mi casa.
Yo lo insulté para que salvara su vida. ¿Cómo podía yo matar
a ese hombre? Eso no. Eso está fuera de mí. Todo es obra
de Braulio. Él es el culpable de todo. En todo caso si yo he
matado a ese hombre, al que tienen que encerrar es a Braulio
y no a mí. Yo soy incapaz de hacer una cosa semejante. Pero,
ahora que lo recuerdo ¿por qué ayer sentí tanto placer al

68
pensar en la eliminación del viejo Swan? Me brillaban los
ojos, y me sentí limpio y desinhibido. Ha sido la única vez
en mi vida que he sentido esa amable sensación de descanso.
¿Será posible que un crimen le proporcione al hombre una
belleza inmisericorde? A lo mejor Braulio tiene razón con lo
que respecta a la experimentación del último arte. ¡Él ha de
ser el artista más dichoso que ha existido jamás! ¿Pero qué
estoy diciendo? ¿Acaso me estoy volviendo loco? Si es así ¡en
buena hora la locura! Me estregaré a ella sin angustia. ¡Por
fin seré libre y dichoso! Si Braulio me viera pensaría que soy
un conejillo de indias buscando las manos del verdugo. Estoy
seguro que eso pensaría él de mí.
Los transeúntes que lo escucharon hablar así no le dieron
importancia alguna al pensar que solo se trataba de un loco
más. Cuando el joven calló, entró en una terrible aceptación
que lo obligó a sentarse sobre un pequeño muro que sostenía
un tonel de basura. En ese momento se dijo que era un
cobarde, y que si Braulio Arzú o cualquier otro lo ponían a
prueba, terminaría confirmándoselo sin anestesia. ¿Cómo
él, se decía sintiendo un gran desprecio consigo mismo, no
podía matar a un anciano que no le iba a poner ninguna
resistencia física? Y no era solo el crimen frustrado del viejo
Swan lo que lo comenzó a oprimir, sino también otros tantos
proyectos que había cancelado los últimos días por causa de
su incorregible cobardía. Pero lo más alarmante de todo, se
dijo con angustia, era que había dejado de escribir, y eso era ir
resignándose a ser un hombre común y corriente, de esos que
él miraba deambular de forma mecanizada.
Después de pensar en sus desgracias, una luz de
esperanza vio al final del camino, que lo hizo caminar más
rápido hacia esa aparición fortuita que le había salido al paso
sin pedirla y sin buscarla: vio las lentejuelas de un cine donde
se proyectaba una película italiana que se titulaba La hora del
beso. Sin dudarlo un segundo entró al cine para salvaguardarse
de los malos pensamientos que lo asaltaban y de la lluvia que

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empezaba a cercar la ciudad con su ruido metálico.
El cine era uno de los tantos viejos que quedaban en la
ciudad. Su fachada era deprimente, y su vestíbulo y su sala
de proyecciones, como casi todas las del bajo mundo, eran
tétricas con un fuerte olor a tabaco, alcohol y mallas de
prostitutas. La película hacía media hora que había iniciado,
por lo que tuvo que hacer grandes esfuerzos para abrirse
camino entre las butacas llenas de la prole más lujuriosa y viva
de la metrópolis. Se sentó en una butaca que estaba en medio
de una fila que recibía un poco de luz del vestíbulo a través
de una diminuta ranura. Se acomodó sin ver a sus vecinos,
pensando únicamente que un escape así era lo que necesitaba
su vida en ese momento.
El muchacho vio en la pantalla una escena bastante
particular. La protagonista de la película, una mujer joven
y morena, estaba viendo hacia un estanque donde nadaba
una manada de cisnes. La orilla de dicho estanque estaba
coloreada y adornada de flores y musgos. Un pequeño trozo de
madera acompañaba a los cisnes en su encanto, que lo hacía
confundirse con un lagarto o un buzo extraviado. Los cisnes,
para variar, eran limpios y bellos, perfumados sutilmente por
una mirada pálida. A veces extendían sus alas como queriendo
alzar el vuelo, pero solo era un gesto religioso que utilizaban
para beber un poco de su pureza y eternidad. La mujer los
observaba con complacencia en la orilla del estanque, porque,
de alguna forma, le recordaban rostros inolvidables como
un cuadro de Rembrandt, una pieza de Verdi o el Ulysses de
Joyce. Su cara se contraía al mirar a los cisnes en su pureza
inmutable, como si esa imagen representaba la eternidad
soñada por los poetas y los músicos, por los dueños del alba
y la ascensión mágica que marca los senderos y los sacude
como un frasco de queroseno.
Daniel Rodezno también miraba estupefacto la imagen
de los cisnes en la gran pantalla. Le parecían las criaturas más
bellas sobre la tierra; los únicos que gozan de una libertad sin

