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El muerto estaba allí. No podía quedarme más tiempo mirándolo, tenía que estar en
la oficina a las siete de la mañana. Cinco minutos de retraso bastaban para ser
despedido y reemplazado por el portero de la compañía. Me paré de la cama, corrí
las cortinas y abrí las ventanas. Me bañé. Luego me senté a desayunar mientras
miraba el reloj, indiferente y severo. Desde el comedor, volteando un poco la cabeza,
alcanzaba a ver el muerto. Ahí seguía, tranquilo. Terminé y cerré las ventanas. Me
paré al lado de la cama, lo miré, lo miré más de cerca y pensé qué hacer. ¿Dar aviso
a la policía? No. Llamarla implicaba esperar, y no tenía tiempo. Además, sería una
situación inquisidora: cómo sucedió, a qué hora, qué relación tenía con la víctima
(sospecharían un asesinato, claro), acompáñenos. No podía perder mi trabajo. Se me
ocurrió llamar a la empresa y decir que estaba enfermo, o que había tenido un
problema en la casa, un tubo roto, por ejemplo, o que mientras sacaba la basura las
llaves se quedaron adentro, o un retraso del transporte. No me convencí por ninguna.
Todas esas situaciones, aunque cotidianas, no justificarían un retraso. Las llegadas
tarde por “cuestiones ajenas” sólo están reservadas para los altos cargos, o para los
amigos de mi jefe. Quince para la siete. Debía irme rápido. Dejar el muerto o
llevármelo. ¿A dónde? Sin tocarlo, lo tapé con una sábana. Salí.
Mientras caminaba, sentía que todos me miraban como si supiesen algo, como si en
la frente llevara marcado el hierro de la culpa. Llegué, y el muerto seguía en la cama.
No sé por qué guardaba la vaga esperanza de no encontrarlo; esperaba que tal vez se
marchara; pensé que de la misma inexplicable manera que apareció iba a
desaparecer. Le quité la sábana. Aunque igual de pálido, la carne estaba un poco
seca, pero no olía mal. Lo moví. Revisé sus bolsillos sin encontrar pistas. Cogí sus
manos, algo frías y entrañables, pero no daban ningún indicio. Las manos delatan el
oficio, decía mi padre. Las del muerto parecían las de un empleado de oficina,
limpias y frágiles. No había manera de saber su nombre, entonces me pareció
importante saber de qué murió.
No podía quedarse más tiempo en mi cama. ¿Cómo decírselo? Nadie tiene la culpa
de ir a parar muerto en la cama de otro. Seguía sin resolver cómo deshacerme de él.
Deshacer es una palabra brusca, más bien qué haría con él. La basura era un destino
deplorable y poco respetuoso; además, tendría que cortarlo en trozos para meterlo en
bolsas pequeñas que no llamaran la atención, y para eso no tengo estómago. Pensé
llamar a un amigo, abogado, pero sospeché que me recomendaría, según su “criterio
profesional”, comentar el asunto con la policía, cosa que yo no aceptaría, porque
nadie creería que un muerto amaneció a mi lado y, peor aún, que seguía durmiendo
con él. Me juzgarían por llevar un muerto encima.
Resignado, preferí esperar al otro día a ver qué pasaba. Amaneció y nada pasó,
estaba ahí. Al principio, dormir con él fue un tanto incómodo, no por el espacio de la
cama, sino por saber que a mí lado estaba un tipo, muerto. En ocasiones me giraba y
mis rodillas sentían su espalda fría, y le tocaba el hombro, como excusándome. Hubo
noches en que me despertaba y las ventanas estaban abiertas, entonces lo cobijaba
para que no sintiera el viento helado. Cada vez estaba más seco y la ropa que tenía
puesta, ya andrajosa, le daba mal aspecto. Me conmovía verlo así, aunque nada podía
hacer. Empecé a cortarle las uñas y a quitarle de la almohada el pelo que se le iba
cayendo. Las jornadas del trabajo empezaron a hacerse eternas. La ansiedad por
llegar a casa y saludarlo demoraba el tiempo en la oficina y entraba en desespero. Ya
no caminaba, tomaba el autobús para llegar rápido. También le puse un nombre.
Cuando amanecía de buen humor —yo, por supuesto— le decía: “Levántese,
Cántelvi, se nos hace tarde”; me reía y bromeaba diciéndole: “Qué afortunado,
Cántelvi, usted no va a la oficina. Amanecer y correr al trabajo dejó de ser tedioso.
Mi actitud, decían los compañeros, y hasta mi jefe, había cambiado notablemente.
Así sucedían mis días, entre la oficina y él. Me apuraba por llegar a casa y contarle
todos los detalles de la jornada. “Usted es un tipo con mucha suerte, Cántelvi”, le
decía, “porque no tiene que aguantarse las conversaciones en los almuerzos; no tiene
que escuchar las quejas de las esposas insatisfechas y los consejos de cómo tratar a
sus maridos; tampoco tener que opinar sobre situaciones repugnantes; y mucho
menos sufrir un jefe que sugiere amar el trabajo como a sí mismo”. Su silencio,
como respuesta, me bastaba.