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Una fábula sobre el perdón: Alfred y

Adele
En los límites de un tranquilo
pueblecito habitado por
rentistas y algunos
comerciantes, se alza una
granja con sus edificios recién
pintados. Está dividida en
campos de diversos colores,
enmarcados por acequias rectilíneas.
Se trata de la granja de Alfred, un
hombre orgulloso, íntegro y poco
hablador. Es alto, delgado, de barbilla
afilada y nariz aguileña. La gente le
respeta tanto como le teme. Es poco
locuaz, pero cuando habla es para
pronunciar refranes sobre el valor del
trabajo o la seriedad de la vida. Su
mujer, Adele, siempre muestra una
sonrisa acogedora y una palabra afable.
La gente disfruta de su compañía. Es
una mujer regordeta de rostro, pecho,
trasero. Adele sufre en silencio al lado
de un marido parco en palabras y
caricias. Lamenta en lo profundo de su
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corazón haberse casado con este «gran
trabajador», que era la admiración de
su difunto padre. Es verdad que con
Alfred vive bien, y él le es fiel; pero,
como está totalmente absorbido por su
trabajo, casi no dedica tiempo a la
intimidad y al placer. Un día, Alfred
decide acortar su jornada. En lugar de
trabajar hasta la caída de la tarde,
vuelve a casa antes que de costumbre.
Estupefacto, sorprende a Adele
infraganti con un vecino en el lecho
conyugal. El hombre sale huyendo por
la ventana, mientras que Adele,
desamparada, se arroja a los pies de
Alfred implorándole perdón. Él
permanece rígido como una estatua:
pálido de indignación, con los labios
azules de rabia, apenas logra contener
el tropel de emociones que le asaltan.
Al verse convertido en cornudo, sus
sentimientos van de la humillación a la
cólera, pasando por una profunda
pena. El, que no es muy hablador, no
sabe qué decir. Pero se da cuenta de

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inmediato de que el silencio somete a
Adele a una tortura mayor que
cualquier palabra o gesto violento. No
se sabe muy bien cómo se propagó por
el pueblo el caso de Adele, pero las
«malas lenguas» van a buen paso. Se
predice que Alfred pedirá la
separación; pero, desbaratando las
habladurías, hete aquí que Alfred se
presenta en la misa mayor del
domingo en medio de la iglesia, con la
cabeza muy alta y en compañía de
Adele, que avanza pasitos tras él.
Parece haber entendido como un
perfecto cristiano las palabras del
Padrenuestro que dicen: «Perdona
nuestras ofensas como también
nosotros perdonamos a quienes nos
ofenden». Pero la gloria del perdón de
Alfred se alimenta secretamente de la
vergüenza de Adele. En su casa, Alfred
sigue atizando el fuego de su rencor,
hecho de mutismo y de miradas
furtivas, llenas de desprecio hacia la
pecadora. Sin embargo, en el cielo no

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se dejan engañar por las apariencias de
virtud, así que envían a un ángel para
enderezar la situación. Cada vez que
Alfred posa su mirada dura y sombría
sobre Adele, el ángel le deja caer en el
corazón una piedra del tamaño de un
botón. Y Alfred siente en cada ocasión
un pellizco que le arranca una mueca
de dolor. Su corazón se sobrecarga
hasta tal punto que debe andar
encorvado y estirar con muchas
dificultades el cuello para ver mejor
ante sí. Un día en que Alfred está
cortando el trigo ve, apoyado sobre la
cerca, a un personaje luminoso que le
dice: “Pareces muy abrumado, Alfred».
Sorprendido al oír su nombre en boca
de un extraño, Alfred le pregunta
_quién es y por qué se mete donde no
le llaman_. El ángel le dice: «Sé que tu
mujer te ha engañado, y que la
humillación te tortura; pero tú estás
ejerciendo una venganza sutil que te
deprime». Alfred se siente descubierto,
baja la cabeza y confiesa: «No puedo

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dejar de repetirme este pensamiento
maldito: ¿cómo ha podido engañarme
a mí, un marido tan fiel y generoso? Es
una puta; ha mancillado el lecho
conyugal». Al decir estas palabras,
Alfred hace una mueca de dolor. El
ángel, entonces, le ofrece su ayuda,
pero Alfred está convencido de que
nadie puede aliviarle: «Por muy
poderoso que seas, extranjero, nunca
podrás borrar lo que ha sucedido».
«Tienes razón, Alfred, nadie puede
cambiar el pasado; pero, a partir de
este momento, puedes verlo de
manera diferente. Reconoce tu herida,
acepta tu cólera, tu humillación.
Después, poco a poco, empieza a
cambiar tú manera de mirar a Adele.
¿Es ella la única culpable? Recuerda tu
indiferencia hacia ella. Ponte en su
lugar. Necesitas ojos nuevos y mágicos
para ver tu infortunio bajo una nueva
luz». Alfred no comprende muy bien,
pero se fía del ángel. ¿Puede realmente
hacer otra cosa con ese peso que le

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oprime el corazón? Sintiéndose sin
recursos, pregunta a su visitante cómo
puede modificar su mirada. Y el ángel
le alecciona: «Antes de mirar a Adele,
relaja las arrugas de la frente, la boca y
los otros músculos de tu rostro. En
lugar de ver en Adele a una mujer
mala, ve a la esposa que necesitó
ternura; recuerda con cuanta frialdad y
dureza la tratabas; haz memoria de su
generosidad y su calor, que tanto te
gustaban al principio de tu amor. Por
cada mirada transformada, te quitaré
una piedra del corazón». Alfred acepta
el trato, asumiendo que es torpe por
naturaleza. Poco a poco, lentamente
pero no sin esfuerzos conscientes,
procura mirar a Adele con ojos nuevos,
y el dolor de su corazón se va
difuminando paulatinamente. Adele
parece transformarse a ojos vista: de
mujer infiel, pasa a ser la persona dulce
y amante que él había conocido en el
origen de su amor. La misma Adele
siente el cambio y, aliviada, recobra su

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buen humor, su sonrisa y
su jovialidad. Alfred, a su vez, también
se siente muy cambiado. Una profunda
ternura invade su corazón, dolorido
aún por el paso de las piedras. La
nueva emoción que le embarga todavía
le asusta un poco. Pero una noche,
llorando, toma a Adele en sus brazos
sin pronunciar palabra. Acaba de
producirse el milagro del perdón.

Reflexionemos
¿Podes ponerte en el lugar de los
distintos personajes? ¿Te deja esta
fábula alguna enseñanza?

Bibliografía
Monbourquette Jean. Cómo Perdonar.
Perdonar para sanar. Sanar para
perdonar. Sal terrae. Páginas 24. 25 y
26.

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