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ESCÉNICA
Siendo todo esto cierto, y teniendo además en cuenta que la mayoría de los
recursos expresivos adoptados por los Meininger4 no fueron de su
invención, lo que sí podemos afirmar es que esta compañía representa una
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Pablo Iglesias en el artículo citado, pone a cada uno de los elementos señalados como el
subtítulo de una reflexión más amplia. Es decir, cada uno de los elementos aquí citados es el
subtítulo de un análisis de cada uno de ellos que hace el autor, análisis que no citamos pues
sería de una extensión insólita. Este análisis lo realiza entre las páginas 9 y 15 de su texto.
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Esta es la ortografía que el autor usa para el nombre de la ciudad y del ducado.
de las primeras en las que, confluyendo todas estas influencias, se puede
detectar, de una forma inequívoca, una completa y definida presencia de
una dirección escénica presidida por la originalidad, la coherencia y la
unidad y, por tanto, entendida en un sentido contemporáneo. A este valor
unificador de herencias conceptuales y expresivas que representó la
compañía de los Meininger, hay que añadir además la encomiable labor
que, merced a sus giras, hizo que su influencia se extendiera por toda
Europa (e incluso al otro lado del Atlántico). (Iglesias, 2004, pág. 2)
En todo caso, queda evidenciado que el rol que ahora asumimos como propio
y sus funciones, han existido desde hace mucho, aunque estuviese disperso en
otras personas del hecho escénico y que terminó por depurarse y alcanzar a
tener su forma actual, gracias a la labor de la compañía de Los Meiningen, y
luego, sobre todo, por el trabajo de André Antoine y Stanislavsky.
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Bien sabemos que Wagner es ante todo un compositor musical y director de orquesta. Pero su
concepción de la ópera como “arte total”, así como el detallado trabajo que hacía para las
puestas en escena de sus obras cantadas, han tenido repercusiones importantes en el mundo del
teatro y de la dirección escénica.
Muchos directores creen que estas ideas siguen así inalterables, habrá otros
tantos que nos alejamos de ese aserto, pero fue esta idea, durante mucho
tiempo, la dominante sobre la dirección escénica:
Aunque el director no actúa, es o debería ser el responsable del tipo de
actuación que vemos en el escenario; a pesar de que por lo general no
diseña los escenarios, es o debería ser el responsable de la impresión que
nos causen los decorados; y esto mismo es válido para todo lo que se hace
en el teatro” (John Gassner, Producing the play. The Dryden Press. 1953.
Pág. 273. Citado en (Wrigth, 1969, pág. 211)
En la actualidad, como en casi todo lo referente a las artes escénicas y al
teatro, la figura, el rol y la noción misma de dirección escénica, está siendo
replanteadas. Y, no es un fenómeno nuevo o propio de la contemporaneidad, la
posmodernidad o lo posdramático, aunque es en este tiempo donde más se ha
puesto en crisis nuestra actividad.
A este tenor, vale recordar lo que Elías Canetti decía referido al director de
orquesta, que también puede retratar ese sentido originalmente autoritario del
director de escena:
No hay expresión más ilustrativa del poder que la conducta del director de
orquesta. Cada detalle de su actuación en público es significativo;
cualquiera de sus gestos arroja luz sobra la naturaleza del poder. (…) se da
por sentado que la gente va a los conciertos para escuchar sinfonías. El
propio director es el más convencido de ello; su actividad, cree él, está al
servicio de la música y ha de transmitirla con precisión (…)
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Fui miembro del directorio de la Sinfónica de Cuenca – Ecuador, desde el año 2009 hasta el
2014.
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Salvo que se trate de un director – actor o en expresiones contemporáneas de teatro donde el
director está presente en escena, véase el caso de Pippo Delbono o de Romeo Castellucci, ambos
directores contemporáneos italianos, quienes “dirigen”, dan indicaciones en vivo y en directo,
en la escena a sus actores. Ahora, cuando he visto sus espectáculos, no he dejado de sentir que
no se sale de la lógica de poder de un divo o incluso que puede ser invasivo, casi violento en su
momento, tanto para los propios actores, como para los espectadores. La ética, de nuevo,
aparece como un tema a discutirse en el arte contemporáneo.
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Ejecutantes, diríamos para el caso del teatro, actores o actantes si se quiere.
Es evidente, para el enfoque de género, que la dirección escénica, como tantos
otros ámbitos del arte y la sociedad, respondía originalmente a una concepción
machista, falocéntrica, logo normativa, autoritaria, heteronomarda y patriarcal.
Sé bien que lo recién dicho es un tópico recurrente, infamante y hasta perverso
sobre la labor del director de escena. ¿Se pueden juntar más baldones a nuestra
labor? Pero, esta realidad no significó nunca que fuera un compartimento
reservado como estanco solo para hombres. Ya reseñamos la experiencia de la
compañía sajona, que da origen al director contemporáneo, en la cual desde sus
inicios estuvo presente la mujer, Helene Von Heldburg en este caso, como en
otros tantos espacios, lo cual no invalida la idea anterior: la dirección escénica
ha sido nido de perspectivas de género poco incluyentes.