70
límites. En ese momento se vio como un cisne, uno pulcro y
libre, sin las imperfecciones de los hombres. También imaginó
a Braulio como un cisne; uno más elocuente y ágil por ser el
cisne principio, el cisne origen donde todo empezaba a tener
color propio. Fue entonces que los cisnes de la película se le
hicieron más bellos y eternos, al creer que estaban por encima
de cualquier número y clasificación, así como lo estaba desde
hacía mucho tiempo él y su amigo Braulio.
En ese momento la imagen de los cisnes de la película
se contaminó con la aparición de otro protagonista, un mozo
moreno de ojos claros que llegaba a reclamar a su amada del
estanque. Daniel Rodezno no soportó esta escena. El mozo le
perecía tosco y ridículo, indigno de la muchacha, pero sobre
todo no merecedor de la imagen apoteósica de los cisnes.
Se levantó de golpe de la butaca, porque repentinamente
comenzó a sentir una gran repulsión por todo el entorno.
Abandonó el cine agitado y nervioso, como si tenía que hacer
un pendiente aplazado que ya no podía esperar. Solo había
permanecido cinco minutos en la sala de proyecciones.
Afuera la lluvia se había intensificado, pero no le importó.
Su única intención a partir de ese momento era evitar llegar
a su casa, por lo que necesitaba una distracción satisfactoria
y urgente. Evitaba volver a su casa porque algo dentro de él le
decía que allí se iba a encontrar con el cadáver del viejo Swan,
a quien había matado hacía pocos minutos. Pensó que eso
solo era producto de su imaginación, que el viejo Swan había
conseguido zafarse de sus manos y que jamás lo volvería a ver
en su vida. Pensar así lo consolaba, aunque a cada momento
le volvía la imagen de su crimen, lo que lo ponía atento y
nervioso, que hacía que se revisara constantemente sus manos
y su ropa para ver si encontraba alguna mancha de sangre de
su víctima.
Cerca de la plaza T***, donde se amontonan un gran
número de establecimientos nocturnos, Daniel Rodezno
entró a un pequeño bar que era una mezcla de melancolía

71
y agravio. En una parte del bar, la que estaba más iluminada
y colorida, departían unos obreros que se habían dividido
en dos grupos, quienes a cada momento lanzaban grandes
carcajadas que hacían todo vivo y locuaz. En la otra parte,
la menos iluminada, que a lo mismo era la más arrinconada,
departían tres hombres toscos que miraban, cada uno,
hacia una inmensidad que no llegaba más allá de su aliento
alcohólico. A veces estos hombres lanzaban tibios mugidos,
que servía únicamente para corroborar su todavía existencia
terrenal. El ambiente era contrastante y chocante, parecía ser
de dos sitios distintos flotando en el azar del destino.
Daniel Rodezno se acomodó en la parte melancólica
del bar, a unos cuantos pasos de los tres bultos humanos
que bebían con una sed insaciable. Ordenó un trago doble,
encendió un cigarro con un cerillo húmedo que resultó ser
todo un milagro, y se quedó con la vista perdida en la pared
interior del bar donde estaba colgada una imitación de El
Guernica de Pablo Picasso. Cuando le sirvieron el trago se
tomó más de la mitad de un tiro y le pidió otro igual al mesero,
que era un mozo viejo de aspecto italiano que le hizo recordar
la escena que había visto hacía poco en el cine. Se tomó la
otra mitad del trago, y se quedó contemplando con deleite el
famoso cuadro de Picasso.
—¿Cómo ha estado, amigo mío? —le dijo un hombre
acicalado que llevaba ropa oscura y una boina gris—. Hacía
mucho tiempo que no sabía de usted. ¿No me diga que ha
empezado a enmendar su vida?
El joven se asustó con esta aparición repentina, porque
hasta ese momento no había visto una cara conocida en el bar,
de modo que era imposible que uno de esos comensales fuera
su antiguo camarada. En todo caso, él no tenía camaradas
tan íntimos que le hablaran de esa manera. Cuando hizo
una recapitulación exhaustiva, cayó en cuenta de que solo se
trataba de aquel policía que lo había puesto en aprietos un
tiempo atrás. Hacía mucho que no lo veía, y creía haberlo

