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El falso "problema español"

JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO


21 DIC 1996

https://elpais.com/diario/1996/12/21/opinion/851122803_850215.html

La principal obsesión de José Antonio Maravall, de cuya


muerte se cumplen. ahora 10 años, fue ofrecer una
interpretación de la historia de España en la que ésta apareciera
como "normal" homologable a los modelos europeos. Toda su
obra, fuese sobre el llamado "Estado moderno", sobre, el
pensamiento político del siglo XVII, sobre el Barroco o la
Ilustración, colocaba los fenómenos en la encrucijada entre el
pensamiento escolástico y el racionalismo científico moderno,
utilizando conceptos tan generalizables como monarquía
parlamentaria, Estado moderno, utopía o revolución. Ello
chocaba frontalmente con los tiempos en que le tocó vivir,
cuando se suponía que España era "diferente", no sólo un
eslogan del Ministerio de Turismo, sino la síntesis de toda una
interpretación de la historia y la cultura ibérica construida en
tiempos de la llamada Leyenda Negra y reelaborada -en
positivo, aunque con no menor carga de prejuicios- por los
viajeros románticos. No era sólo, por tanto, el Gobierno español
quien participaba de esa idea -utilizada, en parte, para justificar
la dictadura-, sino también la, opinión pública mundial, e
incluso los intelectuales, tanto del régimen como de la
oposición y tanto del interior como del exilio. No hay que
olvidar que desde las últimas décadas del siglo XIX hasta,
aproximadamente, el final de la II Guerra Mundial el mundo
entero había estado dominado por explicaciones raciales o etno-
nacionales de tipo esencialista. La culminación había sido la
locura fascista, pero sería un error atribuirle todo a ella.Los
españoles se habían dejado arrastrar con especial dramatismo
por esta pasión de las esencias nacionales, porque la moda
coincidió justamente con dos graves crisis políticas colectivas:
el 98 y la guerra civil. En 1898, la pérdida de Cuba y los demás
restos del imperio, se interpretó traumáticamente como una
demostración de impotencia colectiva, especialmente
humillante en el momento en que los europeos "normales" -
según se percibía desde aquí- demostraban en Asia y África a
golpe de cañonazo la superioridad de su civilización. Hasta
aquel momento, además, los progresistas españoles se habían
protegido de sus desventuras manteniendo la esperanza en una
intervención redentora de ese sano pueblo que según la leyenda
había salvado al país cuando las élites vendepatrias lo habían
abandonado en manos de Napoleón. Pero las noticias de los
sucesivos hundimientos de escuadras del 98 no hicieron
reaccionar al pueblo, y ello agotó los últimos restos de
optimismo. Definitivamente -concluyeron las mentes
preocupadas por el destino colectivo-, no éramos como los
demás europeos, éramos incapaces de adaptamos a la
modernidad, no pertenecíamos a las razas superiores.

La guerra civil, cuarenta años después, añadió el elemento


cainita: además de desorganizados, individualistas, perezosos,
éramos fratricidas. No cabía más angustia. Construida de esta
manera, la identidad colectiva española carecía de la coartada
más útil de cualquier nacionalismo: la expulsión, la proyección
de los males hacia el exterior, hacia un enemigo culpable de
nuestras desgracias colectivas. Ya el pesimista Azaña de La
velada de Benicarló había escrito con claridad que los males de
España sólo eran atribuibles a los españoles. Por supuesto que
siguió habiendo quienes sostenían que en 1936 el país había
sido pura y simplemente víctima de una agresión internacional.
Recuerdo una conversación con Federica Montseny en que se
empeñaba en que era incorrecto llamar "guerra civil" a lo que
había sido una defensa del pueblo español contra un éjército
invasor germano-italiano. Lo mismo decía Franco respecto de la
conjura judeo-masónica-comunista contra España,
materializada en las Bnigadas internacionales. Pero eran
espíritus partidistas, decididos a no reconocer la realidad. Sobre
todo entre los republicanos derrotados y exiliados, había que ser
ciego para negar que la lucha, había sido fratricida, incluso
dentro de sus propias filas.
Entre los vencedores, la victoria permitió imponer un
optimismo oficial que contrarrestó los tradicionales
planteamientos del problema español. Decadencia, fracaso,
crisis, eran términos que pertenecían al torcido curso de la
historia española de los últimos siglos, debido a erróneos
experimentos extranjerizantes. El nuevo régimen iba a
restablecer los gloriosos tiempos de los Reyes Católicos o
Felipe II, esto es, la comunidad de creencias, la armonía social
basada en una justicia establecida por decreto, y con ellas el
poderío político y económico. Hubo espíritus honestos, como
un Dionisio Ridruejo, que participaron sinceramente de esta
retórica durante algunos años. Pero sólo durante algunos años.
En 1949, diez después de terminada la guerra, publicaba Laín
Entralgo su España como problema, libro todavía plenamente
inserto en el paradigma nacional esencialista pero dominado
por. unas dudas sobre las virtudes del ser nacional muy
distantes de la versión oficial. La respuesta cargada de soberbia
le llegó de inmediato de la pluma de Calvo Serer, quien
obsequió al público con un España sin problema donde
recordaba que el franquismo había resuelto el problema
nacional y no había ya lugar para derrotismos del viejo estilo.
Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
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El tema que había tocado Laín seguía, sin embargo, vivo y en


