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emoción…
~NUESTRAS AUTORAS~
Bella Hayes │ Castalia Cabott │ Flor M. Urdaneta
Grace Lloper │ Jull Dawson │ Kassfinol
Luce Monzant G. │ Miranda Wess │ Tina Monzant
©Edición Agosto, 2020
"NUEVE DESTINOS PARA AMAR"
Derechos e-Book Multiautor
Club de lectura "Todo tiene Romance"
Prohibida su copia sin autorización.
@2020-08-xx
Edición y portada: E-Design SLG
LAS AUTORAS
Flor Urdaneta - ¿Te quedas conmigo?
Flor M. Urdaneta
¿TE QUEDAS CONMIGO?
Cuando era una niña, soñaba con el día de mi boda, imaginaba todos
los detalles, el vestido, el velo, las flores, el baile y el encantador príncipe
azul. Culpé a Disney y a sus tontos cuentos de príncipes y princesas, con sus
finales felices y sus cursis canciones. Pensé que Louis era ese príncipe,
parecía el hombre perfecto. Alto, atlético, moreno, con preciosos ojos
avellanas y labios tentadores. Me conquistó con su sonrisa y sus atenciones,
me llenaba de detalles y me trataba como a una reina. Nos casamos un año
después de conocernos, estaba tan enamorada de él que no me di cuenta de
que era un lobo vestido de oveja. Dos años duró mi idilio, dos años en los que
viví engañada, ciega, tonta… Una mañana, me dijo que debíamos hablar. No
habíamos tomado siquiera el desayuno y seguía en mi pijama, pero él estaba
vestido como si fuera a salir, lo que me pareció muy raro. Él no se levantaba
temprano los sábados nunca, siempre dormía tanto como podía porque
madrugaba de lunes a viernes, el fin de semana descansaba. Supe que se
trataba de algo serio y me preocupé. ¡Y vaya que era serio! No tenía idea de
las magnitudes del asunto hasta que escuché la palabra divorcio. ¡Divorcio!
Habíamos hecho el amor dos noches antes. ¿Y, de la noche a la
mañana, me pide el divorcio?
—¿De qué hablas? —Por un momento, pensé que era una broma, pero
él no estaba riéndose.
—Lo siento mucho, Emma. Me enamoré de alguien más y vamos a
tener un hijo.
Espera. ¿Qué? Ha dicho un hijo. ¡Y que se ha enamorado de otra!
¿Cuándo mierda pasó todo esto?
Estaba conmocionada, no podía creer lo que me decía. ¿Fue por mí?,
¿no era una buena esposa?, ¿no lo complacía en la cama? Me cuestioné
tratando de encontrarle alguna explicación. Pero en el mismo instante en que
fui consciente de que me estaba culpando por algo que hizo él, me di cuenta
de mi error. Nada justifica el engaño, si él no me quería, debió decírmelo
antes de traicionarme con otra mujer.
—¿Desde cuándo estás con ella?, ¿la conozco? —Le pregunté histérica,
estaba enojada y me sentía herida, como si me hubieran clavado una daga en
el corazón. Las lágrimas se me salían solas, no quería llorar, pero no podía
detenerme.
—Que te lo diga no cambiará nada, solo te hará más daño —rodeó el
sofá y rodó una maleta hasta la puerta de entrada—. Mi abogado te contactará
el lunes. Adiós, Emma —dijo abriendo la puerta.
—¡Eres un maldito cobarde! —Le grité exacerbada, arrojándole lo
primero que alcancé, un jarrón de porcelana que su madre nos había regalado.
Pero mi mala puntería hizo que chocara a un metro de él, contra la pared,
partiéndose en mil pedazos, como lo había hecho nuestro matrimonio.
—Nunca fue mi intención lastimarte —dijo con una mirada culpable,
pero no me fiaba de él, era un mentiroso, un rey del engaño… Y después se
fue, abandonándome. Se le hizo tan fácil echar por la borda nuestro
matrimonio, como si hubiera valido nada para él.
Unos días más tarde, descubrí que la mujer con la que mi esposo tenía
una aventura, la madre de su hijo era una mesera de un bar que conoció en su
despedida de soltero. ¡Antes de casarnos! Constance se llamaba. Estuvo con
ella desde el principio, me engañó todo el tiempo que duró nuestro
matrimonio, y me sentí devastada. Todo había sido falso, en ningún
momento, fuimos él y yo. Siempre fuimos tres.
Firmé los papeles del divorcio un mes después. Quería dejarme la casa,
pero no acepté, no necesitaba nada de él. Abandoné la casa y me alojé en un
hotel los siguientes dos meses, no le dije a mis padres que me había
divorciado de Louis, me avergonzaba contarlo. Solo lo supo Helen, mi mejor
amiga. Ella me ofreció alojamiento en su casa, pero no quería ser una
molestia. Además, no habría soportado estar rodeada de su vida perfecta, en
su casa perfecta, con su esposo perfecto, al menos en apariencia. Porque
había descubierto de la manera más dolorosa que los cuentos de hadas no
existían, que eran solo eso, cuentos.
Ya habían pasado cuatro meses desde la última vez que lo vi, en la
oficina del abogado. Y fue tan doloroso que esperaba no cruzarme con él de
nuevo. Lástima que la mala suerte me seguía y, una mañana, en el
supermercado, lo vi con esa mujer. Se veían tan enamorados, parecían la
pareja perfecta. Ella era hermosa, con cabellos dorados, ojos claros y labios
voluminosos. El embarazo ya se le notaba, vestía mallas que se ajustaban en
la curva de su enorme trasero. Era tan distinta a mí, como polos opuestos.
Mi corazón, ya roto, se partió en pedazos más pequeños cuando él le
rodeó la cintura y la besó, sin importarle quien los viera. Conmigo nunca fue
así, era cariñoso, pero jamás me besaba en público, mucho menos me
acompañaba a hacer las compras. Devastada, salí del supermercado sin que
me vieran y me fui al hotel, recogí todas mis pertenencias y conduje por toda
la costa desde San Diego hasta llegar a Carlsbad, con mis padres. Fue duro
tener que contarles lo que había pasado, pensé que me había casado con el
hombre de mi vida y que tendría un matrimonio tan duradero y sólido como
el de ellos. Pero lo nuestro estaba condenado al fracaso, fue una farsa, una
ilusión… Papá se disgustó muchísimo, dijo que iría a San Diego a enfrentar a
Louis, pero le dije que no perdiera su tiempo, que él no valía la pena. Más
tarde, a solas con mamá, lloré en su regazo y me acarició el cabello como
cuando era una niña.
—Puedo hablar con Beth para que vayas con ella por una temporada,
será bueno para ti. ¿Te gustaría? Ella te quiere mucho, siempre me pregunta
por ti cuando hablamos y hasta te envió un regalo de bodas, ese bonito juego
de té.
Beth era mi madrina, vivía en Escocia. No la veía desde que era una
pequeña, desde que se casó con Anderson Craig, un highlander a quien
conoció en su viaje al Reino Unido. Él era viudo, perdió a su esposa en un
lamentable accidente hacía unos años y, cuando conoció a mi madrina, quedó
deslumbrado por ella, la enamoró y la hizo su esposa.
—¿Y decirle que mi esposo me abandonó por otra? No, mamá. Me
moriría de la vergüenza.
—¿Y por qué sería eso? Tú no has hecho nada malo, fue él quien falló.
Sé que Beth te apoyará, ella puede entender por lo que estás pasando, hasta
aconsejarte. ¿Sabías que su primer novio la abandonó en el altar por Rebeca,
su hermana?
—¡No lo sabía! ¿Y qué pasó después? —Me senté para escuchar el
resto.
—Rebeca se casó con él y le dio dos hijos. Pero cinco años después, la
dejó por una mujer más joven y se desentendió de los niños. Hombres como
él no merecen mujeres como Beth. Y, al final, la otra se convierte en la
esposa y la engaña también, como William a Rebeca.
Las palabras de mi madre me hicieron reflexionar. Louis era un infiel y
lo sería siempre. Y Constance un día recibiría una cucharada de su propia
medicina. No diré que eso me produjo algún alivio, pero sí me ayudó a dejar
de pensar que había algo malo en mí que le impidió amarme.
*****
Mi madrina estuvo encantada de recibirme, pasé dos semanas con mis
padres antes de irme a Escocia. Tuve que comprar ropa nueva acorde al
clima, Carlsbad era mucho más cálida que Inverness. En invierno las
temperaturas rara vez bajaban a menos de siete grados. Fue un viaje largo, de
más de quince horas, pero no estaba cansada, dormí casi la mitad del tiempo.
Tomé un taxi en el aeropuerto y le indiqué al chofer a dónde debía llevarme.
Mi destino final era Cannich, a cuarenta minutos de Inverness. No despegué
mi vista ni un instante del paisaje, mirándolo todo con curiosidad y emoción.
Cuando me di cuenta, ya habíamos llegado. La casa de mi madrina estaba
rodeada de grandes árboles, era una vivienda antigua, amplia, de aspecto
rural. La había conocido por fotos y siempre pensé que era encantadora, en
vivo, lo era aún más. Le pagué al taxista, quien me ayudó a bajar el equipaje
y lo dejó en la entrada. Mi madrina salió a mi encuentro un segundo después,
sonriente. Vino a mí con los brazos extendidos, me abrazó y besó en la
mejilla.
—Eres toda una mujer. Y tan hermosa—dijo emocionada. Le sonreí, no
había cambiado mucho desde la última vez que la vi, algunas arrugas y líneas
de expresión, y unas pocas canas en su cabello castaño oscuro. Sus ojos gris
claro resaltaban con su piel porcelana. Era una mujer muy bonita, que se
conservaba muy bien a sus sesenta años—. Ven, cielo, entra. Graham se
encargará de tus maletas. Anderson salió al pueblo, lamenta no haber podido
estar para recibirte.
—Ya lo veré cuando vuelva.
La seguí al interior de la casa recordando que su esposo tenía un hijo
cuando se casaron, Graham. Lo había olvidado. El ambiente era cálido y
acogedor. Si bien por fuera la casa parecía antigua, por dentro la decoración
era moderna, hacía sentir que era otro sitio.
Beth llamó a Graham y pronto salió a nuestro encuentro, alto, fornido,
con los ojos más claros que vi alguna vez y un cabello castaño claro
contrastando con su piel tostada. Me miró de arriba abajo y después miró a
Beth, como si no le hubiera despertado el menor interés.
—Cariño, ella es mi ahijada Emma. Como has de suponer —se rio—.
Emma, él es Graham. Debiste haberlo visto en alguna de las fotos que le
envié a tu madre.
—Seguro que sí —forcé una sonrisa como una cortesía para Beth, pero
acababa de darme cuenta de que tal vez haber ido fue una mala idea.
Graham me saludó con un asentimiento y fue por mi equipaje, sin decir
una palabra.
—Me disculpo por Graham, no es el mismo desde que falleció su
esposa —me contó frunciendo los labios.
—Oh, no tenía idea —murmuré con un jadeo. Eso explicaba por qué
fue tan frío.
—Su única alegría es su hijo Duncan, pero está pasando unos días con
sus abuelos. Es un niño muy listo e inquieto, ya lo verás cuando lo conozcas.
—¿Las llevo a la habitación de huéspedes? —preguntó Graham
llegando con mi equipaje.
—Sí, por favor. Y gracias, cariño —me quedé mirándolo mientras se
alejaba, notando la tensión de sus músculos, llevaba una camiseta manga
corta, jeans y botas montañeras—. Es veterinario, uno de los mejores de la
ciudad —comentó Beth dándose cuenta de que me quedé viéndolo. ¡Qué
pena!
—Qué interesante —se me escapó un bostezo al final de la frase—. Lo
siento, me he sentido cansada de repente.
—Y deberías estarlo, cielo, volaste muchas horas. Ve a descansar, será
bueno para ti. Vamos, te llevaré a tu habitación, es pequeña pero acogedora
—seguí a Beth hasta el segundo piso y entramos a la habitación que dispuso
para mí, no era muy grande, pero con espacio suficiente. Mi equipaje estaba
frente a una cama individual cubierta con sábanas color crema. A cada lado,
había una mesita de noche con cajones; sobre ellas, unas lámparas muy
bonitas estilo asiático, tenía una ventana y una cómoda para guardar ropa—.
Espero que sea de tu agrado, el baño se encuentra al final del pasillo, a la
derecha. Cuando quieras ducharte, gradúa los grifos o terminarás congelada,
el agua de aquí viene del río, es muy fría.
—Muchas gracias por todo esto, madrina.
—No hay nada que agradecer, cariño, estoy encantada de que hayas
venido —sonrió con evidente alegría—. Ahora te dejo para que descanses,
espero que te nos unas a la hora de la comida.
—Sí, no tengo tanto sueño, solo necesito dormir un poco y estaré como
nueva.
Después que mi madrina se fue, abrí la maleta y busqué entre mis cosas
mi toalla, ropa interior, un cambio de ropa y mi bolso de aseo personal,
cargué con todo y salí de la habitación, rumbo al baño. Mientras caminaba
por el pasillo, una de las puertas se abrió y vi a Graham saliendo, él me miró
un breve momento en silencio, sin expresión, y luego se alejó pisoteando
fuerte. Suspiré y seguí mi camino. Al entrar al baño, pasé el seguro y me
dispuse a tomar una ducha.
Más tarde, después de una siesta larga, me sentí renovada. Bajé las
escaleras y encontré a Beth en la sala, junto a la chimenea, tejiendo. Al
verme, sonrió y me invitó a sentarme con ella. Me dijo que estaba
haciéndome una bufanda, que esperaba tenerla lista a mi llegada, pero no
pudo.
—Anderson, amor, Emma está aquí —llamó alzando la voz. Escuché
unos pasos y vi entrar a un hombre mayor, alto, robusto y de ojos oscuros.
Llevaba una barba muy espesa. No parecía mucho mayor que Beth y era muy
gentil, me saludó con mucho afecto, como si me conociera como su esposa lo
hacía.
—Estoy preparando la cena, pizza a la Anderson —dijo muy animado
—. Debo volver. Estás en tu casa, Emma.
—Gracias, señor Craig.
—No, nada de señor. Soy Anderson o Andy.
Más tarde, los tres nos sentamos alrededor de la mesa para comer la
pizza al estilo Anderson. Graham brilló por su ausencia y no pregunté por él,
aunque tenía curiosidad de saber dónde estaba. Al terminar, pasamos a la sala
y conversamos frente a la chimenea por al menos dos horas. Después, fui por
los obsequios que mi madre les había enviado. Para mi madrina, un perfume
y para Anderson, puros. Ambos estuvieron encantados.
Era casi medianoche cuando nos despedimos. En Carlsbad, apenas eran
las cuatro de la tarde, una diferencia horaria significativa. Y con todo lo que
dormí más temprano, no tenía nada de sueño. Le había escrito a mamá
cuando bajé del avión y quedamos en hablar más tarde. Era un buen
momento para hacerlo. La llamé y hablamos un buen rato, le dije que la casa
era hermosa, que mi madrina y su esposo me habían recibido de mil amores y
que ya estaba instalada en la habitación. No le hablé de Graham y ella no
preguntó por él, quizás no lo recordaba o no sabía que lo vería. Cuando
terminé de hablar con ella, me senté en el sofá con mi Kindle y seguí con mi
lectura, un libro de superación personal y autoayuda que me estaba gustando
mucho. Apenas había pasado algunas páginas cuando escuché el chirrido de
una puerta abriéndose y cerrándose. Debía ser Graham. Me pregunté por qué
llegaba a esa hora, qué hacía y con quién, aunque nada de eso era mi asunto.
Continué con la lectura hasta terminar un capítulo, después, fui al baño para
asearme los dientes antes de dormir. Cuando salí, ahogué un grito al ver en el
pasillo, recostado contra la pared, a Graham. Descalzo, con un pantalón de
chándal y camiseta sin mangas. Era atractivo, sin duda, pero su mirada
reflejaba el dolor que le consumía el alma.
—Buenas noches —murmuré antes de apresurarme a la habitación. Y
lo escuché responderme cuando llevaba la mitad del camino. No sabía cómo
actuar frente a él, era tan frío y ensimismado que me hacía sentir incómoda,
esperaba que en algún momento las cosas cambiaran.
Cuando volví a la habitación, me cambié la ropa por un pijama y me
metí en la cama para intentar dormir, pero apenas logré conciliar el sueño
cerca de las cuatro de la mañana. Y, a las seis, ya todos estaban despiertos,
escuché pasos y voces en el pasillo que me despertaron. Me tomé un tiempo
antes de salir, me cambié la ropa y fui al baño. Cuando bajé las escaleras, fui
directo a la cocina siguiendo las voces y el olor a tocino. Mi madrina y
Anderson estaban en la mesa mientras Graham preparaba el desayuno.
—Buenos días —dije, haciéndome notar. Todos me devolvieron el
saludo, incluso Graham, aunque sin volverse para mirarme.
—Pensé que te gustaría un desayuno americano, Graham se ofreció a
hacerlo —dijo Beth con una sonrisa—. Ven, siéntate. ¿Dormiste bien?
—Me costó un poco conciliar el sueño, pero pude descansar.
—El jet lag, cariño. Pronto te adaptarás.
—Espero que sí.
Mientras Graham preparaba el desayuno, mi madrina me estuvo
hablando del pueblo y de los lugares que debería visitar, siempre se
aseguraba de incluir a su hijastro en la conversación, pero él solo murmuraba
monosílabos. ¿Acaso no se daba cuenta de que no tenía el menor interés en
mí?
—Buen apetito —dijo él cuando puso el plato delante de mí. Su voz era
potente y poseía un acento característico, como el de su padre. Supuse que los
dos hablaban gaélico, la lengua celta de los highlanders.
—Gracias —respondí mirándolo por encima del hombro. Y me pareció
ver un atisbo de sonrisa en sus labios, pero fue un gesto rápido, cuestión de
un segundo nada más. En el plato había huevos, tocino y pan tostado. Olía
muy bien. Esperé que les sirviera a todos y, cuando él se nos unió a la mesa,
comenzamos a comer. Al terminar, me ofrecí a lavar los platos y mi madrina
dijo que Graham lo haría, que era su turno en la cocina. Ellos tenían un
acuerdo para las comidas, se turnaban para el desayuno. A la hora de la
comida, cocinaba una asistente del hogar, y en la cena, cocinaba mi madrina
o Anderson.
—Puedes cocinar mañana, se me antojan unos esponjosos hot cakes —
sugirió mi madrina.
—Perfecto, tendrás los mejores que hayas probado.
—Ya lo imagino, eres una excelente repostera, tu madre siempre me lo
decía —atribuyó mi madrina.
—Es mi madre, debe decirlo.
—Eso sí —se rio con su acostumbrado buen humor—. Deberías invitar
a Emma a ir contigo, seguro le gustará ver a los caballos —le dijo a Graham.
Agradecí no estar comiendo porque me hubiera ahogado. Pensé que ya
había renunciado a su afán de que interactuara conmigo.
—¿Quieres ir? —preguntó estoico. Y me sentí muy incómoda. Sabía
que solo me invitaba por Beth, que no le agradaba la idea de que lo
acompañara.
—Claro que quiere, no vino aquí para estar encerrada —respondió mi
madrina por mí.
No me quedó otra opción que aceptar, no quería hacerle ningún desaire.
*****
Tuve que cambiarme de ropa para salir, mi madrina me aconsejó que
usara botas y vestimenta abrigada. Por suerte, había ido de compras antes de
venir y tenía lo que necesitaba. Graham me esperaba en la sala con Beth, me
despedí de ella y luego salimos por la puerta trasera. Él tenía un vehículo
rústico alto, tuve que dar un salto para subirme y lo escuché reírse,
burlándose de mí. No le encontré gracia, aunque me gustó oír su risa,
esperaba hacerlo otra vez en distintas circunstancias. Apenas arrancó el
motor, música rock salió de los altavoces, no era un cantante conocido para
mí, pero por el estilo y la letra pertenecía a la vieja escuela, de los ochenta al
menos. El volumen estaba tan alto que impedía cualquier conversación, lo
que supuse hacía a propósito. Me dediqué a admirar el paisaje sin darle
ninguna importancia, si él no quería hablar conmigo, yo tampoco. Vi árboles
y más árboles, montañas y un río. El recorrido fue de unos veinte minutos y
finalmente llegamos a lo que parecía un castillo antiguo. Graham lo rodeó y
detuvo el vehículo cerca de un establo. Apagó el motor y se bajó sin tener la
gentileza de invitarme a ir con él. Tal vez me había traído solo para hacerme
quedar en el auto.
—¿Qué esperas? —gruñó desde el frente de la Land Rover y decidí
quedarme dentro, su actitud de cromañón no me intimidada en lo más
mínimo. Lo vi caminar hasta mi puerta, la abrió y me pidió en otro tono que
bajara. Entonces salí. Él caminó delante y yo detrás, viendo con buenos ojos
su contornado trasero, que se ajustaba a sus jeans lavados. Su aspereza no me
impedía apreciar su atractivo.
Lo seguí al interior del establo, donde había al menos diez caballos.
Saludó a un hombre y me presentó con él diciéndole que era familiar de Beth,
que había venido desde Estados Unidos. Su nombre era Andy, me pareció
muy agradable y de buen ver, supuse que tendría unos treinta y seis años, de
piel tostada y ojos claros. Fue muy amable desde el inicio y me dio un tour
por el establo, hablándome de cada uno de los caballos, diciéndome sus
nombres, edad y raza. Todos me parecieron hermosos, acaricié a cada uno
como él me indicaba, era la primera vez que interactuaba con caballos y me
gustó mucho. Graham estaba atendiendo una yegua mientras yo conversaba
con Andy.
—¿Quieres montar uno? Chocolate es muy dócil, te iría bien con él —
propuso animado, pero Graham apareció y dijo que debía ir a otro lugar, que
no tenía tiempo, y nos fuimos. Apenas me dio oportunidad de despedirme de
Andy, tenía un carácter del demonio. Aunque cuando me subí al vehículo, no
se rio. Y tuvo la gentileza de bajarle algo de volumen a la música. Pero no
entabló ninguna conversación, así que no hizo mayor diferencia.
Tras conducir al menos durante quince minutos, Graham detuvo el auto
frente a una vivienda rural. Me dijo que no tardaría, que lo esperara en el
auto, y volvió diez minutos después.
—Vine a examinar un potro que nació hace unas semanas, está muy
bien. Fue un parto difícil —me contó mientras arrancaba el auto, y me
sorprendió, era la primera vez que me hablaba sin que se sintiera forzado.
Sonreí dentro de mí, finalmente comenzaba a mostrarse como era y no como
aparentaba.
—¿Eres el único veterinario equino de la zona? —pregunté tentando a
mi suerte, quizá había sido solo una cordialidad y no una invitación a charlar.
—Sí. Y a veces no logro llegar a tiempo —respondió frunciendo los
labios. Y tras un breve silencio, me hizo una propuesta inesperada—. Si
quieres aprender a montar, puedo enseñarte.
—Me gustaría, pero me asusta caerme.
—Yo no dejaría que sufrieras ninguna caída —fue muy convincente al
decir. Y logró convencerme, aunque ya me había entusiasmado cuando Andy
lo propuso.
Graham no era un gran conversador y se mantuvo en silencio el resto
del camino, pero ya la tensión de antes no existía más. Unos kilómetros más
adelante, se hallaba el centro de Cannich, Graham necesitaba comprar
algunas cosas y Beth le había encargado otras.
A la hora del almuerzo, me llevó a un restaurant donde servían comida
local. Él me sugirió que probara el scoth broth y seguí su consejo. Mientras
esperábamos que nos sirvieran la comida, Graham inició una conversación
que se volvió muy personal cuando quiso saber qué me motivó a venir a
Escocia, no tuve problemas en contarle de mis padres y de mi negocio de
repostería, pero no estaba lista para decirle lo de Louis y él lo notó.
—Mi hijo tiene cinco años, es muy listo y curioso. Lo enseñé a montar
desde que cumplió tres años —comentó cambiando de tema. Y fue un alivio
que lo hiciera, sentí que podía respirar de nuevo.
—Seguro lo hace muy bien.
—Sí, aprendió rápido. Mañana lo llevaré a casa, está con sus abuelos
por el fin de semana.
—Mi madrina me contó —dije mordiéndome después la lengua por
haber hablado de más, esperaba que Graham no se disgustara con Beth.
—Lo sé, la escuché cuando lo hizo —unió sus labios en una línea
fruncida y sus ojos se tiznaron de pesar, perder a su esposa aún le resultaba
doloroso. Y lo entendía. Louis no murió, pero también lo perdí. Aunque, la
verdad, jamás lo tuve.
Por fortuna, la mesonera apareció con nuestras órdenes y nos
dispusimos a comer, dejando atrás aquella conversación.
—Está rico —dije tras probar la comida. Era un guisado de cordero.
—Es uno de mis platos favoritos.
—¿Y cuál es tu postre favorito? —Quise saber, la repostera dentro de
mí no podía dejarlo pasar.
—No tengo uno.
—¿Qué? Tienes que estar bromeando. Al salir de aquí, debes llevarme
a una tienda, voy a preparar los mejores postres que hayas probado y haré que
descubras cuál es tu favorito. Aunque necesitaré un préstamo, no traje dinero.
—Está bien —aceptó con expresión alegre. Su imagen de hombre rudo
y hostil había quedado atrás, y yo estaba encantada, aunque no debía
llevarme por las apariencias, la experiencia me enseñó que no debía confiar
en nadie.
*****
De vuelta en casa de Beth, me adueñé de la cocina y preparé los postres
más deliciosos que conocía, esperaba que Graham me diera otra respuesta
cuando le preguntara si tenía un postre favorito. Hice suficiente para todos y,
tras varias horas horneando, batiendo y decorando, tuve cuatro opciones para
ofrecer. Anderson, Beth y Graham rodeaban la mesa de la cocina, preparados
para probar lo que había hecho. El primero, era mi versión de tiramisú, una
de las más vendidas en mi local. Me mordí el labio, nerviosa, mientras lo
probaban. Anderson fue el primero en dar su opinión, murmurando con la
boca llena que estaba muy rico. Graham lo secundó diciendo que era verdad.
Y mi madrina me miró y sonrió con los ojos llorosos.
—Oh, cariño. Me has llevado a casa con este postre. Me recordó a
mamá —y ese comentario me llenó de emoción, era satisfactorio despertar
esas sensaciones en las personas. Y más en alguien tan especial como Beth.
El segundo postre era un cheesecake de fresa. Y supe que había hecho
un buen trabajo cuando escuché un coro de “ummm". Los tres estaban
encantados.
De tercera opción, ofrecí alfajores, que, aunque estaba perfectamente
elaborado, no obtuvo una buena acogida, y lo supe de antemano. Lo usé para
comprobar qué tan honestos serían y me complació que no fueran
condescendientes.
El cuarto fue mi obra maestra, el postre que me había hecho famosa en
San Diego, brownies de chocolate con helado. La primera en reaccionar fue
mi madrina, sus palabras fueron “es el postre más exquisito que he comido en
mi vida”. Y ya que había viajado por casi todo el mundo, fue un gran halago.
—Divino —describió Anderson con la boca rebosada.
—Una verdadera delicia. ¿Puedo tener un poco más? —Fue el
veredicto de Graham. Y no pude evitar sonreír. ¡Lo había conseguido!
—Sí —le serví otra porción y la devoró como si alguien pudiera
arrebatárselo.
Esa noche dormí como un lirón, estaba agotada pero muy contenta. Y
me levanté temprano porque Graham iba a darme mi primera lección de
montar.
El aire olía a su colonia cuando entré al baño, se había duchado
minutos antes porque el espejo seguía empañado por el vapor del agua. La
imagen de Graham en el mismo espacio, enjabonándose el cuerpo, me excitó.
Y me sentí abrumada, hasta hacía unos meses, era la esposa de alguien, creía
que era mi para siempre, y ahora tenía la libertad de desear a quien quisiera.
Aunque no estaba segura de si Graham era la mejor elección, no por cómo
era, sino por quién era.
Sacudí su imagen de mi mente y me metí a la ducha, gradué las llaves y
me bañé rápido, no queriendo retrasarme. Cuando estuve lista, bajé a la
cocina y vi que solo estaba Anderson y mi madrina, ella cocinaba.
¿Pero a qué hora se levantan ellos?
—Buenos días, cariño. Graham me pidió que lo disculpara contigo
porque tuvo una urgencia que atender, dijo que volvería tan pronto como
pudiera.
—Espero que no sea nada grave —dije ocultando mi decepción. Quizá
era lo mejor, pasar tiempo a solas con él parecía una mala idea. Si algo
resultaba mal, sería muy incómodo para todos.
Tomé un lugar en la mesa con Anderson y mi madrina me sirvió un
café expreso, como sabía que me gustaba. Los tres desayunamos tostadas con
huevo y queso, nunca comí las tostadas así y me parecieron muy ricas.
Graham regresó después del mediodía, malhumorado. La yegua que
había ido a atender murió y el potrillo no sobrevivió. Estaba tan disgustado
que ni quiso comer. Y cuando me vio, no me dirigió la palabra, pasó de largo
y salió de la casa como alma que lleva el diablo. Unos minutos después,
escuché el sonido de un golpe, que se repetía cada ocho segundos. Curiosa,
me asomé por la ventana que daba al patio y lo vi cortando leña con furia.
Nunca vi a nadie tan enojado y quise saber si había algo más que la muerte de
la yegua lo que lo estaba molestando. No había modo de saberlo a menos que
le preguntara y no iba a hacerlo.
Decidí irme a la habitación a leer, me cambié la ropa por algo más
cómodo y me senté en el sillón con mi Kindle. Cuando me di cuenta, era la
hora de la cena. Me faltaba poco para terminar el libro, pero tenía que bajar a
comer, debían estar esperándome, acostumbraban a servir la comida a la hora
puntual. Una vez más, Graham estuvo ausente. Igual la mañana siguiente,
pero regresó antes de la hora de la comida con su hijo, lo había ido a buscar
en casa de sus abuelos. El niño era encantador, un pequeño remolino de
cabellos oscuros y ojos grises. No noté ningún parecido con Graham y supuse
que era como su madre. Duncan fue muy educado al saludarme, hasta me
tendió la mano como haría alguien mayor, y yo encantada se la tomé y le dije
mi nombre.
—Eres bonita.
—Gracias, cariño. Y tú muy guapo.
—Papá me dijo que haces postres, me gustan los postres.
—¿Sí? Pues te haré uno muy especial esta tarde.
—¡Sí! —Celebró alzando los brazos—. Papi, ¿puedo ir ahora con
Blaze?
—Después de la comida, campeón.
—Pero quiero ir ya.
—Ya he hablado, Duncan. Ve a lavarte las manos y después de comer
iremos con Blaze.
—Está bien —aceptó a regañadientes.
Después supe que Blaze era su caballo. Fiel a su promesa, Graham
llevó a su hijo a las caballerizas para verlo y me invitó a acompañarlos. Y
mientras el niño saludaba al equino, se disculpó conmigo por la forma que se
había comportado, dijo que a veces ni él mismo se soportaba. Y yo las acepté.
—Mañana te daré esa lección que te prometí —acordó sonriendo. Y no
pude decirle que no.
La mañana siguiente, después de tomar el desayuno, fui con Graham a
las caballerizas y me presentó a Brisa, una yegua hermosa, blanca, que sería
mi primera experiencia montando. Le acaricié la cara y le dije mi nombre,
quería que me conociera antes de comenzar.
Brisa ya estaba preparada para ser montada. Me enseñó a subirme a ella
y la postura que debía adoptar. Me costó un poco, sobre todo por tener a
Graham tan cerca. Y cuando puso sus manos en mi cintura para ayudarme,
me estremecí. Me gustó que me tocara y quise que lo hiciera de nuevo, y por
más tiempo. La tercera lección fue maniobrar las riendas. Y cuando aprendí a
controlarlas, hizo caminar a Brisa quedándose cerca. Dimos una vuelta por
los alrededores y me sentí muy contenta, estaba montando a caballo. Era una
mañana hermosa, con un bello cielo azul, que contrastaba con el verde de los
árboles. Hacía frío, pero no tanto como para hacerme renunciar a estar afuera.
—Lo haces muy bien. ¿Quieres ir más rápido? —preguntó Graham
llamando mi atención.
—No sé si esté lista.
—Intentemos algo entonces —con un movimiento rápido, se subió
sobre Brisa, detrás de mí, y puso las manos sobre las mías, controlando las
riendas. Sentí su cuerpo pegado al mío y electricidad corrió dentro de mí,
desembocando entre mis muslos—. No te asustes, estás a salvo conmigo —
dijo al sentir que temblé, pero no tenía miedo, sino algo muy distinto—.
¿Confías en mí, Emma? —preguntó hablando cerca de mi oído.
—Sí —afirmé, aunque dudaba. No sabía si volvería a confiar en un
hombre, Louis me había lastimado y la herida seguía abierta, sangrando y
doliendo.
Graham hizo un movimiento con las manos sobre las riendas y Brisa
comenzó a andar con un trote suave, que poco a poco se hizo más rápido y
emocionante. La sonrisa no me cabía en la cara y no paraba de reír. Fue una
experiencia única e inolvidable. Y me sentí segura entre sus brazos. Tal vez
podía confiar en él, no era justo juzgar a todos a causa de uno.
Cuando estuvimos frente a las caballerizas, Graham se bajó de Brisa y
me ayudó a hacer lo mismo, sosteniéndome por la cintura y pegándome a él a
propósito. Con los pies plantados en el suelo, lo miré con el rostro inclinado
atrás y vi sus intenciones, quería besarme, y yo no se lo iba a impedir.
—Eres hermosa, Emma —dijo con un susurro áspero antes de besarme.
Me rozó los labios y tiró de ellos con suavidad, uno a uno, y cuando me di
cuenta, yo también lo besaba, rodeándolo el cuello con mis manos y parada
de puntitas para llegar a su altura. Ese día descubrí que perdí años de mi vida
besando al hombre incorrecto, porque hallé más pasión en un beso de
Graham que en todos los que Louis me dio alguna vez—. Mejor de lo que
pensé —dijo cuando terminó el beso.
—Sí —afirmé tragando saliva, nerviosa. Me gustó que me besara,
quería que volviera a besarme, pero no pude evitar preguntarme qué
significaba aquello. Era muy pronto para que quisiera una relación, yo no
estaba lista para una. Pero la idea de un romance era muy tentadora y, si eso
era lo que buscaba, aceptaba encantada.
—Debemos volver, Duncan toma su merienda a esta hora. Nos
podemos reunir más tarde, cuando él se haya dormido —propuso seductor. Y
sentí calor en mi parte íntima, eso se escuchaba a una gran propuesta.
—¿Dónde? —inquirí mojándome los labios.
—Yo te buscaré —me dio un beso rápido y se separó de mí.
Se me escapó un suspiro. Me sentía en las nubes. Lo vi llevar a Brisa
adentro y salir después. Y juntos volvimos a la casa, encontrando a todos
reunidos en la sala de estar viendo una película infantil. Duncan me invitó a
sentarme a su lado y me ofreció palomitas. Me ubiqué junto a él, sobre un
cojín en el suelo, y Graham fue a la cocina por la merienda de su hijo.
*****
Había cumplido un mes en Cannich y no podía sentirme más contenta.
Graham y yo nos habíamos entendido muy bien, nos veíamos cada noche en
la biblioteca, después que todos dormían, para estar a solas, hablar y
besarnos, sobre todo besarnos. Parecíamos dos adolescentes privándonos de
sexo, pensaba que tener relaciones tan pronto sería precipitado,
necesitábamos conocernos, saber sobre qué estábamos parados antes de llevar
las cosas más lejos. Él ya sabía lo de Louis, se lo conté desde el inicio porque
quería ser honesta. Y él me habló de su esposa, describió lo duro que fue
perderla y cuánto la quería. Vi el dolor en su mirada y supe que seguía
amándola, igual que yo al imbécil de mi ex, aun cuando no lo merecía.
En las últimas semanas, compartimos mucho Graham, Duncan y yo.
Había aprendido a montar a caballo sola y salíamos a cabalgar en las
mañanas, por los alrededores y más allá. Me llevaron al río y los vi pescar
juntos, tenían una relación muy cercana, se notaba el amor que sentía el uno
por el otro. Me enternecía. Esperaba formar una familia con Louis, pero ese
sueño se desmoronó como castillos en el aire. Era momento de construir
nuevos sueños, esta vez, sobre cimientos sólidos.
A la hora de la merienda, Duncan comía los postres que le preparaba,
sus favoritos eran los pastelitos rellenos. Le encantaban. Y, en las noches,
veíamos películas animadas. Estaba disfrutando mucho de mi estadía, tanto,
que no quería marcharme, pero en mis planes no estaba quedarme, iba a
volver, aunque no sabía cuándo.
Esa noche, después de que Duncan se fuera a la cama y su padre le
leyera un cuento, vino a mi habitación a buscarme, como hacía siempre, pero
me sentía algo indispuesta y me quedé en cama. Pillé un resfriado y hasta se
me subió la temperatura. En cuanto él lo supo, se encargó de atenderme con
mucha diligencia, me hizo una sopa y me dio medicamentos. La fiebre bajó
una hora después y, aunque me sentía mejor, aún no estaba bien del todo.
Graham pasó la noche en mi habitación, cuidándome. Eso fue lo más dulce
que alguien hizo por mí. Él era dulce.
—Buenos días —me saludó Graham con una sonrisa cuando abrí los
ojos, estaba sentado junto a la cama, en el sillón. Se veía tan fresco como una
lechuga, a pesar de haber dormido en el piso, sobre un colchón improvisado
con frazadas y colchas, aunque insistí que había lugar en la cama para él.
Pero la verdad era muy pequeña, apenas entraba yo.
—Buenos días —respondí regresándole la sonrisa. Y me senté.
Él se levantó del sillón y se sentó en el borde del colchón, a mi lado. Y
rogué en mi interior no lucir como un espanto.
—¿Cómo te sientes?
—Muy bien gracias a ti.