72
olvidado para siempre. Cuando ya no tuvo dudas de que se
trataba del policía, no tuvo más que maldecir su suerte y el
momento que decidió entrar a ese bar de mala muerte.
—Yo no soy su amigo, y si lo quiere saber no he pensado
en usted todo este tiempo —dijo el muchacho frunciendo el
entrecejo—. Ni me acordaba que usted existía, y con eso le
digo mucho —agregó después.
En ese momento apareció el mesero con el otro trago.
Limpió la mesa, y dejó a los hombres para que hablaran a sus
anchas.
—No se exaspere, amigo mío —dijo el policía con
una fingida cortesía—. Yo sé tratar a las personas que me
interesan. Me parece que eso ya se lo había dicho en nuestra
plática anterior. Pero si se le ha olvidado, déjeme decirle que
usted es de los hombres que me ha quitado el sueño más de
una vez.
—Ya le dije que yo no soy su amigo, y le ruego que no me
vuelva a llamar así —dijo el muchacho temándose irritado
más de la mitad de su trago.
—Bueno, por eso no vamos a discutir. Si usted no se
siente cómodo, acepto sus órdenes con humildad.
—Es lo menos que espero de usted.
—¿Eso quiere decir que usted espera algo de mí?
—¡Pero qué fastidioso es! Si tiene que hacer algo, hágalo
de una buena vez.
—Lo que yo menos quiero es exasperarlo. Confieso que a
veces mis palabras no suelen ser las adecuadas. Le ruego que
me disculpe. Para compensarlo, permítame que lo invite a un
trago.
—No se preocupe, ya voy de salida.
—¿Pero acaso piensa dejarme con la palabra en la boca?
—dijo el policía sentándose frente al muchacho—. Yo tenía la
leve esperanza de conversar unos minutos con usted. Cuando
lo vi por la calle no sabe cuánto caminé para darle alcance,
pero veo que usted es un atleta consumado. Entonces, cuando

73
lo vi entrar a este bar, lancé un grito de satisfacción porque
sabía que de aquí no se me escaparía. De aquí ¡válgame dios!
Tendría la oportunidad de cógelo por el cuello.
—¿Qué quiere decir? —dijo el joven asustado.
—No haga caso a mis palabras. A veces digo cosas fuera
de lugar. Como diría un futbolista.
El policía se tiró una carcajada, pero cuando vio que su
interlocutor permanecía sin inmutarse, se acomodó en su
puesto y buscó con su vista al mesero que había desaparecido
de la vista de todos.
—¿Cuánto tiempo me ha seguido? —preguntó nervioso
el muchacho.
—Lo suficiente.
—No sé a qué se refiere.
—Lo he visto todo.
—¡Miente! —dijo el muchacho descargando un puñetazo
en la mesa, golpe que despertó a los tres bebedores que ya
estaban más allá de la embriaguez.
—¡Pero qué le pasa! Yo solo lo he seguido por el placer de
hacerlo. Ya le dije que usted me interesa mucho, y cuando lo vi
en la calle monologando en voz alta, no perdí la oportunidad
de seguirlo y resolver de paso el misterio que lo cobija.
Además, si yo quisiera, puedo seguirlo las veces que quiera.
Le recuerdo que usted es sospechoso de un crimen todavía
no resuelto, lo que me da toda la facultad de interrogarlo y de
seguirlo las veces que yo quiera.
—Está mintiendo, miserable. Usted sabe todo ¡todo!
—dijo el joven con una terrible agitación espiritual.
—¿Qué es lo que yo tengo que saber? —preguntó el
policía con una sonrisa.
—Dígamelo usted.
—No, amigo mío, usted tiene que hacerlo puesto que
usted lo propuso.
—Ya le dije que no soy su amigo, y maldito el diablo si
quisiera serlo —dijo el muchacho con toda su fuerza.

74
—Bueno —dijo el policía en tono conciliador—, le
propongo que se calme. Pediré otros tragos y conversemos
como dos personas civilizadas. Yo no he venido hasta aquí
con la intención de molestarlo. Yo no quiero que se irrite y
la pase mal con mi compañía. Aunque usted no me lo crea,
he empezado de sentir un poco de afecto por usted, y eso es
ya decir bastante según mi personalidad. Es usted valioso e
inteligente, un hombre digno de toda atención. Usted me
interesa, ya se lo dije. Pero no solo me interesa por lo que pasó
aquella vez, me interesa por muchas cosas. En cuanto a lo que
usted supone que yo sé, déjeme decirle que está equivocado, y
hace mal en señalarme en algo en lo que yo no tengo ninguna
noticia. Pediré los tragos. Es lo mejor que puedo hacer en este
momento ¿no le parece eso un buen trato?
El policía ordenó los tragos y se quedó contemplando
a su compañero de mesa con algo de precaución. Cuando
el mesero dejó los tragos sobre la mesa, la brasa del cigarro
que había alcanzado los dedos despertó a Daniel Rodezno de
sus cavilaciones. Rápidamente vio al policía con desprecio y
altanería al creerlo un hombre inferior a él.
—Usted no puede acorralarme —le dijo con un brillo
triunfal en los ojos—. Usted no sabe nada, solo especula.
¿Cómo podría saberlo si hace poco me ha visto caminar en la
calle? Es un embustero, eso es lo que es.
—Está bien, supongamos que soy un embustero —dijo
el policía probando levemente su trago—. Pero ¿qué es lo que
quiere que yo sepa? ¿Acaso ha cometido algo fuera de la ley en
estos últimos días? Un asesinato, por ejemplo.
—Me da risa su cara.
—Está bien, pero ¿qué es lo que usted me quiere decir? Si
quiere confesarme algo, yo lo escucharé con mucha atención.
—Conmigo no funciona su psicología barata. Yo estoy
por encima de usted. ¿Es que acaso no lo ha comprendido?
—Esa es una posición fácil. En todo caso yo, siendo una
persona inferior a usted, como me acaba de decir, lo he puesto

