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Julio Ramón Ribeyro

(Lima, Perú, 31 de agosto de 1929 - Lima, 4 de diciembre de 1994)

INTERIOR “L”
Los gallinazos sin plumas
(Lima: Círculo de Novelistas Peruanos, 1955, 135 págs.)

. La obra se desarrolla en dos niveles: la primera, de carácter plenamente


objetivo. Esta se inicia con la llegada del colchonero de nombre Padrón, quien
vive en un cuarto miserable con su hija Paulina. En la habitación se
reproducen actos de la vida cotidiana. Un hombre de origen humilde que
trabaja todo el día y llega cansado al hogar. El hombre espera la atención de la
hija, quien es una estudiante de 14 años. Luego de consumir la poca comida
de que disponen, cada quien se sume en sus quehaceres. El colchonero por
momentos se sume en los recuerdos de la esposa y el hijo perdidos por efecto
de la tuberculosis (el clásico problema de los hogares pobres, de la miseria,
que todavía persiste en la Lima del siglo XXI), y añora los años idos; mientras
que la hija estudia las lecciones de la escuela. El segundo nivel revela hechos
subjetivos y se centra en un aspecto principal: la preñez de Paulina (hija de
Padrón).

El descubrimiento del embarazo trae consigo una serie de situaciones. El


reclamo al violador, un hombre dedicado a la construcción civil llamado
Domingo Allende, un zambo alto y fornido, quien evade la paternidad. Luego
de muchas amenazas y de, incluso, visitar a un abogado, Padrón es visitado
por Allende para llegar a un “acuerdo”. Esta es, sin lugar a dudas, la escena
patética e inhumana en la que la dignidad de los seres se vende, decae el
mundo de valores y un padre comete el acto más abominable. Posteriormente,
luego de una etapa de cierta bonanza, Paulina sufre un aborto a los 8 meses y
parte del dinero obtenido tiene que ser invertido en los medicamentos. De
vuelta a la miseria y al final: el pedido de Padrón para que Paulina busque a su
violador, se sugiere, para obtener dinero. ¿Cómo entender que sucesos de esta
naturaleza aún puedan estar sucediendo? ¿Cuántas Paulinas recorren los
diferentes parajes del Perú, sobre todo de nuestra Amazonía? “Interior L” es
uno de los cuentos más viejos de nuestro autor; sin embargo, el tema
tratado cobra vigencia ante una realidad cruel que aún rodea a muchas
mujeres