—Me alegra saberlo —sonrió de nuevo y me acarició la cara con cariño
—. Tengo que ir a atender un caballo en las afueras del pueblo, volveré en
unos días, Duncan me prometió que te cuidará.
—Es un encanto —sonreí enternecida.
—Te echaré de menos —me dio un beso casto en los labios y se puso
en pie.
—Yo también te echaré de menos.
—Lo sé —dijo con un guiño—. Volveré pronto —caminó hacia la
puerta y, antes de salir, me miró y agregó—: Te quiero, Emma —y luego se
fue, como quien huye evitando el dolor. Él creía que no podría
corresponderle, pero yo también lo quería, aunque pareciera pronto. No sé ni
cuándo pasó, solo pasó. Me había enamorado de él.
Los últimos dos días pasaron dolorosamente lentos y lamenté no
haberlo seguido esa mañana, pero no podía hacer más que esperar. Trataba de
no pensar en Graham, pero me resultó imposible. Mi única distracción era
Duncan, pero no había mayor recordatorio de Graham que él. Cuando el sol
cayó esa noche y Graham no apareció, sentí mucha desilusión, estaba
contando las horas para volver a verlo y debía seguir esperando.
Eran casi las ocho de la noche cuando llamó, habló con Beth y con
Duncan, pero no conmigo, y era natural, nadie sabía de nuestro amorío, lo
guardábamos como un secreto, por mutuo acuerdo. Pero pudo inventar
cualquier excusa para hablarme, es lo que yo hubiera hecho. Al parecer, el
caballo que atendía se había complicado y necesitaba quedarse más tiempo.
Así pasaron cinco días hasta que al fin regresó. Duncan se lanzó a sus brazos
y le dijo que lo había extrañado mucho, yo disimulé y lo saludé como haría
cualquier día, aunque por dentro mi corazón gritaba: “ven y bésame”. Pero
debía esperar. Eran las diez de la noche cuando llamó a mi puerta, se había
demorado más de lo normal, por lo general, me buscaba a las nueve. Abrí,
sintiéndome eufórica y él me envolvió en sus brazos y me besó con añoranza,
no necesité escuchar un me hiciste falta, me lo dijo con aquel gesto.
—Ven conmigo —me invitó sujetándome la mano. Y fui con él sin
poner peros. Cruzamos el pasillo y llegamos a la puerta de su habitación.
Nunca había entrado, era la primera vez. Cuando pasé, mi boca formó una
perfecta “O”. La había decorado con globos rojos, pétalos de rosas y velas—.
No tiene que pasar nada si no quieres —dijo nervioso.
¿Hablaba en serio? Claro que quería.
Le respondí con un beso lleno de pasión y emoción. Dominados por el
deseo, nos desvestimos sin dejar de besarnos, y aterrizamos en la cama, él
sobre mí. Sus manos se movían por todo mi cuerpo y su lengua bailaba en mi
boca con necesidad.
—Graham —susurré cuando sentí sus dedos en mi sexo, incitando mi
punto más sensible. Estaba empapada, lista para recibirlo. Pero él se tomaba
su tiempo, me tocaba descubriendo mi cuerpo con sus fuertes y cálidas
manos. Y después con su boca. ¡Oh, su boca! Me devoró el sexo como un
hambriento, tuve que morder una almohada para sofocar mis gritos. ¡Y aún
no terminaba!
—Mírame, Emma —pidió subido sobre mí, con mis piernas rodeándole
las caderas. Ni cuenta me había dado de que los tenía cerrados. Abrí los ojos
y lo vi, imponente, masculino, excitado, y el corazón me dio un vuelco—.
¿Te quedas conmigo? —Me preguntó expectante. Y sabía que no hablaba de
sexo, que me estaba pidiendo que no me fuera.
—Sí —respondí sin requerir pensarlo, y no por lo que pasaba, sino
porque ya lo había decidido—. Y también te quiero, Graham —la cara se le
llenó de felicidad y los ojos de sosiego, no tenía que preocuparse más, ya lo
sabía. Y entonces nos volvimos uno solo, su carne en mi carne, su piel en mi
piel. Apasionados, entregados el uno al otro, hicimos el amor. Y aunque no
era mi primera vez, sentí que lo fue.
En la mañana, desperté en sus brazos, me sentía feliz, liviana como una
pluma. Con cuidado de no despertarlo, me levanté y busqué en su armario
una camiseta. Hallé una blanca, gastada, y me la puse. Me urgía hacer pis.
Metí los pies en unos calcetines y corrí al baño. Aproveché de asearme los
dientes, usando mis dedos porque mi cepillo estaba en mi habitación, y me
peiné con los dedos antes de volver a la habitación. Cuando cerré la puerta, él
estaba sentado en el colchón. Me miró y sus ojos se llenaron de ira. No
entendía la razón.
—Husmeaste en mis cosas —gruñó malhumorado—, y elegiste la
camiseta con la que ella dormía.
—Lo siento, no lo sabía —murmuré con voz rasgada, al borde de las
lágrimas. Fui al armario, me la quité y la colgué donde la había encontrado.
Después, busqué mi ropa, que estaba regada en el suelo, y me vestí con prisa.
Quería salir corriendo de su habitación y llorar a solas. Y así lo hice. Me fui
sin escuchar una palabra suya, ni una disculpa. Simplemente, me dejó ir. Una
noche de ensueño se había transformado en una pesadilla. ¡Qué ilusa fui!
Nada podía ser tan perfecto, él no podía ser tan perfecto. Empaqué toda mi
ropa y llamé un taxi, era momento de irme. Cuando tuve todo recogido, bajé
las escaleras cargando mi equipaje y fui a la cocina, mi madrina y Anderson
estaban ahí. Él me saludó como siempre lo hacía, pero Beth se dio cuenta de
que algo andaba mal.
—Estoy muy agradecida por su hospitalidad, han sido muy amables,
pero tengo que marcharme.
—¿Y eso por qué, cariño? ¿Qué ha pasado? —preguntó ella
preocupada.
—Lo siento, madrina, pero necesito irme ahora. Dile a Duncan que lo
quiero mucho y que lamento no despedirme de él. Te llamaré cuando llegue a
casa. Gracias por todo, madrina. Te quiero mucho —fui y la abracé,
conteniendo las lágrimas que amenazaban con salir. No quería llorar.
—Te extrañaré mucho, cariño.
—Y yo a ti.
—¿Y para este viejo no hay un abrazo? —dijo Anderson levantándose.
—Claro que sí —fui con él y lo abracé—. A ti también te voy a
extrañar. Eres el hombre más encantador que he conocido.
—Vuelve cuando quieras, querida Emma.
—Gracias —me separé de él y les dije adiós con la mano, con el
corazón hecho un puño y los ojos cristalinos.
No llores, Emma. No llores.
Tomé las maletas que había dejado en el recibidor y salí de la casa sin
mirar atrás. El taxi ya estaba esperándome, el chofer se bajó y guardó el
equipaje en la maleta. Me subí al auto y le dije que iba al aeropuerto de
Inverness. El hombre puso el auto en marcha y comenzó el viaje que me
llevaría lejos de Graham. La historia se repetía. Una vez más, me iba con el
corazón roto. La última vez, porque no iba a permitir que sucediera de nuevo.
—¡Qué demonios! —gritó el chofer cuando, repentinamente, un
hombre a caballo se interpuso en nuestro camino. ¡Graham! Las llantas
chillaron en el asfalto cuando frenó, evitando chocar con él.
Graham se bajó del caballo y abrió la puerta.
—No te vayas, Emma. Perdóname, he sido un completo imbécil —dijo
agitado, con los ojos entornados y llenos de miedo.
—Ya es tarde, Graham —susurré sintiendo las lágrimas en mi cara.
—No, no es tarde —dijo empecinado—. Te quiero, Emma. Te quiero y
no puedo perderte.
—No es verdad, la amas a ella. De otro modo, no hubieras reaccionado
así.
—Era mi esposa, Emma, siempre la amaré. Pero se ha ido y tú estás
aquí.
—Y merezco más que el segundo lugar —tragué el nudo en mi
garganta y me sequé las lágrimas—. Adiós, Graham —cerré la puerta y le
pedí al chofer que continuara. Él asintió y condujo hacia mi destino, dejando
a Graham detrás.
*****
Habían pasado cuatro meses desde que regresé. Mis padres me
recibieron muy contentos, pero no me quedé con ellos mucho tiempo, renté
un apartamento y abrí una pastelería, decidida a volver a comenzar. Pensaba
en Graham y en Duncan todo el tiempo, también recordaba a mi madrina y a
Anderson con afecto, me había encariñado mucho con todos. Lamentaba no
haberme despedido de Duncan, pero fue lo mejor, de otro modo, no hubiera
podido irme.
Era casi hora de cerrar cuando escuché las campanillas de la entrada
sonando, me encontraba en la cocina sacando una tarta del horno y grité que
en un momento iba. Demoré solo unos minutos y, cuando salí de la cocina, di
un paso atrás al ver a Graham detrás del mostrador. El corazón se me aceleró
y las piernas se me pusieron flojas. ¡Había venido a buscarme! Soñé tantas
veces con ese momento que pensé que no era verdad. Hasta cerré los ojos y
los abrí, incrédula. Pero era él, era de verdad.
—Tenías razón —dijo con voz ronca y una mirada profunda—,
merecías más que el segundo lugar —se inclinó en el suelo y abrió una cajita
de terciopelo, que contenía el anillo más hermoso que vi una vez—. Emma
Lewis ¿quieres ser mi esposa?
Me cubrí la boca con una mano y sentí que mi corazón estallaba de
emoción. Quería decirle que sí, pero antes él debía saber algo que podía
hacerlo reconsiderar su propuesta.
—Graham, yo… —Inhalé y exhalé, preparándome para decírselo, pero
la frase “estoy embarazada” escapó de mi boca tan baja que no supe si me
había oído. Aunque por la forma que palideció, supe que sí lo hizo.
Se levantó del suelo y preguntó con expresión dolida:
—¿Conociste a alguien?
—Sí —suscité. Y el dolor destelló en sus ojos—, su nombre es
Graham, vive en un pueblito de Inverness y es veterinario.
—Emma, por Dios —dijo con una exhalación, apoyando sus manos en
sus rodillas y doblándose sobre su estómago.
Rodeé el mostrador y fui hasta donde estaba. Le puse la mano en el
hombro y le pedí perdón, fue una mala jugada de mi parte. Después, respondí
su pregunta, con un: “Sí quiero, Graham”. Y él se irguió y me tomó entre sus
brazos, uniendo nuestros labios en un beso que selló nuestro destino.
—Te amo, Emma. Solo a ti —dijo mirándome a los ojos.
—También te amo —contesté llorando de emoción… en parte, la otra
parte era culpa de las hormonas.
La boda tuvo lugar un mes después, con Duncan, Anderson, Beth y mis
padres de testigos, con el arrullo de las olas llegando a la orilla de una playa
en Carlsbad, donde construiríamos un hogar para los cuatro.
Esperábamos una niña.
FIN
Conoce a Flor M. Urdaneta
FIN
Conoce a Castalia Cabott
Caroline
Es el segundo crucero al que subo en mi vida, y el más hermoso. Todo
es lujo y sofisticación, exactamente como a mí me gusta. Este viaje al
nordeste del Brasil es un regalo de mi hijo Jared. Pasaremos Año Nuevo
juntos, es la primera vez que hacemos algo así, viene con su novia… nunca
en toda su vida lo vi tan embobado y enamorado.
Al parecer el amor no solo se limita a su novia y a Jamie, el hijo de
ambos de dos años, sino a toda la parentela de ella. Es raro verlo así, moverse
con tanta soltura y felicidad en un ambiente familiar que no es en absoluto su
estilo. Nunca fuimos ese tipo de gente, es como descubrir a una nueva
persona. Es mi hijo, lo amo, y él a mí, pero no somos muy demostrativos,
tenemos un carácter bastante… desamorado.
Me encontraba rezagada, en espera de que nos ubicaran, observando
todo a mi alrededor hasta que la anfitriona nos llevó a nuestros camarotes.
Nos fue ubicando uno a uno…
Jared tenía la mejor suite de todas, con su novia Lucía y su hijo. A Phil
–el hermano de Lucía–, a su esposa Geral y a sus dos pequeños hijos los
ubicaron al lado en un camarote idéntico como si fuera un espejo, al resto –
Karen y Alice, las dos hermanas de Lucía, y sus respectivas familias– los
distribuyeron en cómodos departamentos exteriores anexos. A Palomita –la
hija de Phil de su primer matrimonio– la ubicaron en un departamento con
sus dos abuelas: Stella y Cynthia.
Los únicos que estábamos solos éramos el amigo de Phil y yo, nosotros
estaríamos en suites individuales.
¡Qué pena! No me hubiera importado compartir un departamento con
semejante espécimen. Miré al joven caminar frente a mí y lamí mis labios al
ver su perfecto trasero, como si estuviera deleitándome con un delicioso
crème brûlée, ese chico lo era, un manjar tanto a la vista como
presumiblemente al tacto, quizás pudiera comprobar su sabor…
Para la batidora mental, Caroline… es el amigo de tu hijo,
probablemente de la misma edad. ¡Já! Como si fuera que ese detalle alguna
vez me importó. Lo siento, me gustan los más jóvenes, y no tengo que
justificarme ante nadie. Las cosas son simples: tengo cincuenta y tres años,
pero aparento de cuarenta –que son los nuevos treinta–, así que exijo algo
acorde a mí, no un vejestorio arrugado de más de sesenta. Soy una perfecta
Pink Cougar orgullosa de serlo. Femenina, falsamente alta debido a mis
infaltables stilettos con plataformas, delgada y firme. Tengo todo en su lugar
a base de un buen cirujano y mucho gimnasio, puedo competir con quien sea,
lo tengo bien claro.
Me adelanté unos pasos y le sonreí a Aníbal mientras éramos los
últimos en ser ubicados.
—Bien, estas son sus suites señor Ferros y señora Moore —anunció la
anfitriona y nos entregó unas llaves electrónicas—, una contigua a la otra.
Espero que estén cómodos y disfruten de su estadía.
—No dudo que así será —respondí mirando al bomboncito con los ojos
entornados. Él me sonrió y casi me derretí.
—Estoy seguro de que lo haremos —dijo Aníbal aceptando la llave—.
Muchas gracias.
Ambos sonreímos y entramos cada uno en su camarote. Pero… ¡cuál
fue nuestra sorpresa! Había dos puertas que comunicaban las habitaciones…
¡y alguien había olvidado cerrarlas! ¡Aleluya, frijoles saltarines!
Reímos a carcajadas al vernos a través de ellas.
—Tu nombre es Aníbal, ¿no?
—Sí, señora Moore, Aníbal Ferros, para servirla —y muy educado me
pasó la mano—, nos presentaron hace un año en el casamiento de Phil y
Geral, él es como mi hermano. Soy amigo de Jared también, y de Lucía.
—Lo recuerdo —se la estreché con firmeza—. Por favor, no me hagas
sentir como una uva pasa, llámame Caroline. Parece que seremos
compañeros de cuarto, eso ya debe hacernos mejores amigos —no podíamos
parar de reírnos.
—Caroline, créeme… la uva pasa no tiene nada que ver contigo. Eres
una mujer estupenda, una vez se lo dije a tu hijo —entró a mi camarote al ver
que iba a levantar la maleta, él lo hizo—, ni siquiera pareces su madre,
cualquiera que no los conociera diría que son hermanos.
—Gracias —batí mis pestañas, coqueta—. ¿Tienes la edad de Jared?
—En un par de meses seré mayor que él, cumpliré treinta y siete —
anunció al parecer casi orgulloso de ser un año más viejo—. ¿Quieres que
cierre las puertas? —las inspeccionó— Son dos, una de cada lado.
—Voy a cambiarme. Si crees que no puedes soportar verme desnuda…
hazlo —lo desafié.
Se quedó mudo mirándome confundido.
—Eh… yo… —balbuceó.
—Estoy bromeando, bomboncito —dije riendo a carcajadas. Se
desinfló—. Hagamos lo siguiente, —propuse—: como estamos solos en este
viaje, las dejamos abiertas cuando queremos conversar, y cada uno cierra
desde su lado cuando necesitemos privacidad. Si yo la abro y veo que la tuya
está cerrada, significará que no quieres compañía… ¿bien?
—Me parece perfecto —contestó.
Le pasé la mano para sellar el trato, él la tomó, pero en vez de
estrecharla la llevó a sus labios y me besó con suavidad.
En ese instante me sobresalté por dos cosas, uno… sonó la última
sirena de aviso, estábamos zarpando y dos… temí que un torrente de fluidos
cayera en cascada por mis piernas.
¡Oh, pimientos rojos! Ese hombre era peligroso para mi libido.
*****
Aníbal
Llegué justo a tiempo para embarcar.
Mis amigos venían desde California, pero yo pasé la Navidad con mi
familia en Paraguay, tenía que encontrarme con ellos a bordo. Los Logiudice
eran la verdadera familia que yo había escogido, los adoraba. Donde ellos
iban, me invitaban a acompañarlos, cualquier actividad que hacían o
reuniones familiares, allí estaba yo, era uno más de ellos.
Una mezcla de sentimientos contradictorios hizo presa de mí cuando
volví a ver a Caroline, la madre de Jared. Me ocurrió cuando la conocí hace
más de un año y cada vez que la vi en el lapso que permanecí en California
esa vez. Solo conversamos en una ocasión en grupo, pero su aspecto siempre
llamó mi atención.
¿Cómo definirla?
Era la mujer más vistosa que había conocido en mi vida.
Empezando por su cabello platinado largo y sedoso, sus increíbles ojos
color miel y su sonrisa perfecta y permanente. Su esbelta figura desarrollada
en no más de 1,60 metros de estatura, pero que llegaban con facilidad a ser
diez centímetros más debido a los tacones de aguja que siempre llevaba y que
repiqueteaban a su paso con una cadencia maravillosa que repercutía
directamente en mi entrepierna. Les aseguro, no es lo mismo ver caminar con
esos stilettos a cualquier mujer… o a la señora Caroline Moore. Ella parecía
convertir cada paso en una pequeña danza sensual. No era solo el movimiento
de sus piernas, sino de su larga cabellera, sus pequeñas nalgas, sus caderas,
sus manos, hasta sus senos –¡podría jurar que no usaba sostén!– se
bamboleaban ligeramente y me dejaban duro como una piedra.
Todo a su paso parecía dejar una estela color rosa, porque sí… al
parecer ese era su color preferido. Toda ella vestía de rosa y blanco, al
cuerpo, bien apretado, definiendo cada una de las curvas de su figura. Tenía
el típico físico de la mujer norteamericana: en vez de la forma de una
guitarra, la de un triángulo. Caderas estrechas, pequeñas nalgas, cintura de
avispa, hombros desarrollados y grandes senos.
Sí. Muy grandes, pero firmes… suponía que habían pasado por el
quirófano. ¡Una mujer de su edad no podía tener esos perfectos senos y darse
el lujo de no llevar sostén!
Avancé delante de la vampiresa rosa para evitar que las babas se
escurrieran de mi boca y pensé en bueyes perdidos mientras cada familia iba
entrando a sus camarotes.
¡Oh, oh! El suyo y el mío eran contiguos.
¡Pero cuál fue mi sorpresa! Volví a encontrar a mi tormento al entrar,
porque la puerta de comunicación entre nuestras habitaciones… ¡estaba
abierta! No pudimos más que reír a carcajadas por el descuido del personal de
servicio.
Tuvimos una conversación ligera e intrascendente que no recuerdo muy
bien porque mi cerebro de arriba tiende a licuarse cuando me mira, el bajo-
cerebro funciona mejor durante ese tipo de crisis.
Cuando terminé de ayudarla con su maleta, le pregunté:
—¿Quieres que cierre las puertas?
Aparentemente balbuceé como un idiota, porque ella rio a carcajadas.
Hicimos un trato, y me pasó la mano para sellarlo, pero yo ya había
hecho el ridículo suficiente, esta vez ignoré a mi bajo-cerebro y actué como
lo que siempre fui: todo un gentleman. Tomé la mano que me tendía y me la
llevé a los labios, besándola con ligereza.
En ese momento sonó la última sirena de aviso, sentí que se sobresaltó.
Estábamos zarpando.
—¿Vamos a la pileta? —pregunté sin soltarle la mano.
Esta vez fue ella la que quedó sin habla, mirándome embobada.
*****
Yo llegué antes que ella, porque aparentemente precisaba de tiempo
para producirse.
—¡Hey! Dejen de embromar ustedes, estamos en público. ¿Pueden
parar de toquetearse? —me quejé en broma de mis amigos. ¡Mierda! Estaban
todos en parejas y yo solo como un perro. Bufé.
—Vamos, semental… usa tus encantos, seguro hay muchas deliciosas
jovencitas en este barco deseosas de un amor de verão y dispuestas a
mimarte, ¿no? —acotó Lucía.
—Yo te mimaré, tío Aníbal —dijo Paloma, mi preciosa princesa de
ocho años, y se sentó en mi regazo a llenarme de besos, los que correspondí
con alegría. Era una niña adorable y en extremo cariñosa.
Estábamos todos en la piscina, disfrutando de una tarde de sol, no hacía
ni dos horas que habíamos zarpado de Río de Janeiro rumbo a Salvador,
Bahía, donde atracaríamos pasado mañana.
Estaba jugando con los niños en el agua cuando de repente miré hacia
el bar y vi una estupenda mujer de espaldas apoyada en la barra esperando
que la sirvieran. Su gran sombrero de paja de ala ancha con un lazo fucsia de
tul no me permitía ver su rostro, pero su cuerpo, su actitud y sus movimientos
llamaron mi atención poderosamente.
Llevaba unas ojotas también fucsias con plataforma llenas de cuentas
brillosas y un trikini blanco, desde atrás parecía de dos piezas, pero por
delante ambos pedazos de tela se unían a la altura del estómago. Un pequeño
pareo también blanco casi transparente intentaba tapar el hermoso culito con
forma de corazón que se elevaba orgulloso al estar apoyada con los codos
sobre la mesada. ¡Mi dios! Era una escultura viviente. Con facilidad podría
rodear con mis manos esa pequeña cintura de avispa que tenía.
—Creo que seguiré tu consejo —le dije a Lucía saliendo del agua.
Automáticamente todos me prestaron atención. Claro, como se
encontraban encadenados, ahora estaban ávidos de nuevas emociones a costa
mía. Sonreí, les daría el espectáculo que deseaban.
—Quién… ¿quién? —indagó la curiosa de Geraldine.
Agité mi cabello, me sequé un poco y sonriendo pícaro solté la toalla e
hice una seña con mi cabeza hacia el bar. Esperaba… uno, que estuviera sola;
y dos, que a ese hermoso cuerpo le acompañara un lindo rostro, aunque poco
importaba, podía cubrir su cara con la almohada.
—Pero, Aníbal… ella… —empezó a decir Jared.
—Shhh, ven aquí amor —lo interrumpió Lucía—, déjalo que se
divierta.
No entendí, pero me importaba un carajo.
Cada minuto que pasaba era un desperdicio, cualquier otro podía
acercarse y robarme la oportunidad de conocer a esa escultural mujer.
Yo sabía que tenía un buen físico, y no temía en usarlo para obtener lo
que deseaba, así que caminé decidido hacia ella en bermuda, descalzo, y
ligeramente mojado, peinando mis cabellos con los dedos.
Me apoyé en la barra a su lado, el ala de su sombrero todavía no me
permitía ver su rostro, pero pude oler su delicioso aroma a narcisos. Mi bajo-
cerebro hizo cortocircuito. Suspiré y dije con sensualidad:
—¿Puedo invitarle un trago, bella dama?
Y ella volteó a mirarme.
—Hola de nuevo, roomie —me saludó informal.
¡Oh, mierda, era Caroline!
Mi cara debió haber sido un poema. Me quedé cortado sin saber qué
hacer o decir. Miré hacia la piscina y todos estaban destornillándose de risa...
¡Carajo! Había hecho el ridículo. Puse los ojos en blanco y decidí reírme con
ellos de mí mismo.
—¿Puedo invitarte? —volví a preguntarle, sonriendo y sacudiendo mi
cabeza.
—Oh, bomboncito… ya pagué. Pero el siguiente corre por cuenta tuya,
¿sí? —dijo aceptando el trago que el cantinero le pasaba y entrelazando
nuestros brazos para ir hacia la piscina, ajena por completo al absurdo error
que todos creían que había cometido.
Ok. Realmente no me di cuenta de que era Caroline, pero si todo ese
séquito de mirones no estuviera, esta sería sin duda una caza en toda su regla.
—¡Lela, upa! —exigió Jamie cuando llegamos hasta la piscina.
Todavía seguían riéndose de mí.
—Ay, cariño… —lo levantó y llenó de besos— soy tía Caro,
¿recuerdas?
Esa exigencia absurda de Caroline les hizo olvidar por un instante mi
metida de pata, desviando sus risas hacia ella y su resquemor de que Jared la
llamara “mamá” y Jamie “abuela”.
—Mamo tíacado, acua —pidió el bebé señalando la piscina.
Y así pasamos el resto de la tarde divirtiéndonos en la terraza. Ya no
volví a acercarme a la madre de Jared, perdón… a Caroline. Y todo quedó en
una equivocación que usarían como anécdota en mi contra toda la vida, con
seguridad.
Lo que ellos no sabían, y dudaba siquiera que se imaginaran es que, si
de mí dependiera, estaba dispuesto a follarme a ese pedazo de mujerón en
cualquier superficie de este barco, sólida o líquida.
¡Mierda! Tenía que encontrar a alguien que minara mi deseo.
Fui tras una pelirroja rellenita. Necesitaba algo fácil, no en el sentido
que accediera a intimar conmigo, sino que no deseaba una mujer con delirios
de diva.
Fue la elección correcta. Quedamos en cenar juntos, así que cuando
volví al camarote con la intención de bañarme para volver a reunirme con
ella, vi que la puerta de comunicación estaba cerrada del lado de Caroline.
Me metí al baño sin siquiera pensar en hacer lo mismo de mi lado.
Cuando salí de allí con una toalla cubriendo mis caderas y con otra más
pequeña secándome el cabello vi que seguía cerrada. Olvídate de esa puerta,
idiota. Esto se estaba volviendo obsesivo. Busqué un bóxer de la maleta
abierta apoyada en una silla, y cuando me saqué la toalla liada en la cintura y
la dejé caer al piso para ponérmelo, la puerta de su lado se abrió.
—¿No se suponía que debías cerrar tu puerta cuando necesitabas
privacidad, bomboncito? —preguntó de lo más campante apoyándose en el
marco, sonriendo pícara y mirándome de arriba abajo.
—Eh, yo… ni se me ocurrió —balbuceé la verdad, llevando instintiva e
inmediatamente mi mano con el bóxer a mi entrepierna.
—Tarde, muy tarde —anunció traviesa—. Ya vi todo lo que pretendes
ocultar —entró a la habitación. ¡Entró! Mi corazón empezó a bombear más
rápido— Permíteme decirte que eres un espécimen masculino de primera.
No soy vanidoso, pero no es la primera mujer que me lo dice y espero
que no sea la última. Sé que soy un hombre atractivo, algunas hasta llegaron
a compararme con un actor cubano de apellido Levy.
—Gra-gracias —murmuré, y dejé que me mirara a placer.
¿Qué más podía hacer? Estaba tentado a tirar el bóxer que me cubría la
entrepierna al piso y que sea lo que el diablo quiera. Pero luego pensé: Jared,
mi amigo, mi hermano. Es su madre. Y me contuve.
Pero al parecer a ella eso poco le importaba, no me daría respiro. Y yo,
como buen calentón que soy no puse reparos, suspirando cerré los ojos por
unos segundos y escuché el clic, clac, clic, clac de sus tacones repiqueteando
en el piso. Sentí un tirón entre mis piernas. Tranquilízate idiota, le ordené
mentalmente a mi bajo-cerebro.
Cuando volví a abrirlos la tenía frente a mí, y sus dedos de perfectas
uñas fucsias esculpidas estaban a punto de tocarme. Aspiré el aire y me quedé
quieto, expectante.
Apoyó las uñas de una de sus manos en mi torso y las fue bajando por
mi estómago despacio, muy despacio. Parecía como si mil hormiguitas
circularan por mi piel a medida que me rasguñaba sin hacerme daño. Luego –
sin dejar de mirarme– giró con lentitud acompañando el movimiento de su
mano que circuló por mi cadera hacia atrás. Levanté mi brazo y pasó debajo.
Volteé mi rostro para ver qué hacía.
—Te ejercitas —no fue una pregunta, sino una afirmación. Yo apenas
podía hablar, solo asentí con mi cabeza—. Probablemente todos los días —
continuó mientras acariciaba mi espalda con sus filosas uñas.
—Mmmm, s-sí —suspiré. Por suerte no me tocaba, solo me arañaba.
¡Para qué lo pensé! Posó sus dos manos en mis hombros y fue bajando
despacio por mis brazos, acariciando mis músculos. Mi bajo-cerebro estaba a
punto de explotar, no sabía si podría aguantar. Ella, ajena a mis sentimientos
siguió explorando y bajando sus manos.
—Tienes las pompis más perfectas que vi en mi vida —y las acarició.
—Ca-Caroline… —susurré al sentir su toque como una descarga
eléctrica que fue directo a mi entrepierna.
Volvió delante de mí por el lado contrario.
—Mañana ejercitaremos juntos —anunció sonriendo—. Te despertaré
temprano.
Dio media vuelta y fue hacia su camarote.
¿Eh? ¿Eso es todo? ¿Qué pasó aquí? Negué con la cabeza.
Volvió a entrar.
—Nos vemos en la cena —dijo, y cerró su puerta. No me dio
oportunidad de contestarle.
¡Maldición! ¿Y ahora qué mierda iba a hacer? Estaba más duro que un
pan de ocho días. Si no fuera la madre de Jared ya estaría estampándola
contra la pared y follándola como si fuera a acabarse el mundo.
Había algo extraño en toda esta situación. Normalmente yo era el
depredador y las mujeres mis presas, yo era el que las perseguía y ellas las
que se hacían las difíciles. Ya saben, el juego normal de tira y afloje. Pero
aquí había un sutil cambio de roles que no sabía si me gustaba. Me sentía…
raro, como si esta vez fuera yo el trofeo de caza.
Fruncí el ceño y procedí a vestirme.
Estaba tan cargado que me sentía a punto de explotar.
¡Pobre la pelirroja! Lo que le esperaba… o feliz de ella.
*****
Caroline
El bomboncito creyó que no me di cuenta, pero sé que intentó ligar
conmigo en el bar porque pensó que era una niña pija de esas que pululan en
estos cruceros. No le dije nada, no fue necesario porque disfruté de su error,
me hizo sentir bien que me confundiera con una jovencita. Todos sus amigos
lo tomaron como una broma, probablemente reirían con su metida de pata por
años.
A mí me pareció como un macarons parisino, delicioso, dulce y chic.
Todo en él me gustaba, su porte, su altura, sus músculos, sus preciosos
ojos pardos muy claros en combinación con esa piel tostada y el cabello rubio
oscuro con decoloraciones naturales. Era realmente un bombón, como un
chocolate suizo Delafee con copos comestibles de oro. Pero no era su aspecto
físico lo que más me atraía, sino su personalidad… una mezcla de niño bueno
soy-incapaz-de-hacerte-nada y de donjuán tenorio te-follo-hasta-en-el-techo.
Entendía su recelo de acercarse a mí en otro contexto que no fuera “la
madre de su amigo”. ¿Lo entendía? Bueno, la verdad es que no… pero creía
comprender sus motivos: era un muchacho educado en Paraguay, de forma
tradicional.
¿Pero qué pasaba cuando la otra persona –o sea yo– pensaba que si la
rechazabas era cuando le estabas faltando al respeto? Y, sobre todo, que al
hijo de esa persona –o sea Jared– le importaba un cuerno con quién follaba su
madre. Al menos eso creía.
Miré hacia donde estaba el bomboncito de oro, lo vi con una pelirroja.
Sonreí. Se encontraba de cacería… ¿huyendo de mí?
Ya no le presté atención porque yo estaba con Jamie, mi solcito. Tenía
que aprovechar esas tardes con él, al terminar el crucero volvería con su
madre a Paraguay y ya no lo vería por lo menos en seis meses.
Cuando volví al camarote al atardecer y me metí a la ducha sentí que
toda mi piel lo resentía, sobre todo mi espalda y hombros. ¡Maldición!
Me vestí para la cena y cuando ya estaba lista me fijé en la puerta que
me comunicaba con el bomboncito rubio, la abrí para saber si quería
acompañarme al comedor.
Y allí estaba, en toda su gloria, saliendo de la ducha, desnudo… solo
pude verlo por escasos tres segundos, hasta que llevó la mano con el bóxer
que pretendía ponerse y se tapó la entrepierna. Pero fue suficiente, ¡oh,
pedazo de budín de banana! Era perfecto… literalmente se me hizo agua en
la boca.
Para justificarme por quedarme mirándolo embobada, lo regañé por no
cerrar la puerta de su lado cuando necesitaba privacidad. Balbuceó algo, ni
me enteré… como autómata me acerqué.
—Permíteme decirte que eres un espécimen masculino de primera —le
dije la verdad, antes de pasar mis uñas por su esculpido torso. Los rubios
vellos de su pecho me hicieron cosquillas en las yemas de los dedos. Gemí
suavecito y continué mi inspección.
Él suspiró, susurrando mi nombre.
Y yo me mojé, lo admito.
Ya le había dado mi mensaje: “alto y claro”. Sabía que a la mayoría de
los hombres les gustaba más ser los cazadores que las presas, así que dejé que
fuera él quien diera el siguiente paso. Me retiré. No sin antes establecer
alguna actividad, para que no quepa la menor duda de mi interés: «Mañana
ejercitaremos juntos, te despertaré temprano».
Esperé verlo en la cena, pero no apareció. Supuse que estaba con la
pelirroja. Cuando volví al camarote abrí mi puerta de comunicación, la suya
lo estaba, al parecer no pensaba cerrarla nunca… pero él todavía no había
vuelto. Me encogí de hombros, aunque en el fondo estaba desilusionada.
Más tarde me sobresalté cuando escuché una puerta cerrarse y vi que la
luz se encendía en el camarote de Aníbal. Miré mi reloj, eran más de las tres
de la madrugada. Oí otro ruido, como de algo que tropezaba, luego maldijo
en español –me lo supuse por el tono que usó–, hasta que se apoyó en el
marco de nuestras puertas con ambas manos y metió la cabeza.
Vi que me miró, yo estaba con las piernas levantadas y apoyadas en un
rellano de la pared bajo el ojo de buey, sentí que suspiró y cerró los ojos.
Parecía… mareado, lo comprobé cuando habló:
—¿Q-qué haces ahí Ca-ro-li-ne?
—Parece que alguien bebió más de la cuenta —canturreé bajando mis
pies descalzos hasta meterlos en mis ¿pantuflas? de tacón con plumas y
dejando mi Kindle sobre la mesita de luz.
Entró a mi habitación vacilante, un paso… dos.
—¿Por qué no estás dormida? —otro paso— ¿por qué no cierras tu
puerta? —cuatro pasos, me miró de arriba abajo— ¿por qué eres tan
hermosa? —sonreí, se acercó hasta quedar a un metro— ¿por qué? —no
parecía estar preguntándome a mí, sino a él.
—No estoy dormida porque me duele mucho la espalda. No cerré la
puerta porque te estaba esperando, y…
—¿Es-espe-esperándome? —balbuceó.
—Sí, cariño… necesito que me ayudes —tomé el gel de aloe vera de la
mesita de luz y se lo puse en sus manos. Mientras me miraba anonadado me
senté al borde de la cama, con una de mis piernas dobladas y le pedí—: ¿Me
lo esparces en el hombro y la espalda, por favor? Apenas mi piel roza con la
sábana siento que me quema, el sol es mi peor enemigo.
Escuché como un gruñido, no le hice caso, me bajé el salto de cama
hasta la cintura, esta vez sentí su gemido. Volteé ligeramente mi cara y vi en
sus ojos la tremenda pelea interior que estaba llevando. «Es la madre de mi
amigo… ¿lo hago? ¿No lo hago?». Se acercó. «Solo voy a ponerle crema,
luego me rajo, no hay nada de malo… ¿no?». Se sentó detrás de mí.
¡Oh, mi rubio bomboncito! Era tan transparente.
Ni siquiera necesitaba mirarlo, su respiración agitada en mi nuca
hablaba por sí sola. Estaba excitado y yo adoraba que lo estuviera, solo
significaba una cosa: me deseaba. Tanto o más que yo a él.
Esta vez fui yo la que suspiré cuando sentí el gel frío caer por mis
hombros, y gemí cuando apoyó sus enormes manos en la base de mi nuca.
Cerré mis ojos y disfruté de su toque. Era suave, primero esparcía el gel con
la yema de sus dedos y luego lo distribuía por todos lados con su palma
abierta. Al rozar los finos tirantes de mi camisolín, estos cedieron y cayeron a
los costados de mis brazos. Miré mis pechos todavía tapados mientras él
bajaba sus manos por mi espalda descubierta hasta casi mi cintura y luego
volvía a los hombros. Echó más gel y reanudó el proceso hasta que
sutilmente se acercó más a mí por detrás y yo llevé mi cabeza hasta su
hombro apoyándola en él. Sus manos vagaban ahora por mi clavícula y mi
cuello, ya ni siquiera me importaba que los dos trozos de tela que cubrían mis
senos cayeran de repente, al contrario… lo deseaba.
—Caroline… —susurró, y respiró en mi cuello mientras su mano
bajaba lentamente acariciando todo a su paso. Estaba segura de que tenía una
visión espléndida de la copa de mis pechos y el canal entre ellos. Quería
sacudirme para que esos dos estúpidos trozos de tela dejaran al descubierto
mis pezones, pero no podía ser tan evidente— ¿estoy soñando?
—No, esto es muy real —no pude aguantar más, volteé y acerqué mi
boca a su cuello yo también.
