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Unidad III: Los años sesenta y la revolución

cultural

El mundo dividido ¿en tres?

Los cuarenta y cinco años que van desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída
del Muro de Berlín estuvieron marcados por la Guerra Fría, esto es, un enfrentamiento
americano-soviético que se expresó en términos ideológicos, económicos, culturales y
tecnológicos, pero que nunca devino en un conflicto armado directo entre ambos países. No
obstante, no sólo ellos, sino la humanidad toda, convivieron con esa posibilidad latente. Al
tiempo que sus industrias desarrollaban armas cada vez más complejas, poderosas y letales,
los dirigentes de uno y otro lado debieron contar con la habilidad diplomática suficiente como
para evitar un desastre mundial.

La Guerra Fría implicó una reconfiguración del mapa universal, que quedaba ahora dividido
entre el capitalismo y el comunismo. Se llamó Primer Mundo al bloque integrado por
aquellos países que mantuvieron economías de mercado y participaron del sistema mundo
bajo el predominio estadounidense, mientras que el Segundo Mundo estaba constituido por
aquellos estados que, a raíz de revoluciones internas o de la intervención militar de Moscú,
habían adoptado el modelo socialista. A su vez, el contexto de posguerra dio lugar a la
aparición de un actor que cobraría cada vez mayor importancia: el Tercer Mundo. Éste estaba
compuesto por todos aquellos territorios que no tomaban parte, en principio, en el conflicto
de posguerra entre los Estados Unidos y la URSS. Pronto, Asia, África y América Latina se
transformaron en los principales espacios de disputa por el control ideológico mundial.

Vale recordar que la Segunda Guerra Mundial golpeó duramente a los antiguos imperios
colonialistas europeos. Las viejas potencias -en particular, Inglaterra y Francia- se vieron
muy debilitadas económica y políticamente como para mantener el dominio sobre sus
colonias en Asia y África. Durante las tres décadas subsiguientes, los territorios coloniales
llevaron a cabo un proceso de descolonización, transformándose en estados independientes.
Pero las ex-colonias se enfrentaron a profundos desafíos: la fragilidad política, la
dependencia económica y las desigualdades sociales generaron problemas a la hora de definir
el rumbo de los nuevos estados independientes. En este marco, las superpotencias buscaron
ejercer su influencia sobre los países tercermundistas, enfrentándose en una batalla ideológica
por el control del mundo. Y es que, en un conflicto en el que cada uno de los bandos se
atribuye una función mesiánica, cualquier “ganancia” para uno significaba una pérdida para
el otro. Tanto EEUU como la URSS intervinieron económica, propagandística y militarmente
en aquellos territorios que consideraron estratégicos. Es en este contexto en el que deben
entenderse los conflictos armados en Corea, Vietnam o Afganistán, así como el auxilio
económico y las intromisiones en la vida política de los distintos países del Tercer Mundo.

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Tanto los nuevos estados independientes de Asia y África como los países de América Latina
-que se sentían emocionalmente vinculados a los primeros por la experiencia colonial-
jugaron un rol en la Guerra Fría como piezas importantes del tablero. Las poblaciones y sus
dirigentes se inclinaron hacia un lado o hacia el otro según simpatías ideológicas,
conveniencias políticas o necesidades económicas. No obstante, predominó en la mayoría de
ellos una aversión por comprometerse de lleno en un enfrentamiento al que consideraban
ajeno.

La Revolución Cultural

En los años sesenta, los “tres mundos” experimentaron una marcada transformación social y
cultural. El recuerdo de la guerra iba quedando atrás a medida que el crecimiento económico
y el avance industrial le permitían a la población proyectar sus ambiciones más allá de la
mera subsistencia. En el mundo capitalista -y, en particular, el mundo capitalista desarrollado-
el crecimiento económico fue extraordinario, y estuvo directamente asociado a la
universalización del modelo de consumo norteamericano. Por su parte, los países socialistas
no se quedaban atrás: la URSS y los países dependientes de ella experimentaron un desarrollo
industrial acelerado bajo un sistema de economías planificadas, y “nuevos modelos” de
socialismo se abrieron paso en Asia y América.

