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MOISÉS

(Salvado de las aguas).

El gran líder del pueblo israelita era hijo de •Amram y •Jocabed, de la tribu de •Leví (Éx. 6:20;
Nm. 26:59). •Aarón y •María eran hermanos mayores de M. (Éx. 2:1; 6:16–20). En el momento de
su nacimiento se estaba ejecutando la orden de •Faraón para controlar la población israelita
(“Echad al río a todo hijo que nazca, y a toda hija preservad la vida” [Éx. 1:22]). Pero la madre de
M. pudo esconderlo por unos tres meses y al no poder guardar el secreto por más tiempo “tomó
una arquilla de juncos y la calafateó con asfalto y brea”. En ella colocó al niño y lo expuso “en un
carrizal a la orilla del río” (Éx. 2:3). La hija de Faraón lo encontró y decidió criarlo como hijo suyo.
Una hermana de M., que presenció la escena, le propuso a la princesa buscarle una nodriza. Al ser
aceptada su oferta buscó a Jocabed, la madre del niño, que vino así a criarlo.

M. “fue enseñado ... en toda la sabiduría de los egipcios; y era poderoso en sus palabras y
obras” (Hch. 7:22). Llegó a pensar “que sus hermanos comprendían que Dios les daría libertad por
mano suya” (Hch. 7:25). Eso le llevó a matar a un egipcio que abusaba de un hebreo. Y al otro día,
cuando quiso mediar entre dos hebreos que disputaban, se dio cuenta de que el crimen que había
cometido era ya cosa pública, por lo cual tuvo que huir de Egipto. Fue a •Madián, donde conoció a
•Jetro y casó con •Séfora, hija de éste, y se dedicó a cuidar los rebaños de su suegro. Tuvo dos
hijos: •Gersón y •Eliezer (Éx. 2:22; 18:3–4).

Su vida cambió cuando tuvo un encuentro personal con Dios, quien se le apareció en la
•teofanía de la zarza ardiendo. Enviado a liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto a pesar de
sus excusas, Dios le dio una señal que le serviría para autenticar su misión frente a los ancianos
de Israel. Así, viajó a Egipto, fue recibido por Aarón su hermano y habló al pueblo israelita, que
creyó en él (Éx. 3:1–22; 4:1–31).

Tal como Dios le había pronosticado a M., Faraón se negó a dejar ir al pueblo, por lo cual se
produjeron las diez •plagas de Egipto. Tras la última de ellas, la muerte de los primogénitos,
concomitante con la celebración de la •Pascua, el pueblo logró finalmente salir, llevando consigo
plata y oro que pidieron a los egipcios (Éx. 5 al 12). Faraón se arrepintió luego y persiguió con su
ejército a los israelitas, pero Dios hizo el milagro de abrir el •mar Rojo de manera que ellos pasaran
en seco; y cuando los egipcios intentaron hacer lo mismo murieron por las aguas que volvieron a
su curso (Éx. 13 al 15).

A partir de ese momento comienza la peregrinación por el desierto, cosa planeada por Dios,
que quería entrenar al pueblo en su nueva relación con él. Durante todo ese período, conocido con
el nombre del éxodo, M. tuvo que ir sufriendo los problemas de la incredulidad del pueblo y, al
mismo tiempo, confirmando su liderazgo sobre él. Continuamente habían quejas de diversa
naturaleza. La primera fue por la falta de agua en •Mara, donde Dios mostró un árbol que M. echó
sobre unas aguas amargas que habían encontrado, endulzándolas así y pudiendo el pueblo beber
(Éx. 15:22–27). Luego “toda la congregación ... murmuró contra M. y Aarón en el desierto” (Éx.
16:2). Esta vez era por la falta de comida. Dios contestó dándoles el •maná. Cuando siguieron por
el desierto hasta •Horeb, volvieron a quejarse por la falta de agua. Dios ordenó a M. que golpeara
una peña, y de allí surgió un manantial que resolvió el problema.

De pronto el pueblo se vio atacado por los amalecitas. M. subió a un monte desde el cual se
dominaba el espectáculo de la batalla. Tenía en su mano su vara, la cual alzó. Aarón y •Hur
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tuvieron que ayudarle para mantener en alto esa vara, pues cuando eso sucedía, Israel prevalecía,
hasta que por fin ganó la batalla (Éx. 17:8–16). Después de esto, M. recibió la visita de su suegro
•Jetro, mediante cuyos consejos se formó una estructura judicial que permitía que sólo los casos
más importantes fueran traídos a M. (Éx. 18:1–27). Cuando llegaron al •monte Sinaí, Dios dio a M.
sus leyes, especialmente los •Diez Mandamientos.