Él me tomó de la cintura y me levantó a horcajadas en sus caderas, hizo
un movimiento rápido y nos ubicó en el medio del somier mientras yo pegaba
un gritito gracioso debido a la sorpresa.
—Eres tan pequeña —murmuró acostándose y acariciando mi cintura
—, tan diminuta pero tan poderosa a la vez —bajó sus manos hasta mis
muslos y los subió de nuevo por debajo del baby doll— tan bella y tan… —
suspiró— rosada, hasta tu piel se cubre de rosa por el rubor de tus entrañas.
Wooow. ¿Eran así de poéticos todos los paraguayos?
No perdí ni un minuto, ¿para qué? Estaba allí, exactamente dónde
quería estar desde que lo vi por primera vez hacía más de un año. No era
ninguna golfa y mucho menos me acostaba con el primero que se me
cruzaba, de hecho, debido a mi complicado horario de trabajo casi no tenía
vida social. Simplemente sabía lo que quería e iba por ello, y este bomboncito
de oro era exactamente el tipo de hombre que me gustaba: alto, varonil,
caballeroso, rubio de piel bronceada y tenía algo más que me atraía
sobremanera… una mezcla entre inocencia y experiencia. Sus ojos me
transmitían una cosa, sus movimientos otra. Era fascinante.
Levanté sus brazos, él no se opuso.
—Mantenlos allí —le ordené. Balbuceó algo, no sé qué, tampoco me
importó.
Y empecé a recorrer con mi boca su cuerpo, desde sus orejas, su cuello,
su torso, sus tetillas… todo a mi paso. Abría, mordía, chupaba, lamía,
mientras él gemía y murmuraba incoherencias. Cuando llegué a su estómago
y le saqué el cinturón se tranquilizó y empezó a respirar entrecortado.
¿Se tranquilizó?
Estaba a punto de abrirle la bragueta cuando levanté mis ojos y lo miré.
¡¡¡Chispas de aceite hirviendo!!! Se había quedado dormido…
*****
Aníbal
Desperté al sentir un haz de luz que iluminaba mi rostro.
¡Oh, Dios Santo! Mi cabeza me dolía horrores y sentía náuseas. ¡Qué
resaca de la puta madre!
No recordaba nada de lo que había pasado a partir de cierto momento
de la noche. Y parecía como si hubiera dormido diez minutos… bajé los pies
fuera de la cama y me senté, sin abrir los ojos, apenas podía respirar.
Necesito un analgésico, pensé… ¡y agua, mucha agua!
Entorné los ojos, me levanté y caminé tambaleante hacia mi maleta
apoyada en una silla. Enfoqué mi vista y… ¡sorpresa! ¿Maleta fucsia?
¿Dónde mierda me encontraba? Volteé a observar mi entorno, me mareé,
pero pude ver que era mi camarote dado vuelta. ¿Eh?
Caminé hacia la puerta de comunicación con la otra habitación –que
estaba abierta– y asomé la cabeza. ¡Qué maravillosa vista! Lady rosada
estaba enredada entre las sábanas durmiendo plácidamente. Entre “mis”
sábanas para ser más exacto. Se veía magnífica… hasta en sueños. Suspiré
como un tonto, pero mi cabeza me recordó que en ese momento no estaba en
condiciones de hacer nada.
¿Qué hacía yo en su cama y ella en la mía?
¿Acaso me perdí de algo?
Trataría de encontrar la respuesta más tarde. Ahora mismo solo
necesitaba agua, mucha agua… ¡con urgencia! Fui hasta mi maleta, saqué el
medicamento para la resaca, luego tomé una botella del preciado líquido del
frigobar y no dejé de beber hasta que se acabó la última gota.
En ese momento recién volví a mirarla.
Y mi sed volvió, pero ya no de agua. Tenía sed de ella. Llevaba
sediento demasiado tiempo. Mi bajo-cerebro estuvo de acuerdo, dio un
respingo protestando. Pero… ¿qué podía hacer? Caroline era material
prohibido para mí. ¡Era la madre de mi amigo!
A pesar de todo disfruté como un voyerista mirándola embobado.
Estaba durmiendo casi de frente con la sábana desordenada liada por su
cuerpo, su espectacular baby doll color rosa –para no variar– dejaba al
descubierto la copa de sus hermosos senos y sus partes no cubiertas me
permitían apreciar sus torneadas piernas. La verdad, la había visto con menos
ropa en la piscina, pero definitivamente no era lo mismo, el morbo que creaba
la seda rodeándola, la cama y su estado vulnerable de sueño era
incomparable.
Acomodé a mi enojado mejor amigo dentro de mis pantalones y
maldiciendo volví a la habitación de mi tormento. Apenas pasaban las seis de
la mañana, seguiría durmiendo si el dolor de cabeza me lo permitía. Esta vez
me desnudé, quedándome solo en bóxer. Me acosté de nuevo, tapé mi cara
con la almohada y me quedé planchado al instante.
Y a los cinco minutos –o eso creía–, escuché un llamado muy lejano:
«Bomboncito, despierta».
No le hice el menor caso.
«Hey, bomboncito, abre los ojos».
Volteé en sueños, de repente alguien encendió la luz… ¿o me sacó la
almohada? Me quejé.
« ♪♫ Anííííiíbal ♪♫ », canturreó una melodiosa voz. «¿No íbamos a ir
al gimnasio juntos?».
Yo solo quería dormir, y no entendía nada. ¿Quién mierda me
hablaba? Sentí que algo parecido a unas uñas acariciaban mi abdomen.
Mmmm, era agradable, pero más aún lo sería poder seguir soñando. Tomé en
mis manos el objeto que estaba torturándome y cayó sobre mí gritando…
¿eh? Creo que yo me asusté más que ella. La volteé y abrí los ojos en estado
casi de pánico, sin comprender qué estaba sucediendo.
—Ca-ro-li-ne —susurré al enfocar la vista—, ¡oh, cielos! Perdóname,
yo no… eh, digo… —la miré. ¡Estaba sonriendo!
—Tranquilo, bomboncito —dijo acomodándose en la cama—. Por más
que me sienta de maravillas aquí, en tus brazos —Dios mío, ¡qué bien la
sentía yo a ella!—, creo que primero haremos otro tipo de ejercicios
verticales con máquinas —me guiñó un ojo—, luego veremos si pasamos a
los horizontales cuerpo a cuerpo —me hizo una seña— ¿Desenredamos
nuestras piernas, por favor? —pidió riendo a carcajadas.
En ese momento recién me di cuenta de que estábamos completamente
liados y abrazados. La solté de inmediato, me levanté de la cama y le pasé mi
mano para ayudarla a levantarse.
Ella la aceptó y cuando estaba ya parada frente a mí, me miró de arriba
abajo, sonriendo pícara. No quería ni imaginarme lo que estaba viendo, pero
lo sabía a ciencia cierta. Solo tenía puesto mis bóxers y probablemente
estaban como una tienda de campaña.
—Tú tienes la culpa —dije justificándome.
—Me haré cargo oportunamente, bomboncito —mi estómago dio un
vuelco y mi bajo-cerebro otro—. Ahora vístete, ya son casi las ocho y
después tenemos que desayunar.
¡Ay, Dios… yo solo quería seguir durmiendo!
Pero realmente la pasamos muy bien en el gimnasio.
Nos divertimos a más no poder, al menos yo. Creo que ella también, su
sonrisa permanente y sus ojos risueños daban cuenta de ello. ¡Qué hermosos
ojos tenía! Pardos verdosos muy claros, como los míos… y como los de
Jared, aunque los de él eran un poco más oscuros. ¡Ahhh, Jared! ¿Por qué
tiene que ser tu madre? Mi ánimo decayó al recordarlo.
Pero de nuevo olvidé todo cuando –camino a nuestros camarotes para
bañarnos– al bajarnos las escaleras mientras ella payaseaba, se pegó a mi
espalda, envolvió mis hombros con sus brazos, lio las piernas en mi cintura y
cual experta amazona, me susurró al oído:
—¡Arre, mi potro! —y rio a carcajadas estampando un sonoro beso en
mi cuello.
No pesaba nada, así que la llevé cargando el resto del trayecto hasta
nuestras habitaciones, solo esperaba que nadie nos viera porque… ¿cómo
explicaría semejante locura? ¡Tenía encaramada en mi espalda como si fuera
una mona… a la madre de uno de mis mejores amigos! ¡Era una señora, por
Dios! No una de mis amiguitas casi adolescentes, pero… –sonreí como
bobo– en este momento parecía una.
Ni me molesté en bajarla cuando llegamos frente a nuestras puertas,
abrí la mía y entré con ella a cuestas.
—Ya estamos, baja folívora —dije comparándola con los perezosos al
colgarse de las ramas.
—¿Foli… qué? —se quejó mordiéndome la oreja— Al baño —ordenó
y señaló hacia su habitación. Por supuesto, las puertas de comunicación
estaban abiertas.
¡María, Jesús y José! ¿Eso significa lo que me imagino? Trastrabillé.
Normalmente una mujer no tendría ni que insinuarse, yo simplemente
la llevaría, la desnudaría y le haría el amor contra la pared, en el piso, en la
bañera, y en cada espacio disponible. Ahhh, ¡pero no podía hacer eso con
Caroline! ¿O sí? –en mi mente traté de encontrar un paliativo a mi intención
de follarla– Mieeeerda, noooo.
La bajé frente a la puerta de su baño, volteé y la miré.
Posó sus manos en mi pecho y gemí. No sabía qué hacer, la abracé.
—Están llamando a la puerta, Caroline —murmuré.
Y escuchamos con claridad: toc, toc, toc.
Yo blasfemé en español, ella bufó fastidiada.
Nos separamos, nos miramos dos segundos y sin decirnos nada más me
fui hasta mi habitación.
—Cierra tu puerta —dije antes de cerrar la mía—. ¡Ya voy! —le grité a
quien sea que estuviera golpeando.
Dejé tirada mis zapatillas de deporte y mi remera por el piso antes de
abrir la puerta, simulando que acababa de llegar, cosa que era cierta.
—Buenos días, cielo —era Lucía, la saludé tratando de mostrar
naturalidad. Acaricié el cachete de su bebé—. Hola, Jamie campeón.
—Hoda, tioníbal —respondió el niño mientras Lucía intentaba ver
dentro de mi habitación.
—Buenos días, Aníbal —dijo ella—, Jared y Phil me enviaron a
preguntarte si quieres ir a desayunar con nosotros.
—Adelántense, yo todavía tengo que bañarme, acabo de llegar del
gimnasio —le expliqué.
—¿Solo? —indagó con la ceja ladeada.
Mmmm, una pregunta extraña.
—No, cielo… tengo a tres yiyis esperándome en la tina, morena, rubia
y pelirroja. A elección —bromeé.
—Mmmm, já, já… simpático —ironizó—. Creí ver… —lo pensó—
olvídalo —dijo al final—. Estaremos en el comedor, te esperamos.
Asentí, sonreí, le hice una caricia al adorable bebé y cerré la puerta,
apoyándome en ella y suspirando.
Mmmm, Lucía vio algo… sin duda alguna.
*****
Caroline
Fastidiada, me tiré a la cama de espaldas y cerré los ojos.
Y a pesar de mi frustración, sonreí… porque las barreras de mi
bomboncito se estaban resquebrajando.
Yo tenía un grave problema: no sabía lidiar con la frustración. Desde
mis dieciséis años cuando quedé embarazada, me manejé sola en la vida, y
cuando quería algo… lo conseguía, todo tenía que ser rápido y eficiente,
como en mi cocina. Soy chef de un famoso restaurante en Soho, Nueva York.
Me levanté, miré la puerta de comunicación. Caminé hasta allí y la abrí,
la suya continuaba cerrada y no tenía manija desde mi lado para abrirla.
Tampoco iba a insistir, si no la había vuelto a abrir era por algo. Dejé la mía
entornada y me metí al baño.
Luego fui a desayunar y encontré a todos en el comedor ya terminando,
dispuestos a bajar a Salvador, Bahía. Al rato llegó Aníbal, se disculpó y sin
mirarme se dispuso a comer.
—Aprovechen, esto ya es un desayuno-almuerzo —dijo Phil—, porque
no volveremos hasta la tarde.
En efecto, una furgoneta alquilada nos esperaba en el puerto para
llevarnos a recorrer la ciudad en un tour privado, que terminó en la playa, por
supuesto. Pasamos un lindo día en familia en Salvador, Bahía, hasta que, en
un momento dado, me di cuenta de que el único que estaba desocupado era
mi bomboncito, que venía caminando hacia nosotros escurriéndose el agua.
—¿Quién quiere caminar por la playa conmigo? —pregunté
poniéndome el sombrero.
Al ver que nadie respondía, Lucía –que quería complacerme como su
nueva suegra que era– miró a su amigo:
—¡Aníbal! ¿No vas a ofrecerte a acompañarla? —lo regañó— O me
voy yo y tú te quedas con Jamie —hizo amague de levantarse.
—¡Tioníbal, tioníbal! —gritó el terremoto.
—Tú quédate con tu mami, ciclón —le dijo riendo, y me miró—: será
un placer acompañarla, señora Moore —y se puso a mi lado, ofreciéndome su
brazo.
—Ay, ¡qué formal! —rio Karen— ¿Qué te pasa, picaflor? —bromeó.
Él puso los ojos en blanco y yo me colgué de su brazo sonriendo.
Conseguí lo que me había propuesto. Nada raro, siempre obtenía lo que
quería, y Aníbal estaba en mi mira.
—¿Estás tratando de evitarme, bomboncito? —le pregunté cuando
estábamos ya bastante alejados—. No tienes que hacerlo, yo solo me guio por
tu lenguaje corporal. Deja de comerme con tus ojos —me miró, batí mis
pestañas—, y sabré que no me deseas… —lamí mis labios.
—¡Aaahhh, Caroline! Si fuera tan fácil —bufó—. Si quieres saber la
verdad, me atrae todo de ti; no solo tu hermoso cuerpo, tu voz aterciopelada o
tu forma tan femenina de ser, sino también tu inteligencia, tu personalidad tan
desinhibida y… tu sonrisa… tu mirada, tus ojos…
Los cerré inmediatamente.
—¿De qué color son? —pregunté. Oí una risita.
—Pardos verdosos, claros como el agua de un manantial cuando le da
el sol y oscuros como la noche cuando tiemblas de deseo.
—Bastaba con marrón claro —reí a carcajadas y le di un beso en la
mejilla—. Relájate, poeta. Yo nunca haría nada que perjudicara tu amistad
con Jared. A él no le importa con quién me divierto o no, créeme.
—Pero a mí sí… es muy raro, sería como tener un romance con tía
Stella —agitó su cabeza, negando.
—Estás lleno de preconceptos. Stella es una mujer muy hermosa, pero
no tiene nada que ver conmigo.
—Me fascina tu forma de ser —contrario a su decisión de permanecer
alejado de mí, me pasó el brazo por el hombro y me pegó a su costado—,
¡Ahh, Mrs. Pinky! ¿Qué voy a hacer con usted?
—Adórame… —susurré en su oído poniéndome de puntillas— y mi
devoción la sentirás en cada pedacito de tu piel —pasé mis uñas esculpidas
desde su cuello hasta su ombligo.
Suspiró y me miró como si yo fuera la última gota de agua en un
desierto.
—No cierres tu puerta esta noche… —claudicó con voz ronca y suave.
—Eres tú quién ya no volvió a abrirla —lo retruqué.
—Hombre idiota —dijo riéndose de sí mismo y me levantó en vilo,
corriendo hacia el agua.
—¡Aníbaaaaaal!
Me prendí de su cuello y grité de puro alharaca que soy, porque estaba
dónde y con quién yo quería: en los brazos de mi bomboncito. Y haciendo lo
que me gustaba: divertirme.
*****
Más tarde, ya en mi camarote dejé mi lector electrónico al costado
sobre la cama, y bufé, fastidiada. Llevaba cerca de dos horas leyendo y
esperándolo. Eso no era algo que me gustara hacer. Estar a la expectativa de
un hombre no cuadraba con mi estilo, ellos eran los que se adecuaban a mí,
no yo a ellos.
Miré hacia la comunicación entre nuestras habitaciones y las puertas
estaban abiertas, pero solo veía oscuridad de su lado.
Apagué la luz y me di por vencida.
Mis ojos se cerraban. Hasta que me dormí, suspirando inquieta.
Y tuve un sueño muy, muy extraño…
Él surgió desnudo entre la espuma del mar, con su cuerpo mojado
centelleando bajo la luz del sol. Recortado contra un brillante mar turquesa,
parecía un dios pagano. Sin embargo, no era ningún dios. Era un pirata que
pretendía robar mi corazón.
Calor, vitalidad y peligro vibraban en él mientras permanecía de pie
sobre el agua cristalina ante la blanca playa, apropiándose de todo lo que
contemplaba. Su henchida carne varonil proclamaba muy a las claras su
excitación y me hacía jadear.
Como si hubiera oído mi alterada respiración, fijó fascinado en mí su
clara mirada. Me sentía embelesada siendo observada con tanto descaro por
esos ojos intensos y ardientes.
Entonces él se me acercó; la resolución patente con cada ágil zancada.
Noté la arena cálida en mi espalda mientras él me tendía sobre ella y su boca
voraz reclamaba la mía. Su beso fue devastador, no solo en su intensidad,
sino en sus consecuencias; su contacto, peligroso, salvajemente sensual,
mientras sus manos me recorrían a voluntad.
Él bebió de mi boca y luego llevó sus caricias más abajo con suavidad
y de un modo despiadado al mismo tiempo. Echó la cabeza hacia atrás y besó
la curva de mi garganta, mi clavícula, la copa de mis senos... sus labios
quemaban más que el sol sobre mi piel sensible y el abrasador calor agotaba
mis fuerzas. Sus labios hicieron a un lado la tela y atrapó uno de mis pezones
y lo chupó con fuerza, enviando flechas de placer hacia abajo, hacia mi
húmedo centro femenino.
Gimoteé y separé las piernas suspirando, mientras sus labios seguían el
camino hacia el sur. Se sentó en cuclillas entre mis piernas y levantó una de
ellas… ya no era el dios pagano quién estaba allí, ahora me encontraba en el
agua y cientos de pececitos mordisqueaban mis pies, haciéndome cosquillas.
No pude aguantar, reí y agité mis piernas para librarme de esa tortura.
Y en ese momento me despertó el sonido de algo muy fuerte cayéndose
al piso. ¿Al piso? Si yo estaba en el agua…
Me desperté asustada y encendí la luz.
Vi a Aníbal desnudo tirado en el piso blasfemando en su idioma. No
entendía… ¿acaso no fue un sueño?
—¿Qu-qué haces ah-ahí? —balbuceé sorprendida.
—¡Me diste una patada…! —me regañó y se sentó en la cama.
—¡Estaba soñando que me hacían cosquillas! —retruqué en mi
defensa. Y vi un hilillo de sangre brotar de su nariz. Salté de la cama— ¿Te la
rompí? —pregunté anonadada— Déjame verte.
Acomodé mi camisolín de satén y encaje –tapándome de nuevo, muy a
pesar mío– y me paré frente a él entre sus piernas, palpando su nariz.
—No parece estar rota —susurré.
Fui hasta el baño y mojé una toallita con agua caliente. Al volver con el
botiquín de primeros auxilios a cuestas limpié su cara y metí dos bolitas de
algodón en los orificios nasales.
—Bien, con esto es suficiente hasta que te vea el médico de a bordo.
—No será necesario —negó con la cabeza.
—Lo siento, Aníbal…
—No fue tu culpa, tendría que haberte despertado… quise darte una
sorpresa y —hizo una mueca con su nariz— yo fui el sorprendido.
—Oh, bomboncito… —me senté en su regazo— ¡sorpréndeme! —llevé
mi mano a la boca y abrí los ojos como platos simulando asombro— Ohhh,
ahhhh —él empezó a reír—, haré todas las morisquetas… ¡chinchulines!
—¿Alguna vez te dijeron que eres una payasa adorable?
Me volteó de golpe y me aplastó en la cama con su cuerpo.
—¿En qué parte de mi sueño estábamos? —pregunté ciñendo sus
hombros con mis brazos.
—De tu sueño, ni idea… en el mío estaba a punto de desnudarte —bajó
un bretel—, y conocer por fin —bajó el otro— todos los recovecos de tu
hermosa figura.
—S-sí, sí… me molesta profundamente cualquier cosa que me toque en
este momento que no sea tu piel.
—Estamos de acuerdo —contestó siguiendo con su cometido.
Estiré mi brazo y apagué la luz de la mesita de noche mientras él se
sacaba los algodones de la nariz. El ambiente quedó en penumbras, solo
iluminado por la claridad proveniente de su habitación.
—Así está mejor, más…
—…romántico —terminó él la frase. Y me selló la boca con otro beso
de esos que quitan el aliento, mientras levantaba mis brazos y los ponía sobre
mi cabeza—. Quédate quieta —bajó su boca por mi cuello—, quiero
conocerte sin que te muevas —llegó a mis pechos y los miró, bajando el
camisolín hasta mi cintura—, eres una obra de arte —susurró lamiendo una
rosada cumbre, luego la otra.
—A-a-a-nííí-bal —balbuceé desesperada.
Pero como si no lo estuviera apurando, siguió con su exploración.
—Preciosos —murmuró con voz tensa—. Tienes unos senos hermosos
y unos pezones pequeños y rosados, ideales para adorar.
Apreté los muslos con fuerza contra sus caderas y expulsé el aire de
mis pulmones. Su boca estaba tan cerca que podía sentir su aliento cálido en
la cumbre de mis senos.
—Gr-gracias —fue todo lo que pude decir, en un murmullo.
Y comenzó a jugar con ellos sin piedad, sorprendiéndome y
obligándome a jadear. Fue turnándose entre mis pechos, lamiendo lentamente
la aureola de cada pezón para luego chupar la punta con toda la boca.
Lloriqueé, sentía debilidad en las piernas, como si fuesen de mantequilla. Él
endureció la lengua alrededor de mi pezón izquierdo y lo atrajo al calor de su
boca. Gemí suavemente cuando sus labios lo apresaron, y cuando comenzó a
succionar no pude evitar hundir instintivamente las manos en su pelo.
—Brazos atrás —ordenó, protesté, pero le obedecí.
Y mi bomboncito pasó los minutos siguientes colmando mis senos de
atenciones. Chupó un pezón durante unos largos segundos, después cambió al
otro e hizo lo mismo. Luego repitió el proceso una y otra vez como si mis
senos fueran adorables chupetines, y una vez más hasta que volví a aferrarme
a él sin aliento.
Levantó la cabeza de mi pecho, con los párpados entornados.
—Ahora el resto —murmuró posesivamente—. Enséñame ese
maravilloso coño, Mrs. Pinky. Deseo conocerte —bajó el camisolín rosado
junto con mis bragas de un tirón, dejando expuesto lo que quería ver.
Oí su gemido y sentí su suspiro al comprobar que estaba
completamente depilada. Y vi el deseo en sus ojos, puro y cristalino… eso
hizo que quisiera complacerlo, abrí mis muslos para que me mirara, deseaba
que lo hiciera, estaba loca porque me tocara.
Levantó mis piernas y las apoyó sobre sus hombros, hundiendo la cara
en mi estómago, lamiéndome el ombligo y tocando mis senos con las manos.
Luego fue bajando lentamente, besando todo a su paso. Hasta que llegó
a mi centro y se zambulló allí con deleite.
—¡Aníbal! —gemí y mi espalda se arqueó en el somier — ¡Oh, Gula
Melaka… qué delicia!
Me estremecí de nuevo, y mi mente tomó conciencia de donde me
encontraba y qué estaba sucediendo. Allí estaba yo, extendida en mi cama,
desnuda, con los pezones tiesos y el coño expuesto, mientras el mejor amigo
de mi hijo me lamía y chupaba febrilmente, hundiendo la nariz en mi clítoris
como un perro que hubiese encontrado un hueso enterrado.
¡Y lo estaba disfrutando! Enredé los dedos en su pelo y empujé su
cabeza acercándola más a mi carne palpitante.
—S-sí —gemí, perdida en las sensaciones, extraviada en las emociones
que este joven experimentado despertaba en mí—. Continúa —supliqué—.
No pares, por favor.
Él aceptó encantado, un gruñido sordo salió del fondo de su garganta
mientras enterraba la cara entre mis piernas tan profundo como era
humanamente posible. Chupó mi clítoris más fuerte, hundiendo los dedos en
la carne de mis muslos, agarrando mi cuerpo con firmeza.
Estaba cerca, muy cerca, a punto de alcanzar el orgasmo.
—Por favor... por fa-vor, te necesito —rogué.
Y mi bomboncito me complació.
*****
Aníbal
Ella me estaba suplicando.
¿Cómo podía no darle lo que me pedía con tanta dulzura?
Después de toda una noche en la discoteca, ansioso por verla y no
pudiendo deshacerme de mis amigos y de Celeste, tenerla en mis brazos era
la cumbre del éxtasis. Cuando sentí que explotaba en mi boca, le di dos
lametazos y un par de succiones más y me cerní sobre ella alojando mi
henchido sexo dentro de su suavidad; el latente deseo entre sus muslos me
recibió complacido.
Era estrecha y estaba tan cálida y húmeda que mi cuerpo entero se
estremeció de gozo al penetrarla.
—Esto… es… un… sueño —susurré.
—¡Es la gloria! —anunció agitando sus caderas, ansiosa— ¡Muévete,
bomboncito! Ay, ay, aaaay, hazlooo…
Dentro de la neblina del deseo no pude evitar reír… ¡era tan natural y
graciosa! Una niña en el cuerpo de una adulta… no había otra forma de
catalogarla.
Por supuesto, le di todo lo que quería… y más.
—Vuelve a subir tus manos a la cabecera —ella las levantó de un tirón,
presionándolas atrás—, este viaje será rápido, estoy ardiendo.
—Yo ya me calciné —gimió.
Y tembló. Desde dentro hacia fuera, estremecida, aferrándose a la
cabecera.
—Te zurraré —jadeé—. Te zurraré jodidamente.
Su coño se desbordó alrededor de mi polla al escuchar mi amenaza.
—Tal vez deseo que lo hagas.
Ella se propulsó hacia arriba y yo comencé otra vez. Como un rayo.
Una llamarada de fuego. La tirante plenitud no se detenía, ni se aliviaba.
Ardía con el placer. Dolía con el éxtasis.
La monté con fuerza y rápido, sintiendo un nuevo orgasmo construirse
dentro de ella por los tenues sonidos que emitía. No podía evitar sentirme
como un rey… poseyéndola, sobrepasándola y ella no podía dejar de
moverse.
—Dios sí, fóllame también, Caroline —tiraba de ella hacia arriba, sus
caderas se alzaban, empujando mi polla más profundo, más duro, dentro de
ella—. Tan dulce. Tan condenadamente apretada… que me estás matando.
Yo no podía siquiera respirar y percibía que las sensaciones la atacaban
atravesándola. Me sentía mareado, aturdido. Mi cabeza se posó en su hombro
y ella perdió todo el control al sentir que mordía y chupaba su piel,
enterrándome de golpe en su coño, follándola hasta hacerla gritar.
Su orgasmo estaba vivo dentro, lo notaba. Y de repente explotó a través
de ella al arquear la espalda. La recorrió, tirando de sus músculos tensos,
cerrando su coño alrededor de mí mientras sentía el desbocado pulso latir en
su interior.
Temblaba, se retorcía, se enroscaba contra mí muriendo de placer
mientras sentía cómo me corría. Chorro caliente tras chorro mientras la
llenaba, calentándola, hundiéndome dentro de ella y explotando en su matriz.
Fue brutal, aterrador y exultante. La deseaba otra vez. Una y otra vez.
No quería vivir sin estar dentro de ella, no quería existir sin sus besos, sin su
hambre.
Cuando levanté la cabeza, sus labios cubrieron los míos, su lengua
empujó con fuerza dentro de mi boca mientras yo gruñía su nombre, y ella lo
supo… supo que deseaba más… todo.
Esto no era solo placer. Iba mucho más allá, incluso más allá del
éxtasis. Fue una sensación de plenitud y rareza a la vez, porque durante un
momento, solo un momento, sentí como si Caroline me perteneciera.
Me apoyé en los codos sobre ella, aún unidos y la observé embelesado.
Me devolvió la mirada con los ojos entrecerrados y una ligera sonrisa de
satisfacción.
—Mmmm, bomboncito —susurró adormilada y por completo saciada.
—Mrs. Pinky… toda tú eres rosada, incluso tu piel —acaricié su pelo
—, eres tan hermosa.
—Tú eres precioso —llevó las manos a mi rostro y me acarició con la
yema de los dedos—, eres el sueño de cualquier mujer, ¿sabes?
—¿También el tuyo?
—¿Qué soy, un simio? —preguntó con su típica picardía.
Los dos reímos y sin querer las carcajadas hicieron que me desplazara
fuera de ella. Me volteé y la llevé conmigo, apoyándola sobre mi pecho.
—Me da pereza ir a apagar la luz de mi habitación —dije ya con los
ojos cerrados.
—No lo hagas —murmuró acomodándose mejor.
—¿M-me quedo? —indagué.
—Trata de escaparte —contestó enredando sus piernas con las mías y
pegándose más a mi costado.
—Mmmm, ni lo intentaré —acepté complacido.
Definitivamente me había vuelto loco. Así, abrazados, nos quedamos
dormidos… ¡la madre de Jared y yo!
Cuando desperté a la madrugada y la vi acurrucada en mi pecho de
espaldas sentí que era correcto. Esperaba arrepentirme, de hecho, estaba
seguro de que lo haría; pero eso no sucedió. Tenerla en mis brazos se
sentía… extrañamente apropiado. Perfecto.
Tenía solo cinco días más para disfrutarla, así que aprovecharía cada
momento robado para estar con ella… ¡quién sabe si esta experiencia se
repetiría!
¿FIN?
*****
Bring me to Life - Evanescense
Eran las seis de la tarde del viernes y estaba sola en su departamento
mientras el cielo se estaba tornando anaranjado. Las cortinas de su cuarto
volaban inquietas con el viento y el silencio la envolvió. Sintió como se le
helaban todos y cada uno de los huesos del cuerpo.
Sentada en su cama, con la espalda apoyada sobre almohadones, perdió
la vista en la ventana. Todo su mundo había girado ciento ochenta grados,
todo lo conocido y familiar dio una vuelta de campana como un pequeño bote
en altamar, en medio de la tormenta. Sus lágrimas caían serenas, sin prisas y
sin pausas, calentando poco a poco, partes de su alma que no era consciente
que existían.
Por momentos cuestionaba su falta de interés en buscar a su familia
biológica, no lo había necesitado, con sus padres era feliz, pero de alguna
manera en este momento lo sentía correcto. Y eso la hacía sentir confusa,
como en falta y no estaba acostumbrada a sentirse de ese modo. Como nunca
le había pasado.
Se levantó con ímpetu y caminó hasta el rincón de la sala donde
reposaba su violín. Era su lugar favorito del mundo, donde podía soñar,
descansar y evadirse de la realidad, donde encontraba la gracia y la alegría.
Cuando tocaba, sentía que la luz y la paz la invadían. Despejaba su mente y
dejaba su corazón en llamas.
Programó en su consola la pieza elegida, “Bring me to life” en el
volumen adecuado, y tomó asiento en la silla de respaldo recto que utilizaba
para sus largas horas de prácticas. Con manos temblorosas se deslizó por las
cuerdas y en el mismo instante las notas surcaron el aire, llenando el espacio,
saturando sus sentidos, expresando con su cuerpo lo que su alma gritaba y las
palabras no podrían expresar jamás.
Con los ojos cerrados, el corazón en un puño, y los dedos volando y
acariciando cuerda tras cuerda, desgranando nota a nota la interpretó varias
veces, hasta perder la noción de cuántas, sintiéndose cada vez que volvía a
empezar, más libre y feliz. Dio un hondo suspiro, apagó el equipo de música
y estiró su espalda y las manos.
Descalza sobre el piso de madera clara, avanzó unos pasos y se detuvo
frente a la ventana, ya era de noche y la luna llena brillaba con fuerza en el
cielo azul. Una mueca, casi una sonrisa, se instaló en su cara. El camino que
tenía por delante era un desafío, pero creía o al menos necesitaba creer, que el
final sería feliz.
De camino a la cocina, pensó en su madre, veía su sonrisa, la mirada de
orgullo que siempre le brindaba, la dulzura de toda una vida compartida y de
inmediato una lágrima se deslizó por su mejilla. Si hubieran movido el suelo
bajo sus pies, no se habría sacudido tanto.
El sentimiento de angustia la invadió de nuevo. La culpa le impedía
respirar. El temor de causar dolor a las primeras personas que amó, y de
lastimar al hombre que más admiraba en el mundo. Trató una vez más de
serenar sus sentimientos y sus pensamientos, que giraban vertiginosos para
poder ir un paso a la vez. Por el momento, necesitaba una taza de té que la
reconfortara y brindara a su cuerpo un poco de calor.
Estirándose en la encimera de la cocina buscó la taza, mientras el agua
llegaba a su punto de hervor, dejó un sobrecito de su sabor favorito: granada
y frambuesa de Twinings.
Con la taza entre sus manos, se acurrucó en el sillón y encendió el
televisor, buscaría una película en Netflix y apagaría su cerebro por un rato,
demasiadas novedades, demasiado en qué pensar, si no tomaba distancia, no
podría ver la situación con claridad, de pequeña esa era su fórmula ante la
incertidumbre.
Lo primero que tenía que hacer, estaba segura, era hablar con Nathaly,
y como convocada, su teléfono comenzó a sonar sobre la mesita de centro.
La pantalla se iluminó con la cara sonriente de su mejor amiga en el
mundo y su ring particular aulló descontrolado sobre la madera pulida.
Inspiró profundo y trató de componer su pose antes de atender la
llamada, pero esta vez no quería que la viera, así que asumiendo que se
saldría con la suya, no habilitó la cámara.
—Hola Nats —dijo impostando un tono de voz que pretendía ser vivaz
como era costumbre.
—¡Hola Ari! —respondió su amiga y quedó en silencio un par de
largos segundos— ¿Cómo estás? —el tono esta vez varió tornándose un pelín
perspicaz.
—Muy bien, casi por irme a la cama a descansar, se viene una semana
muy dura —soltó de un tirón y se arrepintió al microsegundo.
—Ari, ¿qué pasa? —Nathaly la había descubierto al vuelo, como
siempre, veinte años de amistad y todavía tenía la ilusión que algo, alguna
vez, aunque fuese muy pequeñito se escaparía de su percepción.
—Nada, algo cansada —mintió con ganas y más culpa. Era una persona
honesta y transparente, pero no se creía capaz de mantener esa conversación
en ese momento y menos por teléfono.
—Aratani Mori-York, pon la cámara de inmediato —fue todo lo que
dijo en tono calmo y seguro.
—Nats… —empezó a protestar, pero le era imposible negarle nada.
—Ahora —y con tono más dulce agregó—, por favor, Ari.
Abandonando la lucha inútil, deslizó el dedo por la pantalla y vio en
primer plano la cara de su amiga llena de preocupación. Al traste con su idea
de esperar un poco para hablar de las novedades. Respiró hondo y cuadró los
hombros.
—¿Qué ocurre? No estás bien, y las dos lo sabemos.
—Pero esta vez te superaste, ¿cuánto tiempo te llevó? ¿Dos segundos?
—rio mientras se acomodó un mechón rebelde de su cabello que escapó de su
coleta.
—¿Qué puedo decir? Es que se me da muy bien. Sé que ayer quedamos
en comunicarnos durante la semana, pero sentí que tenía que hablarte y aquí
estamos.
—Es cierto, se te da de miedo —la vio reír y agregó—, en serio a veces
asustas.
—Bueno ese también es mi trabajo, ahora dime, ¿qué ocurre?
Ari negó con la cabeza un par de veces y bajó la mirada a su regazo,
necesitaba un minuto o quizás muchos más, pero no los tendría, para
comenzar a hablar del tema.
—Ok. Aquí va —soltó un suspiro.
Nathaly se alarmó, a la vez que sintió cómo cada célula de su cuerpo se
puso en estado de alerta y trató de disimularlo para infundirle valor a su
mejor amiga que claramente lo necesitaba.
Aratani contó de una manera bastante resumida qué había pasado esa
tarde, y los dos últimos días. La conversación con sus padres, al menos las
partes principales, los planes, sus dudas, alguno de sus miedos en general, la
incertidumbre. Y finalizó con el miedo atroz que tenía de hacer todo eso, y
lastimarlos de alguna manera.
—Por eso no quería hablar ahora, necesitaba ver… evaluar.
—¿Evaluar qué? —la bola de nervios se anidó en el estómago de Nats.
—Si estoy haciendo lo correcto, si es necesario, hasta hace un rato
pensaba que sí y ahora pues ya no sé —una lágrima volvió a caer de sus ojos
de pura frustración.
—Ari, deja de luchar. Estás haciendo lo correcto y cualquiera sea el
resultado de este encuentro, estaré a tu lado, para acompañarte si es lo que
quieres, para consolarte o para celebrar contigo, no importa qué ocurra. ¿Lo
entiendes cariño?
—Sí, lo sé.
Un rato después se despidieron y puso rumbo a la ducha, necesitaba
sacarse el día de encima y volver a concentrarse en su realidad, en sus
proyectos y en reordenar su rutina diaria para esta nueva realidad.
Nathaly había llegado a su vida cuando más la necesitaba.
Estaban por comenzar las clases en una nueva escuela cuando tuvo la
brillante idea de esconder en el escritorio de su padre una tarjeta de
felicitación por su cumpleaños.
Había pasado toda la mañana de ese domingo buscando el momento
que sus padres se alejaran de la planta baja para poder escabullirse y guardar
su regalo, de manera que no lo viera a simple vista pero que fuera una
sorpresa al día siguiente.
Entró sigilosa, mirando a un lado y al otro, como si fuera a cometer la
más grave de las travesuras, y cerró la puerta tras de sí.
