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Jean Dubuffet

Cultura asfixiante

Título del original francés: Asphyxiante Culture

Traducción: Juana Bignozzi

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El adoctrinamiento ha llegado hoy a tal punto, que es raro encontrar una persona que confiese que
le interesa poco una tragedia de Racine o un cuadro de Rafael. Tanto entre los intelectuales como
entre los demás. Es notable que sea más bien entre los demás, –los que no han leído nunca un verso
de Racine ni visto un cuadro de Rafael, donde se encuentren los defensores más militantes de esos
valores míticos. Los intelectuales en algunos casos estarían más dispuestos a cuestionarlos, pero no
se animan, temerosos de que su autoridad no pueda mantenerse una vez caído el prestigio de los mi-
tos. Se convierten en impostores, y para disimulárselo, trampean con ellos mismos y tratan de per-
suadirse de que se emocionan mucho frente a tales obras clásicas anticuadas a las que sin embargo
manejan poco. Esforzándose en eso llegan finalmente mal o bien a sentir emoción –o a persuadirse
de que la sienten.

En materia de mobiliario recurrir a las modas antiguas se considera de buen gusto. Los burgueses
de provincia se enorgullecen de sus sillones Luis XIV, Luis XV, Luis XVI. Se perfeccionan en dis-
tinguirlos unos de otros, lanzando fuertes gritos cuando la seda del respaldo no es de época; están
convencidos de que con eso se muestran como artistas. Saben reconocer ventanas con ojivas, el góti-
co tardío y el comienzo del renacimiento. Están persuadidos de que ese noble saber legitima la pre-
servación de su casta. Se dedican a convencer a sus vasallos, a persuadirlos de la necesidad de salva -
guardar al arte, es decir, a los sillones, es decir, a los burgueses que saben qué seda conviene para ta -
pizar el respaldo.
En Inglaterra fue instituido el primer ministerio de Información durante la guerra en un momento
en el que se creyó útil falsear la información. Ya no hay información desde que todos los estados
han seguido el ejemplo. El primer ministerio de cultura ha sido instituido en Francia hace unos años
y tendrá y tiene ya el mismo efecto, que es el que se desea, de sustituir la libre cultura por un sucedá-
neo falsificado, que actuará como los antibióticos, cubriendo todo sin dejar la menor parte para que
otro pueda prosperar.

La palabra cultura se emplea en dos sentidos diferentes, ya se trate del conocimiento de las obras
del pasado (no olvidemos nunca por otra parte que esta noción de obras del pasado es totalmente ilu -
soria; lo que ha sido preservado representa una mínima selección específica basada en movimientos
que han prevalecido en el espíritu de los círculos) o bien, más en general, de la actividad del pensa -
miento y de la creación artística. Este equívoco de la palabra ha sido usado para persuadir al público
de que el conocimiento de las obras del pasado (al menos de las que han retenido los círculos) y la
actividad creadora del pensamiento son una sola y misma cosa.

Los intelectuales se reclutan en las filas de la casta dominante o entre los que aspiran a insertarse
en ella. El intelectual, el artista, toma en efecto un título que lo iguala con los miembros de la casta
dominante. Molière come con el rey. El artista es invitado por las duquesas como el abate. Yo me
pregunto en qué desastrosa proporción disminuiría el número de artistas, si esta prerrogativa se su-
primiera. Sólo hay que ver el cuidado que los artistas ponen (con sus disfraces en la ropa y sus com -
portamientos particularizantes) para hacerse conocer como tales y diferenciarse de la gente común.
Igual que la casta burguesa trata de convencerse y convencer a los otros de que su pretendida cul-
tura (los oropeles que adorna con ese nombre) legitima su preservación, el mundo occidental legiti -
ma también sus apetitos imperialistas con la urgencia de hacer conocer Shakespeare y Molière a los
negros.

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La cultura tiende a tomar el lugar que perteneció antes a la religión. Como ésta, tiene ahora sus
sacerdotes, sus profetas, sus santos, sus colegios y sus dignatarios. El conquistador que va a ser con-
sagrado ya no se presenta al pueblo flanqueado por el obispo sino por el premio Nobel. El señor pre-
varicador para que lo absuelvan ya no funda una abadía sino un museo. Es en nombre de la cultura
que ahora se hacen las movilizaciones, se predican las cruzadas. A ella, ahora, el papel de “opio del
pueblo”.
Sin duda, es a causa de que el mito de la cultura está tan acreditado, que sobrevive a las revolucio-
nes. Los estados revolucionarios, de los que hubiéramos esperado que denunciaran ese mito, tan ínti-
mamente ligado a la casta burguesa y al imperialismo occidental, por el contrario, lo conservan y lo
utilizan a su favor. Sin razón, pareciera, ya que no dejará de atraer tarde o temprano a la casta bur -
guesa occidental que la ha forjado. Sólo nos liberaremos de la casta burguesa occidental desenmas -
carando y desmitificando su pretendida cultura. Ésta es en todas partes su arma y su caballo de Tro-
ya.

La forma de la iglesia de antes, tan bien jerarquizada, es la que cree dar a la cultura el dirigismo es -
tatal: en pirámide, bien estructurada, vertical. Por el contrario, es en forma de proliferación horizon-
tal, en ensanche infinitamente diversificado, como el pensamiento creador tomaría fuerza y salud.
No hay peor obstáculo a esta proliferación que los prestigios de algunos comediantes llevados al ran-
go de grandes dignatarios y con los cuales se golpea el oído del público para convencerlo de sus mé -
ritos. Ninguna tarea más esterilizante que ésta, más adecuada para separar al hombre común de pen-
sar por sí mismo y hacerle perder toda confianza en sus propias capacidades. Para que sienta asco
del arte, del que se hará la idea de que sólo es una impostura al servicio del dirigismo estatal, dicho
de otra manera, la policía.

Yo soy individualista, es decir, que considero que mi papel de individuo es el de oponerme a toda
compulsión ocasionada por los intereses del bien social. Los intereses del individuo son opuestos a
los del bien social. Queriendo servir los dos a la vez sólo se desemboca en la hipocresía y en la con-
fusión. Que el Estado vele por el bien social, yo debo velar por el del individuo. Al Estado sólo le
conozco una cara: la de la policía. Todos los departamentos de los ministerios de Estado a mis ojos
tienen un solo rostro y sólo puedo figurarme el ministerio de cultura como la policía de la cultura,
con su prefecto y sus comisarios. Figura que me es extremadamente hostil y repugnante.

Creo que es saludable para una comunidad que los individuos que la forman se empeñen en hacer
prevalecer la máxima individual sobre la máxima social y que la oposición entre el bien individual y
el bien social sea sentida y preservada. Porque si los individuos condescienden con la máxima so-
cial, se empiezan a apasionar con el bien social más que con el propio, no habrá más individuos y en
consecuencia, tampoco colectividad, sino exangüe. El capricho, la independencia, la rebelión, que se
oponen al orden social, son además necesarios para la salud de un grupo étnico. Por el número de
sus contraventores se mide su buena salud. Nada hay más esclerosante que el espíritu de deferencia.

Conferir a la producción de arte un carácter socialmente meritorio, hacer de ella una función social
honrosa, falsifica gravemente el sentido ya que la producción de arte es una función natural y fuerte -
mente individual, y en consecuencia totalmente antagónica a toda función social. Sólo puede ser una
función antisocial, o al menos, asocial.

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Es necesario señalar que en 1900 el individualismo era muy alabado. Era el tiempo de las pueriles
excentricidades del conde de Montesquiou, de las ingeniosidades altaneras del boulevard, que refle-
jaban el gusto de la época por lo que se llamaba entonces lo “original”, lo “excéntrico”; esos térmi-
nos indicaban, en suma, lo indócil, lo independiente, lo libertario. En todos los niveles sociales flore-
cía esta actitud, y era la que reinaba entre los intelectuales y los artistas y provocaba el espíritu de in -
novación del que hizo gala esta época en la creación. Ese carácter individualista desde entonces no
ha cesado de volver para dar lugar en todos los dominios a un consenso basado en la desaparición
del libre capricho individual en beneficio del bien social.

La colectividad es ahora de un consentimiento casi unánime dado por los dueños del pensamiento,
por los profesores. La idea es que los profesores a los cuales durante tanto tiempo les fue concedido
el cargo de examinar las producciones de arte del pasado, están por eso mejor informados que los
otros sobre qué es el arte y qué debe quedar. Ahora bien, la esencia de la creación de arte es la nova -
ción, por lo que un profesor será tanto menos conveniente cuanto más tiempo haya mamado la leche
de las obras del pasado. Sería interesante comparar el número de profesores, en la actual actividad li -
teraria, en la prensa, en los puestos ligados a la difusión y a la publicidad de las letras y las artes, con
el de hace treinta años. Los profesores que han tomado ahora tanta autoridad, entonces casi no eran
considerados.
Los profesores son escolares demorados, escolares que al terminar su época escolar, salieron de la
escuela por una puerta para volver a entrar por la otra, como los militares que se reenganchan. Son
escolares que en lugar de aspirar a una actividad adulta, es decir, creadora, se aferran a la posición
de escolar, es decir, pasivamente receptora con cara de borrador. El espíritu creador se opone tanto
como sea posible a la posición del profesor. Hay más parentesco entre la creación artística (o litera -
ria) y todas las otras formas cualesquiera de la creación (en los dominios más comunes, del comer -
cio, artesanado, o en cualquier trabajo manual u otro) que el que existe entre la creación y la actitud
pura mente homologadora del profesor, que por definición es aquél que no está animado por ningún
gusto creador y debe alabar indiferentemente todo lo que, en los largos desarrollos del pasado, ha
prevalecido. El profesor es el recopilador, el homologador y el confirmador del prevalecer, donde y
cuando ese prevalecer haya existido. Los arquitectos del renacimiento despreciaban el gótico y los
del Art Nouveau despreciaban a los del renacimiento; pero el profesor celebra a la vez en su infla -
mado discurso a unos y a otros porque es el maravillarse con lo que prevalece, el apresuramiento por
aplaudir el prevalecer donde se manifieste, lo que inflama el corazón del profesor.
Es natural de la cultura proyectar una viva luz sobre ciertas producciones, drenar la luz en benefi-
cio de ellas sin preocuparse por eso por hundir el resto en la oscuridad. Por este hecho mueren asfi-
xiadas (porque la creación se mantiene al recibir un poco de luz y se apaga cuando se la priva) todas
las veleidades que no salen de esas producciones privilegiadas. Sólo pueden vivir los imitadores, co-
mentaristas, explotadores y escoliastas. El número de las producciones beneficiadas con esta luz que
dispensa la cultura es forzosamente restringido aunque las veleidades sean innumerables, serían in-
numerables al menos, si la cultura no les impidiera recibir alguna luz. Es por eso que la cultura, con-
trariamente a lo que se cree, es restrictiva, limitadora del campo, generadora de noche. Lo que le fal -
ta a la cultura es el gusto por la germinación anónima innumerable. La cultura se apasiona por cen -
sar y medir; lo innumerable la desorienta, la incomoda; sus esfuerzos se dirigen por el contrario a
restringir en todos los terrenos el número, a contar con los dedos de una mano. La cultura es esen -
cialmente eliminadora y por lo tanto empobrecedora.
Una notable señal del acrecentamiento actual de lo social y del deterioro de lo individual está dado
por el interés que ponen los escritores en la política, la legislación, llevando la boleta de voto en el
bolsillo en el que los de 1900 llevaban su bomba (o su pipa). Apelan a las prescripciones de las le -
yes; los de antes sólo aspiraban a sustraerse a ellas.

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El hombre de cultura está tan alejado del artista como el historiador del hombre de acción.

De una cosa a la otra hay un lazo que es, de grado en grado, de encadenamiento progresivo; de ma-
nera que se puede, según el espíritu sea más o menos análogo, o por el contrario diferente, declarar
las dos cosas idénticas, o declararlas opuestas. Es propio del pensamiento abarcar las cosas sólo por
fragmentos y dividir los largos hilos en sectores, que constituyen los conceptos. Hay que señalar que
la escala de elección varía sin cesar, dividiendo el pensamiento (el hilo) según la operación que se
proponga, ya en sectores largos como kilómetros, ya en pequeños como centímetros. Y según la es -
cala adoptada se obtienen conceptos más o menos amplios, pedazos de homogeneidad más o menos
largos. Cambiada la escala las nociones que parecían próximas y más o menos identificables unas
con otras toman por el contrario aspecto de nociones opuestas y es motivo constante de desentendi-
miento en el diálogo, al descuidar los interlocutores el ponerse de acuerdo previamente sobre la es-
cala adoptada para cortar el hilo, y haciendo variar por otra parte esta escala en el curso de la discu-
sión.

El profesionalismo no consiste únicamente en actividad principal y permanente. Las señoritas nin -


fómanas no son por eso las profesionales del amor. Es necesario para que lo sean que esta actividad
se transforme para ellas en moneda de cambio, es decir, que el amor deje de ser un fin en sí y sea
ejercido con miras a cambiarlo por otro bien, considerado más precioso. Puede que el ejercicio del
amor aporte subsidiariamente a una señorita ventajas de otros órdenes que no se había propuesto; en
ese caso no es una profesional. Puede también que se proponga deliberadamente una ventaja que sea
para ella moneda de cambio que utilizará para alimentar su ninfomanía, la venalidad interviene en-
tonces para servir a la multiplicación y al aumento de la posición pasional, como en el artista que
vende sus cuadros para comprar colores. Hay entonces una imbricación del profesionalismo en lo
pasional que podría intentar asimilar el uno al otro. Y sin embargo sería falsear gravemente el senti-
do real de las cosas; sería hacer una confusión muy ilegítima entre cantidades en apariencia simila -
res, pero que resultan en sus orígenes operaciones que proceden de signos opuestos, como quien de-
clara idénticas una botella semillena y una semivacía. La botella semillena pertenece a la serie de
botellas llenas y la semivacía a la serie contraria.

Es necesario tener cuidado con las cantidades. Un poco de tomillo en el guiso de conejo realza el
gusto, demasiado tomillo lo hace incomible. En muchos casos un cambio de cantidad invierte el sig -
no, lleva la cosa a su sentido contrario. A menudo se pierde de vista que los conceptos que constitu-
yen el cuadro del pensamiento están en función de una cantidad dada; modificada ésta el concepto
propuesto da lugar a uno nuevo, de otro registro, de otra serie. Excesiva reserva hace una mojigata;
un poco de licencia hace un hombre amable; demasiada licencia hace un libertino. Un poco de infor -
mación, el encuentro fortuito de una producción de arte, alimentan sin duda el espíritu de creación.
Demasiada información, demasiado interés por las producciones de arte, lo esterilizan.

Una obra de arte, para provocar una fuerte adhesión, debe revestir el carácter de obra excepcional;
lo excepcional constituye el gran premio. Los que le rinden devoción se creen también excepciona -
les, es el carácter excepcional de su devoción a esa obra lo que alimenta esa devoción. Pero si en su
fervor convencen al público para que la comparta, y si lo consiguen, ¿qué sucede con ese carácter
excepcional? La rareza es lo que da valor a las cosas; éstas se deprecian a medida que se multiplican.
Quien encontrara el medio, para enriquecer al pueblo, de ofrecer a todas las muchachas una cruz de
esmeraldas, solamente lograría que las esmeraldas se desvalorizaran y que ninguna muchacha las

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quisiera.

Ingenua es la idea de que algunos pobres hechos y algunas pobres obras que se han conservado del
pasado son necesariamente lo mejor y lo más importante del pensamiento de esas épocas. Su consi -
deración proviene solamente de que un pequeño cenáculo las ha elegido y aplaudido eliminando to -
das las otras. Los celebrantes de la cultura no piensan lo suficiente en el gran número de humanos y
en el carácter innumerable de las producciones del pensamiento. No piensan lo suficiente en todas
las vías de expresión del pensamiento fuera del escribir, y sobre todo del bel écrire. Ingenuamente
convencidos de que no hay pensamiento que valga fuera del bel écrire, creen que recontando la bi-
blioteca, tienen en la mano la suma de todo lo que pudo ser pensado. Esta simplista aspiración, en
todos los dominios, al recuento integral, es típica de la gente de cultura; representa el mundo peque-
ño, simple, desmontable, catalogable. Esta elección de obras conservadas para siempre ha sido he-
cha, en todos los tiempos, por la gente de cultura y la gente de cultura de hoy está lejos de tener con-
ciencia del carácter especial, depurado de antemano, de esta selección. Tendrían que tener muy pre-
sente en su espíritu el pequeño número de personas que escriben libros en relación con el de las que
no los escriben y cuyos pensamientos, por este hecho, serían vanamente buscados en las fichas de
las bibliotecas. La idea del occidental, de que la cultura es un problema de libros, de pinturas y de
monumentos, es infantil; es probable que las naciones que han conocido los más altos grados cere -
brales sean las que no han dejado ninguna huella de ese tipo –y tal vez absolutamente ningún rastro–
y en las que el pensamiento no conocía otra vía de expresión que la oral.

