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El Cid en las fuentes árabes

Autor: Alberto Montanes Frutos, Catedrático de la Universidad de Zaragoza.

Quizá resulte paradójico, pero los textos más antiguos sobre la figura de Rodrigo
el Campeador son los árabes, que (nueva paradoja) nunca se refieren a él
mediante el título de Sídi en la veintena de obras en que se lo menciona. Nada de
ello debe extrañar. En la Península Ibérica, durante la Alta Edad Media, la literatura
se cultivaba mucho más en árabe que en latín o en las lenguas romances.
Particularmente, el siglo XI es uno de sus períodos más florecientes en Alandalús,
tanto en su vertiente poética como histórica.

Por lo que hace al tratamiento de Sídi, dos razones explican su ausencia de los
textos árabes: que era un término tradicionalmente reservado a los gobernantes
musulmanes y que las referencias al Cid en ellos son ante todo negativas. Pese a
reconocer alguna de sus grandes cualidades, el Campeador era para ellos un
tagiya «tirano», la‘in «maldito» e incluso kalb ala‘du «perro enemigo», y si escriben
sobre él es por el gran impacto que causó en su momento la pérdida de Valencia.
En tales circunstancias, ya es asombroso que Ben Bassam en la tercera parte de
su Dajira o Tesoro (escrita hacia 1110) dijese de él que «era este infortunio [es
decir, Rodrigo] en su época, por la práctica de la destreza, por la suma de su
resolución y por el extremo de su intrepidez, uno de los grandes prodigios de
Dios», si bien «prodigio» aquí no se toma del todo en buena parte. Este autor es
uno de los que se ocupan en árabe más extensamente del Cid, de quien refiere
varias anécdotas transmitidas por testigos presenciales.
A esta última categoría pertenecen los autores de las obras más antiguas sobre el
Campeador, hoy conocidas sólo por vías indirectas: la Elegía de Valencia del
alfaquí y poeta Alwaqqashí (muerto en 1096), compuesta durante la fase más dura
del cerco de la ciudad (seguramente a principios de 1094), el Manifiesto elocuente
sobre el infausto incidente, una historia del dominio del Campeador escrita entre
1094 y 1107 por el escritor valenciano Ben Alqama (1037-1115) y otra obra sobre
el mismo tema, cuyo título desconocemos, de Ben Alfaray, visir del rey Alqadir de
Valencia en vísperas de la conquista cidiana. Estas dos obras, citadas o resumidas
por diversos autores posteriores, son la base de casi todas las referencias árabes
al Cid, que llegan hasta el siglo XVII.

El Cid en las fuentes cristianas. Los textos medievales


Mucho se ha especulado sobre la posible existencia de cantos noticieros sobre el
Campeador; se trataría de breves poemas que desde sus mismos días habrían
divulgado entre el pueblo, ávido de noticias, las hazañas del caballero burgalés. La
verdad es que ningún apoyo firme hay al respecto y lo único seguro es que los
textos cristianos más antiguos que tratan de Rodrigo son ya del siglo XII y están
en latín.

El primero, ya citado, es el Poema de Almería (1147-1148), que cuenta la conquista


