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Título original: The Autistic Brain

© Temple Grandin y Richard Panek, 2013.


© de la traducción: Roc Filella Escolà, 2014.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2019.
Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com

REF.: ODBO506
ISBN: 9788491874263

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

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distribución,, comunicación ppública
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establecidas por la ley. Todos los derechos reservados
reservados..
Índice
Prólogo

PRIMERA PARTE.deEL
1. Los significados CEREBRO AUTISTA
«autismo»
2. Iluminando el cerebro autista
3. Secuenciando el cerebro autista
4. Jugando al escondite
SEGUNDA
SEGUN DA PARTE. REPENSAR EL CEREBRO AUTISTA
5. Observar
Observar más allá de las etiquetas
6. Conocer
Conocer las virtudes propias
propias
7. Repensar
Repensar con imágenes
8. De marginales
marginales a normales
Apéndice:
Apéndic e: El test de cociente del espectro autista
Agradecimientos
Agradec imientos
Notas
PRÓLOGO

En este libro llevaré al lector a un recorrido por el cerebro autista. Estoy en la


excepcional posición de poder hablar tanto de mis experiencias con el
autismo como de las ideas que he adquirido después de someterme a
numerosos escáneres cerebrales durante muchos años, siempre con la
tecnología más reciente. A finales de la década de 1980, poco después de que
se empezaran a utilizar las imágenes por resonancia magnética (IRM), me
agarré a la oportunidad de emprender mi primer «viaje al centro de mi
cerebro». En aquellos días, los aparatos para la obtención de imágenes por
resonancia magnética eran una rareza, y la visión detallada de la anatomía de
mi cerebro fue algo impresionante. Desde entonces, siempre que ha aparecido
un nuevo sistema de escaneo, he sido la primera en apuntarme para probarlo.
Las muchas resonancias de mi cerebro han dado posibles explicaciones del
retraso en el habla que tuve en mi infancia, los ataques de pánico y los
problemas para reconocer las caras.
El diagnóstico de autismo y otros trastornos evolutivos se ha de realizar
aún con un sistema chapucero de perfiles conductuales establecidos en un
libro llamado DSM, siglas de Diagnostic and Statistical Manual of Mental
Disorders.* A diferencia del diagnóstico de faringitis estreptocóquica, los
criterios para la diagnosis de autismo han cambiado con cada nueva edición
del DSM. Advierto a padres, profesores y psiquiatras de que no se dejen
atrapar en las etiquetas. No son exactas. Se lo suplico: no permitan que
ningún niño ni adulto sea definido por una etiqueta del DSM.
La genética del autismo es un embrollo extremadamente complejo.
Intervienen en ella muchas pequeñas variaciones del código genético que
controlan el desarrollo del cerebro. Una variación genética presente en un
niño autista no lo está en otro. Voy a repasar lo más reciente sobre genética.
Se han hecho cientos de estudios sobre los problemas que las personas

autistas tienen con la comunicación social y el reconocimiento facial, pero no


se han tenido en cuenta los problemas sensoriales. La hipersensibilidad
sensorial es un problema grave para unos y no tanto para otros. A algunas
personas del espectro autista, los problemas sensoriales les pueden
imposibilitar la participación en las actividades normales de la familia, y
mucho más conseguir un empleo. Esta es la razón de que mi prioridad en la
investigación del autismo sea unos diagnósticos precisos y unos mejores
tratamientos de los problemas sensoriales.

El autismo, la depresión y otros trastornos se hallan en un continuo que va


de lo normal a lo anormal. El exceso de un rasgo provoca una discapacidad
grave, pero un poco de él puede ser una ventaja. Si se eliminaran todos los
trastornos cerebrales de origen genético, es posible que fuéramos más felices,
pero sería a un precio muy alto.
Cuando escribí Pensar con imágenes, en 1995, estaba equivocada al pensar
que todas las personas que se encontraban en el espectro autista eran
pensadores visuales fotorrealistas como yo. Al empezar a entrevistar a otras

personas para averiguar


estaba equivocada. cómo evocaban
Postulé la información,
que existían tres tiposme de
di cuenta de que
pensamiento
especializado, y me entusiasmé al descubrir que varios estudios de
investigación confirmaban mi tesis. Saber el tipo de pensador que eres te
puede ayudar a respetar tus propias limitaciones e, igualmente importante,
aprovechar tus virtudes.
Cuando yo nací, hace sesenta y cinco años, el panorama era
completamente distinto del actual. Hemos pasado de internar a los niños con
autismo grave a intentar facilitarles la mejor vida posible —y, como veremos
en el capítulo 8, encontrar un trabajo significativo para quienes puedan
realizarlo—. El lector encontrará en este libro todos los pasos de mi viaje.
TG
PRIMERA PARTE

EL CEREBRO AUTISTA
1

LOS SIGNIFICADOS DE «AUTISMO»

Tuve la fortuna de nacer en 1947. De haberlo hecho diez años más tarde, mi
vida como persona con autismo habría sido muy distinta. En 1947, el
diagnóstico de autismo tenía solo cuatro años. Casi nadie sabía qué

significaba. Cuando mi madre observó en mí los síntomas que hoy


etiquetaríamos de autistas —conducta destructiva, incapacidad para hablar,
sensibilidad al contacto físico, fijación en los objetos que giran, etc.— hizo lo
que creyó adecuado. Me llevó al neurólogo.
Bronson Crothers era director del Hospital Infantil de Boston desde su
fundación, en 1920. Lo primero que el doctor Crothers hizo en mi caso fue
encargar un electroencefalograma, o EEG, para descartar que padeciera una
crisis de ausencia. Después me examinó los oídos para asegurarse de que no

era sorda. «Bien, desde luego es una niña rara», le dijo a mi madre. Después,
cuando empecé a verbalizar un poco, el doctor Crothers modificó su
evaluación: «Es una niña rara, pero aprenderá a hablar». Diagnóstico: daño
cerebral.
Nos remitió a una especialista en habla que dirigía una pequeña escuela en
el sótano de su casa. Imagino que se podría decir que los otros niños también
tenían daño cerebral; padecían síndrome de Down y otros trastornos. Yo no
era sorda, pero tenía dificultades para oír las consonantes, por ejemplo la c de

cup. Cuando los mayores hablaban deprisa, solo oía los sonidos vocálicos, así
que pensaba que tenían su propia lengua especial. Pero la logopeda me
hablaba más despacio, lo cual me ayudaba a oír los difíciles sonidos
consonánticos, y cuando decía cup pronunciando la c, la terapeuta me
felicitaba, exactamente lo que hoy haría cualquier terapeuta conductual.

Al mismo tiempo, mi madre contrató a una niñera que no hacía más que
ugar con mi hermana y conmigo a juegos de guardar y seguir el turno. El
sistema de la niñera también se parecía al que hoy se emplea en terapia
conductual. Montaba el juego de forma que las tres debiéramos seguir un
turno. Durante las comidas, me enseñaron a comportarme en la mesa, y no se
me permitía rodar el tenedor por mi cabeza. El único momento en que podía
volver a mi autismo era durante una hora después de la comida. El resto del
día, tenía que vivir en un mundo sin balanceos ni giros.

Mi madre hizo una labor heroica. De hecho, descubrió ella sola el


tratamiento estándar que hoy aplican los psiquiatras. Es posible que estos no
se pongan de acuerdo sobre los supuestos beneficios de un determinado
aspecto de una terapia frente a un determinado aspecto de otra terapia. Pero el
principio básico de todos los programas, incluido el que se empleó conmigo
(el de la Escuela de Terapia del Habla del Sótano de la Señorita Reynolds
más Niñera), es participar con el niño en actividades que impliquen una
relación de uno a uno durante horas, todos los días, entre veinte y cuarenta

horas
Sin aembargo,
la semana.
el trabajo que realizó mi madre se basaba en el diagnóstico
inicial de daño cerebral. Solo diez años después, cualquier médico
probablemente habría hecho un diagnóstico distinto. Después de analizarme,
le habría dicho a mi madre: «Se trata de un problema psicológico; todo está
en la mente de la niña». Y a continuación me hubieran internado.
He escrito mucho sobre el autismo, pero realmente nunca lo he hecho
sobre cómo se llega al propio diagnóstico. A diferencia de la meningitis, el

cáncer de pulmón o la faringitis estreptocóquica, el autismo no se puede


diagnosticar en el laboratorio —aunque se está intentando desarrollar
sistemas para hacerlo, como veremos más adelante—. En su lugar, como
ocurre con muchos síntomas psiquiátricos, como la depresión y el trastorno
obsesivo-compulsivo, el autismo se identifica con la observación y la

evaluación de conductas. Estas observaciones y evaluaciones son subjetivas,


y las conductas varían de una persona a otra. El diagnóstico puede ser
confuso, y puede ser vago. Ha ido cambiando con los años, y sigue
cambiando.
El diagnóstico de autismo se remonta a 1943, cuando Leo Kanner, médico
de la Universidad Johns Hopkins y pionero de la psiquiatría infantil, lo
propuso en un artículo. Pocos años antes,1 había recibido una carta de un
padre preocupado llamado Oliver Triplett Jr., un abogado de Forest, en el

estado de Misisipí. A lo largo de treinta páginas, Triplett explicaba con


detalle los cinco primeros años de la vida de su hijo Donald. Donald, escribía,
no mostraba signos de querer estar con su madre, Mary. Además, podía
«abstraerse perfectamente» de todos los que lo rodeaban. Tenía frecuentes
pataletas, muchas veces no atendía por su nombre y se encandilaba con los
objetos que giraban. Pero, con todos sus problemas evolutivos, Donald
demostraba dotes inusuales. A los dos años, había memorizado el salmo 23
(«El Señor es mi pastor...»). Podía citar al pie de la letra veinticinco

preguntas y respuestas
revés las letras del Tenía
del alfabeto. catecismo presbiteriano.
una entonación Le encantaba decir al
perfecta.
Mary y Oliver llevaron a su hijo de Misisipí a Baltimore para que lo
visitara Kanner. En los pocos años siguientes, este empezó a identificar en
otros niños rasgos parecidos a los de Donald. ¿Existía un patrón?, se
preguntó. ¿Todos esos niños padecían el mismo síndrome? En 1943, Kanner
publicó un artículo: «Autistic Disturbances of Affective Contact», en la
revista Nervous Child.2 En él se exponían historias de casos de once niños

que, pensaba Kanner, compartían una serie de síntomas (de los cuales, hoy se
reconocerían como propios del autismo la necesidad de estar solo y necesidad
de la invariabilidad. Estar solo en un mundo que nunca cambiaba).
Desde el principio, los profesionales de la medicina no supieron qué hacer
con el autismo. ¿Era biológica la fuente de esas conductas, o era psicológica?

¿Estos comportamientos eran lo que los niños habían traído consigo al


mundo? ¿O eran lo que el mundo les había inculcado? ¿El autismo era fruto
de la naturaleza o de la crianza?
Kanner se inclinaba por la explicación biológica del autismo, al menos al
principio. En ese artículo de 1943 señalaba que las conductas autistas
parecían darse a una edad temprana. En el último párrafo decía: «Hemos de
suponer, por tanto, que estos niños han venido al mundo con la incapacidad
innata de formar el contacto afectivo habitual y de base biológica con las

personas, del mismo modo que otros niños llegan al mundo con minusvalías
[sic] físicas o intelectuales innatas».
Pero había en estas observaciones un aspecto que lo desconcertaba. «No es
fácil evaluar el hecho de que todos nuestros pacientes sean hijos de padres
muy inteligentes. Tanto es así, que en el ambiente familiar se observa un alto
grado de obsesión —pensaba, sin duda, en la carta de treinta y tres páginas de
Triplett—. Los diarios e informes minuciosamente detallados y el recuerdo
frecuente, después de varios años, de que los niños habían aprendido a recitar

veinticinco
treinta y sietepreguntas
nanas, o ya distinguir
respuestasentre
del dieciocho
catecismosinfonías,
presbiteriano, a cantar
constituyen un
buen ejemplo de la obsesión parental».
«Hay otro aspecto destacado —proseguía Kanner—. En todo el grupo, hay
muy pocos padres y madres que sean realmente cariñosos. En su mayor parte,
padres, abuelos y familiares son personas muy preocupadas por abstracciones
de carácter científico, literario o artístico, y con poco auténtico interés por las
personas».

Estas observaciones de Kanner no son tan condenatorias para los padres


como cabría pensar. En esa primera fase de su estudio del autismo, Kanner no
apuntaba necesariamente a una relación de causa y efecto. No decía que si los
padres se comportaban de esta forma, provocaban que sus hijos se
comportaran de esa forma. Lo que hacía era señalar similitudes entre los

padres y sus pacientes. Al fin y al cabo, los padres y su hijo pertenecían al


mismo acervo genético. Las conductas de ambas generaciones se podrían
deber al mismo desliz biológico.
Sin embargo, en 1949, en un artículo posterior, Kanner pasaba de centrar la
atención en lo biológico a ponerla en lo psicológico. 3 El artículo ocupaba
diez páginas y media, de las cuales Kanner dedicaba cinco y media al
comportamiento de los padres. Once años después, en una entrevista
publicada en Time,4 decía que los niños autistas solían ser hijos de padres

«que se descongelaban por un momento para fabricar al niño». Y como


Kanner era el primero y principal experto sobre el tema, su actitud determinó
el concepto que la profesión médica tuvo sobre el autismo durante al menos
un cuarto de siglo.
Más adelante, Kanner mantuvo que muchas veces se le «citaba
equivocadamente al decir que “toda la culpa es de los padres”». 5 También se
quejaba de que los críticos soslayaban su preferencia original por una
explicación biológica. Y él mismo no era precisamente un admirador de

Freud. En del
Gran Dios un libro que publicó
Inconsciente enarrogantes
y a sus 1941, decía: «A quiennada
intérpretes, quiera
hay adorar
que se al
lo
pueda impedir».
Pero Kanner también era producto de su tiempo, y sus años más fecundos
coincidieron con el auge del pensamiento psicoanalítico en Estados Unidos.
Cuando Kanner observaba los efectos del autismo, es posible que al principio
se dijera que probablemente eran de carácter biológico, pero no por ello dejó
de buscar una causa psicológica. Y cuando especulaba sobre quiénes eran los
villanos que podían haber infligido tal herida psíquica, se dirigió a los
sospechosos habituales del psicoanálisis: los padres (en especial la madre).
Es probable que el razonamiento de Kanner lo dificultara el hecho de que
la conducta de los niños que son producto de unos padres poco entregados a

su labor de tales se puede parecer a la de los niños con autismo. Los niños
autistas pueden parecer maleducados, cuando en realidad no son más que
inconscientes de las señales sociales. Pueden entregarse a pataletas. No
pueden estarse quietos, compartir los juguetes ni dejar de interrumpir las
conversaciones de los mayores. Quien haya estudiado las conductas de los
niños con autismo podrá haber llegado fácilmente a la conclusión de que el
problema son los padres, no los propios niños.
Pero en lo que Kanner se equivocó estrepitosamente fue al dar por

supuesto que, dado que una parentidad deficiente puede provocar un mal
comportamiento, toda mala conducta ha de ser resultado de una mala
parentidad. Dio por supuesto que la capacidad de un niño de tres años de
nombrar a todos los presidentes y vicepresidentes de Estados Unidos no
podía no ser debida a una intervención externa. Supuso que la conducta
psíquicamente aislada o físicamente destructiva del niño no podía no ser
debida a unos padres emocionalmente distantes.
De hecho, Kanner invertía la relación de causa y efecto. El niño no se

comportaba de forma psíquicamente aislada o físicamente destructiva porque


los padres eran emocionalmente distantes. Al contrario, los padres eran
emocionalmente distantes porque el hijo se comportaba de forma
psíquicamente aislada o físicamente destructiva. Mi madre es un buen
ejemplo. Dejó escrito que cuando no le devolvía los abrazos, pensaba: «Si
Temple no me quiere, guardaré las distancias».6 Pero el problema no era que
no la quisiera. Era que la sobrecarga sensorial del abrazo me obstaculizaba el
sistema nervioso. (Por entonces, claro está, nada se sabía de la

hipersensibilidad sensorial. Hablaré de este tema en el capítulo 4.)


La lógica inversa de Kanner encontraría su adalid en Bruno Bettelheim, el
influyente director de la Escuela Ortogénica para niños perturbados de la
Universidad de Chicago. En 1967, Bettelheim publicó La fortaleza vacía:
autismo infantil y el nacimiento del yo, un libro que popularizó la idea de

«madre nevera» de Kanner. Al igual que Kanner, Bettelheim pensaba que el


autismo probablemente era de naturaleza biológica. Y como las de Kanner,
sus ideas sobre el autismo se basan, pese a todo, en principios psicoanalíticos.
Decía Bettelheim que el niño autista no estaba predeterminado
biológicamente para manifestar los síntomas, sino predispuesto
biológicamente hacia esos síntomas. El autismo estaba latente; hasta que
aparecía una pobre parentidad y le daba vida.7
Si mi madre no me hubiera llevado al neurólogo, es posible que se la

hubiese culpado de ser una madre nevera. Solo tenía diecinueve años cuando
yo nací, y era su primera hija. Como muchas madres primerizas que se
enfrentaban al «mal» comportamiento del hijo, mi madre supuso al principio
que algo debía de hacer mal. Sin embargo, el doctor Crothers le alivió la
angustia. Cuando yo estaba en segundo o tercer curso de primaria, mi madre
consiguió que un médico me aplicara el tratamiento Kanner completo, y le
informó que la causa de mi comportamiento era una lesión psíquica y que yo,
mientras no la supiera identificar, estaría condenada a habitar en mi propio

mundo de aislamiento.
Pero el problema no era una herida psíquica, y mi madre lo sabía. El
planteamiento psicoanalítico ante un trastorno era encontrar la causa de la
conducta y eliminarla. Mamá dio por supuesto que no podía hacer nada con
la causa de mi conducta, así que su sistema fue ocuparse del propio
comportamiento. En este sentido, mi madre fue por delante de su época. La
psiquiatría infantil tardaría décadas en alcanzarla.
La gente me pregunta a menudo: «¿Cuándo supo realmente que era

autista?». Como si en mi vida hubiera un momento determinante, una


revelación sobre el antes y el después. Pero en los años cincuenta la idea de
autismo no funcionaba así. Por entonces, la psiquiatría infantil era aún joven,
y yo también. Las palabras autismo y autista apenas aparecían en el intento
inicial de la Asociación Psiquiátrica Americana de estandarizar los
diagnósticos psiquiátricos, en la primera edición del Manual diagnóstico y
estadístico de los trastornos mentales (DSM), publicado en 1952, cuando yo
tenía cinco años. Las pocas veces que aparecían estas palabras, se empleaban
para describir síntomas de un diagnóstico distinto, la esquizofrenia. Por
ejemplo, en la entrada Reacción esquizofrénica, Tipo infantil, se hacía
referencia a «reacciones psicóticas de los niños, manifestaciones
principalmente de autismo», sin ninguna explicación posterior de qué era el
propio autismo.

Mi madre recuerda que uno de los primeros médicos de mi vida se refirió


de pasada a «tendencias autistas». Pero yo nunca oí la palabra autista aplicada
a mí hasta que tuve doce o trece años; recuerdo que pensaba: «¡Oh! La
diferente soy yo». Pero ni siquiera entonces hubiera sido capaz de decir
exactamente cuáles eran las conductas autistas. No hubiese sabido decir por
qué me costaba tantísimo hacer amigos.
A los treinta y tantos, cuando estaba realizando el doctorado en la
Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, todavía era capaz de ignorar

que el autismo afectaba a mi vida. Una de las asignaturas obligatorias era la


de estadística, y yo estaba desesperada. Solicité seguir el curso con un
profesor particular, en lugar de la asistencia regular a las clases, y me dijeron
que para ello necesitaba la correspondiente autorización y que debería pasar
por una «evaluación psicoeducativa». El 17 y el 22 de diciembre de 1982 me
reuní con un psicólogo y realicé diferentes pruebas estándares.8 Hoy, cuando
saco aquel informe del archivo y lo leo de nuevo, las puntuaciones
prácticamente me hablan a gritos: «La persona que hizo esos test era autista».

En un subtest en el que tenía que identificar una palabra que se


pronunciaba sílaba a sílaba, obtuve una puntuación propia de segundo curso
de primaria. La misma puntuación obtuve en un subtest en que tenía que
comprender frases cuyos sustantivos eran sustituidos por símbolos
arbitrarios; por ejemplo, una bandera significaba «caballo».
«¡Claro! —pensé—. Claro que lo hacía mal en esos test». Me obligaban a
retener en la cabeza una serie de conceptos que había acabado de aprender.
Una bandera significaba «caballo», un triángulo significaba «barca», un
cuadrado significaba «iglesia». Un momento, ¿puede repetirme qué significa
una bandera? O la sílaba que escuché hace tres segundos era mo, la de hace
dos segundos era de, la de hace un segundo era ra¸ y ahora la nueva sílaba es
ción. Espere, ¿me repite la primera sílaba? Mi éxito dependía de mi memoria
a corto plazo, y —como les ocurre a muchas personas autistas, como

averiguaría más tarde— mi memoria a corto plazo es mala. ¿Qué tenía de


extraño?
En el otro extremo, lo hacía bien en ejercicios de sinónimos y antónimos
porque sabía asociar las palabras del test a imágenes de mi mente. Si el
psicólogo que me examinaba me decía «stop», veía una señal de stop. Si
decía «pase», veía una luz verde. Pero no eran una señal de stop ni una luz
verde cualesquiera. Veía una señal de stop concreta y una luz verde concreta
de mi pasado. Veía un montón de ellas. Incluso recordaba una luz de paso de

un puesto fronterizo de México, una luz roja que se volvía verde si los
policías decidían no registrarte las maletas, y había visto esa luz hacía más de
diez años.
Bueno, ¿y qué?, pregunto de nuevo. Por lo que sabía, todo el mundo
pensaba con imágenes, y ocurría simplemente que yo lo hacía mejor que la
mayoría de las personas, algo que ya sabía. En ese punto de mi vida, llevaba
varios años haciendo dibujos de arquitectura. Ya había vivido la experiencia
de terminar un dibujo, quedarme mirándolo y pensar: «No puedo creer que lo

haya hecho yo». Lo que no había pensado era: «Puedo hacer este tipo de
dibujos porque he estado paseando por el jardín, he guardado todos sus
detalles en la memoria, he almacenado las imágenes en el cerebro como si
fuera un ordenador, y después he recuperado las que me interesaban. Puedo
hacer este tipo de dibujos porque soy una persona con autismo». Del mismo
modo que no había pensado: «He alcanzado el percentil 6 en razonamiento y
el 95 en capacidad verbal porque soy una persona con autismo». Y la razón
de que no pensara estas cosas es que «persona con autismo» era una categoría
que en aquellos tiempos solo empezaba a existir.
La palabra autismo, claro está, formaba parte del léxico psiquiátrico desde
1943, por lo que la idea de personas con autismo llevaba presente como
mínimo el mismo tiempo. Pero la definición era vaga, por decirlo
suavemente. Si nadie me señalaba ninguna cosa extraña en la forma de

comportarme, no iba por ahí pensando que era una persona con autismo. Y,
en este sentido, no creo que fuera una excepción.
La segunda edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos
mentales se publicó en 1968, y, a diferencia de la anterior de 1952, no hacía
ninguna mención al autismo. Por lo que sé, la palabra autista sí aparecía dos
veces, pero, de nuevo, como ocurría en el DSM-I, solo lo hacía para describir
síntomas de esquizofrenia y no en relación con un diagnóstico propio.
«Comportamiento autista, atípico e introvertido», decía una referencia;

«pensamiento autista», decía la otra.


Pero en la década de 1970 la profesión psiquiátrica dio un giro completo a
su forma de pensar. En lugar de buscar las causas al estilo del antiguo
psicoanálisis, los psiquiatras empezaron a centrarse en los efectos. En vez de
considerar que el diagnóstico exacto era una cuestión secundaria, los
profesionales de la psiquiatría empezaron a intentar clasificar los síntomas de
modo estricto, ordenado y uniforme. Y así decidieron que había llegado el
momento de que la psiquiatría se convirtiera en una ciencia.
Saber «descargar» imágenes de mis visitas a instalaciones ganaderas para elaborar este
esbozo de una rampa de carga de doble plataforma no me parecía nada fuera de lo normal.
© Temple Grandin.

Este giro se produjo por dos razones. 9 En 1973, David Rosenhan, un


psiquiatra de Stanford, publicó un artículo 10 en que explicaba que él mismo y
colegas suyos habían simulado ser esquizofrénicos y psiquiatras locos tan
bien que los psiquiatras los internaron y retuvieron contra su voluntad en
hospitales mentales. ¿Qué credibilidad científica puede tener una especialidad
médica si sus profesionales pueden hacer diagnósticos equivocados con tanta
facilidad, unos diagnósticos erróneos, además, de consecuencias
potencialmente trágicas?
Otra razón de ese giro fue sociológica. En 1972, el movimiento de los
derechos de las personas homosexuales protestó contra la clasificación que en
el DSM se hacía de la homosexualidad como una enfermedad mental, como
algo que había que curar. La batalla se ganó, y con ello se planteó la pregunta
de qué confianza merecía cualquier diagnóstico del DSM.
Pero probablemente el factor más importante que intervino en el paso de la
atención de la psiquiatría de las causas a los efectos, de la búsqueda de una

lesión psíquica a la catalogación de los síntomas, fue el auge de la


medicación. Los psiquiatras descubrieron que para tratar a sus pacientes no
era necesario indagar en las causas. Con el tratamiento de los efectos podían
aliviar el sufrimiento del paciente.
Pero para tratar los efectos tenían que saber qué medicamentos eran los
adecuados para cada enfermedad, lo cual significaba que debían saber cuáles
eran las enfermedades, lo cual significaba que tendrían que identificar las
enfermedades de forma específica y coherente.

Una consecuencia de este enfoque más riguroso fue que el equipo de


trabajo de la Asociación Psiquiátrica Americana por fin se planteó la
pregunta evidente: ¿Cuál es esta conducta autista que es síntoma de
esquizofrenia? Para responder la pregunta, había que aislar la conducta
autista de otros síntomas que apuntaran a la esquizofrenia (delirios,
alucinaciones y demás). Pero para definir la conducta autista, había que
definir las conductas autistas —en otras palabras, disponer de un listado de
síntomas de referencia—. Y una lista de síntomas de referencia que no se
solapara con otros síntomas de esquizofrenia apuntaba a la posibilidad de un
diagnóstico independiente: autismo infantil o síndrome de Kanner.
El DSM-III, publicado en 1980, situaba el autismo infantil en el listado de
una categoría más amplia denominada trastornos generalizados del desarrollo
(TGD). Para que se le diagnosticara autismo infantil, el paciente debía
cumplir con seis criterios. Uno de ellos era la ausencia de síntomas que
indicaran esquizofrenia. Y los otros:

• Manifestación antes de los treinta meses.


• Falta generalizada de reactividad a otras personas.
• Carencias graves en el desarrollo del lenguaje.
• Si existe el habla, patrones de habla peculiares, como ecolalia inmediata y
retardada, lenguaje metafórico e inversión pronominal.
• Reacciones
resistencia alextrañas
cambio, ainterés
diversos aspectos
o apego del por
peculiares entorno, poranimados
objetos ejemplo,o
inanimados.

Pero aquella definición era muy poco precisa. De hecho se convirtió en una
especie de diana móvil, que cambiaba con cada edición del DSM con los
intentos de la Asociación Psiquiátrica Americana de fijar con exactitud qué
era el autismo —una trayectoria habitual de los diagnósticos psiquiátricos
que dependen de las observaciones del comportamiento—. En 1987, la
edición revisada del DSM-III, el DSM-III-R, no solo cambió el nombre del
diagnóstico (de autismo infantil a trastorno autista), sino que amplió el
número de criterios diagnósticos de seis a dieciséis, divididos en tres
categorías, y especificaba que la persona debía mostrar al menos un total de
ocho síntomas, dos de ellos como mínimo pertenecientes a la categoría A,
uno a la B y uno a la C. Esta sensibilidad propia de un menú chino se tradujo
en mayores tasas de diagnósticos. Un estudio de 199611 comparaba los
criterios del DSMIII y el DSM-III-R aplicados a una muestra de 194 niños de
preescolar «con destacada discapacidad social». Según el DSM-III, el 51% de
los niños eran autistas. Según el DSMIII-R, lo era el 91% de los mismos
niños.
La edición de 1987 del DSM también ampliaba un anterior diagnóstico de
la categoría de TGD, el trastorno generalizado del desarrollo atípico, a un
diagnóstico de multicontenido que abarcaba casos en que los síntomas de
autismo eran más suaves o en que estaba presente la mayoría de los síntomas,
pero no todos: el trastorno generalizado del desarrollo no especificado (TGD-
NE). El DSM-IV, publicado en 1994, complicaba aún más la definición de
autismo al añadir un diagnóstico completamente nuevo: el síndrome de
Asperger.
En 1981, la psiquiatra y médico británica Lorna Wing12 introdujo al
público de habla inglesa el trabajo que el pediatra austríaco Hans Asperger

había realizado en 1943 y 1944. Mientras Kanner estaba intentando definir el


autismo, Asperger identificaba una clase de niños que mostraban varias
conductas distintivas: «falta de empatía, poca capacidad de hacer amigos,
conversaciones unilaterales, intensa concentración en un determinado interés
y movimientos torpes». Señalaba también que esos niños podían hablar sin
cansarse nunca de temas que les interesaran; les apodó «pequeños
catedráticos». Asperger bautizó el síndrome como «psicopatía autista», pero
Wing pensó que, debido a las lamentables asociaciones que la palabra
sicopatía había adquirido con los años, «es preferible el término neutro de
síndrome de Asperger».
Esta incorporación al DSM es importante en dos sentidos. El evidente es
que supuso el reconocimiento oficial del síndrome de Asperger por parte de
las autoridades psiquiátricas. Pero, unido al TGD-NE y sus criterios
diagnósticos de «síntomas autistas pero no exactamente autismo», el
síndrome de Asperger también era significativo porque cambiaba la forma de
pensar sobre el autismo en general.

La inclusión del autismo en el DSM-III en 1980 fue importante porque lo


formalizaba como diagnóstico, mientras que la creación del TGD-NE en el
DSM-III-R en 1987 y la incorporación del síndrome de Asperger en el DSM-
IV en 1994 lo fueron porque enmarcaban el autismo como un espectro.
Técnicamente, el síndrome de Asperger no era una forma de autismo, según
el DSM-IV; era uno de los cinco trastornos agrupados como TGD, junto con
el trastorno de autismo, los TGD-NE, el síndrome de Rett y el trastorno
desintegrador de la infancia. Pero muy pronto adquirió la reputación de
«autismo de alto funcionamiento», y cuando, en 2000, apareció la edición
revisada del DSM-IV, en los diagnósticos se hablaba de forma indistinta de
trastorno generalizado del desarrollo y trastorno del espectro autista (o TEA).
En un extremo del espectro estarían personas con discapacidad grave. En el
otro, se podría encontrar a Einstein o a Steve Jobs.

Esta amplitud, sin embargo, forma parte del problema. No debió de ser
casualidad que justo en el momento en que la idea de un espectro autista
entraba en la corriente principal del pensamiento tanto popular como médico,
lo hiciera también la idea de un autismo «epidémico». Si se da a la
comunidad médica un diagnóstico nuevo para que lo asigne a una diversidad
de conductas familiares, es evidente que la incidencia de ese diagnóstico va a
aumentar.
¿Aumentó? Si lo hizo, ¿no se observaría una caída en algunos otros

diagnósticos, aquellos que habrían recibido estos nuevos casos de autismo o


de síndrome de Asperger?
Sí, y la realidad es que se ven pruebas de esa caída. En el Reino Unido,
algunos de los síntomas de autismo se habrían identificado anteriormente
como síntomas de trastorno del habla o el lenguaje, y esos diagnósticos de los
años noventa disminuyeron en más o menos la misma proporción en que
aumentaron los diagnósticos de autismo. En Estados Unidos, esos mismos
síntomas habrían sido diagnosticados como retraso mental, y, de nuevo, el

número de esos diagnósticos disminuyó al tiempo que aumentaban los de


autismo. Un estudio de la Universidad de Columbia 13 de 7.003 niños de
California diagnosticados como autistas entre 1992 y 2005 descubrió que a
631, o aproximadamente a uno de cada once, se les había cambiado el
diagnóstico de retraso mental por el de autismo. Al incluir a los sujetos a los
que anteriormente no se les había hecho ningún diagnóstico, los
investigadores observaron que la proporción de niños a los que, con criterios
diagnósticos más antiguos, se les habría diagnosticado retraso mental y ahora
se les diagnosticaba autismo era de uno a cuatro.
Un análisis posterior de la misma muestra de población realizado por la
Universidad de Columbia descubrió que los niños que vivían cerca de otros
niños autistas tenían mayor probabilidad de recibir ellos también el
diagnóstico de autismo, seguramente porque sus padres conocían mejor los

síntomas.14 ¿El niño habla de forma repetitiva? ¿Es esquivo y no quiere que
lo tomen en brazos? ¿Sabe jugar bien a las palmitas? ¿Establece contacto
visual? Los niños a los que antes se les diagnosticaba retraso mental no eran
los únicos que tenían más probabilidades de recibir ahora el de autismo, sino
que había más niños que tenían esas mismas probabilidades, y punto (lo cual
basta para explicar el aumento del 16% de la prevalencia entre la muestra de
población).
Para ver los efectos de una mayor conciencia del autismo y del síndrome

de Asperger, no tengo más que observar al público que acude a mis


conferencias. Cuando empecé a dar charlas sobre autismo en los años
ochenta, la mayoría de las personas con autismo que iban a escucharme
estaban en el extremo grave y no verbal del espectro. Y siguen viniendo a mis
conferencias. Pero hoy son mucho más habituales los niños de una extrema
timidez y con las manos sudorosas, y pienso: «Bueno, se parecen a mí: en el
espectro pero en el extremo de alto funcionamiento». ¿Habrían permitido sus
padres, en los años ochenta, que les hubieran hecho pruebas para determinar

si eran autistas? Probablemente no. Y luego están los niños obsesos y


empollones a los que llamo pequeños Steve Jobs. Pienso en los niños con los
que iba a la escuela que eran exactamente como estos, pero a ellos no se les
puso ninguna etiqueta. Hoy se la colgarían.
Hace poco hablé en una escuela para alumnos autistas, o cien niños
pequeños sentados en el suelo, en el gimnasio. No jugaban mucho con las
manos, por lo que seguramente estaban en el extremo de alto funcionamiento
del espectro autista. Pero nunca se sabe. Me miraban como lo hacían los
niños a los que había visto unos meses antes en la Feria de las Ciencias del
estado de Minnesota. ¿A los niños de aquella escuela especial se les
diagnosticó autismo solo para que pudieran ir a una escuela en que se les
dejaría solos para que hicieran lo que mejor supieran —ciencias, historia,
cualesquiera que fuesen sus fijaciones—? Y, de nuevo, ¿algunos de los niños

de la feria encajaban en el diagnóstico de autismo o síndrome de Asperger?


Es casi seguro que la cantidad de diagnósticos de trastorno del espectro
autista aumentó espectacularmente debido a otra razón, 15 una razón que no
ha recibido toda la atención que merece: un error tipográfico. Sorprendente,
pero así es. En el DSM-IV, la definición de trastorno generalizado del
desarrollo no especificado que se suponía que debía aparecer era:
«discapacidad grave y generalizada para la interacción social y de las
habilidades de comunicación verbal o no verbal» (la cursiva es mía). Sin

embargo, lo que realmente apareció fue: «discapacidad grave y generalizada


para la interacción social recíproca o de las habilidades de comunicación
verbal o no verbal» (la cursiva es mía). Para que le diagnosticaran TGD-NE,
el paciente no necesitaba reunir los dos criterios, sino uno u otro.
Es imposible saber cuántos médicos hicieron un diagnóstico equivocado de
TGD-NE basándose en ese error. La redacción fue corregida en 2000, en el
DSM-IV-TR. Aun así, no podemos saber cuántos médicos siguieron haciendo
diagnósticos erróneos, aunque solo fuera porque para entonces el diagnóstico

incorrecto se había convertido en el diagnóstico estándar.


Unidos todos estos factores —unos estándares vagos, la inclusión del
síndrome de Asperger, el TGD-NE y el TEA, la mayor conciencia y el error
tipográfico— lo raro hubiese sido que no se hubiera producido una
«epidemia».
No digo que la incidencia del autismo no haya aumentado con los años.
Parece que los factores medioambientales desempeñan un papel en el autismo
—medioambientales no solo en el sentido de las toxinas del aire o los
fármacos presentes en la sangre de la madre, sino otros factores, como la
edad del padre en el momento de la concepción del hijo, que parece que
afecta a la cantidad de mutaciones genéticas del esperma, o el peso de la
madre durante el embarazo (véase el capítulo 3)—. Si el entorno cambia a
peor —si sale un fármaco nuevo del que después se descubre que provoca

síntomas de autismo, o si un cambio en el mercado laboral hace que las


parejas esperen a tener hijos—, el número de casos puede aumentar. Si el
entorno cambia a mejor —si la comunidad dispone de servicios para poder
diagnosticar trastornos del espectro autista, de modo que los padres puedan ir
de un médico a otro hasta que el niño obtenga el diagnóstico «correcto»—,
también podría aumentar el número de casos.
Cualquiera que sea la suma de razones, la incidencia declarada de
diagnósticos de autismo no ha hecho sino aumentar. En 2000, los centros

para el Control y Prevención de Enfermedades decidieron que la Red de


Control del Autismo y las Discapacidades del Desarrollo (ADDM) recabara
datos sobre los niños de ocho años, para realizar estimaciones sobre el
autismo y otras discapacidades evolutivas en Estados Unidos. 16 Los datos de
2002 indicaban que 1 de cada 150 niños tenía un TEA. Los datos de 2006
subían la incidencia a 1 de cada 110 niños. Los datos de 2008 —los más
recientes en el momento de escribir estas páginas, y base del último informe,
de marzo de 2012— subían la incidencia aún más, hasta 1 de cada 88 niños.

Es un aumento del 70% en seis años.


La muestra la componían 337.093 sujetos de catorce comunidades de otros
tantos estados, o más del 8% de los niños de ocho años que ese año había en
el país. Dado el tamaño y la amplitud de la muestra, sorprendía la falta de
coherencia geográfica. La cantidad de niños identificados como poseedores
de TEA variaba mucho de una comunidad a otra, desde solo 1 de cada 210
hasta nada menos que 1 de cada 47. En una comunidad, 1 de cada 33 niños
varones tenía un TEA. La tasa de incidencia de los TEA entre los niños
negros aumentó en un 91% desde 2002. Entre los niños hispanos, el aumento
fue aún mayor: el 110%.
¿Qué está ocurriendo? «En este momento, no está claro», escribía
Catherine Lord, directora del Centro para el Autismo y el Desarrollo del
Cerebro de Nueva York, en CNN. com cuando apareció el informe de 2012.
Y, lamentablemente, el DSM-5,17 publicado en 2013, no aclara las cosas
(véase el capítulo 5).
Cuando se limpia un armario, llega un momento en que la suciedad es más
aún que al empezar. Hoy nos encontramos en este punto de la historia del
autismo. En varios sentidos, el conocimiento que tenemos del autismo ha
aumentado muchísimo desde los pasados años cuarenta. Pero en otros
estamos tan confundidos como siempre.
Afortunadamente, creo que estamos preparados para pasar ese punto de

máxima confusión. Como dice Jeffrey S. Anderson, director de neuroimagen


funcional de la Facultad de Medicina de la Universidad de Utah: «En
medicina hay una larga tradición de enfermedades que empiezan en la
psiquiatría y acaban por pasar a la neurología»18 —por ejemplo, la epilepsia
—. Y hoy el autismo se suma a esta tradición. En el futuro, el autismo va a
desvelar sus secretos gracias al escrutinio de la ciencia pura, gracias a nuevas
líneas de investigación que analizaremos en los dos capítulos siguientes.
Por un lado, en el estante correspondiente al capítulo 2, colocaremos la

neuroimagen. Por otro, en el estante correspondiente al capítulo 3,


colocaremos la genética. Podemos empezar a reorganizar el armario con
confianza, porque hoy disponemos de una nueva forma de pensar sobre el
autismo.
¿Está en la mente?
No.
Está en el cerebro.
2

ILUMINANDO EL CEREBRO AUTISTA

Con el paso de los años, he descubierto que poseo una capacidad oculta.
Puedo permanecer tumbada y completamente inmóvil durante largos
períodos.
La primera vez que me di cuenta de que poseía ese don fue en 1987, en la
Universidad de California en Santa Bárbara, cuando me convertí en la
primera persona autista de la que se obtenía una imagen por resonancia
magnética, o IRM. Los técnicos me advirtieron de que la experiencia sería
ruidosa, y así fue. Me dijeron que el apoyo de la cabeza sería incómodo, y así
fue. Me dijeron que tenía que permanecer tumbada muy, muy quieta, y, con
un poco de esfuerzo, así lo hice.
Sin embargo, ninguna de esas dificultades me preocupaba lo más mínimo.

Estaba demasiado emocionada. Me ofrendaba voluntariamente en el altar de


la ciencia. Despacio, mi cuerpo se fue deslizando al interior del cilindro
metálico.
«No está mal —pensé—. Se parece un poco a una prensa para ganado. O
algo sacado de Star Trek».
Durante la media hora siguiente, ocurrió todo lo que me habían dicho: el
sonido de martillos golpeando yunques; el calambre en el cuello; la
monotonía autoconsciente de controlar cada uno de mis movimientos
abortados. «No te muevas, no te muevas, no te muevas»: treinta minutos
diciéndome que me quedara completamente quieta.
Y se acabó. Salté de la camilla y me fui directamente a la habitación del
técnico, donde recibí mi recompensa: la visión de mi cerebro.
«Viaje al centro de mi cerebro»: así llamo a esta experiencia. Ya son siete
u ocho veces las que he salido de un aparato de imaginería cerebral y he
observado el funcionamiento interno de lo que hace que yo sea yo: los
pliegues y lóbulos y senderos de mi cerebro que determinan mi pensamiento,
toda mi forma de ver el mundo. La primera vez que vi una IRM de mi
cerebro, en 1987, inmediatamente me di cuenta de que no era simétrico. Era
evidente que una cámara del lado izquierdo —un ventrículo— era más larga
que la correspondiente del lado derecho. Los médicos me dijeron que esa
asimetría era importante y que, de hecho, es habitual cierta asimetría entre las
dos mitades del cerebro. Pero desde entonces los científicos han averiguado
cómo medir esta asimetría con mucha mayor precisión de la que era posible
en 1987, y hoy sabemos que un ventrículo alargado en tal medida parece que
guarda relación con algunos de los síntomas que me identifican como autista.
Y los científicos han podido determinarlo gracias a los extraordinarios
avances de la tecnología de la neuroimagen y su investigación.
Gracias a la neuroimaginería nos podemos plantear dos preguntas

fundamentales sobre cada una de las partes del cerebro: ¿Qué aspecto tiene?
¿Qué hace?
La imaginería por resonancia magnética, o IRM, utiliza un potente imán y
una explosión breve a una determinada radiofrecuencia para conseguir que
los núcleos de los átomos de hidrógeno del cuerpo que giran de forma natural
se comporten de modo que la máquina pueda detectar. La IRM estructural
existe desde los años setenta y, como indica la palabra estructural,
proporciona imágenes de las estructuras anatómicas del interior del cerebro.

La IRM estructural ayuda a responder la pregunta «¿Qué aspecto tiene?».


La IRM funcional, que fue introducida en 1991, muestra cómo funciona
realmente el cerebro al reaccionar ante estímulos sensoriales (la vista, el
sonido, el sabor, el tacto o el olor) o cuando la persona realiza una tarea —
resuelve un problema, escucha una historia, pulsa un botón, etc.—. La IRMf
sigue el flujo de la sangre en el cerebro, por lo que cabe presumir que rastrea
la actividad neuronal (porque una mayor actividad requiere mayor cantidad
de sangre). Las partes del cerebro que se iluminan mientras este reacciona a
los estímulos o realiza las tareas asignadas, suponen los investigadores, dan la
respuesta a la pregunta «¿Qué hace?». En las dos últimas décadas, las
investigaciones con estudios de IRMf han producido más de veinte mil
artículos revisados por expertos. En años recientes, el ritmo se ha acelerado, y
cada día se publican ocho o más artículos.
Aun así, la neuroimagen no sabe distinguir entre causa y efecto. Veamos
un conocido ejemplo relacionado con el autismo: el reconocimiento facial.
Los estudios con neuroimágenes llevan décadas repitiendo que la corteza del
autista no reacciona ante las caras con la misma rapidez con que lo hace ante
los objetos. ¿Es que la activación cortical como respuesta a las caras se
atrofia en las personas autistas debido a la poca interacción de estas con otras
personas? ¿O los autistas tienen poca interacción social con otras personas
porque las conexiones de la corteza no registran con fuerza las caras? No se

sabe.
Las neuroimágenes no lo pueden explicar todo (véase el recuadro al final
de este capítulo). Pero nos dicen muchas cosas. Una tecnología capaz de
observar una parte del cerebro y plantearse las preguntas «¿Qué aspecto
tiene?» y «¿Qué hace?» también puede responder un par de preguntas más:
«¿En qué se diferencia el aspecto del cerebro autista del cerebro normal?» y
«¿Qué es lo que el cerebro autista hace de forma distinta a como lo hace el
cerebro normal?». Los investigadores del autismo ya han podido dar muchas

respuestas a estas dos preguntas, unas respuestas que nos han permitido
tomar las conductas que siempre han sido la base de un diagnóstico de TEA y
empezar a emparejarlas con la biología del cerebro. Y con esa comprensión
del autismo unida a unas tecnologías cada vez más avanzadas, muchos
investigadores piensan que el diagnóstico basado en la biología no solo es
posible, sino que casi está al alcance de la mano, tal vez a solo unos cinco
años de distancia.

Siempre les digo a mis alumnos: «Si queréis entender el comportamiento


animal, empezad por el cerebro». Las partes de cerebro que compartimos con
otros mamíferos fueron las primeras en evolucionar: las zonas emocionales
primigenias que nos dicen cuándo conviene luchar y cuándo nos interesa

huir.
dorsal.Se Las
encuentran en larealizan
áreas que base del las
cerebro, dondeque
funciones este nos
se une con humanos
hacen la espina
evolucionaron más recientemente: el lenguaje, la planificación a largo plazo,
la conciencia del yo. Se hallan en la parte frontal del cerebro. Pero lo que nos
hace ser lo que somos es toda la compleja relación entre las diversas partes
del cerebro.
Cuando hablo del cerebro suelo utilizar la analogía de un edificio de
oficinas. Los empleados de las diferentes partes del edificio tienen sus

propias
trabajan zonas
más ende colaboración
especialización,
quepero trabajan
otros. Unos juntos.
son másUnos departamentos
activos que otros,
dependiendo de la tarea de que se trate en cada momento. Pero al final del
día, se juntan para elaborar un único producto: una idea, una acción, una
respuesta.
En la parte superior del edificio se sienta el consejero delegado, la corteza
prefrontal —prefrontal porque se encuentra delante del lóbulo frontal, y
corteza porque forma parte de la corteza cerebral, las varias capas que
componen la superficie exterior del cerebro—. La corteza prefrontal coordina
la información que le llega de las otras partes de la corteza para que puedan
trabajar juntas y realizar funciones ejecutivas: multitareas, estrategias,
inhibición de impulsos, consideración de múltiples fuentes de información,
reunir diversas opciones en una solución.
El cerebro humano, vista lateral y cenital. © Science Source / Photo Researchers, Inc.
(arriba); © 123rf.com (abajo).

En las plantas inmediatamente por debajo de la del consejero delegado están


las otras secciones de la corteza cerebral. Cada una de ellas es responsable de
la parte del cerebro que abarca. Podemos imaginar la relación entre estos
trozos discontinuos de sustancia gris y sus partes correspondientes como algo
parecido a la relación entre unos vicepresidentes corporativos y sus
respectivos departamentos.

• La vicepresidenta corteza frontal es responsable del lóbulo frontal: la


parte del cerebro que se ocupa del razonamiento, los objetivos, las
emociones, el juicio y los movimientos musculares voluntarios.
• La vicepresidenta
parte del cerebrocorteza parietal
que recibe es responsable
y procesa del lóbulo
la información parietal:los
y maneja la
números.
• La vicepresidenta corteza occipital es responsable del lóbulo occipital: la
parte del cerebro que procesa la información visual.
• La vicepresidenta corteza temporal es responsable del lóbulo temporal: la
parte auditiva del cerebro que controla el tiempo, el ritmo y el lenguaje.

Por debajo de estas vicepresidentas están los trabajadores de estas diversas


divisiones: los bichos raros, como me gusta llamarlos. Son las áreas del
cerebro que participan en funciones especializadas, como las matemáticas, el
arte, la música y el lenguaje.
En el sótano del edificio se encuentran los operarios. Son quienes se
ocupan de los sistemas vitales, como la respiración y la excitación del sistema
nervioso.
Es evidente que todos estos departamentos y empleados se deben
comunicar entre sí. Y para ello disponen de ordenadores, teléfonos, tabletas,
teléfonos inteligentes, etc. Cuando uno quiere hablar personalmente con otro,
toma el ascensor o las escaleras. Todos estos sistemas de acceso, que
conectan a los trabajadores de las diferentes partes del edificio de todas las
formas imaginables, son la sustancia blanca. La sustancia gris es el delgado
recubrimiento que controla las diferentes zonas del cerebro, mientras que la
sustancia blanca —que constituye las tres cuartas partes del cerebro— es un
inmenso matorral de cables que asegura que todas las áreas se comuniquen.
Sin embargo, en el cerebro autista es posible que el ascensor no pare en la
séptima planta. Es posible que los teléfonos de la planta de contabilidad no
funcionen. Puede ocurrir que en el vestíbulo la señal inalámbrica sea muy
débil.
Antes de la invención de las neuroimágenes, los investigadores tenían que
trabajar con cerebros muertos. Averiguar la anatomía del cerebro —la
respuesta a la pregunta «¿Qué aspecto tiene?»— era relativamente fácil: se
corta, se observa y se etiquetan todas las partes. Averiguar las funciones de
esas partes —responder la pregunta «¿Qué hace?»— era mucho más
complejo: buscar a alguien que se comporte de forma extraña y, cuando
muera, averiguar qué tenía dañado en el cerebro.
Los casos de «cerebro averiado» siguen siendo útiles en neurología. Los
tumores. Las lesiones craneales. Los derrames cerebrales. Si algo se avería en
el cerebro, realmente se puede empezar a averiguar qué hacen sus diferentes
partes. Pero hoy la diferencia es que no hay que esperar a que el portador del

cerebro fallezca. La neuroimagen permite observar las partes del cerebro y


ver qué está dañado en este momento, mientras el paciente aún está vivo.
En cierta ocasión, en una visita a una universidad, conocí a un estudiante
que me dijo que, cuando intentaba leer, las letras se le movían. Le pregunté si
había sufrido alguna herida en la cabeza, y dijo que se la había golpeado un
disco de hockey. Le pregunté dónde le había golpeado exactamente. Me
señaló la parte posterior de la cabeza. (No creo que fuera tan grosera como
para comprobar realmente ese punto, pero no estoy segura.) El lugar que
señalaba era la corteza visual primaria, que es precisamente donde yo
esperaba que señalase, por lo que la neuroimagen nos ha enseñado.
En los estudios sobre cerebro dañado, podemos tomar un síntoma, una
indicación de que algo se ha desbaratado, y buscar la zona dañada. Con este
tipo de investigación, hemos localizado los circuitos de la parte posterior de
la cabeza que regulan la percepción de la forma, el color, el movimiento y la
textura. Sabemos cuál es cuál porque cuando se averían ocurren cosas muy
extrañas. Si te golpeas el circuito del movimiento, es posible que en una serie
de imágenes fijas veas café que se va vertiendo. Si te golpeas el circuito del
color, puede que te veas viviendo en un mundo en blanco y negro.
Los cerebros autistas no están dañados. No lo está el mío. No tengo los
circuitos rotos. Lo que ocurre es sencillamente que no se desarrollaron
adecuadamente. Pero como mi cerebro se ha llegado a conocer bastante bien
por sus varias peculiaridades, quienes investigan el autismo se han puesto en
contacto conmigo a lo largo de los años para pedirme que me preste a un tipo
u otro de resonancia magnética. Normalmente lo hago con mucho gusto.
Como resultado de estos estudios, he aprendido muchas cosas sobre el
funcionamiento interno de mi propio cerebro.
Gracias a un escáner del Centro de Excelencia del Autismo, de la Facultad
de Medicina de la Universidad de California en San Diego,1 sé que mi

cerebelo es un 20% más pequeño de lo normal. El cerebelo contribuye a


controlar la coordinación motora, de modo que esa anormalidad
probablemente explica mi desastroso sentido del equilibrio.
En 2006, participé en un estudio realizado en el Centro de Estudios de
Imagen Cerebral de Pittsburgh y me sometí a un escáner de IRM y una
versión de la tecnología IRM llamada imagen con tensor de difusión (ITD).
La IRMf registra las zonas del cerebro que se iluminan; en cambio, la ITD
mide el movimiento de las moléculas del agua a través de los tractos de
sustancia blanca (las comunicaciones interdepartamentales de las diferentes
zonas).