Digamos que escribir, a causa de la adopción de una forma que implica, trae más que la expresión
oral (que ya también la trae) una pesadez, una trabazón del pensamiento, y en todo caso una inclina -
ción de éste a entrar en moldes tradicionales que lo alteran.
De esta manera las piezas que constituyen el material natural de la cultura –libros, pinturas, monu-
mentos– deben ser miradas en principio como resultantes de una elección especial hecha por la gente
de cultura de su tiempo, muy condicionadas por cierto, y luego entregándonos pensamientos altera -
dos, pensamientos que no son por otra parte sino los muy particulares de la gente de cultura, que
pertenece a una minúscula casta.
Abordar los vestigios del pensamiento de los tiempos pasados sin tener bien presente en la mente
lo que precede, y el sentimiento ilusorio en el que reside exhaustivamente la verdadera esencia de
esas épocas, conduce a una representación de éstas tan desnaturalizada como las reconstrucciones
históricas del Follies-Bergère.

Al pensar en esas naciones que sólo tuvieron cultura oral y que no nos han legado ningún rastro de
su pensamiento, pienso que puede ocurrir lo mismo con la nuestra. Porque no pueden llamarse obras
de una nación las que forman nuestro material escolar y que todas –escritos, pinturas, monumentos–
son la reproducción de una pandilla muy restringida –la casta señorial– y de un puñado de escribien-
tes pagados por ella.
Constituida por gente de espíritu frívolo y poco dada a las elaboraciones cerebrales, esta casta, a lo
largo de su historia no vio en la creación de arte sino materia de prestigio y signo del poderío here -
dado de los romanos sin pensar nunca que pudiera proveer algo más que adornos suntuosos, espectá-
culos de pompa, espiritualidad, beau parler, buenas maneras. Todo nuestro material escolar está he-
cho exclusivamente con esta harina. Es de señalar que todavía ahora la misma nostalgia por los fas -
tos romanos lleva hoy como antes a la clase poseedora a mantener la creación de arte en la misma
óptica y a servirse de ella con el fin de inspirar a los administrados un estupor aterrado al mismo
tiempo que el visón y los domésticos de librea.

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La casta poseedora, ayudada por sus escribientes (que sólo aspiran a servirla o a insertarse en ella,
alimentados por la cultura elaborada por ella para su gloria y devoción) no se equivoca en absoluto,
no nos engañemos, cuando abre sus castillos, sus museos, y sus bibliotecas, al pueblo, que toma a la
vez la idea de dedicarse a la creación. No son ni escritores ni artistas los que la clase poseedora cree
suscitar gracias a su propaganda cultural, sino lectores y admiradores. Muy por el contrario la propa-
ganda cultural se aplica a hacer notar a los administrados el abismo que los separa de esos prestigio -
sos tesoros cuya llave tiene la clase dirigente y la inutilidad de toda intención de hacer obra creativa
valedera fuera de los caminos por ella iluminados.

La idea que hoy se encuentra a menudo de que la cultura digiere todo, de que se apropia de las pro-
ducciones subversivas que de esta manera atrae y que después de eso se convierten en un nuevo es-
labón, esa idea, es falsa. No hay rastros de posición subversiva en las obras del pasado que constitu -
yen el material de la cultura. ¡O tan poco subversiva! que sólo permite a la cultura mostrársenos bajo
una luz acogedora; por nada las producciones con algo de verdaderamente subversivo siempre han
sido desacreditadas en forma total y no han recibido el menor lugar en la cultura. Al menos hasta ha -
ce poco. Ahora está algo perturbada, comprometida en un camino que podría a corto plazo llevarla a
su pérdida. Consciente de la devaluación de su actitud ridículamente conservadora (conservadora de
los fastos romanos) ha tomado el partido de renovarse, adornarse de eclecticismo, considerando más
hábil hacer de la innovación su aliada, seducirla y anexarla. De esta manera vernos a menudo gente
de cultura clamar por la común virtud (la similar virtud) de Poussin y de Cézanne, de Ingres y de
Mondrian. Pero en ese caso se trata de artistas renovadores pero aún tímidos, poco seguros de sí, dis-
puestos ellos mismos a invocar a Poussin y a Ingres. Que venga la hora de la verdadera subversión,
de la verdadera denuncia, la cultura no tendrá presa tan fácil.

Se da gran mérito al patriotismo, pero atención, ¿qué patriotismo? ¿Por esto entendemos el espíritu
de fraternización entre gente oriunda del mismo pueblo a la que unen los recuerdos comunes y de
comunes maneras como se encuentra en las comunidades que por otra parte son en general pequeñas
o poco deterioradas? No es ése el problema. Es un patriotismo despersonalizado, dirigido, un mito
colectivo de concurso cívico a la gloria y a la expansión de una bandera, del que se supone que ha -
cerla prevalecer en los campos de competición cada uno de los que de ella depende recibirá su parte
de las ventajas que se deduzcan. Se trata, en una palabra, de un patriotismo sublimado, ideico, en el
cual ya no se trata de amarse y ayudarse entre los compatriotas sino más bien de desgarrarse entre
ellos con odio para la mayor gloria de la mística bandera.
Un fenómeno parecido de despersonalización se manifiesta en la idea que reina de la cultura, la
que por otra parte está enfeudada de la de patriotismo abstracto definido más arriba. La intención es
un aparato de parada y de competencia. Nadie espera que al público le guste ese aparato y que lo use
familiarmente; por el contrario sería considerado como sacrílego e irreverente; se espera solamente
que le rinda homenaje, que lo trate como una divinidad incorpórea que el saludo de la nación cuide
de que no se ofenda.
La posición de reverencia es muy diferente a la de afecto, y hasta podemos decir que una excluye a
la otra.

La cultura, como dios simbólico, sólo pide a los ministros de su culto ceremonias votivas, asocia -
das como conviene a las ceremonias patrióticas: lo que el señor Malraux supera con grandes rebuz-
nos de Eurípides y Apeles, de Virgilio y Descartes, Delacroix, Chateaubriand y otros grandes faros
de su empíreo. Sus oraciones, con música de campanadas, tienen el mismo tono que las prédicas de

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Pascuas, y se necesitan para declamarlas las mismas caras que requiere el gran sacerdote. El acoso
de la actividad cerebral personal no tiene más participación en toda esta mascarada en su propio es-
píritu que en el de sus auditores, que no son tontos, y piensan que asistir a esta misa cada tanto es
cumplir con sus deberes por orden del ministerio de oficiantes intercesores y los libera de operar por
sí mismos.

Sin duda hay aún una confusión que es útil denunciar, es la del condicionamiento general impuesto
a todo hombre por los lugares y ambientes de su infancia con el condicionamiento propiamente cul -
tural. Por supuesto en principio existe la tentación, mirando muy rápido, de ver en uno la prolonga-
ción del otro, y ver en uno y en el otro uno solo y mismo. Es abusivo decir (como me ha ocurrido)
que no cagarse en la lengua es ya cultura, es entender abusivamente el sentido de la palabra cultura,
más allá de lo que se debe; es confundir nociones que deben ser distintas.
Pertenece al condicionamiento, como decir, étnico, cívico, pero el condicionamiento cultural es
otro que la escuela sola, enseguida se dedica a sobreañadirle. No cagarse en las lenguas no implica
en absoluto Shakespeare, Molière y Paul Claudel. Se empeñan, es verdad, en hacemos creer en esta
implicancia; es absolutamente falsa. Posiblemente es lo contrario; el condicionamiento cultural que
nos proponen –que nos imponen– es por muchos lados antinómico a nuestro condicionamiento étni -
co, o al menos extraño, tomado artificialmente. Es así como lo siente la gente cuya escolaridad fue
(tanto mejor para ellos) breve; siente la marca cultural –con toda razón– como un juego irrisorio que
de ninguna manera les concierne.
Nuestra cultura es esencialmente latina; es verdad que desde hace siglos no recurre ya a la lengua
de los romanos, pero sí a una lengua intermediaria que no es la del lenguaje común, y que la gente
de poca escolaridad siente extranjera. La conocen, la comprenden –más o menos– pero se niegan en
cuanto a ellos a utilizarla, salvo alguna vez en broma y para hacer reír.

La cultura, naturalmente, ha desconsiderado a la creación de arte. El público la mira como una ac -


tividad ridícula, pasatiempo de incapaces, inútil y ociosa y, por encima de eso, coloreada de impos-
tura. El que se dedica a ella es objeto de desprecio. Esto viene justamente de las formas que ésta to-
ma conservadas del pasado y reservadas a una sola casta; son extrañas a la vida corriente. La crea-
ción habla una lengua ritual, una lengua de iglesia. La mirada que el hombre de la calle pone sobre
el artista es casi la misma que pone sobre el cura. Tanto uno como el otro le parecen oficiantes de un
ceremonial totalmente despojado de aspecto práctico. Sólo habrá afición e interés del público por los
poetas y los artistas cuando éstos hablen la lengua vulgar, en lugar de su lengua pretendidamente
sagrada.
Si en lugar de poner en la cabeza de la gente común que las formas culturales usuales son las úni -
cas admisibles para la creación de arte, se les sugiriera que inventaran ellos mismos formas inéditas
y que convengan a lo que desean hacer, moldes que se presten a la naturaleza misma de su cosa, ve -
remos, creo, dedicarse a la creación a un gran número de gente. Son los moldes ofrecidos los que les
repugnan, moldes en los que por otra parte sólo se puede verter cierto tipo de contenido, que no es
en absoluto el de ellos. Por lo tanto renuncian. La cultura sobresale en impedir que salgan del huevo.

La cultura ha llevado las cosas al punto que el público tiene el sentimiento de que es necesario fal-
searse para el acto de la producción de arte.

Igual que las proclamas “patrióticas” de los coroneles en los cuarteles no intentan ni por un segun -
do convencer a los soldados para una participante iniciativa sino solamente convencerlos de integrar

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los estados mayores: los rangos de honor, es lo mismo, aceptar dócilmente los prestigios impuestos y
no, sobre todo, tomar parte activamente, creadoramente, en las floraciones del espíritu, es a lo que
tienden únicamente, al dirigirse al público, los funcionarios de la cultura.

La noción de prestigio tiene en la militancia cultural una parte desagradable. Una parte excesiva
por cierto en todo caso. La militancia cultural no reclama, para las obras que quiere imponer, afecto
sino reverencia.

Ya es tiempo de enfrentar no la significación precisa real de la palabra cultura –la de un conjunto


de obras consideradas ejemplares– sino la coloración particular que se da actualmente a esta palabra
y que ha logrado transformar no solamente la palabra sino la noción misma en el espíritu del públi-
co. La palabra no significa ya, en este momento, el conjunto de obras del pasado propuestas como
referencia, significa muy otra cosa. Está asociada a una militancia, a un adoctrinamiento. Está aso -
ciada a todo un aparato de intimidación y de presión. Moviliza el civismo, el patriotismo. Tiende a
fundar una especie de religión, de religión de estado. Da una gran parte a la publicidad al punto que
la publicidad –la más insípida, la más grosera– se encuentra ahora implicada en la producción de ar -
te en tal grado que se produce en el ánimo del público una recusación. Éste se encuentra invitado a
reverenciar no la creación de arte sino el prestigio publicitario del que se benefician ciertos artistas.
Ni piensa en informarse sobre las obras sino sobre los medios publicitarios que las mueven.

Aun los artistas –y no solamente el público– son modificados por la valorización de la publicidad
con la cual trabaja la propaganda cultural. Ellos también son llevados a subordinar no ya la publici -
dad a la naturaleza de la obra una vez hecha ésta, sino la obra misma, en el momento de hacerla, a la
publicidad a la que se prestará a dar lugar.
He aquí un típico ejemplo de pensamiento condicionado, fuertemente refractario a todo lo que lo
impresiona. Un profesor al que yo intentaba exponer que hay, que ha habido en todos los tiempos,
producciones extrañas a las que prevalecen en la cultura, pero que por ese hecho no han obtenido
ninguna mirada y en consecuencia no han sido conservadas ni han dejado ningún rastro, daba como
respuesta la más grande duda sobre esas obras que los expertos de su tiempo o de los tiempos si-
guientes habían considerado bien desechar, o al menos sobre la posibilidad de que esas obras hubie-
ran podido tener un valor igual, un valor comparable, al de las obras contemporáneas que prevalecie-
ron. Para apoyar su duda a ese respecto mencionaba que había visitado recientemente un museo en
Alemania en el cual han sido reunidas pinturas de la misma época en que los impresionistas –Monet,
Gauguin y otros– orientaban el arte por un nuevo camino, y debidas a pintores que al margen de esos
cambios, practicaban un arte que no los tenía en cuenta. Mi profesor decía que a pesar del espíritu de
objetividad con el que quería mirar los cuadros reunidos en ese museo, se vio constreñido a juzgar
que su valor no era comparable al de los pintores impresionistas, a los cuales los expertos culturales
habían pues legítimamente preferido.
En este razonamiento hay varios puntos sorprendentes. Uno de estos puntos es la idea de un valor
objetivo de un arte o de otro, de una objetividad para medir los valores respectivos.
Otro de los puntos es la ingenuidad en la cual el pensamiento, una vez condicionado por la homo -
logación cultural de ciertos valores considerados superiores a cualquier otro, comprueba después de
eso, persuadido de hacerlo objetivamente, que otros valores no los igualan, sin darse cuenta de que
haría con el mismo sentimiento de objetividad la comprobación inversa, si los expertos culturales
hubieran homologado los otros valores y entonces su condicionamiento funcionaría en el sentido
opuesto.

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Pero de lejos el punto más interesante del razonamiento de mi profesor, y en suma el primero en la
cuestión es que, comprendiendo que se habla de pinturas extranjeras a las homologadas por los ex-
pertos culturales, por lo que yo tenía en vista, por supuesto, obras sin relación con las que se pueden
encontrar en los museos, mi interlocutor pensó en seguida, tratándose de cuadros que no habían pre-
valecido, en cuadros de museo que no habían prevalecido. Pues su pensamiento, y es ahí donde pue-
de medirse el empeño del condicionamiento, excluye que puedan existir cuadros que no se encuen -
tren en ningún museo. Para él algo que no se encuentra en un museo no puede recibir el nombre de
cuadro, simplemente no existe.
Otros a quienes hice la misma mención de producciones separadas de las del arte cultural, lo reci -
bieron de una manera que, en el fondo, es la misma. Creen que quiero hablar del arte patológico, del
que por supuesto se encuentran casos en todas las épocas. Es que, para ellos, lo que no es conformis-
ta sólo puede ser patológico. Sólo los locos pueden, según ellos, intentar un arte diferente al adopta-
do por la convención colectiva; les parece inconcebible que lo intente alguien en su sano juicio. Por
lo tanto es, a su juicio, un arte que no tiene valor, porque las producciones de loco, sólo pueden ser
consideradas desde un punto de vista de información médica, o a lo sumo como una apariencia enga-
ñosa, un juego de la naturaleza, una curiosidad malsana.

La producción de arte es un campo librado al capricho. Nada es más dañino. Nada es tan dañino al
espíritu de capricho como el sujetarse a una razón de estado, la administración por la colectividad
que implica su control y su orientación.

La producción de arte sólo puede ser concebida como individual, personal y hecha por todos, y no
delegada a mandatarios.

Lo utilitario se presenta en el espíritu como ligado a compulsiones de las que uno querría verse li -
berado; lo utilitario es un registro de urgencia previo destinado a liberar el campo a lo inutilitario,
que aparece como el valor primordial que todos los otros registros tienen como único destino preser -
var. Liberémonos de lo utilitario, cambiemos los mandatarios que lo proveen para no tener la carga
irritante de hacerlo nosotros mismos, no colmemos nuestro pensamiento de ello y estemos entonces
totalmente disponibles para lo inutilitario.

Lo nefasto en la propaganda cultural es en principio la confusión que en ella se hace de la cultura


propiamente dicha, es decir del conocimiento de una cierta serie de obras propuestas como ejempla-
res, con la pura y simple actividad del espíritu. Confusión pues entre la posición receptiva, asimila-
dora, y la posición creativa, significando que una supone la otra, que alguien que se cree inventor
debe ser apto por ese hecho para suscribir las invenciones de los otros. Pero prácticamente –y con
toda razón– lo que se verifica es lo contrario. Es el estar descontento con las invenciones de los otros
lo que lleva a constituirse inventor uno mismo. Luego asocia la noción de utilidad pública y de pres -
tigio a la creación de arte, y se pone tanto el acento en esto que se incita al público a no mirar ya la
creación de arte en función del placer inmediato que puede aportarle sino en función del grado de
prestigio que a ella se asocia, perdiendo así en su espíritu la creación de arte toda función directa
práctica para no ser sino un problema de más o menos prestigio. De ahí el esfuerzo angustiado de los
artistas para dotar sus obras de títulos de prestigio, cuyo poder y reparto sólo detentan los funciona -
rios de la cultura. En fin, ese prestigio se asocia él mismo a una noción de valor, valor estético, valor
ético, valor cívico y por encadenamiento por supuesto, más tangible y mensurablemente, valor pecu -
niario. De donde resulta una colusión con el comercio de las obras de arte, preocupándose los mar-
chands, para su provecho, en obtener precios elevados, los que son luego generadores de prestigio.

