Está en la página 1de 30

EPOJÉ Y PROBLEMA DE DIOS.

UNA PERSPECTIVA DESDE ZUBIRI

VÍCTOR MANUEL TIRADO SAN JUAN


UNIVERSIDAD PONTIFICIA DE SALAMANCA
FACULTAD DE TEOLOGÍA SAN DÁMASO
MADRID

El campo arroja a la inteligencia ante una realidad real, pero extracampal. Y este
lanzar ante sí, actualizando aquello hacia lo cual estamos lanzados, es justo lo que
etimológicamente significa la palabra problema... Este estar siendo actual en cierto
modo sin serlo plenamente es el problematismo...
(ZUBIRI, Inteligencia y razón, 64)

Muchas veces se refiere Zubiri al “hombre actual”, a nosotros, a los euro-


peos u occidentales postmodernos, como ese hombre que aparentemente se
sitúa más acá (o más allá, según se mire) del teísmo o ateismo: “El hombre
actual —afirma en el Hombre y Dios1— se caracteriza no tanto por tener una
[/] idea de Dios positiva (teísta) o negativa (ateísta) o agnóstica, sino que se
caracteriza por una actitud más radical: por negar que exista un verdadero
problema de Dios”. De manera similar en El problema teologal del hombre2
leemos: “El hombre actual, sea ateo o creyente, se halla en una actitud más
radical. Para el ateo no sólo no existe Dios, sino que ni siquiera existe un
problema de Dios... y estima que la realidad de Dios es algo que incumbe
sólo al creyente. Pero esto mismo acontece al teísta. El teísta cree en Dios,

1
X. ZUBIRI, El hombre y Dios (Madrid 1985) 11-12.
2
X. ZUBIRI, “El problema teologal del hombre”, en: A. VARGAS-MACHUCA (ed.), Teología y
mundo contemporáneo. Homenaje a K. Rahner en su 70 cumpleaños (Madrid 1975) 55-64.

Revista Española de Teología 68 (2008) 163-192


164 V. TIRADO

pero no vive a Dios como problema... el problema de Dios, en tanto que pro-
blema, sería así asunto reservado al ateo [... y] siente casi como un contra-
ser, pensar que su fe sea la solución a un problema. El hombre actual, pues,
sea ateo o teísta, pretende que no tiene en su realidad vivida un problema de
Dios”. Y la posición de Zubiri a este respecto es tajante: el hombre actual,
sea creyente, ateo, agnóstico o incluso indiferente, es ingenuo. Es ingenuo
porque ignora que su posición teológica es en todo caso una posición gana-
da, construida a partir de lo que es un problema estructural, constitutivo y
originario suyo: el problema de Dios o el problema teologal.
Cabe aquí preguntarse si es ésta una debilidad exclusiva del hombre ac-
tual o lo es más bien de muchos hombres en todas las épocas, es decir, que
respondería no tanto a una coyuntura o época histórica, cuanto a una deter-
minada actitud personal. El propio Santo Tomás parece plantear la cuestión
de un modo similar a Zubiri cuando rechaza la sentencia de Juan Damasce-
no según la cual “el conocimiento de que Dios existe está impreso en todos
los hombres por naturaleza”3, al mismo tiempo que también rechaza el argu-
mento ontológico de San Anselmo, pues lo que en sí mismo es evidente no
tiene por qué serlo para nosotros y en tal medida necesita ser demostrado4.
Parece, pues, que para muchos hombres del Medievo su teísmo adolecía de
similar ingenuidad a la nuestra en tanto en cuanto al estar completamente
convencidos de la existencia de Dios no admitían en modo alguno que dicha
existencia fuera problemática.
¿Quiere esto decir que la certeza de la fe conlleva necesariamente una
cierta ingenuidad que desconoce la condición originariamente problemática
de Dios en la vida del hombre? No necesariamente. El mismo ejemplo de
Santo Tomás lo avala. Una fe sólida es compatible con el reconocimiento de
la condición originariamente problemática de Dios en nuestra vida así como
con la conveniencia, y hasta la necesidad, de desarrollar en la medida de lo
posible una vida filosófica que trate de fundamentar intelectivamente la firme
convicción de fe5. Ni la existencia ni la esencia de Dios son originariamente

3
SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica I, Parte I (Madrid 1988) q. 2; art. 1, 108.
4
Ibíd., 108-109.
5
Por otra parte, la esencia misma de la epojé fenomenológica reconoce explícitamente en
su formulación husserliana, que su puesta en practica no supone en modo alguno el quebranta-
miento de nuestra convicción en las creencias en que vivimos y cuya fundamentación, no obs-
tante, emprendemos. Poner entre paréntesis nuestras creencias, para someterlas a la crítica
teórica radical, no quiere decir dejar de creer en ellas. E. HUSSERL, Ideen zu einer reinen
Phänomenologie und phänomenologischen Philosophie; 1. Buch: allgemeine Einführung in die
reine Phänomenologie, Husserliana, gesammelte Werke, Bd. III/1 (den Haag 1976) 63 (salvo
EPOJÉ Y PROBLEMA DE DIOS 165

