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¿TODOS TENEMOS

UN PRECIO?

Eduardo HERRERA VELARDE


EL ENCARGO

- Doctor ¿me llamó?


- Sí, Miguel, pasa – contestó Julián -. Mira, quiero entregarte dos casos.
Pásame por favor esos files que están en la mesita redonda – dijo aún
sentado, señalando el mueble que estaba a unos metros de su
escritorio.
- ¿Estos doctor?
- No, los que están a la izquierda.

Eran más o menos cuatro rumas de documentos agrupados los que se


encontraban depositados en aquella mesita redonda. Se podía percibir el
aroma característico del cartón nuevo y también que se trataba de casos
judiciales, de problemas, de los que -finalmente- vivimos los abogados,
aunque, claro, yo aún no era uno. Cogí finalmente, de todas las rumas, los
dos files que, más o menos, contenían unas cien paginas cada uno. A
continuación, se los entregué a Julián y él los puso encima de su escritorio
y abrió el primero de ellos rápidamente, como adoptando la actitud de
pretender leerlos. Luego dijo:

- Quiero que te leas estos dos casos y me tengas una posición – ordenó
al tiempo que cerró el file estaba encima.
- ¿Una posición? – pregunté.
- Sí, una posición. Todo abogado debe de tener una posición luego de
leer un caso – dijo con cierto disgusto, menospreciando mi
ignorancia.
- Ahhh – respondí en una mezcla de jadeo y asombro.

Tras una pausa, prosiguió:

- ¿Sabes a lo que me refiero no? – preguntó Julián porque


seguramente percibió mi rostro de sorpresa. Nunca antes me había
llamado para eso, razón por la que me encontraba -gratamente-
sorprendido.
- Sí, entiendo doctor. Solamente quería estar complemente seguro de
lo que quería-respondí con emoción al ver que ya era considerado
por él como un individuo con posibilidad de expresar opinión legal.
- ¿En cuánto tiempo tendrás listo algo? – preguntó.
- No lo sé doctor…¿le parece bien para el viernes?
- ¿En dos días? -otra pausa y volvió a decir, esta vez sin dirigirme la
vista - mira, tomate hasta el martes. Pero haz un buen trabajo.
- De acuerdo doctor.

Antes que empezara a retirarme Julián replicó:

- No quiero huevadas ah.


- No se preocupe doctor.

Hizo un silencio más que, pensé, era una invitación implícita a que me
largara. En realidad, estaba buscando algo en el escritorio; un papel que
apenas divisó tomó entre sus manos y empezó a leer esta vez sí buscando
verificar que se trataba del documento adecuado. Julián movía su pesada
figura con una agilidad llamativa cuando se trataba de papeles. Podía decir,
por la forma en que trataba los documentos, que era un lector entrenado y
con sagacidad para buscar lo que quería.

Yo seguía ahí de pie frente al escritorio sin saber si debía irme o no.

Aproveché ese momento para hurtar muy sigilosamente tres chocolates de


los que guardaba para sus clientes en una copa de cristal. Sentir que le
estaba quitando algo a un pez gordo como ese, aumentaba el placer que ya
de por sí sentía al satisfacer mi debilidad hacia los dulces.

Julián se percató de mi presencia aún en su oficina y me miró. Como no dijo


nada, pensé que ya era hora de irme, por lo que di un paso atrás. Entonces
bajó la cabeza sosteniéndome la mirada con los lentes en la punta de la
nariz por la lectura forzada.

- Ah… otra cosa más; no te vayas, no te vayas. Falta lo más importante.


– agregó.

No pasó por mi mente, hasta ese momento, que esa otra “cosa más” sería
en realidad el asunto central por el que me había llamado a su oficina. El
rito iniciático.
Julián acercó la silla a su escritorio, como buscando un tono cálido y un
ambiente secreto para conversar. Incluso, bajó el tono de la voz,
invitándome a la complicidad. Ese ambiente me movilizó a asumir, de
inmediato, una posición de escucha cercana.

- Te voy a dar el dato del caso de la señora Perez-Carbajo. Ella es


Gerente del Banco Central y nosotros la estamos defendiendo por
una denuncia que tiene por una supuesta estafa. Acá está una ayuda
memoria en donde están los datos – dijo entregándome una hoja de
papel.

Dejé reposar los files que me había entregado en la silla del escritorio de
Julián y me dispuse a recibir el papel dándole preferencia y la conveniente
importancia al momento. No me senté, solamente me acerqué.

Si bien no podía saber, a ciencia cierta las particularidades de este encargo,


podía intuir de qué se trataba por el tono de su voz.

- Doctor, pero en el papel solamente hay los datos del expediente. No


entiendo qué necesita; ¿es cómo el otro caso que necesita una
opinión?
- No.
- Ehhh entonces…¿qué necesita? – pregunté con algo de la inocencia
que aún me quedaba.
- Necesito que saques copia de la resolución que ordena abrirle
proceso a nuestra cliente – dijo sin pestañear soltando los papeles
aún mantenía en la mano.

Se produjo un silencio incómodo luego de su orden. Si bien podía pensar


que estaba ingresando en aguas fangosas, aún no estaba suficientemente
seguro de lo que él requería. Julián no hizo ninguna expresión cuando lanzó
el mandato. Simplemente me miró a los ojos y luego cerró la boca.

- Ehhh, de acuerdo doctor … pero … ¿no hay un escrito pidiendo


copias? – pregunté titubeando, temiendo la respuesta.
- No. Ahí está el detalle. Si hubiera un escrito, no te necesitaría Miguel.
Cualquiera, hasta el concerje o incluso la secretaria, podría hacerlo.
Me quedé mirándolo con cierta sorpresa -muy posiblemente se me notó
por la boca abierta- aunque con la claridad de la magnitud del encargo que
me estaba entregando…mi primer encargo, mi primera misión, a la cual,
seguirían miles si, desde luego, todo salía bien.

Inmediatamente mi mente empezó a volar y empezaron mis dudas ¿cómo


haría para sacar las copias sin el escrito correspondiente? ¿me estaba
pidiendo Julián que me salte un procedimiento? ¿no podía hacerlo él? ¿qué
quería en realidad?

Sabía que no era estratégico preguntar, pero aún así me atreví hacerlo.
Prefería pasar de huevón y preguntar todo, antes que fallar luego en el
resultado. Fallar hubiera implicado un inicio débil en mi carrera de ascenso
en el inescrupuloso mundo de las coimas. Esta, en su momento, fue una
cavilación más bien instintiva. Pensaba que este tipo no podía pedirme esto
por las huevas y ya me había aclarado que necesitaba alguien “más
profesional” que un tramitador o una secretaria.

Dentro de un estado de ingenuidad que rompería más pronto de lo que


pensé, vacilante, pregunté:

- Doctor ¿cómo hago?

Julián juntó los labios con un gesto claro de desaprobación, pero al pensar
tal vez un poco más en la parvulez de mi posición, inmediatamente cambió
la actitud, seguramente recordando que él también estuvo -muchos años
antes tal vez- en la misma situación. Con voz calma y pausada me dijo lo
que a esas alturas parecía ya obvio.

- Lo que necesito es que vayas donde el secretario y le pidas las copias


directamente – continuó. Cada frase fue pronunciada con cierta
cadencia como para que entienda -en la acentuación- qué es lo que
debería de hacer.
- Pero yo no lo conozco ¿cómo hago? – insistí.

Julián bajó la cabeza, esta vez ya con algo de molestia al percibir mi torpeza
en estos menesteres. Exhaló fuertemente por la nariz y dijo con tono firme.

- Ese es tu problema Miguel. Convence, persuade, haz lo que tengas


que hacer…por Dios ¿tengo que explicarte todo? -preguntó al tiempo
que levantaba las manos, invocando contradictoriamente al gran
Jefe.

Reinó el silencio por un segundo mientras me clavó la mirada tratando de


cortar este momento incómodo. Entonces agregó:

- ¿Quieres que sea más específico? ¿en serio?

No se atrevió a decirme lo que esperaba escuchar de él, lo que muchas


personas no se atreven a decir y dejan en lo implícito: coimea pues, huevón.

En ese momento vi que él estaba percibiendo mi inexperiencia ya con cierta


molestia. Julián estaba sentado con el sillón reclinado hacia atrás,
mostrando toda la abundancia abdominal que, sin pudor alguno, ostentaba
pese a su relativa juventud.

Aunque nadie dijo nada, nuevamente pude percibir que se produjo cierta
empatía entre ambos. Muy posiblemente, él se vio reflejado en mí.
Inmediatamente, como para romper la excesiva dulzura de su mirada, soltó
con absoluto cinismo:

- Bienvenido al sistema Miguel. Por este momento hemos pasado


todos los que nos dedicamos a esto.

Yo solamente junté los labios y asentí tácitamente. No sabía si tenía que


agradecer o qué. Posiblemente Julián esperó de mí una respuesta decidida
o algo.

- ¿Puedes hacerlo o se lo pido a Diego? – agregó en tono de reto.


- No, doctor. No se preocupe. Yo lo hago – respondí sin saber a lo que
me estaba metiendo. Como quien acepta la droga por presión de la
“gallada”.

Tomé algo de respiración y agregué:

- ¿Para cuándo necesita las copias? – pregunté tratando de mostrar


suficiencia.
- Eso sí para el viernes – respondió esbozando una leve sonrisa
aprobando la actitud reciente.
- Pídele “caja” a Cecilia y luego liquidas gastos con ella – agregó como
para que no queden dudas de la calidad del encargo.
- Listo doctor.

Al momento de salir, mientras caminaba a mi sitio, me puse a pensar en lo


que pasaría por la cabeza de ese hombre cuando me dio el encargo. Sería
tal vez una suerte de rito por el que pasaban todos los que querían ser
abogados o simplemente no tenía a nadie más que se ocupe de eso. Sea
como fuere, debía demostrar con una bendita copia que estaba preparado
para ser más sucio que el sistema, que estaba en condiciones de burlarlo y
valerme de aquel para lograr mis propósitos.

En ese instante recién me puse a reflexionar sobre todo y me fue inevitable


pensar en mi padre. En las “sermoneadas” que me daba respecto a la ética,
moral y los valores. Sermoneadas que yo oía, pero no escuchaba. Llegué a
la certeza, en esos segundos, que mi padre no fue un buen comunicador de
ideas. Seguramente si eso le hubiese resultado bien no estaría hoy en
ningún dilema. Tampoco lo fueron las clases colegiales ni las de la
universidad que, pese a no haberlas concluido aún, solamente tenían
finalidad utilitaria ya que necesitaba el título cuánto antes.

Con esa presunta justificación, “tirándole el muerto” a los otros, empecé a


perfilar una decisión de vida, la posición maquiavélica de mi profesión
aunada a la meta de conseguir los seis ceros en la cuenta del modo que,
según creía, era el más sencillo y a mi alcance.

Fue un espíritu desafiante el que me llevó a tomar esa decisión de vida. De


irme contra todos para mi propio beneficio egoísta. No fue una decisión
momentánea, hacía tiempo que venía ya columpiándome en el limbo de las
conductas “correctas” y las “incorrectas”: pequeños hurtos a la billetera de
mi padre, compra de notas en la universidad, tragresiones a normas varias,
todo eso iba perfilando el rol que, de ahí en más, jugaría en la vida. Lo único
que cambiaba con esto es que pasaría a ser más sincero y frontal,
convertirme en un corruptor -por ahora- semi profesional.

El dinero se convirtió a partir de ese instante en mi leitmotiv, mediante un


juramento implícito, mental o espiritual, si cabe el término. No solo por la
posesión material en sí, sino por demostrar que aquellos que me hablaron
durante todo el tiempo anterior, fracasaron.
Pero también me puse a pensar si la decisión estaba asociada a la presión
de Julián, es decir si estaba siendo genuino o únicamente me justificaba
para no aceptar que irremediablemente no fui capaz de irme contra la
corriente del status quo abogadil. Porque no fui capaz de rebelarme al
sistema que me estaba imponiendo mi jefe ocasional ¿qué hubiera pasado
si me negaba al pedido de Julián? ¿qué pasaría si decía que no aceptaba el
encargo? Muy probablemente me hubieran metido a la “congeladora” para
luego aburrirme y botarme de una manera no abrupta. Alguna vez escuché,
tiempo después, que una practicante se negó a un encargo semejante y
poco a poco fue invitada a retirarse “por bajo rendimiento”.

No quise digerir que de alguna manera fui objeto de un chantaje. Opté por
cegarme en ese instante y aferrarme al éxito que se me ofrecía de una
forma conveniente. Tenía muchas dudas, pero decidí callarlas y caminar
tapándome la nariz prestándome a esa gran pieza teatral de la cual, a partir
de ese momento, yo formaba parte también.

Habiendo transcurrido treinta minutos de pensar, pasé rápidamente a la


estrategia. La nueva pregunta del millón, entonces, era cómo hacerlo.

En este escenario tenía muy en claro que no me podía permitir fallar.


Haciendo un balance, creo que más terrible hubiese sido fallar que
negarme. Al menos si me negaba quedaba como principista. Si fallaba
aceptaba ser torcido y torpe a la vez.

Al día siguiente, para obtener confianza en mi primariosa misión, recurrí a


un maestro en esas artes. Un maestro accesible para mí porque claramente
ya no podía consultar con Julián. Busqué al chato Marín, en nuestras clases
de cuarto año de la universidad por la noche; justo al concluir -
caprichosamente- nuestra lección de ética.

- Habla chato.
- ¿Qué quieres maricón? ¿Cómo está estás?
- Bien compadre, bien. Oe, necesito que me ayudes en algo.
- ¿Qué? -preguntó con notoria desconfianza, sabiendo que en su sub
mundo las ayudas no existían y eran más bien favores contados con
los dedos.
- ¿Conoces al secretario Dulanto del Primer Juzgado?
- Ese es un viejo de mierda ¿por?
- Necesito sacar unas copias que me ha pedido el doctor.
- Puta mare -chasqueó con los dientes.

Sacó un cigarro del bolsillo e hizo el ademán de ofrecerme. Yo me negué.


No fumaba sin trago encima. En la primera bocanada de humo me
respondió:

- Déjame ver, puedo preguntar a algunos amigos…pero recién los veo


mañana.
- No compadre, no puedo perder tiempo. Necesito las copias para
mañan -repliqué con genuina desesperación.
- Yaa, puta entonces no se cómo ayudarte compare.

El chato pudo asimilar mi intranquilidad y adoptó una posición


increíblemente reflexiva. En la tercera bocanada de humo volvió a decirme:

- Pero mándate no más pues ¿qué te queda? Te va a atracar.


- ¿Tú crees?
- Sí, todos son así.

Miró a todos lados, demostrando su condición de experto. Casi sin darle


importancia a un asunto que, para mí, era crucial, de vida. Inspiró el cigarro
y preguntó:

- ¿Tienes caja?
- Tengo cien cocos.
- Eso es lo bueno de los estudios de abogados grandes como el tuyo
carajo. Dan buen billete para la huevada -dijo mientras botaba el
humo.
- Sí, pues...y yo la veo pasar.
- No seas huevón. Dale cincuenta no más, con ese sencillo que le dejes
tranquilamente ese viejo de mierda te atraca y con eso tiene para
chupar el fin de semana.
- ¿Si? ¿crees? Pero…¿cómo hago? ¿cómo le entro al hombre? -
pregunté con genuino interés de aprender.
- Lánzate no más. Oye, además tendrías que ser el más “monse” de
todos si no puedes con eso -respondió con naturalidad pasmosa.
- Sí huevón por eso tengo que hacerlo. No puedo fallar.
- Si fallas ahí si tu jefe te manda a la mierda…además serías el imbécil
del año.
Ambos reímos. Él con naturalidad, yo metiéndome más presión.

Al día siguiente por la tarde, antes de la universidad, tomé el bus para irme
para el centro. Aquel bus, blanco con naranja que me llevaría por varios
años antes de ganarme el derecho al taxi y mucho antes de tener mi propio
auto.

Cuando veía por la ventana a todas las personas pasar, era inevitable pensar
en todas las historias con las que uno se cruza en la cotidianidad. Cuantos
pasos en serio, cuántos errores, momentos de felicidad o de crisis. Cuántas
decisiones difíciles.

Y allí estaba yo, metido en un problema que veía – a esas alturas- más
estratégico que ético: ¿cómo sobornar a una persona? ¿cómo comprar una
voluntad? ¿cómo hacerlo?

Según mis cálculos faltaban unos diez minutos para llegar al centro de la
ciudad en donde estaba la oficina de Dulanto y yo nunca había cruzado
palabra alguna con él.

Pese a que ya había tomado una decisión, fue inevitable recordar, otra vez,
la imagen de mi padre. Podía verlo incluso en mi imaginación. Mirada
clavada al piso, ojos cerrados, moviendo la cabeza en frontal
desaprobación. En aquel momento decidí poner en off a mi conciencia y a
todo aquello que me remontase a algun arrepentimiento. Decidí dejar de
pensar y sentir en algo que no sea lo material de mis metas.

¿Con qué frase debía empezar? ¿cómo llegar al punto y vencer el miedo?
Lo que pasaba por mi interior, era eso, miedo. Miedo al rechazo a que me
encontrara – en mi primera vez – con una persona íntegra y, con ello, la
vergüenza del momento y la burla posterior de mis pares. Pensaba que, si
era rechazado, nunca más lo volvería a intentar. Sería mi primer fracaso,
pero contradictoriamente, mi salvación.

La oficina de Dulanto estaba dentro de una casona con un estilo colonial


exquisito. Con balcones hermosos, pero pintada de un celeste casi
fosforescente que echaba a perder toda su elegancia original.
Al contener una oficina pública en el interior, la puerta de la casona estaba
abierta de par en par. Había dentro varias oficinas de secretarios, puestos
de fotocopias y otros negocios colaterales.

Apenas entré al primer ambiente daba la impresión que era de noche


porque no había ninguna luz encendida. Pensaba que era el escenario
perfecto para la ejecución de este encargo escabroso.

Llegué hasta las escaleras de fino mármol tras pasar por una puerta en
donde estaba parada una señorita de gruesas formas, fajada. La mujer
estaba recostada en el marco de la puerta esperando a algún incauto que
capturar para la transacción sexual a la que, casi por descontado, se
dedicaba. Algún incauto que no se diera cuenta que ella misma era una
estafa, aunque no me atrevía a asegurar que no era apetecible para alguien
más. De lo que sí estaba seguro es que esa no era su primera vez como,
paradójicamente, era mi caso. Ella me miró pasar con cierta ternura
intuyendo mi condición de novato y solo me sonrío casi maternalmente.

Al empezar a subir por las escaleras al segundo piso opté por no cogerme
de las barandas temiendo poder palpar lo peor. Ya me había pasado en
otras oportunidades cuando fui al centro a averiguar sobre un expediente
en una oficina distinta, cuando embadurné mi mano con un consistente
moco ajeno.

Caminé a la puerta de una oficina y allí me detuve. Ya el chato me había


dicho, más o menos, donde estaba el despacho de Dulanto. Corroboré que
estaba en el sitio indicado cuando vi un letrero de papel pegado en la pared
al costado de la puerta. Secretario Doctor Pedro Dulanto Mansiche.

Antes de ingresar puse el billete de cien dólares doblado en el bolsillo


derecho de mi pantalón y lo apreté para darme seguridad.

Apenas entré al recinto pregunté a una persona que se encontraba en un


escritorio, al parecer, trabajando.

- Buenos días, ¿el secretario Dulanto?

El tipo me miró y sin expresar sonido, señalo con la boca hacia el fondo del
cuarto, como a unos diez metros.
Como los pisos eran de madera, cada paso que daba lentamente se
escuchaba en todo el ambiente. Desde que ingresé al ambiente, cada cierto
tiempo, cogía el billete de mi bolsillo como para percatarme que estaba
armado, para no olvidarme a qué fui o simplemente para saber que estaba
ahí.

No me atreví a “partir” el billete en dos y quedarme con cincuenta. Tenía


que jugar a ganador. Si cien cocos era mucho, pues ya veríamos luego.

En el mismo cuarto estaban incrustados tres escritorios de metal, de color


gris. Cada uno atiborrado de papeles y expedientes. Cada expediente era
un caso, una vida. Una vida olvidada que no importaba nada para el propio
litigante interesado o una vida llena de expectativas. Pensar que cada
expediente era igual en físico uno al otro, pero distinto en contenido y en
trama.

En ese mismo recinto, frente al primer escritorio, estaban acomodadas


cuatro sillas como una suerte de recepción. El lugar era miserable, pero al
menos el detalle de tener sillas de espera era reconfortante.

Tres de las cuatro sillas estaban ocupadas. Dos por unas señoras que
parecían bravas por su apariencia física, seguramente haciendo
seguimiento a sus respectivos juicios de alimentos para “que el bandido no
se salga con la suya”, ahora que tenía “otro compromiso”. El tercer asiento,
con una silla de separación, estaba ocupado por un anciano que estaba muy
dormido. Esperando el turno para que alguien viera su caso. Podía imaginar
sus reacciones. Las mujeres con voz ronca y desfachatada, vociferando y
golpeando la mesa por la paralisis de su expediente, sacando un papel
higienico del brasiere para limpiarse el sudor del reclamo. El anciano, casi
no reclamaría, solamente se resignaría a preguntar por el avance de su caso
y se iría con la mirada perdida en una sentencia que nunca llegaría. Podría
intuir que Dulanto sería indolente antes ambos reclamos, cara de palo. La
justicia no avanza sino la estimulas. Por eso, recordé, a qué estaba yendo;
volví a mi rol terrenal, despreciando cualquier intento de involucrarme con
ese grupo de litigantes.

Como nadie estaba hablando con Dulanto me acerqué y me puse muy


próximo a él como esperando que se dignara a levantar la cabeza y
atenderme. Eso no pasó. El hombre seguía ignorándome de forma
sistemática como ignoraba a todos los que estaba allí. Al parecer, estaba
muy ocupado, ensimismado escribiendo en su máquina de escribir. Ya en
esa época las computadoras estaban presentes en el mercado, pero eran
inalcanzables para un secretario judicial. Precisamente, en ese momento,
él expresó una queja abierta y sin destinatario porque el aparato no le
funcionaba: “máquina de mierda”. Pese a que el instante previo ya no era
el más adecuado para encontrar a Dulanto sosegado, sabía que había
llegado el momento y decidí a abordarle:

- Buenos días doctor -sí, tuve que “doctoreale” para mostrarle algo de
respeto inicial.

No me miró. No levantó la cabeza. Solamente murmuró.

- Bsss.
- Vengo por el expediente 51-98 - dije.
- Banco Central – respondió dando muestras de una memoria
impresionante.
- ¿Qué quieres saber?
- Bueno doctor…
- ¿Estás acreditado como abogado? – continuó con fastidio.

Me molestaba que me tuteara. Seguramente ya a esas alturas notaba mi


condición de novato. Ciertamente yo estaba temblando, pero dudo que él
se haya percatado de eso. Tuve que proseguir, pero ya algo cansado:

- No doctor – respondí.
- Ya sabes que no puedo darte información. Mira el letrero – dijo
señalando un letrero que decía: “solamente se atenderá a las partes
y a los abogados debidamente acreditados en autos”.
- Sí sé, pero no quiero ver el expediente, ni saber el estado…
- Entonces ¿qué quieres? – preguntó.
- Necesito sacar copias de una resolución.
- ¿Cuál resolución?
- La resolución que abre proceso.
- ¿Has pedido copias? ¿Dónde está tu escrito pidiendo copias? –
preguntó en el mismo tono despectivo de mierda que ya me estaba
colmando. Sin embargo, había que soportar al imbécil este porque él
tenía el poder.
- No, no tengo escrito. No hemos pedido copias doctor – respondí
conteniendo la molestia y tratando de guardar la compostura.
- No te puedo dar copias pues. Así no funciona. Presenta tu escrito y
luego esperas dos días a que se resuelva y de allí recién te puedo dar
copias. Ah, y que en el escrito que pidan copias que te autoricen a ti
a recogerlas, sino no puedo dártelas pues… - agregó en tono
canchero, ya con la burla en los labios que terminó de lapidar mi
intento.

No tenía argumento. En todo caso, no me atrevía a decir mi argumento.


Opté por bajar la cabeza y retirarme derrotado. Podía imaginar las risas de
Dulanto al ver que me iba. “Pobre chiquillo imbécil”, jactándose con ello de
una superioridad que yo entendía -y seguramente él también- inexistente.

Salí sin despedirme, pues sabía que tenía que volver. Regresar al día
siguiente a la oficina y aceptar que no pude hubiera sido fatal y eso fue lo
que me motivaría a espetar al secretario una vez más. Ya más por inercia.

Pero no fue fácil, el primer resultado me inclinó a una breve depresión. No


podía ser tan inútil de no poder coimear a un tipo como Dulanto, acaso el
eslabón más despreciable de la cadena judicial. Sabía que tomar el camino
de regreso por la escalera significaba el inicio de la retirada, por eso decidí
quedarme solamente fuera de la oficina de Dulanto y esperar a agarrar
valor. Re pensé el abordaje, la estrategia de corrupción. Cómo “llegarle” a
una persona así, qué esperaría un sujeto como él. Me quedaba claro que no
teníamos nada un común como para un preámbulo, por lo que tendía que
ser directo. Ya no podía caer más bajo de una negativa.

Me quedé aproximadamente cinco minutos tomando impulso, con la


claridad de matar mi temor al rechazo. Para ser corruptor hay que ser
conchudo, de lo contrario no serviría para este nuevo camino que yo mismo
había aceptado. Pensaba en que tal vez le mostré mucho respeto incluso en
la doctoreada; quién sabe si este huevón habría estudiado. Simplemente,
con eso, tomé la determinación de que no se merecía nada.

Cogí el mismo sendero, caminé dando pasos rápidos, consciente que tenía
que matar sin pausa, sin remordimiento, sin posibilidad de respuesta. Si
bien tenía que ser agresivo, debía dar un entorno de calidez para buscar la
complicidad. Como lo hizo Julián conmigo al darme el encargo. Me acerqué
muy próximo a él e inclinándome sobre su espacio le dije en voz tenue:
- Maestro, mira, no tengo escrito como te dije, pero tengo una
muestra de mi cariño para ti si me las das.