Su papá pasaba horas en ese escritorio, de modo que ese sería el lugar
sin lugar a dudas. Se sentó como veía que su padre hacía cada día cuando
entraba a saludarlo al llegar a casa después de clases, y paseó su mirada por
los cajones.
El primer cajón del lado derecho fue el elegido. Miró la puerta una vez
más por si escuchaba a alguien acercarse y nada ocurrió. Lo abrió con mucho
cuidado y dejó el sobre decorado, con la leyenda “Para el mejor papá del
mundo en su cumpleaños” hacia arriba. Si hasta se imaginó la sonrisa que
tendría.
Estaba por cerrar el cajón cuando una carpeta grande de color marrón
llamó su atención: tenía escrito su nombre en el frente junto con los de sus
padres. Con manos temblorosas la tomó y la dejó descansar sobre sus
rodillas.
La curiosidad era más fuerte que el respeto que sentía por la privacidad
ajena, porque en este caso, también era algo de su incumbencia y ella jamás
había visto el contenido de esa carpeta.
Dio un largo suspiro, cuadró los hombros y la abrió. Su mundo se
tambaleó en ese instante y una mezcla de dolor, incredulidad, tristeza e ira se
adueñó de su corazón y sobre todo de su cabeza, no podía creer lo que sus
ojos veían. Eran los papeles finales y legalizados en apariencia, muchos
formularios, llenos de firmas y sellos, de su adopción. Jamás en su vida algo
dolió tanto. Leía y releía la información como si con ello fuera a cambiar,
como si con ello, la verdad que gritaba ese pedazo de papel fuera a doler un
poco menos.
Cerró la carpeta cuidando que todo su contenido permaneciera en el
interior y quiso devolverla a su lugar con sigilo, pero la angustia y la
frustración fueron más fuertes. Una llamarada de dolor volvió a crecer dentro
suyo, y no pudo reprimir ni el llanto ni la furia con la que cerró el cajón. La
tarjeta cayó al suelo durante su partida veloz, al atravesar la puerta del estudio
corriendo hacia su habitación sin mirar atrás.
Las horas posteriores pasaron como un gran nubarrón, sus padres,
entraban y salían de su cuarto, tratando de consolarla, de conversar, de hacer
algo que al menos la sacara de su mutismo ensordecedor. Esa noche no cenó,
ni siquiera bajó al comedor, recién lo hizo al día siguiente por la mañana.
Era muy temprano. Mientras que sus padres tomaban café en la cocina,
ella bajó las escaleras con el sonido amortiguado por sus medias de lana y se
quedó parada en el umbral de la puerta, en lo que consideró una distancia
prudencial, no quería abrazos ni besos, solo explicaciones.
—Buenos días, cielo —dijo su madre con la angustia y la ansiedad
dibujadas en su rostro— voy a prepararte el desayuno —agregó y a Aratani
no se le escapó que en su veloz levantarse y girar hacia el refrigerador se
enjuagó un par de lágrimas.
—No hace falta —respondió de un tirón y se mordió la lengua cuando
la palabra “mamá” se quiso colar al final de la frase, cerró los ojos para
moderar un poco su temperamento esa mañana y agregó—: prefiero que
hablemos primero, por favor.
—Claro hija —dijo su padre con cautela y se bajó del taburete de la
barra de la cocina, llevando consigo su taza y la de su esposa Carole.
La cocina de la familia York tenía mucha luz natural, las ventanas con
vidrio repartido, con las cortinas al ganchillo que había tejido la abuela
Grace, mamá de Carole, los muebles eran claros, y siempre había sido de
todos los lugares de la casa, el preferido por toda la familia, allí conversaban,
reían, hacían planes para las vacaciones o para la película de los viernes que
compartían acurrucados en la sala.
Pero ese día no era como aquellos. El aire que los envolvía estaba
tenso, frío, sobre la estancia caía una fina bruma gris que lo opacaba todo. O
al menos así lo percibía Aratani.
Buscó su lugar en la mesa y cruzó las manos en su regazo, con un gran
esfuerzo contuvo sus propias lágrimas, toda la sensación de dolor e ira de la
noche anterior había mutado a una profunda tristeza. Solo esperaba que esa
conversación pudiera poner algún remedio a la situación.
—Ari, tesoro —llamó su madre— dinos qué piensas, qué podemos
hacer por ti.
—Por favor —fueron las dos únicas palabras que dijera su padre desde
que llegara a la cocina.
—¿Por qué? —preguntó mirando a uno y a otro, y dando la
oportunidad que decidiesen ellos quién respondería.
—Porque nos pareció que no era el momento —comenzó a decir su
padre—, cuando te vimos la primera vez, sin palabras tu madre y yo, supimos
que eras nuestra y que siempre lo serías, a medida que pasaban los meses y
los primeros años, no encontrábamos la manera de decidir qué decir ni
cuándo. ¿Qué se suponía que teníamos que hacer? ¿Llevarte al parque, a un
carrusel, comprar helados y entre cucharadas de fresa y chocolate decirte
“Aratani Mori quieres conocer a tu familia biológica”? Nunca nos
preguntaste…
—¿Estás diciendo que es mi culpa por no preguntar? —Lo interrumpió
irritada, era inconcebible, ¿cómo decía su padre algo semejante?
—¡Ari tesoro, no digo que sea tu culpa! Es solo que esas cuestiones que
a veces se generan en casi todos los niños, a ti no te ocurrió. Sabías que eras
adoptada y con eso parecía alcanzarte, como a nosotros. Nunca necesitamos
nada más. Quizás no tengas nuestros genes, pero tienes nuestro amor
incondicional, nuestros principios, nuestros valores...
—Sí claro, como el de la honestidad y la verdad.
—Aratani Mori-York —dijo Edward York en un tono tan bajo y
pausado que hasta las moléculas del aire parecían haberse detenido en ese
preciso momento— tu madre y yo nunca, jamás, te mentimos, ¿omitimos? Sí,
pero te aseguro, te aseguramos —dijo tomando la mano de su esposa y
extendiendo la otra hacia ella— que ni siquiera fue para protegerte, es que
solo no se dio la oportunidad, pensamos que quizás nunca se diera y que si
llegara a ocurrir sería de otra manera y más adelante. No tienes idea cómo
nos duele que haya sido así.
Su padre muy rara vez elevaba el tono de voz, era de carácter amable y
siempre prudente, la contraparte ideal de Carole, una americana dulce y
risueña que era la luz de sus ojos.
Escuchar su nombre completo en boca de su padre había sido como un
sacudón, la niebla oscura y triste que lo había cubierto todo, comenzaba a
disiparse, y en medio de su pecho la semilla de la genuina alegría comenzó a
florecer otra vez.
Esa terrible noche había estado colmada de preguntas de las que
necesitaba respuestas, que no serían respondidas en ese momento, pero le
bastaba con saber que contaba con sus padres. Extendió las manos hacia su
papá y sin soltarse, se levantó y caminó el puñado de pasos que los separaban
y se refugió en sus brazos. Al instante se unió su madre y juntos
permanecieron en silencio, dejando que las lágrimas llenas de amor y perdón
se llevaran consigo las del dolor y la tristeza.
La alarma del despertador sonó a las diez y treinta en punto, después de
dormir apenas unas horas, tenía por delante todo un día de compras con su
amiga y despejar su cabeza. Al sábado siguiente por la noche era la gran
presentación y su debut como solista de la Orquesta.
Saltó de la cama con los primeros acordes de No running from me de
Toulouse, fue una de las últimas recomendaciones de Nats y había
descubierto que la ayudaba a despertarse y a comenzar de buen humor el día.
Bailando y cantando se metió bajo la lluvia de la regadera. Necesitaba esa
ducha tanto como una taza enorme de macchiato.
*****
My Never - Blue October
Kurai tomó el vuelo al Reino Unido esa misma noche. Fue al
departamento que le asignaron y a su soledad, a darle a su aceitada rutina una
nueva oportunidad. De un tiempo a esta parte se sentía muy desenfocado,
esperaba que, al tomar esta nueva asignación, esa sensación de ahogo y
opresión desapareciera o al menos comenzara a hacerlo.
Su manera de trabajar era bastante solitaria, pero para algunos casos,
muy puntuales, a veces se valía de ciertos colaboradores. Personas con las
que se cruzó en la vida, y por razones del destino o el azar, habían quedado
en deuda con él.
Hiro San le había indicado en el dossier que le hiciera llegar al mail
cuando terminó la reunión, que Akama asistiría a un concierto de la Orquesta
Sinfónica de Londres el próximo fin de semana en el Royal Opera House,
que había comprado las cuatro localidades de uno de los palcos del primer
piso y que asistiría sin compañía.
Kurai tomó su teléfono y contactó a Jerry, su hombre para todo lo que
necesitaba en el Reino Unido y que le facilitaba hospedaje, los pases, tarjetas
de presentación, uniformes, lo que fuera necesario para infiltrarse en
cualquier lugar.
Buscó y descargó los planos azules del lugar, para memorizar cada
escalera, cada habitación y cada acceso, armó cuatro diferentes posibles
entradas y otras tantas salidas. Nunca necesitaba más de una, pero él siempre
aplicaba el mismo mantra “mejor tener y no necesitar que necesitar y no
tener”.
Los días pasaron sin muchos cambios, cada mañana entrenaba en el
departamento, estudiaba los planos, buscaba información nueva de Akama,
como así también de Hiro, recorría las calles de Londres evaluando rutas
opcionales, tanto de llegada como de salida del teatro.
Por las tardes tomó la costumbre, para ambientarse y mimetizarse entre
la gente que frecuentaba el teatro y sobre todo la que asistiría a la gran gala
del fin de semana, de tomar su té en un interesante pub, que se ubicaba en la
esquina a pocos metros de la entrada del teatro, por lo cual, sus clientes eran
en su gran mayoría, músicos y artistas.
Los veía ingresar de a grupos, algunos más ruidosos otros no tanto,
escuchando las conversaciones, aprendió incluso algunos nombres e internas
de los integrantes de la orquesta que haría su presentación el próximo fin de
semana.
Un par de amigas llamaron su atención desde el primer día, se las veía
muy unidas, se trataban con mucho cariño, y se mantenían apartadas de la
gente ruidosa, lo que lograba dos cosas en él: espoleaba su curiosidad, su
entrenamiento le dictaba que no podía dejar cosas al azar, que debía obtener
la mayor cantidad de información para estar siempre preparado, y por otro
lado, si bien una de las chicas era más llamativa con su cabello todo rizado y
su risa contagiosa, la otra amiga era una incógnita, y eso lo incomodaba en
muchos niveles, nada le afectaba de esa manera, nunca. Parecía que cada vez
que ingresaban algo ocurría para que él no la viera, o alguien se interponía, o
el camarero caminaba con una bandeja en alto, cuestión que siendo como era,
estaba en lucha constante, entre alterar sus planes para saber más de esa
misteriosa mujer o atenerse con extrema rigurosidad al plan que tenía trazado.
No estaba en lo absoluto acostumbrado a esas situaciones, nadie antes
le había generado tanta curiosidad. Se revolvió en la silla una vez más, como
cada vez que quería verla o escuchar lo que decía y no podía, tratando de
enfocarse en su tarea, y fracasando en el intento.
Miró en su reloj de muñeca la hora, era el tiempo estipulado para
marcharse, cada tarde cambiaba de rincón, de bebida, de atuendo, para
confundirse en un turista más de la convulsionada y cosmopolita ciudad de
Londres.
Dejó el dinero de su consumición sobre la mesa, y se preparó para salir
por la puerta que daba a la calle lateral. Para su sorpresa, las chicas se
levantaron al mismo tiempo.
El extraño cosquilleo recorrió una vez más su cuerpo, y eso hizo que,
en su cabeza, sonaran todas las alertas, tal y como le pasara cuando tomó la
asignación. Su sangre se espesó, la sintió calentarse con el paso de los
segundos y su corazón volvió a latir desbocado, confundiendo sus sentidos,
desorientando sus emociones. Apretó varias veces su agarre en el respaldo de
la silla de madera, hasta que sus nudillos se volvieron blancos, inspiró hondo
para no desplomarse y una leve capa de sudor frío cubrió toda su piel.
Años, más de una década y media había pasado desde que se sintiera
así la última vez. Esto no podía pasarle en peores circunstancias. Tenía que
averiguar quién era, y saber por qué lo alteraba de esa manera, sin siquiera
conocerla.
Con toda la concentración que pudo juntar, se enfocó en ella, y
emprendió su camino tras el par de amigas. Era curioso cómo la gente
siempre se abría paso cuando él se acercaba, era como si el instinto de
supervivencia les avisara que lo mejor que podría ocurrirles fuera salir de su
camino.
Se detuvo a dos pasos de la puerta acristalada, las chicas se habían
detenido y conversaban animadas, sin prestar atención a cuanto les rodeaba.
—Dime que ya estás más tranquila, por favor, Ari —Nathaly tomó las
manos de su amiga entre las suyas y la miró con infinita dulzura y una pizca
de preocupación en su bello rostro.
—Sí lo estoy, lo prometo, hablé con mis papás y está todo bien —por
sobre el hombro de Nats, levantó la mirada, algo había llamado su atención y
no pudo articular una sola palabra más. Se aclaró la garganta y sacudió la
cabeza para despabilarse, y el dueño de la mirada más penetrante e hipnótica
que vio en su vida, había desaparecido.
—¿Estás bien? Quedaste muda… —dijo Nats mirando a un lado y al
otro de la acera para no ver nada más que gente que iba y venía como cada
tarde a esa hora, en esa calle londinense.
—Sí… sí… solo me pareció ver…
—¿Quééé? Por Dios, di algo…
—Nada no me hagas caso… son los nervios del fin de semana, seguro
es eso —acomodó su cabello y trató de mostrarse lo más calma que pudo, o
su amiga no se marcharía en paz. Rodeó a Nats con un abrazo, ya era hora de
despedirse—. ¿Me avisas cuando llegas a tu casa por favor?
—Solo si tú me avisas a mí.
Las amigas se despidieron mientras Kurai las observaba desde una
distancia segura. El ruido de una moto de alta cilindrada que se acercaba
hacia ese lado de la calle captó su atención y vio cómo en cámara lenta, iba
directo hacia el cuerpo de la mujer misteriosa.
En el eterno segundo que siguió, sintió la adrenalina corriendo furiosa
por sus venas, y la necesidad primaria de ponerse entre esa mujer y
cualquiera que quisiera lastimarla suplió todo lo demás.
Sus zancadas largas y veloces fueron al punto de choque, cuando una
mano enguantada en cuero negro se estiró buscando asir la cartera de cuero
que colgaba del hombro de Aratani.
Ella giró sobresaltada al mismo tiempo que el manotazo casi la tira al
suelo, con la respiración atascada en la garganta aterrizó contra una pila de
músculos que la sujetaban en una abrazo cerrado, fuerte como el acero.
Elevó la mirada para ver el rostro de su salvador y el mundo se detuvo
en ese instante. Esos ojos de color marrón oscuro como el chocolate fundido
la miraban otra vez con intensidad, y vio una nota de preocupación
recorriendo sus facciones en una lenta caricia. Estaban tan cerca que sintió su
aliento cálido estrellarse contra sus labios cuando él dijo:
—¿Te encuentras bien? —acompañó la pregunta cerrando el cerco de
su brazo en la pequeña cintura y con la mano libre, colocó unas hebras de su
cabello detrás de la oreja. Un gesto tan cercano e íntimo que jamás se le
hubiera ocurrido permitírselo a un extraño. Pero por alguna razón, en ese
momento, en ese lugar y con él, le pareció apropiado. Tanto así que tuvo que
reprimir el impulso de perder sus propios dedos en el cabello oscuro de él.
—Permíteme ayudarte —él se despegó de su cuerpo tan solo un paso
hacia atrás y ella sintió la falta de calidez— ¿Puedes sostenerte por tus
medios? —preguntó en tono muy bajo, como no queriendo romper la burbuja
que sin proponérselo ninguno de los dos, se había creado a su alrededor.
Kurai siempre tuvo la capacidad de pensar y racionalizar varios
escenarios a la vez, pero era la primera vez que no lo veía posible, todos sus
sentidos se hallaban concentrados en la mujer frente a él. Y eso lo ponía en la
mayor de las encrucijadas, por un lado, sabía que tenía que ponerle fin a lo
que fuera que estuviera ocurriendo y por el otro, no tenía la fuerza para
hacerlo.
“Céntrate”.
“Debes dejarla ir ahora”.
Una parte de su cerebro repetía las dos frases en un bucle, tratando de
volver a sí mismo de una condenada vez, antes que todo acabara en desastre.
No conocía a esa etérea criatura de nada, ponía su cabeza en estado
comatoso por lo visto, y si confiaba en sus instintos, lo único que le gritaban
casi con desesperación era que se alejara de inmediato por lo que ella
generaba en él. Y como si eso no bastara, estaba el detalle que todas las
personas a las que se acercaba estaban en peligro mortal, fueran enemigos o
no. Porque él era letal.
—Sí, creo que sí —Aratani trató de controlar el sonido de su voz, e
hilar una frase un poco más sofisticada, pero las palabras se le quedaron
enredadas en la punta de la lengua.
—¿Quieres tomar algo? Podemos entrar al pub… —dijo Kurai sin
pensar.
“Mierda, esto sí que es alejarse. ¿Qué parte aún no entiendes?” quería
patearse el culo ida y vuelta al Polo Sur. Tenía que salir de allí de inmediato,
si pudiera hacerlo claro.
—Creo que es una buena idea —le respondió con una voz tan dulce y
melodiosa, que dio por terminada su batalla y tomándola del brazo, entraron
al local.
Se sentaron en una mesa lateral, y un silencio se hizo entre los dos, y
ambos quisieron entablar la conversación al mismo tiempo.
—Por favor, tú primero —dijo él concentrándose en la forma de su
rostro y verificando una vez más si se encontraba bien.
—¿Cómo te llamas? Me has salvado, vamos a tomar un café y aún no
sé tu nombre. Por cierto, soy Aratani.
—Aratani… —cerró los ojos al pronunciar su nombre, dejando que su
fonética suave lo acariciara desde el interior. Su nombre tan sutil como toda
ella. Hizo memoria y las palabras se escaparon antes de poder pensarlo
siquiera—. Piedra preciosa.
—¿Perdón? —sus ojos del color de la miel pura se abrieron de sorpresa
ante el comentario.
—Es la traducción de tu nombre, en japonés significa “Piedra
preciosa”, realmente apropiado.
—¿Tú lo crees?
—No… yo lo sé —¿estaban coqueteando? Nunca en su vida atravesó
nada semejante, estaba perdiendo facultades a pasos agigantados. Esa era la
respuesta lógica a todo lo que estaba ocurriendo. Tenía que irse de allí, pero
antes debía asegurarse que Aratani estuviera bien.
—Y tú… —la pregunta quedó suspendida en el aire cuando llegó el
camarero para tomar la orden.
—Masao, ¿qué deseas tomar? —preguntó tratando de reconducir la
conversación a tópicos menos personales.
—Un macchiato helado por favor —dijo girando su rostro al chico del
pub y él perdió el hilo de sus pensamientos al posar la vista en el cuello níveo
de Aratani, esa piel sin mácula, tan blanca como la nieve.
—Y a mí tráeme un té negro solo, gracias —despidió al mesero sin
quitar los ojos de Aratani, no podía por más que lo intentara con todas sus
fuerzas.
Kurai sacudió una inexistente pelusa de la mesa, mientras Aratani
atendía el mensaje de su amiga. ¿Cómo es que le dijo Masao? El mundo
podría dejar de girar antes de decir su nombre a alguien como ella, a siquiera
pensar que podría mirar de lejos su mundo, pero de eso a decir “Masao”,
había perdido la cuenta de la cantidad de años que ni siquiera pensaba en ese
nombre.
Aratani le contó que era músico, por eso frecuentaba el pub junto con
sus compañeros, pero se mostró reservada a la hora de dar mucha más
información, y Kurai lo agradeció por partida doble, por un lado, implicaba
que era cuidadosa y eso lo reconfortó en niveles que no sabía que pudiera
ocurrirle, y por el otro, si ella no contaba cuestiones muy personales, él
tampoco. Y eso sí que eran buenas noticias, porque de haber sido de otro
modo, habría tenido que mentirle, y la sola idea le repugnaba.
Al salir del pub, ambos se detuvieron en la acera, en un silencio ya no
tan cómodo. Ninguno de los dos se quería despedir.
—Debo marcharme, muchas gracias Masao, por todo, no sé qué habría
pasado si no hubieras estado aquí…—dijo con cierta emoción en la voz,
producto de lo que podría haber pasado y de todo lo que en su cabeza estaba
empezando a anhelar que pasara, aunque fuera una locura.
—Por nada, y créeme cuando te digo que fue un placer —miró al cielo
y quiso morderse la lengua—, no que pasaras por esto, pero sí de ser quien
estaba aquí para ayudarte. Te deseo —y en su cabeza la frase se tornó mucho
más cruda y visceral— mucha suerte.
Kurai extendió la mano, y cuando la de Aratani se amoldó a la suya, un
súbito calor lo recorrió de los pies a la cabeza, con la prisa y ferocidad que se
extiende el fuego en un bosque seco, para que ese calor se anidara en el
centro de su pecho.
Aratani percibió arder su piel cuando sintió la tibieza en las manos de
Kurai, un apretón firme y a la vez suave, y su mente traicionera la llevó al
recuerdo de su abrazo una hora antes, y quiso sentirlo de nuevo, una vez o
dos, o quizás más veces.
Quedaron con sus manos entrelazadas, unos segundos, antes que sus
ojos se anclaran uno en el otro, buscando entender qué era lo que les estaba
pasando, a un par de desconocidos en una calle cualquiera de Londres.
¿FIN?
FIN
Conoce a Tina Monzant
Rufus Ivanov tomó sus herramientas mientras los del grupo científico
se gastaban bromas entre sí. En su estadía en la base Mc Murdo, la base
científica de EEUU en la Antártida había aprendido a mascar el español y el
inglés; a consecuencia de la camaradería que existía entre los científicos que
residían allí. Si alguna base, de las pocas que estaban habitadas, requería
algo, lo comunicaban por radio y se ayudaban entre sí, independientemente
de su nacionalidad.
En ese momento, estaba en la base científica argentina. No le gustaban
los científicos argentinos, eran demasiado efusivos para su gusto. Además,
solían quejarse del frío y soportaban mal el invierno. En opinión de Rufus, la
Antártida no era para todo el mundo. Montó su cuerpo embutido en ropa
abrigada, solo se veían sus ojos color glacial. Encendió el motor del carro de
nieve para instar a su compañero a que se apurara. Siempre era lo mismo con
Magnus, no se cansaba de parlotear. Excepto cuando estaba con Rufus.
Habían tenido sus desavenencias, que acabaron en puños, razón por la cual
no se hablaban. En opinión de Rufus, era un alivio. Magnus, por su parte,
creía que su compañero de herramientas era un completo imbécil. Pero
conformaban el equipo de mecánicos que residía en la base Mc Murdo y
debían cooperar entre sí, quisieran o no.
Aunque eso no implicaba que se hablasen.
Al llegar a la base, continuaron su trabajo, les correspondía verificar
que el transporte estuviera apto para la nieve y soportara ventiscas que
pudieran alcanzar hasta 120 km por hora, pronto llegaría el invierno. Y, en la
Antártida, un invierno suponía temperaturas de menos de 35 grados,
huracanes y cuatro meses de completa oscuridad. Rufus estaba preparado
para el invierno, siempre lo estaba. Y lo esperaba con ansia porque suponía
tranquilidad y silencio. La base casi se vaciaba y solo quedaba personal
imprescindible.
Él era uno de ellos, pensó con suficiencia.
Pero cuál sería su sorpresa cuando Max Lorens, encargado de la parte
operacional de la base, Carl Lorenzo su jefe directo, Ruben Witman, el jefe
del departamento de psicología en la Antártida y Hans Wilson, el psicólogo
de la base, lo citaron a la oficina y le comunicaron que ese invierno,
prescindirían de sus servicios.
—Rufus, sufres de trastorno afectivo, depresión y ataques de ira. Tienes
problemas para relacionarte con otros, el hecho de que te niegues a ir a
terapia y te aísles del mundo profundiza tu condición —explicó Hans,
mientras el rostro de Rufus se transfiguraba de ira—. Es que... ¡ni siquiera
tienes Facebook! Considero que has estado en la Antártida demasiado tiempo
y eso te ha vuelto un ermitaño.
—¡Cállate, cabrón!
Ante el silencio de los hombres, Rufus bajó el puño que había agitado
ante la cara de Hans.
—No soy violento —expuso, dejándose caer en el asiento.
—Cada vez tus ataques de ira son más frecuentes y sin sentido. A Dave
le has magullado la cara solo porque te tropezaste con sus botas. Y te has
peleado con la mitad de la base. He seguido tu caso de cerca —añadió el jefe
del departamento de psicología, en tono claro y conciso—. Nadie se siente
seguro a tu lado. Y no están dispuestos a pasar cuatro meses encerrados en
una caja expuestos a tus ataques. Vives aquí desde los veintiocho años, llevas
diez inviernos, con sus veranos; personalmente, creo que has pasado
demasiado tiempo y necesitas un cambio de aires. He recomendado que se te
dé un año sabático. No podrás acceder a ninguna base. He enviado el
comunicado.
La mente de Rufus quedó en blanco, como la nieve, como el silencio,
como la calma absoluta que reinaba en aquel impresionante lugar del cual lo
echaban.
Lo embargó una desolación que caló hondo.
—Esto es lo que soy —susurró.
—Sabemos que una de las razones por las que has permanecido aquí
indefinidamente es porque no tienes familia en el exterior. Pero te diré algo
que te puede ayudar, ¿recuerdas a Sergio Boxall? —Rufus asintió, al vivir en
una base terminabas tropezando con todo el mundo y conociéndolos, a su
pesar— Pues bien, él se va a casar con Darling, la meteoróloga, y se va a
Estados Unidos. Pero tiene una vivienda en Nueva Zelanda a la que acudía en
invierno, colinda con la casa de su hermana. Él está dispuesto a cedértela
durante un tiempo con la condición de que le eches una mano a su hermana.
Rufus, Nueva Zelanda es un bonito lugar para vivir. Tranquilo y amplio.
Sería un buen sitio donde empezar la vida, ¿no crees?
—¿Y Sergio no está preocupado porque pueda agredir a su hermanita?
—soltó con un golpe de ira.
Carl Lorenzo se reclinó en el asiento y le miró fijamente.
—Sergio es uno de los pocos que habla bien de ti. No lo estropees.
*****
Las siguientes semanas fueron de inquietud. Saldría en el vuelo
programado antes de la llegada del invierno y lo llevaría a Bluff, su primera
parada en Nueva Zelanda. De allí, tomaría carretera hasta llegar al pueblo
neozelandés donde le esperaba su nueva residencia. Paseó por Castle Rock
sintiendo que se partía su frío corazón y se le congelaban las lágrimas por
última vez.
Antes de salir de la estación Mac Murdo, se reunió con un enamorado
Sergio, quién en tono jovial, y abrazado a su prometida, le entregó las llaves.
—Puedes meterle mano al Mustang que está en la cochera, si lo pones a
rodar, es tuyo. Pero nada de meterle mano a mi hermanita, ¿eh? Porque ahí se
te acaba el paseo.
Rufus hizo un intento de sonrisa y le salió una mueca. Era un esfuerzo
que hacía por pocos.
—Tranquilo, está a salvo —tomó las llaves y se dio la vuelta.
Pero antes de volverse, Sergio le tomó del brazo.
—Quiero que cuides de mi hermanita. Se la ha pasado mal allá sola,
¿sabes? Aunque no lo admita, porque Sara está hecha de titanio, sé que la ha
pasado mal. ¿Vigilarás que esté bien, por mí?
A Rufus la petición le intrigó, por venir de un joven que había
demostrado en su confinamiento en Mc Murdoc, un carácter sociable y
despreocupado. A decir verdad, era la primera vez que le veía serio en los
años que le conocía. A pesar de que su respuesta habitual habría sido
mandarlo al diablo, el joven se había portado bien con él y no quería hacerle
un desaire.
—Vale—concedió.
La sonrisa del joven se alzó esplendorosa como sol de verano.
—Mándale mis cariños a Lince, Alpaca y Pollo.
Rufus cogió su equipaje y se lo echó al hombro dando la conversación
por terminada.
¿Cariños a un trío de animales?
¡Qué idiotez!
*****
El garaje de Sara Boxall bullía de actividad. Lo mejor de vivir en la
pequeña comunidad de Roxburg era la familiaridad de sus habitantes.
—Señores, si queremos que nuestros niños sean personas de bien, hay
que comprometernos con sus actividades. No es solo echarle la mochila y
dejárselo a la maestra. Tanto la maternidad como la paternidad es un
compromiso y hay que asumirlo. Escucho voluntarios para la logística del
evento. Bien, Beth, te anoto, espero que nos deleites con tu pastel de carne
este año.
—¡Mi pastel es el mejor!
Beth Patel dio una vuelta grácil que contradecía su cuerpo rechoncho,
provocando las risas de los presentes. Todos en la comunidad sabían que el
pastel de Beth era incomible.
—Este año no pueden faltar los juegos —dijo Tania Winston—. Eso es
lo que más les gusta a nuestros chicos, se vuelven locos con el de tiro al
blanco.
—A Malena le encanta el de tirar a alguien en la fuente —acotó Elinor
Jones y entrecerró los ojos mirando al banquero con cierto rencor—. Pero
nuestro tesorero estrella no quiere aflojar el dinero para los juegos. Dice « no
hay presupuesto ».
Bob Taylor se puso colorado ante el tono de reproche y se subió los
lentes.
—Y… no hay presupuesto...
Se dispararon comentarios como metralla, la mayoría haciendo caer a
Bob de un burro. Era meticuloso con las cuentas... por la misma razón fue
designado como tesorero de la comunidad.
Sara levantó la mano silenciando quejas y chismorreos.
—Amigos, algo se nos ocurrirá. Ahora bien, sobre la rifa...
Volvieron a dispararse comentarios...
Una hora después, Sara se despedía de un Bob más tranquilo. Era un
buen hombre, algo calvo y un poco tímido. Le dio un abrazo y lo calmó.
Habían decidido que de la venta de la rifa saldrían un par de juegos.
Se encaminó al patio de su vivienda acompañada de algunas madres.
Los niños jugaban mientras se desarrollaba la asamblea. Entró justo a tiempo
para ver a su hijo empujar a un niño con fuerza.
—¡No! —gritó y corrió hasta él, tomándolo del brazo— No se golpea a
los amigos.
—Estamos jugando, señora Boxall.
¿He exagerado mi reacción? pensó Sara ante la mirada curiosa del
pequeño Patel, que estaba en el suelo la mar de tranquilo.
—Ahhh, bueno eviten los juegos violentos, ¿vale?
Beth, la madre del chico, se acercó a ella y pasó el brazo por sus
hombros.
—Déjalos, a los chicos les fluye la testosterona por la sangre y sus
juegos son bruscos.
—No le hice daño, mamá—susurró Ben con esos enormes ojos azules y
su rebelde cabello castaño.
Sara le acarició la marca de nacimiento que llevaba en la mejilla
parecida al mapa de Europa.
Es un buen niño, pensó, torturándose.
—Lo siento, bebé —musitó.
Ben la abrazó y se reunió alegremente con sus amigos.
Beth comenzó una disertación acerca de las ventajas de tener niñas a
las que tejerle el pelo y pintarle las uñas, en vez de chicos enérgicos. Pero
Sara no la escuchaba. Solo pensaba, con cierta tristeza, que lo mejor y lo peor
de su vida; llevaba una marca.
*****
Todo el viaje en avión sufrió de vértigo. Al llegar al aeropuerto, y
encontrarse con la cacofonía de la ciudad, le atacó una fuerte jaqueca.
Masticó un par de pastillas y compró unas gafas oscuras para paliar la
situación. Gente vociferando por todos lados, gente moviéndose a su
alrededor como abejas zumbonas. Todo lo estaba volviendo loco. No supo
cómo hizo para seguir las indicaciones que Boxall le había apuntado. Pero al
llegar a la casa la reconoció. Sin miramientos, abrió la puerta y se dejó caer
en el sofá...
Y no supo más de sí.
*****
—¿Estás muerto?
Hizo un verdadero esfuerzo para abrir los ojos. Ben le miraba con la
curiosidad de un niño de cinco años. Se sentó sintiendo una modorra
impresionante.
—¿Eres un hombre malo?
—¿Qué?
—No debo hablar con hombres malos, dice mi mamá—contestó Ben
con seriedad.
Hasta ese momento, Rufus no se había percatado que un perro le
babeaba el regazo.
—¿Qué carajos…?
Se sobresaltó con el fuerte ladrido y la hilera de dientes.
—Carajos es una mala palabra —acotó Ben, en plan entendido. Luego
añadió con complicidad—, pero no se lo diré a mamá.
—Quítame ese engendro de encima —exigió Rufus señalando al perro,
que no paraba de ladrar.
—Pollo es un buen perro —Ben tomó la correa—. Tranquilo, es amigo.
Mi tío le ha dado su casa para que se quede y nos cuide —le explicó al perro
que pareció entenderlo—. Dice que como él no puede venir a pescar conmigo
al lago, ha mandado a su mejor amigo, que es un oso gruñón, así que tu
nombre será: oso. También me gusta manejar bici, mamá no me deja porque
me raspé la rodilla el otro día y le da miedo. Mi tío me dijo que me llevaría a
la ensenada para aprender; pero como no vino, te toca a ti. ¿Nos vamos?
Los ojos de Rufus, azules, eran fríos como el hielo.
—Largo.
—Vas a hibernar. Sí pareces oso —añadió con ojos brillantes de alegría
—. Venimos luego.
Y se fue brincando, seguido por el perro, pensando en todo lo que haría
con su nuevo oso.
Rufus se dejó caer en el sofá, en una especie de desmayo, hasta que
despertó sofocado; no se había quitado la ropa de invierno y se estaba
cocinando en su propio jugo. Se quitó los abrigos, capa por capa, hasta
quedarse en vaqueros y camiseta. Todavía tenía calor. La luz el sol entraba a
chorros por la ventana y el paisaje verde y pintoresco le golpeaba los ojos.
Demasiado verdor, demasiado color...
—¡Y demasiado calor!
La camisa voló y los vaqueros se le enrollaron en las botas, haciéndolo
trastabillar.
—¡Mierda!
Peleó con la botas y las desparramó por la sala.
—Buenas tardes.
Rufus no estaba preparado. Un niño, un perro. Y ahora una mujer.
Se volvió torpemente sobre sus pies y la encontró toda ella bandeja en
mano y mirada de reproche.
—¿Qué, aquí todos entran como Pedro por su casa? ¿Nadie respeta la
jodida privacidad?
—De respetar, lo hacemos —Sara dejó tranquilamente la bandeja de
galletas sobre la mesa—. Pero una puerta abierta invita a entrar. Tal vez deba
recordarlo la próxima vez que quiera desvestirse en la sala.
Rufus masculló una maldición y se subió el pantalón, ya que la mujer
no pensaba retirarse.
—Qué caballero.
Cruzada de brazos, Sara le estudió abiertamente. Le pareció que su
hermano Sergio había tomado una decisión precipitada. Como solía hacerlo.
Su temperamento ariano era un karma con el que siempre tuvo que lidiar.
Aunque era un encanto y un ser cariñoso y generoso como ninguno... tendía a
equivocarse.
Y el hombre rubio, descuidado, de gran tamaño, con más barba que
cara y unos ojos insultantes, era, sin duda, una mala decisión.
Terrible decisión.
—Sirvo la cena a las siete. El almuerzo y desayuno corren por su
cuenta. El menú lo escojo yo. Aséese para ir a comer, tiene una pinta fatal.
—Yo me baño cuando se me pegue la gana. Y no es mi intención
sentarme a la mesa de nadie a compartir chismes.
—A ver, aclaremos algo: soy la hermana de Sergio. Él le prestó la
casita con la condición de que me ayude en ciertas labores de mantenimiento.
Yo acepté prepararle la cena como moneda de cambio. Así que estos son
negocios, no una actividad social. Y sobre el aseo, se lo pido porque estoy
criando a un niño y me interesa que reciba modelos masculinos positivos,
estoy forjando su carácter y autoestima. Cosa nada fácil en una sociedad que
incita a la violencia en todos los sentidos.
Rufus se llevó la mano al estómago, que le rugió producto del hambre y
el doloroso aroma de las galletas. Desenvolvió el paquete y se metió un
puñado en la boca.
Eran tan buenas como su olor.
—Acepto la comida, tráela y nos ahorramos la mierda del modelo. No
soy la mejor compañía del mundo, créeme.
Sara le miró fijamente y estuvo a punto de aceptar su oferta.
—Al mal paso darle prisa —dijo antes de salir y cerrar la puerta tras de
sí—. Lo espero puntual.
No solía dar su brazo a torcer, pero sus tripas tocando la novena
sinfonía de Beethoven era algo difícil de ignorar, por eso Rufus se encontró
de pronto sentado a la mesa en la casita de Sara Boxall. Comió sin emitir
palabra, ni siquiera al niño que insistía en hablarle como si fueran familia. Al
terminar, dejó su plato en la mesa y se marchó.
Se echó a dormir con todo y ropa.
Nada le importaba.
A la mañana siguiente, se encontró de nuevo enojado con el mundo. El
sol brillaba, hacía calor, las casas eran coloridas y los rostros extraños y
demasiado amables, curiosos al verlo. Le fastidiaba. ¿Dónde estaba su mundo
blanco, frío y silencioso?
Todo eran flores, colores, ruido, gente, gente, gente...
Se halló en la orilla de un lago, no supo cuánto caminó. Parecía
tranquilo y, a lo lejos, vislumbró una montaña. Cerró los ojos y se sintió
nostálgico, le recordó su amada Antártida. Recordó los impresionantes
paisajes que le dejaban sin aliento. Las excursiones científicas fuera de la
base Mc Murdoc le permitieron regodearse en lo apacible de las aguas
salpicadas de hielo y dieron a su mente un sosiego que no había
experimentado desde la pérdida de su familia. Le mordió la nostalgia y se
sintió furioso cuando se limpió las lágrimas húmedas.
