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La seguridad urbana1

por José María Zingoni

La seguridad es uno de los principales reclamos de nuestras comunidades, por lo tanto no


es extraño que forme parte de la nueva agenda urbana. La relación entre crecimiento urbano
e inseguridad puede verse afectada de diversas formas, aunque en general podemos
asegurar que el histórico paradigma de la ciudad como sitio seguro, se ha alterado
sustancialmente hasta ser actualmente sinónimo de riesgo.

No se trata en estas páginas de abordar la inseguridad desde sus múltiples causas, los tipos
de delito y las respuestas policiales, sino esencialmente los conceptos y experiencias
actuales en planificación y gestión de ciudades que impactan sobre territorios más seguros.

El deterioro de la seguridad en las ciudades Latinoamericanas es altamente significativo; las


causas que la generan son múltiples, como también diversas las acciones que se toman con
la intención de reducirla. Sin duda que un diagnóstico simple no hace más que menospreciar
el problema y equivocar las soluciones.

Para una primera aproximación, es importante diferenciar la criminalidad común de la


organizada, entendiendo a la segunda como aquella que involucra a organizaciones
delictivas que tienen incorporadas diversas tácticas profesionales y que generalmente
exceden los límites de una ciudad.

La criminalidad común se origina más en las desigualdades sociales y ambientales, en la


falta de oportunidades por grupos vulnerables (los jóvenes, por ejemplo) y en la violencia
doméstica. Por eso, el concepto de seguridad ciudadana es superador del de seguridad
pública; “la seguridad ciudadana es un derecho, mientras que la seguridad entendida como
orden público, es sólo responsabilidad de la policía.” Para la seguridad ciudadana, los bienes
a proteger son los derechos y las libertades, y no el orden (Barrios, 2013: 42).

En tal sentido, podemos definir a la seguridad ciudadana como “la facultad que tiene toda
persona, natural o jurídica, de desenvolverse cotidianamente libre de amenazas, ya sea a su
libertad, a su integridad física o psíquica, o amenazas culturales, lo mismo que al goce de su
tiempo” (Grynspan, 2010: 13). Sain, reflexionando sobre América Latina, señala que “la
seguridad no es una decisión policial sino una decisión política. La política, sin embargo,
delegó la responsabilidad de la seguridad del país a la policía” (Sain, 2010: 133)

Un punto de partida central en el análisis de la seguridad ciudadana es reconocer que el


espacio no es homogéneo, por lo tanto es fundamental entender las diferencias que existen.
La ciudad es la expresión más acabada de esas diferencias y cabe preguntarnos si las
políticas que impulsamos tienden a acrecentar o a reducir la seguridad, y en todo caso
analizar qué nos sucede en uno y otro caso.

1Extraído de “Gobernar la Ciudad, desarrollo local y políticas urbanas municipales”, editado por
EdiUNS, 2015
La ciudad se presenta como un espacio dual, tan desconocido como seductor; diariamente
la experiencia de caminar en sus espacios se vuelve rica en tanto las posibilidades de
encuentros y sucesos son infinitas. Bauman señala que “las ciudades son espacios donde
los extraños están y circulan en estrecha proximidad” (2011: 86). Sin embargo, mientras
esos “extraños” sean considerados como pares, la sensación de inseguridad se mantiene
dentro de las expectativas normales; cuando los parámetros que nos identifican comienzan
a ser más evidentes, tales sensaciones se acrecientan.

Lo interesante de las ciudades es que cuanto más grandes y dinámicas son, más atractivas
se vuelven; por algo son los centros que más personas –hombres y mujeres- atraen, pero
también son las que mayor percepción de riesgo generan. La búsqueda de una pretendida
seguridad ha ido trastocando la estrecha relación conceptual entre ciudad y ciudadanía, para
reducirla a la de espacios homogéneos en los que en el mejor de los casos se logra una
cierta sensación de confinamiento.

