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Me fascina el poder de invocación de las palabras. Decir, por ejemplo “no hay una tetera
sobre la mesa”, y sin embargo forzar así a la gran mayoría de este auditorio, no solo a elegir
una tetera, sino a hacer el esfuerzo, casi imposible, de tener que hacerla desaparecer. Así de
peligrosa es la imaginación, así de poderosa.
Imaginen que están en la playa con mamá y papá. ¿Qué ven? ¿Que edad tienen? ¿Qué
objetos los rodea? ¿En qué momento del día están? ¿Qué están haciendo? Hace tiempo que
pienso alrededor de este ejercicio simple, voy probándolo en talleres y seminarios de
escritura creativa. Al principio, hacíamos este ejercicio en voz alta: los participantes
levantaban la mano y contestaban uno a uno estas preguntas. Enseguida me di cuenta de
que lo que descubrían los asustaba, los intimidaba tanto que algunos empezaban a mentir, y
en cuanto entendían lo que estaba ocurriendo cambiaban sus resultados. Así que para
capturar sus primeras impresiones sin que luego las tergiversen, ahora pido que en lugar de
decir lo que ven, se tomen un minuto y lo dibujen. Cuando vemos los dibujos, ya no hay
tiempo para cambiar de opinión. La inmensa mayoría -a veces incluso todos los
participantes-, dibuja una línea para dividir el mar de la arena, con unas olas del lado del mar
y un sol arriba. Se dibujan pequeños, como si tuvieran entre 4 y 10 años, dibujan sombrillas y
pelotas. Todos los que dibujan baldes, dibujan al lado una pala. Más de la mitad arriesga
alguna toalla en el piso o incluso alguna nube. Y a todos los asusta el resultado, casi diría
que los paraliza. Igual que en las mejores historias, por un momento se quedan
suspendidos.
Samanta Schweblin abrió el Foro del fomento al libro y la lectura de Chaco que organiza la Fundación Mempo
Giardinelli. (Télam)
La literatura sucede en un tiempo determinado, como por ejemplo, lo que tardo en decir una
oración. Durante ese tiempo cada palabra tiene un impacto preciso en la cabeza y en el
cuerpo del lector. Sucede al ritmo de un baile de a dos: un paso el escritor, un paso el lector.
Y la principal regla del baile es la misma que en la escritura: se baila de a dos, pero sin
pisarse.
Si yo escribo: “Estoy en la playa con mamá y papá”, y ese es mi primer paso, el lector va a dar
el segundo paso invocando todo lo que hemos estado dibujando sobre el papel. No está mal
ese “lugar común” hacia el que tendemos, es parte de la fuerza inicial que invoca la
imaginación. El escritor induce un movimiento previendo no solo lo que se leerá sobre el
papel, sino también, sobre todo, intuyendo el gesto que provocará en el lector. Forma parte
del baile, es cuando el lector hace su movimiento, y siente que el escritor lo acompaña -y
no a la inversa-, cuando ocurre la magia de la imaginación y la lectura.
Si a continuación de “estoy en la playa con mamá y papá”, el escritor escribe “el sol está muy
fuerte y trajimos sombrilla”, entonces acabo de pisar al lector. No digo que esté mal, puede
surgir un gran cuento de esta combinación, no hablo de sentido ni de argumentos. Lo que
quiero marcar es algo más sutil, pero que creo poderosísimo. Lo llamo “resistencia”.
Ahora voy a cambiar la segunda parte de la frase. No va a pasar nada espectacular, o sí, pero
no en la frase: presten atención a lo que pasa en sus cabezas y en sus cuerpos; esta vez,
préstense la atención a ustedes.
“Estoy en la playa con mamá y papá. Es de noche, está nevando, papá acaba de cumplir sus
ochenta”.
Eso que sintieron, esa resistencia, es el roce entre la tendencia que cualquier texto genera
en nuestras cabezas, y algo nuevo que se impone. Para imponer eso nuevo, el escritor
cuenta con su propio lugar común, que es muy parecido al nuestro, pero luego toma
distancia avanzando un poco más allá. Pisa cerca del lector, pero no exactamente donde
hubiéramos esperado. Avanzan juntos en la tendencia, en la intuición de hacia adónde van,
pero no es el movimiento ni de uno ni de otro, sino el resultado de esa resistencia.
–¿Cómo usan los baños públicos? –les pregunté una vez a mis alumnos.