De pronto, se halló corriendo y se sumergió en el agua.
Oh, el frío es una maravilla.
Él pertenecía al frío. Y el frío pertenecía a él. ¿Por qué le habían
arrancado de su amada Antártida? La brisa helada le ardía las mejillas y el
silencio y la blancura apaciguaron su ser. Pudo escuchar la inmensidad en su
añoranza.
Y se sintió feliz.
*****
Sara soltó las bolsas de las compras y emitió un grito al verlo llegar con
la ropa chorreante y la mirada perdida.
—Estoy bien —dijo, desplomándose a continuación.
Cuando Rufus despertó, no sabía dónde se encontraba. La cabeza le
zumbaba y el cuerpo le dolía. Se sentó y notó su cuerpo desnudo bajo la
manta. No era su habitación. Se encontró de frente con un ladrido que le hizo
saltar.
—¡Pollo, sal! —El perro acató la orden— Al fin se despierta. Pensé
que dormiría toda la vida —Sara entró a la habitación cargada con una tanda
de ropa perfectamente doblada y la metió en la cómoda mientras hablaba—.
Lleva dos días sudando la fiebre. Pensé que estaba en coma, pero Willi,
nuestro médico, le echó un vistazo y lo encontró bien. Sin embargo, le
recomendó que si quiere echarse un baño en el lago antes se quite la ropa y se
seque bien. Me pidió que le dijera que se pasara por su consultorio apenas
despertara para hacerle un examen más exhaustivo. Está a la vuelta de la
esquina. Baje a la cocina, tengo algo que le caerá bien.
Salió como un torbellino. Rufus tomó su ropa cuidadosamente doblada
sobre la cómoda y, aunque el hambre le devoraba y se sentía extraño en ese
entorno, se dio un momento para pegar la nariz a la ropa. El aroma a lavanda
y la suavidad le reconfortaron tanto como lo haría un buen caldo.
Mientras se vestía, detalló la habitación. Paredes de un color rosa
suave, pequeños bordados enmarcados. Y muebles sencillos y femeninos.
La habitación le pareció acogedora.
Cuando bajó las escaleras, curioseó el camino de fotos familiares que
vestían las paredes. Sara y Ben abrazados, de caballito, jugando en el lago.
Algunas con Sergio haciendo payasadas. Sonrió. Muchos en la base se
rodeaban de fotos de su familia para sobrellevar el confinamiento, pero el
ambiente en sí mismo era frío y cargado de tensiones.
Fotos familiares... hacía tanto que no pertenecía a una familia, que se
sentía en Marte.
Al llegar a la mesa, se abalanzó a la comida como oso salvaje, haciendo
honor al mote que el pequeño Boxall le había puesto.
—Rufus... tienes una deuda conmigo —levantó la cara y la miró
desconcertado—. Llevo tres días atendiéndote. Se que es un cambio
tremendo para el cuerpo, pero has de acostumbrarte, y cuanto antes mejor. No
hiciste tus labores. Mientras, te he alimentado y hecho de enfermera dándome
responsabilidades que no he buscado.
—Yo... —se sintió idiota, era ese tono de madre que usaba a la
perfección—, estuve enfermo.
—Has estado enfermo. Pero ya estás bien. Te diré lo que le digo a
Sergio cada vez que viene —Sara se agachó y tomó la caja de herramientas
depositándola en la mesa con un golpe seco—. Gánate la comida.
Para aquella mujer, ganarse la comida era seguir un horario de
reparaciones y labores dignos de la milicia. Reparar el techo, vaciar los
canaletes, pintar la fachada, las vallas... no había terminado uno cuando ya
venía el otro.
Era extraño. En la Antártida, un día duraba seis meses. Era un día
interminable tras otro, lo sabía y se había adaptado de maravilla al saber que
todo seguiría inmutable como una postal. Pero allí un día era un suspiro.
Noches sin dormir, días ajetreados con su caja de herramientas. Poco a
poco su cuerpo se fue adaptando al clima, los rostros se volvieron conocidos.
Clavó las vigas faltantes en el techo a expensas de romperse el cuello.
Sara le dijo que era su trabajo y que no se quejara. Era más dura que la
milicia. Destapó las cañerías, paseó al perro, aceitó bisagras y pintó la valla...
Balbuceaba su malestar precisamente cuando la vio por la ventana... y se le
resbaló la brocha de las manos.
Ataviada con una bata ligera y bailando un vals, parecía un hada de las
nieves.
*****
El doctor Willi era un hombre peculiar, aconsejaba a todos por su
salud, pero fumaba pipa y tenía una cintura del grosor de un estadio de
Futbol. Revisó las pupilas y los reflejos de Rufus.
—Te veo bien. ¿Cómo te sientes con las pastillas que te receté?
—Cuando recuerdo tomármelas, logro dormir.
—Son muy suaves pero efectivas, así nos aseguramos de que no tengan
efecto secundario. Tu cuerpo debe hacer ajustes en tu ritmo circadiano para
adaptarte.
—Bueno.
—¿Alguna molestia que sientas en tu cuerpo?
¿Además de pasar las noches soñando con Sara como hada de las
nieves y no poder pegar un ojo?
—No.
—Te noto un poco tenso. ¿Has hecho ejercicio últimamente?
—Tampoco.
—Sería bueno que lo hicieras. ¿Cómo está nuestra Sara?
—Bien.
—Eres todo un hablador, ¿cierto?
Rufus no pudo evitar sonreír, Willi Montgomery había sido muy
amable; desde el día del incidente, iba cada día a verificar su salud. Era un
doctor muy dedicado y un buen vecino. Además, un amigo que se había
ganado su afecto a cuentagotas.
—No estoy acostumbrado. En la base, cada quien tenía su camadilla
mientras a mí me dejaban estar.
—Y eso te gustaba. Imagino lo que es estar encerrado en una caja con
un centenar de personas de diferentes temperamentos —el doctor
Montgomery fingió un pequeño temblor—. Debe ser horrible.
—Esa era la parte estresante, sí; pero cuando salimos... El paisaje es de
otro mundo. Una cosa maravillosa. El silencio es absorbente, solo roto por el
sonido de nuestros motores. Te sientes tan pequeño en la inmensidad; eres
uno con ella y escuchas cada uno de tus pensamientos. Incluso hay gente que
se ha vuelto loca por eso.
—Solo una persona muy fuerte soporta condiciones extraordinarias.
—Eso creo, sí.
Como moneda de cambio, le echó un ojo al auto del doctor. Mientras
medía el aceite se le ocurrió que podía hacer un poco de investigación.
—Me he dado cuenta de que Sara es una mujer sola.
—Te fijaste.
El doctor, encendiendo su pipa, se regodeó en el silencio.
—¿No sale con nadie?¿Se separó del padre en malos términos?
—¿Por qué no se lo preguntas tú mismo, galán?
Rufus sacó la cabeza del capó y le miró impaciente.
—Doc. Se lo pregunto a usted.
—Entre nos, nuestra Sara es muy conservadora —se acercó con
complicidad—. Solo tuvo un par de novietes sin importancia. James Smith
fue el que tuvo a los diez años. La acompañaba a casa, le regalaba flores
silvestres, y se le ponían las mejillas rojas al verla. Ah, ese James... Su idilio
duró lo que tardó en fracturarse el fémur y recuperarse. Durante su reposo,
James descubrió un amor mayor; los videojuegos. Luego a los quince tuvo un
romance con Charlie Thompson. Ese duró tres meses, hasta que lo descubrió
dándose besos detrás de las gradas del colegio con Cindy. La pobre de Cindy
pasó meses avergonzada, pero así es el amor. Llevan quince años de casados
y tres niños tan sanos como manzanas.
—¿Y Sara?
—Un día llegó a mi consultorio con una pequeña panza y una prueba
de embarazo. La calmé y la ausculté. No le pregunté sobre el padre, traía
consigo una mirada de terror que me lo impidió. A medida que avanzó el
embarazo, se volvió más hermética con el tema. Todos en el pueblo
estábamos intrigados. Todos concluimos que... en realidad no sabíamos qué
pensar. Pero dime, ¿para qué sirve el saber si lastima a quién más quieres?
—Su hermano me dijo que ella lo había pasado mal. ¿Se habrá topado
con algún patán?
—... o algo peor. Piénsalo, muchacho. Ningún hombre ha venido en
estos años a reclamar la paternidad de Ben. Y eso da que pensar de una mujer
con tan buena cabeza como Sara.
—¿Quiere decir que alguien abusó de ella y…?
—No lo sé. Nadie lo sabe ni nos atrevemos a preguntar. Lo que sí
sabemos es que Sara se ha cerrado al amor durante tanto tiempo que parece
una eternidad... Es una lástima en una mujer tan joven y llena de vida. Eso sí,
el hombre que quiera su corazón, deberá tratarla con mucho tacto.
Rufus cerró el capó pensando en lo que le dijo el doctor Montgomery y
se limpió las manos con el trapo que le facilitó. En ese momento, le miraba
fijamente, y con voz grave agregó:
—Y cualquier imbécil que se acerque a ella con el propósito de
aprovecharse pensando que está sola y es vulnerable, primero le partimos las
piernas entre todos. ¿He sido claro, muchacho?
—No pienso hacerle daño, Doc.
Le dio una larga mirada y una palmadita en la mejilla antes de irse.
—Mejor para ti, muchacho, mejor para ti.
*****
Sara Boxall tenía una rutina que le funcionaba, como madre soltera,
solía combinar múltiples tareas y compromisos con la habilidad de un
malabarista. Su hijo era su vida. Y no está mal, pensó, mientras le acomodaba
a Ben el morral en la espalda como hacía todos los días.
—¿Verdad que estamos bien, campeón?
En un gesto arraigado por la rutina, le acarició la mejilla y él sonrió.
¿Cómo podía haber algo mal en la inocencia?
No la había, concluyó.
Caminaron hasta la escuela agarrados de la mano mientras Ben le
contaba la historia de una ranita. Su tío Sergio le heredó su extraordinaria
habilidad para contar historias divertidas. Se cruzaron algunos vecinos e
intercambiaron saludos. La calidez de lo conocido la invadió como lo hacía
cada mañana. Y la simple idea la llenó de paz.
Estaba bien, en su pueblo, con su gente.
Sara daba clases de arte en la escuela primaria. Amaba a los niños y
recordó una época lejana en la que deseaba con todas sus fuerzas formar una
familia grande, cuatro o cinco hijos, un hombre, un perro y una casita con
flores.
Tenía un hijo, un perro y una casita con flores.
El hombre ni lo necesitaba, ni lo quería. Ya la vida le había enseñado
que solo podía confiar en sus amigos, miembros de su comunidad. Y eso
sería lo que haría.
Al salir de clase, pasó por el abasto para comprar los víveres, Tania
Winston, quien era la dueña, le sonrió y le sacó conversación, como siempre.
—¡Sara! Estaba loca por verte. Qué bueno que pasas por aquí. Cuando
uno estima mucho a una persona las horas se hacen eternas, ¿no lo crees? —
dijo ahuecándose su impresionante cabello rojizo— ¿Qué llevarás?
—Papas, quiero hacer un estofado.
—¡Y papas fritas!
—Y papas fritas —añadió resignada.
—Ben, has crecido mucho en un día. ¿Cuántos años tienes?,
¿veintidós?
—Tengo cinco años y soy grande.
—Pronto votarás. Madre de Dios, Sara, ¿no crecen como la espuma?
Ya mi Josh tiene quince, y ayer era un bebé.
Josh era el mayor de sus tres hijos. Cada uno de padres diferentes. Y a
pesar de eso, Tania conservaba una buena figura a sus cuarenta y tres.
—Sí, crecen rápido. Y como Ben es grande, se comerá todo el estofado,
para ser fuerte como Thor.
—Mmm, Thor, pues tiene que comer mucho estofado, según veo.
—Y mis papas fritas, mamá.
—De acuerdo. Dame una bolsa de papas fritas.
—Papas fritas y estofado, vaya combinación.
—Y que lo digas.
—Así son los chicos, mi Josh comía helados con papas fritas.
—No le des ideas.
Ben abrió mucho los ojos y agregó:
—Quiero helado napolitano.
—Dame un tarro. Eres una taimada. Sabes lo mucho que le gusta el
helado.
Tania se rio por lo bajo mientras le acercaba el envase y le guiñaba el
ojo al pequeño, sí que lo sabía, pero eso no significaba que su historia no
fuera cierta.
—Dijiste que querías verme cuando llegara, ¿es para algo de la
comunidad?, ¿algún problema con la rifa?
—No, ningún problema, incluso iba a pedirte otro talonario porque casi
he vendido la mayoría de los números a todos los galanes de Roxburg. He
escuchado que ese hombre tan musculoso y grande que vive en tu casa es
mecánico.
—Se llama Rufus Ivanov. Y no vive en mi casa sino en la de mi
hermano.
—Oh, bien, quiero que le eche un ojo a mi máquina, tú sabes, para ver
si funciona —esta vez le guiñó un ojo a ella—. Puedes decirle que pase por
mi casa como a eso de las seis y que no se preocupe por la comida. Yo me
encargo.
—Claro. Hasta luego.
—Hasta luego.
Tania Winston llevaba diez años divorciada y no tenía escrúpulos para
enredarse con algún hombre, siendo este soltero o casado, le daba igual. Se
contaban mil historias, que nadie se tomaba la molestia en desmentir.
Y a ella la divertían.
*****
Al llegar a casa, Rufus estaba en el garaje metido en el capó del viejo
Mustang. Al verla, le sonrió. De un tiempo para acá, estaba más risueño. Bien
por él, pensó Sara. Se acercó a Ben y lo levantó sobre su cabeza, a lo que él
soltó un chillido de satisfacción.
—¿Cómo está el coche?
—Creo que con un poco de suerte arrancará. Tu hermano se dedicó a
dejarlo morir. Dime, ¿acaso nunca le hizo mantenimiento?
—Sergio no es muy disciplinado que digamos —admitió Sara echando
un ojo en el interior del auto y sonriendo al recordar a su hermano menor—.
Creo que pensaba que los duendes de la mecánica se encargarían de
mantenerlo a punto y cuando dejó de funcionar simplemente lo dejó. De eso,
hace siete años.
—Clásico. ¿Y tú, nunca manejas?
—¿Adónde iría? Todo lo que me interesa está a diez cuadras de aquí.
Metiéndose a Ben bajo el brazo, para su deleite, Rufus se aventuró a
hacer algo que no se había atrevido hacía tres meses.
—He escuchado que en las afueras hay un buen centro de
entretenimiento, pasan películas y esas cosas... ¿te gustaría ir?
—No.
Rufus pensó en la rotundidad de su respuesta mientras ponía a Ben en
el suelo.
—¿No?
—Yo no hago esas cosas.
—¿Qué cosas?
—Salir.
—Te he visto salir muchas veces —la sonrisa le dio el aspecto de un
gigante amable.
—Con hombres —farfulló—. No salgo con hombres —y se aferró a sus
compras—. Por cierto, Tania necesita que le revises el auto.
—Últimamente, todos quieren que les revise el auto, tendré que montar
un taller por aquí, por lo que veo.
—Posiblemente sea porque nunca hemos tenido un mecánico a mano,
el más cercano está a unos cuantos kilómetros de aquí.
Rufus la miró intensamente cuando contestó:
—Podría ser un buen negocio.
—Tania Winston te invitó a cenar, seguramente estarás demasiado
ocupado para pensar en salidas conmigo.
—Nunca se sabe —añadió con humor y le alborotó el cabello a Ben—.
Sara, llevamos tres meses conviviendo, ¿acaso no somos amigos?
—Conocidos. Ben, vamos a darte un poco de zumo de naranja.
Mientras Sara se dirigía a la cocina diciéndose que no necesitaba a un
hombre. Rufus cavilaba acerca de cómo actuar para cambiar el estatus de su
relación.
*****
Era una madre que no se ahorraba muestras de cariño con su hijo. Una
madre exigente cuando la situación lo requería, miembro activo de una
comunidad que la quería y la respetaba. Disfrutaba dar sus clases y bordar en
sus ratos libres. También disfrutaba leer novelas románticas.
No requería ningún hombre para ser feliz.
Golpeó la masa con fuerza, la bola estaba cogiendo cuerpo y saldrían
unos buenos panes, aunque aún tenía en la alacena, se dijo que haría más. No
por sacar la frustración. Porque no estaba frustrada en lo más mínimo.
Para nada.
Era una persona tranquila, no dada a los arrebatos, ni a las pasiones.
Quizás un poco celosa de su privacidad, ¿quién podría culparla? Era buena
amiga. Siempre la había sido. Disfrutaba de su soledad, sí, su hijo era su
mundo, eso estaba claro. Su casa, su santuario.
De pronto, cenar a solas con su hijo le fastidió. ¿Por qué tenía que
compartir a Ivanov con la Winston? ¿Y esta, debía coquetearle a cada par de
botas que se le presentara? No sabía lo que era el decoro, eso era. Pero le
advertiría a Rufus, era un hombre que pasó su vida confinado en la Antártida
y que, al igual que ella, había perdido a su familia en un accidente de auto.
No merecía que le lastimaran el corazón. Sí, se lo diría , en honor a la
amistad.
—¿Estás enojada con la masa?
A pesar de que la había tomado por sorpresa y se le había acelerado el
corazón, Sara se tomó su tiempo para contestar.
—El amasado garantiza un buen pan, Rufus.
—Eso he escuchado —acercó la nariz a la olla que burbujeaba en la
estufa—. Huele estupendo.
Sara levantó su hombro cuando dijo:
—Sabes que me gusta la cocina. ¿Y tú? Pensé que vendrías con el
estómago lleno, y un par de horas más tarde.
—¿Lleno?
—Sí —hizo una mueca solo de pensarlo—. Sé que no tienes práctica
socializando con la gente, y que te iba mal en la base, pero quiero hacerte
una... acotación sobre... Tania. No es tu tipo de mujer.
Rufus se apoyó en la encimera de la cocina, visiblemente divertido,
tanto la conversación como la imagen de Sara con el delantal rosa y la cara
salpicada de harina, le parecieron entrañables.
—Ah, ¿no?
—No, mira, no suelo meterme en la vida privada de nadie, pero tenía
que decírtelo. En honor a la amistad, no quiero que una persona cercana pase
por un mal momento. Más después de lo que te costó adaptarte a la
comunidad.
—Claro. ¿No éramos conocidos?
Sara se sopló el flequillo y movió el hombro desestimando el
comentario.
—Eres un hombre decente y necesitas una familia. No creo que
debieras entretenerte en juegos. Ya tienes una edad importante y no estás para
perder el tiempo en tonterías. Es lo que creo y discúlpame la sinceridad.
—Buen consejo.
—Se me dan bien los consejos, Rufus, por eso soy la presidenta de la
asamblea del pueblo —levantó el rostro, satisfecha con la acogida que habían
tenido sus palabras, y se encontró con unos ojos azules determinados.
—Déjame probar algo primero.
Tomándola del rostro le dio un beso suave y no halló resistencia en sus
labios. Al contrario, le parecieron invitadores cuando Sara los abrió de la
impresión y sus manos se quedaron en el aire.
—Tania Winston no es la que me gusta —admitió en voz baja mientras
le quitaba un poco de harina de la nariz.
Sorprendida y ruborizada. Rufus concluyó que Sara se veía estupenda
cuando se retiró silbando de la cocina.
*****
Estaba en una encrucijada. Por una parte, se moría por aclararle a Rufus
que no necesitaba una relación para ser feliz y, por el otro, él se hacía el
mejor amigo de su hijo. Aquella mañana se lo llevó a pescar. Estuvo a punto
de negarse, hasta que aclaró que también los acompañaría el doctor
Montgomery. Nombró a Ben encargado de las lombrices, fue el día más feliz
de su vida.
—Bueno, Pollo, quedamos solos tú y yo —murmuró Sara mirando al
animal, este soltó un ladrido y le dio una visión de su trasero cuando se fue
tras el grupo de excursionistas—. O solo yo.
Era extraño tener tantas horas libres y escuchar la casa tan sola, así que
salió a caminar. Como siempre se cruzó con sus vecinos y encontró
conversación en cada esquina. Los Taylors le contaron de la llamada de su
hijo quien desde hacía meses vivía en Estados Unidos. Ella les habló de su
hermano Sergio que estaba muy feliz con su mujer. Solía llamarla los sábados
y gastarle bromas. Típico de él. Se encontró con los chicos Smith quienes le
preguntaron por la feria y le aseguraron que ese día comerían una montaña de
perritos calientes.
—Pronto —les dijo a los pequeñuelos dejándoles una moneda en su
mano y viéndolos irse muy alegres.
Caminó hasta llegar a la floristería de Maddie’s y se enamoró de un
ramo de tulipanes mientras conversaba con ella. Ese era su mundo. Un lugar
seguro y cálido.
Al salir de la tienda, un pájaro negro voló directamente hacia ella
haciéndola tropezar. Un sentimiento agorero se apoderó de su pecho al ver el
ramo desparramado y el ave alejarse entre graznidos.
—¡Santo Dios, Sara, ¿estás bien?!
—Sí, me tomó por sorpresa.
—Esa malvada ave fue directa hacia ti. Deja eso, yo lo limpio. Y
déjame prepararte otro ramo, ese quedó inservible.
Antes de seguirla a la tienda Sara se volvió y vio la salida a Roxburg. Y
más allá, Alexandra.
*****
Berns Clarke cruzó la línea que dividía Roxburg de Alejandría. Tenía
tanto tiempo sin volver al pueblo, seis años, para ser precisos. Pero la noche
anterior había tenido un sueño muy excitante. Una cacería del pasado que
recordaba con un sentimiento especial. Berns era un depredador hermoso y
cautivador, que podía convencer y al mismo tiempo lastimar. Lo que más
disfrutaba era hacer daño cuando menos lo esperaban.
Era esa su melodía.
Y estaba dispuesto a tocarla de nuevo. Pronto.
*****
Cuando Sara volvió a casa estaba más animada, se dijo que no tenía
caso preocuparse por un tonto accidente. Y que no era supersticiosa, gracias a
Dios. Lo cual no le impidió soltar un suspiro al ver que regresaron los chicos
ilesos.
Ben se tiró a las faldas de su madre, perdido de tierra y con el rostro
más feliz del mundo.
—¡Pesqué una trucha!
—Guau.
—Lo hizo solo, es muy fuerte —añadió Rufus alzando a Ben y
poniéndoselo en la cadera—. Se merece un beso de su mamá.
Sara le dio un beso en la mejilla que le hizo reír a carcajadas. Pero
entonces el niño hizo algo que la sorprendió, la tomó de la cara con sus
manitas y añadió:
—Ma, Rufus, también fue fuerte… ¿y su beso?
—Bueno, traje la cena —argumentó él con una leve sonrisa por la
ocurrencia del chiquillo. Para reafirmar el punto, levantó los peces que
llevaba a mano—. Creo que merezco un beso.
El doctor Montgomery le secundó con un carraspeo. Cuando Sara le
dio un beso en la mejilla, Willi y él intercambiaron una mirada. Rufus se veía
encantado.
—Bueno, todos a lavarse las manos para que se sienten a la mesa. No
quiero que ensucien el mantel.
—¡Pollo, ven a lavarte las patitas para comer! —gritó Ben al perro.
—Déjalo, seguro halló una ardilla —dijo Rufus al ver que no salía de
los matorrales.
—¿Crees que la mate? —preguntó el niño con preocupación.
—No, qué va, Pollo es un animal noble que no lastima una mosca. Y
las ardillas, al igual que los linces, son super rápidas. Seguro estará bien.
El niño puso el codo en el hombro de Rufus y reflexionó sobre sus
palabras.
—Entonces, además de lince, soy ardilla. Corro muy rápido. Y tú eres
un oso porque eres grande. Y mamá una alpaca...
—¡Ben, no digas eso! Sabes que no me gusta esa broma de tu tío.
Pero cuando Sara entró a la cocina el niño le susurró al oído.
—Mi mamá es una alpaca porque tiene el cuello laaargo.
Mientras reían y cenaban no se imaginaban que, desde los matorrales,
alguien los vigilaba.
*****
Esa mañana, Rufus se levantó animado. La noche anterior, durante la
cena, mientras reía con sus amigos, había tomado una decisión. Había llegado
a Nueva Zelanda obligado por la situación, sin poder ver el horizonte que se
le presentaba. Odiándola. ¿Una nueva vida? Já, no lo creía. Su vida estaba en
la Antártida. La vida que se irguió después de perder a su familia en un
trágico accidente. Allí descubrió la fuerza que trasciende a la tragedia, era un
reto diario sobrevivir a heladas y el enorme silencio que te absorbe, muchos
no soportaban el eco de sus propios pensamientos. Pero él halló paz, fuerza y
dureza.
Y se volvió duro. Impenetrable en sus sentimientos, como un bloque de
hielo del lago Vida.
En Nueva Zelanda, descubrió una mano amiga y sentía que su corazón
se derretía cada vez que compartía con Sara y Ben. La fortaleza podía ser
cálida, supuso Rufus al conocerla. Sara era muy fuerte y un alma generosa.
Pensó que el padre de Ben era un imbécil por renunciar a una mujer así.
Él no renunciaría al Paraíso.
Llegó al mediodía con un ramo de flores y una sonrisa que desapareció
al ver a Sara en el umbral. Tenía sangre en la cabeza, una mejilla magullada y
palidez mortal.
—¡Se llevó a Ben! —gritó.
Rufus vio el camino de destrozos que daba a la cocina y a lo lejos una
silueta ingresando al bosque.
*****
Ben estaba asustado, Berns Clarke lo tomaba del brazo y lo arrastraba
internándolo en el bosque. No tenía miedo del bosque porque lo conocía, él y
sus amigos solían jugar allí y trepar a los árboles cuando sus madres no lo
veían. Temía al que lastimó a su madre haciéndola sangrar. Era muy alto y
entre las sombras de los árboles se veía como un monstruo con garras que
lastimaban su pequeño brazo.
Solo un monstruo golpea a una mamá y se lleva a su hijo pequeño,
seguro para comérselo a la primera oportunidad, pensó, limpiándose las
lágrimas que se le escapaban.
No dejaría que se lo comieran.
—Camina, mocoso. Tenemos que cruzar el río.
*****
La mitad de la comunidad se hallaba en la cocina de Sara mientras el
doctor Montgomery le tomaba la tensión, ya le había revisado el golpe de la
cabeza y se la había vendado. Pero recomendaría sacarle una radiografía en
cuanto lograra calmarla.
Sara era la tragedia encarnada y no dejaba de temblar.
—¡Se llevó a mi bebé!
—Cálmate —dijo Beth Patel—, ¿quién se llevó a Ben? No has parado
de repetir lo mismo y le sería de gran ayuda a los muchachos saber a qué se
enfrentan.
Los hombres habían formado una comitiva de rescate y habían salido a
la búsqueda.
—A un violento, a un psicópata, a su padre…
Sara narró la historia como hace seis años salió del Roxburg a
Alejandra para un paseo. Se quedaría un fin de semana en casa de una prima
segunda, pero antes de llegar, conoció a un muchacho encantador con el que
pasó un día maravilloso.
—Era hermoso y muy dulce —dijo soñadora—. Me convenció de que
fuéramos a la playa y yo accedí. Encendimos una fogata en un sitio apartado.
Yo pensé que era un príncipe azul salido de mis sueños, nunca había
conocido a nadie como él. Nos besamos. Y cuando le sonreí, me dio un
puñetazo que me dejó inconsciente. A la mañana siguiente, descubrí que me
había violado. Me sentí tan desdichada que me fui a mi casa y no volví a salir
del pueblo. Ni a confiar en un hombre —Sara se secó las lágrimas—. No
pude hablar con nadie de esto. Y él nunca volvió a aparecer, hasta ahora.
—Sara... ¿por qué no dijiste nada? Todos somos tu familia y te
queremos. Pudimos encerrarlo por lo que te hizo hace años —le dijo Elinor
Jones apretándole el hombro con cariño.
—No sé... me daba tanta vergüenza, y solo quería olvidarlo. Luego
supe que estaba embarazada y no quería que Ben creciera con ese estigma.
Solo quería protegerlo. No quiero que mi bebé tenga nada que ver con él.
—Tú no tienes la culpa y el niño no tiene nada que ver con él. Ben es
un buen chico y lo encontraremos.
—No quiero que le haga daño.
—Nadie le hará daño a nuestro Ben —acotó Tania Winston apretándola
el otro hombro y limpiándose una lágrima con la otra mano—. Cuando
vuelva, le daré un tarro gigante de su helado favorito y no se lo perderá por
nada del mundo.
*****
—¡Detente!
Clarke sintió que le agarraban el cuello y lo sacaban del bote. Ivanov le
propinó un puñetazo y él respondió, pronto eran dos cuerpos batiéndose en el
piso. Ben aprovechó el momento para lanzarse al río y nadar a la orilla, pero
sus bracitos no tenían la fuerza suficiente para la hazaña y su cuerpo pequeño
fue llevado por la corriente.
El grupo de hombres llegó en ese momento y escuchó sus gritos de
auxilio.
El ayudante del sheriff se lanzó y lo rescató en dos brazadas. Cuando
salió con el pequeño Boxall bajo el brazo, ya habían apresado a Clarke.
*****
Aquella tarde, cuando Sara vio llegar al grupo con Rufus cargando a su
hijo, corrió a sus brazos y lloró de felicidad. Hacía seis años un hombre le
había arrebatado la inocencia y le había sembrado un tesoro. Ahora ese tesoro
regresaba intacto a sus brazos.
—Gracias —dijo dándole un beso de agradecimiento.
Todos se acercaron y los abrazaron. Su familia, sus amigos…
Ahora estaban seguros.
*****
Al día siguiente, Sara había despertado con una sensación de bienestar
que le había llegado al alma. Siguiendo las instrucciones del doctor
Montgomery, fue temprano a sacarse la radiografía del cráneo. Willi la
encontró muy bien a pesar del golpe en la cabeza.
—¿Cómo está nuestro héroe?
—Rufus está muy bien. Gracias a su fuerza y su velocidad lograron
encontrar a mi bebé a tiempo. Nunca sabré agradecerle lo que hizo por
nosotros.
—Un hombre enamorado es capaz de grandes hazañas.
—Él nunca ha dicho que está enamorado de mí —replicó Sara muy
sorprendida.
—Quizá alguien que te quiere mucho, le dijo que debía ir con cuidado
contigo. Además, sabemos que Rufus no es del tipo de persona que anda
gritando sus sentimientos a los cuatro vientos, pero una vez que lo conoces,
sabes de qué va la cosa.
Sara meneó la cabeza para aclarar sus ideas.
—Yo creí que cuando pasara el año volvería a la Antártida. Pensé. No
tenía idea.
—Bueno, ahora que lo sabes, ¿qué harás al respecto?
*****
Esa misma pregunta rondó la cabeza de Sara en el momento que llegó a
casa y encontró a Ben y a Rufus en el patio. Ben le contaba la historia de
cómo el oso valiente le ganó el monstruo y salvó a la ardilla/lince voladora.
—La ardilla/lince no sabía nadar —continuó el niño muy emocionado
mientras Rufus le amarraba las trenzas de los zapatos—, pero salió volando
por los aires mientras el oso le dio con la garra ¡y acabó con el monstruo!
El corazón de Sara se expandió muy bonito al ver esa hermosa estampa.
Rufus había cautivado a su hijo, le había llegado al corazón y ahora era
consciente de ello.
—¿Y qué sucedió con el oso cuando ganó? —preguntó ella.
Rufus al ver la emoción en el rostro de Sara, ladeó la cabeza y contestó:
—El oso fue en busca de la alpaca, de la que se había enamorado
irremediablemente. Le pidió que se casara con él y adoptó a la ardillita
voladora, que quería tanto como si fuera de su propia sangre. ¿Te gusta ese
final, Ben?
—¡Sí!
—Muy bien. Lávate las manos y toma una galleta.
—Sí, mamá.
Ben salió corriendo hacia la cocina, pero antes de entrar pensó en
ofrecerle a su amigo Rufus una galleta. Cuando volvió la cabeza, Rufus
besaba a su madre en los labios de la forma en que lo hacían los papás.
—Tendré un papá —sonrió y fue a buscar su galleta dando brinquitos.
El atardecer se ocultaba en Nueva Zelanda y era cálido, los pájaros
trinaban y la brisa sacudía los árboles.
Rufus estaba en casa.
FIN
Conoce a Miranda Wess
Sveein
Ser un hombre con orejas puntiagudas y con la capacidad de otorgar
tres deseos a quien se cruce en mi camino, no es la vida que había pensado
que viviría. Soy un duende, en toda regla, cuando mamá me contaba historias
autóctonas del país, sobre esos seres míticos, creía que eran eso, un mito,
pero claramente no son solo eso. Nací en Islandia, en Reikiavik y no nací
siendo así, esto es una maldición, que según la bruja que me hechizó, me hará
ver la vida de otra manera. Y claro que la estoy viendo de otra manera, desde
mi habitación sin más contacto humano que el de mis padres.
Según Rún, la bruja, y cuando digo bruja no me refiero a una anciana
de cien años, no, aunque podemos presumir que Islandia es uno de los países
con mayor longevidad del mundo, esta bruja es una chica de unos veinte
años, a la que, mi actitud y dinero no le agradó, y según ella, esta maldición
es un regalo, en fin, si llegas a toparte conmigo, creerás que soy un chico de
veintitrés años como cualquier otro, rubio, de ojos verdes y un gorro con el
cual escondo mis orejas.
La maldición cayó en mí el último día del semestre, dónde se hace una
pequeña celebración en los pasillos de la universidad, y me crucé con esta
chica vestida toda de negro y con cara de “estoy molesta con el mundo”.
Ni siquiera recuerdo lo que hice para molestarla, pero ella si me dejó
claro que «No puedes tener todo lo que desees», y esas palabras rondaron en
mi cabeza todo el día, porque en mi vida nadie me había dicho que no podía
tener lo que quería, mi adinerada familia siempre me había consentido, y al
ser hijo único, todo era para mí, todo lo mejor. Ese día llegué a casa sintiendo
como déjà vu o recordando cosas de mi pasado que creía haber olvidado, con
un malestar en el estómago, que mamá siendo una médica reconocida asoció
con gripe estomacal, medicado y cansado del día, me dormí.
Toda la noche soñé con la chica gótica de la escuela, con sus ojos Hazel
delineados de negro y su no puedes tener lo que desees. Desperté empapado
en sudor, sintiendo una resaca monumental aunque no había bebido suficiente
alcohol como para sentirme así, por suerte, ahora la palabra suerte me causa
gracia, además de ser fin de semana, era el comienzo de las vacaciones, en
alguna hora del mediodía me levanté de la cama guiado por el hambre, al
verme en el espejo del baño, no podía creer lo que mis ojos me mostraban,
mis orejas de alguna manera habían sufrido una transformación y ahora eran
puntiagudas. Luego de eso, investigar y entender lo que me pasó fue cuestión
de unas cuantas búsquedas en Google y deducción. Rún me había embrujado,
tan increíble como eso suena, me había maldecido.
Lo de ser capaz de conceder tres deseos lo supe días después, cuando
mi mamá me pidió ordenar mi habitación y otras cosas, y simplemente hice
todo de manera automática, no tenía ganas de hacer nada de lo que me pidió,
sin embargo, me fue imposible decir que no o desistir de hacer lo que me
había pedido.
—Buenos días, bebé —se asomó a mi puerta—. Necesito que me
ayudes a sacar la basura, que limpies tu habitación, y al terminar, me ayudes
con esta aplicación que me va a volver loca, por favor.
Y con esas palabras, fue como si mi voluntad ya no fuese mía.
Supe que eran tres deseos porque papá me pidió otras tres cosas,
acompañarlo a ver a un inversionista sin poner cara de fastidio, cosa que
odio, esas reuniones son muy aburridas, y como pueden imaginar, incluso
hasta me involucré en su conversación de negocios, quedó impresionado, sin
embargo, al pedirme que me pasara el salero, “Por favor”, fui capaz de volver
a mi habitual actitud. Fue ahí donde comprendí que la palabra “Por favor”
permite que pueda cumplir tres deseos, de eso hacen dos semanas.
Hoy tome una resolución, debo hablar con Rún. Solo tuve que contactar
con algunos amigos y conseguir su número telefónico, ni por asomo saldré de
casa a plena luz del día exponiéndome a que cualquiera que pida «por favor»
obtenga lo que quiera, todavía no sé cómo funciona exactamente esto de los
deseos. Sin embargo, entendí que una vez que piden sus tres deseos ya no hay
manera de que vuelva a surtir efecto el «Por favor», por lo menos me siento a
salvo en casa.
Vivir encerrado me deprime, no soy de esas personas que prefieren la
paz y la tranquilidad de estar en casa. Siento que mi vida se ha convertido en
una especie de cuento, una versión retorcida, mezclada y actualizada entre La
Bella y la Bestia y Aladdin, donde por supuesto, yo soy medio Bestia y
medio Genio. Encerrado. Oculto. Maldito.
Marco su número en mi móvil.
—¿Qué me hiciste? ¿Qué se supone que es esto? ¿Ahora soy un
maldito genio de la lámpara? —Bramo sin darle tiempo a responder con un
«Hola». No estoy para saludos corteses.
—Calma, guapo, calma. Recuerda que eso es solo un regalo —
responde la bruja hija de Satán con paciencia, incluso casi puedo sentir su
sonrisa burlona.
—¿Qué me hiciste? —exijo en un grito, su respuesta, una risa. La odio.
—Nene —se burla—, esto es solo un regalo, la prueba de que nadie te
quiere por lo que eres sino por lo que puedes darle, cuando encuentres a
alguien que aun sabiendo que puedes cumplir cada deseo realizable, no te
use, ahí acabará el hechizo —el enojo recorre mi cuerpo haciéndome
temblar. Aprieto mi celular con ganas de que sea su cuello. La ira me
sobrepasa.