Quizás los ejemplos más notorios de esto sean los barrios privados y los centros comerciales,
típicas expresiones de los años ’90, pero que se han mantenido vigorosamente hasta el
presente. En ambos casos, la seguridad es la promesa para una vida o un paseo tranquilo,
pero tal objetivo no se logra a través del camino de la confianza, sino del control.

Aquellos conceptos de panóptico, tan bien presentados por Foucault y Bentham, se han
fortalecido enormemente gracias a la tecnología; cámaras de seguridad cada vez más
sofisticadas y ahora drones, prometen espacios hiper-controlados en donde ningún lugar
estará a salvo de ser espiado. Sin embargo, mientras el panóptico era un espacio de
reclusión, en el cual mantener adentro a la persona (típico de las cárceles del siglo XIX), el
modelo actual de vigilancia se dedica más a “mantener lejos” a aquellos extraños, a los que
no cumplen con los parámetros adecuados y para diferenciarlo se lo denomina banóptico.
En síntesis, “la tecnología de vigilancia actual se desarrolla en dos frentes, y sirve a dos
objetivos estratégicamente opuestos: por un lado, el del confinamiento (o ‘mantener dentro
de la valla’), y por el otro, el de la exclusión (o mantener ‘más allá de la valla’)” (Bauman,
2013: 73).

Más allá de estos espacios tan notorios de nuestro presente, el mismo espacio público recibe
estos efectos. Las cámaras de seguridad representan el ojo que todo lo ve, alterando la
intimidad del espacio (típica de la tranquilidad que debería tener una plaza), pero a su vez
identifica al “extraño”, la persona que por sus ropas, color o estilo, no encaja con el lugar.

Como bien señaló el Alcalde de Medellín, Sergio Fajardo Valderrama, contrariamente a lo que
se cree, la contracara de la inseguridad no es la seguridad. La seguridad puede adquirir
formas que no nos gustan; podemos percibir la seguridad a partir de encerrarnos en un barrio
o en nuestras casas, o peor aún, al estar armados. La contracara de la inseguridad es la
convivencia, subraya Fajardo en una conferencia (Monterrey, 2009), quien además cuenta
con la autoridad para poder mostrar con hechos la transformación de una de las ciudades
más violentas en un sitio de respeto y progreso.

(…) “quizás el efecto más pernicioso, seminal y duradero de la obsesión por la


seguridad (el daño colateral que esta perpetra) sea la socavación mutua, así como la
siembra y reproducción de la sospecha recíproca. Cuando falta la confianza, se
trazan fronteras, y cuando se siembra la sospecha, las fronteras se fortifican con
perjuicios mutuos y se reciclan en frentes de batalla. El déficit de confianza lleva
inevitablemente a un marchitamiento de la comunicación; cuando se evita la
comunicación y no hay interés en renovarla, la ‘extrañeza’ de los extraños no puede
sino profundizarse y adquiere tonos cada vez más oscuros y siniestros, lo cual a su
vez los descalifica de forma aún más radical como potenciales interlocutores en la
negociación de un modo de cohabitación seguro y agradable para ambas partes (…)
En resumidas cuentas, el efecto principal de la obsesión por la seguridad es el rápido
crecimiento –en vez de la disminución- del clima de inseguridad, con toda su
guarnición de miedos, angustias, hostilidades, agresividad y debilitamiento o
silenciamiento de los impulsos morales” (Bauman, 2011:99).

La búsqueda de la seguridad constituye un camino de ida que se acrecienta desde la


prevención a la obsesión. Las medidas de seguridad parecen no ser suficientes y una vez
que los espacios comienzan a trazar fronteras, se siguen construyendo fortificaciones y se
aumentan los miedos.