      EL COLCHONERO CON su larga pértiga de membrillo sobre el hombro y el


rostro recubierto de polvo y de pelusas atravesó el corredor de la casa de
vecindad, limpiándose el sudor con el dorso de la mano.
       —¡Paulina, el té! —exclamó al entrar a su habitación dirigiéndose a una
muchacha que, inclinada sobre un cajón, escribía en un cuaderno. Luego
se desplomó en su catre. Se hallaba extenuado.
       Toda la mañana estuvo sacudiendo con la vara un cerro de lana sucia
para rehacer los colchones de la familia Enríquez. A mediodía, en la
chingana de la esquina, comió su cebiche y su plato de frejoles y prosiguió
por la tarde su tarea. Nunca, como ese día, se había agotado tanto. Antes
del atardecer suspendió su trabajo y emprendió el regreso a su casa,
vagamente preocupado y descontento, pensando casi con necesidad en su
catre destartalado y en su taza de té.
       —Acá lo tienes —dijo su hija, alcanzándole un pequeño jarro de metal
—. Está bien caliente. —Y regresó al cajón donde prosiguió su escritura. El
colchonero bebió un sorbo mientras observaba las trenzas negras de
Paulina y su espalda tenazmente curvada. Un sentimiento de ternura y de
tristeza lo conmovió. Paulina era lo único que le quedaba de su breve
familia. Su mujer hacía más de un año que muriera víctima de la
tuberculosis. Esta enfermedad parecía ser una tara familiar, pues su hijo
que trabajaba de albañil, falleció de lo mismo algún tiempo después.
       —¡Le ha caído un ladrillo en la espalda! ¡Ha sido sólo un ladrillo! —
Recordó que argumentaba ante el dueño del callejón, quien había acudido
muy alarmado a su propiedad al enterarse que en ella había un tísico.
       —¿Y esa tos?, ¿y ese color?
       —¡Le juro que ha sido sólo un ladrillo! Ya todo pasará.
       No hubo de esperar mucho tiempo. A la semana el pequeño albañil se
ahogaba en su propia sangre.
       —Debió ser un ladrillo muy grande —comentó el propietario cuando se
enteró del fallecimiento.
       —Paulina, ¿me sirves otro poco?
       Paulina se volvió. Era una cholita de quince años, baja para su edad,
redonda, prieta, con los ojos rasgados y vivos y la nariz aplastada. No se
parecía en nada a su madre, la cual era más bien delgada como un palo de
tejer.
       —Paulina, estoy cansado. Hoy he cosido dos colchones —suspiró el
colchonero, dejando el jarro en el suelo para extenderse a lo largo de todo
el catre. Y como Paulina no contestara y dejara tan sólo escuchar el
rasgueo de la pluma sobre el papel, no insistió. Su mirada fue deslizándose
por el techo de madera hasta descubrir un tragaluz donde faltaba un
vidrio. “Sería necesario comprar uno”, pensó y súbitamente se acordó de
Domingo. Se extrañó que este recuerdo no le produjera tanta indignación.
¡También había tenido que sucederle eso a él!
       —Paulina, ¿cómo apellidaba Domingo?
       Esta vez su hija se volvió con presteza y quedó mirándolo fijamente.
       —Allende —replicó y volvió a curvarse sobre su tarea.
       —¿Allende? —Se preguntó el colchonero. Todo empezó cuando una
tarde se encontró con el profesor de Paulina en la avenida. Apenas lo
divisó corrió hacia él para preguntarle por los estudios de su hija. El
profesor quedó mirándolo sorprendido, balanceó su enorme cabeza calva y
apuntándole con el índice le hizo una revelación enorme:
       —Hace dos meses que no va al colegio. ¿Es que está enferma acaso?
       Sin dar crédito a lo que escuchaba regresó en el acto a su casa. Eran las
tres de la tarde, hora eminentemente escolar. Lo primero que divisó fue el
mandil de Paulina colgado en el mango de la puerta y luego, al ingresar, a
Paulina que dormía a pierna suelta sobre el catre.
       —¿Qué haces aquí?
       Ella despertó sobresaltada.
       —¿No has ido al colegio?
       Paulina prorrumpió a llorar mientras trataba de cubrir sus piernas y su
vientre impúdicamente al aire. Él, entonces, al verla tuvo una sospecha
feroz.
       —Estás muy barrigona —dijo acercándose—. ¡Déjame mirarte! —Y a
pesar de la resistencia que le ofreció logró descubrirla.
       —¡Maldición! —exclamó—. ¡Estás embarazada! ¡No lo voy a saber yo
que he preñado por dos veces a mi mujer!
       —Allende, ¿no? —preguntó el colchonero incorporándose ligeramente
—. Yo creía que era Ayala.
       —No, Allende —replicó Paulina sin volverse.
       El colchonero volvió a recostar su cabeza en la almohada. La fatiga le
inflaba rítmicamente el pecho.
       —Sí, Allende —repitió—. Domingo Allende.
       Después de los reproches y de los golpes ella lo había confesado.
Domingo Allende era el maestro de obras de una construcción vecina, un
zambo fornido y bembón, hábil para decir un piropo, para patear una
pelota y para darle un mal corte a quien se cruzara en su camino.
       —Pero ¿de quién ha sido la culpa? —habíale preguntado tirándola de
las trenzas.
       —¡De él! —replicó ella—. Una tarde que yo dormía se metió al cuarto,
me tapó la boca con una toalla y…
       —¡Sí, claro, de él! ¿Y por qué no me lo dijiste?
       —¡Tenía vergüenza!
       Y luego qué rabia, qué indignación, qué angustia la suya. Había
pregonado a voz en cuello su desgracia por todo el callejón, confiando en
que la solidaridad de los vecinos le trajera algún consuelo.
       —Vaya usted donde el comisario —le dijo el gasfitero del cuarto
próximo.
       —Estas cosas se entienden con el juez —le sugirió un repartidor de
pan.
       Y su compadre, que trabajaba en carpintería, le insinuó cogiendo su
serrucho.
       —Yo que tú… ¡zas! —Y describió una expresiva parábola con su
herramienta.
       Esta última actitud le pareció la más digna, a pesar de no ser la más
prudente, y armado solamente de coraje se dirigió a la construcción donde
trabajaba Domingo.
       Todavía recordaba la maciza figura de Domingo asomando desde un
alto andamio.
       —¿Quién me busca?
       —Aquí un señor pregunta por ti.
       Se escuchó un ruido de tablones cimbrándose y pronto tuvo delante
suyo a un gigante con las manos manchadas de cal, el rostro salpicado de
yeso y la enorme pasa zamba emergiendo bajo un gorro de papel. No sólo
decayeron sus intenciones belicosas, sino que fue convencido por una
lógica —que provenía más de los músculos que de las palabras— que
Paulina era la culpable de todo.
       —¿Qué tengo que ver yo? ¡Ella me buscaba! Pregunte nomás en el
callejón. Me citó para su cuarto. “Mi papá no está por las tardes”, dijo. ¡Y
lo demás ya lo sabe usted!…
       Sí, lo demás ya lo sabía. No era necesario que se lo recordaran. Bastaba
en aquella época ver el vientre de Paulina, cada vez más hinchado, para
darse cuenta que el mal estaba hecho y que era irreparable. En su
desesperación no le quedó más remedio que acudir donde la señora
Enríquez, vieja mujer obesa a quien cada cierto tiempo rehacía el colchón.
       —No sea usted tonto —lo increpó la señora—. ¡Cómo se queda así tan
tranquilo! Mi marido es abogado. Pregúntele a él.
       Por la noche lo recibió el abogado. Estaba cenando, por lo cual lo hizo
sentar a un extremo de la mesa y le invitó un café.
       —¿Su hija tiene sólo catorce años? Entonces hay presunción de
violencia. Eso tiene pena de cárcel. Yo me encargaré del asunto. Le
cobraré, naturalmente, un precio módico.
       —Paulina, ¿no te dan miedo los juicios? —preguntó el colchonero con
la mirada fija en el vidrio roto, por el cual asomaba una estrella.
       —No sé —replicó ella, distraídamente.
       Él sí lo tenía. Ya una vez había sido demandado por desahucio.
Recordaba, como una pesadilla, sus diarios vagares por el Palacio de
Justicia, sus discusiones con los escribanos, sus humillaciones ante los
porteros. ¡Qué asco! Por eso la posibilidad de embarcarse en un juicio
contra Domingo lo aterró.
       —Voy a pensarlo —dijo al abogado.
       Y lo hubiera seguido pensando indefinidamente si no fuera por aquel
encuentro que tuvo con el zambo Allende, un sábado por la tarde, mientras
bebía cerveza. Envalentonado por el licor se atrevió a amenazarlo.
       —¡Te vas a fregar! Ya fui donde mi abogado. ¡Te vamos a meter a la
cárcel por abusar de menores! ¡Ya verás!
       Esta vez el zambo no hizo bravatas. Dejó su botella sobre el mostrador
y quedó mirándolo perplejo. Al percatarse de esta reacción, él arremetió.
       —¡Sí, no vamos a parar hasta verte metido entre cuatro paredes! La ley
me protege.
       Domingo pagó su cerveza y sin decir palabra abandonó la taberna. Tan
asustado estaba que se olvidó de recoger su vuelto.
       —Paulina, esa noche te mandé a comprar cerveza.
       Paulina se volvió.
       —¿Cuál?
       —La noche de Domingo y del ingeniero.
       —Ah, sí.
       —Anda ahora, toma esto y cómprame una botella. ¡Que esté bien
helada! Hace mucho calor.
       Paulina se levantó, metió las puntas de su blusa entre su falda y salió
de la habitación.
       El mismo sábado del encuentro en la taberna, hacia el atardecer,
Domingo apareció con el ingeniero. Entraron al cuarto silenciosos y
quedaron mirándolo. Él se asombró mucho de la expresión de sus
visitantes. Parecían haber tramado algo desconocido.
       —Paulina, anda a comprar cerveza —dijo él, y la muchacha salió
disparada.
       Cuando quedaron los tres hombres solos hicieron el acuerdo. El
ingeniero era un hombre muy elegante. Recordó que mientras estuvo
hablando, él no cesó de mirarle estúpidamente los dos puños blancos de su
camisa donde relucían gemelos de oro.
       —El juicio no conduce a nada —decía, paseando su mirada por la
habitación con cierto involuntario fruncimiento de nariz—. Estará usted
peleando durante dos o tres años en el curso de los cuales no recibirá un
cobre y mientras tanto la chica puede necesitar algo. De modo que lo mejor
es que usted acepte esto… —Y se llevó la mano a la cartera.
       Su dignidad de padre ofendido hizo explosión entonces. Algunas frases
sueltas repicaron en sus oídos. “¿Cómo cree que voy a hacer eso?”,
“¡Lárguese con su dinero!”, “¡… el juez se entenderá con ustedes!”. ¿Para
qué tanto ruido si al final de todo iba a aceptar?
       —Ya sabe usted —advirtió el ingeniero antes de retirarse—. Aquí queda
el dinero, pero no meta al juez en el asunto.
       Paulina entró con la cerveza.
       —Destápala —ordenó él.
       Aquella vez Paulina también llegó con la cerveza pero, cosa extraña,
hubo de servirles al ingeniero y a su violador. Ella también bebió un dedito
y los cuatro brindaron por “el acuerdo”.
       —¿No quieres un poco? —preguntó el colchonero.
       Paulina se sirvió en silencio y entregó la botella a su padre.
       Por el hueco del vidrio seguía brillando la estrella. Entonces, también
brillaba la estrella, pero sobre la mesa, ahora desolada, había un alto de
billetes.
       —¡Cuánto dinero! —había exclamado Paulina cayendo sobre el
colchón.
       Mucho dinero había sido, en efecto, ¡mucho dinero! Lo primero que
hizo fue ponerle vidrios al tragaluz. Después adquirió una lámpara de
kerosene. También se dieron el lujo de admitir un perrito.
       —Paulina, ¿te acuerdas de Bobi? ¡El pobre!
       Y así como el perrito desapareció sin dejar rastros —se sospechó
siempre del carnicero— el cristal fue destrozado de un pelotazo. Sólo
quedaba el lamparín de kerosene. Y el recuerdo de aquellos días de
fortuna. ¡El recuerdo!
       —¡Qué días esos, Paulina!
       Durante más de quince días estuvo sin trabajar. En sus ociosas
mañanas y en sus noches de juerga encontraba el delicioso sabor de una
revancha. Del dinero que recibiera iba extrayendo, en febriles sorbos,
todas las experiencias y los placeres que antes le estuvieron negados. Su
vida se plagó de anécdotas, se hizo amable y llevadera.
       —¡Maestro Padrón! —le gritaba el gasfitero todas las tardes—. ¿Nos
vamos a tomar nuestro caldito? —Y juntos se iban a la chingana de don
Eduardo.
       —¡Maestro Padrón! ¿Conoce usted el hipódromo? —Recordaba un
vasto escenario verde lleno de chinos, de boletos rotos y naturalmente de
caballos. Recordaba, también, que perdió dinero.
       —¡Maestro Padrón! ¿Ha ido usted a la feria?…
       —¡Sería necesario poner un nuevo vidrio! —exclamó el colchonero con
cierta excitación—. Puede entrar la lluvia en el invierno.
       Paulina observó el tragaluz.
       —Está bien así —replicó—. Hace fresco.
       —¡Hay que pensar en el futuro!
       Entonces no pensaba en el futuro. Cuando el gasfitero le dijo:
“¡Maestro Padrón! ¿Damos una vuelta por La Victoria?”, él aceptó sin
considerar que Paulina tenía ocho meses de embarazo y que podía dar a
luz de un momento a otro. Al regresar a las tres de la mañana, abrazado
del gasfitero, encontró su habitación llena de gente: Paulina había
abortado. En un rincón, envuelto en una sábana, había un bulto
sanguinolento. Paulina yacía extendida sobre una jerga con el rostro verde
como un limón.
       —¡Dios mío, murió Paulicha! —fue lo único que atinó a exclamar antes
de ser amonestado por la comadrona y de recibir en su rostro
congestionado por el licor un jarro de agua helada.
       Por el tragaluz se colaba el viento haciendo oscilar la llama del
lamparín. La estrella se caía de sueño.
       —¡Habrá que poner un vidrio! —suspiró el colchonero y como Paulina
no contestara insistió—: ¡Qué bien nos sirvió el de la vez pasada! No costó
mucho, ¿verdad?
       Paulina se levantó, cerrando su cuaderno.
       —No me acuerdo —dijo y se acercó a la cocina. Recogiendo su falda
para no ensuciarla puso las rodillas en tierra y comenzó a ordenar los
carbones.
       —¿Cuánto costaría? —Pensó él—. Tal vez un día de trabajo. —Y observó
las anchas caderas de su hija. Muchos días hubieron de pasar para que
recuperara su color y su peso. Los restos de su pequeño capital se fueron
en remedios. Cuando por las noches el farmacéutico le envolvía los
grandes paquetes de medicinas él no dejaba de inquietarse por el tamaño
de la cuenta.
       —Pero no ponga esa cara —reía el boticario—. Se diría que le estoy
dando veneno.
       El día que Paulina pudo levantarse él ya no tenía un céntimo.
       Hubo, entonces, de coger su vara de membrillo, sus temibles agujas, su
rollo de pita y reiniciar su trabajo con aquellas manos que el descanso
había entorpecido.
       —Está usted muy pesado —le decía la señora Enríquez al verlo resoplar
mientras sacudía la lana.
       —Sí, he engordado un poco.
       Hacía de esto ya algunos meses. Desde entonces iba haciendo su vida
así, penosamente, en un mundo de polvo y de pelusas. Ese día había sido
igual a muchos otros, pero singularmente distinto. Al regresar a su casa,
mientras raspaba el pavimento con la varilla, le había parecido que las
cosas perdían sentido y que algo de excesivo, de deplorable y de injusto
había en su condición, en el tamaño de las casas, en el color del poniente.
Si pudiera por lo menos pasar un tiempo así, bebiendo sin apremios su té
cotidiano, escogiendo del pasado sólo lo agradable y observando por el
vidrio roto el paso de las estrellas y de las horas. Y si ese tiempo pudiera
repetirse… ¿era imposible acaso?
       Paulina inclinada sobre la cocina soplaba en los carbones hasta
ponerlos rojos. Un calor y un chisporroteo agradables invadieron la pieza.
El colchonero observó la trenza partida de su hija, su espalda
amorosamente curvada, sus caderas anchas. La maternidad le había
asentado. Se la veía más redonda, más apetecible. De pronto una especie
de resplandor cruzó por su mente. Se incorporó hasta sentarse en el borde
del catre:
       —Paulina, estoy cansado, estoy muy cansado… necesito reposar… ¿por
qué no buscas otra vez a Domingo? Mañana no estaré por la tarde.
       Paulina se volvió a él bruscamente, con las mejillas abrasadas por el
calor de los carbones y lo miró un instante con fijeza. Luego regresó la
vista hacia la cocina, sopló hasta avivar la llama y replicó pausadamente:
       —Lo pensaré.
Juana la campa te vengará
Publicado el: 23 julio, 2020
El cuento “Juana la Campa te vengará” del escritor Carlos Eduardo
Zavaleta, narra las vivencias y acontecimientos que tiene que sortear
una niña a la cual su madre vende por un corte de tocuyo de 20 soles.
 