—Eres una maldit… —la sangre se me hiela y el corazón se paraliza
antes de que pueda terminar la oración.
—Solo tienes seis meses, doce días, y doce horas, para que puedas
revertir el hechizo, hasta el día que se puede ver la aurora austral tocar la
tierra, de lo contrario, morirás. Nadie que no pueda ser amado por lo que es,
merece vivir. Tic, toc… tic, toc… tic, toc.
*****
Bryn
Es mi primera cita con un chico que conocí en el instituto, mi labio
inferior no ha parado de temblar en todo el rato que llevo esperando el taxi y
no precisamente por el clima, he perdido la práctica en esto de las citas.
Cuando al fin llega mi taxi, el estómago es un nido de abejas asesinas
pinchándome en toda el área abdominal, necesito controlarme, es solo una
cita. Respiro hondo y me envalentono. ¡Vamos Bryn, tú puedes!
Entro al restaurante y no veo a mi cita, miro el reloj en mi muñeca y
todavía faltan diez minutos para la hora acordada. ¡Perfecto!
—Señorita, ¿necesita algo más? —El mesero se acerca por enésima vez
en las tres horas que llevo aquí. Comienzo por pensar que mi cita me dejó
plantada, solo es un leve presentimiento.
—¿Quieres sentarte conmigo? —le propongo, poniendo mi mejor cara
de decepción, incluyendo las manos debajo del mentón.
—Con gusto lo haría, nena, pero estoy en horas del trabajo —
amablemente contesta el muchacho.
—Solo dame la cuenta.
—No te preocupes, yo pago el café —me guiña y se va.
Enseguida me levanto y noto que ya casi no hay nadie en el restaurante,
son pasadas las diez de la noche. Salgo y me recibe el viento helado, en
consonancia con mis sentimientos, ¿cómo se supone que una se sienta luego
de que te dejen plantada en tu primera cita?
Me dejo caer en un banco cerca del restaurante para revisar mis
mensajes.
Lo siento, Bryn. No podré llegar. Perdón. Lo compensaré.
Ese era Adam, mi cita. Já. ¿Compensarlo? No sabrás de mí nunca más.
No entiendo cómo los chicos luego de esforzarse en obtener una cita, o se
comportan como idiotas o no se presentan, no sé cuál es peor.
Reflexionando una respuesta coherente, madura y que no se note lo
molesta que estoy, no me doy cuenta de que tengo compañía hasta que habla.
—No contestes —pronuncia de forma autoritaria, una voz un tanto
aterciopelada sin dejar de ser varonil, haciéndome pegar un chillido por el
susto.
Es un chico como de mi edad, ojos verdes claros, y es lo único que
distingo en medio de la noche entre el gorro y bufanda negra que lleva
puesta. En realidad, todo él esta vestido de negro.
—¿Qué…? —mi tono de voz sale casi estrangulado, sí, me tomó por
sorpresa.
—Llevas tres horas esperándolo. No merece ni una respuesta de tu
parte.
—¿Cómo… cómo sabes que llevo tres horas esperando? —Mi cuerpo
se pone en alerta, quiere salir corriendo.
—Cálmate, solo llevo aquí la misma cantidad de tiempo que tú ahí
adentro —lo miro recelosa, aun sin contestarle a Adam—. No le respondas
—asiente, y su voz parece hipnotizarme.
—Está bien, tienes razón.
—Siempre la tengo, bonita —arrogante, sin embargo, a pesar de estar
sonriéndome, esa sonrisa no llega a sus ojos. Pasan varios minutos donde
solo se escucha el viento, un silencio cómodo.
—Se te cayó —le digo cuando se levanta del banco que compartimos
hace un segundo.
—¿Qué…? —Ahora es su turno de responder, mirando al suelo.
—El ego —y por fin sonríe y su sonrisa me hace sonreír también. Por
un momento siento que el hecho de que Adam me haya dejado plantada tal
vez valió la pena.
—Soy Bryn.
—Sveein.
Y se va corriendo, dejándome sola con su nombre resonando en mi
cabeza.
*****
Sveein
De todas las noches que llevo recorriendo la ciudad por la noche, como
un escape, nunca me había fijado en nadie de tal manera, es de nerds o
psicópatas hacerlo. La miré durante el tiempo que estuvo en el restaurante, no
esperaba que saliera y se sentara en el banco desde donde la observaba. Ni
siquiera sé por qué le hablé, fue un impulso por impedir que le diera una
segunda oportunidad al cretino que la dejó, pero cuando me respondió quebró
mi seguridad. Me sentí estúpido sonriéndole como un idiota, ese sentimiento
me hizo huir. Debí asegurarme de que llegó bien a su casa, que no le afectó
de más que su cita la dejara plantada.
Con mis amigos de informática, conseguí su dirección y su número
telefónico, les voy a deber más de lo que esperaba. Todo esto lo hice sin
pensar en mi condición de «duende», y ahora que estoy del otro lado de su
calle esperando a que salga, me arrepiento. Sin embargo, ahora sé que llegó
bien, y me hace sonreír al recordar su broma. «Se te cayó», nadie nunca me
había tratado con tal confianza y digamos, falta de respeto, a mi nombre y lo
que soy.
La veo salir caminando, sola, es de noche y no debería salir sola.
Deseo hablarle, pero no quiero parecer el acosador que ya soy. No es
posible estar doblemente hechizado, pero así me siento. Es tan hermosa,
sobre todo cuando se muerde el labio inferior de forma nerviosa. ¿Cómo no
la vi antes? No es como si Reykiavik fuese tan grande.
La sigo de lejos, entra a una tienda de dulces, sale y la pierdo de vista.
¿Dónde se fue?
—¿Qué haces aquí? —Su voz me hace dar un respingo. Volteo, está
mirándome desde abajo con una ceja levantada, hasta ahora noto que soy casi
dos cabezas más alto que ella— ¿Me estas siguiendo?
—¿Qué…? No —idiota, me reprendo.
—¿Y entonces…? Te vi mirándome desde que salí de casa —¿Y ahora
qué digo? Por primera vez en mi vida las respuestas altaneras se han ido de
fiesta—. ¿No vas a responder?
—¿Puedes dejar de ser tan agresiva? No te estoy haciendo nada.
—Me seguiste, ¿vas a matarme?
—¿Qué…? ¡No! ¿Estás loca…?
—Eso te acabo de preguntar a ti —pone sus brazos en forma de jarra.
Es adorable. ¿Acabo de pensar que es adorable?
—Solo quería disculparme —cuando las excusas salieron al mundo,
nadie quedó mal.
—¿Por? —De nuevo sus cejas se elevan y cruza sus brazos con desafío.
—Por haberme ido sin decir adiós, por dejarte sola —me encojo de
hombros para quitarle hierro al asunto.
—No soy una damisela en apuros —rueda los ojos descolgando sus
brazos relajándose y provocando en mí una sonrisa.
—Creo que comenzamos con mal pie, ¿no es así?
—Sí —y me tiende unos dulces parecidos al regaliz, lo que entiendo
como una ofrenda de paz o tregua, tomo uno y el sabor dulce y ácido explota
en mi boca.
—Gracias, Bryn.
—De nada, Sveein. Nos vemos por ahí —ahora, aunque se despidió,
me dejó a mí. ¡A mí! Y con una sonrisa idiota en mi cara mientras la veo
marcharse.
Por lo menos no decidió pedir nada “por favor”. Debo controlarme, no
es seguro andar por ahí siendo un maldito duende. Maldito. Muy maldito.
*****
Han pasado casi diez días desde la última vez que vi a Bryn, decir que
mi humor empeoró es una fantasía, no me soporto ni yo mismo. Necesito
ocuparme en algo más que en pensar, mamá insiste en que tome las clases de
verano desde casa, pero eso implicaría dejar que algún profesor viniese casi a
diario a darme lecciones, sin embargo, lo estoy considerando, la soledad y el
ocio hacen cosas locas. Ya no puedo seguir mirando las mismas cuatro
paredes, las mismas redes sociales y ver como todo el mundo disfruta de su
libertad, excepto yo.
Después de media hora de insistencia con mi madre por fin estallo.
—¿Sabes qué mami? Vamos a hacer esto fácil, contrata a quien creas
conveniente para el curso de verano. Pero para que te quede claro no quiero
ver a nadie.
—Está bien, cariño. Lo haré hoy mismo. Estás de un humor terrible
—No me digas. Ruedo los ojos—, quizás un poco de compañía te haga bien.
¿Por qué no quisiste ir de vacaciones a Ibiza como había planeado tu papá?
—Eso no importa, mami. Por favor, contrata a alguien con mucha
paciencia, y si es mudo mucho mejor, eso es todo —estamos en su oficina.
Me levanto, dirigiéndome a la puerta, y su pregunta queda en el aire:
—¿Es por una chica? —E inmediatamente la imagen de una Bryn con
los brazos en jarras, mordiéndose el labio y las cejas levantadas se posa en mi
mente, y sonrío.
Sí, es por una chica.
*****
Según mamá, en cualquier momento llegará la persona que ha
contratado. Ni siquiera me dijo su nombre. Mamá algunas veces se pasa de
dramática, y me desespera.
Suena el timbre por lo que supongo que ha llegado el desgraciado que
va a tener que soportarme durante los próximos meses.
Veo a mamá ir a abrir la puerta de la casa, no hay empleados que se
encarguen, ordené desde hace días que se fueran antes de las diez de la
mañana, no me sentía seguro con todo el personal aquí, solo se queda la
cocinera, María, la única que con los años fue capaz de soportarme en mis
peores momentos y aguantar mis exigencias, por lo tanto sería capaz de
aguantarme durante esta etapa, ella es la única a la que le tengo un cariño
especial como de abuela, pero jamás lo admitiré y mucho menos a ella.
Desde donde estoy, en la escalera no logro ver quién es el nuevo
“tutor”.
—¡Cariño! —Me está llamando, y no pienso bajar. Esta situación de ser
un duende está acabando con mi cordura—. Vamos, hijo. Ven a conocer a tu
profesora.
¿Profesora? ¿Es mujer? No, no lo haré. A pesar de haber accedido a
esta locura, le dejé claro que no quería ver a nadie. No se lo pondré tan fácil.
Necesito respirar. Me voy.
—Hijo, ¿qué pasa? ¿A dónde vas? —me intercepta María a mitad de la
cocina.
—Me largo, estoy harto —bramo, y al segundo después me siento mal
por haberle gritado, pero no me disculparé.
Enciendo el auto y decido ir a la playa, no me importa que haya gente,
no socializaré con nadie, solo necesito escapar.
Con rapidez llego a una de las pocas playas con arena blanca, no hay
mucha gente y trato de evitar el contacto calzándome mi gorro con visera casi
hasta los ojos y cubriéndome con la capucha.
Me pongo los audífonos y me recuesto en la arena, esperando que los
rayos del sol traspasen las nubes y poder sentirlos en mi piel, el pensamiento
de que voy a morir pronto me mantiene con la sensación de frío en el
estómago, anhelo la calidez. Las palabras de la bruja se repiten en mi mente
como un mantra: Nadie que no pueda ser querido por lo que es, merece vivir.
¿Qué soy? ¿Qué soy además de un duende? Para acallar mis
cavilaciones sin sentido y bajar el nudo que se ha formado en mi garganta,
subo todo el volumen de los audífonos. En algún punto me quedo dormido y
me despierta una llamada de mamá.
—¿Qué pasa…? —No hay peor cosa que te despierten. Hacía días que
no dormía de esa manera.
—Cariño, tu tutora se acaba de ir —Justo lo que quería saber—. Se
quedó esperándote hasta ahora. Yo no te eduqué así, jovencito.
—En un rato regreso.
—Aquí te espero.
Y junto con mamá, me espera un sermón. La dejo que se desahogue un
poco hasta que ya no soporto más.
—Es suficiente, mamá. Ya, entiendo tu punto —me mira como viendo
algo que yo no.
—Es una buena chica, te hará bien.
—Hablas de ella como si fuese una novia o algo —sonrío pensando de
nuevo en el incidente con Bryn.
—Me dijo que mañana volvería temprano.
—Creí que desistiría.
—Por eso insisto, te hará bien. Deja ese humor de perros por un
momento y levántate temprano.
—No lo puedo jurar.
—Sveein… —baja sus lentes, señal inequívoca de advertencia—. No la
vayas a dañar.
No la vayas a dañar.
¿A la chica o a la oportunidad de no morir?
Después de la cena, papá se acerca a preguntarme qué sucedía. A pesar
de mi actitud de siempre, nunca fue necesario mentirle, las palabras quedaron
atrapadas en mi tráquea casi impidiéndome respirar. ¿Será uno de los
síntomas de «estar muriendo con los días»?
—¿Estás bien, muchacho?
—Sí, papá. Solo cansado. Hoy estuve todo el día en la piscina —eso no
era una mentira. Caminamos abrazados, y dándome un apretón en el hombro
dijo:
—Entonces ve a descansar, hablaremos mañana, tu mamá me contó.
—Lo siento —nunca me disculpaba por nada, y ese lo siento salió tan
natural que noté como papá frunció el ceño.
*****
Dormir se hizo casi imposible, todo lo acontecido en estos días volvía a
mí en forma de pesadilla, una y otra vez. El cansancio me ganó y cuando tuve
consciencia, mamá me removía para despertarme.
—Bebé, despierta.
—¿Podrías dejarme dormir?
—¡Qué maravilloso buenos días! Vamos, Sveein, no me hagas enfadar.
Te dije que estuvieras listo temprano —mamá no se enfada fácilmente. Abro
los ojos.
—No lo prometí.
—No comiences, cariño. Vamos, levántate. La chica debe estar por
llegar —y al decir eso, resuena en toda la casa el timbre—. ¿Ves? Apúrate.
Voy a recibirla. Te esperamos en la oficina.
Con la poca voluntad que me quedó de ayer me preparo para ir a
conocer a la chica que será mi profesora.
Toco la puerta de la oficina de mamá, tomo aire expandiendo mis
pulmones por completo y escucho un «pasa», del otro lado.
La chica en cuestión está de espaldas, al entrar se vuelve y me quedo de
piedra. Ella me devuelve la mirada, creo su sorpresa se refleja en la mía. No
sé cuánto tiempo nos mantuvimos la mirada, pero mamá carraspea
sacándonos de la burbuja de conmoción.
—¿Qué hace ella aquí? —pregunto viendo directamente a mamá sin un
poco de cortesía. Lo que me faltaba, justo ella.
—Sabes, estoy aquí. No hagas como que no —me mira desafiante
enarcando una ceja, ¡demonios!— y seré tu tutora.
—¿Se conocen? —pregunta mamá como si no fuese obvio. Ruedo los
ojos, y salgo dando un portazo.
Se siente tan bien drenar la rabia. ¿Qué me pasa? ¿Por qué me molesta
que ella esté aquí? ¿Por qué creí que Bryn era la oportunidad para no morir?
Que me querría por quién soy. Maldito idiota.
Salgo al patio, y me siento en el columpio. Necesito calmarme o sino
terminaré como la vez anterior, con los nudillos rotos. Cierro los ojos, y
escucho cómo se abre la puerta que da al jardín, y las cadenas del columpio
contiguo crujen.
—Mamá, por favor…
—No soy tu mamá… —¿Por qué su voz me paraliza? La miro, pero no
me mira a mí. Su vista está en el césped—. Si quieres que me vaya, lo haré
—se escucha ¿resignada?
—No, no…
—No necesito tu lástima —¿Lástima? Se levanta, y detengo su huida
agarrándola del brazo.
—Espera, Bryn. Por favor —me levanto sin soltarla y la miro desde
arriba, sus ojos reflejan dolor. ¿Por qué dolor? Mira mi mano en su brazo y
junta sus cejas.
—Suéltame —dice bajito, pero no hace ni un movimiento para zafarse.
La determinación y altivez que vi hace un momento se ha ido—, me voy.
—No, no te vayas —pido, pero la dejo elegir soltándola—. ¿Por qué
dices que te tengo lástima?
—¿La señora Anna no te dijo?
—No. ¿Qué sucede? —Juntar sus cejas se está volviendo costumbre y
no me gusta.
—Pues… entre otras cosas más urgentes, necesito el dinero —ahora
soy yo quien frunce el ceño.
—El trabajo es tuyo. Discúlpame por cómo reaccioné hace rato.
—No te voy a disculpar, tendrás que redimirte. Me voy…
—Pero…
—Dile a la señora Anna que regreso mañana a la misma hora con el
programa de las clases.
—Está bien. Gracias Bryn.
—De nada —me guiña y se va, y como costumbre suya, dejándome sin
sentido.
*****
Bryn
Eso me pasa por no preguntar su apellido la primera vez. Hubiese
sabido de qué familia venía. ¿Cómo iba a saber que al chico que le daría
clases avanzadas sería a Sveein?
Me sentí humillada al ver su enojo, y ese portazo funcionó como un
botón de ignición a la bomba que había lanzado, sin embargo, recordé el
motivo por el que necesito del trabajo, y bajé la guardia.
La señora Anna insistió en que esas reacciones son comunes en él, que
hablará con su hijo, pero yo no necesito tratar con un niño de mami. ¡Y me
había caído tan bien que me había dado la oportunidad de suspirar, que
imbécil!
Me sorprendió que se disculpara conmigo, más le dejaré claro que no
espere amabilidad de mi parte, soy su tutora y nada más.
El resto del día transcurre en la planificación de dos semanas de clases,
cuando acabo, me dirijo a mi habitación, no sin antes pasar por la de Tinna.
Ya está dormida. Le doy un beso en la frente.
—Te amo, bebé.
—No soy un bebé. Te amo a ti —me responde adormilada.
Con la certeza de tenernos, me voy a dormir.
*****
Me preparo para un nuevo día y un seguro dolor de cabeza.
Espero que Sveein se encuentre de mejor humor que ayer. ¿Por qué se
habrá puesto así? Ahora me cuestiono si hice algo mal. Dejo el desayuno de
Tinna en la mesa, y salgo a encontrarme con la bestia.
—Buenos días, señorita. ¿Qué necesita? —Me recibe una señora de
cabello gris, y sonrisa amable.
—Hola. Soy la nueva tutora de Sveein —me encojo de hombros
sintiéndome un poco incómoda.
—Oh… —se nota sorprendida pero enseguida se recompone— Pasa. El
muchacho aún duerme.
—No importa, lo esperaré.
Me da paso, y me indica que lo espere en la cocina con ella.
—Eres muy joven, ¿no es así? —Pregunta tendiéndome una bandeja de
galletas doradas que huelen a coco y vainilla.
—Sí, señora —afirmo tomando una de las galletas y llevándomela a la
boca.
—Entonces eres muy inteligente, mi niña. Y no me digas señora, soy
solo María.
—Gracias. Y gracias por la galleta, está deliciosa.
—Son las favoritas de mi niño Sveein. ¿Te cuento un secreto? —Le
hago señas para que continúe ya que tengo la boca llena de la pasta suave y
dulce de la galleta. Me tiende un vaso con leche, y me dice—: Sveein tiene
un gran corazón, solo que está oculto en capas de ego y arrogancia que no
dejan ver lo que verdaderamente es.
—Nana… —doy un brinco en mi asiento al escuchar su voz. La
cocinera me guiña.
—Buenos días, mi niño. ¿Qué decías? —María le sirve el desayuno,
junto a mí en la barra de la cocina. Y pone frente a nosotros la bandeja con
galletas.
—Gracias —Ahora se dirige a mí—. Buenos días. ¿Tienes mucho rato
esperando? —¿Está siendo amable? Reparo en su aspecto y tiene el cabello
largo, húmedo y revuelto con mechones que cubren su frente, asumo que
acaba de ducharse, y sin quererlo imagino lo increíble que debe sentirse entre
mis dedos. ¡Basta, Bryn!
—Ehm… no, no mucho rato. María me regaló una de tus galletas —
comento enfocándome en la bandeja y no en lo bien que se ve con una
camiseta y sus músculos marcados—, espero no te moleste.
—Son las mejores —y me ofrece otra que acepto sin chistar. Pronuncio
un «gracias» bajito, y María me mira con una ceja levantada, casi como
afirmando lo que me dijo en secreto hace un momento.
—¿Estarán todo el día en la biblioteca? —pregunta María haciendo que
el chico deje de mirar en mi dirección mientras come.
—¿Biblioteca? —Para mí es inevitable preguntar. Los libros desde
siempre me han fascinado, no por nada aprendí a leer a los tres años.
—Sí, Bryn. Tenemos una pequeña biblioteca en casa. Ahí hago mis
deberes casi siempre —responde amable Sveein. ¡Este no es el mismo Sveein
de ayer!
—Muy bien, les prepararé una merienda antes del almuerzo.
Estando en la pequeña biblioteca, como llamó Sveein a esta
preciosidad, me doy cuenta de que de pequeña no tiene nada.
Son casi ocho metros con libros de piso a techo. Las pocas paredes que
no están tapizadas con estanterías tienen en ellas fotos, marcos grandes y
pequeños, fotos familiares y de paisajes.
La lámpara que cae del techo que está adornado con eslabones de
madera, da la iluminación necesaria para crear un ambiente propicio para el
estudio, y la libertad para embarcarte en la aventura de cualquier novela.
—¿Te gusta?
—¿Como no podría gustarme algo así? Es un paraíso.
—Me alegra que te guste —y pasando a mi lado siento su perfume en
mi nariz. Me abstengo de aspirar—. ¿Tienes una planificación?
—Claro, aquí —me acerco a donde está, junto a un amplio escritorio de
madera oscura, y saco algunos papeles con mi organización.
Pasan alrededor de veinte minutos donde le explico cómo serán las
próximas dos semanas de clases, y parece que me presta atención.
—Y al final de las dos semanas, tendremos una salida. Podría ser a un
museo, a un parque o a elección.
—¿Cómo una cita? —pregunta y de inmediato siento mi cara caliente.
—No, es una salida meramente educativa —quise rodar los ojos, pero
recordé que por lo pronto es mi alumno. Me guiña y lo quiero estrangular—.
No esperes que sea amable más allá de lo profesional, ¿está bien?
—Genial, ¿nada de por favor y gracias?
—No, ninguna de esas.
—Sabes que puedo conseguir lo que quieras… —su ego se lo va a
tragar un día de estos.
—No te pediré nada. Tu arrogancia no es buena para mi salud.
—¿Cómo? —¿Eso lo dije en voz alta?
—Nada. ¿Te parece bien si comenzamos hoy mismo?
—Me parece bien. Luego veremos una película, ¿te apetece? —¿Qué se
cree?
—No…
Y nos interrumpe María con la merienda, disimulando la incomodidad
por sus comentarios, comemos un poco más de galletas y un postre que
parece una sopa blanca espesa.
—¿No eres de aquí, cierto?
—¿Por qué preguntas?
—Miraste mal el postre de Nana. Es lo más tradicional aquí.
—Lo siento —lo pruebo y no es como los que he comido en los
refugios. Este es suave y tibio en mi paladar, además de un poco dulce, me
hace cerrar los ojos.
—Parece que te gusta…
—Sí, no es como los que he probado.
—¿Entonces, no eres de aquí?
—Mis padres eran de aquí, tuvimos que volver hace poco más de cinco
años, mis abuelos maternos necesitaban cuidados y mamá siempre fue una
buena hija, recuerdo que estaba furiosa, tenía que dejar mi vida, mis amigos,
incluso cambiarme de instituto en Londres para venir aquí, a lo que yo
consideraba el fin del planeta.
—Entiendo, a veces los cambios apestan.
—Sí, mucho, venir aquí fue terrorífico, nunca nos habíamos mudado de
nuestra casa y el viaje fue traumático, odio volar y hacer el trayecto por
carretera fue una travesía muy incómoda para toda la familia —Sveein se ve
realmente interesado y atento a mis palabras—, llegamos y nos instalamos, el
ser la chica nueva a medio año de curso escolar tampoco ayudó a mejorar mis
ganas de quedarme —mi corazón comienza a doler con los recuerdos—. Por
ende, cualquier cosa semejante a tradiciones y comida típica la rechazaba sin
darle una oportunidad.
—Eras una prejuiciosa con razones válidas.
—Eso quiero creer ahora, pero de haber sabido que disfrutaría de tan
poco tiempo a mis padres mi actitud hubiese sido otra —las lágrimas intentan
salir sin permiso, los extraño tanto—, fue… pasó todo tan rápido que aún me
cuesta asimilar que ya no están y que fui una tonta berrinchuda que no
aproveché el tiempo con ellos. —ya no quiero seguir hablando de mi pasado.
Es doloroso recordar y estuve a punto de decirle hasta mi fecha de
nacimiento.
Creo que nota mi renuencia a hablar y cambia de tema.
Suena un teléfono, revisamos y es el suyo. Se aleja, pero aún puedo
escuchar los susurros que pronto suben de tono.
—Estoy harto de esto —se escucha y luego silencio, pasado un
momento continúa—: Necesito que nos veamos, esto no se puede quedar así.
Y no sé qué hacer en este momento, parece una pelea de novios, y
estoy un poco en la mitad, quiero que la tierra me trague y me escupa en casa.
Tarda un poco más al teléfono, y por suerte no escucho nada más.
Regresa como si nada hubiese pasado y yo hago lo mismo.
—La oferta de ver una película luego sigue en pie —entrecierro los
ojos con cierta sospecha—, es que no hace mucho mamá mandó a instalar
aquí un pequeño cine y no he tenido ánimos para probarlo solo.
—Me da curiosidad ver a qué le llamas “pequeño” —hago la seña de
comillas con dedos al aire. Se carcajea y no puedo evitar sonreír. Su risa es
linda, debería reír más a menudo.
—¿Eso quiere decir que aceptas? —Levanta una ceja rubia. Asiento, y
su sonrisa se ensancha.
Luego de acabarnos el postre, que Sveein me explica que es un tipo de
arroz con leche llamado Grjónagrautur, originario del país, y que María se lo
prepara desde que era pequeño.
Seguimos durante toda la mañana hasta pasado el mediodía ordenando
las clases.
—En media hora debo irme, no sé si la señora Anna te comentó mi
horario.
—Está bien, luego veremos la película —con tanto estudio y metida en
mi papel de profesora había olvidado ese detalle.
*****
Sveein
Que Bryn me dijera que no me pedirá nada «por favor» fue un alivio,
espero que lo cumpla. Ahora debo ocuparme de no desconcentrarme con su
olor y la manera tan cálida de hablar que hace que entienda todo de una vez.
—¿Cómo te fue con Bryndís?—me pregunta mamá al entrar a su
oficina.
—Bien, me mostró su planificación y adelantamos una clase. Tuvo que
irse temprano.
—Sí, olvidé decirte. Debe marcharse poco después de mediodía.
—¿Sabes por qué?
—¿Si te fue bien por qué parece que estas molesto?
—¿Me respondes primero? —Se me queda mirando— Por favor.
—Tiene alguien a quien cuidar, no sé de quién se trata. Ahora tú.
—No estoy molesto, solo que íbamos a ver una película.
—Recuerda que es tu profesora, no tu compañera. Al final se irá.
Sí, mamá. Como yo…
Con ese último comentario de mamá, voy a mi habitación con peor
humor del que llegué. Papá pasa a revisar si estoy despierto, lo siento llegar
cerca de la cama, pero no estoy de ánimos para hablarle, ni a nadie. Por un
momento sentí que Bryn y yo podríamos ser amigos, incluso fui amable con
ella. El maldito encierro me está volviendo loco.
Mi celular suena, es un mensaje de texto, justo cuando por fin estoy
logrando dormir.
Desconocido: Mañana llegaré un poco más tarde.
Yo: ¿Bryn?
Desconocido: Sí. Me disculpas con la señora Anna.
Es tan caradura. Ni siquiera se disculpa conmigo Y eso me hace
sonreír. Que idiota soy.
Yo: ¿Y conmigo no debes disculparte?
Bryn: No. Y si te lo preguntas la señora Anna me dio tu número de
celular por si se presentaba algo.
Yo: ¿No se te ha presentado algo muy pronto?
Apenas lo envío siento que retrocedí cinco pasos con ella, y solo he
dado uno.
Bryn: No me voy a disculpar porque no es mi culpa. Buenas noches.
Y sí, retrocedí un kilómetro.
*****
Aunque Bryn anunció que llegaría más tarde, me levanté temprano.
Decir que mi humor es comparable con el del Grinch se quedaría corto.
Odio mi maldita vida, quisiera terminar de morir y dejar de sentirme con la
expectativa de esperar lo inminente.
—Niño, Sveein… ¿Te sirvo el desayuno? —Es Nana rondando la
cocina, lo que sea que está cocinando hace que mi estómago suene.
—Por favor.
—¿Y la niña Bryn?
—Viene tarde.
—¿Por eso tu mal humor? —Me quedo mirándola como si viese un ser
mitológico. Parece que para ella soy un cristal. No le puedo ocultar nada.
Omito la pregunta encogiéndome de hombros.
Me sirve el desayuno sin decir nada más, y lo ingiero sin mirarla.
Termino, lavo el plato y vuelve a mirarme extrañada, y la entiendo; jamás he
lavado un plato, ni he hecho nada de trabajo en casa. Ni siquiera sé por qué
he hecho eso.
—¿Estás bien, mi niño? —Asiento. Y sigue con el ceño fruncido.
—Voy a la piscina.
*****
Sumergirme y sentir la densidad del agua en oposición a mí, en lugar
de atraparme me hace sentir libre, y reconozco que algo así siento con Bryn.
Es raro y excitante a la vez, que, por una vez en la vida, alguien no hace lo
que quiero, lo que necesito o pienso que se debe hacer.
Ella simplemente es ella, y con eso es suficiente para mí, pero mi
prepotencia siempre aparece para arruinarlo todo.
Emerjo, y me revuelvo el cabello de la frustración, golpeo el agua a mí
alrededor para liberar la rabia que se va construyendo.
—¡Hey, vas a mojarme! —Escucho a mi espalda. La pusiste muy fácil,
pequeña.
—¿Puedo así de fácil? —Volteo y para que entienda el doble sentido
levanto las cejas varias veces.
Un sonrojo profundo es visible en las mejillas de Bryn y con los brazos
cruzados denotando molestia me hace sonreír.
—Idiota —y se va, dándome la oportunidad de salir de la piscina sin
que note mis puntiagudas orejas con la humedad de mi cabello.
Al entrar a la casa una idea se me ocurre, y es que hacerla exasperar me
gusta y divierte.
No la vayas a dañar. Suena en mi cerebro con la voz de mamá. Quien
terminará mal aquí soy yo, es un hecho.
Seco, cambiado y con mis orejas a resguardo por el pasamontañas, la
busco en la biblioteca, y la encuentro.
—Hola.
—Hola —responde—, al llegar hablé con la señora Anna sobre mi
inconveniente.
—¿Y a que se debió?
—No te importa —rueda los ojos como si le causara molestia, y noto
que tiene una sombra debajo de los ojos, debió dormir mal.
Siento algo raro en el estómago. ¿Así se siente el rechazo? Maldición.
Respiro profundo. Hoy no es un buen día para comenzar con mi idea.
—Bien, ¿qué hay para hoy?
Las horas pasan volando, y me es fácil estudiar con compañía. No sé
por qué nunca lo había intentado. Por egocéntrico.
Siempre consideré mejor estudiar a solas, y hacer yo mismo los
trabajos en equipo. No confiaba en los demás. Ahora que estoy
verdaderamente solo, la compañía me parece el mejor regalo, como una puta
Coca-Cola en el día más caluroso del verano.
Parezco un vampiro alimentándome de los momentos con Bryn para no
morir, y ella no me deja entrar. Todavía es muy pronto, ¿no?
*****
Varios días pasan así, yo esperando su llegada y que las horas no
transcurran tan rápido para su ida, esperando y esperando, sabiendo que no
queda casi nada para el final.
Nadie que no pueda ser amado por lo que es, merece vivir. Ese
pensamiento me atormenta, y mi único salvavidas es el agua de la piscina y
las clases de Bryn.
—Hoy jugaremos mi versión del programa Quien Quiere Ser
Millonario. —Anuncia cuando terminamos la clase de Geometría.
—Pero si ya lo soy… —rueda los ojos, pero sonríe.
—Por Dios, se te cayó de nuevo —recuerdo esa primera broma que me
hizo y las carcajadas no se hacen esperar. De un bol de vidrio saca una tira de
papel.
—Pregunta número uno, por postre doble de la señora María… ¿Qué
período, conocido por su contribución a las artes, comenzó en Italia a finales
del siglo XIV?
—¿Esa es la primera? Maldición.
—Esta boca, señor…
El juego resultó más divertido de lo que esperaba, me reí como nunca,
y al final gané un caramelo. Solo con Bryn las clases podrían ser así de
divertidas.
Casi a la salida le pregunto—: ¿Cuándo saldremos al paseo educativo?
—No he tenido tiempo de organizarlo, espero que la próxima semana.
Al llegar a mi habitación siento como si el corazón se me fuese a salir
por la boca. ¿Qué me está pasando? Experimento un maldito mareo que me
deja fuera de combate, yazco en el piso y lo último que veo es el blanco del
techo.
*****
Llegó la próxima semana y con ella, mi determinación para contarle y
hacer realidad mi idea. No sé por qué hacer esto me tiene de buen humor,
pero Nana y mamá me lo han recalcado. No he vuelto a sentir que estoy al
borde de la muerte, solo cierto mareo y náuseas al salir de la piscina.
Como todos los días, estudiamos hasta que Nana trajo la merienda.
—Estaba pensando…
—¿Pasa algo? —Está saboreando la cuchara donde antes había
Grjónagrautur. Con sus grandes ojos parece un poema.
—No pasa nada, solo que tengo una idea para la salida…
—¿Y cuál es esa idea?
—Ya lo verás. Me encargaré —con su ceja levantada de forma
interrogante presiento que se va a oponer, pero no dice nada.
*****
Bryn
Salir con Sveein fuera de su casa me daba miedo, tal vez por eso aplacé
las salidas semanales, hasta que él mismo planeó toda esta locura. Ni sé por
qué al comienzo propuse la idea. Ni siquiera me dijo a dónde íbamos, estuve
a punto de negarme, pero sus ojos de cachorro me hicieron desistir.
—¿Y… Sveein es guapo? —Es la quinta vez que Tinn me pregunta lo
mismo.
—Un poco, ¿sí? Listo. Ya lo dije.
—Lo sabía —escucho que susurra y bosteza—, ¿y a donde te va a
llevar?
—No lo sé, Tinn. Creo que es hora de descansar, ¿no lo crees?
—Cuéntame cómo es… —y es que no puedo pensar en sus defectos
como algo malo. Estoy en problemas.
—No, no… luego te pones a fantasear y no duermes, señorita.
—¿Lo voy a conocer?
—Algún día.
Me acurruco a su lado y pronto su respiración se acompasa haciéndome
saber que se ha dormido.
*****
Mis mañanas consisten en cocinar los alimentos para Tinn, y dejar todo
listo para mis clases con Sveein. Por suerte no habrá clases hoy, y no tendré
que pedir disculpas por llegar tarde de nuevo. Haberle dicho a Sveein que
llegaría tarde me molestó, esperaba su odiosa respuesta, pero no podía llegar
temprano sin asegurarme de que mi hermanita tomara su medicina, y no
volviera la fiebre, esa vez no tuvimos que parar a la sala de emergencias, y
fue un alivio.
—Cosita, levántate. Hoy debemos ir al médico.
—¿Puedo dormir un ratito más? —responde adormilada.
—Solo diez minutos más.
En veinte minutos nos preparamos, y salimos rumbo al hospital. Hace
algunos años determinaron que Tinn tenía lupus, no fue fácil el diagnóstico,
recuerdo que a mamá y papá le dijeron miles de posibles enfermedades,
fueron años complicados para todos, hasta que llegaron a este resultado. Me
temía que regresara, puesto que, sin un tratamiento continuo, los brotes
regresan; y aquí vamos de nuevo.
Entramos al consultorio del doctor Richardson, y nos recibe con una
sonrisa.
—Hola, bella Tinna, ¿cómo has estado? —Tinn se lleva bien con los
doctores, pero sé que no le gusta que la miren con lástima.
—Muy bien, doctor.
—¿Eso es cierto, Bryndís? —Me pregunta mientras inspecciona las
erupciones en la cara de mi hermanita. Están mucho mejor que ayer.
—Sí, ha estado tranquila. Ha ido a la escuela con normalidad, pero hace
días tuvo una fiebre elevada, gracias al cielo solo fue eso.
—¿Hace cuantos días, Bryndís? —regresa a su asiento al terminar de
revisar la boca de Tinn, y su cara de preocupación lo delata. Mi corazón está
desbocado, nada bueno puede salir de su boca.
—Hace más o menos una semana.
—Muy bien, inspira hondo Tinna, por favor —mi hermanita lo hace
con una mueca de dolor, escribe algo en el récipe y lo anexa a la historia
clínica—, vamos a tener que vernos pronto, ¿bien? —Tinna obediente asiente
sin decir nada, a pesar de haber dormido toda la noche se nota su cansancio.
El doctor escribe de nuevo en otra receta y me lo entrega.
—Vamos a necesitar estos medicamentos por ahora, y es necesario que
la señorita se quede con nosotros un tiempo, solo para revisar que esté bien, y
la fiebre no regrese.
Y ahí está, un peso muerto se instala en mi pecho. No sé qué decir,
aunque el doctor ha elegido las mejores palabras, Tinn me abraza y me
desarmo. Respiro entrecortadamente, debo ser fuerte para ella.
—Todo va a estar bien, cosita —le susurro. Y niega. Siento sus
lágrimas humedecer mi cuello y las mías correr en mi rostro. Mi pesadilla
haciéndose realidad. ¿Cómo voy a mantenerla a salvo?
—Bryndís, sé que es apresurado, pero con su enfermedad lo mejor es
tenerla en revisión hasta que podamos asegurarnos de que el tratamiento es el
correcto. Las dejaré un rato e iré a preparar todo para que su estancia sea
cómoda —el doctor Richardson se retira y de nuevo Tinn me abraza
dejándome sin defensas.