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Muy estrecha, muy íntima es la colusión entre el comercio y la cultura; uno y otra mutuamente se
respaldan y se fortifican; no van el uno sin la otra; cada uno se detiene sin la otra. Sólo nos liberare -
mos del peso pernicioso de la cultura suprimiendo la noción de valor de las producciones mentales,
y para empezar lo que es el signo de ese valor, su precio acuñado. Esto hace que se resienta mucho
el comercio, el que se dedica a apuntalar el mito de la cultura y secundar su autoridad.

En vez de alimentar el hervidero primordial, el humus fecundo del que nacerán las mil flores, la
propaganda cultural lo esteriliza; en su lugar coloca cuatro hortensias de papel teñido de su fabrica-
ción de las que está muy orgullosa y limpia todo a su alrededor cuidadosamente.

Sólo hay vigorosa secreción mental a partir de alimentarse de las crudezas de la vida personal dia-
ria. Se hará bien en no aproximarse sino en raras ocasiones, a título excepcional, con toda conciencia
del riesgo y pronto a defenderse, a los alimentos ya digeridos por otros.

Entre la secreción mental y la producción de una obra que la restituye y la transmite hay, es cierto,
una muy dificultosa operación de “poner en forma” que cada uno debe inventar según le convenga a
su propio uso. Es un hecho mucho más rápido utilizar la fórmula de dar forma que tiene todo listo a
disposición de la cultura. Pero quien la toma, comprueba en seguida que sólo sirve para moler un
único tipo de grano que es el grano específico de la cultura; lo tiene por lo mismo a su disposición.
Por lo tanto harina fácilmente hecha, pero ya no en absoluto la suya.
La cultura tiene también a disposición un modelo de cerebro, hecho de su grano, para ponerlo en el
lugar del suyo.

Tratándose de las relaciones de la cultura y de la subversión con la creación de arte, es bueno en-
tender se primero sobre la significación precisa, sobre el exacto campo de significación que quere-
mos atribuir a cada uno de estos términos. Si, en efecto, en un debate sobre la relación de los lados
de un rectángulo con la diagonal, usted llama diagonal lo que yo llamo lado, o si usted se pone a lla -
mar diagonal lo que antes había llamado lado, nuestro debate va a degenerar en un malentendido. El
término cultura, por empezar, está dotado de un momento al otro de acepciones diferentes que, por
otra parte, se colorean ellas mismas de matices cambiantes. Ya es necesario saber si se oye hablar de
la noción de cultura en general, en cualquier nación que se la quiera considerar, o bien de la forma
que toma precisamente en nuestro lugar y para nosotros. Cada nación evidentemente tiene su propia
cultura, que no es la misma de una a la otra. Lo que decimos de la cultura en el momento que quere -
mos hablar de nuestra cultura no vale necesariamente para el principio general de toda cultura. Sería
por supuesto interesante clarificar las especificidades, los dominantes, que distinguen nuestra cultura
de las que se han constituido en otras naciones. Me parece que un carácter particularmente marcado
de nuestra cultura es el de instituir por todos lados mensuras correspondientes a escalas de valores
con permanente esfuerzo por reducir todos los objetos considerados a un común denominador, con
miras a obtener una simplificación del mundo, por el medio de reducir el número de los elementos
primarios que lo constituyen. Por lo que me parece el espíritu que preside constantemente esto, es lo
opuesto a ver en los espectáculos ofrecidos una innumerable multitud de objetos de naturaleza dife-
rente horizontalmente dispersados, apuntalar las cosas en pilas verticales en las que se encuentran
clasificadas por orden de mérito a partir de la cima. Nuestra cultura es clasificadora. Por otra parte
es fijadora porque en oposición a sentir el aspecto continuamente cambiante de un mismo objeto a
medida que varía ya sea su forma, ya sea lo que lo rodea y a lo que está ligado, ya sea el ángulo de
incidencia de la mirarla que se le dirige, insiste en una estable identidad. Se ha constituido como un
aparato para tratar lo estable y solamente cosas que son estables y que ya no funciona bien cuando se

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lo quiere emplear para tratar lo inestable.
Otro carácter de nuestra cultura (pero en el fondo es el mismo) es su espíritu de jerarquía, que es
evidentemente coherente con el hecho de que ha estado constituida a lo largo de los siglos por una
casta dedicada a hacer prevalecer una jerarquía social e inclinada por eso a instituir en todos los do -
minios las jerarquías, en oposición a los alineamientos horizontales, a los ensanches.
Para seguir el inventario de las diversas implicancias que moviliza, precisamente entre nosotros, en
nuestro tiempo, el término cultura, sería también necesario tener en cuenta los diversos armónicos
que acompañan su pronunciamiento y que hacen a la coloración particular dada a esta noción de cul-
tura por la propaganda cultural, a los recursos groseramente publicitarios de ésta y a los empleos
más desagradables que de ella quieren hacer los poderes públicos. Digo desagradable porque es pro -
fundamente nocivo para la independencia del individuo, para su defensa contra las obligaciones so-
ciales.
No es posible, en todo caso ya no es posible, oír la palabra cultura sin que inmediatamente exhale
un olor especial (a policía) del que ahora la ha dotado de una vez por todas la militancia cultural na -
cional. En eso esta palabra es como patriotismo, a la que ya no se puede separar del color de chauvi-
nismo imbécil y presuntuoso del que paralelamente la ha dotado la propaganda de estado. A la pala -
bra cultura ya se une todo un relente de mito y de mistificación y va a ser urgente reemplazarla por
otro término. Se verá entonces que necesitamos no una sino dos, una para designar la práctica de las
obras del pasado, la deferencia hacia éstas y el condicionamiento que de ellas resulta, y la otra para
designar el activo desarrollo del pensamiento individual, que es totalmente otra cosa.

Las consideraciones sobre la cultura están falseadas si se da a ese vocablo un sentido abusivamente
comprendido, incluyendo el mencionado en otra parte de no cagarse en las lenguas. Pues entonces se
deberá considerar como formando parte de la cultura no solamente el hablar en sí y la lengua mater-
na sino también la adopción del caminar derecho, y también omitiendo el nacimiento, el pertenecer a
la especie y la respiración por los pulmones. Parecida extensión dada a la noción de cultura conduce
simplemente a hacerla desaparecer con el pretexto de que los puntos en los que empieza y termina,
que son cubiertos por esta noción, no pueden definirse con precisión. Todas las nociones que ci -
mientan nuestro vocabulario y nuestro pensamiento están más o menos en el mismo caso pero debe-
mos utilizarlas sin embargo, a pesar de sus contornos brumosos, y si, arguyendo grados sucesivos de
analogía, prolongamos demasiado su envergadura, las desnaturalizamos. El pensamiento, por el con-
trario, debe ser hábil para manejar las nociones con contornos ágiles, sin perderlos por eso de vista.
Tratándose de la cultura –y en este caso más precisamente de la nuestra– aceptemos más bien que
empieza no a partir de la escolaridad, sino a partir de lo que se llama los estudios secundarios. Es en
este sentido que la palabra cultura se emplea usualmente y lo mejor es considerarlo.

Pongamos de lado el hablar común de nuestra lengua. Todos comprendemos que algunos la hablan
más que otros de una manera cultural. ¿En qué consiste lo cultural, de qué está hecho? Es aquí don-
de vamos a aprehender la noción de cultura.

Si hablan cultural, piensan cultural. El lenguaje hace al pensamiento. La cultura no sería nociva si
sólo fuera un material de información. Pero es mas que esto, un modo: modo de expresarse y de ha -
blar, modo de ver, de sentir y de comportarse.

La cultura procura al que está dotado de ella la ilusión de saber, que es muy perniciosa, porque
quien no sabe busca y discute pero el que cree saber duerme satisfecho.

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Todo lo que ha sido dicho sobre la cultura hasta ahora en estas notas responde a un mal ordena-
miento de los datos del problema y a una aprehensión de las cosas muy grosera.
Como cualquier otra cosa, la cultura no puede ser declarada simplemente buena o mala y tampoco
puede seguir siendo acusada de tener en todos los casos los mismos buenos o malos efectos.
Es muy natural, de lo más legítimo, que todos se sientan curiosos por los hallazgos del pensamien -
to y por los rastros que se pueden encontrar en esos monumentos –de nuestros lugares o de otros, ac-
tuales o pasados.
Pero hay aquí en principio un problema de cantidad. Un poco de información –no digo informacio-
nes mal profundizadas; pero no demasiado numerosas– puede tener otro efecto que las informacio-
nes en mayor número. Ese gran número será sin duda un detrimento para la profundización, un detri-
mento en todo caso para la frescura del espíritu para recibirlo. Es necesario cuidarse de estropear la
frescura; de no usar la disponibilidad receptiva del espíritu.
Hay que denunciar no una nocividad de base que estaría unida a todo interés que el espíritu pusiera
en los escritos, pintura u otros monumentos que se supone alimentan lo que se llama cultura, sino
una nocividad en cierta manera de abordarlos y considerarlos específicamente cultural. El empleo
particular que se ha hecho de la palabra cultura une ahora la noción de cultura tan fuertemente a esta
coloración engañosamente cultural arrastrada por la palabra que se ha hecho urgente desechar ese
vocablo. Sin duda antes tuvo otra resonancia, designando solamente al que se apasionaba por cierto
número de monumentos del pensamiento y que había hecho de ellos su alimento (y no su adorno).
Que se apasionaba por conocerlos y no por hacer con ellos profundas nomenclaturas. Pero las pala-
bras con el tiempo cambian como los escudos, no porque se desvaloricen como éstos sino porque se
ensucian al pasar por demasiadas manos.
En el término cultura es donde se siente la coloración particular que tiene hoy la palabra cultura y
que, tan fuertemente implicada ahora en toda atención dada a los monumentos del pensamiento, ha -
ce desagradable esta atención. La degradación de la palabra ha acarreado una degradación de la no -
ción que sostiene; sucia ésta también, ha tomado una detestable coloración de la que es muy difícil
disociarla, a tal punto que es esta coloración la que prevalece a los ojos de la mayoría y de tal mane -
ra que la palabra cultura ya no evoca la cosa en sí, sino esta coloración que ha tomado; y también la
noción de cultura designa ahora esa mugre en lugar del verdadero contenido. El manto ha tomado el
lugar de la cosa.
¿De qué está hecha esta mugre? Es ahí donde todavía intervienen las nociones de número y de
cantidad. Hecha principalmente a partir de una aspiración simplista por conocer un gran número de
monumentos del pensamiento, un muy gran número –en verdad– y aún es más simplista, conocerlos
todos, o al menos hecha la clasificación, todos los mejores. Este aspecto censista de la cultura y su
pretensión ingenua de censos exhaustivos y definitivos es muy falsificadora. La pérdida de la con -
ciencia del carácter muy vasto e innumerable del mundo es generadora de deformaciones monstruo-
sas, de desnaturalizaciones grotescas.

De la creación de arte –rara, excepcional– y su divulgación es como de esas islas desiertas en las
que lo salvaje, que constituye su atractivo: termina tan pronto como la propaganda hotelera atrae a
los turistas. Sólo queda entonces un mínimo de agreste desagradable y los aficionados a los parajes
raros, excepcionales, buscan otro lugar para plantar su carpa.
Se encuentran a menudo en la producción cultural literaria o artística, posiciones asimilables a las
de las agencias de turismo especializadas en viajes organizados coloreados de aventura y en los cua -
les el programa comprende caza de leones, un naufragio, una invitación del jefe indígena.
El adoctrinado al que se señala fuera del campo cultural un arte en bruto, cree invariablemente que

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se quiere hablar de producciones que pertenecen al registro cultural, como las de Van Gogh, el adua-
nero Rousseau o los surrealistas, los cuales con el arte en bruto están en la misma relación que la pa -
cotilla de la agencia de turismo con la isla desierta.

El pensamiento occidental está viciado por su apetito de coherencia, su ilusión de coherencia. Se


trate de cualquier noción se pone en posición frontal para emitir su luz, sin cuidarse de los costados
ni, sobre todo, del atrás que no están en su campo. Trata las nociones como privadas de espesor, só-
lo considera los anversos. Por lo tanto todas las nociones están facetadas, con facetas que no se ven
sino una a la vez. El pensamiento, que precede la visión, no permite como ésta, alcanzar en los obje -
tos sino uno sólo de los costados que enfrenta; necesita para continuar su examen, girar; pero enton -
ces todo el alrededor tiene su orientación cambiada, sin que, lo más común, se dé cuenta el que pien -
sa. La toma del pensamiento es fragmentaria, no puede ser sino fragmentaria, y de esto es de lo que
el pensamiento occidental no es demasiado consciente.
Por los mismos olvidos del espesor y del atrás el pensamiento occidental aspira a resolver todo por
lo unívoco y por eso se encuentra fácilmente tan mal donde existen a la vez el calor y el frío. Que es
sin embargo el lugar de todas las cosas, estando hecho el calor de frío y el frío de calor. No habría
luz si no hubiera oscuridad; donde no hay oscuridad no puede existir la luz. Donde no hay llantos no
puede existir la alegría. Donde se debilita el llanto se debilita la alegría. Su defecto de acomodación
a esta constante doble valencia de todas las nociones y su empecinamiento por eliminar el revés es el
que pone al pensamiento occidental en la misma situación que una geometría plana con relación a
los poliedros.

Es a la luz de las consideraciones que preceden que el espíritu de subversión me parece en una co -
lectividad de lo más deseable, de lo más vivificante.

La posición actual tomada por la cultura y sus cuerpos constituidos de especialistas y de funciona-
rios se inscribe en una corriente general de nucleamiento (y de confiscación) de todas las actividades
en beneficio de un cuerpo de especialistas y también se inscribe por otra parte en una corriente gene -
ral de unificación en todos los dominios. La mística de la época es, en todos los dominios, la de se -
leccionar y concentrar. Esta mística está evidentemente en relación con la ola actual de concentra -
ción de las empresas industriales y comerciales. Si esta concentración finalmente es o no aprovecha -
ble, en qué es aprovechable, para quién es aprovechable, por supuesto no es mi problema. Despoja,
en provecho de algunas personas en muy pequeño número, responsabilidades e iniciativas. Trans-
portado de este plano económico al de la actividad del pensamiento y de la creación de arte, este
despojo que se quiere imponer a las multitudes en beneficio de un pequeño número de especialistas
es por cierto muy dañino. En este dominio es nocivo todo lo que tienda a la jerarquización, a la se -
lección, a la concentración, por eso que el resultado es esterilizar la vasta, innumerable, hormiguean -
te tierra fértil de las multitudes. La propaganda cultural actúa realmente como un antibiótico. Si hay
un dominio que contrariamente a la jerarquización y a la concentración, requiere la profundización
igualitaria y anárquica, es seguramente éste.

La fiebre de jerarquización, de la que hace gala nuestra época tan enamorada de las competencias
selectivas y de la proclamación de campeones, está fuertemente implicada en la posición que tiende
a tomar lo que llamarnos la cultura. Responde al deseo de reducir todas las cosas a un común deno -
minador, deseo que procede él mismo de la misma constante aspiración a sustituir, a la profusión a
los innumerables censitos contenidos en una mano. El pensamiento actual tiene capitalmente horror
a la profusión, a lo innumerable, a los denominadores innumerables. Pero este rechazo del hormi-

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gueo caótico, este apetito simplista de clasificar todo en géneros y en especies no se hace sin brutali -
zación de los caracteres propios de cada individuo y una eliminación de todo lo que no entra en las
normas; de lo que resulta, hecha esta reducción de las categorías al pequeño número deseado, un
considerable empobrecimiento de los campos considerados, un desolado empequeñecimiento, todo
lo opuesto al enriquecer. Es el hormigueo caótico el que enriquece y agranda el mundo, el que le res-
tituye su verdadera dimensión y su verdadera naturaleza. Puede que una parte notable de la enferme-
dad melancólica que sufre nuestra época se deba a ese engañoso empequeñecimiento del mundo que
resulta de la falaz imagen que da su burda clasificación en un pequeño número de categorías.
Hay un frenesí de números en nuestro mundo occidental, una fiebre por aplicar a todo la numera-
ción.

Simplificador, unificador, uniformador, el aparato de la cultura, fundado en la eliminación de la es-


coria y de los defectos, bajo el principio de filtrar para sólo guardar lo más depurado de su ganga,
sólo obtiene finalmente esterilizar las germinaciones. Porque es justamente de la escoria y de los de-
fectos que el pensamiento habría sacado su alimento y su renovación. Fijador de pensamiento, el
aparato cultural, plomo en las alas.

