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KI‐ZERBO, JOSEPH.

HISTORIA DEL AFRICA


NEGRA, VOL. II, ALIANZA UNIVERSIDAD,
ESPAÑA, 1972, PP. 602‐619.

Capítulo 9
LA INVASIÓN DEL CONTINENTE: ÁFRICA
ARREBATADA A LOS AFRICANOS

I. DESCUBRIMIENTO

En el amanecer del siglo XIX África, sangrada por todas partes por la trata a lo largo de cuatro siglos, atrae
cada vez más la atención del mundo. ¿Por qué? Primero, a causa del movimiento antiesclavista. Recordemos que
Gran Bretaña, que suprimió la esclavitud en su inmenso imperio hacia 1830, vigila en los tres mares que rodean a
África. En 1848 Francia hace otro tanto. Aunque Brasil no los haya imitado hasta 1898, ya desde mediados del siglo
XIX la trata de negros no está de moda, y, progresivamente, será puesta fuera de la ley. El movimiento misionero,
resultado en parte de la nueva actitud europea, contribuirá a su vez a fortalecerla. Dando un giro de ciento ochenta
grados respecto a su actitud del siglo XV, las Iglesias, y sobre todo las protestantes inglesas, van a llevar a África un
gran capital de proselitismo, de generosidad, pero a veces también de ingenuidad y connivencia. En el siglo XV era
decente arrancar de su país a los negros para salvar sus almas. En el XIX, habiendo constatado in situ el tremendo
gasto humano, numerosos misioneros se levantarán contra el genocidio y tratarán de dar su apoyo a las tendencias
para controlar, e incluso conquistar África por parte de los europeos, ¡para poner fin a la matanza!

Otro factor de importancia que va a llevar a Europa a África es la curiosidad científica, mezclada con
espíritu aventurero. En el siglo XIX, en efecto, África era, para Europa, una desconocida. Desde hacía siglos se
extraían de ella riquezas, pero sin exponerse a los peligros de una penetración en el interior. Y los que se decidían a
ello chocaban con la hostilidad de los gobernantes negros negreros, que no estaban dispuestos a perder sus
monopolios como intermediarios. África Negra era, pues, para Europa, «el continente misterioso», la «terra
incognita»: Y las porciones vacías del mapa eran bautizadas con nombres tales como «África tenebrosa», la Darkest
Africa de los ingleses.

Pero la renovación del interés por África se explica sobre todo por razones económicas. En efecto, durante
el siglo XIX, primero Gran Bretaña, y luego los demás países de Europa occidental, van a sufrir un cambio en las
estructuras, la revolución industrial, caracterizada por la invención de la máquina de vapor, que se aplicará en la
hilatura, en la fabricación de tejidos, en el pudelaje, etc. Esta Europa industrial tendrá necesidades radicalmente
nuevas. No se trata ya de establecer relaciones con un África que, como antaño, enviaba sin parar masas de
esclavos a las plantaciones: en éstas ya no había tanta necesidad de sus brazos, pues las máquinas agrícolas
comenzaban a suplirlos. Además, los negros podían servir de mano de obra en la misma África, para proporcionar
2
las materias primas y constituir allí mercados selectos para la producción industrial europea. La era de la
mecanización imponía a África un nuevo papel en el desarrollo europeo. Buscar las posibilidades de África en el
campo de las plantaciones y minas, controlar eventualmente tales fuentes de materias primas, y disponer de una
gran masa de consumidores, estas serán, cada vez en mayor medida, las metas de los capitalistas europeos. Y no es
un azar que los países más industrializados sean los que dominarán sobre los mayores imperios coloniales. Aunque
tal tendencia sólo se manifestará claramente a fines de siglo, cuando los imperativos cada vez más perentorios y
severos que pesaban sobre las economías nacionales europeas, llevarán una intervención militar imperialista. Así
pues, los tres protagonistas principales de esta cadena de acontecimientos son los misioneros, los comerciantes y
los militares, las llamadas «tres M».

Podría formarse una galería de retratos vivos de tales «pioneros», que iría desde el misionero de ardiente
compasión al inadaptado social más o menos desequilibrado, pasando por el coleccionista de trofeos de caza y el
buscador de oro. El descubrimiento, para Europa, del gorila (Gorilla gorilla), llevado a cabo por Du Chaillu, la disputa
por el reino de Buganda entre musulmanes, protestantes y católicos, y el descubrimiento de gigantescos
yacimientos de diamantes y oro en África del Sur, son todos ellos fenómenos contemporáneos. No podemos
minimizar la dosis de valor físico que estos individuos necesitaron para hacer frente a lo desconocido; durante uno,
dos, incluso tres años, quedaban aislados y sin contacto con los europeos. Sus riesgos eran mayores que los de los
viajeros espaciales de hoy en día. Estos individuos acumularon detalles etnográficos, lingüísticos, sociológicos e
históricos que hoy constituyen un importante capital para el conocimiento de los pueblos africanos. Por desgracia,
la mayoría de ellos, que ignoraban que se hallaban en un África en plena descomposición, o que eran incapaces de
desembarazarse de sus arraigados prejuicios raciales, contribuyeron ampliamente a trazar un retrato de África que
envenena, aún hoy, las mentalidades de centenares de miles de hombres. Retrato que será oscurecido ulteriormente
de forma sistemática cuando se haga necesario echar mano de una justificación del imperialismo colonial. Los
«exploradores», incluso cuando estaban movidos por fines elevados, realizaron descripciones de África que
excitaron el interés de los mercaderes europeos. Livingstone, por ejemplo, habla de las forjas activas y numerosas
de los manganya; habla, asimismo, de la fundición del cobre por los habitantes de Katanga (Shaba), que extraían de
la malaquita y que vendían en gruesas barras en forma de I mayúscula. Tales barras pesan de cincuenta a cien
libras y están difundidas por toda la región.1

