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Quizá resulte paradójico, pero los textos más antiguos sobre la figura de Rodrigo
el Campeador son los árabes, que (nueva paradoja) nunca se refieren a él
mediante el título de Sídi en la veintena de obras en que se lo menciona. Nada de
ello debe extrañar. En la Península Ibérica, durante la Alta Edad Media, la literatura
se cultivaba mucho más en árabe que en latín o en las lenguas romances.
Particularmente, el siglo XI es uno de sus períodos más florecientes en Alandalús,
tanto en su vertiente poética como histórica.
Por lo que hace al tratamiento de Sídi, dos razones explican su ausencia de los
textos árabes: que era un término tradicionalmente reservado a los gobernantes
musulmanes y que las referencias al Cid en ellos son ante todo negativas. Pese a
reconocer alguna de sus grandes cualidades, el Campeador era para ellos un
tagiya «tirano», la‘in «maldito» e incluso kalb ala‘du «perro enemigo», y si escriben
sobre él es por el gran impacto que causó en su momento la pérdida de Valencia.
En tales circunstancias, ya es asombroso que Ben Bassam en la tercera parte de
su Dajira o Tesoro (escrita hacia 1110) dijese de él que «era este infortunio [es
decir, Rodrigo] en su época, por la práctica de la destreza, por la suma de su
resolución y por el extremo de su intrepidez, uno de los grandes prodigios de
Dios», si bien «prodigio» aquí no se toma del todo en buena parte. Este autor es
uno de los que se ocupan en árabe más extensamente del Cid, de quien refiere
varias anécdotas transmitidas por testigos presenciales.
A esta última categoría pertenecen los autores de las obras más antiguas sobre el
Campeador, hoy conocidas sólo por vías indirectas: la Elegía de Valencia del
alfaquí y poeta Alwaqqashí (muerto en 1096), compuesta durante la fase más dura
del cerco de la ciudad (seguramente a principios de 1094), el Manifiesto elocuente
sobre el infausto incidente, una historia del dominio del Campeador escrita entre
1094 y 1107 por el escritor valenciano Ben Alqama (1037-1115) y otra obra sobre
el mismo tema, cuyo título desconocemos, de Ben Alfaray, visir del rey Alqadir de
Valencia en vísperas de la conquista cidiana. Estas dos obras, citadas o resumidas
por diversos autores posteriores, son la base de casi todas las referencias árabes
al Cid, que llegan hasta el siglo XVII.
Una parte de estos romances se inspira más o menos directamente en los poemas
épicos y se compuso a finales de la Edad Media, por eso se llaman «romances
viejos»; los demás son creaciones más modernas, debidas a la renovada
popularidad del género a partir de mediados del siglo XVI, por lo que se denominan
«romances nuevos». Éstos, a su vez, pueden inspirarse en el relato de las crónicas,
dando lugar a los llamados «romances cronísticos», o bien ser tanto
reelaboraciones más libres de episodios presentes en las anteriores fuentes
cidianas como invenciones completamente originales, hablándose entonces de
«romances novelescos».
El Cid en el siglo XX
Si los inicios del siglo XX fueron propicios al cultivo de los temas cidianos, el resto
del siglo no ha desmentido ese impulso inicial. En el ámbito de la narrativa, puede
destacarse el singular Mío Cid Campeador (1929) del poeta creacionista
chileno Vicente Huidobro, que ofrece una obra vanguardista en la que adereza la
vieja tradición argumental tanto con elementos paródicos como con datos
rigurosamente históricos (obsérvese que ese mismo año publicó Ramón
Menéndez Pidal su monumental estudio La España del Cid). En cambio, María
Teresa León adopta la perspectiva de la mujer del héroe en Doña Jimena Díaz de
Vivar: Gran señora de todos los deberes (1968).
También el teatro se ha ocupado de nuevo del Cid, retomándolo en clave de
conflicto existencial, como se advierte en El amor es un potro desbocado (1959),
de Luis Escobar, que desarrolla el amor de Rodrigo y Jimena, y en Anillos para una
dama (1973), de Antonio Gala, en el que Jimena, muerto el Cid, debe renunciar a su
auténtica voluntad para mantener su papel como viuda del héroe. No obstante la
vitalidad del argumento, en parte de estas manifestaciones el tema no deja de
tener cierto tono epigónico, de etapa final. Será, en cambio, a través de los nuevos
medios como la figura del héroe logre una renovada difusión.
En esta línea hay que situar la conocida película El Cid (1961), una auténtica
«epopeya cinematográfica» de tres horas de duración, dirigida por Anthony Mann y
protagonizada por Charlton Heston en el papel del Cid y Sofia Loren en el de doña
Jimena. Al año siguiente se rodó, bajo la dirección de Miguel Iglesias, la
coproducción hispano-italiana Las hijas del Cid, pero, frente a la estilización
argumental de que hace gala la película americana, ésta resulta una burda
adaptación de la parte final del Cantar de mio Cid.
En el terreno de la historieta visual (llámese cómic o tebeo) destaca la labor
pionera, a finales de los setenta, de Antonio Hernández Palacios, con El Cid,
aparecido por entregas en la revista Trinca y luego publicado en álbumes en color.
Una versión más netamente infantil produjo la compañía Walt Disney en 1984,
con El Cid Campeador, en el que nada menos que el pato Donald (trasladado por
una máquina del tiempo) sirve de testigo y narrador a las andanzas de Rodrigo.
Pocos años antes, como ya he dicho, se había realizado Ruy, el pequeño Cid, una
serie de dibujos animados en que, siguiendo una técnica que más tarde Steven
Spielberg aplicaría a los célebres personajes de la Warner (Buggs Bunny y
compañía), se mostraba en su infancia a los principales personajes de la acción
(Ruy, Jimena, Minaya), en este caso como niños que apuntaban ya las actitudes
que luego los caracterizarían de mayores, aunque viviendo sus propias aventuras
en las cercanías de San Pedro de Cardeña.