Ésta obra literaria habla acerca de la venta de las mujeres o trata de
blanca como también se les llama.  Narra las atroces situaciones que
tienen que vivir, los maltratos e insultos que le hacen sus amos,
aunque también encuentra a personas que la ayudan como por
ejemplo a leer y escribir.

Por Carlos Eduardo Zavaleta

 Frente a éste mi último amo, me quedo en pie para no sentir de


cerca su casa bonita y llena de ventanales y libros por todas partes,
pero él me dice como nunca siéntate, Juana, vamos a hablar como
amigos, ya van tres años que trabajas en mi casa; pero yo digo no,
muchas gracias, estoy bien así no más. Me dice que olvide a mis
otros patronos por malos y perversos. Dice que por ser jóvenes nos
hemos llevado bien, siempre que yo haya cumplido con mis
obligaciones de cocinera y lavandera. Es la tercera o cuarta vez que
me regaña por contestarle mal a su mujer, tan linda que me asusta
cuando la veo.

Mientras agacho la cabeza me está diciendo quién soy, cómo salí de


Oxapampa hasta la cocina de mi primera ama ya muerta, cómo me sentí al
dejar el monte y subir a esa casa con ruedas y ronquidos que sólo después
supe llamar camión. Me cuenta hasta cómo, sin saberlo, yo estaba
resentida de que mis padres me hubieran vendido por un corte de tocuyo de
veinte soles. Lo dejo hablar: debe ser cierto lo que dice un maestro de
colegio de Media como él. Después de todo, soy apenas una campa sin
edad precisa aunque joven, sin una partida de bautismo o nacimiento, sin
nadie más en el pueblo con mi forma de cabeza, cara y piernas. Dice que
ha investigado bien toda mi vida antes de recibirme en su casa y enseñarme
a leer y escribir tan bien como a cualquier señorita. Ahora eres otra, puedes
pasar muy bien por mi sobrina —se sonríe—. Y te gusta leer revistas y
periódicos más que a mi mujer. ¿Te acuerdas cómo llegaste..? Y sigue y
sigue hablando como un loro: que lo haga si cree que va a cambiarme.
Pagaron por ti un corte de tocuyo de veinte soles en el mercado de
Oxapampa —dice—; a tu lado se vendían plátanos para hacer pan, toda
clase de yuca y tapioca, piñas y paltas mejores que las que llevan a Lima y
unos monos chicos para comer, son ricos ¿verdad?, especialmente la
cabeza que se chupa durante horas. Tú eras otro monito gritón y miedoso,
escondido en los andrajos de tu madre. Claro que ella no te ofrecía en voz
alta ni decía tu precio, pero los hombres de La Merced o San Ramón ya
sabían cómo comprar niñas. Ella les pidió dos cortes de tocuyo o seis tarros
de anilina alemana, o una lampa nueva, o dos machetes filudos y de buen
tamaño, así fueran usados. Pero dos de esos mercachifles, que metían
desafiantes las botas en el barro, le dijeron un corte de tocuyo o nada; y
empezaron a irse para que tu madre te cargara y los siguiera, rogándoles
que te compraran de una vez.

No te diste cuenta —sigue diciendo él—. En cosa de un rato ya estabas


arriba en el camión de los mercachifles, sentada en la plataforma y mirando
al cholito de diez años que se había puesto entre los chanchos y tú, para
que no te comieran. Sin duda gritaste mucho viendo que tu madre te dejaba,
pero eso pasaría pronto o jamás, como todo en el mundo. Con el camión en
movimiento la tierra dio vueltas por primera vez para ti y el monte fue como
un solo árbol, cortado en dos por la cicatriz del camino, sobre el que ya
caían hojas y ramas para tratar de borrarlo. El cholito no entendió lo que
pudiste hablar y tú creíste por un momento que los chanchos, nuevos para
ti, conspiraban en su propio lenguaje; subiendo entre muchas vueltas,
terminaste por gruñir como ellos y vomitar un embarrado de plátano y yuca
que hizo fruncir la cara del chico que se alejó de ti.

Cada vez que el vómito te exprimía haciendo crecer de dolor tu cabeza, el


camión se paraba, uno de los hombres abría la reja de atrás y los dos con el
chico bajaban a un chancho gritón y lo vendían en una puerta, no por un
corte de tocuyo sino por plata o billetes. Y otra vez la marcha, el vómito, los
fuertes latidos dentro o fuera de la cabeza, y de nuevo un chancho menos
que gruñía y pataleaba al despedirse. Y luego te quedaste solita en la
plataforma, porque hasta el chico fue vendido en otra puerta (lo creíste así
aunque sólo había vuelto a su casa después de trabajar). El camión entró
por un camino muy largo lleno de gente y puertas, gente y puertas. En vez
de chozas había unos grandes bultos techados para la gente, y por todas
partes animales con ruedas como éste, o más pequeños, moviéndose y
produciéndote un dolor en los ojos y el estómago. Así conociste La Merced.
En la plaza te dejaron como en una jaula para que los curiosos te miraran,
una campa, oh una campa del monte, sentadita en la plataforma, envuelta
en la manta rota —lo único que te dejó tu madre—, y sin poder hablar,
primero porque apenas estabas aprendiendo a hacerlo cuando empezó este
viaje, y luego porque la boca de los curiosos era totalmente nueva y rara.
Hasta que tus dueños los apartaron, subieron adelante, se movió el gran
animal con ruedas y allá seguiste bajo el sol de la tarde por tierras que al fin
se veían un poco entre los árboles. Era San Ramón, donde una banda de
viejos y viejas se paseaba por la plaza y te descubrió en el camión, hasta
que una pareja de ellos pagó el precio y te llevó a su cocina cuadrada y
pequeñita, con el suelo lleno de hormigas y cruzado por los viajes de cuyes
y conejos; te sentaste quieta como una gallina enferma, mirando el fogón de
donde sabías que tarde o temprano vendría la comida.

Me río si cree él que sufro con su cuento; me río y me tomo feliz esa
primera sopa que me dieron ahí en el suelo.

Después, cuando dijeron que mataste a la vieja, los guardias te preguntaron


por qué la escogiste a ella y no a tu amo, un tinterillo famoso por sus
maldades. Para mí es fácil de explicar: la vieja estuvo más cerca de ti que el
otro y te insultó desde el primer día, molesta porque no entendías sus
órdenes ni su mímica. Cuando abrió el pesebre con pocos chanchos, sin
duda para enseñarte a darles de comer el sango, te fuiste derecho a dormir
a ese lado; pero ella, con dos tirones de pelos, te volvió a la cocina para que
los cuyes y conejos te enredaran las piernas con sus chillidos y vocecitas.
Así comenzaron la muerte de la vieja, sus gritos señalándote el nombre de
las cosas mientras ella cogía las cosas mismas en alto, metiéndotelas por
los ojos; sus empujones en una dirección para que fueras en esa dirección;
sus miradas furiosas sobre las ollas para que aprendieras cómo hacía los
potajes; los golpes sobre ti y hasta sobre la escoba de ramas, si barrías mal;
y los extraños modos de conectar ese demonio llamado plancha, que a
veces podía servir para jugar con la ropa y a veces para quemarla tan
bonito, haciéndole huecos en forma de plancha, y los huecos tan profundos
que podían irse hasta el suelo, a través de la ropa y la mesa.

Al principio la vieja fue un solo grito que no paraba, un gusano en tus orejas.
Con el tiempo su mirada no sólo fueron sus ojos huecos con otros ojos
adentro, sino sus dientes medio quemados, su boca sin labios, su cuerpo
deforme, barrigón y jorobado —ah, cómo te ríes ¿no?—, una maldición que
te miraba de arriba abajo, día y noche. Y todo mezclado con los nombres
raros que le ponía a las cosas y las órdenes absurdas de ir allá cuando te
había mandado acá, de cocinar esto cuando te había dicho barre no más, o
limpia, o plancha esa camisa del señor. La obedeciste, pero no como ella
quería: metiste a la olla otro animal, quemaste una parte de la cocina. Su
cara se encendió más que el fogón y te vino a quemar con un leño de la
bicharra, y cuando caíste y te hiciste un ovillo en el suelo, el mismo bulto
que formaste al llegar, una manchita miserable en la cocina…

¡Qué estará diciendo, habla muy rápido! ¿A qué hora vuelvo a mi cocina?
Después dirá que soy demorona.