de dicha ciudad por Alfonso VII y donde, a modo de inciso, se realiza una breve
alabanza de nuestro héroe según la cual, como se ha visto, se cantaba que nunca
había sido vencido. Esta alusión ha hecho pensar que por estas fechas ya existía
el Cantar de mio Cid o, al menos, un antepasado suyo, pero (tal y como he
explicado) tal expresión parece querer decir solamente “es fama que nunca fue
vencido”.
Frente a este aislado testimonio a mediados del siglo XII, a finales del mismo
asistimos a una auténtica eclosión de literatura cidiana. El detonante parece haber
sido la composición, hacia 1180 y quizá en La Rioja, de la Historia Roderici, una
biografía latina del Campeador en que se recogen y ordenan los datos disponibles
(seguramente a través de la historia oral) sobre la vida del héroe. Basada
parcialmente en ella, pero dando cabida a componentes mucho más legendarios
sobre la participación de Rodrigo en la batalla de Golpejera y en el cerco de
Zamora, está la Crónica Najerense, redactada en Nájera (como su propio nombre
indica) entre 1185 y 1194.
Muy poco después se compondría la primera obra en romance, el Linaje de Rodrigo
Díaz, un breve texto navarro que hacia 1094 ofrece una genealogía del héroe y un
resumen biográfico basado en la Historia y en la Crónica. También por esas fechas
y a partir de las mismas obras se compuso un poema latino que, en forma de
himno, destaca las principales batallas campales de Rodrigo, el Carmen
Campidoctoris.
Ya en pleno siglo XIII, los historiadores latinos Lucas de Tuy, en su Chronicon
mundi (1236), y Rodrigo Jiménez de Rada, en su Historia de rebus Hispanie (1243),
harán breves alusiones a las principales hazañas del Campeador, en particular la
conquista de Valencia, mientras que (ya en la segunda mitad del siglo) Juan Gil de
Zamora, en sus obras Liber illustrium personarum y De Preconiis Hispanie, dedicó
sendos capítulos a la vida de Rodrigo Díaz, y lo mismo hará, ya a principios del
siglo XIV, el obispo de Burgos Gonzalo de Hinojosa en sus Chronice ab origine
mundi.

Los cantares de gesta del ciclo cidiano


Los textos latinos dieron carta de naturaleza literaria al personaje del Cid, pero
serían las obras vernáculas las que lo consagrarían definitivamente, proyectándolo
hacia el futuro.

El núcleo fundacional de dicha producción lo forman los cantares de gesta del


ciclo cidiano. Se trata básicamente de tres poemas épicos (algunos con varias
versiones) que determinarán de ahí en adelante otros tantos bloques temáticos:
las Mocedades de Rodrigo, que cuentan una versión completamente ficticia de su
matrimonio con doña Jimena (tras haber matado en duelo a su padre) y sus
hazañas juveniles (que incluyen una invasión de Francia); el Cantar de Sancho II, en
el que se narra el cerco de Zamora y la muerte de don Sancho a manos de Vellido
Dolfos, y el Cantar de mio Cid.
El más antiguo y el principal es éste último, redactado hacia 1200, como ya se ha
visto; le siguen el Cantar de Sancho II, que se compuso seguramente en el siglo XIII
y se conoce sólo de forma indirecta, y las Mocedades de Rodrigo, que presentaron
una primera versión (hoy perdida) en torno a 1300 y otra (que sí ha llegado hasta
nosotros) de mediados del siglo XIV.
A ellos han de añadirse tres poemas breves, uno conservado, el Epitafio épico del
Cid (quizá hacia 1400), que es un breve texto en verso épico de catorce versos en
el que se resume la carrera heroica del Campeador, y dos perdidos y quizá algo
más largos, pero de existencia discutida: La muerte del rey Fernando (o La partición
de los reinos) y La jura en Santa Gadea, ambos posiblemente de finales del siglo
XIII y al parecer concebidos como puente entre los tres cantares extensos ya
citados, para crear una sólo y extensa biografía épica del Cid.

La Estoria de España y sus "descendientes"