• La parte de IRMf del estudio medía la activación en mi corteza visual

ventral (o inferior)
y edificios. Ante loscuando
dibujosmiraba dibujos
de objetos de carasely sujeto
y edificios, dibujosdedecontrol
objetosy
yo reaccionábamos de forma similar, pero ante las caras mi cerebro
mostraba mucha menos activación que el de la otra persona.
• El escáner de ITD analizaba los tractos de fibra blanca entre las diversas
regiones de mi cerebro. Las imágenes indicaban que estoy
hiperconectada, lo cual significa que mi fascículo frontoccipital inferior
(FFOI) y mi fascículo longitudinal inferior (FLI) —dos tractos de fibra
blanca que serpentean a través del cerebro— tienen muchas más
conexiones de lo normal. Cuando recibí los resultados de ese estudio,
enseguida
hacía mucho metiempo:
di cuenta
quede quedecorroboraban
debo algotroncal
tener una línea que llevaba diciendo
de Internet, una
línea directa, en la corteza visual, lo cual explicaría mi memoria visual.
Pensaba que hablaba de forma metafórica, pero en ese momento me
percaté de que esta descripción era una explicación exacta de lo que
realmente ocurría dentro de mi cabeza. Me puse a buscar estudios sobre
cerebro dañado para ver qué más podía averiguar sobre esta línea
troncal, y encontré uno en el que participaba una mujer de cuarenta y
siete años con perturbación de la memoria visual. 2 El escáner ITD de su
cerebro revelaba que la mujer tenía una desconexión parcial en su FLI.
Los investigadores concluían que el FLI tenía que estar «altamente
implicado» en la memoria visual. Recuerdo que pensé: «Si se me rompe
este circuito, voy a quedar hecha un auténtico lío».

En 2010 me hicieron una serie de escáneres en la Universidad de Utah. Una


de las cosas que se descubrieron fue particularmente gratificante. ¿Recuerda
el lector que, ya en 1987, después de que me hicieran la primera IRM, cuando
les señalé la diferencia de tamaño de mis ventrículos, los investigadores me
dijeron que era de esperar cierta asimetría del cerebro? Pues bien, el estudio
de la Universidad de Utah mostró que mi ventrículo izquierdo era un 57%
más largo que el derecho. Es muchísimo. En los sujetos de control, la
diferencia entre los dos ventrículos es solo del 15%.
Mi ventrículo es tan largo que se extiende hasta el interior de la corteza
parietal. Y se sabe que la corteza parietal está relacionada con la memoria de
trabajo. La perturbación de mi corteza parietal podría explicar por qué tengo
problemas para realizar tareas que me obliguen a cumplir varias instrucciones
muy seguidas. También parece que la corteza parietal está relacionada con las
destrezas matemáticas, cosa que podría explicar mis problemas con el
álgebra.
En 1987, la tecnología de la neuroimagen no podía medir con mucha
precisión las estructuras anatómicas del interior del cerebro. Pero si los
investigadores de aquella época hubiesen sabido que un ventrículo de mi
cerebro medía 7,093 milímetros de largo y el otro, 3,968, estoy segura de que
les hubiera dado mucho que pensar.
En estos escáneres de 2006 destacan (las zonas de color negro que van de arriba abajo) mi
fascículo longitudinal inferior (FLI) y mi fascículo frontoccipital inferior (FFOI). El FLI es
mucho más grueso que el que se vería en un cerebro normal, y se pueden observar
fácilmente las muchas ramificaciones de mi FFOI. En ambos casos, estos tractos de
sustancia blanca se extienden hasta la corteza visual primaria, lo cual quizás explique en
parte mi extraordinaria memoria visual. © Doctora Marlene Behrmann, Brain Imaging
Research Center, Carnegie Mellon University, Pittsburgh.
Este escáner realizado en la Universidad de Utah en 2010 muestra de forma contundente
que mi ventrículo izquierdo es mucho más largo que el derecho —un 57% más largo—. Es
tan largo que penetra en el interior de la corteza parietal, un área que se asocia a la memoria
a corto plazo, lo cual tal vez explique mi escasa capacidad para recordar varias
informaciones dadas a intervalos muy cortos. © Jason Cooperrider.

¿Cómo llegaron a diferenciarse tanto los dos ventrículos laterales? Una


hipótesis es que cuando el daño se produce en las primeras fases del
desarrollo del cerebro, otras áreas de este intentan compensarlo. En mi caso,
el daño se habría producido en la sustancia blanca del hemisferio izquierdo, y
el ventrículo izquierdo se habría alargado para llenar la zona dañada. Al
mismo tiempo, la sustancia blanca del hemisferio derecho habría intentado
compensar la pérdida de función cerebral del hemisferio izquierdo, y esta
expansión al hemisferio izquierdo habría frenado el crecimiento del
ventrículo derecho.
Algunos de los otros hallazgos importantes del estudio de IRM de Utah
fueron:
• Tanto mi volumen intracraneal —el espacio del interior del cráneo—
como el tamaño de mi cerebro eran un 15% mayores que los de los
sujetos de control. Lo más probable es que también esto sea
consecuencia de algún tipo de anormalidad del desarrollo. Es posible
que las neuronas hubieran crecido a un ritmo acelerado para compensar
la zona dañada.
• La sustancia blanca de mi hemisferio cerebral derecho era casi un 15%
mayor que la del sujeto de control. Una vez más, esta anomalía podría
ser consecuencia de una temprana anormalidad evolutiva de mi
hemisferio izquierdo y del intento de mi cerebro de compensarlo con la
generación de nuevas conexiones. En mi opinión, estos datos confirman
el hallazgo anterior de la Universidad de Pittsburgh de que mi cerebro
está hiperconectado.
• Mis amígdalas son más grandes de lo normal. El tamaño medio de las
amígdalas de los tres sujetos de control era de 1,498 milímetros cúbicos.
Mi amígdala izquierda es de 1,719 milímetros cúbicos y la derecha, aún
mayor: 1,829 milímetros cúbicos, o un 22% mayor de lo habitual. Y
dado que la amígdala es importante para procesar el miedo y otras
emociones, este gran tamaño podría explicar la ansiedad con que
siempre he vivido. Pienso en todos los ataques de pánico que sufrí como
una auténtica plaga durante la mayor parte de la década de 1970, y
empiezo a entenderlos de otra forma. Mis amígdalas me dicen que lo
tengo todo para sentir miedo, incluso del propio miedo.
Desde que empecé a tomar antidepresivos, a principios de los años

ochenta,
demoledorlasistema
ansiedad ha estado
nervioso controlada,
simpático seguramente
está bloqueado. Pero la porque el
vigilancia
sigue activa, filtrándose por debajo de la superficie. Mi sistema del
miedo está siempre en estado de alerta ante posibles peligros. Si los
estudiantes que residen cerca de donde yo vivo charlan por la noche en
el aparcamiento que hay debajo de mi ventana, no puedo dormir. Lo que
hago es poner música New Age para bloquear el ruido, aunque los
estudiantes hablen en voz baja (pero la música no ha de tener coros). El
volumen no tiene nada que ver con el factor miedo; en cambio, sí lo
tiene la asociación con el peligro. Las voces humanas se asocian con una
posible amenaza. La música New Age, no. En este sentido, tampoco se
asocia con el peligro del sonido del avión, de modo que no me molesta,
aunque esté en un hotel al lado del aeropuerto. Podría aterrizar un avión
en el hotel sin que me despertara. Pero ¿y si hay gente hablando en la
habitación contigua? Pues nada, enciendo la luz y me pongo a leer,
porque sé que no me voy a dormir hasta que ellos lo hagan.
• El grosor cortical de mis cortezas entorrinales izquierda y derecha era
significativamente mayor que el de las personas de control —un 12% el
de la izquierda y un 23% el de la derecha—. «La corteza entorrinal es la
puerta de acceso al ordenador central de la memoria del cerebro»,3 dice
Itzhak Fried, profesor de neurocirugía de la Facultad de Medicina David
Geffen de la Universidad de California en Los Ángeles. «Todas las
experiencias visuales y sensoriales que acabamos por encargar a la
memoria se canalizan por la puerta del hipocampo. Las células del
cerebro deben mandar señales a través de este nudo de comunicaciones
para formar recuerdos que más tarde podamos recuperar de forma
consciente». Es posible que esta peculiaridad de la anatomía de mi
cerebro ayude a explicar la excepcional capacidad de mi memoria.

Naturalmente, creo que estos resultados son fascinantes porque destacan


algunas de las cosas extrañas que ocurren en mi cerebro y que contribuyen a
hacer de mí la persona que soy. Pero lo que me parece realmente fascinante
es que coinciden con los resultados de estudios sobre algunas otras personas
con autismo.

• ¿Preferencia porlaslospersonas
habituales en objetos con
antesautismo»,
que por las
fuecaras?
lo que«Estos resultados
después son
me dijeron,
en un resumen de lo que habían descubierto los investigadores que
realizaron el estudio con IRM de Pittsburgh en 2006. «Una cosa que al
parecer se repite de forma constante en estos estudios con IRM de
personas con autismo es la notable reducción de la activación cortical
ante las caras».
• En las personas con autismo también se observa con frecuencia una
amígdala de mayor tamaño. La amígdala alberga muchas funciones
emocionales, de ahí que el autista se pueda sentir como un auténtico
descarado.
• Y luego está lo que señaló Jason Cooperrider, el alumno de doctorado que
dirigió el estudio con imágenes de Utah en 2010: «El tamaño de la
cabeza de la doctora Grandin es mayor en todos los sentidos, lo cual se
corresponde con el mayor tamaño/crecimiento de la cabeza/cerebro en
las personas con autismo». Un cerebro más grande de lo habitual se
puede deber a una serie de fallos genéticos, cada uno de los cuales se
puede traducir en un arranque temprano del desarrollo neuronal. El
ritmo de crecimiento acaba por normalizarse, pero la macrocefalia se
mantiene. Las últimas estimaciones son que en torno al 20% de las
personas autistas tienen el cerebro más grande; parece que la inmensa
mayoría de ellas son varones, por razones que no están claras, ni mucho
menos.4

Por primera vez, gracias a cientos, o miles, de estudios con neuroimágenes de

personas autistas, observamos una clara relación entre las conductas autistas
y las funciones cerebrales. Y esto es muchísimo. En un artículo de reseña se
resumía así esa época: «Este cuerpo de investigaciones estableció claramente
que el autismo y sus signos y síntomas son de origen neurológico». 5 La
hipótesis con la que se trabajó durante tanto tiempo se ha convertido hoy en
doctrina basada en pruebas y que toda la comunidad comparte: el autismo
está realmente en el cerebro.

El problema es que lo que hay en mi cerebro autista no es necesariamente lo


que hay en el cerebro autista de otra persona. Como en cierta ocasión me dijo
Margaret Bauman, pionera de la neuroanatomía: «El hecho de que tengas la
amígdala mayor de lo normal no significa que la amígdala de todas las
personas autistas sea mayor de lo normal». Se han observado ciertas
similitudes entre los cerebros autistas, pero conviene ser precavido y no
generalizar. De hecho, los investigadores de las neuroimágenes se enfrentan a
tres retos en su búsqueda de una base común para los cerebros autistas.
Homogeneidad de las estructuras del cerebro . El estudio de Utah de 2010
reveló ciertas sorprendentes anomalías anatómicas de mi cerebro, pero
también demostró, como me decía Cooperrider en un correo electrónico, que
«en más o menos el 95% de las comparaciones» con los sujetos de control
«las diferencias eran insignificantes». Esta abrumadora normalidad del
cerebro autista es la regla, no la excepción.
«Anatómicamente, estos niños son normales», decía Joy Hirsch,
investigadora del autismo por entonces del Centro Médico de la Universidad
de Columbia de Nueva York, refiriéndose a los sujetos de uno de sus
estudios. «Estructuralmente, el cerebro es normal a cualquier escala que se
considere».6
Lo cual no significa decir que la estructura de los cerebros de su estudio, o
en general de los cerebros autistas, no varíe entre un cerebro y otro. Varía.
Pero lo mismo pasa con los cerebros normales. Lo que ocurre es que las
variaciones entre los cerebros autistas se dan predominantemente en la franja
de lo que es normal. Thomas Insel, director del Instituto Nacional de Salud
Mental, decía en USA Today en 2012, poco después de que los centros para el
Control de Enfermedades subieran la prevalencia estimada del autismo de 1
por 110 a 1 por 88: «Incluso en el caso del niño sin lenguaje, que se
autolesiona y que ha tenido múltiples ataques epilépticos, sorprende el
aspecto normal de su cerebro. Es la verdad más incómoda de esta
condición».7
No obstante, aparecen ciertos patrones. Además de las variaciones de mi
propio cerebro que parecen coincidir con las de otras personas autistas —
amígdala mayor, macrocefalia, falta de activación cortical al contemplar
caras—, algunos de estos patrones generalizados son:

• Evitación del contacto visual. Es una evitación de las caras distinta de la


preferencia por los objetos frente a las caras. En un estudio con IRMf de
2011, publicado en el Journal of Austism and Developmental Disorders,
se descubrió que los cerebros de una muestra de autistas de alto
funcionamiento y personas de desarrollo típico parecían reaccionar al
contacto visual de manera opuesta.8 En el cerebro neurotípico, la
intersección tempoparietal (ITP) derecha se activaba con la mirada
directa, mientras que en el sujeto autista la ITP se activaba con la
evitación de la mirada. Los investigadores piensan que la ITP está
relacionada con tareas sociales que incluyen juicios sobre los estados
mentales de otras personas. En el estudio se observó el patrón opuesto
en la corteza prefrontal dorsolateral izquierda: en las personas
neurotípicas, activación ante la evitación de la mirada; en las autistas,
activación ante la mirada directa. Por lo tanto, no es que las personas
autistas no reaccionen al contacto visual, sino que su reacción es la
opuesta a la de las personas no autistas.
«La sensibilidad a la mirada en la corteza prefrontal dorsolateral
izquierda demuestra que la mirada directa obtiene una reacción neuronal
específica de los participantes con autismo», decía el estudio. Sin
embargo, el problema es «que esta reacción puede ser similar a cómo se
procesa la evitación de la morada en los participantes de desarrollo
típico». Lo que siente la persona neurotípica cuando alguien no
establece contacto visual puede ser lo que la persona autista siente
cuando alguien establece contacto visual. Y viceversa: lo que siente la
persona neurotípica cuando alguien establece contacto visual puede ser
lo que siente la persona autista cuando alguien no establece contacto
visual. Para la persona con autismo que intenta desenvolverse en una
situación social, las pistas que para una persona neurotípica serían de
aceptación, en el caso
pistas de aversión. Una de la persona
completa autista se pueden interpretar como
inversión.
• Hiperconectividad e hipoconectividad. Un influyente artículo publicado
en Brain en 2004 postulaba la teoría de la hipoconectividad: la idea de
que la insuficiente conectividad entre las regiones corticales podría ser
un elemento común del autismo.9 A escala global, las grandes secciones
del cerebro no pueden coordinar sus mensajes. Desde entonces, otros
muchos estudios han defendido la misma tesis, y han hallado la misma
relación entre la hipoconectividad entre las zonas corticales y las
deficiencias en una diversidad de tareas relacionadas con la cognición
social, el lenguaje y la función ejecutiva.
En contraste con esta hipoconectividad a larga distancia, en otros
estudios se ha observado una hiperconectividad a escala local. Cabe
presumir que este hipercrecimiento se produce de la forma que ya he
expuesto, como el intento de una parte del cerebro de compensar alguna
deficiencia de otra parte. El resultado puede ser positivo. Como he
mencionado, tengo hiperconectividad en una zona que se corresponde
con la memoria visual. Afortunadamente soy capaz de gestionar la
información visual. En una sesión de evaluación, me siento y soy capaz
de proyectarme en la mente la película de cómo va a funcionar un
determinado equipo, y después, una vez terminada la reunión,
desconectar. Sin embargo, algunas personas con autismo no disponen de
interruptor de apagado, y en su caso la hiperconectividad conduce a un
bombardeo de información, mucha parte de ella confusa.
Lo cual no significa decir que la teoría de la hipoconectividad
explique todos los cerebros autistas. Como ocurre con muchos intentos
iniciales de definir la solución de algún problema, lo más probable es
que se simplifique en exceso la situación. Como señalaba un estudio de
2012 de la Universidad de Ámsterdam: «Los modelos teóricos actuales
no recogen algunos patrones de conectividad funcional anormal en los
trastornos del espectro autista.10 En su conjunto, los hallazgos empíricos
que miden las distintas formas de conectividad demuestran que existen
complejos patrones de conectividad anormal en las personas con TEA».
La teoría, concluía el artículo, «debe ser perfeccionada».

causa s. Ni siquiera cuando creen que han encontrado


Heterogeneidad de las causas

una relación constante entre el comportamiento de una persona autista y una


anormalidad del cerebro, los investigadores pueden estar seguros de que otra
persona que manifieste el mismo comportamiento vaya a tener la misma
anormalidad. Parte del título de un estudio sobre el autismo que en 2009 se
publicó en el Journal of Neurodevelopmental Disorders recogía sucintamente
la situación: «Misma conducta, cerebros distintos».11 En otras palabras, el
hecho de que la persona sea proclive a una ansiedad extrema no significa que
su cerebro autista tenga una amígdala de mayor tamaño.
Heterogeneidad de las conductas. Y, al revés, cuando los investigadores
hallan una anormalidad en el cerebro, no pueden estar seguros de que la
anomalía produzca el mismo efecto conductual en un cerebro distinto. O,
para el caso, que produzca algún efecto. El simple hecho de tener una
amígdala más grande no significa que se sea autista.
¿Y si lo significara?
No necesariamente una amígdala mayor. ¿Y si algún hallazgo o conjunto
de hallazgos anatómicos fueran un elemento de diagnóstico fiable? Un
diagnóstico que no se basara solo en las conductas sino también en la
biología marcaría una gran diferencia en la predicción de deficiencias y en el
diseño de tratamientos. Médicos e investigadores podrían:

• Intervenir pronto, incluso en la infancia, cuando el cerebro es aún muy

susceptible
• Trabajar de ser más
de forma reconectado.
localizada las zonas del cerebro, rehabilitando las
partes de este en cuya recuperación crean que puedan ayudar, y no
perder el tiempo en partes que son irrecuperables.
• Probar terapias nuevas y monitorizar con mayor detalle las existentes.
• Hacer un diagnóstico individualizado, caso por caso.

Ese diagnóstico sería también enormemente beneficioso para el paciente,


porque le permitiría saber qué tiene realmente de inusual. Personalmente, me
gusta saber que mi mayor nivel de ansiedad puede estar relacionado con el
hecho de que tengo una amígdala más grande. Para mí, saberlo es importante.
Me ayuda a considerar la ansiedad en sus justos términos. Me puedo repetir
que el problema no está ahí fuera —en los estudiantes que están charlando en
el aparcamiento de debajo de mi ventana—. El problema está aquí dentro —
en cómo está cableado mi cerebro—. Puedo tomar algún medicamento contra
la ansiedad, pero no puedo hacer que desaparezca. De modo que, ya que
tengo que vivir con ella, al menos lo puedo hacer con la seguridad que me da
saber que el peligro no es real. Lo real es el sentimiento de peligro, lo cual es
muy distinto.
Vistos los obstáculos que entorpecen la investigación del autismo desde
una perspectiva neurobiológica —la homogeneidad de los cerebros, la
heterogeneidad de los comportamientos y las causas— nos podríamos
preguntar si es realista fijarse como objetivo hallar un biomarcador. Sin
embargo, en los últimos años los investigadores han hecho enormes avances
hacia la consecución de tal objetivo, y hoy muchos hablan de cuando, y no de
si.
«No disponemos aún de una prueba de fuego para el autismo —decía la
neurocientífica Joy Hirsch—. Pero tenemos una base para determinarlo».
Como directora del Centro de Investigaciones con IRM del Centro Médico
de la Universidad de Columbia de la ciudad de Nueva York, Hirsch ha
intentado sentar esa base en la búsqueda de una prueba de fuego del autismo.
En un estudio que su equipo realizó entre 2008 y 2010, se hicieron
resonancias del giro temporal superior —la parte del sistema auditivo que
procesa los sonidos del habla para convertirlos en lenguaje significativo— de
quince sujetos autistas de entre siete y veintidós años, y doce niños y
adolescentes de control de entre cuatro y diecisiete años.12 «La discapacidad
más evidente del autismo es la del habla —decía Hirsch, refiriéndose a la
tesis en que se basaba el experimento—. Nuestra hipótesis era que podríamos
empezar a ver diferencias en la primera fase». Y pensaban que así fue: sus
mediciones de la actividad en esa zona del cerebro pudieron identificar a
catorce de los quince sujetos autistas, una tasa de sensibilidad del 92%.
(Otros investigadores han puesto en duda la fiabilidad de comparar sujetos
despiertos con otros que estaban sedados, unos factores que el equipo de
Hirsch consideraba que tenían en cuenta. Como suele ocurrir en la ciencia,
pruebas posteriores corroborarán o no la validez de los hallazgos.)
Otro sistema que los investigadores emplean para buscar un biomarcador
es tomando una muestra de sujetos autistas y de control, centrarse en un
aspecto del cerebro sobre el que haya razones para pensar que está
relacionado con la conducta autista, y ver si puede formular un algoritmo con
el que se pueda distinguir un cerebro de otro. Jeffrey S. Anderson, de la
Universidad de Utah, da esta explicación simplificada: «Utilizamos una serie
de cerebros normales y cerebros de personas con autismo, hacemos una
plantilla de cada uno de ellos [de cerebro autista y de cerebro neurotípico] e
incorporamos a un sujeto nuevo y simplemente preguntamos: “¿Cuál encaja
mejor?”».
La cuestión no es determinar que este o ese cerebro pertenece a una
persona autista o a una neurotípica. Se trata de una suma que pueda ayudar a
identificar zonas de posible interés que pudieran ser biomarcadores.
En un importante estudio que el equipo de Anderson publicó en 2011, el
aspecto del cerebro que se consideraba era la conectividad. 13 Los estudios
anteriores que indicaban que los cerebros autistas tienden a tener una
hiperconectividad local y una hipoconectividad a larga distancia se habían
centrado en un reducido número de zonas cerebrales concretas. En cambio,
Anderson y sus colegas estudiaron la conectividad de la totalidad de la
sustancia gris. Utilizando una variante de IRMf llamada IRM de conectividad
funcional, obtuvieron mediciones de la conectividad de 7.266 «zonas de
interés». En un grupo de cuarenta adolescentes y adultos jóvenes varones con
autismo y una muestra similar de cuarenta sujetos de desarrollo típico,
Anderson descubrió que la prueba de conectividad podía identificar si un
cerebro era autista o típico con una precisión general del 79%, y del 89% en
los sujetos menores de veinte años.
Ese grado de precisión coincide con los resultados de otros grupos de
investigación. En un estudio con IRM realizado en 2011 en la Universidad de
Louisville se descubrió que, en una muestra de diecisiete sujetos autistas y
diecisiete neurotípicos, se podía utilizar la longitud de la línea central del
cuerpo calloso para distinguir entre los dos tipos de cerebro con un grado de
exactitud de entre el 82% y el 94%, dependiendo de los niveles de confianza
estadística.14
En otro estudio con IRM de 2011, investigadores de la Facultad de
Medicina de la Universidad de Stanford y del Hospital Infantil Lucille
Packard no se fijaron en el tamaño de una parte concreta del cerebro, como se
suele hacer en los estudios con IRM, sino en la topología de los pliegues de la
sustancia gris —los picos y valles del cerebro—.15 En una muestra de
veinticuatro niños y adolescentes autistas y otros veinticuatro de desarrollo
típico (todos de entre ocho y dieciocho años), se identificaron diferencias
entre los dos grupos en la red neuronal por defecto, un sistema asociado a la
ensoñación y a otras actividades que no implican ninguna tarea y se realizan
con el cerebro en reposo. Los sujetos del estudio cuyos cerebros mostraban la
mayor desviación de la norma también mostraban las deficiencias de
comunicación más graves. En particular, las mediciones del volumen de la
corteza cingulada posterior alcanzaban una precisión del 92% en la
diferenciación de un cerebro de otro.
Unos índices de precisión de entre el 80% y el 90% no son suficientes para
que los investigadores puedan afirmar que han descubierto un biomarcador
del autismo, pero es un importante avance que habría sido difícil imaginar
hace solo diez años. Y sin duda son lo bastante altos para inspirar confianza
en el sistema algorítmico.
Uno de los objetivos de futuras investigaciones es adaptar estas técnicas a
sujetos más jóvenes. Como dice Anderson de Utah: «En realidad,
diagnosticar autismo a un adolescente no ayuda en nada, porque ya sabemos
que lo es». Cuanto más joven es el sujeto, antes se puede intervenir. Cuanto
antes se intervenga, mayor será el posible efecto en la trayectoria de la vida
de la persona con autismo.
La edad a la que se pueda realizar un escáner del niño dependerá en parte
de la tecnología. La IRMf, por ejemplo, requiere reacciones a estímulos que
generen actividad cerebral, por lo que el niño deberá tener edad suficiente (y,
por supuesto, poseer la capacidad neuronal) para entender los estímulos. Las
IRM, incluidas las IDT, no se basan en la actividad del cerebro, de modo que
los investigadores pueden estudiar a sujetos aún más jóvenes (tanto, de
hecho, que es posible que todavía no muestren signos conductuales).
Este era el caso de un estudio con IDT de 2012 dirigido por investigadores
de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill. 16 Los participantes
eran noventa y dos bebés que tenían hermanos mayores diagnosticados como
autistas y para los que, por tanto, se pensaba que existía un alto riesgo de
sufrirlo también. Los investigadores escanearon el cerebro de los sujetos a los
seis meses (además de otros escáneres posteriores en la mayoría de los
casos). En ese punto, veintiocho de los sujetos del estudio cumplían los
criterios conductuales de TEA, y sesenta y cuatro, no. ¿Se observaba en los
tractos fibrosos de la sustancia blanca de un grupo alguna diferencia respecto
a los tractos del otro grupo? La conclusión de los investigadores fue que en
doce de los quince tractos investigados sí se observaba. A los seis meses, los
niños que más tarde desarrollaron síntomas autistas mostraban mayor
anisotropía fraccional (o AF, la medición de las moléculas de agua de los
tractos de la sustancia blanca) que el resto de los niños. Normalmente hubiera
sido una buena señal; una mayor AF indica un circuito más fuerte. Pero a los
veinticuatro meses, esos mismos niños mostraban una AF más baja, señal de
un circuito más débil. ¿Por qué a los seis meses de edad esos mismos
circuitos eran más fuertes que los de los niños que se desarrollaban de forma
típica? ¿Eran incluso más fuertes que antes? Los investigadores no tienen la
respuesta, pero sí un nuevo objetivo: los niños de tres meses.
Otro objetivo de posteriores investigaciones es observar el cerebro con aún
mayor detalle. Afortunadamente, el futuro ya está aquí. Lo sé porque lo he
visto.
En realidad, he estado dentro del futuro: una versión radicalmente nueva de
la IDT llamada seguimiento de fibras con alta definición, o imágenes HDFT
(por sus siglas en inglés). Fue desarrollada en el Centro de Desarrollo e
Investigación del Aprendizaje de la Universidad de Pittsburgh. Walter
Schneider, investigador experimentado del centro, explica que el estudio con
HDFT fue financiado por el Departamento de Defensa para investigar
lesiones cerebrales traumáticas: «Vinieron y me dijeron que necesitaban algo
que pudiera hacer por la lesión cerebral lo mismo que los rayos X hacen por
las lesiones ortopédicas».17
Cuando, en marzo de 2012, el equipo de investigación colgó un artículo en
la página del Journal of Neurosurgery,18 la tecnología despertó mucho
interés en los medios de comunicación. El artículo exponía el caso de un
varón de treinta y dos años que había sufrido una grave lesión cerebral en un
accidente con un todoterreno. (No, no llevaba casco.) Las imágenes HDFT
revelaron la presencia y localización de pérdida de fibra con tal precisión que
los investigadores predijeron con exactitud la naturaleza de la duradera
deficiencia motora —debilidad grave de la mano izquierda—, «cosa que no
hicieron otros modelos clínicos al uso».
«Del mismo modo que en el cuerpo hay 206 huesos, en el cerebro hay
cables importantes —dice Schneider—. Cualquier persona de la calle sabría
dibujar un hueso roto, incluso algo más complejo. Pero si se les pregunta:
“Entonces ¿qué aspecto tiene un cerebro roto?”, la mayoría de las personas
—incluidos los investigadores del campo— son incapaces de dar detalles».
¿Incluidos los investigadores del campo? ¿De verdad?
«La imagen borrosa de los huesos no da un diagnóstico claro —dice
Schneider—. Nosotros tomamos la imagen con tensor de difusión, y hacemos
que pueda darlo».
La investigación con imágenes HDFT se ha centrado hasta ahora en
lesiones cerebrales traumáticas, pero el plan a largo plazo de Schneider es
mapear las superautopistas de la información del cerebro. Llevo años
comparando el cableado del cerebro con las autopistas, y no soy la única, ni
mucho menos. Pero la parte de alta definición de la tecnología HDFT ha
puesto de manifiesto lo apropiada que es la referencia a las superautopistas.
La tecnología ITD (imagen con tensor de difusión) muestra las autopistas,
las rampas de acceso y salida y los cruces del cerebro como si estuvieran en
un mapa bidimensional. Este tipo de mapa es útil si se quiere saber si una
fibra va de un punto a otro. Puede mostrar si la Interestatal 94 y la Condal 45
están muy cerca la una de la otra. Puede mostrar que se cruzan. Pero no cómo
se cruzan. ¿Es una intersección como un cruce de carreteras? ¿O una va por
encima de la otra, como un paso elevado? La tecnología antigua no puede
responder esta pregunta. La HDFT, sí.

Mi cerebro en una imagen de seguimiento de fibras con alta definición (HDFT). La HDFT
no solo revela la desorganización de mis zonas de producción del habla y de representación
visual en comparación con las de los sujetos de control, sino que muestra las fibras con un
detalle exquisito y sin precedentes. © Walter Schneider.

Y sigue las fibras. Las mantiene individualizadas durante largos trechos.


Y sigue las fibras en un recorrido mayor que cualquier otra tecnología
anterior, hasta el final de la carretera.
Incluso muestra si un circuito dañado sigue activo o si ha dejado de
transmitir. (Como bióloga, sencillamente me chifla; es genial.)
No quiero dar un bombo excesivo a la HDFT. Es de suma importancia,
pero no va a resolver todos los misterios del cerebro. Como dice Schneider:
«Uno de los enigmas de la neurociencia que más me gustan es que si se te
ocurren cinco maneras en que el cerebro pueda hacer algo, lo hace en diez: en
las cinco que se te han ocurrido y en cinco en las que aún no has pensado».
Pese a todo, la HDFT va a afectar en gran manera a los diagnósticos que
impliquen un trauma cerebral.
En primer lugar, los diagnósticos serán más precisos. El escáner IDT actual
reúne datos que llegan de 51 lugares. La HDFT los reúne de 257. En
consecuencia, la HDFT no solo dice qué parte del cerebro ha sido dañada.
Desvela qué fibras concretas se han dañado, y cuántas.
En segundo lugar, los diagnósticos serán más convincentes. El lector sabe
que hay deportistas que se desploman y fallecen. Todo el mundo establece
una relación entre causa y efecto —entre el exceso de esfuerzo y un fallo del
corazón— porque la tragedia es visible, viva e inmediata. No hay posibilidad
de error. Y después llega la autopsia, y no deja lugar a dudas. El chico del
instituto murió de infarto mientras jugaba a fútbol. El universitario murió de
aneurisma coronario mientras jugaba a baloncesto. Pero las lesiones
cerebrales no han tenido esta misma claridad e inmediatez y, por
consiguiente, también han carecido de esa misma urgencia. Cuando un
ugador de fútbol sufre una conmoción cerebral o cuando el boxeador recibe
muchos puñetazos en la cabeza, es posible que los efectos de la lesión no se
manifiesten en años o décadas. Y ahí acaba todo. La HDFT mostrará qué han
provocado los golpes en el cerebro, y puedo asegurar que no va a ser
agradable. No hará falta tener el título de médico para comparar un cerebro
con traumatismo con otro de control y exclamar: «¡Oh, no!».
«En el caso de traumatismo cerebral —dice Schneider—, observamos una
rotura en uno de estos cables». No ocurre así en el autismo. Aquí, dice,
«observamos un patrón de crecimiento anómalo, sea genético, evolutivo, etc.,
dentro de ese proceso».
El laboratorio de Schneider me invitó para realizarme un escáner como
parte de un programa de televisión. Después, Schneider me explicó que había
estado buscando zonas de mi cerebro que mostraran como mínimo una
diferencia del 50% respecto a las mismas zonas del sujeto de control. Hubo
dos hallazgos, me dijo, que «realmente destacaban».
Uno es que tengo un tracto óptico enorme, un 400% mayor que el del
sujeto de control.
Dos: la conexión del «di lo que ves» del sistema auditivo es diminuta —
1% de la del sujeto de control—. Esta observación tenía sentido. En mi libro
Emergence, hablaba de mi problema con el habla durante mi infancia. «Era
como si tartamudeara. Sencillamente, no me salían las palabras». 19
Después le pedí a Schneider que me interpretara esos hallazgos. Nos
encontramos aún estudiando el cerebro, por lo que su interpretación sería
hipotética. Pero así funciona la ciencia. Se reúne información (los escáneres
de mi cerebro), se emplea para formular una hipótesis y se hace una
predicción que se pueda verificar.
Desde que nace hasta que cumple un año, explicó Schneider, el niño se
entrega a dos actividades que los investigadores del desarrollo llaman
balbuceo verbal y balbuceo motor. El balbuceo verbal se refiere al familiar
acto del bebé de hacer ruidos para oír cómo suenan. Asimismo, el balbuceo
motor se refiere a acciones como la de decir adiós con la mano simplemente
para ver cómo se mueve esta. En este período en que el bebé averigua cómo
interactuar con el mundo, su cerebro en realidad está construyendo
conexiones para que esa interacción sea posible. Durante el balbuceo verbal,
se desarrollan fibras para establecer la conexión entre la parte «lo que oyes» y
la parte «lo que dices» del cerebro. Durante el balbuceo motor, crecen fibras
para establecer la conexión entre la parte «lo que ves» y la parte «lo que
haces» del cerebro.
Después, entre el primer y el segundo año de edad, el niño llega a una fase
en que sabe decir palabras sueltas. Lo que ocurre en el cerebro del niño en
este punto es que las fibras forman un enlace entre aquellos dos sistemas de
fibras que se construyeron durante el período del balbuceo verbal y motor. El
cerebro conecta «lo que ves» con «lo que dices» hasta que sale papá, mamá,
tete y demás.
En mi caso, la hipótesis de Schneider era que algo ocurrió en mi desarrollo
durante la fase de las palabras sueltas, de modo que las fibras no establecían
una conexión entre «lo que ves» y «lo que dices». Debió de ser el tracto del
tamaño del 1% respecto del tracto del sujeto de control. Para compensarlo, mi
cerebro hizo que brotaran fibras nuevas, que intentaron ir a un sitio u otro, a
cualquiera. Fueron a parar sobre todo a la zona visual, y no a las áreas
tradicionales de la producción del habla. Era el tracto de tamaño 400% mayor
que el del sujeto de control.
En tal escenario, prosiguió Schneider, la fase de balbuceo pudo ser normal,
pero el desarrollo del lenguaje se frenó drásticamente entre el primero y el
segundo año.
Lo cual coincidiría con un patrón del que hablan los padres de hijos con
diagnóstico de autismo.
«Exactamente», dijo Schneider.
Pero, subrayó, el escenario que describió seguía siendo solo una hipótesis.
Necesitará más datos, más escáneres que realmente reflejen cómo crece el
cerebro. «No disponemos de la tecnología para medirlo —dijo—. El proyecto
en el que estoy trabajando es el de mapear esa secuencia evolutiva».
No tenía programado adaptar la tecnología HDFT para mapear el
desarrollo del cerebro autista, pero una pregunta planteada por la periodista
de 60 Minutes Lesley Stahl le hizo cambiar de idea. Schneider me pidió
permiso para mostrar mis escáneres a Stahl para un segmento sobre el
autismo que su programa estaba preparando. (El programa de televisión
original que había financiado el escáner nunca se emitió.) Para no levantar
falsas esperanzas en padres desesperados, Schneider quiso señalar que no se
podría disponer de escáneres HDFT para diagnosticar el cerebro autista en el
hospital local en un futuro próximo, que los hospitales más importantes no
podrían acceder a esa tecnología hasta dentro de cinco o diez años, como
mínimo. Stahl dejó que lo hiciera. Pero así es como recuerda Schneider que la
periodista planteó la pregunta:
«Entonces, el niño de cuatro años tendrá catorce cuando le hagan el primer
diagnóstico biológico de daño cerebral, un retraso que significaría diez o más
años de intentos de tratamiento fallidos, la incapacidad de la madre de
comunicarse con su hijo y de educarle, y la ansiedad que genera un
diagnóstico incierto. ¿Qué se podría hacer para acelerar el proceso y poder
disponer de él en cinco años?».
«Esta es la razón —dijo Schneider— de mi trabajo sobre el autismo».
La ciencia suele progresar gracias a nuevos avances tecnológicos.
Pensemos en Galileo y el telescopio. Galileo fue una de las primeras personas
en apuntar un «tubo de larga visión» al cielo nocturno, y lo que descubrió en
él cambió para siempre nuestra concepción del mundo: las montañas de la
Luna, las lunas alrededor de Júpiter, las fases de Venus, y muchas,
muchísimas más estrellas que el ojo humano podía distinguir. Lo mismo
ocurre con la neuroimaginería. La podemos imaginar como un
«mentescopio» (para emplear la palabra acuñada por Hirsch), un instrumento
con el que acabamos de empezar a explorar el universo interior y a recabar
las primeras respuestas a nuestras preguntas sobre el cerebro autista. ¿En qué
se diferencia su aspecto del aspecto del cerebro normal? ¿Y qué hace de
forma distinta de la del cerebro normal?
Hoy entendemos las conexiones biológicas entre las partes del cerebro y
muchas de las conductas que configuran el actual diagnóstico de autismo.
Pero todavía no sabemos la causa que se oculta en la biología, la respuesta a
una tercera pregunta: ¿Cómo se llegó a este punto?
Para responder esta pregunta, hay que recurrir a la genética.

La neuroimaginería no es perfecta. Para entender y apreciar lo que mejor


puede hacer, veamos lo que puede y lo que no puede hacer.

• La IRMf no puede captar la actividad del cerebro durante toda la amplia


diversidad de experiencias humanas. Por necesidad, solo puede
observar las reacciones del cerebro que la persona pueda tener
mientras está tumbada e inmóvil durante largos períodos.
• La neuroimaginería también exige que el sujeto mantenga la cabeza
quieta. En los últimos años, varios estudios han hablado de que las
conexiones de corto alcance del cerebro se debilitan a medida que el
niño se hace mayor, mientras que las de largo alcance se refuerzan.
Para los neurocientíficos, esta noticia supone un importante avance
en la comprensión del proceso de maduración del cerebro.
Lamentablemente, un estudio de seguimiento realizado por los
autores de los estudios originales demostraba que los supuestos
cambios en el desarrollo del cerebro desaparecían cuando tenían en
cuenta los movimientos de la cabeza: «Es realmente una lástima —
dijo el director de la investigación—. El resultado de mis últimos cinco
años que más apreciaba es un artefacto».20
Este descubrimiento no hizo que los científicos reconsideraran
todos los escáneres cerebrales de que disponían. Pero sí sirvió de
clara advertencia sobre la necesidad de tener en cuenta el
movimiento de la cabeza, una precaución especialmente necesaria en
los estudios sobre personas con autismo y otros trastornos
neuroevolutivos. ¿Por qué? Porque estos sujetos son precisamente
los que tienen mayor dificultad para permanecer quietos. Los
investigadores compiten por hallar una forma de incluir el movimiento
de la cabeza en los estudios de neuroimaginería, pero, aunque lo
consigan, tendrán que preguntarse si la eliminación de datos de
estudios de un grupo de sujetos (como los autistas) distorsionará las
comparaciones con estudios de sujetos neurotípicos.
Aunque la persona consiga permanecer quieta, puede dañar el
resultado de la neuroimagen, como bien sé por propia experiencia.
Durante un estudio con IRMf, me mostraron un simulador de vuelo.
Primero bajaba en picado sobre el Gran Cañón. Después iba en vuelo
rasante por unos campos de trigo. Luego saltaba por entre los picos
de las montañas. Después me mareé, lo que no parecía una buena
idea para quien se encuentra en el interior del escáner. Así que cerré
los ojos. Fuera como fuese el escáner, seguro que no fue perfecto.
• Incluso la mejor neuroimaginería es solo tan buena como la tecnología
actual. Las neuronas disparan cientos de impulsos por segundo, pero
la propia señal tarda varios segundos en abrirse, y luego se detiene
diez segundos. No es temporalmente precisa. Y la resolución no
capta realmente la actividad en la propia neurona. Como decía un
artículo de la revista Science: «Utilizar la IRMf para espiar a las
neuronas es como utilizar los satélites de la guerra fría para espiar a
las personas. Solo es visible la actividad a gran escala». 21
• Y luego están los propios investigadores. Han de ser precavidos al

interpretar los resultados. Por ejemplo, no deben dar por supuesto


que si se ilumina una parte del cerebro, es un elemento esencial para
la verificación del proceso mental. En un estudio, los investigadores
descubrieron que se activaba el hipocampo cuando los sujetos
realizaban un determinado ejercicio, pero los autores de otro estudio
observaron que las lesiones del hipocampo no afectaban a la
capacidad de los sujetos de realizar el mismo ejercicio. El hipocampo,
en efecto, formaba parte de la reacción del cerebro, pero no era una
parte necesaria de la reacción.
• Los investigadores tampoco pueden dar por supuesto que si un
paciente muestra un comportamiento anormal y los científicos
encuentran una lesión, han hallado la causa del comportamiento.
Recuerdo una clase de neurología de los cursos de doctorado en que
sospechaba que relacionar una determinada conducta con una lesión
específica del cerebro era un error. Imaginé que sacaba la tapa
trasera de un viejo televisor y empezaba a cortar cables. Si la imagen
desaparecía, ¿podría decir con seguridad que había encontrado el
«centro de imágenes»? No, porque allí detrás había un montón de
cables que podía cortar y provocar que la pantalla se quedara en
blanco. Podía cortar la conexión de la antena, y la imagen
desaparecería. O podía cortar la entrada de corriente, y la imagen
desaparecería. O simplemente podía desenchufar el televisor. Pero
¿alguna de esas partes del aparato sería el centro de imágenes? No,
porque la imagen no depende de una causa concreta sino de una
serie de causas, todas interdependientes. Y esta es precisamente la
conclusión sobre el cerebro a la que los investigadores han
empezado a llegar en los últimos años: la de que muchas funciones
no dependen solo de una fuente específica, sino de redes a gran
escala.

Así pues, si el lector oye decir que la IRMf puede desvelar las preferencias
políticas de las personas o cómo reaccionan a la publicidad o si mienten,
no se lo crea. La ciencia no ha llegado aún, ni mucho menos, a este nivel
de sofisticación, y es posible que nunca lo haga.
3

SECUENCIANDO EL CEREBRO AUTISTA

El 6 de septiembre de 2012 me encontraba haciendo lo que suelo hacer


cuando tengo que matar el tiempo en un aeropuerto —entretenerme en algún
quiosco, hojear revistas, leer las portadas de los periódicos— cuando me
llamó la atención uno de los titulares de primera página de The New York
Times: «Un estudio descubre el mapa de carreteras del ADN». Tomé el
periódico y leí: «El genoma humano está equipado con al menos cuatro
millones de interruptores de los genes que se encuentran en trozos de ADN
que se habían desechado como “basura” pero que resulta que desempeñan
funciones esenciales en el control de cómo se comportan las células, los
órganos y otros tejidos».1
«Bueno, ya era hora», pensé. Nunca había entendido la idea de ADN
basura. Recuerdo que en mis estudios de doctorado oí hablar del ADN
basura. Escuché referencias sobre él en clase. Vi artículos sobre él revisados
por expertos en Science y Nature. «ADN basura» no es un mote, aunque
pueda parecerlo; es un término científico. Se llama ADN basura porque, a
diferencia de las secuencias de ADN que codifican las proteínas, no parecía
que estas secuencias tuvieran finalidad alguna.
Pensaba que tal idea era ridícula. La doble hélice siempre me había
recordado a un programa informático, y nadie escribiría un código que
tuviera un montón de cosas innecesarias. La «basura» debía tener un
cometido. Tenía que ser algo así como el sistema operativo del gen. Si abres
el ordenador y encuentras un montón de archivos raros, podrás preguntarte
para qué sirven, pero no vas a concluir que no sirven para nada. Y seguro que
no ibas a invertir el orden de un par de ceros y unos para ver qué pasa. Lo
mismo ocurre con el ADN basura. Si lo revolvieras, seguro que el «programa
informático» del gen no funcionaría.
No era la única que albergaba tan profunda sospecha. Hacía años que los
científicos se iban tomando cada vez con menos seriedad la idea de ADN
basura. De hecho, los genetistas habían empezado a decantarse por las
expresiones ADN no codificador y materia oscura, y ambas apuntaban a que
este tipo de ADN era simplemente un misterio, no basura. Mientras leía el
artículo de pie en el aeropuerto, me sentí exculpada después de tantos años, lo
cual siempre es agradable, pero no fue esto lo que me chocó.
El artículo —entre otros muchos que iba a leer ese mismo día y en las
semanas siguientes y en los que se destacaba la idea de ADN no basura— se
basaba en los resultados de un amplio esfuerzo investigador de ámbito federal
llamado Enciclopedia de los Elementos del ADN, o Encode. En el proyecto
participaron 440 científicos de treinta y dos laboratorios de todo el mundo, y
los primeros treinta artículos del grupo habían aparecido un día antes en
Nature, Genome Research y Genome Biology. En una analogía común, la