A continuación del principio enunciado más arriba a propósito de los anversos y reversos (reversos
inversos) y según el cual la luz no puede existir donde no existe la noche, ni el calor donde no existe
el frío, la salvajería paralelamente es un valor para preservar, para que el espíritu se despierte y se
agudice, y se necesita una buena dosis, tanto en una nación, si las cosas se toman en esa escala, co -
mo en un mismo hombre, si se contempla la escala del individuo. Una dosis grande verdaderamente,
pienso yo, y de lo más fresca, sin lo cual no se obtienen despertares del espíritu sino una falsa mone-
da sin ningún verdor: son los buenos modales, la espiritualidad, la linda conversación.
Y también en esta misma óptica de reversos inversos, inseparables de los anversos y alimentadores
de éstos; es preciso mencionar todavía, precioso terreno para la eclosión de las creaciones y de los
fervores, el espíritu de rechazo sistemático, el empecinamiento, el gusto por la burla y el pataleo, el
espíritu de contradicción y de paradoja, la posición de insumiso y de rebelde. Nada de salvador sur-
ge si no es de ese terreno.

Tomado como antitético del consenso de grupo y de la razón de estado, el individuo se define es -
encialmente por la objeción. Objetivador será en su principio y lo será tanto más fuertemente cuanto
más consciente esté de su individualidad e impulsado a salvaguardarla. El antagonismo entre la ra-
zón de estado y el sano vigor del individualismo da al mar social un movimiento interno de sus
aguas que las vivifica. Pero es a condición de que el individuo se mantenga en su posición de obje-
tar, de insubordinado. Si se deja persuadir de abandonar esa posición para tomar la de auxiliar de los
intereses del grupo, pasando así de administrado a administrador, las filas de la policía ganan una
unidad y un individuo se pierde para el grupo. Y si todos lo hacen sólo habrá policía y no ya indivi -
duos y será entonces ¿un grupo de qué? ¿La policía entonces qué administrará? ¿Se administrará a sí
misma? Es entonces cuando el mar social privado de su pulsación interna, será mar muerto, agua es -
tancada.

La doble postura del individuo que por una parte se opone como tal vivamente a la razón del gru-
po, y que por la otra sin embargo a título de uno de los elementos de que está formado ese grupo se
considera partícipe de los intereses de éste, es para todo una fuente permanente de estorbo y desliza-
mientos del pensamiento, siempre dispuesto a engañar sal ando de un riel al otro y tratando de hacer

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coherente lo que no se puede. Es que el pensamiento siempre está a la caza de máximas valederas en
todos los planos, máximas de largo alcance. Se siente muy molesto de que le propongan máximas
cortas, buenas para un plan solamente y que cambiado el plan se transforman. El pensamiento está
ávido de duración; quiere máximas durables, para un plan durable; máximas de funcionamiento li -
mitado no son en absoluto de su interés, como las paralelas que no se juntan nunca. Sin embargo tal
vez ¿sería posible que se acomodara con una nueva óptica fragmentaria y discontinua y que se deci-
diera a cambiar radicalmente su viejo funcionamiento orientándolo desde este momento en ese senti-
do?

La vieja aspiración del pensamiento de cubrir con una sola mirada un campo muy extendido, de -
masiado extendido, absorbe su vista. Una filosofía que tomara el partido de los campos fragmenta -
rios considerados uno después del otro sin cuidarse de hacerlos comunicantes y que aplicara esta téc-
nica porfiadamente, produciría sin duda fecundos hallazgos. Tomado este partido de la incoherencia,
o al menos de la coherencia menos prolongada, de una coherencia con compartimentos, el pensa-
miento se vería probablemente dotado de una asombrosa renovación de sus fuerzas.

Esta nueva filosofía de lo discontinuo, en lugar de extenuarse ociosamente en enderezar líneas que
son por esencia curvas y sólo pueden continuar siéndolo, llevaría sus estudios precisamente sobre
esas curvaturas; sobre los cambios que sufren los principios a medida que el campo se desplaza, y
sobre las bisagras donde al acentuarse la curva, los principios se invierten.

Para evocar, más arriba, cómo el anverso se alimenta de su reverso inverso, debí emplear la ima-
gen que manifiesta mejor que otra ese mecanismo: el que de un lado es saliente y del otro hundido.

Es necesario que el pensamiento, aunque esto le repugne, se acomode al estado de constante muta -
ción de las cosas y se transforme en experto en manipular nubes cuya forma y lugar no son fijas sino
transitorias y movibles. Es la movilidad y no la fijeza lo que debe convertirse en el elemento de mira
del pensamiento, en su objeto constante.

Entre todos los sentidos dispares y a menudo contradictorios con los que se adorna la palabra cul-
tura, según el empleo y uso que quiera hacer, existe la tendencia al espíritu filosófico, la tendencia a
formar y utilizar conceptos. Existe en efecto un estadio del pensamiento en el que se despierta a esta
gimnasia, la que en ese momento toma verdor. Luego cuando la cultura se institucionaliza y se con-
funde con el espíritu de la Sorbona, la gente ya no es invitada a un ejercicio personal sino por lo con-
trario solamente a repetir literariamente como los alumnos cadetes el manual militar, un código im -
perativo de ortodoxia.
Por lo tanto no es ejerciendo la función de pluma al viento como uno se perfeccionará en la fun -
ción de viento.

En la cultura, como en tantas otras cosas, la virtud desaparece tan rápido como se pronuncia su
nombre. En el primer estadio está el arte fresco, gratuito y lleno de savia. En el segundo se encuentra
la invención de la palabra cultura, que pone al arte una buena cantidad de plomo en las alas. En el
tercero está la cultura de choque, los cabos de la cultura y en absoluto arte.

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La noción de cultura como se la concibe hoy, esencialmente publicitaria, se encuentra naturalmen-
te llevada a apreciar las obras más pesadamente simplificadoras porque ellas se prestan mejor a los
mecanismos de la publicidad, luego a transportar poco a poco el principio de valor de las obras a su
valor publicitario.

Aquéllos (soy uno de ellos) que temen ver alterada la plena libertad de sus juegos mentales viven
en perpetua defensa contra todas las sugerencias o presiones que vienen de otros y que pudieran dar
a su pensamiento orientaciones que no son ellas mismas plenamente deliberadas. De ahí su reflejo
de objetar todo lo que se les propone y su constante posición de contrario. El cerebro es una materia
blanda que fácilmente se marca con cualquier impresión. Quien está advertido, al mismo tiempo que
cuidadoso de dirigir su barca según su propia fantasía, no temerá a los marcadores de impresiones.
El sentido común objeta a esto, condenando el empecinamiento y la actitud de paradoja, que escu -
chando atentamente los diversos avisos en lugar de refutarlos se llegará mejor a la verdad, pero esto
no es cierto. No es cierto por la simple razón de que no existe la verdad; sólo existe la verdad de ca-
da uno, que pide mucho ser cuidadosamente preservada. Vemos a personas de buena voluntad es -
candalizadas por las medidas coercitivas y las sanciones penales a las que recurren ciertos regímenes
para imponer opiniones, o al menos su expresión. Esas medidas son sin embargo mucho menos te-
mibles que el simple y omnipresente peso del consenso. La limitación impuesta por la ley no es nada
al lado de la presión, por otra parte actuante y que castiga por todos lados, de las ideas acreditadas en
el medio en el que uno vive, y es contra ellas que cada uno hará bien en mantenerse constantemente
en defensa vigilante si le interesa pensar libremente.

El carácter de vaso cerrado del cuerpo cultural está bien ilustrado por la noción de descubrimiento
que ahí reina y que atribuye gran mérito a los miembros del colegio a los cuales les debe la presenta -
ción de obras antes conocidas y apreciadas desde hace mucho tiempo por gran número de personas,
sino por todo el mundo salvo él. Vemos así a un intelectual lograr un inmenso éxito por haber pre-
sentado al cuerpo cultural maravillado tal objeto –meadero, portabotellas– que todos los plomeros y
bodegueros admiraban desde hacía cincuenta años. Pero no se le ocurre a nadie que los plomeros y
los bodegueros hayan jugado el papel de descubridores. Sólo un intelectual puede jugar ese papel. Es
de señalar que ya nadie sueña ni por un instante en informarse sobre el creador original de ese obje -
to. Está en el pensamiento del colegio cultural que todo lo que le es extraño es sólo una masa incons-
ciente de rústicos y ordinarios y que nada tiene real existencia si no es conocido por ellos. La exis -
tencia de las cosas comienza en el momento en que las conoce y en el que libera su label. Las matrí-
culas les confieren carta de identidad. Hay que considerar que en el dominio del arte y de las inclina-
ciones espontáneas de los humores las cosas no tienen frescura y virtud sino durante el largo tiempo
en que no han recibido nombre; el colegio cultural, en su apresuramiento por nombrar pesadamente
y homologar, cumple una función comparable a la del que pincha mariposas. Es propio de las cultu-
ras no poder soportar las mariposas que vuelan. No se da tregua hasta que no las inmoviliza y rotula.

La cultura es nociva no tanto por su insistente presentación del pasado. Ésta no es sino una de las
funciones y constituye un ceremonial previo: lo mismo que la anestesia antes de la operación. Su ac -
ción más nefasta consiste en el aporte de un vocabulario. Propone –no, impone– palabras de su cose-
cha que trasmitiendo conceptos prefabricados, invaden en seguida el espíritu y lo jalonan; se con-
vierten en semáforos para él. Es de señalar que ese mobiliario de nombres colma el pensamiento con
nociones simplistas y bien podemos decir todas falsas a causa de su simplificación excesiva; toda
palabra es groseramente simplificadora, aislando una noción de todas las otras, tendiendo a inmovili-
zar lo que es móvil, a fijar lo que está en permanente movilidad, a dar la noción despojada de los
juegos de luz que la aclaran, transformándola en simple cifra, que de ella sólo es un eco

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apagado,.empobrecido, desnaturalizado. El vocabulario, gran recurso de la cultura, es el enemigo del
pensamiento. Más se lo acrecienta, más se siente aquél colmado –colmado de muebles pesados y fi -
jos, de cuerpos muertos– y privado de su espacio.

Cualquiera sea el sentido riguroso, original, que puede reivindicar el término cultura, el sentido ac-
tual, el sentido práctico de la palabra se reduce al conocimiento y al empleo de un vocabulario. Éste
se enorgullece de un número de palabras mucho más amplio que el que comporta el lenguaje usual
de las personas no cultivadas. ¿Es un enriquecimiento? ¿No es más bien un estorbo para el pensa-
miento que así colmado por figuras prestadas no dispone de ningún campo donde trazar él mismo
sus figuras? No le queda otro recurso que aplicar en todas las situaciones, a todas las preguntas, ese
vocabulario implantado, considerado como una colección de llaves en la que con tal que esté bien
apuntada y utilizada con método, se encuentra una para cada cerradura. El pensamiento en ese mo-
mento está prácticamente desechado, reemplazado por ese pesado conjunto. Tal vez fuera por el
contrario la total privación lo que devolvería al pensamiento el poder de abrir las cerraduras usando
para todas solamente su ganzúa y sin necesidad de usar ese depósito de llaves rotuladas.
Corresponde señalar que el vocabulario de la cultura está compuesto por términos más precisos,
más definidos que los del lenguaje ordinario. Pero queda por saber si tal limitación del sentido atri-
buido a las palabras no tiene por efecto empobrecerlos, apagarlos, de manera que el lenguaje cultu -
ral, sustituyendo a la lengua vulgar, reemplaza finalmente un juego de palabras poco numerosas pero
tornasolado y maravillosamente elástico, por un repertorio sin duda más amplio pero compuesto so-
lamente por vocablos inertes, sin vida, semejantes a piedras.

Max Loreau opone con gran pertinencia subversión a revolución. Revolución es volcar la salvade -
ra.1 Subversión es totalmente otra cosa; es romperla, eliminarla.

Es así como se define la posición ambigua del artista. Si su producción no tiene el sello de un ca-
rácter personal muy fuertemente marcado (lo que implica una posición individualista, y en conse-
cuencia necesariamente antisocial y por lo tanto subversiva) no realiza ningún aporte. Si a pesar de
esto ese espíritu individualista se exaspera hasta no desear que la obra producida sea puesta bajo la
vista de alguien, o aún hasta hacerla intencionalmente tan secreta, tan cifrada que se oculte a las mi-
radas, su carácter de subversión desaparece entonces; es como una detonación que, producida en el
vacío, no emite ningún sonido. El artista, por eso, se encuentra solicitado por dos aspiraciones
contradictorias, darle la espalda al público o hacerle frente. Vemos así al gran Adolf Wölfli anotar
en el dorso de sus cuadros el precio que les asigna y que es tanto de un millón de millares como de
un paquete de tabaco. Ciertos autores de obras de las colecciones de Arte Bruto tienen un comporta -
miento que hace pensar que su producción está hecha estrictamente para su solo uso y sin que inter -
venga el menor deseo de que alguna vez se muestre a alguien. Mirando esto mejor nos podemos pre-
guntar si no han resuelto más bien el asunto con la solución ingeniosa de un público imaginario que
se han creado para aplaudir sus obras (o para indignarse con ellas.)
El deseo de ser aprobado y admirado es muy cercano al de chocar y provocar el escándalo; del uno
al otro lado sólo hay un pequeño paso, que no siempre es claramente sentido; hay, en un caso como
en el otro, apetito por asombrar, captar la atención. Sin duda para obtener, por medio de un contacto
con los otros –contacto o conflicto– una impresión de participación. En suma, para luchar contra la
alienación. En la marcha de los grandes reclusos, los estilistas, los alienados voluntarios, criminales
y todos los grandes postulantes al oprobio, interviene esta sed de contacto con el público por la vía
de asombrar: de agredirlo. De donde caemos en la sorprendente comprobación de que el partido de
1
Recipiente que contiene arenilla para secar la tinta de los escritos.

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la alienación, puede ser tomado por el juego de un mecanismo en el origen del cual se encuentra una
búsqueda de medios para escapar a la alienación. O para decirlo mejor, el partido de la alienación
provee aquí un medio de luchar contra un sentimiento de alienación involuntario.
Un buen ejemplo del contacto ardientemente deseado y obtenido por las vías del conflicto y de la
agresión lo proveen las relaciones del cazador con el corzo o el urogallo.

Así animado por un espíritu de discusión y de subversión que está en el origen de la creación y, al
mismo tiempo, por una voluntad de afirmar esta subversión, de darle cuerpo y sentido total hacién -
dola pública, el artista se encuentra llamado por dos aspiraciones antagónicas que son, la primera
sustraerse a toda participación social, y alejarse cada vez más de todos los puntos de vista comunes,
preservar cuanto pueda su diferencia, y por consecuencia preservarse de las miradas y de los contac-
tos; y la segunda, por el contrario, manifestar sus posiciones mostrando sus obras y dando a su polé-
mica la publicidad sin la cual sería una bala sin blanco.

Algunos dirán que la producción de arte se dirige forzosamente en todos los casos al público, no
puede existir sin la existencia de un público, aunque éste estuviera reducido a muy pocas personas,
aun a una sola. Aunque así fuera, esto no cambia nada deliberadamente imaginario. Se puede afir-
mar en cierto sentido que toda acción sólo se concibe no con la existencia de un público, con la exis -
tencia del otro, y que la misma conciencia individual no existiría sin esto. Pero sin duda es llevar un
poco lejos las miras abstractas del espíritu. Afirmar que la producción de arte es en su esencia publi-
citaria conduciría a decirlo también de cualquier actividad y finalmente de la misma existencia.

Es necesario señalar que la producción de arte toma según los casos más o menos un carácter pu-
blicitario. La posición de individualismo que requiere es, según los casos, más o menos turbada,
anulada, por demasiada presencia en el espíritu de una eventual presentación de la obra a otro (aun -
que tal presentación fuera del dominio hipotético). Así y aunque en todos los casos la mira de la pu -
blicidad se encuentra ligada al acto individualista de creación, con el mismo lazo que el anverso de
una pieza a su reverso, deben distinguirse sin embargo las producciones que tienen una postura indi-
vidualista de las que tienen una postura publicitaria; difieren fundamentalmente como las emulsio-
nes de aceite en agua de las emulsiones de agua en aceite, aunque el agua y el aceite se encuentren
en una y otra en igual cantidad.
El sentido dado en lo que precede al término publicidad debe entenderse como comunicación al
público, enfrentamiento del público (aunque esté constituido por un número muy pequeño) y tal vez
hubiera hecho mejor empleando más bien el término publicación. Sin embargo es difícil disociar la
publicación de un deseo de verla alcanzar su fin, que es alcanzar al público, y también de un esfuer-
zo para ayudarse a eso y para obtener del público que ponga atención en la obra presentada.
Es ahí donde empieza la publicidad, la que así es prácticamente inseparable de la publicación. Es
de señalar que la publicidad no sería en sí tan desagradable, si usara recursos directos: “vayan todos
a ver en la Alhambra al más grande juglar del mundo con sus vueltas inigualables…” Por el contra-
rio resulta odiosa cuando se disfraza, y más cuando moviliza para sus fines el aparato de la cultura, y
su pretendida, su proclamada objetividad.

