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SHULAMITH FIRESTONE - Muerte de una Revolucionaria

por Susan Faludi


traducción: Uma Conti

Cuando el cuerpo de Shulamith Firestone fue encontrado a fines de agosto pasado en su


estudio, en el quinto piso de un edificio sin ascensor en la calle East Tenth, ya llevaba muerta
varios días. Tenía sesenta y siete años y habiendo luchado contra la esquizofrenia por décadas,
subsistía mediante asistencia estatal. No había comida en el apartamento, y una teoría es que
Firestone murió de hambre, aunque no se realizó la autopsia, a solicitud de su familia, judía
ortodoxa. Un final así de solitario hubiera sido inimaginable para cualquiera que hubiese
conocido a Firestone a finales de los años sesenta, cuando estaba en el epicentro del
movimiento feminista radical, rodeada por algunas de las mismas mujeres que, un mes
después de su muerte, se reunieron en la Iglesia de St. Mark In-the-Bowery, para ofrecer sus
respetos.

La ceremonia conmemorativa casi parecía un reavivamiento feminista radical. Las mujeres


repartían folletos sobre autoconciencia y exhibían copias de los textos publicados por las
Redstockings, un grupo neoyorquino que Firestone había co-fundado. La presentadora radial
de la WBAI, Fran Luck, pidió que el estudio de Tenth Street fuera bautizado como el
“Shulamith Firestone Memorial Apartment”, y rentado “a perpetuidad” a “una feminista
mayor y significativa”. Kathie Sarachild, que había sido una de las pioneras de la
autoconciencia, y acuñó el eslogan “La hermandad de Mujeres es Poderosa” en 1968, propuso
convocar una Conferencia Conmemorativa Shulamith Firestone por la Liberación de las
Mujeres sobre Qué se Debe Hacer. Después de varios llamamientos desde el estrado a
“aprovechar el momento” y “seguir avanzando”, una docena de mujeres se escabulleron a una
reunión organizada en el apartamento de Sarachild.

En la mitad del servicio, la autora feminista Kate Millett, entonces de setenta y ocho años, se
acercó al estrado con una copia de “Espacios sin Aire” (1998), el único libro que Firestone
publicó después de su manifiesto referente “La Dialéctica del Sexo: en defensa de la
Revolución Feminista”, que salió en 1970.

Millett leyó de un capítulo titulado “Parálisis Emocional”, en el que Firestone escribe de sí


misma en tercera persona: No podía leer. No podía escribir… A veces reconocía en las caras de
otras personas felicidad y ambición y otras emociones que podía recordar haber tenido una vez,
hace mucho. Pero su vida estaba arruinada, y no tenía ningún plan de salvamento.

Claramente, algo terrible le había pasado a Firestone, pero no fue solo su desesperación lo
que llevó a Millett a elegir este pasaje. Cuando terminó de leer, dijo: “Creo que debemos
recordar a Shulie, porque estamos en el mismo lugar ahora”. Era difícil decir qué momento
deberían conmemorar los y las dolientes: si el fallecimiento de Firestone o el de una
generación entera de feministas que no habían podido prosperar en el mundo que habían
hecho tanto para crear.

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A finales de los sesenta, Firestone y un pequeño cuadro de sus “hermanas” estaban en el
límite radical de un movimiento que cambió profundamente la sociedad estadounidense. En
aquel entonces, las mujeres no ocupaban casi ningún cargo electivo importante, casi todas las
profesiones de prestigio eran reserva masculina, las labores domésticas era el llamado
vocacional más importante de las mujeres, el aborto era prácticamente ilegal y la violación
era un estigma que debía llevarse en silencio. El feminismo había estado estancado desde que
la primera ola del movimiento de mujeres estadounidense consiguió el derecho al voto, en
1920, y perdió la lucha por una emancipación mayor. La energía feminista fue primero
cooptada por el consumismo de la Era del Jazz, luego enterrada por décadas de depresión
económica y guerra, hasta que las insatisfacciones de las mujeres de posguerra,
famosamente descritas por Betty Friedan en La mística femenina (1963), dieron lugar a una
“segunda ola” del feminismo.

Las feministas radicales emergieron junto con un movimiento de mujeres más moderado,
forjado por grupos tales como la Organización Nacional por las Mujeres (NOW, por sus siglas
en inglés), fundada en 1966 por Friedan, Aileen Hernandez y otras, y promovida por
publicaciones como Ms., fundada en 1972 por Gloria Steinem y Letty Cottin Pogrebin. Este
movimiento buscaba, como dice la declaración de intenciones de NOW, “lograr que las
mujeres participen plenamente en la sociedad estadounidense”, sobre todo por medio de la
igualdad salarial y la representación igualitaria. Las feministas radicales, por el contrario,
querían repensar por completo la vida pública y la vida privada.

Pocas fueron tan radicales, o tan audaces, como Shulamith Firestone. Un poco más de un
metro y medio, con una melena de cabello negro hasta la cintura y ojos oscuros y penetrantes
detrás de unos lentes estilo Yoko Ono, Firestone era conocida dentro del movimiento como
“la agitadora” y “la bola de fuego”. “Estaba en llamas, incandescente”, me dijo Ann Snitow,
directora del programa de estudios de género en la New School e integrante de los primeros
cuadros radicales. “Era emocionante estar con ella”. Firestone era más conocida por su
escritura. Notes from the First Year, periódico que fundó en 1968 (seguido, en 1970 y 1971, por
Second Year y Third Year), generó el discurso fundamental del feminismo radical, e introdujo
conceptos como “lo personal es político”* y “el mito del orgasmo vaginal”**. Sobre todo, se
recuerda a Firestone por La dialéctica del sexo, un libro que escribió en un frenesí, en apenas
unos meses.

En unas doscientas páginas, “Dialéctica” reinterpreta a Marx, Engels y Freud, para demostrar
que un “sistema de clase sexual” iba más profundo que cualquier otra división social o
económica. La estructura de familia tradicional, argumentó Firestone, estaba en el centro de
la opresión de las mujeres. “A menos que la revolución arranque de raíz la organización social
básica, la familia biológica - el vínculo a través del cual la psicología del poder siempre puede
ser contrabandeada - la lombriz solitaria de la explotación jamás será aniquilada”, escribió
Firestone. Y explicó, de forma directa, como era característico en ella: “El embarazo es una
barbaridad”; el parto es “como cagar una calabaza”; y la infancia es “una pesadilla
supervisada”. Entendía que era poco probable que esas declaraciones fueran bienvenidas,
especialmente, quizás, por otras mujeres.

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Esto es doloroso”, advirtió en la primera página del libro, porque “no importa cuántos niveles
de conciencia una alcance, el problema siempre es más profundo”. Continuó:

Las feministas debemos cuestionar, no solamente toda la cultura Occidental, sino la


organización de la cultura misma, y más allá, incluso la organización misma de la naturaleza.
Muchas mujeres se dan por vencidas de la desesperación: si es así de profundo, no quieren
saberlo.

