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UN PRECIO?
- Quiero que te leas estos dos casos y me tengas una posición – ordenó
al tiempo que cerró el file estaba encima.
- ¿Una posición? – pregunté.
- Sí, una posición. Todo abogado debe de tener una posición luego de
leer un caso – dijo con cierto disgusto, menospreciando mi
ignorancia.
- Ahhh – respondí en una mezcla de jadeo y asombro.
Hizo un silencio más que, pensé, era una invitación implícita a que me
largara. En realidad, estaba buscando algo en el escritorio; un papel que
apenas divisó tomó entre sus manos y empezó a leer esta vez sí buscando
verificar que se trataba del documento adecuado. Julián movía su pesada
figura con una agilidad llamativa cuando se trataba de papeles. Podía decir,
por la forma en que trataba los documentos, que era un lector entrenado y
con sagacidad para buscar lo que quería.
Yo seguía ahí de pie frente al escritorio sin saber si debía irme o no.
No pasó por mi mente, hasta ese momento, que esa otra “cosa más” sería
en realidad el asunto central por el que me había llamado a su oficina. El
rito iniciático.
Julián acercó la silla a su escritorio, como buscando un tono cálido y un
ambiente secreto para conversar. Incluso, bajó el tono de la voz,
invitándome a la complicidad. Ese ambiente me movilizó a asumir, de
inmediato, una posición de escucha cercana.
Dejé reposar los files que me había entregado en la silla del escritorio de
Julián y me dispuse a recibir el papel dándole preferencia y la conveniente
importancia al momento. No me senté, solamente me acerqué.
Sabía que no era estratégico preguntar, pero aún así me atreví hacerlo.
Prefería pasar de huevón y preguntar todo, antes que fallar luego en el
resultado. Fallar hubiera implicado un inicio débil en mi carrera de ascenso
en el inescrupuloso mundo de las coimas. Esta, en su momento, fue una
cavilación más bien instintiva. Pensaba que este tipo no podía pedirme esto
por las huevas y ya me había aclarado que necesitaba alguien “más
profesional” que un tramitador o una secretaria.
Julián juntó los labios con un gesto claro de desaprobación, pero al pensar
tal vez un poco más en la parvulez de mi posición, inmediatamente cambió
la actitud, seguramente recordando que él también estuvo -muchos años
antes tal vez- en la misma situación. Con voz calma y pausada me dijo lo
que a esas alturas parecía ya obvio.
Julián bajó la cabeza, esta vez ya con algo de molestia al percibir mi torpeza
en estos menesteres. Exhaló fuertemente por la nariz y dijo con tono firme.
Aunque nadie dijo nada, nuevamente pude percibir que se produjo cierta
empatía entre ambos. Muy posiblemente, él se vio reflejado en mí.
Inmediatamente, como para romper la excesiva dulzura de su mirada, soltó
con absoluto cinismo:
No quise digerir que de alguna manera fui objeto de un chantaje. Opté por
cegarme en ese instante y aferrarme al éxito que se me ofrecía de una
forma conveniente. Tenía muchas dudas, pero decidí callarlas y caminar
tapándome la nariz prestándome a esa gran pieza teatral de la cual, a partir
de ese momento, yo formaba parte también.
- Habla chato.
- ¿Qué quieres maricón? ¿Cómo está estás?
- Bien compadre, bien. Oe, necesito que me ayudes en algo.
- ¿Qué? -preguntó con notoria desconfianza, sabiendo que en su sub
mundo las ayudas no existían y eran más bien favores contados con
los dedos.
- ¿Conoces al secretario Dulanto del Primer Juzgado?
- Ese es un viejo de mierda ¿por?
- Necesito sacar unas copias que me ha pedido el doctor.
- Puta mare -chasqueó con los dientes.
- ¿Tienes caja?
- Tengo cien cocos.
- Eso es lo bueno de los estudios de abogados grandes como el tuyo
carajo. Dan buen billete para la huevada -dijo mientras botaba el
humo.
- Sí, pues...y yo la veo pasar.
- No seas huevón. Dale cincuenta no más, con ese sencillo que le dejes
tranquilamente ese viejo de mierda te atraca y con eso tiene para
chupar el fin de semana.
- ¿Si? ¿crees? Pero…¿cómo hago? ¿cómo le entro al hombre? -
pregunté con genuino interés de aprender.
- Lánzate no más. Oye, además tendrías que ser el más “monse” de
todos si no puedes con eso -respondió con naturalidad pasmosa.
- Sí huevón por eso tengo que hacerlo. No puedo fallar.
- Si fallas ahí si tu jefe te manda a la mierda…además serías el imbécil
del año.
Ambos reímos. Él con naturalidad, yo metiéndome más presión.
Al día siguiente por la tarde, antes de la universidad, tomé el bus para irme
para el centro. Aquel bus, blanco con naranja que me llevaría por varios
años antes de ganarme el derecho al taxi y mucho antes de tener mi propio
auto.
Cuando veía por la ventana a todas las personas pasar, era inevitable pensar
en todas las historias con las que uno se cruza en la cotidianidad. Cuantos
pasos en serio, cuántos errores, momentos de felicidad o de crisis. Cuántas
decisiones difíciles.
Y allí estaba yo, metido en un problema que veía – a esas alturas- más
estratégico que ético: ¿cómo sobornar a una persona? ¿cómo comprar una
voluntad? ¿cómo hacerlo?
Según mis cálculos faltaban unos diez minutos para llegar al centro de la
ciudad en donde estaba la oficina de Dulanto y yo nunca había cruzado
palabra alguna con él.
Pese a que ya había tomado una decisión, fue inevitable recordar, otra vez,
la imagen de mi padre. Podía verlo incluso en mi imaginación. Mirada
clavada al piso, ojos cerrados, moviendo la cabeza en frontal
desaprobación. En aquel momento decidí poner en off a mi conciencia y a
todo aquello que me remontase a algun arrepentimiento. Decidí dejar de
pensar y sentir en algo que no sea lo material de mis metas.
¿Con qué frase debía empezar? ¿cómo llegar al punto y vencer el miedo?
Lo que pasaba por mi interior, era eso, miedo. Miedo al rechazo a que me
encontrara – en mi primera vez – con una persona íntegra y, con ello, la
vergüenza del momento y la burla posterior de mis pares. Pensaba que, si
era rechazado, nunca más lo volvería a intentar. Sería mi primer fracaso,
pero contradictoriamente, mi salvación.
Llegué hasta las escaleras de fino mármol tras pasar por una puerta en
donde estaba parada una señorita de gruesas formas, fajada. La mujer
estaba recostada en el marco de la puerta esperando a algún incauto que
capturar para la transacción sexual a la que, casi por descontado, se
dedicaba. Algún incauto que no se diera cuenta que ella misma era una
estafa, aunque no me atrevía a asegurar que no era apetecible para alguien
más. De lo que sí estaba seguro es que esa no era su primera vez como,
paradójicamente, era mi caso. Ella me miró pasar con cierta ternura
intuyendo mi condición de novato y solo me sonrío casi maternalmente.
Al empezar a subir por las escaleras al segundo piso opté por no cogerme
de las barandas temiendo poder palpar lo peor. Ya me había pasado en
otras oportunidades cuando fui al centro a averiguar sobre un expediente
en una oficina distinta, cuando embadurné mi mano con un consistente
moco ajeno.
El tipo me miró y sin expresar sonido, señalo con la boca hacia el fondo del
cuarto, como a unos diez metros.
Como los pisos eran de madera, cada paso que daba lentamente se
escuchaba en todo el ambiente. Desde que ingresé al ambiente, cada cierto
tiempo, cogía el billete de mi bolsillo como para percatarme que estaba
armado, para no olvidarme a qué fui o simplemente para saber que estaba
ahí.