evidentes (desde el punto de vista intelectivo) para nosotros. Necesitamos


recorrer cierto camino vivencial, necesitamos de ciertas mediaciones vitales
para llegar a una determinada posición al respecto (lo cual no significa que
todas estas mediaciones muestren a la postre el mismo grado de legitimi-
dad). En todo caso, ninguna posición humana en relación con Dios es origi-
naria, sino el resultado de un complejo proceso vital, que involucra todas las
dimensiones humanas (intelectiva, sentimental y práctica): esta es la posición
de partida de Zubiri.
Planteada así la cosa, nos encontramos ante una situación vital similar a
cuantas necesitan ser depuradas por la reducción fenomenológica. La reduc-
ción fenomenológica o epojé trascendental es el método que Husserl postula
para que el hombre pueda abandonar la actitud natural ingenua de la vida
cotidiana y pasar así a la actitud filosófica, crítica y reflexiva del hombre que
ha optado por la búsqueda radical de la verdad. Está orientada a reducir lo
mentado y juzgado en la vida de conciencia a lo estrictamente dado6. Es
decir, se trata de depurar las creencias hasta fundarlas en el fenómeno o los
fenómenos originarios en los que encuentran legitimidad, lo que nos sitúa en
una nueva posición, la del hombre reflexivo consciente del auténtico sentido
de su vida y de las opciones en que transita, de sus límites y de sus posibili-
dades.

indicación en contra usamos la traducción de José Gaos del Fondo de Cultura Económica,
México 1962 en la reimpresión de Madrid 1985): “[Con la epojé fenomenológica] No se trata de
una conversión de la tesis en la antítesis, de la posición en la negación; tampoco de una conver-
sión en conjetura, sospecha, indecisión, duda...: nada de esto pertenece al reino de nuestro libre
albedrío. Es más bien algo enteramente peculiar. No abandonamos la tesis que hemos practica-
do, no hacemos cambiar en nada nuestra convicción, que sigue siendo la que es mientras no
introducimos nuevas razones de juzgar, que es justo lo que no hacemos. Y, sin embargo, expe-
rimenta la tesis una modificación —mientras sigue siendo la que es, la ponemos, por decirlo así,
‘fuera de juego’, la ‘desconectamos’, la ‘colocamos entre paréntesis’—. La tesis sigue existiendo,
como lo colocado entre paréntesis, sigue existiendo dentro del paréntesis, como lo desconecta-
do sigue existiendo fuera de la conexión [... se trata de] un determinado modo sui generis de
conciencia que se agrega a la simple tesis primitiva... Este cambio de valor es cosa de nuestra
absoluta libertad y hace frente a todos los actos en que el pensar toma posición, pudiendo coor-
dinarse con la tesis, pero no conciliarse con ella”.
6
Ibíd., 51.: “... toda intuición en que se da algo originariamente es un fundamento de dere-
cho del conocimiento; que todo lo que se nos brinda en la intuición originariamente (por decirlo
así, en su realidad corpórea), hay que tomarlo simplemente como se da... dentro de los límites
en que se da... ninguna teoría podría sacar su propia verdad sino de los datos originarios. Toda
proposición que no hace sino dar expresión a semejantes datos, limitándose a explicitarlos por
medio de significaciones fielmente ajustadas a ellos es... un comienzo absoluto... un principium”.
166 V. TIRADO

Hay, pues, que romper en todo caso con una ingenuidad —de la que
eventualmente se será más o menos responsable—: la ingenuidad de ignorar
el carácter absolutamente complejo y construido de nuestras creencias, la
mayor parte de las cuales son el producto de un complicado entramado de
vida intencional consciente, que al menos una vez en la vida debe ser des-
construido y aclarado, revisado reflexivamente en su génesis con el fin de
esclarecer y asegurar sus fundamentos.
Esta es claramente la tarea que parece proponerse Zubiri cuando aborda
esta cuestión. Lo que se busca es: el “hecho” del problema de Dios en el
hombre “y no una teoría”; “... lo que aquí buscamos —vuelve a insistir Zubi-
ri— es un análisis de hechos, un análisis de la realidad humana tomada en y
por sí misma [.../...] Lo teologal es, pues, en este sentido, una estricta dimen-
sión humana, accesible a un análisis inmediato”7. Es decir, Zubiri avanza que
el resultado de esa fenomenología genética que desconstruye (analiza) las
respectivas posiciones relativas a Dios es el desvelamiento de una estructura
o dimensión humana a la que denomina “problema de Dios”. En la medida en
que toda posición personal respecto de Dios partiría necesariamente de este
“problema de Dios”, y en la medida en que este denominado “problema de
Dios” sería una dimensión humana, i.e., estaría ligado a la esencia misma del
hombre, el problema de Dios sería el dato originario que la epojé pretende
desvelar en su desconstrucción.
También aquí sigue Zubiri estrictamente la ascesis que impone la epojé
fenomenológica, cuando reduce o limita ‘al hombre’ las afirmaciones con
pretensiones de verdad. Esto es decisivo y explica por qué comienza Zubiri
siempre sus escritos referentes al problema de Dios hablando del hombre,
exponiendo lo esencial de su antropología filosófica. Es que el problema de
Dios arraiga en la estructura originaria misma del ser humano fenomenológi-
camente reducido, esto es, en lo humano esencial, dado de manera origina-
ria e indubitable a la conciencia reflexiva, y que es, como se puso de mani-
fiesto desde Descartes, su vida de conciencia. Como se verá por toda la
descripción que haremos, el problema de Dios no es un problema trascen-
dente, ni del otro mundo, ni de fe, sino que es un problema inherente a la
esencia misma del hombre, porque el problema de Dios pertenece a la es-
tructura humana misma.
Hay aquí, empero, una cuestión crucial a la que deberemos ir aludiendo
en diferentes momentos, y es la del alcance de la evidencia lograda con la