Pero, ir a las raíces de la desigualdad, para Firestone, era lo que diferenciaba al feminismo
radical del movimiento convencional: “El objetivo final de la revolución feminista debe ser, a
diferencia del primer movimiento feminista, no solo la eliminación del privilegio masculino
sino la distinción de sexo en sí misma: la diferencia genital entre los seres humanos ya no
tendría importancia cultural”.

En uno de los últimos capítulos del libro, Firestone presentó una escueta noción futurista con
la que solo pretendía “estimular el pensamiento en áreas frescas en lugar de dictar la acción”.
Imaginó un mundo en que las mujeres podrían ser liberadas mediante la reproducción
artificial fuera del útero; en el que los colectivos reemplazaban el lugar de las familias; y en el
que a niñas y niños se les garantizaba “el derecho al traslado inmediato” lejos de adultos
abusivos. Como era de esperar, la propuesta suscitó más indignación que pensamiento
renovador, aunque muchas de las ideas de Firestone —los derechos de niños y niñas, el fin del
trabajo “masculino” y el matrimonio tradicional, y las relaciones sociales alteradas a través de
una revolución informática “cibernética”— han demostrado ser proféticas.

“Dialéctica” fue tan elogiado como vilipendiado, a menudo en la misma reseña; el Times
calificó a su autora de “brillante” y “ridícula”. Fue ridiculizado en los programas de entrevistas
mientras subía en la lista de libros más vendidos, y fue presentado como “el pequeño libro rojo
para mujeres” mientras cambiaba las visiones del mundo en las mujeres de los Estados Unidos
no-rojos. Millett, cuyo libro Política Sexual apareció el mismo año que “Dialéctica”, me dijo: “Yo
estaba enfrentando a los varones claramente chovinistas. Shulie se estaba enfrentando a todo
el asunto. Lo que ella estaba haciendo era mucho más peligroso”.

Firestone fue igualmente importante para la liberación de las mujeres como organizadora.
Lanzó los primeros grandes grupos feministas radicales en el país y desempeñó un papel clave
en la concepción de las posiciones teóricas y estructuras organizativas del movimiento y en
reconectarlo a una historia perdida. Y lo hizo en tan solo tres años. Jo Freeman, autora y
activista feminista que trabajó con Firestone desde el principio, dijo en la ceremonia: “Cuando
pienso en la contribución de Shulie al movimiento, pienso en ella como una estrella fugaz.
Brilló intensamente a través del cielo de medianoche, y después desapareció”.

Durante el fin de semana del Día del Trabajo en 1967, una coalición de grupos de izquierda
involucrados en la lucha por los derechos civiles y la Guerra de Vietnam convocó la
Conferencia Nacional para la Nueva Política, en Chicago. Asistieron dos mil jóvenes activistas,
entre quienes estaba Firestone, entonces de veintidós años. Vivía en un vecindario de
pandillas en el lado norte de Chicago, trabajaba como clasificadora de correspondencia en la
oficina de correos y estudiaba pintura figurativa en la Escuela del Instituto de Arte de Chicago.
Había venido a Chicago desde St. Louis tres años antes y su experiencia política se limitaba a
un período de protesta contra las políticas raciales en un banco de St. Louis y un breve
romance con el movimiento de Trabajadores Católicos.

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Sin embargo, en la conferencia, se dio cuenta inmediatamente de que un tema crucial se había
quedado fuera de la agenda: el estatus secundario de las mujeres. Era una omisión común; la
Nueva Izquierda estaba impregnada de un machismo tipificado por la ocurrencia de Stokely
Carmichael de que “la única posición para las mujeres” en el Comité Estudiantil de
Coordinación Noviolenta “es boca abajo”. Fue entonces que Firestone conoció a Jo Freeman,
que compartía su consternación, y redactaron una resolución en la que pedían leyes
matrimoniales y de propiedad equitativas, un “control completo por parte de las mujeres de
sus propios cuerpos” y una representación del cincuenta y uno por ciento de mujeres en la sala
de conferencias.

El presidente se lo salteó. “Se rieron de nosotras”, recordó Freeman. “El presidente dijo:
‘Muévete, niña. Tenemos asuntos más importantes de los que hablar aquí que los problemas
de las mujeres’. Luego se acercó y literalmente le dio golpecitos en la cabeza a Shulie”. Poco
después, Firestone y Freeman convocaron el Westside, el primer grupo feminista radical de
Chicago. Sin embargo, la mayoría de las mujeres en Westside, y su sucesor, el Chicago Women’s
Liberation Union (la Unión de Mujeres por la Liberación de Chicago), pensaban que las
preocupaciones de la Nueva Izquierda dominada por los hombres debían ser prioritarias.
Naomi Weisstein, entonces una joven neurocientífica en la Universidad de Chicago, recordó:
“Lo primero que hizo la Unión de Mujeres por la Liberacíon de Chicago fue votar para dar la
mitad de nuestro dinero a los Black Panthers”. Firestone, que no tenía ningún interés en lo que
ella llamaba “las Damas Auxiliares de la Izquierda”, se unió a una facción que se llamaba,
simplemente, "Las Feministas".

Unos meses antes de la conferencia de la Nueva Política, algunos estudiantes de cine en


Chicago habían elegido a Firestone como tema de un proyecto sobre la Generación del Ahora.
Su documental, “Shulie”, es una joya que registra su vida como aspirante a pintora, y captura
su fervor. “Sigo pensando, tengo veintidós años y ¿qué he hecho?”, le dice a uno de los
directores, Jerry Blumenthal. “Quiero hacer algo. En lugar de belleza y poder de vez en cuando,
quiero lograr un mundo en el que eso esté ahí todo el tiempo, en cada palabra y cada
pincelada, y no solo de vez en cuando”.

Esa intensidad surgió temprano en Firestone, y fue una fuente de antagonismo dentro de su
familia. Fue la segunda hija y la hija mayor de seis hermanos —tres niñas y tres niños—, de
Kate Weiss, una judía alemana que había huido del Holocausto (descendía de una larga lista de
eruditos, rabinos y cantores ortodoxos), y Sol Firestone, un vendedor ambulante de una
familia judía asimilada en Brooklyn, que sirvió en el Ejército durante la Segunda Guerra
Mundial. En 1945, mientras Kate cuidaba a la recién nacida Shulamith, la unidad de Sol
marchaba hacia el campo de concentración liberado de Bergen-Belsen. De adolescente, Sol,
que estudiaba por su cuenta, se había vuelto ortodoxo. Con el celo de un converso, controlaba
a sus hermanos menores y, más tarde, a sus hijos e hijas, especialmente a su hija mayor. Como
Tirzah Firestone, la más joven de las tres hijas, recordó: “Mi padre lanzó su ira contra Shulie”.

