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Nuestra jornada espiritual

La puerta del bautismo conduce al estrecho y angosto camino y a la meta de


despojarnos del hombre natural y llegar a ser santos mediante la expiación de
Cristo, el Señor (véase Mosíah 3:19). El propósito de nuestra jornada terrenal no
es simplemente ver los paisajes de la tierra o utilizar el tiempo que se nos
adjudicó con fines egoístas, sino más bien “[andar] en vida nueva” (Romanos
6:4), ser santificados al entregar nuestro corazón a Dios (véase Helamán 3:35), y
obtener “la mente de Cristo” (1 Corintios 2:16).

Se nos manda y se nos enseña a vivir de manera tal que nuestro estado caído
cambie por medio del poder santificador del Espíritu Santo. El presidente
Marion G. Romney enseñó que el bautismo de fuego por el Espíritu Santo “nos
cambia de lo carnal a lo espiritual; limpia, sana y purifica el alma… La fe en el
Señor Jesucristo, el arrepentimiento y el bautismo de agua son todos elementos
preliminares y requisitos del mismo, pero [el bautismo de fuego] es la
culminación. El recibir [este bautismo de fuego] significa que nuestros vestidos
son lavados en la sangre expiatoria de Jesucristo” (véase Learning for the
Eternities, comp. George J. Romney, 1977, pág. 133; véase también 3 Nefi 27:19–
20).
Por lo tanto, al nacer de nuevo y procurar tener siempre Su Espíritu con
nosotros, el Espíritu Santo santifica y refina nuestra alma como si fuese por
fuego (véase 2 Nefi 31:13–14, 17); y finalmente, nos hallaremos sin mancha ante
Dios.

El evangelio de Jesucristo abarca mucho más que evitar, vencer y ser limpios
del pecado y de las malas influencias de nuestra vida; también conlleva,
fundamentalmente, hacer el bien, ser buenos y llegar a ser mejores.
Arrepentirnos de nuestros pecados y pedir perdón son cosas espiritualmente
necesarias, y siempre debemos hacerlas, pero la remisión de los pecados no es
ni el único ni aun el más importante propósito del Evangelio. El que nuestro
corazón cambie por medio del Espíritu Santo al punto de “ya no ten[er] más
disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2),
como tenía el pueblo del rey Benjamín, es la responsabilidad que hemos
aceptado bajo convenio.

LIMPIO DE MANOS

“El limpio de manos y puro de corazón; El que no ha elevado su alma a cosas


vanas, Ni jurado con engaño” (Salmos 24:3–4).
Hermanos y hermanas, es posible ser limpios de manos y no ser puros de
corazón. Tengan en cuenta que tanto las manos limpias como el corazón puro
son necesarios para subir al monte de Jehová y estar en Su lugar santo.

Permítanme sugerir que las manos se limpian mediante el proceso de


despojarnos del hombre natural y de vencer el pecado y las malas influencias
de nuestra vida por medio de la expiación del Salvador. El corazón se purifica
al recibir Su poder fortalecedor para hacer el bien y llegar a ser mejores. Todos
nuestros deseos dignos y buenas obras, aunque son muy necesarios, no
producen manos limpias y un corazón puro. La expiación de Jesucristo es la
que proporciona tanto el poder limpiador y redentor que nos ayuda a vencer el
pecado como el poder santificador y fortalecedor que nos ayuda a ser mejores
de lo que seríamos si dependiésemos sólo de nuestra propia fuerza. La
expiación infinita es tanto para el pecador como para el santo que cada uno de
nosotros lleva en su interior.
En el Libro de Mormón encontramos las supremas enseñanzas del rey
Benjamín en cuanto a la misión y a la expiación de Jesucristo. La sencilla
doctrina que enseñó hizo que la gente cayera a tierra porque el temor del Señor
había venido sobre ellos. “Y se habían visto a sí mismos en su propio estado
carnal, aún menos que el polvo de la tierra. Y todos a una voz clamaron,
diciendo: ¡Oh, ten misericordia y aplica la sangre expiatoria de Cristo para que
recibamos el perdón de nuestros pecados y sean purificados nuestros
corazones; porque creemos en Jesucristo, el Hijo de Dios, que creó el cielo y la
tierra y todas las cosas; el cual bajará entre los hijos de los hombres!” (Mosíah
4:2; cursiva agregada).
Una vez más, en este versículo encontramos la doble bendición del perdón del
pecado, que sugiere manos limpias, y la transformación de nuestra naturaleza,
lo que significa un corazón puro.

Al terminar sus enseñanzas, el rey Benjamín reiteró la importancia de esos dos


aspectos básicos del crecimiento espiritual.

“Y ahora bien, por causa de estas cosas que os he hablado —es decir, a fin
de retener la remisión de vuestros pecados de día en día, para que andéis sin
culpa ante Dios—, quisiera que de vuestros bienes dieseis al pobre” (Mosíah
4:26, cursiva agregada).
Nuestro deseo sincero debería ser que fuésemos tanto limpios de
manos como puros de corazón, y tener tanto la remisión de los pecados de día
en día como andar sin culpa ante Dios. El sólo ser limpios de manos no será
suficiente cuando nos hallemos ante Aquel que es puro y que, como “cordero
sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:19), libremente derramó Su
preciada sangre por nosotros.
Línea por línea
Algunos de los que oigan o lean este mensaje pensarán que durante su vida no
obtendrán el progreso espiritual que describo. Tal vez pensemos que estas
verdades se aplican a los demás, pero no a nosotros.

En esta vida no alcanzaremos un estado de perfección, pero podemos y


debemos seguir adelante con fe en Cristo por el estrecho y angosto camino y
progresar en forma constante hacia nuestro destino eterno. El modelo del Señor
para el progreso espiritual es “línea por línea, precepto por precepto, un poco
aquí y un poco allí” (2 Nefi 28:30). Las mejoras espirituales pequeñas,
constantes y progresivas, son los pasos que el Señor quiere que tomemos. El
prepararnos para andar sin culpa ante Dios es uno de los propósitos
principales de la vida terrenal y la búsqueda de toda una vida; no se obtiene
como resultado de períodos esporádicos de intensa actividad espiritual.

Testifico que el Salvador nos fortalecerá y nos ayudará a progresar en forma


continua y paulatina. El ejemplo del Libro de Mormón de que “muchos,
muchísimos” (Alma 13:12) miembros de la Iglesia de la antigüedad eran puros
y sin mancha ante Dios es una fuente de aliento y consuelo para mí. Me
imagino que esos miembros de la Iglesia antigua eran hombres y mujeres
comunes y corrientes como ustedes y yo. Esas personas no podían ver el
pecado sino con repugnancia, y “fueron purificados y entraron en el reposo del
Señor su Dios” (versículo 12). Esos principios y ese proceso de progreso
espiritual se aplican siempre a todos y a cada uno de nosotros por igual.

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