África, tierra ya extenuada, será así sucesivamente objeto del interés y simpatía del científico, del interés y
ambición y del apetito voraz de sus saqueadores. El giro decisivo se sitúa sobre 1880. Antes de esta fecha, y en
África occidental, la labor misionera se centra en los enclaves costeros poseídos por los europeos: misiones católicas
a orillas del río Senegal; misioneros protestantes en Sierra Leona, en la Costa de Oro, Nigeria y Liberia. Por razones
evidentes, y en especial por la necesidad de ocuparse de los intereses espirituales de los blancos, los misioneros se
orientan sobre todo hacia las zonas de África donde prevalecen los demás intereses de su país; a menos que los
intereses no sean posteriores a la implantación misional. Así, los misioneros estadounidenses se establecerán en
Liberia, y los británicos, en Sierra Leona, Costa de Oro, etc. Una contribución, en ocasiones importante, fue la de los
misioneros alemanes en estos países, y especialmente activos fueron los de Brema; estos misioneros abrieron
escuelas de enseñanza general o profesional. Las misiones suizas en la Costa de Oro, por ejemplo, se distinguieron
también en este campo. Aunque el esfuerzo misional seguirá siendo periférico durante todo el siglo XIX, y pese a que
habrá pastores africanos y mulatos, como el célebre reverendo Burch Freman, de la Costa de Oro, o como Joseph
Merrick, en Camerún, las comunidades africanas ‐excepto quizá en Nigeria, con la obra de Crowther‐ apenas sufren
la influencia cristiana.

1
Journal de Livingstone, pág. 289.
3

El avance europeo se deb berá sobre todo a los viajeeros y «explorradores», y a las columnass militares
britániccas y francesass. El principal enigma geogrráfico del interrior era, en aq quel entonces, el curso del Níger
N que,
debido al relieve, nacce a pocos centtenares de kiló ómetros de la costa,
c pero gira
a luego hacia ele interior con una curva
de cuattro mil kilómetros, antes de volver
v al golfo de
d Guinea. De este río los geógrafos europeeos sólo conoccían lo que
había dicho
d Plinio, qu
ue se había refeerido a Níger, y luego las notticias proporcio onadas por Al‐‐Idrisi y León ell Africano.
Pero esste último habíía complicado el e problema all pretender quee el Níger corríía hacia el oestte. Surgió toda a una serie
de hipóótesis fantásticaas. Algunos lo confundieron con el Senegall o con el Congo; otros hacían n de él un brazo del Nilo;
en tantto que para cieertos autores erra un río tributtario de los laggos del interiorr situados en tiierras wangara a. Por otro
lado, la
as bocas del Nííger, que los ba arcos europeoss visitaban dessde hada sigloss, eran consideeradas como una u simple
red de vías
v fluviales costeras. Resum miendo, se trattaba de un verd dadero rompecabezas, en el que quedaban n incluidas
las controversias sob bre la vieja ciu
udad sudánica de Tombuktu. Ahora bien, en la perspecttiva de un aum mento del
«comerrcio legítimo», el conocimiento de esta vía natural era dee capital imporrtancia, sobre todo t para Gran n Bretaña.
Ya en 1778,
1 sir Joseph Banks crea la l Asociación Africana
A dedicaada a hallar laa solución del problema.
p Perro la curva
del Nígeer estaba defeendida por el desierto y por la a hostilidad dee los mauros y de los sultaness musulmanes del norte,
mientra as que en el su ur el bosque trropical formab ba una temiblee barrera. Fuerron enviadas expediciones,
e u desde
una
Sierra Leona,
L dirigida
a por el mayorr Houghton, qu ue perdió la vid da en tierras mauras;
m por su
u lado, Hornem mann, que
había partido
p de El Ca
airo, desaparecció en el desierrto. Un joven médico
m escocéss de veinte añoos, Mungo Parkk, salió, en
1795, de
d Gambia, y trast superar dif
ificultades sin cuento, alcanzzó Segu, en un n estado míserro, incluso sin paraguas,
pero suu ánimo se leva antó a la vista del
d gigantesco o río, al que corrrió a beber. Pu
udo constatar que el río corríía hacia el
este. Lu
uego trató, en vano, de alcan nzar Tombuktu u. En otro seguundo viaje, queedó demostrad do que no hab bía llegado
aún el tiempo de las grandes caravanas europeas: de los treinta y ocho hombres que acompañaban a Park, pronto
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no quedaron más que cinco supervivientes, los cuales, en un bote construido allí mismo, intentaron bajar por el río
hasta su desembocadura, pero acabaron pereciendo todos ellos en los rápidos de Busa.

El gobierno británico lanzó otras expediciones que terminaron en desastre. En 1821 Denham y Clapperton
salieron de Trípoli y llegaron al Chad: creían haber hallado la solución. Pero no era así. Visitaron Sokoto, donde
Mohammed Bello les habló de un puerto llamado Rakah, que se encontraba, al parecer, en la costa de Guinea; pero
fueron convencidos de que abandonaran la ruta hacia el Níger, para tomar de nuevo la ruta de Mungo Park. En
1825 Clapperton, convencido de que el Níger tenía que desembocar en el golfo de Guinea, fue enviado por el
gobierno británico a la costa, donde buscaría en vano el puerto de Rakah. Luego, con Richard Lander, visitó las
tierras yoruba y Sokoto, que ya comenzaban a sospechar de los europeos; finalmente, tocaron el Níger en Busa,
pero como no lo habían remontado desde el golfo de Benín, no fueron capaces de pronunciarse sobre las
características de su curso inferior. Clapperton murió pronto, y Richard Lander trató de bajar por el río, pero los
pueblos ribereños se lo impidieron. El enigma seguía en pie, y un general británico, imbuido de noticias del mundo
clásico, continuaba decidido a demostrar que el Níger desembocaba en el Mediterráneo... Serían los dos hermanos
Lander, Richard y John, quienes volverían a la carga por encargo del gobierno británico: llegados a Busa, bajaron
por el río hasta el mar, determinando de este modo la exacta posición de todo su curso en un mapa (1830).