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en un serio aprieto, y me atrevería a decir que usted me teme.
Aunque usted se lo niegue, me teme porque yo represento la
ley, esa que es un cerco para todos los de su clase.
—Me da risa. Especialmente su cara me da risa.
—Lo tengo orillado a un pozo donde está a punto de
caer. Eso usted lo sabe muy bien. Ahora me doy cuenta que
me he equivocado, que lo que tanto me agrada de usted, es
solo una representación o una copia de otra representación
barata, de su abeja reina, quiero decir, Braulio Arzú.
—Piense lo que quiera. Yo estoy lejos de usted. No puede
atraparme ni vencerme porque yo no soy de su clase.
—Es que de alguna forma usted no es el que me interesa,
no sé si ya se lo he dicho. El que me interesa es su abeja reina,
el molde de donde salió usted para haceros reír a todos,
escúcheme bien, hacernos reír a todos, no se le olvide que le
habla un policía.
—Me voy, y espero no verlo más.
—Yo si lo veré, de alguna manera. Lo veré, no sé si usted
a mí, pero yo si estoy seguro que lo veré, y en esta ciudad, si lo
quiere saber. Es que usted no puede escapar de mí.
—Haga lo que quiera —dijo el joven parándose de
golpe—. Usted es de las personas que menos me importan en
la vida.
—Lo sé. Pero déjeme decirle una última cosa. Le juro
que es la última.
—¿Qué va a decir ahora? Supongo que más tonterías.
—A lo mejor me puedo equivocar, pero en todo caso
déjeme decírsela.
—¿Tengo otra opción?
—Puede usted marcharse sin oírme, eso lo puede hacer.
—Hable de una vez por todas.
—Cometa el crimen. No deje que sus prejuicios lo
detengan. En todo caso usted es uno de los elegidos. ¿Qué
pueden hacer la ley y el orden para usted? A lo mejor pueden
detenerlo y condenarlo de por vida. Puede también ganarse la

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silla, la inyección. Pero ¿qué es la muerte para usted cuando
se la dan hombres como nosotros? Usted está por encima
de todo, absolutamente de todo. Mate al viejo Swan. ¿Qué
representa un hombre más o un hombre menos? Nada, amigo
mío, puesto que todo es suma y circunstancias, castración
metafísica, como dice usted muy bien. Hágalo. Yo, amigo mío,
le pido que lo haga sin ninguna angustia.
—Imbécil —dijo el joven mientras abandonaba el bar
casi a tientas.
Afuera, caía una lluvia espesa y pesada, que obligaba a los
pocos transeúntes a caminar con precaución y tino. A nuestro
héroe poco le importó la lluvia y el abismo que se abría en
el cielo. Casi corriendo se alejó del bar, desapareciendo en
poco tiempo en la palidez vertical que se esparcía en todas las
direcciones de un callejón octogonal.