La bonanza económica devino en grandes transformaciones como el aumento generalizado


del nivel de vida, una enorme expansión de la educación secundaria y universitaria y la
incorporación de las mujeres al mundo laboral. En este contexto de cambio social y cultural,
las viejas estructuras políticas y sociales comenzaron a ser cuestionadas con mayor
virulencia. Un conjunto de movilizaciones, protestas y movimientos sociales dieron impulso
a una cultura contestataria o “contracultura”, que apuntó directamente contra las autoridades
políticas, eclesiásticas y familiares por su rigidez y conservadurismo. Dicho movimiento
mostró diferentes matices en función de las características del contexto local: lógicamente,
los acontecimientos ocurridos en la Hungría comunista no tuvieron las mismas características
que en Estados Unidos, Francia o Argentina. Sin embargo, las ideas-fuerza que los
impulsaban eran compartidas.

En líneas generales, se percibe un compromiso con la libertad individual y la igualdad entre


las personas a nivel global, manifestado en distintos movimientos de protesta alrededor del
mundo. En Estados Unidos, por ejemplo, los conceptos de libertad e igualdad se vincularon a
la lucha por los derechos civiles de la población negra, así como también al feminismo y los
movimientos por los derechos de los homosexuales, extendidos a lo largo del mundo
occidental. También hubo una fuerte crítica contra el imperialismo y en favor de los derechos
del Tercer Mundo: los movimientos pacifistas contra la Guerra de Argelia en Francia, y
contra la Guerra de Vietnam en Estados Unidos constituyeron una expresión de solidaridad
con las luchas de liberación nacional surgidas en países colonizados. En Europa Oriental, se
desataron rebeliones contra el régimen autoritario impuesto desde Moscú que exigieron
libertades civiles y políticas, tales como el derecho al voto o la libertad de expresión.

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Los cambios estuvieron estrechamente ligados a la aparición de un nuevo actor: la juventud.
Decimos nuevo, no porque en el pasado no hubiera existido el rango etáreo que va desde los
16 a los 30 años, sino porque esta etapa de la vida no se había concebido, hasta el momento,
como un eslabón independiente entre la niñez y la vida adulta. A lo largo del siglo XX, las
guerras y la Gran Depresión precipitaban una transición abrupta a la adultez, en la que las
responsabilidades asociadas al trabajo y la familia no daban demasiado lugar al disfrute del
“ser joven”. La paz y la prosperidad económica de posguerra formaron una generación de
jóvenes con experiencias y pensamientos muy diferentes a los de sus padres, que no había
vivenciado las guerras mundiales, ni graves crisis políticas, ni depresiones económicas. Por el
contrario, sus padres y ellos mismos experimentaron un incremento en el nivel de vida y
grandes posibilidades de ascenso social. El aumento del poder adquisitivo y la ampliación del
sistema educativo dieron lugar a un fuerte aumento en el número de estudiantes
universitarios. Fueron precisamente esos jóvenes los que protagonizaron esta “Revolución
Cultural”, y los círculos universitarios un verdadero caldo de cultivo para su propagación.

Una nueva izquierda

En algunas ocasiones, estos movimientos estuvieron compuestos por jóvenes simpatizantes


de la izquierda. Sin embargo, se trataba de una izquierda profundamente enfadada con el
modelo estalinista -al presentarse a sí misma como democrática y anti-autoritaria- y con
miras hacia nuevos sentidos de la igualdad que ya no se limitaban a la igualdad económica,
sino que ampliaban su mirada hacia otros grupos marginados por fuera del movimiento
obrero. Los jóvenes de izquierda intentaron, con mayor o menor éxito, conciliar la revolución
socialista con reivindicaciones modernas como la liberación sexual, el ecologismo y los
movimientos pacifistas, entre otras.