Ella llamó al viejo de su marido y te señaló echando espuma por la boca,


hasta que el viejo se animó a probarte con los pies, y como estabas dura, te
metió los zapatos en la barriga y las piernas. Esa fue la primera gran paliza,
allá por 1945. ¿Me equivoco o no?

Si usted lo dice, así debe ser, señor.


Te quedó la lección aunque ella no lo soñara ¿verdad? Aprendiste el
nombre de las cosas, una gran parte de lo que no debía hacerse, las
costumbres del lavado en la acequia del pesebre, de ensuciarte y hacer del
cuerpo sólo junto a las matas de chincho para el ají, de comer metiendo las
manos en las ollas y consumirte de sueño frente al fogón, pero de pie, y sin
doblar las rodillas.

Anda, sigue no más. ¿Ya te cansaste? ¿Adónde irás a parar?

Crecías y abultabas más cada semana, pero sólo supiste quién eras un
domingo que la vieja se tardó en la calle y creíste entrar en su dormitorio,
pero te metiste un buen trecho, casi un viaje, dentro del enorme espejo de
su ropero: tenías la cabeza en forma de canoa, en tu cara se veían las
líneas azules del tatuaje, tus dientes enfermos estaban muy flojos, tus pelos
eran una cortina estilo reina Cleopatra, sí, sí, eso me dijo una vez que su
mujer me pegó, para pasarme la mano: reina bien fregada y jodida como yo,
seguiste mirando tu cara larga como un cuchillo, esos brazos largos de
mono, esas piernas arqueadas de enana, al fin, al fin se atreve a insultarme,
y aquellos zapatones de soldado que te hacían arrastrar los pies… Entre
esos dos sitios, la cocina y el espejo del dormitorio, empezaste a contar los
días sin saber todavía los números, así como tampoco sabías ver el reloj,
ese aparatito brujo que estando lejos de la cocina tenía que ver con las ollas
y con los puños de la vieja que te entraban por las costillas. Hasta que una
mañana la cocina se te escapó corriendo y ya no pudiste volverla a su sitio.
Se movía y te engañaba por todas partes. Creíste haber parado la olla de
agua con agua, pero estaba seca y se partió sobre la candela en momentos
de entrar la vieja; después le llegó el turno a la leche, otra agua que sin
duda se había metido en la olla con su burra o vaca entera, se hinchó hasta
arrojar la tapa, chasna y chasna como la misma fiebre de la vieja que ya
había empezado a pegarte.

¡Bruta, animal, idiota!, gritó al preguntar qué tenías en la tercera olla. No


supiste el nombre pero la abriste: de la carne de varios días que habías
guardado para mordisquear solita salieron unos gusanos lindos, blancos y
gordos, incapaces de molestar a nadie y mucho más tranquilos que los
cuyes de la cocina. La vieja dio un nuevo grito y te echó a la cara esos
pobres gusanos cuyos gemidos de dolor creíste oír. Y la carne estaba ahora
por el suelo, con lo valiosa que era siempre para ti, y entonces hubo que
darle su merecido con lo primero que hallaras, el cuchillo del tamaño de tu
brazo manejado sólo para seguir el movimiento de la vieja, la invitación al
cuchillo ¿invitación? ¿acaso es un baile? para unir a ambos como querían,
junto a la paletilla, dos veces y nada más, porque el viejo, con la misma
brujería del reloj, estando lejos descubrió lo que sucedía y llegó a tiempo o
destiempo, imposible decirlo.

Fue la primera patrona que maté, digo por fin, empezando a sudar.
No la mataste de veras, la heriste, dice él. La mató su marido por no querer
curarla hasta que la vieja reventó por la hemorragia del pulmón agujereado:
el hombre ni siquiera pensó en llamar a un médico.

Estaba enamorado de una señorita joven y linda, digo.


Sí, sí, claro, y por eso divulgó la noticia de que su mujer estaba enferma de
neumonía, de costado como le llaman acá, para decir unos días después
que había muerto, y todavía la veló dos noches en ese pueblo donde no se
necesita un certificado de defunción para enterrar a nadie. Después de todo
le hiciste un gran favor y así el viejo pudo mudarse aquí a Tarma a empezar
su nueva vida con la otra mujer.

Y en el velorio estaba esa señorita, le cuento yo, pero él ya lo sabía.

La que fue después tu ama, dice.

Tan suavecita y buena al comienzo que no soñé cómo cambiaría. Se lo juro.

Tenía sus planes y por eso empezó a congraciarse contigo: te pasó la mano
por los pelos y cada domingo te llevó primero a misa y luego al mercado por
las calles llenas de tiendas, las tiendas llenas de telas, las telas llenas de
colores, los colores llenos de ojos que te miraban, ¡sigue, sigue, y yo llena
de felicidad, sin pensar en ollas ni sopas!, y tú llevando las canastas por en
medio de la gente, sin poder igualar el paso tan prosista de tu ama joven.
Después de pasar ella, los ojos de los hombres te envolvían mareados
como si también fueras alguien digna de admiración o envidia, mientras oías
frases claras y fáciles, sin comprenderlas aún.

Mameta, mameta, la llamabas: ¿qui cosa is puta? ¿Alguito bueno como pan
o ázucar?

¡Jajay, tarmeños, qué risa, igualito a lo que hablaba me está remedando!

¡Calla, cochina!, gritaba ella. ¿Quién te enseñó a decir eso?

Esos muchachos pasando ti luan decíu, constestabas tú.

¿A mí?, se sorprendía ella al comienzo, pero después largaba a reírse: A


ver, a ver ¿qué has oído que me decían esta vez?, preguntaba.

Cololendo.

Soltaba la risa y pedía: A ver, dilo de nuevo.

Cololendo.

Culo lindo, pronunciaba ella despacio, al fruncir la boca como para un beso.
Culo lindo: vamos, repite.

Cololendo.
Se apretaba el estómago de la risa, así como tú ahora, ya, ya, basta Juana,
cómo nos divertimos ¿no?, y bueno, así fue tomándote confianza,
recortándote ella misma el pelo, haciéndote cosquillas y regalándote sus
trajes usados, sus zapatos de tacón alto adonde subirse era muy difícil, o
llevándote a una casa que se llamaba cine y donde había un enredo de
sombras, un hombre que venía a ti con una vela encendida por un pasadizo
interminable, y detrás, en puntitas de pie, lo seguía un monstruo con los
colmillos afuera, babeando porque ya iba a comérselo, y a tu lado tu patrona
y un hombre gritaban cogidos de la mano y todos los niños del cine movían
sus sillas chillando menos que tú: al caerse la vela, el monstruo apretó las
manos sobre el cuello de todos y la gritería fue tal que debiste cerrar los
ojos decidida a no abrirlos más, hasta que del fondo surgió la lindura de un
río con sus orillas tejidas de árboles y te quedaste fría, sintiendo que eso
eras tú, que de ahí venías, pero que ya era imposible volver, y seguiste
mirando con fuerza en los ojos, dispuesta a volar y meterte ahí, aunque el
río se fue y te quedaste con sed, sin comprender que tu ama en la
oscuridad estaba comiéndose la boca de ese hombre y que se abrazaban
hasta hacer crujir las sillas. Esa casa no se llamó para ti como se llamaba la
película sino nada más que El río, y varias veces volviste con tu ama y el
hombre desconocido, pero jamás viste de nuevo caer la vela ni la mano
apretando todos los cuellos, ni el río o sus árboles que habían muerto para
siempre, dejándote sola.

Se llamaba La venganza de no se quién, de un nombre raro, digo.

Una noche, después de lavar las ollas y ensartar el trozo de carne en el


alambre a la intemperie, tendiste en el suelo tu cama de pellejos donde no
tardarías en morir hasta resucitar mañana bien temprano. Empezaste a
cantar no sabías qué, una larga canción que te obligaba a repetir los
sonidos y volver sobre ellos varias veces, quizá algo que duraría horas y
días. De repente se abre la puerta y entra algo así como el monstruo con la
vela encendida; coges el hacha de partir la carne y sin duda diste un grito.
Tu viejo patrón estaba ahí con el lamparín de querosene y finalmente te
arrolló y te dejó sin hacha, cogiéndote de los pelos:

¿Dónde está mi mujer? ¡Tú lo sabes! ¿Con quién va al cine?

¡Uy, señor, casi me muero!, grito yo también, y empiezo a temblar como si


viera otra vez al condenado. El viejo me quería matar, sí, sí, y yo
entonces…

Al salir ya te había tirado al suelo con un par de puntapiés, te dejó ardiendo


y latiendo el cuerpo con tanta fuerza que se te fue el sueño hasta la
medianoche, cuando oíste gritar a la señora y nacieron otros ruidos salvajes
allá en el dormitorio. Sonriendo, casi feliz de que a ella también la golpeara,
te pusiste a dormir.

Ya quisiera, don. ¡Cómo se sabe que usted no estuvo ahí!