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Laya Firestone Seghi, la segunda hija, y la pacificadora familiar, quien ahora es psicoterapeuta,
recordó una pelea desagradable cuando Shulamith tenía dieciséis años. Padre e hija
forcejeaban en las escaleras, Sol gritaba “¡Te mataré!”, y Shulamith le respondía: “¡Yo te
mataré primero!” El hermano menor de Firestone, Ezra, sospechaba que la animosidad
provenía de una profunda similitud. “Él no iba a doblegarse, y ella no iba a doblegarse”, dijo
Ezra. “Los dos eran muy brillantes y con opiniones muy, muy fuertes”. Kate no intervenía. “Mi
madre tenía una visión completamente pasiva de la feminidad que se regía por lo que
consideraba ‘que debían hacer las mujeres judías’”, dijo Tirzah. Shulamith cuestionaba
constantemente los principios de sus padres. Cuando le preguntó a Sol por qué tenía que hacer
la cama de su hermano, él le dijo: “Porque eres una chica”.
En el hogar de los Firestone, una chica que no seguía las reglas estaba destinada a que la
echaran. Laya violó el Sabbath una vez, por leer un libro en la cama con una linterna, cuando
tenía diecisiete años, y fue desterrada de la casa. Tirzah se casó con un cristiano devoto y fue
formalmente desheredada. (Más tarde, abrazó la Renovación Judía, un abordaje místico del
judaísmo que defiende la espiritualidad femenina, y se convirtió en rabina de la Renovación, lo
que le ganó mayor oprobio paterno). Los hermanos menores de Shulamith, Ezra y Nechemia,
continuaron siendo ortodoxos estrictos; Ezra luego estudió para ser rabino, y Nechemia se
convirtió en colono en Cisjordania. Solo el hijo mayor, Daniel, violó los deseos de su padre: en
vez de continuar con su educación religiosa en la yeshiva, estudió literatura clásica y filosofía
en la Universidad Washington en St. Louis. Shulamith se salteó un año de escuela secundaria
para unírsele allí. Nacidos con menos de doce meses de diferencia, ella y Daniel habían sido
inseparables de niños, “casi como gemelos”, escribió en Espacios sin Aire. Pero añadió:
Para cuando llegamos a segundo año… yo ya no era observante y un sábado, cuando nuestros
padres estaban lejos, me pegó por violar la ley judía. Fue sobre una nimiedad que ni siquiera puedo
recordar ahora. Pero nunca volvió a dirigirme la palabra.

“Marx tuvo alguna idea de algo más profundo de lo que él mismo supo”, escribió Firestone en
“Dialéctica“, “al observar que la familia contenía dentro de sí todos los antagonismos que
luego se desarrollan a gran escala dentro de la sociedad y el estado”. Para ella, el único lazo
familiar que resultaba sostenedor era el de hermanas, en particular el que tenía con Laya,
quien se convirtió, como dijera la propia Laya, en “el principal sistema de apoyo de Shulie”.
Vivieron juntas en Chicago y, más tarde, Laya, hacía renuentemente de representante y
mediadora de Shulamith en las disputas del movimiento. “Shulie reconocía la injusticia de
aquello”, dijo Laya. “Solía decir: ‘No es correcto que yo te convierta en la esposa’. Pero, al
mismo tiempo, lo necesitaba”.
En octubre de 1967, Firestone le dijo al grupo Westside que se mudaba a Nueva York. “Supuse
que se iba para avanzar en su arte”, dijo Freeman. Varias amistades, estudiantes de arte, de
Firestone me dijeron que también estaba huyendo de un novio que la maltrataba físicamente.
En un roman à clef inédito, en el que Firestone trabajó durante las décadas previas a su
muerte, rememoró sus repetidas golpizas; una vez la golpeó tan fuerte que le sacó un diente.
“Creo que ella temía que fuera a matarla”, me dijo Andrew Klein, un amigo cercano de
Firestone en ese momento. El miedo no era algo que compartiera con otras feministas. La
única “hermana” a la que se lo contó fue Laya.

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En Nueva York, Firestone se instaló en el East Village, en aquel entonces, un barrio en
decadencia de inmigrantes de Europa del Este, que se había convertido en un puesto de
avanzada tanto para la venta de drogas como para la contracultura. Alquiló un apartamento
de una habitación en East Second Street, que conservó como estudio de arte cuando encontró
el departamento en Tenth Street. Trabajó sirviendo tragos para poder mantenerse, y dibujaba
y pintaba en todos sus momentos libres. Hizo oscuros retratos expresionistas de miembros de
su familia y también de mujeres anónimas solitarias y radicales del siglo XIX, incluido el líder
abolicionista Frederick Douglas y la escritora feminista Margaret Fuller.

Poco después de su llegada, Firestone y Pam Allen, una activista de los derechos civiles a la que
había conocido en Chicago, reclutaron a media docena de mujeres jóvenes de los grupos de
derechos civiles y contrarios a la guerra, y co-fundaron el grupo New York Radical Women, el
primer grupo de este tipo en la ciudad. Se reunían semanalmente en los apartamentos de las
mujeres o en una oficina prestada en el Lower East Side. “Que las mujeres eligieran juntarse
para hablar sobre sus vidas sin ningún hombre presente era radical”. Dice Allen. “La gente se
enloqueció”. Las mujeres que asistieron a esas primeras reuniones describen un momento de
“euforia”, una “explosión de ideas” y una especie de “enamoramiento”. En una carta a Laya,
fechada el 3 de febrero de 1968, Firestone escribió: “Creo que hemos dado con algo nuevo y
bueno, es decir, el feminismo radical, y si no nos joden, tomaremos una dirección
decididamente diferente”.

Firestone fue una fuerza catalizadora. “Ella ya tenía los argumentos, ya tenía un plan”, me dijo
Colette Price, una de las primeras integrantes del grupo. “Para nosotras, ella era la Simone de
Beauvoir estadounidense”. Carol Giardina, que fue la co-fundadora del Gainesville Women’s
Liberation, en Florida, el primer grupo de este tipo en el sur, dijo que Firestone sabía “que los
grupos debían tener una estructura organizativa y principios… o de lo contrario, todo sería un
entrevero”. Sin embargo, el tema de la jerarquía era anatema para muchas feministas, quienes
veían el liderazgo como algo opresivo y masculino, y la hermandad de mujeres como una
comunidad de iguales. Firestone rompió con este igualitarismo. Se sentía impaciente con los
“trabajos menores”, según recuerdan sus antiguas camaradas; se “negaba a recopilar
información” y “no escribía a máquina”. La autora y ex editora de Ms., Robin Morgan, todavía
parece molesta cuando habla sobre la vez en que unas cuantas mujeres decidieron limpiar un
espacio para reuniones, y Firestone dijo, “Soy una intelectual, no barro suelos”. En una ocasión,
después de que Firestone hablara extensamente, una mujer la reprendió por tener “hormonas
masculinas”. Firestone señaló sus senos y dijo, “¡Pero mira estas!”.
La hermandad de mujeres no fue más receptiva con las “madres” feministas. Pero Firestone,
que había investigado exhaustivamente la primera ola del feminismo y había dedicado
“Dialéctica” a Simone de Beauvoir, creía que el nuevo movimiento necesitaba conocer a sus
progenitoras históricas y precedentes para prosperar. En el verano de 1968, Firestone se
encontraba en París con Anne Koedt, integrante del grupo de Nueva York, y trató de entregar
una copia de Notes from the First Year a Beauvoir. “Fuimos a ver a S de B. el sábado”, le
escribió Firestone a Laya. “No estaba en casa y una horrible conserje nos ladró que
necesitábamos una cita”. Dejaron la revista y un mensaje, pero Beauvoir estuvo fuera todo el
verano.