El resultado, sin embargo, fue la formación de dos movimientos disímiles y muchas veces
contradictorios. La “vieja izquierda” era la izquierda de los antiguos partidos comunistas de
los años veinte y treinta, la de los líderes sindicales seguidores y defensores del régimen
soviético, la de una generación que no necesariamente estaba de acuerdo con los cambios
culturales de los últimos años, y que difícilmente comprendiera a la nueva juventud. La
“nueva izquierda”, por su parte, buscó mantener distancia de los rasgos conservadores y
autoritarios que muchas veces manifestaban sus líderes. No perdieron la esperanza en llevar a
cabo una revolución que amalgamara todos estos reclamos y derivara en un régimen al
mismo tiempo democrático e igualitario.

Las revoluciones ocurridas en China y Cuba alimentaron esa esperanza. Hasta 1949, las
únicas experiencias de “socialismo real” habían estado lideradas o patrocinadas por los rusos.
La Unión Soviética nacida en 1917 había logrado exportar su modelo a los países de Europa
del Este en los años posteriores a la guerra. Así, la parte socialista del mundo estaba bajo
control directo de Moscú y custodiada por el Ejército Rojo. Empero, el rápido desarrollo
económico y la reducción de las desigualdades sociales que se observaban en estos países
pronto llevaron a que otros países abrazaran la revolución socialista.

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En China, una revolución llevada a cabo por el comunismo y liderada por el carismático Mao
Tse Tung culminó con la proclamación de la República Popular China en 1949. En un
contexto signado por una crisis social, económica y política que se remontaba a fines de los
años treinta, las ideas del socialismo encontraron abrigo y se combinaron con especificidades
de la cultura china, resultando en un movimiento sumamente popular entre las masas
campesinas. Con un discurso fuerte y un gran talento político, Mao supo tomar de la
experiencia soviética las estrategias organizativas necesarias para formar un partido de escala
nacional, que en pocos años derrotó al partido gobernante y se hizo con el poder. El
socialismo chino se impregnó de un fuerte orgullo nacionalista y procuró insertar al país en el
camino de la modernización. ¿Los resultados? El desarrollo industrial y cultural chino fue
asombrosamente veloz, pero a un costo social altísimo, marcado por el hambre y la ausencia
de libertades individuales.

Por otro lado, América quedó impactada cuando, en 1959, un grupo de jóvenes guerrilleros
logró barrer con el régimen dictatorial de Fulgencio Batista y dominar La Habana. La
guerrilla era un movimiento armado integrado por jóvenes simpatizantes de izquierda, en
contra de regímenes a los que acusaban de autoritarios e injustos. Asombraba la pasión y el
heroísmo con que estos jóvenes, la mayoría de ellos estudiantes universitarios de clases
medias y altas, defendían los ideales de igualdad y libertad a través de las armas.
Concentraron su lucha en las zonas rurales y se ganaron la simpatía de los sectores más
carenciados. La revolución estuvo encabezada por el abogado Fidel Castro, acompañado de
un joven médico argentino que compartía los ideales socialistas: Ernesto “Che” Guevara. La
toma del poder fue seguida por el establecimiento de un régimen socialista, aunque sin
participación soviética. Las nacionalizaciones, la reforma agraria y la redistribución general
de los recursos provocó la reacción norteamericana, que rápidamente rompió relaciones
comerciales con Cuba y se propuso derrocar al nuevo gobierno, aunque sin demasiado éxito.

Así fue que en el imaginario de los años sesenta estas dos experiencias aparecían como
“nuevas vías hacia el socialismo”, que lograban tomar distancia de los aspectos más
controvertidos del comunismo soviético. El triunfo de Mao en China y de la guerrilla en Cuba
despertaron las ilusiones de muchos de esos jóvenes rebeldes que pretendían transformar el
mundo. Así, la nueva izquierda se nutrió de esas experiencias para promover los ideales de
igualdad en los países que se mantenían bajo el modelo capitalista. Tuvo relativo peso en
países de Europa Occidental, como Francia y España, en donde el autoritarismo y
conservadurismo de los regímenes políticos llevó al estudiantado a manifestarse. Sin
embargo, lo peculiar de las experiencias china y cubana residía en que el triunfo del
socialismo se había dado, a diferencia de lo que creía Marx, en países pobres, cuyas
economías eran fundamentalmente rurales. Este ingrediente fortaleció a los movimientos de
izquierda en las regiones menos desarrolladas del mundo, en donde el socialismo pasó a verse
como una vía para alcanzar la modernización económica y la igualdad social.