Los poemas que acabamos de dar por perdidos en realidad no lo están del todo,
pues todos ellos se conservan en forma de relato en prosa. Esto ha sido posible
porque a finales del siglo XIII, cuando Alfonso X el Sabio planificó su Estoria de
España (hacia 1270), sus colaboradores decidieron incluir entre sus fuentes de
información versiones prosificadas de los principales cantares de gesta.
Gracias a ello hoy no sólo sabemos de su existencia y conocemos su argumento,
sino que nos han llegado íntegros algunos versos suyos, si bien es muy peligroso
ponerse a reconstruir los poemas a partir de las redacciones en prosa. La parte
relativa al Cid en la versión primitiva alfonsí de la Estoria de España no se ha
conservado, y es bastante probable que no alcanzase una redacción definitiva,
aunque al menos la parte previa a la conquista de Valencia se hallaba casi
concluida.
No obstante, se han conservado dos reelaboraciones posteriores que sí contienen
dicha parte. Una de ellas es la “versión crítica”, una revisión de la Estoria mandada
hacer por el propio Alfonso X al final de su reinado (hacia 1282-1284) y que se ha
perpetuado en la Crónica de Veinte Reyes. La otra es la “versión sanchina o
amplificada”, realizada bajo el reinado de Sancho IV y concluida en 1289, y bien
conocida gracias a la edición de Menéndez Pidal, bajo el título de Primera Crónica
General.
La tendencia a prosificar cantares de gesta se mantuvo en los historiógrafos que
siguieron el modelo de Alfonso X, por lo cual sus obras son denominadas crónicas
alfonsíes: la Crónica de Castilla (hacia 1300), la Traducción Gallega (poco
posterior), la Crónica de 1344 (redactada en portugués, traducida al castellano y
luego objeto de una segunda versión portuguesa hacia 1400), la Crónica Particular
del Cid (del siglo XV, publicada por vez primera en Burgos en 1512) y la Crónica
Ocampiana (publicada por Florián de Ocampo, cronista de Carlos V, en 1541).
Las dos versiones, crítica y sanchina, de la Estoria de España prosifican La muerte
del rey Fernando, el Cantar de Sancho II y el Cantar de mio Cid, a los cuales las
posteriores crónicas alfonsíes añaden La jura en Santa Gadea y la versión primitiva
de las Mocedades de Rodrigo. Por ejemplo, de esta última se han conservado casi
intactos algunos pares de versos, como: «E hízole caballero en esta guisa,
ciñéndole la espada / y diole paz en la boca, mas no le dio pescozada» (es decir,
que le dio el beso de paz, pero no el espaldarazo) o «que nunca se viese con ella
en yermo ni en poblado, / hasta que venciese cinco lides en campo».
La historia de Alfonso X y sus descendientes, además de emplear los poemas
épicos, se basaron en las obras latinas ya citadas de Lucas de Tuy y de Rodrigo
Jiménez de Rada, así como en la Historia Roderici y quizá en la Crónica Najerense,
pero también en el perdido tratado de Ben Alfaray y tradujeron la Elegía de
Valencia de Alwaqqashí, conservando así el recuerdo de otras dos obras cuya
versión original no se ha conservado. Emplearon además el Linaje de Rodrigo
Díaz y (salvo la versión crítica, seguida por la Crónica de Veinte Reyes) remataron
la completa biografía legendaria del Cid con materiales procedentes de las
tradiciones de tipo hagiográfico desarrolladas en torno a la tumba del Campeador
en San Pedro de Cardeña, como la célebre victoria del Cid después de muerto.
En general, se ha pensado que en dicho monasterio se redactó una Estoria del Cid,
señor que fue de Valencia, incorporada a las crónicas alfonsíes, que relataría de
forma bastante fantasiosa la parte final de la vida del Campeador, desde la
conquista de Valencia, mezclando datos procedentes del Cantar de mio Cid y de la
obra de Ben Alqama con las citadas leyendas monásticas sobre la muerte y el
entierro del héroe, muy influidas por el género de las vidas de santos.
Sin embargo, Cardeña no registra una actividad historiográfica de cierta
envergadura hasta el siglo XVII, cuando Fray Juan de Arévalo (muerto en 1633)
compone su inédita Crónica de los antiguos condes, reyes y señores de Castilla.
También se pone la Historia del Cid Ruy Díaz, por lo que resulta muy poco probable
que una obra como la Estoria del Cid, con su relativamente elaborada fusión de
fuentes, se produjese allí, o más probable es que los materiales legendarios
cardeñenses se sumasen en el propio taller alfonsí o sanchino a un texto que
combinaba el Cantar con la perdida obra de Ben Alfaray (no la de Ben Alqama) y
que la Estoria del Cid allí aludida no sea otra cosa que la propia sección cronística
dedicada a la vida del héroe. Del mismo modo, en la Crónica de Castilla, redactada
posiblemente en el entorno de Sancho IV, se deja sentir de nuevo el influjo de
otras tradiciones de Cardeña, sin que eso permita ligar su redacción directamente
al propio monasterio.
El romancero
Las crónicas alfonsíes fueron una de las grandes vías de transmisión de los temas
cidianos a la posteridad, sobre todo entre el público culto; la otra fue el
romancero. Los romances, cantados en las plazas, aprendidos de memoria por la
gente y transmitidos de generación en generación, tomaron el relevo de los
antiguos cantares de gesta a la hora de mantener viva la fama popular del Cid.