Hice una pausa y giñándole el ojo agregué:

- No seas malo pues, ayúdame -sin mostrar humillación con clara


intención de igualdad, de complicidad porque sabía que, a partir de
ese momento, eramos lo mismo, grumetes en la corrupción.

Dicho esto, sabía que ya había cruzado el puente y que no habría marcha
atrás. Había que esperar el desenlace.

El silencio sin respuesta fue de dos segundos, pero pareció eterno. Dulanto
solamente me miró fijamente y cerró los ojos, bajó la mirada. No contestó.
Simplemente abrió el cajón de su escritorio. Aquel cajón en donde pude
divisar hilo para cocer los expedientes, borradores, millones de lapiceros,
unos lentes viejos, varias tarjetas de abogados desperdigadas y otras
cochinadas más.

La señal fue implícita. Simplemente supe lo que tenía que hacer, como acto
natural. Saqué el billete que tenía en el bolsillo y lo puse muy lentamente
en el cajón. Luego de eso, Dulanto cerró el cajón, y el trato.

- Ven en veinte minutos por tus copias.

Habiendo perdido ya el temor y el respeto por un individuo que había


vendido su voluntad hacia mí. Simplemente palmotié en su espalda y le dije

- Gracias maestrito. Vuelvo en un rato entonces.

Dulanto bajó la cabeza y asintió.


QUE NO CAIGA NADIE

La puerta se abrió ligeramente y asomó Cecilia.

- ¿Se puede? – dijo ya con medio cuerpo dentro de mi oficina.

La importancia de Cecilia en la firma era capital al ser la secretaria de Diego,


el socio que traía la mayor cantidad de clientes. Además de esa condición,
que ya de por sí le confería cierto poder, Cecilia conocía todos nuestros
“chanchullos”. Aplicaba con ella perfectamente el término de secretaria.

Por aquella época yo -al igual que otros abogados de mi generación-


ocupaba un segundo escalafón jerárquico, bajo la pomposa y
medianamente relevante categoría de “asociados”. Es decir, los que
trabajamos intensamente los casos mientras que el director o socio se la
“llevaba” solo por la conexión con el cliente.

- Sí, claro, pasa Cecilia – respondí, aunque ya solamente para la


formalidad.
- Ya llegó el señor Gutierrez.
- ¿Y el doctor? – pregunté.
- No, él no está. Tuvo que salir a una reunión de urgencia con el comité
de empresarios ganaderos. Me dijo que lo atiendas tú no más.
- Bueno, bueno. Dile por favor al señor Gutierrez que me de cinco
minutos mientras termino de redactar este documento.
- De acuerdo.

Que Diego me hubiera derivado este caso para que yo lo atienda solo,
constituía un signo inequívoco de confianza. Los abogados de juicio, somos
como hienas siempre dispuestos a quitarnos la presa y, por ende, en un
mundo tan solitario y hostil, la confianza es muy infrecuente. Que otro “par”
confíe en uno es, dramáticamente, poderoso.

Mi avance en la firma había sido disciplinado, paso a paso, escalón a


escalón; nada regalado. Hace no mucho era asistente de Diego y hoy era
asociado. Más allá de las etiquetas que se asignaban a las distintas
categorías en el estudio, la diferencia sustancial cifraba en quién comía un
poco más de la torta. Conforme subías en la escalera, más cobrabas. Pero,
el derecho a partir y repartir las porciones en la práctica solamente recaía
en quien traía los clientes.

En todos los niveles de estructura del estudio la competencia era sangrienta


y cualquier avance frente a los demás, era valioso. No existía la más mínima
confraternidad, ni menos el compañerismo. Así lo entendía yo al menos y
por eso había escalado con relativa rapidez.

Luego de casi diez años en el estudio, había aprendido a sobre vivir en esa
fauna en donde el mínimo descuido podría significar la muerte. Aún
recuerdo esa frase que Diego me dijo alguna vez ante mis confusiones
universitarias: “Miguel, nosotros no defendemos culpables o inocentes,
defendemos clientes”. Había pasado poco tiempo de esas conversaciones.
Y allí estaba, frente a la oportunidad de atender el primer cliente solo.

Me puse el saco, cogí el expediente del señor Gutierrez, y bajé a la salita de


reuniones.

Cuando ingresé encontré a un tipo que me impresionó por su serenidad y


porte imponente. Aproximadamente un metro ochenta de estatura.
Blanco, con algo de rubor natural en las mejillas. Impecablemente vestido.
Costaba creer que le estaban acusando de una evasión tributaria tan grande
y con documentos falsos de por medio.

Inmediatamente se puso de pie.

- Buenas tardes señor Gutierrez. Mi nombre es Miguel Ferrer. El doctor


Noblecilla no podrá acompañarnos ahora. Quizá ya le informaron al
respecto.
- Sí, doctor no se preocupe. Diego me llamó y me dijo que usted me
atendería. La verdad pensé que el doctor Ferrer sería un hombre
mucho mayor, pero confío mucho en Diego. Él me dio excelentes
referencias suyas.
- Gracias señor Gutierrez.
- ¿Cuál es su nombre? ¿me lo recuerda por favor? – preguntó.
- Miguel.
- Bueno, Miguel. Creo que ya has estudiado mi caso ¿no?-empezó
Gutierrez, bajando muy sútilmente al tuteo como para posicionarse.
- Sí, muy bien.
- Y… ¿cómo lo ves?
- Bueno tengo elementos para sostener que es un caso viable.
- ¿Viable? ¿qué quieres decir con eso? ¿puedes ser un poco más
específico por favor? – dijo con una expresión entre molestia e
incredulidad.

Me quedaba muy en claro, solo con juzgar con su apariencia y actitudes,


que Gutierrez solamente estaba ahí validar algo que ya daba por superado
y simplemente quería ver cómo haríamos para sacarlo, pronto, de este
“molesto” impasse.

- Considero que existen elementos para intentar probar que Usted no


cometió ningún delito- respondí cuidando cada detalle en las frases
que pronunciaba.
- Y es que no lo cometí.
- Así parece. El desafío está en convencer de eso al Juez señor
Gutierrez.
- Bueno, ese es su trabajo...Miguel -dijo con tono displiscente.

Tras una pausa y ya casi en automático, Gutierrez prosiguió:

- Entonces ¿esto va a salir bien? ¿cuánto podría demorar? -preguntó


como dando pase a un trámite, con un leve golpe en la mesa.
- No podría afirmar ni asegurar algo con la contundencia que usted me
pide señor. Por eso es que al inicio hablé de un caso viable. Es decir,
existen elementos para ganarlo.
- No entiendo ¿me estás diciendo que no pueden asegurarme un
resultado? -preguntó con extrañeza.
- No, no puedo hacerlo.
- ¿Si estás tan seguro de que mi caso es viable por qué no podrían
afirmar que se puede convencer al Juez? – preguntó Gutierrez con
enfado al notar, según él, una inconsistencia.
- Para confirmar un resultado exitoso, debería tener “control” del Juez
y eso no necesariamente lo tengo- respondí, haciendo la señal con
las manos en el entrecomillado.
- ¿Qué quieres decir con eso Miguel?- preguntó Gutierrez, repitiendo
el gesto de las comillas con las manos.
- Quizá ese tema tendría que tratarlo directamente con el doctor
Noblecilla.
- No entiendo.
- Eso señor Gutierrez. Que, al tratarse de la decisión de un tercero, yo
no puedo asegurar que el caso va a salir bien o va a salir mal.
Solamente puedo decir que estoy en condiciones de hacer una
defensa sólida y que, en condiciones normales, el caso…
- Es viable – completó.
- Exacto.
- ¿Pero por qué Diego sí podría asegurarme un resultado y tú no?
- Es difícil de explicarlo. Por eso usé la frase que, en condiciones
normales, el caso debería ir bien.
- Sí, me di cuenta de ese detalle.

La apariencia del tipo, su fisonomía, sus expresiones de formalidad, me


hacían ver que quizá no debía ser tan confiado ante este hombre. No sabía,
en esta primera vez, si Gutierrez merecía acceso a la información que le
estaba entregando. Decir más de lo que ya había dicho significaba abrirme
a un cúmulo de aspectos grises que no sabía si debía tratar con él. Por
alguna razón Gutierrez no me generaba confianza y me costaba pensar que
alguien como él no supiera cómo funcionaban las cosas acá. Pese a ello,
decidí tomar algunos riesgos y avanzar un poco más.

- Lo que pasa es que con un sistema tan informal e inseguro como el


nuestro, no existen condiciones normales e ingresan otros
condicionantes – le dije.
- ¿Te refieres a las coimas?

Guardé silencio para evitar decir lo obvio. Aproveché el momento y gané


unos segundos tomando unos caramelos que estaban depositados en el
cofrecito de adorno en la misma mesita de reuniones. Pero como Gutierrez
esperaba una respuesta, se generó una pausa bastante incomoda que no
iba a cesar, salvo que yo dijera algo. La respuesta era inevitable.

- Sí, no me enorgullece decirlo, pero existen esas condicionantes que


hacen que nuestro sistema no sea normal precisamente.

Al finalizar mi parte, no pude evitar que los rubores se me subieran a la


cabeza. Pese a ya tener algunos años en este trajín, aún tenía sangre en la
cara; más aún cuando parecía estar a una persona “verde” como Gutierrez,
situación que me generaba mucho stress al no saberlo manejar.
Gutierrez tomó algo de distancia para responder. Claramente no dijo lo
primero que le vino a la mente.

- Quiero decirte algo Miguel – empezó con una cadencia que hacía
juego con su impecable vestimenta.

Se acomodó el saco y juntó las manos en gesto de oración. Había entendido


todo, pero no quería expresar su fastidio de una manera incorrecta
supongo. Buscando las palabras correctas miró hacia el techo y luego bajo
la mirada al mismo tiempo que empezó a dirigirse a mí.

- Tengo más de veinte años de empresario y, salvando este


bochornoso incidente, nunca he tenido ningún problema con la ley.
He sido presidente de directorio de muchas empresas. Mi empresa
es sumamente rentable. Por eso quiero pedirte un favor para mi
caso, que más un favor es una directiva para mis abogados.
- Dígame señor ¿cuál favor? -pregunté mostrando interés y curiosidad.
- Cero coimas Miguel. Cero- dijo resaltando la orden.

Me sorprendía que alguien que estuviese metido en un lío tan grande fuese
tan ingenuo. Me dieron ganas de preguntarle cómo pensaba que íbamos a
ganar entonces ¿o quizá Gutierrez era un zamarro de marca mayor y
únicamente estaba guardando las formas? ¿cómo podía haber llegado tan
lejos siendo un bobalicón? Muchos directorios, reconocimientos en el
mercado por su astucia ¿y no podía darse cuenta que así funcionaban las
cosas? Muy probablemente él se movía en un terreno mucho más minado
que el judicial.

- Mi caso lo ganaremos por Justicia. Porque así corresponde, porque


soy inocente – afirmó con contundencia dando leves golpes en la
mesa sin ser procaz.

Hubo un silencio de mi parte para procesar semejante pedido. Y respondí:

- Será para mí un placer señor Gutierrez. Créame que admiro su


decisión. Solamente le pido que hable de eso también con el doctor
– al afirmar esto me sentí algo culpable por trasladarle el peso de la
decisión a Diego, pero tenía en claro que debía de salvar mi
responsabilidad a la “interna”.
- Así lo haré. Solamente hablaré con Diego para informarle de esto
porque es una decisión ya tomada -soltó aún con evidente
incomodidad.

Tras eso volvió:

- ¿Crees que podrán hacerlo? -preguntó lanzando el reto.


Seguramente el pretencioso hijo de puta este pensaba que éramos
unos mercaderes que solo gánabamos nuestros casos coimeando.
- No veo por qué no podamos señor Gutierrez -contesté con frontal
soberbia. Hice una pausa e intentando mostrar mi mejor sonrisa
agregué-Le felicito por su decisión nuevamente.
- Gracias – respondió Gutierrez, mostrando que no creía para nada en
mi felicitación.

Pasamos a discutir algunos aspectos operativos del caso. Le pedí varios


documentos y le hice algunas preguntas técnicas. Pero todo era ya
secundario. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos. Ya para ese
momento había pasado, al menos para mí, la sensación de fastidio que me
generó su falsa superioridad. Yo tenía en claro que terreno venía pisando
hace años, pero no iba a aceptar que ningún infeliz pretencioso se coloque
en un pedestal de superioridad conmigo al frente. No, no menos cuando
estaba -literalmente- en mis manos.

Algo más tranquilo, luego de algunos minutos de la reunión, pude percibir


en mi interior que tenía sentimientos encontrados en la decisión que me
comunicó Gutierrez. Por un lado, me sorprendió su decisión y hasta me
generó cierta ternura, pero por otro me generaba cierta incomodidad
porque ya sabía que esa directiva ocasionaría que todo sea más difícil y que,
finalmente, perdiese el caso.

Mientras caminaba a mi sitio me topé con Diego en el pasillo.

- ¿Podemos hablar? ¿tienes cinco minutos? – le pregunté.


- Sí, claro. Pasa, pasa – dijo mientras me tomaba de la espalda para
invitarme a entrar a su oficina.

Ingresamos a su oficina y él dio solamente cuatro pasos al interior. Yo cerré


la puerta tras de mí. Luego se volteó, como dándome posibilidad de hablar
allí no más, sin perder el tiempo.
- Cuentáme ¿qué tal te fue con Gutierrez? ¿un personaje no?

La frase última de Diego, me invitó a pensar que tal vez todo fue parte de
un endoso de él hacia mí para deshacerse de un cliente complicado.

- Sí, carajo – respondí.


- Pero cuéntame ¿qué tal te fue? -insistió con una sonrisa a flor de
labios.
- Nada Diego, Gutierrez quiere ganar su caso sin arreglos.
- ¿Qué? – preguntó Diego dentro de una expresión de burla y
extrañeza.

Volvió a darme la espalda y dio otros pasos más, invitándome a seguirle al


interior, pero no tan de cerca.

- Así es. De todos los casos complejos, me toca a mi el más jodido-dije.


- Puta madre, pero ¿cómo así te lo dijo? -cuestionó cruzando los
brazos, llevándose la mano izquierda al rostro en muestra de
preocupación.
- Simple. Me dijo que no quería arreglos que quería que su caso se
gane por Justicia.
- ¿Y tú que le dijiste? – me preguntó.
- ¿Qué le iba a decir? No me quedó otra que felicitarlo.

Diego se echó a reír. Yo lo secundé más por compromiso. Él se dio cuenta


que no estaba pasando por un buen rato y tal vez se compadeció de mí.

- No te preocupes Miguel, ya se dará cuenta. Síguele la corriente no


más.
- No queda otra. Simplemente voy a tener todo bajo control por si
acaso.
- Sí, sí, juguemos al límite. Puede ser divertido.
- Bueno, ya sabes por si te comenta algo. Me dijo que iba a hablar
contigo.
- ¿Quién?
- Gutierrez, me dijo que te llamaría.
- Ni loco maestro. Yo me desaparezco para este tipo. Cualquier cosa
que hable con Cecilia no más.
- Puta que pendejo eres Diego- respondí en un tono más de reproche.
- Olvídate. Con ese tipo de personas no puedo.

Intuyendo que este caso no sería fácil Diego quiso respaldarme con toda la
confianza, tal vez en reciprocidad por el incomodo momento que me tocó
pasar. Me llevó nuevamente a la puerta de su despacho, la abrió y me
empujó muy suavemente al tiempo que yo caminaba. Ya fuera de su
privado Diego me dijo:

- Mira, si nos va mal en la primera instancia, lo dejamos y punto. No te


preocupes. Yo me encargo de eso.
- Gracias Diego, de verdad. Me jode esta situación.
- Bienvenido a los grandes líos Miguel. No todo es color de rosa.

A partir de ese momento Gutierrez se convirtió, para mí, en un personaje


patético y despreciable. Había perdido el encanto de ser un hombre de
negocios, para convertirse en un naif que pretendía ganar con justicia su
caso.

La situación me molestaba aún más por cuanto, con su decisión, Gutierrez


sepultaba mis expectactivas de un jugoso honorario. Y claro, con eso,
además, me forzaba a pasar por la humillación de la casi segura derrota, en
un momento en el que la competitividad era un estandarte de mi carrera.
Pelear en esas condiciones equivalía a entrar en un ring de box con ambas
manos atadas.

El episodio de Gutierrez hizo aparecer, nuevamente y de automático, a mis


demonios internos. Y vuelta con las interrogantes ¿y si Gutierrez tenía
razón? ¿y si en realidad la Justicia sí podía conseguirse y no comprarse? El
trajín mental duró pocos segundos. No, eso no era posible, la realidad me
estaba demostrando con hechos que ir por el camino que había escogido
daba en realidad buenos réditos. Ya a esa fecha me había comprado mi
primer auto de lujo y estaba pagando un simpático departamento de
soltero. Con todo esto podría lograr todo, incluso la adquisición de la vida
con Lucrecia, la joya cardenal que faltaba en mi colección. No podía estar
equivocado. Darle validez a la posición de Gutierrez hubiera echado por
tierra todo mi pequeño reino.

Escogí nuevamente poner en off ese lado ético que aparecía cada cierto
tiempo en mí. Aquel chico que entró a la carrera de derecho y que se dejó
el cabello largo al unísono de las canciones de protesta que reventaban su
corazón, se fue difuminando por el exitoso personaje trajeado de “Hermes”
en el que me estaba convirtiendo.

Pasó el tiempo y el caso Gutierrez se fue complicando más y más. Todos los
medios de defensa que se plantearon para sacarlo del proceso se perdieron
en todas las instancias y el tiempo se agotaba. Pero cada vez que
hablábamos – que generalmente era por teléfono – Gutierrez parecía no
flaquear.

Todos los abogados que me conocían me preguntaban por este caso con
sorna. Les parecía increíble que yo estuviera batallando sin “ayudas”. Pero
yo trataba de tomarlo, hacia afuera, con cierta filosofía, pretendiendo dar
la impresión que, siempre, tenía todo bajo control: “la verdad que estoy
esperando hasta dónde le dura la terquedad y se rinda”. Que me crean
tonto o cándido era algo que no me podía permitir y ya que tenía un cliente
complejo, al menos era importante que supieran que “no me creía el
cuento”. Porque claro, en el mundo de las apariencias, todos esos mismos
abogados que me criticaban en nuestras conversaciones particulares, ante
sus clientes se presentaban como artistas de la integridad y la
transparencia. Acto seguido, se quitaban la máscara y volvían a ser, todos,
una horda de corruptos. Al menos yo era algo más frontal y honesto, si cabe
el término.

La conversación con los colegas de mi generación pasó a ser un clásico de


las bromas en las proximidades a los tribunales, pero yo siempre me movía
ágilmente para mantenerme a flote a pesar de lo pesado que ya se estaba
volviendo el tema conforme avanzaba el tiempo. A pesar de ello, siempre,
muy dentro mío, quise que Gutierrez triunfara. Eso me hubiera devuelto la
fe en todo, en el sistema.

Traté inicialmente de no regalar ni una gaseosa en su caso, hasta el límite


de lo posible, pero la máquina no funciona sin aceite. Hice varias trampitas
de elusión del mandato recibido para “ayudar” a Gutierrez y empecé a dar
pequeñas propinas para que me aceleraran el caso en el Juzgado. Al menos
si no iba a tener un resultado feliz, que tengamos celeridad me servía para
rescatar mi ego menguado por este caso de mierda.

Me preguntaba si así era el mundo real. El mundo de las personas comunes


y corrientes que buscaban justicia para sus casos, que no tenían dinero para
un buen abogado como yo y menos para echar a andar la gran máquina.
Diego miraba con simpatía el caso, siempre me preguntaba muy por encima
de cómo iba todo. Si bien no le prestaba importancia, parecía divertirse por
la terquedad de Gutierrez ¿qué dice tu cliente estrella? Me preguntaba
frecuentemente. Ambos sabíamos que eso no iba bien aspectado y que,
más pronto de lo que pensábamos tendríamos que tomar una decisión;
para bien o para mal.

A estas alturas y con la renuncia implícita de Diego a inmiscuirse en el lío,


me empezó a dar la impresión que él no funcionaba sin “arreglar” y eso sí
me estaba causando una ligera decepción ¿será que ese hombre perdió el
ímpetu de pelear con las armas que nos entregaba la ley? ¿será qué todos
los abogados de prestigio ganan así todos sus casos?

El caso Gutierrez entraba en su fase decisiva. Si la Fiscalía le formulaba


cargos iríamos a un juicio ante un Tribunal. Esa sería una fase larga y
tortuosa que tendría que contar con la participación del mismo Gutierrez
quien tendría que sentarse, literalmente, en el banquillo de los acusados.

- Miguel, te busca el señor Gutierrez – me dijo Cecilia.


- Pero yo no tenía cita con él ¿sabes si está el doctor? Quizá él le citó.
- No, ya le pregunté y me dijo que no sabía nada y como es un cliente
que tú estás atendiendo, que hables con él.
- Qué gracioso. Bueno, dile que ya bajo.

Me pareció muy rara la visita de Gutierrez. En el fondo, no me sorprendió


tanto. Era un ser humano como todos. Fatalmente.

- Buenas tardes señor Gutierrez.


- Hola Miguel -respondió con una parquedad que empezó a llamarme
la atención.
- Por favor, tome asiento -dije con amabilidad. Intentando darle
calidez a un hombre que visiblemente se encontraba afectado.

Tomé distancia mediante el silencio y continué con un tono de voz pausado:

- Dígame ¿en qué puedo ayudarle?

Gutierrez tomó un poco de aire e inició:


- Te voy a hacer una pregunta y quiero que me respondas con
sinceridad – dijo con una frontalidad que me dejó estupefacto.
- Claro – respondí casi por inercia.
- Y por favor sin respuestas técnicas, ni diplomáticas. La verdad, solo la
verdad.
- De acuerdo.
- ¿Cómo ves mi caso?

Guardé un conveniente silencio. Preparándome para la respuesta y sus re-


preguntas. Entonces lancé el misil.

- Veo que se ha complicado señor. Y dadas las circunstancias me temo


que el Fiscal va a acusar.

Luego, la pausa la hizo él. Y preguntó:

- ¿En qué fallamos? ¿Qué hicimos mal?


- No lo veo desde esa perspectiva señor. Lamentablemente…es el
sistema.

Mi respuesta mantuvo en silencio a Gutierrez, quien -sospecho- estaba


tomando fuerzas.

- ¿Conoces al Fiscal?
- Sí, se quién es.
- ¿Y qué tal es?
- ¿A qué se refiere señor Gutierrez?
- ¿Cómo es? Como persona, trayectoria, reputación, etcétera -
contestó subiendo el tono de la ofuscación.
- Bueno, un Fiscal común. Sin ningún mérito real. Con muchos sesgos
cognitivos para decirlo elegantemente. Mucho cartón, poco
contenido, como casi todos los del circuito.
- Es…
- ¿Es qué señor Gutierrez?
- ¿Es corrupto? – preguntó con algo de visible estupor y ya más
frontalmente contrariado.

El hombre estaba desencajado. Era una mezcla de impotencia y decepción.


Fatalmente yo sabía que mi respuesta no contribuiría en nada a mejorar su
estado de ánimo. Yo intentaba no dar la respuesta y mantenía silencio
esperando un desenlace de su parte.

- ¿Es corrupto Miguel? – volvió a preguntar queriéndome sacar la


respuesta que ya ambos sabíamos.
- Pues sí, sí juega.

Gutierrez no me quitaba la mirada. En un momento pensé que se echaría a


llorar. Entonces bajó la cabeza y con notoria vergüenza me dijo:

- Miguel habla con Diego. Hagan lo que tengan que hacer.


- No entiendo señor ¿a qué se refiere? – pregunté temiendo la
respuesta.
- Tú ya sabes a lo que me refiero – dijo en tono algo alterado.

Luego bajó nuevamente la voz y recuperando su timbre normal me aclaró.

- Tengo que salir de esto pronto; ¿me entiendes Miguel? -dijo


inequívocamente buscando respaldo.
- Sí, señor le entiendo. Hablaré con Diego.

Antes de emitir la última frase, previamente a despedirse, Gutierrez dijo.

- Espero tus noticias.


- Así será señor.
- Ah y por favor…otra cosa más.
- Dígame, señor.

Parecía que habíamos ya retomado el tono de las conversaciones


habituales. La relación abogado-cliente parecía estar funcionando otra vez.
En eso Gutierrez habló:

- Miguel, prefiero no saber detalles de nada.


- Comprendo.
- Solamente me dicen cuánto y me informan cuando tengan el
resultado. No quiero saber nada más por favor- sentenció sin
dirigirme la mirada.

Curiosamente, inexplicablemente, yo también me había contagiado de su


vergüenza en ese momento.
Solamente al darme la mano me miró. Me dio una mirada profunda con la
que me dijo lo que yo quise entender.

Tras despedir a Gutierrez en la puerta, caminé por el pasillo hasta la puerta


de la oficina de Diego.

- Cecilia ¿está el doctor en su oficina?


- Sí.
- ¿Diego puedo pasar? – pregunté ya casi adentro.
- Sí, entra Miguel.

Diego estaba sentando anotado algunas cosas en una libreta. Seguramente


cuantificando algún “arreglón” pendiente o preparando la próxima reunión
de su grupo de oración al que solía frecuentar para pretender expíar sus
culpas. Precisamente, poco después me enteré, que fue en ese grupo en
donde Diego conoció a Gutierrez. Todo empezó a encajar.

Sin que yo pronunciara palabra alguna, sin que siquiera nos saludáramos,
Diego me miró y me preguntó:

- ¿Hablaste con Gutierrez? ¿no me digas que sigue con su cojudez? ¿o


ya se dio cuenta de todo?
- Sí, Diego lo último. Quiere que nos encarguemos de todo.

La respuesta fue un golpe de sinceridad que nadie esperó. Tanto Diego


como yo mantuvimos silencio y nos miramos sin expresar nada durante tres
segundos.