De formas por lo general veladas y no explícitas, el teatro es depositario de
cosmovisiones, imaginarios, valores y conductas que reflejan, reproducen,
recrean, aunque no de manera mecánica cómo es una sociedad. Si queremos ver
cómo es un pueblo, miremos su teatro. Sé que el aserto anterior es menos
universal y exacto de lo que parece y aún menos plausible en la actualidad,
pero hay un nivel en el cual se hace verdad: con frecuencia el teatro reproduce
estructuras de la sociedad. Ergo, si vivimos en una sociedad cuyas estructuras
son esencialmente machistas y falocráticas, algo de eso aparecerá en el quehacer
escénico, o en sus estructuras organizativas o de agenciamiento del poder al
interior de los colectivos y grupos. Y los problemas de género de la sociedad
han sido también parte del quehacer escénico. No solo porque ha habido y
seguramente aún hay mayor cantidad de directores que de directoras, sino
porque la manera como han manejado las relaciones y decisiones dentro de los
grupos y colectivos, ha partido de esa inercia instalada en el imaginario, donde
el director varón es el autor y autoridad final del trabajo de un colectivo, lo cual
es inexacto por la existencia de otras visiones, que ya hemos mencionado de
hecho, en el campo de la dirección escénica.
Para esta línea de la reflexión, concuerdo con lo que Ana Contreras propone
en el artículo de ella que reseñamos, respecto a que si bien hay mayor cantidad
de mujeres dentro de una profesión que históricamente ha sido coto de la
masculinidad , la dirección escénica, esto no ha significado necesariamente una
renovación de las propuestas estéticas, aunque la irrupción de lo femenino, en
este campo, de a poco también está significando un cambio cualitativo en
nuestra profesión, al introducir perspectivas más cercanas a lo femenino o
“matrilineal”, como lo menciona la directora española, que se evidencia en una
mayor horizontalidad, la valoración de lo colectivo, lo cooperativo más que lo
individual, la no violencia y la generosidad, ante las normas de poder que
impone la sociedad, que ha permitido que la mujer deje de ser objeto para
establecerse como sujeto del arte. (Contreras: 2011) De nuevo, esto respondería
a una compleja y conflictiva transformación de la sociedad, hacia nociones más
inclusivas para la mujer, las diversidades de género y por qué no, también, la
inclusión de segmentos vulnerables y minoritarios de la sociedad, como
veremos a continuación.
En todo caso, es evidente y desafiante, que el enfoque de género alcance a la
dirección escénica, la asedie, la lleve a sus límites y la exponga como un
constructo cultural que está siendo redefinido por la labor de mujeres
directoras, enfocadas en perspectivas diferentes a las tradicionales.
Género y estudios de la discapacidad
Los estudios teatrales, los estudios del performance y la investigación
escénica han tenido desarrollos importantes y necesarios en las pasadas
décadas, generando algunas certezas ineludibles, aunque aún –desde las
ciencias duras y la investigación científica tradicional– alguna gente se pregunte
si la investigación artística existe, es pertinente, tiene sentido
epistemológicamente y cuánto el arte es o puede ser un proceso de
investigación. Los artículos de Victoria Pérez Royo y José Antonio Sánchez,
(Sánchez José Antonio y Victoria Pérez Royo, 2010) así como el de Henk
Borgdorff (Borgdorff, Henk, 2010), ambos en la revista Cairon 13 de la
Universidad de Alcalá, son esclarecedores sobre los cuestionamientos que
señalamos en este párrafo.
Pero, a la vez, plantean algunos desafíos interesantes para la investigación
escénica: esta no puede limitarse a la transmisión de técnicas sino a investigar y
transmitir ante todo metodologías de trabajo; tampoco tiene como objeto de
estudio las obras escénicas sino los procesos de creación que concluyen en una
obra como resultado de ese proceso, pero también que, al menos en artes
escénicas, es imposible construir teorías si estas no están sustentadas en una
práctica: “Y es que del mismo modo (…) el pensamiento práctico ha ido
ganando terreno en el ámbito social y laboral, provocando una borradura de los
límites entre teoría y práctica (…), entendiendo la inutilidad de una
especulación sin base práctica, pero también los riesgos de una práctica sin
reflexión.” (Sánchez José Antonio y Victoria Pérez Royo, 2010, pág. 6). Esto,
desde la perspectiva de la dirección escénica – sea en danza, performance,
teatro o prácticas escénicas – es fácilmente comprensible, pues, durante el siglo
XX al menos, los grandes directores sistematizaron de forma excepcional su
práctica, desarrollando axiales teorías sobre su hacer: desde Stanislavsky y
Evreinov, pasando por Artaud y Brecht, hasta Barba, Santiago García o Peter
Brook.
En otras palabras, los libros que recogen las reflexiones conceptuales y
teóricas de los directores fundamentales en el mundo entero, nacen de ordenar
y reflexionar sobre su trabajo práctico.
Sin embargo, hemos ido comprendiendo que las labores solo reflexivas y/o
teóricas sobre la escena, realizadas por críticos, investigadores, teatrólogos, son
en sí mismo una práctica y a la vez, su trabajo adquiere sentido cuando se
refiere a una práctica. ¿Acaso el esfuerzo del crítico, que cada semana va a los
teatros y los espacios a mirar y estudiar lo que ahí se presenta, no constituye
una práctica? Y, sin duda, sus reflexiones críticas girarán en torno a la práctica
escénica de alguien. ¿Acaso el investigador que define un objeto de estudio
dentro de las artes escénicas, revisando copiosa bibliografía, buscando ejemplos
prácticos de sus asertos, no está realizando una práctica? Reiteramos, no es
posible la reflexión conceptual y teórica, en las artes escénicas, aislada de una
práctica.