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En enero de 1969, en un viaje a Washington, D.C., Firestone y una pareja de mujeres tocaron a
la puerta de Alice Paul, que había escrito la Enmienda por la Igualdad de Derechos original, en
1921, y que tenía más de ochenta años. Las acompañó a un salón oscuro, donde la literatura
antigua del Partido Nacional de la Mujer estaba extendida sobre las mesas. “Nos miraba con
desconfianza”, recuerda Barbara Mehrhof, una de las visitantes. Paul señaló una pared de
retratos al óleo enmarcados de mujeres de aspecto formidable, todas líderes sufragistas, y
exigió que las identificaran. “No teníamos ni idea”, dijo Mehrhof, “Lo que resultó un ejemplo
claro del problema: ¿cómo podríamos pasar la antorcha cuando ni siquiera sabemos quiénes
somos”.

Las mujeres se encontraban en Washington para asistir a la Contra-Inauguración de la Nueva


Izquierda a la primera Inauguración de Richard Nixon. Al final de la protesta, bajo una gran
carpa instalada cerca del Monumento a Washington, el líder antibélico Dave Dellinger, que
actuaba como presentador, anunció, “Las mujeres han pedido a todos los hombres que
abandonen el escenario”. No lo habían hecho, pero sus palabras causaron una impresión
desagradable, empeorada por la visión de un veterano parapléjico de Vietnam que era retirado
para dar paso a las “liberadoras de las mujeres”. Marilyn Webb, una feminista local que estaba
anotada para hablar, recuerda haber pensado: “Dios santo, ¿cómo llegué aquí?”. Webb iba por
la tercera frase del “discurso más suave que se pueda imaginar”, cuando los hombres
presentes comenzaron a gritar “¡Sáquenla del escenario, cójansela!” y “¡Cójansela en un
callejón oscuro!”. Todo el tiempo, recordó, “Shulie estaba a mi derecha diciendo, ‘¡Sigue
adelante!’. Firestone intentó hablar a continuación, pero fue acallada por los aullidos de
epítetos sexuales.

Esa noche, Webb y otras integrantes de su grupo se reunieron en su apartamento. “Todas en la


sala llegamos a la conclusión de que tenía que haber un movimiento separado”, dijo. (Más
tarde, Webb lanzó Off Our Backs, que se convirtió en el periódico feminista radical de más
larga trayectoria, e inició uno de los primeros programas sobre Estudios de las Mujeres en el
Goddard College). Firestone finalmente pudo decir lo suyo en una carta “a la izquierda”,
publicada diez días después en The Guardian, un semanario radical con sede en Nueva York:

Tenemos cosas más importantes que hacer que tratar de haceros entrar en razón. Entrarán en
razón cuando tengan que hacerlo, porque nos necesitan más de lo que nosotras los necesitamos a
ustedes… El mensaje es: A la mierda, izquierda. Pueden mirarse el ombligo ustedes solos a partir de
ahora. Vamos a empezar nuestro propio movimiento.

En marzo de 1969, Firestone organizó el primer micrófono abierto sobre el aborto en el país, en
el Judson Memorial Church, en Washington Square. Convenció a doce mujeres de hablar sobre
experiencias que entonces eran consideradas secretos vergonzosos: dispositivos
anticonceptivos que fallaron, abortos clandestinos, la angustia de dar un bebé en adopción. El
evento atrajo a cientos de personas de ambos sexos, que escucharon a las mujeres con respeto
y aplaudieron sus testimonios.

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Para entonces, los grupos que Firestone había fundado, y una serie de filiales, estaban en los
titulares por protestas de confrontación y teatro callejeras. Interrumpieron audiencias
estatales sobre la ley del aborto en Albany; ocuparon restaurantes que no atendían a mujeres
“no acompañadas”, llevaron a cabo un “Entierro de la Feminidad Tradicional”, en el
Cementerio Nacional de Arlington (las difuntas llevaban ruleros); soltaron docenas de ratones
blancos para causar estragos en una feria de novias en el Madison Square Garden; hicieron
“ogle ins” (una forma de protesta que se burlaba de hombres lascivos) en Wall Street para
repartir algo de venganza a los hombres lascivos; y, más notoriamente, tiraron sostenes,
zapatos de taco, ollas y sartenes, copias de Playboy y otros “instrumentos de tortura
femenina” en un Basurero de la Libertad durante el concurso de Miss Estados Unidos, en
Atlantic City. Cuando despidieron a Firestone de un trabajo de camarera y su jefe le retuvo el
salario, las feministas irrumpieron en el restaurante y le obligaron a pagarle en el acto.
Pero la rápida mitosis de los grupos fue tanto una indicación de problemas como de esperanza.
El New York Radical Women murió poco después de la Contra-Inauguración, abrumadas por
una avalancha de conversas y divididas por desacuerdos internos. Su organización sucesora, la
Redstockings —co-fundada por Firestone y Ellen Willis, entonces escritora para el Village Voice
y The New Yorker—, colapsó entre las divisiones sobre el rol de la autoconciencia y
acusaciones de que Firestone y Willis estaban “dominando” los encuentros y, después de que
fueran citadas en el Guardian, “acapararan” la atención. A fines de 1969, Firestone, junto con
Anne Koedt, fundó una organización que ella esperaba podría evitar estos problemas. Koedt
redactó el borrador de la declaración fundacional y Firestone escribió el manifiesto de la
organización, en el que diseñó la estructura de lo que se convirtió en las New York Radical
Feminists, una organización formada por pequeñas “brigadas”. Después de un periodo inicial
de seis meses, en el que las integrantes se sumergirían en la historia feminista y realizarían
una acción feminista, la brigada solicitaría un reconocimiento formal en la organización más
grande y comenzaría a “plantar” nuevos cuadros. Cada brigada se nombraría a sí misma en
honor a alguna feminista histórica y escribiría un folleto biográfico sobre su homónima.
“Estamos comprometidas con un enfoque flexible y no dogmático”, escribió Firestone.
“HACEMOS LO QUE FUNCIONA”.
En abril de 1976, Ms. publicó un ensayo que generó más cartas que cualquier artículo que se
hubiera publicado anteriormente. La autora era Jo Freeman, y el tema era uno que ella había
evitado durante mucho tiempo: una “enfermedad social” que había estado atacando el
movimiento de mujeres durante algunos años. Ella lo llamó “trashing”. Escribió:
Como un cáncer, los ataques se extendieron de aquellas que tenían mala reputación a las que
simplemente eran fuertes; de aquellas que eran activas a aquellas que solamente tenían ideas; de
aquellas que se destacaban individualmente a aquellas que no se adaptaban lo suficientemente
rápido a los giros y vueltas de la línea cambiante.
El “trashing” había surgido en las New York Radical Women solo semanas después de la
fundación del grupo. En una carta a Laya, Firestone escribió que varias mujeres habían
redactado una declaración contra ella, Anne Koedt y Kathie Sarachild, una de las primeras
integrantes del grupo, “por ser una facción divisiva”, y “me atacaron por ser ‘defensiva’ y ‘poco
sorora’”. Las mujeres votaron para expulsar a Firestone del grupo. Otra integrante, Anne Forer,
se opuso. “Les dije: ‘Tenemos que tener a Shulie. No habría ningún movimiento de liberación
de mujeres sin ella’”. La votación se suspendió.