La experiencia de Sinaí fue extraordinaria. Mientras por un lado el monte humeaba y se cubría
de “estruendos ... relámpagos ... sonido de la bocina”, etcétera, M. disfrutó de una especial
comunicación con Dios. Luego subieron también con él Aarón y sus hijos, así como setenta
ancianos de Israel “y vieron al Dios de Israel.... y comieron y bebieron” (Éx. 24:9–11). Finalmente
M. subió solo “y entró ... en medio de la nube y estuvo ... cuarenta días y cuarenta noches” (Éx.
24:15–18). Entre las leyes y estatutos que Dios dio a M. estaba la orden de construir el
•tabernáculo y las vestiduras sacerdotales, cuyos detalles aparecen descritos en Éx. 25 al 31.

Sin embargo, al descender del monte, M. encontró el espectáculo de que el pueblo se había
dado a la idolatría, construyendo un •becerro de oro. Indignado, rompió las piedras que contenían
los Diez Mandamientos, destruyó el ídolo, e intercedió en favor del pueblo para que Dios no lo
consumiera (Éx. 32). A pesar de eso, construyó lo que llamó “el tabernáculo de Reunión” y lo puso
fuera del campamento (Éx. 35 al 40). “Y hablaba Jehová a M. cara a cara, como habla cualquiera a
su compañero” (Éx. 33:1–11). Su rostro brillaba intensamente después de esas experiencias. El
apóstol •Pablo explica que el velo que M. puso sobre su cara cuando ésta le brillaba lo que hacía
era indicar la transitoriedad de aquella gloria (“... la cual había de perecer” [2 Co. 3:7]). Luego M.
subió de nuevo al monte, donde tuvo otra experiencia especial con Dios y bajó trayendo dos
nuevas tablas de piedra con los Diez Mandamientos.

La organización del pueblo fue comenzada en Sinaí. M. llevó a cabo un censo y puso líderes
sobre las tribus, indicando el orden en que marcharían por el desierto y la forma en que
acamparían. Las ordenanzas acerca de todos los ritos y sacrificios que se realizaban en la
adoración en el •tabernáculo vinieron acompañados de una serie de estatutos y leyes que hoy
llamaríamos de carácter religioso, civil, penal, sanitario, etcétera, que representaban una
verdadera revolución para la época. A pesar de estos privilegiados hechos, el pueblo continuaba
quejándose a cada rato, por distintas razones. Una de ellas fue que “la gente extranjera que se
mezcló con ellos tuvo un vivo deseo” de comer carne. Y se acordaban de “los pepinos, los
melones, los puerros, las cebollas y los ajos” que comían en Egipto, diciendo estar cansados del
maná (“... pues nada sino este maná ven nuestros ojos” [Nm. 11:1–6]). M. habló con Dios en un
estado casi de desesperación (“No puedo yo solo soportar a todo este pueblo” [Nm. 11:14]). La
respuesta fue el envío de millones de •codornices. Dios también envió su Espíritu sobre los
principales barones del pueblo, que profetizaron. •Josué, que era el ayudante de M. no vio con
buenos ojos ese hecho, pero el siervo de Dios le dijo que no debía sentir celos (“Ojalá todo el
pueblo de Dios fuese profeta” [Nm. 11:29]). Después de esta crisis vino otra, cuando “María y
Aarón hablaron contra M. a causa de la mujer cusita que había tomado” (Nm. 12:1). En realidad,
era una lucha por el liderazgo (“¿Solamente por M. ha hablado Jehová? ¿No ha hablado también
por nosotros?” [Nm. 12:2]). Dios castigó a María con lepra, que sólo sanó por la intercesión de M.