Digamos que están parados frente a los cubículos: tres a la izquierda, tres a la derecha,
quieren un baño limpio, como todo el mundo, ¿cual eligen? Nos detuvimos a pensarlo.
Descartamos los dos que tenían la traba rota, descartamos el que no tenía luz, el que no
tenía papel, el que tenía el piso sospechosamente mojado, y elegimos el que quedaba. Es
decir que ese baño que estamos usando, es el baño que probablemente hayan elegido
todos los estudiantes durante todo el día, y el que se seguirá usando el resto del día, es decir,
el baño más sucio. Probablemente, el baño sin luz ni papel y con la traba rota, esté
impecable desde el día anterior.
Un día sonó el teléfono de mi casa, atendí, y era Abelardo Castillo. Yo lo había leído, pero
nunca lo había visto en persona y hasta donde yo sabía, Abelardo Castillo no solo no tenía mi
número de teléfono, sino que no tenía ni la más remota idea de mi existencia, por supuesto.
Pero llamó, y yo atendí, y él preguntó ¿Samanta? Y yo creo que algo ya intuí en esa voz tan
fuerte que él tenía, pero entonces dijo su nombre y yo me puse a temblar. Temblaba y
pensaba, ¿qué es esto? ¿Qué está pasando? ¿Cómo es posible?
Era demasiado joven para saber que esas serían mis tres preguntas clave, que todo lo que
escribo y todo lo que leo, lo escribo y lo leo para llegar a ese estado prácticamente de gracia,
en el que, justamente porque es tan claro que no tengo las respuestas, lo único que me
queda es hacerme preguntas, pero preguntas como corresponde: abiertas, con
desesperación vital, y con la divina esperanza de que algo de todo lo que se me está
escapando en ese momento, de pronto, entre el entramado de las palabras podría serme
revelado.
Castillo dijo, solamente, tres palabras: “Samanta... Soy Abelardo”. Dos nombres y un verbo.
Tres palabras le bastaron para activar en mi la magia del vilo. Así de bien escribía. Yo en
cambio abrí la boca para decir obviedades: “¿Abelardo? ¿Abelardo Castillo?”. Él tuvo la
paciencia del maestro, hizo un silencio y luego su jugada magistral: dos palabras que no voy
a olvidarme en mi vida. Tendrían que haber estado ahí, sosteniendo el teléfono en medio del
living de sus casas, con veintipico de años y la voz de este señor metida en la oreja, para
escucharlo decir: “¿Estás nerviosa?”.
Como se imaginarán, pensé en esta pregunta de Castillo por días y semanas y años. ¿Qué
me estaba preguntando realmente? ¿Había llamado solo para saber eso? ¿De verdad le
importaba? Supuse la respuesta fácil: yo presentaba mi primer libro dos horas más tarde, y
le había confesado a mi querida maestra Liliana Heker -que era a su vez una de las grandes
amistades de Castillo-, mi absoluto terror de hablar en público. Esta suerte de respuesta
calmaba las preguntas más urgentes. Pero yo sabía, por el tono de Castillo, que su pregunta
era más amplia y poderosa.
Yo quería decirle lo que sigo queriendo decir cada vez que hablo en público: que escribo
para esconderme y que las historias nos protegen, que puedo escribir un cuento, pero
hablar en público implica arriesgar una verdad más cruda, demasiuado cercana. Quería
decirle todo eso, sí, pero no dije nada, y Abelardo Castillo, que sabía cómo se escribe, leyó en
sí mismo mi propio lugar común, y contestó:
Les cuento una historia. La primera vez que la escuché me la contó un catedrático de la
Universidad de Aarhus, la ciudad más cercana al bosque donde sucedió esto. Y una
aclaración, lo que estoy contando pasó de verdad. Lo advierto porque pronto van a inclinar
la cabeza con incredulidad, pero todo esto es googleable. Fue hace siete años atrás, en una
suerte de “casa fantasma” para adultos perdida en la costa este de Dinamarca. Una pareja
deja su coche en el estacionamiento y se dispone a bajar. Son de Copenhague. Están
cerrando el coche cuando otra pareja estaciona cerca, baja, y los saluda en inglés, porque
son turistas australianos. Los daneses hacen un chiste, los australianos se ríen, y aunque
acaban de conocerse ya cruzan juntos los jardines hacia la casona, burlándose entre sí por la
tontería infantil de desperdiciar un sábado y un montón de dinero en algo que debieron
haber hecho veinte años atrás.