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En Washington, D.C., Marilyn Webb fue obligada a abandonar Off Our Bakcs—porque era la
única con experiencia periodística. “Primero fue: “No puedes escribir; tienes que ayudar a
otras”, recordó. Luego le dijeron que no podía aceptar compromisos de hablar en público. “Y
después fue directamente: ‘¡Fuera!’” Freeman fue excluida por miembros de Westside, el grupo
que ella había ayudado a fundar. “Hubo insinuaciones veladas sobre mis ambiciones
‘masculinas’, como ir a la Universidad”, dijo. Carol Giardina, quien ahora enseña estudios de
mujeres e historia estadounidense en el Queens College, dijo: “No conozco a nadie que haya
fundado un grupo y que se haya dedicado a la organización política temprana” que no fuera
expulsada. “Fue simplemente un desastre, un desastre total”. Ella fue expulsada de su grupo
de Florida por “adoradoras de las diosas de la Luna”, que la acusaron de ser “demasiado
identificada con lo masculino”.

Anselma Dell’Olio, la fundadora del New Feminist Theatre, en Nueva York, fue la primera en
hablar públicamente sobre el trashing. En un discurso de 1970, titulado “Divisionismo y
autodestrucción en el movimiento de mujeres: una carta de renuncia”, que pronunció en el
Congreso para Unir a las Mujeres, en la ciudad de Nueva York, advirtió que la “furia de las
mujeres, disfrazada de pseudo-radicalismo igualitario bajo la bandera ‘pro-mujer’” se estaba
convirtiendo en “un fascismo anti-intelectual de la izquierda aterradoramente cruel”. Después
de escuchar sobre el discurso, varias mujeres, incluida Freeman, se reunieron y prometieron
luchar contra el problema. “En cambio, cada una de nosotras se deslizó de nuevo hacia nuestro
propio aislamiento”, dijo Freeman. “El resultado fue que la mayoría de las mujeres en esa
reunión abandonaron, como lo había hecho yo. Dos terminaron en el hospital con crisis
nerviosas “. Después de que Ti-Grace Atkinson renunció a Las Feministas, un grupo que había
fundado en Nueva York, declaró:” La hermandad de mujeres es poderosa. Mata. Sobre todo, a
hermanas”. La observación resonó como cierta para tantas que pronto se convirtió en una de
las frases citadas más frecuentemente por las feministas, más bien erróneamente, ya que
omitían el “sobre todo”.

Firestone y Koedt nombraron al primer cuadro de feministas radicales de Nueva York la


Brigada StantonAnthony, en honor a Elizabeth Cady Stanton y Susan B. Anthony. Las pistas
sobre el destino del grupo se encuentran en la crónica de otra brigada, la West Village-1, que
no tomó su nombre de una antecesora feminista sino de su vecindario. La líder no oficial fue
Susan Brownmiller, una escritora del Village Voice.

Las minutas parciales de las reuniones de la brigada de 1970 se encuentran en los documentos
de Brownmiller, en la Biblioteca Schlesinger de Harvard:

1 de febrero de 1970: Se aprueba la moción: “Todas las acciones iniciadas por “nuestro” grupo y
realizadas enteramente por nosotras, deben ser acreditadas a nuestro nombre y no
identificadas con el grupo mayor en general”.

8 de febrero: votación sobre “dividir” la brigada por la mitad. (6 afirmativos, 5 negativos, 3


indecisas).

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15 de febrero: el debate de la semana pasada sobre dividir al grupo causó “molestias” y
“generó preguntas sobre la pasividad en las mujeres y su capacidad para lidiar con el poder”.

8 de marzo: Tema de la agenda: “Abolición del nombre ‘Stanton-Anthony Brigade’. ¿Por qué
debería tener el nombre de dos feministas conocidas?”

29 de marzo: “Discusión del Manifiesto Feminista Radical de N.Y.: tratar el tema en una
reunión general, para revisar el manifiesto”.

El rencor hacia la brigada Stanton-Anthony comenzó a desarrollarse casi desde el principio. La


tendencia de Firestone a desmerecer las quejas de las demás no ayudó, ni tampoco su
intensidad. En una famosa manifestación en la que cien mujeres se reunieron en las oficinas
del Ladies ‘Home Journal para protestar por el contenido machista y las prácticas de
contratación de la publicación, Firestone saltó sobre el escritorio del editor en jefe, John Mack
Carter, y rompió copias de la revista en su cara. Sus detractoras la acusaron de tener
tendencias homicidas.

“El grupo se está desmoronando”, escribió Firestone a Laya el 26 de mayo de 1970 y confesó
“una pequeña noche de insomnio”. Agregó: “Básicamente, no creo que la revolución sea tan
inminente para que valga la pena manipular toda mi estructura psicológica, someterme a la
ley de la mafia, y todo eso, que es en lo que andan todas”. Algunos días después, las
integrantes de las NY Radical Feminists se encontraron en una sala del centro para una
reunión general. El grupo West Village-1 transmitió sus quejas, las mujeres comenzaron a
gritarse y luego votaron abrumadoramente para abolir la estructura que Firestone había
creado. La brigada Stanton-Anthony se retiró al sótano, donde Firestone y Koedt anunciaron
sus renuncias y abandonaron la sala. Todas menos dos de las miembros de Stanton-Anthony
renunciaron poco después, y Koedt se retiró del activismo. “Me harté de los grupos después de
eso”, me dijo.

Brownmiller se negó a hablarme sobre el incidente, refiriéndome a sus memorias, In Our Time
(1999), donde solo afirma que Firestone “abandonó abruptamente su cuarta creación, las
Feministas Radicales de Nueva York, después de una división sobre el liderazgo dentro de su
brigada Stanton-Anthony”. John Duff, un escultor que fue un novio “intermitente” de Firestone
en este período, recuerda que Firestone le dijo que había sido expulsada por una facción “anti-
liderazgo”. “¿Y adivina quiénes se convirtieron en las nuevas líderes?” dijo ella, “las anti-
líderes”. En la noche de la votación, Firestone apareció en la puerta de Anne Forer. Forer
recuerda que dijo: “Me echaron y eso es todo”.

La disolución de las NY Radical Feminists coincidió con los primeros éxitos editoriales del
movimiento. “Política sexual” de Kate Millett, la “Dialéctica” de Firestone y “La Hermandad de
Mujeres es Poderosa”, una antología editada por Robin Morgan, se vendieron bien y fueron
ampliamente cubiertas por los medios de comunicación. (Millett salió en la portada de Time.)
Pero para cuando apareció “Dialéctica” en las librerías, en octubre de 1970, Firestone llevaba
medio año exiliada del movimiento. En la copia que envió a Laya, escribió: “A Laya, la única
hermana verdadera, después de todo”.

