Está en la página 1de 4

Consuelo Tomás F.

El expediente

L a primera vez que fue al Centro de Salud, el intruso era apenas un granito. Un punto
rojo en el centro de su muslo que dolía y supuraba un agua verde. Pensó que se
trataba de algún bicho que había logrado hincarle el aguijón y dejarle de paso algún
huevo, de recuerdo, por andar merodeando por allí, por sus territorios mínimos.
Había dudado mucho antes de decidirse por ir al médico. Con los remedios caseros
que usaba desde chico, había intentado curarlo porque, aunque era apenas un punto
rojo, le dolía.
Primero, intentó un emplasto con hojas de eucalipto. Como esto no resultó, buscó una
piedra calentada bajo el sol que le quemó la piel, pero no logró vencer al intruso. Aplicó
barro rojo, sábila, romero. Por último, buscó un zapato viejo, le arrancó la suela, la
hirvió en agua y se bebió la infusión de un solo sorbo, lo que le provocó una diarrea de
tres días.
Probó el remedio de la indiferencia. No hacerle caso a la dolencia a veces conjuraba el
mal. Pero el intruso crecía, apenas un punto rojo que picaba y dolía, se había prendido
de su piel y se negaba a abandonarlo. Una leve cojera empezaba a delatar el efecto del
intruso.
Alguien le había dicho que eso del Centro de Salud no servía para nada. Que lo único
que hacían era darte menjurjes con sabor amargo y sacarte la plata. Pero el intruso
crecía cada día y ya le estaba siendo difícil ponerse el pantalón.
Llegó al centro y se detuvo en la entrada, perplejo. No sabía leer y no tenía la más
mínima idea de qué hacer o a quién preguntar. Nunca había ido a un centro de atención
médica, por miedo a las inyecciones, o a que le sacaran algo. Dejarse meter cuchillo era
lo último que permitiría a nadie en la vida, había dicho alguna vez
en una de esas borracheras con las que ahogaba el cansancio de la semana y la frustración
de la escasa paga. Entre su gente, existía además la creencia que todo aquel que muere
incompleto, está destinado a vagar buscando el pedazo que le quitaron. Buscando la
totalidad con la que se vino al mundo.
Vio una mujer vestida de blanco con un extraño sombrerito en la cabeza, parecido al
que usan las del ejército de salvación y supuso que podría preguntarle.
-Vaya a esa ventanilla y muestre su cédula para que le localicen el expediente.
Era la primera vez que escuchaba esa palabra y estaba lejos de saber lo que
significaba. Pensó que era un nombre un poco raro para una enfermedad.
- Déme su cédula - exigió la mujer sentada en la ventanilla, mientras revisaba
papeles y formularios.
- No, mire, es que tengo un punto rojo aquí en el...
-Yo no soy el médico - interrumpió de mala manera la mujer-. Déme su cédula para
buscarle su expediente y darle la cita replicó y lo miró con dureza.
-Es que yo..., no tengo - titubeo apenado mientras bajaba la cabeza.
--¡Cómo que no tiene cédula! Entonces no se le puede atender.
– Pero es que yo..., nunca... - intentó una explicación, pero en ese instante la mujer
exigía al próximo en la cola el documento.
Salió de la fila desconcertado y buscó con la vista a la mujer que lo había mandado a la
ventanilla. Mientras la buscaba observó en el pasillo los enfermos regados en el piso,
los niños que llora ban en la sala de espera, los letreros en las paredes, que no
podía leer, uno que otro médico con un aparato extraño colgado del cuello y la bata sucia.
De repente la puerta de uno u otro consultorio se abría, y atisbando hacia su interior,
lograba ver un pedazo de camilla, algún frasco en un escritorio, o algún paciente con cara
de dolor.
No pudo encontrar a la mujer del extraño sombrerito, y el dolor de su pierna, allí donde el
bulto crecía, se fue haciendo más presente. La cojera involuntaria se pronunciaba a
medida que avanzaba su búsqueda de alguna solución que justificara su
presencia en ese lugar, que ya empezaba a parecerle feo y a olerle a muerte