- Mira tú. Qué tal huevón carajo. Tanto que jodió, ahora le va a salir el
triple -sentenció Diego tratando de dar visos de normalidad a la
conversación.

Reímos. Tal vez mostrando buen humor temporal. En el fondo, Diego y yo


sabíamos que los huevones éramos ambos.

Algunos años después Roberto Gutierrez fue Congresista y posteriormente


juró como Ministro. Siempre perfilándose como un adalid de la lucha contra
la corrupción y la ética. Lo vi una vez en televisión declarando alterado por
la detención de un policía que había sido atrapado recibiendo una coima.
- Ministro ¿Qué opinión tiene sobre la captura del comandante
Huamán?
- Me parecen repudiables ese tipo de actos, hay que detener la
corrupción a como dé lugar. Hay que hacer una invocación a las
autoridades para que sancione con todo el peso de la ley a este tipo
de personas. No podemos dar un solo espacio libre, hay que
continuar la lucha frontal contra la corrupción.

Pese a ser una declaración consistente con su línea, yo ya sabía que algo no
era del todo prístino en el actuar de Gutierrez. Incluso su rostro ya no era
el mismo, algo había cambiado.

Paradójicamente Gutierrez fue acusado tiempo después de un desfalco


millonario al Estado. Se fue a vivir a Grecia. Huyó y con eso quedaron en
claro mis sospechas. El tipo “se acomodó”.
EL QUE NO CAE… RESBALA

- ¿Aló?
- Hola “cielo”.
- Hola Lucrecia. Ya estoy saliendo para allá.
- ¿Entonces sí vas venir? Sííí…te amo, te adoro… - respondió en todo
siempre calculado.

Cada vez que había un acontecimiento social importante, Lucrecia se ponía


así. Parecía la mujer perfecta, pero nada era gratis con ella.

- Ya voy, ya voy.
- Bueno, te cuelgo porque me voy a vestir. Chaucito…
- Chau.

Eran las ocho de la noche y yo ya estaba camino a la reunión en la casa de


los papás de Lucrecia. Cumplían treinta y cinco años de casados.

Cuando estaba ingresando a la casa de los De La Piedra, salió a mi encuentro


la mamá de Lucrecia. La falsedad personificada.

- Hola hijito.
- Buenas noches señora.
- Muchas gracias por los arreglos florales. Están hermosos. Ya los vas a
ver en el patio.
- De nada señora.
- Te presento a Pepita, Pepita Diez Canseco.
- Pepita, mira. Él es Miguel Ferrer, el novio de Lucrecia.
- Hola Miguel ¿Ferrer no?
- Sí señora.
- Qué gusto conocerte.
- Gracias, el gusto es mío.
- Y dime…¿dónde estudiaste? – empezó a interrogarme.
- Bueno, yo…
- Ay hija por favor ya tendrán tiempo de conversar adentro. Hay que ir
avanzando – intervino la mamá de Lucrecia.
- Por si acaso tu suegra me ha hablado mucho de ti…y muy bien ah –
terminó la frase Pepita, celebrando la ocurrencia.
Todos reímos hipócritamente. Como corresponde. Claro, a ninguna de las
dos viejas se les movió un solo músculo de la cara, gracias a sus constantes
incursiones quirúrgicas. Por una de esas casualidades de la vida, el cirujano
de ellas también había pasado por mi sala de operaciones.

Entrando a la casa, la mamá de Lucrecia me tomó del brazo de manera muy


ceremonial para caminar.

En ese instante, empezó a bajar Lucrecia por las escaleras en caracol que
daban a ese hall principal. La escena parecía sacada de una película. Hasta
parecía que lo hiciera en cámara lenta.

Allí estaba Lucrecia, imponente como siempre, bajando con cadencia como
seguramente le había enseñado la bruja que estaba a mi lado aún.

Apenas pisó el suelo se tiró – literalmente – encima de mí. Jugando sus


cartas siempre.

Me recibió con un beso enorme e inescrupuloso.

- Lucrecia por favor – dijo la vieja de mi suegra, entre celebrando y


llamándole la atención para no quedar como una celestina.
- Ay mamá por favor, si mi tía ya sabe cómo soy…hola tía – dijo
saludando a la otra vieja.
- No te preocupes hijita, yo comprendo perfectamente…sigue no más
– completó Pepita.

Muy rápidamente nos insertamos en la reunión. Habían, calculo, unas


ochenta personas. Todos repartidos entre la sala principal y el patio,
convenientemente acomodado con un tabladillo y unos elegantes adornos
de pendían del techo.

Cogí una copa de champagne de una bandeja que sostenía una persona a la
que nadie miraba ni agradecía, luego se la di a Lucrecia. Tomé una también
para mí, acomodándome a la dinámica de la reunión: tomar discretamente,
comer comedidamente, mirar y “lorear”; categoría esta última que
comprendía categorías como conspirar, “rajar”, perder el tiempo, cerrar
negocios, entre otras muy típicas de ese tipo de reuniones.
Mirando a Lucrecia, en alguna pequeña pausa, mientras nos
acomodábamos, pensaba en todo lo que tenía que hacer para tener acceso
a esta vida. Como decía yo, se traba de desactivar explosivos cubiertos de
mierda. Todo para momentos como esos, para el lujo, para los pequeños
disfrutes de la materialidad. Como decía mi tía Jacinta “el dinero no hace la
felicidad, la compra hecha”. Y yo -ante la contundencia de frases como esa-
era consciente que aún, solamente, era un inquilino que hacía esfuerzos
para ser propietario.

Lucrecia me miró con un brillo de felicidad, e interrumpiendo mi momento


de filosofía trivial, me dijo con una sonrisa pícara:

- ¿Quieres que hagamos una travesura?


- Más tarde – dije con voz complaciente.
- Tú sabes que estoy muy lista – y tomó mi rostro poniéndolo en su
pecho. Un busto re potenciado entre el papá y yo.
- Ahorita como que no Lucrecia.
- Ya bebé, no te preocupes – dijo acariciando mi rostro en la misma
posición. Podía oler su fragancia.

Transcurría la noche mágicamente. La gente linda conversando, haciendo


negocios, chismeando, especulando. Yo me sentía tan incluido. Al fin lo
había logrado y no quería irme de ese círculo. Cada cierto rato veía a
Lucrecia contemplarme, como apreciando su obra maestra: yo. Pude saber
que esa era su razón para no dejarme. Poder inflar el pecho y decir: yo lo
hice, yo lo cree, su éxito es mi construcción.

Estaba en un grupo con el papá de Lucrecia y dos de sus amigos. No podía


decirse que yo estuviera conversando con ellos porque simplemente
escuchaba como ese trío de viejos se vanagloriaba de los negocios que
hacían y de las movidas corporativas. Tarde o temprano, el hilo de la
conversación fue hacia mi terreno; recién ahí pude demostrar que estaba
presente.

- Oye Miguel ¿y cómo ves el panorama judicial con este lío de


Ambrosio Luna? – preguntó uno de los tíos, a quien los otros dos
llamaban con cariño “Kiko”.
- Bueno complicado para él. Pero creo que va a salir librado – respondí
sin dar mayores detalles.
- ¿Crees eso? – preguntó el papá de Lucrecia.
- Sí, estoy seguro. Tiene un excelente abogado.
- ¿Cómo así? Por lo que yo veo el caso parece estar bien jodido –
preguntó otro de los hombres que estaban en la conversación con
algo de ingenuidad.
- Sí, pero el abogado se mueve muy bien. Es un excelente corruptor –
dije yo.
- No entiendo - volvió a retrucar el invitado.
- Es simple…que Luna tiene dinero, un caso jodido y su abogado tiene
excelentes contactos. En algún momento cuando esto se desinfle, el
caso va a ser salir bien porque la Fiscalía pierde no solo por carencia
de recursos, sino también por falta de mantener la persistencia -
agregué.
- Lo que dice Miguel es exacto, no perdamos la perspectiva – intervino
el papá de Lucrecia.
- ¿Cómo así Alfredito? – preguntó la misma persona.
- Sí pues. Lamentablemente el sistema es así y hay que acomodarse ¿o
no te acuerdas Felipe el caso que tuviste por defraudación de
impuestos?
- Bueno sí Alfredito, pero eso era distinto.
- ¿Por qué? – re preguntó el papá de Lucrecia.
- Porque se trataba de mí, de mi caso.
- Por favor Felipe, ¿a quién buscaste para que te saque del lío? ¿no
buscaste a un hijo de puta? Todos lo hacemos. Yo no te juzgo, por
favor Felipito, pero no podemos negar lo obvio.
- Si pues me acuerdo que contraté a Enrique Mesones – dijo Felipe.
- Así es mis queridos amigos. El sistema es así. Si es que no hubiera un
Juez coimero que acepte plata, ninguno de nosotros habría salido de
nuestros propios líos. Yo también tuve mi chicharrón con ese caso
famoso contra el sindicato ¿se acuerdan? – intervino el papá de
Lucrecia.
- Es cierto Alfredito, no me acordaba – dijo Felipe.
- De eso me sacó Gonzalo Macera. Tuve que estar fuera del país casi
un año por esa cojudez.
- Claro, me acuerdo – dijo Kiko.
- Y me costó un huevo de plata. Tú ni habías nacido – me dijo
mirándome el viejo.
- Seguro señor, pero a Gonzalo le conozco perfectamente y sé cómo
cobra y también cómo juega.
- Bueno, hijo para que te hagas una idea.
En ese momento interrumpió Lucrecia. Como fingiendo espontaneidad.
Siempre con una sonrisa de comercial. Los ojos vivos para mantener la
mirada y convertirse en un objeto de deseo.

- Papi me voy a llevar a Miguel, quiero presentarle a alguien. Al tío


Rafael – en ese momento me tomó del brazo.
- Permiso – dije.
- Sigue hijo. Te va a interesar conversar con él – autorizó el padre.

Empecé a caminar y a lo lejos escuchaba los murmullos del grupo que


dejaba.

- Oye qué bien el chico – le decía uno de los invitados al papá de


Lucrecia.
- Sí, la verdad una maravilla. Estamos muy contentos con ese
compromiso – respondió él.

El papá de Lucrecia era, tal vez, la única persona auténtica de la familia. A


él nunca se le olvidó el origen, como a la madre. Siempre me trató con
respeto, quizá identificándose sus años de inicio como un pujante
empresario.

Lucrecia me llevaba ya de la mano y me condujo a donde estaba un señor


que ya podía divisar no a muchos metros. El típico pituco. Bien vestido,
buen reloj, la joya del hombre. Lentes con un marco grueso dorado,
mostrando solidez. Muy sobrio para la ocasión.

Tendría, unos sesenta y pico años. Cabello cano, nariz aguileña y ojos
verdes. Colorado.

Cuando vió acercarse a Lucrecia, el hombre se apartó del grupo en el que


estaba. Siempre pidiendo las excusas de rigor.

En ese instante se cruzó un camarero con una bandeja repleta de pastelitos


y alfajores. Sin que se notaran mis ganas por comerme todo, cogí tres en
una servilleta. Con eso nos acercamos al individuo.

- Tío, por fin te traje a Miguel – dijo ella.


- Miguel, mi amor, te presento a mi tío Alfredo De La Puente -
complementó.
- Buenas noches señor.
- Buenas noches. Un gusto conocerte.

El hombre guardó prudente silencio. Aún mantenía la rigidez propia de su


condición de ricachón. Aún estaba estudiándome. Me miraba con
asombrosa rapidez con una sonrisa como burlona en la punta de los labios
cerrados. El mentón levantado en signo inequívoco de superioridad.

Ojalá me pregunte algo que yo sepa responder con solidez, pensaba. Todos
mis esfuerzos de esa reunión estaban cifrados en ese encuentro que ya
habíamos conversado entre Lucrecia y yo. Formábamos un tándem muy
interesante.

Lucrecia entendió el mensaje implícito rápidamente.

- Los dejo para que conversen.


- Sí hijita, hay cosas que no deberías escuchar.
- Permiso – dijo ella dándome un beso en la mejilla. No puso la otra
mejilla, fue un beso. Muy tierno. Muy estudiado.

El hombre esperó a que Lucrecia se retire y empezó.

- Bueno no sé si Lucrecia te habrá contado.


- No señor, no me dijo nada. Solo me trajo para acá.
- Bueno, yo tampoco le comenté mucho porque trata de un lío en el
que estoy metido. Un tema muy reservado. Por lo que te pido
absoluta discreción.
- No se preocupe, lo que hablemos es secreto de confesión para mí.

Antes de empezar el relato, el hombre cambió de rostro. Bajó al llano


dejando la rigidez que nos apartaba. Miró a ambos lados y bajando la voz
dijo:

- Tengo un caso en el que me he visto involucrado. Me van a denunciar


pronto en un asunto que, potencialmente, puede ser muy
escandaloso.
- ¿Aún no lo han denunciado? No entiendo – pregunté con genuino
interés.
Junté los labios acusando el recibo de la noticia. Seguía queriendo saber
más. Extrañamente el tío De La Puente no dijo ser inocente como todos mis
clientes solían repetir.

- Hace un par de años conocí a un muchacho.

Hizo un silencio. Yo aún no comprendía la naturaleza del relato que vendría


a continuación. El hombre se estaba preparando para narrar todo. Se
estaba humanizando.

- Yaaa… - solté con intriga.


- Bueno, para no hacerla más larga…. empezamos a salir.

Cuál habrá sido mi rostro de impresión que al tipo se le subieron todos los
colores al rostro. Al mismo tiempo también se le cruzó una tímida sonrisa
cómplice, recordando tal vez las travesuras perversas que esa relación le
había generado.

- Sí, sí, perdí la cabeza – narraba con emoción, con excitación.


- Comprendo - respondí tratando de mantener la frialdad necesaria.
Inconscientemente di un paso para atrás.
- Salimos casi un año. Fue genial. Una de las mejores cosas que me ha
pasado en los últimos años – soltó el tío, haciendo difícil para mí creer
que se trataba de la misma persona que me presentaron hace quince
minutos.

Pero hasta ahí, más allá de mis propias resistencias, técnicamente no veía
nada fuera del otro mundo. Acaso, en el peor de los casos, un referente raro
de infidelidad conyugal. Sin embargo, el asunto prometía ponerse más
denso y difícil. El tío Alfredo continuó.

- Un día, hace un par de semanas, Tony, Antonio como se llama, se


apareció un día en mi oficina pidiendo hablar conmigo.
- ¿Qué quería? ¿Qué le dijo? – pregunté.
- Me dijo que era menor de edad.
- ¿Cómo? ¿cómo así? No entiendo.
- Eso…
- Me dijo que era menor de edad.
- Pero, pero…
- Comprenderás que uno no le pide documentos a toda la gente con la
que se relaciona.
- Un momento, discúlpeme que le haga algunas preguntas, pero si
quiere que le ayude debo de tener más datos.
- Sí, de acuerdo.
- ¿Cómo se conocieron?
- En un bar. Estaba yo sentado tomando un trago y él se me acercó y
se presentó. Estaba tan guapo que hicimos química. Yo pensé que era
el destino. La verdad perdí la noción de todo, me entregué.
- ¿Y dónde se veían?
- Alquile un departamento. Ahí nos veíamos.
- ¿A nombre de quién?
- Mío.
- Carajo.
- ¿Estoy jodido no? – esta vez dejando la excitación. Empezó a
asustarse.
- Pues, está difícil. No suelo sentenciar a nadie porque no es mi rol.
Solo le digo que está difícil.

Conforme avanzábamos, el tío De La Puente se empequeñecía más y más.


Toda su imagen de déspota había quedado en un tacho. Era un hombre
perdidamente enamorado. De un menor de edad.

- Viajamos juntos. Le compré ropa. Le regalaba dinero. Estaba a punto


de comprarle un auto, todo.
- Pero, ¿nunca le investigó?
- No, me enamoré. Perdí la cabeza.
- Bueno, bueno. Pero entonces el tipo apareció en su oficina y…le pidió
dinero ¿cierto?
- Sí ¿Cómo sabes?
- Era obvio.
- Sí, me dijo que, sino que le depositaba trescientos mil dólares en una
cuenta que él me iba a dar saldría a contarle a todo el mundo, incluida
la prensa, mi mujer…todo ¿te imaginas? Me jode la vida.
- ¿Trescientos mil dólares?
- Sí.
- ¿Le dio algún plazo?
- No. Me dijo que me llamaba en un par de semanas.
- ¿Qué más le dijo?
- Que, si no le hacía ese depósito, también me denunciaría.
Junté las manos tratando de enfocarme en una solución o rezando
imaginariamente para buscar una salida. El asunto no era nada sencillo
porque tenía varias aristas. Veía que el hombre estaba al borde de las
lágrimas. No sé si por el escándalo, por el medio a una denuncia semejante
o simplemente por la decepción amorosa.

- ¿Qué hago Miguel? ¿qué hago? No sé qué hacer. Ya no puedo dormir.


- Hay que pensar bien las cosas, señor…
- Y además…
- ¿Qué? ¿hay más? -pregunté pensando en que el asunto se iba a
complicar.
- Sí.
- ¿Qué pasó?
- Que, pese a todo, quiero seguir viéndole. Me muero de ganas de
encontrarme con él y…
- Entiendo, entiendo -interrumpí para evitar que continue el relato.
- ¿Qué piensas?
- ¿De qué?
- De volver a verle pues…ayy parece que no me entendieras -dijo con
voz disforzada.
- La verdad es que esa no es una prioridad. No creo que sea
conveniente, verle otra vez.
- Es que no puedo más. Estoy atrapado entre mis ganas de verle y el
miedo…

Dijo al tiempo que se me acercó y me cogió del antebrazo fuertemente.


Podía sentir sus pulsaciones de desesperación. Su rostro enrojecido. Podía
sentir su debilidad.

En eso se acercó la esposa del hombre. Nos sorprendió en esa escena.

El tipo volvió a recuperar la rigidez de manera inmediata, realmente


impresionante. Subió al pedestal de nuevo.

Se alejó de mí inmediatamente y dirigiéndose a su mujer le dijo.

- Mira Fina, te presento al novio de Lucrecia.


- Perdóname ¿me recuerdas tu nombre? – me preguntó.
- Miguel, señor. Miguel Ferrer.
- Ah sí, verdad, Miguel. Te presento a mi esposa Fina.

La señora levantó el mentón también como lo hizo en su momento el tío


Alfredo y con una sonrisa fingida, se presentó.

- Fina De La Puente.
- Mucho gusto señora.

Para ser fiel al protocolo, solamente le di la mano. La mujer apartó el cuerpo


y entregó su mano como si fuera una limosna.

- Finita, precisamente le estaba pidiendo una tarjeta a Manuel para


que me ayude con uno de los casos de la empresa. Tú sabes cómo es
esto…
- Mmmm – musitó la señora.
- Miguel señor. Soy Miguel.
- Ah sí verdad perdóname oye.

Pese a haberme entregado literalmente su vida, el tío Alfredo se mostró


sorprendentemente cortante y distante como solía ser, al parecer, su status
natural. Y yo seguí prudentemente esa misma relación. No pude levantar la
opresión de su carácter. Quizá era porque la mujer algo de la vida paralela
de su esposo y no creía ya nada de él.

Aproveché para darle mi tarjeta. Sabía que era un momento incómodo y


que ya no podríamos hablar durante la noche. Sabía que tenía que
retirarme rápidamente.

- Entonces yo te llamo Manuel.


- Miguel, señor.
- Ah cierto. Yo te llamo un día de estos.
- Claro, encantado.

Alfredo De La Puente me giño el ojo y me palmoteó la espalda en una


actitud ganadora. Se desvaneció elegantemente con Fina. No obstante, la
superioridad mostrada, estaba completamente seguro que de todos en ese
grupo de tres quien tenía el poder, ahora, era yo.
UN PACTO ENTRE CABALLEROS

- ¿Aló? ¿doctor Ferrer? – se escuchó una voz temblorosa.


- Sí, si ¿quién habla? –contesté en tono adusto ante una llamada
desconocida.
- Mi nombre es Luis Saravia.
- Ya ¿qué desea? – pregunté manteniendo la voz distante. Ya
anteriormente me habían llamado de medios de prensa a hacerme
entrevistas indeseables en las que tuve que colgar.
- Soy amigo del señor Miranda.
- Ah, dígame –mi voz fue apaciguándose sabiendo que se trataba de
alguien posiblemente cercano.
- Es que tengo un casito.
- Yaaaa – respondí con ganas de seguir escuchando. El tono era, ahora
sí, de lo más cálido y atento conforme se desarrollaba la
conversación.
- Y…está un poco complicado…Jaimito Miranda me recomendó sus
servicios porque necesito alguien eficaz. Usted entiende ¿no?
- Claro, claro. Mire le voy a llamar de mi otro número en este
momento.
- Ehhh, pero doctor la verdad es que estoy bastante preocupado ¿me
va a llamar ahora? Necesito ver esto pronto – dijo Saravia con un tono
de sumisión total.
- Sí, claro, claro – contesté habiendo advertido una oportunidad, por
lo que empecé el proceso de rodear a la víctima.

Hice una pausa y continué.

- Deme solo cinco minutitos y estoy con usted.


- Gracias, muchas gracias doctor – respondió Saravia con un tono de
alivio, pero no total.

Colgamos.

Permanecí sentado. Ya entrado en madurez sabía oler muy bien la


desesperación humana. Percibía necesidad en esa llamada, pero solo me
faltaba verificar algo.
Hice una pausa de cinco minutos, para darme un espacio conveniente
de tiempo. No hay que regalarse con el cliente.

- Señorita – alcé el teléfono interno.


- ¿Sí doctor? – respondió la secretaria al otro lado de la pared.
- Hágame un favor, comuníqueme con el señor Jaime Miranda.
- Sí doctor, listo.
- Ah por favor envíe a Juanito a la tienda y que me traiga unas galletas,
un chicle o un chocolate…algo de dulce para pasar el tiempo, él ya
sabrá que traer.
- De acuerdo doctor.

Pasaron un par de minutos y el anexo sonó.

- Doctor, el señor Jaime Miranda.


- Gracias, señorita.

- ¿Aló Jaimito?
- El doctor de doctores ¿cómo estás maestro? – contestó Miranda.
- Bien, bien hermanito.
- ¿A qué debo el honor de tu llamada? ¿algún resultado de mi caso?
- No, aún no. Pero no te preocupes, eso sale bien.
- Te llamaba porque me llamó una persona supuestamente
recomendada por ti y…
- Ah, sí, sí me olvidé de comentarte carajo. Luis Saravia.
- Sí él ¿qué tal ah?
- De primera, compadre. Estudiamos juntos el MBA. Chévere.
- Pero ¿tiene fichas? –pregunté con notorio interés. Esa era la
pregunta del millón.
- Maestro, yo no te voy a recomendar cagadas pues – respondió con
solvencia Miranda.
- Ya compadre, no se hable más entonces. Tú sabes que igual lo
atiendo, pero hay que saber si vamos con tanque o con espada de
palo a la guerra.
- Sí claro, claro. Yo se la calidad de persona que eres – dijo Miranda.
- Gracias Jaimito. Entonces te cuelgo porque tengo que llamarlo rápido
parecía que el pata estaba preocupado.
- Sí compadre, lo está. Este es un buen momento para
morderlo…provecho.
Ambos reímos estruendosamente.

- Como eres Jaimito conmigo – dije risueñamente.


- No compadre, faltaba más. Solamente te digo que yo en el MBA era
el “misio” del salón, así que ya te imaginas el calibre del amigo que
te he recomendado.
- Ya compadre chau, chau – dije con la intención de cortar, pero con
una sonrisa en los labios aún.
- Chau.

Me se puse de pie, cogí mi teléfono “b”, aquel que tenía guardado en uno
de los cajones del escritorio, aquel que representaba mi mundo paralelo y
que, convenientemente, tenía registrado a nombre de otra persona cuya
identidad prefería no saber. Luego marqué el número de Saravia.

- ¿Aló? – contestaron.
- Luchito – contesté.
- Ehh, sí ¿quién habla? – preguntó la otra voz algo titubeante.
- Tu amigo, el doctor Miguel Ferrer – respondí con solidez.
- Ahh doctor, pensé que ya no me llamaría.
- Cómo le voy a hacer eso a un recomendado de mi amigo Jaimito.
- Gracias doctor. Se que usted es un hombre muy ocupado. En verdad
agradezco mucho que me haya llamado.
- No te preocupes, mis amigos son primero. Y tratándose de Jaimito,
tú eres mi amigo ahora.
- Gracias doctor, mire le cuento. Tengo un caso que está en la última
instancia y que es muy importante para mí.
- Yaaaa.
- Es sobre la usurpación de un terrenito que tengo fuera de la ciudad.
En ese terreno voy a mudar mi nueva planta.
- ¿Planta de qué?
- Es que yo me dedico a la fabricación de llantas doctor.
- Ah, bueno, bueno, sigue, sigue.
- Es un terrenito que ha usurpado un individuo de apellido Montero y
que es “testa” del Alcalde de ese distrito. Puta madre, entonces me
vienen ganando todo y esta es la última instancia como le digo…
- Comprendo, comprendo.
- Disculpe usted la lisura doctor, pero la verdad esto me tiene bien
intranquilo. Si es que no gano este caso no puedo mudar mi planta y
pierdo una inversión grande.
- Claro, claro, no te preocupes yo lo entiendo. Dime y ¿cuánta área es
el terrenito?
- Cinco mil metros.
- ¿Cinco mil metros? Qué tal terrenito ah.
- Si pues doctor.
- Bueno, pero dime ¿el caso está en la Sala del doctor Aparicio no?
- Sí, doctor, sí. Pero permítame terminar por favor.
- Claro, claro prosigue.
- Lo cierto es que pasado mañana es la audiencia final doctor y es
clave, según me dicen para ganar el caso. Ahí es donde necesito su
intervención.
- Vaya, entonces es un caso urgente.
- La verdad sí doctor.
- Mira Luchito. La verdad yo no suelo hacer este tipo de incursiones.
No puedo tomar un caso con tan poco tiempo. Tendría que…
- Doctor, por favor no me haga esto…si es por el dinero, eso no es
problema -interrumpió Saravia.