Bueno, como sea, a la mañana siguiente le tocó a la señora entrar en la
cocina, transformada su cara preciosa por la tunda del viejo, ¡Tú se lo
contaste! ¡Fuiste tú, campa del demonio!, chillaba, y se te fue encima. Por
un rato pensaste en recoger el hacha, pero por la poca fuerza de sus manos
cerraste la puerta para castigarla de arriba abajo, de atrás adelante, en
medio de tantos pelos y ropas, tumbándola sobre tu cama de pellejos
mientras lloraba como una criatura. Sabías que el viejo había salido y así
nadie podía robarte esa felicidad. Te olvidaste, claro está, de los vecinos
que oímos sus gritos de auxilio y rebuscamos por toda la casa para dar con
la pobre, que más lloraba de susto que de dolor. Así, por fin, te conocí de
cerca. Te había visto desde el día que llegaste ahí al lado y siempre te miré
con curiosidad, no lo niego.

¿Por mi cabeza fea como un mate, por mis rayas pintadas en la cara, por
mis piernas torcidas..?

No lo niego, porque eres campa y nada más, sin pensar en hacerte daño.
Te veía comprar el pan, recibir la leche en tu olla o acompañar a tu ama a
misa o al mercado. Esa vez te di de tomar un calmante y me quedé en la
cocina a conversar contigo. ¿Te acuerdas? Los demás vecinos se fueron
con el cuento de que eras una salvaje y que, si estuviste casi por matar a tu
segunda ama, con toda seguridad que mataste a la primera.

Me acuerdo, pero usted me preguntaba tanto y yo tenía que cocinar.

Te vi hacer tan bien el locro de zapallo, hervir en su punto las ocas, resbalar
tan bien con ceniza el mote de trigo o maíz, salar los jamones, lo más difícil
para una cocinera, además de barrer la casa de arriba abajo, que desde ahí
me dio la idea de traerte a mi casa.

Gracias por defenderme de los guardias, señor, pero usted sabe que tarde o
temprano me iré.

También he pensado en eso. Quizá te vayas a Lima donde a lo mejor


estudias para secretaria o te pones a trabajar en una tienda.

No se burle, don, no me engañe.

Y tú no me hagas pensar que eres tonta. ¿Por qué no te escapaste luego de


la pelea con tu patrona? Otra empleada hubiera pensado que el viejo te
mandaría en el acto a la cárcel, cosa que todos los vecinos dábamos por
seguro. Habría sido algo normal, ¿no? ¿Por qué volviste?

Medio que me río cerrada la boca y mirando a otro lado.

¿Quién se burla de quién? Te diré yo por qué: el viejo no te denunció,


aunque los guardias se lo pidieron, por  miedo a que contaras cómo murió
su primera mujer; y además, iba a premiarte por haberle dado una paliza a
esta su segunda mujer que lo engañaba con el hombre del cine. Así, no te
pasó nada, y desde entonces (yo te miraba por la ventana de mi casa) te
lucías oronda por el patio, pasando el tiempo en peinarte y sacarte las
liendres y en hacer primero tus cosas. El viejo debió tomar otra muchacha
para la cocina y tú solamente lavarías la ropa, cantando en la acequia junto
al pesebre. Fue ahí donde asustaste a una señora Bolaños ¿no?

Hoy sí me río de golpe, sin tiempo de taparme los poquitos dientes que me
quedan.

No vi la escena pero la imagino, dice él. Tú y tu amiga la sirvienta de la


señora Bolaños cantaban felices y lavaban la ropa de sus patronas, cuando
la vieja Bolaños, esa flaca, ese hueso para perros, llega a la acequia y
empieza a regañar a tu amiga porque se demora mucho, porque dejó
cortarse la leche del día anterior, porque se agarró dos panes en vez de
uno… Entonces le da un segundo para responder, pero, con el susto, a la
india se le traba la lengua y sólo se cubre la cara con los brazos, esperando
los golpes. Tienes la conciencia sucia y por eso tiemblas, dice ella.
¡Contéstame!, si bien la otra ya olvidó con los nervios de qué se trataba y
vuelve a taparse la cara. Te frunces así para que digan que te pego ¿no?,
grita después y le va a tirar de las trenzas cuando tú le das un empujón. Si
le toca un pelo a mi amiga yo la mato, le dices tranquilamente. O sea que
mejor váyase volando. Y te vuelves a la india para calmarla: No te asustes,
Juana la Campa te vengará si algo te hacen. Con los ojos que se le salen la
señora Bolaños retrocede y grita: ¿Y quién eres tú para defenderla?
¡Campa salvaje! ¡Con razón matas a tus patronas! ¡Campa salvaje!, pero ya
lo dice saltando la pirca del pesebre y corriendo por la calle principal,
perseguida por ti.

Se me fue la risa: con los puñetes bien cerrados me veo persiguiendo a esa
vieja, pero también escapo de los guardias y de este mi nuevo amo que
corre detrás: lo estoy oyendo.

Menos mal que ese día corrimos y eso fue todo ¿verdad, Juana? Te juro
que para mí lo peor fue por la noche, cuando ya había creído que todos en
el barrio dormiríamos en paz. Oí unos golpes raros en el suelo de tu casa
(todo se oye de una pared a otra en las casas de Tarma) y después no
solamente unos gritos de tu ama, sino gritos tuyos, cosa muy extraña, pues
siempre he pensado que tú eres más valiente y aguantas más el dolor que
cualquier hombre. Me vestí y corrí como un loco. Sin tocar el portón subí a
oscuras por el lado del pesebre y entré igualito que un ladrón; en la cocina
no estabas ni tampoco en la sala. Me metí corriendo en el dormitorio, como
si hubiera mucho sitio para correr, y te hallé, ¿recuerdas? con las manos
cubriendo tus ojos, espantada de los hachazos que tu ama joven y bonita,
pero convertida en un monstruo, le daba al viejo en la cama, al viejo que ya
estaba muerto y que ella seguía despedazando entre manchas de sangre,
una lluvia increíble que también me hizo gritar. Y luego te entregó el hacha y
te pidió a voces: ¡Dale tú también! ¡Te pagaré, Juana! ¡Dale tú también!
¡Mátalo, por favor!
Suerte que usted vio la verdad, digo, temblando y sudando otra vez; el
pueblo entero iba a lincharme cuando ella dijo que yo lo había matado. Ya
era una costumbre decir que todo lo malo lo hacía yo, Juana la Campa.

Parece mentira que hayan pasado varios años de eso, que tú tengas más
de veinte y que yo siga enseñando en el mismo colegio, casado y con un
hijo. Estamos viejos ¿no, Juana?

Yo sí y hasta sin dientes, pero usted nunca, señor, digo. Por usted no pasan
los años; se le ve menor que yo.

Ya te haré componer esas muelas podridas desde tu niñez, si tú me haces


un gran servicio, dice él. Mira que te he defendido de los guardias y te he
enseñado a hablar, leer y escribir como a una señorita.

¿Cuál servicio, don?


Sé que hace tiempo quieres irte de mi casa aunque no lo digas. Quizá sólo
esperes que arregle tus papeles, tu partida de bautismo y lo demás, para
luego escaparte a Lima el rato menos pensado.
Agacho los ojos pasando la lengua por mis encías duras como callos.

No te reprocho nada, pero debo viajar urgente a Lima para asuntos de mi


trabajo y no voy a dejar solos a mi mujer y mi hijo, sin nadie que les cocine,
lave y planche. Solamente dos meses, Juana; después vuelvo, arreglo tus
papeles y te vas adonde te dé la gana. ¿Qué dices?

Mejor no se vaya, don.

Es que debo ir de todos modos.

Pero mejor sería…

Tengo que hacerlo.

Si es así está bien, señor.

Se queda asustado del poco rato que le costó convencerme y me mira dos y
tres veces, pero al fin me da la mano diciendo que hemos sellado un
compromiso y me deja ir después de tenerme una hora parada en su
escritorio lleno de ventanales y libros.

Estoy cansada al volver a la cocina, pero todavía hay que lavar las ollas,
secar los platos y cubiertos uno por uno, quitar la ropa de los cordeles del
patio, echarle harta agua al filtro de piedra. Casi me muevo dormida
poniendo la mesa con las tazas del desayuno de mañana. Eso sí, trato de
abrir bien los ojos al devolver a su sitio los biberones del chiquito, que ya he
roto muchos y no quiero más líos con su madre. Por poco llego gateando a
mi cama en el suelo: tengo más de veinte años como él dice, y hablo y
escribo como una señorita, pero mi cama sigue siendo de inmundos pellejos
llenos de pulgas, hormigas y arañas. Me quito el traje regalado por ella y en
vano pretendo dormir con el discurso del señor en mis oídos, con el servicio
que debo hacerle. Dos meses sin él, y yo sola frente a su mujer bonita y
limpia, blanca igual que una sábana, sus pelos negros como la noche, su
boca tan feliz cuando lo mira y sus dientes tan bestias cuando me apuntan y
odian, mientras sus ojos se queman de veras en la luz. Y a cada rato
empujándome con sus uñas que rasgan. ¡Cuántas veces no le habré oído
reírse de mi cabeza larga como un chiclayo, de mis colmillos de Drácula (así
los llama), de mi tatuaje de chuncha! La soporto porque mi marido la está
estudiando, les dice ella a sus amigas; sólo por eso. La estudia para escribir
una tesis sobre la conducta de los campas. Por mí la botaría mañana mismo
y me buscaría una menos salvaje y más limpia. Y sus amigas se ríen sin
preguntar, eso no, si alguna vez me han pagado un sueldo que no sea un
traje viejo o una propina que me da justo para la cazuela del cine, ahí donde
sólo suben los hombres.