Una parte de estos romances se inspira más o menos directamente en los poemas
épicos y se compuso a finales de la Edad Media, por eso se llaman «romances
viejos»; los demás son creaciones más modernas, debidas a la renovada
popularidad del género a partir de mediados del siglo XVI, por lo que se denominan
«romances nuevos». Éstos, a su vez, pueden inspirarse en el relato de las crónicas,
dando lugar a los llamados «romances cronísticos», o bien ser tanto
reelaboraciones más libres de episodios presentes en las anteriores fuentes
cidianas como invenciones completamente originales, hablándose entonces de
«romances novelescos».

Estos poemas se compilaron en diversos romanceros, de los cuales destaca, por


centrarse sólo en nuestro héroe, el Romancero e historia del Cid, recopilada
por Juan de Escobar, que se imprimió por primera vez en Lisboa en 1605 y ha sido
reeditado muchísimas veces e incluso fue traducido al francés en 1842.

El Cid en la literatura del Siglo de Oro. La comedia nueva


Los temas cidianos recogidos por las crónicas y por el romancero pasaron a
través de ellos a la literatura del Siglo de Oro. A mediados del siglo XVI, el
argumento cidiano fue desarrollado en una extensa epopeya, un poema narrativo
en octavas reales en el típico estilo de la épica renacentista, pero con un fuerte
tono moralizante: Los famosos y heroicos hechos del Cid Ruy Díaz de Vivar,
de Diego Ximénez de Ayllón, publicados en Amberes en 1568 y reimpreso en
Alcalá en 1579.
Sin embargo, el género donde las proezas del Cid alcanzarían mayor desarrollo y
altura literaria sería en el teatro. Fue Juan de la Cueva, pionero en la adopción
para la escena de los viejos motivos épicos españoles, quien primeramente
compuso un drama sobre el Cid, La muerte del rey don Sancho (estrenada en
Sevilla en 1579), en que recrea el tema del cerco de Zamora y sigue de cerca los
romances sobre el mismo, a veces de modo casi literal, lo que se hará una
costumbre en el teatro de la época.
Ya en el siglo XVII, período de auge de la comedia nueva, se dedican al tema de las
guerras entre don Sancho y sus hermanos la Comedia segunda de las Mocedades
del Cid, también conocida como Las Hazañas del Cid (impresa en 1618) de Guillén
de Castro (centrada en el cerco de Zamora) o En las almenas de Toro (publicada en
1620) de Lope de Vega, entre otros. También el tema de Valencia halla cierta
traducción dramática en Las hazañas del Cid anónimas, aparecidas en 1603 y en El
cobarde más valiente, de Tirso de Molina, en el que a su vez se inspiran El amor
hace valientes (1658) de Juan de Matos Fragoso y El Cid Campeador y el noble
siempre es valiente (1660), de Fernando de Zárate (seudónimo bajo el que se
ocultaba Antonio Enríquez Gómez, un converso perseguido por la Inquisición).
Sin embargo, el motivo central de estas piezas no es propiamente la conquista de
la ciudad, sino un episodio procedente de la Crónica de Castilla, el de Martín
Peláez, un timorato caballero del Cid al que su señor consigue volver valeroso. En
cambio, al conflicto central de la segunda parte del Cantar de mio Cid, la afrenta
sufrida por sus hijas, se consagra tan sólo El honrador de sus hijas (1665),
de Francisco Polo.