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VII

En las primeras horas de una mañana solemne, Daniel


Rodezno recibió una nueva carta de su amigo Braulio, quien
lo necesitaba de manera urgente esa misma tarde en su casa,
a la cual —según rezaba la misiva—, hacía pocos días había
regresado.
Sin pensarlo un momento, se presentó un poco aprensivo
a aquella casa, por la imagen que siempre se le aparecía del
asesinato de Roxana. La tarde era una de las más extravagantes
de verano, donde sobresalía el enorme espejo azul del cielo
con sus puntitos blancos en la lejanía, justo al atravesar el
cerco de la última voz de la ciudad.
Entró de golpe en la casa, siendo recibido por su amigo,
quien le dio un largo y cariñoso abrazo. Sin perder más
tiempo, se dirigieron a la sala principal, donde se acomodaron
en los nuevos y espaciosos sillones color mostaza. A Daniel
Rodezno le pareció excesivo el cambio de ambiente que
reinaba en toda la casa. Ahora estaba más iluminada y más
fresca; contrastaba totalmente con la antigua decoración. Casi
todos los muebles y los objetos habían sido cambiados, así
como el color de las paredes, que ahora tenían un rostro más
vivo y locuaz. Los objetos eran los estrictamente necesarios,
que pasaban casi inadvertidos por la sobriedad del lugar. Un
cambio más radical se había producido en el jardín, el cual
había sido sustituido por una grama espesa, donde estaba una
silla metálica junto a una sombrilla polícroma. Todo estaba
cambiado y extremadamente vivo.
Cuando había servido los primeros tragos, el anfitrión le
habló a su exclusivo visitante de la siguiente manera:
—Quiero disculparme por mi largo silencio, que ha sido,
de alguna manera, un bien para ambos. Lo que quiero decir es
que ello ha producido este feliz encuentro.
—No se preocupe, Braulio, ya me estoy acostumbrando
al hermetismo. Pero tiene usted razón al decir que ha sido
provechoso para ambos. Yo, en realidad, necesitaba este
encuentro tanto como usted.
—¿Entonces no me va a recriminar lo de aquella tarde?
—se apresuró a decir el laureado poeta.
—No. ¿Por qué debería hacerlo?
—Estoy sorprendido; y más cuando son palabras suyas.
—Yo también. Y hasta ahora me doy cuenta de ello.
Se quedaron callados —como ya era costumbre en
sus pláticas— por varios minutos, mientras disfrutaban su
trago. Daniel Rodezno miraba como el rostro de su amigo
había tomado un mate irresoluto, como si se encontraba en
un inacabable placer. Por un momento tuvo la intención de
prevenirlo del policía, pero no lo hizo para no exasperarlo
sin motivo. Braulio observaba la apariencia de su cómplice,
mientras se imaginaba el gran aprecio que sentía por él. Con
este pensamiento, el laureado poeta no pudo tomarse su copa
de un solo sorbo, sin antes lanzar una sonrisa.
Después de una larga pausa, el anfitrión sirvió otros
dos tragos para luego ir por unos minutos al que había sido
el jardín. Cuando regresó de dicho lugar, se sentó sin hacer
ruido. Fue entonces cuando su amigo le dijo:
—Tengo que confesarle algo muy importante.
—Pues empiece de una buena vez.
—Hace unos meses sufrí un ataque de ansiedad espantosa
—comenzó a relatar el visitante— en el que cada pasaje de
mi vida se paseó por mi cerebro con señorío. Pensé en mi
muerte (eso fue lo primero que se me ocurrió), pero luego
me dije que eso no lo debía de considerar por ser una simple
resolución mortal; y que nosotros, que somos unos artistas…
—Sí, artistas —lo interrumpió su conversador.
—…somos de esa especie —prosiguió el visitante— que
debe eludir ese pensamiento pueril. Para economizar un poco
la historia, le diré que uno de los pasajes de mi vida que más
me revoloteaba en la cabeza, fue la imagen viva de usted y

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Roxana, justo en el…Bueno, usted ya sabe.
—Perfectamente.
—Bien. Después de hundirme en esa imagen hasta el
cansancio, desapareció mi aflicción, es decir, mi ansiedad. No
me lo creerá usted, pero después de esos eventos dormí por
más de dos días sin parar.
—Eso suele pasar con los primeros síntomas —dijo
Braulio con una forajida serenidad.
—¿Cómo? ¿Usted ya lo sabía?
—Sí, amigo mío. Como también sé que después de
dormir tanto tiempo salió a la calle desesperado.
—¡No puedo dar crédito a lo que estoy escuchando!
—Pues créalo.
—Pero es que usted ha dicho que salí a la calle…
—Sí, eso dije.
—Explíquemelo.
—No. Eso debe hacerlo usted mismo. Prometo que voy a
escucharlo con fina atención.
Daniel Rodezno se levantó, y como movido por una
fuerza sobrenatural, se dirigió al que había sido el jardín,
donde permaneció un par de minutos. Cuando volvió a la sala
su cara estaba angustiada.
—¿Es el mismo olor de…? —alcanzó a decir, mientras se
sentaba sudando a borbotones.
—Sí, el mismo.
—¿Pero acaso usted lo ha sacado de la sala y ahora lo
tiene encerrado en ese pequeño espacio?
—No, amigo mío. Usted toma resoluciones muy
inmediatas.
—¿Pero cómo piensa usted explicarme que lo que antes
me parecía tan singular de esta sala ahora se encuentra regado
en ese cajoncito solar?
—¿No le parece un espléndido misterio?
—Sí, pero…
—Usted iba a contarme su experiencia en la calle…