Aunque no se notó al otro lado de la línea, no pude evitar esbozar una


tímida sonrisa -casi por reflejo- al escuchar la última frase. Luego continué.

- Luchito, mira yo no trabajo así. Soy un abogado ya maduro y no es mi


móvil el dinero.
- Perdóneme doctor, no quise ofenderlo, es que estoy desesperado.
- No te preocupes, comprendo. Pero permíteme decirte algo. Lo que
yo te estaba indicando, es que tendría que cancelar varios
compromisos para meterme de lleno a tu caso y eso sin contar las
llamadas que tengo que hacer para tu caso, que lo más importante.
- Ya ¿y entonces?
- Dame el número de tu caso por favor.
- Claro doctor.
- Espérate un ratito mientras agarro un lapicero y un papel para
anotar. Ya ahora sí, dime.
- Dos tres seis guion cuarentidós de este año, doctor.
- Listo, anotado. Dos tres seis guion cuarentidós de este año.
- ¿Cómo hacemos entonces doctor? – preguntó con inquietud Saravia.
- Dame hasta ahora en la tarde para hacer coordinaciones. Te espero
a las cuatro de la parte en mi oficina para conversar.
- Ya doctor.
- Te va a llamar mi secretaria ahorita para agendar una cita y darte la
dirección.
- Perfecto doctor.
- Eso sí, necesito que traigas diez mil dólares y la copia del falso
expediente.
- No hay problema doctor. Yo lo hago.
- Una preguntita ¿quién llevaba antes tu caso?
- No entiendo doctor.
- Perdón ¿quién era tu abogado?
- Ah Amado, Amado Gonzales doctor.
- Amadito – dije con algo de sorna.
- ¿Lo conoce?
- Sí, claro, muy bueno el chico, pero la verdad aún le faltan medallas –
sentencié con algo de desdén.
- Sí pues doctor, quizá le falto experiencia.
- En fin, Luchito ya no cabe llorar sobre leche derramada. Te veo
entonces a las cuatro.
- Ya doctor. Nos vemos.

Tras colgar, empezó a fluir la adrenalina en mí. Jugar con el tiempo en


contra, era un factor que me cargada mucho de emoción. Jugar al límite,
más aún en un caso como este que estaba claramente dispuesto a
perdedor. Mi plan mental comenzó a estructurarse y tuve que inicar la
ejecución.

- ¿Señorita?
- Sí, doctor, dígame.
- Que venga por favor Gabrielita.
- Listo doctor. Ahora le digo que vaya.
- Y también el doctor Hinojosa.
- Ya doctor.
- ¿Ya volvió Juanito?
- Sí, doctor…pero…
- ¿Pero qué?
- Es que le trajo unas gomitas como para niño…y la verdad me da
vergüenza entregárselas.
- Pero esas son las que me gustan. Él ya me conoce. Agarra las llaves
de mi auto y me las pones en el asiento del copiloto para cuando
salga.
- Listo doctor.

En el acto, aparecieron las dos personas citadas. Gabrielita, mi asistente


legal e Hinojosa a quien yo veía como mi futuro socio. Aún no pensaba en
el retiro; de hecho, estaba ingresando a la mejor edad del abogado, pero
pensaba -como todos- disminuir la velocidad para descansar un poco más y
viajar a mi casita en Miami a disfrutar de la vida con toda la fortuna que
había amasado hasta el momento.

- Pasen, pasen. Tomen asiento por favor.

Ambos se sentaron. Gabrielita mostró toda su disposición con la actitud


corporal. Trajo como siempre su blog de notas. La chica, que estaba próxima
a acabar la universidad, era una máquina y resultaba ambiciosa como ella
sola. Además, la pinta le favorecía enormemente.

Hinojosa se mostraba siempre más relajado. Sabía que tenía ventaja y el


carnet; o sea la licencia para matar.

- Miren ha llegado un caso nuevo que debemos de atender. Tiene


fecha de audiencia para pasado mañana y es “arribita”, en la
Suprema.
- Ya doctor ¿y sobre qué trata el caso? – preguntó Gabrielita.
- Es una usurpación. Nosotros vamos por la parte agraviada. Es un
terreno de cinco mil metros. La otra parte es un peso pesado por lo
que parece.
- ¿Quién? – preguntó Hinojosa.
- Parece que es el “testa” del Alcalde del lugar. No sé en qué distrito se
encuentra el inmueble. No tengo ahorita mucha información, solo lo
que les voy a decir, pero sea como fuere estamos frente a un peso
pesado.
- Ay carajo – dijo Hinojosa en tono de preocupación.
- Sí, entonces vamos a hacer una cosa. Gabrielita, no te muevas. El
cliente viene a las cuatro de la tarde. Necesito que leas el expediente
y prepares todo el sustento legal cuando traigan los papeles. Aplaza
todo y ve buscando sustento del tema.
- Listo doctor.
- Alberto, anota el número por favor: dos tres seis guión cuarentidos
de este año. Necesito que averigües dónde está el expediente, quién
lo tiene, todo, todo…ya tú sabes.
- Listo doctor – respondió rápidamente Hinojosa.
- Bueno, entonces me dejan porque yo me voy a dedicar a trabajar en
la logística grande…
- Doctor – interrumpió Gabrielita.
- Dime.
- Yo tengo unos amigos en la universidad que están como asistentes
de dos Supremos quizá les pueda preguntar algo.

Me detuve a pensar en el apunte de Gabrielita y no pude evitar un gesto de


ligera aprobación. No sin antes mirarla con algo de ternura.

- Claro, me parece bien ¿tú que crees Alberto? – pregunté


dirigiéndome a Hinojosa para medir su reacción.
- Me parece bien, todo suma – respondió Hinojosa con algo de sangre
en la cara producto del rubor.
- Bien señores, entonces listo.

La puerta se cerró.

Cuando venía un caso de estos se sentía una tensión en toda la oficina.


Clarita, la secretaria, ya sabía que no podía interrumpirme mientras llamaba
por teléfono.

El vértigo dentro de mi despacho podía palparse en ese momento. La


emoción del juego se marcaba en mis movimientos ya casi en reflejo. Me
paraba, llamaba, colgaba, pensaba, movía mi libretita verde en donde tenía
a todos mis contactos. Entraba, salía al balcón a fumar un cigarro. Volvía,
llamaba, llamaba, preguntaba. Aseguraba. Firmaba acuerdos implícitos.
Arreglaba todo.

El tiempo pasó volando. Dieron las cuatro de la tarde y Luis Saravia llegó
puntual. Sonó el anexo de mi oficina.

- Doctor.
- ¿Sí?
- Acaba de llegar el señor Luis Saravia.
- Ya, solamente respóndeme con un sí o no ¿ha venido solo?
- Sí.
- Ya, hazlo pasar en cinco minutos.

Me puse de pie y empecé a caminar por mi despacho. Hilvanando


delicadamente lo que iba a decir. Todo tenía que ser dicho en su momento.

Tocaron la puerta del privado e ingresó Luis Saravia.

- Luchito, un placer conocerte en persona.


- Igualmente, doctor.
- Por favor vamos a tutearnos – dije apreciando que podíamos ser más
o menos de la misma edad.
- Bueno, bueno está bien Miguel.
- Toma asiento por favor.

Luego de darnos la mano, nos sentamos en los sillones de robusto cuero


que se encontraban en la pequeña salita dentro del mismo ambiente.

Entonces Saravia abrió la carterita que traía consigo e hizo el movimiento


mágico. Sacó un sobre apretado de billetes y me lo entregó.

- Toma, por favor cuéntalo – me dijo al tiempo que depositaba el sobre


en mis manos.
- No, no hace falta. Estamos entre caballeros. Confío en ti.

Me puse de pie y dejé el sobre encima de mi escritorio. Posteriormente,


cogí el teléfono interno.

- ¿Sí doctor?
- ¿Puedes venir un minuto por favor?

Entró Clarita.

- Clarita, que venga por favor Gabrielita.


- Listo doctor.
- Ah, por favor, coge ese sobre chiquito que está encima del escritorio
y mételo en mi caja personal.
Nuevamente tomé asiento. Hice una pausa ceremonial. Me encantaban
esas pausas porque le daban dramatismo al asunto y, desde luego,
aumentaban el contómetro de honorarios.

- Mira Luchito. Te voy a hacer franco –dije mientras me acercaba


sigilosamente a Saravia.
- Dime por favor.
- Tu caso está bien jodido.
- ¿Cómo así?
- Que la otra parte se ha movido como mierda y Amadito se ha dejado
ganar terreno.
- No me jodas Miguel, que mala noticia me das...
- Sí, pero…

En ese momento tocó la puerta Gabrielita quien entró al tiempo que se


disculpaba.

- Pasa, pasa. Mira te presento al señor Luis Saravia. Luchito, Gabriela


forma parte de mi equipo. Es una chica muy lúcida que pronto será
una brillante abogada.

Ambos se pusieron de pie.

- ¿Luchito trajiste la copia del expediente que te pedí?


- Sí, aquí lo tengo- dijo entregando el mamotreto de hojas que tenía
en un sobre manila. Yo hice el gesto para que los papeles se los diera
a Gabrielita.

- Ya sabes qué hacer ¿no? – pregunté dirigiéndome a Gabrielita,


haciéndole un gesto con las cejas.
- Sí, doctor.

El ambiente quedó en silencio. Gabrielita era audaz, pero no imprudente.


Sabía cuando retirarse.

- ¿Se les ofrece algo más?


- No Gabrielita, sigue no más.
- Con permiso.
Ambos retomamos la conversación. Saravia estaba enfocado en lo que le
tenía que decir. Ya tenía toda su atención.

- Bueno Luchito como te decía, tu caso está bien jodido.


- ¿Pero qué hago entonces? No entiendo.
- Tranquilo, tranquilo – dije con tono de calma y, estratégicamente,
puse mi mano en su rodilla buscando empatía.

Tras ese gesto me recliné contra mi asiento, dispuesto a continuar el show.

- Lo que he logrado, es algo extraordinario, algo sin precedentes. He


logrado que me escuchen. Creo que puedo voltear el caso.
- Ajá…qué bueno.
- En otras palabras, me he movido y creo que tengo condiciones para
decirte que tenemos buenas oportunidades de ganar.
- Yaa…- dijo Saravia mostrando algo de temor y curiosidad mezcladas.
- El problema es el costo Luchito. No es menor.
- ¿De qué estamos hablando?
- Bueno quieren cien mil dólares.
- ¿Cien mil dólares? – exclamó Saravia
- Así es…a mí también me parece mucho, pero así funciona esto.
- Mierda.
- Así que tu dirás…

El silencio se produjo inevitablemente.

- Puta madre ¿y qué opciones tengo?


- No sé maestro. Si te parece mucho podemos dejarlo así-dije
empezando a usar psicología inversa, dado que era razonable su
rechazo al monto propuesto.
- ¿Y los diez mil que te dí para qué son?
- Luchito no pensarás que eso cubre algo ¿no? Solamente en mi equipo
se me va esa cantidad. Yo aún no te he cobrado mi parte. Un abogado
de mi nivel no puede esperar esas cosas- finalicé mostrando algo de
incomodidad, obviamente fingida, para dramatizar.
- Puta madre la verdad es que no pensaba que fuera algo así-expresó
llevándose ambas manos al rostro.
- Bueno Luchito, no hay mucho tiempo. Tienes que tomar una
decisión. Yo ya tengo todo listo, pero también puedo desactivarlo
todo y...
- ¿Y qué posibilidades hay?
- Las mejores… -contesté.
- ¿Con seguridad?
- No, yo nunca aseguro nada.
- Pero ¿no me puedes asegurar nada? No entiendo.
- Como te dije, yo nunca aseguro nada, no puedo hacerlo, siempre hay
un margen de error. Solamente te digo que hay excelentes
oportunidades.
- ¿Y cómo sería? ¿cómo tendría que desembolsar esa cantidad?
- Espérate un ratito. Aún no te he dicho lo mío. Yo te voy a cobrar
setenta mil más.
- ¿Setenta mil Miguel? Eso es demasiado.
- De acuerdo Luchito, entonces mira mejor lo dejamos así – dije
poniendo las manos sobre mis muslos como acto de cierre. Después,
me puse de pie instantáneamente.

Ya de pie como para rematar, volví a la carga y dije:

- Mejor quedamos como amigos y lo dejamos ahí.


- Miguel por favor entiéndeme, no te pongas así-alegó Saravia al
tiempo que se puso de pie también. Me tomó del brazo como
tratando de encontrar cercanía o misericordia.
- Es que maestro esto a mí me mortifica mucho –dije y en ese
momento me puse de espaldas para caminar a mi escritorio. Yo ya
sabía que lo tenía en la red, solamente era cuestión de tiempo.
- Lo que pasa Miguel es que ya voy cien mil dólares gastado en eso.
Compréndeme por favor.
- Sí, te entiendo, pero la verdad Luchito es que…siento que me estás
faltando el respeto y yo ya no estoy para eso – dije fingiendo
magistralmente una aflicción.
- Lo siento, Miguel, no quise ofenderte.
- No Luchito, la verdad creo que es mejor dejarlo así no más. Yo hasta
acá te he servido como amigo. Pero si no confías en mí, entonces no
hay mucho qué hacer.
- No, no Miguel, no para nada. Está bien, está bien, acepto – respondió
mostrando ambas palmas.

Después de eso, Saravia de dejó caer en el asiento. Encontrandome, ahora,


a sus espaldas, a la altura de mi escritorio, caminé hacia él y puse mi mano
en el hombro del tipo como para darle ánimo. Sabía que la presa estaba
cautiva ya.

- De acuerdo. Necesitamos cincuenta mil para mañana. Nos vamos a


encontrar en el café Marcial ¿conoces?- pregunté.
- Sí.
- Mañana a las diez de la mañana necesito eso ahí. Me lo llevas en un
maletín. Y lo demás contra resultado.
- ¿Y lo tuyo?
- Para que veas que confío en ti, lo mío lo veos al final. Seremos socios.
- Gracias Miguel. La verdad valoro mucho ese gesto. Y… ¿para cuándo
crees saldrá todo?
- Para este lunes, eso me dicen.
- ¿Podemos encontrarnos mejor a las once? Es que tengo que ir al
banco y cincuenta mil no se consiguen así no más.
- Está bien, pero no tardes más por favor. Esta gente es impaciente.
- No te preocupes.

Saravia se puso de pie con el rostro desencajado. Con la mirada en el suelo.


Levantó el rostro y me dio la mano.

- Miguel ¿qué tan seguro es esto?


- Bastante seguro.

Deposité mi mano en su hombro y acompañé su retiro de mi oficina. Al


despedirnos le di dos suaves palmadas en la espalda.

- Ánimo -le dije-todo saldrá bien, confía en nosotros. Sabemos lo que


hacemos.

Apenas se fue Saravia, cogí el celular y marqué.

- ¿Aló? Willy.
- ¿Quién habla?
- Yo, tu marido.
- ¿Quién habla?
- Yo pues huevón, tu jefe máximo.
- Miguel.
- ¿Ya ves cómo me reconoces cabrón?
- Qué quieres mierda.
- Lo que te dije de ese caso pues.
- Ya ¿atracó tu cliente?
- Sí, compadre, pero le bajó el monto.
- Puta madre ¿cómo así?
- Solamente quiere dar cincuenta balas.
- No compadre, no va. Te pedí ochenta.
- Ya pues compadre, no me cagues…igual es un huevo de billete.
- No jodas pues Miguel. Yo se que tú nunca pierdes, cuanto estarás
comiendo ¿cuánto vas a sacar tú? Te haces el pendejo ¿no? Con eso
yo estoy fuera pues compadre… me cagas carajo.
- Pero ¿qué quieres que haga Willy? A veces se gana a veces se pierde.
- Puta madre, pero tú siempre ganas y yo siempre pierdo.
- No jodas oye ¿cuántas veces te has levantado conmigo? Aparte yo
también se carajo que tú también haces “aduana” que da miedo.
- Ponle diez más para que yo gane algo también pues…

Simulé un silencio como para pensarlo. Ya todo estaba calculado, pero no


podía conceder tan rápido.

- Ya huevón, ya, voy a darte de mi parte – respondí con displicencia.


- Listo, entonces ¿cuándo me traes el “adela”?
- Mañana, como a las doce, paso por tu despacho.
- ¿Cuándo es la audiencia? -preguntó.
- Puta madre Willy no me pongas nervioso…el viernes. Que no se te
vaya a pasar.
- No carajo, no. No te preocupes que ya con el “adela” todo se
encamina.
- Eso espero carajo.
- ¿Tú vas a intervenir en la audiencia? – preguntó Willy
- No, va a alguien de mi equipo.
- ¿Quién? ¿Hinojosa?
- Sí, él ¿por?
- No, solo para saber.
- Oye, pero no me falles ah. Mira que el otro lado es fuerte.
- Sí, ya se, ya. Me han mandado una “embajada” – dijo Willy.
- No jodas…¿y que te dijeron?
- Ya te contaré en persona…mejor…
- Ya, ya.
- Puta Willy, pero no te me vas a voltear ¿no?
- Carajo no ¿hace cuánto que nos conocemos? ¿ah? ¿alguna vez te he
fallado?
- Sí ¿ya no te acuerdas del caso de la señora Rubianes?
- Ah bueno pero eso es diferente…además ya ahí tienes crédito y por
último yo te la canté…
- Eres una cagada carajo – respondí riendome.
- No te preocupes mierda. Somos gente de honor.
- Ya,ya Willy está bien. Como siempre confío en ti.

Ambos sabíamos que esta frase solo era decorativa. Ni yo confiaba en Willy,
ni menos él en mí. Pese a que ya nos conocíamos más de diez años, nunca
se tramó una relación de confianza, tampoco de amistad. Willy era asesor
de la Suprema y yo un litigante, cada uno en su rol, conviviendo en calculada
paz y conveniencia.

Antes de consumar el golpe para “voltear” ese caso, toda una maquinaria
se movilizó a nuestro milagroso favor. Willy llamó a un colega suyo y este le
“puso” al hombre que determinaría el mayor peso en la decisión, el
presidente del Tribunal. Pero también intervenían hasta los abogados
menores de la corte que preparaban los proyectos de resolución. Debajo
del puente se perdía mucha agua, muy posiblemente al hombre fuerte
solamente le llegarían diez o quince grandes de un total de cincuenta. No
había mucha persuasión jurídica. Daba igual si tu posición era un
mamarracho o no, todo se inclinaba entorno al ofrecimiento de verdes.
Todo era posible en un mundo de pujas y comercio como ese.

Luego de la audiencia formal, todo quedó listo para el triunfo de la


estrategia de corrupción. Entonces, tocaba disfrutar. El lunes en la tarde,
puntual como siempre, hizo su aparición Saravia.

- ¿Doctor?
- ¿Sí?
- El señor Saravia está acá.
- Que pase.

- Miguel.
- Pasa Luchito, toma asiento.
- ¿Qué tal fue todo?
- Lo que te conté pues. Mira aquí tienes el documento.
Saravia se abalanzó sobre el papel y lo abrió con avidez. Empezó a leerlo.

- Puta madre maravilloso Miguelito.


- ¿Ya ves carajo? Hombre de poca fe.
- Puta disculpa Miguelito fueron momentos de bastante tensión y
cuando fui a la Sala y no te vi pensé lo peor.
- Todo es parte de una estrategia. Yo no puedo aparecerme, mucha
luz. Por eso le pedí al doctor Hinojosa que vaya y no lo hizo mal ¿o sí?
- No para nada, muy bueno.
- Entonces pues, Luchito. Ya está todo consumado.
- Sí carajo por fin – exclamó Saravia con genuina tranquilidad.
- ¿Quieres un whiskycito?
- Sí, la verdad me vendría bien.

Me puse de pie a atender personalmente al invitado. Con mucha delicadeza


y pausa serví dos tragos y tomé asiento ceremoniosamente. Miré de reojo
el maletín que traía Saravia. Sabía lo que estaba dentro pero no podía
mostrar hambre.

- Toma sírvete por favor – dije al tiempo que le alcanzaba el vaso de


cristal. Un vaso pesado que demostraba poder en el licor.
- Gracias compadre, la verdad te pasaste. Excelente trabajo.

Chocamos los vasos. Nos miramos. Bebimos un primer y no tan áspero


sorbo. No se dijo mucho en el primer momento. Solo dos hombres
disfrutando luego de la adrenalina. Ambos sabíamos que estábamos
bebiendo de la justicia, lograda por mí para ete hombre. Qué más se puede
pedir.

Saravia cogió el maletín y me lo alcanzó. Yo recibí la acción mostrando


sorpresa.

- Toma Miguelito, cuéntalo por favor – dijo.


- No, no hace falta, estamos entre caballeros. Salud.
LUCES, CÁMARA…

¿Quién mierda podrá ser a esta hora? ¿qué día es?

Mierda. Mierda. Es él.

- ¿Aló?
- Aló Miguel…
- Sí ¿Beto?
- Sí carajo…me cagaron Miguel…me cagaron…
- Cálmate, cálmate ¿qué pasó? ¿de dónde me estás llamando?
- Me han prestado un teléfono para llamarte. Me están llevando…¿a
dónde? Perdón…

Podía escuchar una conversación fuera del fono.

- A la central de Policía Judicial, eso me dicen ¿sabes dónde es?


- Ya, sí conozco. Tranquilízate. Me visto y voy para allá.
- Miguel ¿no se supone que deberíamos estar enterados de esto? ¿qué
pasó carajo?
- No lo sé, no lo sé. Déjame averiguar y hablamos allá.
- Puta madre Miguel…me cagué.
- Carajo, cálmate y no hables nada hasta que yo llegue ¿entiendes?
- Carajo…
- Con nadie, de nada. No hables con nadie.

Cortó el teléfono. El corazón me latía a mil. La llamada la contesté más en


automático y sin pensar. Pese a que podía hacer mucho más por él desde
mi casa, ya me había comprometido en ir y en este momento debía darle
tranquilidad. Dado su carácter impulsivo, este imbécil podía hacer cualquier
cojudez.

¿Qué mierda pasó? Se supone que me deberían avisar para que este pata
estuviera preparado, puta madre ¿y ahora quién me a responder por esto?
Mientras alistaba para salir en busca de Beto, trataba de armar el
rompecabezas. Ya no cabía lamentarse. Había que ver cómo se contenía el
problema y liberarlo.

Encendí la televisión para ver si aparecía algo y nada, felizmente. También


prendí la radio. La noticia no demoraba en salir. Pensaba que por la hora
hubiese sido inusual la noticia.

Beto Klein hacía cuatro meses fue a mi oficina por recomendación de un


amigo en común. Su caso era simple, tenía vinculación con un empresario
millonario cuya fortuna tenía un origen, digamos, discutible. A él se le
empezó a investigar por lavado de activos, cosa que yo desconocía si
realmente ocurrió. Lo cierto es que la Fiscalía había planteado mal todo el
caso, situación que conllevaría a que ganaramos sin mucho esfuerzo. Pese
a ello había un factor exógeno que yo no podía controlar; Beto era bocón,
y ya había chocado con otro empresario grandazo que se la había jurado.
Por eso que, más o menos, estábamos preparados para un golpe como este.

Me quedaba en claro que ganar ese caso no solamente me generaría un


honorario intresante, sino que me posicionaría como acreedor moral de un
hombre de prensa como Beto que, pese a ser un genuino imbécil, tenía
influencia y era reconocido como un periodista “mordaz”. Aparte de ello,
Beto me ofreció presentarme a Cristina Petrozzi, una presentadora de
noticias a quien deseaba con toda mi potencia.

Había entonces que salir al rescate. La situación era tensa y me encantaba.


Cada incursión como estas me hacía sentir vivo, sentir poder, poder de
comprar. Si bien todas estas conductas determinaban un riesgo de -alguna
vez- ser atrapado coimeando a alguien, el desafío radicaba en la obtención
del resultado; se trataba de sacar a alguien en el menor tiempo posible a
“como de lugar”.

Subí al auto y encendí. Cogí mi escapulario y lo besé. La cávala, más que la


religión. Igual le pedí al “gran jefe” que me ayude como siempre.

Acto seguido, como para aliviar mi tensión abrí la guantera y deposité


desesperadamente cinco chicles severamente dulces en mi boca. El rumeo
comenzó con intensidad. El dulce liquido se mezclaba con la saliva
otorgándome una tranquilidad indescifrable.
Vamos.

Tres de la madrugada. Primera llamada. Sabía que era muy temprano, pero
no importaba. Para eso pago pues.

¿Por qué no contesta este huevón? Se está escondiendo. Carajo,


seguramente por el cagadón que me hizo.

- ¿Aló?
- ¿Quién es? – contestó Jimenez con una voz en ultratumba, aún sin
aclarar.
- ¿Cómo quien es carajo? ¿tú contestas sin saber?

Hubo un silencio. Seguramente Jimenez se puso los lentes en ese momento


y miró el celular para ver con quién estaba hablando.

- Ahhh, Doctor ¿qué pasó?


- ¿Qué pasó? ¿qué pasó? Huevón. Que han detenido a Beto y tú no me
has avisado nada. Se supone que teníamos un trato ¿no?
- ¿Qué? No sabía nada doctor. Puta madre. Voy para allá- dijo con
genuina sorpresa.
- Sí, carajo. Yo estoy en camino. Llama a tus colegas y pregunta qué
pasó. Nos vemos ahí. Está camino a la policía judicial, él ya debe
haber llegado. Yo debo de llegar en diez minutos.
- Ya doctor.

Por el tono de voz de Jimenez parecía no estar enterado de nada, pero


todos estos son iguales. Igual de estafadores.

Lo bueno de todo es que en la madrugada se pueden hacer más cosas. Aún


la ciudad no despierta y hay mejores posibilidades de controlar todo. La
ciudad se presentaba en mi ruta como un entorno adecuado para la misión;
calles llenas de basura, algunos bares abiertos con luces rojas y sombrías,
como se decía cómodamente “gente de mal vivir”. No obstante existir una
ciudad A en la que yo vivía y tenía mi oficina, esta ciudad -quizá Z- es la que
permitía ganarme mi permanencia al otro lado.