Inclusive hay ejemplos claros de cómo esta simbiosis entre creadores e
investigadores, ha signado a las artes escénicas desde inicios del siglo XX: no es
que el Teatro del Absurdo nace con la publicación del libro de Martin Eslin, del
mismo título publicado en 1953 originalmente (Eslin:1966). Las primeras obras
de teatro del absurdo pueden encontrarse en el trabajo de Alfred Jarry en la
última década del siglo XIX, con la saga del Rey Ubu por ejemplo, luego en las
obras de Ionesco (La cantante calva) y de Becket (Esperando a Godot) a inicios de
los años 50. Es decir, lo que hace Eslin es dar cuenta en su ensayo, de un
fenómeno, de una práctica artística que venía construyéndose de mano de los
directores y dramaturgos de ese tiempo.
Bertolt Brecht, padre del paradigma épico (anti aristotélico, anti catárquico)
publicó su primer libro de obras teatrales en 1921, y luego desarrolló una
amplia labor también como director. Y, aunque tuvo numerosos escritos
teóricos, tal vez su texto más importante, El Pequeño Órganon para el Teatro
(Brecht:2020), en el que recoge de forma sintética y directa la base de su teoría
teatral, es publicado recién en 1948, apenas ocho años antes de su fallecimiento
en 1956. Es decir, su proceso de reflexión y teorización fue resultado de su
amplio recorrido como dramaturgo y director.
Hacia un teatro pobre (Grotowsky, 1992), el libro primero de ese gran
reformador del teatro que fue Jerzy Grotowsky, publicado originalmente en
1968, es el resultado del trabajo que él y Eugenio Barba hicieron sobre la labor
del Teatro Laboratorio de Grotowsky en Wroclaw. Y el texto seminal del propio
Barba, El arte secreto del actor: diccionario de antropología cultural (Barba:2007)
escrito con Nicola Savaresse, es igual el resultado de décadas de investigación
del director ítalo – danés con el Odín Teatret.
Más recientemente, Hans Thies – Lehmann, cuando publica su libro Teatro
Posdramático (Lehmann, 2013) afirma que su investigación nace de analizar el
teatro alemán contemporáneo, vinculado a la posmodernidad
la situación teatral construye una totalidad de procesos comunicativos
evidentes y ocultos. La presente investigación se emprende con la pregunta
sobre el modo en que la práctica escénica ha empleado, desde 1970, esas
circunstancias esenciales, cómo las ha reflejado y cómo las ha convertido en
tema de su presentación, ya que el teatro comparte con las demás artes de
la (pos-)modernidad la propensión a la autorreflexión y a la auto
tematización. (Lehmann, 2013, pág. 29)
Es decir, da cuenta de prácticas artísticas surgidas en Alemania desde hace
más de cinco décadas. No es su invención en la práctica, sí la designación que
hace de él en la teoría.
Del mismo modo, el nuevo paradigma que propone y encuentra Lehmann en
el teatro germano contemporáneo, abre las puertas a otras prácticas y procesos
más inclusivos, que permiten entender y clasificar hechos de las artes escénicas
que giran en torno a las discapacidades y el feminismo por ejemplo, o lo que se
llaman los Feminist Disability Studies a los cuales investigadores como Julio
Checa, han dedicado una parte importante de su labor.
Uno de los elementos que articulan el análisis de las representaciones y
presencia de “mujeres con diversidad funcional” (Julio Checa y Alba Gómez
García, 2022) en el arte contemporáneo, se opera desde un desplazamiento del
objeto de estudio: en casi toda la literatura dramática, la diversidad funcional –
en el cotidiano la llamamos discapacidad– la presencia de personajes con
diversidad funcional, ha sido una “prótesis narrativa” de las historias contadas.
Y lo que es peor, esa discapacidad retratada o la diversidad funcional, ha sido y
es aún en muchos sucesos escénicos o cinematográficos, un correlato de
depravaciones morales. Es decir, la expresión física de la diversidad funcional,
no ha sido sino un reflejo del deterioro moral de esos personajes.
Ricardo III en Shakespeare, no es solo un rey jorobado, sino su condición es
muestra evidente de su felonía, de la traición que urde contra sus sobrinos y de
su cobardía que le lleva a querer cambiar su reino por un caballo. En
Shakespeare mismo, Yago no es solo un ser repulsivo por su comportamiento
que le permite tejer la trama perversa contra Desdémona, que termina en la
muerte de la esposa de Otelo, sino que es un ser físicamente horripilante, como
lo son las brujas de Macbeth, pero aún más se evidencia en la tempestad:
Calibán, el hijo de la bruja Sicorax, es un ser horrendo en todos los sentidos,
pese a ser el habitante original de las islas Bermudas – donde se sitúa la acción –
los numerosos deméritos físicos y morales del personaje, hacen que,
evidentemente, nadie le vea como merecedor de poseer esas islas o usar para el
estupro a la hija de Prospero, como aspira. Más cuando es hijo de una bruja, que
encerró en el tronco de un árbol al prístino y angelical duende del viento Ariel:
la metáfora que esta obra encierra sobre los habitantes nativos de América, los
conquistadores y los criollos, es precisa, premonitoria y brutal a la vez, pues
justifica no solo la conquista sino la posterior “emancipación” de las metrópolis,
efectuada por los criollos (americanos hijos de europeos: Ariel) que eran los
“padres” de la nueva raza que debía nacer en el continente nuevo.