7
X. ZUBIRI, “El problema teologal del hombre”, 56-57 (las cursivas son mías). En idéntico
sentido ID., El hombre y Dios, 12-13.
EPOJÉ Y PROBLEMA DE DIOS 167

descripción fenomenológica. Hay dos posibilidades: o bien, lo que la descrip-


ción mostraría con evidencia apodíctica sería exclusivamente la estructura
teologal del hombre, es decir, que todo hombre tiene el problema de Dios,
pero, sin resolver este problema positiva o negativamente; o, por el contrario,
la evidencia lograda alcanzaría a mostrar, no solamente que el problema de
Dios pertenece a la estructura del hombre, sino que todo hombre lleva a Dios
mismo dentro. La cuestión es decisiva en sí misma, y también lo es para la
interpretación del propio pensamiento de Zubiri en relación con su concep-
ción de la razón, y en concreto, de su ‘intrínseco problematismo’. Zubiri pare-
ce oscilar entre las dos posiciones. Muchas veces afirma esta última tesis: el
hombre lleva a Dios dentro, pero no lo sabe, y, justamente la filosofía, la
buena filosofía, nos ayudaría a conocer este hecho. Por eso el hombre, tarde
o temprano, deberá abandonar su actual alejamiento de Dios, y volver a
Dios, para poder seguir siendo hombre8. Sin embargo, otras veces parece
situar la resolución del problema de Dios fuera del ámbito de la filosofía pri-
mera. En tal caso, pertenecería a un movimiento de la “razón”, en el sentido
en el que él conceptúa la razón: como el movimiento más derivado de la
inteligencia al que es inexorablemente inherente un carácter problemático, es
decir, que sus postulaciones no pueden por esencia ser concluyentes, por-
que conllevan necesariamente determinadas opciones de la libertad propias
de cada persona9. ¿Sería éste, en tal caso, el orto de la fe? Veremos que no
exactamente.
Volviendo al tema de la epojé, es de resaltar, porque ello tiene conse-
cuencias para nuestro tema, que la interpretación que tanto el creador de la
fenomenología como Zubiri hacen de esta estructura originaria de la realidad
humana, es ya divergente desde la base, pues, como es sabido, mientras
que el pensador alemán optó por el idealismo trascendental, Zubiri lo hizo, en
cambio, por un realismo trascendental: comenzar por la noología no significa
acabar negando la posibilidad de que el nous humano acceda a una realidad

8
ZUBIRI, El hombre y Dios, 161: “Dios es el constituyente de mi ser y por tanto es el funda-
mento de la plenitud de la vida. Y no estoy hablando del Dios del cristianismo sino de Dios en
cuanto Dios. El Dios del cristianismo no es sino la revelación definitiva de Dios en cuanto Dios...
Dios no es aquello a lo que el hombre se dirige como ‘otro’ mundo y ‘otra’ vida, sino que es justo
aquello que constituye esta vida y este mundo. El ‘otro’ mundo es cuestión de fe y no de pura
razón [...así las cosas] el hombre volverá a Dios no para huir de este mundo y de esta vida...
sino al revés volverá a Dios para poder sostenerse en el ser, para poder seguir en esta vida y
este mundo, para poder seguir siendo lo que inexorablemente jamás podrá dejar [/] de tener que
ser: Un Yo relativamente absoluto”.
9
X. ZUBIRI, Inteligencia y razón (Madrid 1983) Cf. 61ss.; 107ss.
168 V. TIRADO