Los dos resortes de la cultura son, el primero la noción de valor y el segundo la de conservación.
Para llevar a cabo la cultura que hace estragos desde milenios será necesario en principio destruir la
idea sobre la que se apoya: la de un valor atribuido a la producción de arte. Tomo aquí la palabra va-
lor tanto en su sentido económico como ético o estético.

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Pero además uno implica al otro. Sólo se puede abolir el valor comercial aboliendo el valor estéti-
co, y además este último es más pernicioso que el valor comercial, y también está mucho más conso-
lidado. La noción de conservación está también ligada a la idea de valor. Es muy evidente que con -
servamos los objetos a los que se les encuentra atribuido un valor, y que el deseo de conservar no
tendría ya razón de ser una vez abolida la idea de valor.
El cuerpo cultural tiene por función atribuir los valores a las producciones. Es esta prerrogativa, es-
te poder, de donde saca gran orgullo y lo que lleva a tantas personas a tomar un rango en él. Toman
posición de magistratura, de comisarios-tasadores; de sus apreciaciones dependerá el reparto de
prestigios y ventajas. Es necesario por otra parte tener bien presente en el pensamiento que los altos
precios destilan prestigio y los prestigios destilan altos precios; aunque hay íntima colusión entre el
cuerpo cultural y el de los marchands. Cultura y comercio andan de la mano. No se destruirá una sin
destruir al otro.

Abolida la detestable noción de valor, reemplazada ésta por la idea de que el capricho, las razones
personales bastan para legitimar el atractivo experimentado por una producción de arte sin que en
ella se encuentren ya mezcladas nociones de bien-consolidado, justo título, etc., se vería reaparecer
la inclinación espontánea en toda libertad, con toda inocencia. No es imposible y aun es probable
que reapareciera también algún trueque de un cuadro comprado por el precio de un carnero o tal vez
por el de un buey, pero es cierto que una vez bien separado el valor comercial del mítico valor estéti-
co, los precios de este tipo de transacciones se limitarían a pequeñas sumas, y ya no habría en eso un
gran mal. Pues contrariamente a lo que tienden a pensar los malos filósofos, hay una gran diferencia
entre pequeñas sumas y grandes sumas; eso cambia todo.

Cuando yo digo que ya no habría un gran mal en esos pequeños trueques, el gran mal en el que
pienso es el efecto devastador del prestigio conferido a ciertas obras por el precio comercial que ob-
tienen y por los homenajes que se desprenden (o viceversa). Los honores desmesurados otorgados a
esas obras aparecen ante el público como motivados por razones oscuras, los persuaden de que el va-
lor de las producciones de arte resulta de criterios que no percibe, lo separan en consecuencia de
aventurarse a otorgarles ellos mismos interés y aun más a dárselo por su propia cuenta. Los funcio-
narios de la cultura se complacen, por otra parte, en mantener esta desmoralización del público, aún
en agravarla mientras puedan desde el momento que, solidarios con el cuerpo de estado erigido en
guardián de la noción de valor y encargado de atribuir los brevets de valor, es para ellos un capital
presentarla como misteriosa y rara, perceptible sólo para ellos, pudiendo sólo nacer en sus filas. To-
da su vigilancia está dirigida a impedir que el público pueda cuestionar el privilegio de su iglesia y
arruinar todo el sistema tomando la idea de que esos valores son imaginarios y que lo es, para empe-
zar, la noción de valor misma.

Los artistas son, casi todos sin excepción, cómplices en esta impostura, sobre todo a causa de un
encadenamiento más que por impulsión directa. Sin la presión del estado de cosas existentes, sola -
mente por apego a sus obras serían cuestionados y no por promociones ni, por supuesto, todavía me-
nos, por dinero. Los artistas de todas maneras sólo tienen que hacer dinero y no se preocupan si no
es porque, en el estado actual de cosas, los altos precios obtenidos por las obras les confieren presti-
gio, sin el cual éstas no consiguen ni una mirada.
La cadena es la siguiente: completamente adoctrinado por el cuerpo cultural, que ha realizado en
su provecho internacionalmente un perfecto monopolio de la presentación y de la difusión, el públi-
co renuncia a cualquier veleidad de sustituir la idea de valor, de la cual han terminado por conven -
cerlo totalmente, por la de inclinación personal fundada solamente por el capricho: han logrado per-

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suadirlos de que hay en esos dominios una legitimidad fuera de la cual sólo reina el error, placer cul-
pable. Se cuidará por lo tanto de poner atención en cualquier producción sólo en la medida en que la
iglesia cultural la haya recomendado. Le dará una consideración proporcionada al rango que la igle-
sia cultural le asigna en su clasificación. El artista que no tiene ningún rango tomará pues ante sus
ojos el aspecto lastimoso de un eliminado, de un incapaz. De ahí el esfuerzo angustioso que hacen
todos los artistas para ser mencionados por los cuerpos culturales y recibir de ellos los diplomas; de
ahí su complicidad con el aparato de prestigios y de promociones de los cuales esos cuerpos tienen
las llaves y fuera de los cuales no pueden esperar, para ellos y para sus obras, sino indiferencia y
desprecio. Pero si por una vez el problema fuera renunciar a las promociones, renunciar a todas las
clasificaciones, renunciar al mito de valor y volver las cosas al terreno del buen placer desnudo de
toda legitimización, del interés espontáneo y gratuito fuera de todo funcionamiento de prestigio, creo
que los artistas, unánimemente o casi, lo aplaudirían y lo sentirían como una maravillosa liberación.
Por condicionados que estén los artistas por el adoctrinamiento de la cultura, en el fondo no creen, a
mi parecer, en la farsa que juega, solamente hacen como si creyeran y se prestan a ella con disgusto.
Al menos eso espero.

El público tiene mucho mérito en no poner en duda la noción de valor que los funcionarios de cul -
tura se preocupan por inculcarle ya que casi no hay obras cuyo valor escape a sus controversias. Pe-
ro es verdad que de un tiempo al otro y después de deliberar hacen entre ellos la unión sagrada para
el bien del cuerpo, celebrando unánimemente con trompetas a un artista canonizado, a fin de que no
se le ocurra al público que su noción de valor se basa en criterios pasablemente confusos.
El condicionamiento de la cultura, lo mismo que la subversión a su respecto, tiene naturalmente de
un hombre al otro todo tipo de grados. Se encuentran gentes que llegan a tomar en su relación con la
cultura un poco de distancia, más o menos distancia. Generalmente sobre algunos de sus aspectos y
no sobre otros. Raros son los que se separan lejos. Es necesario observar que un desacondiciona -
miento total es imposible; es un problema de más o de menos. Mucha gente persuadida de estar libe-
rada de sus imantaciones es sin embargo la más dependiente. Es una materia en la que el interesado
no es en general del todo lúcido. Las marcas y maneras impresas al pensamiento por la cultura desde
la más tierna edad no son seguramente percibidas, sentidas; es después, por una acción del pensa -
miento contra él mismo que es posible liberarse un poco, por una larga cadena de cuestionamientos
y deliberaciones que exigen mucho tiempo y mucha firmeza. Se ve a menudo a personas que enun-
cian ideas sobre la cultura que podrían hacer creer que están liberadas, y que enseguida se compor -
tan sin embargo de manera que demuestra que su sangre está teñida indeleblemente, parecidos a los
que afirman estar libres de toda superstición y luego se niegan a pasar debajo de una escalera.

El occidente tiene dos héroes. Por una parte celebra la astucia corsaria, el jefe intrépido, soldado de
insumisos a quien nadie se le resiste, y por otra parte al mismo tiempo su opuesto, el perdonador de
ofensas, el dulce renunciante, el sacrificado. El hombre de occidente no es consciente de la incompa -
tibilidad de estos dos soles opuestos, deslumbrado una vez por uno, luego en el instante siguiente
por el otro. Tal vez sea el doble brillo contrario que lo lleva a quererse al mismo tiempo parecida -
mente subversivo (lo que en su mente significa alguien que es libre y dueño total de su destino) y sin
embargo también deferente con sus deberes sociales, leal servidor de su grupo, patriota, etc. La toma
de conciencia con toda lucidez de esta doble antagónica aspiración debería resultarle una buena oca-
sión para cuestionar su modo de pensar unitario, ensayar la ética bífida, una digitación del pensa-
miento, una pluralización de los centros, una música llevada a través de numerosos efectos. Pero a
eso no está dispuesto, no todavía. En lugar de esto hasta el presente se esfuerza, por otra parte sin lo -
grarlo, por encontrar la fórmula que pueda conciliar todo, por el método de sacar un poquito de uno,
un poquito del otro. Subversivo sí, pero no demasiado, una punta solamente, como uno se encasque-
ta un sombrero sin dejar por eso de ser buen ciudadano. Es de señalar que todos en su dominio se

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creen subversivos, aspiran a serlo, creen de buena fe serlo y aun de serlo mucho, por no imaginarse
que uno puede cuestionar más cosas ni que se tenga el derecho de avanzar más en la refutación de
las ideas admitidas. Es la traviesa subversión del cura que dice mierda, de la duquesa que se sorbe
los mocos. Esta bravata y la buena conciencia del mundo cultural, lo tranquilizan plenamente sobre
su independencia de espíritu. Quien denuncia su comportamiento no deja de verse objetado sobre es-
ta subversión. Es la del ala izquierda, la del ala progresista. Consiste en cambiar un poco de lugar los
muebles y agregar algunos nuevos, introducir un nuevo ornamento de última moda en la vieja casa,
modernizar la vajilla y las canillas.

Naturalmente hay grados en la subversión como los hay en todas las cosas. Se afirma que ésta
siempre ha sido en occidente altamente tasada, que hoy más que nunca tiene gran aceptación. ¿Pero,
qué grado de tensión tiene esta subversión a la que se tiende? ¿Es, siempre lo ha sido, un pequeño
prurito epidérmico sin importancia? Araña la superficie, se guarda de tocar las raíces. No es en ver-
dad que se cuide; más bien ni sueña hacerlo. Es verdad que hay una mística de la subversión, que su
concepto es reverenciado, su concepto, nada más. Se toma por subversión lo que de ella es un pálido
rostro; que ni por un instante cuestiona la base del sistema sino solamente los medios de hacerlo
prosperar.

Quien hace una estadía prolongada en un país de civilización no cristiana toma conciencia del ca-
rácter extremadamente marcado por el cristianismo del pensamiento del hombre de occidente, de su
visión de todas las cosas, de sus místicas, de sus caprichos, de sus puntos de vista – aunque sea por
otra parte totalmente ateo, aunque profese de ser anticreyente. Nuestra sangre está verdaderamente
teñida por el cristianismo, y no es en absoluto, como se lo cree ligeramente, una cuestión de fe, de
deferencia al dogma, sino de escala de valores, de asiento del espíritu, de condicionamiento del pen -
samiento, que no sentimos pero que existe fuertemente. Profunda, inseparablemente ligada al cristia-
nismo, nuestra cultura no lo está menos al régimen social de dominación de una casta que es secular-
mente la nuestra y de la que es el fruto. Las naciones que quieran desembarazarse de esta domina -
ción harán bien en eliminar no sólo el cristianismo sino todo lo que procede de nuestra cultura y de
su material. Es seguro que si conservan cualquier cosa de lo que pertenece a nuestra cultura, funcio-
nará para ellas como el gusano en la fruta y las arrastrará tarde o temprano al régimen que habían
querido abolir. Asimismo creo que es mucho más peligroso para ellas dejar instalar en su territorio
un museo que una iglesia. Antaño eran los jesuitas los que abrían el camino a los barcos de guerra,
después a los negreros y a las factorías, ahora son los organizadores de exposiciones de arte los que
asumen esa tarea. Por otra parte hay que observar que estando nuestra cultura tan íntimamente ligada
a nuestro régimen social, resulta que la base del pensamiento de nuestros intelectuales continúa colo-
reada por todas las místicas y opiniones sobre las cuales se funda este régimen social, aun en un inte-
lectual que pretende disociarse, que de buena fe crea hacerlo. El condicionamiento funciona para el
intelectual pretendidamente revolucionario en la misma medida que opera el condicionamiento cris-
tiano en el ateo, y que por otra parte no es sentido por el mismo interesado.

Nuestro aparato de distribución de la cultura, formado por el inmenso número de encargados de es-
tado, de profesores, cronistas, comentadores y marchands, especuladores y agentes de comercio,
constituyen un cuerpo tan obstaculizador y parasitario como lo es en la distribución de los productos
agrícolas e industriales la red de intermediarios que devora todo el provecho. En el dominio de las
producciones de arte no se trata aquí en nuestro pensamiento del provecho pecuniario (también se
trata de él por otra parte pero poco importa) sino del provecho de precedencia, pues ese cuerpo de
distribuidores parásitos, a medida que se fortifica, toma la idea –y trata de imponerla– de que el arte
es cuestión de interpretación y de divulgación más que de creación, y de que así los verdaderos pro-

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ductores en ese dominio no son los artistas sino los que presentan sus obras y las hacen prevalecer.

Los llamados intelectuales revolucionarios, que se consideran revolucionarios (¿pero se consideran


verdaderamente revolucionarios?) sólo tienen un camino que tomar: renunciar a ser intelectuales
–comprendo bien a lo que se llama así y que implica pues un designio especialmente marcado de la
cultura sobre el pensamiento, un condicionamiento de la actividad mental especialmente restrictivo.
Para ello sería necesario constituir escuelas de desculturalización, donde deberían permanecer largo
tiempo, ya que el desprendimiento de las impregnaciones culturales no puede operarse sino lenta-
mente, por pequeños grados sucesivos. Necesita cuestionar uno tras otro un gran número de datos en
los que lo bien fundamentado parecía en principio ser natural.
Y no solamente cuestionarlos, como muchos lo hacen, sin arreglar sin embargo el asunto, sino to -
mar lúcidamente conciencia de su carácter engañoso, de su defecto de fundamento, y por lo tanto li-
berarse sin concesión. Liberarse verdaderamente, y no sólo, como se lo ve hacer tan a menudo, de-
clarándolos no admisibles y dos minutos después argumentar apoyándose de nuevo sobre lo bien
fundamentado de esos datos que sin embargo, se acaban de refutar. Percibiremos de año en año, en
esta escuela, que el grado de desacondicionamiento al que habíamos llegado el año pasado, después
de haberse así limpiado sucesivamente no sin grandes penas de un número importante de esos datos,
era muy primario; que en ese mismo momento en el cual se tenía la sensación de haber avanzado en
la vía de la liberación recién se estaba en el comienzo de la empresa. Cada año renovará la misma
ilusión quedando sin embargo nuevos lugares del pensamiento de los que hasta ahora hacía inconsi -
deradamente su punto de apoyo, y en los cuales la falta de fundamento real aparecerá a su turno 2,
nuevas torres para derribar. En esta larga operación de progresivo desacondicionamiento el pensa -
miento deberá alimentar un esfuerzo particularmente tenso y también una táctica hábil, apropiada,
tratándose para ésta de un combate muy especial que es un combate contra sí misma, contra sus pun-
tos de apoyo, contra un aparato que es el instrumento mismo de su funcionamiento, la aguja misma
de su tejido, y en suma su propio ser.

De los novicios de esta escuela, los del comienzo del primer año, se obtendrá para empezar un gra -
do de liberación equivalente al que se encuentra en los más discutidores, los más protestadores, del
medio intelectual actual. Pero es a partir de este primer estadio, y para avanzar más allá en el camino
de la depuración, cuando se proseguirá el entrenamiento, a lo largo de un número conveniente de
años, al término de los cuales la noción de cultura habrá perdido todo valor y la noción de intelectual
se habrá transformado en ociosa. Se alcanzará entonces el estadio en el que comienza a revestir ver-
dadera significación y en el que puede pretender con eficacia una actividad revolucionaria. Pero las
clases superiores de este instituto exigirán mucho más. Porque en ellos será abordada, después de
tantos valores cuestionados y sucesivamente rechazados –valores al menos, quiero decir, pretendida-
mente tales, hasta entonces admitidos como tales– la noción misma del valor, después de ella, la no -
ción de noción. Porque abolido el valor habrán dado un paso notable en la deculturalización pero so-
lamente cuando lleguen al estadio último de abolir la noción la cultura abandonará su presa. Por que
lo nocional es capitalmente la cultura; la noción es la célula de su textura nocional y nombradora.
Las cosas sólo tienen un nombre para quien las mira desde el exterior, para quien es extraño a ellas.
El que está dentro ya no puede nombrarlas, ya no podrían presentarse en ese momento a su pensa -
miento como nociones. En ese estadio terminal el aspirante a revolucionario verá escapársele como
las otras nociones, también la de revolución. Esta última ya no será concebida como una empresa; se
hará; por lo tanto ya no será concebida en absoluto.
Tratándose del arte, el proceso de descondicionamiento intentará en principio tomar distancia res-
pecto de lo que es tradicionalmente esperado, de un cuadro por ejemplo, y de reconocer como enga-
2
Juego de palabras; tour: torre, turno en francés.