Y podríamos seguir largamente: todas las brujas de los cuentos de hadas, en
oposición al héroe trágico y contemporáneo (bello, justo, sabio, ético, etc, etc,
etc), son, primero que nada, mujeres y luego malvadas, perversas, brutales,
sanguinarias; como son feas, jorobadas, retorcidas, medio ciegas y aún más.
Buena parte de la literatura dramática, que ha llegado al cine, y que ha
entronizado estos estereotipos en la cultura occidental, deposita en los
modernos super héroes de Marvel, Disney y DC Comics, la misma línea: la
perversión moral se refleja en diversidades funcionales, por lo que la
representación de esas diversidades funcionales, muestra la degradación moral
de los seres y la sociedad, y más aún si son mujeres.
Ninguna categoría identitaria ha sido tan constante, profunda y
exclusivamente marcada por la negatividad como la diversidad funcional o
discapacidad y, por eso mismo, tan fuertemente moralizada. El
discapacitado es “the paradigm of what culture calls deviant” (Garland
Thomson 1997: 6), un individuo cuya marginalización y hasta exclusión
parece derivarse lógicamente de su biología. La discapacidad parece ser a
priori un problema y no una simple condición humana, ya que se basa en
una ‘aberración’ corporal o mental negativa: “[…] it is never the injury or
impairment itself that is positive” (Grue 2015: 121). Así, la discapacidad
funciona como símbolo, metáfora o “prosthesis” (Mitchell/Snyder 2000) de
la narración que trata de explicar la anormalidad dentro de los parámetros
de la normalidad, por ejemplo, a través de un crimen, una culpa o un
destino trágico.” (Hartwig, 2018, pág. 8)
Hasta me atrevería a decir que la diversidad funcional es achacable al pecado
original, en el cual, ya lo sabemos, todo sucede por la depravación de la mujer
que sucumbe a la tentación del maligno.
Hay excepciones por supuesto: el Quasimodo de El Jorobado de Notre Dame, es
“pese” a su deformidad, el personaje que más virtudes humanas congrega.
Igual que el Shrek de Pixar. Pero son casos poco comunes.
En esta perspectiva, los estudios feministas sobre la diversidad funcional,
sustentados en los análisis interseccionales, comprenden que la categoría de
“discapacidad” es ante todo una construcción cultural-social: “La
interseccionalidad sostiene que las diferentes categorías (género, clase, orien-
tación sexual, discapacidad…) no son biológicas, sino que están construidas
socialmente y se relacionan entre sí de forma recíproca.” (Julio Checa y Alba
Gómez García, 2022, pág. 11).
Tomado de: (Clara López Sánchez, Carol Vilaseca García, Jazmín Mariana
Serrano Japa, 2022, pág. 74)
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“´régimen escópico´indica un orden visual no-natural operando en un nivel pre-reflexivo para
determinar los protocolos dominantes del ver y del ser sobre el ver en una cultura y época
determinadas” “La particular mirada que cada época histórica construye consagra un régimen
escópico o sea, un particular comportamiento de la percepción visual” (Jay:2003)
Alexander Campoverde, en las clases de Laboratorio de Creación Escénica
que yo coordinaba, propuso un camino de investigación nacido de un tema
profundamente personal, pues su hermana tiene una capacidad funcional
diferente en lo intelectual del 65%, se preguntó en principio “¿Cómo realizar un
proceso de creación escénica a partir de las disposiciones que tiene un cuerpo
con discapacidad intelectual?, a través de una metodología lúdica.”
(Campoverde: 2019. Comunicación personal de su diario de trabajo en clases) lo
que le permitió diseñar ese recorrido metodológico, que luego le llevó a trabajar
con otras personas con condiciones similares y terminó presentando una obra,
como parte de su fin de curso en el año señalado, con jóvenes de una fundación
para personas con capacidades intelectuales diferentes. Karina Nepas, quien
desde la misma cátedra de Laboratorio, propuso abordar la creación de
metodologías escénicas con personas no videntes, con un enfoque más bien
inmersivo pues se sometía ella misma a las condiciones no visuales de la vida
de quienes laboraron con ella en el empeño, metodologías que luego aplicó con
actores sin discapacidad. Y por fin, el trabajo poético y creativo de Paula
Galarza en torno a la estilización, estetización y danzalidad del lenguaje de
señas ecuatoriano, que concluyó en una sólida tesis de graduación que contenía
videos, como muestras en vivo de lo conseguido:
https://www.youtube.com/watch?v=p5nC8MagM7I
https://www.youtube.com/watch?v=gF2vn7W4jzM
Desde esas ya lejanas décadas finales del siglo de las dos guerras mundiales,
hasta hoy, han evolucionado los enfoques hacia la dirección, en algunos casos
producto de procesos como la creación colectiva, en otros tantos como resultado
de reflexiones propias de los colectivos o de las tendencias dominantes. Hoy,
por ejemplo, a los cuestionamientos a la autoridad y la autoría en manos del
director de escena, se suman enfoques de género y de gestión–producción, que
han aportado otros modos de construir nuestro oficio, como veremos.