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—dijo Braulio con una sonrisa burlona.
—¿La calle?
—Sí, la calle; dónde usted iba o pretendía…
—¡Ah, sí! Después de esos días de intenso sueño
—prosiguió un poco nervioso el hilo del relato Daniel
Rodezno— salí casi corriendo a la calle. De alguna manera
tenía la necesidad de estar frente a la multitud. ¿Qué pretendía
con ello? Ni yo mismo lo sabía en ese momento. Pero después
de deambular por un par de horas por las avenidas, me
encontré con un viejo conserje de mi vecindario infantil, a
quien yo había estimado sin reservas. Primero lo observé con
una angustiosa curiosidad, la cual no dejó de alarmarme.
Pocos minutos duró nuestra plática. Cuando ya nos habíamos
despedido, hice un valor general de nuestro encuentro, y me
extrañó el recuerdo de por qué motivo había invitado a ese
hombre a mi guarida la tarde siguiente.
—¿Qué pasó el siguiente día? —preguntó ansioso el
dueño de la casa.
—Llegó a la hora que habíamos acordado. Tomamos
un par de tazas de café. Hablamos de las posibilidades de la
historia y la estadística, así como de la gloriosa vida de otro
tiempo de nuestra querida ciudad. Fue entonces cuando lo
comprendí todo, de por qué era mi afición por su persona
en mi niñez, lo que también me hizo recordar lo que usted
me dijo sobre las personas que gozan de una luminosidad, la
cual algunos nunca llegan a descubrir. Fue entonces cuando
comprendí que lo había invitado a mi casa únicamente para
quitarle la vida, y así probar lo que usted llama El último arte.
—¿Y cómo terminó la reunión?
—Mal, muy mal.
—No me diga qué…
—Sépalo de una buena vez, Braulio, ¡no pude hacerlo!
Todavía soy un moralista. ¡Un estúpido moralista!
El muchacho bajó la cabeza. Estaba avergonzado por
la confesión que acababa de hacer. Su amigo lo miraba con

82
ternura desde su asiento.
—Tranquilícese, amigo mío —dijo al fin Braulio, dándole
unas palmadas en la espalda—. Yo lo ayudaré. Yo seré su
cómplice. Para eso estoy aquí.
—Estoy angustiado —dijo Daniel Rodezno sin reponerse
de su pesadumbre.
—Lo sé. Pero yo lo voy a salvar.
Se quedaron un largo tiempo callados. Cada uno parecía
estar perdido en su propia ensoñación. Todo ese largo silencio
fumaron de un modo suave y elegante.
—Somos artistas —dijo al fin el visitante.
—Sí, lo somos; y doy gracias por ello.
—Pero dígame ¿qué ha sido de su vida todo este tiempo?
—preguntó ya tranquilizado Daniel Rodezno.
—He sido el artista más prolífico que ha existido.
—¡Cómo! ¿Entonces usted ha continuado con…?
—Sí.
—¿Cuántas veces?
—Muchas.
—¿Cuánto es “muchas” para usted?
—Muchas, amigo mío, muchas.
—¿Entonces lo del soporte era solo un mal
presentimiento?
—¿Se acuerda de Misha, el niño indigente de la entrada
del Teatro...?
—¿No me diga que usted…?
—Ahí lo tiene.
—¿Pero por qué no ha sido señalado como sospechoso
todo este tiempo? Hasta ahora yo no recuerdo otro escándalo
suyo.
—He ido perfeccionándome —dijo de forma altiva.
—Vaya que lo ha hecho. ¡Y de qué forma!
Hubo una nueva pausa en la que los amigos se quedaron
viendo hacia la ventana un largo tiempo. Juntos contemplaron
como el día se iba doblegando.

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Cuando ya habían transcurrido muchos minutos y
muchos tragos, Daniel Rodezno empezó a impacientarse por
el motivo que lo había llevado a esa casa. Miraba a su amigo
con una profunda inquietud, sin encontrar en él ningún
indicio de querer adelantarle algo del asunto.
Cuando el día estaba insalvable, el dueño de la casa dijo
a su inquieto camarada:
—En la plática de aquella tarde no tuvimos tiempo
suficiente para discutir muchos puntos para condicionar la
postura de nuestra especie.
—¿Usted quiere decir que todo artista está obligado a
cometer un crimen?
—No, no es eso lo que pretendo explicar, aunque, en
cierto modo, se parece bastante.
—¿Entonces qué es?
—Yo no tengo ninguna duda que en todos los tiempos
humanos han existido estupendos artistas que sin llegar al
asesinato han experimentado El último arte. Sus experiencias
y su medio, sirvió para experimentarlo por otra vía. Pero esto
es reconocido por un artista genuino como nosotros. Porque
nosotros, amigo mío, somos artistas, no criminales.
—Pero esos postulados son muy discutidos, incluso en el
método de la creación artística.
—Sí; lo comprendo perfectamente.
—Entonces ¿cómo se salva el artista, o mejor dicho,
como prueba este tipo de artista que lo que hace es arte, es
decir, arte puro?
—Es muy sencillo, amigo mío, partiendo del homicidio al
crimen para encontrar la solidez de la magia creadora, lo que
hará inadvertida la acción, el método, el ambiente, tomando
en cuenta solo una cosa: el resultado.
—Pero este “resultado” es condenado a todas luces.
—Le estoy diciendo que del homicida al criminal hay
solo un paso, y nosotros no pertenecemos a esos grupos.
—Bien —dijo Daniel Rodezno acomodándose en su