Al estacionar mi auto cerca a la central de policía, empecé a pensar cómo


abordaría la situación. Qué hablaría con Beto, cómo reaccionar ante sus
reclamos, qué salida dar, todo.
- Buenos días, vengo a visitar al detenido.
- Buenos días ¿a cuál?
- Alberto Klein.
- Un momentito por favor.
- ¿Usted es..?
- Su abogado.

Qué pregunta más cojuda.

Cuando ingresé a la habitación en donde lo tenían la imagen era sombría.


El hombre del espectáculo, el showman, estaba acabado. Sentado en una
silla de fierro, depositado, mejor dicho, desparramado. Apenas me vio se
reincorporó poniendo los codos encima de la mesa cogiéndose la cabeza y
una frazada que le cubría la espalda.

Su imagen de divo, detrás de cámaras, dejaba en claro que solo era una
producción. Gritón y bravucón tras el micro, pero grandísimo cobarde en la
realidad. Tenía puestos sus lentes con lo que su imagen de estúpido se
acentuaba más, pero eso pasaba piola en la radio. El tipo quiso acomodarse
persistentemente como un “vivo”, pero la realidad lo sacó de ese sueño.
Siempre fue un pobre imbécil acomplejado. Lo despreciaba porque tenía
fama, siendo un “monse”.

- Miguel, compadre.
- Beto.

El primer encuentro fue con un débil abrazo. Débil por la primera


circunstancia. Beto recién asimilaba.

- Puta madre, este es el fin Miguel, ya me cagué. Toda mi carrera.


- Beto, cálmate por favor.
- ¿Qué pasó Miguel? Se supone que esto lo tenías controlado ¿y ahora
que voy a hacer? – empezó a preguntar con un tono lastimero.
- Estoy encargándome de todo.
- ¿Qué pasó Miguel? – su reclamo fue subiendo.
- No lo sé.
- No me puedes decir eso…hermano…me sacas la mierda en
honorarios. No puedes decir que no sabes – con esta frase veía que
la conversación iba por mal camino para mí.
- Te digo eso Miguel porque recién estoy averiguando, pero eso no
importa mucho en este momento.
- ¿Cómo de qué no importa Miguel? Por el amor de Dios ¿no ves en
qué estoy metido? – Beto empezó a irritarse y alzó la voz.

Beto empezó a recuperar el brío. Así como hacía puré y mierda las honras
ajenas en su programa, iba contra mí con toda la fuerza que le quedaba.
Pero conmigo no iba a poder. El huevón estaba en mis manos, en mi selva.

- ¿Te calmas?

Le dije en tono amenazante. Si había un momento para cortar y abandonar


ese caso, era ese momento. La fórmula no fallaba.

Beto bajó la cabeza y levantó la mano. Estaba en mis manos.

- Mira Beto esto ya lo habíamos conversado. Si te avisaba o no era solo


simplemente para que estés preparado, pero de que había una
posibilidad inminente para que te detuvieran, eso lo sabías.
- Sí, está bien, está bien.
- Entonces pues carajo.

La sangre se me subió a la cara y me animé a pecharlo, como para que se


deje de cojudeces. Luego de ello hice una pausa y bajé el tono.

- Bueno, ahora concentrémonos en lo que viene.


- Ya.
- ¿Te han dicho algo?-pregunté.
- Me entregaron este papel de mierda.

Sacó un papel del saco que estaba doblado en cuatro. Se trataba de la orden
de detención. Una formalidad.

- ¿Cuánto tiempo voy a estar acá? ¿me van a pasar al penal?


- No, no te van a pasar. Por el momento vas a estar acá. Aún no sé
cuánto tiempo, pero hay que chambear para que te liberen.
- ¿Y mi esposa? ¿mi familia? ¿mi programa? ¿qué hago?
- Voy a hablar con tu asistente y que se encargue de todo. Voy a
asegurarme que puedas estar conectado. Para eso tengo gente acá.
No te preocupes.
Nuevamente Beto puso los codos en la mesa, se quitó los lentes
depositándolos al costado y se frotó la cara como queriendo desperezarse.
Yo solamente atinaba a mirar sus gestos. En realidad, sabía que estaba
perdiendo el tiempo con él. Debería estar maquinando y ejecutando todo
para su beneficio. Sin embargo, este primer momento debía él de sentir mi
seguridad y que yo estaba a cargo.

- Beto me tengo que ir – dije apartando la silla como ademán previo a


pararme.
- ¿Cómo? ¿a dónde te vas?
- Voy a salir a hacer llamadas y coordinaciones para tu caso. Voy a estar
acá afuera porque contigo acá no puedo moverme bien.

Beto tragó saliva y cerró los ojos.

- Por favor Miguel no me abandones.


- No Beto ¿cómo se te ocurre? – jalé la silla nuevamente para intentar
darle calidez.
- Me estoy jugando mi carrera. Todos los animalejos de mis colegas me
van a crucificar en vivo cuando esto salga a la luz. Tú sabes como
funciona todo, nadie va a apoyarme y me van a botar como un perro
a la calle…por favor -gimió casi al borde de las lágrimas.

Tras eso, se acercó a mí y me tomó la rodilla. Estábamos cerca, pero se


acercó más. Casi podía sentir su aliento pesado. Me miró a los ojos.

- Miguel.
- ¿Qué?
- Te doy lo que quieras, lo que tú pidas.

Bajó la cabeza y suspiró. Se contuvo.

- Pero sácame de acá por favor.

Se contenía con todas sus fuerzas para no quebrarse. Su rostro se puso rojo.
Hacía solo silencio y represión. Por un lado, comprendía que quizá Beto
quería llorar y comportarse como un humano, pero sabía que no podía
hacerlo, no él. Nada estaba dicho ni filmado, pese a ello Beto conocía
perfectamente como se comportaba ese “mundillo” en el que estaba y
sabía que todo sería pues objeto de una sabrosa crónica de chismosería
mundada, aumentada.

- Beto estamos trabajando en eso.


- Por favor, tú solo pon número-dijo en tono suficiente. Beto había
logrado amasar una importante fortuna personal. Mucho por su
show, pero, según se especulaba, otro tanto por sus movidas grises.
Se decía de él que, en algunos casos, había extorsionado a grandes
personajes para no sepultarlos en su programa.
- Beto, tú sabes que no se trata de eso nada más. Déjame chambear.
- Está bien. Está bien.
- En un momento va a venir alguien a darte tu teléfono seguramente.
Habla solamente lo estrictamente necesario. No sabemos si te han
metido un “chupón”.
- Ya ¿tú vas a estar acá?-preguntó con abierta dependencia, como un
niño que no quiere quedarse solo en la noche.
- Sí, como te dije, claro afuera. Entrando y saliendo.
- Ya la prensa debe estar por llegar ¿qué le vas a decir?-preguntó.
- Lo típico. Qué estás en investigación, que estás tranquilo, que confías
que todo va a salir bien.
- Ya, ya…has aprendido carajo.

Se esbozó una primera sonrisa. Aunque con el rostro muy desencajado.

- Si necesitas alguna entrevista amiga, avísame aún puedo mover algo,


pero no voy a tener mucho tiempo-agregó.
- No, prensa no, solo cuando ganemos.
- ¿Ganaremos?
- Sí huevón ya vas a ver. Yo nunca pierdo. Acuerdate lo que me
prometiste.
- Mira, si me sacas pronto no solo te presento a Cristina…
- ¿Entonces?
- Sácame no mas.

Dejé la habitación.

Afuera me esperaba ya Jimenez. Con cara de perro arrepentido.

- Doctor.
- Jimenez.
Nos dimos la mano y le clavé la mirada de reproche. Sin palabras, le menté
la madre. Juntando los labios, respiración fuerte.

- ¿Qué pasó?
- Hubo una movida fuerte doctor. Quieren la cabeza de su cliente y
además necesitaba un show para tapar toda la mierda que está
saliendo.
- Puta madre…me cagaste Jimenez.

Nuevamente otra mirada de fatalidad, acompañada de la movida de cabeza


de reprobación correspondiente.

- Ya compadre, ya, ya arreglaremos cuentas luego.

Una pausa dramática más. Sin mirarlo, empecé a darle instrucciones.

- Necesito que le den facilidades a Beto que está adentro.


- ¿Qué facilidades?
- No te hagas pues carajo…que le permitan moverse de ese cuarto de
mierda, una habitación decorosa, acceso a su teléfono…hay que darle
tranquilidad.
- Doctor, pero igual se va a necesitar algo más…
- Me tienen cogido de las bolas. Si hay que pagar algo más ni modo,
pero cálmame al hombre y dale tranquilidad.

Jimenez se fue y yo respiré un poco. Me apoyé en la pared mirando el reloj


que a esa hora pasa imperceptiblemente. Casi a hurtadillas.

En ese instante trajeron a dos delincuentes “enmarrocados” con una pinta


brava. Verdaderos delincuentes no como estos llorones que se arañan por
todo. Esos no tenían privilegios y sabían que el paso por la “cana” era
solamente rutina. Parte del show, del verdadero show.

Decidí irme porque en ese momento porque ya no se podía hacer mucho


por Beto. Quería dormir un par de horas y luego salir a negociar, porque a
estas alturas, había que estar preparado para eso.
Me despedí y dejé a Beto tranquilo, ocupado, tratando de poner en orden
su parte mediática; qué decir, con quién decir, cómo decirlo. Ni se dio
cuenta que me iba.

Al ser una “estrellita” del espectáculo su caso prometía ser el tema del día,
cosa que no me convenía del todo. Si bien me daba figuración y podía salir
bien parado si es que lograba un resultado exitoso, también hacia subir la
tarifa en la negociación. Ya podía escucharlo, “no pues compadre, se trata
de Beto Klein. Eso sube el monto”.

Había pocos medios a la salida y nadie percibió que era el abogado de la


estrella. Solamente se percataron cuando empecé a subir al auto. Muy
tarde, ya no me alcanzaron a interrogar. Así funcionan estos, como
animales tras su presa. Seguramente volverían. Me fui yo y volvieron
corriendo a la puerta de la dependencia policial para ver si lograban coger
algo de carne ensangrentada que cayera, como hienas.

Ya podía escuchar a primeras horas de la mañana a los noticieros con varios


adalides de la pulcritud pidiendo una exhaustiva investigación y llamando a
todo el peso de la ley si era responsable. Hipócritas.

Cuando llegué a casa, como supuse, no pude dormir nada. La primera


llamada -entre todas las que venía venir ese día- fue a las siete del hermano
de Beto. Luego su esposa y todo aquel que se sentía con derechos. Todos
reprochando, cuestionando y, claro, sugiriendo a “alguien” que podía
hacerlo mejor que yo. Como digo, en este tipo de situaciones, siempre
aparecen los salvadores que quieren quitarte la presa. En momentos
tensos, siempre habrá un mejor candidato, alguien que te señala el rumbo
con pedantería y sin el más mínimo nivel de ética entre colegas.
Correspondía bajar la cabeza y callar. No había tiempo ni espacio para pedir
confianza, pero no podía permitir que me pisen el poncho, tenía que
jugármela a mi entera confianza.

A las siete y treinta de la mañana, volví a salir. Ya había pactado dos


reuniones para ver el tema de Beto. Primero el doctor Vera Tudela.

José Vera Tudela i Fornuier era un abogado antiguo. Calculo que el tío
tendría aproximadamente setenta años. Había sido Vocal Supremo hace un
huevo de años y “llegaba” a todos lados. Era un contacto fijo, de alto rango.
Con el tío Vera Tudela las cosas eran de grandes dimensiones. La chequera
de Beto estaba con firma a nombre de toda la operación.

Nos citamos en un restaurante que a él le encantaba para desayunar.

- Buenos días doctor.


- Hola Miguel ¿cómo has estado?
- Aquí pues doctor con este asunto de Beto Klein.
- Sí, carajo. Está jodido el asunto. Escuché la radio viniendo. Un colega
suyo que lo hizo mierda, diciendo que eso de lo que le acusaban ya
se sabía y se rumoraba en los pasillos de la prensa.
- Sí pues, así son esos concha de su madre. Si lo sabían ¿por qué no
dijeron antes? Va a ver que cuando salga el hombre le van a ir a
chupar la pinga. Son momentos difíciles obviamente.

Hice una pausa verificando que me estaba excediendo en el


sentimentalismo. Me estaba involucrando en el caso. Tomé aire para tomar
distancia y frialdad.

- Pero bueno doctor ¿pudo averiguar algo?


- Sí, mira, bueno tú ya sabes que el Juez es Julio Domínguez ¿no?
- Sí, claro.
- ¿Sabes que es “verde” no?
- Eso me han dicho, pero no creo en los verdes.

El tío atinó a reír no más, aunque discretamente en orden a sus años y


porte.

- Bueno, bueno. Pero, a ver, tengo alguien que tiene ascendencia


sobre él y le puede hablar.
- ¿Quién?
- Lucho Mostacero ¿lo conoces?
- De vista.
- Bueno Lucho es amigo mío y puede hablarle a Domínguez.
- Pero…¿qué tan fijo es eso doctor?
- ¿A qué te refieres?
- Sí, como usted sabe, yo necesito que lo liberen. Por eso pregunto qué
tan fijo es como para apostar a ese caballo.
- Mira Miguelito yo creo que todo suma. Yo te aconsejo que apuestes
a esto y trabajes con alguien de “abajo” también. Operación tenaza–
soltó con una suerte de consejo.
- Sí, eso había pensado también.
- ¿Ves? Es estrategia pura.
- Ya doctor ¿cómo es?
- Mira yo te voy a cobrar diez mil.
- ¿Dólares?

El tío no respondió. Solo se limpió el bigote y esbozó una leve sonrisa


socarrona. Entendí el mensaje.

- Ya doctor ¿todo incluido?


- No, Miguel, no.
- ¿Entonces?
- A Mostacero habrá que conseguirle diez mil más.
- Está bien doctor, vamos. Esto no lo puedo perder.

Como la plata no era mía aprobé esa operación rápido porque además
pensé que, dadas las circunstancias, eran cifras más que razonables. No
obstante, con el tío Vera Tudela yo tenía ciertos reparos en discutir montos;
era un grandazo y eso se valoraba en mi mundo. Le tenía respeto.

- Ya, entonces manos a la obra.


- Sí, déjeme ir a mi oficina y le envío a su casa un sobre con las veinte
“maracas”.
- Sí y además que alguien me prepare por favor una ayuda memoria
con los datos del caso para saber sobre qué hablar pues.
- Ya doctor.

Después de ver al tío me fui corriendo a la segunda cita. La otra “punta” era
Pepito, un conocido jugador de ligas menores que no llegaba tan arriba
como el tío. Un “alcanzador” que conocía a todos y las historias de todos.
Era como hablar con una rata, pero con un toque de simpatía ineludible.
Eso le hacía un gran jugador.

Con Pepito nos citamos en una cafetería del centro a las diez de la mañana.
Pepito era un arribista y le encantaban los lujos, pero no dejaba de ser un
huachafo que ser maravillaba con la estridencia.
- Habla Pepito.
- Hola doctore ¿cómo estás?
- Bien compadre ¿qué dice la cocaína?

Pepito era un intenso consumidor de coca. Le encantaba todas las


perversiones habidas y por haber. En otras palabras, le entraba a todo.

- Rica papá, rica.

Dijo esto con una salivación entre repugnante y cómica.

- Compare ya te averigüe un “talán” del tío Dominguez.


- ¿Qué?
- Tú sabes que cuando supe que era él quien vería el caso de tu cliente
apenas me llamaste, me puse a chambear…y no va ser pues
compadre.

Pepito realmente disfrutaba su chamba. Se alistaba para darme el dato con


una emoción realmente contagiante. Sus ojos vidriosos así lo demostraban.
Y continuó.

- Me dije “hay que averiguarle algo” todos tenemos techo de vidrio


siempre…
- Ya ¿y?
- Es “de la cuestión” – sentenció dando un manotazo en la mesa.
- Noooo, ¿me estás hablando en serio?
- “Cintura”. Tú sabes que en ese lugar está la cofradía de “las palomas
blancas”…
- Sí, claro, pero no sabía que Domínguez era del “gremio”.
- Afirma Miguel, afirmativo.
- ¿Y cómo sabes tú?
- Conozco al “mariachi”.
- ¿Quién es? Me estás hueveando.
- No, no firme. Tú sabes que yo soy serio. Es un pata que no es del
círculo. Pero una amiguita me lo puso.
- ¿Tan rápido?
- Carajo ¿querías resultados o no? Yo sabía que esto había que
trabajarlo al toque.
- Puta mare realmente eres el mejor carajo ¿Y entonces? ¿cómo es la
nuez?
- Ahora en la mañana antes de venir a verte ya hablé con él.
- ¿Y?
- Nada pues…hablé con él. Me fui donde la jerma, donde mi amiga y lo
llamamos. Ella también va a querar su billete.
- Un momento Pepito y ¿cómo sabes que no te están “faroleando”?
- Lo llamó, en mi pepa…
- No jodas.
- Sí y lo puso en alto parlante incluso para que escuchara. El maricón
estaba con Domínguez al costado, parece que habían dormido juntos
esa noche. Todo está alineado maestro.
- Mierda.
- Sí, entonces lo tenemos Miguel.
- Pero cuenta pues ¿cómo fue todo?
- Puta madre no sabía que te gustaba la huevadita tigre, yo conozco a
unos cabritos bien riquitos…si quieres podemos ir un día a verlos…
- No seas huevón. No. Te pregunto como fue la conversación con
Dominguez.
- Mira, yo nunca hablé con Dominguez. Mi amiga me presentó al
marido y yo hablé con él.
- Bueno ¿pero qué te dijo el marido?
- Nada, yo fui de frente al grano y le dije que llamaba por tu caso. El
pata tenía a Dominguez al lado así que le consultaba todo. De hecho,
antes de contestar, tapaba el micro del celular y le preguntaba antes
de darme una respuesta.
- ¿Pero qué te dijo?
- Me dijo que a tu cliente lo quiere joder un hombre fuerte.
- ¿Te dijo quién?
- No, no quiso.
- Ya bueno ¿y?
- Que en realidad él no veía que había problema en liberarlo, pero tuvo
que pedir su detención por presiones de arriba. Así que conversamos.
- ¿Y?
- Bueno Miguelito, como te dije, mesa servida, tu dirás.
- Qué bueno carajo.
- Sí, la vaina está servida.

Antes de lanzar una suma tenía que hacer una pausa y ser estratégico. No
podía regalarme tan fácil porque si no Pepito “se me subía” y dado su
contacto, eso valía realmente oro puro.
- Cinco mil -solté la cifra.
- ¿Verdes?
- Sí.
- Puta madre ¿por qué siempre me maltratas Miguel?
- Es un huevo de plata Pepito.
- No jodas pues…estás consiguiendo al marido huevón ¿cuánto le
ofrezco a él? ¿cuánto me gano yo? Es “bolo” fijo Miguel.
- ¿Entonces?
- Ya compadre quedemos en diez para que ganemos todos. Además,
puede ser una puerta abierta para otros casos similares.
- Puta madre Pepito me cagas...¿qué le digo a mi cliente con esa cifra?
- Explícale pues, es su libertad. Y si no quiere, entonces queda ahí
pues…

Lo miré fijamente como pensándolo. La suma era perfecta.

- Ya compadre, pero cuatro “Adela” y seis contra resultado, habla.


- Está bien. Entonces gírame el “Adelaida”.
- Ahora te lo llevan a tu oficina.
- Ya pero que no hagan mucha luz, ya la gente está sospechando y la
otra vez que enviaste a tu “chacal” mi juez se dio cuenta.
- No te preocupes, en una hora lo tienes.

Cuando me estaba yendo a mi oficina, sonó otra vez mi celular. Era Beto.

- ¿Aló Miguel?
- Hola Beto.
- ¿Cómo va todo?-preguntó.
- Muy bien. Vamos volteando el partido.
- No jodas…¿o sea que voy a salir?
- Beto, no puedo hablar mucho.
- No me tengas así.
- Beto, solo te digo que vamos muy bien. Te aviso cuando tengamos el
ticket ganador.
- Puta madre Miguel…

Hizo una pausa soltando una respiración fulminante al celular.

- Ya compadre, confío en ti. Mira, yo te llamaba porque el señor Miguel


De Alderarin quiere hablar contigo ¿podrías ir a verlo?
- ¿A qué hora?
- Si puedes ahorita, mostro.
- Está bien, dile que voy.
- Excelente.
- ¿A dónde? ¿a la radio?
- Sí. Le voy a llamar ahorita. Cuando llegues preguntas por la oficina de
Presidencia de la radio y entras te va a esperar.
- ¿Y qué quiere hablar conmigo?
- Quiere saber del caso. Ver en qué puede apoyar. A él no le conviene
que yo me vaya a la mierda tampoco y quizá hasta billete podemos
sacarle.
- Ya, ya bueno. Puta madre tú no pierdes la costumbre ¿no?
- Te a va convenir hablar con él. A todos nos conviene-dijo Beto,
claramente con un mejor tono de voz, como si ya supiera que todo
iba caminando mejor.

Al llegar al local de la radio me identifiqué como visitante del señor De


Alderarin. Inmediatamente el duro rostro del vigilante se transformó en una
flor. Bajando sus intenciones de hacerse sentir autoridad, recobró su lugar
de vigilante. Faltó poco para que me llevara cargando a la oficina del
hombre.

De Alderarin era un hombre de unos sesenta y pico años. Alto, con algo de
panza, pero bien puesto. Un millonario del sector. Me hizo pasar de una
manera por demás cordial, luego de un saludo bastante cortés y protocolar.
Se notaba su cuna y que no era un advenedizo o nuevo rico.

- ¿Quiere servirse algo por favor?-preguntó.


- No, gracias.
- Bueno, gracias por venir doctor Ferrer. Tengo muy buenas
referencias suyas.
- Gracias señor.
- Estoy preocupado por el caso de Beto. Como entenderás tengo
directo interés en que todo salga bien.
- Bueno, sí señor comprendo.
- Quería preguntarte cómo va todo porque, comprenderás también,
que otros medios le van a empezar a sacar la mierda y yo tengo que
tomar decisiones. Aquí en la radio yo he pedido prudencia y que no
se hable mucho del tema, pero no podré hacerlo mucho tiempo
porque la competencia va a ser jodida conmigo.
- Sí entiendo perfectamente.
- ¿Cómo ves el caso? ¿crees que vayamos a salir bien?
- Sí, señor. Aunque no suelo dar nunca por seguro nada hasta que no
tenga una resolución firmada en mis manos. Podría decirle que
estamos a puertas de un resultado exitoso.
- Qué bueno. Me alegra mucho saberlo. Solamente por ser cauto y
disculpa mi intromisión ¿no necesitas algo de ayuda?
- No señor, todo está controlado. Como le dije a Beto, si llego a
necesitar ayuda la pediré.
- Bueno, bueno Miguel. Me complace mucho tu actitud. Créeme que
conversaremos de negocios si todo sale bien.
- Gracias señor.
- Tengo que dejarte porque me esperan en otra reunión- dijo
invitándome elegantemente a salir.

Otra carga más al caso. Aparte del jugoso honorario que le cobraría a Beto
y el pase con Cristina, ahora me jugaba una posible cuenta con Miguel De
Alderarin. Quiza podría ser una oferta solo por cortesía, pero igual no podía
darla por menos y, con lo poco que pude conversar con él, me pude dar
cuenta que era un tipo que no entraba en rodeos.

Después de esa cita me fui a mi oficina. Pasaron algunas horas y el tío ya me


había reportado que su amigo había hablado con Domínguez. Me dijo que
lo había notado timorato, pero me aseguró haber tenido buena recepción.
Sobre esa parte de la operación, no había mucho que contrastar. Pese a ello
el tío Vera Tudela era un hombre de confianza. Si él decía que había
conversado, entonces así seguramente había sido.

Con Pepito la cosa era distinta. Él estaba contra resultado, de manera que
había un incentivo y un resultado que perseguir. Toda esta gracia había
salido de la mía y era consciente de que me la estaba “jugando” entera,
pero iba a caballo ganador. Luego del resultado recién podría sentarme con
él.

Me era difícil continuar con mis tareas en la oficina. No tenía tranquilidad.


Así que decidí irme a casa a esperar. El teléfono sonaba insistentemente,
pero era la llamada ganadora aún llegaba.

- Aló
- ¿Y? ¿ya?
- Beto, tranquilo. Estoy esperando.
- Carajo Miguel ¿a qué hora sale?
- Me dicen que a las nueve de la noche.
- Puta madre, así nos vienen diciendo desde las cuatro de la tarde.
- No te preocupes Beto.
- Miguel…
- ¿Qué?
- ¿Qué tan seguro lo ves?
- Bastante.
- Porcentajes Miguel.
- Ochenta.
- ¿O sea que hay veinte de posibilidad que no salga?
- Siempre hay margen de error.
- Puta madre Miguel…no me cagues…
- Ya carajo, ya. Ponte a leer un libro o hacer algo que yo te aviso ¿ya?
- ¿A qué hora me llamas?
- A las nueve o cuando tenga un resultado.
- Miguel.
- ¿Qué?
- Confío en ti huevón, mi futuro está en tus manos, sino puedes dime…
- Carajo si confías en mí, entonces confía.
- Ya compadre, ya.
- Ah Beto, otra cosa más.
- Dime.
- Por favor dile a tu familia que ya no me llame, acabo de tener una
discusión con tu hermano y la verdad ya me está llegando al pincho
hablar con ese huevón.
- Ya, ya, yo me encargo. Es que él me dice que tiene alguien que puede
ayudar.
- Mira, cuando una mano está haciendo la torta no es conveniente que
otras manos se metan. Se puede joder el postre ¿me entiendes?
- Sí, pero…
- Nada compadre. Si sale mal y ese huevón se mete yo no respondo.
Así que dile que no se meta por favor.
- Ya.
- Pero ponte fuerte… en serio se puede cagar todo. Yo ya te he
explicado cómo viene la mano, pero estos patas son tan cambiantes
que pueden variar en dos minutos por una huevada de esas…
- Está bien.
En casa no hubo espacio para comer. Estaba “en blanco” todo el día y el
estomágo me estaba haciendo mierda, pero no podía. No había ganas. La
vena de la sien izquierda me saltaba como loca en momentos como esos,
llenos de ansiedad. Busqué una galleta o un mango o algo extremadamente
dulce para calmarme; no encontré nada en toda la casa. Recurrí a las viejas
artes manuales para calmarme y ayudó.