Queda claro, entonces, que una de las discusiones que sigue y seguirá
habiendo en torno a la dirección escénica, es la que se instituye sobre el rol del
director como autor y como autoridad dentro de un grupo o colectivo.
Me es imposible pensar en una forma de teatro, incluso más ampliamente de
artes escénicas, que no sean colectivas. Es decir, no conozco –las habrá en algún
lado– formas escénicas estrictamente individuales, como sí sucede en las artes
visuales y plásticas, en la composición musical o en la creación literaria. Dicho
esto, podría afirmarse que el sentido colectivo es inherente al proceso de trabajo
escénico, lo cual no implica hablar de creación colectiva, menos cuando, como
ya se señaló, vivimos aún el tiempo de los directores de teatro a quienes se le
adjudica la autoría de una obra, estemos o no de acuerdo con ello.
Similar reflexión genera la idea del llamado “teatro relacional”. ¿Cuándo el
teatro no es relacional? Pero, igual que antes, hablamos de una forma específica
de teatro contemporáneo. No interesa ahora dilucidar estas dos ideas,
solamente exponer que hablamos de creación colectiva, como un nombre
propio, un camino, un conjunto de técnicas, pero también de concepciones y
formas de hacer, que fueron y siguen siendo determinantes en el teatro
contemporáneo, sobre todo en América Latina. De hecho sostengo que es el
primer gran movimiento teatral, que se conformó y consolidó en nuestra región,
influyendo en muchos otros lugares.
Hay amplia bibliografía sobre la creación colectiva desde diferentes ámbitos:
René Passeron (Passeron, 1981) o Frank Popper (Popper, 1989) por ejemplo,
trazan un amplio recorrido analizando diferentes formas, incluso ambos
arriesgan una clasificación de lo que llaman creación colectiva, desde los talleres
renacentistas, pasando por formas de arte colaborativo en las vanguardias y
llegando a expresiones más contemporáneas como las del Living Theatre o el
grupo Fluxus.
Otros autores como Teresa Marín (Marín, 2008) (Marín, 2007) o Txaro
Arrazola – Oñate (Arrazola-Oñate, 2012) usan el término creación colectiva, en
sinonimia con otros como creación colaborativa o incluso creación comunitaria.
Y por supuesto hay quienes asumen la creación colectiva como algo propio solo
del teatro como Gustavo (Geirola, 2018) o Patrice Pavis (Pavis, 1988). No
pretendemos elucidar sobre la creación colectiva en otras artes, o si esta es
comunitaria o colaborativa, sino centrarnos dentro del campo de la escena,
donde la creación colectiva tiene un amplio recorrido y es reconocida como un
fenómeno propio del teatro contemporáneo, como dijimos, esencialmente en
América Latina, aunque en un interesante artículo (Cabal, 1980) el director y
gestor teatral, Fermín Cabal, ya fallecido, hace un recuento de las experiencias
de la creación colectiva en España, por influencia del teatro latinoamericano,
desde la década de los 70 en adelante. Y, sin duda, en muchos textos la
referencia al Living Theatre, es obligatoria como un referente de esta forma de
hacer en la escena.
Parecería que sin embargo es en nuestra región, de la mano de creadores y
grupos colombianos (Enrique Buenaventura y Santiago García), de Argentina
(Libre Teatro Libre con María Escudero o Arístides Vargas, ambos terminarían
viviendo en Ecuador por cierto) de Perú (Cuatro Tablas con Mario Delgado y
Yuyachkani con Miguel Rubio) o cubanos (Teatro del Escambray dirigido por
Sergio Corrieri en sus inicios) y sin duda en Brasil (Teatro Arena y Augusto
Boal) donde esta forma de hacer teatro se vuelve determinante para
comprender al teatro latinoamericano entre los años 60 y 90 del siglo XX, que en
general se llamó como Nuevo Teatro Latinoamericano, que tuvo correlatos en el
Cinema Novo, la canción protesta o hasta la nueva literatura latinoamericano
conocida también como el Boom, todas expresiones que tienen una marcada
influencia hasta hoy.
¿Por qué este fenómeno es tan sustancial en América Latina? La respuesta es
compleja, pero, sin duda todo nace desde la Revolución Cubana, incluso hay
quienes arriesgan una “periodización de la actividad teatral que da lugar al
surgimiento del llamado Nuevo Teatro, a partir de lo que significó política y
culturalmente la Revolución cubana (1959)” (Fernández, 2013, pág. 148). La
influencia de la Revolución Cubana en la vida política, social y por supuesto en
el ámbito cultural y artístico de Latino América, fue fundamental entre las
décadas de los años 60, 70, 80 e inclusive hasta los años 90 e inicios del siglo
XXI. Sin evaluarla, sin poner el acento favorable u opuesto a ese proceso, estas
cuatro décadas estuvieron marcadas por lo que fue la Revolución de la isla en
sus inicios, más que por lo que devino luego. Fue también en estas décadas,
cuando – precisamente para contrarrestar la influencia de los sucesos de la isla –
se instauran las dictaduras latinoamericanas de tan ingrato recuerdo. Esta
confrontación entre los movimientos revolucionarios y de liberación nacional,
contra las fuerzas de la derecha latinoamericana aupada por Estados Unidos,
fue nuestro escenario de la Guerra Fría que comenzó a desmoronarse a inicios
de los años 90 con la caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión
Soviética.