Durante los años 1992 y 1993, viví en Bogotá –Colombia-, más precisamente en las “Torres
del Parque”, una de las obras emblemáticas de la arquitectura Latinoamericana, proyectada
por el reconocido arquitecto Rogelio Salmona. Eran tiempos violentos, requería ser
cuidadoso con los sitios por donde se transitaba y sobretodo los horarios en los que se lo
hacía. Típico de los edificios eran sus muros y puertas, controlados por guardias y sistemas
de vigilancia. Sin embargo, las Torres del Parque no tienen nada de eso; el conjunto se
compone de tres torres en un terreno privado que no cuenta ni con muros, ni con puertas, ni
con cámaras; solo una placa en el piso que señala “propiedad privada”.

La zona es altamente transitada, universidades hacia los cerros, el parque, la Plaza de Toros
y el Centro Internacional conforman el área inmediata. Salmona siempre tuvo presente la
seguridad, pero su enfoque era diferente del resto; lo más seguro es el espacio público,
donde la gente transita, señalaba. Por el contrario, detrás de las murallas de los edificios se
esconde una leve sensación de seguridad, mientras el extraño se encuentre fuera, hay
control, pero cuando el cerco se viola, se convierte en el dueño de la situación.

Personalmente puedo dar fe de esto; sin conocernos, existía una relación entre vecinos y
transeúntes que generaba confianza.

A la par que en América Latina se ven economías más fuertes, menos pobreza y democracias
más consolidadas, han crecido significativamente problemas como la violencia, el crimen y
la inseguridad. Entre el 2000 y el 2010, la tasa de homicidios en la región creció un 11%,
mientras que en la mayoría del mundo se estabilizó o decreció. Pero los problemas y su
magnitud se manifiestan de manera diferente en los países y en las ciudades (PNUD, 2013).

Uno de los indicadores más comunes para expresar la violencia es la “tasa de homicidios
cada 100.000 habitantes por año”, cuya fórmula permite comparar regiones, países y
ciudades más allá de su tamaño. Según la Organización Panamericana de la Salud, un índice
“normal” de criminalidad es aquel que se encuentra entre 0 y 5 homicidios/habitantes/año;
cuando el índice aumenta hasta ocho, se lo considera alarmante y por encima de esa cifra
se lo define como una tasa epidémica, es decir que el fenómeno cuenta con cuestiones muy
profundas.
El crecimiento en América Latina es altamente preocupante, la tasa pasó de 12,5
homicidios/habitantes/año en 1980, a más del doble en el 2006 (25,1), cuatro veces más
que la de Estados Unidos, la más alta tasa dentro del grupo de los países desarrollados. Los
datos pueden variar mucho: de un total de 18 países latinoamericanos, mientras once se
encuentran por encima de 10 homicidios/habitantes/año, hay un grupo que se mantiene
por debajo y está conformado por Argentina, Chile, Uruguay, Bolivia, Perú, Costa Rica y
Nicaragua (ONUD, 2013).

Sucede también en los países desarrollados, las diferencias entre países nórdicos y europeos
con Estados Unidos, es altamente significativa; también lo es dentro del concierto de
ciudades norteamericanas.

Otro indicador importante y de gran crecimiento en la región es el de robos. Es necesario


subrayar las diferencias de datos existentes, tanto porque algunos países no distinguen entre
robos y hurtos, como por los hechos no registrados. Esa omisión puede obedecer a diversos
factores, como la falta de confianza, la inutilidad de la acción, la resignación; sin embargo,
en una rápida mirada por varios países, la tramitación de seguros de robo obliga a presentar
la denuncia policial y por lo tanto mejoran los registros.

Hecha esta observación, la tasa de robos cada 100.000 habitantes por año, registra
variaciones importantes, algunas de ellas difícil de justificar; siguiendo el mismo estudio
(PNUD, 2013), Argentina cuenta con el nivel más elevado (980 en el 2005 y 973 en el 2011).
Si bien la prudencia requiere no abrir juicios de valor sobre comparaciones latinoamericanas,
sí es posible comparar el tamaño y la evolución de los datos dentro de nuestro país. En tal
sentido, podemos afirmar que su valor es alto y se mantiene en el tiempo. Para el año 2012,
casi el 18% de la población fue víctima de un robo.