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ñosos los caprichos episódicos concedidos a la factura de e te objeto, según la época ordenada en el
sentido de un ordenamiento de carácter geométrico o por el contrario en el de un caos; y que recurra
a formas de ejecución impersonales o bien, por oposición, vehementemente acentuadas. Después de
lo cual vendrá la toma de conciencia del carácter falazmente cultural de la idea misma de cuadro,
cualquiera sea la factura de éste. Es muy cierto, en efecto, que a fin de modificar indefinidamente las
evocaciones que se le piden a un cuadro y los recursos de factura empleados para servir a esas evo -
caciones, aparecerá que el principio mismo de un cuadro inscripto en un rectángulo limitado por un
marco es sumamente falaz y en todos los casos continúa íntimamente ligado a una convención cultu-
ral. Tal proceso está actualmente en camino y es muy probable que en poco tiempo el cuadro, rec-
tángulo adherido a la pared por un clavo, se haya convertido en un objeto anticuado y ridículo, fruto
caído del árbol de la cultura y en adelante mirado como una antigüedad. El campo entonces estará
abierto para formas de arte liberadas de esa forma restrictiva de rectángulo, de clavo y de pared, pero
en la cual sin embargo el detector del condicionamiento cultural no tardará en discernir que éste, ba-
jo este nuevo disfraz no afloja su opresión en lo más mínimo. Esta opresión en efecto no dejará su
presa sino cuando la noción de arte, y no solamente la de cuadro, haya terminado de ser concebida y
percibida, cuando el arte, dejando de ser proyectado por el pensamiento delante de la mirada en tan-
to noción, se integre en tal forma que el pensamiento en lugar de enfrentarlo esté adentro; a partir de
lo cual terminará de formar parte de las cosas susceptibles de recibir un nombre.

Lo expuesto más arriba sobre el cuadro con su marco vale por supuesto también para la estatua
Con su zócalo, para el teatro con su escena, y para el poema, la novela y cualquier género de litera-
tura.
Cuando la cultura pronuncia la palabra arte no es el arte el cuestionado, es la noción de arte. El es-
píritu deberá ejercitarse en tomar conciencia –y guardarla permanentemente– de la enorme diferen-
cia de naturaleza que hay, tratándose del arte como de cualquier otra cosa, entre la cosa y la noción
de la cosa. El pensamiento cultural tiene en todos los dominios posición de espectador, no de actor;
considera en lugar de fuerzas, formas; en lugar de movimientos, objetos; en lugar de caminos y tra -
yectorias, residencias. Enamorado de comparar todas las cosas y por lo tanto de medirlas, enamora-
do capitalmente de dar valores y clasificar esos valores, no puede operar sino sobre objetos concre-
tos y tangibles, sobre medidas estables. El viento no lo apura; no tiene balanzas para pesar el viento,
simplemente puede pesar la arena que trae. Del arte la cultura casi no tiene conocimiento, sino por el
truco de las obras de arte, que son muy otra cosa, que llevan el asunto a un terreno que no es ya el
del arte, justamente como la arena que trae el viento. Por lo que aquélla falsea la misma creación de
arte, la que en efecto se desnaturaliza, al contradecir su función natural de viento para adoptar la de
aportadora de arena. Los artistas, para alinearse en la cultura, cambian su actividad de sopladores de
viento, por la de amontonadores de arena. Algunos afirman que abolida la cultura no habrá más arte.
Es gravemente erróneo. El arte, es verdad, ya no tendrá nombre: la noción de arte será revoluciona-
da, y no el arte, el cual al no ser ya nombrado retomará vida sana.
Cesará entonces la refracción de la cual es objeto en el momento en que aparece a los ojos de la
cultura; cesará el mecanismo de desnaturalización que se provoca por el hecho de que es imposible
impedir que la producción de arte se alinee sobre esa refracción, opere en su destino, se constituya
en su proveedor y contradiga por esto desde la fuente misma su verdadero impulso espontáneo.

No es solamente a propósito del arte la necesidad en que se encuentra el pensamiento cultural de


dar en principio nombres a todas las cosas (y por eso mismo, desde ese instante tomar sólo un aspec-
to exterior de falacia que lo desnaturaliza completamente transformando en cifras, en figuras fijas
cosas que son por esencia cambiantes y movidas) que esta necesidad arrastra a todas las construccio-
nes elaboradas luego a partir de esos nombres a desembocar en lo ocioso y aberrante. Es lo mismo

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para la ética y para todos los caminos en los que se compromete el espíritu. Paralelamente se produ -
ce una confusión entre la cosa y el nombre que lleva, es decir entre la cosa vivida en su interior y la
cosa mirada desde el exterior, entre el movimiento que anima la cosa y la figura engañosamente in -
movilizada en la que la transforma el nombre que le es dado. Es por esto que el escritor, que no tiene
otro recurso que el vocabulario, es decir un material que es un producto de la cultura, tendrá mucho
más trabajo para liberarse de ella que el pintor. Pues éste puede modificar sus signos indefinidamen-
te, inventando los que se presten a transportar la mirada renovadora que pone en las cosas, en cam-
bio las palabras de las que dispone el escritor son pesados y groseros signos resultantes de una mira -
da puesta por la cultura de una vez para siempre e inmutablemente sobre las cosas, excluyendo toda
otra incidencia de mirada que no sea la prescripta, obligando al pensamiento a adoptar la misma in -
cidencia e impidiéndole renovarse. Es de ahí sin duda de donde resulta que los escritores se encuen-
tren trabados por la cultura mucho más que los artistas y a pesar de su aspiración por innovar y su
convicción de hacerlo, sólo alcanzan a agregar a la más ortodoxa tradición literaria un eslabón sabia-
mente integrado, mientras que los artistas corren muy lejos delante de ellos. El pensamiento tiene
necesidad de liberarse del vocabulario para librarse de la cultura y retomar la juventud.

Entre nosotros, durante siglos, ha sido devuelta casi exclusivamente a la literatura la expresión del
pensamiento y su conducción –a las artes, plásticas y otras, solamente se les encargaba ilustrarla, a
título secundario y accesorio. De ahí la posición de condescendencia de los escritores con respecto a
los artistas; de ahí el papel directriz, de juez y de experto, que el escritor se ha atribuido desde hace
mucho como natural y que por otra parte nadie, ni los mismos artistas soñaban discutir: el artista
considerado como una especie de enfermo, atormentado de mutismo, al que el escritor debía prestar
su voz. Y este rango subalterno atribuido al artista por el público, posición cercana por este hecho a
la del jardinero o el peluquero, pues el arte de los descensos de la cruz y vírgenes con el niño, de
mujeres desnudas y retratos pomposos movilizaba débilmente al pensamiento, no merecía segura-
mente más consideración que la acordada a los que cuidan parques o trajes. Pero las cosas desde ha-
ce unos lustros, por pasos sucesivos en un proceso que no cesa actualmente de acelerarse, han cam-
biado grandemente. Los artistas tomaron conciencia de la libertad que les ofrecían las formas de ex-
presión liberadas de la pesada limitación del vocabulario, y han descubierto las posibilidades que les
dan sus propios recursos de ejercitar el pensamiento en un campo infinitamente más vasto que el del
escritor, de operar sobre un objetivo más inmediato y más vigoroso, el escritor no puede hacerlo, de
transportarlo a distancias mucho más grandes y revelarle poderes que no conocía, que la paralizante
dominación de la literatura le había hecho olvidar hacía mucho. De donde ha resultado que las situa-
ciones respectivas de los artistas y de los escritores ahora se han invertido. Estos últimos, que desde
hace algún tiempo manifestaban una nostalgia de regeneración, con prisa han intentado seguir a los
artistas por los nuevos caminos abiertos por éstos, adaptar su viejo instrumento a estas nuevas músi -
cas, esforzándose también por salvaguardar sus tradicionales prerrogativas directrices. Sin embargo
para esto les faltó la resolución, que tenían los artistas, de desarmar el viejo navío y de embarcarse
atrevidamente en un barco nuevo. Los rechazos de los escritores de revocar sin concesiones posicio -
nes del espíritu ya caducas y estériles se deben, seguro, a que la literatura en los último cinco o seis
siglos ha sido muy viva y muy fecunda, mientras que las artes plásticas con sus madonas y sus des-
nudos, no han dado desde la Edad Media sino frutos de una desoladora pobreza mental. Es sin duda
ese largo avasallamiento, ese largo entorpecimiento de los artistas lo que les permite hoy rechazar,
más fácilmente que lo que se obtendrá de los escritores, las formas tradicionales, y volcarse en gran
número –unánimemente podría decirse– a exploraciones nuevas enteramente separadas del pasado,
mientras que toda la literatura pisotea sin dudas, sus tímidos ensayos de rejuvenecimiento de la tra-
dicional cultura, sus hibridaciones, sus tentativas de injertos del espíritu nuevo en sus viejas plantas.
Una situación nueva y desde hace mucho tiempo inédita se ha constituido desde hace poco, en la
cual al lenguaje de las palabras tradicionalmente encargado de comunicar el pensamiento y ponerlo
en movimiento, lo ha sustituido el lenguaje multiforme, ilimitado, liberado de toda traba que se ofre-

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ce a los artistas. Es por éstos ahora, no ya por los escritores, que el pensamiento espera ser conduci-
do por los caminos del descubrimiento. Hacia ellos convergen las miradas; de ellos vienen los im -
pulsos.

Al tomar en este momento impulso al mismo tiempo dos movimientos nuevos, aquél por el cual
los artistas relevan a los escritores en el pilotaje del pensamiento y el otro por el que se opera a bene -
ficio de un cuerpo cultural nacional, luego internacional, la confiscación de los medios de acción de
los artistas sobre el público, queda por ver si los artistas, por temor a verse privados de sus brevets
de valor librados por los funcionarios de ese cuerpo, condescenderán con su autoridad y la fortifica-
rán, como parece ser el caso por ahora, o bien si por el contrario el público, a pesar de todas las pre-
siones ejercidas sobre él, se dará cuenta de la malversación, se dará cuenta de la inanición de esos
brevets de valor, de la inanición de la noción de valor misma y de las clasificaciones de valores, de
manera que el cuerpo cultural, perdiendo así su arma, ya no tendrá con respecto al público ninguna
autoridad ni ninguna acción, ni sobre los artistas, por lo que éstos se verán liberados de su tutela y
sobre todo del efecto de intimidación que ejerce sobre la libertad de su producción la mítica, la falaz
noción de valor.

Cierto público mal informado sitúa en una forma simplista, errada, los lugares respectivos de la
cultura y de la subversión, creyendo que la cultura consiste en el arte del renacimiento y de sus con -
tinuadores y que la subversión está representada por la adopción de formas de arte de las escuelas
modernistas, cuando no se trata en ningún modo de eso. Muchos confunden la cultura con el acade-
mismo, que evoca para ellos la Academia Francesa, el Instituto de Bellas Artes, el Premio de Roma.
Raymonde Moulin observa con razón que tales organismos ya no tienen más peso, no más que las
formas de arte desacreditadas que implican; no ejercen ninguna influencia; prácticamente no existen
más. Ya no es allí donde se sitúa el academismo; ha tomado una nueva piel; se ha transportado por
nuevas redes de formas nuevas en las que muchos no lo reconocen, tomándolo de buena fe por bri-
llante luz. Ha tomado rostro modernista, profesa la vanguardia, representa a los turbulentos, a los se -
diciosos. Es muy fácil discernir el academismo de cincuenta años más tarde, sin discernir sin embar -
go el del momento presente. Es justamente lo que hacían los de hace cincuenta años cuando esos
viejos de los que hoy nos reímos estaban en la flor de la edad. En ese momento se consideraban a sí
mismos muy lúcidos, eclécticos y abiertos a todas las nuevas doctrinas (las que les parecían al me-
nos, tales) y muchos también los tenían por todo eso. Sus homólogos han vuelto; ahora están de nue-
vo aquí llenos de juventud, jugando de esclarecidos, pasando por tales.

El argumento de los profesores y de los agentes de la cultura contra el arte en bruto es que el arte
puramente bruto, integralmente preservado de todo aporte proveniente de la cultura y de toda refe-
rencia a ella, no sabría existir. Observaré ahora a los profesores que el mismo carácter de quimera
que encuentran en la noción de arte en bruto puede encontrarse igual en cualquiera otra y por ejem-
plo en la noción de salvajez, o para citar una noción a la cual están en este tiempo tan sensibilizados
nuestros medios culturales, en la noción de libertad. Si los profesores volvieran a tener el metro del
agrimensor y el compás del geómetra y se les pidiera que midieran el terreno plantando donde se de-
be el jalón de la salvajez, la pica de la libertad y los de todos los otros lugares del pensamiento, ten -
drían el mismo problema que para determinar el punto exacto en el que debe ser puesto el jalón del
arte en bruto. Es que el arte en bruto en efecto, la salvajez, la libertad, no deben concebirse como lu -
gares, y sobre todo no como lugares fijos, sino como direcciones, aspiraciones, tendencias. Como
consecuencia de lo cual dos caminantes diferentes pueden encontrarse por casualidad en el mismo
lugar sin que por eso haya razón para asimilar sus posiciones, si las direcciones por las que marchan
son opuestas. Estoy muy de acuerdo en que todos estamos –incluyo también a los que han recibido

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poca instrucción, a los iletrados– muy impregnados de cultura; que nuestro pensamiento está muy
condicionado y deformado por la cultura, es a la cultura como la hoja del cuchillo es al acero. Pero
la hoja del cuchillo puede rebelarse; puede aspirar a sustituir su naturaleza de acero por la del puro
querer cortar.

Es necesario señalar que aún los que niegan el fundamento de nociones tales como la salvajez o la
libertad porque el lugar preciso de esas nociones no deja de desplazarse, no puede ser situado de una
vez por todas (la cultura es afecta a las señales fijas y se encuentra muy desamparada cuando el jalo -
namiento debe hacerse sobre terrenos movedizos) no dejan sin embargo de negar enseguida esas no-
ciones, no dejan de referirse a ellas de manera más o menos implícita; porque, por quiméricas que
sean, por espejismos que sean, que retrocedan a medida que avanzamos, son tal vez para el espíritu,
justamente a causa de esta no localización, señales mucho más permanentes que los fijos mojones
militares –a la manera por ejemplo de la derecha y la izquierda–, que cambian también paralelamen-
te a medida que nos damos vuelta. Considerando que el pensamiento es constante movilidad, puede
ser que finalmente sólo las quimeras sean para él señales utilizables, estrellas polares.

Nada extravía más el pensamiento seguramente que el tratar las nociones como formas fijadas que
se prestan a definiciones permanentes cuando son, no formas sino tendencias, orientaciones, en las
cuales las formas que han tomado una vez se modificarán sin cesar a medida que también cambiarán
las nociones a las cuales se oponen. Pienso en nociones como las de cultura y subversión; son postu -
ras, y en absoluto status definidos en forma constante. Los mismos signos, las mismas formas de ex-
presión que manifiestan hoy la postura de la subversión mañana van a manifestar la de la cultura, tan
pronto como ella los haya homologado. Ocurre a veces y también a menudo, que dos producciones
de arte (y a veces dos del mismo autor) son de forma muy similar y proceden sin embargo de postu-
ras diferentes, hasta opuestas. En una producción de arte la postura de donde procede es la que le da
su significación únicamente. Las obras de arte son una cuestión de movimientos del pensamiento, de
posturas tomadas por él, y es a ese nivel, y no al de las formas que revisten, que es necesario mirar -
las. Se trata de una mirada nueva, muy diferente de la que practicaba la cultura clásica. Ésta conside-
raba los frutos sin preocuparse del árbol y armaba su botánica a partir sólo de la forma de sus frutos.
¿Pero es necesario mirar las obras de arte? ¿No es justamente el considerar la obra de arte como cosa
para mirar –en lugar de cosa para vivir y hacer– lo propio y constante de la posición cultural? ¿No es
el solo hecho de su destino para mirar en el mismo momento que se produce, lo que caracteriza el
acto cultural, corrompe su ingenuidad y lo vacía de todo carácter subversivo?

La cultura se identifica con la institucionalización. Es necesario cuidarse de perderlo de vista e ilu -


sionarse en que consiste solamente en un sistema dado de jalonamiento del pensamiento, al cual ten-
dría que mejorar. Los que discuten las posiciones culturales no aspiran, la mayoría, a nada más que a
enriquecerlas o renovarlas, pero no hacen sino aportar agua a su molino y vivificar su empresa. La
institucionalización es –cualesquiera sean las posiciones que constituyen su objeto– lo que hay que
combatir sin tregua, pues es la fuerza opuesta a la del pensamiento individual y a la vida misma; es
verdaderamente la fuerza contra la cual el pensamiento se constituye; es al pensamiento como la gra-
vedad para el que salta, para el proyectil.