Tres de las cuatro sillas estaban ocupadas. Dos por unas señoras que
parecían bravas por su apariencia física, seguramente haciendo
seguimiento a sus respectivos juicios de alimentos para “que el bandido no
se salga con la suya”, ahora que tenía “otro compromiso”. El tercer asiento,
con una silla de separación, estaba ocupado por un anciano que estaba muy
dormido. Esperando el turno para que alguien viera su caso. Podía imaginar
sus reacciones. Las mujeres con voz ronca y desfachatada, vociferando y
golpeando la mesa por la paralisis de su expediente, sacando un papel
higienico del brasiere para limpiarse el sudor del reclamo. El anciano, casi
no reclamaría, solamente se resignaría a preguntar por el avance de su caso
y se iría con la mirada perdida en una sentencia que nunca llegaría. Podría
intuir que Dulanto sería indolente antes ambos reclamos, cara de palo. La
justicia no avanza sino la estimulas. Por eso, recordé, a qué estaba yendo;
volví a mi rol terrenal, despreciando cualquier intento de involucrarme con
ese grupo de litigantes.
- Buenos días doctor -sí, tuve que “doctoreale” para mostrarle algo de
respeto inicial.
- Bsss.
- Vengo por el expediente 51-98 - dije.
- Banco Central – respondió dando muestras de una memoria
impresionante.
- ¿Qué quieres saber?
- Bueno doctor…
- ¿Estás acreditado como abogado? – continuó con fastidio.
- No doctor – respondí.
- Ya sabes que no puedo darte información. Mira el letrero – dijo
señalando un letrero que decía: “solamente se atenderá a las partes
y a los abogados debidamente acreditados en autos”.
- Sí sé, pero no quiero ver el expediente, ni saber el estado…
- Entonces ¿qué quieres? – preguntó.
- Necesito sacar copias de una resolución.
- ¿Cuál resolución?
- La resolución que abre proceso.
- ¿Has pedido copias? ¿Dónde está tu escrito pidiendo copias? –
preguntó en el mismo tono despectivo de mierda que ya me estaba
colmando. Sin embargo, había que soportar al imbécil este porque él
tenía el poder.
- No, no tengo escrito. No hemos pedido copias doctor – respondí
conteniendo la molestia y tratando de guardar la compostura.
- No te puedo dar copias pues. Así no funciona. Presenta tu escrito y
luego esperas dos días a que se resuelva y de allí recién te puedo dar
copias. Ah, y que en el escrito que pidan copias que te autoricen a ti
a recogerlas, sino no puedo dártelas pues… - agregó en tono
canchero, ya con la burla en los labios que terminó de lapidar mi
intento.
Salí sin despedirme, pues sabía que tenía que volver. Regresar al día
siguiente a la oficina y aceptar que no pude hubiera sido fatal y eso fue lo
que me motivaría a espetar al secretario una vez más. Ya más por inercia.
Cogí el mismo sendero, caminé dando pasos rápidos, consciente que tenía
que matar sin pausa, sin remordimiento, sin posibilidad de respuesta. Si
bien tenía que ser agresivo, debía dar un entorno de calidez para buscar la
complicidad. Como lo hizo Julián conmigo al darme el encargo. Me acerqué
muy próximo a él e inclinándome sobre su espacio le dije en voz tenue:
- Maestro, mira, no tengo escrito como te dije, pero tengo una
muestra de mi cariño para ti si me las das.
Dicho esto, sabía que ya había cruzado el puente y que no habría marcha
atrás. Había que esperar el desenlace.
El silencio sin respuesta fue de dos segundos, pero pareció eterno. Dulanto
solamente me miró fijamente y cerró los ojos, bajó la mirada. No contestó.
Simplemente abrió el cajón de su escritorio. Aquel cajón en donde pude
divisar hilo para cocer los expedientes, borradores, millones de lapiceros,
unos lentes viejos, varias tarjetas de abogados desperdigadas y otras
cochinadas más.
La señal fue implícita. Simplemente supe lo que tenía que hacer, como acto
natural. Saqué el billete que tenía en el bolsillo y lo puse muy lentamente
en el cajón. Luego de eso, Dulanto cerró el cajón, y el trato.
Que Diego me hubiera derivado este caso para que yo lo atienda solo,
constituía un signo inequívoco de confianza. Los abogados de juicio, somos
como hienas siempre dispuestos a quitarnos la presa y, por ende, en un
mundo tan solitario y hostil, la confianza es muy infrecuente. Que otro “par”
confíe en uno es, dramáticamente, poderoso.
Luego de casi diez años en el estudio, había aprendido a sobre vivir en esa
fauna en donde el mínimo descuido podría significar la muerte. Aún
recuerdo esa frase que Diego me dijo alguna vez ante mis confusiones
universitarias: “Miguel, nosotros no defendemos culpables o inocentes,
defendemos clientes”. Había pasado poco tiempo de esas conversaciones.
Y allí estaba, frente a la oportunidad de atender el primer cliente solo.
- Quiero decirte algo Miguel – empezó con una cadencia que hacía
juego con su impecable vestimenta.
Me sorprendía que alguien que estuviese metido en un lío tan grande fuese
tan ingenuo. Me dieron ganas de preguntarle cómo pensaba que íbamos a
ganar entonces ¿o quizá Gutierrez era un zamarro de marca mayor y
únicamente estaba guardando las formas? ¿cómo podía haber llegado tan
lejos siendo un bobalicón? Muchos directorios, reconocimientos en el
mercado por su astucia ¿y no podía darse cuenta que así funcionaban las
cosas? Muy probablemente él se movía en un terreno mucho más minado
que el judicial.
La frase última de Diego, me invitó a pensar que tal vez todo fue parte de
un endoso de él hacia mí para deshacerse de un cliente complicado.
Intuyendo que este caso no sería fácil Diego quiso respaldarme con toda la
confianza, tal vez en reciprocidad por el incomodo momento que me tocó
pasar. Me llevó nuevamente a la puerta de su despacho, la abrió y me
empujó muy suavemente al tiempo que yo caminaba. Ya fuera de su
privado Diego me dijo:
Escogí nuevamente poner en off ese lado ético que aparecía cada cierto
tiempo en mí. Aquel chico que entró a la carrera de derecho y que se dejó
el cabello largo al unísono de las canciones de protesta que reventaban su
corazón, se fue difuminando por el exitoso personaje trajeado de “Hermes”
en el que me estaba convirtiendo.
Pasó el tiempo y el caso Gutierrez se fue complicando más y más. Todos los
medios de defensa que se plantearon para sacarlo del proceso se perdieron
en todas las instancias y el tiempo se agotaba. Pero cada vez que
hablábamos – que generalmente era por teléfono – Gutierrez parecía no
flaquear.
Todos los abogados que me conocían me preguntaban por este caso con
sorna. Les parecía increíble que yo estuviera batallando sin “ayudas”. Pero
yo trataba de tomarlo, hacia afuera, con cierta filosofía, pretendiendo dar
la impresión que, siempre, tenía todo bajo control: “la verdad que estoy
esperando hasta dónde le dura la terquedad y se rinda”. Que me crean
tonto o cándido era algo que no me podía permitir y ya que tenía un cliente
complejo, al menos era importante que supieran que “no me creía el
cuento”. Porque claro, en el mundo de las apariencias, todos esos mismos
abogados que me criticaban en nuestras conversaciones particulares, ante
sus clientes se presentaban como artistas de la integridad y la
transparencia. Acto seguido, se quitaban la máscara y volvían a ser, todos,
una horda de corruptos. Al menos yo era algo más frontal y honesto, si cabe
el término.
- ¿Conoces al Fiscal?
- Sí, se quién es.
- ¿Y qué tal es?
- ¿A qué se refiere señor Gutierrez?
- ¿Cómo es? Como persona, trayectoria, reputación, etcétera -
contestó subiendo el tono de la ofuscación.
- Bueno, un Fiscal común. Sin ningún mérito real. Con muchos sesgos
cognitivos para decirlo elegantemente. Mucho cartón, poco
contenido, como casi todos los del circuito.
- Es…
- ¿Es qué señor Gutierrez?
- ¿Es corrupto? – preguntó con algo de visible estupor y ya más
frontalmente contrariado.