stricto sensu, la cual desborda la propia realidad de dicho nous. La primacía


del nous en el caso del hombre es gnoseológica, metodológica, más no onto-
lógica10.
Aunque, ciertamente, no vamos a entrar aquí directamente en esta cues-
tión, sí conviene hacer algunas puntualizaciones orientativas. Desde que
Husserl puso en marcha, refinando la reflexión cartesiana, el método de la
reducción fenomenológica, cuantos herederos ha habido y hay de la misma,
compiten por aplicarla en toda su radicalidad. De lo que se trata es de apren-
der a ver para llevar la filosofía a su plena pureza y tratar así de describir en
su originariedad y al margen de cualquier contaminación teórica suplementa-
ria, los ‘hechos’ primordiales del acceso humano a la realidad en toda su
radicalidad y apertura (apertura a la realidad ‘otra’ y a la realidad ‘propia’). Se
trata de poner las condiciones que permitan que la pura donación tenga lu-
gar. Husserl pensó, como decíamos, que lo estrictamente dado, lo dado de
manera absoluta, no permite trascender la inmanencia de la vida de concien-
cia para afirmar una realidad en sí independiente de dicha conciencia. Dentro
de la epojé, es decir, dentro de los límites de la ciencia estricta, de la filosofía
primera, tan sólo cabría, a lo sumo, afirmar la realidad mundanal como nóe-
ma, esto es, como ‘trascendencia en la inmanencia’, como puro correlato
noemático producto de la actividad intencional constituyente de esa concien-
cia trascendental originaria. Es en este contexto en el que Husserl plantea el
problema de Dios. Si tenemos noticia apodíctica de Dios, ha de ser en la
esfera de la ‘inmanencia’ de la conciencia en su doble dimensión noético-
noemática, único ámbito apodícticamente dado y que queda como verdadero
residuo fenomenológico11. Husserl, creo yo, plantea el tema de Dios de una
manera similar a la de Zubiri (también a la de Heidegger), en el sentido de
que apunta a la cuestión del fundamento tal y como opera en el factum de la
vida trascendental fenomenológicamente reducida. Sin embargo, Husserl lo
plantea exclusivamente en el orden de la teleología. Se trata de que el orden
teleológico de los nexos de apariencias en los que fluye la vida intencional de

10
Este ha sido el tema de gran parte de mis investigaciones sobre ambos filósofos. Véase
Intencionalidad, actualidad y esencia: Husserl y Zubiri (Salamanca 2002) y Husserl et Zubiri. Six
études pour une controverse (Paris 2005). Algunos intérpretes anglosajones hablan a este res-
pecto para referirse a la epojé husserliana de “solipsismo metodológico”.
11
Para esta cuestión del problema de Dios en Husserl: A. SERRANO DE HARO, “Reducción
fenomenológica y ateísmo”: Anales del Seminario de Metafísica 29 (1995) 104-123. Y R. A.
MALL, “The God of Phenomenology in Comparative Contrast to that of Philosophy and Theology”:
Husserl Studies VIII (1991).
EPOJÉ Y PROBLEMA DE DIOS 169

la conciencia humana no puede encontrar su fundamento más que en un


absoluto que, de alguna manera, trasciende la conciencia finita del hombre12.
Pero, en fin, la descripción que Zubiri hace de la esencia de la vida cons-
ciente del hombre tampoco coincide plenamente con la que hace el pensador
alemán y por ello difiere también el modo cómo ambos plantean el problema
de Dios.
La dificultad de la descripción reside, como decíamos más arriba, en que
la vida consciente de cualquiera de nosotros está revestida de toda una red
de creencias y sentidos construidos y, entonces, se trata de intentar poner
todo esto entre paréntesis para poder acceder así a lo estrictamente esen-
cial, a lo indubitablemente dado, sobre cuya base todo este entramado de
sentido ha sido ulteriormente construido a lo largo de nuestra biografía. Co-
mo decíamos antes, esta tarea desveladora la podría, e incluso la debería
realizar tanto el creyente como el ateo, el agnóstico o el indiferente. Lo que
ocurre en la vida cotidiana prefilosófica (prefenomenológica), es que ésta
construye sus creencias al margen de una reflexión de este tipo, es decir, las
construye en una especie de ‘reflexividad inmediata’ —precaria desde el
punto de vista conceptual y de la claridad intelectiva— al hilo de los eventos
que van constituyendo su trama dramática. ¡Qué duda cabe, no obstante,
que una reflexión radical, verdaderamente científica, como la que la epojé
fenomenológica implica, supondría una garantía racional capaz de depurar
los prejuicios en los que tantas veces el drama de la vida ha ido enrocando al
espíritu¡ En todo caso, el coraje de este examen crítico sería una muestra de
salud, de humildad y de una envidiable frescura espiritual. Por esto, nosotros
creemos que el análisis fenomenológico, aunque no pueda aclarar todo el
misterio de la realidad, y desde luego de la realidad de Dios —porque no le
es posible a un espíritu finito alcanzar en este sentido el saber absoluto y,
entonces, queda siempre un espacio para la libertad, para la fe, y también
para el riesgo en la vida del individuo—, es, no obstante, capaz de dilucidar
verdades absolutas en relación al hombre y el mundo, verdades que, en todo
caso, pueden permitirnos arrojar una mayor luz sobre las diferentes opciones
que en relación con este problema adoptan las personas. En realidad es esto
lo que hace Zubiri, pues al final, su descripción no sólo sirve para fundar su
posición en torno al problema de Dios, sino que sirve a la vez, para hacer
una fenomenología de las distintas actitudes en torno al problema de Dios:
todas las formas de teísmo; el agnosticismo; el indiferentismo y el ateísmo.