Hablé con Beto dos veces más. A las nueve y a la diez. Me quedé dormido
mientras miraba -sin ver- la televisión. Con el celular cogido en una mano.

Mierda, mierda ¿quién es? El corazón lo tenía en la boca. Dos de la mañana.


Era Pepito.

- Aló.
- Ya.
- ¿Ya?
- Sí, ya el canario puede volar.
UNA APUESTA AL FUTURO

- Doctor…-preguntó Margarita.
- Sí, ya sé, ya sé ¿hace cuánto llegó?
- Más o menos diez minutos. Me acaba de preguntar si lo va a poder
atender-insistió Margarita.
- De acuerdo. Cuenta dos minutos y lo haces pasar.
- Conforme doctor.

Yo ya tenía alta tolerancia a la repulsión, pero este individuo rebasaba todos


mis límites. Conversar con él era un auténtico suplicio. Si no fuera porque,
literalmente, nadaba en dinero, ni siquiera le hubiera dirigido la palabra.

- ¿Se puede? – preguntó al tiempo que entraba a mi oficina.


- Mi querido Panchito, claro pasa, pasa – respondí ensayando mi mejor
sonrisa.

Francisco Morote era un empresario del sector transportes. Había


comenzado con un solo vehículo cuando era chofer y hoy tenía ya una flota
muy considerable. Se calculaba que su fortuna oscilaba, en ese momento,
entre los veinte o veinticinco millones de dólares, sin contar las cuentas
escondidas en paraísos fiscales.

El tipo era sencillamente un huachafo. Aquella vez fue a mi oficina ataviado


con un traje brillante de color gris y una camisa guinda abierta a la mitad
para que, obviamente, se pueda apreciar toda la “joyamenta” de oro. Quizá
en un hombre que no pese cerca de cien kilos, se hubiera visto bien la
combinación. Claramente no era el caso. Le acompañaba su fiel compañera,
la sudoración excesiva.

- Toma asiento Panchito – le dije mientras con el pañuelo me secaba


el sudor de la mano con la que me saludó.
- Gracias Miguelito. Mira conociéndote bien, te traje esta caja de los
chocolates belgas que a ti tanto te gustan. Te los compró mi esposa
especialmente para ti en su último viaje.
- Que fineza, Panchito no hacía falta.
- De nada hombre, en la casa te queremos mucho. Tú sabes.
Nos sentamos. Al menos los dulces harían menos tediosa la conversación.
Inmediatamente los destapé y tuve que ofrecer primero a la visita para
cumplir con el protocolo.

- Cuéntame Panchito ¿en qué te puedo ayudar esta vez?


- Mira doctore. Voy a ser directo como siempre…voy a entrar en
política.
- ¿Así? No sabía – respondí con auténtico asombro. Me costaba creer
que un sujeto como esos podía convencer siquiera a un solo votante.
- Sí, en el partido de Luchito Morán.
- Ah, mira tú.
- Sí es un pata chévere. Me ha propuesto ir como alcalde de mi distrito.

Luchito Morán era un tipo sin oficio ni beneficio que, gracias a la suerte,
había logrado ser alcalde de la ciudad en dos ocasiones. Todos sabíamos
que era una gran corrupto, pero nadie podía probarlo. Mejor dicho, nadie
había hecho el esfuerzo de hacerlo.

Mi situación me impedía hacer juzgamientos de corte moral y menos con la


clase de “clientes” como el que tenía al frente mío, pero eso no impedía
conocer bien el tablero del juego e identificar las distintas formas de la
viscosidad corrupta.

- Entonces…quería saber cómo va mi caso – preguntó con esa voz


repleta de saliva.
- Está aún pendiente Panchito, pero está bien encaminado.
- Bueno maestrito, necesito matar eso ya. Hay que hacer lo que sea.

Panchito me pedía realmente milagros, aunque ahí radicaba mi “arte”.


Hacer que un gran delincuente como este, figure como un próspero
empresario.

Desde sus orígenes Panchito era un trasgresor natural; como chofer llegó a
deber miles de papeletas por infracciones de tránsito que nunca nadie le
cobro. Hoy ya no manejaba un vehículo, pero tenía la empresa que, según
se decía, había prosperado mediante la creación de figuras off shore que
hacían que él no pague impuestos y que, sea en la práctica, impune. La
situación actual en la que se movía le permitía colgarse convenientemente
el letrero de “pujante empresario emprendedor venido de abajo”,
beneficiándose de la complascencia colectiva que lo miraba,
increíblemente, como un esforzado cuando -además de ser un irregular
persistente- se había financiado de la informalidad.

Pero como todo su entorno de lumpen ya había evolucionado, según las


malas lenguas, a Panchito se la atribuían ciertas malas juntas -aún no
probadas del todo- con cierto individuo al que le llamaba “inversionista”
que le inyectó dinero a varias de sus empresas. Resultaba obvio, a esas
alturas, la vinculación con Luchito Morán.

- ¿Has hablado con el Fiscal ya? -empezando el cuestinamiento.


- Sí, tú sabes que sí Pancho.
- Pero hay que apurar eso. Mis rivales me van a joder ¿qué más se
puede hacer?
- Lo sé, lo sé. Vamos a meterle acelerador.
- ¿Cuánto me dijiste que necesitabas para matar el caso?
- No entiendo ¿a qué te refieres?
- Si tenemos un plazo aproximado para matar el asunto -contestó.
- Mira yo creo que la próxima semana debemos de tener un primer
éxito.
- ¿En serio? -preguntado emocionado. Una gota de saliva escapó de su
hocico acompañando la felicidad.
- Sí, yo creo que sí -respondí no solamente ya algo incómodo por la
preguntadera, sino por el asco que me despertaba. Me molestaba
que un individuo ramplón como ese se atreva a inquirirme sobre mi
labor cuando él solamente tenía que limitarse a cumplir su rol cuando
le corresponda: pagar y punto.
- Bueno, bueno maestrito, pero ya sabes si hay que meterle más papa
al caldo, avísame no más. Tú sabes que para mí el dinero no es
problema.

Esa era la frase de Pancho con la cual siempre cerraba sus negocios. Si bien
mostraba con esa frase cierta displicencia, el dinero era para él, lo más
importante en la vida, cosa en la que -aunque pareciese extraño-
compartíamos fervientemente; lo único que nos unía. El dinero le había
entregado a Pancho la posibilidad de estar en lugares que antes nunca
imaginado, codearse con gente rica -de cuna- aunque era medianamente
claro que jamás formaría parte de un entorno de ese nivel porque
simplemente era apreciado como un nuevo rico. Claro, el único que no se
percataba de la real situación era él, quien parecía mantener una ciega
ilusión.

- Ya, ya doctor, bueno me avisas entonces…oye por cierto doctorcito


¿no me quieres acompañar en mi lista de regidores? Sería excelente
maestro.
- No, Panchito, olvídate maestro ni hablar. Te agradezco mucho la
invitación, pero la política no es lo mío.

La respuesta en negativa fue inmediata, no pensada, tratándose de él. Pese


a ello, me resultó cautivante experimentar la idea de una nueva forma de
poder, cosa que me llevó al menos a plantearme una posibilidad.

Pero Pancho era institintivo y, acaso percibiendo el interés subyacente,


insitió.

- En serio, al menos piénsalo. Vamos a hacer obras que da miedo. Está


yendo en mi lista un amigo, no sé si lo conoces, Claudio Angulo.
- No ¿quién es él?
- Un empresario de la construcción. Con él vamos a manejar todas las
obras. Tú sabes…
- Me imagino Panchito. – respondí con una risa de lo más fingida. Hacía
algunos minutos que ya quería despacharlo, pero el tipo no se iba y
seguía hablando.

Hubo un silencio pequeño que yo propicié como para que él se percatara


que, fuera de lo profesional, no teníamos nada más que hablar. Alcé las
cejas incluso como para señalar que ya era el momento de que subiera su
abominable corporalidad y se fuera. Él rompió el silencio y yo supuse que
jamás se iría.

- Me olvidaba también de preguntarte otra cosa.


- Dime.
- Mira, un amigo, a ese si lo debes de conocer, Víctor Alcántara…
- ¿El Califa?
- Sí, ese, qué bien lo conoces doctorcito…- soltó en tono burlón.

Víctor Alcantara era un conocido proxeneta que ponía el mejor “material”


a todos los hombres de negocios. Lo conocí porque, además de yo ser un
consumidor -no tan intenso- habíamos coincidido en algunos casos ya que
él también había incursionado en las lides judiciales cuando se trataba de
fiscales o jueces con ese tipo de apetencias.

- Bueno, bueno, lo que pasa es que me ha propuesto un negocio.


- ¿Cuál negocio Panchito?
- Él quiere moverse acá en esta zona pues…
- No entiendo.
- Puta doctor a veces no paras la bola ah… - contestó en un tono de
mierda que me colmó la paciencia.
- Sí, pues a veces no entiendo– respondí cuando la risa ya no me salía.
- Quiere alquilar departamentos o casitas e ir de salto en salto. Tú
sabes cómo funciona ese negocio. Cada cierto tiempo ir cambiando
de local para juntar a sus clientes con las “jermitas”. Pero necesita
casas y departamentos “fichos”.
- Yaaaa.
- Y entonces lo que quiere es que, cuando yo sea alcalde, lo deje
chambear ¿qué te parece el negocio?
- Bacán, pero cuál es la consulta no entiendo.
- ¿Qué responsabilidad tengo yo en todo esto si lo dejo chambear? El
hombre me ha prometido un porcentaje mensual.
- ¿Estás hablando en el contexto de tu candidatura y si sales electo?
- Afirma doctore.
- Mira si nadie los descubre, nada, pero si salta a la luz tendría que
probarse que tú sabías y que le dejaste chambear. O sea que diste la
orden para que nadie los fiscalice. En síntesis, es bastante
improbable, pero existe un riesgo reputacional alto.
- Yaaaa, comprendo, comprendo -dijo, pero yo tenía en claro que no
había entendido el mensaje del todo y, honestamente, no tenías las
ganas de explicárselo otra vez.

El tipo se quedó esperando una aclaración mía que nunca llegó. Solamente
puso su cara de idiota y se quedó callado. Luego, para no mostrarse más
imbécil y no re preguntar volvió a la carga. Por Dios.

- Lo estoy pensando la verdad. Lo bueno es que yo no soy como esos


huevones que se hacen ricos con el puesto. Yo soy un empresario de
éxito que he salido de abajo y voy a postular para hacer algo por mi
distrito. El pueblo quiere obras y más obras. Hay que ser solidario
pues y compartir lo que uno ha logrado.
Si huevón por tu distrito y el “pueblo”. Será para hacerte más rico, hijo de
puta.

- Bueno, bueno. Me tengo que ir doctor. Te dejo. Me voy al sauna.

Gracias a Dios te vas -pensé- aunque la imagen del tipo este en el sauna
claramente no había sido necesaria: solo imaginarlo allí hacía que se me
revolviera el estómago.

- A ver si un día de estos salimos con las esposas a cenar.


- Claro, claro. Quedamos un día de estos – contesté.
- Me avisas pues cuando matamos lo otro ¿ya? Haz cuentas y
matémoslo de una vez.
- No te preocupes Panchito, te aviso.
- ¿Para cuándo podemos conversar de eso? Disculpa que te moleste y
te presione, pero necesito definir.
- Como te dije debemos de tener esto la próxima semana.
- Listo mi querido doctor – concluyó Pancho dándome un abrazo de
oso. Un abrazo sudoroso.

Cuando al fin se fue el asqueroso ese, levanté el auricular.

- ¿Doctor? – respondió Margarita otra vez.


- Llámame por favor a Santiago.
- De acuerdo doctor.

En cinco minutos el chico apareció. Santiago era mi asistente. Un chico que,


según pensaba yo, tenía pasta para aprender y continuar.

- Pasa, Santiago.
- Buenos días doctor.
- ¿Alguna novedad de nuestros casos?
- No ninguna.
- Ya, ya ¿sabes quién ha estado acá no?
- No ¿quién doctor?
- Pancho Morote.
- Ahhh.
- ¿Qué sabes de su asunto?
- Está pendiente doctor.
- ¿Y? ¿ya hablaste con tu profesor?
- No doctor.
- ¿Por qué?
- Es que…
- ¿Qué Santiago? ¿qué pasó?
- No me atrevo doctor, me da miedo.

Traté de tomar control de las cosas. Me costaba aceptar que él no podía


hacer algo tan sencillo como voltearse a un fiscal como esos. Me molestaba
tener que persuadirlo de que el camino que yo le proponía en el ejercicio
profesional era el más conveniente y lucrativo para él.

Mantuve silencio para adquirir calma y no ofuscarme. Luego proseguí.

- Compadre, ¿cómo que te da miedo?


- Es que…¿qué pasa si me dice que no?
- Nada, no pasa nada – insistí en tono de camaradería.
- Me va a jalar.
- Eso no va a pasar…
- ¿Cómo sabe doctor?
- Porque estoy metido en esto hace años. Sé que todas las personas
tienen un precio.
- Tengo miedo doctor.
- ¿Miedo? – los calores empezaron otra vez a subirme al rostro.
- Perdóneme doctor. Creo que no puedo hacerlo.

Volví a tomar silencio. Recliné el dorso para atrás, recostado en la silla.


Invoqué a mi paciencia bíblica. Intenté ponerme en su situación. Me daba
mucha cólera reconocer que tenía un cobarde en mis filas y que, quizá,
había estado perdiendo el tiempo con él. Me encontraba más furioso
porque no me gustaba que me de la contra en algo que -supuestamente-
yo dominaba mejor que nadie: el arte de comprar personas.

A pesar de eso, nuevamente respiré y, tras hacer una pausa, volví.

- ¿Cuánto crees que gana un fiscal? -pregunté con una leve


palmoteada en el escritorio.
- No lo sé doctor.
- Bueno, gana una mierda ¿comprendes?
- Sí doctor.
- ¿Entonces?
- No entiendo.
- Puta madre Santiago ¿qué cosa no entiendes? Ese pata gana una
mierda y le vas a ofrecer un buen billete para librarnos del problema
de Morote ¿qué carajo no entiendes? ¿o crees que ese huevón entre
la universidad y la fiscalía tiene para mantener su casa
holgadamente? -dije con voz alterada sin llegar al grito.
- Supongo que no doctor – respondió el chico titubeante.
- Eso es pues.
- Pero…

Me puse de pie y me coloqué detrás de mi asiento.

- Pero nada Santiago. Acá el tema es muy simple. Tienes que probar si
tienes lo cojones para, algún día, ganarte esta silla ¿te gustaría estar
acá en mi lugar?
- Sí claro doctor – contestó con un brillo claro en los ojos. Se estaba
proyectando.

Había tocado el punto para animarlo. Debía prometer cosas concretas.


Tenía en claro que cuando hacía tangible el premio, la discursiva quedaba
de lado y podía lograr más cosas.

- Entonces pues, simplemente tienes que salir y comprarlo. Esto es un


negocio, un regateo. No se trata de convicciones, se trata se montos.
- ¿Y si me dice que no?
- ¡No te va decir que no mierda! No te va a decir que no ¿por qué
piensas que va a salir con esa respuesta?

Luego de lanzar ese grito, sabía que había llegado a un límite. Quizá estaba
forzando todo y este chico no estaba preparado. Quizá simplemente debía
dejarlo ir y hacerlo yo mismo.

Tomé una última respiración con la finalidad de concretar algo inspirador y


caminé hacia él que aún permanecía sentado frente a mí, sin opción a
moverse. Colocandome al costado de él con una voz parsimoniosa empecé.

- A ver, a ver ¿por qué piensas que te va a decir que no?


- No lo sé doctor. Lo veo tan correcto. Tengo temor a perder su
amistad. Él se ha mostrado muy bueno conmigo siempre y me
enseña, además de ser mi profesor me da consejos para llevar mi
profesión bien.
- ¿Te gustaría irte a trabajar a la fiscalía?
- No.
- Como dices que te enseña y que valoras sus enseñanzas.
- No, doctor lo decía porque…
- Santiago, los amigos en este campo no existen ¿o tú crees que yo soy
amigo de los fiscales, jueces o policías con los que trabajo? ¿o tú
crees que yo soy amigo de alguien en esta oficina? -le pregunté casi
al oído.
- Pero doctor yo algunas veces he visto que usted les da dinero cuando
se lo piden y ni siquiera tienen un caso pendiente.
- Los estoy comprando. Los estoy reservando. Para que ellos sientan
en todo momento que me deben ¿o realmente crees que me
interesan sus vidas personales?
- Ahora veo que no, doctor- respondió Santiago bajando la cabeza.
Noté un poco de decepción. Quizá me pensó algo más humano.
- Exacto. No me interesan.

Tras soltar esa frase, pensé que tal vez me estaba excediendo. Sin embargo,
lo que vino a continuación, me hizo saber que iba por buen camino.

- ¿Y entonces? ¿cómo se lo digo?

Al escuchar su pedido de instrucciones, me tranquilicé. Bajé el rigor de los


hombros, caminé a mi escritorio y me senté.

- Muy simple. Le dices que quieres conversar con él un asunto después


de clase y lo invitas a comer. Yo te doy para eso. Estando allá le
dices…listo fin del cuento.
- ¿Y si me dice que no?
- ¿Y si te dice que sí? Te vas a ganar un billetazo, él también se va a
ganar y vas pasar la prueba compadre. La que te va colocar en las
grandes ligas.
- Pucha doctor…

Santiago claramente estaba confundido y yo ya estaba cansado. En ese


momento comprendí que no estaba siendo un verdadero maestro y que
debía mostrarle el camino porque todos tenemos confusiones. Yo no
recuerdo que las haya tenido, pero cada persona era distinta. Era el
momento exacto de la decisión trascendental que cambiaría la vida de
Santiago. Él aún pensaba como un idealista, aunque con una mezcla ya de
perversión que yo había insertado en su vida.

Ya antes había hecho pequeños trabajitos de principiante y no lo había


hecho mal, pero esta era su prueba de fuego. Por eso pensaba que tenía
“madera”. Me confundía que, a pesar de eso, se detuviese a pensar en los
sentimientos y en la valoración de personas tan mínimas como la de su
profesorcito.

- El tema es muy simple Santiago. Si no puedes, dime y lo hago yo –


dije ya a suerte de ultimátum.
- Doctor…
- Te he pedido eso hace tres semanas y me dijiste que podías. Hoy ha
venido el cagón de Morote y me ha pedido acelerar su caso y yo no
he tenido respuesta. Le he prometido un resultado para la próxima
semana. Si no puedes hacerlo encuentro alguien que lo pueda y le
pido que aceiten a ese huevón.

El silencio fue bastante incómodo. El chico no me sostenía la mirada. Sabía


que estaba en falta y que yo ya empezaba a sentir decepcionado.

- ¿Cómo hacemos Santiago?


- Déjeme estos días de la semana doctor.
- De acuerdo, tienes hasta el viernes. Hasta este viernes.

Acto seguido Santiago se paró y se fue. No dijo nada más y yo tampoco.

Pese a ser un corruptor convicto y confeso, una parte de mí se puso a pensar


si había hecho bien. Me invadió, incomprensiblemente, un sentimiento de
culpa.

Moví la cabeza. No podía permitirme esos pensamientos sentimentales. Mi


meta de eficiencia estaba primero, de manera que, me puse a pensar que,
si él fallaba, mi caso se cagaba. Y, como iban las cosas, era probable que mi
temor se convirtiese en realidad.

Para no dejar nada al azar, cogí mi teléfono y marqué.

- Aló ¿Gordo?
- Hola maestro como estás.
- Bien compadre, mira no quiero hacerte perder tiempo ¿oye tienes
llegada con Huamán?
- ¿Cuál Huamán? ¿el de la fiscalía de lavado?
- Sí, ese.
- No, compadre, pero puedo indagar ¿qué tienes ahí?
- Un caso medio jodido.
- Conozco a un pata que es su asistente. La podemos hacer con él. Mi
pata trabaja el proyecto y se lo pone a Huamán solo para que firme.
- Se trata de un caso con harta prensa y encima mi cliente va a
candidatear en las próximas elecciones así que no creo que pase
“piola” así de fácil. Va a ser difícil que el hombre no se dé cuenta de
lo que está firmando.
- Ah jodido entonces si es, así pues, entonces déjame hacer unas
llamadas.
- Tenemos que ir a la segura.
- Como te digo, voy a llamar una gente y te aviso al toque.
- Ya, indaga compadre. Pero, solo indaga, aún no ejecutes nada hasta
que yo te diga.
- Ya compadre, pero mándame un billete para mis gastos pues.
- Mañana te envío un sobre.

El jueves por la noche, un día antes del plazo recibí la llamada de Santiago

- Doctor, ya hablé con el hombre.


- ¿Y?
- ¡Atracó doctor, atracó! – dijo con ineludible emoción.
- Muy bien compadre, te felicito ¿ya ves? ¿qué más te dijo? ¿para
cuándo te tiene el resultado?
- En dos semanas.
- ¿Dos semanas? Yo le dije a Morote que la próxima.
- Sí, doctor lo que pasa es que el hombre me explicó que tiene un
montón de chamba…no puede antes.
- ¿Pero es seguro?
- Sí, doctor re contra seguro. Él mismo me dio la certeza.
- Está bien, está bien. Yo ya veo que le invento al huevón de Morote.
Muy bien compadre. Ya hablamos mañana acá con más detalle y me
cuentas todo.
- Gracias doctor – respondió Santiago aún ensimismado, podía notar
su aceleración al otro lado de la línea.
- Bienvenido a las grandes ligas Santiago, ya habrá momento para que
almorcemos juntos en estos días – culminé con un tono de
complacencia.

Al paso de dos semanas contadas apareció Pancho en la oficina. Estaba feliz


el hijo de puta porque ya sabía de la noticia. Luego de prepararme
mentalmente para el desagrado de recibirle, ingresó a mi oficina. No me
recibió la mano, se abalanzó hacia mí en un asqueroso abrazo que tuve que
tolerar.

- Maaaestro, la verdad siempre tuve confianza en ti- bramó al tiempo


que recibió el papel de su liberación con la firma en original.
- Gracias Pancho. No fue fácil y digamos que fue un trabajo en equipo.
- ¿Ah sí?
- Sí, este resultado lo sacó Santiago.
- No te creo…
- Sí, pero claro siempre todo estuvo bajo control mío -aclaré para su
tranquilidad.
- Qué bueno compadre. Qué bueno además que ya tengas alguien que
te haga la segunda.
- Bueno aún no exageremos. Digamos que es un buen avance. Un muy
buen avance, una buena apuesta al futuro.
- Ya, ya, compadre, como tú digas.

En ese momento Pancho sacó de su cartera la chequera y comenzó a llenar


uno para mí. Yo me soplé ese desagaradable momento silencioso, hasta
cuando me preguntó el monto. No sé si Pancho si había dado cuenta o lo
hizo intencionalmente; para mí ese fue el acto con el que -pese a todo-
marcaba superioridad. En ese momento pensé que él era más inteligente
de lo que pensaba.

Me entregó el cheque y yo sin mirarlo lo deposité encima de mi escritorio.


De inmediato a ese acto, metió la mano a su saco y desenfundó la billetera.
La abrió y yo pensaba lo peor ¿acaso este imbécil se atrevería a darme
dinero en efectivo para mí como una “propinita”? Sacó un fajo de varios
dólares y los contó. No sabía cómo reaccionar, empecé a sudar frío. Estiró
la mano con los billetes.

- Toma Miguelito.
- Yo no estiré la mano, aunque mis reflejos estaban tentados a hacerlo.
- Toma -insistió haciendo al ademán de entrega nuevamente.
- No entiendo Pancho ¿para qué es eso?
- Para el chico ¿cómo se llama?
- ¿Quién?
- El que nos ayudó en esete casito.
- Ahhh, Santiago -respondí con alivio. No, no hace falta Pancho. Él gana
lo que yo le doy.
- Por favor insisto. Recíbemelo.
- Me pareció justo. Lo recibí y lo dejé también encima de mi escritorio.

Pancho se fue, dejando una estela del pegajoso perfume en el cual se


bañaba.

El almuerzo entre Santiago y yo nunca se llevó a cabo. A la siguiente semana


abadonó la oficina un día de improviso y jamás volvió. Solamente dejo una
carta aludiendo motivos personales. Agradeció todo lo bien que lo tratamos
y -lapidariamente- todo lo que aprendió. Redacción en plural, ni una frase
para mí. También dejó los quinientos dólares que le dejó Pancho Morote.
CAYÓ EL HOMBRE

Me quité la ropa rápidamente para ponerme la pijama. Ya estaba listo para


dormir la siesta luego del almuerzo. Inmediatamente encendí la televisión
para ver cualquier cosa y acompañarme mientras comía.

Eva me trajo el almuerzo en la bandeja, me senté en la cama y empecé.

Sonó el celular. Tenía por regla nunca contestar en esas horas que, para mí,
eran sagradas. Sin embargo, el teléfono sonó tres veces.

- ¿Aló?
- Aló doctor, disculpe que le moleste a estas horas.
- ¿Qué pasa Erika?
- Le ha llamado el doctor Batista que quiere comunicarse urgente con
Usted. Es que me dice que ha pasado una tragedia, que le llame por
favor lo más pronto que pueda.
- Pero ¿qué pasó? ¿te dijo algo?
- Me dijo que habían detenido al doctor Marín.
- ¿Al chato? ¿cómo? ¿por qué? ¿no te dijo nada más?
- No, doctor, no me dijo nada más. Simplemente que estaba detenido
y que necesitaba hablar con usted urgentemente. Está en todas las
noticias doctor – terminó apagando la voz sutilmente como si tuviera
vergüenza o miedo.