Ya en 1826, otro escocés, Gordon Laing, proveniente de Trípoli, había llegado a Tombuktu. Durante el viaje
de vuelta fue asesinado por su escolta compuesta por berabísh. En 1827, un joven francés, Rene Caillé, que soñaba
con Tombuktu, partía de la costa de Guinea disfrazado de moro. Logró llegar a Tombuktu, la misteriosa, la cual, en
decadencia desde el siglo XVI, le produce una impresión decepcionante. Posteriormente logra deslizarse entre el
personal de una caravana de mil cuatrocientos camellos, que conducía esclavos, oro, plumas de avestruz, y con la
que consiguió llegar al sur de Marruecos y a Fez, vía Teghazza. De vuelta a Francia, fue recibido como un héroe; y,
en efecto, había escapado de la muerte en numerosas ocasiones. Pero el viajero europeo más importante fue, con
Livingstone, el alemán Heinrich Barth, que actuaba por cuenta del gobierno británico. Recorrió todo el Air, las
tierras hausa y el Bornú, reconoció el curso superior del Benué, halló en Gwandu un ejemplar del Taríj as‐Sudán,
inestimable fuente de historia de África occidental; y en Tombuktu, donde residió unos ocho meses, habría muerto si
no hubiera gozado de la protección de un árabe influyente, Al‐Bekkai. Después de cinco años de estancia en el África
sudánica central y occidental, pudo cruzar el desierto y volver a Gran Bretaña, en 1855, vía Trípoli. Ningún viajero
ha hecho tanto como Barth para dar de África una visión a la vez científica y llena de simpatía. Barth había sido
profesor de geografía comparada y de «comercio colonial de la antigüedad» en la Universidad de Berlín. Luego se
había dedicado a la historia, al dibujo, a la lingüística, a la etnografía, a la economía, etc. El erudito alemán merece
el agradecimiento de África. Poseía la cultura necesaria para conseguir retener los conjuntos, aunque tampoco se
le escapaban los detalles, incluso los humorísticos, como cuando nos describe a un visir del jeque 'Ornar de Bornú
(hijo de El‐Kanemi), Hadch Bashír, que tenía un harén de cuatrocientas concubinas seleccionadas como para un
«museo etnológico». «He observado con frecuencia ‐nos dice Barth‐ que cuando yo hablaba con él de las diferentes
tribus de las tierras de negros, a veces se quedaba sorprendido por la novedad de un nombre, lamentándose de no
poseer todavía en su harén un espécimen de la tribu mencionada, y dando inmediatamente orden a sus servidores
de que le consiguiesen un espécimen perfecto de la especie de la que carecía.» «Me acuerdo también de que un día
le enseñé una obra etnológica ilustrada por la que mostró gran interés, y al llegar a la figura de una joven
circasiana, me dijo, con un gesto de satisfacción, que no trató de ocultar, que él poseía un espécimen viviente de
este género.»2. Desgraciadamente, este visir, de tan poderosa virilidad, era un inepto en política ‐y Barth analiza
con finura esta característica‐, lo que le valió ser ejecutado en 1853.

2
H. Barth: Voyages et découvertes en Afrique du Nord et en Afrique Centrale, Londres, 1857, II, págs. 283-295.
El comercio británico y francés tenía por meta penetrar en el interior, apoyándose esencialmente en el
5
Senegal y en el Níger ‐las ramificaciones del delta de este último habían sido bautizadas «los ríos del aceite»: en
efecto, el aceite de palma se utilizaba para fabricar jabón.

En África oriental y central el problema principal era el nacimiento del Nilo, sobre el cual Heródoto escribió
en su día que «sobre el origen de este río nadie sabe nada». Ciertos autores pretendían que nacía en los Montes de
la Luna. En 1856, la Sociedad Real de Geografía enviaba a Burton y a Speke con el fin de reconocer los grandes lagos
sobre cuya existencia ya habían hablado los árabes. La región había sido visitada por algunos misioneros, en
particular por Rebmann y Krapf. Rebmann fue el primer europeo que vio la cumbre nevada del Kilimanjaro; digamos
de pasada que era un pacifista que nunca llevaba armas, ni siquiera para defenderse de las fieras. Por su lado, Krapf
estableció un mapa muy vago, en 1855, en el que se veía un único e inmenso lago, extrañamente dibujado.
Rebmann y Krapf establecieron, asimismo, el primer diccionario y la primera gramática swahili para europeos. En
1858, Burton y Speke llegaban por primera vez al lago Tanganyika. Speke abandonaba a Burton, que había caído
enfermo, y buscaba por su cuenta un segundo lago del que le habían hablado los árabes de Ujiji [Udchidchi]. Así
pudo ver ante sí, con sus ojos miopes y cegatos, un inmenso lago, el mayor de África, que denominó Victoria. Los
ribereños le garantizaron que del lago salía un gran río que se dirigía hacia el norte. Por una chispa de intuición,
llegó a la conclusión de que se trataba del Nilo. Su compañero Burton, que no había participado en el descubrimiento,
fingió tomar el asunto a chanza. Ambos llegaron a querellarse y a polemizar, convocando conferencias, en Londres,
en las que sostuvieron tesis contradictorias. En 1860, Speke volvía a África, y rodeando el lago Victoria por el oeste,
penetraba por primera vez en Buganda; allí constataba la presencia de un río que salía del lago, donde se levanta
hoy la enorme presa de Owen; a este río lo denominó Nilo. Luego, por vía terrestre, halló de nuevo el Nilo más allá
de Gondokoro, en 1863. Y volvía a ver a Samuel Baker el cual, con su bella y joven esposa; se dirigía hacia el sur,
pese a los peligros de todo tipo que iba hallando a su paso, donde encontrará el lago Alberto. Speke fue considerado
el descubridor del Nilo. Pero Burton, su rival, estaba allí. Y pronto manifestó sus dudas: «¿Era cierto que las dos
extensiones de agua halladas por Speke durante sus dos viajes eran el mismo lago?» Además, la reputación de
Speke empeoró debido a las acusaciones de sus adversarios, a causa de su comportamiento un tanto ligero con las
damas y muchachas de la corte de Mutesa. El mismo día de su confrontación con Burton a propósito de las fuentes
del Nilo, Speke moría en el curso de «un accidente de caza».