Los sesenta en Argentina: política y sociedad

Este clima de rebelión política y cultural no tardó en llegar a Argentina. Los síntomas de
modernización cultural se podían percibir en el gusto por el cine hollywoodense, la música de

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Unidad IV: América Latina bajo el signo de la
violencia política

La radicalización política de los setenta y la Doctrina de Seguridad Nacional

El espíritu de rebelión de los sesenta cobró una nueva dimensión hacia finales de la década.
En todas partes del globo, una serie de movilizaciones y luchas sociales protagonizadas por el
estudiantado en alianza con sectores obreros e intelectuales, perturbaron el orden político al
tomar las calles y pronunciarse contra sistemas que catalogaban de autoritarios,
conservadores y represivos. A pesar de las medidas de fuerza tomadas por los distintos
gobiernos -tanto de signo autoritario como democrático-, era claro que el movimiento
revolucionario había cobrado un empuje difícil de frenar. En América Latina, la experiencia
cubana funcionó como modelo para el surgimiento de guerrillas que vieron en la lucha
armada la única vía de acción posible hacia el socialismo. Así, comenzaron a operar el
Ejército de Liberación Nacional, el Ejército Popular de Liberación y las Fuerzas Armadas
Revolucionarias en Colombia; el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, el Ejército de
Liberación Nacional o Sendero Luminoso en Perú; la Liga Comunista 23 de septiembre y el
Ejército Zapatista de Liberación Nacional en México; el Movimiento de Liberación
Nacional-Tupamaros en Uruguay; y Montoneros, el Ejército Revolucionario del Pueblo o las
Fuerzas Armadas Revolucionarias en Argentina, por nombrar sólo algunas.

Identificadas con las ideas marxistas y con la lucha antiimperialista que tomó fuerza en el
Tercer Mundo, estas organizaciones rechazaban los discursos reformistas moderados y, en
cambio, defendían la violencia como modo de acción para la implementación de cambios
radicales. A través de medidas de boicot, atentados, secuestros y asesinatos contra miembros
de la política y el empresariado, lograron el impacto y visibilidad suficientes para
desestabilizar la política y sembrar temores de revolución. En este marco, las Fuerzas
Armadas, en connivencia con sectores de la derecha reaccionaria, irrumpieron en el Estado e
impusieron sistemas dictatoriales que tenían como objetivo detener y eliminar lo que
entendían como una “infiltración comunista” al interior de las fronteras nacionales. Su
accionar se correspondía con la llamada Doctrina de Seguridad Nacional elaborada por los
Estados Unidos, que señalaba la necesidad de intervención militar en materia política para
garantizar la seguridad interna en el contexto de la Guerra Fría.

En los países del Cono Sur -Brasil, Bolivia, Chile, Argentina, Paraguay y Uruguay-, la
doctrina se materializó en el Plan Cóndor, un plan de operaciones destinado a planificar,
coordinar y financiar métodos de vigilancia, represión, tortura y asesinato de personas
sospechadas de “subversivas” o vinculadas con pensamientos de izquierda.

El caso argentino: el “Proceso de Reorganización Nacional”

- La vuelta de Perón y el golpe de 1976

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El retorno de Perón y su postulación a elecciones a mediados de 1973 trastocaron el orden
político y social vigente. Entre las organizaciones armadas, Montoneros, de signo peronista,
se mostró esperanzada respecto de la vuelta del líder, proyectando una unión entre las ideas
socialistas y peronistas. Sin embargo, un sector mayoritario del movimiento, integrado por
los peronistas de viejo cuño, no se identificaba con la ideología ni los métodos del peronismo
guerrillero. Rápidamente, la disputa al interior del movimiento, que cobraba cada vez más
violencia, se zanjó en favor del conservadurismo: el 1 de mayo de 1974, en el marco de los
festejos del Día del trabajador, el presidente descalificó a los Montoneros en Plaza de Mayo.
Luego de su muerte, durante la presidencia de María Estela Martínez de Perón, se endureció
una política de represión y asesinato de personas vinculadas a las organizaciones guerrilleras
y otros sectores de la izquierda peronista. La organización parapolicial conocida como la
Triple A -Alianza Anticomunista Argentina- llevó a cabo una serie de asesinatos políticos de
importantes dirigentes de la izquierda peronista y no peronista. A su mando se encontraba
José López Rega, por entonces ministro de Bienestar Social del gobierno.