Sin que yo pronunciara palabra alguna, sin que siquiera nos saludáramos,
Diego me miró y me preguntó:
- Mira tú. Qué tal huevón carajo. Tanto que jodió, ahora le va a salir el
triple -sentenció Diego tratando de dar visos de normalidad a la
conversación.
Pese a ser una declaración consistente con su línea, yo ya sabía que algo no
era del todo prístino en el actuar de Gutierrez. Incluso su rostro ya no era
el mismo, algo había cambiado.
- ¿Aló?
- Hola “cielo”.
- Hola Lucrecia. Ya estoy saliendo para allá.
- ¿Entonces sí vas venir? Sííí…te amo, te adoro… - respondió en todo
siempre calculado.
- Ya voy, ya voy.
- Bueno, te cuelgo porque me voy a vestir. Chaucito…
- Chau.
- Hola hijito.
- Buenas noches señora.
- Muchas gracias por los arreglos florales. Están hermosos. Ya los vas a
ver en el patio.
- De nada señora.
- Te presento a Pepita, Pepita Diez Canseco.
- Pepita, mira. Él es Miguel Ferrer, el novio de Lucrecia.
- Hola Miguel ¿Ferrer no?
- Sí señora.
- Qué gusto conocerte.
- Gracias, el gusto es mío.
- Y dime…¿dónde estudiaste? – empezó a interrogarme.
- Bueno, yo…
- Ay hija por favor ya tendrán tiempo de conversar adentro. Hay que ir
avanzando – intervino la mamá de Lucrecia.
- Por si acaso tu suegra me ha hablado mucho de ti…y muy bien ah –
terminó la frase Pepita, celebrando la ocurrencia.
Todos reímos hipócritamente. Como corresponde. Claro, a ninguna de las
dos viejas se les movió un solo músculo de la cara, gracias a sus constantes
incursiones quirúrgicas. Por una de esas casualidades de la vida, el cirujano
de ellas también había pasado por mi sala de operaciones.
En ese instante, empezó a bajar Lucrecia por las escaleras en caracol que
daban a ese hall principal. La escena parecía sacada de una película. Hasta
parecía que lo hiciera en cámara lenta.
Allí estaba Lucrecia, imponente como siempre, bajando con cadencia como
seguramente le había enseñado la bruja que estaba a mi lado aún.
Cogí una copa de champagne de una bandeja que sostenía una persona a la
que nadie miraba ni agradecía, luego se la di a Lucrecia. Tomé una también
para mí, acomodándome a la dinámica de la reunión: tomar discretamente,
comer comedidamente, mirar y “lorear”; categoría esta última que
comprendía categorías como conspirar, “rajar”, perder el tiempo, cerrar
negocios, entre otras muy típicas de ese tipo de reuniones.
Mirando a Lucrecia, en alguna pequeña pausa, mientras nos
acomodábamos, pensaba en todo lo que tenía que hacer para tener acceso
a esta vida. Como decía yo, se traba de desactivar explosivos cubiertos de
mierda. Todo para momentos como esos, para el lujo, para los pequeños
disfrutes de la materialidad. Como decía mi tía Jacinta “el dinero no hace la
felicidad, la compra hecha”. Y yo -ante la contundencia de frases como esa-
era consciente que aún, solamente, era un inquilino que hacía esfuerzos
para ser propietario.
Tendría, unos sesenta y pico años. Cabello cano, nariz aguileña y ojos
verdes. Colorado.
Ojalá me pregunte algo que yo sepa responder con solidez, pensaba. Todos
mis esfuerzos de esa reunión estaban cifrados en ese encuentro que ya
habíamos conversado entre Lucrecia y yo. Formábamos un tándem muy
interesante.
Cuál habrá sido mi rostro de impresión que al tipo se le subieron todos los
colores al rostro. Al mismo tiempo también se le cruzó una tímida sonrisa
cómplice, recordando tal vez las travesuras perversas que esa relación le
había generado.
Pero hasta ahí, más allá de mis propias resistencias, técnicamente no veía
nada fuera del otro mundo. Acaso, en el peor de los casos, un referente raro
de infidelidad conyugal. Sin embargo, el asunto prometía ponerse más
denso y difícil. El tío Alfredo continuó.
- Fina De La Puente.
- Mucho gusto señora.
Colgamos.
- ¿Aló Jaimito?
- El doctor de doctores ¿cómo estás maestro? – contestó Miranda.
- Bien, bien hermanito.
- ¿A qué debo el honor de tu llamada? ¿algún resultado de mi caso?
- No, aún no. Pero no te preocupes, eso sale bien.
- Te llamaba porque me llamó una persona supuestamente
recomendada por ti y…
- Ah, sí, sí me olvidé de comentarte carajo. Luis Saravia.
- Sí él ¿qué tal ah?
- De primera, compadre. Estudiamos juntos el MBA. Chévere.
- Pero ¿tiene fichas? –pregunté con notorio interés. Esa era la
pregunta del millón.
- Maestro, yo no te voy a recomendar cagadas pues – respondió con
solvencia Miranda.
- Ya compadre, no se hable más entonces. Tú sabes que igual lo
atiendo, pero hay que saber si vamos con tanque o con espada de
palo a la guerra.
- Sí claro, claro. Yo se la calidad de persona que eres – dijo Miranda.
- Gracias Jaimito. Entonces te cuelgo porque tengo que llamarlo rápido
parecía que el pata estaba preocupado.
- Sí compadre, lo está. Este es un buen momento para
morderlo…provecho.
Ambos reímos estruendosamente.
Me se puse de pie, cogí mi teléfono “b”, aquel que tenía guardado en uno
de los cajones del escritorio, aquel que representaba mi mundo paralelo y
que, convenientemente, tenía registrado a nombre de otra persona cuya
identidad prefería no saber. Luego marqué el número de Saravia.
- ¿Aló? – contestaron.
- Luchito – contesté.
- Ehh, sí ¿quién habla? – preguntó la otra voz algo titubeante.
- Tu amigo, el doctor Miguel Ferrer – respondí con solidez.
- Ahh doctor, pensé que ya no me llamaría.
- Cómo le voy a hacer eso a un recomendado de mi amigo Jaimito.
- Gracias doctor. Se que usted es un hombre muy ocupado. En verdad
agradezco mucho que me haya llamado.
- No te preocupes, mis amigos son primero. Y tratándose de Jaimito,
tú eres mi amigo ahora.
- Gracias doctor, mire le cuento. Tengo un caso que está en la última
instancia y que es muy importante para mí.
- Yaaaa.
- Es sobre la usurpación de un terrenito que tengo fuera de la ciudad.
En ese terreno voy a mudar mi nueva planta.
- ¿Planta de qué?
- Es que yo me dedico a la fabricación de llantas doctor.
- Ah, bueno, bueno, sigue, sigue.
- Es un terrenito que ha usurpado un individuo de apellido Montero y
que es “testa” del Alcalde de ese distrito. Puta madre, entonces me
vienen ganando todo y esta es la última instancia como le digo…
- Comprendo, comprendo.
- Disculpe usted la lisura doctor, pero la verdad esto me tiene bien
intranquilo. Si es que no gano este caso no puedo mudar mi planta y
pierdo una inversión grande.
- Claro, claro, no te preocupes yo lo entiendo. Dime y ¿cuánta área es
el terrenito?
- Cinco mil metros.
- ¿Cinco mil metros? Qué tal terrenito ah.
- Si pues doctor.
- Bueno, pero dime ¿el caso está en la Sala del doctor Aparicio no?
- Sí, doctor, sí. Pero permítame terminar por favor.
- Claro, claro prosigue.
- Lo cierto es que pasado mañana es la audiencia final doctor y es
clave, según me dicen para ganar el caso. Ahí es donde necesito su
intervención.
- Vaya, entonces es un caso urgente.
- La verdad sí doctor.
- Mira Luchito. La verdad yo no suelo hacer este tipo de incursiones.
No puedo tomar un caso con tan poco tiempo. Tendría que…
- Doctor, por favor no me haga esto…si es por el dinero, eso no es
problema -interrumpió Saravia.