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Brownmiller escribió en sus memorias que Firestone quería que su libro “la colocara en el
firmamento junto a Simone de Beauvoir. Observó el circo mediático que envolvía a Kate y se le
agotó la paciencia para esperar su turno”. Otras recuerdan lo contrario. Firestone ya había
sido denunciada por feministas por violar la ética de “Somos todas iguales” al aceptar un
adelanto de libro, de menos de dos mil dólares, y por aparecer en The David Susskind Show.
James Landis, editor de Firestone en William Morrow, recuerda con asombro que “vino a mí
bastante preocupada y me dijo que las mujeres del grupo que sea en el que estaba querían ser
propietarias de los derechos de autor. Le dije: ‘¡Olvídalo!’”.

En vez de eso, a último momento, enlenteció la producción del libro con una ráfaga de
pequeñas correcciones. Explicó por qué en su roman à clef: “Pensó en Anne Moffitt”, su
seudónimo de Millett, “como un señuelo, para desviar la luz klieg”. Se comprobó que sus
temores eran fundados. La atención otorgada a la publicación de Política sexual provocó una
reacción instantánea tanto dentro como fuera del movimiento. El ala lesbiana emergente
presionó a Millett para que revelara que era bisexual, y luego la denunció por no haberlo
revelado antes. Millett tuvo una crisis y fue internada en un hospital psiquiátrico. En “Flying”
(1974), recuerda un sueño que tuvo en ese momento, en el cual “figuras de mujeres cubrían
una habitación de preguntas y cortaban mi vida”.

Mientras tanto, “Dialéctica” estaba avivando una pequeña revolución en las oficinas de
Morrow. Las empleadas comenzaron a hacer preguntas: ¿Por qué todas las secretarias y
publicistas eran mujeres? ¿Por qué estaban mal pagadas las pocas editoras que había?
“Comenzamos a tener reuniones a la hora del almuerzo a puertas cerradas”, me dijo Sara Pyle,
asistente del departamento de publicidad en ese momento. “Todas dejamos de usar nuestros
pequeños tacones y faldas”. Lo que hizo que las mujeres de Morrow “se volvieran un poco
locas”, dijo Pyle, fue el radicalismo sin adornos del libro. “Firestone llevó a Marx más allá y
puso a las mujeres en la foto”, dijo. “Esta era nuestra opresión, toda expuesta”. Y no solo la
opresión de las mujeres. El capítulo más largo del libro, “Abajo la infancia”, narra las formas en
que las vidas de los niños y niñas se han visto restringidas y reguladas en la sociedad moderna.
“Con el aumento y la exageración de la dependencia de las niñas y niños, la atadura de la
mujer a la maternidad también se extendió a sus límites”, escribió Firestone. “Las mujeres y
las niñas y niños estaban ahora en el mismo barco espantoso”. El argumento atrajo la atención
de una feminista notable, que debió haber complacido a Firestone. Simone de Beauvoir le dijo
a Ms. que solo Firestone “ha sugerido algo nuevo”, señalando cómo el libro “asocia la liberación
de las mujeres con la liberación de las niñas y los niños”.

Lo liberador, para Firestone, era el derecho a ser amada por una misma, no como parte de un
sistema de patrocinio “para transmitir el poder y el privilegio”. Ella intentaba imaginar un
“hogar” donde “todas las relaciones se basarían solo en el amor”, un mundo, por citar las
últimas palabras del libro, que permita que “el amor fluya sin impedimentos”. Cuando se
publicó “Dialéctica”, la hermana de Firestone, Tirzah, dijo que su padre lo llamó “el libro de
chistes del siglo” y se negó a leerlo.

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En 1970, en una contribución a Notas del segundo año, titulada “La mujer y su mente”,
Meredith Tax argumentó que la condición de la mujer constituía un estado de “esquizofrenia
femenina”, un espacio de irrealidad en el que una mujer o pertenecía a un hombre o no estaba
“en ninguna parte, desaparecida, tambaleándose en el borde de un vacío sin ningún trabajo
por hacer y sin sentir identidad alguna”. A mediados de siglo, Elaine Showalter observó, en
“The Female Malady” (1985), que decenas de obras literarias y obras periodísticas habían
definido a la esquizofrenia como una “metáfora amarga” para la “situación cultural” de las
mujeres. Fue este estado de cosas lo que las feministas radicales se propusieron cambiar, solo
para encontrarse doblemente alienadas. La primera alienación era un subproducto de su
visión política: la visión radical puede asemejarse a la mentalidad descrita por el psicólogo
clínico Louis Sass, cuando, en “Madness and Modernism” (1992), escribió que la persona
esquizofrénica es “muy consciente de las in-autenticidades y concesiones de la existencia
social normal”. La segunda alienación era trágica: la alienación entre las personas.
Las investigaciones médicas han estado desconcertadas durante mucho tiempo por la
aparición tardía de la esquizofrenia (fue diagnosticada por primera vez en 1911, en Suiza) y su
prevalencia en el mundo industrial, donde la enfermedad es degenerativa y permanente. (En
las sociedades “primitivas”, cuando existe, por lo general, es una enfermedad pasajera). En
2005, cuando Jean-Paul Selten y Elizabeth Cantor-Graae, expertos en la epidemiología de la
esquizofrenia, revisaron varios factores de riesgo – sobre todo la migración, el racismo y la
crianza urbana- encontraron que todos los factores implicaban aislamiento crónico y soledad,
condición que llamaron “derrota social”. Teorizaron que “el apoyo social protege contra el
desarrollo de la esquizofrenia”.
Las feministas de la segunda ola habían tenido la esperanza de aliviar este aislamiento a
través del refugio de la hermandad de mujeres. “Éramos como pioneras que habíamos
abandonado el Viejo País”, me dijo Phyllis Chesler, psicóloga feminista y autora de Mujeres y
locura (1972). “Y no teníamos a dónde volver. Solo nos teníamos la una a la otra”. Esto hasta el
colapso del movimiento. En otoño pasado, cuando entrevisté a feministas radicales
fundadoras de Nueva York, las historias de “derrota social” se acumulaban: soledad dolorosa,
pobreza, enfermedad, enfermedad mental e incluso falta de vivienda. En un ensayo de 1998,
“The Feminist Time Forgot”, Kate Millett lamentó la cada vez más larga lista de hermanas que
“desaparecieron para luchar solas en un olvido improvisado o se desvanecieron en los asilos y
aun no regresan para contarlo”, o que cayeron en “desesperaciones que solo podrían terminar
en la muerte”. Resaltó los suicidios de Ellen Frankfort, autora de “Vaginal Politics”, y Elizabeth
Fisher, la fundadora de Aphra, la primera revista literaria feminista. “No nos hemos ayudado
mucho unas a otras”, concluyó Millett. “No hemos podido construir algo lo suficientemente
sólido como para haber creado comunidad o seguridad”.
Para cuando salió “Dialéctica”, la vida de Firestone estaba en un grave desorden. El golpe
dentro de las feministas radicales de Nueva York fue “totalmente devastador para ella”, dijo
Dell’Olio, una de las pocas feministas con las que Firestone todavía hablaba a fines de 1970.
“Era como si hubiera sido rechazada por su familia”. Ella había comenzado a trabajar en un
ambicioso proyecto multimedia que describió como un “Catálogo Completo de la Tierra”
femenino, recordó John Simon, un editor de Random House que conversó de esto con ella. “Te
daba la impresión de que había algo que estaba sucediendo que era realmente complicado,
profundo y reflexivo”, pero, en última instancia, “no podías darle ningún sentido”.