anterior secuenciación del genoma humano por parte del Proyecto Genoma
Humano y por la empresa Celera Genomics de Craig Venter en 2001 «era
como obtener una fotografía de la Tierra desde el espacio», como decía un
científico en el Times, mientras que Encode era como Google Maps.
Mostraba «dónde están las carreteras», «cómo está el tráfico a diversas horas
del día», «dónde se encuentran los buenos restaurantes, los hospitales, las
ciudades o los ríos». El Proyecto Genoma Humano mostraba lo que era el
genoma. Encode había empezado a explicar lo que hace.
Pero lo que realmente me interesaba era la explicación que se daba en el
artículo de cómo hace el genoma lo que hace. Para apreciar su importancia,
primero hay que entender el aspecto del ADN. Todos hemos visto la
conocida imagen de la doble hélice: ese sacacorchos de combinaciones
aparentemente interminables de bases A (adenina), C (citosina), G (guanina)
y T (timina). Pero este modelo al estilo Tinker Toy * representa una hebra de
ADN estirada. Una hebra de ADN completamente desplegada tendría unos
tres metros de largo. Pero no está desplegada. Al contrario, el ADN está
enrollado tan estrechamente que cabe en el microscópico núcleo de una
célula. Al observar el ADN en estado natural, los investigadores de Encode
descubrieron, como decía el Times, «que pequeños segmentos de ADN de
materia oscura se encuentran a menudo muy cerca de los genes que
controlan».
«Es apabullante», pensé.
Hasta entonces, los científicos habían estado imaginando el ADN en su
forma desplegada. Pero si se lo imagina estrechamente enroscado —y esto es
lo que hacía mi cerebro de imágenes allí en el aeropuerto, mientras sostenía el
Times en la mano— entonces un trozo no codificador de ADN podría girar
interruptores de ADN codificador que se encuentra a cientos de miles de
pares de bases. En la hélice desplegada, no se encuentran próximos en ningún
punto; en la enroscada, son adyacentes.
Me moría por disponer ya del número de Nature. Al bajar del avión fui
directamente a correos, pero la revista no había llegado. No diré que me pasé
los pocos días siguientes aguardando junto al buzón, pero en cuanto llegó la
revista, desgarré el sobre para abrirla. El artículo «The Long-Range
Interaction Landscape of Gene Promoters»2 tenía un interés especial; la
última frase de cuyo resumen me impresionó de forma particular: «Nuestros
resultados empiezan a colocar los genes y los elementos reguladores en un
contexto tridimensional, que revela sus relaciones funcionales».
Pero después de devorar la revista, me percaté de que la lección más
importante no se encontraba en ninguno de los seis artículos de Encode.
Estaba, por el contrario, en la impresión general que me produjeron los
artículos. Todos unidos hicieron que me diera cuenta de lo mucho que no
sabemos sobre la genética.
Como ocurre con la neuroimaginería, la genética se encuentra aún en la
infancia. Dentro de cien años, lo que hoy sabemos de ella parecerá algo
primitivo. ¿Qué ocurriría si pudiéramos enviar a los científicos de hace cien
años un portátil y un lápiz de memoria? ¿Serían capaces de averiguar cómo
están almacenadas las imágenes en el lápiz? Seamos generosos y démosles
cien portátiles, para que puedan romper algunos al realizar sus pruebas. Lo
que harían esos científicos sería abrir el lápiz de memoria y sacar el chip.
Mapearían la anatomía del chip. A cada una de sus partes le darían un
nombre latino pretencioso pero estúpido. (¿Amígdala para el nombre del
centro de las emociones del cerebro? Deriva de la palabra latina que significa
«almendra», porque es lo que parece. ¿Hipocampo para el nombre del
buscador de archivos del cerebro? Deriva del nombre que los romanos daban
al caballito de mar, por la misma razón.) Y esos científicos darían por
supuesto que todas las partes juntas forman el Intel, porque todos los PC
llevan escrito «Intel Inside». Pero esos científicos no tendrían ni la más
remota idea de cómo funciona el lápiz de memoria.
El cerebro y el genoma se encuentran hoy en una situación muy parecida.
Para el científico, esta falta de conocimiento es apasionante. Todo un
campo nuevo para explorar. La oportunidad de realizar una investigación
fundamental y amplia, antes de que el campo se vaya estrechando y
especializando. Preguntas que llevan a otras preguntas. ¿Hay algo más
divertido?
Sin embargo, para el padre o la madre que esperan respuestas sobre su hijo
autista hoy, la falta de conocimientos puede significar una gran frustración.
Afortunadamente, contamos con los primeros elementos de un cuerpo de
conocimientos sobre la genética del autismo. El simple hecho de saber que la
genética desempeña un papel en el autismo es un avance extraordinario desde
lo que se sabía hace solo diez años. Por difícil de creer que hoy parezca, la
pregunta de si el ADN tenía algo que ver con el autismo no se planteó hasta
1977, cuando se publicó el primer estudio sobre autismo en hermanos
gemelos.3 La muestra que en él se empleó era pequeña, pero no por ello los
resultados dejaron de ser sorprendentes. La tasa de concordancia —que
significa que ambos gemelos comparten el rasgo— del autismo infantil entre
parejas de gemelos univitelinos era del 36% (cuatro parejas de gemelos de un
total de once). Pero entre diez parejas de gemelos bivitelinos, la tasa de
concordancia era cero. Ambas cifras podrán parecer pequeñas, pero
recordemos que eso ocurría tres años antes de que el DSM-III diera los
primeros criterios diagnósticos formales del autismo. Con los criterios
diagnósticos de hoy —la definición actual de autismo— la tasa de
concordancia en aquella misma muestra sería del 82% (nueve de once parejas
de gemelos) en el caso de gemelos univitelinos, y del 10% (una pareja de
cada diez) en el de los bivitelinos. Un posterior estudio realizado en 1995 con
una muestra del doble de parejas de gemelos, obtuvo un resultado
comparable: un 92% de tasa de concordancia en los gemelos univitelinos, y
del 10% en los bivitelinos.4
Los gemelos univitelinos comparten el mismo ADN, por lo que estos
resultados avalan con fuerza la idea de que la causa del autismo es genética.
Pero la influencia del ADN no es absoluta. Si uno de los gemelos univitelinos
tiene autismo, la posibilidad de que lo tenga el otro tendrá que ser muy alta.
Pero no es del 100%. ¿Por qué no?
Bien, podríamos hacer la misma pregunta sobre otras sutiles diferencias
entre esos gemelos. Sus padres los distinguen perfectamente, y en algunos
casos las diferencias son tan evidentes que cualquiera los puede distinguir.
Una razón es que incluso cuando el genotipo —el ADN en el momento de la
concepción— es idéntico en ambos gemelos, los genes pueden funcionar de
forma distinta dentro de la célula. La otra razón es que los genotipos pueden
no ser idénticos en el momento de nacer, debido a mutaciones espontáneas
del ADN de uno o ambos gemelos. Las dos series de diferencias genéticas
intervienen en el fenotipo de la persona (su aspecto físico, su intelecto y su
personalidad).
Saber que la genética desempeña un papel en el autismo es, evidentemente,
solo el principio. La siguiente pregunta es: ¿qué gen o qué genes?
Hasta entrados ya en el siglo XXI, algunos investigadores albergaban la
esperanza de que el autismo pudiera ser consecuencia de la desviación de un
gen o un puñado de genes del ADN de la persona. Tal vez el autismo fuera
como el síndrome de Down, que, como los investigadores descubrieron en
1959, es atribuible directamente a una copia extra del cromosoma 21 —la
primera vez que la variación en el número de copias se reconocía como causa
de discapacidad intelectual—. En el caso del síndrome de Down, la relación
entre causa y efecto es clara: este particular cromosoma causa ese particular
síndrome. Los genetistas han tenido cierto éxito en la localización de genes
de causa-efecto específicos en los trastornos relacionados con el autismo. En
el síndrome de Rett —un trastorno del sistema nervioso que se traduce en
inversiones del desarrollo que a menudo se diagnostican como síntomas del
autismo— la causa es un defecto del gen de una determinada proteína, el
MeCP2, localizado en el cromosoma X. En la esclerosis tuberosa —un
trastorno genético que provoca el desarrollo de tumores y en casi la mitad de
los casos va acompañado de TEA— los responsables son los cambios en uno
de dos genes, el TSC1 y el TSC2. El síndrome de X frágil —la causa más
común de retraso mental en los niños varones, y que puede derivar en
autismo— se debe a un cambio en el gen FMR1 del cromosoma X.
Sin embargo, en líneas generales, la genética del autismo no es tan simple.
Ni mucho menos.
Después de que el Proyecto Genoma Humano y Celera Genomics
mapearan el genoma humano en 2001, decenas de instituciones de diecinueve
países se unieron para formar el Proyecto Genoma del Autismo, o AGP. 5 Con
una base de datos de 1.400 familias, estos científicos desarrollaron el chip
genético, una nueva tecnología que funcionaba con una resolución muy
superior a la de métodos anteriores y que permitía observar a la vez miles de
variantes del ADN en un solo chip, en lugar de uno a uno. Los investigadores
empleaban esta tecnología para observar el genoma completo de cada sujeto
—los veintitrés pares de cromosomas— además de zonas particulares que
estudios anteriores habían señalado como de posible interés.
Cuando, en 2007, finalizó la primera fase del Proyecto Genoma del
Autsimo,6 el consorcio publicó un artículo en Nature Genetics en el que sí se
identificaban determinadas zonas del genoma que probablemente intervenían
en el autismo.7 Entre las futuras líneas de investigación más prometedoras
está una mutación del gen que codifica una proteína llamada neurexina, que
se une directamente a una proteína llamada neuroligina para controlar cómo
se conectan dos células cerebrales a través de la sinapsis que se produce entre
ellas. Durante el desarrollo, estas interacciones son fundamentales para dirigir
las neuronas a sus objetivos correctos y para formar senderos de señalización
en el cerebro. Este descubrimiento del AGP reforzó estudios anteriores que
indicaban que las mutaciones en la proteína SHANK3, que interactúa con la
proteína neuroligina en la sinapsis, van asociadas a un mayor riesgo de TEA
y retraso mental.
Pero, además de orientar futuras investigaciones, el artículo demostraba la
eficacia de la estrategia que los científicos del AGP habían empleado para
detectar estas mutaciones. Buscaban variaciones en el número de copias
(CNV, en sus siglas en inglés) —duplicados, borrados o redisposiciones
submicroscópicos de segmentos de ADN—. Estas variaciones, cuya longitud
y posición en el cromosoma pueden variar, tienen el potencial de perturbar el
funcionamiento del gen.
¿De dónde proceden estas variaciones en el número de copias? La mayoría
de ellas son hereditarias. En un determinado momento, en el acervo genético
entró una irregularidad, y pasó a sucesivas generaciones. Pero algunas CNV
no son hereditarias. Surgen de forma espontánea, sea en el óvulo o en el
esperma antes o poco después de la fecundación del óvulo. Se las llama
mutaciones de novo, es decir, mutaciones desde el principio.
Muchas CNV son benignas. Y los genetistas calculan que cada genoma —
el ADN exclusivo de cada persona— puede contener nada menos que
decenas de CNV. Forman parte de lo que hace única a cada persona. Pero ¿se
pueden asociar las CNV al autismo?
Esta es la pregunta que se propuso responder un estudio de 264 familias
realizado en 2007 y publicado en Science.8 La conclusión de sus autores era
que esas mutaciones sí «constituyen un factor de riesgo de TEA más
importante de lo que anteriormente se pensaba». En el estudio se observó que
el 10% de los niños autistas con hermanos no autistas (12 de 118) tenían
variaciones en el número de copias de novo, pero solo el 1% de los sujetos de
control sin historia de autismo (2 de 196) mostraba CNV de novo. En los
cinco años siguientes, este artículo, «Strong Association of De Novo Copy
Number Mutations with Autism», se citaría más de 1.200 veces.
La esperanza de que el autismo se pudiera atribuir a una o pocas
variaciones genéticas se fue haciendo cada vez menos realista. Cuando, en
2010, concluyó la segunda fase del Proyecto Genoma del Autismo9 —basado
en el ADN de 996 escolares de primaria de Estados Unidos y Canadá
diagnosticados como TEA, sus padres y 1.287 sujetos de control— los
colaboradores habían identificado docenas de variantes en el número de
copias que se podían relacionar con los TEA. En 2012, los genetistas habían
asociado los TEA con cientos de variaciones en el número de copias.
Para complicar más aún la investigación, muchas de las CNV parecían ser,
si no únicas, sí extremadamente raras: los autores del artículo publicado en
Science en 2007, en su pretensión de vincular las mutaciones de novo con el
autismo, habían señalado: «Ninguna de las variaciones genómicas que
detectamos se observaba más de dos veces en nuestra muestra, y la mayoría
de ellas solo se veía una vez». En 2010, a raíz de la publicación de los
estudios de la segunda fase del Proyecto Genoma del Autismo, Stanley
Nelson, profesor de genética humana y psiquiatría de la Universidad de
California en Los Ángeles, decía: «Encontramos muchos más genes
perturbados en los niños autistas que en los del grupo de control. Pero ahí
está lo extraño: todos los niños mostraban una perturbación distinta en un gen
diferente».10 En septiembre de 2012, en un artículo publicado en Science,
«La biología emergente de los trastornos del espectro autista», explicaba el
sorprendente avance en el descubrimiento de posibles CNV relacionadas con
el autismo, pero «sin ningún locus particular que explique más del 1% de los
casos».11
Los genetistas hablan a veces de una relación de «muchas con uno»:
muchas mutaciones candidatas y un solo resultado. Pero, concretamente,
¿qué resultado? ¿Un diagnóstico de autismo? ¿Un síntoma de autismo? Como
ocurre con la neuroimaginería, dada la heterogeneidad del autismo, es
complicado intentar comprenderlo mediante la genética. El autismo se
manifiesta en numerosos rasgos, unos rasgos que no son idénticos en una
persona y otra. ¿Por qué íbamos a esperar que la genética del autismo
ofreciera una correspondencia de uno a uno entre la mutación y la diagnosis?
De hecho, actualmente los investigadores piensan que algunas mutaciones
pueden estar relacionadas con diversos diagnósticos, incluidos los de
discapacidad intelectual, epilepsia, trastorno de déficit de atención con
hiperactividad, esquizofrenia... una relación de uno con muchas. Una vez
más, el problema es la heterogeneidad, porque el diagnóstico de autismo se
basa en comportamientos, y el autismo comparte esos comportamientos con
otros diagnósticos. Si los investigadores supieran qué rasgos —en el caso de
que haya alguno— son específicos del autismo, la búsqueda de una causa
genética podría ser mucho más fácil. Como dice G. Bradley Schaefer,
neurogenetista del Instituto de Investigaciones del Hospital Infantil de
Arkansas: «Lo fundamental es intentar averiguar qué diferencias son
secundarias y cuáles son importantes en ese estado».12
Mientras lo averiguan, los investigadores deben adoptar otras metodologías
para localizar los genes relacionados con el autismo. El Proyecto Genoma del
Autismo, por ejemplo, buscaba un patrón entre las mutaciones, o al menos un
principio de patrón. Y los investigadores lo encontraron: muchos de los genes
pertenecían a categorías de las que se sabe que afectan a la proliferación
celular y la señalización celular en el cerebro, un patrón que avalaba más aún
los hallazgos anteriores sobre la importancia del nexo neurexina-neuroligina
y SHANK3.
En 2012, tres grupos de investigadores que, por separado, habían ideado un
sistema nuevo e idéntico para descubrir mutaciones de novo, publicaron sus
descubrimientos en un número de Nature. Su estrategia era incluir solo a
sujetos autistas cuyos padres y hermanos no mostraran conductas autistas.
Después utilizaron la secuenciación letra por letra de exomas —las partes del
genoma que codifican las proteínas— para identificar las mutaciones de novo
de una única letra. Si observaban una CNV de novo en al menos dos de los
sujetos autistas, consideraban que esa mutación era un agente que contribuía
al autismo.
Uno de esos estudios, dirigido por Matthew W. State, neurocientífico del
Centro Médico de Estudios Infantiles de la Facultad de Medicina de Yale,
reunió una muestra de niños autistas junto con sus padres y hermanos no
autistas, y encontró a dos niños con la misma mutación de novo, una
mutación que ninguno de los participantes no autistas mostraba.13 Al mismo
tiempo, y de forma independiente, otro estudio, dirigido por Evan E. Eichler,
de la Universidad de Washington en Seattle, trabajaba con una muestra de
209 familias y encontró a un sujeto con la misma mutación de novo que la de
un sujeto del estudio de Yale.14 Se trataba, otra vez, de una mutación que
ninguno de los dos estudios había encontrado en los sujetos no autistas. El
estudio de la Universidad de Washington también identificó otra CNV de
novo en dos de sus participantes autistas. Después, un tercer estudio, dirigido
por Mark J. Daly, de Harvard, buscó esas tres variaciones de novo —la del
estudio de State, la del estudio de Eichler y la que ambos estudios compartían
— en una muestra distinta de sujetos y niños con autismo que tenían las
mismas CNV, signo de una posible correlación entre la CNV y el autismo. 15
Merece la pena señalar otro hallazgo de estos tres mismos estudios: era
cuatro veces más probable que esas CNV provinieran del lado paterno que
del materno. Unos meses después, ese descubrimiento era corroborado en un
artículo aparecido en Nature en que se hablaba de una correlación entre la
edad del padre y la tasa de mutaciones de novo.16 En mi opinión, el artículo
era de esos que hacen que te des con la mano en la frente y exclames:
«¡Claro!». Las células del esperma se dividen cada quince días, más o menos,
de modo que cuanto mayor es el padre, más mutaciones hay en su esperma.
Es como fotocopiar una copia de una copia de una copia de una copia. Y
cuanto mayor es el número de mutaciones, mayor es el riesgo de una
mutación que pueda contribuir al autismo. 17
Pero aun en el caso de que los genetistas consigan correlacionar una
mutación con el autismo (con independencia de que la mutación esté
relacionada con otros estados), siguen sin saber si una mutación sola es
suficiente para crear un rasgo de aspecto autista, o si la aparición de un único
rasgo depende de una combinación de mutaciones. En los últimos años, la
opinión se ha decantado hacia esta hipótesis del impacto múltiple, gracias en
gran parte a los resultados obtenidos en el laboratorio de Eichler, quien al
explicar sus descubrimientos decía: «El desarrollo del cerebro probablemente
es muy sensible a los desequilibrios de la dosis génica». 18 Un insulto —como
llaman los genetistas a la mutación que puede perjudicar la salud— puede ser
suficiente para provocar el caos. ¿Y dos? Crucemos los dedos.
Otros laboratorios han corroborado esta conclusión. Por ejemplo, un
análisis realizado en 2012 de las mutaciones del gen SHANK2 —que
codifica una proteína sináptica, como la SHANK3, las neurexinas y las
neuroliginas— hubiera sido importante aunque solo hubiera hallado más
pruebas de una relación entre el autismo y las mutaciones de los genes
relacionados con el cableado neuronal.19 Pero el estudio, basado en 851
sujetos diagnosticados con TEA y 1.090 de control, también descubrió que
los tres sujetos con mutación de nova en el gen SHANK2 también llevaban
mutaciones hereditarias en una sección del cromosoma 15, asociado desde
hacía mucho tiempo al autismo.
«Para estos pacientes, es como si el genoma no pudiera afrontar este
suceso de novo extra», decía el responsable de la investigación, Thomas
Bourgeron, profesor de genética de la Universidad París Diderot. «Podría ser
como el ácido nítrico y la glicerina. Por separado no plantean ningún
problema, pero si se mezclan, hay que tener muchísimo cuidado». 20
En mi opinión, la hipótesis del impacto múltiple la avalan observaciones
que he repetido una y otra vez durante los últimos veinte años, siempre que
he trabajado con familias. He observado que en muchos casos uno al menos
de los padres del niño con autismo muestra una forma leve de
comportamiento autista. El niño con autismo grave suele tener ambos padres
con este tipo de conducta. Si el padre y la madre, los dos, contribuyen a las
variaciones del número de copias de un tipo que suponga mayor riesgo de
autismo, la incidencia del autismo en los hijos de estas familias
evidentemente va a aumentar. Cuanto más cargados estén los dados de ambas
partes de la familia, mayor es la probabilidad de tener un hijo con algún tipo
de problema.

Hasta ahora he hablado solo de las mutaciones hereditarias y de novo,


aquellas que están presentes en el momento de la concepción o en torno a él.
Pero los genetistas también estudian lo que les ocurre a los genes a lo largo
del embarazo y en el transcurso de toda la vida —en un período en que entran
en consideración los factores medioambientales—. ¿Es posible que los gases
que emiten los coches intervengan en el autismo? ¿Y la alimentación de la
madre durante el embarazo? ¿Y las vacunas?
Si los genes de una persona conllevan un mayor riesgo de que un factor
medioambiental desencadene una enfermedad o un estado de salud, diríamos
que esa persona tiene una susceptibilidad o predisposición genéticas. Si los
factores del entorno interactúan con los genes de forma que causen un
cambio genético, diríamos de la persona a quien tal ocurra que tiene una
mutación adquirida o somática. Sin embargo, los estudios sobre los influjos
medioambientales en el autismo son menos concluyentes y a menudo mucho
más polémicos que los que se ocupan solo de los factores genéticos.
«Se acepta ampliamente que los trastornos del espectro autista son
consecuencia de múltiples factores, que sería muy raro encontrar a alguien
cuyo síndrome conductual tuviera una sola causa», decía en 2011 la
epidemióloga medioambiental Irva Hertz-Picciotto. «No obstante, en el
trabajo anterior sobre los genes en general no se ha tenido en cuenta la
posibilidad de que estos puedan actuar en consonancia con las exposiciones
al entorno».21
Hertz-Picciotto ha sido investigadora jefa de Riesgos de Autismo Infantil
Debidos a la Genética y el Entorno (CHARGE, en sus siglas en inglés), un

programa de investigación del Instituto de Investigación Médica de los


Trastornos Neuroevolutivos (MIND, en sus siglas en inglés) de la
Universidad de California en Davis. «Esperamos encontrar muchos, tal vez
docenas de factores medioambientales en los próximos pocos años», decía
Hertz-Picciotto, «y es previsible que cada uno de ellos intervenga en un
determinado número de casos de autismo. Es muy probable que la mayoría de
ellos actúen en conjunción con otras exposiciones y/o genes».22
¿Cuál era el principio rector de este amplio proyecto? Hertz-Picciotto dice
que los colaboradores decidieron desde el principio dividir sus
investigaciones en tres áreas: nutrición, contaminación del aire y pesticidas.23
El primer estudio CHARGE que despertó interés nacional fue publicado en
la revista Epidemiology en 2001, y observó que la combinación de
determinados genes no favorables y la falta de complementos vitamínicos en
la madre en los tres meses anteriores a la concepción y durante el primer mes
de embarazo aumentaba considerablemente el riesgo de autismo.24 Otro
estudio CHARGE, publicado en Environmental Health Perspectives,
descubrió que los hijos de madres que vivían a menos de dos bloques de una
autopista tenían mayores probabilidades de tener autismo, debido
supuestamente a la exposición a los gases emitidos por los automóviles.25 En
un tercer estudio CHARGE, publicado en 2012, se constató que entre las
madres de niños con trastornos del espectro del autismo o retrasos evolutivos,
más del 20% eran obesas, mientras que entre las madres de niños de
desarrollo normal, lo era el 14%.26
Otros estudios CHARGE son mucho menos concluyentes —por ejemplo
este descubrimiento expuesto en otro artículo de 2012: «Es posible que
determinados pesticidas sean la causa de características básicas del autismo,
pero se sabe muy poco sobre los tiempos y las dosis, o cuál de varios
mecanismos es suficiente para provocar tal estado»—. 27 De hecho, el artículo
concluía fundamentalmente con la solicitud de más investigaciones: «En los
estudios sobre animales, proponemos que se investiguen más las
interacciones entre los genes y el entorno, y la exposición experimental a
mezclas de compuestos. Asimismo, estudios epidemiológicos sobre humanos
con exposiciones excepcionalmente altas pueden identificar qué clases de
pesticidas son las más preocupantes, y son necesarios estudios sobre genes y
entorno para determinar si existen subpoblaciones susceptibles de un mayor
riesgo debido a la exposición a los pesticidas». En los artículos científicos no
son inhabituales las indicaciones sobre posteriores estudios, pero, en este
caso, la amplitud de la propuesta era notable. De hecho, en un editorial del
número de julio de 2012 de Environmental Health Perspectives se hacía una
solicitud parecida —y referida no solo a los pesticidas—. 28 En él se abogaba
por investigar todo lo que pudiera ser peligroso, la «formulación de una
estrategia sistemática para descubrir causas medioambientales prevenibles del
autismo y otros trastornos neuroevolutivos».
«Creo que la gente tenía expectativas infundadas —dice Hertz-Picciotto—.
Quienes trabajaban en el campo de la genética creían realmente que esta iba a
ser la cuestión». En vez de «buscar las mutaciones raras y más raras y
rarísimas», dice, es posible que hubiesen tenido mejor suerte si hubieran
intentado relacionar los factores medioambientales con las variantes genéticas
comunes.
Yo misma me pregunto a menudo si el mayor uso en las últimas décadas
de fármacos que requieren prescripción médica ha contribuido al aumento de
la incidencia del autismo.

En junio de 2011, la Administración de Fármacos y Alimentos alertaba a las


mujeres embarazadas de la posible relación entre el desarrollo cognitivo y el
consumo de valproato como eutimizante (estabilizante del estado de ánimo) y
antiepiléptico.29 Más tarde, ese mismo año, dos estudios demostraron que los

niños cuyas madres habían tomado valproato durante el embarazo corrían


mayor riesgo de tener un cociente intelectual menor y otras deficiencias
cognitivas, además de autismo y otros trastornos del espectro autista. 30 «Se
calcula que entre el 6% y el 9% de los bebés expuestos al valproato en el
útero desarrollan autismo —se decía en la página de la Simons Foundation
Autism Research Initiative—, un riesgo varias veces superior al de la
población general».31
Hasta el año 2011 no apareció el primer estudio que investigaba
específicamente una relación entre el uso de antidepresivos y el autismo, y
estuvo dirigido por el Programa de Atención Médica del consorcio Kaiser
Permanente de California del Norte.32 En el estudio se comparaba a 298
niños con TEA, y sus madres, con más de 1.500 niños de control, y sus
madres, y, efectivamente, se encontraron pruebas de un riesgo ligeramente
mayor entre las madres que habían tomado antidepresivos durante el
embarazo o inmediatamente antes de quedarse en estado. Muy bien, pensé,
pero es posible que la madre que necesita antidepresivos ya tenga más CNV
de riesgo, lo cual significa que el desencadenamiento del autismo puede tener
cierta relación con la depresión, no con los antidepresivos. En el estudio se
tenía en cuenta esta posibilidad y sus autores observaron que las madres
deprimidas pero que no tomaban antidepresivos no mostraban un mayor nivel
de riesgo.
A pesar de todo, los niveles de riesgo son relativos. El estudio concluía que
«es improbable que los antidepresivos sean un factor de riesgo importante».
Pero ¿y los factores de riesgo no tan importantes? El estudio señalaba que las
madres que habían tomado antidepresivos en los doce meses anteriores al
parto tenían un riesgo del 2,1% mayor de tener hijos con TEA, y el mayor
aumento del riesgo, un 2,3%, se producía cuando los fármacos se habían
tomado durante los tres primeros meses de embarazo.
Y así están las cosas. Creo que Prozac es un medicamento formidable.
Tengo amigos que se encontrarían realmente mal si no contaran con Prozac,
Lexapro o algún otro inhibidor selectivo de la recaptación de serotonina. Sé
de personas a quienes estos fármacos les han salvado. Yo misma no podría
funcionar sin ellos. Pueden convertir una vida simplemente vivida en una que
merezca la pena vivir. De modo que la mujer embarazada o que tenga
previsto quedarse en estado y que tome antidepresivos debe consultar al
médico para sopesar las ventajas y los inconvenientes.
En cualquier caso hay que ser muy prudentes al buscar relaciones de causa
y efecto entre los factores medioambientales y la genética. Como bien sabe
cualquier científico, la correlación no implica causalidad. Una correlación
observada —dos sucesos que se producen más o menos al mismo tiempo—
puede ser pura coincidencia. Para considerar la complejidad lógica de una
argumentación de causalidad contra coincidencia, veamos la hoy aborrecible
polémica sobre las vacunaciones. Esta es la historia.
Los padres suelen vacunar a sus hijos a los dieciocho meses, más o menos.
Algunos padres observan que su hijo comienza a mostrar signos de autismo
hacia los dieciocho meses —retraimiento, retroceso en los progresos con el
lenguaje, conductas repetitivas— ¿La correlación entre ciertas vacunas y la
aparición del autismo es un ejemplo de coincidencia o de causalidad? En
1998 se publica en la revista inglesa The Lancet un artículo que da la
respuesta: causalidad.33 La consecuencia son unos padres airados,34 y un
amplio movimiento de base para convencer a los padres para que no vacunen
a sus hijos. Sin embargo, numerosos estudios posteriores no consiguen repetir
los resultados del de 1998, y en 2010, después de una investigación realizada
por el Consejo Médico General del Reino Unido que determina que la
investigación es confusa e incorrecta, The Lancet se retracta del estudio.35
¿Y ahí acaba la historia? No exactamente.
La realidad es que se sabe que, después de recibir las vacunas de los
dieciocho meses, algunos niños enferman de gravedad y manifiestan
síntomas severos que coinciden con los del autismo. En esos casos raros,
resulta que el diagnóstico es de una enfermedad mitocondrial. El núcleo de la
célula alberga los cromosomas; ahí es donde se codifican los genes. Pero
fuera del núcleo, en el citoplasma de la célula, están los orgánulos (la palabra
deriva de la idea de que los orgánulos son a la célula lo que los órganos son al
organismo) y algunos de estos orgánulos son mitocondrias. Todas las células
tienen cientos de miles de mitocondrias. Su función es tomar las sustancias
químicas del cuerpo y convertirlas en energía utilizable. Las mitocondrias
tienen su propio ADN, distinto del ADN de los cromosomas. Y, al igual que
el ADN de los cromosomas, el ADN mitocondrial puede experimentar
mutaciones. En algunos casos, en efecto, la vacunación y la aparición de
síntomas podrían estar relacionadas. Algunos de los síntomas podrían ser
relativamente suaves, otros podrían ser graves, y algunos otros podrían ser
pérdida de coordinación muscular, problemas de vista y oído, discapacidades
para el aprendizaje, trastornos gastrointestinales y problemas neurológicos.
Todos estos síntomas formarían parte de la enfermedad mitocondrial, y todos
ellos coincidirían con el autismo.
«Se están realizando muchísimos estudios sobre el tema —dice G. Bradley
Schaefer, neurogenetista del Instituto de Investigaciones del Hospital Infantil
de Arkansas y principal autor de las orientaciones para la realización de
pruebas genéticas en niños para el American College of Medical Genetics en
2008—. Pero no existen conocimientos suficientes para sacar conclusiones».
La actualización de las orientaciones realizada en 2013 no estaba a
disposición pública en el momento de escribir estas líneas, pero Schaefer sí
resume las recomendaciones en una entrevista realizada para este libro: «Está
la cuestión de la influencia mitocondrial en el autismo, se están realizando
estudios, existen casos claramente anecdóticos, pero en estos momentos no
recomendamos las pruebas rutinarias, porque no existen pruebas objetivas
suficientes que las avalen». (Además, son pruebas caras y difíciles, y
normalmente requieren una biopsia del músculo.)
Un ejemplo quizá más convincente de predisposición genética es el gen
DRD4, que codifica un receptor que regula el nivel de dopamina del
cerebro.36 Algunas personas tienen una variante del gen DRD4 llamada
DRD4-7R, donde 7R se refiere a «alelo 7 repetido», lo cual significa que su
secuencia nucleotídica se repite siete veces. El cerebro de las personas que
poseen la versión 7R del gen DRD4 es menos sensible a la dopamina —un
neurotransmisor que afecta a los procesos cerebrales que implican
movimiento, respuesta emocional y la capacidad de sentir placer y dolor—, 37
lo cual supone un riesgo de sufrir trastornos de atención y conducta. Por esta
razón, a la versión 7R del gen DRD4 se la ha llamado gen del niño mimado o
del bebedor.
En un ámbito más clínico (y lingüísticamente más compasivo), numerosos
estudios relacionan este alelo con la ansiedad, la depresión, la epilepsia, la
dislexia, el TDAH, las jaquecas, la conducta obsesiva-compulsiva y el
autismo. Por ejemplo, un estudio publicado en 2010 hablaba de diversas
relaciones entre niños autistas con la variante 7R y sus padres. 38

• Los niños con la variante 7R cuyo padre o madre (uno de los dos al
menos) tenía la variante 7R eran significativamente más proclives a
mostrar conductas de tics que aquellos cuyos padres no tenían la
variante 7R.
• Si el padre tenía la variante 7R, el hijo con la variante 7R era más proclive
a mostrar conductas propias del trastorno obsesivo-compulsivo y unos
tics más severos.
• Si la madre tenía la variante 7R, el hijo con la variante 7R era más
proclive a mostrar una conducta propia del trastorno de oposición
desafiante y el trastorno de ansiedad.

Hace cierto tiempo que los científicos saben que los niños con la versión 7R
del gen DRD4 (y también otros genes «de riesgo», como el MAOA y el
SERT) son vulnerables a las influencias negativas del entorno —por ejemplo,
un padre o una madre maltratadores—. Estas influencias negativas pueden
producir versiones más graves de cualquier conducta que el niño ya esté
mostrando. Por esta razón, los científicos creen desde hace tiempo que la
versión 7R es el «gen anuncio» de los genes que interactúan con un entorno
negativo para generar una conducta negativa, y de ahí su apodo: gen de la
vulnerabilidad o el riesgo.
¿Y si los niños con genes de riesgo tuvieran una vida de aserción por parte
de los padres o en un hogar sano en lugar de entornos malos? La idea de que
los entornos negativos solían llevar a conductas negativas en las personas que
tenían esta variación del gen DRD4 era convincente, pero ¿y si esos mismos
estudios también incluían datos que indicaban que los entornos positivos
tendían a generar una conducta positiva —pero los investigadores intentaban
medir los efectos negativos, y por esto no formularon las preguntas
adecuadas?
Afortunadamente, al final hubo otros investigadores que se lo
preguntaron.39 En cuanto empezaron a realizar estudios en los que se
buscaban específicamente efectos positivos —y a analizar de nuevo estudios
anteriores de los efectos negativos— los investigadores se dieron cuenta de
que era necesario reconsiderar cómo entendía la ciencia estas variaciones
génicas. Las personas que las tienen sencillamente son más sensibles al
entorno —«para bien o para mal», como decía un investigador—. Se las
puede imaginar como «niños orquídea»,40 porque florecen con facilidad o se
malogran dependiendo de si el invernadero en donde habitan propicia o no el
crecimiento. En el otro extremo, a los «niños diente de león», que llevan la
versión regular del gen, las cosas les van bien o mal sin que importe dónde
crezcan.
Con esta nueva interpretación de cómo funciona la versión 7R del gen
DRD4, los genetistas han empezado a referirse a este no tanto como un gen
de riesgo sino como un gen de reactividad. La naturaleza lo hizo neutro. La
crianza lo hace positivo o negativo.
Tal vez se pregunte el lector si esta interpretación significa que Leo Kanner
estaba en lo cierto al hablar de la influencia negativa del parentazgo negativo.
No del todo. Kanner trazaba una correspondencia de uno a uno entre un padre
o una madre nevera y el autismo del niño. La versión de Bruno Bettelheim
del modelo de Kanner al menos consideraba la posibilidad de un componente
genético, una predisposición genética hacia el autismo que para manifestarse
requería un padre maltratador. Pero parece que ni Kanner ni Bettelheim
hayan considerado que el autismo sea consecuencia de una predeterminación
genética, más que de una predisposición.
¿Sabe el lector quién lo hizo? Pese a todas las desacreditadas asociaciones
psicoanalíticas presentes en los supuestos e hipótesis de Kanner y Bettelheim,
la respuesta es, en cierto modo, Sigmund Freud.
El bagaje médico de Freud era de neurobiología y neuroanatomía. Siempre
sostuvo que sus ideas psicoanalíticas eran unos referentes, hasta que la
ciencia pudiera dar mejores explicaciones. «Debemos recordar que,
presumiblemente, llegará el día en que todas nuestras ideas provisionales de
la psicología se asentarán en una subestructura orgánica», escribía en 1914.41
Seis años después seguía con la misma idea. «Es probable que las
deficiencias de nuestra exposición desaparecieran si estuviéramos ya en
condiciones de sustituir los términos psicológicos por otros fisiológicos o
químicos —dijo—. Podemos esperar que [la fisiología y la química] den la
información más sorprendente y no podemos imaginar las respuestas que en
unos pocos decenios darán a las preguntas que hemos formulado. Pueden ser
de tal naturaleza que acaben con toda la estructura de nuestra hipótesis». 42
Lo mismo ocurre hoy. La neuroimaginería nos ha permitido sondear las
características neuroanatómicas y hacer las preguntas «¿Qué aspecto tiene?»
y «¿Qué hace?». Gracias a la genética hemos podido empezar a responder la
pregunta «¿Cómo hace el cerebro lo que hace?». Nos esperan décadas de
avances, pero por lo menos hemos comenzado a hallar algunas pocas de las
respuestas que van a complementar una definición del autismo que hoy se
basa puramente en la observación de las conductas, un método diagnóstico
que, como veremos en el capítulo siguiente, encierra sus propios peligros.
4

JUGANDO AL ESCONDITE

¿Sabe el lector lo que odio? El ruido del secador de manos de los aseos
públicos. No tanto cuando empieza a salir el chorro de aire, sino el momento
en que las manos entran en contacto con la corriente. La caída repentina del
registro me pone enferma. Es como cuando se limpia el inodoro de los
aviones. Primero se produce un breve preludio parecido a la lluvia, luego una
succión atronadora. Lo odio. Como odio la dentera que me produce la tiza al
rascar la pizarra.
¿Sabe qué otra cosa odio de viajar en avión? La alarma que salta cuando
alguien sin querer abre una puerta de seguridad. Bueno, odio todas las
alarmas en general. Cuando era pequeña, el timbre de la escuela me ponía
enferma. Sentía como si fuera el taladro del dentista. No exagero: el sonido
me producía en la cabeza la misma sensación que el dolor del taladro dental.
A estas alturas, el lector se habrá percatado de un patrón en lo que odio.
Soy sensible a los sonidos. Los sonidos fuertes, los sonidos repentinos. Peor
aún, los sonidos fuertes y repentinos que no espero. Y lo peor de todo, los
sonidos fuertes y repentinos que sí espero pero no puedo controlar, un
problema habitual de las personas con autismo. De pequeña, los globos me
daban horror, porque no sabía cuándo iban a reventar.
Hoy sé que si hubiera sido capaz de reventar un globo pequeño yo misma,
pinchándolo con el bolígrafo y produciendo un sonido suave, para después
pasar poco a poco a globos cada vez más grandes y sonidos cada vez más
fuertes, podría haber llegado a tolerar los globos. He oído decir a muchas
personas con autismo que si pueden iniciar un sonido, es más probable que lo
puedan tolerar. Lo mismo ocurre si saben que se va a producir el ruido; los
petardos que tiran los niños al otro extremo de la calle les sorprenden, pero
los del parque de la ciudad incluidos en el programa de fiestas son aceptables.
Pero cuando era pequeña, el mismo globo que deleitaba y entusiasmaba a los
otros niños, el que se querían pasar unos a otros, el que empujaban con la
punta de los dedos hasta que llegaba al techo, yo lo miraba aterrorizada. Se
me antojaba una nube que se me podía caer encima y lastimarme.
Los cinco sentidos son nuestra forma de comprender todo lo que no es
nosotros mismos. La vista, el sonido, el olor, el sabor y el tacto son las cinco
maneras —las cinco únicas maneras— de que el universo se pueda
comunicar con nosotros. De este modo, los sentidos nos definen la realidad.
Si los sentidos funcionan con normalidad, podemos presumir que nuestra
realidad sensorial es muy parecida a la realidad sensorial de todos aquellos
cuyos sentidos funcionen con normalidad. Después de todo, nuestros sentidos
han evolucionado para captar una misma realidad, para que podamos recibir e
interpretar, de la forma más fiable posible, la información que necesitamos
para sobrevivir.
¿Y si los sentidos no funcionan con normalidad? No me refiero a los
globos oculares ni las trompas de Eustaquio, los receptores de la lengua o de
la nariz o la punta de los dedos. Me refiero al cerebro. ¿Y si recibimos la
misma información que todas las demás personas, pero nuestro cerebro la
interpreta de forma distinta? Entonces la experiencia que tengamos del
mundo que nos rodea será radicalmente distinta de la de todos los demás,
quizás incluso dolorosamente distinta. En ese caso, viviremos literalmente en
una realidad alternativa, una realidad sensorial alternativa.
Llevo hablando de los problemas sensoriales nada menos que desde que
empecé a dar conferencias sobre el autismo, hace hoy treinta años. En todo
ese tiempo, me he encontrado con personas cuyo oído sube y baja de
volumen y claridad, de modo que las palabras pasan de escucharse como si
llegaran a través de una mala conexión de teléfono móvil a como si fueran
fuegos de artificio. He hablado con niños que no soportan ir al gimnasio por
el sonido del timbre del marcador. Los he visto que solo saben decir sonidos
vocálicos, seguramente porque no oyen las consonantes. Casi todas estas
personas eran autistas y, de hecho, nueve de cada diez personas con autismo
padecen uno o más trastornos sensoriales.
Pero el dolor y la confusión no solo afecta a su vida. También afecta a la
de sus seres queridos. A un niño normal no es necesario decirle que su
hermano autista no verbal requiere más atención de sus padres —decirle que
durante muchos años la vida de la familia va a girar en torno a ese hijo—.
Para los padres, atender a un hijo normal puede ser un trabajo de jornada
completa; ocuparse de un hijo cuyo cerebro no tolera el movimiento del
padre o la madre que cruza la habitación puede ser un trabajo de toda la vida.
No puedes llevar a tu hijo de compras ni a comer a un restaurante ni a ver
ugar a fútbol a su hermano mayor, si no va a dejar de gemir de dolor.
Además, los trastornos sensoriales no son un problema exclusivo del
autismo. Estudios sobre niños no autistas demuestran que más de la mitad de
ellos tiene un síntoma sensorial, que uno de cada seis tiene un problema
sensorial de importancia suficiente para afectar a su vida cotidiana, y que a
uno de cada veinte habría que diagnosticarle formalmente un trastorno de
procesamiento sensorial, lo cual significa que los problemas son crónicos y
disruptivos. Yo misma he observado que en un grupo de alumnos a los que
imparto clases semestrales, uno o dos de cada sesenta tiene problemas para
dibujar unas instalaciones ganaderas. Son incapaces de dibujar líneas curvas
suaves y las trazan de forma torpe. Sé que no son autistas, ni padecen
astigmatismo, pero si les pregunto qué ven en una página impresa, me dicen
que les bailan las letras.
¿Qué sabemos de la ciencia de los problemas sensoriales? Por extraño que
parezca, muy poco. En cualquier caso, me sorprendió que así fuera cuando
empecé a indagar en los estudios sobre problemas sensoriales.
Por las investigaciones sobre el cerebro autista que neurocientíficos y
genetistas realizan, por los avances que en ellas se hacen, es evidente que el
tema de los problemas sensoriales no es prioritario. En las personas con
autismo, las dificultades sensoriales son «ubicuas», como decía un artículo
publicado en Pediatric Research en 2011;1 sin embargo, la atención que
recibe el tema es comparativamente muy poca. Gran parte de los estudios
sobre problemas sensoriales de las personas con autismo que encontré
procedía de revistas no especializadas en autismo, y muchas de ellas no se
publican en Estados Unidos. Y los artículos sobre problemas sensoriales de la
población autista que sí aparecen en publicaciones especializadas muchas
veces se salen del tema y se limitan a lamentar el lastimoso estado de las
investigaciones. «Preocupa la falta de investigaciones empíricas sistemáticas
sobre el comportamiento sensorial en los TEA, y existe una confusión sobre
la descripción y clasificación de los síntomas sensoriales», escribían los
autores de un estudio de 2009, 2 y los de otro del mismo año se quejaban de
«escasez de información».3 En 2011 colaboré con un artículo en un
voluminoso libro académico sobre el autismo.4 Más de mil cuatrocientas
páginas. Un total de ochenta y un artículos. El único que abordaba el tema de
los problemas sensoriales era el mío.
En el transcurso de muchos años, he visto cientos, o miles, de artículos de
investigación sobre si las personas autistas tienen teoría de la mente —la
capacidad de imaginarse a uno mismo observando el mundo desde el punto
de vista de otro y tener la reacción emocional adecuada—. Pero he visto
muchos, muchísimos menos estudios sobre los problemas sensoriales,
probablemente porque exigirían que los investigadores se imaginaran a sí
mismos observando el mundo a través del revoltijo de disparos neuronales
fallidos de una persona autista. Podríamos decir que carecen de teoría del
cerebro.
Sospecho que, simplemente, no comprenden la urgencia del problema. No
saben imaginar un mundo en que las prendas ásperas hacen que te sientas
como si estuvieras ardiendo o donde una sirena suena «como si alguien me
estuviera taladrando el cráneo», como lo describía una persona autista.5 La
mayoría de los investigadores son incapaces de imaginar una vida en que
toda situación nueva, peligrosa o no, se aviva con una descarga de adrenalina,
como señala un estudio que les ocurre a muchas personas con autismo. 6 La
mayoría de los investigadores son seres humanos normales, y por ello son
criaturas sociales, de modo que, desde su punto de vista, tiene sentido
preocuparse de cómo socializar a las personas autistas. Y lo tiene, hasta cierto
punto. Pero ¿cómo se puede socializar a personas que no pueden tolerar el
entorno en el que se supone que han de ser sociales, que no pueden practicar
el reconocimiento de los significados emocionales de las expresiones faciales
en los enclaves sociales porque no pueden ir a un restaurante? Como ocurre
con otros investigadores, los que se ocupan del autismo quieren solucionar
los problemas que causan mayores daños, pero no creo que aprecien el daño
que puede causar la sensibilidad emocional.
He hablado con investigadores que llegan a decir que los problemas
sensoriales no son reales. Cuesta creerlo, lo sé. Se autodenominan
conductistas estrictos. Yo les llamo negadores de la biología. Les digo que
consideren esta posibilidad: «Tal vez ese niño que se pone frenético en
Walmart lo hace porque se siente como si estuviera dentro de un altavoz en
un concierto rock. ¿No enloquecerías si estuvieras dentro de un altavoz en un
concierto rock?». Hay algunos investigadores que a continuación me han
preguntado: «Si el niño chilla porque es sensible a los sonidos, ¿no debería
molestarle ese otro sonido?». No si lo es solo a determinados tipos de
sonidos. A veces esos sonidos particulares ni siquiera han de ser fuertes para
que sean molestos.
No todas las personas que padecen un trastorno sensorial reaccionan de la
misma forma a un determinado estímulo. He visto a niños chillar cuando la
puerta del supermercado se abre deslizándose suavemente, en cambio a mí
siempre me ha parecido fascinante el movimiento de esas puertas. A un niño
le encanta jugar con el agua que mana de donde sea, y otro huye despavorido
al oír la descarga de la cisterna del inodoro.
Y no todas las personas que padecen un trastorno sensorial lo sufren en el
mismo grado. He aprendido a vivir con el sonido de las manos debajo del
secador de aire o con las alarmas de las puertas de los aeropuertos. Pero para
algunas personas los problemas sensoriales son incapacitantes. No pueden
desenvolverse en entornos como oficinas y restaurantes. El dolor y la
confusión definen sus vidas.
Pero, cualquiera que sea la forma que adopten, estos problemas sensoriales
son reales, son comunes y requieren atención. Yo se la he prestado, y lo que
he descubierto me ha sorprendido, me ha impresionado e incluso me ha
llevado a cuestionarme algunos de los supuestos básicos sobre el propio
autismo.

Los especialistas en autismo en general han olvidado los problemas


sensoriales como tema de investigación, pero el hecho es que no se puede
estudiar el autismo sin determinar una forma de clasificar las cuestiones
sensoriales. Yo misma aceptaba hace mucho tiempo la forma tradicional de
situar a las personas autistas con problemas de procesamiento sensorial en
tres categorías o subtipos:

• Búsqueda sensorial. Esta categoría comprende los problemas que surgen


cuando la persona autista busca sensaciones. Todos buscamos
sensaciones en todo momento, claro está. ¿Qué sabor tiene ese pastel?
¿Qué tacto tiene esa camisa de lino? ¿Oigo lo que dicen las personas que
van sentadas detrás de mí en el autobús? Pero las personas autistas con
problemas sensoriales tienden a buscar estas sensaciones sin cesar.
Nunca tienen suficiente. Puede ser un ansia de ruidos fuertes o, en mi
caso, de una presión profunda. A menudo, para estimular estas
sensaciones, se balancean, giran sobre sí mismas, agitan las manos o
simplemente hacen ruidos.

Las otras dos categorías en cierto modo son las opuestas a la primera. En
lugar de buscar sensaciones, las personas de estas dos categorías reaccionan a
sensaciones no buscadas:

• Hiperreactividad sensorial. Las personas que la tienen son


exageradamente sensibles a todo lo que les llega. No soportan el olor de
la salsa de la pasta, o no se pueden sentar en un restaurante ruidoso ni
vestir determinados tipos de prendas ni tomar determinados alimentos.
• Hiporreactividad sensorial. Las personas de esta categoría muestran una
reacción débil o nula a los estímulos habituales. Por ejemplo, pueden no
reaccionar a su propio nombre, aunque oigan perfectamente, o no
reaccionar al dolor.

Estos tres subtipos tienen mucho sentido. Nunca pensé en cuestionarlos. Pero
veo a personas autistas con problemas de procesamiento sensorial a las que se
podría colocar en una categoría u otra.
Algunos científicos han empezado a reconsiderar estas categorías. En
2010. Alison Lane, de la Universidad Estatal de Ohio, y otros tres
colaboradores publicaron un artículo titulado «Sensory Processing Subtypes
in Autism: Association with Adaptive Behavior» en el Journal of Autism
Developmental Disorders («Bien —pensé—. Un artículo sobre problemas

sensoriales en una publicación especializada»).7 Como suele ser habitual en


los artículos sobre problemas sensoriales, los autores se apresuraban a señalar
lo olvidado que estaba el tema. «Pocos estudios se han propuesto investigar la
relación entre las dificultades para el PS [procesamiento sensorial] y las
manifestaciones clínicas de los TEA». Y a continuación entraban en materia.
Los autores reunieron información al modo tradicional. Se basaban en los
resultados del Perfil Sensorial Corto, un instrumento de investigación que
data de los años noventa. Observadores (normalmente los padres) de personas
con problemas sensoriales seleccionan de entre treinta y ocho conductas las
que coinciden con las del sujeto. Estas conductas corresponden a siete
ámbitos sensoriales: sensibilidad táctil, sensibilidad al sabor/olor, sensibilidad
al movimiento, hiporreactivo/busca la sensación, filtrado auditivo, baja
energía/débil y sensibilidad visual/auditiva. Un indicador de sensibilidad
táctil, por ejemplo, sería: «Reacciona emocional o agresivamente al contacto
físico». Un elemento indicador de sensibilidad al movimiento es: «Tiene
miedo de caerse o a las alturas». O en el ámbito del filtrado auditivo: «Se
distrae o tiene problemas para funcionar si hay ruido a su alrededor».
Sin embargo, después de recabar la información habitual, Lane y sus
colaboradores la sometieron a un modelo distinto de análisis estadístico, y
descubrieron que entonces los problemas sensoriales se dividían en tres
categorías ligeramente distintas. No voy a entrar en detalles sobre la
metodología de los autores; si le interesan al lector, los podrá encontrar
fácilmente. En resumen, las nuevas categorías son:

• Búsqueda sensorial, que conduce a una conducta falta de atención o


excesivamente centrada.
• Modulación sensorial (mediante la hiporreactividad o la hiperreactividad)
con sensibilidad al movimiento y bajo tono muscular.
• Modulación sensorial (sea mediante hiporreactividad o hiperreactividad)
con una sensibilidad extrema al sabor/olfato.

También estas categorías tienen de entrada mucho sentido. ¿Sensibilidad


extrema al sabor/olor? Nunca se me había ocurrido que fuera distinto de otros
problemas sensoriales, pero sí, entendía la utilidad de determinar una
categoría así. ¿Bajo tono muscular? Sí, había conocido a muchas personas
autistas con extremidades débiles y piel pálida. «[Este] subgrupo es
especialmente importante para los terapeutas físicos», decía un artículo
publicado en 2011 en Physical Therapy, basado en los estudios de Lane.8
«Los niños con TEA que tienen una sensibilidad atípica al movimiento
normalmente son hiperreactivos a las aportaciones propioceptivas y
vestibulares [el sentido de cómo actúan juntas las partes del cuerpo y el
sentido de equilibrio, respectivamente] mientras que los niños de baja energía
y reacciones motoras débiles tienen unas deficientes destrezas motoras fina y
bruta».
Sin embargo, la idea de que con la misma información se puedan elaborar
dos formas diferentes de organizarla —dos conjuntos distintos de categorías
— me inquietaba. ¿Pueden ser válidas las dos? ¿Es posible que no lo sea
ninguna? E incluso ¿qué desvelan estas categorías?
Luego me di cuenta: el problema no es cómo se interprete la información.
El problema es la propia información.
Los estudios sobre problemas sensoriales graves se basan en el testimonio
de los padres o cuidadores. Las conclusiones de estos estudios dependen de la
metodología de los investigadores. Pero ¿por qué hay que dar por supuesto
que todas estas interpretaciones reflejan lo que les ocurre a los propios
sujetos? Es muy probable que una persona que no pueda imaginar la vida en
un mundo de sobrecarga sensorial va a subestimar la gravedad de las
sensaciones de otra persona y su impacto en la vida de esta, y hasta
interpretar erróneamente la conducta como signo de un problema sensorial
cuando podría ser otro.
Si los investigadores quieren saber lo que siente una de las muchas,
muchísimas personas que viven en una realidad sensorial alternativa, tendrán
que preguntárselo a ella.
Los investigadores desprecian sin más los autoinformes, alegando que no
son susceptibles de verificación científica porque son subjetivos. Ahí está la
cuestión. La observación objetiva de las conductas puede proporcionar
información importante. Sin embargo, la única persona que puede decir qué
se siente al sufrir una sobrecarga sensorial es quien la padece. En mis libros
anteriores, he intentado explicar mis problemas sensoriales, y otras personas
autistas de alto funcionamiento también han sido capaces de describir el
impacto de los problemas sensoriales en su vida. Pero ¿y las personas con
problemas sensoriales más graves, incluso incapacitantes?
El problema de obtener autoinformes de esta población es evidente. Si un
problema sensorial desorganiza por completo la forma de razonar de la
persona, esta tendrá problemas para describir el problema. Si la persona es no
verbal, habrá que utilizar otro medio de expresión, como la mecanografía o la
señalización. Sin embargo, en los casos más extremos, ni siquiera este
objetivo sería realista. Y, lamentablemente, la escritura con sujeción y guiado
de la muñeca produce una información no fiable; el facilitador puede mover
la mano sin darse cuenta, como podría ocurrir sobre el tablero de güija.
Pero es importante superar los problemas inherentes del autoinforme. Si
los únicos autoinformes sobre problemas sensoriales de que disponen los
investigadores son de adultos de alto funcionamiento, los resultados no son
representativos. Los problemas sensoriales pueden ser peores en niveles de
funcionamiento inferiores; incluso pueden ser la causa de bajos niveles de
funcionamiento. De modo que un estudio que solo cite a personas autistas de
alto funcionamiento dará una visión muy sesgada de la población. Y, lo que
es más, al llegar a la madurez, la persona puede desarrollar mecanismos de
afrontamiento que disimulen la verdadera gravedad de los problemas
sensoriales, y es posible que no se refleje la realidad del mismo problema tal
como lo vive un niño asustado.
Confío en que las nuevas tecnologías puedan facilitar una mayor
incidencia del autoinfome. Las tabletas, por ejemplo, tienen una enorme
ventaja respecto a los viejos ordenadores de mesa, incluso respecto a los
portátiles. No hay que apartar la vista de la pantalla. Normalmente, teclear es
un proceso de dos pasos. Primero se mira al teclado, después a la pantalla
para ver lo que se ha escrito. Para la persona con problemas cognitivos graves
podrían ser demasiados pasos. Antes de las tabletas, el médico tenía que
colocar el teclado del ordenador sobre una caja para que quedara exactamente
debajo de donde lo tecleado aparecía en la pantalla. En cambio, en las
tabletas el teclado forma parte de la pantalla, de modo que el movimiento de
la vista del teclado a lo que se teclea es mínimo. La relación entre causa y
efecto es mucho más clara. Esta diferencia podría ser significativa, porque
permitiría que las personas con problemas sensoriales extremos contaran qué
se siente en su estado.
Entretanto, solo podemos confiar en dos autoinformes de personas no
verbales que pueden escribir a máquina. Son las dos únicas de las que puedo
estar segura que son las autoras de sus palabras. He analizado ambos casos
pensando en descubrir cómo es su realidad sensorial.
En su libro How Can I Talk If My Lips Don’t Move? Inside My Autistic
Mind,9 Tito Rajarshi Mukhopadhyay explica su liberación de una existencia
encerrada en el autismo. Le llegó en forma de un tablero lleno de números y
letras que su madre le dio antes de que cumpliera los cuatro años, a principios
de los años noventa. Ayudado por su madre, aprendió matemáticas y a
escribir. Al final su madre le ataba un bolígrafo a la mano para que se pudiera
comunicar con la escritura. Con el paso de los años, Tito ha publicado varios
libros en los que explica que vive su realidad en dos partes: un «yo actuante»
y un «yo pensante». Releí hace poco sus obras, y recordé cuando lo conocí. Y
comprendí que, aunque en aquel momento no me di cuenta, había conseguido
ver el yo actuante y el yo pensante en una sucesión muy rápida.
Conocí a Tito en una biblioteca de San Francisco. Había poca luz; si había
fluorescentes, debieron de apagarlos antes de que llegáramos. La sala estaba
en silencio, el ambiente era tranquilo, sin nada que distrajera. En la
conversación solo interveníamos Tito, yo y su teclado.
Le mostré la imagen de un astronauta montado en un caballo. Había
escogido deliberadamente una imagen que Tito no hubiera visto antes —en
este caso, la de un anuncio de una empresa tecnológica que encontré en un
número antiguo de Scientific American que había tomado de un estante—.
Quería ver cómo se expresaba Tito con palabras. Estudió la imagen, y a
continuación se giró hacia el teclado.
«Apolo 11 sobre caballo», tecleó rápidamente
Luego se puso a correr por la biblioteca agitando los brazos.
Al regresar al teclado, le mostré una imagen de una vaca.
«En India no comemos eso», tecleó.10
A continuación se puso a correr por la biblioteca agitando los brazos.
Le hice otra pregunta, pero no recuerdo cuál fue. Pero el lector ya sabe qué
ocurrió a continuación. Tito respondió la pregunta y después se puso a correr
por la biblioteca agitando los brazos.
Y aquí se acabó la conversación. Tito escribió todo lo que era capaz de
escribir en una sesión. Necesitaba descansar, porque incluso responder estas
tres breves preguntas le exigía un esfuerzo tremendo.
Lo que vi, ahora me doy cuenta, fue el yo actuante de Tito en acción, el yo
que el mundo exterior ve: un niño que da vueltas, se sacude y se agita. Y este
es también el yo que Tito ve.
En su libro, describe su yo actuante como «raro y repleto de acciones». Se
veía a trozos, «como una mano o como una pierna», y decía que la razón que
le hacía girar en círculos era que así «podía juntar las partes al todo».
Recordaba que se miraba en el espejo, intentando forzar que su boca se
moviera. «Todo lo que hacía su imagen era devolver la mirada», escribía
Tito, adoptando el punto de vista de una tercera persona que no hacía sino
agudizar la desconexión entre su yo actuante y su yo pensante.
Ese yo, el yo pensante, está «repleto de aprendizajes y sentimientos». Y de
frustraciones. Recuerda que un médico dijo a sus padres que Tito no podía
entender lo que pasaba a su alrededor, y recuerda la reacción callada de su yo
pensante: «“Lo entiendo muy bien”, dijo el espíritu del muchacho».
El yo actuante corre por la biblioteca agitando los brazos. El yo pensante
observa al yo actuante corriendo por la biblioteca agitando los brazos.
Creo que la idea de los dos yos la refuerza lo que Carly Fleischmann
expone en su libro Carly’s Voice: Breaking Through Autism,11 publicado en
2012, y que la autora escribió junto con su padre, Arthur Fleischmann. En sus
primeros años de vida, parecía que Carly era autista no verbal. Luego, un día,
asombró a sus padres y cuidadores cuando de repente se puso a teclear en el
aparato de voz de que disponía. Antes de aquella venturosa tarde, Carly solo
había utilizado el aparato para una cosa: tocaba la imagen de un objeto o una
acción, y la voz electrónica decía las correspondientes palabras. De hecho,
aquella misma tarde, uno de los terapeutas había estado borrando elementos
del aparato para liberar memoria, y pensó en eliminar el alfabeto.
Afortunadamente, no lo hizo.
Aquel día, cuando Carly llegó a casa después de las clases, estaba más
inquieta de lo habitual, de mal humor y poco cooperativa. «¿Qué quieres?»,
le preguntó irritado uno de sus terapeutas, como si Carly realmente pudiera
responder. ¡Y pudo! Agarró el aparato de la voz. «H-E-L-P-T-E-E-T-H-H-U-
R-T»,* tecleó, con mucho esfuerzo.
Carly era autista de funcionamiento muy bajo. Al igual que Tito, su yo
actuante estaba en continuo movimiento, sentándose y balanceándose,
gritando, intentando destruir todo lo que tenía a su alcance. Como Tito, su yo
pensante asimilaba mucha más información de la que nadie pudo haber
imaginado. En algunos niveles, la vida interior de Carly era
sorprendentemente normal. Al llegar a la adolescencia, desarrolló los que se
podrían llamar intereses típicos de una adolescente. Estaba colada por Justin
Timberlake y Brad Pitt. Una vez que participó en un programa de televisión,
vio que no podía apartar los ojos de uno de los operadores de cámara. Pero en
otros niveles, su vida interior tenía unas complicaciones que solo ella podía
saber.
En una escena especialmente sorprendente de Carly’s Voice, Carly invitaba
a sus lectores a imaginar que mantenían una conversación en una cafetería. Si
el lector es como la mayoría de las personas, se imaginará sentado a una
mesa, enfrente de otra persona que le está hablando, mientras él escucha con
atención.
Carly, no.