- ¿Señorita?
- Sí, doctor, dígame.
- Que venga por favor Gabrielita.
- Listo doctor. Ahora le digo que vaya.
- Y también el doctor Hinojosa.
- Ya doctor.
- ¿Ya volvió Juanito?
- Sí, doctor…pero…
- ¿Pero qué?
- Es que le trajo unas gomitas como para niño…y la verdad me da
vergüenza entregárselas.
- Pero esas son las que me gustan. Él ya me conoce. Agarra las llaves
de mi auto y me las pones en el asiento del copiloto para cuando
salga.
- Listo doctor.
La puerta se cerró.
El tiempo pasó volando. Dieron las cuatro de la tarde y Luis Saravia llegó
puntual. Sonó el anexo de mi oficina.
- Doctor.
- ¿Sí?
- Acaba de llegar el señor Luis Saravia.
- Ya, solamente respóndeme con un sí o no ¿ha venido solo?
- Sí.
- Ya, hazlo pasar en cinco minutos.
- ¿Sí doctor?
- ¿Puedes venir un minuto por favor?
Entró Clarita.
- ¿Aló? Willy.
- ¿Quién habla?
- Yo, tu marido.
- ¿Quién habla?
- Yo pues huevón, tu jefe máximo.
- Miguel.
- ¿Ya ves cómo me reconoces cabrón?
- Qué quieres mierda.
- Lo que te dije de ese caso pues.
- Ya ¿atracó tu cliente?
- Sí, compadre, pero le bajó el monto.
- Puta madre ¿cómo así?
- Solamente quiere dar cincuenta balas.
- No compadre, no va. Te pedí ochenta.
- Ya pues compadre, no me cagues…igual es un huevo de billete.
- No jodas pues Miguel. Yo se que tú nunca pierdes, cuanto estarás
comiendo ¿cuánto vas a sacar tú? Te haces el pendejo ¿no? Con eso
yo estoy fuera pues compadre… me cagas carajo.
- Pero ¿qué quieres que haga Willy? A veces se gana a veces se pierde.
- Puta madre, pero tú siempre ganas y yo siempre pierdo.
- No jodas oye ¿cuántas veces te has levantado conmigo? Aparte yo
también se carajo que tú también haces “aduana” que da miedo.
- Ponle diez más para que yo gane algo también pues…
Ambos sabíamos que esta frase solo era decorativa. Ni yo confiaba en Willy,
ni menos él en mí. Pese a que ya nos conocíamos más de diez años, nunca
se tramó una relación de confianza, tampoco de amistad. Willy era asesor
de la Suprema y yo un litigante, cada uno en su rol, conviviendo en calculada
paz y conveniencia.
Antes de consumar el golpe para “voltear” ese caso, toda una maquinaria
se movilizó a nuestro milagroso favor. Willy llamó a un colega suyo y este le
“puso” al hombre que determinaría el mayor peso en la decisión, el
presidente del Tribunal. Pero también intervenían hasta los abogados
menores de la corte que preparaban los proyectos de resolución. Debajo
del puente se perdía mucha agua, muy posiblemente al hombre fuerte
solamente le llegarían diez o quince grandes de un total de cincuenta. No
había mucha persuasión jurídica. Daba igual si tu posición era un
mamarracho o no, todo se inclinaba entorno al ofrecimiento de verdes.
Todo era posible en un mundo de pujas y comercio como ese.
- ¿Doctor?
- ¿Sí?
- El señor Saravia está acá.
- Que pase.
- Miguel.
- Pasa Luchito, toma asiento.
- ¿Qué tal fue todo?
- Lo que te conté pues. Mira aquí tienes el documento.
Saravia se abalanzó sobre el papel y lo abrió con avidez. Empezó a leerlo.
- ¿Aló?
- Aló Miguel…
- Sí ¿Beto?
- Sí carajo…me cagaron Miguel…me cagaron…
- Cálmate, cálmate ¿qué pasó? ¿de dónde me estás llamando?
- Me han prestado un teléfono para llamarte. Me están llevando…¿a
dónde? Perdón…
¿Qué mierda pasó? Se supone que me deberían avisar para que este pata
estuviera preparado, puta madre ¿y ahora quién me a responder por esto?
Mientras alistaba para salir en busca de Beto, trataba de armar el
rompecabezas. Ya no cabía lamentarse. Había que ver cómo se contenía el
problema y liberarlo.
Tres de la madrugada. Primera llamada. Sabía que era muy temprano, pero
no importaba. Para eso pago pues.
- ¿Aló?
- ¿Quién es? – contestó Jimenez con una voz en ultratumba, aún sin
aclarar.
- ¿Cómo quien es carajo? ¿tú contestas sin saber?
Su imagen de divo, detrás de cámaras, dejaba en claro que solo era una
producción. Gritón y bravucón tras el micro, pero grandísimo cobarde en la
realidad. Tenía puestos sus lentes con lo que su imagen de estúpido se
acentuaba más, pero eso pasaba piola en la radio. El tipo quiso acomodarse
persistentemente como un “vivo”, pero la realidad lo sacó de ese sueño.
Siempre fue un pobre imbécil acomplejado. Lo despreciaba porque tenía
fama, siendo un “monse”.
- Miguel, compadre.
- Beto.
Beto empezó a recuperar el brío. Así como hacía puré y mierda las honras
ajenas en su programa, iba contra mí con toda la fuerza que le quedaba.
Pero conmigo no iba a poder. El huevón estaba en mis manos, en mi selva.
- ¿Te calmas?
Sacó un papel del saco que estaba doblado en cuatro. Se trataba de la orden
de detención. Una formalidad.
- Miguel.
- ¿Qué?
- Te doy lo que quieras, lo que tú pidas.
Se contenía con todas sus fuerzas para no quebrarse. Su rostro se puso rojo.
Hacía solo silencio y represión. Por un lado, comprendía que quizá Beto
quería llorar y comportarse como un humano, pero sabía que no podía
hacerlo, no él. Nada estaba dicho ni filmado, pese a ello Beto conocía
perfectamente como se comportaba ese “mundillo” en el que estaba y
sabía que todo sería pues objeto de una sabrosa crónica de chismosería
mundada, aumentada.
Dejé la habitación.
- Doctor.
- Jimenez.
Nos dimos la mano y le clavé la mirada de reproche. Sin palabras, le menté
la madre. Juntando los labios, respiración fuerte.
- ¿Qué pasó?
- Hubo una movida fuerte doctor. Quieren la cabeza de su cliente y
además necesitaba un show para tapar toda la mierda que está
saliendo.
- Puta madre…me cagaste Jimenez.
Al ser una “estrellita” del espectáculo su caso prometía ser el tema del día,
cosa que no me convenía del todo. Si bien me daba figuración y podía salir
bien parado si es que lograba un resultado exitoso, también hacia subir la
tarifa en la negociación. Ya podía escucharlo, “no pues compadre, se trata
de Beto Klein. Eso sube el monto”.
José Vera Tudela i Fornuier era un abogado antiguo. Calculo que el tío
tendría aproximadamente setenta años. Había sido Vocal Supremo hace un
huevo de años y “llegaba” a todos lados. Era un contacto fijo, de alto rango.
Con el tío Vera Tudela las cosas eran de grandes dimensiones. La chequera
de Beto estaba con firma a nombre de toda la operación.
Como la plata no era mía aprobé esa operación rápido porque además
pensé que, dadas las circunstancias, eran cifras más que razonables. No
obstante, con el tío Vera Tudela yo tenía ciertos reparos en discutir montos;
era un grandazo y eso se valoraba en mi mundo. Le tenía respeto.
Después de ver al tío me fui corriendo a la segunda cita. La otra “punta” era
Pepito, un conocido jugador de ligas menores que no llegaba tan arriba
como el tío. Un “alcanzador” que conocía a todos y las historias de todos.
Era como hablar con una rata, pero con un toque de simpatía ineludible.
Eso le hacía un gran jugador.
Con Pepito nos citamos en una cafetería del centro a las diez de la mañana.