—Cosita, ¿sabes que no te dejaré, cierto? —La siento asentir. Y se
retira.
—¿Cómo pagaremos todo esto, Bryn? —Siempre tan grande, y adulta
para su edad.
—De eso no te preocupes, Tinn. Estaremos bien. Lo importante es que
no vuelvas a sentirte mal, y que encontremos un tratamiento —tomo sus
manos y sus ojos están cristalizados.
—Te amo, hermanita.
—Y yo a ti, cosita —nos fundimos en un nuevo abrazo—, siempre te
cuidaré.
El doctor regresa y nos indica a dónde dirigirnos, lleno el papeleo
correspondiente a la hospitalización con las manos temblando, tengo tanto
miedo.
Mi temor más grande haciéndose realidad delante de mí, mi hermanita,
mi tesoro en una cama de hospital. Por ahora solo es necesario que estén
monitoreando su temperatura y presión arterial, aunque es mejor que esté
aquí y alguien pueda avisarme si se siente mal, tener que dejarla me rompe el
alma, no quiero que esté sola.
—Ven, siéntate aquí —se sienta a un lado de la cama dejándome
espacio, me subo y me acomodo a su lado, abrazándola por la cintura—. Hoy
es tu cita con Sveein, ¿no?
Me levanto como un resorte. Lo había olvidado.
—Lo habías olvidado, ya lo sé.
—No es una cita —respondo cuando proceso lo que ha dicho—, y no
iré. No te dejaré aquí.
—¿Cómo que no irás? ¿Y qué excusa le darás? —Touché.
—¿Siempre tienes que ser tan adulta?
—No, no siempre —me hace una mueca y se ríe, y su risa es suficiente
para aliviar un poco de tensión—. Si no vas me sentiré culpable de estar aquí
y arruinar tu cita.
—¡Eres imposible, no es una cita!
—Entonces ve, y tráeme algo dulce —insiste, y sé que no hay manera
de que pueda hacerla cambiar de opinión.
—Será rápido.
—Por supuesto, igual tengo mi móvil por si necesito algo —se me
adelanta con el discurso.
La abrazo, y nos quedamos así hasta que es hora de que vaya a
prepararme para ir a no sé dónde con Sveein. Estuve a punto de cancelar,
pero luego Tinn se sentiría culpable, y es lo último que quiero, hacerla sentir
peor.
*****
Sveein
Iremos al Museo de Arte por la noche. Fue el único horario donde me
permitieron alquilarlo, y solo tendremos media hora. Decidí que fuese el
Museo, porque al final es una «salida educativa» aunque me muero por
llevarla a algún otro lugar. Sé que le gustará porque cuando habla de arte sus
ojos se iluminan.
Si tan solo lo hicieran así por mí. ¿Qué mierda me está pasando?
Suena el timbre y sé que es ella. Me apresuro a la puerta.
—Yo voy, Nana —y me mira con confusión, pero no dice nada.
Llego a la puerta, y tomo una respiración.
—Hola.
—Hola —respondo.
—¿No me vas a invitar a pasar?
—No.
—¿No? —se pone seria.
—No, ya nos vamos.
El viaje en mi auto está siendo cómodo y silencioso. Se nota nerviosa
porque no deja de estrujarse las manos en todo el camino, para evitar que se
haga daño tomo una de ellas, voltea a verme, pero sigo con mi vista en la
carretera. Trazo círculos en su mano intentando calmarla sin decir nada. Y
así, con su mano enlazada a la mía llegamos al Museo, más pronto de lo que
esperaba. Un toque y ya no quiero soltarla. Si sobrevivo a esta maldición,
tendré una cita con el psiquiatra.
—¿El Museo de Arte? —Pone cara de confusión cuando estaciono el
auto.
Entramos por una puerta lateral, donde se encuentra un encargado que
nos indica a qué sala dirigirnos.
—Esto es maravilloso —comenta Bryn apenas entramos. Las luces
están bajas, y un montón de lucecitas en el techo nos hacen las veces de suelo
estrellado, las pinturas y esculturas relucen a pesar de la tenue luz.
Caminamos un poco, y le informo que apenas tenemos media hora, solo
asiente. Parece abstraída por todo alrededor.
—¿Es la primera vez que vienes?
—Sí, no había tenido oportunidad —contesta y me mira con los ojos
¿llenos de lágrimas?
—¿Pasa algo?
—No, nada. Es que todo aquí es tan hermoso —una lágrima resbala en
su mejilla y antes de poder hacer nada, se la quita con la mano y sonríe.
Tomo su otra mano, de nuevo ignoro cómo me mira, y continuamos. El solo
sostener su mano me da calma. ¿Le pasará lo mismo? Suspira y creo saber la
respuesta.
Un cuadro que casi cubre media pared muestra un paisaje fantástico,
una ninfa y un duende sentados de espaldas a nosotros, contemplando un lago
que parece infinito; lo que me da curiosidad es que las manos del duende y la
ninfa están unidas solo por sus meñiques.
—Parece mágico —¿Será una señal para contarle la verdad?
—Sí —¿Sí?
—¿Te gusta la fantasía?
—Sí, en los libros. Es mi género favorito después del romance —esto
debe ser la señal que esperaba.
—¿Crees que existan los duendes? —Es mi momento, necesito saberlo.
—No, no lo creo. A la gente de aquí le gusta creer en eso, y respeto su
Folklore, pero no. Eso de los duendes y la magia es solo fantasía.
No esperaba esa respuesta. Por instinto toco las puntas de mis orejas
puntiagudas por encima del gorro. Siento que he retrocedido de nuevo, y la
vista se me nubla.
No, no de nuevo. No aquí.
Bryn se acerca a otra parte de la exposición, y tomo unas bocanadas de
aire.
No quiero que me vea así, no ahora que sé que no me creerá. ¿Qué
hago?
Me recuesto en una de las paredes, y cierro los ojos.
—¿Sveein? —Escucho que llama Bryn. Llega donde estoy—. ¿Estás
bien? El encargado me dijo que es hora de salir.
—Sí, vamos —una nueva bocanada de aire y sé que la noche ha
acabado, y ha acabado muy mal. Espero que ella lo haya disfrutado hasta
ahora.
*****
Bryn
Una semana ha pasado desde que internaron a Tinn, apenas pude
comprar un poco de comida y algunos de los medicamentos que están
probando en ella.
Me conforta saber que está bien atendida, pero me mata tener que
dejarla sola, y solo poder quedarme con ella ciertas noches. Casi he
trasladado la casa a su habitación en el hospital, se ve un poco más débil,
pero su sonrisa no deja de iluminar mis días. No le dio más fiebre, sus riñones
están bien, solo se mantiene cansada.
Con Sveein las clases han ido mejor desde la salida al Museo, ha estado
más atento y servicial, fue tan lindo tratando de consolarme, aunque no le dije
que mis lágrimas se debían a la presión del día, estuvo conmigo y eso debilitó
mis barreras.
—Cosita, ya debo irme. Se me hará tarde para mis clases —mi rutina
ahora consistía en pasar a ver a Tinn una hora antes de ir a casa de Sveein.
—¿Cuándo lo voy a conocer? —Y cree que poniendo carita de cordero
degollado conseguirá lo que quiera.
—Algún día —le doy un beso en la frente—. Te amo. Si…
—Si ocurre algo te llamo. También te amo. Ve, que se hace tarde.
*****
Llego justo a tiempo a la biblioteca.
—¿Hola?
Nadie responde, lo que se me hace extraño, porque Sveein siempre está
aquí temprano. Esperaré unos cinco minutos, si no aparece le enviaré un
mensaje.
Recorro los estantes un rato, casi nunca tengo tiempo de hacerlo, y lo
disfruto mucho, hasta que escucho la puerta abrirse y Sveein entra con su
celular pegado a la oreja.
—Me estoy muriendo, ¿no lo entiendes…? —Se queda estático
mirándome y sin despegar el teléfono de su rostro dice—: Me tengo que ir —
y cuelga.
En este momento siento como mi corazón se rompe en pedacitos.
—Hola —no sé qué otra cosa decir.
—Hola, no te esperaba.
—Llegue hace poco, no te preocupes —¿qué fue eso?
—¿Comenzamos? —pregunta algo molesto o desganado, y sé que algo
pasa.
—Sí, claro.
Comenzamos las actividades de ese día, que son pocas y espero poder
irme antes de la hora.
—¿Está bien si al terminar me retiro? —Deja lo que está haciendo y me
mira con las cejas fruncidas.
—Sí, claro. No hay problema, pero ya regreso. Espérame.
Se va y tarda en llegar, cuando lo hace está hiperventilando, parece que
ha corrido una maratón. Me apresuro a la puerta.
—¿Qué pasó? ¿Qué tienes? —No responde, respira pesadamente.
Mis alertas se activan, busco alguna señal de golpes o traumas y no veo
nada. Me cuelgo su brazo en el cuello y lo ayudo a avanzar hasta la silla más
próxima; apenas da unos pasos me mira con los ojos vidriosos y se vuelve un
peso muerto. Caemos al suelo. Como puedo lo volteo y busco su pulso, está
débil, apenas puedo sentirlo. Debo buscar ayuda.
Corro por toda la casa llamando a la señora Anna y a María. Las dos
salen a mi encuentro, solo digo:
—Es Sveein —un sollozo sale de mi garganta sin tiempo de pararlo.
Estoy llorando y no me había dado cuenta.
Corremos a la biblioteca, la señora Anna no pierde tiempo y comienza
a atenderlo mientras llama a una ambulancia. María y yo nos arrodillamos a
su lado, me aseguro de que aun respira. Ni siquiera sé cómo es que estoy
respirando, me tiembla el cuerpo entero.
Llega la ambulancia y subo junto con la señora Anna, no sé qué ha
dicho María. Solo puedo enfocar mí vista en un lívido Sveein, tomo su mano
fría en las mías. Los paramédicos le ponen una mascarilla de oxígeno, y un
monitor de pulso. El sentir mi corazón desbocado me hace comprender que
ese hermoso joven no es solo un alumno, o un amigo, se ha vuelto alguien
importante, alguien a quien quiero.
¿Es amor? ¿Estoy enamorada?
Es un sentimiento fuerte, de eso estoy segura. No es solo el momento
de conmoción de verlo yacer inconsciente. Sentir que puedo perder a Sveein
hace que se me nuble la vista y no piense claramente. ¿Lo voy a perder?
Lágrimas corren libres por mis mejillas, no hay manera de contenerlas.
La señora Anna me toma una de las manos que tengo aferradas a su
hijo intentando consolarme, aun cuando ella tiene sus ojos llenos de lágrimas
no derramadas.
—Va a estar bien —me susurra, y aprieta mi mano. Nos quedamos así
hasta llegar al hospital, y todo vuelve a acelerarse.
Pasa tan rápido, que momentos después es que reparo en dónde
estamos, el mismo sanatorio donde Tinn está hospitalizada. Se llevan a
Sveein y ahora soy yo quién sirve de consuelo para la señora Anna, que llora
en mi hombro sin poder tranquilizarse, hasta que un doctor sale a decirnos
que está reaccionando, pero aún no tienen un diagnóstico y que la señora
Anna puede pasar a ver a su hijo.
Ella me mira como disculpándose antes de seguir al doctor, y me quedo
en el frio pasillo, sintiendo cierto alivio. Sveein está bien, pero… ¿qué voy a
hacer ahora que estoy casi segura de que me he enamorado?
Minutos después la señora Anna sale, y se la nota más tranquila.
—Está pidiendo verte —¡¿qué?!
Siento mi estómago contraerse. Me levanto de manera automática y la
sigo. Atravesamos una puerta blanca y ahí está él, conectado a una máquina
que monitorea sus pulsaciones, y un suero pegado a su brazo, con una sonrisa
tonta en el rostro que me hace sonreír en respuesta.
—Lamento haberte asustado.
—¡No vuelvas a hacerlo! —le exijo mientras me acerco a la camilla—
Casi me muero del susto, ¿sabes?
—Lo siento —hace una carita de cachorro regañado.
—¿Querías verme? —pregunto y de inmediato me retracto.
—Sí. ¿Estás bien? —Toma mi mano en la suya, y para no variar hace
como si no fuese nada. Ahora entiendo que esos pequeños gestos fueron los
que me llevaron aquí, a estar secretamente enamorada de él.
—Estoy bien, eso debería preguntártelo yo.
—Estoy bien, estaré bien —sonríe derritiéndome como chocolate al sol.
—Chicos —nos interrumpe la señora Anna—, Bryn y yo debemos salir
por órdenes del doctor —anuncia y antes de poder despegar mi mano de la de
Sveein, me besa el dorso y se me eriza la piel.
—Nos vemos pronto —asiento. Y salgo detrás de la señora Anna. Me
indica que irá a la cafetería y llamará a María, y yo aprovecharé para ir a ver
a Tinn.
Me acerco a su habitación, que por suerte no queda tan lejos de donde
han dejado a Sveein, y se encuentra dormida.
Me quedo leyendo un e-book mientras espero que despierte.
—¡Bryn, estas aquí! —casi grita con entusiasmo.
—Sí, cosita… ¿cómo te sientes?
—¿Por qué estás aquí tan temprano? Ni siquiera es hora de almuerzo.
—Porque… Sveein tuvo un pequeño desmayo —se lleva las manitos a
la boca en señal de asombro, por lo que me apresuro a aclararle que está bien
y tranquilo.
—¿Y está aquí? ¿Podré conocerlo?
—Sí, y no sé, bebé. Ya veremos.
*****
Sveein
Cuando salí de la biblioteca esa mañana no me imaginaba que no
podría regresar bien y menos que despertaría en una habitación de hospital,
fui en busca de un regalo para Bryn, no sabía si era muy apresurado, pero
quería que tuviera algo mío.
Ahora estoy en el hospital y me quedaré hasta mañana para algunas
pruebas.
—¿Estás bien, mi niño? —me saluda Nana apenas cruza la puerta.
—Como si un maldito tren me hubiese atropellado, pero estaré bien en
cuanto salga de este infierno.
—Esa boca —regaña—, ven aquí, muchacho —me acerca a ella y besa
mi frente—. Nos diste un susto de muerte.
—Lo siento, Nana.
—La señorita Bryn no tenía consuelo. ¿Ya la viste?
—Sí, la vi. Se notaba preocupada. Lamento asustarlas.
—¿Estás seguro de que estás bien? —supongo que disculparme tan
seguido no le asegura a Nana que esté bien.
—Sí, estoy bien —le sonrío y me besa la mejilla.
—Debo irme, tu mamá logró que me dejaran verte un momento —se va
apresurada dejándome solo.
Así que Bryn había llorado… no sé qué sentir, pero es una mezcla de
alivio y molestia. Alivio porque si ha llorado por mí, es que estaba
preocupada, y lo que me dijo me dio esperanza de que siente algo por mí, y
molestia porque no quiero que llore, ni por mí ni por nadie.
No entiendo por qué me estoy ilusionando con Bryn, solo le haré daño
al final. Moriré, moriré si no logro convencer a Rún de que me quite esta
maldición. No quiero morir, no quiero dejar a Bryn. ¡Maldita Rún!
—Hola, ¿puedo entrar? —me pregunta Bryn asomándose a la puerta.
—Claro, pasa.
—¿Cómo te sientes? —pregunta con cierto recelo, no se acerca mucho,
ni se sienta.
—Ya estoy bien, pero debo quedarme hasta mañana, ¿me
acompañarás?
—Sí, estaré por aquí —comenta como si no fuera raro que esté aquí.
—¿Y tú, estás bien? —se le ven bolsas debajo de sus ojos que no había
notado antes.
—Sí, estoy bien —frunce las cejas y se ve hermosa haciendo esa
mueca. Sé que algo pasa, pero no la presionaré. Conversamos un rato más de
todo y de nada, y se va.
Al poco tiempo aparece una enfermera y pone algo en mi suero, que
según ella me ayudará a dormir mejor. Y lo agradezco, porque con la soledad
junto con los pensamientos de no poder acabar con la maldición, en tener que
alejarme de Bryn para evitar que sufra por mi muerte, en el sufrimiento de
papá y mamá, incluso de Nana, no me ha dejado tranquilo en mucho tiempo,
hasta el punto en el que mi estómago se revela de manera constante
amenazando con vomitar.
Me quedo dormido, como prometió la enfermera…
*****
Al día siguiente al despertar, veo a Bryn dormida, sentada en una de las
sillas con la cabeza recostada en mi camilla. Se ve tan apacible que no quiero
despertarla, pero no puedo evitar acariciar su cabello, y acomodarlo fuera de
su cara. Sonríe con mi caricia y poco a poco abre sus ojos, le sonrío de vuelta.
—Buenos días, bella durmiente.
—Hola, lo siento —se incorpora adormilada—. ¿Qué hora es?
—No tengo idea —revisa su celular, abre sus ojos sorprendida y se
levanta rápido.
—Debo irme —y sale de la habitación más rápido de lo que se levantó.
¿Qué sucedió? ¿Hice algo mal?
Al poco tiempo aparece una enfermera seguida de mamá y papá.
—Hola, muchacho; ¿cómo te sientes? —pregunta él.
—Bien, papá. Ya me quiero ir de aquí, sabes que soy como tú.
—Lo imaginé. ¿Ves, Anna? Sveein es un campeón. No fue nada.
Conversamos un rato más, y mamá cada dos minutos pregunta cómo
me siento. Papá solo sonríe a sus constantes preguntas, no sé cómo le tiene
tanta paciencia.
—Bueno, muchacho, debo irme al trabajo. ¿Nos vemos en casa para
ver un partido?
—Claro, papá —y me revuelve el cabello, que está más largo de lo que
lo llevo normalmente, y no se notan mis orejas puntiagudas.
Ambos salen de la habitación, y entra un doctor a revisar la historia
clínica, quitarme el suero y el monitor revisando que todo estuvo bien durante
la noche, y anuncia que va a firmar el alta.
Eso es un maldito alivio, poder largarme de aquí.
Nadie que no pueda ser amado por lo que es, merece vivir. La voz de la
maldita bruja se cuela en mis pensamientos y el vello de la nuca se me eriza.
—Bebé, ya podemos irnos —anuncia mamá entrando a la habitación.
Salgo con ella.
—¿Sabes algo de Bryn?
—Lo último que me dijo es que debía ir a su casa. ¿Por qué? —niego
con la cabeza.
Caminando por los pasillos, una puerta abierta llama mi atención,
dentro de ella, hay una niña en una camilla que me parece familiar.
—Adelántate, mami. En un rato te alcanzo —me toca el hombro en
aprobación.
—Te espero en el auto.
Me quedo mirando a la niña, de unos diez o doce años, con una sombra
rosa en su rostro, se ve cansada. Me mira sin ninguna expresión.
—Hola —la saludo desde la puerta.
—Hola —y frunce las cejas, sí, el parecido con Bryn es impresionante
—. ¿Buscabas algo?
—No. Solo que me pareciste conocida.
—También me pareces conocido —me tiende su mano y me adentro a
la habitación para tomarla—, soy Tinna, pero puedes llamarme Tinn.
—Es un placer, Tinn —tomo su mano—. Soy Sveein.
—¿Sveein? —Expande sus ojos en sorpresa— ¡Sabía que te conocía!
—¿Me conoces?
—Sí, Bryn me ha hablado mucho de ti.
—¿Bryn? ¿La conoces? —¿le habló de mí?
—Obvio, bobito —me dice como si me conociera de siempre—. Es mi
hermana.
—Debí imaginarlo. Frunces la frente igual a ella —se ríe con mi
comentario y me contagia con su risa.
—¿Es muy imprudente si te pregunto qué haces aquí, Tinn?
—No, claro que no —rueda los ojos, y no me quedan dudas de que esta
niña es su hermana—. Siéntate aquí —me hace espacio en su camilla, y me
siento a su lado—. Estoy aquí porque estoy enferma, Lupus —dice su
diagnóstico como lo más común del mundo—, ¿sabes lo que es?
—Sí, algo sé —admiro la valentía con la que habla de su enfermedad.
—Bueno, eso tengo. No me preocupa mi enfermedad, me preocupa
Bryn.
—¿Por qué? —pregunto y es evidente que Bryn la ha pasado mal las
últimas semanas, y yo sin poder hacer nada. Ahora entiendo su cara de
cansancio, ojeras bajo sus ojos, y su delgadez. ¿Estaría comiendo bien?
—Sé que no me dice nada para no preocuparme, pero el tratamiento es
costoso. Está haciendo todo lo que puede por estar aquí conmigo, ir a sus
clases contigo y consiguió un trabajo por internet para poder pagar los
medicamentos.
¡Maldición! No puede ser que ella tenga que cargar con todo eso, sola.
—Lo siento, Tinn. Haré todo lo que pueda por ayudarlas. Tu hermana y
tú van a estar bien.
—¿Mi hermana te gusta…? Eres guapo y me gustas para ella —esta
niña no tiene filtro.
—Sí, me gusta, pero no le digas nada y tú eres más guapa —da un
gritito de emoción.
—¿Más que Bryn? —bate sus pestañas, es una ternura.
—Por supuesto, pero tampoco puedes decirle —nos carcajeamos.
—Gracias, Sveein —dice Tinn y me guiña.
Con eso me siento el hombre más afortunado. Me despido con la
promesa de vernos pronto, mamá debe estar impaciente en el auto y todavía
tengo algo que hacer.
Me dirijo a recepción, y pido hablar con el doctor que atiende a Tinna.
Me hacen pasar a un consultorio, y un señor con bata blanca, y una sonrisa
me recibe.
—Mucho gusto, doctor. Soy Sveein —me adelanto a presentarme
extendiendo mi mano derecha—. Soy amigo de Bryn, y hoy conocí a Tinna.
—Un gusto, Sveein. Soy el doctor Richardson, y sí, Tinna es mi
paciente. Siéntate, por favor —dijo la palabra mágica y me siento en la silla
que indica como autómata. ¡Maldición! Había olvidado esa sensación de no
controlar lo que hago—. Supongo que está aquí por su diagnóstico.
—Así es, y lo que más deseo es que esté bien…
En unos veinte minutos más estoy saliendo del hospital con la
sensación de haber hecho algo bien. Los otros dos “por favor” del doctor, se
fueron en esperar y firmar unos papeles, y confiar en él.
—¿Por qué tardaste tanto? —Mamá me aborda apenas me subo a su
auto.
—Estaba resolviendo algo, mami. Ya estoy aquí.
—¿Viste a Bryn? —me pregunta.
—No, no la vi.
—Seguro irá mañana a las clases. Le dije que todo seguía normal a
partir de mañana —dice mamá confirmando lo que ya suponía.
—Esta mañana amaneció durmiendo en mi habitación —mamá aparta
un segundo la vista de la carretera para mirarme sorprendida—. Sí, también
me sorprendí.
—A esa chica le gustas.
—Eso quiero creer, mami.
—Recuerda lo que te dije, no le hagas daño.
*****
Bryn
Después de la torpeza y vergüenza de quedarme dormida recostada en
la cama de Sveein, tuve que salir corriendo a ver a Tinn, y a comprar sus
medicamentos, había ahorrado lo suficiente para los de esta semana. Creí que
luego del incidente con Sveein ya no habría más clases, y que me costaría
conseguir trabajo de nuevo, pero la señora Anna me informó que al día
siguiente todo seguía normal. Fue un alivio.
Ya han pasado un par de días de eso y la rutina sigue normal.
—¿Recuerdas el día que me desmayé? —pregunta Sveein de repente.
—Sí, ¿cómo olvidarlo? —digo con ironía, rueda los ojos y sonrío.
—Ese día salí a buscar algo para ti —¿qué?
—¿Algo para mí? —asiente.
—Sí —se nota ¿nervioso?—, esto —y me muestra una pequeña caja.
He quedado petrificada. La abre viendo mi poca capacidad de movilidad,
dentro hay una delicada pulsera con varios dijes—. ¿No te gusta? —Miro la
cajita y a él, y de nuevo la cajita.
—Es hermosa, Sveein.
—Es tuya, tómala —¡No lo puedo creer!
Hago lo que me pide, y me ayuda a poner el broche. Me queda perfecta,
y su color rosagold me encanta.
—Gracias… es perfecta.
—Tú eres perfecta, Bryn —no me suelta la mano, y me mira como
esperando que diga algo. Frunzo la frente—. No debes decir nada —responde
como si leyera mi mente—, solo quiero que sepas que me gustas, y si no te
sientes así, no pasa nada —¿me está confesando su amor?
Mi corazón galopa y no creo ser capaz de hablar, las mariposas en mi
estómago se han vuelto águilas. Él también me gusta, mucho; pero de alguna
manera es mi jefe y no, no puede ser, tiene alguien más en su vida, estoy
segura. Esas llamadas tan sospechosas que hace…
—¿Bryn? —llama mi atención al ver que no respondo nada a su
declaración.
—Esto… gracias, pero no lo puedo aceptar —me quito de prisa la
pulsera, y salgo corriendo de la casa.
No me sigue, y es lo mejor. No puedo soportarlo, las lágrimas
acumulándose en mis ojos no me dejan ver bien. Por un momento me di la
libertad de ilusionarme, y muy tarde me di cuenta de que no solo estaba
ilusionada con Sveein, sino enamorada de él.
¡Es tan egoísta! ¿Cómo me va a decir esas cosas si tiene a alguien más
con él?
No sé ni cómo llego a casa, me echo a llorar por todo lo que ha salido
mal, por Sveein, por Tinn, por ser tan ilusa, y por mi corazón roto. Siempre
me he creído valiente, pero hasta aquí llegó mi valentía. Después de no sé
cuánto tiempo de llorar, y cuando no me quedan más fuerzas, me ducho y me
preparo para ir a ver a mi hermanita.
Antes de salir compruebo mi celular por si ha habido algún problema
en el hospital, solo tengo correo electrónico de la administración, debe ser la
cuota por pagar, aunque me parece raro, luego revisaré. También tengo varias
llamadas de Sveein y muchos mensajes, ni siquiera los abro.
El papel más idiota de tu vida lo acabas de hacer, Bryn.
*****
Dos días pasan donde no voy a las clases con Sveein, y después de
mucho pensarlo, sé que no soportaré estar alrededor de él sin hacer una
escena, echarme a llorar o besarlo. Redacto mi renuncia, y le escribo un
mensaje a la señora Anna, que pregunta el por qué, si es que algo no me ha
gustado, sí claro, que su hijo tenga novia. Le respondo que son motivos
personales lo que me obliga a dejar el trabajo. Me atenderá mañana temprano
y lo agradezco.
Escucho que tocan la puerta y doy un respingo. Abro sin revisar quién
es… Sveein, debí imaginarlo.
—¿No me invitarás a pasar? —tiene los ojos brillantes.
—No. Vete —el orgullo habla por mí.
—Por favor, déjame explicarte.
—No hay nada que explicar, vete Sveein. Es suficiente —con cada
palabra el peso en mi pecho se hace insoportable.
—Te quiero, Bryn, por favor —¿no es suficiente con romperme el
corazón?
—Vete —repito, y esta vez baja la vista. Se ha rendido.
—Lo siento —da la vuelta, y se va; aunque se lo pedí, me siento
decepcionada, ¿por qué? ¿Qué podría esperar de él si tiene novia y me
busca, y me dice que me quiere?
Los sollozos se escapan de mi garganta, paso la noche hecha una bola
de llanto, dormito por momentos, las pesadillas me acompañan, hasta que al
final me duermo sin sentir nada.
Un nuevo día comienza, y anhelo despertar de esta pesadilla. Me
preparo para hablar con la señora Anna sin deshacerme en el proceso. Me
siento extraña estando aquí. Toco el timbre.
—Buenos días, María —la saludo al abrir la puerta.
—Señorita Bryn, ¿cómo estás?
—Lo mejor que puedo, María.
—¿Pasó algo con Sveein?
—Sí, pero ya pasó. Hoy renunciaré —me siento en confianza con ella.
—¿Estás segura? —Asiento—. ¿Recuerdas lo que te dije los primeros
días? —asiento de nuevo—, le haces bien a Sveein —con esa última frase
llegamos a la oficina de la señora Anna—. Solo espero que no te equivoques,
mi niña.
También lo espero.
Toco la puerta y ella me deja pasar, por suerte se encuentra sola.
—Buenos días, Bryndís.
—Buenos días, señora Anna. Me apena estar aquí —me adelanto a
decir mientras me señala la silla frente a su escritorio al tiempo que se sienta
en la suya.
—No tienes que sentir pena, Bryndís. Tu estancia aquí hizo que mi hijo
fuese feliz, estoy segura; pero no entiendo tus motivos para irte si todo iba
bien.
—Mis motivos… —titubeando busco las palabras y aspiro para que mi
voz no salga estrangulada como siento mi corazón. Me obligo a no llorar,
pero una lágrima traicionera resbala en mi mejilla. Ni siquiera me doy cuenta
cuando la señora Anna me toma las manos, y las aprieta suavemente como
hizo cuando estábamos en la ambulancia.
—Eres tan buena… Le haces tanto bien a Sveein —reconoce y se hace
eco de María—. Él ha tenido días difíciles y desde que llegaste aquí se ha
transformado totalmente. Es más cariñoso, atento, incluso amable… —Hago
todo lo que puedo para no sollozar, no es lo que necesito—, era un niño tan
malcriado, contigo ha aprendido mucho más que solo asignaturas.
—Señora Anna…
—Y al salir del hospital se veía tan feliz, no parecía que hubiese estado
en ese lugar. No me quiso contar, pero supe que canceló un tratamiento en el
hospital, jamás lo había visto ser tan generoso, y eso me deja como una mala
mamá, pero… —dejo de oír, en mis oídos solo escucho el retumbar de mi
corazón, ¿un tratamiento? Enseguida viene a mi mente Tinn y el correo que
recibí hace días y no revisé.
—No, no es posible… —no, no debe ser el tratamiento de Tinn. Me
enfoco de nuevo en el momento y la señora Anna ha dejado de hablar.
—No quieres a Sveein, ¿es eso…? —su pregunta me deja fuera de
combate.
*****
Sveein
El día que Bryn me pidió que me marchara sentí que moriría, pero
sabía que me quedaban por lo menos dos o máximo tres noches más. Dos
noches pasaron de agonía, de lágrimas contenidas, de rabia.
Con el pasar de los días y lo agradable que es estar con Bryn, había
olvidado esta maldición, hasta que aparecieron los síntomas de mi castigo, mi
alma muriendo, como dijo Rún. Llamarla y suplicar no funcionó de nada.
¿Cómo esperaba que alguien me amara por lo que soy si solo soy un
maldito, arrogante y egoísta?
Conocer a Bryn fue como un despertar para mí, y que fuera mi tutora se
sentía como si la suerte estuviera a mi favor. ¡Qué irónico ser un maldito
duende y tener una suerte de mierda!
Creí que con Bryn las cosas iban bien, no sabía cómo reaccionaría con
mi regalo y confesión, pero pensando en mi inminente muerte, quise dejarle
algo con lo que recordarme si me rechazaba, suena hasta cruel, sin embargo,
solo quería eso; no quería pasar de largo por su vida, y todavía no entiendo su
reacción.
¿Qué hice mal? Supongo que al final la maldita bruja tenía razón.
Hoy desperté sabiendo que falta muy poco, unas cuantas horas a lo
mucho para que todo acabe, y soy tan cobarde que me siento incapaz de
contarle a mi familia, mucho menos a Bryn. ¿Pero cómo contarle si no
quiere ni verme?
Bajo a desayunar con un dolor de cabeza que no me deja desde hace
días, voy pasando frente a la oficina de mamá; de camino a la cocina
reconozco una voz además de la de mamá y mi corazón da un vuelco. Bryn
está aquí, y parece que llora. Pego mi oreja a la puerta y escucho que mamá
pregunta:
—No quieres a Sveein, ¿es eso? —¿Están hablando de mí? ¿Es eso, no
me quiere? ¿Vi mal las señales? Ruedo la manilla de la puerta para entrar, y
no puedo moverme.
El dolor de cabeza se hace casi insoportable, el mareo viene a mí y al
cerrar los ojos veo la cara de la bruja que se alterna con una Bryn sonriendo.
Y de nuevo vuelve Rún…
Nadie que no pueda ser amado por lo que es, merece vivir.
El dolor me hace arrodillarme, un grito del fondo de mi garganta sale.
El aire se ha ido de mis pulmones. Estoy muriendo, es ahora.
La oscuridad me envuelve, y escucho la voz de Bryn… no logro
descifrar lo que dice, pero su perfume está por todas partes. Siento mi piel
enfriarse. Una mano acaricia mi rostro, y sé que es ella. Estoy saliendo y
entrando de la oscuridad donde logro ver a mamá, a Nana… y a Bryn, trato
de sonreírle. Mis ojos vuelven a cerrarse a pesar de que quiero seguir viendo
a Bryn, no quiero morir en sus brazos. El pánico se apodera de mí. Quiero
llorar como un niño, sin embargo, solo siento su perfume y frío, mucho frío.
Muero…
—Te quiero, Sveein, aguanta hasta que llegue la ambulancia —escucho
su declaración amortiguada por el dolor.
—¿Me quieres…? —trato de articular la pregunta, pero siento que es
un balbuceo. Tiene sujeta mi mano, puedo sentirla y la aprieto con la poca
fuerza que me queda. Ya no veo nada más que oscuridad.
—Te quiero, Sveein. Te amo, ¡por favor aguanta! —susurra cerca de
mi rostro, deposita un beso en mis labios, y con ello el frío que siento en mi
cuerpo es sustituido por calidez. Una calidez que me invade desde dentro,
poco a poco como una brisa, siento que de nuevo respiro. Doy una bocanada
de aire que hace que mis pulmones se llenen.
Bryn me ama. ¿Me ama…?
—Parece que está volviendo… —escucho la voz de Nana, mis
párpados aun pesan.
—¿Sveein? ¿Hijo? —llama mamá con un tono bastante alterado. Trato
de abrir los ojos, y me encuentro con una Bryn de ojos brillantes y lágrimas
corriendo por su rostro. Todo lo demás desaparece.
—Estas aquí —sonríe de lado aun con lágrimas en sus ojos, y se ve
preciosa.
—También te amo, Bryndís.
*****
Ese día estuve a punto de morir… creyendo que nadie podría amarme
por lo que soy, perdiendo la esperanza y el sentido a la vida. Mi alma estaba
muriendo… como castigo por ser esa detestable persona que solo vivía para
sí mismo.
La ambulancia llegó minutos después, no me llevaron al hospital
porque ya había vuelto en mí, pero me dejaron en la habitación con un suero
pegado a mi brazo, y las caras de preocupación de Bryn, mamá y Nana.
—Te dije que no volvieras a asustarme así —dice Bryn cuando nos
dejan solos.
—Lo siento, de nuevo. Te juro que no fue intencional.
—Te creo —se ve cansada, con los ojos hinchados y ojerosos.
—¿Es cierto? —Tiene que serlo, sino no estaría aquí.
—¿El qué? —Sé que sabe a qué me refiero porque el sonrojo cubre su
rostro hasta el cuello.
—Que me amas…
—Ah, e-eso… —aparta su vista de mí. No, por favor—. No quiero
meterme entre tú y ella.
—¿Ella…? ¿De quién hablas…? ¿Cuál ella…?
—¿Tu chica? —responde en forma de pregunta esperando que entienda
qué quiere decir.
—¿Cuál chica, Bryn? No tengo ninguna —por ahora.
—¿Y quién es esa, la de las llamadas secretas? —pregunta con la ceja
levantada y me hace sonreír, es tan hermosa… un momento, ¿llamadas
secretas? Debe creer que… Rún. Así que por eso se fue cuando le di el
regalo, creía que tenía novia, que la traicionaba, que Rún es mi novia. No
me puedo contener la carcajada y ella no se me une. Sigue seria y ahora con
los brazos cruzados y las dos cejas fruncidas.
—Si tanta gracia te hace, mejor me voy —se encamina a la puerta.
—Espera, Bryn, por favor.
—¿Te vas a seguir riendo?
—No, ven y te explico. Todo tiene una explicación.
—La estoy esperando —es tan altanera. Mi perdición.
Esa mañana compartimos el postre que nos trajo Nana como hacía
cuando estudiábamos en la biblioteca, le expliqué todo, todo. Lo de Rún y su
maldición, al principio estaba escéptica, le conté como me sentía de mal, y las
llamadas suplicando que tuviera piedad, me dijo lo que ya suponía, creía que
las llamadas eran de mi novia.
Como se sintió tonta por enamorarse de mí, eso me hizo sentir bien y
mal a partes iguales, también le conté lo de los deseos. Su cara de
estupefacción me dijo que no se lo creía, solo me creyó porque le mostré mis
orejas, no volvieron a ser las mismas, aunque no están tan puntiagudas como
antes, no están totalmente redondas. Sí, se rio de eso hasta que le faltó el aire.
—Eres terrible, Sveein. Eres terrible. Creo que merecías esa maldición
—se burla.
—Lo que hiciera falta para conocerte.
—Bobo —a pesar de lo fuerte que es, es capaz de sonrojarse con un
simple cumplido.
Seguimos así, hablando de todo y de nada. Pasado un tiempo, me dice:
—Debo irme, ¿vas a estar bien? —siempre preocupándose por los
demás.
—Sí, estaré bien.
—¿Conociste a Tinn? —su pregunta parece una acusación.
—¿Está mal?
—No respondas con otra pregunta. Y no, no está mal, solo que no
quería que la conocieras así.
—Es una niña preciosa, y me llamó la atención su parecido contigo.
Fue casualidad o destino haberla conocido.
—Tinn es increíble.
—Lo es.
—Gracias… —susurra y se sonroja.
—No es nada —sé que se refiere al pago del tratamiento.
—¡Es mucho! —Sus ojos de nuevo se llenan de lágrimas.
—No llores, por favor —sonríe, pero no llega a sus ojos—. Ven aquí
—se sienta en la cama y la abrazo. Un abrazo que quiero que dure la
eternidad. Se ajusta a mi cuerpo como si estuviera hecha para mí.
—¿Por qué suspiras? —pregunta aún pegada a mi costado.