Así, el nivel de violencia política y conflictividad social se incrementó en los años posteriores
a la muerte de Perón. La profunda crisis económica en la que el país se hallaba inmerso se
agudizó hacia 1975, a la par de la represión. La situación provocó una crisis de autoridad en
la que López Rega tomó las riendas de la gestión. En este marco, el 24 de marzo de 1976, una
junta militar integrada por las tres Fuerzas Armadas de manera conjunta destituyó a la
presidenta y la forzó al exilio. Se iniciaba el “Proceso de Reorganización Nacional”, que
prometía recuperar una supuesta moralidad pérdida y reinstaurar el orden económico y social.
Varios sectores de la sociedad recibieron con alivio el golpe de Estado, probablemente sin
imaginar que con ese hecho se iniciaba la etapa más siniestra y oscura de la historia nacional.

- Censura, represión y terrorismo de Estado

A través de medidas de control cultural que iban desde intervenciones en las universidades
hasta censura de libros infantiles acusados de “subversivos”, el gobierno militar apuntaba a
reforzar supuestos valores asociados a la familia y las buenas costumbres que se habrían
perdido por influencia del populismo y las corrientes ideológicas provenientes del exterior
durante los años sesenta. El grado de planificación de la represión en el ámbito cultural queda
demostrado, por citar algunos ejemplos, en el Operativo Claridad -operación destinada a
eliminar bienes culturales que pudieran estar ligados a contenidos marxistas- o en el
documento bajado desde el Ministerio de Educación en 1977 a las instituciones escolares, que
se titulaba “Subversión en el ámbito educativo (conozcamos a nuestro enemigo)”.

Pero sin dudas, el rasgo característico de la represión iniciada en 1976 fue la planificación y
posterior ejecución de un plan masivo, sistemático y clandestino de desaparición de personas.
El terrorismo de Estado fue especialmente intenso en los primeros tres años de dictadura,
aunque se desenvolvió a lo largo de todo el régimen finalizado en 1983. El secuestro,
detención, tortura y desaparición de personas en centros clandestinos constituyó un fenómeno
sin precedentes en la historia argentina. Entre las víctimas, se encontraban miembros de las
organizaciones armadas ERP y Montoneros que habían sobrevivido a la persecución política
emprendida por la Triple A, pero también jóvenes simpatizantes con las ideas de izquierda,

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periodistas, escritores e intelectuales que se habían pronunciado contra el régimen militar,
familiares y amigos de guerrilleros, y personas sospechadas de tener algún tipo de vínculo o
información sobre el paradero de alguno de los sujetos perseguidos.

Hasta el día de hoy persiste una pregunta: ¿Cómo pudo ocurrir una atrocidad semejante en la
Argentina de los setenta? Probablemente la respuesta oscile entre una combinación de
factores, entre los cuales pueden mencionarse el carácter clandestino de la represión, el miedo
extendido entre la población, la conformidad de algunos sectores sociales que no se vieron
directamente afectados por las desapariciones, y el apoyo de otros que consideraron necesario
eliminar determinados elementos violentos de la sociedad, aunque probablemente ignorando
la metodología y el alcance de esa eliminación. Lo cierto es que entre los silencios fueron
surgiendo distintas organizaciones de derechos humanos, como las Madres de Plaza de Mayo
y las Abuelas de Plaza de Mayo, que lucharon por la aparición con vida de sus hijos
secuestrados por las fuerzas de seguridad y denunciaron la apropiación de bebés de mujeres
embarazadas en los centros de detención, respectivamente. La vulnerable situación de los
Derechos Humanos en Argentina tomó dimensión internacional a raíz del Mundial de Fútbol
de 1978, en donde la junta militar buscó, sin éxito, presentar una imagen positiva ante el
mundo bajo la consigna “los argentinos somos derechos y humanos”. Para 1980, la
información sobre las características de la represión en Argentina comenzó a ser visible ante
los ojos de la sociedad.

