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Cuentos de terror

La niña del panteón

Una noche oscura, un grupo de amigos se reunió para contar


historias de miedo. Tras contar una leyenda que había ocurrido en
un panteón cercano, decidieron hacer un reto: dos de los chicos del
grupo tendrían que atravesar solos el cementerio, mientras los
demás los esperaban del otro lado. Por hacerse los valientes, estos
muchachos aceptaron y entraron al lugar confiados.

Sin embargo, a medio camino se perdieron y comenzaron a tener


miedo. En ese instante vieron a una pequeña que salía de la caseta
del vigilante.

—Oye niña —le hablaron—, disculpa, ¿sabes cómo podemos salir


del panteón?

—Sí, claro, síganme —la pequeña los llevó hasta uno de los muros
del cementerio—, yo siempre salgo por aquí.

—¿Por aquí? ¿Pero cómo? Si no hay ninguna puerta.

—Pues así —en ese momento la niña atravesó la muralla riendo y


los chicos sintieron que un escalofrío los recorría de pies a cabeza.

Esa noche no lograron salir del cementerio. Los encontraron por la


mañana del día siguiente, pálidos y paralizados de miedo.
El niño de la pelota

María era una joven que trabajaba limpiando un pequeño edificio de


oficinas. Cierta tarde, después de terminar con la limpieza del día,
estaba lista para ir a casa cuando un hombre la detuvo al tomar el
elevador.

—¿Podría llevarme a la planta baja, señorita? —le preguntó.


María le dijo que sí y una vez que entraron al ascensor, algo muy
extraño ocurrió. Este comenzó a subir y bajar sin control. Por más
que trataban de oprimir el botón de la planta baja, este simplemente
no respondía. En ese momento, María notó con sorpresa que
estaban subiendo hasta el piso número 10, lo cual era imposible, ya
que ese piso había sido clausurado desde hace años.

El elevador se detuvo allí por un momento y entonces, claramente


pudieron escuchar la risa de un niño y el sonido de una pelota
rebotando.

El ascensor volvió a bajar y finalmente se abrió en la planta baja.


María y el señor se acercaron al guardia de seguridad, pálidos y
asustados, para contarle lo que habían visto.

—Oh sí, no se preocupen, a veces pasa —les dijo él—. En ese piso
murió un niño que cayó por la ventana al jugar con su pelota. Fue
por eso que lo clausuramos.

Las monedas de oro

Las monedas de oro


En una vieja casa del centro de Córdoba, Veracruz, vivía una niña
con sus padres y sus sirvientes. Una noche, la pequeña escuchó un
ruido y se levantó para mirar por el pasillo. Al final del corredor pudo
ver a un niño vestido de blanco, que abría un hueco en la pared y
metía unas monedas relucientes de oro que llevaba en la mano,
antes de desaparecer. Una de las criadas, que lo había visto
también, se acercó a ella para proponerle que guardaran el secreto,
pues así podrían buscar el dinero y quedárselo todo para ellas. Ella
aceptó y la noche siguiente fueron al hueco de la pared, iluminadas
por la luz de una vela. Como la niña era pequeña, no le costaba
trabajo meterse para tomar las monedas y pasárselas a la sirvienta,
que las iba guardando en su delantal. Y así, noche tras noche fue la
misma historia.

Una noche, cuando la luz de la vela estaba a punto de apagarse, la


criada le avisó a la niña que saliera del hueco, pues ya tenían oro
suficiente. Sin embargo, al ver que una moneda se le había caído al
piso, la chiquilla volvió a entrar para recogerla, ignorando las
súplicas de la joven para que se detuviera.

La vela se apagó y el agujero se cerró, dejándola encerrada para


siempre. Aun hoy en día, dicen que por las noches se pueden
escuchar sus gritos de auxilio:
—¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme, por favor! ¡Sáquenme de aquí!

El hombre sin párpados

Esta es una leyenda que se cuenta mucho en Buenos Aires. Dicen


que no es recomendable andar solo por las calles, ya que te puedes
encontrar con «el hombre sin párpados». Este espeluznante ser
parece un vagabundo y lo que más destaca en su viejo rostro, son
sus ojos, muy grandes y abiertos de par en par. Jamás ha podido
cerrarlos.

Algunos dicen que este hombre es un demonio. Otros, que nació sin
párpados por un error de la Naturaleza y por eso fue abandonado
por su familia.

Cuando alguien se encuentra con él, lo primero que hace es


caminar tras ella, sin hacer otra cosa que mirarla. No importa cuánto
corras, ni si te pones a gritar pidiendo auxilio. Él siempre te
alcanzará y nadie podrá ayudarte, pues en ese momento, la única
persona que puede verlo eres tú.
La cinta roja

Había una vez un joven que se enamoró de una chica muy


hermosa. Era dulce, atenta y comprensiva con él. Lo único que le
inquietaba un poco, era que siempre traía una brillante cinta roja
atada alrededor del cuello y jamás se la quitaba.

—Mi amor, ¿por qué nunca te quitas esa cinta? —le preguntó él.

—Ese es un secreto que algún día te contaré —le respondió ella—,


solo prométeme que no vas a tratar de quitármela, por favor. Y no
vuelvas a preguntarme sobre ella, por lo pronto.

El muchacho le prometió que no volvería a mencionar el tema;


aunque lo cierto es que se moría de curiosidad por saber. Los años
pasaron y ambos se casaron, compraron una hermosa casa y
tuvieron hijos. Pero en todo aquel tiempo, el esposo nunca se
enteró de porque su amada llevaba siempre aquel listón en el
cuello. Las dudas no lo dejaban ser feliz, día tras día se
obsesionaba, preguntándose porque no podía quitárselo de encima.
Así que una noche, mientras ella estaba durmiendo, lentamente
llevó su mano a la cinta y la desató, procurando no despertarla…

La cabeza de la mujer cayó al suelo y él gritó de espanto. Desde el


suelo, los ojos de su esposa se abrieron y lo miraron con horror:

—¡Te dije que nunca me quitaras mi cinta! ¡Te lo advertí! ¡Te lo


advertí!

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