Livingstone era una autoridad en la materia. Tampoco él se hallaba de acuerdo con Speke sobre el
problema del Nilo. Era un pastor protestante y médico, llegó a África del Sur en 1849. Decidió penetrar en el interior,
y tras cruzar una parte del desierto de Kalahari, alcanzó por primera vez el lago Ngami. Luego remontó el Zambeze,
y más tarde abandonó sus orillas para penetrar hacia el oeste, a través de fiebres y selvas, tocando Luanda, en la
costa atlántica, en 1854. Pese a que su salud dejaba mucho que desear, rehusó volver a Gran Bretaña, afirmando
que quería llevar de nuevo a sus países de origen a los porteadores que había llevado consigo. Aprovechó este deseo
para cruzar África de oeste a este, descendiendo por el Zambeze. Después de todo un año de viaje, llegó finalmente
al país natal de los porteadores. Ante tal acto de generosidad, decenas de candidatos se ofrecieron para acompañarlo:
los autóctonos le condujeron en primer lugar a las cataratas del Zambeze, que bautizó con el nombre de Victoria. En
1856 alcanzaba la costa del océano Indico. En 1858 daba la vuelta y llegaba al lago Nyassa. Aquí volvió a presenciar
los horrores de la trata, y desde este momento no dejará de atacarla. Vio que algunos ríos surgían del lago, y se
preguntó si conducirían al Nilo, al Congo, o al Níger. Más tarde, llegó al lago Tanganyika, y más hacia el oeste,
tocaba el Lualaba, que consideró, en principio, como una parte del Nilo o del Congo. Pero sus reservas de víveres y
de medicinas habían sido robadas en Ujiji, por lo que desde entonces era prisionero de África. En ese preciso
momento llega Stanley, periodista estadounidense enviado por el New York Herald para buscar a Livingstone.
Juntos recorrieron la región en pos del Nilo. Luego Stanley volvió a Europa, sin haber podido convencer a Livingstone
de que volviese con él. África había hecho presa en él; rumiando la idea fija de las fuentes del Nilo, dando vueltas en
su cabeza al crimen de la trata de negros, recorría el país sin meta fija, roído por las fiebres, en una hamaca que
transportaban sus guías. Una mañana éstos lo hallaron de rodillas, con la cabeza hundida entre las manos, apoyado
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en el mísero jergón: en un principio pensaron que estuviese rezando, pero estaba muerto. Le extrajeron las vísceras,
secaron su cuerpo y lo envolvieron cuidadosamente en telas y cilindros de corteza. Sesenta negros, guiados por sus
fieles compañeros Suzi y Chuma, llevaron los restos de Livingstone hasta Bagamoyo, en la costa (1875), en un viaje
que duró once meses, en el que recorrieron casi dos mil kilómetros. De este modo pudo ser sepultado en la abadía
de Westminster. Livingstone había sido sobre todo un pastor. Desgarrado por el tráfico sangriento de la trata que
hallaba a su paso, estimó que el único remedio para evitarlo era la colonización de África: «Que Dios bendiga
ampliamente ‐decía‐ a todo hombre que, americano, inglés o turco, ayude a curar esta llaga.» Como puede verse,
no menciona a los portugueses: en efecto, Livinsgtone insiste una y otra vez en acusar a Portugal; para él, este país
europeo no poseía ningún título para colonizar Biblia al rey Mutesa, pero habiendo sido recibido de mala manera
Gran Bretaña podía considerarse el país indicado.

Henry Morton Stanley era de muy distinta manera. A diferencia del bueno de Livingstone, era una mezcla
de deportista y hombre de negocios sin escrúpulos, a sus anchas en los nuevos territorios de África, que se
convirtieron en el campo de acción preferido para desplegar su brutal energía. Efectuará lecturas comentadas de la
Biblia al rey Mutsa, pero habiendo sido recibido de mala manera por los nativos de la isla Bumbire, no dudó un solo
instante en realizar una matanza a su costa gracias a sus armas de fuego: «Los salvajes sólo respetan la fuerza»,
escribió más tarde. Al contrario que Livingstone, que marchaba acompañado por un puñado de hombres de
confianza, Stanley avanzaba a la cabeza de una expedición de setecientos hombres, de los que la mayoría iba
desapareciendo paulatinamente, evadiéndose simplemente, o bien por temor a la gente de los territorios por los
que pasaban. Tras encontrar a Livingstone, volvió a Europa, donde fue recibido como un semidiós.

En 1875 Stanley estaba de nuevo en África para efectuar un viaje en barco alrededor del lago Victoria,
probando que en él sólo existía una sola salida de aguas, y esta era la fuente del Nilo, y dando razón a Speke,
finalmente. Una vez comprobado que el lago Tanganyika no tenía salida por el norte, se dirigió hacia el Lualaba,
para ver hasta dónde conducía. Cuando apareció en el Atlántico, dedujo que este río era el Congo. De este modo, se
acababan de trazar los grandes ejes de acceso hacia el interior de África. En 1889 Stanley volverá a África, para
planear la evacuación de Emín Pacha, el alemán asediado con su guarnición por los mahdistas, en la provincia de
Ecuatoria. Casado con una etíope, convertido formalmente al Islam, medio ciego y carente de una verdadera autori‐
dad sobre sus hombres, el viajero alemán era un prodigio de puntualidad; llevaba su diario en el que anotaba todos
los hechos y actos del día, casi al minuto, coleccionando pájaros y plantas y llevando a cabo minuciosos estudios del
medio. Sólo de mala gana se dejó arrastrar hasta la costa por Stanley, que dejó los caminos sembrados con la mitad
de sus propios hombres, muertos por los mahdistas. Por su lado, Stanley iba a la caza de éxitos. Había pasado
además al servicio de la Sociedad Internacional del Congo.