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asiento—. Supongamos que yo represento la justicia moral,
es decir, la justicia humana, y le compruebo a usted que es
culpable de un caso de vida truncada, que ha sido ejecutada
así como usted me lo ha planteado, yo, que debo velar por
el orden, estoy en la obligación de orillarlo a usted a un acto
moral, es decir, a encarcelarlo y hacerlo pagar por su acción
¿qué diría usted en su defensa? ¿Alegaría que su acto no ha
sido criminal sino artístico, por lo cual exigiera enérgicamente
la inmediata restitución de su libertad?
—Usted ya está hablando como una persona modesta y
común, lo cual, déjeme decirle, me asusta.
—Trato de descifrar el pensamiento común para con
nosotros, los artistas.
—Yo también lo he hecho muchas veces.
—¿Entonces está de acuerdo conmigo?
—¿En qué?
—En que es necesario dejar bien claro este punto.
—Absolutamente.
Braulio se levantó para ir por una botella que guardaba
en otra estancia. Al volver vació otros dos buenos tragos. Le
dio una copa a su invitado, y se mantuvo con la suya en la
mano, mientras se paseaba por las dimensiones de la sala.
Se miraba pensativo, y a ratos parecía como si hablaba entre
dientes.
—¿Recuerda la defensa que hizo Raskolnikoff —dijo al
fin sentándose nuevamente— de su artículo cuando Porfirio
Petrovitch lo quería poner en falta sobre la confesión de su
crimen?
—Sí, lo recuerdo —contestó el muchacho.
—Entonces recuerda la parte donde le dice el oficial
al joven sospechoso “parece que quería dar a entender que
existen en la tierra hombres que pueden, o por mejor decir,
que tienen el derecho absoluto de cometer todo género de
acciones culpables y criminales; hombres, en fin, para quienes
en cierto modo no rezan las leyes”.

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—Sí, recuerdo perfectamente esa parte.
—Muy bien —dijo el poeta levantándose del sillón
para reanudar su caminata por la sala—. En dicho artículo,
Raskolnikoff clasifica a los hombres en dos categorías:
ordinarios y extraordinarios. Pero antes de eso, defendía,
no obstante, que el hombre es impulsado al crimen por el
ambiente.
—Sí. Es muy interesante esa parte —dijo Daniel Rodezno,
quien seguía con su vista el paso de su amigo mientras éste
hablaba.
—¿Está de acuerdo conmigo hasta este momento?
—Absolutamente. ¿Pero adónde intenta llegar?
—No se exaspere, amigo mío, pronto he de terminar.
La tarde ya había desaparecido, por lo que fue necesario
iluminar la sala con tres lámparas que estaban en lugares
estratégicos.
—Raskolnikoff, que para mí era un artista y no un
criminal —continuó hablando Braulio—, agregaba más
adelante en su defensa que “el hombre extraordinario tiene el
derecho no oficialmente, sino por sí mismo, de autorizar a su
conciencia a franquear ciertos obstáculos; pero solo en el caso
que se lo exija la realización de su idea, la cual a veces puede
ser útil a todo género humano” En resumen, Raskolnikoff
sintetiza así su tesis: “…la naturaleza pone a los hombres en
dos categorías: una inferior, la de los hombres ordinarios,
cuya sola misión es la de reproducir seres semejantes a sí
mismos; la otra, la superior, que comprende los hombres que
poseen el don o talento de hacer oír una palabra nueva”. Esto
último es donde nos incluye a nosotros.
—Lo comprendo, de alguna forma, pero ¿podría ser más
específico?
—Escuche: “…hombres que poseen el don o talento de
hacer oír una palabra nueva” Está claro. Nosotros trabajamos
con la palabra ¿no es verdad?
—Sin duda.