Pepito era un arribista y le encantaban los lujos, pero no dejaba de ser un
huachafo que ser maravillaba con la estridencia.
- Habla Pepito.
- Hola doctore ¿cómo estás?
- Bien compadre ¿qué dice la cocaína?
Antes de lanzar una suma tenía que hacer una pausa y ser estratégico. No
podía regalarme tan fácil porque si no Pepito “se me subía” y dado su
contacto, eso valía realmente oro puro.
- Cinco mil -solté la cifra.
- ¿Verdes?
- Sí.
- Puta madre ¿por qué siempre me maltratas Miguel?
- Es un huevo de plata Pepito.
- No jodas pues…estás consiguiendo al marido huevón ¿cuánto le
ofrezco a él? ¿cuánto me gano yo? Es “bolo” fijo Miguel.
- ¿Entonces?
- Ya compadre quedemos en diez para que ganemos todos. Además,
puede ser una puerta abierta para otros casos similares.
- Puta madre Pepito me cagas...¿qué le digo a mi cliente con esa cifra?
- Explícale pues, es su libertad. Y si no quiere, entonces queda ahí
pues…
Cuando me estaba yendo a mi oficina, sonó otra vez mi celular. Era Beto.
- ¿Aló Miguel?
- Hola Beto.
- ¿Cómo va todo?-preguntó.
- Muy bien. Vamos volteando el partido.
- No jodas…¿o sea que voy a salir?
- Beto, no puedo hablar mucho.
- No me tengas así.
- Beto, solo te digo que vamos muy bien. Te aviso cuando tengamos el
ticket ganador.
- Puta madre Miguel…
De Alderarin era un hombre de unos sesenta y pico años. Alto, con algo de
panza, pero bien puesto. Un millonario del sector. Me hizo pasar de una
manera por demás cordial, luego de un saludo bastante cortés y protocolar.
Se notaba su cuna y que no era un advenedizo o nuevo rico.
Otra carga más al caso. Aparte del jugoso honorario que le cobraría a Beto
y el pase con Cristina, ahora me jugaba una posible cuenta con Miguel De
Alderarin. Quiza podría ser una oferta solo por cortesía, pero igual no podía
darla por menos y, con lo poco que pude conversar con él, me pude dar
cuenta que era un tipo que no entraba en rodeos.
Con Pepito la cosa era distinta. Él estaba contra resultado, de manera que
había un incentivo y un resultado que perseguir. Toda esta gracia había
salido de la mía y era consciente de que me la estaba “jugando” entera,
pero iba a caballo ganador. Luego del resultado recién podría sentarme con
él.
- Aló
- ¿Y? ¿ya?
- Beto, tranquilo. Estoy esperando.
- Carajo Miguel ¿a qué hora sale?
- Me dicen que a las nueve de la noche.
- Puta madre, así nos vienen diciendo desde las cuatro de la tarde.
- No te preocupes Beto.
- Miguel…
- ¿Qué?
- ¿Qué tan seguro lo ves?
- Bastante.
- Porcentajes Miguel.
- Ochenta.
- ¿O sea que hay veinte de posibilidad que no salga?
- Siempre hay margen de error.
- Puta madre Miguel…no me cagues…
- Ya carajo, ya. Ponte a leer un libro o hacer algo que yo te aviso ¿ya?
- ¿A qué hora me llamas?
- A las nueve o cuando tenga un resultado.
- Miguel.
- ¿Qué?
- Confío en ti huevón, mi futuro está en tus manos, sino puedes dime…
- Carajo si confías en mí, entonces confía.
- Ya compadre, ya.
- Ah Beto, otra cosa más.
- Dime.
- Por favor dile a tu familia que ya no me llame, acabo de tener una
discusión con tu hermano y la verdad ya me está llegando al pincho
hablar con ese huevón.
- Ya, ya, yo me encargo. Es que él me dice que tiene alguien que puede
ayudar.
- Mira, cuando una mano está haciendo la torta no es conveniente que
otras manos se metan. Se puede joder el postre ¿me entiendes?
- Sí, pero…
- Nada compadre. Si sale mal y ese huevón se mete yo no respondo.
Así que dile que no se meta por favor.
- Ya.
- Pero ponte fuerte… en serio se puede cagar todo. Yo ya te he
explicado cómo viene la mano, pero estos patas son tan cambiantes
que pueden variar en dos minutos por una huevada de esas…
- Está bien.
En casa no hubo espacio para comer. Estaba “en blanco” todo el día y el
estomágo me estaba haciendo mierda, pero no podía. No había ganas. La
vena de la sien izquierda me saltaba como loca en momentos como esos,
llenos de ansiedad. Busqué una galleta o un mango o algo extremadamente
dulce para calmarme; no encontré nada en toda la casa. Recurrí a las viejas
artes manuales para calmarme y ayudó.
Hablé con Beto dos veces más. A las nueve y a la diez. Me quedé dormido
mientras miraba -sin ver- la televisión. Con el celular cogido en una mano.
- Aló.
- Ya.
- ¿Ya?
- Sí, ya el canario puede volar.
UNA APUESTA AL FUTURO
- Doctor…-preguntó Margarita.
- Sí, ya sé, ya sé ¿hace cuánto llegó?
- Más o menos diez minutos. Me acaba de preguntar si lo va a poder
atender-insistió Margarita.
- De acuerdo. Cuenta dos minutos y lo haces pasar.
- Conforme doctor.
Luchito Morán era un tipo sin oficio ni beneficio que, gracias a la suerte,
había logrado ser alcalde de la ciudad en dos ocasiones. Todos sabíamos
que era una gran corrupto, pero nadie podía probarlo. Mejor dicho, nadie
había hecho el esfuerzo de hacerlo.
Desde sus orígenes Panchito era un trasgresor natural; como chofer llegó a
deber miles de papeletas por infracciones de tránsito que nunca nadie le
cobro. Hoy ya no manejaba un vehículo, pero tenía la empresa que, según
se decía, había prosperado mediante la creación de figuras off shore que
hacían que él no pague impuestos y que, sea en la práctica, impune. La
situación actual en la que se movía le permitía colgarse convenientemente
el letrero de “pujante empresario emprendedor venido de abajo”,
beneficiándose de la complascencia colectiva que lo miraba,
increíblemente, como un esforzado cuando -además de ser un irregular
persistente- se había financiado de la informalidad.
Esa era la frase de Pancho con la cual siempre cerraba sus negocios. Si bien
mostraba con esa frase cierta displicencia, el dinero era para él, lo más
importante en la vida, cosa en la que -aunque pareciese extraño-
compartíamos fervientemente; lo único que nos unía. El dinero le había
entregado a Pancho la posibilidad de estar en lugares que antes nunca
imaginado, codearse con gente rica -de cuna- aunque era medianamente
claro que jamás formaría parte de un entorno de ese nivel porque
simplemente era apreciado como un nuevo rico. Claro, el único que no se
percataba de la real situación era él, quien parecía mantener una ciega
ilusión.
El tipo se quedó esperando una aclaración mía que nunca llegó. Solamente
puso su cara de idiota y se quedó callado. Luego, para no mostrarse más
imbécil y no re preguntar volvió a la carga. Por Dios.
Gracias a Dios te vas -pensé- aunque la imagen del tipo este en el sauna
claramente no había sido necesaria: solo imaginarlo allí hacía que se me
revolviera el estómago.
- Pasa, Santiago.
- Buenos días doctor.
- ¿Alguna novedad de nuestros casos?
- No ninguna.
- Ya, ya ¿sabes quién ha estado acá no?
- No ¿quién doctor?
- Pancho Morote.
- Ahhh.
- ¿Qué sabes de su asunto?
- Está pendiente doctor.
- ¿Y? ¿ya hablaste con tu profesor?
- No doctor.
- ¿Por qué?
- Es que…
- ¿Qué Santiago? ¿qué pasó?
- No me atrevo doctor, me da miedo.
- Pero nada Santiago. Acá el tema es muy simple. Tienes que probar si
tienes lo cojones para, algún día, ganarte esta silla ¿te gustaría estar
acá en mi lugar?