No habrá más “los que miran” en mi ciudad; nada más que actores. No más cultura, no más mirada
por lo tanto. No más teatro –el teatro que empieza donde se separan escena y sala. Todo el mundo en
escena en mi ciudad. No más público. No más mirada, por lo tanto no más acción falsificada en su
fuente pues por hallarse destinada a ser mirada –se trata de lo natural del actor convirtiéndose él mis-

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mo en el momento en que actúa en su propio espectador. ¿En el momento en que actúa? Sólo estaría
mal a medias. Aun antes de actuar se opera la inversión; el actor se transporta a la sala antes de ac -
tuar, de manera que a su acción subsiste otra, la cual no es para nada su verdad, sino la de otro, que
se ofrece en espectáculo. Tal es el efecto del condicionamiento de la cultura. Acarrea para la acción
de cada uno el ser reemplazada por la de otro. Pero nosotros que estamos condicionados, que no po-
demos defendernos de vernos actuar ¿qué podemos hacer? Tenderemos nuestros esfuerzos a mirar-
nos menos. En lugar de consentir con el principio de mirar y complacemos con él, en lugar de argu -
mentar que debe ser un buen espectáculo (y una buena mirada) vamos a tratar de cerrar un poco los
ojos, dar vuelta la cabeza, al menos por cortos momentos, y progresivamente un poco más largos;
vamos a entrenarnos en el olvido y la desatención, a fin de convertirnos, no diría enteramente (segu -
ro que es imposible) pero poco a poco, al menos lo más, lo más que podamos, en actores sin público.
No se detengan ni por un momento en la objeción de que mi ciudad es una estrella fuera de serie; no
tiene importancia que en el extremo de un camino estén el absurdo y el imposible; existen el absurdo
y el imposible en el extremo de todos los caminos si se los supone rectilíneos. Es eficiente en el sen-
tido en el que se camina, es la tendencia, la postura. De lo que habrá en el extremo del camino, no se
preocupen. No hay un extremo del camino, un extremo que se alcance.

La cultura es el orden, la palabra de orden. Libremente consentido el orden es el más debilitante. El


libre consentimiento es la nueva arma de los nuevos imperios, ingeniosa fórmula, y más operante
que el palo, de la última ratio regum. Los organismos de propaganda cultural constituyen el cuerpo
oculto de los policías de estado; son la policía del encanto. Impuesto por la fuerza, el orden provoca
un movimiento de resorte, revigoriza la sedición. Ésta se portaba mejor hasta hace poco en tiempos
de apremio, en el tiempo en que las fuerzas del orden mostraban su verdadero rostro y no recurrían a
presiones ocultas recién ejercitadas. En el nuestro de libertad de prensa ésta, con más empeño que el
que jamás puso, se hace unánimemente la servil auxiliar de las fuerzas del orden.

El metafísico, el soñador de génesis no dejará, siempre que sea vitalista, supervitalista (quiero de-
cir partidario de la vida y no su adversario, lo que sería horrible) de saludar, en todos los lados donde
lo encuentre, al mal sujeto, el cabeza de chancho. Porque la vida –lo que llamamos la vida– es justa-
mente la individualización; ésta sobreviene de un punto de indiferenciación original que quiere exis-
tencia distintiva. Apenas nacida la vida, su forma nueva se ve discutida por las células que quieren
emanciparse; de donde se diversifican las especies y en el seno de éstas continúa jugando el mismo
mecanismo que no cesa de multiplicar la diversificación: se encuentran siempre individuos que tien-
den a distinguirse de la especie. Y qué es esta tendencia sino justamente la sedición, el respingo, la
cabeza de chancho. Observemos que en cada una de esas emancipaciones interviene un impulso que
tiene de qué sorprenderse. Porque se entiende que todo punto de la masa original indiferenciada o
bien, en el estadio siguiente, de la especie, está enteramente condicionado por su pertenencia al con -
junto; ¿y entonces de dónde proviene esta súbita postura sediciosa? Lo dejo para deliberar a los que
afirman que nuestro pensamiento –henos aquí transportados, seguro, a un estadio posterior– estando
totalmente condicionado por la cultura no puede, por lógica, liberarse de ese condicionamiento.

Temo que la nota precedente no esté redactada de manera que aparezca claramente lo que tenía en
vista. Quien intente liberar el pensamiento de las capas sucesivas de las que está formado, como una
cebolla, y que son aportes extraños a él –los aportes precisamente de la cultura– percibirá que está
hecho enteramente de esos aportes; quitados todos no le quedaría nada. Se sentirá tentado de con-
cluir que el pensamiento es pura cultura y que por lo tanto prácticamente no existe si no es como
conciencia colectiva. Dirá pues que la individualización es ilusoria. Dirá que el pensamiento, que só-
lo es cultura, sólo puede colocarse ilusoriamente en postura de rechazo de la cultura. Pero si fuera

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así los pulmones no habrían aparecido a partir de las branquias, ni la tierra y el agua a partir de la in-
diferenciación original.
Es falso que el individualismo favorezca la formación de bandas oligárquicas pues, por el contra -
rio, es a favor de la diferencia que se les otorga que se constituyen y se mantienen; tienen la parte
menos bella en la que el espíritu es rechazante. Tampoco podrían fortalecerse esas bandas sino bien
jerarquizadas y cimentadas por un espíritu de casta del cual el rechazo está excluido y que se basa él
mismo en la diferencia. Donde las cabezas son independientes, quien las quisiera confiscar tendría
gran trabajo en conciliarlas una después de la otra, en cambio si están todas soldadas en un solo pa -
quete se puede estar seguro que vendrá alguien para embolsar el todo de una sola vez.

Eso que los sociólogos llaman alienación, que es desinterés del bien social (es en suma el indivi -
dualismo limitado al plan de los bienes materiales) es probablemente en numerosos casos asimilable
a lo que los médicos llaman con la misma palabra, que es parecidamente –con un poco más de im-
pulso solamente– controversia de lo social, seguramente no sólo de lo social sino del mundo exterior
todo. No; me equivoco al decir del mundo exterior (¿qué es?, ¿dónde está? sólo tiene el rostro que le
da la convención social, es decir la cultura), es necesario decir más bien enfrentamiento de las caras
dadas al mundo exterior por la cultura. Controversia pues de todo lo que pertenece a lo social y capi -
talmente de su cultura. Me inclino a pensar que en un número de personas declaradas por la colecti-
vidad irrecuperables (y cuyos comportamientos declarados “anormales” son de tipo –y de fuentes–
tan diversas, tan dispares) se encuentra un buen número cuya única “enfermedad” es, llevada sola -
mente a un grado extremo, la disputa con lo social y por extensión con la cultura, es decir, en suma,
la exasperación del individualismo.
La cultura busca la norma, busca la adhesión colectiva, persigue lo anormal. La creación, por opo-
sición, tiende a lo excepcional, a lo único. Es necesario observar que el grupo al que se le propone
adherir, en el cual la norma –la cultura– deberá ser aceptada, puede tener diferente extensión. Para el
auvernés será Auvernia. Es, según el caso, una étnica, o bien una casta, hasta un pequeño clan. La
extensión no significa nada. Norma de una vasta étnica o de un ínfimo conjunto, la cultura conserva
su mismo aspecto de limitadora del individuo a lo colectivo, con lo que el individualista rechazará
siempre condescender, cualquiera fuere la escala propuesta aun cuando el sindicato reclutador se
aprovechara de una acción subversiva con respecto a un sindicato más amplio en el seno del cual se
constituye. La pretendida subversión de grupo no es nada más que un colectivismo de pequeña ex-
tensión y no difiere por lo tanto a los ojos del individualista, de la norma cultural de más amplia obe-
diencia.

Esteta es la cultura. Esteta y cultural se identifican. El esteta representa la comedia de querer la be -


lleza. Pero de belleza no hay nada en ninguna parte, sino convencional, cultural. La belleza es pura
secreción de la cultura como los cálculos los son del riñón. Fuera de esto el cálculo es cálculo fantas-
ma, cálculo espejismo, trampa para tontos.
La función operante del espíritu es la movilidad, la propulsión, es decir el incesante abandono de
un lugar para saltar a otro. La cultura, a la inversa, no cesa de pregonar fijación; su acción en esto, es
opuesta a la ayuda de la agilidad del pensamiento, encadena sus pies, lo inmoviliza. Los movimien -
tos del pensamiento y de la cultura son inversos: de flujo el del pensamiento, y el de la cultura de re -
flujo.

Es del producto que la cultura hace su alimento y no del producir. Del producir en la cultura se
cumple el mismo deterioro del que es objeto la misma palabra producción en el momento en que se
la emplea para designar el objeto producido en lugar de la operación de producir. Deslizamiento de

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la mirada que da vuelta el concepto propuesto, basculándolo de la vertiente del activo a la del pasi -
vo, del hacer al hecho. De esta inversión también debe defenderse con vigilancia la creación de arte.
Si no está animada por un movimiento lo bastante fogoso como para impedir que se mire, o más
bien digamos si no logra que la mirada a su producto no detenga ni altere de ninguna manera el mo-
vimiento que la lleva, cambiará de signo, basculando la posición de aspiración a la de expiración.
Será entonces esteta (las huellas se harán entonces antes que pasen las ruedas en lugar de aparecer
después).
Uno imagina –es un esquema por supuesto, una disminución esquemática– cuando recién ha pro-
ducido (y mostrado) algún dibujo –o también algún poema– que es interesante, vivificante para el
espíritu, alimentador, fascinante. ¿Pero hermoso? ¿uno hubiera podido decir, hubiera podido pensar
algo de ese tipo? es poco probable.
Es una palabra que significa todo lo que se quiere. Hermoso para un jamón es gordo; para el agua
es bien clara; para el papel, bien liso. ¿Pero para una producción del espíritu? Entonces es una cues-
tión puramente convencional, y esa convención la instituye la cultura. La instituye periódicamente,
como el emperador de China, al comienzo de cada año decidía la gama sobre la que debía hacerse
toda la música en el imperio. La idea de hermoso, sustituida por la más modesta (y mucho más fe-
cunda) de interesante, fascinante, transporta el objetivo propiamente cultural de una primacía conce-
dida a cierto tipo de obras a otras que pueden ser, en forma diferente, interesantes, aportando alimen-
to a la imaginación y movimiento al espíritu. Pero hermoso quiere introducir algo más, algo de otro
tipo. Hermoso quiere instituir una forma que se convierta en la ley del grupo; hermoso quiere esta-
tuir y quiere excluir. Hermoso lleva una implicancia comunitaria; hermoso es orden que me ha sido
dado, un hilo en el que quieren agarrarme para impedir que mi espíritu vaya a exaltarse donde le pa -
rezca bien. Donde aparece hermoso tomen sus largavistas y miren atrás. Detrás está el magister con
su férula y detrás de él el gendarme. Si tienen intención de producir lo hermoso, están de su lado, en-
riquecen su escaparate con mercaderías, alimentan su prédica.

Desde el enunciado de la palabra hermoso se desencadena el asidero de la cultura. La palabra, en


efecto, implica existencia objetiva; no puede disociarse de la implicancia de un orden superior –de
un reino superior– que no depende de nuestra elección ni de nuestra adhesión pero las requiere con -
minatoriamente; que está situado más allá de nuestra buena voluntad más allá del tiempo y del mo-
mento; que no está instituido por nosotros ni es modificable a nuestro capricho sino concedido por
edicto divino. Interesante, apasionante, movílizador del espíritu, pertenece a nuestro impulso, a
nuestro registro de mortales (por otra parte también es mortal, está sujeto como nosotros a la degra -
dación de la muerte); pero hermoso, no; hermoso no es harina de este costal; hermoso preexiste a to -
do, a la vida misma; hermoso queda cuando nosotros desaparecemos; hermoso viene en línea recta
del canto de los ángeles, de la zarza ardiente, de los que el profesor Chastel, con manto estrellado,
revela en la Sorbona, rodeado de sus sirvientes, el dogma inalterable (con la férula).

Liberado el terreno del secular mástil de unificación de lo hermoso –antigua estaca de unión, gran
jalón fantasma– reencontramos la sana horizontal, el salubre estado de desnudo. Se ha restituido al
espíritu el campo libre. Libre a él ahora para inventar su hermoso, para volar a lo que lo apasiona,
sin preocuparse por lo bien fundamentado.
Aquí la vieja noción limitadora de un lugar fijo para la belleza –lo hermoso colectivo, lo hermoso
para todos– da lugar a la de un campo infinito de puntos; de bien fundamentado cualquier punto que
sea puede convertirse para el que lo quiera, y por el tiempo que le guste, en el punto bien fundamen -
tado de sus fascinaciones y exaltaciones, de manera que lo que llamábamos belleza, en lugar de estar
sólo en un lugar, se ofrece ahora por todos lados donde a cada uno le guste suscitarla, no estando ya
el espíritu a las órdenes de la belleza sino llamándola a su gusto donde lo encuentre la fantasía de

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verla aparecer. Llamándola para él –quiero decir por supuesto–, porque si la llamara también para
los otros y con la idea de captarla y fijarla, volvería a subir a su cátedra el profesor Chastel, soldado
de la cultura; y se reinstalaría en ese nuevo lugar (por algunos milenios) la Dirección de Artes y Le-
tras. De movilidad, de incesante movimiento vive el pensamiento, gran mudador, y nada es para él
más intoxicante que los prolongamientos de estadías.

Una producción de arte sólo tiene significación por la posición que ocupa con respecto a su contex-
to por la relación, notablemente, en la que se encuentra frente al arte usual del momento en el que se
produce y de las obras que la preceden. Es la razón por la cual pierde de inmediato totalmente todo
sentido cuando es separada de ese contexto, del que es inseparable. Por eso el carácter ocioso de una
producción de arte que emana de una étnica que no es la nuestra, o paralelamente de una que ha sido
producida en un tiempo que no es el nuestro y cuyo contexto en consecuencia no puede ser plena -
mente sentido por nosotros en este momento.
Lo que hace, no digamos el valor (evitemos esa palabra perniciosa) pero digamos la valencia de
una obra de arte es pues una relación: su relación (de discusión) con la cultura del momento. Por su-
puesto es necesario que reine una cultura que pueda discutir; sólo puede haber subversión frente a un
orden establecido. Estaría dispuesto a pensar que residiendo la única importancia en la diferencia,
poco importa cuál será ese tipo de orden establecido. Un orden establecido, supongo, vale como
otro. Quien se esfuerza por instituir un nuevo orden para reemplazar al que reina hace una tarea ab-
surda, el status de un perro atado no cambia por el hecho de que cambie el lugar donde está atado, ya
que se mantiene el mismo largo de la cadena.
El funcionamiento monocular de nuestra visión nos lleva a ligar inmediata y constantemente, a me-
nudo sin que tomemos conciencia, la mirada que colocamos sobre toda obra (o todo acto, o toda per -
sona) con la evocación de su eventual universalización, y a hacer depender el juicio sobre esa obra
de suponerla generalizada, de suponerla transformada en norma. Hay allí una alteración de nuestra
mirada que se produce desde el comienzo, que desde el comienzo la culturaliza, y por lo tanto la fal -
sea, así como aparece de manera resplandeciente cuando admite que la significación de una obra re-
side en su carácter excepcional. Este carácter pierde consistencia, por supuesto, progresivamente a
medida que se quiere hacer una norma. Digo bien, progresivamente, de esto hay que tener cuidado,
si trata de convertirse en norma solamente para un pequeño número de personas, el proceso de su
desnaturalización ha empezado justamente por ahí. Empieza en el instante en que una sola primera
adhesión se solicita o considera.

Casi no hay distinción que hacer entre el orden social y la cultura, uno y otra son de la misma agua.
Y no es, como muchos lo piensan ligeramente, que la cultura sea un departamento del orden social,
sino por el contrario el orden social es un departamento de la cultura, una “puesta en obra” de la cul -
tura en el terreno particular (muy particular) de las reglamentaciones que rigen las relaciones socia-
les. De lo que se deduce que no sabríamos modificar el orden social (sino de manera totalmente ilu-
soria e inope rante) sin modificar en principio la cultura, cuya emanación es.

Creo haber consignado que la producción de arte –como cualquier otro acto– implica una señal al
prójimo. ¿Pero a qué prójimo? La figura del prójimo se viste, en efecto, con ropas diversas. Prójimo
puede ser un abismo negro, desconocido, muy lejano, en dirección del cual se larga al mar una bote-
lla. O por el contrario tener un rostro y ese rostro puede sentirse como real, verdaderamente protago-
nista, o bien como pura proyección imaginaria. Prójimo para algunos es una objetivación de sí mis-
mos. El destinatario que el autor de una producción asigna a ésta puede ser, según los casos, la gran
multitud, o un grupo restringido bien diferenciado de ésta (aspirando a diferenciarse, animado colec-

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tivamente por el espíritu de segregación) o aun (el espíritu de segregación puede ser tan fuerte que
toda adhesión que se pueda presentar es indeseable) un ser supuesto, que no existe todavía, un ser
parecido a su imaginador. Es tal vez un prójimo quimérico. Más o menos quimérico por otra parte,
notemos bien eso; lo quimérico tiene sus grados como los tiene la consistencia, y por otra parte y
también es según los casos –y los momentos– más o menos consentido. Existe lo quimérico involun-
tario y lo quimérico deliberado, asumido con toda lucidez, poderosa arma ofrecida a cada uno en
contra de lo real, contra el prójimo, contra el orden.