12
HUSSERL, 109 (nota que sigue al §51).
170 V. TIRADO

II

El análisis que Zubiri hace de la estructura teologal del hombre es el


siguiente. La vida del hombre se alza sobre la aprehensión primordial de
realidad. Este es el núcleo de nuestra vida consciente, sobre el cual y a partir
del cual va desplegándose el dinamismo de la vida. Este dinamismo es
genialmente descrito por el pensador español en su trilogía sobre la
inteligencia (Inteligencia y Realidad; Inteligencia y Logos e Inteligencia y
Razón). Pero, en todo caso, estos dos momentos del dinamismo del espíritu
—permítaseme aquí esta expresión no zubiriana para designar la unidad
plenaria de la vida personal, incluyendo no sólo el sentimiento y la volición,
además de la inteligencia, sino el mismo cuerpo en tanto en cuanto ‘parte’
también inseparable del hombre— son momentos ulteriores y fundados en el
momento originario de la aprehensión primordial. Así las cosas, la “teología”
en la que vivimos; ya sea la teología católica o protestante, bien sea
musulmana o incluso una teología atea o agnóstica o de la indiferencia
—pues también ellas son teologías, en tanto son construcciones de sentido
en relación al problema de Dios—, todas ellas son productos del logos, y,
eventualmente, de la razón13. Mas lo que aquí pretendemos es ponerlas
entre paréntesis en la medida en que vamos a tratar de remontarnos a ese
fondo de vida originario pre-teórico, en el sentido de pre-construido, que
sería universal y propio de todo hombre, base inexorable sobre la que ad-
optar cualquier posición ulterior en torno al problema de Dios.
Siempre la vida de conciencia reposa sobre la aprehensión primordial de
realidad. Siempre estoy ya en la realidad, entre las cosas reales del mundo.
¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que una multiplicidad de contenidos
sensibles de todo orden, visuales (colores, brillos, figuras, etc...), sonoros,
olfativos... se alza frente a mí como una multiplicidad de alteridades que son
de suyo. Están ahí manifestándose en lo que de suyo son, es decir, revelan-
do una especie de escisión primordial, de herida originaria y primigenia que,

13
Hay que entender aquí ‘logos’ y ‘razón’ en sentido zubiriano, es decir, se trata de modula-
ciones ulteriores de la aprehensión primordial de realidad, que es el verdadero núcleo y raíz de
la inteligencia humana. El logos consiste en el despliegue de la inteligencia que, rompiendo la
compacidad originaria de la aprehensión primordial “intelige unas cosas entre otras” gracias a un
doble movimiento de retracción y de reversión a la cosa, que constituye el juicio. La razón es un
desarrollo del logos que trasciende el campo perceptivo para sondear la realidad profunda y
mundanal de las cosas a través de la construcción de esbozos que se ponen experiencialmente
a prueba. Cf. X. ZUBIRI, Inteligencia sentiente (Madrid); ID., Inteligencia y logos (Madrid); ID.,
Inteligencia y razón (Madrid).
EPOJÉ Y PROBLEMA DE DIOS 171

empero, me es entrañable, pues esta irreductibilidad del ser de lo otro sensi-


ble que impresivamente se me impone, no es sólo la manifestación de una
incancelable cesura ontológica, que escinde la vida desde el comienzo y de
forma estructural en ella misma y lo otro que se le impone —el mundo—; sino
que esta rebeldía de los contenidos reales que me afectan imponiéndome un
límite (un límite no sólo individuante de mi ser propio, sino también, un límite
gnoseológico y práctico, pues el mundo es lo que se me impone, se me opo-
ne y se me resiste), esta rebeldía, decimos, es a la vez y a una constituyente
(fundante) de mi propia vida (por ello es entrañable): lo otro real que se me
impone como siendo otro, es decir, como teniendo un ser en propio irreducti-
ble a mi ser y a sus potencialidades constituyentes, es a un tiempo, paradóji-
camente, parte de la entraña de mi propio ser, y así uno de los momentos del
arché del que brota mi propia realidad personal. Creo que para Zubiri este es
precisamente el dato más originario al que cabe remontarse: es, como va-
mos a ver, la religación o la esencia teologal de la vida del hombre: el pro-
blema de Dios. Pero prolonguemos la descripción en la dirección en la que
Zubiri lo hace.
En realidad, la escisión yo-mundo (entendiendo aquí por ‘yo’ el lado sub-
jetivo de la intelección, es decir, el quedar en tanto que quedar o mera actua-
lidad, sin entrar en el estricto problema del yo como polo de mismidad auto-
consciente y sede de la voluntad) no recoge lo esencial de la descripción
zubiriana de la experiencia originaria y originante. Esta escisión ha sido de
una u otra forma puesta de manifiesto por todos los fenomenólogos; es la
cesura intencional de Husserl entre la vivencia constituyente y el objeto in-
tencional constituido, que es una trascendencia en la inmanencia, o el ser-
en-el-mundo de Heidegger como parte no independiente del ser-en (“Sein
in”) y del sí-mismo (“sich selbst”) en que consiste la estructura existenciaria
del Dasein, etc... Lo peculiar de la descripción zubiriana reside en la noción
de realidad o en la condición de reales que afecta a los diversos contenidos
intelectivamente aprehendidos, así como en el esfuerzo descriptivo que el
pensador español despliega en torno a esta noción. Que ni siquiera el con-
cepto de mundo es el primordial se ve porque el mundo no es más que una
modulación de la respectividad de lo real, por muy fundamental que esa mo-
dulación sea. De hecho, la persona es real antes que mundanal, es persona
antes que me, mi o yo14.
14
Zubiri establece una serie de niveles ontológicos en la constitución del yo. El primario y
más originario es el me, que es la apertura misma del ámbito de la subjetividad en tanto en
cuanto representa el lado ‘mío’ en la originaria co-actualidad de realidad. Pero el me modula en
mí y a la postre en yo. El yo, pues, tiene para Zubiri un cierto carácter consecutivo, en la medida
172 V. TIRADO