Las Mocedades del Cid. La difusión francesa del mito. El


Barroco
El verdadero tema estrella en este período será el de la juventud de Rodrigo y su
matrimonio con Jimena, después de dar muerte a su padre en un duelo, lo que
permitía escenificar los conflictos personales de los protagonistas (debatiéndose
entre el deber y el amor) en un marco más cortesano que guerrero, en el que la
justicia del rey introducía a su vez el problema de la razón de estado.

Esta visión del argumento, sólo apuntada en algunos romances, se consagra


gracias a la célebre Comedia primera de las Mocedades del Cid (también publicada
en 1618) de Guillén de Castro, que a su vez sirvió de inspiración a El Cid(1637)
de Pierre Corneille, una de las obras cumbre del teatro francés, con la que el héroe
se convierte en patrimonio de la literatura universal, tarea en la que lo había
precedido la novela de caballerías francesa Las aventuras heroicas y amorosas de
don Rodrigo de Vivar (París, 1619) , de François Loubayssin.
A raíz de El Cid y de la polémica que desató en los círculos literarios franceses
(alentada por el mismísimo cardenal Richelieu), conocida como «La querella del
Cid», surgen las imitaciones francesas de Chevreau, Desfontaines y Chillac(1638-
1639), que pretenden adaptar el drama a las «reglas» propugnadas por la
preceptiva teatral del momento. Algo más tarde se producirá la adaptación
española El honrador de su padre (1658), de Juan Bautista Diamante. El tema se
hizo tan popular que, siguiendo una tendencia muy acusada del Barroco, existen
incluso versiones paródicas, como las comedias burlescas El hermano de su
hermana (1656) de Bernardo de Quirós, y Las Mocedades del Cid (hacia 1655),
de Jerónimo de Cancer, que se basa sobre todo en Diamante, o como La
mojiganga del Cid, una pieza burlesca anónima en un acto sobre los romances del
ciclo de mocedades.
También El Cid de Corneille suscitó versiones paródicas, entre las que
destaca Chapelain despeinado (1664), en alusión a un ministro de Luis XVI
ridiculizado en el texto. El toque cómico está presente además en un par de
sarcásticos romances de Quevedo, mientras que el anónimo Auto sacramental del
Cid retoma el mismo argumento en clave alegórica, en la que Rodrigo simboliza a
la Verdad y Jimena a la Iglesia.

El Cid en el siglo XVIII


El siglo XVIII no fue muy proclive a los asuntos de nuestro personaje. Entre las
escasas obras cidianas del período pueden citarse las célebres quintillas de
la Fiesta de toros en Madrid, de Nicolás Fernández de Moratín, en las que el Cid se
presenta de improviso en una fiesta mora y deja a todos boquiabiertos con sus
habilidades como rejoneador. También puede recordarse la Historia del Cid (París,
1783), una adaptación francesa anónima en prosa de los romances sobre el héroe
castellano, con influjos de Corneille, que sería parcialmente traducida al alemán en
1792 como Historia romántica del Cid.
Sin embargo, a finales de siglo se produce un hecho fundamental para la evolución
de la materia cidiana. En 1779, el erudito bibliotecario Tomás Antonio
Sánchez publica la primera edición del Cantar de mio Cid, en su trascendental
Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV, que supuso la
recuperación para los lectores modernos de la tradición poética medieval. A partir
de este momento, el Cantar será objeto de la atención de los filólogos, pero
además pasará a ocupar entre los literatos el lugar privilegiado que las crónicas y
romances habían desempeñado hasta entonces como fuente de inspiración sobre
el Cid.