Para mí es completamente distinto. La mujer que barre junto a nuestra mesa deja un
fuerte olor a perfume y mi atención cambia de objetivo. Luego entra en escena la
conversación que me llega por encima del hombro izquierdo desde la mesa que está a
nuestras espaldas. El borde áspero del puño de la manga izquierda me rasca el cuerpo,
arriba y abajo. Todo esto empieza a llamarme la atención, cuando a todos los sonidos de
mi alrededor se le suman los zumbidos y silbidos de la cafetera. La visión de la puerta
que se abre y se cierra en la tienda del otro lado de la calle acapara mi atención por
completo. He perdido el hilo de la conversación, me he perdido la mayor parte de lo que
está diciendo la persona que tengo delante... Y me encuentro con que solo oigo alguna
que otra palabra.

En ese punto de la condenada conversación, decía Carly, se comportaba de


dos formas posibles. Se encerraba sin mostrar reacción alguna, o se entregaba
a una pataleta.
«Interesante», pensé al leer este pasaje. Imaginemos que somos la persona
sentada enfrente de Carly, y hemos de explicar la conducta de esta para el
perfil sensorial. Si Carly se encierra —si parece que no nos escucha, pese a
estar sentados delante mismo de ella, hablándole directamente—, la
clasificaríamos como hiporreactiva. Pero si se entrega a una pataleta —si,
como decía Carly, empezara a «reír o llorar o enfurecerse y hasta gritar sin
ningún motivo aparente»—, la clasificaríamos de hiporreactiva.
Dos comportamientos distintos, dos subtipos diferentes de perfil sensorial
—como mínimo, y así lo parecería si estuviéramos sentados enfrente
en frente de ella,
observándola desde fuera—. Pero si fuésemos Carly, viviendo nuestra vida
desde dentro, las dos reacciones podrían tener la misma causa: sobrecarga
sensorial. Demasiada información.
Tito exponía un escenario similar en su libro. Explicaba que entra en una
habitación en la que nunca había estado. Observa a su alrededor, recorriendo
las diferentes partes de la sala, hasta que ve un objeto que le intriga.
«Lo primero que veo es su color —escribe—. Si no me entrego a una
reflexión más profunda sobre su color definiéndolo como “amarillo”, y
alineando mentalmente todas las cosas amarillas que conozco, incluida una
pelota de tenis amarilla de cuando tenía siete años, paso a la forma» del
objeto. El objeto tiene una bisagra, en la que Tito puede reparar o no. Pero si
lo hace, entonces:

Es posible que me distrajera el funcionamiento de las palancas. Sin embargo, alejo la


atención de ahí y me pregunto por el funcionamiento de ese objeto grande y rectangular

de color amarillo que tiene unas palancas de primer grado, llamadas bisagras.
¿Por qué está ahí ese objeto amarillo, grande y rectangular con palancas? Respondo
mentalmente la pregunta. «Me ha permitido entrar en esta habitación, y se puede abrir o
cerrar. ¿Y qué otra cosa puede ser sino una puerta?». El etiquetado está completo.

Y a continuación pasa al siguiente objeto de la habitación.


Tito también cuenta que, en una visita a una casa, se quedó absorto en una
revista. Le encantaba tocar y pasar «aquellas páginas suaves y lustrosas» y le
encantaba también olerlas. Solo después, cuando su madre hablaba de la
visita y mencionó las rosas del estampado de las cortinas, y el piano y un
cuadro con marco de plata, Tito se dio cuenta de que había prestado tanta
atención a la revista que se había perdido todo lo demás de la habitación.
Desde fuera, el comportamiento de Tito en las dos situaciones parecería
distinto. De pie, mirando fijamente a la puerta, se diría que Tito estaba
despistado, ajeno a lo que ocurría. Al oler la revista, parecería
superconcentrado, demasiado implicado. Pero, como le ocurría a Carly en la
cafetería, aunque las conductas observables sean distintas, los sentimientos
que se ocultan en ellas son los mismos.
Estos autoinformes refuerzan la hipótesis que llevo considerando desde
hace tanto tiempo: algunas personas autistas no verbales pueden estar
implicadas en el mundo mucho más de lo que parece. Lo que ocurre es,
sencillamente, que viven en medio de tal revoltijo de sensaciones que no
tienen modo de experimentar de forma productiva el mundo exterior, y
mucho menos de expresar la relación que tienen con él.
Pero estos autoinformes también demuestran que Tito y Carly observan sus
propias conductas con idéntica atención que el padre, la madre, el cuidador o
el investigador. Pero, a diferencia de los observadores exteriores, el autista
puede decir qué significa realmente su comportamiento. La diferencia entre la
visión del observador y la experiencia del sujeto —entre el yo actuante y el
yo pensante— es la diferencia entre lo que parecen los problemas sensoriales
y lo que se siente al tenerlos.
Me he preguntado sobre la experiencia de tener problemas de oído cuando
era pequeña, cuando intentaba comprender el barboteo de los mayores a los
que no comprendía porque hablaban demasiado deprisa. Mi oído tenía dos
posiciones: apagado y abierto a todos los estímulos. A veces apagaba y
bloqueaba todos los estímulos. Otras veces, me entregaba a una pataleta. Dos
comportamientos, un solo sentimiento.
En el artículo «Sensory Processing Subtypes» al que me refería más arriba
—aquel en que se apuntaba a una forma distinta de organizar los problemas
sensoriales— los autores señalaban que en el mismo niño «pueden coexistir»
la hiporreactividad y la hiperreactividad. Después de los ejemplos que
acabamos de ver, yo iría aún más lejos. Si por hiperreactividad se entiende la
reacción visible que el padre, la madre, el cuidador o el investigador
observan, está bien: se puede hacer una distinción. Desde un punto de vista
exterior, el niño se muestra híper o hiporreactivo, híper o hipoconcentrado. El
yo actuante muestra dos tipos distintos de comportamiento. Pero si por
reactividad se entiende lo que el yo pensante experimenta con el problema
sensorial, entonces no: la distinción carece de sentido. Híper o
hiporreactividad, o híper o hipoconcentración, podrían ser lo mismo.
¿Tiene realmente algún fundamento esta posibilidad? Creo que sí.
Encontré pruebas anecdóticas en muchas descripciones de informes en
línea que parecían similares a las de Carly.

• «Cuando hay muchas personas hablando a mi alrededor, todas a la vez,


por ejemplo en un pub, me abruma, empiezo a confundirme y no
entiendo nada de lo que dicen».
• «Simplemente desconecto y no puedo sentir ni reaccionar, así que lo que
suelo hacer es quedarme de pie o sentado completamente inmóvil y
mirar algo fijamente. A veces la mente se me va y es muy difícil hacer
que vuelva».
• «Simplemente
nuevo». necesito permanecer sentado inmóvil y concentrarme de
• «A menudo me quedo en estado catatónico, inexpresivo por completo».
• «Los ojos intentan seguir todos los movimientos que perciben. Es parte de
lo que destruye el contacto visual y hace que parezca que no prestas
atención».

¿Y la base científica? Encontré dos artículos que planteaban la hipótesis de


que tanto la hipoconcentración como la hiperconcentración están provocadas

por un exceso de estímulos.


12 Uno de los artículos, publicado en Frontiers in
Neuroscience en 2007, postulaba que las personas autistas con problemas
sensoriales sufren lo que los autores denominan «síndrome del mundo
intenso». Decían que «el procesamiento neuronal excesivo puede convertir el
mundo en algo dolorosamente intenso». Y la reacción del cerebro podría ser
«reducir rápidamente a la persona a un pequeño repertorio de rutinas
conductuales seguras que se repiten de forma obsesiva». Otro artículo,
publicado en Neuroscience and Biobehaviorall Reviews en 2009,13 decía que
an d Biobehaviora
las personas con autismo podrían estar viviendo en lo que los autores
llamaban «un mundo que cambia demasiado deprisa». No pueden seguir lo
que ocurre a su alrededor, por esto se retraen de lo que les rodea.
En cualquier caso, la lección no es que algunas personas con autismo
reciben demasiada información y, por ello, son hiperreactivas, y otras
personas con autismo reciben demasiada poca información y, por ello, son
hiporreactivas. La lección es que si el cerebro de la persona recibe demasiada
información sensorial, su yo actuante podría parecer fácilmente hiporreactivo,
pero su yo pensante se sentiría abrumado.
El artículo «Autism: A World Changing Too Fast for a Mis-Wired Brain?»
ofrecía varios ejemplos reales de personas adultas con autismo, incluido uno
referido a mí. He postulado que el síntoma autista común de apartar la vista
«es posible que no sea más que una intolerancia al movimiento de los ojos de
la otra persona». He preguntado a niños: «¿Por qué miras por el rabillo del
ojo?». Dicen: «Porque así veo mejor». Por qué ve mejor así, no lo sé.
¿Porque el mundo se mueve demasiado deprisa y una mirada de soslayo hace
que todo el movimiento resulte menos agobiante? Es posible. Me gusta la
hipótesis, pero sin más investigaciones se queda en lo que es: una hipótesis.
Yo misma he sido culpable de moverme demasiado deprisa ante otras
personas autistas. Daniel Tammet escribió que, cuando nos reunimos, le hacía
las preguntas demasiado deprisa: «Hablaba muy rápido, y me era muy difícil
seguirla». La escritora autista Donna Williams decía que «el cambio
constante de la mayoría de las cosas parecía que nunca me daba oportunidad
de prepararme para asimilarlas». Por esto, decía, siempre le había encantado
el dicho: «Paren el mundo, que me bajo».
O, si no parar el mundo, al menos frenarlo. «La ansiedad que provoca
tratar de alcanzarlo y seguirle el paso —decía Williams— muchas veces es
demasiada y veo que intento que todo vaya más despacio para tomarme un
respiro». Un sistema que desarrolló para frenar el mundo era parpadear
rápidamente o encender y apagar las luces: «Si abres y cierras los ojos
deprisa, la gente se mueve como en las antiguas películas: fotograma a
fotograma; es como el efecto de las luces estroboscópicas sin que te arrebaten
el control de las manos». En el artículo «Autism: A World Changing Too
Fast for a MisWired Brain?» se citaba a J. G. T. van Dalen, un adulto con
autismo leve que decía estaba «obligado a digerir cada objeto trozo a trozo».
Para él, ese período de atención extraordinaria no es normal. «Parece que el
mundo fluye rápidamente», decía. Para el observador, este período tampoco
parece normal. La diferencia, explicaba, era que «a la persona no autista le
parece que vivo despacio».
En todos estos casos, la persona actuante le parecía lenta al observador .
Pero la persona pensante sentía lo contrario.
La idea de que hiperreactividad e hiporreactividad pueden ser las dos caras
de una misma moneda tiene varias implicaciones importantes.
Una es farmacológica. «La mayoría de los fármacos prescritos intentan
aumentar el funcionamiento neuronal y cognitivo, pero nuestra conclusión es
que al cerebro autista hay que apaciguarlo —decían los autores de «The
Intense World»—, y para restablecer una funcionalidad adecuada, es
necesario disminuir las funciones cognitivas». En mi caso, observé que
cuando empecé a tomar antidepresivos para controlar la ansiedad —
antidepresivos anticuados, como Zoloft y Prozac— los medicamentos me
tranquilizaban lo suficiente para aprender comportamientos sociales. Y los
estudios demuestran que la risperidona (que se comercializa con el nombre de
Risperdal), un antipsicótico, aunque no afecta directamente a la discapacidad
social, sí reduce la irritabilidad que provoca agresividad. Pero creo que
también podría ayudar de forma indirecta a superar la discapacidad social,
porque, si se puede controlar la conducta mal adaptativa, existe al menos la
posibilidad de intervenir en el mundo de forma socialmente más
productiva.14 (Como siempre, en lo que a medicamentos se refiere, no hay
que hacer nada sin consultarlo antes con el médico. Se debe tener mucho
cuidado al recetar fármacos; en el caso de los niños, se producen por
accidente frecuentes sobredosis.)
Otra implicación es educativa. Uno de los síntomas comunes entre las
personas con autismo es una supuesta incapacidad para comprender las
expresiones faciales. Sin embargo, en una serie de estudios realizados en los
años noventa, se descubrió que si los niños con TEA miraban expresiones
faciales mostradas despacio en vídeo, las entendían tan bien como los niños
neurotípicos de la misma edad evolutiva. Los autores de «Autism: A World
Changing Too Fast for a MisWired Brain?» desarrollaron un programa
informático que ralentizaba la presentación de pistas visuales y auditivas.
Cuando se exponía a estos gestos y sonidos a sujetos con TEA, empezaban a
imitarlos, mientras que los sujetos normales no reaccionaban a las pistas
porque ya habían interiorizado estas conductas mucho antes. Asimismo,
cuando estos investigadores ralentizaban las frases habladas, descubrieron
que los sujetos con TEA comprendían mejor el significado.
La idea de que la hiperreactividad y la hiporreactividad son dos variantes
del mismo tema puede tener implicaciones incluso para la teoría de la mente.
El artículo «The Intense World» postulaba que si la sobrecarga sensorial
afecta a la amígdala, a la que se relaciona con las reacciones emocionales,
incluido el miedo, determinadas conductas que parecen antisociales en
realidad no lo son. «Es posible que ni la discapacidad para la interacción
social ni el ensimismamiento sean consecuencia de una falta de sensibilidad,
de la incapacidad de ponerse en el lugar de otra persona, sino la consecuencia
totalmente opuesta de un entorno que se percibe de forma adversa e intensa,
cuando no con dolor». La conducta que al observador externo le podrá
parecer antisocial, en realidad puede ser una expresión de miedo.
En estos momentos, la división de los problemas sensoriales en tres
subtipos me parece una estrategia de poco fundamento, por lo que voy a
hacer lo que siempre hago cuando no sé todo lo que debiera sobre un tema.
Me pregunto: ¿Qué sé yo realmente? Y lo que sé sobre los problemas
sensoriales es que tenemos cinco sentidos. Así que voy a ajustar mi
exposición sobre los problemas sensoriales a cada uno de ellos. (En el
recuadro del final del capítulo, el lector encontrará formas de identificar estos
síntomas y consejos para aliviarlos.)

PROBLEMAS DE PROCESAMIENTO VISUAL

Si en algo se distingue mi procesamiento visual es en que es superior al de las


demás personas, aunque no sé si se debe a cómo funcionan mis ojos o a cómo
interpreta mi cerebro las señales que los ojos le envían. No obstante, puedo
decir que, a los sesenta y cinco años, todavía puedo leer el periódico sin gafas

(aunque la carta en restaurantes oscuros o la letra diminuta de las tarjetas de


presentación empiezan a darme problemas). Cuando en una conferencia me
aburro, me distraigo mirando las fibras de la alfombra. Mi visión nocturna es
tan buena que a veces me olvido de encender los faros.
Lo cual no significa decir que no tenga cierta sensibilidad visual. 15 Cuando
me canso, empiezo a ver un halo alrededor de la luz de la farola o un
parpadeo en la pantalla grande del ordenador. Cuando en la autopista cambio
de carril, tengo que asegurarme más que los demás de que tengo suficiente

espacio para hacerlo. Odio cuando el médico me pide que siga un bolígrafo
con la vista, sin mover la cabeza. Los médicos me dicen que los ojos se me
mueven a tirones y que no puedo seguir los objetos con suavidad.
En el otro extremo están problemas visuales del tipo que la escritora
Donna Williams describía en su libro: «La refracción de la luz, es decir, el
brillo, es el equivalente visual a la reverberación del sonido, y fuente
importante de sobrecarga visual. Para la persona sensible a estas cosas, el
brillo, o refracción de la luz, puede provocar el efecto visual de continuos
disparos de chispas de luz. Esto distrae la atención de otras cosas, pero este
brillo también puede tener el efecto visual de recortar a las personas o los
objetos».16 Thomas McKean, adalid autista de la autodefensa, definía sus
síntomas como visión picassiana,17 y decía que era como «mirar a través de
un vaso roto o en un espejo roto».
En el ámbito más cotidiano, me encuentro a menudo con alumnos con
síndrome de Irlen —por Helen Irlen, médica estadounidense que descubrió
que con gafas o papeles de colores se podían reducir o eliminar ciertos
problemas de escritura y lectura—18 La idea es que al sistema visual que es
sensible al brillo le agobia el papel blanco, mientras que las longitudes de
onda de la luz del papel o las gafas de color lo sosiegan.
El hecho de tener una versión suave del síndrome de Irlen —por ejemplo,
que a la persona cansada se le muevan las letras al leer— no afecta al
rendimiento profesional. Para la vista cansada, las gafas tintadas pueden
ayudar tanto como un menor contraste en el libro electrónico. Pero he visto
casos graves en que el síndrome de Irlen interfería de forma decisiva en el
trabajo académico del alumno —letras borrosas, palabras que se mueven,
líneas que desaparecen— y el papel o las gafas de color ayudaban.
A veces veo a alumnos a los que les cuesta realizar las tareas de diseño que
les pongo. Me presentan dibujos llenos de líneas torcidas y garrapatosas en
lugar de arcos bien definidos. Primero les sugiero que vayan al centro de
orientación, pero a veces, por la razón que sea, no quieren hacerlo.
Muy bien. En ese caso, les mando al fotocopista y les digo que fotocopien
páginas de un libro utilizando papel de todos los colores pastel, hasta que
encuentren el que les ayude a ver mejor. Puede ser el canela. O el lavanda.
Pero habrá un color que les vaya mejor que todos los demás.
También envío a esos alumnos a la farmacia y les digo que se prueben
gafas con cristales de diferentes colores, y que apliquen el mismo principio:
hay que encontrar el color adecuado. «No compres las que parecen buenas —
les digo—, sino las que funcionen». En cierta ocasión, una alumna que había
escogido unas gafas con cristales de color rosa, vino corriendo hacia mí:
«¡Doctora Grandin! —dijo entusiasmada—. ¡He sacado un 10 en el examen
de economía!». ¿La razón? Porque las diapositivas del PowerPoint dejaron de
bailar y la alumna por fin podía leer los números de los gráficos que
presentaba el profesor. Como siempre les digo a mis alumnos, sería estúpido
suspender y tener que dejar los estudios por no utilizar papel de color canela
o por no poner de color lavanda el fondo de pantalla del ordenador.
No cuesta nada probarse unas gafas de sol. No hay nada que perder, y sí
mucho que ganar. Conozco a una niña de cuatro años que se puso unas gafas
de sol que sus padres habían comprado en Disneylandia, y pasó de poder
tolerar cinco minutos en Walmart a poder estar una hora. Para los padres, es
una gran diferencia poder llevar de compras a su hijo.

PROBLEMAS DE PROCESAMIENTO AUDITIVO

Con los años he identificado cuatro problemas de procesamiento auditivo


como los más habituales.

• El input lingüístico. Un tipo de problema con la información lingüística es


la incapacidad de oír los sonidos de las consonantes fuertes. De pequeña,
me costaba mucho distinguir esos sonidos consonánticos. Para mí, cat,
hat y pat sonaban igual, porque se trata de consonantes rápidas. Se dicen
muy deprisa. Para averiguar de cuál se trataba, tenía que pensar cuál
tendría sentido en un determinado contexto. Esta descripción encaja
perfectamente con la hipótesis de «Autism: A World Changing Too Fast
for a Mis-Wired Brain?» de la que hablaba antes. El otro tipo de

problema de no
palabras pero procesamiento de la información
saber darles sentido, un síndromelingüística
que DonnaesWilliams
oír las
llama ser «ciego al significado».
• El output lingüístico. Defino este problema como «gran tartamudeo». De
pequeña, entendía las palabras que la gente decía despacio, pero no
conseguía que me salieran las mías. La solución que propuso el
logopeda fue la misma que se sugiere en el artículo «Autism: A world
Changing Too Fast for a Mis-Wired Brain?»: ir despacio.
• Lentitud en el cambio de atención. Cuando un sonido me llama la
atención, me cuesta dejar que se vaya y pasar al siguiente. Si en mis
charlas oigomesonar
exposición; atrapaun teléfono ymóvil,
la atención, me corta
mi capacidad por completo
de cambiarla la
de nuevo
es más lenta que la de la mayoría de las personas.
• Hipersensibilidad al sonido. Internet está lleno de testimonios de personas
autistas sobre el problema de los sonidos fuertes y repentinos de todo
tipo: globos, sirenas, petardos. Pero algunos de los sonidos
problemáticos son de los que se considerarían más corrientes: «No
tolero el sonido que produce revolver los espaguetis (ese repelente
sonido fofo)».19 Sin embargo, a veces la hipersensibilidad implica no un
sonido específico, sino toda una serie de sonidos: «Le pides a quien está
hablando contigo que repita lo que iba diciendo, porque tienes que
olvidarte del coche que pasa, el perro que ladra a tres manzanas y el
bicho que ha pasado zumbando por tu oreja».20

Estos son los problemas auditivos más habituales que he encontrado, pero
hay otros muchos de carácter más especializado. Por ejemplo, he visto a una
serie de niños que son ecolálicos. Son niños que pueden repetir como cotorras
y al pie de la letra los anuncios de la televisión. Los dicen perfectamente.
Pero no tienen idea de lo que realmente significan las palabras. Muchas
veces, ni siquiera entienden que el significado está en las palabras. Creen que
está en el tono de voz. Comparemos este síndrome con el problema que de
niña tenía de entender las palabras pero no conseguir decirlas. Estoy
trabajando en una propuesta de escáneres cerebrales para estudiar juntos estos
dos tipos de síndromes.
Parece que los problemas auditivos, del tipo que sean, son específicamente
prevalentes en las personas con autismo. Un estudio realizado en 2003
comparaba la activación del cerebro en respuesta a sonidos parecidos a los
del habla en cinco sujetos autistas y ocho de control.21 Los autistas
mostraban de forma uniforme menor activación en las áreas del habla. Otro
estudio de 2003 comparaba las reacciones de catorce sujetos autistas y diez
de control a sutiles cambios en una secuencia de sonidos repetitivos —el
llamado desajuste de campo—.22 Las mediciones magnetoencefalográficas
(MEG) de los sujetos de control indicaban de forma uniforme que sus
cerebros estaban detectando los cambios, mientras que las mediciones MEG
de las reacciones de los sujetos autistas indicaban de forma uniforme que sus
cerebros no los detectaban.
Y para complicar más las cosas, parece que las personas autistas reciben
las pistas visuales mezcladas con las auditivas. Normalmente, cuando la
persona escucha, la corteza visual reduce su actividad. Pero en un estudio con
IRMf realizado en 2012, se descubrió que cuando las personas autistas
escuchaban pistas sonoras, su corteza visual seguía más activa que la de los
sujetos neurotípicos.23 Si así ocurre, incluso cuando se esfuerzan en procesar
las pistas auditivas, las visuales les distraen y confunden.
Pero hay esperanza, y no solo para las personas autistas. Los
investigadores han empezado a considerar los efectos terapéuticos de cantar.
Oigo repetidamente a padres y maestros que han enseñado a los niños a
hablar a través del canto, y siempre me he preguntado si existe una base
científica de tal relación.
En el cerebro sano, las partes que parecen estar relacionadas con el
lenguaje y la música se solapan en gran medida. Pero hace tiempo que los
investigadores observan que incluso los pacientes autistas no verbales
reaccionan con fuerza a la música.24 En un estudio realizado en el Centro
Médico de la Universidad de Columbia en Nueva York en 2012, 25 bajo la
supervisión de Joy Hirsch (la misma investigadora que conocimos en el
capítulo 2), se compararon treinta y seis sujetos autistas no verbales de entre
seis y veintidós años con veintiún sujetos de control no autistas de entre
cuatro y dieciocho años. Mediante IMR funcional, IRM de conectividad
funcional e imágenes con tensor de difusión (ITD), los investigadores
observaron que, durante la simulación del habla, en la muestra autista, y en
relación con los grupos de control, se reducía la activación del giro frontal
inferior izquierdo, que está estrechamente asociado al lenguaje. Sin embargo,
durante la simulación del canto, la activación en la misma zona era mayor en
la población autista que en la de control.
Pero hasta los últimos años se habían realizado muy pocos estudios sobre
el uso de la terapia musical con personas autistas —y no digamos sobre su
uso para ayudar a las personas autistas no verbales a adquirir el habla—. En
un estudio de 2005 se analizaron los datos de cuarenta sujetos autistas, de
edades comprendidas entre los dos y los cuarenta y nueve años, que habían
seguido una terapia musical durante dos años.26 Los cuarenta mostraron
mejoras en lenguaje y comunicación, además de en las habilidades
conductuales, psicosociales, cognitivas, musicales y perceptuales/motoras. Y
los padres o cuidadores de los cuarenta decían que las mejoras se extendían
más allá de la música, a otros ámbitos de la vida de los sujetos.
«Las intervenciones con fundamento teórico basadas en la música se han
infrautilizado, lo cual es una lástima, porque se sabe que la percepción
musical y la composición de música es una relativa virtud de las personas con
autismo», concluían los autores de un artículo de 2010. 27 «En particular,
ningún estudio ha investigado de forma sistemática la eficacia de una
intervención basada en la música para facilitar la producción del habla, ni si
un programa intensivo puede inducir cambios plásticos en el cerebro de estas
personas. A la vista de estudios anteriores y actuales, confiamos en que en un
futuro próximo se desarrollen tales tratamientos especializados del autismo».
Una de los autores de aquel estudio —Catherine Y. Wan, del Laboratorio
de Música y Neuroimagen del Departamento de Neurología de la Facultad de
Medicina de Harvard— no solo confiaba en un tratamiento especializado,
sino que se puso a elaborar uno. Se llama entrenamiento en mapeado auditivo
y motor (AMMT), y está diseñado para estimular directamente la producción
de habla entrenando a los sujetos a experimentar la relación entre hablar en
distintos tonos mientras se tocan unos tambores electrónicos afinados en el
mismo tono. «El terapeuta introduce las palabras o frases acompañándolas
simultáneamente del toque de los tambores puestos en el mismo tono»,
escribía Wan en un estudio de prueba de concepto publicado en 2011. 28 En el
artículo se explicaba que, después de sesiones individuales de cuarenta y
cinco minutos, cinco veces a la semana y durante ocho semanas, los seis
niños no verbales del estudio, de entre cinco y nueve años, mostraban
«mejoras significativas en su capacidad de articular palabras y frases, con
generalización a ítems que no se habían ensayado en las sesiones de terapia».
La conclusión del artículo, previsible pero relevante, era que el número de
intervenciones de este tipo actualmente en curso son «extremadamente
limitadas». ¿Disponemos, pues, de pruebas científicas concluyentes de que la
terapia musical facilita la comunicación de los niños autistas no verbales? No.
Pero estoy convencida de que las pruebas anecdóticas que he oído durante
años a padres y maestros son ciertas.

SENSIBILIDAD TÁCTIL Y AL TACTO

Como persona que sintió la necesidad de inventar la máquina de exprimir


para contrarrestar su ansiedad y sus ataques de pánico, evidentemente soy un
claro ejemplo de sensibilidad al tacto, un tema sobre el que he escrito
profusamente en mis otros libros. Pero mis problemas táctiles no acaban aquí.
La ropa, si no tiene la textura adecuada, me pone enferma. En mis
conferencias, muchas personas me regalan camisetas. Algunas son ásperas y
otras no, aunque todas sean 100% de algodón y las lave para reblandecer el
tejido. La diferencia, créase o no, está en la densidad de la trama o en el tipo
de algodón.
¿Qué otras experiencia táctiles plantean problemas? Le parecerá
sorprendente al lector. Los que siguen son algunos ejemplos sacados de la
página de Wrong Planet (wrongplanet.net) sobre sensibilidades autistas en las
que interviene el sentido del tacto.

• «Sencillamente, no soporto la arena húmeda. Las obligadas vacaciones en


la playa eran para mí un infierno».
• «Soy completamente incapaz de tocar objetos blandos... ositos de peluche,
sábanas muy suaves, etc., sobre todo si tengo las manos secas. Solo
pensarlo me produce una agonía inenarrable». (La solución para esta
persona me pondría enferma: «las sábanas más ásperas y de trama
menos densa que pueda encontrar...».)
• «Arena mojada, crema y toallas. Es para mí la peor de las combinaciones,
aquella en que
enjuagarme se unen
con una toallalahúmeda».
piel untada de loción y llena de arena, y
• «Las mangas mojadas».
• «No soporto la sensación de la tinta del periódico. Las letras se me
antojan espinas diminutas que se me clavan en la punta de los dedos».
• «Las esponjas son un auténtico asco, pero por extraño que parezca me
encantaba comerlas».
• «Cuando me pongo algo que no sea muy suelto, siento como si tuviera la
piel cubierta de bichos».
• «ODIO, ODIO, ODIO la textura de los vaqueros. La tela seca y áspera».
• «Acariciar un perro seco con las manos mojadas».
• «El cristal al salir del lavaplatos; es una limpieza que me da terror».
SENSIBILIDAD OLFATIVA Y SENSIBILIDAD ANORMAL A LOS OLORES Y SABORES

Algunas personas sencillamente no toleran ciertos olores. Andar por el pasillo


de los detergentes del supermercado las agobia. Mi colaborador Richard tiene
un amigo a quien el olor de la tinta del periódico le provoca dolor de cabeza.
De joven, tenía pavor a la voluminosa edición de los domingos. Hoy lee la
prensa solo en línea.
Algunas personas simplemente no soportan determinados sabores. Muchas
veces, esta aversión está relacionada con la textura. A mí no me gustan las
cosas babosas. ¿Yema líquida? ¡Qué asco! (Aunque lo que pueda parecer
sensibilidad al sabor en realidad puede ser un problema auditivo. Para
algunas personas, el crujido de las patatas fritas que resuena en la cabeza es
insoportable.)
Como en el caso de la sensibilidad táctil, la diversidad de desencadenantes
es asombrosa:

• «Todos los cereales o hidratos de carbono que sean pastosos».


• «Los refrescos sin burbujas. Si llevan abiertos más de un minuto, no me
los tomo».
• «No soporto el aliño del taco».
• «Nunca en la vida he comido en un restaurante de pescado. El solo hecho
de pasar junto a alguno con el coche me provoca arcadas. No soporto el
olor».

Es posible que los investigadores no confíen en quienes así hablan, pero para
mí estos autoinformes son una fuente de valor incalculable no solo por la
información que aportan, sino por una lección aún más importante. Quien
quiera saber lo que suponen los síntomas del autismo, debe ir más allá de
cómo se comporte la persona autista y penetrar en su cerebro.
Pero, un momento, ¿no se basa en las conductas el diagnóstico del
autismo? ¿Todo nuestro modo de entender el autismo no es el resultado de lo
que la experiencia parece desde fuera (el yo actuante) más que lo que parece
desde dentro (el yo pensante)?
Sí. Por esto creo que ha llegado el momento de reconsiderar el cerebro
autista.

PROBLEMAS DE PROCESAMIENTO VISUAL

Cómo identificar a la persona con problemas de procesamiento visual

• Da capirotazos cerca de los ojos.


• Ladea la cabeza al leer, o mira de reojo.
• Evita las luces fluorescentes. (Este problema es especialmente
prevalente con las luces fluorescentes que operan con ciclos de entre
50 Hz a 60 Hz.)
• Tiene miedo a las escaleras mecánicas; le cuesta saber cuándo subir o
bajar.
• Actúa a ciegas en sitios que no le son familiares, por ejemplo, las
escaleras de una casa extraña.
• Al leer, se le mueven las letras.
• Tiene poca percepción nocturna; odia conducir de noche.
• Le disgustan los movimientos rápidos; evita las puertas correderas
automáticas y otras cosas que se mueven con rapidez (o de forma
inesperada).
• Le disgusta el contraste acentuado de luz y oscuridad; evita los colores
brillantes de mucho contraste.
• Le disgustan las baldosas de muchos colores y todo lo que forma un
entramado o una cuadrícula.

Consejos prácticos para las personas con problemas de procesamiento


visual

• Si se va a estar bajo lámparas fluorescentes, ponerse un sombrero de


alas, sentarse junto a la ventana o llevarse una lámpara de bombilla
incandescente.
• Ponerse gafas Irlen o probar con gafas de sol de distintos colores
pálidos.

• Imprimir lo que
gris, verde seovaya
claro a leerotro
cualquier en color
papelpastel
de color
paracanela,
reducirazul celeste,
el contraste,
o utilizar transparencias de color.
• Utilizar portátil o tableta en lugar del viejo ordenador de mesa de
pantalla parpadeante. Probar con fondos de pantalla de color.
PROBLEMAS DE PROCESAMIENTO AUDITIVO

Cómo identificar a la persona con problemas de procesamiento auditivo

• A veces parece sorda aunque el umbral de audición sea normal o casi.

• No oye si hay ruido de fondo.


• Le cuesta oír las consonantes fuertes; le es más fácil oír las vocales.
• Cuando hay ruidos fuertes, se tapa los oídos.
• Tiene rabietas frecuentes en lugares ruidosos, como las estaciones de
tren, los aeropuertos y los cines.
• Algunos ruidos le provocan dolor de oído, por ejemplo, las alarmas de
humo, los petardos, el estallido de los globos y las alarmas de fuego.
• Al oír, desconecta o cambia de volumen, en especial en sitios
hiperestimulantes; los ruidos pueden parecer la conexión de un
teléfono móvil de mala calidad.
• Le cuesta localizar la fuente del sonido.

Consejos prácticos para las personas con problemas de procesamiento


auditivo

• Utilizar tapones en lugares ruidosos (pero hay que quitárselos al menos


durante la mitad del día, para evitar una mayor sensibilidad del oído).
• Grabar los sonidos que causan dolor de oídos, y después reproducirlos
a un volumen más bajo.
• Lo sonidos y ruidos fuertes se toleran mejor cuando se está
descansado y tranquilo.
• Los sonidos fuertes se toleran mejor si es uno mismo quien los inicia o
si sabe que se van a producir.

SENSIBILIDAD
SENSIBILIDAD TÁCTIL Y AL TACTO

Cómo identificar a la persona con sensibilidad táctil

• Rechaza los abrazos de personas conocidas.


• Se quita la ropa o solo se pone determinadas prendas (las de lana o
ásperas son las que más problemas le causan).
• No tolera determinados tejidos o texturas.
• Busca el estímulo de alta presión: se pone debajo de almohadones o
alfombras pesadas, se enrolla con las sábanas o se mete en lugares
apretados (por ejemplo, entre el colchón y el canapé).
• Al tocarla levemente, se enfada o se entrega a una rabieta.

Consejos prácticos para personas con sensibilidad táctil

• La presión profunda puede ayudar a desensibilizar a la persona;


también puede ayudar a adquirir sentimientos y amabilidad. La
mayoría de las personas con autismo se pueden desensibilizar, y
pueden aprender a tolerar que las abracen, por ejemplo, poniéndose
prendas pesadas, cubriéndose de almohadones o con masajes
fuertes.
• La sensibilidad a las prendas ásperas es más difícil de desensibilizar,
pero se puede probar de lavar toda la ropa varias veces antes de
ponerla en contacto con la piel, quitar todas las etiquetas, y ponerse
les prendas del revés (para que las costuras no toquen la piel).
• La sensibilidad a los exámenes médicos se puede eliminar en algunos
casos con la aplicación de presión profunda en la zona que haya que
examinar.

SENSIBILIDAD OLFATIVA Y AL SABOR


Cómo identificar a la persona con sensibilidad olfativa

• Evita ciertas sustancias y olores.


• La atraen determinados olores intensos.

• Ciertos olores hacen que se ponga histérica.


Cómo identificar a la persona con sensibilidad al sabor

• Solo come determinados alimentos.


• Es posible que evite alimentos de una determinada textura.

Consejos prácticos para las personas con sensibilidad olfativa/al sabor

Hay un viejo chiste que habla de un hombre que entra en la consulta del
médico, levanta la mano por encima de la cabeza y dice: «Doctor, cuando
hago esto, me duele». Y el doctor le responde: «Pues no lo haga».
Esto es más o menos lo que puedo decir sobre estas categorías. Lo que
no nos guste, no lo hagamos. Si a una persona le atrae un olor
desagradable, por ejemplo, el de las heces, pruebe de sustituirlo por otro
olor fuerte y agradable, por ejemplo, el de la menta u otros que se emplean
en aromaterapia.
SEGUNDA PARTE

REPENSAR EL CEREBRO AUTISTA


5

OBSERVAR MÁS ALLÁ DE LAS ETIQUETAS

Me fijaba en Jack. Era diez años mayor que yo y solo había asistido a tres
clases de esquí en toda su vida. Yo estaba por entonces en el instituto, y
llevaba tres años yendo a clases de esquí. Pero veía cómo Jack me adelantaba
en la pista, y cómo ejecutaba aquellos fenomenales múltiples virajes, y su
dominio de los saltos. Yo, en cambio, no pasaba de un solo buen viraje, y
cada vez que probaba de saltar, me caía, hasta que tomé miedo a hacerlo.
¿Qué tenía de especial Jack?
Pues resulta que nada. La especial era yo; yo y mi autismo. Vista en
retrospectiva, la relación entre mi autismo y mis lamentables dotes deportivas
es evidente. Pero en aquel momento no la veía. Y no até cabos hasta que,
cumplidos ya los cuarenta años, me hicieron el primer escáner cerebral, que
mostraba que mi cerebelo —la parte del cerebro que ayuda a controlar la
coordinación motora— es un 20% más pequeño de lo normal. Ahora todo
cobraba sentido. No podía mantener los esquís juntos porque...
¿Porque qué? ¿Porque soy autista? ¿O porque tengo el cerebelo pequeño?
Ambas respuestas son correctas, pero ¿cuál es la más útil? Depende de lo
que se quiera saber. Si se busca una etiqueta, algo que ayude a comprender
quién soy en sentido general, probablemente baste con decir «porque soy
autista». Pero si lo que se quiere saber es cómo llegué concretamente a tal
estado —si lo que se busca es la fuente biológica de mi síntoma— la mejor
respuesta es, sin duda, «porque tengo un cerebelo pequeño».
La diferencia es importante. Es la diferencia entre diagnóstico y causa.
Mis estudios sobre los subtipos de problemas sensoriales de que hablaba en
el capítulo anterior me llevaron a pensar en las limitaciones de las etiquetas.
Me di cuenta de que dos etiquetas distintas —hiporreactivo a la información
sensorial e hiperreactivo a la información sensorial— pueden describir la
misma experiencia: ¡demasiada información! Las etiquetas pueden ser útiles,
pero, como en el ejemplo del esquí, su utilidad depende de lo que se quiera
saber. ¿Se quiere saber cómo es la conducta vista desde fuera? ¿O se quiere
saber cómo se siente la conducta desde dentro? ¿Se busca la descripción de
una serie de síntomas: un diagnóstico? ¿O se busca la fuente de un
determinado síntoma: una causa?
Los padres acuden a mí continuamente y me dicen cosas así: «A mi hijo
primero le diagnosticaron autismo de alto nivel. Después le diagnosticaron
TDAH. Después le diagnosticaron síndrome de Asperger. ¿Qué es mi hijo?».
Entiendo la frustración de los padres. Están a merced de un sistema médico
repleto de pensadores encerrados en las etiquetas. Pero también los padres
forman parte de este sistema. Me preguntan: «¿Qué es lo más importante que
hay que hacer con un niño autista?». O: «¿Qué hago con un niño que se porta
tan mal?». ¿Qué significa incluso esto?
Digo que este tipo de pensamiento está encerrado en las etiquetas porque
las personas se entregan tanto a lo que significa la palabra con que se nombra
la cosa, que dejan de ver la propia cosa. También he observado el mismo tipo
de pensamiento encerrado en las etiquetas en otras partes. El ganadero que
me dice: «Tengo un caballo salvaje. ¿Qué debo hacer?». O alguien que ha
leído mis libros sobre conducta animal me dice: «Mi perro está loco. ¿Qué
hago?». Bueno, primero deben decirme qué significan salvaje o loco en cada
caso. No tengo ninguna pista a menos que el interesado me dé alguna. ¿El
perro intenta morderles la mano a los extraños? ¿O se abalanza sobre las
personas porque está contento?
En todos estos casos digo lo mismo: No se preocupe por la etiqueta.
Cuénteme cuál es el problema. Hablemos de síntomas concretos.
La primera pregunta que hago a los padres que quieren que les aconseje es:
«¿Cuántos años tiene el niño?». Lo que podría recomendar para un niño de
tres años sería completamente distinto de lo que pudiera recomendar para uno
de dieciséis.
La siguiente pregunta es: «¿El niño habla?». Si es no verbal, es una cosa.
Comencemos por intentar enseñarle y a ver qué pasa. Si es verbal, digo:
«Póngame un ejemplo». Quiero saber si el niño habla con frases completas y
gramaticalmente correctas. ¿Habla solo con palabras sueltas? ¿Pronuncia bien
las palabras o, como yo hacía, dice buh por ball?
¿El niño sabe mantener una conversación? ¿Sabe hacer el pedido en el
restaurante de comida rápida? Si no sabe, lo primero que hay que hacer es
enseñarle habilidades sociales, comenzando por pedir turno y decir «Por
favor» y «Gracias».
¿Tiene problemas para hacer amigos? ¿Va a la escuela? ¿Tiene alguna
asignatura favorita?
Las preguntas pueden seguir y seguir, evidentemente, como se podrían
hacer sobre cualquier persona, sea autista o no. Todos somos individuos
particulares. Todos tenemos una variedad de destrezas, hábitos, preferencias
y limitaciones. ¿Cómo sería el cerebro completamente normal? ¿El cerebro
medio en todos los sentidos, con la cantidad media de conexiones neuronales,
la amígdala y el cerebelo de tamaño medio, el cuerpo calloso de longitud
media?
Seguramente resultaría muy aburrido.
Las diferencias son lo que nos hace individuos: lo que se aparta de la
norma, las variaciones del cerebro. Tomemos el cuerpo calloso, que es el
conjunto de cables neuronales que se extienden a lo largo del cerebro y
conectan los hemisferios izquierdo y derecho. Tengo más cables de estos de
lo normal, pero es evidente que alguien puede tener más que yo, o menos que
yo, o la cantidad normal, o menos de lo normal. Y el circuito del lenguaje de
mi cerebro se ramifica más que el de un cerebro normal, pero, también en
este caso, la amplitud de las ramificaciones del circuito del lenguaje se da en
un continuo. El tamaño del cerebelo que probablemente afecta a mi capacidad
para el esquí: otro continuo. ¿La cantidad de variaciones del número de
copias de novo en el ADN de una persona? ¿La particular posición de esas
CNV en el cromosoma? Continuo y más continuo. Pienso a menudo que
acabaremos por preguntarnos en qué punto esa o aquella variación genética
relacionada con el autismo no es más que una variación normal. Todo lo que
hay en el cerebro, todo lo que hay en la genética: todo es un gran continuo.
La inclusión del síndrome de Asperger en el DSM-IV en 1994 certificó la
idea de un espectro autista, pero el propio significado de «en un continuo» ha
ido cambiando con los años. «En los círculos científicos —decía un artículo
publicado en Nature en 2011—, muchos aceptan que ciertos rasgos autistas
(dificultades sociales, intereses limitados, problemas de comunicación)
forman un continuo que se extiende por toda la población y en uno de cuyos
extremos está el autismo».1
En otras palabras, no es necesario tener un trastorno del espectro del
autismo para estar «en el continuo».
El psicólogo Simon Baron-Cohen popularizó esta idea. En 2001, él y sus
colegas del Centro de Estudios Sobre Autismo de Cambridge, Inglaterra,
introdujeron el cuestionario del cociente del espectro autista (CA).2 La gente
suele responder el cuestionario en línea, solo para ver si se encuentra en el
espectro del autismo. Quizá se pregunten si tienen el síndrome de Asperger o
un autismo de alto funcionamiento. O tal vez quieran ver qué rasgos poseen
que, si se ampliaran, les encuadrarían en una de estas etiquetas.
El CA consiguió, como mínimo, que muchas personas consideraran de otro
modo el comportamiento: la conducta autista, desde luego, pero también la
conducta de los no autistas. Su propia conducta. La conducta del vecino, la
del compañero de trabajo o la del raro del tío Ned con su peculiar colección
de sellos. Conductas que antes habían parecido peculiares o tal vez de una
agresividad extraña, ahora tenían cierto sentido.
El test lo componen cincuenta enunciados (véase el apéndice). Para cada
uno de ellos, se elige una respuesta, desde «completamente de acuerdo» a
«completamente en desacuerdo». Estar completamente de acuerdo con el
enunciado «Prefiero ir a una biblioteca que a una fiesta» podría indicar que la
persona tiene una tendencia autista. Estar completamente en desacuerdo con
la afirmación «Siento que me atraen más las personas que las cosas» indicaría
una persona más neurotípica. Cuando Baron-Cohen y sus colegas pasaron el
test en un enclave clínico, la puntuación media del grupo de control fue de
16,4 sobre 50, mientras que el 80% de los diagnosticados como autistas o
algún trastorno afín obtuvieron una puntuación de 32 o superior. Pero la
persona que saque un 33, ¿es autista? No necesariamente. ¿Y 36? ¿O 39?
¿Cuál es la nota de corte?
Quienes piensan encerrados en las etiquetas quieren respuestas.
Este tipo de pensamiento puede hacer mucho daño. Para algunas personas,
una etiqueta se puede convertir en lo que las defina. Puede conducir
fácilmente a lo que yo denomino una mentalidad lisiada. Cuando a la persona
le diagnostican el síndrome de Asperger, por ejemplo, es posible que empiece
a pensar: «¿Para qué esforzarme?» o «Nunca conservaré un empleo». Toda
su vida empieza a girar en torno a lo que no puede hacer en vez de a lo que
puede hacer, o al menos lo que puede intentar mejorar.
El pensamiento encerrado en etiquetas también actúa en sentido inverso.
La persona puede sentirse cómoda con su diagnóstico, pero le preocupa que
la defina ante los demás. ¿Qué pensará el jefe? ¿Qué pensarán los
compañeros de trabajo? ¿Los más allegados? A la mitad de los trabajadores
de Silicon Valley les diagnosticarían síndrome de Asperger si dejaran que les
hicieran un diagnóstico, algo de lo que huyen como de la peste. He estado en
sus despachos; he visto muy de cerca a esos trabajadores. Muchos de los
mejores casos de mi página web proceden de Silicon Valley y otras zonas con
una gran concentración de empresas tecnológicas. Hace una generación, a
muchas de estas personas se las habría considerado simplemente
superdotadas. Sin embargo, hoy existe un diagnóstico, y evitan todo lo que
les pueda encerrar en un gueto.
El pensamiento encerrado en etiquetas puede afectar al tratamiento. Por
ejemplo, a un médico que hablaba de los problemas intestinales de un niño le
oí decir: «Bueno, es autista. Este es el problema», y a continuación no le daba
ningún tratamiento para el problema gastrointestinal. Es absurdo. El hecho de
que los problemas gastrointestinales sean habituales en las personas con
autismo3 no significa que no tengan un tratamiento propio. Si se quiere
ayudar al niño que los tiene, hay que hablar de su dieta, no de su autismo.
Y el pensamiento encerrado en etiquetas puede afectar a la investigación.
«Una de las maldiciones de este campo —concluía un estudio sobre la visión
en las personas autistas— es el tamaño de las barras de error, que en la
información sobre los TEA siempre parecen ser como mínimo el doble de
grandes que las de los grupos de control».4 ¿Unas barras de error el doble de
grandes que las de los grupos de control? Pues muy bien, esto debiera
decirnos que existe una gran variación en la muestra con que trabajamos —
que tenemos subgrupos de la población a los que hay que identificar y
diferenciar—. Pongamos en la misma muestra personas con síndrome de
Irlen y personas que miren de reojo y acabaremos por comparar peras con
naranjas. Las barras de error no son una maldición. Son un obstáculo que los
investigadores se han creado y colocado en su propio camino.
Lo mismo se puede decir de los estudios que concluyen que algunas
soluciones para los problemas sensoriales, como las prendas pesadas o las
gafas Irlen, no sirven para las personas autistas. Cuando leía estos artículos
me decía: «Pero he visto, repetidamente, que las prendas pesadas funcionan»
Me di cuenta de que el problema de esos estudios es que no todas las
personas autistas tienen los mismos problemas sensoriales. En un grupo de
veinte personas con autismo, las gafas oscuras o las prendas pesadas les
funcionarán a tres o cuatro. De modo que los investigadores dicen: «Fíjense:
estos recursos solo le funciona a un 15% o un 20% de la población autista».
¿Y qué? Este resultado no significa que las gafas de color no sirvan para el
autismo; significa que las gafas de color sirven para personas autistas con
determinados problemas visuales. Funcionan en un subgrupo de la población
autista.
No digo que no debamos usar las etiquetas. Es evidente que las tenemos
que emplear. Sin la etiqueta que Leo Kanner le puso, es posible que el
autismo no se hubiera diagnosticado, no se hubiera tratado y simplemente se
hubiese ignorado. Las etiquetas han tenido una importancia increíble, y la
seguirán teniendo. Son necesarias para la medicina, para los programas y
ayudas educativos, para los seguros, para los programas sociales, etc. Y para
quien se dedique al estudio del autismo, a veces tiene sentido trabajar
exclusivamente con sujetos autistas comparados con grupos de control.
Pero a veces no lo tiene, porque el autismo no es un diagnóstico de
aplicación universal.
Cualquiera que sea la definición que la Asociación Psiquiátrica Americana
haga del autismo, el diagnóstico seguirá siendo impreciso. Es la naturaleza
propia de todo espectro. La ausencia de un diagnóstico fue lo que el primer
conjunto formal de criterios del DSM-III intentaba corregir, y la falta de
precisión de los diagnósticos de autismo y trastornos relacionados con el
autismo fue lo que intentaron corregir las ediciones sucesivas.
Lamentablemente, no creo que el último esfuerzo —el DSM-5— vaya a ser
de mucha ayuda para esclarecer la confusión, y en varios sentidos solo va a
complicar las cosas.
En el DSM-IV, el diagnóstico de autismo dependía de tres criterios, el
llamado modelo triádico. Esos criterios eran:

• Deficiencia en interacción social.


• Deficiencia en comunicación social.
• Patrones de conducta, intereses y actividades limitados, repetitivos y
estereotipados.

Los dos primeros pueden parecer similares, en el sentido de que ambos


implican problemas de socialización. De hecho, esta es la justificación de
meter ambos en un solo criterio en el DSM-5. En una presentación realizada
en 2010 ante la Comisión Interagencial Coordinadora del Autismo, el
presidente del grupo de trabajo de Desarrollo Neurológico del DSM-5 dijo:
«Las deficiencias de comunicación están estrechamente relacionadas con las
deficiencias sociales. Las dos son “manifestaciones” de un único conjunto de
síntomas que a menudo se presenta en contextos diferentes». 5 En
consecuencia, el DSM-5 utiliza un modelo de dos criterios, o diádico.

• Déficits persistentes de comunicación social e interacción social.


• Patrones de conducta, intereses o actividades limitados y repetitivos.

Entiendo la razón de que la APA pueda considerar el paso de un modelo


triádico a otro diádico. La idea de diferenciar lo social de lo conductual tiene
una base científica; de hecho, los dos ámbitos son biológicamente distintos.
En las pruebas de laboratorio con ratones, los investigadores han demostrado
que la risperidona, un fármaco antipsicótico, no afecta a las conductas
sociales pero sí a las conductas obsesivas —probablemente porque seda al
ratón—6 Y, al revés, los investigadores han demostrado que la conducta
social de los ratones mejoraba con el entrenamiento, pero no así la conducta
obsesiva. Estos resultados solos revelan que las conductas sociales y los
problemas sociales funcionan en sistemas distintos del cerebro. De modo que
tiene sentido un sistema diádico que reconoce la distinción entre estos dos
sistemas.
Sin embargo, lo acientífico de la disposición de los criterios diagnósticos
del DSM-5 es que mete la interacción social y la comunicación social en el
mismo saco. La interacción social abarca la conducta no verbal que implica
estar con otra persona —establecer contacto visual, sonreír, etc.—. La
comunicación social abarca la capacidad de conversar, verbal o no verbal —
por ejemplo, compartir ideas e intereses—. ¿Las deficiencias de
comunicación social y las de interacción social pertenecen realmente al
mismo ámbito? ¿La incapacidad de encontrar las palabras o de dominar la
gramática y la sintaxis (conocida como deficiencia de lenguaje o trastorno
sintáctico-semántico) realmente proceden del mismo lugar del cerebro, como
una tendencia a hablar con una entonación anormal y mostrar reacciones
conversacionales que son socialmente inaceptables (conocida como
deficiencia pragmática del lenguaje o trastorno semántico-pragmático)?
¿Existe, desde un punto de vista neurológico, una estrecha relación entre la
mecánica del lenguaje y la conciencia social? Lo dudo, y no soy la única en
dudarlo.
Un artículo publicado en 2011 en el Journal of Autism and Developmental
Disorders analizaba más de doscientos estudios realizados con IRMf e ITD
para determinar si el modelo diádico tiene alguna base en los datos de la
neuroimagen.7 La conclusión de los autores: «Solo en parte». Observaron que
las neuroimágenes avalaban la separación de la conducta y la comunicación
en dos categorías. En este sentido, nada de que sorprenderse. Pero también
observaron que las neuroimágenes justificaban la división de la comunicación
en otras dos categorías, exactamente como decía el DSM-IV, ¡aunque no
necesariamente las dos categorías que definía el DSM-IV!
El DSM-5 también está cambiando el alcance del propio diagnóstico. En el
DSM-IV, la categoría relacionada con el autismo eran los trastornos
generalizados del desarrollo, e incluía estos diagnósticos: 8

• Trastorno autista (llamado también autismo «clásico»).