¿En qué sentido, pues, esta noción zubiriana de realidad, envuelve la


estructura teologal del hombre? En parte ya hemos referido algunas cuestio-
nes decisivas. Lo real es, por un lado, esa alteridad compacta de sensacio-
nes que se me impone y me afecta, pero como siendo de suyo lo que es. El
envés de este ser de suyo propio de las cosas es la apertura del ámbito de la
subjetividad, es decir, de mi mismidad yoica o suidad como reversión sobre
sí de la propia vivencia o autoposesión radical de la vida consciente. Las
cosas aparecen como siendo de suyo lo que son, y en tal medida abren la
distancia intencional pasiva entre ellas y su quedar en mi inteligencia, lugar
del yo originario. Lo decisivo es que esta apertura no es un rendimiento de mi
actividad sujetiva, sino, justamente al contrario, la constitución misma de mi
vida subjetiva desde la cosa real que aparece. La actualidad intelectiva que
hace brotar la conciencia —y la autoconciencia, pues, según decimos, la
aprehensión primordial es a la par y a una actualidad y co-actualidad— lleva
intrínsecamente la marca de una anterioridad respecto de la conciencia mis-
ma, por mucho que sea, justamente, en esa misma conciencia el lugar donde
se manifieste. Es lo que Zubiri llama el prius, que en la dirección subjetiva
implica o señala la condición ontológicamente fundada de la vida consciente,
es decir, de la vida personal. Por eso “el búho de Minerva sólo emprende su
vuelo a la llegada del crepúsculo”, porque la realidad va siempre antes y la
conciencia humana detrás. Yo no soy previo a la realidad como postula el
idealismo, sino que la realidad es previa, me funda y me constituye. Me cons-
tituye como lo que primeramente soy: conciencia autoconsciente, ser para sí
y sobre sí, autoposesión, hyperkeímenon15. Y por ello mismo me constituye
en la totalidad de lo que soy. Si soy libre, es porque la realidad me hace ser
libre: la realidad me hace hacer-me; y si soy inteligente, es porque la realidad
me hace inteligir; y si soy realidad afectivamente templada, es porque la rea-
lidad me afecta (me constituye afectiva y afectantemente). Veamos esto,
porque es la clave de la estructura teologal del hombre.
Como decíamos antes, la realidad es más que lo mundanal, y más que yo
mismo, aunque lo mundanal y yo mismo seamos decisivos para que se esta-
blezca este más que el mundo es. Ahora mismo mi vida de conciencia está

en que se funda en el mi y el me, siendo la actualidad de estas dimensiones previas en el mun-


do. El asunto es difícil y de gran interés, pero no podemos detenernos en ello aquí.
15
ZUBIRI, El hombre y Dios 48-49: “...el hombre se comporta respecto de su propio carácter
de realidad [...] no solamente soy ‘de-suyo’ (en esto coincido con todas las demás realidades),
sino que además soy ‘mío’... esto que he llamado suidad, el ‘ser-suyo’ [.../...] la suidad constitu-
ye, a mi modo de ver, la razón formal de la personeidad…”.
EPOJÉ Y PROBLEMA DE DIOS 173