- Sí claro doctor – contestó con un brillo claro en los ojos. Se estaba
proyectando.
Luego de lanzar ese grito, sabía que había llegado a un límite. Quizá estaba
forzando todo y este chico no estaba preparado. Quizá simplemente debía
dejarlo ir y hacerlo yo mismo.
Tras soltar esa frase, pensé que tal vez me estaba excediendo. Sin embargo,
lo que vino a continuación, me hizo saber que iba por buen camino.
- Aló ¿Gordo?
- Hola maestro como estás.
- Bien compadre, mira no quiero hacerte perder tiempo ¿oye tienes
llegada con Huamán?
- ¿Cuál Huamán? ¿el de la fiscalía de lavado?
- Sí, ese.
- No, compadre, pero puedo indagar ¿qué tienes ahí?
- Un caso medio jodido.
- Conozco a un pata que es su asistente. La podemos hacer con él. Mi
pata trabaja el proyecto y se lo pone a Huamán solo para que firme.
- Se trata de un caso con harta prensa y encima mi cliente va a
candidatear en las próximas elecciones así que no creo que pase
“piola” así de fácil. Va a ser difícil que el hombre no se dé cuenta de
lo que está firmando.
- Ah jodido entonces si es, así pues, entonces déjame hacer unas
llamadas.
- Tenemos que ir a la segura.
- Como te digo, voy a llamar una gente y te aviso al toque.
- Ya, indaga compadre. Pero, solo indaga, aún no ejecutes nada hasta
que yo te diga.
- Ya compadre, pero mándame un billete para mis gastos pues.
- Mañana te envío un sobre.
El jueves por la noche, un día antes del plazo recibí la llamada de Santiago
- Toma Miguelito.
- Yo no estiré la mano, aunque mis reflejos estaban tentados a hacerlo.
- Toma -insistió haciendo al ademán de entrega nuevamente.
- No entiendo Pancho ¿para qué es eso?
- Para el chico ¿cómo se llama?
- ¿Quién?
- El que nos ayudó en esete casito.
- Ahhh, Santiago -respondí con alivio. No, no hace falta Pancho. Él gana
lo que yo le doy.
- Por favor insisto. Recíbemelo.
- Me pareció justo. Lo recibí y lo dejé también encima de mi escritorio.
Sonó el celular. Tenía por regla nunca contestar en esas horas que, para mí,
eran sagradas. Sin embargo, el teléfono sonó tres veces.
- ¿Aló?
- Aló doctor, disculpe que le moleste a estas horas.
- ¿Qué pasa Erika?
- Le ha llamado el doctor Batista que quiere comunicarse urgente con
Usted. Es que me dice que ha pasado una tragedia, que le llame por
favor lo más pronto que pueda.
- Pero ¿qué pasó? ¿te dijo algo?
- Me dijo que habían detenido al doctor Marín.
- ¿Al chato? ¿cómo? ¿por qué? ¿no te dijo nada más?
- No, doctor, no me dijo nada más. Simplemente que estaba detenido
y que necesitaba hablar con usted urgentemente. Está en todas las
noticias doctor – terminó apagando la voz sutilmente como si tuviera
vergüenza o miedo.
Todos los que estábamos metidos en esto conocíamos del juego, un juego
con sus propias reglas. La básica, la elemental era no delatar al otro. Se
trataba de una entrega en confianza. El precio podía discutirse, se podía
cambiar de equipo, mentir, negociar, todo; menos delatar. Con el delato, se
rompía el orden.
- ¿Aló?
- Pipo.
- Oye huevón donde has estado. Te he estado llamando al celular, a tu
oficina y nada.
- Tu sabes que a esta hora no le contesto a nadie. Solo que Erika me
reventó el teléfono y supuse que algo urgente había pasado.
- Bueno, ya sabes supongo.
- Sí, huevón ¿qué pasó?
- Lo cogieron compadre, lo cogieron.
- Pero ¿qué sabes? Llegué tarde a escuchar el noticiero.
- Fue un talán.
- ¿Un talán? ¿quién lo hizo?
- Al hombre lo han estado siguiendo. Me cuentan que lo tenían
chuponeado.
- Pero ¿quién lo hizo?
- No lo sabemos aún, pero quien salió como el abanderado de toda la
operación fue Quiroz.
- ¿Quiroz? Pero si ese es un hijo de puta corrupto.
- Como todos papá, como todos.
- Sí pues, pero eso no se hace ¿por qué lo vendió? ¿o sea que Quiroz
lo vendió? No entiendo.
- Suponemos que sí. Hace un par de semanas en el sauna, me encontré
con el “panzón”, me dijo que él había escuchado un “run run” y que,
al parecer, se venía una grande. Me dijo que alguien iba a caer. La
verdad yo no le presté importancia, pensé que se trataba de un “bluf”
como siempre.
- Mierda que cagada ¿y sabemos quién tiene el caso del chato?
- Sí, compadre, el cholo Emerson.
- El cholo Emerson, menos mal cayó en manos amigas.
- Puta madre compadre, ya ahora no se sabe nada. Nadie sabe quién
es quién.
- Es cierto – respondí.
- Bueno compadre te mantengo al tanto, ya te tengo que colgar para
seguir llamando a la gente.
- Ya compadre, avísame si sabes algo al toque y si tienes información
de qué es lo que quieren hacer.
- Como te digo le vamos a mandar al chato un “boga” de perfil bajo
para que lo apoye.
- Ya, matrículame no más si hay que poner algo.
- Perfecto compadre. Sí, los amigos ya están llamando.
- Un abrazo.
- Chau compadre, chau. Cuídate por favor.
Si había alguien que sabía cómo hacer las cosas y tenía nexos con todos era
precisamente el chato. Un artista del arreglo. Me imaginaba que si él, que
era el más precavido de todos, había caído, todos los demás estábamos
desguarnecidos, a cualquiera de nosotros le podía caer la “quincha” en
cualquier momento y, la última frase de Pipo en la llamada, terminó por
remecer la poca tranquilidad que me quedaba.
Cogí una camisa y un traje nuevo, pese a que mis trastos de la mañana
estaban en perfectas condiciones. Tal vez, en mi inconsciente, quería
empezar un día nuevo o huir.
Recuerdo que subí al auto, pero no recuerdo bien como llegue a la oficina.
Estaba entrando a mi oficina, cuando Erika otra vez con voz temerosa me
preguntó.
Lo primero era poner a buen recaudo todas mis agendas. No solo la de este
año que ya estaba por terminar, si no la de los anteriores que,
morbosamente, guardaba con celo en mi caja fuerte. Acto seguido pensar
si debía quemarlas o no. Como no estaba en condición de decidir en ese
momento, opté resolver que, al menos, tenía que guardarlas a buen
recaudo fuera de mi oficina, en un lugar a donde cualquier autoridad no se
le ocurriría indagar.
Lo siguiente era planear escenarios posibles: que todo siga igual que era el
mejor de los escenarios, hasta el escensario más terrible de todos, llegar a
la cárcel. De solo pensar en esa circunstancia me invadía la sensación de
claustrofobia, de inseguridad, de miseria.
Sin rumbo fijo y sin pensamiento claro, solo sabía que tenía que salir a la
calle. No sé a dónde, pero salir. Cogí las llaves y salí de mi despacho. En el
vestíbulo le volví a decir a Erika que, si llamaba la esposa del chato, le diera
mi número. Salí a la calle y me fui a la tienda de la esquina. Compré el
arsenal para ese día: un paquete de galletas con manjar, tres chicles de
fresa y dos chocolates blancos. Acto seguido, volví al edifcio y subí al auto.
Miraba todo al mi alrededor, pero sin prestar atención a nada. Cabeza
enterrada, la voz interior a mil decíbeles, buscando calmar mi temor.
Encendí la radio y no se escuchaba ninguna noticia. Eso podía ser bueno o
malo, según se viera. Las piernas empezaron a temblarme de ansiedad.
Trataba de convencerme que todo saldría bien como siempre. Que el chato
no era traidor. Mi amigo el chato no.