La encuesta de Latinbarómetro señala que la población (tomando los 18 países


encuestados) que la ubicaba como problema principal era del 5% (1995) y aumentó al 19%
(2009); el índice de los que declaran haber sido víctima de un delito pasó del 29% al 38%.
“No se trata de una sensación. La evolución de la tasa de criminalidad en América Latina es
alarmante”, señala Kliksberg (2010: 17).

Pero no sólo han aumentado los homicidios y los robos, según la misma encuesta, las
demandas por seguridad ciudadana han crecido del cuarto lugar (2000), al segundo (2005)
y desde el 2008 se encuentran sólidamente posicionadas en el primero. “La percepción de
inseguridad convierte al temor en el principal imaginario social y, por tanto, en el principal
fantasma que rige y organiza la vida cotidiana de la población” (Carrión; 2012, 173). La
inseguridad no solo afecta el comportamiento cotidiano de las personas –define a dónde y
por dónde voy, dónde vivo, etc.-, sino que impacta fuertemente en los costos de las familias
y del Estado.

Estudios señalan que las pérdidas económicas por violencia en Latinoamérica son
superiores al 14% del producto nacional bruto, tres veces más que en los países
desarrollados. Los costos contables de la delincuencia los debemos organizar en tres
grandes grupos: los de anticipación (en los que incurren tanto el Estado como los privados),
los costos que se producen como consecuencia del delito y los costos en que incurre el
Estado para identificar, perseguir y castigar a los responsables, como también los de
reinserción social.
Para ser más específicos, los costos de anticipación son aquellos gastos en seguridad,
seguros y prevención. Conforman ya una parte significativa de nuestros presupuestos, no
solo de los diferentes niveles del Estado, sino del familiar. La provincia de Buenos Aires ha
aumentado significativamente su presupuesto en seguridad y la dotación de su personal,
aún así la proporción de policía privada es del doble de la pública. En algunos países
Latinoamericanos ya se habla de una “hipertrofia” de la seguridad pública; Argentina, sin ser
de los casos más destacados, ya registra ese síntoma. Según datos del 2007, nuestro país
contaba con 120.000 agentes de policía y 150.000 privados, brecha que seguramente se
ha ido incrementando (PNUD, 2013).

Las consecuencias directas de los delitos implican costos físicos significativos, sin mencionar
los que afectan directamente a la integridad de las personas. Entre los primeros podemos
mencionar las propiedades dañadas, los servicios de salud, el gasto en apoyo a las víctimas,
la disminución de inversión y el deterioro de la infraestructura física, entre otros.

Por otra parte, el Estado destina cada vez más recursos a inversiones y gastos que se asocian
directamente al crecimiento de la delincuencia, como ser más policías (más armamento,
vehículos e insumos), fiscalías, prisiones, magistraturas y los costos directos de las
defensorías, investigaciones, rehabilitación y reinserción.

Sin embargo, no existe una relación directa entre un mayor presupuesto y una mayor
seguridad; la variación de cantidad de policías por habitante en distintos países de la región,
contrapuestas con las cifras del delito, dan cuenta de eso.

Más aún, las experiencias de “mano dura”, que conllevan una fuerte inversión en represión
y administración de los delitos, no tienen un correlato directo en los resultados; claro ejemplo
de ello es que dentro del grupo de países desarrollados, Estados Unidos es el que más
inversión realiza y el que más altas tasas de delincuencia tiene.

“Para poner en contexto el tema, es útil analizar las estrategias de los países más
exitosos. Finlandia tiene solo dos homicidios por cada 100.000 habitantes y, al
mismo tiempo, tiene la menor proporción de policías por habitante del planeta y ha
logrado reducir a un mínimo los presos de las cárceles. Noruega, con una tasa de 0,9
homicidios por cada 100.000 habitantes, no tiene un patrullero cada dos manzanas,
ni leyes para encarcelar a los chicos de doce años. Pero no es el modelo policial
nórdico el que genera esas comparativamente bajas tasas de homicidios, sino el
modelo económico, basado en una fuerte cohesión social, que ha abolido el
accidente de nacimiento, al generar oportunidades universales de educación, salud
y trabajo” (Kliksberg, 2010:25)