La visión romántica del Cid


Será ya el romanticismo el que dé un nuevo impulso a la literatura sobre el héroe
de Vivar. En 1805, el célebre poeta romántico alemán Johann Gottfried Herder, al
que la citada Historia romántica del Cid había puesto sobre aviso del interés del
personaje, publica su obra El Cid, una imitación del romancero basada más en el
texto francés de la Historia que en los romances españoles, pero que unifica sus
modelos mediante el concepto unitario de honor caballeresco y divino.
Esta nueva visión heroica de Rodrigo, idealizada de acuerdo con los gustos del
romanticismo, favorecerá una nueva eclosión de obras sobre el mismo. Así, en
1830, el liberal español exiliado en Inglaterra, Joaquín Trueba y Cosío, publica en
inglés El caballero de Vivar como parte de La novela de la historia: España, obra
pronto traducida al francés (1830), al alemán (1836) e incluso al español (1840).
Por las mismas fechas se componen en Francia el drama El Cid de
Andalucía (1825) de Lebrun y la tragedia La hija del Cid (1839) de Delavigne, y en
Alemania se producen las primeras adaptaciones musicales: Grabbe realiza su
ópera paródica El Cid (1835), a partir de los romances de Herder, mientras
que Peter Cornelius ofrece en El Cid (1865) un drama lírico de complejas
connotaciones religiosas. El héroe también llega por entonces a Italia, con El
Cid (1844) de Ermolao Rubieri, e incluso a Estados Unidos, con el Velasco (1839)
de Epes Sargent.
La producción romántica española llevará de nuevo a Rodrigo a los escenarios,
con Bellido Dolfos (1839), de Tomás Bretón de los Herreros; La jura en Santa
Gadea (1845) de Juan Eugenio Hartzenbusch, donde el héroe aparece como el
adalid romántico de un juramento casi constitucional, y Doña Urraca de
Castilla (1872), de Antonio García Gutiérrez. Sin embargo, fue en el campo de la
novela histórica típica del período donde la materia cidiana encontró entonces
mayor desarrollo y aceptación. A este género pertenecen La conquista de Valencia
por el Cid (1831), de Estanislao de Cosca Vayo, en la que el tema se trata en clave
de relato de aventuras; El Cid Campeador (1851) de Antonio de Trueba, que
noveliza los ciclos de mocedades y del cerco de Zamora, y El Cid Rodrigo de
Bivar (1875), de Manuel Fernández y González, que abarca la vida completa del
héroe en el tono de las novelas por entregas.
Por su parte, José Zorrilla desarrolla en verso una biografía poético-legendaria en
su extensa La leyenda del Cid (1882). Frente a esta recuperación de la poesía
narrativa, tradicional vehículo de las hazañas del Cid, una novedad del período es
la aparición del Cid en la poesía lírica de la segunda mitad de siglo, con El
romancero del Cid (1859) del célebre Víctor Hugo (luego incluido en La leyenda de
los siglos, de 1883) y El Cid (hacia 1872) de Barbey d’Aurevilly, así como sendos
poemas dedicados por Leconte de Lisle en sus Poemas bárbaros (1862)
y Hérédia en Los Trofeos (1893).
Esta tendencia llegará a España ya con el modernismo de fin de siglo, al que
responden las «Cosas del Cid» incluidas por Rubén Darío en sus Prosas
profanas (1896) o los poemas de Manuel Machado «Castilla» y «Álvar Fáñez», de su
libro Alma (1902) . El primero es una sentida variación sobre el episodio de la niña
de nueve años en el Cantar, el mismo que más tarde inspiraría al poeta
norteamericano Ezra Pound el tercero de sus Cantos (1925). También pertenecen
al período finisecular la ópera francesa El Cid (1885) de Jules Massenet y el drama
modernista español Las hijas del Cid (1908) de Eduardo Marquina, que ofrece la
novedad de presentar a Elvira disfrazada de hombre para poder vengar su afrenta,
frente a un Campeador más bien senil.