sostenida por el enigmático y constante aparecer de mi propio cuerpo y de


las cosas mundanas que me ‘rodean’. Sostiene, por ejemplo, mi vida de con-
ciencia la casa donde habito, que enigmáticamente funda su aparecer a mi
mirada, a mi oído, a mi tacto... Tercamente aparece en su solidez reica haga
yo lo que haga, pues si cierro los ojos persiste el mundo en el sonar; y si
cierro los oídos, persiste en el oler; y si me tapo la nariz, persiste ahí soste-
niendo mi cuerpo en su gravidez. Siempre que vivo en vigilia estoy en el
mundo. Ese mundo que es de suyo y se me impone es, pues, un ingrediente
primordial de mi vida; y así, un elemento clave de su estructura originaria,
que Zubiri describe de la siguiente manera. El mundo se compone de cosas.
No importa aquí a los efectos de nuestro análisis el problema de si estas
cosas gozan de sustantividad propia o más bien son cosas-sentido, esto es,
cosas constituidas como tales por el logos y los intereses humanos (en la
acepción zubiriana de ‘logos’ a la que antes nos hemos referido). No importa,
porque la cosa-sentido, i.e., el útil o el objeto cultural en general, reposa
siempre sobre la cosa-real. Lo que de verdad importa es que, delimitado un
‘trozo’ del mundo, por ejemplo, mi ordenador, o mi perro, o mi propio cuerpo,
veo, por un lado, que son intrínsecamente reales, como se revela en el
hecho anteriormente descrito de su suidad (en el sentido de ser de-suyo y no
en el sentido humano de ser para-sí y sobre sí autoposeyéndose): el ordena-
dor es de-suyo lo que es, es ‘nuda realidad’ que envuelve riqueza de notas,
tiene la solidez de lo real que genera una ‘fuerza que se impone’, así como la
‘dureza’ de estar siendo. Y lo mismo ocurre con mi perro y con mi cuerpo.
Mas esta condición suya intrínseca de realidad, esta formalidad, en términos
zubirianos, rebasa cada una de las cosas que formaliza. La realidad es del
ordenador pero no se agota, no puede agotarse ni encerrarse en el ordena-
dor, ni en mi perro, ni en mi cuerpo, ni en mí mismo, ni en nada real, ni en la
totalidad de las cosas reales. La realidad es el misterioso enigma que consti-
tuye las cosas en su mismidad más íntima —también a mí, insisto, en tanto
que real y sea yo lo que sea—, pero que no se identifica con ninguna de
ellas, de manera que las desborda, las ex–cede, es más. La realidad consti-
tuye la cosa a la vez que la abre en respectividad esencial a ‘lo otro real’
intramundano, pero también extramundano, porque, como decimos, ni siquie-
ra la totalidad de los entes se identifica con ‘la’ realidad. Es lo que el pensa-
dor español denomina el poder de lo real16. Que ni siquiera la totalidad de los

16
Para este concepto descriptivo del más y del prius o, en general del carácter trascendental
de lo real, puede consultarse: ZUBIRI, Inteligencia sentiente (Madrid 1980) passim.
174 V. TIRADO

entes puede por esencia identificarse con ‘la’ realidad, pone de manifiesto la
condición esencialmente enigmática de la realidad17.
Enigma, aivnigma, Aristóteles lo define en el plano lingüístico como una
desviación en el sentido de las palabras con respecto a su uso ordinario me-
diante metáforas que unen términos inconciliables18. Se trata, pues, de una
expresión compuesta, cuyo significado propio no puede ser identificado. La
metáfora produce siempre una ampliación de la capacidad semántica de las
palabras al trasponer un ámbito semántico a otro diferente (“epifora”); es,
pues, una desviación en las palabras usadas respecto de su utilización nor-
mativa habitual. El uso corriente de las palabras (su uso ‘propio’) equivale en
nuestro problema ontológico a las cosas reales en su carácter y condición
propia (en lo que de hecho son, su contenido, su ‘suidad’, aquello que las
‘diferencia’ de las demás); el uso metafórico o figurado sería aquí ‘la’ realidad
misma como apertura inespecífica, cuya profundidad (apertura) vehiculan las
cosas. El enigma acentúa, justamente, el carácter abierto de una determina-
da realidad, y, así, se extiende también a la apertura semántica del lenguaje
figurado, que desborda el uso propio y unívoco de las palabras. Mas el enig-
ma de la realidad conlleva a la vez un carácter paradójico19. El poder de lo
real es a un tiempo enigmático y paradójico; es para-dójico porque aúna dos
condiciones aparentemente irreconciliables de la realidad: ser lo más íntimo y
propio de las cosas reales —incluido yo mismo— (no hay poder al margen de
las cosas en su concreción: el poder de lo real es poder de las cosas reales);
y, a la vez y sin embargo, este poder es lo más otro; en realidad, lo absolu-

17
ZUBIRI, El hombre y Dios, 96-98; 145. ID., El problema filosófico de la historia de las reli-
giones (Madrid 1993) 39-40: “... Los tres momentos de ultimidad, posibilitación e imposición
caracterizan a la realidad como algo que no soy [/] yo —mi Yo— pero que, a pesar de no ser Yo
y de ser lo más otro que nosotros, puesto que nos hace ser, constituye paradójicamente lo más
nuestro...”. (la negrita es mía). También en la misma obra, 59-60: La articulación entre las cosas
reales y la deidad es el enigma.
18
ARISTÓTELES, Poética, 1458 a 20-30.
19
ZUBIRI, El hombre y Dios, 84: “En este fundar, la realidad constituye una fabulosa parado-
ja. Por un lado la realidad es lo más otro que yo puesto que es lo que me hace ser. Pero es lo
más mío, porque lo que me hace es precisamente mi realidad siendo, mi yo siendo real”. Repare
el lector en que la definición aristotélica de enigma, aunque sea al nivel de la crítica literaria,
recoge ya en cierto modo la esencia de la paradoja, pues consiste en la fusión metafórica de dos
campos semánticos en sí mismos inconciliables. Esta condición paradójica de la realidad ha sido
igualmente puesta de manifiesto por Jean Luc Marion e interpretada a su vez como característi-
ca fundamental de lo finito (visible), que es esencialmente atravesado por lo infinito (invisible), de
manera que justamente la encarnación de Cristo representaría la paradoja de paradojas; Cf. La
croisée du visible et de l’invisible (Paris 1996).
EPOJÉ Y PROBLEMA DE DIOS 175