Quiero dormir, pero también hay que levantarse y resolver esto cuanto
antes. No hay tiempo para caerse de sueño. Me visto de nuevo y muy
calladita porque mi patrón sabe todo lo que sucede en la casa, día y noche.
A él nadie lo engaña. Vestirme en silencio, recoger mi atadito de ropa que
por años me ha esperado ahí, bajo el fogón, y escaparme con los zapatos
viejos (también regalados por ella) en la mano para no quedarme a solas
con su mujer.

Me falta muy poco: apenas cruzar medio patio, quitar el pestillo, abrir y
juntar el portón y echarme a correr hasta el mercado donde siempre hay
camiones para Lima. Pero, ¿no ve?, ya él se dio cuenta. Ha prendido su luz
y grita: ¿Eres tú, Juana? Sigo mi camino rogando que todavía tarde en
vestirse, pero justo he llegado al Club Social Tarma cuando lo veo corriendo
con zapatillas y bata. Me da pena porque va a resfriarse con lo delicadito
que es. Corro lo más que puedo, segura de ganar, fuerte como soy, pero él
es tan decidido que hace un gran esfuerzo y ya me pisa los talones.

Un trecho más arriba está la plaza de armas llena de gente paseando como
en las retretas de los domingos. Hasta la medianoche se divierten aquellos
ociosos. Es ahí donde mi patrón llama a sus amigos, hombres y mujeres,
para formarme un cerco, me da el primer manotón y grita:

¡Atájenla! ¡Qué no se vaya! ¡Yo la he comprado y no puede irse sin mi


autorización!

Entonces lo miro fijamente, sintiendo que las palabras están de su lado y no


me defenderán, y sé que los dos vemos a su mujer muerta en mi cocina y
que esta vez no habrá salvación.

Por favor, déjeme ir, le pido.

¡De ninguna manera!, dice él.

Se lo ruego, señor…
¡Nada, nada!

Y otra vez sé que él y yo vemos a su mujer muerta a mis pies en la cocina,


sin que él me defienda ante los guardias.

¿Por qué no la mata usted solo y me deja en paz?, digo en voz baja.

No sé de qué hablas, mujer.

Entonces grito:

¿Por qué no la mata usted solo y me deja en paz?

¡Calla, animal!, grita a su vez, más fuerte que yo, para después llamar de
nuevo a sus amigos: ¡Vamos, agárrenla entre todos!

¡Cuidado que me muerdas, campa!, dice el primero de ellos, y viene contra


mí, cerrando el cerco.

Tomado de: Biblioteca de la UNMSM

Biografía
Carlos Eduardo Zavaeleta (Caraz, Ancash, 1928 – Lima, 2011) Escritor
peruano. Autor de una espléndida producción narrativa que sobresale por
su lenguaje terso y pulido, su destreza en el desarrollo de la anécdota, su
excelente construcción de los personajes y su perfecto acabado formal, es
uno de los principales integrantes de la denominada Generación del 50, en
la que se agrupan escritores peruanos de la talla de Julio Ramón Ribeyro,
Enrique Congrains, Luis Loayza y Eleodoro Vargas Vicuña, entre otros;
todos ellos fueron precursores del gran Boom de la narrativa peruana,
encabezada en la década siguiente por Mario Vargas Llosa. (Información)

Las chicas de la yogurtería


Publicado el: 17 mayo, 2020
Por Pilar Dughi

—En esta ciudad no se puede ser alegre y bonita —rezongó Lucha—,


porque la gente murmura.
La mujer pareció no entenderla.

—Olvídelo, estaba pensando en voz alta —continuó.

—¿Usted la conoce? —preguntó la mujer.

—Bueno, la he visto en la yogurtería.

—Ah, Luchita, mejor no se junte con ella —afirmó sentenciosa la mujer, que
era una empleada de la municipalidad, muy habladora y conocedora de los
chismes de la localidad. Le gustaba comentárselos a Lucha cada vez que la
veía. Lucha sonrió débilmente y se despidió. La mujer le hacía perder
tiempo.

Desde que llegó a Ayacucho, hizo algunas amistades sin mucho esfuerzo.
Tenía cinco meses en la ciudad y ya era conocida como administradora de
un proyecto de desarrollo rural. Se había presentado ante las autoridades
locales con las que tenía que coordinar por razones de trabajo: profesores
de la universidad, directores de instituciones afines y hasta con el obispo
auxiliar. El proyecto era de cierta envergadura y le habían aconsejado en
Lima que estableciera buenas relaciones con el gobierno regional.

Un día, a las pocas semanas de su arribo, se encontró con una antigua


conocida, una psicóloga que, le explicó, vivía hacía un año en Ayacucho.
Era originaria del lugar y, como ella, desde que la zona se estaba
pacificando muchos habían regresado a establecerse de nuevo. El turismo
se había incrementado, se abrían nuevos negocios y hostales.

—Mi marido ha puesto un restaurante en la Cámara de Comercio, ¿por qué


no vienes? —le propuso la mujer.

Le daba pereza cocinar todos los días y se acostumbró a ir a almorzar al


local de la Cámara de Comercio. Como el lugar estaba regularmente vacío a
partir de las dos de la tarde, entonces ella se compraba el periódico e iba a
comer tranquilamente. Por las tardes, cuando estaba libre, daba una vuelta
por la ciudad. Luego hacía un paseo por las inmediaciones de la plaza
central, tratando de conocer las tiendas, las farmacias y los restaurantes.
Así fue que encontró un pequeño comercio donde se expedían productos
lácteos y hierbas naturales, pero la especialidad de la casa era un yogur
natural que se preparaba con plantas aromáticas, a pedido de los clientes.
La dueña, una mujer de unos treinta años, que atendía detrás del
mostrador, tenía el cabello largo y ondulado, teñido de rubio. Sus ojos
vivaces, acentuados con lápiz delineador de color negro, animaban el rostro
redondo de piel sonrosada[1]. Desde el principio fue muy amable.

—Tú no eres de aquí—le dijo con convicción.

Lucha se presentó como estaba habituada a hacerlo. Pensaba que en una


ciudad donde la mayor parte de gente se conocía, una debía ser cordial. La
tendera se llamaba Charito y conocía bastante de productos naturales. Le
habló del germen de trigo y le mostró con orgullo una colección de
infusiones medicinales empaquetadas, semejantes a las que se vendían en
el mercado.

—La diferencia es que yo selecciono las mejores hierbas —le explicó


Charito—, y, si no conoces su uso, es mejor que compres los productos ya
escogidos.

Hablaron de dietas y de cómo conservar mejor la piel en el clima serrano. El


frío helado de la ciudad le había resecado a Lucha el cutis y los labios [2]. En
ocasiones había sufrido de gastritis y reacciones alérgicas de causa
desconocida.

—Lo mejor para tu estómago son las flores de azahar —y le alcanzó una
bolsa de hojas y flores secas—. Lo preparas en infusión y bebes una taza
diaria[3].

Lucha agradeció.

—Si lo mezclas con cáscaras de naranja, es bueno para el mal aliento —


añadió Charito con picardía.

Desde entonces, Lucha se convirtió en una compradora asidua. El yogur


natural era lo único que tomaba durante el día cuando tenía apetito. La
comida serrana le producía gases y la digestión se le hacía pesada.

Cuando caminaba por las calles, la gente la saludaba. Ella a veces no


recordaba bien los rostros o los nombres, pero siempre respondía con una
sonrisa. Poco a poco la fueron invitando a fiestas y reuniones. Conoció a
músicos notables y participó en festejos y pachamancas. Alquiló una
pequeña casita en Dos de Mayo, una calle colonial que serpenteaba cerca
del río. Tenía un alto portón de madera, un pequeño jardín sembrado con
jacarandás, tunas, girasoles y retamas. A veces llegaban bandadas de
palomas que se posaban en los techos vecinos. Ella les dejaba pedacitos
de pan que los animales picoteaban sin ninguna timidez. Como se sentía un
poco sola, compró un televisor pequeño que mantenía generalmente
encendido para escuchar el noticiero nocturno.

En la sala de entrada habilitó una oficina para recibir a la gente del trabajo.
Colocó algunos taburetes sobre los cuales distribuyó publicaciones y
documentos que el público podía consultar. Instaló un teléfono en el
dormitorio y amplió las conexiones de luz. Cuando necesitaba a un
carpintero o gasfitero, consultaba a los conocidos con los que se encontraba
en las calles. El agua escaseaba, así que a partir de las once de la mañana
guardaba el líquido en grandes recipientes para poder lavar y asearse. Ese
era un problema antiguo de la ciudad. La gente decía que la población
aumentaba tanto, que ya las cañerías no se abastecerían hasta que
culminara la construcción de una nueva represa [4], que era el sueño de toda
la región.
A veces se aburría, así que adquirió una bicicleta, y por las tardes se dedicó
a pasear a lo largo de la calle. Se vestía con unas mallas de gimnasia y
hacía invariablemente el mismo recorrido. Bajaba por la avenida hasta el río
y volvía remontando la pendiente. Notó que al atardecer un grupo de
vecinos solía sentarse en la vereda y conversar hasta caer la noche. Bebían
cerveza y la miraban pasar. Uno de ellos, de unos cincuenta años de edad,
con nariz prominente y piel enrojecida, la contemplaba fijamente cada vez
que ella regresaba exhausta de su recorrido.