• Síndrome de Asperger.
• Trastorno generalizado del desarrollo no especificado (o autismo atípico).

El DSM-5 relaciona uno:

• Trastorno del espectro del autismo.

Entonces, se preguntará el lector ¿qué ocurrió con el síndrome de Asperger y


los trastornos generalizados de desarrollo no especificados? Veámoslos uno a
uno.
El gran cambio en lo que al síndrome de Asperger y el autismo se refiere
es el retraso en el habla. Antes, si de niño tenías un retraso en el habla, como
era mi caso, caías del lado autista de la clasificación diagnóstica (suponiendo
que cumplieras los otros criterios, claro está). En caso contrario, caías del
lado del síndrome de Asperger. Hoy, algunos de los antiguos pacientes con
Asperger serían diagnosticados como TEA, simplemente porque cumplen
todos los criterios del diagnóstico pero no tienen un retraso en el habla.
La Asociación Psiquiátrica Americana dice que los que ya han sido
diagnosticados como autistas seguirán con el diagnóstico. ¿Qué ocurre
entonces con aquellos que padecen Asperger anteriores no diagnosticados
que solo cumplían la mitad social de los nuevos criterios diádicos —
deficiencias en comunicación e interacción sociales pero no en conducta
repetitiva ni intereses obsesivos—? Podrían encontrarse en otra subcategoría
completamente distinta: el trastorno de comunicación. Concretamente se les
da un diagnóstico que es nuevo en el DSM: trastorno de comunicación social.
Se trata, básicamente, de autismo sin conductas repetitivas ni intereses
obsesivos. Es decir, se trata, básicamente, de una tontería. (A mi modo de
ver, las discapacidades sociales son el auténtico núcleo del autismo, mucho
más que las conductas repetitivas.) De modo que diagnosticar discapacidad
social como algo distinto del diagnóstico de autismo es lo mismo que
diagnosticar autismo como algo distinto del diagnóstico de autismo.
Las personas a las que anteriormente les habían diagnosticado síndrome de
Asperger se pueden encontrar con que no pertenecen en absoluto a la
categoría de trastornos neuroevolutivos, al menos no oficialmente. Se pueden
encontrar en una categoría diagnóstica completamente distinta: trastornos
disruptivos, del control de los impulsos y de la conducta. La decisión
dependerá en última instancia de la opinión personal del médico (y estaré de
acuerdo con quien diga que no parece una realidad muy científica).
En primer lugar, como bióloga, toda esta categoría diagnóstica me parece
científicamente sospechosa. Incluye seis diagnósticos. Por lo que yo
entiendo, solo uno posee base científica: el trastorno explosivo intermitente. 9
Las neuroimágenes muestran que la persona que carece del control que baja
de la corteza frontal a la amígdala es propensa a estallidos conductuales
merecedores de despido o detención. Pero en lo que se refiere a los otros
diagnósticos de la categoría de trastornos disruptivo, del control de los
impulsos y de la conducta, sospecho que se habrá pensado: «Si les ponemos
esta etiqueta, no tendremos que atenderles como TEA, y podemos dejar que
sea la policía quien se encargue de ellos». El DSM también podría haber
llamado a esta categoría: «A la cárcel con ellos».
En segundo lugar, estos diagnósticos no tienen en cuenta a los
superdotados pero frustrados —el típico Asperger o autista de alto
funcionamiento que trabaja en un entorno que no le comprende—.
Consideremos el diagnóstico de trastorno de oposición desafiante: «La
perturbación de la conducta causa una discapacidad clínicamente significativa
para las actividades sociales, educativas o profesionales». Puedo asegurar que
si se toma a un niño de tercer curso que entienda textos de matemáticas de
bachillerato y se le obliga a realizar ejercicios de matemáticas para niños, una
y otra vez, se convertirá en opositor desafiante (porque el aburrimiento le
saca de sus casillas).
¿Cómo lo sé? Porque he visto casos de este tipo: niños que en la escuela se
considera que tienen problemas conductuales graves, hasta que se les enseña
con un nivel para el que su cerebro está preparado. Entonces su
comportamiento se normaliza y se convierten en niños trabajadores y
participativos (y, quizás, hasta en alumnos modélicos).
Y, una vez más, vemos las limitaciones, incluso los peligros, del
pensamiento encerrado en etiquetas: la diferencia entre lo que la conducta
parece vista desde fuera y cómo se siente desde dentro.
En cuanto a los trastornos generalizados del desarrollo no especificados, el
DSM-IV empleaba este diagnóstico general para describir diversos
escenarios, incluido el autismo especial, que definía como «manifestaciones
que no cumplen los criterios del trastorno autista debido a su aparición a una
edad tardía, una sintomatología atípica, o sintomatología por debajo del
umbral, o todo ello». Sin embargo, en el DSM-5, las personas con ese
diagnóstico se podrían encontrar apartadas por completo del autismo y
colocadas en otra subcategoría de trastorno neuroevolutivo, la de trastornos
del desarrollo con discapacidad intelectual —concretamente, retraso
intelectual o del desarrollo global no clasificados—. No es extraño que los
padres tengan la sensación de estar en un club del Diagnóstico del Año.
Para muchas personas, los cambios del DSM no suponen ninguna
diferencia. Por ejemplo, según las orientaciones del DSM-5, mi diagnóstico
sería trastorno del espectro autista. Si se observa la definición de lo que son
discapacidades sociales y conductas repetitivas, este es mi caso, sin duda.
¿Desazón extrema ante el mínimo cambio? Era lo que me pasaba de niña.
¿Intereses obsesivos? Los míos. ¿Hipersensibilidad a la información
sensorial? Déjeme el lector que le cuente lo de la prensa para ganado.
Pero para algunas personas estos cambios suponen una enorme diferencia.
Un estudio realizado en 2012 sobre 657 personas a las que se les había
diagnosticado clínicamente alguno de los tres trastornos del espectro autista
del DSM-IV descubrió que el 60% seguiría recibiendo el diagnóstico de TEA
con los criterios del DSM-5, pero no así el 40%.10 Al repartir estas cifras en
diagnósticos subgrupales, los investigadores descubrieron que el 75% de los
sujetos que habían recibido el diagnóstico específico de autismo según los
criterios del DSM-IV también cumplían los criterios para el TEA del DSM-5,
en cambio, solo lo cumplía el 28% de los diagnosticados como síndrome de
Asperger, y solo el 25% de los diagnosticados como trastorno generalizado
del desarrollo no especificado (TGD-NE).
Un estudio posterior que se centraba solo en el TGD-NE llegó a una
conclusión mucho más optimista: nueve de cada diez niños con TGD-NE
según el DSM-IV cumplían los criterios para el diagnóstico de TEA del DSM-
5.11 La disparidad entre los dos informes, sin embargo, debería dar que
pensar a los padres, y no digamos a los científicos.
¿Cuáles son las consecuencias prácticas de estos cambios diagnósticos?
¿Las personas que antes eran etiquetadas de síndrome de Asperger y hoy de
autistas sienten una reacción distinta del mundo? ¿De ellas mismas? ¿Cómo
van a afectar estos cambios a la cobertura de las pólizas de seguro? ¿Y a los
servicios sociales? Las personas autistas tienen más problemas que las de
síndrome de Asperger: ¿seguirán recibiendo todas las mismas ayudas que
antes? La cuestión la deberá decidir cada estado, pero estos cambios han
abierto una caja de Pandora de posibilidades.
Y las investigaciones. Cualquier estudio sobre el autismo que se rija por
los criterios del DSM-5 va a mezclar las manzanas de retraso del habla con
las peras del no retraso del habla. Por ejemplo, hemos visto en la literatura
especializada que los problemas sensoriales suelen ser mucho peores entre
los miembros de la población que tienen retraso del habla. ¿Cómo podrán
comparar los investigadores los estudios sobre problemas sensoriales del
DSM-5 con los estudios anteriores al DSM-5?
En mi opinión, el DSM-5 suena a diagnóstico de comisión. Un grupo de
médicos sentados a una mesa de conferencias para hablar de normas para los
seguros. Gracias al pensamiento encerrado en etiquetas, hoy disponemos de
una cornucopia de diagnósticos, y no hay suficientes sistemas cerebrales para
todos estos nombres.
En 1980, cuando el DSM-III intentó codificar el diagnóstico de autismo
por primera vez, nadie conocía los sistemas cerebrales. Nadie sabía gran cosa
de la secuenciación del ADN. Pero hoy sí sabemos. Es posible que no
sepamos aplicar aún estos avances de la ciencia al DSM, pero lo que sí
podemos hacer, creo, es empezar a cambiar la forma de considerar el cerebro
autista. En vez de hablar de series de síntomas con el propósito de ponerles
una etiqueta, podemos empezar a hablar de un síntoma particular e intentar
determinar su origen. Hemos llegado en nuestras investigaciones a un punto
en que podemos emparejar síntomas y biología.
Durante más o menos los treinta años posteriores a la introducción del
término autismo por parte de Leo Kanner, en 1943, la comunidad psiquiátrica
puso el énfasis en hallar una causa, y como la teoría psicoanalítica dominaba
el pensamiento psiquiátrico del momento, se formuló la hipótesis de que la
causa era la conducta de los padres, en especial de la madre.
Llamemos a este período fase uno de la historia del autismo, y digamos
que se extendió de 1943 a 1980, el año en que la Asociación Psiquiátrica
Americana publicó el DSM-III.
Aquella edición del DSM representó un viraje de la comunidad psiquiátrica
hacia un mayor rigor científico en el tratamiento de las enfermedades
mentales, un cambio que incluyó el primer diagnóstico oficial de autismo.
Desde entonces, gran parte del debate sobre el autismo ha girado en torno a
cuáles son los síntomas específicos que componen el diagnóstico.
Llamemos a este período fase dos de la historia del autismo, y digamos que
se extiende de 1980 a 2013, el año de la publicación del DSM-5.
El diagnóstico puede cambiar y cambiará, pero hoy podemos poner de
nuevo el énfasis en otros objetivos. Gracias a los avances de la neurociencia y
la genética, podemos iniciar la fase tres de la historia del autismo, una época
que regresa a la búsqueda de una causa de la fase uno, pero esta vez con tres
grandes diferencias.
Una: la búsqueda de la causa no va dirigida a la mente sino al cerebro. No
se dirige a una madre nevera fantasma, sino a pruebas neurológicas y
genéticas observables.
Dos: nos hemos dado cuenta de la extraordinaria complejidad del cerebro,
por ello sabemos que la investigación no nos llevará a una causa sino a
causas.
Tres: necesitamos buscar una causa o causas múltiples no del autismo, sino
de cada uno de los síntomas de todo el espectro.
La reflexión de la fase dos es: «Quizá no sepa esquiar bien porque soy
autista». El de la fase tres dice: «Tal vez no sepa esquiar bien porque tengo el
cerebelo más pequeño de lo normal».
El pensamiento de la fase dos dice: «Agrupemos a las personas por el
diagnóstico». El de la fase tres dice: «Olvidemos el diagnóstico. Olvidemos
las etiquetas. Centrémonos en el síntoma».
En los estudios que se vayan a realizar, en vez —o al menos además— de
agrupar a los sujetos por su diagnóstico de autismo, deberíamos agruparlos
por sus principales síntomas. Como descubrí en casos como el de la
explicación que Carly Fleischmann hace de su sentimiento de
hiperestimulación en la cafetería, creo que los investigadores deben dejar de
desdeñar los autoinformes y empezar a considerarlos con mucha atención y,
además, comenzar a obtenerlos de los sujetos de otras formas. A
continuación, deberían someter a los sujetos a estudios basados en esos
autoinformes.
Tuve una alumna de doctorado que entre las líneas curvas del dibujo de
una rampa para el ganado veía líneas onduladas, y a veces solo veía
fragmentos de palabras. No era autista, pero eran unos síntomas muy
parecidos a los que describe Donna Williams, que sí era autista.
Mi propuesta es poner a ambas en el escáner y a ver qué sale. Veamos
dónde reside el problema. ¿Es en la zona de producción del lenguaje? ¿En el
significado del lenguaje?
Tomemos a las personas que no pueden subir a las escaleras mecánicas
porque son incapaces de decidir cuándo subir y bajar. O a las personas que no
soportan conducir de noche. Tomemos estos subgrupos y comparémoslos con
grupos de control que no tengan ese problema. Tomemos a esa secretaria que
puede teclear 180 palabras por minuto. Y tomemos a esa otra secretaria que
pueda teclear 90 palabras por minuto. Pongamos a ambas en el escáner y
comparémoslas, corteza motora con corteza motora.
Algunos investigadores, me complace observar, empiezan a reconocer las
limitaciones de las etiquetas. Y comienzan a admitir la necesidad de
definiciones más precisas de las etiquetas. Un artículo de 2010,
«Neuroimaging of Autism», concluía: «En el caso del autismo, cada vez está
más claro que la posibilidad de identificar un marcador único puede ser muy
remota, debido sencillamente a la gran variabilidad que se observa en [este]
espectro. Según esta idea, la definición de subgrupos de autismo más
equeños con características muy específicas podría ser clave para esclarecer
mejor esta compleja enfermedad»12 (la cursiva es mía).
Mi opinión es que deberíamos ir un poco más allá y plantear que debemos
pensar no solo en subgrupos más pequeños del autismo definidos por sus
síntomas, sino en los propios síntomas. Porque pensar en los síntomas
individuales, uno a uno, al final nos permitirá pensar en diagnósticos y
tratamientos individualizados para cada paciente.
Mi amigo Walter Schneider, que desarrolló el rastreo de alta definición de
las fibras en la Universidad de Pittsburgh, ya postula esta tesis,
probablemente porque ha visto en la práctica todo el potencial de este
sistema.

Buscamos un diagnóstico procesable —dice—. No basta con que digamos: «Sí, eres
diferente», sino: «Eres diferente y por esta forma particular de diferencia pensamos que
este es el camino más probable para conseguir los máximos resultados que queremos que
consigas». Queremos profundizar más y más en ese cerebro individual —no un estudio
de grupo, sino un cerebro individual— para poder decir a los padres: «Esta es la

situación,
manera más este es elposible
eficaz efectopara
que conseguirles
esperamos, yuna
asícomunicación
es como pensamos
efectivaabordarlo de en
con su hijo la
los dos próximos años».

La misma tesis se empieza a escuchar también en el campo de la genética. A


Matthew W. State, neurogenetista de Yale, le gusta invocar la expresión
médica «del banco a la cama» —es decir, de los experimentos sobre grupos a
los tratamientos individuales—. En 2012, en un artículo publicado en
Science, él y su colaborador Nenad Šestan proponían que los investigadores
tomaran ejemplo de otros ámbitos de la medicina que han realizado esta
transición.13 «Por ejemplo, la prevención del infarto y la del derrame cerebral
se basan ambas en parte en el control de la hipertensión», decían. «Bien
pudiera ser que los TEA y la esquizofrenia se consideren cada vez más del
mismo modo» —conductas distintas con un mismo origen genético—. En
consecuencia, Šestan y State preveían que los ensayos de tratamientos se
organizarían en torno a «mecanismos compartidos» más que en torno a
«categorías diagnósticas psiquiátricas». Sabían perfectamente que esa
reconsideración del cerebro autista sería todo un reto. Pero, al igual que
Schneider, preveían el desarrollo de terapias que fueran no solo más
efectivas, sino «más personalizadas».
Creo que, dentro de veinte años, vamos a revisar mucha parte de este tipo
de diagnósticos y diremos: «Era basura». En mi opinión, tenemos que
decidir. Podemos esperar veinte años y algunas ediciones más del DSM para
empezar a poner orden en este desbarajuste. O podemos aprovechar los
recursos tecnológicos a los que empezamos a poder acceder e iniciar ya la
fase tres.
Como pronto verá el lector, yo apuesto por la fase tres.
6

CONOCER LAS VIRTUDES PROPIAS

Hace unos pocos años, Michelle Dawson, investigadora autista del hospital
Rivière-des-Prairies de la Universidad de Montreal, se hizo una pregunta
importante. Sus investigaciones sobre el cerebro autista, como las demás
investigaciones sobre el autismo en el ámbito clínico, y como todo tipo de
investigaciones sobre el autismo, se centraban en la incapacidad cognitiva: en
lo malo. Y se dio cuenta de que cuando la persona autista mostraba
características que, en una persona normal, se habrían tenido por puntos
fuertes, o virtudes, se seguían considerando simples subproductos
afortunados de un mal cableado. «Pero ¿y si no lo fueran?», se preguntó. ¿Y
si no son subproductos de nada? ¿Y si, al contrario, son simplemente
productos del cableado, un cableado que no es ni bueno ni malo?
Dawson y sus colegas empezaron a hurgar en la literatura. Como era de
esperar, descubrieron que los estudios destacaban de forma rutinaria solo los
aspectos negativos del autismo, incluso cuando algunos de los resultados eran
positivos. Según Laurent Mottron, colaborador asiduo de Dawson y director
del programa de autismo del hospital Rivière-des-Prairies: «Los
investigadores que realizan IRMf hablan sistemáticamente de los cambios en
la activación de algunas zonas del cerebro como déficits del grupo autista, y
no como simple prueba de su organización alternativa del cerebro, aunque a
veces no sea muy venturosa».1 Cuando los investigadores observan los
volúmenes corticales, automáticamente echan las variaciones al saco de los
déficits, no tienen en cuenta que la corteza sea más gruesa o más delgada de
lo esperado. E incluso cuando un estudio reconoce una virtud en los sujetos

autistas, sus autores


de compensar suelen interpretarla
un déficit, como lapublicado
pero un informe forma queentiene el cerebro
2009 en las
Philosophical Transactions of the Royal Society, en que se reseñaban
artículos basados en este supuesto, concluía que «esta hipótesis inversa
raramente se sostiene».2
Dawson y sus colegas empezaron a dirigir sus propios experimentos para
determinar el nivel de inteligencia de las personas con autismo. En 2007,
diseñaron un estudio que utilizaba dos test de inteligencia habituales: la
escala Wechsler de inteligencia para niños y las matrices progresivas de
Raven.3 El test de Wechsler se compone de doce subtest, unos verbales y
otros no verbales (por ejemplo, formar dibujos con diferentes piezas). El de
Raven es completamente no verbal. Consiste en sesenta preguntas que
muestran una serie de diseños geométricos, para elegir entre seis u ocho de
ellos el que completa la serie. Pasaban estos test neuropsicólogos
independientes que desconocían la finalidad del estudio, y entre los sujetos de
la prueba había cincuenta y un niños y adultos con autismo, y cuarenta y tres
niños y adultos de control.
Los resultados fueron llamativos. Dawson descubrió que la medida de
inteligencia en la población autista dependía del tipo de test. En el de
Wechsler, un tercio de los sujetos con autismo quedaba clasificado como de
«bajo funcionamiento». En cambio, en el de Raven solo lo hacía el 5% —y
un tercio obtenía la calificación de «inteligencia alta»—. En el de Wechsler,
todos los sujetos autistas puntuaban muy por debajo de la población media,
mientras que en el de Raven obtenían una puntuación normal. Yo misma
obtuve muy buen resultado con las matrices progresivas coloreadas de Raven.
¿Por qué esta gran disparidad en las respuestas a los dos test? Quizá porque
responder correctamente las preguntas del Wechsler depende de la capacidad
social de obtener destrezas e información de los demás, mientras que en el de
Raven es una tarea puramente visual.

«Nuestra
artículo conclusión
publicado en —decía el grupo
Psychological de Montreal
Science en su es
en 2007— revolucionario
que se ha
subestimado la inteligencia de las personas autistas».
«Los científicos que trabajan en el autismo siempre han hablado de las
habilidades como algo anecdótico, y raramente han centrado en ellas sus
estudios —dijo más tarde Isabelle Soulières, una de las autoras del artículo—.
Hoy empiezan a desarrollar interés por estas virtudes, para que nos ayuden a
comprender el autismo».4
Esta nueva actitud hacia el autismo es coherente con el pensamiento de
fase tres de que hablaba en el capítulo anterior. Del mismo modo que hoy
podemos empezar a observar la conducta de tipo autista rasgo a rasgo,
también podemos reconsiderar los rasgos de tipo autista cerebro a cerebro.
No me interprete mal el lector. No estoy diciendo que el autismo sea
estupendo y que todas las personas que lo tenemos no deberíamos hacer sino
alegrarnos. Al contrario, sugiero que si sabemos reconocer, de forma realista
y caso a caso, cuáles son los puntos fuertes de una persona, podemos
determinar mejor el futuro de esa persona. «Necesito que me arregléis»,
tecleó una vez Carly Fleischmann, la autista no verbal que conocimos en el
capítulo 4. «Arregladme el cerebro». En el otro extremo, cuando un
periodista preguntó a Tito Rajarshi Mukhopadhyay, la otra persona no verbal
que conocimos también en el capítulo 4: «¿Le gustaría ser normal?», Tito
respondió: «¿Por qué tengo que ser Dick y no Tito?». 5 Para Tito, el «yo
actuante» tal vez fuera raro, pero no era menor parte de él que su «yo
pensante».
También quiero dejar claro que cuando digo virtudes, no me refiero a las
habilidades del autista prodigio como las de Stephen Wiltshire, que solo
necesita sobrevolar una parte de cualquier ciudad, por ejemplo, Londres o
Roma, para dibujar todo lo visto, hasta el saliente de la última ventana, o
Leslie Lemke, que le basta con oír una pieza de música —de cualquier estilo,

incluidas complejas
Solo en torno al 10%composiciones
de las personasclásicas— para interpretarla
autistas pertenecen al piano.
a esta categoría de
prodigios (aunque la mayoría de los prodigios son autistas).
¿Qué virtudes, entonces, podemos buscar? Tradicionalmente, los
estudiosos del autismo no han visto en este rasgo una virtud, no obstante, a lo
largo de los años han señalado que las personas con autismo suelen fijarse
más en los detalles que las neurotípicas. Partamos de aquí y veamos adónde
nos lleva.

EL PENSAMIENTO INDUCTIVO

A las personas con autismo se les da realmente bien observar los detalles.
«Cuando una persona con autismo entra en una habitación —decía un
investigador—, lo primero que ve es una mancha en la mesa del café y las
diecisiete piezas del entarimado del suelo».6 Podrá parecer una exageración y
una generalización desmesurada, pero la idea va en buen camino.
Tradicionalmente, los investigadores han catalogado este rasgo como de
«coherencia central débil», es decir, un déficit. La coherencia central débil
está en el núcleo de la incapacidad para la comunicación social y las
interacciones sociales que desde hace mucho tiempo forma parte del
diagnóstico oficial de autismo. Sin tanta formalidad, se puede decir que las
personas autistas tienen problemas para componer la imagen de conjunto, o
que los árboles no les dejan ver el bosque.
Pensemos en Tito y su encuentro con la puerta. Veía la puerta como una
serie de propiedades: sus características físicas (las bisagras), su forma
(rectangular), su función (le permitía entrar en la habitación). Solo después de

reunir suficientes detalles supo qué era lo que estaba viendo. Cuando me
reuní con él en la biblioteca médica, le pedí que describiera la sala. En vez de
hablar de los objetos que había en ella o de su tamaño, habló de los

fragmentos de color.
Mi experiencia dista mucho de ser tan extrema, pero la tendencia a ver los
detalles antes que la imagen de conjunto siempre ha sido una característica
fundamental de mi modo de relacionarme con el mundo. Cuando era
pequeña, mi conducta repetitiva favorita era dejar escurrir arena entre los
dedos de la mano, una y otra vez. Me fascinaban las formas, cada grano se
me antojaba una roca diminuta. Me sentía como un científico trabajando con
el microscopio.
En 1978 se publicó un importante estudio, «Reconocimiento de las caras:
aproximación al estudio del autismo»,7 que puso en primer plano las
implicaciones sociales de este rasgo. A los sujetos se les mostraba solo la
parte inferior de una serie de caras de personas que conocían, y se les pedía
que las identificaran. La población autista realizaba mejor el ejercicio que los
sujetos de control. Lo mismo ocurría cuando a ambos grupos se les
mostraban imágenes invertidas. Las personas con autismo averiguaban mejor
cuál era la imagen cuando estaba al revés. El investigador que realizó el
estudio, Tim Langdell, postulaba que a las personas con autismo se les daba
mejor ver el «patrón puro» que el «patrón social».
Esta interpretación coincidiría con los resultados de test de movimiento
biológico. ¿Conoce el lector la tecnología de captación del movimiento, con
un actor que lleva puesta una serie de puntos blancos que mapean su
movimiento en el ordenador? Esto es el movimiento biológico. En la pantalla
del ordenador, el movimiento biológico no es más que puntos que se mueven,
pero los puntos están dispuestos de tal forma que sugieren una acción que
podría realizar una persona o un animal vivo, por ejemplo, la de correr. Los
estudios demuestran una y otra vez que las personas con autismo saben
identificar el movimiento biológico, pero no con la misma facilidad que las
personas neurotípicas.8 Tampoco atribuyen emociones ni sentimientos a estos
movimientos. Y, más aún, utilizan partes del cerebro distintas de las que usan

los neurotípicos.
hemisferios, Estos
mientras queúltimos muestran
los autistas una una
muestran intensa
menoractivación engeneral.
activación ambos
El modo que tiene el cerebro autista de actuar ante el movimiento biológico
recuerda lo que decía Tito de centrarse en la puerta a expensas de ver la
habitación, o lo que leí de Donna Williams, que se encandilaba ante cada una
de las motas de polvo.
La interpretación de esta tendencia como un déficit de reconocimiento del
patrón social fue la que adoptó R. Peter Hobson en una influyente serie de
estudios que dirigió en los pasados años ochenta en el Instituto de Psiquiatría
de Londres.9 ¿Los niños autistas preferían separar las fotografías según las
expresiones faciales que mostraban (de felicidad o tristeza) o por el tipo de
sombrero que llevaban (de alas o de lana)? Ganaban los sombreros. ¿A los
niños autistas les cuesta reunir partes de la cara que juntas componen
emociones faciales? Sí.10
Son descubrimientos importantes. Pero a este defecto en el reconocimiento
del patrón social se le puede dar la vuelta: es una auténtica virtud para el
reconocimiento del patrón puro, una capacidad exquisita para ver los árboles.
Los estudios muestran repetidamente que las personas con autismo rinden
mejor que las neurotípicas en test de figuras incrustadas, una variante del
viejo juego de buscar la imagen escondida en algo. Hace varios años realicé
un test en que tenía que mirar unas letras grandes formadas por otras más
pequeñas y diferentes, por ejemplo, una H gigante formada por muchas F
diminutas. Luego tenía que identificar la letra grande o la letra pequeña.
Identificaba antes las letras pequeñas, un resultado que es mucho más común
entre los autistas que entre los neurotípicos. Las investigaciones también
demuestran que, al realizar tareas lingüísticas, el sujeto autista depende de la
zona visual y la espacial del cerebro mucho más que el sujeto neurotípico, tal
vez para compensar la falta de ese tipo de conocimiento semántico que da la
interacción social.11 En un estudio con IRMf de 2008 se observó que, cuando

el cerebroestaba
actividad neurotípico realizaba
confinada en unauna
zonabúsqueda visual,
del cerebro la mayor parte deque
(la occipitotemporal, la
se asocia con el procesamiento visual), mientras que en el cerebro autista se
iluminaba casi todo.12 Tal vez sea esta la razón de que yo me dé cuenta
enseguida del vaso de plástico o la cadena colgante que van a asustar a las
reses, cuando los neurotípicos de mi alrededor ni siquiera los ven. Los
investigadores emplean una simpática expresión para nombrar esta tendencia
a ver los árboles antes de reconocer el bosque: sesgo local.
Consideremos el caso de Michelle Dawson, la investigadora a la que se le
ocurrió buscar ocultas entre la literatura referencias a las virtudes autistas.
Dawson es autista. No puedo asegurar que diera ese salto conceptual porque
es autista, pero creo que era más previsible que lo hiciera ella porque ella
misma poseía una atención exquisita a los detalles. «La sagaz visión de
Dawson hace que el laboratorio se mantenga concentrado en el aspecto más
importante de la ciencia: los datos»,13 escribía Mottron en un artículo
publicado en 2011 en Nature. «Posee una heurística inductiva en la que las
ideas proceden de los hechos disponibles, y solo de ellos».
Dawson siempre había enfocado su investigación con ese mismo saber,
haciendo siempre la misma suposición precipitada, como sus mentores e
iguales: estudiar el autismo significa estudiar déficits. Pero tal suposición era
consecuencia de lo que Mottron identificaba en sí mismo como un «enfoque
deductivo: tomo ideas generales de menos fuentes y las manipulo». Solo
cuando da con una hipótesis «vuelvo a los hechos». Dawson vio que le era
más fácil liberarse de las preocupaciones inherentes al pensamiento deductivo
porque era capaz de ver los detalles de forma aislada y sin ideas
preconcebidas. Cuando otros investigadores consideran los datos de Dawson
sobre las virtudes autistas y dicen: «Es una alegría ver algo positivo», ella
responde que no lo ve como positivo o negativo: «Veo que es exacto».
Me identifico plenamente con esta actitud. Para mi tesis de licenciatura,

quería estudiar elcomo


de los sentidos, temaeldedel
la oído,
interacción
afecta sensorial. ¿Cómo de
a la sensibilidad el otros
estímulo a uno
sentidos?
Reuní más de cien artículos publicados en revistas. Mi pensamiento es
completamente no secuencial, por esto tuve que diseñar una forma de
interpretar mis investigaciones.
Primero numeraba todos los artículos. Después, copiaba los principales
hallazgos de cada estudio en tiras de papel distintas. Algunos estudios solo
generaban una o dos tiras. Los artículos de reseñas requerían más de doce.
Luego ponía todas las tiras en una caja. Colgué en mi dormitorio un gran
tablón, más o menos de 1,80 × 1,20 m. Sacaba la primera tira de la caja y la
pinchaba en el primer sitio del tablón que se me ocurría. A continuación
sacaba la segunda tira. Supongamos que la primera tira trataba del sentido de
la vista, y la segunda, del sentido del oído. La segunda iba a una parte distinta
del tablón, porque ya disponía del inicio de dos categorías. Hacía etiquetas
para estas dos categorías y las pinchaba en la parte superior del tablón,
encabezando las dos categorías. Seguía sacando tiras de la caja, una cada vez,
como si fueran papeletas de un sorteo. Tomaba una, la colocaba con las otras
de la misma categoría, formaba una categoría nueva, o quitaba todas las
categorías anteriores y redistribuía las tiras de papel. Al final, cuando hube
terminado de distribuir todas las tiras en diferentes categorías de información,
empezaba a considerar cómo encajaban todas ellas para formar conceptos
mayores.
Más tarde apliqué este principio a mi vida profesional. Cuando empecé a
desarrollar mis planos para la gestión de ganado, primero fui a todos los
corrales de engorde de Arizona, quizás unos veinte, y después a unos cuantos
de Texas. En conjunto, trabajé en unos treinta corrales, pero lo que realmente
hacía era observar. Me fijaba en que un corral tenía una rampa de distribución
perfectamente curvada, y otro una estupenda rampa de carga pero unos
apriscos lamentables. Cuando me sentaba a dibujar un plano, descartaba todo

lo Es
malo
unyproceso
me quedaba solo con
que puede lo bueno.
requerir muchísimo tiempo. Cuando estaba en la
universidad, a veces me costaba meses leer artículos de revistas y distribuir
aquellas tiras de papel en el tablón para llegar al principio básico. Hoy tengo
mucha más experiencia en desembrozar estudios científicos. Ya no necesito
colgar un tablón en la pared, porque lo llevo en la mente. Por esto me fío de
mis conclusiones. Creo que mi sesgo local me libra del sesgo general que se
interpone en el razonamiento de los pensadores deductivos.
Mottron observó el mismo patrón en las investigaciones de Dawson: «Para
sacar conclusiones, necesita una gran cantidad de datos», escribía en Nature.
Pero, añadía: «sus modelos nunca se extralimitan, y casi siempre son de una
precisión infalible».
Este sentimiento de certidumbre es probablemente el que ha alimentado la
fama de personas rígidas e inmutables de los matemáticos y científicos con
síndrome de Asperger o autistas de alto funcionamiento. Cuando consiguen
una prueba, su actitud ante ella se hace inamovible, porque han vivido la
minuciosa experiencia del punto por punto de la que se obtuvo. Esos
matemáticos y científicos hablan incluso de la belleza de una ecuación o una
prueba.
Para el pensador deductivo, en cambio, esta certeza no se obtiene
necesariamente —si no se dispone de muchas pruebas que la justifiquen—.
Tuve un cliente que insistió en que podía construir una planta de
empaquetado de carne en tres meses. Pues no. No podía ser. Pero no hubo
manera de convencerle. Él sabía que tenía razón, y todos los plazos que el
constructor incumplió porque era imposible cumplirlos, todos los retrasos
imprevistos, que normalmente se contemplan de antemano en la
planificación, no tenían ningún sentido. Al final, la metedura de pata costó
veinte millones de dólares.
Sin embargo, para una persona de pensamiento inductivo como yo,

encontrarme
no afecta a lacon un detalle
solución equivocado
completa, porquecuando
aún nointento resolver
he llegado un Si
a ella. problema
alguien
me muestra una parte de un proyecto en que me equivoqué en algo, digo:
«Voy a cambiarlo».

EL PENSAMIENTO ASOCIATIVO

No hace mucho iba andando por la terminal de United Airlines de Chicago,


cuyo techo es de cristal. Miré hacia arriba, y en mi mente vi imágenes del
invernadero de mi universidad, del Palacio de Cristal de la Exposición
Universal de Londres de 1851, de un jardín botánico y de la Biosfera de
Arizona. Esos edificios no tenían la misma forma que la terminal del
aeropuerto, pero estaban todas en mi archivo de tejados de cristal.
Después, cuando vi la Biosfera en la mente, observé las torretas del
edificio. Me recordaban las de la presa Hoover. Así que empecé a ver
imágenes de torretas: de un castillo de Alemania, del castillo de
Disneylandia, de un tanque del ejército.
En ese punto, podría haber seguido en cualquier dirección. Podría haber
continuado hurgando en mi archivo de tejados de cristal. O haberme quedado
en el de torretas. Al observador externo, mis pensamientos le podrán parecer
aleatorios, pero para mí, lo que hago es simplemente seleccionar la carpeta
que quiero curiosear.
He dicho muchas veces que mi cerebro funciona como un buscador.14 Si
se me pide que piense en un determinado tema, mi cerebro genera muchos
resultados. También puede establecer con facilidad conexiones que se alejan
mucho y muy deprisa del tema principal. Pero la semejanza entre mi cerebro

y un buscador no tiene nada de extraña. ¿Quién cree el lector que diseñó los
primeros buscadores? Lo más probable es que fueran personas cuyo cerebro
era como el mío: personas con un cerebro que tiene problemas con el

pensamiento
corto plazo. lineal, un cerebro que divaga, un cerebro de débil memoria a

Terminal de United Airlines del aeropuerto O’Hare de Chicago (izquierda) y Palacio de


Cristal de la Exposición Universal de Londres de 1851 (derecha). © Ian Hamilton / Alamy
(izquierda); © Lordprice Collection / Alamy (derecha).

¿Recuerda el lector el escáner HDFT del cerebro que me hicieron en la


Universidad de Pittsburgh en 2012? En él se vio que mi cuerpo calloso —la
autopista neuronal que se extiende a lo largo de todo el cerebro entre sus dos
hemisferios— tiene una cantidad inusual de fibras horizontales que se
ramifican a ambos lados. Mis fibras se reúnen de nuevo en un haz en la zona
parietal, que se asocia con la memoria. Creo que todos estos circuitos extra de
la zona parietal de mi cerebro bien pudieran ser los que me permiten hacer

muchas más asociaciones que las personas de cerebro normal. «¡Vaya! —


exclamé cuando Walter Schneider me enseñó las imágenes del escáner—.
Habéis encontrado mi buscador».

Pero,
estar para
llena de que el buscador
información de lapueda
que sedar
losresultados, la base
pueda obtener: de datos
necesita necesita
recuerdos.
Parte de lo que hacía a Michelle Dawson una excelente investigadora y
colaboradora, decía Mottron, era que poseía una memoria excepcional. «La
mayoría de las personas no autistas no recuerdan lo que leyeron hace diez
días. A algunas autistas no les exige ningún esfuerzo. Las personas autistas
también son menos proclives a recordar mal la información».
¿Es verdad? ¿La memoria a largo plazo suele ser mejor si existe autismo?

Sé que
entre tengo unaautistas
las personas memoriadea alto
cortofuncionamiento.
plazo horrible, algo quenos
No se no es
daninhabitual
bien las
multitareas. Tenemos poca memoria para las caras y los nombres. ¿Y la
secuenciación? Vamos a dejarlo. Un estudio de 1981 demostraba que los
niños de alto funcionamiento con autismo recordaban significativamente
menos los acontecimientos recientes que los sujetos de control de la misma
edad y los discapacitados mentales también de la misma edad.15 En un
estudio realizado en 2006 de treinta y ocho niños autistas de alto
funcionamiento y treinta y ocho de control, la prueba más fiable y precisa
para distinguir entre los dos grupos era el subtest Finger Windows —una
medición de la memoria espacial de trabajo en la que quien dirige el
experimento toca una serie de clavijas de un tablero, y el sujeto ha de repetir
la secuencia de movimientos—. Los niños de control superaban fácilmente a
los autistas de alto funcionamiento.16 Cuando hice esta prueba fue un
desastre; era una gran sobrecarga para mi memoria de trabajo.
En cambio, ¿qué ocurre con la memoria a largo plazo de las personas con
autismo? Me sorprendió que la literatura sobre este tema fuera tan poca.
Estuve dos horas buscando en Internet artículos revisados por expertos; el
más reciente era de 2002, y básicamente se preguntaba si las personas autistas
tenían la memoria a largo plazo dañada.17
Sin embargo, la pregunta de si las personas autistas tienden a tener mejor o

peor
es quememoria a largo
se necesitan plazo que
recuerdos. Selas neurotípicas
necesitan datos.es casi marginal. La realidad
Cuando en la universidad miraba el tablón del que antes hablaba, no tenía
mucha experiencia en investigación, y como aún era relativamente joven, no
tenía mucha experiencia en la vida. Cuando cumplí los cuarenta, luego los
cincuenta y después los sesenta, mi capacidad de establecer relaciones —de
ver conexiones entre los detalles— se fue agudizando cada vez más, y ya no
necesita usar un tablón, porque mi base de datos se ha ido llenado

progresivamente. Digámoslo de otra manera: si no sabes ver los árboles,


nunca verás el bosque.

EL PENSAMIENTO CREATIVO

Pero el bosque que el cerebro autista acaba por ver puede no tener el mismo
aspecto que el que ve el cerebro neurotípico.
Hace poco, leí en la revista Science una definición de creatividad que
realmente me impresionó: «El reconocimiento repentino e inesperado de
conceptos o hechos en una relación nueva no vista anteriormente». Esto es lo
que ocurrió cuando Michelle Dawson puso en entredicho toda la historia del
autismo basada en la identificación de defectos. Disponía de los mismos
conceptos y hechos que los demás, pero ella vio en ellos «una relación nueva
no vista anteriormente».
Se me ocurren muchos ejemplos de mi propia vida de este tipo de
creatividad. Recuerdo cuando estudiaba en el Franklin Pierce College y me
matriculé en un curso de genética. El profesor, el señor Burns, nos enseñaba
el modelo tradicional de genética desarrollado por Gregor Mendel en el siglo

XIX:el padre y la madre aportan, cada uno, la mitad de los genes al hijo, y
cada especie cambia gradualmente a través de una larga serie de mutaciones
genéticas aleatorias. No lo entendía. Era sin duda una parte de la explicación,

pero
si se no podía un
aparean explicarlo
collie detodo. ¿Cómo yexplican
la frontera las mutaciones
un springer aleatorias
spaniel nacen que
cachorros
que parecen una mezcla de las dos razas, pero no son exactamente mitad y
mitad? Unos cachorros parecen más spaniels y otros parecen más collies. Me
fui al señor Burns y le pregunté: «¿Cómo explica esto Mendel?».
Lo sorprendió, por decirlo suavemente. Pero hoy sabemos que las
mutaciones aleatorias no bastan para producir la diversidad dentro de la
especie. La evolución también necesita variaciones en el número de copias.

Lo que la genética
variaciones de Mendel
en el número dice esdice
de copias queque
tenemos genes.
tenemos Pero elcopias
o muchas concepto de
o solo
unas cuantas.
Hace unos pocos años, fui a una reunión en el Franklin Pierce y me
encontré con el señor Burns, por entonces ya jubilado: «Me hacía usted
preguntas que eran realmente profundas», me dijo. A mí no me lo parecían.
Las consideraba de sentido común. Pero hoy comprendo que no habría sido
capaz de relacionar la genética de Mendel y el cruce de los perros si no
hubiese tenido ya suficientes perros cruzados en mi base de datos. De hecho,
cuando abordé al señor Burns, pensaba en un collie de la frontera y un
springer spaniel concretos que había conocido en mis años de instituto. Eran
los padres de una camada de cachorros. Veía aún en mi mente al padre y la
madre, y podía ver los cachorros, y podía ver el aspecto de los perros cuando
se hicieron mayores.
En cualquier trabajo que emprendo me gusta fijarme en los materiales
habituales e imaginar una posible aplicación o construcción que no se les
ocurriría a la mayoría de las personas. No diré que todas las personas autistas
sean creativas, ni que la creatividad sea un afortunado subproducto del

autismo. Estudios de genoma completo18 indican que algunas variaciones en


el número de copias se solapan entre el autismo y la esquizofrenia, y las
personas altamente creativas muestran un elevado riesgo de esquizofrenia y
19
otras patologías. Pero
fase preliminar. Es un campo
sí creo quedeelestudio,
hecho sin embargo,
de ser autistaque se encuentra
propicia en
que surja
cierto tipo de creatividad. Para ilustrar lo que quiero decir, voy a explicar un
test que realicé hace poco.
El reto de ese test, que originariamente apareció en un estudio sobre el
cerebro reproducido en New Scientist, era hacer en cinco minutos cuantos
dibujos se pudiera a partir de una circunferencia. Eso era todo lo que
mostraba la ilustración: una simple circunferencia. Los dos ejemplos que se

daban en el yartículo
originales», eranrecostado
un hombre una cara en sonriente,
el asientoque
delfiguraba
avión (el«entre
círculolaseramás
el
ojo de buey, por el que se veía el interior del avión).
Los dibujos que yo hice fueron:

1. El diafragma de la mira telescópica que aparece en los créditos de las


películas de James Bond.
2. El diafragma de la cámara fotográfica.
3. Una rueda de bicicleta.
4. Un
5. Un cercado
barco visto por elpara
circular periscopio.
bisontes (que yo misma había diseñado).
6. Un tiovivo (visto desde arriba).
7. Una planta de ordeño rotatoria.

En ese punto, empecé a preguntarme por las reglas. ¿Podía salirme del
círculo? Y dibujé:

8. Una noria, con los asientos balanceándose y sobresaliendo del círculo.


No estaba segura de que el dibujo fuera reglamentario, pero ¡qué demonios!

Iba lanzada. Así que dibujé:

9. La rueda de la jaula de un hámster, bien anclada, para que no se cayera.

Luego me pregunté si podía utilizar el círculo como centro de un dibujo


mayor, en cuyo caso podría dibujar todo tipo de flores.
Este test es una variación de un viejo ejercicio de clase que solía utilizar;
vamos a llamarlo «Sacar los pies del ladrillo». ¿Qué se puede hacer con un
ladrillo? Voy a empezar por las respuestas evidentes. Se puede utilizar para
levantar una pared. Se puede tirar por la ventana. Normalmente, a los
estudiantes les cuesta un rato (después de que les dé una o dos pistas) caer en
la cuenta de que pueden cambiar la forma del ladrillo. Se puede triturar y
usarlo como pigmento para pintar. Se puede trocear en cubos, pintarles
puntos y usarlos como dados.
El truco para idear usos nuevos para un ladrillo es no aferrarse a su
identidad de ladrillo. Se trata de reconcebirlo como no ladrillo.
Creo que los pensadores inductivos, los que primero observan los detalles,
como yo, somos más propensos a realizar avances sencillamente porque no
sabemos adónde vamos. Acumulamos detalles sin saber qué significan y sin
atribuirles necesariamente ningún sentido emocional. Buscamos conexiones
entre ellos sin saber adónde nos conducen. Confiamos en que esas
asociaciones nos llevarán a la imagen grande —el bosque— pero no sabemos
dónde estaremos hasta que lleguemos ahí. Esperamos sorpresas.

Decía antes, en este mismo capítulo, que las personas autistas en general
tienden a ver los detalles mejor que las neurotípicas, y luego añadía:
«Partamos de aquí y veamos adónde nos lleva». Aquí es a donde nos ha
llevado: a un salto creativo en lo que a saltos creativos se refiere;
concretamente, a la posibilidad de que el cerebro autista, en términos medios,

tenga mayores probabilidades de dar un salto creativo. La atención a los


detalles, la buena memoria y la capacidad de establecer conexiones se pueden
untar para que el salto improbable sea cada vez más probable.
20
En Robinson
Elder su libro Beexplica
Different: Adventures of a Free-Range Aspergian, John
esta progresión de la creatividad, una progresión que
lo llevó a dedicarse a inventar efectos de sonido e instrumentos musicales y
diseñar espectáculos láser y videojuegos. Dice que se interesó por la música
siendo adolescente, porque le fascinaban los patrones que las ondas musicales
dibujaban en el osciloscopio, un aparato que muestra señales eléctricas, líneas
y formas en una pequeña pantalla. «Cada señal tenía su forma propia y
exclusiva», dice. Estas señales eran los detalles inductivos.

Se pasaba entre
desentrañando cómo seocho y diezlashoras
formaban ondasaly cómo
día «absorbiendo música
funcionaban las y
señales
eléctricas —dice—. Miraba y escuchaba y miraba un poco más, hasta que
ojos y oídos se me hacían intercambiables». En otras palabras, almacenaba
recuerdos.
«En aquella época, podía observar un patrón en la pantalla y saber cómo
sonaba, y atender a un sonido y saber qué aspecto tenía». Con todos estos
recuerdos de detalles, había aprendido, solo, a hacer las necesarias
asociaciones.
A continuación, estaba preparado para el salto creativo:

Si configuraba el osciloscopio para que el barrido fuera lento, el ritmo de la música


dominaba la pantalla. Los pasajes de volumen alto aparecían como grandes manchas, y
los de volumen bajo se reducían a un garabato diminuto. Si subía un poco la velocidad
de barrido, aparecían como grandes garabatos las ondas grandes, pesadas y lentas de la
línea de bajos y de los tambores. La mayor parte de la energía estaba contenida es esas
notas bajas. Más arriba, a mayor velocidad del osciloscopio, encontraba los coros. En su
parte superior estaban las rápidas ondas dentadas de los platillos.
Cada instrumento tenía un patrón distintivo, aunque todos tocaran la misma melodía.
Con la práctica, aprendí a distinguir un pasaje interpretado con el órgano del mismo

pasaje tocado con la guitarra. Pero no me detenía aquí: cuando escuchaba los
instrumentos, me daba cuenta de que cada uno tenía su propia voz. «Estás chiflado», me
decían mis amigos, pero tenía razón. Todos los músicos tenían su propia forma de tocar,
pero también sus instrumentos eran únicos.

La cursiva es mía. La reacción neurotípica a las ideas de Robinson era


rechazarlas. Pero él oía lo que lo que a otras personas les pasaba
desapercibido.
En realidad, lo podía ver: «Lo veía todo como un gran rompecabezas
mental; sumando las ondas de los diferentes instrumentos en mi cabeza, y
averiguando cuál sería el resultado». Descubrió que lo que hacía era trabajar
en una especie de funciones aritméticas de forma de ondas, aunque no le
parecía que el suyo fuera un trabajo matemático.
Ver las ondas, sumarlas en su cerebro: suena a pensamiento visual, como
en el «pensamiento con imágenes». Esta es mi manera de pensar, pero yo no
veía el tipo de cosas de que habla Robinson. Yo veía ejemplos concretos de
mi pasado, no abstracciones. Los dos empleábamos nuestro cerebro autista
para ser creativos, y la creatividad era visual, pero su tipo de creatividad no
era mi tipo de creatividad.
En mi búsqueda de cómo sacar el mejor provecho de las virtudes del
cerebro autista, parece que aún tenía que dar otro salto más creativo.
7

REPENSAR CON IMÁGENES

Este es un libro casi bueno [sic] y completo. Sin embargo, es evidente que la doctora
Grandin hace algunas generalizaciones manifiestamente exageradas, y muchas veces
parece que da por supuesto que todas las personas autistas son como ella. En sitio [sic]
admite que no es verdad, y en el párrafo siguiente pasa a decir algo como: «porque todas
las personas autistas son visuales...», cuando, de hecho, algunas personas autistas tienen
graves problemas de procesamiento visual y no son en absoluto visuales. Comparto la
mayor parte de lo que dice como persona autista, pero sé de muchos que no lo aceptan.

Como hacen muchos escritores, leo las reseñas y críticas de mis libros en
Amazon.com. Esta, de 1998, fue una de las que apareció de mi libro Pensar
con imágenes, y he de admitir que realmente me dolió. No me lo tomé
exactamente como algo intencionado. No pensé que alguien trataba de
hacerme daño. Pero tampoco me lo tomé a la ligera. ¿Algunas personas
autistas «no son en absoluto visuales»? ¿Podía eso ser verdad?
Escribí Pensar con imágenes porque había llegado a la conclusión de que
mi forma de ver el mundo no era la forma de otras personas de ver el mundo.
Ni siquiera después de descubrir que era autista pensé en si el autismo
afectaba a mi modo de ver el mundo. Cuando empecé a diseñar instalaciones
ganaderas en los pasados años setenta, no entendía por qué otros diseñadores
no veían unos errores evidentes —unos errores que yo veía a la primera—.
Pensé que esas personas eran estúpidas. Hoy, evidentemente, comprendo que

lo que ocurría era que veíamos el mundo a través de ojos distintos —o,
mejor, a través de tipos distintos de cerebro—. Así que se me había
malinterpretado. ¿No todo el mundo piensa con imágenes? De acuerdo. Pero

las personas con autismo, sí.


Tenía buenas razones para pensar que todas las personas autistas eran
pensadores visuales y solo pensadores visuales. Nada menos que ya en 1982,
cuando preparaba un artículo que después se publicó en el Journal o
Orthomolecular Psychiatry,1 di con varios estudios que avalaban esos
supuestos. Uno explicaba que los niños autistas normalmente sacaban mejor
puntuación en los test de combinación y ensamblaje de piezas de Wechsler.
Otro decía que los niños autistas parecían «rendir mal en pruebas que exigen

destrezas
del habla».verbales o de en
Basándome secuenciación,
estos estudiosaunque
y en milapropia
pruebaexperiencia
no impliquede el
veruso
el
mundo, me sentí cómoda con mi conclusión: «Estudios sobre niños autistas
realizados por muchos investigadores distintos señalan la naturaleza espacial
visual de la mente autista».
Bueno, pues tenía razón. Eso era lo que aquellos estudios indicaban. Pero
¿y el crítico de Amazon (y otros críticos de Amazon que se hicieron eco de la
desaprobación)?
Desde que apareció la primera reseña, he reflexionado mucho sobre el
tema de las distintas formas de razonar. Podemos reconcebir el cerebro
autista como depositario de ciertas virtudes —la capacidad de captar los
detalles, mantener una gran base de datos de recuerdos, establecer
asociaciones—. Pero es evidente que no todos los cerebros autistas ven el
mundo del mismo modo —pese a lo que en su día creí—.

Es posible que los cerebros autistas tiendan a tener estas virtudes en común,
pero la forma en que cada persona las utiliza varía. ¿Qué tipo de detalles?

¿Qué tipo de recuerdos? ¿Qué tipo de asociaciones? La respuesta a estas


preguntas depende del tipo de pensador que la persona sea, porque el cerebro
que se centra en las palabras no va a llegar a las mismas conclusiones que el

cerebro que se centra en las imágenes.


De hecho, la indagación en este tema me ha llevado a postular una nueva
categoría de pensador, además de las tradicionales de visual y verbal. En
estos momentos, la tercera categoría es solo una hipótesis.2 Pero me ha
cambiado la forma de entender las virtudes de las personas autistas. Y he
encontrado apoyo científico a esta hipótesis.

Llevaba años dando conferencias, y había hecho una conjetura sin siquiera
darme cuenta: pienso con imágenes, soy autista, luego todas las personas
autistas piensan con imágenes. Me parecía comprensible. Si alguien me dice
la palabra tren, automáticamente veo el metro de Nueva York, un tren que
cruza el campus de la universidad en que enseño, un tren minero de Fort
Morgan, cerca de mi casa, un tren al que me subí en Inglaterra en el que solo
había sitio para viajar de pie, lleno de hinchas de fútbol que ocuparon todos
los asientos y no dejaron que nadie más se sentara en todo el desventurado
viaje de cuatro horas, un tren de Dinamarca, donde unos niños se burlaron de
mí hasta que la señorita del quiosco hizo que se fueran.
Pero ahora quería averiguar si las personas autistas del público realmente
pensaban como yo. Así que empecé a preguntar a las personas que se me
acercaban para presentarse al concluir la conferencia: «¿Cuál era —o es, si
me dirigía a un niño— tu asignatura favorita en la escuela?». A menudo la
respuesta no era dibujo, como cabría esperar de un pensador visual. Al
contrario, muchas veces era historia.
«¿Historia? —pensaba—. La historia está llena de hechos, y los hechos
están llenos de palabras, no de imágenes».