- Giro económico y Guerra de Malvinas

El régimen establecido en 1976 entendió el descontrol económico de los años de Isabel como
una demostración del fracaso del modelo industrialista en Argentina, y vinculó dicho modelo
a la gestación de fuerzas e ideologías populistas y de izquierda que habrían corrompido el
sistema político desde mediados de siglo. De esta manera, la eliminación de la “subversión”
implicaba el reemplazo del sistema económico que la había incubado por uno liberal, en el
que las fuerzas de la economía de mercado pudieran barrer con los sindicatos y el
empresariado industrial. Una combinación de apertura comercial, reforma financiera y
endeudamiento externo derivó en una crisis económica profunda, agravada por un conjunto
de malas decisiones por parte de la junta militar de gobierno, como el exceso de gastos
militares y de seguridad, o medidas de asistencia y subsidios a grandes grupos de poder
locales.

A los escándalos de derechos humanos y al colapso económico se sumó, en 1982, la derrota


militar. En un contexto de inestabilidad al interior de la junta de gobierno y en puertas de una
negociación con los partidos políticos para una eventual transición democrática, la toma de
Malvinas para una posterior negociación con el gobierno británico aparecía como una
posibilidad para ganar apoyos y fortalecer el poder político. En efecto, la toma de las islas y
la guerra que la sucedió generaron una ola de fervor patriótico en la sociedad, alimentada por
la actitud del gobierno y por falsas noticias sobre el triunfo argentino sobre Inglaterra. La
rendición del 14 de junio, luego de poco más de dos meses de combate, barrió con dicho
entusiasmo. Galtieri fue reemplazado por Bignone y comenzó a planificarse la normalización
institucional.

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El caso chileno: el golpe a Salvador Allende y la dictadura de Pinochet

- Socialismo, golpe y participación norteamericana

En las elecciones presidenciales de 1970 triunfaba en Chile el candidato por la Unidad


Popular (UP), Salvador Allende. Su victoria significaba el ascenso de la izquierda marxista al
poder: la flamante coalición de gobierno estaba integrada por el socialismo, el comunismo y
movimientos minoritarios ideológicamente afines. Comenzaba así la vía chilena hacia el
socialismo, que englobaba un conjunto de reformas de redistribución del ingreso
-expropiación y redistribución de tierras agrarias, nacionalización de la industria minera del
cobre y una reforma educativa, entre otras- a llevarse a cabo por vía parlamentaria, es decir,
dentro de los márgenes de la democracia liberal.

Las transformaciones impulsadas en el primer año de la presidencia de Allende tuvieron


resultados positivos en términos sociales y también económicos. La economía creció a partir
del aumento del consumo interno logrado por políticas keynesianas de incremento del poder
adquisitivo. Sin embargo, la creciente fuerza política de la UP, demostrada en elecciones
municipales, intensificó la polarización política entre derechas e izquierdas. Pronto, los
sectores más conservadores manifestaron su oposición al gobierno y buscaron obstaculizar la
reforma económica y social. Pero fue el fin de la bonanza económica el que definió la suerte
del gobierno: la caída del precio del cobre y la actitud de las potencias occidentales hacia un
gobierno de signo marxista derivaron en crisis. En este agitado contexto, en septiembre de
1973, las Fuerzas Armadas chilenas atacaron el Palacio de la Moneda por tierra y aire. La
jornada culminó con la trágica muerte del presidente Salvador Allende, que se negó a
abandonar la casa de gobierno.