- ¿Aló?
- ¿Aló Miguelito? – preguntó una voz de mujer medio áspera.
- Si ¿quién habla? – pregunté con algo de temor.
- Soy yo, Chela, Miguel. Chela Marín.
- Hola Chela ¿cómo va todo? – dije con algo de incredulidad.
- Miguelito necesito hablar contigo. Es urgente como comprenderás.
- Por supuesto ¿dónde estás?
- Mira, dame quince minutos y te devuelvo la llamada. Ahí quedamos
donde nos vemos. La cosa está movida y ahorita no te puedo decir
dónde.
- Pero Chela ¿cómo está todo? ¿cómo está el chato? ¿qué van a hacer?
- No puedo hablarte por esta vía Miguelito. Hablemos en persona
mejor. Es importante que hablemos.
- Pero dime algo por favor no me dejes así.
- Miguelito entiende por favor. Hablemos en persona. Te llamo en
quince minutos y acordamos ¿te parece?
- Bueno, bueno.
Luego de colgar, comprendí que había sido muy insistente con Chela. Pese
a ello la mujer había mantenido la calma sabiamente. Quizá queriéndome
aferrar a una esperanza, la comunicación de Chela trajo algo de calma para
mí, tenía en claro que esa llamada no podía ser mala para mis expectativas.
Llamé a otra punta, el doctor Perez. Perez era una especie de referente en
nuestro grupo. El más viejo de todos. Le reconocíamos por ello cierta
ascendencia.
¿Será posible que esto me esté pasando a mí? El corazón se me salía del
pecho. Como el chicle ya no hacía efecto, tomé un calmante de los que tenía
en la mesa de mi escritorio.
Cuando estaba mucho más tranquilo, traté de pensar en otras cosas y tomar
esto con más soltura, tal vez ya resignado y comprendiendo que poco o
nada yo podía hacer en ese momento. Ahí me empecé a emocionar por el
encuentro que tendríamos en unas cuantas horas Kassandra, Cristina
Petrozzi y yo. El estómago comenzó a darme vueltas. La misma ansiedad,
pero con caminos distintos.
Al rato volvían los pensamientos de ansiedad. Pensaba que tenía que hablar
con alguien. Nadie más me daba información y yo empezaba a perder el
control. Pensaba que esto podría significar una estampida de mi clientela.
Había que asegurar a los más frecuentes y seguros. Decidí entonces llamar
a un cliente de confianza, Pedro Parado.
- Aló
- Aló, Pedro.
- Hola Miguel ¿qué pasa? – contestó con una voz algo distante y yo
empecé a pensar lo peor.
- ¿Ocupado?
- La verdad un poco, pero dime.
- Quería hablar contigo.
- ¿No puede esperar hasta otro día Miguel? La verdad no es un buen
momento.
- Yo solo quiero hacerte una pregunta y nada más.
- Dime, te escucho.
- ¿Has escuchado las noticias?
- Si ¿y?
- ¿No has escuchado la noticia del Juez detenido?
- Sí.
- ¿Qué piensas?
- ¿De qué?
- De eso pues.
- Miguel ¿puedes ser un poco más concreto? No entiendo nada y me
incomoda un poco la conversación.
Cretino hijo de puta, tantas veces te salvé el cuello, como cuando la prensa
te sitiaba en un hostal con tu amante ¿y ahora me respondes así? ¿ya no te
acuerdas tampoco de la mensualidad que me pasas por generarme casos
en tu empresa?
- A ver maestrito.
E hice una pausa para medir las palabras. Si bien podría mandarlo a la
mierda. Cliente era cliente.
Hubo un silencio.
Arribé a la conclusión que no debía hacer más por ese día. Estaba cagándola
completamente y solamente quedaba esperar. Entonces salí de mi oficina
casi como a las siete de la noche para mi cita-trío. Previamente pasé por la
tienda para comprar una botella de champagne para darle algo más de
estilo al asunto.
Todo blanco y, al fondo del departamento con vista al mar, estaba ella,
Cristina Petrozzi. Ahí estaba de pie, dispuesta para mí. Usaba un vestido
negro una cuarta más arriba de las rodillas y un brazalete negro en el cuello.
Me paré de la cama y las dejé a las dos ahí. Saqué una bata mía del ropero
y me fui a la sala nuevamente.
Y en eso salió ella, Cristina. Se acercó ahí y me dio un beso muy tierno.
Distinto a los de hace un rato. Me tomó la mano y me dirigió hacia el sofá.
Nos sentamos.
Guardé silencio.
- Sí – dije.
- Pero cuenta pues, eres bien aggg ¿no?
- Pregunta ¿qué quieres saber?
- ¿Tienes esposa?
- Sí, pero soy divorciado.
- Pendejo – respondió con una sonrisa sumamente sexy.
- Tu preguntaste.
- ¿Hijos?
- Sí.
- ¿Cómo se llaman?
- Preguntas demasiado – respondí con algo de solvencia.
- No te olvides que fui reportera -retrucó ella mordiéndose los labios.
- Bueno, me toca a mí. Claro, seguramente tú no tienes familia -afirmé.
- Sí -dijo ella.
- ¿Tienes?
- Tengo papá y mamá.
- Ah…me refería a esposo, hijos -aclaré.
- No, pero tengo novio.
- No te creo…¿y cómo haces?
- No entiendo – dijo ella.
- ¿Cómo has hecho ahora? -re pregunté.
- Me escapé…- contestó riéndose.
- Ya pues.
- Es un hombre como tú.
- ¿Cómo yo?
- Si pues, casado y con familia.
- Entonces no es tu novio. Además, yo no soy casado.
Volvimos a reir. Nos besamos intentando iniciar algo otra vez. Paramos.
¿Qué me habrá querido decir? ¿acaso ella sabía más de mí que yo de ella?
Era conductora de televisión. Su ocupación le permitía acceso a fuentes que
tal vez yo no sabía.
Marqué a Chela. Ya para entonces eran casi las seis. Teléfono apagado aún.
Mierda chato ¿qué estás haciendo compadre? ¿me quieres cagar en serio?
¿qué le diría si le tuviera al frente? Seguramente sacaría un buen fajo para
asegurarlo. Estaba desesperado.
- Aló – contestó.
- Cholito – dije.
- ¿Quién habla?
- Soy yo cholo, Miguel Ferrer.
- Doctor, dígame.
- ¿Por qué tan formal?
- Me parece que es un poco fuera de lo regular que Usted me llame y
sobre todo a esta hora.
- Comprendo Emerson.
- Sí, por favor si usted tiene un pedido o alguna solicitud respecto a un
caso limítese a los canales correspondientes…doctor Ferrer.
- De acuerdo Emerson, te pido mil disculpas.
- Hasta luego – finalizó en todo molesto. Colgó.
Pasaron cinco minutos y sonó el celular. Era raro que alguien me llame a
ese celular y a esa hora. Solamente podía ser alguien que estaba en toda
esta jugada.
Quería contestar, sentía que debía hacerlo, pero la última llamada que hice
había condicionado todo. Tenía miedo, estaba paralizado. Quizá era el
chato que me estaba llamando y le estaban ordenando que me llame para
que me haga la “camita” y atraparme. Empecé a sudar. El teléfono dejó de
sonar. No reconocía el número.
¿Tendría que devolver la llamada? No, eso sería mucho más arriesgado.
Seguramente alguien se equivocó. Listo. No hay más.
Pensé en ir a dormir una hora más y buscar un tercer round con mis
compañeras ocasionales.
- Aló – contesté.
- Aló, aló.
- Miguel.
- Sí ¿Quién eres?
- Soy yo…
- ¿Quién?
- El chato, huevón, el chato Marín.
- Chato, compadre ¿cómo estás? ¿qué paso? – pregunté con genuina
curiosidad, pero con la tranquilidad de escuchar, por fin, su voz.
- Bueno, ya te imaginarás. Tenemos que hablar bastante compadre.
- Claro, claro, pero cuenta ¿cómo estás? ¿en qué estás?