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A veces Firestone se escondía frente a todo el mundo. Su amigo Robert Roth, editor de la
revista literaria And Then, recordó que vagaba por el East Village disfrazada, luciendo ropa y
peinados extraños, y llamándose a sí misma Kathy. A veces se mantenía bien lejos. Tomó una
beca de verano en una escuela de arte en Nueva Escocia, donde intentó, sin éxito, trabajar en
el proyecto multimedia, y luego vivió, por un tiempo, en Cambridge, Massachusetts, donde
trabajó, sin ser reconocida, como mecanógrafa en el MIT. John Duff recordó haberla visitado a
principios de los setenta en su apartamento de Tenth Street, y “una cucaracha caminaba sobre
su escritorio. Ella fue a aplastarla, y sus entrañas se esparcieron en un desastre horrible y
grotesco. ¿Su comentario? ‘Esa es la historia de mi vida’”.

No está claro cuándo surgieron los primeros síntomas de esquizofrenia, pero el episodio
decisivo en su inicio fue una crisis familiar. En mayo de 1974, Firestone fue convocada a su casa
en St. Louis, con la noticia de que su hermano Daniel, de treinta años, había muerto en un
accidente automovilístico. “Tardé más de veinticuatro horas en sacarle a mi padre la amarga
verdad de que el cuerpo tenía un agujero de bala en el pecho”, escribió en Espacios sin aire.

En 1972, Daniel había abandonado la fe familiar, renunció a su empleo en la Universidad de


Missouri-St. Louis, donde había estado enseñando a los clásicos, y se unió a un monasterio Zen
en Rochester, Nueva York. Dos años más tarde, condujo hasta una zona desolada de Nuevo
México, armó un improvisado santuario budista y se disparó en el corazón, hecho que no fue
revelado hasta después de que lo habían sepultado según todos los ritos ortodoxos, privilegio
que es negado en caso de suicidio. Firestone se negó a asistir al funeral. Ella escribió que la
muerte de su hermano, “ya sea asesinato o suicidio, haya vida después de la muerte o no,
contribuyó a mi propia locura creciente”.

En 1977, Sol y Kate Firestone anunciaron que se mudaban a Israel, y Shulamith voló a St. Louis
para recoger sus cuadros de la casa. “Shulie y mi padre discutieron de nuevo”, dijo Laya, y Sol
amenazó con eliminarla de su testamento. Unas semanas después, recibió una carta
certificada de Shulamith, que lo repudiaba a él primero. Laya y Tirza aún tienen copias de una
carta que su hermana le envió al mismo tiempo a Kate. Se titulaba “Última carta a mi madre” y
terminaba con una queja:

Cuando veo que en última instancia eres de él, no de Él (y mucho menos de Ella), que dejarás que tu
lealtad a Sol (o incluso a su muerte) te gobierne (hasta el amargo final); que nunca has hecho un
intento serio por gobernar tu propia vida, (por la fuerza, si fuera necesario), sino que eliges ir con él
(quejándote todo el camino), entonces… No puedo permitirme tener lástima por los sufrimientos
maternos que (continúas) causándote a ti misma. Agradece que no tendrás la locura de esta hija
para expiar también, por la presente DISUELVO MIS LAZOS DE SANGRE.

Sol murió, de insuficiencia cardíaca congestiva, en 1981, a los sesenta y cinco años. (Kate, que
tiene Alzheimer, todavía vive en Israel.) Laya tenía que enviar a amigas al apartamento de
Shulamith para hacer que la llamara, y cuando finalmente lo hizo, empezó a “despotricar
delirios sobre cómo éramos parte de una gran conspiración”. Tirzah me dijo: “Fue cuando
nuestro padre murió que Shulie entró en psicosis. Ella perdió ese lastre que de alguna manera
él le proporcionaba”.

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A principios de 1987, el propietario del apartamento de Firestone en Second St. llamó a Laya
para decirle que la situación se había vuelto “grave”. Los vecinos se quejaban de que Firestone
gritaba por las noches y de que había dejado las canillas abiertas hasta que las tablas del suelo
cedieron. Laya voló a Nueva York y encontró a Shulamith demacrada y mendigando, con una
bolsa con un martillo y una lata de comida sin abrir. En la roman à clef, Firestone escribió que
no había comido durante un mes, porque temía que su comida había sido envenenada, y que
“parecía como salida de algo de Dostoievski (lo que en realidad la había ayudado con sus
ganancias como mendiga)”. Al día siguiente, Laya tomó medidas que, dijo, “Shulie nunca me
perdonó” y la llevó a la Clínica Payne Whitney para una evaluación. Fue diagnosticada con
esquizofrenia paranoide y transferida involuntariamente a un centro residencial en White
Plains. “Estoy en la desesperación más profunda, sin posibilidad de movimiento en ninguna
dirección”, escribió Firestone a Laya unas semanas después. “No te quedes tranquila. Las cosas
no están bien”. En la parte posterior de la página, garabateó con tinta roja, “¿Estás siquiera de
mi lado? ¿Estás de tu propio lado?”.

La primera hospitalización duró casi cinco meses. Durante los años siguientes, Firestone fue
repetidamente hospitalizada en el Centro Médico Beth Israel. Su atención recaía generalmente
en la Dra. Margaret Fraser, una joven psiquiatra. A Fraser le sorprendió la inteligencia “obvia”
de Firestone y su capacidad para hablar de manera coherente incluso en medio de un brote
psicótico. También recordó que Firestone sufrió una forma particularmente insidiosa del
síndrome de Capgras, la creencia de que las personas ocultan sus identidades detrás de
máscaras: Firestone creía que las personas se escondían detrás de las “máscaras de sus
propias caras”.

En 1989, un periódico local publicó un pequeño artículo en tono burlón sobre cómo la autora
de La dialéctica del sexo actuaba como una loca y estaba a punto de ser desalojada de su
estudio de Second Street. Kathie Sarachild, Ti-Grace Atkinson, Kate Millett y algunas otras
organizaron Amigas de Shulamith Firestone para combatir el desalojo en el tribunal de
vivienda. Pero Firestone, convencida de que una integrante de su ex cohorte había publicado
el rumor, no las dejaría representarla.

En una angustiosa carta enviada a las otras integrantes del grupo el día después de Navidad,
en 1989, Sarachild escribió que “ninguna de nosotras ha podido cumplir satisfactoriamente con
ninguna de nuestras obligaciones como amigas, vecinas, admiradoras y antiguas co-
conspiradoras políticas” y que Firestone podría correr ahora “más peligro de quedarse sin
hogar y de morir de hambre que cuando comenzamos”. Dos semanas después, Millett envió
una carta a Firestone. Le escribió: “Por favor, recomponte e interésate. Empieza a hacerlo.
Tienes mucho que perder y enterrar tu cabeza en la arena no te va a ayudar”. Firestone no
respondió. Finalmente fue desalojada del estudio, y su arte fue a parar a la basura.