boga entre lo! medios intelectuales, mal que le pesara al
pensamiento oficial. Insistió sobre él, con su España
inteligible, Julián Marías, discípulo de Ortega que, aunque
también desde el interior, no tenía conexiones con el régimen. Y
era lo que estaban haciendo desde el exterior republicanos
exiliados como Américo Castro o Sánchez Albornoz. Para ellos,
la obsesión era explicar el fracaso de la República y el
ensañamiento de la guerra civil; para Laín, el fracaso mismo.
del régimen del que empezaba a distanciarse. Pese a las
diferencias políticas, todos ellos compartían un mismo marco
mental, el de las esencias nacionales, cuya máxima expresión se
alcanzaba quizá en la obra de un Menéndez Pidal, el intelectual
que aunaba la herencia de Menéndez y Pelayo y de Giner de los
Ríos, el maestro reconocido de los historiadores españoles
durante los primeros sesenta años del siglo XX.
Todo un género literario se desarrolló, así, alrededor del
llamado "problema de España", en busca de las raíces y causas
de la supuesta anormalidad del país. Aunque los diagnósticos
sobre este "problema" variaron considerablemente, un rasgo
común caracterizó a la mayoría de los participantes en el
debate: ya que la traslación de culpa no se podía hacer en el
espacio (es decir, ya que no había un enemigo exterior al que
atribuir nuestros males) se hacía en el tiempo. La discusión se
centró, por tanto, en el origen histórico de la gran tragedia
española, intentando explicar, por un lado, el supuesto fracaso
ante la modernidad y, en último extremo, la guerra civil. Ortega
y Gasset había culpado a los visigodos, cuyo dominio gregario
habría producido una Edad Media sin feudalismo y una
modemidad sin élites capaces de dirigir el progreso. Sánchez
Albornoz reivindicaba en cambio a los visigodos y remontaba la
esencia nacional al periodo prerromano. Américo Castro, muy
sensatamente, reprochaba a Albornoz la construcción de una
identidad permanente, impermeable a la historia, y explicaba en
cambio la peculiaridad de la sociedad hispana a partir de la
Inquisición y la represión contra judíos y moriscos; pero ello
habría originado, según él, una "morada vital" que adquiría
enseguida también los rasgos de esencia imperecedera, capaz de
explicar todo lo ocurrido y lo por ocurrir en el país. Otros había
que culpaban a los árabes -la sangre oriental, apática durante
largos periodos, con explosiones de exaltación y ferocidad-, a
los fenicios o a las guerras civiles de los tiempos de Sertorio.
Y así ocurrió que estos excelentes eruditos e investigadores, y
otros como Altamira o Madariaga, se pasaron los últimos años
de su vida debatiendo, desde Princeton, California, Oxford o
Buenos Aires (con alguna aportación desde Madrid)" problemas
metafísicos sobre el ser español. La situación, para el
observador distante actual, resulta surrealista. Pero ellos sentían
una angustia muy auténtica. Basta leer la excelente poesía
inspirada por el "tema de España" en.los años cuarenta y
cincuenta, de la que tan buena- antología publicó José Luis
Cano en los sesenta: domina en ella la matáfora sobre España
como madrastra ("miserable y aún bella entre las tumbas
grises", según Cernuda): las referencias a la mala raza, como la
de Cernuda también sobre "la hiel sempiterna del español
terrible /, que acecha lo cimero / con su piedra en la mano"; la
visión de España como "navío maldito", a cuyo hundimiento
definitivo José Hierro quisiera asistir; la "patria de pechos
mutilados, de boca pálida", de Eugenio de Nora; el "Hija de
Yago" de Blas de Otero ("talón sangrante del bárbaro
Occidente..."); el "oh, no toquéis a España: quema su tierra
roja", de Carlos Bousoño...

La salida del túnel iba a iniciarse a finales de los cincuenta, y no


por la vía de la literatura, sino gracias a las ciencias sociales. Un
enorme creador literario, Francisco Ayala, que por azares de la
vida había tenido que enseñar y escribir sobre sociología,
publicó en Méjico su Razón del mundo: la preocupación de
España, un libro luminoso en el que se distanciaba de los
planteamientos de su propia generación. Era la época en que,
desde Barcelona, Jaume Vicéns Vives (guiado también
inicialmente por esta preocupación por explicar el atraso
español) iniciaba la renovación de la historia en, términos
cercanos a la escuela de los Annales, lo que le llevaba a hablar
simplemente de industria, demografía, o élites sociales. Y desde
Vera de Bidasoa y Madrid, coincidieron alrededor de 1960 en
esta misma embestida Julio Caro Baroja, quien tituló
explícitamente un pequeño libro El mito de los caracteres
nacionales, y José Antonio Maravall, que trató el tema en
varios artículos dedicados a la obra de Sánchez Albornoz y
Menéndez Pidal.

La réplica comprensiblemente airada, corrió a cargo de


Madariaga y Sánchez Albornoz. Y fue Maravall quien sostuvo
la polémica, valiente y difícil porque era contra sus maestros, y
tituló uno de sus artículos, publicado en la Revista de
Occidente, igual que el expresivo librito de Caro Baroja.
Aquella nueva manera de ver las cosas nos sedujo a muchos de
los entonces jóvenes, entre otras razones porque nos liberaba de
un peso agobiante. Y en estos días, cuando termina el año en
que ha muerto Caro Baroja y se cumplen diez de la desaparición
de Maravall, quisiera aprovechar para rendirles este pequeño
homenaje. Como debemos rendírselo a ese otro gran escritor y
gran intelectual, afortunadamente vivo y creativo, que se llama
Francisco Ayala. Ellos cerraron unas disquisiciones sobre la
esencia nacional que hoy a la mayoría nos parecen carentes de,
sentido. Aunque algunos sigan obsesionados por la identidad
colectiva, esta vez no ya de España, sino de los nacionalismos
alternativos.

José Álvarez Junco es catedrático de Historia de las Ideas y los


Movimientos Sociales en la Universidad Complutense. Ocupa
actualmente la cátedra Príncipe de Asturias de Historia de
España en la Universidad de Tufts (Boston, Massachusetts).

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