Colgué sin despedirme y cambié de canal, buscando la noticia, llegué al


canal veinticuatro horas. Allí estaba en vivo. La cinta en la noticia decía
“detienen a Juez Penal vinculado a red de corrupción”. La imagen era
terrible, el chato Marín, mi amigo, mi contacto, con las esposas puestas en
las muñecas de sus brazos, conducido por dos policías a trompicones en el
medio de un mar de periodistas y subido como un bulto a un patrullero. Se
le veía asustado, de un color pálido y sin posibilidad de reacción.

En ese momento solté el cubierto y me puse de pie. Un calor fuera de lo


normal recorrió gran parte de mi cuerpo desde el rostro hasta el estómago,
donde se alojó. La imagen a la que siempre temí, aquel peso frío de las
esposas cerrándose en mis muñecas era, ahora, una posibilidad cercana.
Todo mi panorama se empezaba a violentar. Tal vez sería cuestión de horas
o días para que todos empezáramos a caer. El chato nos iba a echar, uno
por uno, como suele suceder en estos casos.

Todos los que estábamos metidos en esto conocíamos del juego, un juego
con sus propias reglas. La básica, la elemental era no delatar al otro. Se
trataba de una entrega en confianza. El precio podía discutirse, se podía
cambiar de equipo, mentir, negociar, todo; menos delatar. Con el delato, se
rompía el orden.

Tras reponerme del primer impacto, cogí el celular y llamé a Batista.

- ¿Aló?
- Pipo.
- Oye huevón donde has estado. Te he estado llamando al celular, a tu
oficina y nada.
- Tu sabes que a esta hora no le contesto a nadie. Solo que Erika me
reventó el teléfono y supuse que algo urgente había pasado.
- Bueno, ya sabes supongo.
- Sí, huevón ¿qué pasó?
- Lo cogieron compadre, lo cogieron.
- Pero ¿qué sabes? Llegué tarde a escuchar el noticiero.
- Fue un talán.
- ¿Un talán? ¿quién lo hizo?
- Al hombre lo han estado siguiendo. Me cuentan que lo tenían
chuponeado.
- Pero ¿quién lo hizo?
- No lo sabemos aún, pero quien salió como el abanderado de toda la
operación fue Quiroz.
- ¿Quiroz? Pero si ese es un hijo de puta corrupto.
- Como todos papá, como todos.
- Sí pues, pero eso no se hace ¿por qué lo vendió? ¿o sea que Quiroz
lo vendió? No entiendo.
- Suponemos que sí. Hace un par de semanas en el sauna, me encontré
con el “panzón”, me dijo que él había escuchado un “run run” y que,
al parecer, se venía una grande. Me dijo que alguien iba a caer. La
verdad yo no le presté importancia, pensé que se trataba de un “bluf”
como siempre.
- Mierda que cagada ¿y sabemos quién tiene el caso del chato?
- Sí, compadre, el cholo Emerson.
- El cholo Emerson, menos mal cayó en manos amigas.
- Puta madre compadre, ya ahora no se sabe nada. Nadie sabe quién
es quién.
- Es cierto – respondí.
- Bueno compadre te mantengo al tanto, ya te tengo que colgar para
seguir llamando a la gente.
- Ya compadre, avísame si sabes algo al toque y si tienes información
de qué es lo que quieren hacer.
- Como te digo le vamos a mandar al chato un “boga” de perfil bajo
para que lo apoye.
- Ya, matrículame no más si hay que poner algo.
- Perfecto compadre. Sí, los amigos ya están llamando.
- Un abrazo.
- Chau compadre, chau. Cuídate por favor.

Si había alguien que sabía cómo hacer las cosas y tenía nexos con todos era
precisamente el chato. Un artista del arreglo. Me imaginaba que si él, que
era el más precavido de todos, había caído, todos los demás estábamos
desguarnecidos, a cualquiera de nosotros le podía caer la “quincha” en
cualquier momento y, la última frase de Pipo en la llamada, terminó por
remecer la poca tranquilidad que me quedaba.

Cogí una camisa y un traje nuevo, pese a que mis trastos de la mañana
estaban en perfectas condiciones. Tal vez, en mi inconsciente, quería
empezar un día nuevo o huir.

Me lavé la boca y me peiné. Tomé las cosas que tenía en la cómoda de la


habitación y salí.

Recuerdo que subí al auto, pero no recuerdo bien como llegue a la oficina.

- Buenas tardes doctor.


- Hola Erika, ¿llamó alguien más aparte de Batista?
- Sí, doctor – y bajando la voz continuó, como desconociendo si era o
no correcto el recado que me iba a dar – llamó la señora Chela Marín.
- ¿Estás segura? – pregunté jalándola suavemente del brazo hacia mí.
- Sí, doctor. La verdad se la escuchaba bastante nerviosa. Me pidió su
celular, pero le dije que no podía dárselo sin su autorización.
- ¿Pero cómo haces eso? Si estás escuchando lo de las noticias.
- Es que doctor Usted me ha dicho que sea quien sea no le dé su celular
a nadie sin su autorización.
- Ya, ya, déjalo así no más -respondí cerrando los ojos.

Estaba entrando a mi oficina, cuando Erika otra vez con voz temerosa me
preguntó.

- Doctor si vuelve a llamar la señora Marín ¿qué le digo?


- Dale mi celular pues…dile también que te deje un número que yo le
devuelvo la llamada. Ah…y por favor que nadie me interrumpa. Nadie
por favor.
- No se preocupe doctor.

¿Qué pasaría? ¿qué haría yo si fuera el chato? ¿acaso me delataría? ¿la


llamada de Chela tendría algo que ver con una especie de chantaje?

Lo primero era poner a buen recaudo todas mis agendas. No solo la de este
año que ya estaba por terminar, si no la de los anteriores que,
morbosamente, guardaba con celo en mi caja fuerte. Acto seguido pensar
si debía quemarlas o no. Como no estaba en condición de decidir en ese
momento, opté resolver que, al menos, tenía que guardarlas a buen
recaudo fuera de mi oficina, en un lugar a donde cualquier autoridad no se
le ocurriría indagar.

Lo siguiente era planear escenarios posibles: que todo siga igual que era el
mejor de los escenarios, hasta el escensario más terrible de todos, llegar a
la cárcel. De solo pensar en esa circunstancia me invadía la sensación de
claustrofobia, de inseguridad, de miseria.

Conforme pasaba el tiempo, la impaciencia empezó a dominarme. Ya no


sabía qué hacer. Tenía el número del chato, pero sabía que llamarle era una
entrega fija. No obstante, la duda por saber qué estaba pasando me tenía
en la incertidumbre total. Tenía que saber qué planeaba.

Sin rumbo fijo y sin pensamiento claro, solo sabía que tenía que salir a la
calle. No sé a dónde, pero salir. Cogí las llaves y salí de mi despacho. En el
vestíbulo le volví a decir a Erika que, si llamaba la esposa del chato, le diera
mi número. Salí a la calle y me fui a la tienda de la esquina. Compré el
arsenal para ese día: un paquete de galletas con manjar, tres chicles de
fresa y dos chocolates blancos. Acto seguido, volví al edifcio y subí al auto.
Miraba todo al mi alrededor, pero sin prestar atención a nada. Cabeza
enterrada, la voz interior a mil decíbeles, buscando calmar mi temor.
Encendí la radio y no se escuchaba ninguna noticia. Eso podía ser bueno o
malo, según se viera. Las piernas empezaron a temblarme de ansiedad.
Trataba de convencerme que todo saldría bien como siempre. Que el chato
no era traidor. Mi amigo el chato no.

Cuando andaba al volante recibí un whats app, era Kassandra. El mensaje


decía así: “la conseguí…” y acto seguido me envío una foto de Cristina
Petrozzi, la presentadora más rica de la televisión por quien yo había tenido
una atracción casi obsesiva.

Cogí el teléfono y marqué.

- ¿Me estás hablando en serio?


- Hola ¿no? – contestó ella.
- Déjate de huevadas Kassandra ¿me estás hablando en serio?
- Te lo juro…nos vamos a divertir como la puta madre.
- ¿Y cómo es?
- Quiere mil cocos.
- Listo – respondí casi de automático.
- Conociéndote yo ya, le había confirmado. Va a venir a mi casa a las
ocho de la noche ¿vienes a esa hora?
- Sí, claro, de todas maneras. Llevo champagne. No empiecen sin mí.
- No te demores porque arrancamos sin ti– contestó con una risa
perversa.
- Ya, chau.
- Chaucito – contestó ella.

Por breves instantes esa llamada me quitó la tensión de la mente; ahora


tenía otra tensión que solo calmaría a las ocho de la noche. Más ansiedad,
al fin y al cabo. Pero todo volvió a su cauce “regular”. Al terminar de hablar
con Kassandra volvió a sonar mi teléfono inmediatamente. Pensé en si
debía contestar o no, era un número que no conocía. La duda me llevó a
contestar.

- ¿Aló?
- ¿Aló Miguelito? – preguntó una voz de mujer medio áspera.
- Si ¿quién habla? – pregunté con algo de temor.
- Soy yo, Chela, Miguel. Chela Marín.
- Hola Chela ¿cómo va todo? – dije con algo de incredulidad.
- Miguelito necesito hablar contigo. Es urgente como comprenderás.
- Por supuesto ¿dónde estás?
- Mira, dame quince minutos y te devuelvo la llamada. Ahí quedamos
donde nos vemos. La cosa está movida y ahorita no te puedo decir
dónde.
- Pero Chela ¿cómo está todo? ¿cómo está el chato? ¿qué van a hacer?
- No puedo hablarte por esta vía Miguelito. Hablemos en persona
mejor. Es importante que hablemos.
- Pero dime algo por favor no me dejes así.
- Miguelito entiende por favor. Hablemos en persona. Te llamo en
quince minutos y acordamos ¿te parece?
- Bueno, bueno.

Luego de colgar, comprendí que había sido muy insistente con Chela. Pese
a ello la mujer había mantenido la calma sabiamente. Quizá queriéndome
aferrar a una esperanza, la comunicación de Chela trajo algo de calma para
mí, tenía en claro que esa llamada no podía ser mala para mis expectativas.

Saqué mi otro teléfono de la guantera. No habían llamadas.

Pasaron veinte minutos. Yo seguía dando vueltas en círculo por la manzana


que rodeaba mi oficina. No pude más y retorné a mi despacho. Ninguna
llamada tampoco ahí.

No pude más y llamé a Chela. El teléfono ahora estaba apagado. Llamé


quince veces más. Siempre apagado. Empecé a sudar. Me abrí el cuello de
la camisa. Me metí los tres chicles que había comprado.

Llamé a otra punta, el doctor Perez. Perez era una especie de referente en
nuestro grupo. El más viejo de todos. Le reconocíamos por ello cierta
ascendencia.

- Doctor soy Miguel.


- Hola Miguel – respondió en tono serio el doctor Perez.
- ¿Cómo vamos?
- No tan bien Miguel. Tengo información de varios lados.
- ¿Qué quiere decir con eso?
- No lo sé, mañana podré tener algo más concreto.
- ¿Mañana?
- Sí, mañana.
- ¿A qué hora le puedo llamar doctor?
- Como a las once.
- ¿Tan tarde?
- Miguel – dijo Perez en un tono molesto.
- De acuerdo doctor, está bien.
- Hablemos entonces.
- ¿Doctor?
- Dime.
- ¿Me puede dar una pista?
- Miguel, mejor mañana hablamos.
- Por favor doctor no voy a poder dormir. Comprendame.
- Solamente te puedo decir que todo se trató de una cagada de Quiroz
para joder al chato. Al parecer él tramó todo y lo clavó. Le puso
alguien de supuesta confianza y el chato aceptó el arreglo. Luego lo
cagó con el operativo que salió en los medios.
- Pero ¿cómo así lo hizo? ¿por qué lo hizo? ¿no tiene más precisión
doctor? – pregunté mientras palmoteaba mi muslo nerviosamente.
- No porque, como te repito, no tengo información certera.
- Quizá pueda ir a su casa.
- No, Miguel por favor. Ahorita estoy descansando. Ha sido un día
difícil y ya está anocheciendo.
- Bueno doctor.
- Hasta mañana, saludos.
- Hasta mañana doctor.

Mierda, mierda y mil veces mierda – grité golpeando el escritorio.

Nadie sabía nada. En los medios ya no salían noticias.

Llamé a mi datero en la policía de capturas, al imbécil de Lopez. No contestó


¿qué creería ese imbécil? ¿qué podía dejarme de contestar el teléfono así
no más sin consecuencias?

¿Será posible que esto me esté pasando a mí? El corazón se me salía del
pecho. Como el chicle ya no hacía efecto, tomé un calmante de los que tenía
en la mesa de mi escritorio.

Cuando estaba mucho más tranquilo, traté de pensar en otras cosas y tomar
esto con más soltura, tal vez ya resignado y comprendiendo que poco o
nada yo podía hacer en ese momento. Ahí me empecé a emocionar por el
encuentro que tendríamos en unas cuantas horas Kassandra, Cristina
Petrozzi y yo. El estómago comenzó a darme vueltas. La misma ansiedad,
pero con caminos distintos.

Al rato volvían los pensamientos de ansiedad. Pensaba que tenía que hablar
con alguien. Nadie más me daba información y yo empezaba a perder el
control. Pensaba que esto podría significar una estampida de mi clientela.
Había que asegurar a los más frecuentes y seguros. Decidí entonces llamar
a un cliente de confianza, Pedro Parado.

- Aló
- Aló, Pedro.
- Hola Miguel ¿qué pasa? – contestó con una voz algo distante y yo
empecé a pensar lo peor.
- ¿Ocupado?
- La verdad un poco, pero dime.
- Quería hablar contigo.
- ¿No puede esperar hasta otro día Miguel? La verdad no es un buen
momento.
- Yo solo quiero hacerte una pregunta y nada más.
- Dime, te escucho.
- ¿Has escuchado las noticias?
- Si ¿y?
- ¿No has escuchado la noticia del Juez detenido?
- Sí.
- ¿Qué piensas?
- ¿De qué?
- De eso pues.
- Miguel ¿puedes ser un poco más concreto? No entiendo nada y me
incomoda un poco la conversación.

Cretino hijo de puta, tantas veces te salvé el cuello, como cuando la prensa
te sitiaba en un hostal con tu amante ¿y ahora me respondes así? ¿ya no te
acuerdas tampoco de la mensualidad que me pasas por generarme casos
en tu empresa?

Tomé aire y recobré un poco de autoridad. Este imbécil no me iba a


“escuelear”.

- A ver maestrito.
E hice una pausa para medir las palabras. Si bien podría mandarlo a la
mierda. Cliente era cliente.

- A este pata que ha caído detenido yo lo conozco, no cercanamente


pero lo conozco. Tú sabes que puede empezar a cantar. Incluso
inventar cosas.
- Sigo sin entender Miguel.
- Que se pueden decir muchas cosas, incluso sobre mí ¿me entiendes?
- Más o menos.
- Te voy a hacer una pregunta frontal.
- Dime.
- ¿Qué repercusión habría en la empresa si es que pretenden
incluirme?

Hubo un silencio.

- Miguel ¿en serio me estás llamando por eso?


- Eh..sí.
- Mejor hablamos en otra oportunidad.
- ¿Por qué?
- Porque estoy ocupado como te dije. Tengo a un familiar en la clínica
y el tema me incomoda Miguel.
- Ehhh, no sabía Pedro, perdóname.
- Sí, sí, hablamos luego Miguel – y cortó.

Arribé a la conclusión que no debía hacer más por ese día. Estaba cagándola
completamente y solamente quedaba esperar. Entonces salí de mi oficina
casi como a las siete de la noche para mi cita-trío. Previamente pasé por la
tienda para comprar una botella de champagne para darle algo más de
estilo al asunto.

Llegué al edificio en donde vivía Kassandra. Un lujoso departamento – a


nombre de una empresa off shore de mi propiedad - en un edificio de los
más exclusivos de la ciudad. Ingresé por la cochera directamente con el
auto, usando mi control remoto.

Yo le “alquilaba” el departamento a Kassandra. Digamos que teníamos una


relación bastante libre porque yo no era lo suficientemente ingenuo como
para pensar que ella, a escondidas mío, no hacía ingresar a nadie más.
Mientras nos cuidáramos mutuamente, todo bien.
Como ingresaba por la cochera, el portero casi nunca me veía, pero tenía
órdenes de no registrar nunca mis entradas y salidas. Todo
convenientemente bien aceitado. Alguna vez pensé en “arreglarlo” para
que me datee sobre los movimientos de Kassandra, pero preferí no saber
qué hacía ella.

Cuando estaba al borde de la puerta de ingreso del departamento, sentí


unos tacos que se dirigían a abrirme. El corazón me empezó a palpitar. Miré
el reloj: ocho y doce de la noche.

- Hoooola – abrió Kassandra.

Estaba enfundada en una bata de terciopelo azul, dejando todo a la


imaginación. Usaba, como para aumentar el morbo, zapatos de taco negros.
Maquillada perfectamente para la ocasión. No tan puta, no tan señora.

Yo le di un beso frío en la boca como solíamos saludarnos, al tiempo que le


brindé una generosa palmada en el trasero.

Kassandra se hizo a un lado con un gesto cortesano y me dejó ver el


panorama.

Todo blanco y, al fondo del departamento con vista al mar, estaba ella,
Cristina Petrozzi. Ahí estaba de pie, dispuesta para mí. Usaba un vestido
negro una cuarta más arriba de las rodillas y un brazalete negro en el cuello.

Calculo que Cristina tendría la misma edad de Kassandra.

Entonces me acerqué y le di un beso en la boca. En ese tipo de


circunstancias el protocolo no existía.

- Hola – dijo Cristina.


- Hola, un placer conocerte – respondí.
- Va a haber más placer cuando termines de conocerla – interrumpió
Kassandra soltando una risa.

En ese momento Kassandra me empezó a besar ardorosamente, como para


empezar.
La hice a un lado con mucha delicadeza.

- ¿Qué pasa? – preguntó Kassandra.


- Tengo que hacer una llamada. Dame cinco minutos y estoy con
ustedes.
- Bueno -respondió ella.

Tomó de la mano a Cristina e ingresaron a la habitación. Yo las seguí con la


mirada, pero me quedé en la sala para hacer mi llamada.

Vi la hielera vacía y coloqué en ella la botella que traía conmigo. Saqué mi


libreta de notas y mi lapicero; buscando usarlos para apuntar algunas cosas
que tenía en mente. Cogí el teléfono y llamé a Chela. Ocho veces más.
Seguía apagado.

En eso escuché risas del cuarto y mi imaginación voló. Empecé a temblar y


perdí la concentración. Dejé el teléfono en la mesa y entré a la habitación
rápidamente mientras me sacaba la ropa en el camino. Al llegar me topé
con la escena que justificó todo…

Luego de un par de horas recobré un poco la conciencia y miré a mi


alrededor. Las ropas desperdigadas por la cama dos botellas en el suelo. La
bandeja en la cómoda con algo de residuos de cocaína. También había
fresas desperdigadas por toda la habitación. A un lado estaba Kassandra
totalmente me dormida y al otro Cristina a medio dormir.

- ¿Te quedas hasta mañana? – le pregunté.


- Ya casi es mañana.
- Me refiero hasta que amanezca -aclaré.
- Sí, pero tengo grabación a las diez.

Me paré de la cama y las dejé a las dos ahí. Saqué una bata mía del ropero
y me fui a la sala nuevamente.

Ahí estaba, mi libreta abierta. El lapicero encima.

Ya Chela no me contestaría. Mis contactos eran limitados y no me sentía


tranquilo. Pensaba en ceder a mis impulsos e ir a la fuente. Cogí el teléfono
y marqué al chato. Teléfono apagado, obviamente.
¿Y si llamo al cholo Emerson de frente? Había que dejarse de huevadas. Él
era mi pata. Toda esta horda de imbéciles que tenía a mi lado, no servían
para nada. Solamente yo tenía la mano mágica. No había nada que me
limitara. Nada. Mi ánimo estaba a mil, ya no desesperación, solo euforia
representada en la rigidez de todo mi cuerpo. Por todo el desenfreno,
dormir había sido casi imposible. Simplemente no podía.

El cholo siempre había sido servicial conmigo y, técnicamente de él


dependía todo. Si él me bajaba el pulgar estaba jodido, si él me protegía
estaba blindado. Pero ¿y si estaba interceptado?

Empecé a frotarme las manos con desesperación. La cabeza empezando por


la frente. Continué con la caminata en círculos.

Y en eso salió ella, Cristina. Se acercó ahí y me dio un beso muy tierno.
Distinto a los de hace un rato. Me tomó la mano y me dirigió hacia el sofá.
Nos sentamos.

- ¿Te puedo ayudar en algo? – preguntó.


- ¿Por?
- Te noto nervioso, preocupado.

Guardé silencio.

- Sí, tengo algunos problemas.


- Cuéntame…

Pensé en contarle todo, en pedirle consejo, en abrazarla y llorar. Pero no.

Ella no se merecía eso. Recién la conocía a pesar de haberla deseado hace


varios años.

- No, prefiero no entrar en eso.


- ¿Por? – me preguntó cogiéndome la pierna.
- Prefiero que no…más bien cuéntame de ti.
- ¿Qué quieres saber?
- ¿Todo es tuyo? – pregunté riendo.
- No todo – respondió ella con una sonrisa pícara.
- ¿Entonces?
- En parte ahora es tuyo – contestó.
La respuesta causó una erección.

- ¿Tienes familia? – preguntó.

Vino el efecto inverso.

- Sí – dije.
- Pero cuenta pues, eres bien aggg ¿no?
- Pregunta ¿qué quieres saber?
- ¿Tienes esposa?
- Sí, pero soy divorciado.
- Pendejo – respondió con una sonrisa sumamente sexy.
- Tu preguntaste.
- ¿Hijos?
- Sí.
- ¿Cómo se llaman?
- Preguntas demasiado – respondí con algo de solvencia.
- No te olvides que fui reportera -retrucó ella mordiéndose los labios.
- Bueno, me toca a mí. Claro, seguramente tú no tienes familia -afirmé.
- Sí -dijo ella.
- ¿Tienes?
- Tengo papá y mamá.
- Ah…me refería a esposo, hijos -aclaré.
- No, pero tengo novio.
- No te creo…¿y cómo haces?
- No entiendo – dijo ella.
- ¿Cómo has hecho ahora? -re pregunté.
- Me escapé…- contestó riéndose.
- Ya pues.
- Es un hombre como tú.
- ¿Cómo yo?
- Si pues, casado y con familia.
- Entonces no es tu novio. Además, yo no soy casado.

Volvimos a reir. Nos besamos intentando iniciar algo otra vez. Paramos.

- Bueno, bueno como quieras. Oye ¿y es alguien conocido? – pregunté.


- Preguntas demasiado – dijo acercándose para darme otro beso.
Luego de otro breve intercambio. Interrumpí.

- Oye, ¿me das tu número?


- Que pendejo eres – dijo riéndose.
- ¿Por qué? – pregunté en el mismo tono.
- ¿Quieres deshacerte de Kassandra?
- No, para mí el amor no tiene límites – respondí.
- El amor, sí huevón, el amor.
- En serio.
- Ya, ya, anota.

Corrí y cogí mi libreta. Ella me arrebató la libreta y el lapicero. Y anotó el


número y algo más. No me permitió ver. Cerró la libreta y me empezó a
besar.

Nos pusimos de pie y nos fuimos a la habitación. Despertamos a Kassandra.

A golpe de las cinco de la mañana desperté. Ambas mujeres dormidas aún.

Volví a la sala. Cogí a la libreta y leí la anotación luego de ver el teléfono:


“no hagas cojudeces…besos, Xtina”.

¿Qué me habrá querido decir? ¿acaso ella sabía más de mí que yo de ella?
Era conductora de televisión. Su ocupación le permitía acceso a fuentes que
tal vez yo no sabía.

Tomé el teléfono y volví a marcar al chato. Teléfono prendido. Sonó varias


veces y no contestó. Llamé tres veces más. No contestó nunca. El chato
estaba ahí y claramente no quería contestarme o talvez simplemente no
podía. Yo ya no me ponía a pensar que, como suele suceder comúnmente
en este tipo de casos, quizá le había decomisado el teléfono. No llegaba a
comprender que, de repente, incluso, le estaban tratando como a un preso
común.

Me preguntaba en ese intervalo qué estaría haciendo. Qué haría yo si


estuviese en esa situación. Todo este episodio me hizo pensar que, tal vez,
no eramos los dueños del sistema y que resultábamos, a la luz de los
hechos, plenamente falibles y “tocables”. En todo caso, tenía en claro que
el silencio no podía ser bueno porque no me permitía tener control de lo
que sucedía. Si el chato no se reportaba, quizá él no pensaba que tenía el
deber de reportarse; que ya no había lealtades.

Marqué a Chela. Ya para entonces eran casi las seis. Teléfono apagado aún.

Mierda chato ¿qué estás haciendo compadre? ¿me quieres cagar en serio?
¿qué le diría si le tuviera al frente? Seguramente sacaría un buen fajo para
asegurarlo. Estaba desesperado.

Entonces abrí la billetera y miré la foto de mis hijos.

Me paré y caminé al balcón. Miré hacia abajo. Lo pensé. Lo pensé. Pero


luego me preguntaba ¿y por qué? ¿para qué? ¿y si no moría? Qué jodido es
suicidarse y fallar. Apostaba a que nadie me cuidaría.

Cogí el teléfono y marqué.

- Aló – contestó.
- Cholito – dije.
- ¿Quién habla?
- Soy yo cholo, Miguel Ferrer.
- Doctor, dígame.
- ¿Por qué tan formal?
- Me parece que es un poco fuera de lo regular que Usted me llame y
sobre todo a esta hora.
- Comprendo Emerson.
- Sí, por favor si usted tiene un pedido o alguna solicitud respecto a un
caso limítese a los canales correspondientes…doctor Ferrer.
- De acuerdo Emerson, te pido mil disculpas.
- Hasta luego – finalizó en todo molesto. Colgó.

Mierda la cagué. Se dispararon de nuevo todas las hipótesis ¿Me estaban


“cocinando” entre el cholo y el chato? ¿o quizá todo se trataba de un rol
que estaba desarrollando el cholo y luego me llamaría? Ya no podía más. La
única fuente que tenía era el tío Perez, pero para las once faltaban
demasiado.