Tensión es atención. Si sigo jugando con palabras, sin avanzar en la historia, pronto voy a
perderlos, pero antes, por algunos segundos, seguirán atentos a la posibilidad de entender
qué pasa nalmente con los australianos. ¿Es una atención sonsa? ¿Es que nos atomiza el
monstruo, la violencia, el top ten net ixiano? Quizá, si el monstruo se presenta en sus
formas más obvias. Pero no es de esto de lo que estoy hablando. Lo que quiero pensar es lo
que pasa antes del monstruo. Otra vez, quiero pensar en el lector, en qué es lo que les pasa a
ustedes, suspendidos en el sótano de esa casona de un bosque danés.
Simone Weil decía que la atención absoluta, sin mezcla, es oración. Cada vez que
prestamos verdadera atención, destruimos una parte del mal que hay en nosotros. Creo que
hay algo de esto cuando el lector queda en vilo, aún sin reaccionar. En esas milésimas de
segundo de atención casi atávica, justo antes de la aparición del monstruo, no hay pistas.
¿Qué es esto? ¿Cómo es posible? ¿Qué está pasando? Incluso intuyendo el peligro, no
queremos defendernos, queremos preguntar. Por eso es una atención abierta, porosa.
Desnudos de todos nuestros prejuicios, estamos desesperados por entender. Por eso
hay una parte del mal que muere en nosotros.
De pronto la australiana se detiene, cree haber escuchado algo. El lugar parece chico, pero
es más largo de lo que aparenta. Se alejan un poco pero por alguna razón, al nal, los
daneses no quieren dar ni un paso más, están asustados, quieren volver. La australiana los
frena, paren, dice, esperen, porque está segura de haber escuchado algo raro. Gemidos,
alguien haciendo gemidos. Y entonces todo pasa muy rápido. Detrás de una ancha columna
descubren una jaula. Dentro hay dos adolescentes, amordazadas. Lo que están escuchando.
Dos chicas de la edad que podrían tener sus hijas. ¿Por qué estas cosas pasan siempre en
los países nórdicos?
Antes de entregar cualquier información, me dijo una vez mi maestra Liliana Heker, hay que
hacer que el lector se haga la pregunta. No importa cuántas veces digas lo que sea que
quieras decir, si no lográs que antes, el propio lector, se haga la pregunta, la magia no
funciona. La pregunta es una sensación. ¿Qué es esto? ¿Qué está pasando? ¿Cómo es
posible? El descubrimiento de parte del lector de que, con la información que tiene, no
puede anticipar lo que sigue.
La jaula es chica y baja, pero sólida. Los cuatro intentan abrirla al mismo tiempo. La
australiana tiene tal ataque de furia, sacude los barrotes con tanta fuerza, que grita. Están
haciendo mucho ruido. Entonces oyen un portazo, giran, y ven a un hombre cerca,
demasiado cerca. Tira hacia abajo de un cable y un ruido mecánico los confunde por un
segundo. Es como en la pesadilla de La matanza de Texas, el hombre tiene una sierra
eléctrica y lo que pasa a continuación sucede así de rápido: da dos pasos hacia ellos y en el
terror todos retroceden, todos menos la australiana, a la que el hombre le corta de cuajo un
brazo, sin siquiera parpadear, y todavía se pone peor. Porque, como ya adelanté, los
australianos no sobreviven.
El catedrático que me cuenta esta historia se llama Mathias Clasen, y lleva hace años una
investigación sobre el impacto físico y mental del miedo en el ser humano. Su estudio
estima, por ejemplo, que ahora mismo un 54% de este auditorio está en vilo en el asiento, no
solo “esperando” lo peor, sino algo todavía más interesante, “deseándolo”. Un 29% está
angustiado, porque hubiera preferido no escuchar lo que acaba de escuchar, o le parece de
mal gusto, o “innecesario”. Y hay un 17% al que le da más o menos igual, y para copiarle el
chiste a Clasen, ese 17% no es tan importante, porque corresponde obviamente al tipo de
personas que, en las películas de terror, mueren en los primeros cinco minutos.
A ese interesantísimo impulso de “desear lo peor”, Clasen lo llama “la paradoja del horror”.
Se ve claramente en esos libros de terror con la contratapa llena de frases tipo “este libro te
dará pesadillas”, o “no podrás ni terminarlo”, o “te dejará marcado para siempre”, lo que
irónicamente sería garantía de que no podremos parar de leer, y de que ése es exactamente
el tipo de sensación que nos gustaría “disfrutar”.