- Compadre, Miguel, no tengo mucho tiempo. Voy a ser directo
contigo.
- ¿Qué pasa chato? Me estás asustando.
- No, no. Tú y yo somos amigos ¿no?
- Sí, pero no entiendo chato ¿qué quieres decirme?
- Ya, compadre, ya. Mira me tienen cagado y tienen a bastante gente
del grupo.
Silencio.
Ya no vivía tanto mis casos; de hecho, ya había alguien -contratado por mí-
que los “corretaba”. Por encima de todo, llegar a tener una resolución a mi
favor en un caso me permitía tener la satisfacción de burlar al sistema, de
sentirme dueño de las voluntades de las personas, incluso por encima de la
mismísima señora Ley y, con ello, de paso, ganar dinero.
En las reuniones sociales a las que asistía con cierta frecuencia se rumoraba
que Mateo, además de ser un estafador de cuello blanco, era un “gigolo”,
un pérfido infiel que había tenido entre sus sábanas a las mejores y más
deseadas mujeres del jet set capitalino. Cada vez que hablaba con él,
siempre lo negaba, pero dejaba la sonrisa flotando.
Todo empezó a cambiar aquel día que logré la primera victoria en su caso,
la absolución en la primera instancia. Lo cité a las diez de la mañana y acudió
puntual a mi oficina para entregarle la resolución.
La diferencia entre todos mis casos y el de Mateo es que, aparte del dinero,
sentía que tenía una obligación social, socialité, con él. Si ganaba se me
abrirían más las puertas a un círculo al que nunca había tenido acceso hasta
el momento.
Ese mismo día por la tarde salí a almorzar con mi gran amigo Diego Palacios.
Nos citamos en el mejor restaurante de pastas de la ciudad. Diego,
coincidentemente estaba en el mismo rubro de negocio que Mateo. La
desconfianza natural de mi profesión me llevó a hacer la pregunta
inevitable.
La conversación con Diego me hizo pensar que, si bien solía tener las
alarmas de desconfianza permanentemente encendidas, tal vez estaba
empezando a idealizar a Mateo por el mito que él representaba y que yo
veía lejos de igualar. Pero el asunto se haría mucho más complejo que solo
un afán de emulación.
Ya cuando estábamos retirándonos del restaurante nos topamos con él, con
Mateo, que precisamente ingresaba al local. Venía acompañado de una
pelirroja de metro ochenta y ojos azules que yo había identificado como su
esposa. Sí, ella era, no me podía haber equivocado. Debo de reconocer,
dicho sea de paso, que el solo verla caminar hacia mí me causó una erección
inmediata, pese a que su vestimenta no dejaba nada a la vista. Quizá haya
sido su perfume, pensé.
Reímos las cuatro personas. La mujer también y sus ojos azules brillaron
causando en mí una segunda erección. Traté de no mirarla para evitar que
se me notara la cara de imbécil.
- No puedo, no puedo.
- Pero ¿por qué Julieta? No te entiendo.
- Discúlpame Miguel, simplemente no puedo.
Estaba molesto, pero no con ella, con Mateo. Hasta en ese momento
resultaba superior a mí. Quería gritarle, decirle a Julieta que un imbécil así
no le merecía. Que lo dejara. Que estaría dispuesto a todo, a todo por ella.
Que estaba perdidamente enamorado. No pude. Solamente bajé la cabeza
y di mi mejor muestra de madurez.
- ¿Nos vamos? ¿te parece? -preguntó con una voz sumisa y excitante.
- Claro, claro.
Pasaron los meses y la relación con Julieta bajó en intensidad. Nos veíamos
en el hotel, pero no intimamos, solo conversabámos. Yo ya no solía intentar
nada y no sabía, a ciencia cierta, a dónde iría a parar esta relación.
Simplemente no quería romperla. Mantener esa complicidad para mí era
suficiente. Estaba perdido.
Un buen día, tras una sesión con ella y sentirme realizado solo por eso, volví
a la oficina porque me habían prometido el resultado del caso de Mateo. La
sentencia de la segunda instancia. Mi asistente, Vanessa, estaba en la Sala
de apelaciones “haciendo guardia” para que le entregaran la copia de la
resolución firmada.
- ¿Aló doctor?
- ¿Y ya? ¿la tienes en tus manos?
- No doctor, no.
- ¿Qué pasó entonces? No me digas que otra vez te dijeron que para
mañana.
- No, doctor.
- ¿Entonces qué pasó?
- Salió mal.
- ¿Qué?
- Salió en contra doctor.
- No puede ser ¿estás segura?
- Sí, me lo han ratificado tres veces.
- Te llamo luego.
- Juan.
- Hooola mi querido maestro.
- ¿Qué pasó?
- ¿De qué maestro?
- Salió mal puta madre, salió mal.
- ¿A qué te refieres?
- Que el caso salió mal carajo, el caso de Mateo Ruiz Prada ¿Qué
mierda pasó?
- No puede ser ¿estás seguro?
- Carajo a Vanessa le han dicho tres veces que salió mal.
- Mierda.
- ¿Qué pasó?
- No sé maestro.
- ¿Cómo que no sabes carajo? Te entregué un billete adelantado para
arreglar esto…
- Maestro no hables por esta vía de esa manera…
- Me llega al pincho carajo. Necesito una explicación.
- Maestro…
- ¿Y ahora qué mierda le digo a mi cliente?
- No sé maestrito. Déjame averiguar.
- ¿Averiguar qué Juan? Se supone que estamos entre gente
honorable…eso no se hace, hay códigos que respetar y tu gente se
los pasó por el culo…
Uno de mis más respetados maestros me enseñó siempre que, en este tipo
de casos, las noticias malas hay que darlas rápido antes que el cliente se
llegue a enterar por otra fuente. Tocaba llamar a Mateo. Rápido y sin
pensarlo mucho.
- Hola Mateo.
- Hola doctor ¿cómo estás?
- No soy portador de buenas noticias Mateo.
- ¿Qué pasó? No me asustes.
- Parece que tu caso se volteó en la Sala.
- No entiendo Miguel ¿qué pasó? – dijo con una voz que nunca había
escuchado de él.
- Eso Mateo, eso. Me dicen que, al parecer, el asunto no está bien
encaminado.
- Pero se supone que tenías eso controlado. Eso me dijiste Miguel.
Realmente estoy muy mortificado y confundido con lo que me dices.
En el fondo toda esta situación me llevó a pensar a si, tal vez, era el
momento de pensar en el retiro. No sé si podía tomar esta derrota como un
signo, de extraño humor perverso, del destino. Retirarme luego de perder,
por primera vez un caso. Retirarme perdedor.
Ese tercer día en la tarde, entró la llamada de Diego y, por alguna extraña
razón, decidí contestar. Quizá por mantener contacto con la civilización.
- ¿Aló?
- ¿Miguel?
- Diego, compadre.
- ¿Qué te pasa? Nos tienes preocupados. Me han llamado varios
amigos comentándome de que te has perdido y que has abandonado
todo. Hace días que te quieren ubicar de tu oficina. Hasta tu
secretaria me ha llamado desesperada ¿qué te pasa? ¿te quieres
desaparecer?
- Bueno, más o menos es así.
- ¿Qué sucede? ¿quieres que nos veamos?
- Sabes que Diego, no te iba a contestar y no sé cómo esté mi estado
de ánimo en la próxima media hora. Hablemos por acá no más.
- Bueno, pero ¿qué te sucede? Cuéntame.
- No lo sé compadre. Simplemente ya no quiero seguir en lo mismo.
- ¿A qué te refieres?
- A todo, a este mundo mierda en el que vivo.
- Me estás asustando.
- No huevón no soy tan valiente como para hacer eso. Aunque sí
cobarde como para huir…no sé, no sé.
- Pero ¿qué ha pasado?
- Nada, no quiero entrar en detalles. Simplemente pienso y siento que
ya me quiero ir de toda esta mierda.
- Quizá si eres un poco más específico pueda ayudarte.
- De mi profesión Diego, de eso te hablo.
- Ahhhh.