Algo similar sucede en Latinoamérica, las experiencias más exitosas no vienen del lado de
las armas. Nicaragua registra un índice de homicidios de 8 cada 100.000 habitantes por
años, varias veces inferior que el de sus países vecinos. En Costa Rica la tasa es de 5,4
homicidios/habitantes/año. Medellín –Colombia- pasó de ser la ciudad más violenta del
mundo con una tasa de 381 homicidios cada 100.000 habitantes por año, a reducir tal valor
a 26 en el 2007. La transformación se consiguió en gran parte con una ciudad más integrada
y equitativa, desde el punto de vista de las oportunidades reales de los vecinos.

Sin duda que es imprescindible la policía pública, como también imprescindible mejorar la
calidad y el accionar de la misma, articulando el trabajo de forma integral con otras áreas
del Estado y las organizaciones comunitarias. “En el caso de la seguridad ciudadana, el gran
desafío pasa por construir políticas de convivencia entre la policía y los ciudadanos, las
acciones preventivas y reactivas que aquella desarrolla y como se comporta en el contexto”
(Barrios, 2013: 38).

Distintas experiencias muestran que una policía de cercanía, específica para el trato con una
población identificada geográficamente o por características propias, da buenos resultados.
Solo por señalar algunos: los Frentes de Seguridad Local y las Escuelas de Seguridad
Ciudadana en Bogotá (Frühling, 2004), los Grupos de Menores del Cuerpo Nacional de
Policía en España (Canelo Barrado, 2010) y la cada vez más extensa red de la Comisaría de
la Mujer en Argentina, son ejemplos destacados de los que se puede aprender.

La seguridad y la ciudad son dos responsabilidades indelegables del Estado, aunque la


relación entre ambas no parece tan clara. Aún cuando el discurso político reconoce la
relación entre los factores de violencia y las situaciones urbanas deterioradas, la articulación
de políticas públicas y las decisiones del planeamiento urbano parecen hacer caso omiso a
esos dichos.

Lugares sucios, oscuros y abandonados incrementan notablemente los niveles de temor. La


sensación de ser vulnerable cambia significativamente con el espacio y se agrava más en
ciertas personas, como las mujeres, niños y ancianos.

Las políticas de desarrollo urbano destinadas a la recuperación de áreas marginales y de


espacios públicos abandonados, pueden tener un efecto poderoso en el logro de una mayor
seguridad urbana. Este tipo de intervenciones, no solo debe evitar el desplazamiento de sus
habitantes, sino que tiene que incorporarlos en el proceso de planificación y ejecución de las
políticas del barrio.

La iluminación en las calles y plazas es quizás una de las acciones más visibles y viables de
la transformación del espacio. Más aún, la tecnología de Leds y los sistemas inteligentes no
solo reducen el consumo de energía y los impactos negativos sobre el medio ambiente, sino
que logran un mayor nivel de claridad y de seguridad.

Sin embargo, las tendencias actuales muestran un camino a la privatización de zonas


comunes –calles y plazas-, la construcción de espacios más controlados –rejas, horarios,
cámaras- que muchas veces exceden lo preventivo y se vuelve indiscriminado. El espacio
público debe ser el espacio para la construcción de ciudadanía, espacios de libertad, de
encuentro y también de confrontaciones.

La relación con el espacio público es desigual, no solo de acuerdo al barrio en el que uno
vive, sino para cada grupo de personas. El espacio público es masculino, señala Ana Falú;
históricamente las mujeres tuvieron limitado su acceso y también lo vemos en el presente.
Pensamos la cancha de fútbol para el barrio, pero pocas veces el espacio para las niñas,
como si no tuvieran derecho a estar en lo público.