Esta sociedad había sido fundada por el rey Leopoldo II de Bélgica, en 1876, para dedicarse a la exploración
del Continente, a la supresión de la trata y a la introducción de la civilización. Stanley fue encargado de establecer
puestos y de firmar tratados con los gobernantes locales. Leopoldo II, que ha sido calificado de «humanitario
rapaz»3 acentuaba de este modo el paso de la codicia al robo. Ante las actividades de Stanley, Portugal creyó que
iba a perder ese Congo que hasta el momento, y desde tiempos de Diogo Cão y de Affonso, consideraba como suyo.
Pero Francia, gracias a Savorgnan de Brazza, había reconocido ya el curso del Ogowe y las regiones cercanas. ¿Para
quién serían las bocas del Congo? ¿Para Francia, para Portugal, o para el rey de los belgas? Gran Bretaña, que bus‐
caba ante todo la libertad de comercio y que temía las altas tarifas impuestas por Francia, se inclinó hacia Portugal,
que era, por si fuera poco, una potencia de segundo orden. Pero la opinión pública británica, influida todavía por las
acusaciones de Livingstone contra Portugal, se indignó cuando supo que la región podía caer en manos de «un país
retrógrado». Portugal, sintiendo que el terreno se le escapaba bajo los pies, lanzó la idea de convocar una

3
J. Duffy: Portugal in Africa, Penguin African Library, pág. 109.
conferencia internacional. Bismarck cogió al vuelo la ocasión que se le presentaba para arrebatar la iniciativa a
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Gran Bretaña, y así se reunió la Conferencia de Berlín (1884‐1885). En ella Portugal vio cómo se le negaban sus
seudoderechos históricos, logrando a duras penas conservar el enclave de Cabinda.

II. LA INVASIÓN Y EL REPARTO

¿Cuáles eran las razones profundas de este giro? En primer lugar, y debido a los intentos europeos, cada
vez más pronunciados, hacia el interior de África, se trataba de fijar las reglas del juego y de disciplinar a los
cazadores. Pero las razones profundas de tal zafarrancho eran de orden económico. La industrialización estaba ya
muy avanzada en ciertos países europeos, que por otro lado tenían que defenderse contra el poderío agrícola o
industrial de países como Estados Unidos y Rusia, cuya producción, gracias a la mejora de los transportes por tierra
y por mar, competían con la europea. Se establecieron barreras aduaneras. Gran Bretaña, campeona del
librecambio, que favorecía su supremacía industrial y naval, comenzó a cambiar de idea. El partido liberal se dividió,
a causa de este asunto, con la secesión de los unionistas de Chamberlain. Se tomaron medidas proteccionistas, en
Francia sobre todo, pero también en Alemania y en Gran Bretaña. Había que asegurara el monopolio de las
regiones productoras de materias primas y de las salidas de los productos manufacturados propios. La escasez de
algodón americano durante la guerra de secesión norteamericana, paliada afortunadamente por Egipto, había
mostrado el valor de África como garantía económica, y ello sin contar con las perspectivas de descubrimientos
mineros que las masas de diamantes y de oro sudafricano parecían prometer.

En la Conferencia de Berlín se dictaron algunas reglas muy simples: la ocupación de la costa no era
suficiente base para reivindicar el hinterland, a menos que éste fuese ocupado con notificación a las potencias; las
cuencas del Congo y del Níger se declaraban libres para el comercio internacional. Así inicia la carrera hacia África, y
el principal crimen del imperialismo. En 1880, apenas un décimo del Continente se hallaba vagamente bajo dominio
europeo. En veinte años, lo estará toda África. En efecto, se ocupa un territorio porque se piensa que es necesario
para proteger las ocupaciones anteriores; se ocupa, además, porque se halla al alcance de la mano; se conquista
para adelantarse al vecino; se termina ocupando por ocupar, como en tiempos de escasez, porque «un día podrá
servir para algo», aunque sólo sea como medio de trueque. Los métodos son más o menos los mismos en todas
partes. El bluff y los «tratados» forzosos se alternan con la liquidación física de toda resistencia y, si es necesario,
con las matanzas. No es fácil describir minuciosamente esta fiebre de rapiña, cuyos mayores «campeones» fueron,
sin duda, Gran Bretaña, Francia, el rey de los belgas Leopoldo II y, más adelante, la Alemania de Bismarck.

Veamos ahora, esquemáticamente, cuáles fueron los ejes principales y los más importantes conflictos en la
atribución de las riquezas y territorios. En África occidental, Francia, que hasta ese momento se había estabilizado
hacia Kayes, en Senegal, va a lanzarse en dirección al eje del Níger, en tanto que de Costa de Marfil y de Dahomé
envía algunas misiones que deben confluir en la curva del Níger, alrededor de Mosi, que tenía reputación de reino
muy poblado. Por la misma razón Gran Bretaña, establecida ya en Ashanti y en la cuenca del Bajo Níger, va a
moverse hacia el norte, a fin de controlar por un lado a Mosi, y por el otro, a los grandes sultanatos fula. Si la
progresión francesa es asunto del gobierno, aún con iniciativas eventuales de los jefes militares locales, llenos de
ardor y escasamente estimados por París, Gran Bretaña basará su acción sobre todo en las Compañías comerciales.