Buscando voces y expresiones propias, exigiendo un lugar en el arte mundial,
trabajando en la lógica de alcanzar una identidad siempre esquiva y cambiante,
surgieron los ya mencionados Cinema Novo, el Nuevo Teatro Latinoamericano,
la Nueva Trova y la música protesta, el señalado Boom latinoamericano en la
literatura, una actualización de los indigenismos surgidos a inicios del siglo XX,
junto a un intenso desarrollo de los estudios sociales, antropológicos,
económicos, culturales en torno a esa compleja categoría que es Latinoamérica,
lo Andino y lo Caribeño, que ahora poco peso tienen en la vida y las corrientes
actuales de pensamiento. Este desarrollo de los estudios latinoamericanos,
como la constitución de las formas de arte enumeradas, se alimentó
irónicamente, de las extensas migraciones que provocaron las dictaduras –
incluida la migración de intelectuales españoles hacia América – promoviendo
redes de intercambio, pero también de protección, creación y difusión de esas
artes y estudios.
Si, como hemos visto, autores como Passeron, Popper, Marín, identifican la
creación colectiva como un fenómeno creativo común a diferentes artes,
indiferenciado de formas de arte comunitario o colaborativo, en la perspectiva
latinoamericana, la creación colectiva es un movimiento propio del teatro y las
artes escénicas en general, que ha definido los contornos del teatro actual
inclusive.
Entonces ¿qué es la creación colectiva en América Latina y qué aportó a las
dirección escénica contemporánea? Dejemos sentado, en primer lugar, que este
movimiento está indisolublemente atado al teatro de grupos. Veamos algunas
definiciones.
Para el estudioso y creador argentino, Gustavo Geirola
La creación colectiva [sic] es una metodología muy desarrollada por el
Nuevo Teatro Latinoamericano desde los años 60s. En general, se parte de
alguna idea o de un texto que sirve de base a las improvisaciones de los
actores, quienes diseñan situaciones, personajes, espacios, etc. Durante este
proceso, se toman muchas notas y luego se conforma un texto para la
representación. A diferencia del teatro tradicional que parte del texto
dramático ya escrito por un autor, la creación colectiva parte de la
actuación y llega al texto, como producto final. Este texto es dramático y a
la vez espectacular. Y por supuesto, no tiene UN autor, sino muchos. En la
creación colectiva, además, los roles se distribuyen y diversifican, porque
un espectáculo teatral requiere no sólo de actores sino también de apoyos
técnicos muy precisos.” (Geirola, 2018).
Estas ideas del director y dramaturgo argentino, acentúa la perspectiva
metodológica de la creación colectiva, pero tuvo también perspectivas técnicas
y políticas imposibles de evitar como veremos y que fueron definitivas dentro
del teatro de grupos.
Patrice Pavis, en su diccionario, nos da esta otra definición similar: “1.
Método Artístico: Espectáculo* [sic] no firmado por una sola persona
(dramaturgo o director) sino elaborado por el grupo implicado en la actividad
teatral. El texto (…) se fija después de las improvisaciones de los ensayos,
después de que cada participante ha propuesto modificaciones.” (Pavis, 1988,
pág. 104)
Pero, con la distancia temporal, hemos entendido que la creación colectiva
también aportó innovaciones fundamentales al teatro contemporáneo, a través
de otras vías, que no fueron solo una manera diferente de crear y asumir el
texto. A tono con las ideas políticas de esos iniciales años 60 y las posteriores
décadas revolucionarias, asumiendo la lejana herencia del Berliner Ensamble y
Brecht, apenas desaparecido a finales de los años 50, se entendió que la
estructura básica de un grupo o compañía teatral era un correlato del de poder
clasista del estado, en la cual el director había reclamado para sí no solo la
autoría de la obra –como ya señalamos– sino también el poder dentro del
colectivo. El teatro de grupos, entonces, reclamaba vía la creación colectiva, un
enfoque totalmente democrático del acto de creación – producción, como del
poder dentro del grupo, y aún más, en casos como el de Teatro del Escambray
en Cuba, de los Yuyachkani en su época inicial en Perú, o de Augusto Boal,
expulsado por la dictadura brasileña del 64 con sus formas de Teatro del
Oprimido, promovían formas de teatro en comunidad con grupos obreros e
indígenas, donde las decisiones de esa creación colectiva no eran ya solo
potestad de los artistas, sino del grupo social con el cual trabajaban. Era por
tanto una forma de militancia política, profundamente arraigada en el impulso
revolucionario.
Los aportes teatrales que podemos atisbar hoy, surgidos en ese tiempo, son
esa metodología –tan natural hoy– de prescindir del texto literario para
promover un texto espectacular que se va fijando en improvisaciones como
exponen Geirola y Pavis; pero también implicó –como es evidente– una
profunda reconfiguración del rol del director dentro del grupo, vale al respecto,
reiterar y ampliar la cita de Miguel Rubio: “Yo soy resultado del trabajo de los
actores de Yuyachkani, ellos me han formado a mí como director. Y por eso la
creación colectiva. Y eso está asociado al teatro de grupos que rompe la lógica
de la compañía, y es en el grupo donde aparece ese nuevo actor y actriz, que se
inventa el nuevo teatro que queremos hacer, que generan a su vez nuevas
comunidades de creación, que genera un nuevo modo de producción.”