Miró hacia un rincón en el que había un médico joven, hablando con una mujer
que también tenía el extraño sombrero y se dirigió cojeando hacia allá. El mal
humor se le había empezado a colar en el ánimo. No estaba acostumbrado a este
tipo de situaciones.
-¿Usted es el doctor? - le preguntó ignorando a la mujer.
-Eso creo, ¿por qué? - contestó el médico mientras aseguraba algo en el bolsillo
derecho de su bata.
--Es que yo tengo un grano aquí que me duele mucho - dijo señalando el punto de
su pierna que crecía abultando la tela en ese punto.
- ¿Ya le hicieron su cita? -Es que no me han hecho nada y esto ya me duele mucho... -
Pero es que usted tiene que ir a la ventanilla para que...
- Mire señor, ya yo fui a esa ventanilla y la señora esa me trató como si yo fuera una
mierdita de gallina. - Hablaba visiblemente contrariado, un enojo que el dolor de su
pierna alimentaba.
- Cálmese señor, yo sólo le estoy diciendo lo que tiene que hacer. Esas son las reglas
aquí. - El médico se tocaba el bolsillo derecho de la bata, nervioso. La mujer intentó
controlar la situación.
- Venga conmigo señor, vamos a sacarle la cita.
Con la esperanza de que por fin pudiera resolver el dolor de su pierna, que ya se
estaba haciendo insoportable siguió, dócil, a la enfermera. La pierna empezaba a
pesarle como un saco de piedras y más que cojear la arrastraba.
Nuevamente en la ventanilla, la enfermera inquirió a la mujer sobre el expediente. La
de la ventanilla, le explicó «el paciente no tiene cédula, y por lo tanto tampoco tiene
expediente».
La enfermera dio instrucciones para que le hicieran la cita y le abrieran un
expediente al señor. Lo pasaron a una oficina donde le hicieron preguntas, la
mayoría de las cuales no pudo contestar. El dolor inundaba todas las fibras de su
cuerpo y un cansancio infinito se le colaba en la sien.
Lo dejaron sentado casi una hora mientras la mujer con el expediente daba vueltas
por todo el Centro de Salud. Cuando regresó, estaba casi desmayado en la silla.
Al despertar, se encontraba en una camilla y alguien lo cegaba con una linterna.
- ¿Desde cuándo tiene ese tumor en la pierna? - preguntó una voz que no
identificaba.
-Tres meses.
Recordó el día en que había ido a montear. Todo un día estuvo con el machete en
la mano. Había hecho sol, había llovido, había hecho sol. Fue una jornada larga. El
intruso apareció como a los tres días. Un puntito rojo. Nada importante, había
pensado. Un poco de alcohol, o Bay Rum. Seguro era una coloradilla.
En la semiinconsciencia, escuchó que la voz balbuceaba algo indescifrable y percibió
que movía la cabeza en sentido negativo. Lo sintió trabajar allí en el lugar de su
pierna. A veces le llegaba una sensación de calor, a veces de frío. Comenzó a
temblar y a sudar. Sintió sed, pero no se atrevió a pedir agua. Escuchó que las
voces, que cada vez se le alejaban más, gritaban y movían cosas. Alguien le
agarraba la muñeca derecha. Sintió a su alrededor la presencia multiplicada. Lo
revisaban, lo hurgaban, lo movían de un lado a otro. Ya no sentía la pierna y el
dolor se había ido, pero el cuerpo era apenas una sensación gelatinosa que no
respondía a su voluntad de incorporarse y mucho menos de irse a casa.
i Ahora, río arriba, la lancha a motor avanza con un ruido sordo y monótono. De vez
en cuando abre los ojos y alcanza a ver un pedazo del cielo que amenaza
lluvia, trozos de los árboles de la orilla . Como en un eco, las voces hacen
saltar palabras en sus oídos. Palabras que no reconoce, palabras como
expediente, gangrena, como amputación. La pierna ya no duele, y él, antes de
cerrar los ojos, sueña que regresa a casa.
Tomado de: Consuelo Tomás Fitzgerald. Inauguración de La Fe.
Panamá: Editorial Mariano Arosemena, INAC, 1995.

También podría gustarte