En 1889, el capitán Binger inicia la larga marcha que le conduce a Bamako, desde la Costa de Marfil,
pasando por Sikasso, Wagadugu y Kong; Binger se interesaba especialmente en los puertos de montaña y puntos
estratégicos, en las fuerzas militares y políticas locales. Pero también anota numerosas observaciones de carácter
económico y etnográfico, y su obra Du Niger au Golfe de Guinée (Del Níger al golfo de Guinea) es una verdadera
8
mina de informaciones útiles. Por su lado, Monteil, que partió de Costa de Marfil y pasó por tierras mosi, por Dori, y
otros lugares, alcanzó Trípoli.

En la Costa de Oro, Gran Bretaña se apoyó en la United African Company (U.A.C.) o Compañía Africana
Unida. En el delta del Níger el inglés sir Georges Goldie fundó, en 1879, la U.A.C, que agrupaba a todas las
sociedades británicas del Delta. La Compañía Francesa del África occidental, creada por el conde de Sémellé para
competir con la británica, no consiguió su objetivo. En 1883, ésta se convirtió en la Royal Niger Company (Real
Compañía del Níger), y acabó expulsando a su rival al practicar una política de dumping. Para adelantarse a las
actividades alemanas en el sultanato de Sokoto, firmó tratados con el sultán y con el emir de Gwandu. La U.A.C. era
una compañía de carta, que poseía derechos semisoberanos en la administración, el fisco y los tratados.

Las tierras del Alto Volta serán el punto de fricción entre los intereses franceses y británicos. El mulato
inglés Fergusson, repartió por la región algunas banderas británicas. Este había obtenido del Mogho Naba la firma
de un tratado de amistad y de libertad de comercio con Gran Bretaña. El tratado fue declarado nulo y sin existencia
legal por el capitán francés Voulet. Ciertas fuentes aseguran que las banderas dejadas por Fergusson fueron cedidas
como talismanes con poderes mágicos frente a todo ejército de blancos. Esta misma fuente afirma que la Union
Jack había sido desviada de su utilización mágica hacia un empleo mucho más prosaico, pues con ellas se había
hecho ropas para las mujeres de Su Majestad el Mogho Naba. Desde el Níger Francia lanzó una incursión hacia
Chad, pero no fue capaz de alcanzar el desierto, pues más al sur los británicos habían establecido ya su influencia.
Voulet pudo unirse a su compatriota Baud, proveniente de Dahomé ‐que se iba a convertir en el Togo alemán‐. Una
verdadera carrera contra reloj opuso, pues, a ambos conquistadores europeos en su afán por conseguir tratados.

En Camerún, donde los misioneros británicos actuaban desde hacía tiempo, algunos jefes habían pedido a
Gran Bretaña la extensión de su protectorado a sus países, pero nada se había hecho al respecto. El alemán
Nachtigal desembarcó, en 1884, en el este de Nigeria y firmó algunos tratados. Cinco días después llegaba a la
región el cónsul británico en la Costa de Oro, pero era ya demasiado tarde. En 1887, los franceses, que habían
ocupado Conakry, penetraban en el interior de Guinea, donde el aventurero francés Olivier de Sanderval jugó
hábilmente con la rivalidad existente entre los Alfaya y los Soriya. Finalmente, las querellas entre alemanes, británicos
y franceses se evitaron por medio de acuerdos bilaterales que fijaban las fronteras septentrionales de los enclaves
británicos y alemanes en África occidental, donde Francia se había hecho con un enorme trozo de la tarta colonial,
quizá no el mejor, pues la densidad demográfica era, en general, mucho más débil y los suelos menos fértiles que los
del África británica o alemana.

Por el acuerdo de 1898, firmado en París, quedó fijada la frontera entre el actual Ghana y Alto Volta: se
trataba de un paralelo. Esta línea imaginaria pasaba, obviamente, a través de pueblos como los gurunsi, dagari,
bisa, en tanto que en el sur, los evé de Togo quedaban cortados en dos, entre británicos y alemanes; y los temne,
entre la Guinea francesa y Sierra Leona; los hausa, entre Nigeria y Níger, etc. Cada frontera, trazada de esta manera
sobre el cuerpo de África, parecía, en realidad, un machetazo.

En África ecuatorial, oriental y central, Gran Bretaña y el rey Leopoldo II jugarán los papeles principales.
Cuando Stanley vuelve al Congo por cuenta del rey belga, encuentra la bandera francesa plantada por Brazza en el
lugar que luego sería Brazzaville. Leopoldo II habría querido apoderarse de las dos orillas del río Congo; ante su
fracaso estaba furioso. En cambio, Brazza había conseguido firmar un tratado con Makoko (1880). En la conferencia
de Berlín el rey Leopoldo pudo al menos llevar la iniciativa respecto a las peticiones portuguesas. Estados Unidos
reconoció el Congo leopoldino, y Francia, a quien se había dejado la orilla derecha, se apresuró a hacer otro tanto, a
condición de que en caso de cesión poseería el derecho de primacía en la adquisición. También Bismarck, que
prefirió ver cómo una pequeña potencia como Bélgica dominaba las bocas del Congo antes de que lo hubiese hecho
Francia o Gran Bretaña, apoyó a Leopoldo II. El Estado Independiente del Congo fue reconocido y Leopoldo se ocupó
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activamente de aumentar sus dominios. Se establecieron las fronteras con Angola, por medio de tratados, en 1891 y
1894; en tanto que se llevaba a cabo un acuerdo con Francia en la región del Wellé. Así, los zande se hallaron escin‐
didos entre el Congo belga, lo que es hoy la República Central Africana y Sudán.