(Rubio:2020, Comunicación personal) Un director, hecho que sucede hasta hoy,
que se forma entonces al calor de la creación, designado por el grupo para
asumir esa función, reconfigurando las relaciones al interior, dejando
establecido entonces que
Como se evidencia, también se redefinió el rol y el papel del actor dentro del
grupo, siendo en realidad el eje del proceso de trabajo. Los Grupos dejan de ser
colectivos para crear puestas en escena, para para centrar su labor en la
formación del actor; se da lo que Patricio Vallejo denomina como “el traslado
definitivo del centro del teatro hacia el arte del actor” (2011, pág. 259) y
también, como novedad, generan una dramaturgia propia pero desde el mismo
grupo, ya no desde los escritores literarios, siendo las puestas en escena apenas
“la punta del iceberg” del proceso, como diría el mismo Vallejo (Ibid.). Como se
indica en varios momentos, el teatro de grupo –diferenciado de la compañía o
del colectivo que monta obras– deviene el espacio esencial de la creación
colectiva.
Siguiendo esa misma línea, el teatro expandido sería aquel que intenta salir
de sus formas tradicionales en busca de una escena que rebasa sus límites para
acercarse a la danza, la música, la performance, el audiovisual, los medios de
comunicación, las nuevas tecnologías y la cultura de masas, pero que también
asedia a los saberes y haceres disciplinares del teatro convencional, llevando al
límite categorías como la presentación y la representación –vieja discusión por
cierto– el personaje, lo dramático y la dramaturgia, la relación con el
espectador, las técnicas y métodos de la escena, el montaje, abonando por un
teatro o un hecho escénico que se vuelva inter y trans disciplinar, intertextual y
con vínculos a grupos sociales donde se cometen prácticas escénicas cuyo
proceso se reclama como “obra” aunque con frecuencia estas prácticas no
produzcan resultados equiparables a una obra en sí mismo sino tienen valor en
cuanto intervención social, bajo la denominación de prácticas escénicas,
aspirando a renunciar a los realismos y otras tendencias, en favor del
aparecimiento directo de la realidad en escena, si es que esto es posible. A este
respecto, el director cubano Carlos Celdrán (La Habana, 1963), expone una
diatriba a la intención de llevar la realidad a la escena
La persona real que sube a un escenario (…) sale profesionalizada, porque
se van afinando sus recursos expresivos, y es dirigido por un director, o por
un elenco, o por un productor que le dice dónde tiene que entrar, donde
tiene que pararse, bajo qué luz tiene que hablar, dónde tiene que llorar,
cuánto volumen tiene que tener su voz para que se oiga en el público,
cuánto tiempo tiene que mantenerse en escena para que funcione. Cuando
eso pasa ya no es una persona real, ya es un actor que entró en el lenguaje
del teatro y fue fagocitado por él.
Sin mencionar que hay aspectos éticos de este proceso, que con frecuencia son
obviados o peor aún, generan conflictos entre eso que se expone en escena y
problemas como la revictimización, la apropiación cultural y otros. El término
"prácticas teatrales" o “parateatrales” según la fuente, se refiere a una variedad
de actividades o técnicas de escenificación relacionadas pero distintas del teatro
tradicional. Estas prácticas se definen como experimentales o no convencionales
de la interpretación, difuminando las fronteras entre la vida teatral y cotidiana.
Pueden incluir mecanismos improvisatorios, actuaciones interactivas,
instalaciones en lugares específicos y otras formas de expresión artística que
van más allá de un escenario o una actuación marcada. El objetivo suele ser
involucrar a los participantes de una manera más directa, inmersiva,
participativa, desafiando las nociones tradicionales en torno a las tablas. Así, “la
preocupación por el cuerpo del actor pasó hacia el cuerpo del espectador y los
laboratorios actorales se fueron volviendo laboratorios de imaginación social.”
(Ortíz, 2016, pág. 12)
12
La idea de lo liminal en el teatro, vinculado a la escena expandida, es extensamente elaborada
y discutida por la maestra Ileana Diéguez, en un documento axial al respecto (Dieguez, 2007)
llamado Escenarios Liminales. Teatralidad, performances y política.
tempranos en Europa y siguieron una interesante línea de continuidad: “El
teatro posdramático es un teatro ´post-brechtiano´, que se sitúa en un espacio
abierto, primero, por las averiguaciones brechtianas sobre la presencia y la
conciencia del proceso de representación en lo representado (arte de mostrar) y,
segundo, por su pregunta sobre un nuevo arte del espectador. (Lehmann, 2013,
pág. 59)” Que también pudo haber tenido el mismo origen en Latinoamérica,
pues la influencia de Brecht acá en nuestra región fue definitiva, sobre todo en
la creación colectiva. Ambas expresiones, la escena expandida, como el teatro
posdramático, son prácticas que ponen en crisis la representación clásica y que,
sin duda, toman su consistencia de subrayar la función performativa de la
escena, por encima de sus funciones textuales o semióticas. Un teatro que pone
atención en las teatralidades (Ortíz, 2016, pág. 52).
Como vemos, sin embargo, el teatro posdramático, la escena expandida y las
prácticas escénicas hacen referencia a procesos que no necesariamente son
nuevos, a discusiones que llevan mucho tiempo – como la de la crisis de la
representación desde el finales del siglo XIX – o la idea de presentar y no
representar del teatro épico, la situación del teatro como un arte propio e
independiente del texto, que sucede con la emergencia del director de escena.
