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Wa0012.
Wa0012.
Adela Fernández
Mi abuelo era paragüero, el más viejo y famoso en su oficio. Nadie ha podido igualar su
destreza y la calidad de su trabajo al que se dedicó casi todo el tiempo, incluso dejó de
dormir para entregarse de lleno a su obsesionante faena.
En los meses de febrero y marzo el viejo se debatía en una cruenta batalla contra los
ventarrones. Las sedas negras, inmensas mariposas de mal presagio, se levantaban
movilizándose por toda la estancia. Volátiles subían y bajaban, de aquí para allá,
perseguidas por los gritos y las manos del ansiando obrero. Cuando esto sucedía me
gustaba espiarlo, porque las imágenes me recordaban los cuentos de mi abuela que
decía que durante las tormentas las velas de los barcos se vuelven negras y fúnebres.
Los lienzos al aire me hacían pensar en aquellos veleros de sus relatos, oscurantados
por la cerrazón de las tempestades, debatiéndose en altamar. Mi abuelo, relacionado
con esas metáforas, me parecía un eterno náufrago.
En una ocasión marzo fue más violento que nunca, trajo consigo toda la reciedumbre
de las galernas y ni siquiera tuvo misericordia de las ánimas en pena, aferradas a la
tierra para llorar sus culpas y lamentaciones. El viento retozó con los siete espectros
revolcándolos en el espacio y les dijo que las voces de los muertos deben buscar su cielo
o su infierno. Cuatro de las ánimas vagarosas fueron ardidas por las llamas de los cirios;
quizá cayeron al averno o lograron su purificación. A partir de entonces mi abuelo tuvo
que trabajar sólo con la luz de tres cirios cuidados por las ánimas que se escaparon de
los vientos y llamas para seguir apegadas a los quehaceres terrenos.
Desde la azotea sólo son visibles los paraguas. Mi pueblo no parece habitado por gente
sino por murciélagos que avanzan lentos por las calles, y es que las sedas son tan finas
como las alas de estos animales. Yo las he tocado y en verdad son muy suaves y
delicadas. Los paraguas parecen ser alas de murciélago en perfectas geometrías
circulares.
Aquí, casi toda la gente es ciega o tuerta, porque con tantos paraguas los ojos se quedan
ensartados en los picos de éstos. Algunos son de cinco y otros de siete o nueve puntas.
Hay personas que se sienten muy felices porque de cada una cuelga un ojo. Aquí nadie
ve con sus propios ojos sino con los que traen engarzados en los quitalluvias. Por eso
nunca mueven la cabeza, no tienen necesidad de voltear y bien saben lo que hay tras de
ellos o a los costados. Incluso algunos, al igual que si tuvieran radar, retroceden de
espaldas o caminan lateralmente. También por esto se parecen a los murciélagos,
avanzan sin chocar, pero en agosto con las lluvias, se apresuran tanto que se sacan los
ojos. Diciembre es el mes en que se consiguen las castañas, y en agosto los ojos.
Hace tres noches vi salir por el ventanal a las tres ánimas en pena. Poco después se
apagaron los cirios. Mi abuelo no repeló de la oscuridad como era su costumbre. Subí y
lo encontré muerto, lleno de viento, enredado en sedas negras. Su íntimo trabajo fue un
inmenso paraguas en el que mi abuela puso su cadáver y lo lanzó al mar, carabela de la
muerte, navío póstumo. Con voz solitaria y dolorosa me dijo que así se lo había pedido
porque él siempre deseó ser navegante, pero la tarea de los paraguas lo apartó de su
sueño.
La ceremonia fue de noche mientras soplaba un leve vientecillo proveniente del sur. La
abuela ordenó que los tres nietos ensartáramos nuestros ojos en el sepulcral paraguas
con el fin de que el muerto no fuera a la deriva. Obedecimos, y debiendo cubrir los
cuatro puntos cardinales, ella que también era tuerta, dio su ojo y lo engarzó en el lado
norte para orientarlo hacia la dirección de las cuarenta islas. El viejo siempre deseó
viajar por el archipiélago.
Aquel paraguas, goleta de quién sabe cuántos sufrimientos, se fue navegando nostalgia
adentro de la muerte.