Bien. De acuerdo. Las personas con autismo pueden pensar en términos


visuales o en términos verbales, exactamente igual que las neurotípicas.
Aquel crítico de Amazon estaba en lo cierto.

Pero luego, un día de principios de 2001, recibí por correo electrónico las
pruebas de un libro: Exiting Nirvana: A Daughter’s Life with Autism, de
Clara Claiborne Park.3 El editor me proponía que escribiera un breve texto de
promoción, en que recomendara el libro y que aparecería en la contraportada.
Ya conocía el caso de Clara y su hija Jessica, o Jessy. Jessy nació unos diez
años después que yo, cuando el consenso médico sobre el autismo había
derivado hacia la búsqueda psicoanalítica de heridas psíquicas. Jessica es más
oven que yo, por lo que Clara Park tuvo que combatir constantemente contra

la
queclase médicadedirigente
el origen en undeesfuerzo
la conducta su hija por conseguir
no estaba quemente.
en su la gente entendiera
Estaba en su
cerebro.
Ya había hablado un poco de Jessy en Pensar con imágenes; me referí a un
artículo de 1974 en que se analizaba el complejo sistema de símbolos y
números que Jessy había inventado para desenvolverse en la vida. Las cosas
que consideraba muy buenas, como la música rock, las etiquetaba con cuatro
puertas y sin nubes. A las que consideraba bastante buenas, como la música

clásica,
puertas ylescuatro
dabanubes:
dos puertas
la peory calificación.
dos nubes. Y la palabra hablada merecía cero
Así que cuando recibí aquel avance de Exiting Nirvana, estaba ansiosa por
leerlo. Pero lo que encontré me sorprendió.
Sabía que Jessy era una gran pintora, pero nada me había preparado para lo
que vi en aquel libro. Sus composiciones no se parecían a nada de lo que
había visto antes. Estaban llenas de colores psicodélicos —unos tonos vivos,
casi fluorescentes, de color naranja y rosa y turquesa y verde amarillo y
mandarina y ciruela—. Pero los aplicaba a objetos que nunca serían de esos
colores. Los cables de un puente. Las ventanas de un edificio de oficinas. El
revestimiento de una casa.
¿A qué categoría pertenecía este tipo de mente? ¿A la visual o a la verbal?

A la visual, obviamente. Pero no todo podía acabar aquí, porque yo soy


pensadora visual, y es evidente que no pensaba así.
Jessy pintaba los objetos de sus obras con un detalle realista y fotográfico
que obtenía de la memoria, de modo que estaba claro que podía pensar con
imágenes, igual que yo. Pero sus obras no eran como mis dibujos; las
imágenes que ella veía en su mente no eran del mismo tipo que las mías.
Cuando Jessy dibujaba un edificio, lo que destacaba eran los colores y los
patrones. Cuando yo dibujaba una estructura, el énfasis estaba en los detalles

de
los las distintasdesuperficies
enrejados hierro—. —las
Jessy grandes tuberías,
podía tener en la los encofrados
mente archivosderepletos
cemento,
de
imágenes, igual que yo, pero las sabía manipular de forma que yo ni siquiera
podía imaginar.
Así pues, ¿qué tipo de mente era la suya? ¿Cómo estaba cableado su
cerebro? ¿Mi sistema de dividir el mundo del autismo en pensadores de
imágenes y pensadores de palabras y hechos merecía la calificación de cero
puertas y cuatro nubes?
En blanco y negro, se puede ver que mi idea de 3D y la idea de 3D de Jessy se parecen
mucho por la atención a la mecánica y el detalle. Pero en Internet verá el lector lo que el
blanco y negro no puede captar de la obra de Jessy: un vivo mosaico de colores. © Temple
Grandin (arriba); © Jessy Park (abajo), por cortesía de Pure Vision Arts.

Dejé de mirar las imágenes y empecé a leer. Me fijé de forma especial en


todo lo que me pudiera dar una pista sobre la forma de pensar de Jessy. En la
página 71, leí que a Jessy le gustaba buscar regularidades en las palabras.
«Reflexionaba sobre ellas, hablaba de ellas, las anotaba. Elf, elves; shelf,
shelves; half, halves».* Escribí en el margen del párrafo: «patrones de
palabras».
En la página siguiente, Clara, la madre de Jessy, hablaba de un libro que
Jessy había compuesto poco después de cumplir catorce años. Era, decía,
«una fiesta de las transformaciones de las palabras. El libro era hermoso, un
tema y variaciones, cuatro palabras en tres colores: SING, SANG, SUNG y
SONG». En la parte inferior de la página escribí: «patrones de palabras». **
«Empezaron a fascinarla los relojes», decía Clara de Jessy en el capítulo
siguiente:

cuando descubrió que los franceses numeraban el tiempo no en doce horas sino en
veinticuatro. Dibujó un reloj de diez horas, un reloj de doce horas, un reloj de catorce
horas, relojes de dieciséis, dieciocho, veinticuatro y treinta y seis horas. Pasaba las horas
a minutos, los minutos a segundos; hay aún hojas en que aparece 3.600 segundos = 60
minutos = 1 hora. Calculaba hasta el último segundo. El tiempo se había convertido en
algo con lo que jugar. Realizaba conversiones fraccionales tan deprisa que parecía algo
intuitivo: 49 horas = 2 1/24 días. Enseguida empezó a hacer lo mismo con el espacio: 7
1/2 pulgadas = 5/8 pies.

«Encuentra todos los patrones», garabateé en el margen.


¡Un segundo!
«Patrones».

Había utilizado la palabra tres veces en solo unas pocas páginas.


Pensé en el test de matrices progresivas de Raven. Al sujeto se le muestra
un patrón o matriz en que falta una pieza, y a continuación ha de encontrar la

pieza que completa el puzle. Sabía por Exiting Nirvana que, a los veintitrés
años, Jessy se había situado en el percentil noventa y cinco del test. Luego
realizó el de matrices progresivas avanzado. De nuevo se situó en el percentil
noventa y cinco.
También pensé en una figura de origami —«doblar el papel», en japonés—
que me regaló un muchacho al finalizar una de mis conferencias. Era distinta
de todas las figuras de papiroflexia que había visto. Yo misma las había
hecho, pero solo utilizaba una hoja de papel para cada una, seguía unas

sencillas
comunes,instrucciones y el grúa.
por ejemplo, una resultado
Pero era alguna
la figura de figura de papel
aquel chico de llena
estaba las más
de
colores, cada uno de una hoja de papel distinta, y la figura era una estrella.
Me impresionó tanto, que, al regresar a casa de aquel viaje, coloqué la estrella
de origami en un lugar reservado de la repisa de la ventana, donde la pudiera
ver todos los días. A veces, la bajaba de la repisa y la estudiaba.
Le estrella mediría unos ocho centímetros en las tres dimensiones. Tenía
ocho puntas. Cada punta era de tres colores, y ninguna repetía la misma

combinación
pobre memoria de decolores.
trabajo,Intenté contar
tuve que cuántospara
anotarlos había, pero, debido
asegurarme de quea los
mi
contaba bien. Rosa, morado, rojo, verde claro, verde oscuro, azul, amarillo,
naranja. Ocho colores, lo cual significaba ocho hojas de papel. Todas ellas se
trenzaban, y la base de cada punta triangular se cruzaba con las bases de las
otras puntas triangulares.
Una vez que me entregó el regalo, el chico se fue corriendo, pero observé
que sus padres seguían de pie cerca de mí. Les pregunté por su hijo, y dijeron
que tenía dotes especiales para las matemáticas. Tenía sentido. Montar una
estructura tan complicada requería una mente matemática. Pero ¿aquella

hermosa obra de arte no tenía que ser también producto de una mente visual?
«Tal vez —pensé un día al devolver el original a la repisa de la ventana— las
personas que son realmente buenas en matemáticas piensan con patrones».

Cuando me di cuenta de que el pensamiento con patrones podría ser una


tercera categoría, junto a las de pensamiento con imágenes y pensamiento con
palabras, comencé a ver ejemplos por todas partes.
Al terminar una conferencia en una empresa de alta tecnología de Silicon
Valley, pregunté a algunos de los presentes cómo escribían los programas
informáticos. Me dijeron que en realidad visualizaban todo el árbol del
programa, y después solo tenían que teclear el código en cada una de las
ramas que tenían en la mente. Y pensé: «pensadores de patrones».

Recordé
quien a mi que
me dijo amigaeraautista
capazSara
de R. S. Miller,
observar un programadora informática,e
patrón de codificación
identificar cualquier irregularidad que pudiera haber en él. Luego llamé a mi
amiga Jennifer McIlwee Myers, otra programadora informática autista. No,
dijo, no era visual en ese sentido; cuando empezó a estudiar ciencias de la
computación, obtuvo muy mala nota en diseño gráfico. Si alguien le hacía
una descripción verbal, decía, ella podía «verla». Cuando leía los libros de
Harry Potter, no comprendía las competiciones de Quidditch; no entendía lo

que ocurría
«Escribir hasta que
códigos veía las
es como películas.
resolver Pero, decía,
crucigramas, no pensaba
o sudokus». 4 con patrones.
La base de los crucigramas son palabras, y la de los sudokus, números.
Pero lo que ambos tienen en común es el pensamiento con patrones. En el
documental Wordplay, de 2006, que trata de los crucigramas, las personas
que elaboraban los mejores eran matemáticos y músicos. Y para mejorar las
habilidades de resolución de sudokus se requiere una conciencia cada vez
más aguda de los patrones de las cuadrículas.
Luego leí en la revista Discover un artículo sobre origami que casi hizo
saltar los fusibles de mi mente. Me enteré de que, durante cientos de años, los

patrones más complejos de papiroflexia solo requerían unos veinte pasos,


pero en los últimos años, quienes participaban en los concursos más difíciles
de origami usaban programas informáticos para diseñar patrones que

requerían cien pasos. Y leí este sorprendente pasaje:


El actual campeón de origami intrincado es un autista prodigio japonés de veintitrés años
llamado Satoshi Kamiya. Sin ayuda de ningún programa informático, hace poco
compuso la que se considera la cumbre en el campo del origami: un dragón de veinte
centímetros de alto con ojos, dientes, la lengua enroscada, bigotes serpenteantes, cola
con púas y mil escamas sobrepuestas. Solo en el doblado se emplearon cuarenta horas,
distribuidas a lo largo de varios meses.5

¿Cómo
despliegoconsiguió tal hazaña?
en mi mente. Una pieza«Lo veo de
después terminado —dijo—. Y luego lo
otra». Patrones.
En 2004, a mí y a otros muchos nos atrajo la atención Daniel Tammet, que
batió el récord europeo de recitar el mayor número de dígitos de pi: 22.514.
Y lo hizo en cinco horas. Es una media de 75 dígitos por minuto, más de uno
por segundo. Siguieron demostraciones de otras habilidades: en solo una
semana se defendía perfectamente en islandés; podía decir en qué día de la
semana caería una fecha muy lejana. En las entrevistas, decía que le habían
diagnosticado síndrome de Asperger. Evidentemente, cuando publicó su libro
Nacido en un día azul,6 no podía esperar a leerlo.
Explicaba el título en la página 1: nació el 31 de enero de 1979, un
miércoles —y en su mente los miércoles eran siempre azules—. Al seguir
leyendo, descubrí que pensaba en los números como algo único y con su
propia personalidad. Decía que tenía una reacción emocional a cualquier
número, hasta el 10.000. Explicaba que veía los números como figuras,
colores, texturas y movimientos. Añadía que podía multiplicar al instante dos
números grandes —por ejemplo 53 × 131— sin realizar la operación, sino
«viendo» las formas de los números que se fundían en una forma nueva, que
él reconocía como el número 6.943.
Patrones.

Quería saber más sobre su forma de pensar, y encontré una entrevista en


que hablaba de cómo aprendía los idiomas. 7 Cuando estudiaba alemán por su
propia cuenta, por ejemplo, observó que «las cosas pequeñas y redondas
suelen empezar por “Kn” —Knoblauch (ajo), Knopf (botón) y Knospe
(capullo)—. Las cosas largas y estrechas suelen empezar por “Str”, como
Strand (playa), Strasse (calle) y Strahlen (rayos)». Buscaba, decía, patrones.

Música como banda de Möbius. © Rachel Hall.

No soy la primera persona que observa que los patrones forman parte de
cómo pensamos los humanos. Los matemáticos, por ejemplo, llevan
muchísimos años estudiando los patrones de la música. 8 Han observado que
la geometría puede describir los acordes, los ritmos, las escalas, las octavas y
otras características musicales. En estudios recientes, los investigadores han
descubierto que si trazan el mapa de las relaciones entre estas características,
los diagramas resultantes adquieren formas similares a la banda de Möbius.

Los músicos, claro está, no piensan sus composiciones en estos términos.


No piensan en matemáticas. Piensan en la música. Pero de algún modo se
abren camino hacia un patrón que sea matemáticamente sólido, lo cual

equivale a decir que es universal. Las matemáticas ni siquiera tienen que


existir aún. Cuando los entendidos estudian la música clásica, se encuentran
con que un compositor como Chopin componía música que incorporaba
formas de geometría de dimensiones superiores.9 Lo mismo ocurre con las
artes visuales. En sus últimos cuadros, van Gogh pintaba cielos compuestos
por todo tipo de patrones de torbellinos y perturbaciones: nubes y estrellas
que él pintaba como si fueran remolinos de aire y luz. Y resulta que eso era lo
que eran. En 2006, los físicos compararon los patrones de turbulencia de van
10
Gogh con la fórmula matemática de la turbulencia de los líquidos. Los
cuadros son de la década de 1880. La fórmula matemática data de la de 1930.
Sin embargo, la turbulencia del cielo de van Gogh coincidía casi exactamente
con la turbulencia de los líquidos. «Esperábamos cierto parecido con la
turbulencia real —decía uno de los investigadores—, pero nos sorprendió
hallar una relación tan buena».11
En 1889, Vincent van Gogh llegó a una representación visual de una Noche estrellada que
coincidía con el flujo turbulento de las matemáticas, una fórmula que no se descubrió hasta
los años treinta del siglo pasado. © Peter Horree / Alamy (arriba); © K. R. Sreenivasan
(abajo).

Incluso las salpicaduras de pintura aparentemente aleatorias con que Jackson


Pollock llenaba el lienzo demuestran que el pintor poseía un sentido intuitivo
de los patrones de la naturaleza.12 En los pasados años noventa, un físico
australiano, Richard Taylor, descubrió que los cuadros seguían las

matemáticas de la geometría fractal: una serie de patrones idénticos a escalas


distintas, como las muñecas rusas. Los cuadros son de los años cuarenta y
cincuenta. La geometría fractal, de los setenta. Ese mismo físico descubrió
que incluso podía distinguir un pollock auténtico de otro falso examinando
los patrones fractales presentes en el cuadro.
«A veces el arte se adelanta al análisis científico», decía uno de los
investigadores de van Gogh. Chopin compuso la música que compuso, y van
Gogh y Pollock pintaron los cuadros que pintaron, sencillamente porque
parecía que estaba bien. Y parecía que estaba bien porque, en cierto sentido,

estaba bien. A un nivel profundo e intuitivo, estos genios comprendían los


patrones de la naturaleza.
Y la relación entre el arte y la ciencia también puede funcionar en sentido

inverso: los científicos pueden utilizar el arte para comprender las


matemáticas. El físico Richard Feynman revolucionó su campo en la década
de 1940 al concebir una forma sencilla de diagramar los efectos cuánticos:
una línea recta y continua que representaba las partículas de materia o
antimateria, que viajaban a través del espacio y el tiempo. Otras líneas curvas
o discontinuas representaban las partículas transportadoras de las fuerzas.
Cuando un electrón que se movía en línea recta emitía un fotón en una línea
curva, la línea recta retrocedía hacia la derecha. Las ecuaciones, cuyo cálculo

requirió meses de estudio, de repente se podían entender, mediante


diagramas, en cuestión de horas.
En 2011, los participantes en un videojuego en línea llamado Foldit13
resolvieron el misterio de la estructura cristalina de una determinada proteasa
retroviral monomérica. Hacía mucho tiempo que la configuración de la
enzima se les escapaba a los científicos, y la solución fue tan importante que
mereció su publicación en una revista científica. Pero lo notable de aquel
logro era que los jugadores no eran bioquímicos. Pero sin duda eran

pensadores de patrones.
Richard Feynman enseñó a los físicos una nueva forma de «ver» los efectos cuánticos
simplemente mediante líneas rectas y curvas. De arriba abajo: un muón en A que golpea y
saca en B un electrón de un átomo mediante el intercambio de un fotón (línea ondulada);
un electrón y un positrón que se aniquilan en A y producen un fotón que se rematerializa en
B como nuevas formas de materia y antimateria; un electrón que emite un fotón en A, y
absorbe un segundo fotón en B, y después reabsorbe el primer fotón en C. © SPL / Photo
Researchers, Inc.
Una propuesta Foldit sobre la estructura cristalina de la proteasa retroviral M-PMV
mediante sustitución molecular, tal como la descubrieron neurocientíficos con su
pensamiento con patrones. © University of Washington Center for Game Science.

Los matemáticos distinguen subconjuntos de pensadores: los de álgebra y los


de geometría. Los pensadores de álgebra ven el mundo en términos de
números y variables. Los pensadores de geometría lo ven en términos de
formas. ¿Recuerda el lector el teorema de Pitágoras? Es este: en todo
triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los
cuadrados de los catetos.14 Si usted es un pensador de álgebra, usted verá
a2+b2=c2. Pero si es un pensador de geometría, lo que verá será lo siguiente:
© Houghton Mifflin Harcourt / Academy Artworks.

Y luego está el ajedrez. Siempre está el ajedrez. El ajedrez ha sido desde hace
cien años la placa de Petri preferida de los científicos cognitivos, los

investigadores que reflexionan sobre el pensamiento. Las habilidades para el


ajedrez se pueden medir fácilmente, por esto las clasificaciones pueden ser
tan precisas, y se pueden observar en un entorno tan controlado como el de
cualquier laboratorio: el salón de competiciones.
¿Qué es lo que hace del jugador un maestro del ajedrez? Definitivamente,
las palabras no. Pero tampoco las imágenes, que es lo que pudiéramos pensar.
Cuando el maestro de ajedrez mira el tablero, no ve todas las partidas que ha
ugado y a continuación encuentra el movimiento que se corresponde con el
que hizo tres, cinco o veinte años antes. (Esto sería probablemente lo que yo

intentaría hacer.) El maestro de ajedrez no «ve» el tablero de una partida de


ajedrez que se disputó en el siglo XIX y que ha estudiado minuciosamente.
¿Qué ve, entonces, el maestro de ajedrez, si no ve imágenes? Es probable

que, a estas alturas, el lector lo adivine: patrones.


El estereotipo del maestro de ajedrez es el de una persona capaz de pensar
en muchos movimientos con antelación. Y, desde luego, la estrategia de
muchos jugadores de ajedrez es esta. Magnus Carlsen, un niño prodigio
noruego que en 2004, con trece años, llegó a gran maestro, prevé veinte
movimientos, y de forma rutinaria realiza movimientos que a otros grandes
maestros ni siquiera se les han ocurrido. 15 La mayoría de los grandes
maestros saben ver muchos movimientos con antelación, incluso cuando

uegan docenas de partidas simultáneas, yendo de un tablero a otro en una


exhibición
Pero una pista sobre su modo de pensar la da José Raúl Capablanca, gran
maestro cubano.16 En 1909, participó en una exhibición en que jugaba
veintiocho partidas simultáneas, y ganó las veintiocho. Pero su estrategia era
la opuesta a la de Magnus Carlsen.
«Solo veo un movimiento con antelación —se cuenta que dijo Capablanca
—. Pero siempre es el correcto».

Sindos
estos embargo, losTanto
sistemas. científicos cognitivos ve
si el ajedrecista no inmediatamente
ven contradicción
un alguna entre
movimiento
previendo los veinte siguientes, como si ve inmediatamente un movimiento
previendo el siguiente, la cuestión es que ve el movimiento inmediatamente.
Los grandes maestros lo ven inmediatamente no porque tengan mejor
memoria que los jugadores normales. Así lo demuestran estudios en que se
puso a prueba su memoria. Tampoco los maestros ni los grandes maestros
ven el siguiente movimiento de forma inmediata porque en su memoria haya
más posibilidades
hay más entre porque
posibilidades, las que los
puedan escoger.
jugadores Es cierto
de alto nivel que en su
llevan másmemoria
tiempo

ugando que otros jugadores. Pero no sacan de su memoria más posibilidades,


sino posibilidades mejores. Lo que aumenta con el tiempo no es solo la
cantidad. Es la calidad.

Pero ni siquiera la posibilidad de acceder a movimientos de mejor calidad


explica por qué los grandes maestros pueden ver los siguientes movimientos
de manera inmediata. La razón es que reconocen y retienen mejor los
patrones, o lo que los científicos cognitivos llaman trozos.
Un trozo es una compilación de información familiar. La letra s es un
trozo, como lo son las letras o y l. El orden de estas letras como sol también
es un trozo, como lo es la expresión salir el sol. La memoria a corto plazo de
la persona media solo puede retener entre cuatro y seis trozos. Cuando a

ugadores de alto nivel y otros noveles se les mostraron disposiciones de las


piezas en un tablero que no tenía sentido, y a continuación se les pidió que las
recrearan de memoria, los dos grupos conseguían recordar las posiciones de
entre cuatro y seis piezas. En cambio, cuando se les mostraban las piezas en
tableros de ajedrez de verdad, los jugadores de mayor nivel podían recordar
las posiciones de todas las piezas del tablero, mientras que los novatos se
quedaban en el nivel de entre cuatro y seis piezas. Para el ojo del experto, un
tablero de veinticinco piezas puede tener entre cuatro y seis trozos, y el

maestro o gran maestro


más de cincuenta conoce más de cincuenta mil trozos, lo que equivale a
mil patrones.
Michael Shermer, psicólogo, historiador de la ciencia y escéptico
profesional (fundó la revista Skeptic), llamó a esta propiedad de la mente
humana patronicidad. Y la definió como «la tendencia a buscar patrones
significativos en datos tanto significativos como no significativos». ¿Por qué
íbamos a necesitar patrones incluso cuando no existen? «No lo podemos
evitar —dice en su libro The Believing Brain—. Nuestro cerebro evolucionó
para unirocurren
por qué los puntos de nuestro
las cosas». 17 mundo en patrones significativos que explican

De hecho, podemos tomar decisiones equivocadas porque el propio


cerebro nos pasa mala información. Nuestro cerebro «quiere» ver patrones, y
en consecuencia es posible que los vea donde no los hay. Por ejemplo, en un

experimento se descubrió que cuando a los sujetos se les mostraban de forma


aleatoria líneas con punta de flecha en la pantalla del ordenador, y se les
pedía en qué sentido, de promedio, apuntaban la líneas, solían pensar de
forma sistemática que apuntaban en un sentido más horizontal o más vertical
de lo que realmente hacían: la hipótesis de los investigadores era que nuestro
cerebro «quiere» ver en horizontal o vertical, porque esto es lo que
necesitamos ver en la naturaleza. El horizonte nos dice adónde nos dirigimos;
la vertical nos dice que hay una persona erguida que se nos aproxima.

Es posible que la capacidad de identificar patrones en la naturaleza no sea


infalible, pero sí está perfectamente calibrada, y sin ella no estaríamos aquí.
Es una parte fundamental de nuestro razonamiento con imágenes y palabras.
Parece que los patrones forman parte de lo que somos.

La proporción áurea: La proporción de la longitud total (a + b) respecto al segmento más


largo de los dos (a) es la misma que la del más largo de los dos segmentos (a) respecto al
más corto (b). © Houghton Mifflin Harcourt / Margaret Anne Miles.

Pensemos en la proporción áurea. Dividimos una línea en dos segmentos


desiguales. Si la proporción de la longitud total de la línea respecto a la

longitud del segmento más largo es la misma que la de la longitud del


segmento más largo respecto a la del segmento más corto, se dice entonces
que los dos segmentos están en una proporción áurea. Ese número,

redondeado, es 1,618, y durante miles de años, los matemáticos han


ponderado su «ubicuidad y atractivo», como dice el astrofísico Mario Livio
en su libro La proporción áurea.18 «Biólogos, artistas, historiadores,
arquitectos y psicólogos» la han estudiado, dice. «De hecho, se puede decir
casi con toda justicia que la proporción áurea ha inspirado a pensadores de
todas las disciplinas como ningún otro número de la historia de las
matemáticas».
Hace unos diez años, un universitario que había abandonado los estudios,

de nombre Jason Padgett, sobrevivió a un violento atraco al salir de un bar de


karaoke de Tacoma, Washington.19 Le dieron un fuerte golpe en la parte
posterior de la cabeza, justo encima de la corteza visual primaria, y sufrió una
conmoción cerebral. Luego, uno o dos días después, empezó a ver el mundo
como una fórmula matemática. «Veo elementos y componentes del teorema
de Pitágoras por todas partes —decía—. Todas las curvas, todas las espirales,
todos los árboles son parte de una ecuación». Sentía necesidad de dibujar lo
que veía, una y otra vez, año tras año. El resultado de todos sus dibujos y

pinturas resultaron ser


no tenía formación fractales ni
matemática matemáticamente exactos,ningún
antes había demostrado pese a talento
que Padgett
para
la pintura. Era como si los fractales estuvieran
estuv ieran en su cabeza, a la espera de ser
liberados.
Dibujos fractales de Jason Padgett: Quantum Star (izquierda); Blue Fusion (derecha). ©
Jason D. Padgett.

Y es posible que así fuera. Ya en 1983, recorté un artículo de New Scientist


que consideraba tal posibilidad.20 (Supongo que también por entonces me
interesaba el tema de los patrones, aunque no me di cuenta durante casi veinte
años.) El artículo versaba sobre las investigaciones de Jack Cowan, un
matemático que en la época trabajaba en el Instituto de Tecnología de
California, sobre las alucinaciones provocadas por las drogas, las migrañas,
las luces parpadeantes, las experiencias cercanas a la muerte o cualquier otro
catalizador.
Clasificación de las alucinaciones de Heinrich Klüver: (I) túneles y chimeneas, (II)
espirales, (III) tramas, incluidos panales y triángulos, y (IV) telarañas. © «Spontaneous
Pattern Formation in Primary Visual Cortex», de Paul C. Bressloff y Jack D. Cowan.

En 1926, el psicólogo nacido en Alemania Heinrich Klüver observó que las


alucinaciones pertenecían a una o más categorías básicas: tramas, como
dameros y triángulos; túneles y chimeneas; espirales; y telarañas. «Las
personas se han referido a ellas... desde que existe registro histórico, e incluso
antes» —decía Cowan en una entrevista—. Se ven en las pinturas rupestres, y
parece que todo el mundo ve los mismo tipos de imágenes y parece que
tienen formas geométricas».21
La hipótesis de Cowan se basaba en que las alucinaciones se movían con
independencia del ojo, la fuente de la imagen no estaba en la retina sino en la
propia corteza visual: «De ello deduje —decía— que si uno ve patrones
geométricos, la arquitectura del cerebro ha de estar reflejando aquellos
patrones y, por consiguiente, él mismo debe ser geométrico».
Cowan y otros investigadores han seguido indagando en esta idea durante
los últimos treinta años, y hoy aceptan, en palabras de un artículo reseña de
Frontiers in Physiology de 2010, «la prevalencia de los fractales en todos los
niveles del sistema nervioso».22

Se podría decir que todo el universo es fractal. Pensemos en la estructura


con forma de telaraña de las células neuronales del cerebro, la red que
transmite las señales químicas y eléctricas. Después pasemos a la estructura a
gran escala del universo, los grupos y supergrupos de galaxias que forman lo
que los astrónomos llaman la red cósmica. Si se entrecierran los ojos, no se
puede distinguir un grupo de otro. Tal vez no quepa extrañarse de que
cosmólogos del Instituto Johns Hopkins para Ingeniería y Ciencia Intensiva
de Datos intenten entender la complejidad de la evolución de la red cósmica
aplicando los principios de la papiroflexia.23
Pese a todo, tuve que preguntarme: ¿Existe realmente algo así como el
pensador de patrones? ¿El pensamiento con patrones merece ser una

categoría por derecho propio? ¿El pensamiento con patrones se diferencia


realmente del pensamiento verbal y del pensamiento visual, del mismo modo
que estos dos últimos se diferencian entre sí? A pesar de todas las pruebas del
pensamiento con patrones acumuladas a lo largo de los siglos y a pesar de
todos los estudios recientes sobre el pensamiento con patrones, no se hablaba
de pensamiento con patrones como tal. ¿O sí?

Un sábado por la tarde me fui de «safari navegador». Así llamo a las sesiones
importantes y de horas interminables de búsqueda en Internet. Puedo empezar
pensando en un objetivo, pero luego simplemente sigo el rastro por la jungla,
de un estudio a otro. En esa ocasión, el objetivo era encontrar artículos
científicos sobre un tercer tipo de pensamiento. Evidentemente, enseguida
encontré montones de artículos sobre pensadores verbales. Y durante casi una
hora, eso fue todo lo que hallé. Pero luego, ahí estaba, bellamente en negro
sobre blanco: «Pruebas de dos tipos de visualizadores», rezaba parte del título
de un artículo.24 No dos tipos de pensadores, verbales y visuales, sino dos
tipos de visualizadores. Dos tipos de pensadores visuales. ¿Y cuáles eran esos

dos tipos? El título de otro artículo de la misma autora daba la respuesta:


«Visualizadores espaciales frente a visualizadores objetivos?».25
Me puse a buscar rápidamente más artículos de la misma autora, y
encontré unos cuantos. Pero cuando fui al índice de citación —la lista de
otros artículos que citaban a los anteriores— se perdió el rastro. Eso era lo
que había, una pequeña colección de artículos: un nuevo campo de
investigación, que aportaba pruebas a mi corazonada.
Aquellos artículos y yo empleábamos una terminología distinta. Lo que yo
llamaba pensador de imágenes, en ellos se llamaba visualizador objetivo, y lo
que yo llamaba pensador de patrones, en ellos se llamaba visualizador
espacial. Pero los dos decíamos lo mismo. El viejo sistema de agrupar a todos

los pensadores visuales en una categoría era un error.


Esta clasificación nunca había sido nada más que un supuesto. Era un
supuesto práctico, pero carecía de base empírica. Era simplista: los
pensadores visuales son las personas cuyos pensamientos se asientan en
imágenes. Bien, sí, lo son. Jessy Park y yo vemos el mundo a través de
imágenes. Daniel Tammet y yo vemos el mundo a través de imágenes. Pero
es evidente que no todos vemos el mundo del mismo modo.
Llamé a la autora cuyo nombre aparecía (junto al de diversos

colaboradores) en todos estos artículos. Maria Kozhevnikov, neurocientífica


de la Universidad Nacional de Singapur, era profesora visitante de radiología
de la Medical School de Harvard cuando hablé con ella. Yo confiaba en que
la conversación me diera algunas ideas sobre el principio científico de la
necesidad de una tercera categoría de pensamiento. No me defraudó.
Kozhevnikov dijo que cuando hacía el doctorado en la Universidad de
California en Santa Bárbara, a finales de los años noventa, había estado
estudiando datos de los test espaciales —en los que el sujeto ha de manipular
imágenes
fenómeno.en
26 elLos
espacio, no que
sujetos solo se
verlas— cuando se
consideraban dio cuenta de pensadores
principalmente un extraño

verbales y los que se consideraban principalmente pensadores visuales


obtenían una nota media más o menos igual en los test espaciales. No parecía
lógico. Lo previsible sería que quienes piensan con imágenes manipulen
mejor las imágenes que quienes no piensan con imágenes.
Estudió un poco más los datos. Y se dio cuenta de que la puntuación media
del grupo de pensadores visuales en los test espaciales era más o menos la
misma que la puntuación media del grupo de pensadores verbales, pero las
puntuaciones individuales de los pensadores visuales se diferenciaban entre
dos extremos. Unos obtenían una buena puntuación. Otros, una puntuación
muy mala. Todos eran pensadores visuales, pero unos sabían manipular los
objetos en el espacio, y otros no.

«Era evidente que se trataba de una distribución bimodal —me dijo—.


Evidente. Los datos estadísticos demostraban que había dos tipos de personas
que se consideraban altamente visuales. Un grupo tenía una capacidad
espacial muy alta, y el otro, muy baja. Y se me ocurrió que quizá los dos
grupos sencillamente eran distintos».
Por entonces, investigadores que utilizaban las técnicas de neuroimagen
habían empezado a establecer la existencia de dos senderos visuales en el
cerebro. Uno es el sendero dorsal (o superior), que procesa la información

sobre el aspecto visual de los objetos, por ejemplo, los colores y detalles. El
otro es el ventral (o inferior), que procesa la información sobre cómo se
relacionan los objetos entre sí en el espacio. Esta idea del reparto del trabajo
del cerebro pronto se hizo ortodoxa. En 2004, por ejemplo, investigadores de
un centro de neuroimagen de la Universidad de Caen y la Universidad René
Descartes de Francia, reunieron los resultados de diversos estudios PET
realizados en su laboratorio, y descubrieron que la mayor activación en el
sendero dorsal parecía corresponderse con la imaginería objetiva, y la mayor
activación
espacial.27 en el sendero ventral parecía corresponderse con la imaginería

Las personas, claro está, utilizamos ambos senderos, más uno que otro
según la tarea de que se trate. El reto de Kozhevnikov era determinar si
algunas personas utilizan sistemáticamente y de forma significativa un
sendero más que el otro, cualquiera que sea la tarea. ¿Unas personas eran
pensadoras dorsales —visuales— y otras eran pensadoras ventrales —
espaciales—? Como a mí misma me ocurría al considerar esta posibilidad,
cuanto más pensaba Kozhevnikov en ella, más sentido tenía. «Intuitivamente,
no sería algo de esperar —me dijo—, porque el arte visual es muy distinto de
la ciencia». Dos profesiones que dependen del pensamiento visual.
Kozhevnikov dijo que ocho o nueve revistas de educación habían
rechazado su artículo original en que exponía esta hipótesis.28 Los editores

dijeron que tal vez los pensadores visuales que obtenían una puntuación baja
en los test espaciales no habían evaluado adecuadamente sus habilidades, o
tal vez poseían habilidades que no reconocían, o tal vez la autora no tenía en
cuenta las diferencias de sexo, etc. Así que envió el artículo a revistas de
psicología, donde tuvo una acogida mucho mejor.
En 2005, Kozhevnikov publicó un artículo que utilizaba datos
conductuales para postular la existencia de dos tipos de pensadores visuales:
objetivos y espaciales.29 Luego elaboró con sus colaboradores un
30
cuestionario de autoinforme para distinguir a los dos tipos de pensadores.
Pero ella sabía que a los psicólogos no les iban a bastar estudios conductuales
o autoinformes. Querrían pruebas obtenidas con neuroimágenes. En 2008, el
equipo de Kozhevnikov realizó un estudio con IRMf que demostraba que los
pensadores espaciales y los objetivos usan, efectivamente, los senderos dorsal
y ventral en distinta proporción.31
El trabajo de Kozhevnikov32 se acepta hoy ampliamente en su campo de
estudio.33 Ella recibe miles de invitaciones para dar conferencias sobre el
tema, y los test elaborados a lo largo de los años junto con sus colegas se

utilizan con frecuencia en Estados Unidos, en especial para la selección y


evaluación de personal.
Le pregunté si yo podía hacer alguno de esos test, para entender mejor
tanto mi propio modo de pensar como el pensamiento en general, y aceptó
generosamente.
El primero que realicé se llamaba VVIQ, por las siglas inglesas de Viveza
del Cociente de Imaginería Visual. Como indica el nombre, la finalidad del
test es determinar la agudeza con que el sujeto ve las imágenes en términos
puramente visuales (en oposición a los espaciales). Constaba de cuatro
apartados, y en cada uno tenía que pensar en una imagen distinta. Uno me
proponía imaginar a un pariente o amigo; otro, una salida del sol; el tercero,

una tienda que frecuentara; y el cuarto, una escena campestre con árboles,
una montaña y un lago. Cada apartado consistía en cuatro aspectos de la
imagen («Aparición del arcoíris», por ejemplo, o «El color y la forma de los
árboles») que yo debía imaginar y evaluar en una escala de 1 a 5 —desde
«Ninguna imagen (solo “saber” que estás pensando en el objeto)» a
«Perfectamente claro y tan vívido como la visión normal»—.
No fue extraño, supongo, que diera un 5 a casi todas las imágenes de mi
mente. Cuando leí: «Aparición del arcoíris», inmediatamente visualicé un

arcoíris que había visto en un hotel de Chicago unos días antes; de hecho,
había salido al exterior para verlo mejor. Cuando leí: «La fachada de una
tienda que frecuentes», vi el mercado de King Soopers; lo vi desde delante, lo
vi al entrar, vi exactamente dónde estaban los pequeños cestos.
Las únicas imágenes a las que no les di un 5 fueron tres de las cuatro en las
que intervenía un amigo. En una se me decía que viera «el contorno exacto de
la cara, la cabeza, los hombros y el cuerpo» (la cursiva es mía), y, sí, los vi. Y
los vi porque me pedían detalles concretos. Di un 5 a esa imagen. Pero en las
tres siguientes,
diferentes medepedían
colores que viera aspectos más generales —uno era: «Los
algunas prendas familiares» (la cursiva es mía)— y tuve

problemas. A las imágenes que veía de esas preguntas les puse un 2: «Vaga y
borrosa».
Pero, al sumar los trece 5 y los tres 2, mi VVIQ total era de 71 de un
máximo de 80. Kozhevnikov me escribió después para decirme que era un
«MUY alto», «del nivel de los artistas visuales», cuya media era de 70,19.
A continuación probé el test de resolución de grano. «El grano es la
densidad —se explicaba en las instrucciones—, que más o menos se define
como “cantidad de puntos” por área (o volumen)». Por ejemplo, se puede
hablar de la «granulosidad» de las protuberancias de la mora o de las
manchas del leopardo. La unidad de área de la mora tiene más protuberancias
que manchas tiene el leopardo. O pensemos en los bultos de la piel de gallina

y comparémoslos con una cucharada de granos de café. ¿Dónde hay mayor


grado de granulosidad? Si el lector ha dicho que la piel de gallina tiene mayor
granulosidad que los granos más grandes y sueltos de café, ha acertado. ¿Y el
requesón y el algodón de azúcar? Si pensamos en los grumos del requesón y
los gránulos del algodón de azúcar, observamos que este último tiene mayor
granulosidad.
La clave está en ver. El cuestionario de granulosidad, como el VVIQ, es
una prueba de imaginería objetiva, no espacial. De modo que, para mí, el test

estaba tirado. Si me preguntan qué es más granuloso, las briquetas de un


montón de carbón o los agujeros de una red de baloncesto, veo que las
briquetas pasan por un agujero de la red de baloncesto. Si me preguntan qué
es más granuloso, una raqueta de tenis o un racimo de uva, veo que un racimo
de tamaño medio no puede pasar por uno de los agujeros de la raqueta sin que
se estruje.
El test consistía en veinte pares de este tipo, y acerté en diecisiete —y
reclamé una respuesta dada por «incorrecta»—. ¿El pavimento o la esponja?
En la clave
no sabía se decía
a qué tipo que el pavimento.
de pavimento Yo dijelalapregunta.
se refería esponja, ¿De
pero asfalto
solo porque
o de

cemento? En el asfalto se distingue el conglomerado, que es el material base


compuesto de partículas de diversas sustancias. Incluso en el cemento, el
conglomerado muestra si la superficie está suficientemente compacta. En los
días siguientes a la realización del test, salí a observar pavimentos. Me fijaba
en todo tipo de pavimento. ¿Las escaleras de enfrente de mi casa? Son de
hormigón flotado —con las partículas que flotan en la superficie—. Vale, en
este caso, la clave del test era correcta; el hormigón flotado es más granuloso
que la esponja, pero ¿y el del aparcamiento? Yo tenía razón. Detenida ante un
semáforo en Prospect Avenue, abrí la puerta del coche y observé el
pavimento. Otra vez estaba yo en lo cierto. Así que me voy a subir la nota a
18.

¿En qué me equivoqué? La piel de gallina y la piel de aguacate. He visto


muchos pollos desplumados en plantas de procesado. Mi problema es que no
cocino, por lo que no sé mucho de aguacates. Y los trozos de aguacate que en
los restaurantes me ponen en la ensalada están ya pelados, evidentemente.
Pero para asegurarme de que de verdad me equivoqué en esa comparación,
fui al supermercado y observé un pollo crudo y un aguacate. Estaba claro: la
piel de pollo es más granulosa, lo contrario de lo que yo había respondido.
Con lo cual, solo quedan la espuma de afeitar y el azúcar. Bueno, hacía

décadas que no utilizaba espuma de afeitar, por lo que no tenía ni idea de cuál
era la respuesta. Dije que la espuma. Mal. (Pero otra vez, solo para
asegurarme, fui a comprar tres tipos de espuma de afeitar e hice un
experimento en la cocina. No se me ocurre qué debió de pensar la cajera.)
Con todo, mi nota era «MUY alta», decía Kozhevnikov. La media de los
artistas visuales es de 11,75. Y la de científicos y arquitectos, añadía
Kozhevnikov, no llega a 9.
Todo eso me interesaba mucho. En dos ocasiones había estado a la altura
de los artistas visuales, no a la de los científicos. Pero yo soy científica.

Luego, se trataba de test de imaginería objetiva, y los objetos —las imágenes


— me son consustanciales. ¿Qué revelarían los test de relaciones espaciales?
En el primero que hice, todas las preguntas empezaban con una serie de
ilustraciones que mostraban una hoja de papel que se iba doblando. Por
ejemplo, en la primera ilustración se veía una hoja de papel cuadrada, en la
siguiente se la veía doblada por la mitad, de arriba abajo; en la tercera,
doblada de nuevo por la mitad, de izquierda a derecha. En la última
ilustración se veía un bolígrafo que practicaba un agujero en la mitad de una
mitad de la hoja. La prueba consistía en imaginar que la hoja se desplegaba
hasta su tamaño inicial y luego comparar la hoja desplegada de la mente con
cinco ilustraciones que aparecían en el cuestionario. ¿Cuál de las

ilustraciones que mostraban una hoja de papel con uno o varios agujeros
coincidía con la que veías en tu mente?

Si tomamos el objeto tridimensional de la izquierda y lo giramos mentalmente, coincidirá


con dos de las ilustraciones de la derecha. ¿Cuáles? Respuesta: la segunda y la tercera. ©
Houghton Mifflin Harcourt / Jay's Publishing Services; reproducido con autorización de
«Mental Rotation of Three-Dimensional Objects», de R. N. Shepard y J. Metzler, Science
Magazine, 19 de febrero de 1971.

Esta vez obtuve una puntuación inferior a la media —cuatro sobre diez—.
Pero, una vez más, dicha puntuación coincidía con la de los artistas visuales,
y era opuesta a la de científicos y arquitectos.
Después hice otro test espacial. Te mostraban una serie de piezas como las
de Lego en diferentes disposiciones tridimensionales llenas de triángulos
rectos. Se me dan bien las pruebas de diseño de piezas. Hace poco hice uno

mientras participaba en un estudio de la Universidad de Utah, y lo bordé. Y


en el tiempo estipulado. Pero en ese test podía tocar los objetos y
manipularlos como quisiera. En el test de Kozhevnikov se trataba de girar
cada objeto mentalmente y luego «ver» a cuál o cuáles de las cinco
ilustraciones siguientes correspondía. Ni siquiera pude hacer ese test. Mi
memoria a corto plazo es casi inexistente, de modo que cuando empezaba a
girar el objeto en mi espacio mental, ya había olvidado su aspecto original.
«He pensado mucho en el test de relaciones espaciales —escribí a
Kozhevnikov—. Puedo desenvolverme bien en determinados tipos de test
espaciales visuales». Le expliqué que sabía girar en la mente un objeto
bidimensional —un dibujo plano—. Si me muestran el perfil invertido de la

ciudad de Texas, no lo dudo ni un segundo: «Es Texas». Pero en mi trabajo,


no tengo que girar ningún objeto. «Cuando visualizo unas grandes
instalaciones ganaderas en la mente, —escribí en mi correo electrónico—,
desplazo por ellas el ojo de mi mente».
Kozhevnikov consideró esta respuesta, me mandó otro test y me pidió que
lo hiciera. Era de nuevo un test de capacidades espaciales, pero en este caso
no me obligaba a imaginar un objeto que giraba. En su lugar, se me pedía que
cambiara de perspectiva ante un paisaje.

ORIENTACIÓN ESPACIAL
Ejemplo:
Imagine que está de pie junto a la flor y de cara al árbol.
Señale el gato.

Ejemplo de Test de Orientación Espacial / Perspectiva. © Kozhevnikov& Hegarty (2001).


En el test
objetos se repetía
distintos una y otra aleatorias
en posiciones vez el mismo
comodibujo. Mostraba
si se vieran unaarriba
desde serie de

una flor, una casa, una señal de stop, etc.— Mi trabajo consistía en
imaginarme (por ejemplo) junto a la flor, de cara a la casa y señalando la
señal de stop —y luego trazar, en un círculo en cuyo centro estaba yo, el
ángulo que formaba el brazo con el que señalaba—. Ya sé que se me da bien
calcular ángulos. En una instalación ganadera, puedo mirar una rampa y
decir: «Es un ángulo de veinte grados», y acierto. Garantizado. Pero ese test
me obligaba a imaginarme sobrevolando la escena y ver los ángulos desde la
perspectiva de una persona que está de pie abajo. Permítame el lector que le
diga que no es lo mismo que estar con los pies en el suelo y mirar con los
propios ojos. De todos modos, al menos conseguí terminar el test. No es que
fuera mucho: saqué un cero.

Eran unos resultados que no entendía. Cuando aprendía, yo sola, a dibujar


planos, hace ya muchos años, recorrí hasta el último rincón de una planta de
empaquetado de carne de Swift y comprobé todas las líneas de los planos
originales del arquitecto con la correspondiente estructura real. Por ejemplo,
un círculo grande en los planos era el depósito elevado de agua, y un
cuadrado pequeño, una columna de cemento en que se asentaba el techo. Este
ejercicio me enseñó a relacionar las líneas abstractas de los planos con las
estructuras reales. Cuando realizo trabajos de remodelación y tengo que

imaginar cómo acoplar equipos nuevos a un lugar ya existente del que hay
que eliminar algunas partes, dedico quince o veinte minutos solo a visualizar
los detalles en la memoria. Una vez que he comprobado el equipo en la
mente, puedo pasar a la imagen. La puedo sobrevolar, atravesarla y rodearla
andando. La puedo ver desde el punto de vista de un helicóptero que observa
desde arriba toda la instalación, y la puedo ver desde el punto de vista de un
animal que va andando a ras de suelo.
En mi trabajo de asesoramiento sobre proyectos aún no llevados a la
práctica, repaso todo el banco de imágenes de mi memoria en busca de las
que puedan ser similares. Para demostrar cómo me funciona este proceso, le

pedí a Richard, mi colaborador en este libro, que me sugiriera algo para que
lo diseñara en mi mente. Dijo: «Una valla».
«¿Una valla? —pregunté—. ¿Qué tipo de valla? ¿Para qué es? ¿Una cerca
para ganado? ¿Una valla paralela a la autopista? ¿Una valla de separación del
vecino? ¿Una valla alambrada? ¿Una de estacas? ¿De hierro forjado? ¿Para
corrales? ¿De barras sólidas para instalaciones ganaderas?». Todas ellas
acudían como imágenes a mi mente. «No existe la valla».
Ni que decir tiene que Richard no es autista.
Probó otra vez. Dijo que hacía poco había visto en televisión el diseño de
un puente que une Hong Kong y China. En Hong Kong se conduce por la
izquierda de la calzada (porque es una antigua colonia inglesa), y en la China
continental, por la derecha. ¿Cómo diseñaría yo un puente para tales
características?

El puente intercambiable hace lo que dice. © NL Architects; Flipper Bridge, carriles


intercambiables entre China continental y Hong Kong.

«Veo carreteras que se entrecruzan —dije—. Veo el Scalextric de mi


hermano pequeño. Veo un cesto de mimbre colgado con un tiesto dentro.
Ahora veo rampas de salida y acceso a la autopista; rampas concretas. Veo

carreteras. Ya —dije, dispuesta a responder—. Debería haber un paso


elevado y otro por debajo, de modo que las carreteras se cruzaran y se
pudiera cambiar de lado».
Richard me dijo que buscara flipper bridge en Google. La imagen que
apareció en la pantalla del ordenador era la que yo había visto en mi mente.
A veces, en mi actividad de asesoramiento, los directivos de las empresas
me llevan a una sala de reuniones y me muestran los detalles del proyecto, y
yo me quedo sentada y me proyecto la «película» en la cabeza. Veo
exactamente cómo será el proyecto en la realidad, y digo algo así como: «No
va a funcionar. Va a tirar demasiado de las cadenas y las arrancará del techo».
Utilicé esta técnica en un par de ejercicios de un artículo de Kozhevnikov y
sus colaboradores. El tema del artículo era cómo resolvían problemas de
física diferentes tipos de mentes. Un ejercicio (véase la ilustración siguiente)
te pedía que imaginaras el disco de hockey desplazándose en línea recta hasta
que recibía un solo golpe de stick dado en ángulo recto respecto a su
trayectoria. ¿Adónde irá el disco? La respuesta, vi inmediatamente, era una
línea recta formando ángulo con la del golpe. Y lo veía porque podía
proyectarme la película.

Un disco de hockey se desplaza en línea recta, de a a b. Cuando llega a b, recibe un fuerte


golpe en el sentido de la flecha. ¿Qué dirección de las siguientes seguirá el disco? © David
Hestenes.
La respuesta es (B): una línea recta que forma ángulo con la línea del golpe. © David
Hestenes.

© Maria Kozhevnikov.

Lo mismo ocurría con el problema siguiente (véase la ilustración, arriba): en


una carretilla que se desplaza en línea recta, hay una pelota suspendida de un
poste. Si la pelota cae de lo alto del poste al suelo de la carretilla, ¿cómo será
su trayectoria para alguien que vaya en la misma carretilla que la pelota? La
verá caer en línea recta. ¿Cómo la verá caer alguien que observe la carretilla
desde el lado de la carretera? Parecerá que la pelota avance en el mismo
sentido que la carretilla. ¿Cómo lo sabía? Porque podía pasarme la película
en la mente.
Cuando imaginé que la pelota caía de lo alto del poste al suelo de la
carretilla, e imaginé que iba en la carretilla con la pelota, inmediatamente vi

un bolígrafo que se caía del salpicadero de un coche en marcha, y vi que caía


en línea recta. Y luego me vi de pie en la carretilla viendo cómo la pelota caía
al suelo en línea recta.
Escribí a Kozhevnikov y le confesé mi extrañeza por los resultados de los
test espaciales. «Cuando hago fotografías —le decía—, puedo determinar
desde el suelo el lugar del tejado desde el que puedo conseguir la mejor
instantánea». Lo he hecho con televisiones y equipos de filmación. «¿Quieren
ustedes la mejor foto del ganado? —les pregunto—. Suban a aquella esquina
del tejado y enfoquen a la unidad de engorde». ¿Cómo es posible que no sea
pensadora espacial?
Kozhevnikov me decía en su respuesta que al imaginar la escena desde el
tejado no estoy manipulando un objeto en el espacio. Me manipulo a mí
misma en el espacio. Visualizo un objeto desde una nueva perspectiva, pero
sigo visualizando un objeto. Sigo pensando con imágenes. Cuando dibujo
unos planos, remodelo una planta o diseño un proyecto, mi pensamiento
empieza con una imagen del objeto. Incluso las películas que paso por mi
mente comienzan con una imagen estática.
Esta es la razón de la nota que saqué en los test. En los de imaginería
objetiva, obtuve una puntuación alta —tanto como la de los artistas visuales,

incluso más—. En los de imaginería espacial mi puntuación fue baja —tanto


como la de los artistas visuales, incluso más—. Soy pensadora visual y en
ambas series de test mis puntuaciones eran notablemente similares a las de
los artistas visuales. Pero ¿cómo explicar el hecho de que sea científica y que
donde yo obtenía una puntuación alta, los científicos la obtenían baja, y
viceversa?
Richard también hizo los test. Sacó buena puntuación en los espaciales —
el de la hoja doblada, el del giro mental y el de la flor, la casa y la señal de
stop—. Pero tuvo problemas con el test de granulación; sacó once sobre
veinte. No está mal, pero no a la altura de tomar imágenes de dos objetos y

compararlas, como yo hago. Él es escritor, y se considera pensador verbal.


Los test visuales demostraron que también tiene unas capacidades espaciales
superiores, similares a las del científico. ¿Es extraño, pues, que aunque no sea
científico, esté especializado en escribir sobre ciencia?
La correlación entre la forma de pensar de Richard que los test predecían y
cómo piensa realmente era simple, directa y clara. Pero los mismos test me
decían que yo era el tipo de pensador que yo daba por hecho que no era. ¿Por
qué?
La respuesta era el autismo. En uno de los artículos de Kozhevnikov
encontré un ejercicio en que se mostraban dos cuadros abstractos. El primero
estaba compuesto de manchas gruesas y quebradas de color; la impresión del
conjunto del cuadro era de un gran dinamismo. En el segundo había
diferentes tipos de formas geométricas; la impresión era estática. Cuando
miré el cuadro de manchas y dinámico, inmediatamente vi la imagen de un
avión de combate que había visto hacía muy poco en un libro que estaba
leyendo. Al mirar el cuadro estático, enseguida vi la canastilla de la costura
de mi madre.
—¿Qué sentimientos te producen? —me preguntó Richard al hablar de
esos cuadros.