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—Entonces somos artistas ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Como artistas que somos tenemos la obligación de
“…hacer oír una palabra nueva” Y eso es, amigo mío, lo que
hacemos con El último arte.
—Comprendo lo que usted dice, pero ¿dónde queda lo
que nosotros entendemos como arte si para el vulgo es un
crimen? ¿Cómo hacemos para adquirir esa licencia sin ser
juzgados como criminales comunes?
—Usted le pone muchos cercos a la creación artística.
Eso le hará mucho daño.
—No. Usted no quiere ver la llaga, ya que solo habla de
un reducido grupo, sin tener en cuenta que existen cientos,
miles, millones, yo no sé.
—También comparto su posición, pero es que yo solo
pienso en estética.
—Yo lo entiendo desde esa posición. Pero si lo que le
acabo de decir me hace menos estético, que le hacemos.
La noche ya estaba posicionada con todos sus mormullos.
Los jóvenes no le dieron tregua a su discusión, sin importar
los puntos encontrados.
—Ahora que lo recuerdo —dijo Daniel Rodezno—
usted me invitó a su casa para un asunto de suma urgencia.
¿Quiere usted decírmelo de una buena vez?
—Por supuesto, amigo mío, si no para qué lo hubiera
puesto en esta pena —dijo Braulio desde la comodidad de su
asiento.
Por unos minutos los jóvenes se quedaron absortos en el
ruido de la ciudad, que a esa hora parecía sepultada en una
oficiosa mansedumbre.
—Estoy a punto de dar mi mejor golpe —dijo Braulio—,
y necesito de su ayuda.
—¿Uno nuevo? ¡Pero cómo! Acaba de volver a la ciudad.
Sería muy arriesgado.
—No. Lo tengo todo bien medido.

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—¿Pero para qué necesita usted de mi ayuda?
—Recuerde que somos artistas y cómplices.
—Sí. Pero yo no…
—Sin su ayuda no podría hacerlo.
—¿Cómo? Pero si ya lo ha hecho sin mí.
—¡Escuche! Este es uno de los más importantes, sino el
más trascendental. Es por ello que necesito de usted.
—No sé qué decir. Todo ha sido tan rápido.
—Así debe ser, de otra manera ¿cómo hacemos con la
palabra nueva?
—Comprendo. Pero ¿quién es el afortunado?
—Es una persona que los dos conocemos y amamos
profundamente.
—¿Puedo saber su nombre?
—¡Por supuesto! Ni más faltaba —dijo Braulio, mientras
se reclinaba del sillón para quedar al alcance de los ojos de su
amigo.
—Entonces, ¿quién es? —volvió a preguntar Daniel
Rodezno entusiasmado.
—Es usted, amigo mío, usted.
El joven palideció con esas palabras. Se levantó de golpe,
y corrió hasta la puerta, la cual no pudo abrir por estar con
llave. Buscó otras salidas, pero todo estaba cerrado. Braulio se
levantó, y se quedó en una esquina para ver los movimientos
de su amigo.
—No intente escapar, querido, eso es imposible en su
condición.
—¿Qué quiere decir? —dijo Daniel Rodezno presa de un
cansancio que no lo dejaba respirar.
—Usted pronto va a morir. El veneno que le puse en su
copa es letal.
—¡Miente! Lo hace solo para asustarme, para reírse de
mí. Pero le juro, Braulio, que esto no se lo voy a perdonar
nunca.
—Mantenga la calma; de lo contrario acelerará el proceso,

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y ese es un problema para nosotros, los artistas.
—¡Cállese, embustero!
—Si yo hubiera imaginado que se iba a poner así, no me
hubiese tomado la molestia de hacerlo venir. No lo arruine,
amigo mío, es antiestético.
Daniel Rodezno trató de agredir a Braulio, pero sus
piernas se debilitaron a tal punto que lo hicieron caer. Sentía
un fuego abrazador en su estomago que lo hizo retorcerse del
dolor en el piso. Braulio salió de su esquina, y se paró frente a
él para ver su agonía.
—He utilizado con usted el mejor método posible —
dijo Braulio viendo sufrir a su amigo del dolor—. A usted
no podía matarlo de otra manera. Es usted muy valioso para
que yo cayera en algo tan vulgar como un cuchillo, la soga,
un rifle… No crea que no me ha llevado tiempo planear su
exterminio. Han sido muchos días de planeación meticulosa.
Este método era el ideal para usted y para mí. Espero que
ahora lo entienda.
El joven se retorcía en el piso sin poder hacer nada con su
dolor. Segundos después vomitó algo verdoso que lo sumió en
el último sueño. Braulio, al ver que había expirado, lo levantó
del piso y lo llevó al sillón. Le acarició el cabello y le cerró los
ojos con ternura. Después entró en la habitación principal a
sacar una maleta pequeña y un portafolio. Cuando pasó por
la sala, vio con avidez a su amigo, sintiendo un ruido eléctrico
en la cabeza. Segundos después abandonó la casa, dejando la
llave puesta en la puerta para facilitarle las cosas a la policía.
Ese mismo día abandonó el país para siempre.

Diciembre de 2009

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