Lo mismo que la atracción de los entretenimientos sexuales se ve aumentada por las interdicciones
sociales que les conciernen, el impulso de la controversia toma su impulso en la firmeza del orden
establecido y su tensión baja cuando el orden establecido pierde su consistencia. El nadador necesita
agua para bracear.

Es un gran error oponer las quimeras a las proposiciones constructivas porque éstas están, por el
contrario, en el primer rango. Llamamos quimeras, en efecto, a proposiciones que comportan térmi -
nos en los cuales algunos al menos son desconocidos; el medio más eficaz de poner en movimiento
el pensamiento (en un sentido constructivo) es seguramente el de precipitarlo en situaciones hasta
ahora desconocidas para él.

Sólo el nihilismo es constructivo. Porque el nihilismo es el único camino que lleva al hombre a ins-
talarse en la quimera. Se llama quimera una posición que procede de datos de los cuales uno al me-
nos no es real. Se llaman reales los datos librados y enunciados por la cultura. Se denominan irrea -
les, aberrantes, quiméricos, aquéllos que no figuran en su inventario. De lo que se deduce que es la
quimera la que nos conduce extramuros y la única que nos trae el oxígeno revivificante. Las opera-
ciones que no se hacen extramuros sólo mezclan siempre las mismas cartas. Pero la perforación, la
apertura a nuevos campos, se hace por la quimera, que es la secreción del nihilismo, su huevo.

Cien mil cabezas pensantes (y soñantes) o bien cien millones, hacen una gran multitud; pero tenga -
mos cuidado en el momento en que esta multitud pululante se transforma súbitamente en un cuerpo
social, perdiendo de golpe el nombre, anonadada, comulgando en un solo ser, ¿y de qué tipo? ideico,
mítico, sin cabeza. Todas las voces se callan entonces para hacer lugar a la llamada del ser nuevo
desprovisto de vida propia, en su teléfono. Y el régimen que ese cuerpo se da o finge darse, no cam -
biaría nada, desde que prevé el espíritu de agregación en un cuerpo social, hasta que sobreviene la
salvadora desagregación que restituirá la multiplicidad, la polifonía, la regeneradora cacofonía.

Escamoteados en el campo los cien mil, los cien millones, cuando la idea del estado sustituye a la
de la multiplicidad, cuando a su voz la sustituye la del faraón, o peor (pues al menos faraón es toda-
vía uno de ellos) el abstracto llamado de lo faraónico, detestable emblema vacío, sin alma ni sangre.
¿Qué ofrece esa llamada? Ofrece la cultura faraónica ahora codificada y prescripta a los súbditos,
los que, para la gloria del emblema, retoman el refrán; de manera que en lugar de cien mil cabezas
pensantes ahora sólo tenemos el llamado repetido en cien mil lugares. ¡Linda cuestión para el Em-
blema! Liquidadas entonces las repeticiones.

El malentendido que se establece entre el público y los grandes practicantes de la quimera se debe
a que éstos, compartiendo la común distinción entre lo real y lo imaginario, creen en el momento en

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que declaran por ejemplo un repollo, o un pollo, o una montaña que la realidad de tales objetos es
cosa no de la buena voluntad del que los evoca sino que se mantiene fuera de su alcance y no podría
ser cuestionada en ningún caso. Así, mientras el público ríe de lo que cree ser su desprecio, estos
opositores ríen también del suyo, viéndolos ciegos a la semejante irrealidad de todos los objetos y
nociones de los que está hecho su pensamiento, a la arbitraria decisión de los que éstos resultan, que
no tiene otro fundamento que la adhesión colectiva, mientras que la buena voluntad de creerse repo -
llo o montaña sólo recibe su agregado propio. Espejismo por espejismo prefieren elegir ellos mismos
antes que comprometerse con el que la sociedad les propone, inquietos muy justamente por el precio
que ésta podría pedirles luego.

Tratándose especialmente de la cultura de nuestro lugar, cubre todas las salidas con los altos muros
que edifica entre lo útil y lo inútil, entre lo práctico y lo utópico, lo razonable y lo desrazonable. No
tenemos demasiada conciencia de que lo que parece útil, práctico, razonable, es solamente lo que
nos es presentado como tal por nuestra cultura, depende enteramente del condicionamiento que ésta
ejerce. La geografía de lo que es útil o no, razonable o absurdo, es muy arbitraria y sería infinita -
mente modificable si se aflojara la morsa del condicionamiento. Es lo mismo que la utilidad de la pi-
pa, tan fuertemente sentida por el fumador, pierde todo sentido una vez desacostumbrado éste al uso
del tabaco. Apelando siempre a la utilidad, las razones sociales descansan de esta manera sobre muy
precarios engaños.

La posición de subversión termina por supuesto si se generaliza para transformarse al fin en norma.
En ese momento pasa de subversiva a estatutaria. Pero su virtud se debilita antes de eso progresiva -
mente a medida que aumenta el número de los que la dividen. Se acrecienta por el contrario a medi -
da que ese número se minimiza. Alcanza su plenitud cuando alguien la asume por su sola cuenta.

La mejor solución para las relaciones del individuo con el cuerpo social (y las de la creación con la
cultura) es sin duda, en oposición a buscar un estatuto de compromiso aceptable para las dos partes
(manchando a una y otra) mantener los antagonismos y tratar de acentuarlos. El unísono es misera-
ble música; más vivificante será fortificar la especificidad de las voces del concierto y su indepen -
dencia. Así es como nuestra manía de llave única y de passe-partout nos lleva al impasse; nos ve-
mos obligados a cambiar nuestra forma tradicional de pensar (unitarista) y ponernos a bailar al paso
de la pluralidad.

La oposición de la creación individual con el cuerpo social y su cultura, puede ser comparada al
parecido antagonismo de la sangre arterial con la venosa; su mezcla, como sabemos, corta la vida.
La obra de arte está animada por un movimiento del cual el de la sangre da una buena idea. Ese mo -
vimiento es ascendente en el momento que se elabora y se produce; se vicia, a la inversa, tan pronto
como se la muestra, se la libera. De ahí viene la grave alteración que sufre (que la descarga comple-
tamente y la vacía de todo sentido) si ocurre que su autor la hace con miras a mostrarla y, en el mis-
mo momento en que la concibe y la ejecuta, con la idea presente en su espíritu de que será mostrada.
Más aún, por supuesto, si en ese momento evoca el cuerpo social al que la destina y en lugar de sen -
tirse antagonista de ese cuerpo social, o digamos al menos protagonista, se siente por el contrario
parte constitutiva y moviliza en ese sentido su pensamiento y su marcha para producir una obra que,
desde entonces, en lugar de ser una entrega del individuo al cuerpo social, un proyectil del individuo
en dirección al cuerpo social, será una producción que el cuerpo social (por el ministerio de uno de
sus miembros) se dirige a sí mismo, simple boomerang o reflejo de espejo totalmente falto de aporte.

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En lo que se me ofrece por participar en la elaboración del estatuto social no veo nada para ganar
sino el gran malestar de verme en adelante sujeto como participante, a respetar la ley a la que he
adherido y velar para que sea respetada. Desde el instante en que acepto la función de accionista, en
el mismo momento me transformo en policía, en canal de sus recaudadores.
La idea de una nación en la cual la policía ya no estaría concentrada en sus cuarteles sino repartida
a razón de una agencia anexa bajo el sombrero de cada uno no es ciertamente de las seductoras.
Vemos aquí y allá espíritus pequeños honderos discutir la cultura en alguna de sus escalas, que son
numerosas; pero raros son los que abren grandes los ojos sobre la totalidad de sus escalonamientos y
tienen el coraje de discutir todo a partir de su base. La mayor parte discute uno de los escalones acu-
sando a otro y se enredan así en su madeja como una mosca.

La espantosa –casi general– movilización de los espíritus en beneficio de la política y del civismo
ha hecho oscilar su óptica en todas las materias: ética, estética, etc., –hacia la vertiente social de la
cosa considerada, su barullo social, su serie social. Era de esperar que lo que a nivel individual lleva
el nombre de producción de arte o de pensamiento iba a transferirse de igual modo a su homólogo
–su irrisorio homólogo– que lleva a nivel social el nombre de cultura. No hemos dejado de asistir en
efecto a esa conmutación salida de una triunfal valorización de ese Label Kultur que parecía a todos
hace cincuenta años tan burlesco. El advenimiento de ese label sólo faltaba para terminar de dotar a
la nación de un ministerio de la Kultur; y bueno, ahora lo tenemos.

Lo que vicia a una producción de arte con un carácter cultural no es tanto proceder de la cultura
sino el volverse hacia ella, adherirse a su base, aprovechar su estatuto. En esto es donde muchos se
equivocan creyendo (o simulando creerlo) que la subversión será únicamente proveer al aparato cul-
tural de formas nuevas, a la manera de la alta costura proponiendo para esta estación a su clientela,
reemplazar el vestido largo por “el excitante conjunto cota de caminante forrada de organdí”.

A los que tienen de la cultura una experiencia vivida les corresponderá refutarla. Es por eso que me
dirijo aquí a los instruidos y en su lenguaje –su redacción de notario, que me apliqué en utilizar a lo
largo de estas notas, para hacerme entender por ellos. Es de sus filas, de los que la han costeado y
por eso mismo ensayado –por esto bien capaces y armados contra ella– que saldrán sus cuestionado -
res, sus determinados adversarios. Como el ardiente Atila, después de sus años de juventud princi -
pesca en el seno de la gentry de Roma, corrió con buen conocimiento de causa a sus compañeros de
Tartaria y puso en camino sus vengadores carros.

Es necesario cuidarse de colocar en el mismo cesto lo asocial y lo antisocial. En lo antisocial hay


dos términos, en conflicto; hay una reacción de uno sobre el otro; mientras que en lo asocial uno de
los dos está eliminado; ya no hay ninguna reacción; ya no hay nada ni nadie. Es la alienación.
(Cuando no hay dos términos al menos, ya no hay nada, porque uno no toma definición y por lo tan-
to existencia sino por la diferenciación con el otro.)
En lo antisocial hay una tendencia a la alienación, postura enfrentada con su lugar, que ya no existe
desde el momento en que uno está adentro. La montaña hacia la cual caminamos (cuya significación
es de altitud con respecto a uno que se encuentra abajo) deja de ser montaña, deja de ser lo que fue-
re, una vez que estamos arriba. Nuestra idea de que no cambia por nuestro desplazamiento, que exis -
te inmutablemente cualquiera sea nuestra posición a su respecto, es una falsedad. Esta idea resulta de
olvidar que la noción de montaña es una invención de nosotros, no tiene fundamento sino en nuestro
pensamiento y por la relación entre el nivel en el que nos encontramos y su altitud; que esta noción

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pierde todo su fundamento si no hay nadie para pensarla, nadie en el valle. No habría montaña, su -
puesto que desapareciera un ser para subirla, quiero decir, subirla con el pensamiento. Cuando deci-
mos montaña queremos decir, por supuesto, pensamiento de montaña, idea de montaña. Por eso afir-
mo que en el momento en que estuviera en la montaña (en lugar de verla desde abajo) no existiría
más, habría cambiado de ser. No soy yo el que habría cambiado de ser. Es ella. Yo no puedo cam -
biar de ser. El mío continúa. Él es el eje. El resto es el que gira.

Lo que precede une no sé cual de mis notas anteriores que denuncian la noción y principios de lar-
go alcance y sugieren sustituirlos por el pensamiento fragmentario, los principios de corto alcance
válidos solamente para un vector. Cada uno de nosotros es el eje alrededor del cual todo gira a medi -
da que se desplaza, y el norte se convierte en sur en un momento de su caminata cuando progresa
siempre en la misma dirección, como el que camina sobre una bola. Esto es lo que se pierde de vista
en todos los sistemas y que falsea todo pensamiento de campo demasiado extendido. De ahí lo teles-
cópico de la serie de nuestros pensamientos que nos desconciertan e incomodan tanto más cuando
queremos poner coherencia en nuestras miras y aspiraciones. Provienen de olvidar que el entero re -
gistro de las nociones que usamos es tributario del lugar donde nos situamos en el momento, que to -
das las nociones son temporarias, función de las coordenadas del lugar que ocupamos, deben ser mo-
dificadas a cada paso que damos. Por nuestra ilusión las series se alargan; no ocurren en absoluto,
como lo sentimos, en el mismo instante y en el mismo lugar en sentido inverso; ocurren es verdad en
lugares diferentes, cada uno en un sentido; pero somos nosotros los que entretanto hemos cambiado
de lugar. Hay ahí un factor (el punto, constantemente desplazado en el que se encuentra el observa -
dor) que es comparable a la relatividad de los físicos. Son necesarias, para abordar un mundo girato -
rio, nociones giratorias.
Por círculos concéntricos me alejo demasiado, ya lo veo, del tema de la cultura que me había asig -
nado. Vuelvo ahora por otra de sus puertas. El hombre sin cultura –integralmente asocial pues– por
supuesto que no existe. Es una mira del espíritu. Veamos el caso de un hombre de poca instrucción,
un simple. ¿Desprovisto de cultura? Seguramente que no. Su cabeza está provista de un amuebla-
miento pobre, es verdad, muy restringido, pero del que está orgulloso y por ningún precio quisiera
cambiar la menor pieza. Pasemos ahora a la cabeza del profesor de la Sorbona. La vemos mucho
más rica y ampliamente amueblada. Está más orgulloso que el otro de sus muebles. Un pobre, es
verdad, cuida más su reloj y su cuchillo que un señor sus dominios; pero en el segundo la ostenta -
ción se mezcla tanto que los muebles se convierten en su verdadera razón de vivir, pues yo decía
bien, cuida más los suyos que el simple. Ahora, creo, cercamos el tema. Pocos muebles o muchos es
indiferente. No hablamos ya de cultura sino de culturalización. Existe en el mismo grado en el anal -
fabeto que en el profesor. El problema ya no es de más o menos bienes sino de más o menos devo -
ción hacia ellos, de la postura tomada a su respecto por el profesor; tanto puede ser de esclavizarse
por su conservación como de –pero es mucho más raro– tirarlos por la ventana para ser independien-
te y quedar disponible. Eso es según las gentes amen más la pompa o la independencia. Observemos
al pasar una pequeña complicación. La pompa puede ejercerse también en la reclusión, en la ausen-
cia de todo público, con el único destino del mismo aparatoso, quien entonces invoca a un público
imaginario. No hay ninguna diferencia entre las cosas reales y las cosas imaginarias ya que el mundo
–lo que nos parece tal– es en todos los casos imaginario, sin otra realidad que la que le damos, la que
podemos cambiar a nuestro gusto en cualquier momento (siempre que nos hayamos mantenido bien
independientes, bien separados de nuestros muebles.)

Es un error que haya hablado antes de un ministerio de cultura, más precisamente ese ministerio
está encargado de la culturalización.

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La posición fecunda, en definitiva, es la de rechazo y refutación de la cultura, más que la de la sim -
ple incultura. Esta última es sin duda la más peligrosa porque es fácil presa para la culturalización y
para conducir al hombre al grotesco profesorado de la Sorbona o a la grotesca Academia de las Be -
llas Letras. Señalemos sin embargo que lo que debe considerarse es el grado de firmeza de la postura
de rebelde y la amplitud de su extensión. Luego de esto no importa que emane de un hombre más o
menos instruido, como es lo mismo, para volver a la imagen de los muebles, para el que los tira por
la ventana, que sean pobres taburetes o sillones de brocato, su rechazo a la posesión es el mismo en
todos los casos y lo única importante. Lo importante es estar contra.
Ahora sería el momento de fundar institutos de desculturalización, especie de liceos nihilistas, don-
de sería dada por monitores especialmente lúcidos, una enseñanza de desacondicionamiento y demi-
tificación durante varios años, de manera de dotar a la nación de un cuerpo de negadores sólidamen-
te adiestrados que mantuviera viva, al menos en pequeños círculos aislados y excepcionales, en me -
dio del gran despliegue general del acuerdo cultural, la protesta. Afirmamos que los reyes de antes
toleraban a su lado un personaje calificado de loco que se reía de todas las instituciones; decimos
también que los cortejos triunfales de los grandes vencedores romanos incluían un personaje cuya
función era injuriar al triunfador. La sociedad de hoy que se considera tan segura de su firme base en
la cultura y con capacidad para recuperar en su provecho cualquier clase de subversión, podría tole-
rar esos liceos y ese cuerpo de especialistas, y aún, quién sabe, abastecer su mantenimiento. Tal vez
así recuperara la total oposición. No es seguro. Hay que ensayarlo. En esos colegios se enseñaría a
cuestionar todas las ideas recibidas, todos los valores reverenciados; se denunciarían todos los meca-
nismos de nuestro pensamiento en los que el condicionamiento cultural interviene sin que nos demos
cuenta, se borraría así la maquinaria del espíritu hasta su desoxidación integral. Se vaciarían las
mentes de todo el fárrago que las obstruye; se desarrollaría metódicamente y con ejercicios apropia -
dos, la vivificante facultad del OLVIDO.

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