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Un cuento de Juan Pablo Luppi

El Quetán

Como para no verlo. Ahí, enorme, verde, justo enfrente de la plaza;


mucho, muchísimo peor: estacionado en la vereda, bien delante de la
heladería. Nadie lo había visto llegar, aunque los chicos dijéramos que sí, que
había llegado despacio desde la ruta. Lo cierto es que estábamos todos en la
plaza, sentados a la sombra de la estatua de un hombre alto con sobretodo y
bastón y espejuelos calados sobre una nariz picuda. Todos sentados a la
sombra discutiendo sobre las cosas de la vida y cambiando figuritas, cuando
por la vereda de la heladería apareció el tanque, el cañón orgulloso y
reluciente y, asomado por la escotilla, un milicón morrudo, con un espeso
bigote negrísimo, con una ametralladora enorme entre las manos y mirando
serio al frente. Si había alguien más en el interior, conduciendo, nunca nadie
lo vio, aunque los chicos dijéramos que sí, que era un tipo bajito y muy muy
flaco, de esos que se los lleva el viento en las esquinas si no fuera por los
zapatones tipo frankestein que usan los milicos.

Y se quedó ahí, conductor o no, se detuvo bien justo enfrente de la puerta


de la heladería, y a Huguito, el nene de la señora Aragonés, que estaba
adentro, casi se le caen el helado, los ojos y la boquiabierta boca del
asombro. La señora Aragonés le pagó apresuradamente al señor Nicolás, el
heladero, y casi se lleva por delante la vitrina de los postres helados, en su
desesperación por salir.

Los chicos nos acercamos despacio, muy despacio, para ver de cerca al
monstruo metálico, apenas conocido a través de la tele, cuando daban
Combate, o de las figuritas Siglo XX, las que venían con fondo plateado, que
mostraban varios tipos de tanque pero ninguno como ese, aunque entre los
chicos se dijera que sí, que la 134, la difícil, había sido vista una vez y era un
tanque justo igual a ese que estaba ahí frente a la heladería del señor
Un cuento de Juan Pablo Luppi

Nicolás, con un milicón armado y emboinado sobresaliendo duro como un


maniquí. Duro y silencioso, mirando al frente, y no contestó nunca ni una sola
palabra, aunque los chicos dijéramos que sí, que una vez nos miró y dijo que
venía de la Capital, justo antes de que ya se hiciera muy tarde y tuviéramos
que volver a casa, ansiosos de contar todo a todos; y aunque al principio
nadie nos oyó, al día siguiente el innegable tanque seguía allí. Nunca se
volvió a ver al milico, pero por si acaso nos prohibieron (a los chicos) ir más a
la plaza; así que hubo que arreglarse con las veredas, que, por supuesto,
jamás podrán compararse, y detrás del mostrador el señor Nicolás esperaba
pacientemente a que el armatoste verdoso se fuera porque ya nadie nadie
entraba a la heladería, que estaba aún más prohibida que la plaza, si eso
fuera posible. Pero las cosas no podrían durar así mucho tiempo, eso estaba
claro, le decía el señor Nicolás a la señora Aragonés, aquí tiene que intervenir
el municipio o la policía o el mismo ejército porque me quiere usted decir
para qué le sirve al ejército que eso esté ahí, cuando visto de cerca se ve que
está casi sin usar, si ni siquiera tiene pintada la bandera o un número ni nada,
y mire usted si resulta que no es nuestro le decía la señora Aragonés a la
mamá de uno de los chicos, las cosas no podrían seguir así por mucho tiempo
y mucho menos después de la noche del disparo, cuando a eso de las tres de
la mañana el estruendo quebró en dos el cielo pueblerino y estaba clarito
que había venido de la plaza y aunque nada ni nadie había sufrido ningún
daño los chicos dimos vuelta medio pueblo buscando la bala. Nunca se
encontró nada, aunque nosotros insistiéramos con que sí, que en el fondo de
una zanja la habíamos visto pero cuando la quisimos agarrar cayó al fondo
entre el barro y desapareció lo mismo que don Nicolás que había cerrado la
heladería y nadie –pero nadie- lo había vuelto a ver.

Y era la única heladería del pueblo, la única, y era la única plaza, y los chicos
cada día le teníamos más y más bronca al tanque; así que casi no nos retaron
el día que, rejuntando valor de cada día de vacaciones perdido lejos de la
Un cuento de Juan Pablo Luppi

plaza, sacando fuerzas de cada carrera de chapas, cada escondida, cada


partidito sin jugar, y sobretodo del hecho de ser nosotros todos, los chicos, le
arrojamos una y otro y otro piedra más, retumbantes en el caparazón
metálico, cada vez más, y más grandes y más fuerte, viendo que nadie salía ni
se molestaba, hasta que apareció el milicón y corrimos todos
desesperadamente y por mucho tiempo (por mucho, muchísimo tiempo:
semanas) no nos acercamos ni de casualidad, mientras el toldo de la
heladería cambiaba de color y aparecía un cartel: PROXIMAMENTE
REAPERTURA que nos llamaba desde la distancia, cuando estaba claro que
nadie iría nunca. Hasta que de pronto un día desapareció como había llegado,
sin que nadie lo viera, porque los chicos no quisimos contar que sí, que una
tarde el tanque arrancó y se fue y entonces, envalentonados, entramos en la
heladería para salir luego cabizbajos, vencidos, caminando despacito
mientras lamíamos esos helados minúsculos servidos por aquel nuevo
heladero, morrudo y con un bigote negrísimo, en la heladería de enfrente de
la plaza, esa con un tanque silencioso, ahí sobre el pedestal.

***

En: Te cuento tus derechos. Amnesty


Internacional Argentina. Buenos Aires, 1997

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