—Qué rica hembrita, mueve tu culito —le decía cuando pasaba.

Lucha le devolvía una mirada furiosa.

—Muévete, muévete —le contestaba el tipo.

Los otros tipos se reían y Lucha trataba de evitarlos, pero se sentaban muy
cerca de su portón y era imposible.

—¿No quieres chupármela? —le dijo un día el tipo.

Lucha se le acercó.

—¡Huevón! ¡Cállate! —le contestó.

El hombre se puso rígido.

—¡Déjala! ¡Déjala! —le gritaron los otros. Uno le cogió el brazo y lo jaló
hacia ellos.

—Puta de mierda —masculló el hombre.

Desde entonces, Lucha redujo sus horas de deporte. Supo que el tipo vivía
en la casa de al lado. No había reparado antes en él, pero ahora lo veía con
frecuencia en la bodega y en el horno donde compraba el pan. El hombre
parecía mirarla con rabia. Lucha dejó de saludar indistintamente a los
vecinos, porque ya no sabía cuáles eran los groseros que podían tener
amistad con aquel. Cuando lo veía, evitaba su rostro y lo esquivaba cuando
lo cruzaba por la calle.

Para entretenerse, acudía a la biblioteca de la universidad. Ahí se encontró


con un profesor bastante gentil, con cierta autoridad fundada en sus largos
años de docencia. Intercambiaron libros y luego se encontraron en algunas
reuniones. Conoció a su esposa, una mujer joven y pálida que la saludaba
con cortesía. Una vez el profesor le prometió un libro que supuso sería muy
útil para Lucha. Ella lo fue a buscar varias veces a su oficina, pero no lo
encontró. Una noche, el profesor tocó la puerta de su casa. Ella lo recibió
con alegría y lo hizo pasar a la sala. El hombre parecía algo nervioso. Lucha
no supo qué hacer y le invitó un café.

—Te has acostumbrado bastante bien —le dijo él.


—Más o menos —contestó ella—. La falta de agua me molesta. Es penoso
tener que recolectarla todos los días.

A Lucha le complacía tener relación con la gente de la universidad. Sentía


que podía conversar sobre las reflexiones que le despertaba su trabajo, las
noticias locales y los libros que leía. La principal forma de enterarse de lo
que pasaba en la ciudad era intercambiando opiniones con ellos. Ya que no
había un periódico regional, la radio y los encuentros personales eran una
forma de estar informada.

—¿Y qué te parecemos los ayacuchanos?

—Oh, han sido muy hospitalarios conmigo. Lo único que no me gusta es


que beben mucho en las reuniones y, si una no quiere hacerlo, se molestan.
Lo consideran una afrenta.

—Ah, eso es en toda la sierra —exclamó él—. El campesino bebe en sus


fiestas patronales durante días. La comunidad entera, hombres y mujeres,
hasta perder el sentido.

—Sí, ya lo sé, pero es excesivo.

—Es un pretexto para poder llorar —comentó él—, sin tener vergüenza.

Y a continuación contempló el techo alto de la sala.

—Esta casa es muy antigua, tiene techos de bóveda —señaló.

—Es muy fresca cuando hace calor.

—¿Puedo ver la casa? —inquirió él.

—Sí, claro —respondió ella.

Él se levantó y se dirigió hacia la cocina, que daba al patio.

—Bonita casa —dijo, y luego se acercó hacia el cuarto que estaba al lado
de la sala. Era el dormitorio de Lucha.

—Tienes una cama matrimonial —le dijo.

Y la miró con curiosidad. Lucha se sintió incómoda.

—¿No tienes frío? —le dijo él y trató de rodearle los hombros. Lucha se
apartó rápidamente.

—No —contestó irritada.

—Es una cama muy grande para ti —respondió él, tratando de abrazarla de
nuevo.
Lucha salió inmediatamente del dormitorio.

—Ya es muy tarde —le dijo—. Es mejor que te vayas.

El hombre salió detrás de ella y se puso la casaca que había dejado sobre
la silla del comedor.

—Anda a buscarme a la universidad cuando quieras —subrayó mientras


Lucha le abría la puerta.

Lo despidió de un portazo. Estúpido, pensó. ¿Qué se ha creído ese cirio?


Se preparó un mate de coca y antes de acostarse ajustó los cerrojos de las
puertas.

La época de lluvias había llegado y el clima se volvió húmedo. Por las


mañanas se levantaba con la nariz congestionada y comenzó a toser en
forma intermitente. Se encontró con Charito, que conversaba con dos
amigas en uno de los portales de la plaza.

—Yo creo que debes tomar canchalagua —le recetó Charito—. Además de
ser buena planta para el resfriado, facilita la digestión y la puedes preparar
con limón como refresco.

La presentó a sus acompañantes. Eran dos chicas altas, algo gorditas, no


pasaban de treinta años y lucían bastante guapas. Tenían el cabello largo,
ondulado y suelto sobre los hombros.

—Son mis amigas —le dijo Charito—. Cuando quieras, podemos


hacer jogging[5] hasta el aeropuerto los domingos por la mañana.

Se había convertido una costumbre en la ciudad correr a lo largo de la


carretera los fines de semana desde horas muy tempranas. El camino hacia
el aeropuerto era la distancia preferida por los deportistas. Jóvenes y
adultos de ambos sexos, enfundados en buzos de colores, practicaban el
deporte los domingos. Lucha aceptó la invitación, pero no quedaron en nada
concreto. Caminó hacia el mercado para comprar algunos quesos de cabra
y enviar a Lima. En la calle distinguió al mayor de policía, un hombre canoso
y fortachón, muy conocido entre los ayacuchanos. Cruzaron algunas
palabras de simpatía. Lucha le estaba agradecida porque siempre le
resolvía algunos problemas que no faltaban en el trabajo, como los
permisos que a veces tenía que recabar para que los promotores del
proyecto pudiesen viajar a la zona de la selva ayacuchana con algunos
productos, como el querosene, que estaban restringidos por la presencia del
narcotráfico en la región.

—Te he visto conversando en la plaza —le dijo el mayor.

—Ah, sí, con Charito y sus amigas.

—No es una buena compañía, Luchita —le contestó.


—¿Por qué? —objetó sorprendida.

—Yo sé lo que te digo, Luchita —insistió el mayor.

—¿Pero no era tu amiga? Yo también te he visto conversando con ella.

—Por eso mismo, Luchita, yo la conozco —respondió él, moviendo la


cabeza con cierto tono de censura.

Lucha se quedó callada. Se despidió de él y continuó caminando. Sintió que


le invadía la cólera. ¿Y ahora de qué se trata? Es porque son bonitas y, si
son alegres, peor, se dijo. Estuvo reflexionando en ello los días siguientes y
rememoró algunas escenas. Recordaba haber visto a las chicas en la
yogurtería por las tardes, platicando entretenidamente con algunos
parroquianos a la hora en que la gente salía a pasear por la plaza. Era un
trío que no dejaba de ser llamativo en la esquina de la tienda.

Aquella semana llovió intensamente y el muro de adobes que rodeaba parte


del patio interior de su casa se desplomó con la lluvia torrencial. Tuvo que
hablar con la dueña y contratar a un par de albañiles para que le
reconstruyeran la pared. Una noche en que se encontraba cocinando,
descubrió que se habían robado la ropa colgada en el cordel.

Asustada y provista de una linterna, revisó sus pertenencias y vio que


además se habían llevado varias cajas con medicinas y alimentos. Como
todavía no estaba reparada la pared derruida, tuvo miedo. Se dio cuenta de
que era muy fácil entrar a la casa desde la calle. Llamó a la policía. Cuando
llegaron los agentes, recorrieron las calles laterales y los vecinos se
alarmaron. Lucha les explicó que le habían robado. Uno de los muchachos
vecinos se ofreció a subirse a los techos a revisar si había huecos. Era el
hijo del hombre grosero que le hacía comentarios vulgares cuando ella
paseaba en bicicleta. Al poco tiempo llegó el tipo furioso.

—Esa mujer es una loca —les gritó a los policías señalando a Lucha—, se
ha peleado con todos los vecinos.

Y llamó a su hijo dando alaridos.

—Oiga, ¡déjelo! —protestó Lucha—. Él me está ayudando.

El hombre cogió del brazo a su hijo y lo arrastró dándole empellones hacia


su casa. Los policías tranquilizaron a Lucha.

—Ese tipo es un malcriado —les dijo indignada—. Es un descarado.

Una vecina le explicó confidencialmente a Lucha que ese hombre era un


antiguo policía que había sido dado de baja por comportamiento violento. Le
pegaba a su mujer y a sus hijos y era un borracho. Lucha se despidió de la
gente y se encerró en su casa. Inspeccionó los seguros de las puertas y
ventanas y decidió comprarse candados grandes para instalarlos al día
siguiente. La imagen del tipo exaltado alardeando en medio de la calle le
molestó. Resolvió tener más cuidado. Los vecinos no eran todos de fiar.