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El segundo esfuerzo para convocar un sistema de apoyo fue más exitoso. A principios de los
años noventa, y bajo supervisión de Margaret Fraser, un grupo de mujeres se reunía
semanalmente con Firestone para ayudarla con sus necesidades prácticas, desde tomar sus
medicamentos antipsicóticos hasta hacer las compras. La composición del grupo fluctuaba,
pero las integrantes más dedicadas eran algunas de las jóvenes que habían estudiado sus
escritos y Lourdes Cintron, trabajadora social del Servicio de enfermería a domicilio de Nueva
York, a quien “Diálectica” la había inspirado en su juventud como activista a favor de la
independencia en Puerto Rico. Los servicios no querían a Firestone como clienta - no tenía
seguro médico - pero Cintron insistió. “Le dije a mi supervisora: ‘Mira, esta es una mujer que
hizo mucho por las mujeres’”, recordó, “‘¿y ahora la abandonarán las mujeres?’”. Comenzó una
amistad de casi una década. Firestone le dedicó Espacios sin aire a Cintron.

Los periodos entre hospitalizaciones se alargaron. Después de 1993, Firestone pasó un año o
más sin recaídas, ayudada por los medicamentos y, especialmente, por el apoyo de su nuevo
círculo, incluidas dos mujeres jóvenes que se mudaron a Nueva York para estar con ella:
Marisa Figueiredo, una asistente médica que dijo que esa “Dialéctica” le había “cambiado la
vida” cuando la leyó de adolescente en Akron, Ohio; y Lori Hiris, una aspirante a cineasta tan
galvanizada por la “increíble claridad” del libro, que llegó a Manhattan para hacer
documentales sobre el feminismo radical. Junto con Beth Stryker, artista de new-media, y
Lourdes López, gerente de recursos humanos de la Universidad de Columbia, se convirtieron
en los pilares de la vida de Firestone, llevándola a viajar por el país (en la motocicleta de Hiris),
ayudándola a adoptar un gato (Pussy Firestone), y debatiendo sobre la poesía beat, la música
clásica y el punk rock, mientras comían el especial de dos dólares del domingo en un bar del
vecindario. Solo había un tema que Firestone no se negaba a discutir, dijo Hiris: el feminismo.
“Fue el único tema de conversación que simplemente no querías mencionar”.

“El grupo de apoyo realmente está demostrando su valor”, le escribió Firestone a Fraser en una
tarjeta de Año Nuevo, en 1995. “Puede que sea redimida una vez más”. A instancias de sus
jóvenes fanáticas, comenzó a escribir Espacios sin aire. El libro empieza con un sueño: una
mujer está en un barco de lujo que se hunde. Mientras los ilusos bailan alegres “como en una
caricatura de Grosz”, ella desciende a la cubierta en busca de un “espacio con aire” y se
encierra en un refrigerador, “con la esperanza de seguir viviendo incluso después de que el
barco estuviera completamente sumergido”. A través de viñetas autobiográficas, Firestone
describe a una población de lo que ella llama, con su franqueza habitual, “perdedores”,
ejemplares solitarios del estado de “derrota social”. Beth Stryker llevó el manuscrito a un
editor que conocía en Semiotext(e), una imprenta vanguardista, que lo aceptó enseguida. Para
celebrar la publicación, en 1998, un grupo de antiguas colegas de Firestone asistió a una
lectura en una galería de arte del centro de la ciudad. Varias de ellas, como Kate Millett y
Phyllis Chesler, hicieron la lectura; Firestone estaba demasiado nerviosa. Chesler la recuerda
“abrazando la pared, como una niña herida, pero también orgullosa”.

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La recuperación no duró mucho. A finales de los noventa, el grupo de apoyo había comenzado
a disiparse: Margaret Fraser se mudó, al igual que la psiquiatra que la reemplazó; Lourdes
Cintrón se enfermó; las mujeres más jóvenes encontraron trabajo en otras ciudades y pronto
dejaron de reunirse. Firestone nuevamente comenzó a ser hospitalizada repetidamente, en
última instancia en la descarnada sala común del Hospital Bellevue. Se retiró a su antigua
reclusión, no contestaba el teléfono ni la puerta, ni siquiera hablaba con Laya. Una visitante
desdeñada recordó haber oído un torrente de hebreo que provenía del interior del
apartamento. Firestone estaba recitando oraciones judías. Cuando Laya llegó a Nueva York
hace unos años y su hermana finalmente contestó el teléfono, le rogó que al menos le
mostrara su rostro. “Le dije: ‘Shulie, estoy caminando hacia tu apartamento. Solo mira por la
ventana y te saludaré’”. No lo hizo.

El 28 de agosto del año pasado, cuando la factura de alquiler de Firestone ya había estado
fuera de su puerta durante varios días, el propietario envió al supervisor del edificio por la
escalera de incendios para mirar por la ventana. Descubrió una figura quieta, boca abajo en el
suelo. Llamaron a la policía. Una vecina llamó por teléfono a Carol Giardina para decirle que
habían encontrado el cuerpo de Firestone, y Giardina y Kathie Sarachild se apresuraron a ir al
apartamento, sin un propósito determinado. Sarachild recordó haber pensado que “al menos
podrían asegurarse de que la puerta quedase cerrada” después de que la policía se fuera.
Cuando llegaron, la policía las hizo esperar en la escalera. Después de un rato, dijo Sarachild,
salieron varios oficiales y las mujeres les vieron “bajar esos cinco tramos de escaleras, con el
pequeño cuerpo en la bolsa”.

Firestone fue enterrada, en una ceremonia tradicional ortodoxa, en un cementerio de Long


Island, donde sus abuelos maternos están enterrados. Diez parientes masculinos hicieron un
minyan. Ninguna de sus compañeras feministas fue invitada. “Al final del día, la religión de
antaño se afirmó”, dijo Tirzah. Ezra pronunció un discurso. Él vive en Brooklyn, donde trabaja
como vendedor de seguros, pero no había hablado con Shulamith durante años, y se derrumbó
varias veces al contar cómo ella, más que nadie en la familia, lo había atendido de niño y le
enseñó compasión. Recordó una historia que le contó cuando era niño, sobre un hombre en un
tren que se dio cuenta de que se le había caído un guante en el andén y, cuando el tren salía de
la estación, dejó caer el otro guante por la ventana, para que alguien pudiese tener un par.
Luego lamentó el fracaso “trágico” de Shulamith de construir un “buen matrimonio” y tener
hijos “que fuesen devotos a ella”.

Cuando fue el turno de Tirzah, se dirigió a Ezra. “Le dije: ‘Discúlpame, pero con el debido
respeto, Shulie fue un modelo para las mujeres y las niñas judías en todas partes, para las
mujeres y las niñas en todas partes. Tuvo hijas, influyó en miles de mujeres para que tuvieran
nuevos pensamientos, para vivir nuevas vidas. Yo soy quien soy, y muchas mujeres son
quienes son, gracias a Shulie”.

Este artículo se publicó en The New Yorker, 15 de abril de 2013


Notas: *Título del ensayo de Carol Hanisch. **Título del ensayo de Anne Koedt.

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