En África central y del sur, Rhodes iba a acabar con las intentonas portuguesas, demasiado tardías, por
medio de la British South África Company (Compañía Británica de Sudáfrica). La región había sido reconocida por el
viaje transcontinental del británico Cameron (1873‐1875) y del portugués Serpa Pinto. En 1890, lo que un británico
llamó «la estúpida insistencia patriótica de Portugal», conducía a un ultimátum de Londres, que alineó sus barcos
de guerra frente a la costa mozambiqueña contra los portugueses. Amenazado y sin apoyo, Portugal hubo de ceder,
y vio cómo e! vasto hinterland de ricas mesetas, lo que es en la actualidad Rhodesia y Zambia, se le iba de las
manos, y no sólo eso, sino que cortaba en dos sus dominios africanos. Por este arreglo, el Imperio lunda quedaba
dividido en tres trozos, entre Angola, Congo belga y las Rhodesias. Por otro lado, Nyassalandia, donde desde hacía
algún tiempo venían actuando los misioneros británicos, caía bajo el dominio británico. Hubo también nuevas
dificultades con Alemania.

En efecto, en África del sudoeste, se había establecido una exigua colonia alemana, en una región
semidesértica, donde los misioneros alemanes actuaban desde 1842. A partir de 1883, el mercader Lüderitz firmaba
un tratado con un jefe local, izando inmediatamente la bandera alemana. Gran Bretaña protestó, pero Bismarck
envió un navío de guerra a Angra Pequeña y afirmaba que no podía seguir manteniendo su actitud conciliadora
hacia Gran Bretaña respecto a su política egipcia, si este país no se mostraba comprensivo hacia la expansión
colonial alemana. La política de Bismarck se había centrado hasta ese momento en la consecución de la unidad
alemana, lo que le había tenido apartado de África; e incluso había empujado a Francia hacia África para alejarla de
la «línea azul de los Vosgos», y a Gran Bretaña, para llevarla a complicaciones internacionales que la debilitaran.

En África oriental, Bargásh (1873), desconfiando de los británicos antiesclavistas, había propuesto a
Alemania el protectorado sobre sus posesiones; Berlín había declinado la oferta por decisión de Bismarck. Entonces
se vio obligado a acercarse a Gran Bretaña, pero de 1880 a 1885 el gobierno liberal de Gladstone no quiso tomar
ulteriores compromisos en África, prefiriendo reforzar solamente su posición autoritaria sobre el continente. Cuando
Bargásh se decidió y se alió con Tippu Tip, era ya demasiado tarde.

En noviembre de 1884, el alemán Karl Peters había desembarcado en secreto en la costa frente a Zanzíbar.
En tres semanas había coleccionado una docena de tratados y los había llevado a Berlín, donde, por otro lado,
Alemania no había dicho una sola palabra durante la Conferencia en esa ciudad, a fin de no provocar oposiciones.
Casi inmediatamente después, Guillermo I anunciaba que tomaba bajo su protección las zonas reconocidas por
Peters, y se publicaban los tratados secretos. Bargásh trató de resistir y llamó a sus amigos británicos; pero éstos se
hallaban demasiado ocupados en Sudán, y cuando dos destructores alemanes llegaron a Zanzíbar, aconsejaron a
Bargásh que cediera. Este fue el comienzo del Tanganyika alemán. Los alemanes, que habían llegado tarde al
reparto de África, parecían dotados, aún así, de un apetito formidable. De un salto inaudito, se lanzaron hacia el
interior de África. Gran Bretaña se preguntaba si estaban a punto de ocupar todo el este africano, y por fin se
decidió a ocupar también algunos enclaves para limitar la expansión germánica. Pero Emín Pashá era alemán. Y si
una expedición alemana llegaba a sacarlo de los problemas provocados por un eventual intento mahdista, el hecho
podía ser el principio de la extensión del dominio alemán hasta el Nilo. Gran número de británicos se percataron de
ello, e intentaron convencer al gobierno de que se adelantase a los alemanes. Salisbury se negó, temiendo otro
«asunto Gordon». Y fue la iniciativa privada la que se encargó de enviar a Stanley en busca de Emín Pashá. Mientras
tanto, una compañía británica fundada en 1887 obtenía con grandes dificultades el estatuto de compañía de carta,
pues Gran Bretaña, que se había acercado en este momento a Alemania a través de la Triple Alianza, quedaba
comprometida firmemente en Egipto, y no deseaba que una potencia extranjera pusiese pie en las fuentes del Nilo.
De ahí la importancia renovada de los reinos interlacustres como Buganda y otros. Ya en 1888, la Compañía
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Germánica del África Oriental se veía obligada a hacer frente al levantamiento general de la costa, y hubo de entregar
sus derechos al gobierno alemán. Las dificultades alemanas facilitaban el progreso colonial británico. Efectivamente,
cuando se reunió la Convención de 1886, que determinó las zonas de influencia alemana, británica y zanzibarita, no se
había hecho mención de Uganda. Pero el dinámico doctor Peters conseguía obtener del Kabaka Mwanga la firma de
un tratado de protectorado. Cogida por sorpresa, Gran Bretaña pudo cambiar la isla de Heligoland, en el mar del Norte
por Uganda, que fue cedida seguidamente a la Compañía británica, antes de revertir al gobierno en 1894. Entre tanto,
Leopoldo II ponía sus manos en algunos de los reinos interlacustres, cómo Rwanda y Burundi.

Lugard, a quien se había encomendado la conquista de la región de los lagos, halló en ella a misioneros
protestantes y católicos, ocupados en sus guerras internas. El joven Mwanga, que había vuelto a cobijarse bajo el
ala de los sacerdotes de la religión local, lanzó persecuciones contra los jóvenes que el apostolado del padre Lourdel
y de los anglicanos había conseguido convertir al cristianismo, incluso en la propia corte real. Charles Lwanga y sus
compañeros se negaron a abandonar su nueva fe y fueron quemados vivos. Así, se constituyeron verdaderas milicias
alrededor de los partidos musulmanes, católicos (wafranceza) y protestantes (waingleza). Estallaron guerras de
religión, y Lugard tomó partido, sin dudarlo, por los misioneros protestantes.