Al atardecer del día siguiente, cuando regresaba de hacer las compras de la


semana, vio a un grupo de chicos jugando en la acera de su casa. Entre
ellos distinguió al hijo del vecino, el muchacho que había intentado ayudarla
la noche anterior.

—Por culpa de esa, mi papá me ha agarrado a latigazos anoche [6] —


exclamó el chico, lanzándole una mirada cargada de violencia. Los otros la
miraron también. Lucha se sintió desnudada. Ingresó inmediatamente a la
casa y cerró con fuerza el portón.

La habían invitado a una reunión por la noche y pensó que le convenía salir
para despejarse un poco. Casi no había podido trabajar en la oficina,
apurando a los albañiles para que terminaran la construcción y buscando a
un cerrajero que le reemplazara las bisagras oxidadas de las puertas [7].
Siendo día de semana prefería acostarse temprano, pero la inseguridad de
la casa producida por los desmanes del aguacero le generaba una cierta
inquietud y temía no poder dormir[8]. Se preparó una infusión de azahar muy
cargada y se fue a la fiesta. Era un grupo pequeño, gente que trabajaba en
algunas instituciones con las que se relacionaba y había también algunos
desconocidos. Uno de los asistentes la enlazó por la cintura [9].

—¿Qué hace una mujer solita en Ayacucho? —le preguntó mientras


bailaban.

—¿Me conoces de algún sitio? —respondió inquieta.

—Aquí todos nos conocemos —contestó él desdeñosamente.

Alguien bromeó y dijo que Lucha no estaba sola sino que era amiga de los
visitantes asiduos de la Cámara de Comercio. La gente estaba ya borracha
y reía. ¿Cómo iba a estar sola Luchita?, repetían. Siempre estaba bien
acompañada, decían jocosamente. Lucha comenzó a inquietarse [10]. ¿Sabían
dónde vivía? ¿Que estaba sola? El resto de la noche permaneció
ensimismada y pidió a una de las mujeres que la acompañara a tomar un
taxi en la plaza. Una pareja de esposos se ofreció a llevarla. Las calles
estaban bastante oscuras y la iluminación era muy débil. Al llegar a su casa
abrió el portón y cruzó raudamente el jardín. Cerró las puertas y las aseguró
con candados. Tengo que poner más luces afuera, pensó. Revisó su
linterna y notó que le faltaba una pila. No sirve para nada, razonó, y la arrojó
sobre la mesa. Recolectó velas y fósforos y los puso sobre la mesa de
noche. Trató de dormir, pero escuchaba ruidos en el techo. Las paredes
eran de quincha, al estilo de las construcciones antiguas, de caña
empastada con barro, y crujían permanentemente. Era imposible distinguir
pasos humanos o pisadas de gatos. Al menor ruido, llamo a la policía,
pensó. La puerta del patio era de listones de madera y de consistencia muy
frágil. De una patada la pueden destrozar, se dijo. Pero ella escucharía los
ruidos y correría hacia la calle. ¿Tendría tiempo de cruzar el jardín? Dio
vueltas en la cama durante la noche sin poder conciliar el sueño. Se levantó
en la madrugada al escuchar las campanadas de la iglesia vecina. Por
primera vez desde que había llegado a la ciudad sintió que era una foránea.
Aquel día decidió no comprar yogur a pesar de que se le había acabado. No
quería pasar por la tienda y que la vieran conversando con Charito y sus
amigas.

Cuando iba a la municipalidad a recoger unos documentos, se encontró con


una señora integrante de una antigua familia ayacuchana y que trabajaba
como directora de una institución.

—Ay, Luchita —le dijo afligida—. No sé si ya sabes lo que ha pasado. Una


desgracia, una verdadera tragedia.

—No, no sé nada —contestó Lucha.

—Quién lo iba a decir, aquí, en la ciudad, ya ha llegado la plaga.

—¿Qué ha pasado?

—La gente está comentando en todos los sitios, hijita. La semana pasada
un paciente murió de sida.

—¿Cómo?

—Sí, de sida, imagínate.

—¿Cómo ha sabido usted?

—Me lo comentaron en el consultorio del doctor Capuñay.

Era el dentista del hospital.

—Me lo ha dicho también la señora Rojas, la obstetriz —exclamó


compungida la mujer—. Tenemos que hacer algo por nuestra juventud.

—Bueno, es una pena, así ocurre en todo el país.

—Pero tenemos que detenerlo ahora, antes de que sea demasiado tarde.
Tanta corrupción, tanto alcohol —continuaba la mujer— hay mucha vida
indecente, demasiada inmoralidad.

Aquel día en la Cámara de Comercio, cuando Lucha fue a almorzar, la


dueña se acercó a conversar con ella.

—Dicen que van a hacer campañas preventivas en los colegios —le explicó
a Lucha—. Ha estado aquí el director de salud de la región con otros
médicos y con el mayor de la policía. Van a hacer un despistaje.

—¿Un despistaje? Pero tendrían que hacérselo a toda la población.


—No, pues —alegó la mujer—, nada más a los sospechosos.

—¿Y cómo van a saber quiénes son sospechosos? Es imposible.

—Luchita, se sabe, eso aquí se sabe —afirmó la mujer con seguridad.

Lucha rio.

—Están locos.

La mujer la miró desconcertada.

—Pero el mal recién ha comenzado. Además, en la ciudad nos conocemos


muy bien y eso facilita la intervención, eso lo dicen los médicos —continuó.

Ella se alzó de hombros y pidió un menú. Comió sin mucho apetito


pensando en el trabajo que tenía atrasado. Aquí son unos chismosos, caviló
mientras intentaba pasar algunas cucharadas de sopa de verduras. De
segundo había un estofado de pollo que se veía muy grasiento, así que
apenas pudo comerse el arroz con un poco de zanahorias guisadas,
apartando cuidadosamente la carne y la salsa del resto del plato.

A los tres días fue a una de las bodegas más surtidas de la calle principal,
que quedaba al lado de los portales de la plaza. Se encontró con uno de los
abogados que trabajaban en el juzgado.

—¿Ha sabido ya, Luchita? —le preguntó él.

—¿Qué?

—Lo del sida.

—Sí, ya me han contado.

—Han detenido a varios sospechosos.

—¿Pero cómo van a hacer eso?

—Yo sé de nueve personas a las que se han llevado al hospital a hacerles


análisis.

—Pero no puede ser —exclamó Lucha asombrada.

El abogado continuó distraídamente.

—Qué tal castigo. Es como la sífilis antiguamente, de noche con Venus y de


día con arsénico. Porque se medicaba con arsénico. Muchos se morían con
la cura, ¿sabía usted?

Lucha ya no escuchaba.
—Es una llamada de atención para los muchachos, para la gente de vida
ligera, digan lo que digan, es una verdadera muestra del abandono de las
buenas costumbres[11]. La sociedad ayacuchana, de tanto sufrir con el
terrorismo, se ha relajado mucho —exclamó sombríamente.

Lucha se despidió precipitadamente y salió del local. Al dar la vuelta en una


esquina se tropezó cara a cara con la empleada que trabajaba en la
municipalidad.

—Luchita, Luchita, ¿adónde vas tan apurada? Hace tiempo que no te veo.

—Uf, he tenido mucho trabajo —contestó.

—Oye, se han llevado a las mujeres esas, a las de la yogurtería.

—¿Cómo?

—Sí, a varios los han llevado al hospital para ver si estaban contagiados de
sida. A las tres mujeres también les han obligado a hacerse el examen.

—¿Pero por qué? ¿Cuándo?

La mujer abrió los ojos.

—¿Cómo que por qué? Por prevención, pues. Porque una de ellas
trabajaba en el hospital y allá todo el mundo se ha enterado. Ayer las
obligaron a ir. Imagínate. Con el mayor de policía y todo.

—Ah, bueno, qué sorpresa —contestó Lucha automáticamente.

Continuó caminando sin levantar la vista. Al llegar a la esquina vio a Charito


que estaba parada en la puerta de la tienda, como siempre. Cruzó la
vereda, pero no pudo evitar que sus ojos se encontraran con los de ella.
Volvió entonces la cara sin saludarla y desapareció presurosa por otra calle.

Cuento publicado originalmente en: Pilar Dughi- Todos los cuentos.


Ed. Campo Letrado, 2018

(1)El original decía: «Era de facciones finas, piel sonrosada y ojos


sombreados con lápiz delineador de color negro, que le daban una
apariencia oriental».

  El original decía: «Lucha era de la costa, y tenía los labios y el cutis


[2]

resecos».

  El original decía: «—Lo mejor para tu estómago es el ajenjo —y le


[3]

alcanzó una bolsa de hojas secas—. Lo preparas en infusión y tomas


unas dos tazas diarias».
  El original decía: «hasta que inauguraran una nueva central de
[4]

irrigación».

  En el original: «footing».
[5]

  El original: «mi papá me ha roto el poto anoche».


[6]

  El original solo decía: «buscando a un cerrajero».


[7]

  El original decía: «Aunque era día de semana y prefería acostarse


[8]

temprano, tenía cierta aprehensión y temía no poder dormir».

  En el original la pareja de baile es menos impetuosa: «A


[9]

medianoche todos danzaban huainos y uno de los invitados la sacó a


bailar».
[10]
 El original decía: «Lucha tuvo un súbito miedo».

 El original decía: «es como para enfrentar el abandono de las


[11]

buenas costumbres».

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