(…) “las mujeres en general, se culpabilizan si algo les sucede en el espacio urbano.
La internalización cultural del espacio público o urbano como vedado contribuye a
que se sientan responsables cuando son víctimas de algún delito en la vía pública,
por circular en horarios inapropiados o con determinada vestimenta” (Falú, 2012:
171).
Las políticas de acceso a la ciudad, basadas en la movilidad y el espacio público, pensados
para diferentes tipos de personas, han dado resultados sorprendentes. La gestión del alcalde
Enrique Peñalosa Londoño (Bogotá, 1998-2000) logró implementar el sistema de Metro bus
y una extensa red de parques lineales, con ciclovías incorporadas y bibliotecas públicas
estratégicamente ubicadas en sectores que antes eran espacios olvidados. La conquista de
la ciudad fue posible desde la planificación, el urbanismo y la arquitectura, con políticas
claras, inclusivas y articuladas entre los distintos sectores públicos y la comunidad.

Al referirnos a la seguridad urbana, no podemos dejar de mencionar la pérdida de vidas y


lesiones que ocurren en nuestras ciudades a causa de los accidentes viales. Según datos
oficiales, el 94% de los siniestros ocurren en zonas urbanas o suburbanas, si bien varía
según la provincia, los niveles de concentración de accidentes en las ciudades siempre son
elevados (Agencia Nacional de Seguridad Vial, 2009).

La preocupación es global y local. América Latina tiene elevadas tasas de mortalidad


causadas por accidentes de tránsito, comparada con países desarrollados. Dentro de la
región, Argentina y México registran los valores más altos. Las ciudades grandes, medianas
y pequeñas, tienen accidentes –muchos de ellos fatales- originados por diversas causas.

La incorporación de medidas tecnológicas en los vehículos aumentó la posibilidad de


supervivencia del conductor y los ocupantes, pero no disminuyó los accidentes. Las medidas
de prevención, principalmente aquellas que se asumen como cambios culturales, resultan
las más efectivas.

Los controles del Estado y las experiencias de concientización, han tenido también un
impacto significativo. Las “estrellas amarillas” -pintada simbólica sobre el asfalto que
recuerda el fallecimiento de una persona por un accidente de tránsito- comenzó en Bogotá
(1995) durante la gestión del alcalde Antana Mokus, en el marco de un importante programa
de conciencia urbana, y se difundió por todo el continente. Menos conocido es el programa
de conciencia vial que impulsó, en el 2001 la gestión del alcalde Juan del Granado’s, en La
Paz –Bolivia-; jóvenes disfrazados de simpáticas zebras (como metáfora de la demarcación
vial que protege al peatón) articulan de manera amigable con el conductor una experiencia
única de concientización sobre las normas de tránsito.

Los estudios locales de accidentes de tránsito son muy importantes, no sólo para identificar
sitios peligrosos, sino para tipificar causas y efectos de los mismos. Un trabajo que
realizamos en Bahía Blanca sobre accidentes viales entre 1996/2000, señala que en el 20%
de los siniestros estuvo involucrado un peatón, que el 10% de ellos ocurrió con bicicletas,
que las condiciones del tiempo tuvieron poca incidencia en los accidentes y que los
reductores de velocidad no solo son una medida preventiva, sino que a veces se convierten
también en una causa. Analizando los accidentes no fatales, pudimos consolidar y ampliar
algunas conclusiones: los accidentes ocurren a pesar de la existencia de semáforos, las
motos representan un 40% de los siniestros y la mitad de ellos ocurren entre un auto y una
moto. Sobre un total de 476 personas lesionadas, la mayoría de dichos accidentes se
debieron a conductas negligentes; en pocos casos se especifican fallas técnicas, estado de
calles o condiciones meteorológicas (MBB/PEBB, 2001).

Llevar una base de datos cualitativa y cuantitativa permite construir una información de
base que puede ser muy importante al momento de la toma de decisiones. Los datos
provistos por Defensa Civil, emergencias médicas, hospitales, policía, bomberos y
fundamentalmente la prensa, colaboran ampliamente para construir esa información.

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