Hacia el norte, la reconquista del Sudán, después de los cambios de perspectiva del gobierno de Salisbury,
terminaba con la toma de Omdurmán por Kitchener. En este momento cabía preguntarse si Gran Bretaña deseaba
acaso llevar a cabo el sueño de Cecil Rhodes, es decir, extender el poderío británico de El Cabo a El Cairo, materializándolo
por medio de un ferrocarril. En efecto, en 1894, Gran Bretaña firmó un tratado con el rey Leopoldo II, según el cual
este último cedía a los británicos una faja de territorio congoleño entre Rhodesia y Uganda. Así, Gran Bretaña
podría dominar sobre un imperio gigantesco sin solución de continuidad, de Egipto a El Cabo. Pero Francia y Alemania
protestaron y amenazaron con reconsiderar la propia conquista de Egipto por Gran Bretaña, en un congreso internacional.
Los británicos hubieron de ceder.

Entre tanto, Francia, que en 1894 había ocupado Tombuktu ‐gracias al comandante Joffre‐, obtenía la
unión entre Argelia y el resto de sus posesiones, por medio de su implantación metódica en el desierto del Sahara,
llevada a cabo por Laperrine y por Gouraud. París organizó, asimismo, la misión Marchand que, desde el Congo,
tenía que alcanzar el Nilo, y a través de Etiopía, país amigo, realizar la unión oeste‐este de Dakar a Dchibuti. El
proyecto estuvo a punto de ser un éxito: Marchand partió del Congo y hubo de atravesar territorios extremadamente
peligrosos, como el Bahr al‐Ghazal; éste era el país del barro y de los juncales espesos, y pasar a través de ellos
significaba literalmente ir abriendo un paso, al mismo tiempo que era necesario defenderse de los dueños de los
fangales, los cocodrilos, molestos por la presencia humana. En ocasiones sólo se avanzaban cuatro kilómetros al
día. La columna volante de Mangin hizo maravillas. Se franquearon así cuatro mil kilómetros, y Marchand izó la
bandera francesa en la ciudad de Fashoda, a orillas del Nilo (1898). Había sido un éxito, deportivo y patriótico a un
tiempo. Kitchener, que había llegado de Omdurmán poco después de la hazaña, dijo a Marchand: «Señor, le felicito
por su éxito.» Entonces Marchand, indicando a los tiradores negros que rendían honores, exclamó: «No he sido yo,
sino ellos quienes lo han conseguido.»4. Pero después de los cumplidos hubieron de tratarse los intereses. Kitchener
pidió a los franceses que se retiraran; Marchand, aún disponiendo de fuerzas muy inferiores, rehusó hasta recibir
directrices de su gobierno. Los ánimos se caldearon en ambos países. El entonces ministro francés de Asuntos
Exteriores, Delcassé, intentaba establecer la «entente cordiale», con Gran Bretaña, por lo que prefirió sacrificar el
Nilo; Marchand recibió la orden de abandonar la región. En cambio, Gran Bretaña reconocía a Francia una zona de
influencia exclusiva en los territorios de África del Norte situados al occidente del Nilo: era «la arena apropiada para
que escarbase el gallo francés». De este modo, hacia 1900, excluidas Etiopía, Liberia y Marruecos (este país sólo
hasta 1912), toda África se había convertido en propiedad de los Estados europeos. Y el imperialismo caía sobre

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Cf. Doctor Émily: Fachoda. Mission Marchand, 1896-1899. Hachette, París, 1936.
sabanas, bosques y desiertos como una lámina de plomo. El mapa de África, por su lado, se transformaba en traje
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de Arlequín, que proyectaba sobre el Continente Negro los variados colores y la sombra de los nuevos dueños.

El continente africano no era el único sometido a la rapiña europea: cada porción del globo que se había
quedado rezagada con respecto a Europa en la producción masiva de bienes, incluidos los armamentos, se encofraba
en el mismo caso. Se trataba de un proceso histórico que evidenciaba el avance tecnológico alcanzado por los
europeos, en parte debido a la propia inventiva, pero en gran parte debido a la extraordinaria acumulación de
riqueza arrebatada a América, a Asia, a África ‐sobre todo a esta última, que había perdido uno de los más valiosos
capitales, el humano‐. Bolívar y los criollos de América Latina, siguiendo el camino de los blancos de América del
Norte, arrancaron su independencia a España y a Portugal.

En efecto, estas dos potencias se habían limitado a vivir de sus colonias y a consumir, sin transformar la
estructura preindustrial de su economía. Ambas potencias se habían convertido en meras zonas de tránsito para las
riquezas exóticas que recibían: oro, plata, especias, marfil, etc., que eran enviadas a Francia y a otros lugares para
pagar los productos manufacturados que ni España ni Portugal producían. Pero la América Latina liberada no va a
seguir el camino de la América del Norte, es decir, el desarrollo industrial, en parte por razones geográfico‐
climáticas y financieras, pero también porque no había conseguida mantenerte unida y había caído en la inestabili‐
dad derivada de guerras civiles y de pronunciamientos. En cuanto a Asia, exceptuado el Japón, que conseguirá
salvar su independencia, asimilando con brío la tecnología europea moderna, todos sus países caerán bajo los
tratados desiguales y la partición política entre los Estados europeos. China, cuna, por otro lado, de algunos de los
más importantes descubrimientos técnicos que habían ayudado a fortalecer Europa, no escapará a la dominación
de los blancos. Así pues, el imperialismo europeo se convertía en un fenómeno planetario. África era sólo un
objetivo entre otros. Pero en ningún otro el reinado de Europa va a ser tan totalitario como en este continente.

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