El Cid en el siglo XX
Si los inicios del siglo XX fueron propicios al cultivo de los temas cidianos, el resto
del siglo no ha desmentido ese impulso inicial. En el ámbito de la narrativa, puede
destacarse el singular Mío Cid Campeador (1929) del poeta creacionista
chileno Vicente Huidobro, que ofrece una obra vanguardista en la que adereza la
vieja tradición argumental tanto con elementos paródicos como con datos
rigurosamente históricos (obsérvese que ese mismo año publicó Ramón
Menéndez Pidal su monumental estudio La España del Cid). En cambio, María
Teresa León adopta la perspectiva de la mujer del héroe en Doña Jimena Díaz de
Vivar: Gran señora de todos los deberes (1968).
También el teatro se ha ocupado de nuevo del Cid, retomándolo en clave de
conflicto existencial, como se advierte en El amor es un potro desbocado (1959),
de Luis Escobar, que desarrolla el amor de Rodrigo y Jimena, y en Anillos para una
dama (1973), de Antonio Gala, en el que Jimena, muerto el Cid, debe renunciar a su
auténtica voluntad para mantener su papel como viuda del héroe. No obstante la
vitalidad del argumento, en parte de estas manifestaciones el tema no deja de
tener cierto tono epigónico, de etapa final. Será, en cambio, a través de los nuevos
medios como la figura del héroe logre una renovada difusión.
En esta línea hay que situar la conocida película El Cid (1961), una auténtica
«epopeya cinematográfica» de tres horas de duración, dirigida por Anthony Mann y
protagonizada por Charlton Heston en el papel del Cid y Sofia Loren en el de doña
Jimena. Al año siguiente se rodó, bajo la dirección de Miguel Iglesias, la
coproducción hispano-italiana Las hijas del Cid, pero, frente a la estilización
argumental de que hace gala la película americana, ésta resulta una burda
adaptación de la parte final del Cantar de mio Cid.
En el terreno de la historieta visual (llámese cómic o tebeo) destaca la labor
pionera, a finales de los setenta, de Antonio Hernández Palacios, con El Cid,
aparecido por entregas en la revista Trinca y luego publicado en álbumes en color.
Una versión más netamente infantil produjo la compañía Walt Disney en 1984,
con El Cid Campeador, en el que nada menos que el pato Donald (trasladado por
una máquina del tiempo) sirve de testigo y narrador a las andanzas de Rodrigo.
Pocos años antes, como ya he dicho, se había realizado Ruy, el pequeño Cid, una
serie de dibujos animados en que, siguiendo una técnica que más tarde Steven
Spielberg aplicaría a los célebres personajes de la Warner (Buggs Bunny y
compañía), se mostraba en su infancia a los principales personajes de la acción
(Ruy, Jimena, Minaya), en este caso como niños que apuntaban ya las actitudes
que luego los caracterizarían de mayores, aunque viviendo sus propias aventuras
en las cercanías de San Pedro de Cardeña.

El Cid en el siglo XXI


Si el siglo XX se inició con la plena vigencia de la historia del Cid, a su final las
cosas no habían cambiado mucho. Eran numerosas ediciones disponibles de las
obras clásicas sobre el héroe (especialmente el Cantar de mio Cid, Las mocedades
del Cid de Guillén de Castro o El Cid de Corneille), la película de Anthony Mann
resultaba fácilmente accesible en vídeo (y ahora en DVD) y el personaje seguía
siendo plenamente popular, a lo que contribuyó la celebración del centenario de su
muerte en 1999.
Buena muestra de ese permanente interés por el famoso guerrero del siglo XI es
que en ese mismo año el grupo riojano de rock Tierra Santa grabase un disco
compacto cuyo tema principal, Legendario, se refiere al héroe burgalés, o que en el
año 2000, al concluir el siglo y el milenio, la biografía novelada El Cid de José Luis
Corral alcanzase las listas de libros más vendidos al poco de aparecer.
De igual modo, el largometraje español de dibujos animados El Cid, la leyenda,
premiado con el Goya 2004 a la mejor película de animación, dejó patente, con su
éxito de crítica y público, la perfecta vitalidad de la que goza la figura del héroe en
los umbrales del tercer milenio.

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