—¿Sentimientos?
—¿Qué tipo de reacción emocional tienes cuando ves la canastilla de la
costura de tu madre?
—Ninguna —dije—. Cuando miro este cuadro veo la canastilla de mi
madre porque para mí el cuadro se parece a la canastilla. También veo una
ensalada que tomé la semana pasada en el restaurante donde me gusta ir a
comer de vez en cuando. En lugar de picatostes le ponen cereales. Miro ese
cuadro, veo en mi mente una imagen de la canastilla de mi madre y otra
imagen de los cereales sobre la ensalada.
No obstante, entendía lo que Richard quería decir. Es posible que otra

persona tuviera un apego emocional a la canastilla de la costura de su madre,


un objeto de su infancia que recuerda con cariño. Y, de hecho, las
investigaciones de Kozhevnikov demostraban que, al describir los dos
cuadros, los pintores empleaban términos emocionales (choque, derrumbe,
tensión extrema).
Me di cuenta de que veo como un artista, pero no siento como un artista.
Al contrario, mis emociones funcionan como las del científico. Cuando
científicos describían los cuadros, empleaban palabras ajenas a las emociones
—cuadrados, manchas,
man chas, cristales, contornos puntiagudos y retales—. No digo
d igo
que los científicos e ingenieros no sientan emociones. Estoy segura de que la
mayoría de ellos tendrá algún tipo de sentimiento sobre la canastilla de la
costura de su madre. Pero los científicos de ese estudio no veían ninguna
canastilla, ni ningún otro objeto. Veían formas geométricas. Veían lo que
estaba literalmente ahí, y lo que ahí había literalmente no era el tipo de
imagen que despierta una reacción emocional. Los artistas, en cambio, veían
lo que figurativamente había, y lo que ahí había figurativamente era el tipo de
imagen que despierta una reacción emocional. También yo veía lo que
figurativamente había, con la salvedad de que, en mi caso, aquellas imágenes
no me generaban una respuesta emocional.

Igual que Michelle Dawson, que no definía los rasgos autistas como
positivos o negativos sino como exactos, no asigno una respuesta emocional
a los objetos concretos. De modo que los puedo manejar de forma objetiva —
literalmente como objetos, y solo como objetos—. No los sé manipular en el
espacio. No sé someterlos a un razonamiento espacial. Pero no hay duda de
que sé diseñar un buen brete para ganado.
Esta es la razón de que haya errores de diseño que algunos ingenieros
pueden cometer y que yo nunca cometería. Algunos ingenieros emplean el
pensamiento visual espacial, pero yo utilizo el pensamiento visual objetivo,
de modo que soy capaz de ver una catástrofe antes de que ocurra. Los airbags

provocaron la muerte de muchos niños porque los ingenieros siguieron


ciegamente unas malas instrucciones —la de que en caso de accidente el
airbag ha de poder proteger a un hombre que no lleve puesto el cinturón—.

Si yo hubiera visto los vídeos de las pruebas de choques con muñecos,


hubiese visto enseguida que los niños no habrían sobrevivido al impacto del
airbag. Durante la catástrofe del tsunami de Japón de 2011, las plantas
nucleares de Fukushima se fundieron porque la ola que superó el muro
marino inundó no solo el generador principal, sino también los de
emergencia. ¿Y dónde estaban los generadores de emergencia? En el sótano
—en el sótano de una planta nuclear situada junto al mar—. Leí muchas
explicaciones del accidente, y podía ver cómo el agua inundaba la planta, y
podía ver cómo los generadores de emergencia desaparecían debajo del agua.
(Esto es en parte lo que hago en mi actividad de asesoría: veo los accidentes
antes de que se produzcan.)
Así que, en última instancia, los resultados de mi test eran coherentes. La
correlación entre lo que los test predecían sobre mi forma de pensar y cómo
pienso realmente era simple, directa y clara; una vez que incluía en la
ecuación el factor autismo: alta imaginería objetiva más autismo igual a
mente científica, al menos en mi caso.

Después de cumplir con mi propósito de dar sentido a la hipótesis de los


tres tipos de mentes, tengo que preguntar: ¿puede servir para ayudar al
cerebro autista?
8

DE MARGINALES A NORMALES

¿Recuerda el lector a Jack? Era el muchacho que después de tres clases de


esquí consiguió esquiar mejor que yo después de tres años, porque yo era la
que tenía el cerebelo un 20% más pequeño de lo normal. Pero ¿sabe el lector
lo que yo sabía hacer? Dibujar. Diseñar.
Y por eso, a veces, cuando Jack no dejaba de practicar el esquí, yo me
quedaba en lo alto de la pista y me ponía a trabajar —mi forma de trabajar—.
Daba otro acabado a la casa de los remolcadores. La forraba de pino pintado
con manchas de colores, le añadía molduras blancas, y hacía un cartel con la
insignia de mi escuela. Me fijaba en una chabola de madera y, por ser lo que
soy, la convertía en algo elegante: una elegancia que mis movimientos,
también por ser lo que soy, nunca conseguirían imitar.
Aquella experiencia fue una primera lección de cómo puedo aprovechar
mis virtudes. Por entonces, evidentemente, no pensaba en mí como persona
que piensa con imágenes. Pero sabía que dibujar era no solo lo que sabía
hacer, sino lo que mejor sabía hacer. Y lo hice. Tomé lo que la naturaleza me
había dado, y di vida y crié al genio que encerraba.
En los últimos años, la prensa popular se ha hecho mucho eco de la
relación entre naturaleza y crianza. En particular, parece que la regla de las
10.000 horas ha atrapado la imaginación del público. Malcolm Gladwell, el
escritor de The New Yorker, no fue quien inventó la regla, pero sí quien la

popularizó con su libro Fueras de serie, todo un éxito de ventas.1 En


realidad, el principio data de un estudio de 1993,2 aunque los autores de
aquel artículo la llamaron regla de los diez años. Sea cual sea el nombre con
que se la conoce, básicamente la regla dice que para llegar a ser experto en
cualquier campo, hay que trabajar como mínimo una cantidad x de tiempo.
No sé a qué viene tanto alboroto. Al fin y al cabo, siempre se ha dicho:
«¿Qué hay que hacer para llegar a Carnegie Hall?». «Ensayar, ensayar y
ensayar», y no: «¿Qué hay que hacer para llegar a Carnegie Hall?». «Nacer
con talento, y no hacer nada». Pero imagino que un número grande y redondo
da vida a la ecuación o hace que la fórmula del éxito parezca científica, cosa
que no ocurre con «Ensayar, ensayar y ensayar». Sin embargo, esa
interpretación de la regla a mí me parece razonable. ¿Talento más diez mil
horas de trabajo igual a éxito? ¿Talento más diez años de trabajo igual a
éxito? ¡Seguro!
Pero no es así como se suele interpretar la regla. Consideremos un artículo
sobre la regla de las 10.000 horas publicado en Fortune.3 Salió en 2006, pero
sigue apareciendo por toda Internet. El artículo empieza con el ejemplo de
Warren Buffett, una de las personas más ricas del mundo: «Como Buffett
decía en Fortune no hace mucho, “nació con el cableado dispuesto para

invertir bien el dinero”... pues no es tan sencillo. Ocurre que la persona no


posee un don natural para un determinado trabajo, porque los dones naturales
para fines específicos no existen. (Lo sentimos, Warren.)»
Tal vez en este caso la cuestión estaba en los fines específicos. ¿Buffett
había nacido para ser específicamente consejero delegado? ¿Había nacido
para dirigir una empresa gigantesca como Berkshire Hathaway y no, por
ejemplo, para trabajar de operador diario? No. Pero ¿nació con un cerebro
para los negocios, un cerebro con todas las habilidades para batir cifras,
asumir riesgos, ver las oportunidades y todas las demás que se requieren para
llegar a ser el mejor inversor de su generación? Sí.

Buffett puso ciertamente las diez mil horas o los diez años de trabajo.
Compró las primeras acciones a los once años, a los quince fundó con un
amigo una próspera empresa de máquinas pinball, y antes de terminar la
secundaria tenía dinero suficiente para comprarse una casa de campo.
Pero esta no es la trayectoria profesional de alguien interesado en los
negocios y que pone sus diez mil horas. Es la trayectoria profesional de una
persona que vive para los negocios. Se podrá decir que es el camino que
sigue quien nace para hacer negocios. Y hasta que es el camino de alguien
que al nacer tenía bien dispuesto el cableado para los negocios.
Al poner tanto énfasis en la práctica, práctica y práctica a expensas de las
dotes naturales, la interpretación que Fortune hacía de la regla de las 10.000
horas hace muy flaco servicio a las personas a quienes la naturaleza ha dado
unas dotes excepcionales.
Y eso no es todo. Hay algo peor. Algunas interpretaciones de la regla de
las 10.000 horas eliminan por completo de la ecuación el talento.
Esta es la explicación que se hace de la regla de las 10.000 horas en una
web llamada Squidoo (una comunidad mundial cuyos usuarios, como en
Wikipedia, pueden crear pequeñas entradas sobre temas populares): «Si
quieres ser experto en tu campo, sea el del arte, del deporte o de los negocios,

lo puedes conseguir. Al contrario de lo que se suele pensar, no siempre son el


genio ni el talento innatos los que propician el éxito, sino las horas que uno
dedica a su trabajo, lo cual significa que CUALQUIERA lo puede conseguir».
Pues no. No lo puede conseguir cualquiera. Veamos el ejemplo que
Gladwell pone de Bill Gates. A finales de los pasados años sesenta, Bill
Gates, aún en el instituto, tenía acceso a una terminal de Teletype, y su
profesor de matemáticas le eximió de la asistencia a clase para que pudiera
trabajar en su programa. El programa informático se convirtió para Gates en
una especie de obsesión, y diez mil horas después... bueno, la historia de
siempre.

Permítame el lector que le cuente la otra cara de la historia. A finales de los


años sesenta, cuando yo estudiaba en el Franklin Pierce College, tenía acceso
a la misma terminal que Gates, exactamente la terminal de Teletype. El
sistema informático de la escuela accedía al sistema principal de la
Universidad de New Hampshire. De modo que tenía todo el acceso que
quería, y toda la potencia que deseaba, y todo gratuito. Y créame el lector si
le digo que quería pasarme horas y horas con aquel ordenador. Me
entusiasman esas cosas; me encanta ver cómo funcionan las nuevas
tecnologías. El ordenador se llamaba Rax, y cuando lo ponía en marcha,
aparecía impreso en el papel el mensaje: «Rax te saluda». Por favor,
regístrate. Y yo, impaciente, me registraba.
Y ahí se acababa. Sabía hacer todo eso; pero era todo lo que sabía hacer.
Estaba desesperada. La forma de funcionar de mi cerebro simplemente no
me permite crear programas. De modo que decir que si hubiese dedicado diez
mil horas a hablar con Rax, hubiera sido una programadora de éxito, porque
cualquiera puede ser un gran programador informático, es una idiotez.
Yo digo:

Talento + 10.000 horas de trabajo = éxito

O dicho de otra manera:

Naturaleza + crianza = éxito

Squidoo dice:

10.000 horas de trabajo = éxito


O dicho de otra manera:
Crianza = éxito

Con tan osada formulación, esta interpretación de la regla de las 10.000 horas
parece ridícula. Al igual que el análisis que Fortune hacía del éxito de
Warren Buffett, la interpretación de Squidoo comete una injusticia con
aquellos a quienes la naturaleza ha dado dotes especiales. Pero también
engaña a quienes la naturaleza ha privado de determinadas dotes. Despierta
esperanzas hasta niveles irreales. Ni con todo el trabajo más arduo del mundo
se puede superar un déficit de base cerebral (por ejemplo, un cerebelo un
20% más pequeño de lo normal).
La neuroanatomía no determina el destino. Tampoco la genética. No
definen lo que vamos a ser. Pero sí definen lo que podríamos ser. Definen lo
que podemos ser. De manera que en lo que quiero centrarme aquí es en cómo
puede el cerebro autista construir áreas en que sea muy fuerte; cómo
podemos cambiar realmente el cerebro para ayudarlo a hacer lo que mejor
sabe hacer.
La idea de plasticidad del cerebro —que el cerebro puede crear nuevas
conexiones a lo largo de toda nuestra vida, no solo en la infancia— es aún
bastante nueva, y, como ocurre con muchas ideas nuevas sobre el cerebro,
debemos a la neuroimagen que seamos conscientes de ella. Hasta finales de
los años noventa, los científicos tendían a pensar que el cerebro se mantenía
esencialmente el mismo a lo largo del tiempo, o incluso se deterioraba. Un
descubrimiento especialmente interesante que contribuyó a acabar con tal
idea fue un estudio realizado en el año 2000 sobre los taxistas de la ciudad de
Londres.4 Para obtener la licencia, el taxista londinense debe dominar lo que
se conoce como los Conocimientos: la ubicación de hasta el mínimo rincón
de la ciudad, y el camino más corto para llegar a él. Concretamente, ha de
memorizar el nombre y la localización de veinticinco mil calles del centro de
Londres, una tarea que a una persona de capacidad mental media la cuesta
entre dos y cuatro años. Y el futuro taxista ha de demostrar estos
conocimientos en una serie de pruebas que ha de realizar durante varios

meses. Estas pruebas constan de entrevistas personales con inspectores que


dicen un punto de partida y un punto de llegada; la tarea del candidato es
explicar el trayecto, calle a calle y giro a giro.
En el estudio dirigido por Eleanor Maguire, neurocientífica británica, se
observaron las IRM del hipocampo de dieciséis taxistas con licencia de
Londres. Se cree que el hipocampo alberga tres tipos de células que nos
ayudan a determinar el camino más adecuado: células de lugar, que
reconocen los puntos de referencia; células de dirección, que nos dicen en
qué sentido vamos; y células de cuadrícula, que nos dicen dónde estamos
respecto a donde hemos estado. Lo que Maguire descubrió fue que el
hipocampo de los conductores que dominaban los Conocimientos era mayor
que el de los sujetos de control. Y, más aún, cuanto más tiempo llevaba en el
oficio el conductor, mayor era su hipocampo.
¿Y qué ocurre cuando el taxista deja el trabajo? En un estudio posterior,
Maguire descubrió que el hipocampo vuelve el tamaño normal.
«El cerebro se comporta como un músculo —dijo Maguire—. El ejercicio
de las zonas del cerebro hace que estas crezcan».
Pero si una región del cerebro no se utiliza, no se marchita necesariamente.
Hace tiempo que a los científicos les intriga un caso ocurrido en la India. Un
hombre casi ciego de nacimiento recuperó la vista. SK (así se lo conocía)
padecía afaquia, una condición en que el globo ocular se desarrolla sin
cristalino. Tenía una visión de 20/900, es decir, lo que una persona con visión
normal podía distinguir a 900 pies (274 metros), SK tenía que verlo a 20 (6
metros) para distinguirlo. Para SK, el mundo era un paisaje de sombras. A los
veintinueve años, unos médicos que lo examinaron le dieron un par de gafas.
Su agudeza visual mejoró hasta 20/120, pero los médicos no sabían si era
capaz de entender lo que veía. Por ejemplo, podía ver retazos de blanco y
negro, pero mientras no se movían, SK no tenía ni idea de que eran parte de

una vaca. Al principio, sus habilidades visuales eran rudimentarias: podía


reconocer algunos objetos bidimensionales elementales, pero nada más.
Y durante algún tiempo, ahí se quedó la calidad de la visión de SK. No era
extraño que no progresara, al menos según la teoría neurológica de que el
cerebro tiene una ventana de oportunidad en que se desarrolla la visión. Si
esta ventana no se aprovecha —algo que se hace en los primeros años de vida
— se cierra para siempre.
Pero dieciocho meses después de que le dieran las gafas, SK podía
reconocer algunos objetos complejos. Distinguía colores e intensidades de
brillo que antes se le escapaban. No necesitaba que la vaca se moviera para
saber que era una vaca.
Podía ver.
Lo que había cambiado no era su visión. Era el modo en que su cerebro
procesaba las imágenes. Su visión seguía siendo de 20/120, pero ahora podía
interpretar las imágenes de una forma nueva. Su cerebro había necesitado
tiempo para adaptarse.
El caso de SK ha obligado a los científicos a echar por la borda muchas de
sus ideas sobre cómo se desarrolla la visión en el cerebro. Ahora han de
estudiar si pueden ayudar a los niños ciegos mayores de ocho años, la edad de
corte anterior. Tendrán que ver qué desvelan las neuroimágenes. Como decía
maravillado un científico: «La persona puede aprender a usar la visión que
tiene».
Las zonas dormidas del cerebro no solo pueden «cobrar vida» y hacer lo
que siempre se supuso que debían hacer, sino que se les puede dar una
finalidad distinta y hacer lo que no se supone que han de hacer.
Investigadores de la Clínica del Ojo y el Oído de Massachusetts han
desarrollado un sistema para estudiar la actividad cerebral de las personas
ciegas de nacimiento.5 Funciona como un videojuego. En un edificio, el

ugador ha de encontrar el camino que le lleve hasta unos diamantes. Pero el


uego no emplea imágenes, sino sonidos.
Para adivinar dónde están y dónde acechan los peligros, el jugador, en
lugar de mirar el entorno, ha de escuchar su sonido tridimensional. Se oye el
eco de los pasos. El sonido del pomo indica que hay una puerta. Un sonido
metálico significa que el jugador ha tropezado con un mueble. Los diamantes
emiten un sonido tintineante que sube de volumen cuando el jugador se
acerca.
La disposición del laberinto en realidad es la de un edificio administrativo
que está al lado del laboratorio de investigación —un lugar en el que el
ugador no ha estado nunca—. Pero cuando termina el juego y pasa al
edificio, sabe encontrar el camino enseguida. En Santiago de Chile (donde se
inició el estudio) se hizo el mismo experimento con niños ciegos y niños de
visión normal, y cuando los segundos jugaban ni siquiera se daban cuenta de
que aquello en cuyo «interior» se suponía que estaban eran pasillos de un
edificio.
Durante años, los científicos han utilizado escáneres PET, IRMf e IRM
para estudiar la corteza visual (que comprende entre el 30% y el 40% de la
superficie cortical del cerebro) de los sujetos ciegos de nacimiento. Han
descubierto que la persona ciega utiliza la corteza visual, aunque nunca haya
recibido ningún estímulo visual. En efecto, se ha demostrado que realiza el
equivalente ciego de tareas visuales como leer (Braille), localizar sonidos,
interpretar el lenguaje corporal, etc.
Son resultados que coinciden con lo que descubrieron los investigadores de
Massachusetts al observar la actividad cerebral de las personas ciegas de
nacimiento que jugaban con su videojuego. También descubrieron que
cuando un sujeto con vista normal tenía que tomar una decisión estratégica,
usaba el hipocampo, el centro de la memoria del cerebro. En cambio, el
sujeto ciego usaba la corteza visual.

En el instituto, fui testigo de algunas habilidades igualmente notables de


mi compañera de habitación. La llamaba «maestra del bastón». No quería
perro guía. Quería aprender a guiarse ella misma. ¡Y vaya que lo consiguió!
Solo necesitaba andar por cualquier sitio nuevo una sola vez para conocer
después el camino. Junto al edificio en que estaba nuestra habitación había un
cruce muy concurrido; andaba y se movía por él con la misma soltura que
una persona con visión normal. Hoy puedo recordar lo que mi amiga hacía y
tener al menos cierta idea de cómo lo hacía. En cierto modo, realmente veía
su entorno. Tal vez no empleara verdaderas imágenes, pero la corteza visual
le permitía construir un mundo nítido, reconocible y practicable.
Un cambio en una parte del cerebro al parecer también puede conducir a
cambios en otras partes del cerebro. Ayudé a una alumna disléxica mía a
superar algunos de sus problemas visuales con el uso de gafas tintadas.
Funcionaron: su visión fue mejorando, y poco a poco la chica fue bajando la
intensidad del color de las gafas, hasta que al final ya no las necesitaba. Pero
la corrección de la visión la ayudó a corregir otros problemas que
aparentemente nada tienen que ver con la vista. Supo organizar mejor lo que
escribía. De repente se expresaba por escrito con más facilidad y claridad.
No sé cómo puede haber cambiado mi cerebro con los años, pero sí que
con el cambio de profesión han cambiado también mis habilidades. Hace ya
más de diez años que no hago dibujos para la industria ganadera, en parte por
los cambios que el sector ha experimentado. El fax supuso la ruina de los
buenos diseños arquitectónicos. Los clientes solían decirme: «¡Oh! Métalo en
el fax», y luego usaban lo que del fax salía; perdí la motivación para hacer un
dibujo realmente bueno. Pero al mismo tiempo, estaban cambiando mis
prioridades profesionales. Las conferencias me iban ocupando más tiempo, y
muchas personas me han dicho que mi forma de hablar se fue haciendo cada
vez más natural. Fue un trabajo duro. Sabía que debía entrenarme para ser

alguien que no era por naturaleza, ¿y qué es entrenarse una misma en una
destreza nueva sino «recablear» el propio cerebro?
Esta generación es afortunada en un sentido importante. Es la generación
tableta: la generación de la pantalla táctil, del crea lo que quieras. Ya he
hablado de que estos aparatos suponen una mejora respeto a los antiguos
ordenadores porque el teclado está en la misma pantalla; la persona autista no
ha de mover los ojos para ver el resultado de lo que teclea. Pero las tabletas
también tienen otras ventajas para las personas autistas.
En primer lugar, están muy bien. La tableta no es un aparato que te
identifique como discapacitado ante el resto del mundo. Es algo que la gente
normal lleva a todas partes.
En segundo lugar, son relativamente baratas. Más económicas incluso que
los aparatos de comunicación personal de calidad superior que se suelen usar
en las aulas de autismo.
Y la cantidad de aplicaciones parece ilimitada. La tableta no es un aparato
que realice unas pocas funciones, sino que aprovecha todo un mundo de
oportunidades educativas. Hay que ser precavido, evidentemente. Vi una
aplicación educativa que parecía muy graciosa —la protagonizaban
personajes del caricaturista doctor Seuss—, pero su sistema era incoherente.
Si tocabas la imagen de una pelota, la tableta decía: «pelota». Pero si tocabas
la bicicleta, decía: «jugar», y si tocabas la pared, decía: «casa». Eran palabras
demasiado abstractas. Debía decir «bicicleta», y debía decir «pared». En
cambio, los programas y aplicaciones mejores dicen lo que quieren decir, y
prestan una ayuda de valor incalculable a las personas no verbales para que se
puedan comunicar.
En estos tiempos se puede recibir una formación completa en línea. Existen
numerosas webs y herramientas de alta tecnología que ofrecen fantásticas
oportunidades salidas de la nada. Es evidente que con los años cambiarán los
nombres y objetivos de estas páginas, pero de momento ahí van algunos de

mis accesorios educativos favoritos y que son perfectos para algunos cerebros
autistas:

• Vídeos gratuitos.
educativos Khan Academy
y gráficos ofreceencientos
interactivos y hastacategorías.
múltiples miles de vídeos
¿Eres
pensador de patrones que quiere saber más sobre programación
informática? Prueba con la categoría programación para animación.
¿Piensas con imágenes? Busca entre los cientos de vídeos de historia del
arte, con movimientos históricos, especialidades geográficas, y artistas y
obras de arte individuales.
• Cursos temporales. Coursera ofrece cursos gratuitos de treinta
universidades, y los cursos cambian continuamente. ¿Su hijo es un
fenómeno de las ciencias y le interesa el universo? Está usted de suerte.
Un profesor de la Universidad de Duke imparte un curso de introducción
a la astronomía de nueve semanas, con tres horas semanales de clase con
vídeo. ¿Es usted de los que piensan con palabras y hechos y quiere
escribir poesía? Aprenda de los maestros con el curso de tres semanas
Poesía Americana Contemporánea que imparte un profesor de la
Universidad de Pensilvania. Udacity es otro portal de cursos gratuitos,
aunque más de contenido matemático.
• Se pueden consultar las propias universidades.6 Tecleo Stanford y free
courses en el buscador, y aparece una lista de dieciséis cursos para el
trimestre de otoño, entre ellos uno de Criptografía y un curso de
Introducción a la Creatividad. En 2012, la Universidad de Harvard, el
MIT y la Universidad de California en Berkeley crearon una sociedad
sin ánimo de lucro para impartir cursos gratuitos llamada edX.
• Herramientas de dibujo en 3D. Son gratuitas, se pueden descargar y las
hay de diversos grados de complejidad. Probablemente, la que más me
gusta es SketchUp.
• Impresoras 3D de mesa. Como en SketchUp, los programas son gratuitos,
y el precio de las impresoras no deja de bajar. Sí, aún son caras.
Mientras escribo esta frase, un modelo de gama baja pero que sirve
perfectamente
con que cambiapara lo que la necesito,
la tecnología, cuesta que
en el tiempo 2.500medólares.
cueste Pero al ritmo
escribir esta
frase probablemente el precio se haya puesto ya en 2.400.

No digo que debamos perder de vista la necesidad de trabajar con las


deficiencias. Pero, como hemos visto, se habla tanto de ellas, y con tanta
intensidad, que perdemos de vista las virtudes. Ayer mismo hablaba con la
directora de una escuela de niños autistas, y me decía que intentaban ajustar
las virtudes del alumno a las oportunidades de prácticas laborales o de
empleo de la zona. Pero cuando le pregunté cómo identificaban esos puntos
fuertes, enseguida empezó a hablar de cómo ayudaban a los alumnos a
superar sus deficiencias sociales. Si ni siquiera los expertos pueden dejar de
pensar en lo que está mal en vez de qué podría estar mejor, ¿cómo vamos a
esperar que las familias que conviven a diario con el autismo piensen de
forma distinta?
Me preocupa que niños de diez años se me acerquen, se presenten y de lo
único que quieran hablar es de «mi aspérger» o de «mi autismo». Quisiera
que me hablaran de «mi trabajo de ciencias», de «mi libro de historia» o de
«lo que quiero ser cuando sea mayor». Quiero oír qué les interesa, cuáles son
sus puntos fuertes, sus esperanzas. Quiero que en la educación y el mercado
laboral tengan las mismas oportunidades que yo tuve.
También veo en los padres esta incapacidad de pensar en las virtudes de
sus hijos. Les digo: «¿Qué le gusta a su hijo? ¿Qué se le da bien?» y veo la
extrañeza en su cara. «¿Qué le gusta? ¿En qué es bueno? ¿Mi Timmy?».
En estos casos sigo una rutina. ¿Cuál es la asignatura que más le gusta a su
hijo? ¿Tiene alguna afición? ¿Me puede enseñar algo que haya hecho:
dibujos, trabajos manuales, lo que sea? A veces cuesta un buen rato que los
padres se den cuenta de que su hijo realmente tiene un determinado talento o
algo que le interesa de forma especial. Hace poco se me acercaron unos
padres y me dijeron que estaban preocupados porque sabían que su hijo no
podría llevar el negocio de la familia, un rancho. ¿Qué sería de él, pues aquel
era el único mundo que conocía? Bien, sí, es posible que fuera el único
mundo que había conocido, pero el niño no era no verbal. Podía funcionar.

¿Qué parte de aquel mundo le interesaba? Quince minutos después, por fin
los padres dijeron que le gustaba pescar.
«Entonces, quizá podría ser guía de pesca», dije.
Casi vi que se les encendía una bombilla sobre la cabeza. Tenían ahora otra
forma de considerar el problema. En lugar de pensar cómo adaptar los
déficits de su hijo, podían pensar en sus intereses, sus capacidades, sus
virtudes.
Para mí, el autismo es algo secundario. Mi primera identidad es la de
experta en ganado: profesora, científica y asesora. Para mantener intacta esta
parte de mi identidad, me reservo de forma regular en el calendario «tiempo
para el ganado». ¿El mes de junio? Tiempo para el ganado. ¿La primera parte
de enero? Tiempo para el ganado. En esos períodos declino toda invitación
para dar conferencias. El autismo es sin duda parte de lo que soy, pero no
permito que sea lo que me defina.
Lo mismo ocurre con todas las personas de Silicon Valley a las que se les
ha diagnosticado síndrome de Asperger. El hecho de estar en el espectro no
es lo que las define. Las define su trabajo. (Por esto les llamo los «felices
“aspis”».)
Algunas personas nunca tendrán esta oportunidad, por supuesto. Por
mucho que se esfuercen, sus dificultades son demasiado graves para que
puedan desenvolverse sin alguien que cuide de ellas permanentemente.
Pero ¿y las que sí se pueden desenvolver? ¿Y las que no pueden, pero sí
pueden tener una vida más productiva si son capaces de identificar sus puntos
fuertes y cultivarlos? ¿Cómo podemos aprovechar la plasticidad del cerebro?
De acuerdo: vayamos por pasos. Primero lo primero: ¿cómo identificamos
las virtudes?
Una forma de hacerlo es aplicando el modelo de tres tipos de pensamiento
de que hablaba más arriba: pensador de imágenes, pensador de patrones,
pensador de palabras y hechos. Este modelo, en mi opinión, puede ayudar

sustancialmente a cambiar las oportunidades educativas y laborales de las


personas con autismo.

LA EDUCACIÓN

Cuando doy conferencias en Silicon Valley, veo a muchas personas que se


encuentran claramente en el espectro autista, y luego, cuando viajo por el país
y hablo en las escuelas, veo muchos niños similares que nunca tendrán
oportunidad de trabajar en Silicon Valley. ¿Por qué? Porque en la escuela
intentan tratarles como si todos fueran iguales.
Poner a niños del espectro autista en la misma clase que sus iguales no
autistas y tratarlos de la misma manera es un error. Para los niños de
primaria, estar en la misma clase que sus compañeros normales es bueno para
la socialización. El profesor puede asignar tareas de nivel superior en aquellas
asignaturas en las que el niño sobresale. Pero creo que si la escuela trata a
todos por igual, la persona que no es igual se va a quedar sola. Quedará
marginada en el aula. Y cuando esto ocurra, no tardará mucho en que la
marginen para bien: la enviarán a una clase especial o incluso a un centro
especial. Y, de repente, el niño con síndrome de Asperger se puede encontrar
en el mismo programa que un grupo de niños no verbales.
Si el lector ha leído algún otro de mis libros o ha visto la película sobre mi
vida, sabrá lo mucho que le debo al señor Carlock, mi profesor de ciencias
del instituto. Me cambió la vida en muchos sentidos, porque supo determinar
cuáles eran mis puntos fuertes —la mecánica y la ingeniería— y me ayudó a
explorarlos. Dirigía el club de modelismo de cohetes, una actividad que me
encantaba. Me despertó interés por todo tipo de experimentos electrónicos.
Pero su forma de pensar probablemente me frenó en un aspecto
fundamental. Cuando vio que no podía con el álgebra —no la entendía,
sencillamente— puso mayor empeño aún en que aprendiera. No comprendía

que mi cerebro no funciona de la forma abstracta que se requiere para


resolver x. El señor Carlock no era de los que se rinden ante un alumno, y
estoy segura de que creía que si me presionaba más me estaba ayudando.
Pero, en su lugar, lo que pudo haber hecho era reconocer mis limitaciones en
esa área e insistir en mis virtudes para otra.
Mis dotes para la ingeniería podrían haberle dado una pista. La ingeniería
no es abstracta, sino concreta. Se ocupa de las formas, de los ángulos, de la
geometría.
Pero no. El currículo estándar de educación secundaria establece que el
álgebra se dé antes que la geometría, y la geometría antes que la
trigonometría, y la trigonometría antes que el cálculo, y eso es lo que hay. No
importa que para estudiar geometría no se necesite el álgebra. El señor
Carlock, como muchos pedagogos, estaba encorsetado por el currículo, y ni
siquiera se daba cuenta de ello.
Cuando cuento esta anécdota ante el público, pregunto si hay alguien que
tuviera alguna experiencia similar. Siempre hay cuatro o cinco personas que
levantan la mano. Si un niño autista de catorce años no entiende el álgebra
porque es demasiado abstracta, no hay que decirle: «Es igual. Tienes que
hacer álgebra». Hay que intentar pasarle a la geometría. Si otro no entiende el
álgebra ni la geometría ni ningún otro tipo de matemáticas, no hay que
decirle: «Antes que puedas hacer cualquier otra cosa, tienes que hacer
matemáticas». Al contrario, probemos de despertarle interés por el
laboratorio. Si al niño le cuesta mucho escribir de forma inteligible, dejemos
que use el teclado. Si hace como yo e inventa una máquina de exprimir, no
digamos: «Este niño debería ser como todos los niños» y a continuación
destruir la máquina; digamos: «Este niño no es como todos los niños, y no
hay más que hablar». El trabajo del educador —la función de la educación en
la sociedad— es preguntar: «Bien, ¿cómo es ese niño?». En vez de dejar de
lado sus deficiencias, hay que acomodarlas.

El otro día oí decir a una madre que su hija no soportaba el ruido del
comedor, por lo que el director dejaba que comiera en el de los profesores. A
la madre le molestaba que el director hubiese segregado a su hija. Pero yo le
dije que no, que era una solución perfecta para el problema de su hija. El
director tuvo la suficiente sensibilidad para reconocer lo que su hija podía y
no podía soportar, y encontrar una forma creativa de acomodar sus déficits.
Pero si realmente queremos preparar a los niños para que participen de la
normalidad de la vida, hay que hacer mucho más que acomodar sus defectos.
Tenemos que encontrar formas de explotar sus virtudes.
¿Cómo se hace esto? Cuando se ve un punto fuerte, ¿cómo se reconoce?
Aquí es donde intervienen los tres modos de pensar: con imágenes, con
patrones y con palabras y hechos.
Hace poco hablé con el padre de un niño de cuarto de primaria que tenía
una capacidad excepcional para el dibujo, pero en la escuela querían
desalentarle porque su extrema devoción por el dibujo «no era normal». «Es
un pensador de imágenes —pensé—. ¡Hay que aprovecharlo!». No hay que
intentar hacer del niño otra cosa que no es o, peor aún, algo que no pueda ser.
Al contrario, lo que se debe hacer es estimular esa habilidad para el dibujo, y
hacer que la aplique a más cosas. Si no hace más que dibujar coches de
carreras, pidámosle que dibuje también el circuito. Después, que dibuje las
calles y los edificios próximos al circuito. Si lo sabe hacer, es que hemos
hecho de su defecto (pensar en un mismo objeto de forma obsesiva) una
virtud (una forma de comprender la relación entre algo tan simple como un
coche de carreras y el resto de la sociedad).
A menos que el niño sea un auténtico prodigio, a los dos años no se puede
determinar qué tipo de pensador es. Mi experiencia me dice que las pruebas
de una predisposición para el pensamiento con imágenes, con patrones o con
palabras y hechos no aparecen hasta segundo, tercero o cuarto curso de
primaria.

A los niños que son pensadores de imágenes les gustan las actividades
manuales. Les gustan las construcciones de Lego, la pintura, la cocina, la
carpintería o coser. Es posible que no se les den muy bien el álgebra ni otras
formas de matemáticas, pero no importa. Se pueden integrar conceptos y
ejercicios matemáticos en esas actividades manuales. Por ejemplo, si el niño
está en la cocina se puede trabajar con las fracciones: media tacita de eso, tres
cuartas partes de aquello. La papiroflexia puede servir para enseñar formas
geométricas. En mi caso, podría haber aprendido trigonometría con la
construcción de maquetas de puentes, al comprobar su resistencia y, cuando
se me hubiesen caído probar con arcadas de distinta longitud, dándoles
ángulos distintos y comprobar cuánto peso podían soportar. (Recordemos que
el cemento no es más que el cartón que se ha hecho mayor.)
Lamentablemente, el actual sistema educativo deja de lado a estos niños.
Elimina gradualmente las clases prácticas, precisamente aquellas en las que
los niños con intereses más obsesivos se pueden sentir más cómodos y dar vía
libre a su imaginación. Hace poco estuve en una planta de procesado para ver
una demostración de robots que realizan trabajos difíciles y peligrosos.
Pregunté quién programaba los robots, y me dijeron que lo hacían cinco
personas de China y la India. Así que pregunté por qué no lo hacían personas
de Estados Unidos. Me dijeron que la razón era que nuestro sistema
educativo no produce mentes jóvenes brillantes con la adecuada combinación
de ingeniería eléctrica e ingeniería informática.
Es como si los pensadores de palabras y hechos se hubieran adueñado del
sistema educativo. Sé que la economía puede ser un problema y que el dinero
siempre escasea, pero hablamos del futuro de una generación. O de algo más.
Como a los pensadores de imágenes, a los pensadores de patrones les
encantan los juegos de construcción Lego y similares, pero de otra forma.
Los pensadores de imágenes quieren construir objetos que copien lo que ven

en su imaginación, mientras que los pensadores de patrones piensan en cómo


encajan las distintas piezas.
El enunciado de los problemas de física era para mí un galimatías. No era
capaz siquiera de leerlos de una y entender el conjunto de lo que se decía,
porque suponía una carga excesiva para mi memoria de trabajo. Pero si hoy
tuviera que resolver problemas de física, sabría cómo hacerlo. Tomaría cinco
libros de texto, me sentaría con un profesor particular y una hoja
cuadriculada, identificaría ejemplos concretos de problemas en que se utiliza
una fórmula y ejemplos concretos de problemas en que se usa otra fórmula, y
al final reconocería los patrones de los problemas.
Sin embargo, el pensador con patrones vería estos mucho antes. Por esto se
le dan bien las matemáticas y la música. Capta la forma oculta en la función.
Muchos pensadores de patrones, no todos, se decantan por la música. Es
posible que les cueste la lectura, pero en álgebra están a años luz de sus
compañeros de clase, como en geometría y trigonometría. Es importante que
en los centros educativos se les deje trabajar las matemáticas a su ritmo. Si
están preparados para un texto matemático de dos cursos superiores, hay que
dárselo. Jacob Barnett, por entonces preadolescente autista que vivía en la
afueras de Indianápolis, se aburría tanto en la clase de matemáticas del curso
que por edad le correspondía que comenzó a odiar las matemáticas. Por fin, y
por pura frustración, se sentó con unos cuantos libros de texto y aprendió sin
ninguna ayuda y en dos semanas todo el programa de matemáticas de
enseñanza secundaria. Luego fue a la universidad; a los doce años.
También es importante que las escuelas dejen que los genios de las
matemáticas las practiquen a su modo. Si lo pueden hacer de palabra, no hay
que decirles: «Tienes que hacerlo por escrito». Dejemos que lo hagan de
palabra. (Aunque hay que impedir que puedan copiar. Basta con comprobar
que en el aula no haya ningún tipo de dispositivo electrónico.)
Se sabe quiénes son estos pensadores de palabras y hechos porque ellos

mismos lo demuestran. Saben repetir diálogos enteros de las películas.


Repiten sin equivocarse largas estadísticas sobre baloncesto. Recuerdan sin
inmutarse todas las fechas históricas de la península Ibérica. Sus habilidades
para las matemáticas estarán en la media, no les interesan las construcciones
con Lego ni tampoco dibujar. De hecho, puede ser casi inútil obligarles a que
asistan a las clases de dibujo.
Una forma de ayudar a este tipo de pensadores a que participe de su
entorno es estimularles para que escriban. Hay que ponerles trabajos. Hacer
que los cuelguen en Internet. (Según mi experiencia, los pensadores de
palabras y hechos suelen tener opiniones muy firmes, por lo que, por motivos
de seguridad, es suficiente con controlar el uso que hagan de Internet, un
consejo especialmente importante cuando se trata de niños.)

EL EMPLEO

Solo en Estados Unidos,7 cada año se diagnostican cincuenta mil casos de


TEA entre los jóvenes que cumplen dieciocho años. Es un poco tarde para
ponerse a pensar en su edad adulta. A los padres les digo que cuando su hijo
con TEA tiene once o doce años, lo que han de hacer es pensar qué va a hacer
el niño cuando se haga mayor. Nadie debe tomar una decisión definitiva en
ese momento, pero los padres deberían empezar a considerar las
posibilidades, para tener tiempo para ayudar a su hijo a prepararse para el
futuro.
Ya lo he dicho antes, pero siempre conviene insistir: padres y cuidadores
deben conseguir que el niño se integre en su mundo, porque no podrá sentir
interés por algo con lo que no haya estado en contacto. Puede parecer algo
evidente, pero me encuentro continuamente con personas con síndrome de
Asperger o autistas de alto funcionamiento que salen del instituto o la
universidad sin ninguna habilidad para el trabajo. Sus padres han permitido

que caigan en una rutina que nunca cambia ni ofrece experiencia nueva. Yo
no sentí ningún interés por el ganado hasta que fui al rancho de mi tía. En el
instituto, una clase de psicología experimental en que analizamos muchas
ilusiones ópticas me despertó el interés por la psicología y por el
comportamiento del ganado. El mundo está lleno de cosas fascinantes y que
te pueden cambiar la vida, pero el niño que nada sabe de ellas no las podrá
considerar. (Incluso las personas autistas con graves problemas necesitan ver
el mundo. Para consejos sobre la desensibilización, véase el capítulo 4.)
Es evidente que el niño con TEA no necesita ir a ver a su tía para que se le
despierten intereses. Le sirve con que se mueva por los alrededores de su
casa. No por su casa, sino por los alrededores. Es fundamental que salga de
casa y se responsabilice de cosas que otros quieren que haga, y que las debe
hacer como quieren que las haga. Porque así es como funciona el trabajo en
la vida real.
Sacar el perro a pasear. Ayudar en algún comedor social. Limpiar las
aceras, cortar el césped del acceso a las casas, vender tarjetas de felicitación.
Cuando yo tenía trece años, mi madre dispuso que dos tardes a la semana
fuera a casa de una modista a ayudarla. Me gustaba sentirme útil. Y me
gustaba ganar dinero. Era la primera vez que obtenía dinero por trabajar, y
me lo gasté en unas camisetas extravagantes y unos jerséis a rayas.
(Afortunadamente, mi madre los «perdió» en la lavandería.) Durante los años
del instituto, en verano trabajaba en el rancho de mi tía. Hablaba sin parar de
cosas que a la gente no les importaban lo más mínimo, en cambio, a todo el
mundo le encantaban las bridas que yo hacía para los caballos.
En realidad, las obsesiones pueden ser un gran estímulo. El profesor, el
padre o la madre creativos las pueden canalizar hacia destrezas
profesionalmente relevantes. Si al niño le gustan los trenes, leámosle libros
sobre trenes y usemos estos para que ejercite las matemáticas. Mi profesor de
ciencias utilizaba mi obsesión por las prensas para ganado para motivarme

para el estudio científico. Me decía si quería defender que la presión física es


relajante, tenía que aprender a leer artículos científicos que apoyaran mi tesis.
No todas las obsesiones actúan de la misma forma, por supuesto. Veo a
niños tan adictos a los videojuegos que es imposible hacer que se interesen
por algo distinto —pero, aun así, conozco a un padre que, para estimular en
su hijo la capacidad artística, hacía que dibujara personajes de videojuegos—.
Pero si no podemos hacer del videojuego una oportunidad de aprendizaje, al
menos podemos limitarlo a una hora al día (aunque se pueden permitir
períodos más largos para destrezas profesionalmente relevantes, como la de
programación de juegos).
Hay que estar siempre atentos a las oportunidades, y no temer ser
creativos. El otro día vi en el supermercado una revista que hablaba de pollos.
Me puse a hojearla, y leí un artículo sobre cómo criar gallinas en el patio
trasero de casa. «Vaya —pensé—, es una magnífica oportunidad para los
padres». Compramos unas gallinas y, de repente, el niño tiene un «trabajo»
(o, al menos, la oportunidad de aprender todo tipo de destrezas que le van a
ser útiles a lo largo de la vida). Podemos leer juntos artículos y libros que
hablen de pollos, darles de comer, limpiar lo que ensucien. El niño hasta
puede iniciar un negocio: reunir huevos, repartirlos entre los vecinos y pasar
después a cobrar.
Evidentemente, si podemos encontrar una oportunidad que se ajuste al
modo de pensar del niño y que le prepare para que en su día pueda entrar en
el mercado de trabajo para trabajar en lo que sabe hacer, mucho mejor. Lo
ideal es procurar preparar al niño para un trabajo que no solo sea productivo,
sino también una fuente de energía y alegría (véase el recuadro al final de
este capítulo).8
Los pensadores de palabras y hechos, por ejemplo, pueden realizar tareas
que impliquen escribir. Pueden colaborar en el boletín de la parroquia,

empezar un blog del barrio, quizás escribir para el periódico local. Al fin y al
cabo, alguien ha de informar de cuántos perros se han recogido esa semana.
Es una lástima que muchos de los empleos ideales para pensadores de
palabras y hechos estén desapareciendo. Archivero, registrador, cajero: son
tareas que poco a poco pasan a hacer los ordenadores. Así que de lo que se
trata es de hacer del ordenador el mejor amigo del pensador de palabras y
hechos. Muchos de estos pensadores serían unos magníficos buscadores en
Internet de información detallada y organizadores de los resultados.
A los pensadores de palabras y hechos les iría bien aprender a ser lo que yo
llamo personas sociales de negocios. Saben hablar, pero tienen que aprender
cuándo y cómo lo han de hacer, sea saliendo al mundo y aprendiendo de los
múltiples ejemplos, o con una formación específica y práctica en el propio
trabajo. La venta por teléfono, por ejemplo, sería un buen trabajo para ellos
una vez que se han aprendido el guion. Y no es casualidad que el primer
paciente de Leo Kanner, Donald Triplett, de mayor fuera cajero de un banco.
El pensador de imágenes se podría dedicar a dibujar, pintar y diseñar, y
vender sus obras. Hace poco, al terminar una conferencia conocí a una
adolescente que diseñaba joyas. Sé de joyería, por lo que puedo asegurar que
la muchacha tiene talento. Es una profesional. Le dije que debería vender sus
piezas por Internet, y luego a su madre le expliqué cómo poner precios:
veinte dólares por hora de trabajo, más el coste de los materiales. Ciento
veinticinco dólares por el brazalete que vi sería una auténtica ganga.
El pensador con patrones al que se le dan bien las matemáticas puede
dedicarse a arreglar ordenadores o dar clases particulares a los niños del
barrio. El que tiene talento para la música puede tocar en alguna banda local
o cantar en algún coro —actividades que técnicamente, y por lo general, no
son remuneradas, pero en última instancia son un trabajo, en el sentido de que
exigen colaborar con otros músicos y comprometerse a dedicarles tiempo de
forma regular—.

En resumen, cualquier empleo que obligue a los niños autistas a asumir


responsabilidades les ayudará a prepararse para la madurez.
Pero las destrezas laborales son solo una parte de la batalla: la persona con
autismo también necesitará habilidades sociales. Estas lecciones hay que
enseñarlas, también, a una edad temprana. Es elemental que aprenda a decir
«Por favor, y «Gracias». También lo es aprender a respetar el turno; en este
sentido, son muy útiles los juegos de mesa y de cartas. También, los buenos
modales en la mesa. Saber comportarse en una tienda o un restaurante. Ser
puntual.
Insisto: estos niños tienen que salir al mundo. El otro día una madre me
decía que su hija mayor nunca había ido a comprar a la tienda del barrio Su
hija era autista de alto funcionamiento; sabía conducir. ¿Cómo va a estar
preparada para la vida, sobre todo si al final tiene que hacerlo con sus propios
medios, si no sabe ir a la tienda? La madre tenía pocos ingresos, por lo que le
dije que no le iba a pedir que se gastara más dinero del que ya se gastaba.
«De todos modos, tendrá que ir a comprar —le dije—. Deje que lo haga su
hija. Dele la lista de la compra, dinero o la tarjeta, y mándela a la tienda. La
puede esperar en el aparcamiento».
Mi madre me obligaba a hacer tareas sociales que yo no quería. Recuerdo
que me aterrorizaba ir sola al almacén de madera porque me daba miedo
tener que hablar con los encargados. Mi madre insistió. Así que fui, y regresé
a casa llorando. Pero tenía la madera que quería, además de una nueva
destreza social. La vez siguiente supe ir al almacén con menos nervios y más
confianza.
Recuerdo a dos niños con quienes iba a la escuela a los que hoy se les
pondría la etiqueta de síndrome de Asperger. Uno de ellos es hoy doctor en
psicología y se gana muy bien la vida como tal. El otro lleva mucho tiempo
en empleos de venta al por menor, y siempre se le aprecia por su capacidad
de hablar con el cliente sobre todos los productos de la tienda. En la industria

cárnica, he trabajado con muchas personas de éxito que, estoy segura, tienen
el síndrome de Asperger, aunque nunca se les haya diagnosticado. En una
planta que visité, esas personas con Asperger no diagnosticado nunca iban a
la cafetería; se llevaban la comida de casa y se sentaban juntos a comer a una
mesa de la tienda. Visité en cierta ocasión un laboratorio de investigación
sobre la cría de peces. Observé que todo el equipamiento estaba hecho de
materiales que se pueden adquirir en Home Depot; por ejemplo, filtros de
agua hechos con marcos de malla antimosquitos para ventana. Era un
laboratorio de una inventiva sorprendente, así que tuve que preguntar a quién
pertenecía la mente que se escondía en toda aquella innovación. Resultó ser
el Asperger (no diagnosticado) que se encargaba del mantenimiento cuando
creó todos aquellos inventos, y que ahora había terminado los estudios
pertinentes para dirigir el laboratorio.
Todas estas personas tuvieron la suerte de encontrar trabajo en sectores en
los que podían prosperar. Algunas de ellas, como el director del laboratorio
de investigación sobre piscifactorías, tuvieron que entrar por la puerta de
atrás. Pero, una vez dentro, al menos sabían qué tenían que hacer.
No estoy segura de que eso fuera hoy posible. He hablado con muchos
óvenes con síndrome de Asperger que han sido despedidos del trabajo. Sin
embargo, su estado no era ni más ni menos grave que el de los niños que
conocí en la escuela, ni el de las personas con Asperger que comían juntas, ni
el del director del laboratorio de estudios sobre la cría de peces, ni el de
ninguna de las otras personas del espectro que he conocido y que han
conseguido conservar su empleo durante décadas. Supongo que será algo
generacional. La generación más joven no sabe cómo se debe comportar. Es
posible que las familias y los facilitadores de los niños que han recibido
diagnósticos oficiales desde que los TEA fueron incorporados al DSM en
1980 hayan sido objeto de una atención tan excesivamente centrada en la
etiqueta —y en las deficiencias— que piensan que no necesitan ocuparse de

las destrezas sociales que son necesarias para avanzar en la sociedad. No


quisiera parecer la típica abuela que no deja de hablar de lo mucho mejor que
todo era en los viejos tiempos. Pero cuando a las personas les pregunto por
qué las despidieron del trabajo, me doy cuenta de que simplemente no sabían
realizar tareas tan sencillas como presentarse a la hora, o que hacían cosas
estúpidas que yo aprendí que no se debían hacer cuando tenía nueve años.
Estos son mis consejos, lo que les digo a todos los que me preguntan cómo
hay que preparar para el trabajo a alguien que esté en el espectro.

• No buscar excusas.

Un alumno
desastre mayordedeunaundiscapacidad
por culpa instituto se dequejaba de que
aprendizaje, en Lengua
y luego eraque
me contó un
le iba muy bien en Filosofía. «Espera un minuto —le dije—. Para escribir un
trabajo de Lengua y un trabajo de Filosofía se necesitan las mismas destrezas.
No me digas que tienes una discapacidad de aprendizaje para la Lengua».
Insistió en que así era. Seguí presionándole y, claro está, al final dijo que la
Lengua no le interesaba, pero le gustaba la Filosofía.
En primer lugar, «No me interesa» no es excusa válida para no realizar una

tarea
más necesaria
que si selo tratara
mejor que
de se pueda;
una tareasolo
quesignifica que habrá
nos gusta. Pero que esforzarse
«Tengo una
discapacidad de aprendizaje» es una excusa aún peor si no es la verdadera
razón.

• Compórtate con las personas.

Conozco a una mujer que siempre se estaba peleando con la gente: el


conductor del autobús, la empleada de correos, cualquiera. Todos los días. Y,
claro, nunca era culpa suya. Siempre era la otra persona la que no quería
entrar en razón. Cuando me lo contaba, yo pensaba: «¿Cómo te puedes pelear

todos los días con un conductor de autobús distinto? ¿La mayoría de la gente
ni siquiera habla con el conductor?». Oigo decir a muchas personas con
síndrome de Asperger cosas del estilo: «Tengo problemas de autoridad con el
efe». Les digo que el jefe se llama así por una razón. Porque es el jefe.
Es una lección que aprendí muy bien. Cuando estaba en la universidad, un
verano hice prácticas en un hospital que tenía un programa para niños con
autismo y otros problemas, y mi jefe hizo con un niño algo que no me gustó.
No recuerdo lo que fue, pero sí que fui a por él. Presenté mi queja al
departamento de psicología, que no era en el que yo trabajaba. El jefe no me
despidió, pero me comunicó que estaba muy enfadado. Me habló de la
erarquía del hospital, y que yo trabajaba para el departamento de atención al
niño, y que si tenía alguna queja debería acudir a él primero. Y tenía razón. Y
nunca volví a cometer ese mismo error.
Pero llevarse bien con los demás no significa simplemente evitar las
confrontaciones. También se trata de aprender a ser amable. Para motivarme,
mi madre procuraba que se me reconociera debidamente cuando hacía alguna
cosa bien —por ejemplo, cuando enmarcó una acuarela de la playa que había
pintado—. Otra vez, me dejó que cantara un solo en un concierto para
mayores. Estaba asombrada. Sabía que era un privilegio especial y, cuando el
público respondió con vítores y aplausos, me sentí tremendamente orgullosa.
En el instituto, pintaba carteles para mucha gente distinta. Aprendí que si, por
ejemplo, pintaba un cartel para una peluquería, tenía que ser algo que le
gustara al cliente. Fueron experiencias que me sirvieron mucho después en
mi trabajo de diseño. Quería hacer un trabajo que la gente apreciara de
verdad.