Implican, todos ellos, un nuevo uso –o al menos el intento de ello– de los signos
teatrales, que disuelven los límites entre teatro y otras artes, el performance
sobre todo, pero también con todo el arte conceptual del siglo XX, que se
decanta por un proceso arepresentacional, en favor de una experiencia
inmediata y real en tiempo, espacio y cuerpos, es decir buscando ser un
acontecimiento (Lehman:237) como expone Erika Fischer-Lichte.
Estas prácticas escénicas también replantean y asedian a la figura del director
de escena, como será evidente. El director sería en estos ámbitos, una suerte de
agente, de propiciador, del hecho escénico, cumpliendo una función más
apegada a la “poiesis” griega que a la autoría misma de la obra o
acontecimiento escénico “Para Platón (1988a) la poiesis se establece como ´toda
causa que haga pasar cualquier cosa del no-ser al ser´ (p.252, 205b), es decir,
toda actividad que permita la ´producción´ de algo desde su condición de no-
existencia hacia la presencia.” (Zambrano, 2019, pág. 42). Pero también en sus
funciones de ser el responsable final del montaje o la puesta en escena, del eje
de selección – como expone Miguel Rubio – pues, al ser acontecimientos
sucedidos no solo en vivo y en directo, sino sin planificación previa, no pueden
someterse a la lógica de una construcción deliberada y anterior. Por otro lado,
esto también reconfigura las relaciones entre director – actores – espectadores y
suceso escénico; el actor ejecuta lo que el momento pide o él crea, difícilmente
escapa al sino de la representación, pero por supuesto que la pone en tensión, y
el director interviene si acaso en la función poiética como señalé antes, y en el
entrenamiento del actor para asumir una situación como la que se plantea, a la
vez que podría incidir con la definición de espacio, de tiempo escénico, con la
atención y recepción del espectador, como con los desafíos al público sobre su
participación o ausencia en la acción.
Conclusiones:
La dirección escénica estaría recorriendo, vía la experimentación, caminos
hacia un teatro no autoritario, permitiendo que cada persona del público arme
su propio espectáculo no solo porque lo interprete como quiera –que es
evidente que sucede– sino porque ha sido o no parte de él, ha visto todo el
proceso o solo una parte, ha “recuperado” el tiempo que le destina al
acontecimiento, ha participado o no de él, por tanto ha asumido o no la acción o
porciones de ella, ha sido o no parte de un colectivo social que ejecuta el
proceso. A esto se sumaría la desjerarquización, incluso la que marca un
adentro y un afuera del suceso teatral; la improvisación, los relatos no lineales;
escenas multifocales también entendidas como escenas simultáneas;
multidisciplinariedad que siempre ha estado presente en el teatro pero que
ahora parece adentrarse más en lo virtual; participación, autoría social;
irracionalidad, empleo de la lógica asociativa que bien podría resumirse como
montaje aunque se renuncia al término y racionalidades paradójicas que
escapan a la perspectiva chata del mundo convencional (Contreras:2011). Así
como el asedio permanente a la figura del director como autoridad
omnipresente y autor de la obra, en favor de perspectivas más cercanas a la
creación colectiva. Pese a ello, muchos creadores, directores y autores,
consideramos que todo esto no es una novedad en el teatro ni en las artes
escénicas (Contreras:2011. Thies – Lehmann:2013) pero es en la escena
expandida o en el teatro posdramático, como en las prácticas escénicas, donde
muchas de estas disquisiciones – que cuando menos vienen del siglo XIX,
cuando no desde la Comedia del Arte o más recientemente del fin de las
vanguardias en la posguerra inmediata posterior a 1945 – se expresan en
conjunto en un solo camino evolutivo y de experimentación, generando lo que
podría ser un nuevo paradigma de la escena, diferente al de la modernidad.
Si hay algún ámbito en el cual se evidencia la profunda evolución del teatro
en las últimas cinco o seis décadas, este en la dirección escénica, tanto porque
en el mundo del teatro durante el siglo XX el director de escena fue quien
promovió las grandes transformaciones escénicas, como porque el director de
escena es y ha sido la figura de autoría y autoridad –tanto en lo referente al
poder dentro del grupo como a su calidad de especialista máximo del teatro–.
La dirección escénica, siendo un ámbito relativamente reciente en el mundo
del teatro, como se evidenció, ha sido y sigue siendo un componente axial de
cualquier práctica escénica, de la reflexión y teorización de los nuevos caminos
que se recorren, pero también de la reconfiguración de la dramaturgia, por
ejemplo, hacia un fenómeno vinculado al accionar de un grupo, al montaje y la
puesta en escena, más que a la literatura. Es decir, además, el surgimiento del
director de escena fue determinante en la autonomía del teatro con respecto a
otras artes y su especificidad como un arte de la acción, no de las letras.
Y, tras lo dicho, será poco discutible que el director de escena seguirá siendo
un componente fundamental de la práctica teatral y escénica.
BIBLIOGRAFÍA
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noción de autoría, modelos colaborativos de creación e implicaciones para la
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ORTÍZ, R. (2016). Escena expandida. Teatralidades del siglo XXI. El amo sin reino.
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PASSERON, R. (1981). La Création collective. París: Editions Glancier-
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