A estas alturas, M. envió espías a reconocer la tierra. Al regreso, el informe de éstos fue
contradictorio. Sólo Josué y •Caleb recomendaron que entraran en •Canaán, pero los otros diez
espías decían lo contrario. “Entonces toda la congregación gritó, y dio voces; y el pueblo lloró
aquella noche” (Nm. 14:1). Por la intercesión de M. Dios perdonó al pueblo, pero decidió no
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permitir que entraran en Canaán los que habían sido incrédulos (“... no verán la tierra de la cual
juré a sus padres” [Nm. 14:23]). Otra rebelión se presentó después cuando •Coré, •Datán y Abiram
intentaron desconocer la autoridad de M. y Aarón, y terminó el asunto con un juicio terrible de Dios,
en el cual los rebeldes fueron tragados vivos por la tierra (Nm. 16:1–50).

A pesar de todos los precedentes, en otra ocasión el pueblo volvió a quejarse por la falta de
agua, esta vez en el desierto de •Zin. Dios ordenó a M. que hablara a una peña, pero éste perdió la
paciencia y en vez de hablar, lo que hizo fue que “golpeó la peña con su vara dos veces” (Nm.
20:11). Salieron aguas de la peña, pero Dios consideró que M. y Aarón no habían obedecido sus
instrucciones, por lo cual les dijo que no entrarían en la Tierra Prometida. Es triste recordar que la
Biblia misma da testimonio de que “aquel varón M. era muy manso, más que todos los hombres
que había sobre la tierra” (Nm. 12:3). Y, sin embargo, perdió la paciencia y, por ello, un gran
privilegio. Otro momento difícil fue cuando al rodear la tierra de •Edom el pueblo “se desanimó por
el camino”. Dios envió una plaga de “serpientes ardientes”. Pero ante la intercesión de M. ordenó a
éste que hiciera una serpiente de metal. Todo aquel que al ser mordido miraba a la serpiente de
metal que estaba sobre un asta, era sanado (Nm. 21:4–9; Jn. 3:14–15).

M. dirigió a su pueblo en diversas luchas contra naciones que se opusieron al avance de Israel.
Entre ellos el rey cananeo de •Arad (Nm. 21:1–3), •Sehón, rey amorreo, •Og, rey de Basán y varios
reyes madianitas (Nm. 21:21–35; 31:1–8). Tuvo que hacer frente también a la astucia de •Balaam,
cuando “el pueblo empezó a fornicar con las hijas de Moab” (Nm. 25:1). Un segundo censo fue
hecho por M. y •Eleazar, hijo de Aarón (Nm. 26:1–65). M. aceptó el deseo de las tribus de •Rubén
y •Gad para ocupar la Transjordania (Nm. 32:1–42).

Cuando Dios decidió que había llegado la hora para la muerte de Moisés, le dio órdenes a éste
para que invistiera a Josué como su sucesor (Nm. 27:18–23). También dijo a M. que subiese a la
cumbre del monte •Abarim, para que desde allí viera la Tierra Prometida antes de morir (Dt. 32:48–
52). Tras bendecir al pueblo de Israel, M. murió. Dios mismo buscó un lugar secreto donde
enterrarlo (Dt. 34:6).

En el NT, M. es citado frecuentemente. Los israelitas decían que trataban de vivir de acuerdo a
“la ley de M.” Por lo cual son frecuentes las frases “lo que ordenó M.” o “lo que mandó M.” (Mt. 8:4;
19:7; Mr. 1:44; 7:10; Lc. 2:22; Jn. 8:5). El mismo Señor Jesús expuso en sus sermones el
verdadero sentido de lo que M. había enseñado y ordenó que se cumpliera lo dicho por él (Mt.
23:2–3), diciendo: “... si creyéreis a M., me creerías a mí, porque de mí escribió él. Pero si no
creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?” (Jn. 5:46–47). De manera que el Señor
traza la pauta de interpretación de todo lo que se expresa en el •Pentateuco. Así lo repitió cuando,
tras resucitar, explicó a los discípulos de •Emaús, “comenzando desde M., y siguiendo por todos
los profetas ... lo que de él decían” (Lc. 24:27). El autor de •Hebreos hizo una comparación entre el
ministerio de M. y el de Cristo, probando que el de este último es muchísimo mejor (“Porque de
tanto mayor gloria que M. es estimado digno éste...” [He. 3:3]). De manera especial, el mismo autor
enfatiza que las grandes obras realizadas por M. surgieron por causa de su fe (“Por la fe M....” [He.
11:23–29]).
Lockward, A. (2003). Nuevo diccionario de la Biblia. (717). Miami: Editorial Unilit.

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