Esta “paradoja del horror” disparó en el equipo de Clasen un estudio exhaustivo sobre el
impacto del horror en el cuerpo. Junto con médicos y cientí cos, lograron contabilizar el
impacto psicológico y siológico que dispara una escena de horror, y descubrieron que, si
experimentar algo terrorí co en la vida real, provocaba una reacción de terror del 100%,
entonces la exposición ccional, ya sea por una película, un video juego, o un libro, era casi
del 90%. Es decir que el impacto, a nivel físico y emocional, es casi similar. Pero ¿por qué
hablar de algo tan acotado como el impacto del terror en el cuerpo del lector, cuando lo que
quiero entender es cómo funciona la imaginación del lector cuando leemos?
Mathias Clasen y su equipo estudiaron el impacto del horror en el cuerpo de las personas.
Se cree que esta pulsión que tenemos de exponernos al horror, en el contexto seguro de la
cción, tiene que ver con una necesidad siológica de “calibración del sistema”. Como esa
vez al año en la que llevamos el coche al taller mecánico. No hay nada puntual que necesite
ser reparado, pero si el momento llega, y necesitamos clavar los frenos, más vale que
funcionen.
Va otra historia para Castillo. En la Segunda Guerra Mundial, mi abuelo paterno formaba
parte de un batallón de la milicia francesa. Tenía diecisiete años y era parte del grupo de
avanzada. Su trabajo era levantarse antes del amanecer, agarrar una bicicleta y cruzar con
ella la noche hasta las cercanías del enemigo. Entonces escondía la bicicleta y seguía
avanzando a pie, para asegurarse de hacer el menor ruido posible. Su misión era acercarse
tanto como pudiera a los campamentos enemigos, entrar incluso a ellos, y escuchar. Su
misión era escuchar. Una sola palabra, un lugar, una fecha, podía salvar pueblos enteros. El
problema, claro, era que gran parte de esos soldados de avanzada obtenían la información
que buscaban, pero luego no lograban regresar vivos para contarla.
¿Y si ese movimiento de avanzada, ese ir hacia el enemigo para regresar con información
vital, fuera el mismo movimiento que ensayamos cuando leemos cción? ¿Y si de eso se
tratara el acto de la lectura?
Imagínense por un momento, la ventaja abismal de contar con un dispositivo que permitiera
ensayar esos movimientos, capaz de recrear un espacio seguro donde pudiéramos dejarnos
herir, golpearnos contra todo, sin importar cuántas vidas perdamos en el camino, y del
pudiéramos regresar a casa ilesos, con toda esa experiencia vital confrontada,
experimentada. Si pudiéramos ser soldados de avanzada pero, a diferencia de muchos de
los amigos de mi abuelo, lográramos regresar a casa vivos e ilesos y con esa información
vital que podría cambiar nuestras decisiones, nuestra manera de ver el mundo o incluso
nuestra manera de entendernos.
¿Y si de eso se tratara el acto de leer cción? ¿No sería entonces el acto de la lectura, ese
baile entre dos, una de las herramientas tecnológicas mas potentes que tenemos?
Y otro desencanto: mi abuelo nunca fue parte de la avanzada francesa, fue una historia que
inventó para no tener que contarnos otra todavía más dura, que había decidido olvidar.
Como dice John Coetzee, las historias que nos contamos podrían no ser ciertas, pero son
todo lo que tenemos. Y como aprendí de Castillo y de Heker, incluso las sensaciones e ideas
más complejas pueden sostenerse en el aire durante un buen tiempo, siempre y cuando
estemos conectados por la imaginación y el poder narrativo de las palabras.
Leer es algo que hacés con el otro, es de a dos, pero todo pasa en tu cabeza.
Mientras el avión está en el aire, podés practicar ser, pensar y entender todo lo que quieras y
necesites. No importa cuánto riesgo tomes, ni cuanto te duela, ni cuanto te rompas, cuando
aterrices, vas a estar bien.
—Pero eso debe salir una fortuna —cantado que pregunta el marciano.
—Pero eso debe contaminar una barbaridad —porque es joven, y viene del futuro.
—Casi nada.
—¿Y decís que es así, como que te calibra todo por dentro?
—Mira el cacho de nave espacial que tengo, y en mi vida había escuchado una cosa así.
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