—Porque soy feliz.
*****
Casi una semana después las cosas volvieron a la normalidad,
incluyendo las clases. Tinn está mucho mejor, con tratamiento, pero fuera del
hospital, y por idea de ella, llevaré a Bryn a ver las auroras boreales.
Esta niña es un caso serio, peor que su hermana, recuerdo la
conversación que tuvimos y me da escalofríos todavía.
—¿Qué esperas para pedirle que sea tu novia? —su característica ceja
levantada.
—¿Y no lo somos ya? —respondo y rueda los ojos.
—No, tonto. Debes pedírselo.
—¿En serio? Asumí que éramos novios.
—Hombres… —resopla con fastidio y rueda los ojos, de nuevo. A este
paso se le quedarán blancos de tanto ponerlos así.
—¿Qué sabes tú de hombres, señorita?
—Lo que leo en los libros, son todos unos idiotas.
Tinn se ha vuelto como la hermana que no tuve, y me alegra que piense
así de los hombres, por lo menos hasta que tenga suficiente edad para un
novio.
Así que llevaré a Bryn a ver las auroras boreales, y le pediré que sea mi
novia como quiere Tinn, y yo también. Quiero tener la libertad de llamarla
novia y que todos sepan que es mía, que la chica más increíble de toda
Islandia es mía.
Llegamos a la zona rural, donde pueden apreciarse mejor las luces en el
cielo. Es todo un espectáculo aquí. Preparé la parte trasera de la camioneta de
papá con algunos colchones y almohadas para estar más cómodos. Nos
trasladamos allí, y esperamos unos minutos, donde comienzan a aparecer
poco a poco los colores verdes y azules.
Bryn se queda absorta mirando hacia arriba, por lo que no nota cuando
saco la cajita donde está la pulsera que quería regalarle.
—¿Bryn?
—Es mágico, ¿cierto? —dice todavía mirando el cielo. Me incorporo
un poco y cuando lo nota, se sienta con rapidez.
—No, no.
—¿Qué no? —pregunto sabiendo la respuesta. Se carcajea—. No te
estoy haciendo cosquillas, Bryn.
—Lo sé, pero… —se ríe, y sonroja.
—¿Quieres ser mi novia? —Se cubre el rostro con las manos.
—¡¿Y no lo éramos ya?! —Es imposible no acompañar su risa, y nos
besamos, con las luces que tocan la tierra de testigos, esas mismas que eran
mi señal para morir, y siento que mi fortuna no puede ser más grande.
Al final, Rún tenía razón, esto era un regalo…
Y no fui yo quien logró que me amaran por lo que soy, sino que esta
chica, me amó sin que yo se lo pidiera, sin darle nada. Todas las historias
tienen una moraleja, y la mía se quedó conmigo, y besa increíble.
Al final soy el más afortunado, y aunque ya no sea un duende, cumpliré
todos sus deseos… solo para verla feliz.
FIN
Conoce a Luce Monzant G.
*****
Al día siguiente fueron recibidos por Leonard, completaron una serie de
trámites, entre ellos una revisión médica, colocaron su huella y les fue
entregado a cada uno un oficio que les daba la condición de refugiados. Irían
a un juicio en un lapso de doce a dieciocho meses, en ese tiempo debían
aprender el idioma francés para comenzar a trabajar, mientras recibirían una
ayuda monetaria del gobierno.
Alex y Natalie se abrazaron entre sonrisas después de despedirse de
Leonard y demás agentes que los atendieron. Un movimiento extrañó llamó
la atención de la chica, un oficial de policía preguntó por Leonard, aunque
escuchó lo que dijo no entendió porque habló en francés, pero la cara era de
pesar. Las facciones de su Rey León cambiaron de un ligero interés a ponerse
totalmente rígidas, otro de los agentes de inmigración se acercó a él y apretó
su hombro. Alex la haló de la mano y abandonaron la habitación.
A pesar de que caminaba al lado de Alex, la mirada de Natalie volvía
una y otra vez hacia la oficina donde Leonard estaba, la noticia que le había
dado la policía era mala a juzgar por la expresión del hombre. Deseó que todo
estuviese bien para él, durante días no pudo alejarlo de su mente,
preguntándose qué habría ocurrido y si su Rey León estaría bien.
*****
Dieciocho meses después…
Natalie iba por su segunda margarita cuando casi se cae del asiento de
la impresión. El Rey León acababa de entrar por la puerta, oteó el lugar, su
vista se posó sobre un bullicioso grupo que estaba en la otra esquina del bar y
resueltamente caminó hacia ellos.
—Natalie, vamos a bailar —dijo Carol.
Estaban de celebración, ese día la corte le había dado la residencia
permanente, por lo que sus nuevos amigos del trabajo decidieron que era
noche de fiesta y había arrastrado a una risueña Natalie hasta el bar de la
esquina. El animado grupo compuesto de cuatro chicas y dos chicos se había
instalado en una mesa donde primero cenaron, para después pedir unos
tragos. Al cerrarse la cocina, la música subió de volumen y varios grupos
meneaban sus caderas al ritmo de la canción.
Natalie se levantó con sus amigos y mientras bailaba y reía sus ojos
volvían una y otra vez hacia él. A pesar del tiempo trascurrido el recuerdo de
lo que Leonard le hizo sentir estaba vivo en su memoria, se preguntó si estar
cerca de él le produciría el mismo efecto en su dormida libido.
Leonard miraba fijamente la botella de cerveza que alguien había
puesto en sus manos, mientras pensaba que no debía haber ido porque aún no
se sentía con ganas de sociabilizar. A pesar del tiempo trascurrido continuaba
dolido por la muerte de Megan y por su traición. Un toque en el hombro lo
sacó de sus pensamientos. Andrew le señaló a una chica que bailaba en la
pista.
—No ha dejado de mirarte —le dijo su compañero de trabajo con una
sonrisa.
—No he venido a ligar —respondió con el ceño fruncido.
—Ha pasado mucho tiempo…
La mirada de Leonard le hizo callar, había costado mucho convencerlo
de venir esa noche y no lo estropearía diciéndole lo mismo, sin embargo, era
una linda chica latina, y decían que las latinas eran una bomba. Probaría otro
método porque definitivamente a su amigo le faltaba sexo, desde que la perra
de Megan había muerto, Leonard no era el mismo hombre.
Andrew se levantó de la mesa y se acercó al grupo de chicas que
bailaban, era guapo y un buen bailarín, además tenía una sonrisa que gustaba
a las mujeres, pronto se encontró en el medio del grupo bailando y riendo con
las más atrevidas. Una a una las fue convenciendo de integrarse a su mesa.
Antes de darse cuenta Natalie estaba sentada frente a Leonard, lo saludó con
un movimiento de cabeza y una sonrisa.
Leonard miró a la chica que lo saludaba y un atisbo de reconocimiento
cruzó sus ojos, era la chica que había pedido asilo el día de la muerte de
Megan. La recordaba porque se había sentido muy culpable por la atracción
que sintió hacia ella y que se había negado a reconocer. Miró la mano que
levantaba la copa y no vio el anillo de compromiso que portaba ese día,
quizás todo fue una actuación para favorecer su solicitud de refugio. Sus ojos
se oscurecieron al pensar que fueron engañados, odiaba la mentira, más aún
desde la traición de su esposa. Se levantó para investigar un poco, se acercó a
su amigo Andrew y le pidió su asiento al lado de la chica.
—Te conozco —dijo Leonard mirándola a los ojos.
—Sí, aunque creo que no estás seguro de dónde —respondió retadora
Natalie.
—Hace año y medio pediste refugio en este país, ¿dónde está tu
prometido?
—En la casa de su nueva prometida —contesto la chica.
—Te dejó por otra, canadiense me imagino, odio la infidelidad.
—También yo —dijo Natalie pensando que no se sintió engañada, más
bien diría que aliviada—, ¿y tu esposa?, si mal no recuerdo usabas un anillo
de bodas en ese momento.
—Muerta —dijo sin dar más explicaciones.
—Lo lamento —expresó la chica apenada, a lo que él respondió solo
con una inclinación de cabeza.
—¿Te aprobaron la residencia? —preguntó muy interesado en la
respuesta, porque si aún tenía la condición legal de refugiada no podría estar
con ella, él era un oficial de inmigración que además había tramitado su caso
al llegar al país por lo que podría meterse en muchos problemas.
—Sí, hoy estuve en la corte, por eso mis amigas decidieron que
debíamos celebrar, soy una residente legal de este país.
—Felicitaciones —respondió aliviado, era bueno saber que no se
equivocó al dejarlos entrar, prueba de ello era que el juez después de estudiar
el caso y todas las pruebas presentadas e investigadas había otorgado la
condición de residente, además de alegrarse porque había seguido las noticias
de su país de origen y las cosas pintaban muy mal para sus ciudadanos.
El camarero llegó con otra ronda de bebidas y Natalie suspiró, este era
el cuarto trago y ya se sentía un poco mareada. Desde que estaba en ese país,
había ingerido poco alcohol, «mi nivel de aguante ha disminuido y con lo que
me costó lograrlo», pensó divertida, una sonrisa asomó a sus labios. Se sentía
muy bien, quería apretarse contra su rey y besarlo hasta quitarle esa mirada
sombría. Se sentía sexy y acalorada como no se había sentido en años y es
que desde había emigrado a ese frío país, los hombres le parecían
mortalmente aburridos, solo el Rey León, como lo llamaba dentro de sus
pensamientos, le hacía hervir la sangre.
—Creo que es hora de que me marche, ¿quieres acompañarme? —
sugirió atrevida.
Una chispa de deseo atravesó la mirada de Leonard, si sus instintos no
lo engañaban lo estaba invitando a follar, pero es que llevaba demasiado
tiempo sin estar en circulación que no estaba seguro. Además, por lo que ella
le contó en su entrevista eran mucho más conservadores en su país que en
Canadá, aunque ya llevaba viviendo allí mucho tiempo y… un empujón lo
sacó de sus pensamientos.
—La oferta está a punto de caducar —le dijo Andrew al oído.
—Sería un placer hacerlo —respondió Leonard solícito—, ¿trajiste
coche?
—No, una de las chicas me dejaría en mi casa, pero pensaba tomar un
taxi porque Anne se ve muy entretenida —comentó ella señalando a una
rubia que bailaba con otra chica.
—Déjame llevarte a casa —ofreció él.
—Gracias, eres muy amable.
Era lo suficientemente tarde para que Alex y Daniela estuviesen
durmiendo, sobre todo porque él trabajaba muy temprano. Habían roto el
compromiso dos semanas después de llegar a Canadá, el día que él conoció a
Dani. Se enamoró de ella a primera vista, entonces fue cuando se dio cuenta
de que nunca podrían ser más que mejores amigos, algo que Natalie entendió
por sí misma en el momento que conoció a Leonard. En un inicio, Dani, que
era prima de Susana, había recelado mucho de la amistad de Alex y Natalie,
sobre todo cuando se enteró que estuvieron comprometidos, pero gracias a su
amiga y la charla sincera que tuvieron los tres, fue que la prometida de Alex
la aceptó y ahora se llevaban bien. Tal vez nunca serían mejores amigas,
porque para Natalie su mejor amigo era Alex, pero le había tomado cariño a
la chica.
Pronto tendría el departamento para ella sola porque ellos se mudarían,
aunque no muy lejos, estarían en el edificio contiguo en el segundo piso. A
pesar de que Canadá era un país muy seguro donde la tasa de criminalidad
era muy baja, Alex decía que se había comprometido con sus padres a cuidar
de ella y que mantendría esa promesa. Lo que provocaba en Natalie un
sentimiento de cariño y de ganas de estrangularlo al mismo tiempo.
A pesar del abrigo, el frío la golpeó al salir del bar, era mediado de
enero y pensó que estaban en lo peor del invierno. Caminaron hasta el
estacionamiento y Leonard desactivó la alarma para abrir la puerta de una
muy alta camioneta negra doble cabina, Natalie sonrió pensando en que los
hombres eran igual en todas partes del mundo, amaban ese tipo de vehículos.
—Permíteme ayudarte —dijo Leonard, señalando el estribo para subir.
La tomó de la mano y una vez arriba, Natalie se giró a darle las gracias.
Estaba muy cerca y subida ese peldaño quedaba a su misma altura. Sus ojos
se encontraron y reconoció en ellos un brillo de deseo que había visto muchas
veces desde que estaba en ese país, pero que nunca le había provocado la más
ligera emoción. En cambio, en ese momento sintió cómo se derretía por
dentro, sus mejillas adquirieron un tono rosa que nada tenía que ver con el
clima y si con lo que sentía. Perdida en su profunda mirada color chocolate,
no se percató de que su mano había cobrado vida propia y que se había
posado en su cálida mejilla. Sus ojos descendieron hasta esa boca carnosa y
vio cómo esta se entreabría dejando escapar un vaho de aliento que se
condensó en el frío de la noche. Leonard estaba perdido en esos ojos café que
tanto le gustaban, eran tan expresivos que lo habían embelesado desde el
momento en que la conoció. Su cuerpo se endureció al sentir que su mano se
posaba en su mejilla y cuando vio que su mirada descendía hasta su boca, no
pudo contenerse más y se acercó lentamente. Dándole la oportunidad de
rechazar el beso si ella decidía que no lo deseaba, llegó hasta la mitad del
camino y ella recorrió la otra mitad juntando sus labios fríos a los suyos.
Una vorágine de fuego la recorrió y se aferró a los hombros del hombre
que la besaba, él la rodeó con sus brazos trasmitiéndole su calor. Natalie
quiso pellizcarse para despertar si estaba en un sueño, para convencerse de
que realmente estaba en los brazos de su Rey León, del hombre que la había
cautivado nada más pisar ese país. De su amor de frontera como ella le decía
en su mente cuando soñaba e ideaba historias en su cabeza, justo antes de
dormir, donde era la protagonista y él su verdadero amor, podría sonar a
tontería, pero soñar no costaba nada y sí ayudaba mucho cuando estaba triste
por extrañar su familia y su país.
Un beso siguió a otro, y luego a otro, perdidos en el deseo que los
consumía, no sentía el frío de la noche, solo en la conexión de sus bocas y en
los brazos que se aferraban a sus cuerpos no permitiendo un milímetro de
separación. Poco a poco el ruido de voces y risas entró en su consciencia y se
separaron con la respiración agitada.
—¿Quieres ir a mi casa?, ¿o prefieres ir a la tuya? —preguntó Leonard
deseando cualquier respuesta siempre que fuese un sí.
—Vamos a la tuya, comparto mi apartamento y el novio de mi
compañera debe estar allí —respondió Natalie, cruzando los dedos ante la
pequeña mentira, si todo marchaba bien ya se ocuparía de explicarle que
vivía con Alex y su prometida.
*****
El viaje a su casa solo duró unos minutos, el coche se estacionó frente a
una construcción moderna en una urbanización que lucía nueva. Leonard
accionó las puertas del estacionamiento y metió el vehículo dentro. La
oscuridad los envolvió y él aprovechó para robarle otro beso antes de
descender para ayudarla a bajar. La puerta de la cochera daba a una cocina de
ensueño, de esas que provoca hornear pasteles y hacer comidas fabulosas
mientras se tomaba una copa de vino. Sin encender las luces principales,
Leonard la tomó de la mano y la guio a través de la casa hasta su habitación.
Una pequeña lámpara de mesa daba calidez a un dormitorio grande, pero con
una decoración minimalista donde solo había una cama, una mesa, y una
cómoda. Había también varias cajas llenas de cosas lo que indicaba que se
había mudado allí recientemente. Mientras ella había estado inspeccionando a
su alrededor, él se había quitado el abrigo, luego procedió a hacer lo propio
con el de ella, dejándolo caer al piso de la habitación donde se reunió con el
suyo. Las prendas comenzaron a volar a medida que los besos crecían en
intensidad. Natalie se encontraba perdida en el deseo que ese hombre la hacía
sentir y Leonard estaba más allá del control. Sus manos temblaron al tocar su
piel desnuda y tuvo que respirar fuerte para tratar de calmarse y no
apresurarla. Dieciocho meses sin sexo era mucho tiempo y esa chica lo había
atraído desde el momento que lo conoció y ahora lo estaba volviendo loco.
Leonard retiró el cubrecama azul marino y se acostó en las sábanas del
mismo color atrayéndola hacia la cama. Pegó su pecho a la espalda de la
chica, una mano cubrió un seno mientras su boca, trazaba figuras entre el
cuello y espalda. Extasiado por su olor, bajó su mano hasta su montículo y la
pegó a su erección provocando en ambos un gemido de deseo.
—Quiero ir despacio, pero estoy desesperado por estar dentro de ti —le
susurró al oído.
Natalie sintió como una corriente de deseo bajó por su vientre al
contraerse, se giró para mirarlo a los ojos y su mano buscó su erección.
Estaba caliente y palpitante, mientras la recorría de arriba abajo, miró los ojos
que se habían convertido en dos rendijas de placer. Leonard luchaba entre
cerrarlos y disfrutar de su caricia o continuar mirando lo que le hacía. Si no
paraba perdería la batalla y todo acabaría, así que la empujó levemente para
poder soltarse y se dedicó a los senos que se moría por probar. Natalie gimió
al sentir la boca caliente que chupaba sus pezones, alternando entre uno y
otro, entre lamidas y succiones duras. Estaba muy mojada, ya no quería
seguir esperando. Esa vez fue su turno de empujarlo, al tenerlo tendido de
espalda, a dura pena Leonard estiró la mano por protección, abrió el empaque
y se colocó el preservativo con mano temblorosa. Natalie esperó con
impaciencia que terminara para subirse encima de él, su cuerpo buscando su
miembro hasta encontrarlo dispuesto. Lentamente y mirándolo a los ojos bajó
hasta empalarse completamente. Leonard apretó los dientes ante el placer de
sentirse rodeado de esa calidez maravillosa. Su mano se dirigió a su clítoris
para frotarlo y ella cerró los ojos ante su caricia. Poco a poco se levantó un
poco dejándose caer de nuevo, una y otra vez, frotando ese pequeño punto en
su interior que le impedía dejar de moverse. Leonard la aferró por las caderas
para controlar el ritmo de las penetraciones, la tuvo sujeta mientras él se
movía rápido y duro arrancando de la garganta de Natalie gemidos de placer,
estaba muy cerca, casi allí. Sintió libres sus caderas y se unió al frenético
baile de su compañero. Leonard subió las manos, hasta los senos y apretó
suavemente los pezones, dándole ese extra que necesitaba para llegar al
clímax. Las contracciones de su vagina lo estaban volviendo loco, sus manos
volvieron a sujetarla para moverse más rápido y duro antes de explotar en un
orgasmo brutal. Las luces se encendieron detrás de sus ojos mientras sentía el
cuerpo de ella caer y arropar el suyo. Aunque sus brazos parecían de gelatina,
se obligó a subirlos y abrazarla un rato, dejándola reposar y recuperarse.
—Creo que acabo de morir —dijo ella en un susurro.
—En cambio, yo me siento más vivo que nunca —respondió él.
—¿Debo levantarme? —preguntó ella con una sonrisa en los labios.
—Creo que debería desechar el preservativo —respondió el seriamente.
—Umm, es cierto.
Poco a poco lo dejó salir de su cuerpo y se acostó a su lado, debería ir
hasta el baño porque se sentía muy mojada y pegajosa, pero sus piernas no
colaboraban.
Leonard se incorporó para ir al baño y frunció el ceño al sentirse su
abdomen y piernas un poco mojado, revisó el preservativo, pero estaba
intacto sin embargo se había desbordado un poco por el tiempo que
estuvieron en esa posición después de haber terminado.
—Natalie, se salió un poco, ¿estás en los días de peligro? —preguntó
señalando el preservativo.
—No, no te preocupes, uso la inyección anticonceptiva —respondió
ella.
El alivio recorrió su pecho, le gustaba mucho la chica, pero lo menos
que quería era tener una relación seria tan pronto después de conocerse,
porque eso fue lo que le pasó con Megan, se casó con ella casi de inmediato
sin saber la clase de persona que era.
*****
Era de madrugada cuando la camioneta se estacionó frente al edificio
donde vivía Natalie.
—Muchas gracias por traerme a casa, disfruté mucho la noche —dijo la
chica mirándolo a los ojos.
—Yo también disfruté mucho, ¿trabajas mañana? —preguntó Leonard.
—¿Te refieres a mañana domingo o a hoy sábado? —pregunto en
broma.
—Hoy sábado —respondió risueño.
—Voy a dormir hasta el mediodía y después iré de compras con Dani
mi compañera de piso, se muda la semana que viene y necesita algunas cosas
y como su novio trabaja mañana me pidió que la acompañara.
—Quería invitarte a salir, pero estarás ocupada, ¿quizás el domingo? —
dijo él tendiéndole su teléfono— Por favor, graba tu número, así tendré como
llamarte.
—Llegaré mañana como a las siete de la tarde, podemos salir como a
las ocho —propuso ella, tomando el móvil y grabando su número.
—A las ocho vendré por ti.
—¡Perfecto! —exclamó ella.
El beso de despedida se alargó por largos minutos, ninguno de los dos
quería separarse. Natalie sabía que debía bajar del coche, así que con los ojos
cerrados tanteó la puerta buscando la manilla, al encontrarla la abrió y el frío
de la madrugada los golpeó apagando el deseo que amenazaba con llevarlos a
la cama más cercana. Con una sonrisa se despidió y entró al calor de su
hogar. «Mañana le contaré que el novio de Dani es Alex» pensó antes de
dormirse.
*****
La impaciencia hizo que Leonard llegara diez minutos antes a su cita
con Natalie, estaba estacionado frente al edificio donde vivía la chica cuando
recibió una llamada del trabajo, era su supervisor que necesitaba que
respondiera unas preguntas sobre un caso. Quería terminar para llamarla y
avisarle que estaba fuera esperándola. La puerta del apartamento se abrió y
Alex salió provocando que Leonard lo siguiera con la vista, confundido vio
que caminaba por el estacionamiento hasta un coche que acababa de llegar.
La puerta del copiloto se abrió, una chica salió y se abalanzó sobre él
besándolo en la boca. La capucha de su abrigo cayó por el beso y la melena
oscura y sedosa de Natalie se desparramó sobre el brazo del hombre. Furioso
arrancó su camioneta, terminó la llamada y se dirigió a casa. Natalie pensaba
que él era un idiota que nunca descubriría que aún estaba con Alex. ¡Malditas
fueran todas las mujeres!, eran infieles y mentirosas.
Natalie estaba que se halaba el pelo de la impaciencia, Dani era un
amor, pero muy indecisa a la hora de comprar, eran las siete y treinta cuando
al fin logró sacarla de la última tienda y arrastrarla al coche. Tenía media
hora antes de que Leonard la buscara, el tiempo justo para llegar a la casa y
arreglarse un poco para salir. Una sonrisa salió de sus labios porque nada más
estacionar su amiga se lanzó del coche a los brazos de su prometido para
darle un beso de tornillo. Se alegraba mucho por él, Dani lo amaba y él
adoraba el suelo que ella pisaba. Intranquila revisó su móvil y agradeció en
silencio que Leonard no la había llamado aún. Se bajó del coche y le lanzó
las llaves a Alex para que lo cerrara después de que bajaran las compras y
prácticamente corrió al departamento.
Una hora después se paseaba intranquila por su habitación, Leonard no
había llegado, ni la había llamado. Trató de comunicarse a su móvil, que era
el único número que tenía, pero caía directamente a la grabadora. Pasó de
estar preocupada a molesta, se enfureció y se angustió a partes iguales. ¿Le
había ocurrido un accidente o algo parecido?, o simplemente no estaba
interesado en ella. Sus inseguridades asomaron su fea cabeza y se recriminó
haberse acostado con él, si no quería verla más solo debió habérselo dicho,
eran adultos y podían disfrutar una noche juntos, no entendía por qué le dijo
que quería seguir viéndola si no era así. Mil ideas pasaron por su cabeza hasta
que horas después, se dio por vencida y dejó que el sueño la embargara.
*****
Seis meses después…
Leonard salió de su trabajo tarde, estaba cansado y hambriento y no
tenía ganas de salir en la cita que tenía con Andrew y dos amigas de este. Se
arrepintió de haberse dejado convencer, desde lo ocurrido con Natalie estaba
de mal humor y su amigo, cansado de su estado de ánimo, lo fastidió hasta
lograr la cita de hoy. El camino se le hizo largo, al llegar a su casa entró con
la camioneta al estacionamiento, se bajó del vehículo y se sorprendió al ver
una figura de mujer que se coló, antes de que la puerta de la cochera se
cerrara.
—Soy yo, Natalie —dijo la voz de mujer que le susurraba al oído en
sus sueños.
—¿Qué quieres?, Natalie —preguntó con recelo.
—Lamento haber invadido así en tu casa, pero necesitaba hablar
contigo y no logro hacerlo por el móvil, además creo que…
—¿El hecho de que bloqueara tu número no te indicó que no quería
hablar contigo? —preguntó interrumpiéndola.
—Sí, sé que lo hiciste, pero creo que debes saber que voy a tener un
hijo —soltó Natalie levantando la barbilla.
Leonard encendió la luz y evaluó la figura de la joven, una pequeña
barriga asomaba debajo de la chaqueta ligera que vestía. La rabia encendió su
mirada, ¿acaso pensaba que podía endosarle el hijo de otro? Natalie
retrocedió de la impresión, si pospuso hablarle de su embarazo era porque
estaba dolida por su actitud, sin embargo, se debatía entre su conciencia que
le decía que él debía saber que tendría un hijo y su corazón dolido que le
decía que él no merecía saber la verdad.
—Felicitaciones a ti y a Alex —respondió irónico.
—El hijo que espero es tuyo, nunca me he acostado con Alex, ¿no
recuerdas el accidente con el preservativo que se desbordó?
—Me dijiste que estabas protegida y no te creo eso de que nunca te
acostaste con Alex, fui a buscarte al día siguiente para nuestra cita, llegué
temprano y vi como lo besabas cuando llegaste a tu casa —explicó
levantando la voz.
—Un momento, vamos por parte, en primer lugar, me colocaba la
inyección anticonceptiva y estaba en los días que debía renovarla, realmente
pensé que no tendría ningún problema, y en segundo lugar no era yo la
persona que besó a Alex, era Dani su prometida, ambas tenemos el cabello
castaño oscuro y somos de contextura similar —respondió Natalie.
—¿Dani, tu compañera de piso que vivía con su novio y se iba a
mudar? ¿Y su novio era Alex, tu exprometido? —preguntó incrédulo.
—Sí, vivíamos juntos, ellos se mudaron la siguiente semana —
respondió ella.
—¡Por favor! Acaso crees que soy un idiota, ¿por qué no me lo dijiste
esa noche?, ¿por qué esperar que yo lo descubriera y pensara lo peor?
—Pensaba decírtelo en nuestra siguiente cita, a la que no llegaste, era
una situación que para un tercero podría resultar extraña, pero Alex y yo
siempre seremos mejores amigos, es la única persona que siempre ha estado a
mi lado, de hecho, Dani y él me esperan en el coche.
—Vete con ellos, yo tengo una cita y voy retrasado, cuando nazca el
bebé llámame y haremos una prueba de paternidad, así sabremos la verdad —
ordenó en tono despectivo. Natalie se enderezó y levantó su barbilla
orgullosamente.
—Yo sé la verdad, no necesito ninguna prueba, así que no me incluyas
en tus dudas, no quiero nada de ti, si vine esta noche fue porque me pareció
que era lo correcto, cumplí con informarte, por favor abre la puerta.
Leonard obedeció y la observó marcharse con una opresión en el
pecho, por su trabajo tenía adiestramiento en el lenguaje corporal y Natalie
parecía decir la verdad, pero después de la traición de Megan no confiaba en
las mujeres. Cuando la perdió de vista, caminó hasta la entrada de la cochera
para continuar observándola. Ella caminaba rígidamente con la cabeza
levantada y los puños apretados, casi había llegado al coche cuando sus
hombros y cabeza descendieron y se cubrió el rostro con las manos. La puerta
del copiloto se abrió rápidamente, una chica de cabello oscuro descendió y le
pasó un brazo por los hombros, durante un instante sus ojos se encontraron y
el odio con el que lo miro lo impresionó. Dani y Natalie tenían cierto
parecido. Se quedó parado mucho rato en el sitio hasta que el coche cruzó en
la esquina. Mil dudas asaltaron su cabeza.
*****
Natalie miraba la cara de su bebé con ternura, sentía el corazón
desbordado de amor por su hija, en ese momento comprendió que cada
lágrima y dolor sufrido había valido la pena, su pequeña Laura era hermosa y
estaba sana.
Dani y Alex serían los padrinos, la habían apoyado durante todo su
embarazo, y en el momento del parto fueron ellos los que la trasladaron al
hospital y la acompañaron todo el tiempo. Dani fue a su casa a bañarse y
cambiarse porque debía ir a trabajar y Alex bajó a la cafetería a tomar el
desayuno, se había negado a dejarla sola en su primera mañana como mamá,
afortunadamente su turno comenzaba en la tarde.
La puerta de la habitación se abrió y lo primero que Natalie vio fue un
ramo de flores entrando, sonrió esperando ver la cara de Alex. Su sorpresa
fue mayúscula cuando vio que era Leonard el que entró a la habitación, se
veía incómodo parado en la entrada. Su mirada se dirigió a la bebé y sus ojos
se ablandaron.
—¿Qué haces aquí? ¿Cómo te enteraste de que mi hija nació? —
preguntó Natalie molesta.
—Alex me avisó y hasta donde yo sé, es nuestra hija —contesto
Leonard con calma colocando el ramo de flores en la mesa.
—¡Maldita sea, Alex! Lo mataré, ¿has venido por la prueba?, llamaré a
la enfermera para que notifique al médico y tomen la muestra, tendrás que
esperar.
—No necesito la prueba, creo que la bebé es mía —dijo sin despegar
los ojos de la recién nacida.
—¿Por qué ahora y no antes? —preguntó con recelo.
—Alex fue a verme hace un par de días y me explicó la situación,
además…
—¿Y le creíste a él y no a mí? —preguntó furiosa.
—¡No!, antes de hablar con él no sabía que pensar, después de hacerlo
decidí dar un salto de fe —dijo mostrándose algo nervioso—. Nuestra
relación era muy nueva, por llamarlo de alguna manera y no nos conocemos,
yo desconfié por mis experiencias pasada. Verás, mi esposa Megan murió
mientras me dejaba para irse con su amante. Tenía tiempo engañándome y no
lo pondré como excusa, pero no lo había superado, en los últimos meses fui a
terapia porque todo el tiempo estaba furioso, me sentía traicionado.
—¿Y ahora qué piensas hacer? —preguntó Natalie.
—Perdona, pero… ¿puedo cargar a mi hija mientras hablamos? —
preguntó Leonard esperanzado. Natalie asintió pasándole la niña que siguió
durmiendo apacible en los brazos de su padre— Lo que tú quieras hacer, sin
embargo, me gustaría que vinieras a vivir conmigo, tengo una casa grande
que necesita una familia, casi no tiene muebles y podrás decorarla a tu gusto.
—Me estás ofreciendo tu casa por la niña, pero ¿qué hay de nosotros?,
no viviré contigo solo por Laura, tú puedes visitarla todo lo que desees en mi
casa y cuando crezca un poco podrás sacarla a pasear e inclusive puedes
llevarla contigo unos días.
—Natalie, desde el momento en que entraste a este país me sentí muy
atraído por ti, pero tuve que enterrarlo porque estaba casado y me sentí muy
mal por estar pensando en otra mujer que no era mi esposa —expresó
mientras se paseaba por la habitación con la niña en brazos—. Después nos
volvimos a encontrar y me fascinaste, la mejor noche de mi vida la pasé a tu
lado, al día siguiente pensé que tú también me habías engañado y me dolió
esa traición, no he dejado de pensar en ti y me gustaría ponerle nombre a eso
que siento, pero no lo haré, aún no. Si lo que tú sientes por mí es algo
parecido, te pido que vengas a vivir conmigo, no hay mejor manera de
conocerse. Si quieres nuestra relación será platónica en un inicio, si después
deseas marcharte yo mismo te ayudaré a empacar, pero danos la oportunidad
de explorar esto que sentimos y de compartir la crianza de nuestra hija.
—Yo también me sentí atraída por ti, pero tampoco le pondré nombre
todavía, entiendo lo que pensaste y sentiste por todo lo que pasó y como tú
daré un salto de fe, porque también creo que los niños necesitan ambos
padres, así que nos mudaremos contigo. Solo te pediré dos cosas: la primera
de ellas es que si alguna vez tienes dudas sobre cualquier cosa háblalo
conmigo, no huyas, ni acuses primero, y segundo, debes ser tú quien hable de
sus sentimientos cuando lo tengas claro, yo no lo haré hasta que tú lo hagas.
—Gracias, no te defraudaré —prometió mirándola con una sonrisa—.
Laura es un bonito nombre, irá bien con el apellido King.
—Podemos llamarla Laura Leonore, se oye bonito con tu apellido y
tendrá algo de tu nombre —propuso Natalie.
—A mi madre le encantará, su nombre es Leonore, por eso soy
Leonard —dijo él con una sonrisa feliz.
—¡Oh! ¿En serio?, la llamé Laura porque es el nombre de mi madre.
No he visto a mis padres, los extraño, pero hasta que no obtenga la
ciudadanía no podré pedir una visa para ellos, es complicado.
—Sí, lo sé. Quizás podamos visitarlos cuando Laura pueda viajar —
ofreció él.
—Eso me gustaría mucho, ¿sabes? No sé nada de tu familia.
—Mis padres están jubilados y mi madre desea un nieto por sobre todas
las cosas. Soy el mayor, tengo dos hermanas que aún no tienen hijos, así que
prepárate porque no podrás sacártelos de encima. Amarán a Laura.
—Eso me gustaría mucho, aparte de Alex y Dani, no tengo a nadie aquí
—respondió Natalie suspirando.
Un toque en la puerta los hizo levantar la cabeza. Alex la asomó con
precaución, pero al ver la sonrisa de ambos, irrumpió en la habitación.
—Pensé que había pasado el tiempo suficiente y como no escuché
cosas rompiéndose decidí probar suerte —dijo en broma.
—Eres una vieja metiche —lo acusó Natalie en riendo—, pero gracias.
—Y tú, Rey León[1], si no te portas bien te romperé las piernas —
amenazó a Leonard.
—¿Rey León? —preguntó Leonard confundido en un mal español.
—Ya sabes, como Hakuna matata, The Leon King, Natalie te llama así
—comentó Alex divertido. «El gringo no sabe el chalequeo[2] que le espera»
pensó riendo por dentro.
—Alex, ¡Cállate!, mataré a Dani —dijo Natalie avergonzada.
—Lo acepto de Natalie, pero al último niño que me hizo bullying[3] le
rompí la nariz —dijo Leonard medio en broma, medio serio.
—Pues, le romperás la nariz a tu suegro, porque cuando se entere de tu
nombre seguro te llamará así, ¿dónde crees que sacó Naty su perverso sentido
del humor?
—Alex, vete —ordenó Natalie.
Leonard y Alex rieron.
*****
Laura Leonore King Velázquez estaba cumpliendo un año, sus padres
habían organizado una fiesta en el patio trasero con toda la familia King, sus
abuelos Velásquez, sus tíos Alex y Dani, sus tías Miranda y Bridge y algunos
amigos más. La nena reía mientras cambiaba de brazos, aunque aún no
caminaba era el terror de la andadera. Natalie estaba segura de que era
cuestión de días que diera sus primeros pasos. Se sentía feliz de poder estar
presente cuando lo hiciera porque trabajaba desde casa. Diseños Noventa y
Cinco, trabajaba vía internet y producía dinero para poder contribuir con los
gastos de la casa.
Los padres de Natalie habían llegado al país hacía cuatro meses, aún les
quedarían dos meses antes de volver con su hermana a Miami a pasar el
invierno, decidieron pasar seis meses con cada hija. Ella sabía que los
extrañaría un montón, pero prefería que pasaran la época fría en un clima más
acogedor. Efectivamente, para diversión de todos su padre llamaba a
Leonard, El Rey León.
Los padres de Alex también lo habían visitado durante el verano, pero
acababan de retornar a Venezuela.
Había pasado un año desde el momento en que Leonard y ella habían
decidido darle una oportunidad a su relación. Se lanzaron a vivir juntos por el
bien de su hija y para explorar lo que sentían el uno por el otro. Un salto de
fe, lo llamaron. Estaban comprometidos desde hace un par de meses y la boda
se celebraría antes de que sus padres regresaran a Florida.
Natalie no necesitó mucho tiempo para enamorarse de su Rey León, ya
estaba casi allí desde el momento en que lo conoció. Leonard decía que a él
tampoco le llevó mucho tiempo, pero que decidió esperar a estar seguro.
Leonard hizo todo a lo grande, la invitó a una fiesta y le pidió que se
arreglara, ese día ella había estrenado vestido he ido a la peluquería sin saber
que se estaba preparando para asistir a su fiesta de compromiso. Se arregló y
se despidió de su hija que se quedaría al cuidado de sus abuelos paternos, ya
que sus padres también acudirían a la fiesta con ellos. Su sorpresa fue
mayúscula al llegar al restaurante y encontrar una propuesta escrita en la
pared: «¿Quieres casarte conmigo? Te amo», decía el letrero hecho con
globos y en español. Natalie se giró a mirar a Leonard y lo encontró con una
rodilla en el piso y un anillo en sus manos. Los flashes de las cámaras se
encendían una y otra vez.
—Sí, sí me quiero casar contigo y yo también te amo, mi Rey León —
respondió con voz temblorosa de la emoción.
Los gritos, silbidos y aplausos no se hicieron esperar. Su hija los
miraba desde los brazos de su abuelo, fue un momento de felicidad pura.
¿Quién iba a pensar que huir de su país la llevaría a los brazos del amor?
FIN
Conoce a Bella Hayes
#Yomequedoencasa
#Quedateencasa
¡Salud y esperanza para todos en estos
tiempos de crisis!
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