• Gestiona tus emociones.


¿Cómo se hace? Aprendiendo a llorar. ¿Y cómo se aprende a llorar? Dándote
permiso para hacerlo. (Y si estás en condiciones de dárselo a otra persona,

hazlo.) No tienes por qué llorar en público. No tienes por qué llorar delante
de tus compañeros. Pero si la alternativa es romperlo todo, pues sí, llora.
Cuando los padres me dicen que su hijo adolescente llora cuando se siente
frustrado, les digo: «¡Perfecto!». Los niños que lloran pueden trabajar para
Google. Los que rompen el ordenador, no. Estaba en cierta ocasión en una
conferencia, y vi a un científico de la NASA que se acababa de enterar de que
su proyecto había sido cancelado, un proyecto en el que llevaba años
trabajando. Tendría unos sesenta y cinco años, ¿y sabe el lector lo que hizo?
Se puso a llorar. Y yo pensé: «Muy bien». Por eso pudo llegar a la jubilación
después de trabajar en lo que le gustaba.
Desde el punto de vista de la neurociencia, la gestión de las emociones
depende del control jerárquico a partir de la corteza frontal. Si no se sabe
controlar un sentimiento, hay que cambiarlo. Si se quiere conservar un
empleo, hay que aprender a convertir la ira en frustración. Leí en una revista
que Steve Jobs lloraba de frustración. Por eso seguía teniendo trabajo. Es
posible que maltratara verbalmente a sus empleados, pero no me consta que
les tirara los trastos a la cabeza ni les pegara.
Aprendí mi propia lección en el instituto. Me peleé con alguien que se
burlaba de mí, y me castigaron sin montar a caballo durante dos semanas. Fue
la última pelea que tuve. Cuando me metí en el negocio del ganado, me
enfadaba muy a menudo, pero sabía que no se me debía notar. Para ello, me
escondía en la pasarela de carga de los animales. Estaba a la vista de todos,
pero tan por encima del suelo que nadie podía ver que lloraba. O me ocultaba
debajo de las escaleras, o me iba al aparcamiento y me sentaba en el coche. A
veces me iba a la sala de cuadros eléctricos, porque la preciosa señal de la
puerta advertía a todos de NO ENTRAR. Pero nunca me escondía en el aseo,
porque no sabía si alguien iba a entrar.

• Cuida los modales.

Cuando tenía unos ocho años, descubrí que llamar «gordinflón» a alguien no
estaba bien. Conozco a muchos autistas de alto funcionamiento y personas
con síndrome de Asperger a quienes han despedido del trabajo por hacer
comentarios inadecuados sobre el aspecto de los compañeros de trabajo y los
clientes. Nunca es tarde para aprender a relacionarse en público con las
personas y distinguir lo que es de mala educación.
Conocía a una persona que me dijo que el consejo de su terapeuta para
aprender a socializar era que saludara siempre que se prestara. Le dije que no
era lo bastante concreto. Le propuse que dividiera la lista de la compra, de
modo que tuviera que ir al supermercado todos los días, aunque solo fuera
para comprar una lata de sopa. Y después, al llegar a la caja, que mantuviera
una breve conversación con quien la atendiera.

• Vende tu trabajo, no a ti mismo.

Si puedes, evita la entrevista personal al uso. Los departamentos de recursos


humanos suelen estar llenos de gente que dan un valor especial al saber
congeniar y el trabajo de equipo, por lo que es posible que no piensen que
una persona con autismo sea la adecuada para un determinado trabajo.

Probablemente
las dotes ocultassean
de laincapaces de ver
persona. Una más allámejor
estrategia de la para
torpeza social el
conseguir y llegar
empleoa
puede ser ponerse en contacto con el jefe del departamento en el que quieras
trabajar (el de ingeniería, el de diseño gráfico, etc.)
Las personas pensaban que yo era rara, pero, cuando veían el portafolio de
mis dibujos y fotografías de proyectos terminados, se quedaban
impresionadas. Para vender mis servicios de diseño, también procuraba
utilizar folletos y carpetas atractivos. Hoy, los dispositivos electrónicos
pueden eliminar gran parte de la torpeza social al tener que mostrar tu trabajo
o realizar una entrevista laboral. Una vez que te hayas puesto en contacto con
un posible empleador, le puedes mandar tu obra adjunta a un correo

electrónico (pero no se lo mandes antes de que sepa de ti; nadie abre los
documentos adjuntos de correos desconocidos). Puedes guardar tu trabajo en
el teléfono móvil, porque no sabes cuándo te puedes encontrar con alguien
que quiera verlo. Los escritos del pensador verbal, los dibujos o trabajos de
artesanía del pensador de imágenes, las grabaciones del músico, incluso los
programas del genio de las matemáticas: hoy todo es portátil.

• Sírvete de mentores.

En el instituto era una alumna desmotivada que apenas estudiaba. No veía


sentido al estudio, hasta que el señor Carlock supo ponerme como meta que

llegara
síndromea ser
de científica.
Asperger, He hablado cony muchas
diagnosticado personas dey éxito
no diagnosticado, dicen que
que tienen
si les
ha ido bien ha sido solo porque tuvieron unos padres o un profesor que les
enseñó, y tal vez hasta les inspiró. Por ejemplo, es posible que a jóvenes con
Asperger o autistas de alto funcionamiento les gusten los ordenadores, pero
necesitan un mentor que les centre y ayude a aprender programación.

Bien, supongamos que el niño autista ha recibido una formación que ha


determinado y desarrollado sus virtudes. Y digamos que se ha hecho mayor y
ha entrado en un mercado laboral que aprecia sus particulares destrezas. Es
algo fantástico para la persona. Pero lo es también para la sociedad.
No solo se puede disponer de distintos tipos de pensadores que hagan lo
que mejor saben hacer, sino que lo hagan junto con otros tipos de pensadores
que hacen lo que ellos saben hacer mejor.
Cuando recuerdo las colaboraciones en que he participado, observo que los
diferentes tipos de pensadores trabajaban juntos para crear un producto mejor
que la suma de sus partes. Pienso en el trabajo que hice con una estudiante
(no autista) que dominaba a la perfección todo lo que a mí me era imposible.

Bridget era un as de la estadística, muy organizada y una estupenda


recogedora y registradora de datos: alguien en quien podía confiar para que el
experimento saliera bien. Un experimento que hicimos juntas era sobre la
relación entre la excitabilidad del ganado en el brete y su aumento de peso.
Utilizamos dos observadores, que clasificaban la conducta de los animales en
una escala de 1 a 4, siendo 1 muy tranquilo, y 4 frenético. Un día Bridget se
me acercó y me dijo: «Doctora Grandin, me temo que no obtenemos ningún
resultado que sea útil». Así que me pasé de nuevo la «película» del
experimento por la mente y vi que al parecer los observadores tenían dos
criterios distintos sobre lo que era un comportamiento frenético. Bridget y yo
vimos que uno de los observadores tenía un porcentaje mucho mayor de 4. Sé
diseñar experimentos, y sé detectar los fallos de metodología, porque mi
pensamiento de imágenes me permite ver lo que quiero que haga el
experimento y dónde está el error. Pero necesito un pensador de patrones
como Bridget para realizar el análisis estadístico y el registro meticuloso del
experimento.
Pienso en la construcción de instalaciones ganaderas. El pensador de
patrones —el ingeniero— no es quien dibuja la planta. Lo hace el pensador
de imágenes —el dibujante—. Solo cuando este ha terminado de dibujar la
planta de empaquetado, la planta matadero y demás, es cuando entra en
escena el ingeniero, que calcula las cerchas, la cantidad y tipo de cemento, el
encofrado, etc. La única parte de la planta que este particular dibujante que
conozco —yo— no diseña es la refrigeración. ¿Por qué? Porque exige
demasiado pensamiento de patrones para que lo pueda diseñar bien:
demasiadas matemáticas e ingeniería abstracta. Sé de refrigeración lo
bastante para mantenerme al margen.
Y pienso en Mick Jackson, el director de la película Temple Grandin de la
cadena HBO. En una película suya anterior, la comedia Tres mujeres para un
caradura, protagonizada por Steve Martin, se observa que no tiene excesiva

estructura. La razón es que Mick es pensador de imágenes, no de patrones.


Cuando Mick trabajaba en mi película, sabía cuáles eran sus virtudes y dónde
necesitaba ayuda, de modo que cada vez que quería cambiar algo del guion,
lo consultaba con uno de los guionistas, Christopher Monger. Este era
pensador de palabras, evidentemente, pero también un pensador de patrones
que podía decir el efecto que cada pequeño cambio iba a tener en el conjunto
de la estructura. La película ganó mucho, en mi opinión, por el hecho de ser
obra de los tres tipos de pensamiento.
En el capítulo anterior decía que en cuanto reconocí lo que era el
pensamiento de patrones, empecé a verlo por todas partes. Lo mismo ocurre
con los ejemplos de cómo actúan juntos los tres tipos de pensamiento. Ahora
los veo no solo en mi propia experiencia, sino en dondequiera que mire.
Al leer una entrevista a Steve Jobs, subrayé estas palabras: «Lo que me
encanta de Pixar es que es exactamente igual que la LaserWriter». 9 ¿Cómo?
¿El estudio de animación de mayor éxito de los que se recuerdan es
«exactamente igual» que un aparato tecnológico de 1985?
Explicó que cuando vio salir de la LaserWriter de Apple —la primera
impresora láser— la primera hoja impresa, pensó: «Esta caja está llena de
tecnología». Sabía cuál era toda aquella tecnología, y sabía todo el trabajo
que se había invertido en ella, y sabía lo innovadora que era. Pero también
sabía que al público no le iba a importar lo que había dentro de la caja. Solo
le importaría el producto: los hermosos tipos de letra que Job se aseguró de
que formaran parte de la estética de Apple. Esta era la lección que aplicaba a
Pixar: se puede utilizar todo tipo de software nuevo para crear un nuevo tipo
de animación, pero al público no le va a importar nada que no sea lo que
aparezca en pantalla.
Tenía razón, evidentemente. Aunque no empleaba los términos pensador
de imágenes y pensador de patrones, en realidad era de esto de lo que estaba
hablando. En aquel momento de 1985, se dio cuenta de que necesitaba

pensadores de patrones para dar forma a los milagros que aquella caja
contenía, y pensadores de imágenes para que lo que saliera de ella fuera
hermoso.
No puedo mirar un iPod, un iPad ni un iPhone sin pensar en aquella
entrevista. Hoy comprendo que cuando Apple se equivoca en algo, es porque
no ha conseguido el adecuado equilibrio entre los tipos de pensamiento. ¿El
tristemente célebre problema de la antena del iPhone 4? Demasiado arte,
insuficiente ingeniería.
Comparemos esta filosofía con la de Google; las mentes ocultas de
Google, puedo asegurarlo, eran pensadoras de patrones. Y hasta hoy, en los
productos de Google la ingeniería prima sobre el arte.
Lo que todos estos ejemplos me dicen es que en la sociedad los tres tipos
de mentes se complementan mutuamente de forma natural. La sociedad los
reúne sin que nadie lo planifique. ¿Y si lo planificáramos? ¿Y si
reconociéramos conscientemente estas categorías e intentáramos aprovechar
los diversos emparejamientos? ¿Y si todos pudiéramos decir: «Estas son mis
virtudes, y estos son mis defectos: qué puedo hacer yo por ti y qué puedes
hacer tú por mí»?
Cuando Richard y yo empezamos a colaborar en este libro, ambos
reconocimos que trabajábamos bien juntos. Pero al desarrollar la idea de que
los cerebros están cableados para maneras de pensar distintas, nos dimos
cuenta de por qué trabajábamos bien juntos. Richard es pensador de patrones
y palabras, y yo soy pensadora de imágenes. Y porque nos dimos cuenta de
que nuestras virtudes se complementaban mutuamente, hemos sido capaces
de explotarlas en una medida que de otro modo hubiera sido imposible.
Siempre le digo a Richard: «Tú eres el de la estructura», y con ello me
refiero a que su capacidad de organizar los conceptos del libro compensa mis
deficiencias en este aspecto. Cuando releo artículos que escribí en los años
noventa, me avergüenza lo mal estructurados que están. Los conceptos no se

suceden en un orden lógico. Simplemente aparecen dispersos aquí y allá, más


o menos en el lugar en que se me ocurrieron en el proceso de escribir el
artículo. Con los años he mejorado la estructura, pero sé que nunca seré como
Richard. Cuando me dice que una determinada idea a la que hemos estado
dando vueltas pertenece al capítulo 6, le digo: «De acuerdo».
Y así es. Y nos va bien. Aunque yo no fuera autista, formaríamos un buen
equipo, porque nuestros tipos de mente se complementan entre sí. Pero la
realidad es que soy autista, y las virtudes que aporto a la colaboración son
virtudes que pertenecen a mi tipo de cerebro autista: las asociaciones rápidas,
la memoria a largo plazo, la atención a los detalles.
Apliquemos este mismo principio al trabajo. Si las personas saben
reconocer conscientemente las virtudes y defectos de su modo de
pensamiento, pueden buscar el tipo adecuado de mente y por las razones
adecuadas. Y si lo hacen, reconocerán que a veces la mente adecuada solo
puede pertenecer a un cerebro autista.
Hemos hablado de que al parecer el cerebro autista sabe captar los detalles
mejor que el cerebro normal. Si entendemos este tipo de rasgo no como un
producto secundario de un mal cableado, sino simplemente como producto
del cableado —la tesis que Michelle Dawson postulaba en el capítulo 6—
podremos empezar a verlo como fuente de posibles beneficios en
determinadas circunstancias. Y si entendemos que ser capaz de ver los
árboles antes que el bosque puede hacer que la persona vea mejor
determinados tipos de patrones, nos podremos preguntar para qué puede ser
útil tal destreza. Y si nos damos cuenta de que los filtros de seguridad de los
aeropuertos han de detectar los detalles con rapidez, ya lo tenemos: un
empleo.
Si cultivamos la mente autista cerebro a cerebro, virtud a virtud, podemos
considerar a los adolescentes y adultos autistas que trabajan o realizan

prácticas laborales no como sujetos de la beneficencia, sino personas cuya


aportación a la sociedad es de mucho valor y hasta fundamental.
Algunos emprendedores ya han dado este salto. Aspiritech, en la zona
residencial de Highland Park de Chicago, y Specialisterne, en Copenhague,
para probar los programas informáticos emplean principalmente a autistas de
alto funcionamiento y personas con síndrome de Asperger.10 Lo que este
trabajo requiere es precisamente el tipo de cerebro de estas personas, un
cerebro cableado para soportar la actividad repetitiva, concentrarse de forma
minuciosa, y recordar los detalles. Al hijo del fundador de Aspiritech le
diagnosticaron síndrome de Asperger a los catorce años, y de mayor fue
despedido de su trabajo en una tienda de comestibles. Pero no hay quien lo
supere en el trabajo de prueba de programas informáticos.
En 2007, Walgreens abrió en Anderson, Carolina del Sur, un centro de
distribución con un personal cuyo 40% eran personas con discapacidades,
entre ellas las del espectro del autismo. La idea fue de Randy Lewis, uno de
los vicepresidentes de la empresa de tiendas al por menor y padre de un hijo
autista. Gracias a las pantallas táctiles y a la flexibilidad en la disposición de
los despachos, los empleados con discapacidades trabajan codo con codo con
sus compañeros «normales». Cuando Walgreens vio que el centro era un 20%
más eficiente que otros de la compañía, en 2009 aplicó esa misma filosofía a
otro centro de distribución, en Windsor, Connecticut. 11
Pero no hay que esperar a que una gran empresa con una inteligente
política de contratación abra una sucursal cerca. Los padres pueden llevar a
su hijo autista a la tienda o el restaurante del barrio, hablar con el dueño o el
encargado, y ver si existe algún trabajo adecuado para el nivel de destrezas
del hijo. Y si se cierra una puerta, y otra y otra, hay que «seguir llamando».12
El consejo lo da Savino Nuccio D Argento, Nuccio para todos. Comparte
la propiedad con un socio capitalista del Vince’s Italian Restaurant situado en
Harwood Heights de Chicago. Nuccio tiene un hijo autista, Enzo, y a través

de sus contactos con la sucursal de Easter Seals* de Chicago contrata de


forma regular a personas con autismo. También abre sus puertas a programas
de formación para escolares; aprenden a pasar la aspiradora, poner las mesas,
controlar que saleros y pimenteros estén llenos: el tipo de tareas que preparan
a algunos de ellos para incorporarse al mundo de los adultos.
«Otras personas dirían: “Odio este trabajo” —dice Nuccio. Pero no es el
caso de las personas con autismo—. Les encanta, porque siempre es lo
mismo».
De hecho, los problemas no los tiene con los empleados y alumnos en
prácticas autistas. Al contrario, dice, los plantean empleados «normales» que
se resisten al cambio de su entorno laboral.
«Hace falta tiempo aún para que las demás personas lo acepten —dice—.
Todavía hay personas que lo ven y exclaman: “¡Jo! ¡Tener que aguantar
esto!”. Es lamentable. Al principio me entristecía mucho porque no pensaba
que tuviera empleados que pensaran así. Pero hay que intentar que superen
ese obstáculo y se den cuenta de que no pasa nada». Es posible que las dos
primeras semanas sean incómodas para los demás trabajadores, dice, y
entiende por qué: «Tienen que aguantar que esa persona les haga la misma
pregunta una y otra y otra vez». Pero al final los empleados se adaptan, sobre
todo cuando comprenden las cosas: «Es evidente que ayudamos a estas
personas pero acabarán por ser ellas quienes nos ayuden a nosotros, porque
van a hacer su trabajo muy bien».
Si es necesario, Easter Seals intenta colocar a los empleados en prácticas
en otros puestos remunerados. Uno de ellos pasó al servicio de atención
telefónica de Easter Seals. Otro trabaja cuarenta horas a la semana en una
tienda de frutas y verduras. Nuccio confía en que su hijo, que ahora tiene
catorce años, algún día tenga la misma suerte —una suerte que será
compartida—. Como decía Randy Lewis, ejecutivo de Walgreens, a BBC
News, lo que les inspiró para esa innovadora política de contratación fue la

eterna pregunta que acosa a tantos padres de niños con discapacidades:


«¿Qué será de mi hijo cuando yo no esté?». A la que la madre de un adulto
con síndrome de Asperger que trabajaba en un centro de distribución de
Anderson respondía: «Ya no tengo que preocuparme».
¿Y qué ocurre con los propios empleados, con las personas con autismo
que tienen la suerte de llamar a la puerta adecuada? Un ejemplo es el caso
siguiente, que hace poco me llamó la atención.
En el otoño de 2009, John Fienberg, autista de alto funcionamiento,
consiguió un empleo temporal de bibliotecario digital en una agencia de
publicidad de Nueva York —un trabajo perfecto para un pensador de
imágenes como John—. Se suponía que solo sería para una semana, pero las
destrezas de John —exactitud, rapidez y disposición para realizar tareas
repetitivas insoportables para un cerebro normal— lo convirtieron en un
valioso activo para la agencia. Siguió de prueba seis meses, hasta que la
empresa encontró dinero en el presupuesto para contratarlo a tiempo
completo. Hoy, clasifica, archiva y gestiona todo lo relativo a la fotografía de
productos, másteres en publicidad e imágenes publicitarias de la biblioteca
digital de la empresa.13
«Tengo una tendencia natural a observar los detalles que hace que el
trabajo de clasificación me resulte muy fácil», escribía en un correo. El hecho
de que se comunicara a través de correo electrónico era un reflejo de sus
habilidades sociales. Cuando le mandé el primer correo (un amigo de Richard
le había hablado de él), dijo que estaba dispuesto a que lo entrevistáramos,
pero que prefería no hablar por teléfono. También dijo que reunirse en
persona sería un problema; sabe que con su hablar incesante agota a la gente.
«Mi jefe conoce cuáles son mis discapacidades y hace todo lo que puede
para trabajar conmigo —seguía diciendo— y yo procuro compensarlo con
unos resultados que hacen que merezca la pena aguantarme cuando no
entiendo muy bien lo que quiere que haga. Los demás compañeros de trabajo

interactúan conmigo, salvo por teléfono, y a través del correo electrónico. —


Sin embargo, decía—: me consta que están a gusto conmigo y aprecian mis
aportaciones. El mes pasado, incluso recibí de uno de ellos una mención de la
que se habló en la reunión de dirección».
John tiene hoy veintinueve años y se prometió hace poco. Su novia y él
tienen pensado dejar Nueva York para mudarse «a algún sitio donde el dinero
que gano dé para más». Pero no hay que inquietarse por si va a poder
encontrar un trabajo tan apropiado como el actual. «En la agencia me
aseguran un teletrabajo fijo».

Ha pasado mucho tiempo desde los días en que los médicos decían a los
padres de niños autistas que la situación era irremediable, y que la única
posibilidad humanitaria era la condena perpetua en un internado.
Hemos avanzado mucho, desde luego. Cuando la ignorancia y la
incomprensión pasan a formar parte del sistema de creencias de una sociedad,
siempre son de difícil superación. Por ejemplo, cuando en 2010 se estrenó La
red social, David Brooks, columnista de la página de opinión de The New
York Times, hacía esta valoración del personaje de Mark Zuckerberg, el

fundador de Facebook: «No es que sea mala persona. Ocurre simplemente


que nadie le enseñó buena educación». Sin embargo, «enseñar» al personaje
habría exigido adaptarse de algún modo a un cerebro incapaz de procesar las
señales faciales y gestuales que la mayoría de las personas asimila con
facilidad, y que encuentra su mayor gratificación no en el tira y afloja de
establecer una relación personal, sino en la lógica del cliqueo de la
programación informática.
Cuando algo «está todo en la mente», las personas tienden a pensar que es

cuestión de voluntad, que para controlarlo hay que poner todo el empeño y
recibir otro tipo de formación. Confío en que la certeza recién descubierta de

que el autismo está en el cerebro y en los genes afecte a las actitudes


públicas.
Como hemos visto, ya afecta a las investigaciones, y hace que los
científicos redoblen sus esfuerzos por buscar las causas y la curación. Y ya
afecta a las actitudes terapéuticas, que pasan de una exclusiva atención a los
defectos a un mayor aprecio de las virtudes.
Cuando pienso en la situación del autismo de hace sesenta años, cuando mi
cerebro autista provocaba una gran angustia a mi madre, curiosidad en los
médicos y un reto a mis niñeras y profesores, sé que no tiene sentido
imaginar dónde estaremos dentro de sesenta años. Pero albergo la esperanza
de que lo que se piense del autismo, sea lo que sea, incorporará la necesidad
de considerarlo cerebro a cerebro, cadena de ADN a cadena ADN, rasgo a
rasgo, virtud a virtud y, tal vez lo más importante de todo, persona a persona.

TRABAJOS PARA PENSADORES DE IMÁGENES

• Delineante
• Fotógrafo
• Adiestrador de animales
• Dibujante gráfico
• Diseñador de joyería/artesanía
• Diseñador de páginas web
• Técnico veterinario
• Mecánico de automóviles
• Técnico en mantenimiento de máquinas
• Especialista en diagnóstico informático
• Director de iluminación escénica
• Diseñador de automoción industrial
• Diseñador paisajista
• Profesor de biología
• Analista de mapas de satélite

• Fontanero
• Técnico en calefacción, ventilación y aire acondicionado
• Técnico en reparación de fotocopiadoras
• Técnico equipamiento audiovisual
• Soldador
• Ingeniero mecánico
• Técnico en radiología
• Técnico reparador de equipos médicos
• Diseñador industrial
• Técnico en cine de animación por ordenador

TRABAJOS PARA PENSADORES DE PALABRAS Y HECHOS

• Periodista
• Traductor
• Vendedor especializado (trabajo en tiendas donde solo se venda un
tipo de producto)
• Bibliotecario
• Analista de bolsa
• Corrector de textos
• Contable
• Analista de presupuestos
• Tenedor de libros y archivos
• Maestro de educación especial
• Confeccionador de índices temáticos
• Logopeda
• Especialista en control de inventarios
• Investigador jurídico
• Especialista en contratos para concesionarios de automóviles
• Historiador
• Escritor técnico
• Cajero de banco
• Guía turístico
• Encargado de ventanilla de información

TRABAJOS PARA PENSADORES DE PATRONES

• Programador informático
• Ingeniero
• Físico
• Músico / compositor
• Estadístico
• Profesor de matemáticas
• Químico
• Técnico en electrónica
• Profesor de música
• Investigador científico
• Analista matemático de búsqueda de datos
• Analista de inversiones financieras y en bolsa
• Asesor de compañías de seguros
• Electricista
APÉNDICE

EL TEST DE COCIENTE DEL ESPECTRO


AUTISTA

El psicólogo Simon Baron-Cohen y sus colegas del Centro de Estudios sobre


Autismo de Cambridge han elaborado el test de cociente del espectro autista,
para medir el grado de rasgos autistas en adultos. En la primera aplicación
importante del test, la puntuación media del grupo de control fue de 16,4. El
80% de los diagnosticados con autismo o algún trastorno relacionado con él
obtuvo una puntuación de 32 o superior. Sin embargo, el test no es una
herramienta de diagnóstico, y muchas personas que obtienen una puntuación
superior a 32 e incluso cumplen los criterios diagnósticos del autismo leve o
el síndrome de Asperger dicen que no tienen problema alguno para
desenvolverse en la vida cotidiana.
Puntuación:

Las respuestas «Totalmente de acuerdo» o «Parcialmente de acuerdo» a los


enunciados 2, 4, 5, 6, 7, 9, 12, 13, 16, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 26, 33, 35, 39,
41, 42, 43, 45 y 46 valen 1 punto. «Totalmente en desacuerdo» o
«Parcialmente en desacuerdo» a los enunciados 1, 3, 8, 10, 11, 14, 15, 17, 24,
25, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 34, 36, 37, 38, 40, 44, 47, 48, 49 y 50, valen 1
punto.
AGRADECIMIENTOS

Quiero dar las gracias a todas las personas que han hecho posible este libro.
En primer lugar, a mi editora, Andrea Schultz, y a mi agente, Betsy Lerner,
que me ayudaron a conceptualizar la estructura del libro. Ha sido maravilloso
trabajar con Richard Panek, mi coautor. Es un escritor extraordinario que
supo entender mi voz y ensamblar toda la estructura del libro. Su capacidad
para el pensamiento verbal y con patrones completó la mía para el
pensamiento visual. Fuimos dos tipos distintos de mente trabajando al
unísono. Sus conocimientos científicos fueron de un valor incalculable en ese
empeño. También quiero dar las gracias a Tracy Roe, la editora, que hizo
mucho más que corregir el original. También es médica, y sus aportaciones
mejoraron mucho la obra. Por último, quiero dar las gracias a Walter
Schneider, Nancy Minshew, Marlene Berhmann y Ann Humphries, de la
Universidad de Pittsburgh, a Marcel Just, de Carnegie Mellon, y a Jason
Cooperrider, de la Universidad de Utah, que realizaron el trabajo sin el cual
no habría nacido este libro.
TEMPLE GRANDIN

Además de a las personas que menciona Temple, quisiera dar las gracias a
Henry Dunow, mi agente, que me puso a trabajar en equipo con Temple; a
Virginia Hughes, cuyos consejos sobre neuroimágenes y genética fueron de
extraordinario valor; y a la propia Temple, colaboradora y fuente de

inspiración. Echaré de menos las reuniones semanales en que poníamos en


común nuestras ideas.

RICHARD PANEK
*Hay traducción castellana de varias de sus ediciones, por ejemplo: Manual diagnóstico
estadístico de los trastornos mentales, publicado por Elsevier Masson. (N. del t.)
1. John Donvan y Caren Zucker, «Autism’s First Child», Atlantic, octubre de 2010.

2. Leo Kan
Kanner,
ner, «Autistic Disturbances of Affective Contact», Nervous Child 2, 1943,
págs. 217-250.
3. Leo Kanner, «Problems of Nosology and Psychodynamics in Early Childhood
Autism», AmAmeerican Journal of Orthopsychiatry 19, n.º 3, 1949, págs. 416-426.
4. «Medicine: The Child Is Father», Time, 25 de julio de 1960, <http://
autismedsp5310s20f10.pbworks.com/f/Time-The+Child+Is+Father.pdf>.
5. <http://w
<http://www.autism-help.org/points-refrigerator-mothers.htm>.
6. Eustacia Cutler, Thorn in My Pocket: Temple Grandin’s Mother Tells the Family
Story, Arlington, Future Horizons, 2004.
7. En la década posterior a la muerte de Bettelheim en 1990, su reputación quedó en
entredicho. Aparecieron pruebas de que había falseado su formación, había plagiado, sus
investigaciones habían sido chapuceras y mintió sobre su condición de médico, pero lo
peor aún fue
fueron las acusaciones de maltrato físico y mental que le hicieron antiguos
alumnos de la Escuela Ortogénica (Richard Pollak, The Creation of Dr. B: A Biography of
Bettelheim, Nueva York, Simon & Schuster, 1997).
Bruno Bettelh
8. Temple Grandin, «My Experiences as an Autistic Child and Review of Selected
Literature», Journal of Orthomolecular Psychiatry 13, n.º 3, 1984, págs. 144-174.
9. Roy RiRichard Grinker, Unstrange Minds: Remapping the World of Autism , Nueva
York, Basic Books, 2007.
10. D. L. Rosenhan, «On Being Sane in Insane Places», Science 179, n.º 4070, 19 de
10.
enero de 1973, págs. 250-258.
11.. Lynn Waterhouse et al., «Diagnosis and Classification in Autism», Journal of Autism
11
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12
12.. Lorna Wing, «Asperger’s Syndrome: A Clinical Account», Psychological Medicine
11, 1981, págs. 115-130.
13
13.. Marissa King y Peter Bearman, «Diagnostic Change and the Increased Prevalence of
Autism», International Journal of Epidemiology 38, n.º 5, octubre de 2009, págs. 1224-
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14.. Ka-Yuet Liu, Marissa King y Peter115,


14
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15. Grinker, Unstrange Minds.

16.. Red ADDM: <http://www.cdc.gov/ncbddd/autism/addm.html>.


16
17
17.. La razón del cambio de los números romanos por los arábigos es que estos últimos
facilitarán posteriores actualizaciones: 5.1, 5.2, etc.

18
18.. Entrevista a Jeffrey S. Anderson.
1. Eric Courchesne et al., «Cerebellar Hypoplasia and Hyperplasia in Infantile Autism»,
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Visual Memory Disturbance», Neurocase 13, n.º 2, abril de 2007, págs. 127-130.
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5. Nancy J. Minshew y Timothy A. Keller, «The Nature of Brain Dysfunction in Autism:
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6. Entrevista a Joy Hirsch.
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Path of Research That Needs Refined Models, Methodological Convergence, and Stronger
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11.. H. C. Hazlett et al., «Teasing Apart the Heterogeneity of Autism: Same Behavior,
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12.. Grace Lai et al., «Speech Stimulation During Functional MR Imaging as a Potential
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13. Jeffrey S. Anderson et al., «Functional Connectivity Magnetic Resonance Imaging
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18.. S. S. Shin et al., «High-Definition Fiber Tracking for Assessment of Neurological
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17.. Individualmente, el aumento del riesgo es muy bajo. Un cambio en el índice de
incidencia solo sería estadísticamente significativo en la población.
18.. Deborah Rudacille, «Family Sequencing Study Boosts Two-Hit Model of Autism»,
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<http://sfari.org/news-and-opinion/news/2011/family-sequencing-study-boosts-two-hit-
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20.. Virginia Hughes, «SHANK2 Study Bolsters “Multi-Hit” Gene Model of Autism»,
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<http://sfari.org/news-and-opinion/news/2012/shank2study-bolsters-multi-hit-gene-model-
of-autism>.
21.. <http://www.universityofcalifornia.edu/news/article/25624>.
21

22.. <http://www.universityofca1ifornia.edu/news/article/24693>.
22
23.
23. Entrevista a Irva Hertz-Picciotto.
24
24.. R. J. Schmidt et al., «Prenatal Vitamins, One-CarbonMetabolism Gene Variants, and
Risk for Autism», Epidemiology 22, n.º 4, julio de 2011, págs. 476-485.
25.. H. E. Volk et al., «Residential Proximity to Freeways and Autism in the CHARGE
25
Study», Environmental Health Perspectives
Perspectives 119, n.º 6, junio de 2011, págs. 873-877.
26
26.. P. Krakowiak et al., «Maternal Metabolic Conditions and Risk for Autism and Other
Neurodevelopmental Disorders», Pediatrics 129, n.º 5, mayo de 2012, págs. 1121-1128.
27
27.. J. E Shelton et al., «Tipping the Balance of Autism Risk: Potential Mechanisms
Linking Pesticides and Autism», Environmental Health Perspectives 120, n.º 7, abril de
2012, págs. 944-951.
28
28.. Philip J. Landrigan et al., «A Research Strategy to Discover the Environmental
Causes of Autism and Neurodevelopmental Disabilities», Environmental Health
Perspectives 120, n.º 7, julio de 2012, págs. a258-a260.
29..
29
<http://www.fda.gov/Safety/MedWatch/SafetyInformation/SafetyAlertsforHumanMedicalP
30
30.. Miriam E. Tucker, «Valproate Exposure Associated with Autism, Lower IQ»,
Internal Medicine News Digital Network, 5 de diciembre de 2011,
<http://www.internalmedicinenews.com/specialty-focus/women-shealth/single-article-
page/valproate-exposure-associated-with-autismlower-iq>.
31
31.. Simons Foundation Autism Research Initiative, 5 de junio de 2012,
<https://sfari.org/news-and-opinion/blog/2012/valproate-fate>.
32.
32. Lisa A. Croen et al., «Antidepressant Use During Pregnancy and Childhood Autism
Spectrum Disorders», Archives of General Psychiatry 68, n.º 11, noviembre de 2011, págs.
1104-1112.
33. A. J. Wakefield et al., «Ileal-Lymphoid-Nodular Hyperplasia, Non-Specific Colitis,
33.
and Pervasive Developmental Disorder in Children», Lancet 351, n.º 9103, 28 de febrero
de 1998, págs. 637-641.

34
34.. Personalmente, no creo que el problema se dé por zanjado hasta que alguien realice
un estudio que distinga a los sujetos regresivos (los niños que inician un desarrollo normal
y después, en torno a los dieciocho meses, retroceden) de los no regresivos.

35.. Editores de The Lancet, «Retraction — “Ileal-Lymphoid-Nodular Hyperplasia, Non-


35
Specific Colitis, and Pervasive Developmental Disorder in Children”», Lancet 375, n.º
9713, 6 de febrero de 2010, pág. 445.

36
36.. David Dobbs, «The Orchid Children», New Scientist, 28 de enero de 2012.
37.. <http://www.utexas.edu/research/asrec/dopamine.html>.
37
38
38.. Kenneth D. Gadow et al., «Parent-Child DRD4 Genotype as a Potential Biomarker
for Oppositional, Anxiety, and Repetitive Behaviors in Children with Autism Spectrum
Disorder», Progress in NeuroPsychopharmacology and Biological Psychiatry 34, n.º 7, 1
de octubre de 2010, págs. 1208-1214.
39.. J. Belsky et al., «Vulnerability Genes or Plasticity Genes?», Molecular Psychiatry
39
14, n.º 8, agosto de 2009, págs. 746-754.
40
40.. W. Thomas Boyce y Bruce J. Ellis, «Biological Sensitivity to Context: I. An
Evolutionary-Developmental Theory of the Origins and Functions of Stress Reactivity»,
Development and Psychopathology 17, n.º 2, 1 de junio de 2005, págs. 271-301.
41. Sigmund Freud, «On Narcissism: An Introduction», en The Standard Edition of the
41.
Complete Psychological Works of Sigmund Freud, vol. 14, Londres, Hogarth Press, 1957.
42.. Sigmund Freud, «Beyond the Pleasure Principle», op. cit., vol. 18.
42
1. Elysa Jill Marco et al., «Sensory Processing in Autism: A Review of
Neurophysiologic Findings», Pediatric Research 69, n.º 5, parte 2, mayo de 2011, págs.
48R-54R.
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sensory overload».
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7. A. E. Lane et al., «Sensory Processing Subtypes in Autism: Association with Adaptive


Behavior», Journal of Autism Developmental Disorders 40, n.º 1, enero de 2010, págs.
112-122.

8. Anjana N. Bhat, «Current Perspectives on Motor Functioning in Infants, Children, and


Adults with Autism Spectrum Disorders», Physical Therapy 91, n.º 7, julio de 2011, págs.
1116-1129.

9. Tito Rajarshi Mukhopadhyay , How Can I Talk If My Lips Don’t Move? Inside My
utistic Mind, Nueva York, Arcade Publishing, 2008.
10.. Obsérvese que Tito no usaba las palabras astronauta o vaca. Tenía que entrar por la
10
puerta trasera, por así decirlo. Más que nombrar el objeto, lo describía.
11.. Arthur Fleischmann y Carly Fleischmann, Carly’s Voice: Breaking Through Autism,
11
Nueva York, Touchstone, 2012.
* «Socorro. Me duelen los dientes». (N. del t.)
12
12.. Henry Markram, «The Intense World Syndrome — an Alternative Hypothesis for
Autism», Frontiers in Neuroscience
Neuroscience 1, n.º 1, 2007, págs. 77-96.
13.
13. B. Gepner y E. Feron, «Autism: A World Changing Too Fast for a Mis-Wired
Brain?», Neuroscience and Biobehavioral Reviews 33, n.º 8, septiembre de 2009, págs.
1227-1242.
14.. Para más detalles sobre el tema, véase el capítulo 6, «Creyente en la bioquímica», de
14
mi libro Pensar con imágenes, y el capítulo 7, «Medications and Biomedical Therapy», de
mi libro The Way I See It (segunda edición).
15.. Temple Grandin, «Visual Abilities and Sensory Differences in a Person with
15
Autism», Biological Psychiatry 65, 2009, págs. 15-16.
16
16.. Donna Williams, Autism: An Inside-Out Approach, Londres, Jessica Kingsley
Publishers, 1996.
17. <http://www.autismathomeseries.com/library/2009/08/insidethe-mind-of-sensory-
17.
overload/.
18.. También se lo llama a veces síndrome Irlen-Meares; por la misma época en que Irlen
18
realizaba sus investigaciones, un maestro de Nueva Zelanda llamado Olive Meares
describía problemas para ver las impresiones en negro sobre papel blanco.
19. <http://www.wrongplanet.net/postp4758182.html8chighlight=>.
19.
20
20.. <http://thewildeman2.hubpages.com/hub/Autistic-SensoryOverload>.
21.. Nathalie Boddaert et al., «Perception of Complex Sounds: Abnormal Pattern of
21
Cortical Activation in Autism», American Journal of Psychiatry 160, n.º 11, 2003, págs.

2057-2060.
22.. F. Tecchio
22 et al., «Auditory Sensory Processing in Autism: A

Magnetoencephalographic Study», Biological Psychiatry 54, n.º 6, septiembre de 2003,


págs. 647-654.
23.. Sandra Sánchez, «Functional Connectivity of Sensory Systems in Autism Spectrum
23

Disorders: An fcMRI study of Audio-Visual Processing», tesis doctoral, Universidad


Estatal de San Diego, 2011.
24.. Véase, por ejemplo, I. Molnar-Szakacs y P. Heaton, «Music: A Unique Window into
24
the World of Autism», Annals of the New York Academy of Sciences 1252 , abril de 2012,
págs. 318-324.
25
25.. Grace Lai et al., «Neural Systems for Speech and Song in Autism», Brain 135, n.º 3,
marzo de 2012, págs. 961-975.
26
26.. R. S. Kaplan y A. L. Steele, «An Analysis of Music Therapy Program Goals and
Outcomes for Clients with Diagnoses on the Autism Spectrum», Journal of Music Therapy
42, n.º 1, primavera de 2005, págs. 2-19.
27.. Catherine Y. Wan y Gottfried Schlaug, «Neural Pathways for Language in Autism:
27
The Potential for Music-Based Treatments», Future Neurology 5, n.º 6, 2010, págs. 797-
805.
28.. Catherine Y. Wan et al., «Auditory-Motor Mapping Training as an Intervention to
28
Facilitate Speech Output in Non-Verbal Children with Autism: A Proof of Concept Study»,
PLoS ONE 6, n.º 9, 2011, <e25505, doi:10.1371/journal.pone.0025505>.
1. Lizzie Suchen, «Scientists and Autism: When Geeks Meet», Nature 479, noviembre
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2. Simon Baron-Cohen et al., «The Autism-Spectrum Quotient (AQ): Evidence from
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3. T. Buie et al., «Evaluation, Diagnosis, and Treatment of Gastrointestinal Disorders in
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2010, págs. S1-18.
4. David R. Simmons et al., «Vision in Autism Spectrum Disorders», Vision Research
49, 2009, págs. 2705-2739.
5. <http://iacc.hhs.gov/events/2010/slides_susan_swedo_043010.pdf>.
6. Véase, por ejemplo, K. K. Chadman, «Fluoxetine but Not Risperidone Increases

Sociability in the BTBR Mouse Model of Autism», Pharmacology, Biochemistry, and


Behavior 97, n.º 3, enero de 2011, págs. 586-594.
7. Laura Pina-Camacho et al., «Autism Spectrum Disorder: Does Neuroimaging Support

the DSM-5 Proposal for a Symptom Dyad? A Systematic Review of Functional Magnetic
Resonance Imaging and Diffusion Tensor Imaging Studies», Journal of Autism and
Developmental Disorders 42, n.º 7, julio de 2012, págs. 1326-1341.

8. También incluía el síndrome de Rett y el trastorno desintegrativo de la infancia, pero


no afectan a este debate.
9. Véase, por ejemplo, Emil F. Coccaro, «Intermittent Explosive Disorder as a Disorder
of Impulsive Aggression for DSM-5», American Journal of Psychiatry 169, junio de 2012,
págs. 577-588.
10. James C. McPartland et al., «Sensitivity and Specificity of Proposed DSM-5
10.
Diagnostic Criteria for Autism Spectrum Disorder», Journal of the American Academy o
Child and Adolescent Psychiatry 51, n.º 4, abril de 2012, págs. 368-383.
11.. M. Huerta et al., «Application of DSM-5 Criteria for Autism Spectrum Disorder to
11
Three Samples of Children with DSM-IV Diagnoses of Pervasive Developmental
Disorders», American Journal of Psychiatry
Psychiatry 10, octubre de 2012, págs. 1056-1064.
12
12.. Judith S. Verhoeven et al., «Neuroimaging of Autism», Neuroradiology 52, n.º 1,
2010, págs. 3-14.
13.. Matthew W. State y Nenad Šestan, «The Emerging Biology of Autism Spectrum
13
Disorders», Science 337, septiembre de 2012, págs. 13011303.
1. Laurent Mottron, «Changing Perceptions: The Power of Autism», Nature 479,
noviembre de 2011, págs. 33-35.
2. Grant K. Plaisted y G. Davis, «Perception and Apperception in Autism: Rejecting the
Inverse Assumption», Philosophical Transactions of the Royal Society B: Biological
Sciences 364, n.º 1522, mayo de 2009, págs. 1393-1398.
3. M. Dawson et al., «The Level and Nature of Autistic Intelligence», Psychological
Science 18, n.º 8, agosto de 2007, págs. 647-662.
4. David Wolman, «The Autie Advantage», New Scientist 206, abril de 2010, págs. 32-
35.
5. Madhusree Mukerjee, «A Transparent Enigma», Scientific American, junio de 2004.
6. Virginia Hughes, «Autism Often Accompanied by “Super Vision”, Studies Find»,
Simons Foundation Autism Research Initiative, 12 de febrero de 2009,
<http://sfari.org/news-and-opinion/news/2009/autism-often-accompanied-by-super-vision-

studies-find>.
7. Tim Langdell, «Recognition of Faces: An Approach to the Study of Autism», Journal

of Child Psychology and Psychiatry and Allied Disciplines 19, n.º 3, julio de 1978, págs.
255-268.
8. Véase, por ejemplo, P. Murphy et al., «Perception of Biological Motion in Individuals

with Autism Spectrum Disorder», Perception 37 ECVP Abstract Supplement, 2008, pág.
113; Evelien Nackaerts, «Recognizing Biological Motion and Emotions from Point-Light
Displays in Autism Spectrum Disorders», PLoS ONE 7, n.º 9, septiembre de 2012, pág.
e44473, PMID 22970227, PMCID PMC3435310.
9. Véase, por ejemplo, R P. Hobson , «The Autistic Child’s Appraisal of Expressions of
Emotion», Journal of Child Psychology and Psychiatry 27, 1986, págs. 321-342.
10.
10. Yo misma no supe hasta los cincuenta años que las personas emitimos sutiles señales
con los ojos. Me cuesta tanto recordar las caras, que, por ejemplo, en una reunión de
trabajo me obligo a reconocer los detalles físicos: «Vale. Esta es la que lleva gafas grandes
de varillas oscuras. Este es el que lleva perilla».
11
11.. Véase, por ejemplo, Michael S. Gaffrey et al., «Atypical Participation of Visual
Cortex During Word Processing in Autism: An fMRI Study of Semantic Decision»,
Neuropsychologia 45, n.º 8, 9 de abril de 2007, págs. 1672-1684; R. K. Kana et al.,
«Sentence Comprehension in Autism: Thinking in Pictures with Decreased Functional
Connectivity», Brain 129, n.º 9, septiembre de 2006, págs. 2484-2493.
12.. B. Keehn et al., «Functional Brain Organization for Visual Search in ASD», Journal
12
of the International Neuropsychological Society 14, nº 6, 2008, págs. 990-1003.
13.. Mottron, «Changing Perceptions: The Power of Autism», op. cit.
13
14.
14. Véase, por ejemplo, Temple Grandin, «My Mind Is a Web Browser: How People
with Autism Think», Cerebrum 2, n.º 1, invierno de 2000, págs. 14-22.
15
15.. Lisa D. Wiggins et al., «Brief Report: Sensory Abnormalities as Distinguishing
Symptoms in Autism Spectrum Disorders in Young Children», Journal of Autism and
Developmental Disorders 39, 2009, págs. 1087-1091.
16.
16. D. L. Williams et al., «The Profile of Memory Function in Children with Autism»,
Neuropsychology 20, n.º 1, enero de 2006, págs. 21-29.
17
17.. Motomi Toichi y Yoko Kamio, «Long-Term Memory and Levelsof-Processing in
Autism», Neuropsychologia 40, 2002, págs. 964-969.
18.
18. Liam S. Carroll y Michael J. Owen, «Genetic Overlap Between Autism,

Schizophrenia, and Bipolar Disorder», Genome Medicine 1, 2009, págs. 102.1-102.7.


19.
19. S. H. Carson, «Creativity and Psychopathology: A Shared Vulnerability Model»,
Canadian Journal of Psychiatry 56, n.º 3, marzo de 2011, págs. 144-153.

20.. John Elder Robison, Be Different: Adventures of a Free-Range Aspergian , Nueva


20
York, Crown, 2011.
1. Temple Grandin, «My Experiences as an Autistic Child and Review of Selected

Literature», Journal of Orthomolecular Psychiatry 13, n.º 3, 1982, págs. 144-174.


2. Véase, por ejemplo, Temple Grandin, «How Does Visual Thinking Work in the Mind
of a Person with Autism? A Personal Account», Philosophical Transactions of the Royal
Society 364, 2009, págs. 1437-1442.
3. Clara Claiborne Park, Exiting Nirvana: A Daughter’s Life with Autism, Nueva York,
Little, Brown and Company, 2001.
* Duende, duendes; estante, estantes; mitad, mitades . Sustantivos que comparten la

forma irregular de formación del plural. (N. del t.)


** Sing, Sang, Sung: formas de infinitivo, pasado y participio de Sing: cantar. Song:
canción. (N. del t.)
4. Entrevista a Jennifer McIlwee Myers.
5. Jennifer Kahn, «The Extreme Sport of Origami», Discover, julio de 2006.
6. Daniel Tammet, Born on a Blue Day: Inside the Extraordinary Mind of an Autistic
Savant, Nueva York, Free Press, 2007. [Hay trad. cast.: Nacido en un día azul, Málaga,
Sirio, 2007.]
7. Philip Bethge, «Who Needs Berlitz? British Savant Learns German in a Week», Der
Spiegel, 3 de mayo de 2009.
8. Véase, por ejemplo, Clifton Callender et al., «Generalized VoiceLeading Spaces»,
Science 320, 18 de abril de 2008, págs. 346-348.
9. Davide Castelvecchi, «The Shape of Beethoven’s Ninth», Science News 173, n.º 17,
24 de mayo de 2008, pág. 13.
10.. J. L. Aragón et al., «Turbulent Luminance in Impassioned van Gogh Paintings»,
10
Journal of Mathematical Imaging and Vision 30, n.º 3, marzo de 2008, págs. 275-283.
11
11.. <http://plus.maths.org/content/troubled-minds-and-perfect-turbulence>.
12
12.. Jennifer Ouellette, «Pollock’s Fractals», Discover, noviembre de 2001.
13
13.. Firas Khatib et al., «Crystal Structure of a Monomeric Retroviral Protease Solved by
Protein Folding Game Players», Nature Structural and Molecular Biology 18, 2011, págs.
1175-1177.

14.
14. Por cierto, no haga caso el lector a lo que dice el Espantapájaros de El mago de Oz
después de recibir el cerebro. Lo que parece que quiere enunciar es el teorema de Pitágoras.
En realidad, lo que dice es: «En todo triángulo isósceles las raíces cuadradas de dos lados

cualesquiera es igual a la raíz cuadrada del lado restante», lo cual es un galimatías. Pobre
Espantapájaros.
15.. D. T. Max, «The Prince’s Gambit», New Yorker, 21 de marzo de 2011.
15

16
16.. Philip E. Ross, «The Expert Mind», Scientific American, agosto de 2006.
17.. Michael Shermer, The Believing Brain: From Ghosts and Gods to Politics and
17
Conspiracies. How We Construct Beliefs and Reinforce Them as Truths, Nueva York,
Times Books, 2011.
18
18.. Mario Livio, The Golden Ratio: The Story of Phi, the World’s Most Astonishing
Number, Nueva York, Broadway Books, 2003. [Hay trad. cast.: La proporción áurea: la
historia de phi, el número más enigmático del mundo, Barcelona, Ariel, 2006.]
19
19.. Neal Karlinsky y Meredith Frost, «Real “Beautiful Mind”: College Dropout Became
Mathematical Genius After Mugging», ABCNews.com, 27 de abril de 2012,
<http://abcnews.go.com/blogs/health/2012/04/27/realbeautiful-mind-accidental-genius-
draws-complex-math-formulas-photos>.
20
20.. «The Mathematics of Hallucination», New Scientist, 10 de febrero de 1983.
21.. <http://thesciencenetwork.org/media/videos/52/Transcript.pdf>.
21
22.. Gerhard Werner, «Fractals in the Nervous System: Conceptual Implications for
22
Theoretical Neuroscience», Frontiers in Physiology 1, julio de 2010, pág. 15,
<doi:10.3389/fphys.2010.00015>.
23. <http://releases.jhu.edu/2012/10/04/jhu-cosmologists-receivenew-frontiers-award-
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for-work-on-origami-universe/>.
24.. Maria Kozhevnikov et al., «Revising the Visualizer-Verbalizer Dimension: Evidence
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for Two Types of Visualizers», Cognition and Instruction 20, n.º 1, 2002, págs. 47-77.
25. Maria Kozhevnikov et al., «Spatial versus Object Visualizers: A New
25.
Characterization of Visual Cognitive Style», Memory and Cognition 33, n.º 4, 2005, págs.
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26.. Entrevista a Maria Kozhevnikov.
26
27
27.. Angélique Mazard et al., «A PET Meta-Analysis of Object and Spatial Mental
Imagery», European Journal of Cognitive Psychology 16, n.º 5, 2004, págs. 673-695.
28
28.. Mary Hegarty y Maria Kozhevnikov, «Types of Visual-Spatial Representations and
Mathematical Problem Solving», Journal of Educational Psychology 91, n.º 4, 1999, págs.

684-689.
29.. Kozhevnikov et al., «Spatial versus Object Visualizers», op. cit.
29
30.. O. Blajenkova et al., «Object-Spatial Imagery: A New Self-Report Imagery
30

Questionnaire», Applied Cognitive Psychology 20, 2006, págs. 239-263.


31.. M. A. Motes et al., «Object-Processing Neural Efficiency Differentiates Object from
31
Spatial Visualizers», NeuroReport 19, n.º 17, 2008, págs. 1727-1731.

32
32.. Véase, por ejemplo, Maria Kozhevnikov et al., «Trade-Off in Object versus Spatial
Visualization Abilities: Restriction in the Development of Visual-Processing Resources»,
Review 17, n.º 1, 2010, págs. 29-35.
Psychonomic Bulletin and Review
33.. G. Borst et al., «Understanding the Dorsal and Ventral Systems of the Human
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Cerebral Cortex: Beyond Dichotomies», American Psychologist 66, n.º 7, octubre de 2011,
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6. <http://theweek.com/article/index/232522/virtual-princeton-a-guide-to-free-online-
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9. Brent Schlender, «Exclusive: New Wisdom from Steve Jobs on Technology,
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2012.
10. Carla K. Johnson, «Startup Company Succeeds at Hiring Autistic Adults»,
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Associated Press, 21 de septiembre de 2011, <http://news. yahoo.com/startup-company-
succeeds-hiring-autistic-adults-162558148. html>.

11.. <http://www.walgreens.com/topic/sr/distribution_centers.jsp>.
11
12
12.. Entrevista a Savino Nuccio D’Argento.
* Organización que se ocupa de buscar y facilitar oportunidades de empleo a personas

con distintos tipos de discapacidad. (N. del t.)


13.. Entrevista a John Fienberg.
13
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www.rbalibros.com

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