Tanto el golpe de Estado como el régimen dictatorial que encabezó el entonces comandante
en jefe del Ejército, Augusto Pinochet, contaron con el apoyo y financiamiento de los Estados
Unidos. El plan de inteligencia y represión política conocido como Plan Cóndor permitió
llevar a cabo avanzados métodos de espionaje, detención, tortura y asesinato de personas en
el marco de la lucha contra el “peligro rojo”. El caso chileno es paradigmático en este punto,
pues, en vistas del grado de popularidad alcanzado por el socialismo allendista, el gobierno
de los Estados Unidos y la CIA tuvieron una activa participación en los múltiples intentos por
derribar al gobierno y eliminar todo rastro de “subversión” e “infiltración comunista” que
pudiera existir en la sociedad. El reporte Church, elaborado por el Senado estadounidense en
1975, muestra pruebas contundentes de la intervención americana en Chile bajo los gobiernos
de Lyndon Johnson y Richard Nixon.

- La dictadura de Pinochet

El régimen de 1973 dispuso una Junta de Gobierno cuyo presidente, Pinochet, concentró gran
parte del poder en sus manos. Al igual que en la experiencia argentina, el gobierno militar
tomó medidas de secuestro, tortura y asesinato de opositores, censura y control de medios y
represión en ámbitos educativos. De hecho, en toda Latinoamérica parecía, a los ojos de los
militares, que tanto el diagnóstico sobre los peligros que atravesaba la sociedad como el
tratamiento para erradicarlos eran similares. Con todo, a lo largo del período que se extiende

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de 1973 hasta 1990, también se apeló a instrumentos institucionales como los plebiscitos, que
aspiraban a otorgarle cierto grado de legitimidad al régimen. Se trataba de una maniobra
sumamente contradictoria, teniendo en cuenta no sólo las violaciones a los Derechos
Humanos y a las libertades individuales en general, sino también la suspensión de la
Constitución de 1925 e instauración del estado de sitio.

Por otro lado, las dictaduras que se establecieron en los años setenta en el Cono Sur tenían
otra similitud: el cuestionamiento del intervencionismo estatal en materia económica y la
implantación de medidas de libre mercado. En este punto, el gobierno de Pinochet fue el más
comprometido con la reestructuración económica. A los años keynesianos y redistributivos de
Allende, seguía un período de apertura comercial de la mano de un grupo de economistas
neoliberales: los “Chicago boys”. El Estado achicó considerablemente sus intervenciones en
la actividad comercial, así como también el número de industrias bajo su control -con
excepción de la industria del cobre, recurso estratégico para el país. Estas medidas se
combinaron con una política de desarticulación de los sindicatos que contribuyó al
cumplimiento de los objetivos económicos.

- Transición democrática en Chile

Las manifestaciones contra el gobierno dictatorial comenzaron a tomar fuerza a lo largo de la


década del ochenta. Los partidos políticos comenzaron a organizar una salida democrática al
régimen, pero las Fuerzas Armadas aún conservaban las riendas de la transición, todavía
fortalecidas por amplios apoyos sociales que eran producto, sobre todo, de los éxitos
económicos alcanzados por el régimen. En 1988, se realizó un plebiscito evaluando la
posibilidad de que Pinochet continuara a cargo del gobierno hasta 1997: contra sus
expectativas, resultado del mismo fue negativo, obligándolo a convocar a elecciones
presidenciales al año siguiente. No obstante, la transición siguió los métodos y la
organización dispuestas por la Constitución de 1980, promulgada bajo el régimen dictatorial.

Bibliografía

Ansaldi, Waldo y Giordano, Verónica. América Latina, la construcción del orden: de las
sociedades de masas a las sociedades en procesos de reestructuración. Buenos Aires: Ariel,
2012.

Palermo, Vicente. “La vida política” en Jorge Gelman (dir.) Argentina. La búsqueda de la
democracia. América Latina en la historia contemporánea, tomo 5 (1960-2000). Madrid:
Fundación MAPFRE y Santillana Ediciones Generales, 2012.

Terán, Oscar. Historia de las ideas en la Argentina. Diez lecciones iniciales, 1810-1980.
Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2008.

Zanatta, Loris. Historia de América Latina. De la colonia al siglo XXI. Buenos Aires: Siglo
Veintiuno Editores, 2012.

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