Pasaron cinco minutos y sonó el celular. Era raro que alguien me llame a
ese celular y a esa hora. Solamente podía ser alguien que estaba en toda
esta jugada.
Quería contestar, sentía que debía hacerlo, pero la última llamada que hice
había condicionado todo. Tenía miedo, estaba paralizado. Quizá era el
chato que me estaba llamando y le estaban ordenando que me llame para
que me haga la “camita” y atraparme. Empecé a sudar. El teléfono dejó de
sonar. No reconocía el número.

¿Tendría que devolver la llamada? No, eso sería mucho más arriesgado.
Seguramente alguien se equivocó. Listo. No hay más.

Pensé en ir a dormir una hora más y buscar un tercer round con mis
compañeras ocasionales.

Estaba yendo al cuarto, cuando el teléfono volvió a sonar. Era el mismo


número.

- Aló – contesté.

Hubo un silencio prologando.

- Aló, aló.

Continuaba el silencio. Empecé a desesperarme.

- ¿Quién mierda es? Responde carajo

Se escuchaba ruido, pero solo de voces.

- Concha de tu madre quién eres, contesta mierda – empecé a levantar


la voz.

Más silencio. Cuando iba a colgar. Escuché una voz masculina.

- Miguel.
- Sí ¿Quién eres?
- Soy yo…
- ¿Quién?
- El chato, huevón, el chato Marín.
- Chato, compadre ¿cómo estás? ¿qué paso? – pregunté con genuina
curiosidad, pero con la tranquilidad de escuchar, por fin, su voz.
- Bueno, ya te imaginarás. Tenemos que hablar bastante compadre.
- Claro, claro, pero cuenta ¿cómo estás? ¿en qué estás?
- Compadre, Miguel, no tengo mucho tiempo. Voy a ser directo
contigo.
- ¿Qué pasa chato? Me estás asustando.
- No, no. Tú y yo somos amigos ¿no?
- Sí, pero no entiendo chato ¿qué quieres decirme?
- Ya, compadre, ya. Mira me tienen cagado y tienen a bastante gente
del grupo.

Me quedé literalmente mudo. Tras dos segundos recobré la capacidad de


habla y respondí.

- ¿A qué grupo te refieres chato?


- Ya carajo, Miguel. No te hagas el huevón. No te estoy llamando para
chuponearte, ni sacarte información. Te estoy llamando
precisamente porque eres mi causa carajo.
- No entiendo chato ¿qué pasa?
- Me voy a acoger a colaboración eficaz.

Silencio.

- No entiendo chato ¿entonces?


- Nos tienen cagados Miguel. Cagados.
- Pero….
- Me han pedido hacer de intermediario…
- ¿Para qué? -pregunté sin saber a dónde iba todo.
- Para que te entregues y ayudes. Me han pedido que cante compadre,
pero que también incorpore gente amiga que pueda colaborar con
ellos.
- Pero ¿quién te ha pedido eso?
- El cholo y su gente. Ah me dijo el cholo que no lo llames más. Que
todo bien, pero que la cagas haciendo ese tipo de huevadas.
- Ya, ya, sí está bien compadre. Entiendo.
- ¿Qué piensas?
- ¿De qué? -pregunté. A esas alturas me encontraba un poco
confundido.
- De lo que te he dicho.
- Es que no te entiendo nada chato ¿puedes ser un poco más
específico?
- Mira Miguel, quieren proponerte un trato.
- ¿Trato? ¿trato de qué?
- Para que seas colaborador también.
- ¿Yo?
- Sí tú.
- Puta madre chato, no sé. Delatar a la gente.
- Eres tú o ellos, así de simple causa. Piénsalo.
¿EL FIN DE TODO?

Cuando me tocaba esperar el resultado de un caso, se desarrollaba


alrededor mío una situación muy particular de tensión. Pese a todo, para
mi, las cosas eran bastante claras y frías. Estaban lejos ya aquellas épocas
en las cuales yo mismo me paraba en la puerta de la Fiscalía, Juzgado o Sala
a esperar el bendito papel, ese bendito papel que tanto deseaban mis
clientes; un papel que les liberaba de la cárcel.

Ya no vivía tanto mis casos; de hecho, ya había alguien -contratado por mí-
que los “corretaba”. Por encima de todo, llegar a tener una resolución a mi
favor en un caso me permitía tener la satisfacción de burlar al sistema, de
sentirme dueño de las voluntades de las personas, incluso por encima de la
mismísima señora Ley y, con ello, de paso, ganar dinero.

Resultaba, ya a estas alturas de mi vida, una ecuación bastante fría y


distante. Pero en el caso de Mateo Ruiz Prada todo fue distinto.

A Mateo lo tomé por recomendación de un cliente anterior. Cuando se


presentó en mi oficina me deslumbró. Un tipo con una presencia que
irradiaba éxito por todos lados. Buena pinta, bien vestido, un gran fierro,
una casa espectacular, una hermosa familia, una posición económica muy
solvente y una hermosa mujer.

Se presentó en mi oficina el día pactado con un impecable traje azul noche


de sastre, zapatos color café, camisa entre abierta de color celeste de una
textura demasiado fina para ser utilizada por un mortal cualquiera. Debo de
decir que a mí siempre me encantó vestir bien, sin embargo, tenía muy en
claro que difícilmente podría llegar a tener esa pinta. La envidia sana no
existe. Mateo era destinatario de todas mis envidias reunidas. Sucede que,
esta vez, jugábamos para el mismo equipo.

Recuerdo bien cuando me contó su caso. Le estaban acusando de estafar a


un número importante de clientes en la empresa de valores para la cual
laboraba. Todos quienes acudían a mí siempre decían que eran inocentes y
realmente eso era algo que no me preocupaba. Pensaba que, si podía
probar lo contrario, entonces para mi eran inocentes. Y con eso bastaba.
En el caso de Mateo llegué a creer su tesis, creerle a él. No sé si era
producto de su carisma o porque simplemente quería convencerme de que
un tipo así, no podía ser un hijo de puta.

En las reuniones sociales a las que asistía con cierta frecuencia se rumoraba
que Mateo, además de ser un estafador de cuello blanco, era un “gigolo”,
un pérfido infiel que había tenido entre sus sábanas a las mejores y más
deseadas mujeres del jet set capitalino. Cada vez que hablaba con él,
siempre lo negaba, pero dejaba la sonrisa flotando.

Aunque nuestras conversaciones se terminaban limitando a lo profesional,


solíamos hacer un preámbulo de asuntos sin importancia. Yo buscaba
aprender trucos nuevos, de otro nivel, de un verdadero profesional de las
grandes ligas.

Todo empezó a cambiar aquel día que logré la primera victoria en su caso,
la absolución en la primera instancia. Lo cité a las diez de la mañana y acudió
puntual a mi oficina para entregarle la resolución.

Me dijo mi secretaria que había venido acompañado de una señorita, pero


solamente ingresó él.

Nos sentamos y conversamos -como siempre- de temas triviales. Incluso,


esa vez, me propuso invertir con él y un grupo de clientes, signo de que me
estaba considerando como “in” o simplemente quería verme la cara de
cojudo, según contaban las leyendas urbanas. Mi instinto me hizo
solamente seguirle la conversación. Aún tenía mucha data que obtener
como para entregar mi dinero en una inversión así, por más entregado a su
causa que me sentía.

La diferencia entre todos mis casos y el de Mateo es que, aparte del dinero,
sentía que tenía una obligación social, socialité, con él. Si ganaba se me
abrirían más las puertas a un círculo al que nunca había tenido acceso hasta
el momento.

Hablamos por un espacio de quince minutos y le entregué el papel, ese


papel que significaba la puerta de salida de la inocencia; el certificado de
conducta intachable que permitía inflarse el pecho. Le advertí que esto
debía de mantenerlo en estricta reserva y que era, literalmente, una falta
grave que yo tenga una resolución como esa, antes de ser expedida
oficialmente. Como suele hacerse en este tipo de casos, Mateo me entregó
la suma acordada, en efectivo.

Cuando salió de mi oficina lo acompañé hasta la mitad del pasillo y


simplemente me despidió. Empecé a sospechar que aquella chica que le
acompañaba no era su esposa y que él no quería yo me diera cuenta.
Solamente pude tener opción de verle el trasero y la melena rubia
alborotada, cosa que no coincidía con las fotos de su esposa que había visto
en las redes sociales.

Ese mismo día por la tarde salí a almorzar con mi gran amigo Diego Palacios.
Nos citamos en el mejor restaurante de pastas de la ciudad. Diego,
coincidentemente estaba en el mismo rubro de negocio que Mateo. La
desconfianza natural de mi profesión me llevó a hacer la pregunta
inevitable.

- Oye huevón ¿conoces a Mateo Ruiz?


- Mateito.
- Sí, Mateo.
- Mateito, Mateito.
- Sí carajo ¿lo conoces?
- Si ¿por?
- ¿Qué tal es?
- Precisa tu pregunta – dijo Diego con una sonrisa en los labios.
- Ya pues carajo no te hagas el imbécil. Quiero saber cómo es como
persona, como profesional, que referencias tienes de él.
- ¿Es tu cliente no?
- Sí.
- ¿Qué tal salió su caso?
- Hasta ahora lo hemos ganado, pero seguramente la parte
denunciante va a apelar.
- Felicitaciones.
- Carajo Diego ¿vas a hablar o no?
- ¿Te pagó?
- Sí, sí carajo me pagó ¿por qué preguntas tantas huevadas?
- Mira Miguel, yo no quería decirte esto, pero Mateo Ruiz Prada es un
cretino hijo de puta.
- ¿En serio?
- Me sorprende que no lo hayas notado tú que eres un sabueso para
eso. Generalmente soy yo el despistado y el que confía en los demás
¿pero tú?

La conversación con Diego me hizo pensar que, si bien solía tener las
alarmas de desconfianza permanentemente encendidas, tal vez estaba
empezando a idealizar a Mateo por el mito que él representaba y que yo
veía lejos de igualar. Pero el asunto se haría mucho más complejo que solo
un afán de emulación.

Ya cuando estábamos retirándonos del restaurante nos topamos con él, con
Mateo, que precisamente ingresaba al local. Venía acompañado de una
pelirroja de metro ochenta y ojos azules que yo había identificado como su
esposa. Sí, ella era, no me podía haber equivocado. Debo de reconocer,
dicho sea de paso, que el solo verla caminar hacia mí me causó una erección
inmediata, pese a que su vestimenta no dejaba nada a la vista. Quizá haya
sido su perfume, pensé.

- Mi abogado salvador – dijo al tiempo que me daba un abrazo.


- Hola Mateo ¿cómo estás?
- Mira te presento a mi amigo Diego…
- Dieguito Palacios – se adelantó a decir.
- Ah ¿se conocen?
- Claro, claro. Estamos en la misma selva -interrumpió Diego.

Reímos las cuatro personas. La mujer también y sus ojos azules brillaron
causando en mí una segunda erección. Traté de no mirarla para evitar que
se me notara la cara de imbécil.

- Perdonen, no les he presentado a Julieta, mi esposa - complementó.

Venga el beso Julieta. Inevitablemente al mismo tiempo que yo posaba mis


labios en su mejilla pude percibir el aroma que destilaba, no su perfume.
Algún fluido travieso fue emanado de mí. Incontenible.

- Ella es la santa que me aguanta todo – agregó Mateo.

La mujer se sonrojó y bajó la cabeza tímidamente. Ahí pude comprender


todo. Era verdad, Mateo Ruiz Prada era un gran hijo de puta, estafador en
todos sentidos. Sí, ahora todo cobraba sentido.
El contacto con Julieta me hizo cambiar la perspectiva de las cosas.
Habiendo situado a Mateo en su real dimensión y lugar, empecé a soñar
con ella. Como un trofeo.

En los días siguientes seguía distrayendo mi tiempo mental en fijarme en


Juieta hasta que inventé un pretexto para tomar contacto con ella. No sé
para qué, pero sentía que debía hacerlo.

Empecé a fabricar diálogos intensos que empezaron con una


“preocupación” mía hacia el caso de su esposo. Poco a poco, con los días,
se fue creando una verdadera relación platónica conforme íbamos
metiéndonos en temas personales. Se empezó a crear un verdadero
vínculo. Julieta no me cortaba, muy sutilmente -incluso- me daba acceso,
pero sin abrirse a mis intenciones que, creo, ya parecía intuir.

Nos citábamos en un café próximo a mi oficina. Yo ya le había dicho, desde


la primera vez, que era mejor que Mateo no supiera nada. Pero cuando ya
la relación degeneró y ya no hablábamos del caso de Mateo, el pacto era
implícito. Después de varias vueltas me atreví a hacerle una propuesta
indescente y aceptó.

Yo estaba sumamente nervioso aquella tarde. Ella llegó como siempre,


vistiendo a la perfección. Ya tenía todo planeado y anteriormente me había
registrado, desde luego con un nombre falso. Nos encontramos en el sótano
del hotel. Hasta ese momento yo nunca le había tocado y solamente le
había dado tímidos besos de saludo y despedida.

Luego de ingresar a la habitación estalló toda la pasión que yo sentía por


ella. Sospecho que ella estaba buscando simplemente un refugio de aquel
ególatra insoportable que debía ser Mateo en la intimidad. Nos besamos
profunda y desesperadamente. Yo proseguí con el abordaje hasta que ella
detuvo todo.

- No puedo, no puedo.
- Pero ¿por qué Julieta? No te entiendo.
- Discúlpame Miguel, simplemente no puedo.

Estaba molesto, pero no con ella, con Mateo. Hasta en ese momento
resultaba superior a mí. Quería gritarle, decirle a Julieta que un imbécil así
no le merecía. Que lo dejara. Que estaría dispuesto a todo, a todo por ella.
Que estaba perdidamente enamorado. No pude. Solamente bajé la cabeza
y di mi mejor muestra de madurez.

- No te preocupes Julieta, yo entiendo.


- Por favor, no te molestes. Solamente te pido que me entiendas.
- Sí, te entiendo.
- Te prometo que, si me das tiempo, todo mejorará.
- Está bien.

Luego de tomar mi rostro, me dio un beso muy pequeño.

- ¿Nos vamos? ¿te parece? -preguntó con una voz sumisa y excitante.
- Claro, claro.

Pasaron los meses y la relación con Julieta bajó en intensidad. Nos veíamos
en el hotel, pero no intimamos, solo conversabámos. Yo ya no solía intentar
nada y no sabía, a ciencia cierta, a dónde iría a parar esta relación.
Simplemente no quería romperla. Mantener esa complicidad para mí era
suficiente. Estaba perdido.

Un buen día, tras una sesión con ella y sentirme realizado solo por eso, volví
a la oficina porque me habían prometido el resultado del caso de Mateo. La
sentencia de la segunda instancia. Mi asistente, Vanessa, estaba en la Sala
de apelaciones “haciendo guardia” para que le entregaran la copia de la
resolución firmada.

No fue una negociación fácil, porque el Juez encargado se puso chúcaro.


Juancito, el contacto que me hizo el “puente”, me lo contó: “el hombre dice
que tiene dos proyectos, uno dándonos la razón y otro en contra, sino le
damos cinco mil más se inclina por el resultado contrario”. Con una
negociación semejante tuve que inclinarme por aceptar no más. Mateo
aceptó y con eso cerramos el trato. Así funcionaban las cosas en la justicia
“mercantil”. Quien ofrece más, gana.

El tiempo pasaba y la resolución no salía. Ya había timbrado a Vanessa como


en cinco ocasiones. Para matar el tiempo, me fui a mirar corbatas a mi
tienda favorita en el centro comercial. Mientras el vendedor se esmeraba
en colocarme por lo menos unas diez corbatas, yo seguía esperando el
resultado. Aquel ticket que me haga ganador del billete y de la oportunidad
de alejarme del repugnante ser que, ahora, se había vuelto Mateo.

Más allá de su hipocresía y de la decepción que me causó su doble vida, lo


que más me jodía es que un “palomilla de ventana” como él me quiera ver
la cara de imbécil con un personaje ficticio y, sobre todo, que se burlase en
la cara de una mujer tan perfectamente estructurada como la que tenía a
su lado. Por eso dicen bien que Dios perdona el pecado, no el escándalo. Yo
era consciente que todos éramos pecadores, pero, al menos yo no solía ser
de escándalos; no en público.

Varios temblores de sien precedieron a la llamada de Vanessa. Solamente


estaba esperando esa respuesta final.

- ¿Aló doctor?
- ¿Y ya? ¿la tienes en tus manos?
- No doctor, no.
- ¿Qué pasó entonces? No me digas que otra vez te dijeron que para
mañana.
- No, doctor.
- ¿Entonces qué pasó?
- Salió mal.
- ¿Qué?
- Salió en contra doctor.
- No puede ser ¿estás segura?
- Sí, me lo han ratificado tres veces.
- Te llamo luego.

El mundo empezó a darme vueltas. La pequeña estructura de mis


cambalaches me llevó a pensar que estaba realmente perdido. Nunca me
había pasado algo así. Cuando me tocó perder siempre fueron derrotas
previsibles e, incluso, calculadas.

No puede ser, no puede ser, me repetía mentalmente. Solamente cabía


hacer una cosa: acudir a la fuente.

Cogí el celular y llamé a Juancito.

- Juan.
- Hooola mi querido maestro.
- ¿Qué pasó?
- ¿De qué maestro?
- Salió mal puta madre, salió mal.
- ¿A qué te refieres?
- Que el caso salió mal carajo, el caso de Mateo Ruiz Prada ¿Qué
mierda pasó?
- No puede ser ¿estás seguro?
- Carajo a Vanessa le han dicho tres veces que salió mal.
- Mierda.
- ¿Qué pasó?
- No sé maestro.
- ¿Cómo que no sabes carajo? Te entregué un billete adelantado para
arreglar esto…
- Maestro no hables por esta vía de esa manera…
- Me llega al pincho carajo. Necesito una explicación.
- Maestro…
- ¿Y ahora qué mierda le digo a mi cliente?
- No sé maestrito. Déjame averiguar.
- ¿Averiguar qué Juan? Se supone que estamos entre gente
honorable…eso no se hace, hay códigos que respetar y tu gente se
los pasó por el culo…

No pude más y colgué.

Sin embargo, la última frase me quedó reventando en la cabeza ¿realmente


estábamos entre gente honorable? ¿de qué mierda se trataba todo esto?
Todos, todos, éramos una sarta de delincuentes que jugábamos a ser
hombres de bien, negociando y transando con la justicia. No mierda, esto
no podía acabar bien.

Uno de mis más respetados maestros me enseñó siempre que, en este tipo
de casos, las noticias malas hay que darlas rápido antes que el cliente se
llegue a enterar por otra fuente. Tocaba llamar a Mateo. Rápido y sin
pensarlo mucho.

- Hola Mateo.
- Hola doctor ¿cómo estás?
- No soy portador de buenas noticias Mateo.
- ¿Qué pasó? No me asustes.
- Parece que tu caso se volteó en la Sala.
- No entiendo Miguel ¿qué pasó? – dijo con una voz que nunca había
escuchado de él.
- Eso Mateo, eso. Me dicen que, al parecer, el asunto no está bien
encaminado.
- Pero se supone que tenías eso controlado. Eso me dijiste Miguel.
Realmente estoy muy mortificado y confundido con lo que me dices.

La voz de este imbécil me empezó a reventar las bolas. Lo peor de todo es


que tenía razón y yo no tenía argumentos para contestar. Opté por lo más
simple.

- Mateo, te tengo que colgar. Hablemos mañana en persona cuando


tenga más información.
- Por favor espero tu llamada.
- Listo, sí.
- Saludos.

Honestamente me tenía muy sin cuidado ya la opinión de Mateo sobre mí


o mi suficiencia profesional. También me importaba muy poco su situación
legal o que el imbécil, por ejemplo, ese se jodiera. Me preocupaba, entre
otras cosas, la exposición a la cual me había sometido yo mismo,
asemejando un sicario torpe al que se le había entregado un dinero para
matar, y no había cumplido.

Me preocupaba Julieta. Pensé en llamarle, contarle todo, mis miedos, mis


preocupaciones, fingir que era mía, pero vi que las horas no eran las más
prudentes y podría exponerla. Debía mantener esa complicidad.

En el fondo toda esta situación me llevó a pensar a si, tal vez, era el
momento de pensar en el retiro. No sé si podía tomar esta derrota como un
signo, de extraño humor perverso, del destino. Retirarme luego de perder,
por primera vez un caso. Retirarme perdedor.

Al día siguiente Mateo fue a mi oficina a recibir la confirmación de la noticia.


Me comunicó que quería cambiar de abogado y yo acepté. En realidad, él
no estaba en riesgo de carcelería, simplemente lo que le preocupaba es su
maldito prestigio y que, además, se jugaba una inhabilitación para ejercer
como inversionista.
Nunca me había pasado eso; generalmente yo dejaba a los clientes y no al
revés. Pero, tal vez, lo me golpeó no fue eso, sino lo que me dijo Mateo
cuando se despidió de mí.

- Ah, Miguelito, quiero pedirte un favor más.


- Dime.
- Por favor, ya no llames a Julieta. Ya ella me contó todo.

Simplemente lo miré. Bajé la cabeza y asentí. No me dio la mano. Se volteó


y se fue de mi oficina dejando la puerta abierta.

Los días siguientes fueron aciagos. No iba a la oficina y decidí abandonarme


con intensidad. Sin baño, casi sin comida, perdiendo el tiempo tratando de
encontrar un rumbo. Había decidido mandar a la mierda todo, hasta donde
sea posible. Sin medir responsabilidades. Dejar todo hasta que mi mente
tomara claridad.

Había tenido momentos difíciles en mi vida profesional, pero nada


semejante. Esta vez el sistema se estaba burlando de mí. Además de toda
la conjunción de situaciones que parecían empujarme a una decisión que
me tenía muerto del miedo.

Podía verme ya haciendo taxi o viviendo en provincia, claro siendo el objeto


de burla de todos mis colegas y clientes. O lo peor de todo, generando
lástima. Pero, por otro lado, continuar con algo que ya no me generaba
placer era simplemente una tortura. Los casos iban a seguir repitiéndose y
las caídas serían cada vez mayores.

Al tercer día recibía llamadas de todos lados y solamente abría la puerta


cuando venía alguien a entregarme comida chatarra que empecé a pedir
destructivamente. Los pedidos a la pastelería se hacían cada vez más
frecuentes; cada vez más excéntricos y golosos.

Ese tercer día en la tarde, entró la llamada de Diego y, por alguna extraña
razón, decidí contestar. Quizá por mantener contacto con la civilización.

- ¿Aló?
- ¿Miguel?
- Diego, compadre.
- ¿Qué te pasa? Nos tienes preocupados. Me han llamado varios
amigos comentándome de que te has perdido y que has abandonado
todo. Hace días que te quieren ubicar de tu oficina. Hasta tu
secretaria me ha llamado desesperada ¿qué te pasa? ¿te quieres
desaparecer?
- Bueno, más o menos es así.
- ¿Qué sucede? ¿quieres que nos veamos?
- Sabes que Diego, no te iba a contestar y no sé cómo esté mi estado
de ánimo en la próxima media hora. Hablemos por acá no más.
- Bueno, pero ¿qué te sucede? Cuéntame.
- No lo sé compadre. Simplemente ya no quiero seguir en lo mismo.
- ¿A qué te refieres?
- A todo, a este mundo mierda en el que vivo.
- Me estás asustando.
- No huevón no soy tan valiente como para hacer eso. Aunque sí
cobarde como para huir…no sé, no sé.
- Pero ¿qué ha pasado?
- Nada, no quiero entrar en detalles. Simplemente pienso y siento que
ya me quiero ir de toda esta mierda.
- Quizá si eres un poco más específico pueda ayudarte.
- De mi profesión Diego, de eso te hablo.
- Ahhhh.

La última expresión de Diego fue la que me dio una autentica claridad de


que no había nada que agregar. Que era muy fácil darse cuenta de la mierda
que me tocaba atravesar. Diego se puso en mi lugar y automáticamente
percibió que él también haría lo mismo. No hacían falta palabras.

- Bueno Miguel, la verdad no sé qué decirte.


- Ya me dijiste todo amigo.
- Es que…
- No hace falta compadre. Me ayudas un montón. Espero poder hacer
las cosas bien, solo pido eso.
- ¿A qué te refieres?
- Tengo miedo Diego.
- Compadre, aquí estamos todos. Te voy a apoyar siempre. Decidas lo
que decidas, solamente…
- ¿Qué? – pregunté.
- No hagas huevadas.
- No amigo, no creo.
- No me asustes mierda.
- Quiero colgar Diego.
- Prométeme que no vas a hacer cojudeces -dijo Diego con tono
paternal.
- ¿Cojudeces como matarme?
- Ehhhh, sí.
- Te prometo que no me voy a matar en sentido literal -respondí con
una leve sonrisa en los labios.
- ¿De qué mierda hablas? -preguntó Diego extrañado.
- Nada huevón, nada. Olvídalo.
- Por favor Miguel…
- Ya, compadre, te dejo por favor….-dije con genuino hastío.
- Miguel…
- ¿Qué?
- Prométeme.
- En sentido literal no me voy a matar, eso te prometo.
- Puta madre -respondió Diego.
- Es lo único que te puedo decir.
- Puta madre, mejor yo para allá -dijo mientras parecía tomar impulso
para venir a casa.
- No vengas porque no me encuentras carajo.
- Carajo como jodes -resondró Diego.
- Tranquilo, todo está bajo mi control por ahora -sentencié para darle
tranquilidad. Ya a esas alturas me había aburrido la dinámica.
- ¿Seguro?
- Sí, aún tengo el control -dije tratando de mantener la compostura,
buscando evitar que sienta pena.

Interrumpió la conversación el silencio, sin que pareciese anormal para el


tipo de llamada que estábamos sosteniendo. Diego rompió la pausa.

- Te quiero mucho -agregó casi susurrando.


- Déjate de cojudeces Diego por favor. No hagas novelas.
- Ya huevón ya.
- Yo también – respondí con una risa más común.
- Cojudo.
- Un abrazo.
- Otro. Maricón.

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