tamente otro, pues, como decimos, ‘la’ realidad desborda cualquier contenido
e incluso la totalidad de los contenidos: “Es ella, la cosa misma, la que es en
cierto modo ambivalente: por un lado es ‘inmersión’ en sí misma, y por otro
es ‘expansión’ en más [/] que sí misma; es a una y formalmente ‘su’ irreducti-
ble realidad y presencia de ‘la’ realidad. Y esta ambivalencia es real... la difi-
cultad no está en la torpeza de las ideas sino en la estructura misma de la
cosa... [esto] es lo que formalmente llamamos ‘enigma’ de la realidad... la
realidad es estructuralmente enigmática... Precisamente porque la realidad
es enigmática es por lo que estamos religados al poder de lo real en forma
problemática. [... por esto] la determinación de mi relativo ser absoluto es
también eo ipso enigmática: es lo que constituye formalmente el enigma de
la vida”20.
Así, pues, las cosas del mundo con las que el hombre se encuentra —y él
mismo, esto es importante subrayarlo—, en tanto en cuanto ‘entrañan’ el
enigma, o si se quiere, en tanto en cuanto vehiculan esa realidad enigmática
que a la vez las habita y las trasciende, esto es, que las funda, no son sino
vectores, indicios o huellas del Fundamento (que ya escribimos con mayús-
cula, pues, frente a la multiplicidad de las cosas intramundanas, una es la
formalidad, una ‘la’ Realidad, uno el Fundamento). Toda cosa real es cosa
fundada, pues la realidad que la habita y constituye, a la vez la excede, abre
a más realidad, y así envuelve un esencial carácter ambiguo y enigmático,
que imprime en la cosa una especie de insuficiencia ontológica: lo que ella
misma es, a saber, real, es más que ella misma; luego, lo que ella misma es
tiene su fundamento fuera de ella; y esto —esta apreciación es clave— vale
de la misma manera para la totalidad de las cosas reales, para el mundo
entero. Por ello el centro de la ‘prueba’ zubiriana de la existencia de Dios
está en el siguiente texto: “La realidad en que se funda este poder no son las
cosas reales concretas... todas las cosas son reales, pero ninguna es ‘la’
realidad. Pero ‘la’ realidad es real porque me determina físicamente hacién-
dome ser relativamente absoluto. Luego existe otra realidad en que se funda
‘la’ realidad. Y esta realidad no es una cosa concreta más, porque no es ‘una’
realidad, sino el fundamento de ‘la’ realidad. Y como fundamento de un poder
determinante de mi ser relativamente absoluto, será una realidad absoluta-
mente absoluta”21. Es decir, ‘la’ realidad, que no se identifica con ninguna
cosa concreta, a pesar de estar en ellas constituyéndolas, es real, porque yo
soy persona gracias a ella. Pero como su fundamento no pueden serlo las

20
ZUBIRI, El hombre y Dios, 144-145.
21
Ibíd., 148.
176 V. TIRADO

cosas, i.e., el mundo, deberá serlo ‘algo otro’ al margen del mundo. Y como
la realidad posibilita mi modo absoluto de ser, deberá ser ‘algo otro absoluto’,
doblemente absoluto, porque siendo fundamento de todo no es ello mismo
fundado.
La base, pues, de esta prueba es el carácter enigmático o problemático
de la realidad. Cuando el hombre, por la inteligencia, aprehende lo real, apre-
hende a la par el enigma, esto es, la paradójica condición remitente de las
cosas a un fundamento, que, dándose, se oculta. No nos podemos detener
demasiado en este aspecto, que, sin embargo, es de crucial importancia. Lo
que hay, gracias a la inteligencia sentiente, es un barrunto de la realidad
divina en las cosas debido a la enigmática presencia de Dios en ellas (y en
nosotros mismos). La presencia más diáfana y a la cual remitimos las demás
en nuestra cultura, es la visual, que nos da la cosa ahí-delante, en su propia
figura de carne y hueso. Dios no se da de este modo, no puede siquiera dar-
se así (es la invisibilidad de Dios). De hecho, su presencia, que ya hemos
tipificado de enigmática, no puede ser estrictamente ninguna de las presen-
cias propias de los específicos sentidos de la inteligencia sentiente (i.e., de la
inteligencia corpórea), justamente porque Dios, aunque fundantemente (esto
es, constituyentemente), es trascendente al mundo. Así las cosas, cuando
Zubiri afirma que Dios se hace presente como lo noticiado por las cosas, esto
es, como aquello que resuena en ellas (pues el sonido es noticia de una leja-
nía que llega hasta nosotros y suena); o que se manifiesta como nuda pre-
sencia en la intimidad de nuestro ser, es decir, que tenemos una especie de
tacto de Dios, que acontece en lo más íntimo22, debe tratarse de metáforas.
Lo cual no les quita validez. Se trata de trasladar modos de presencia sensi-
ble al modo de presencia de la realidad-fundamento. Lo que tiene en común
es el ‘hacia’, pero es una ‘comunidad analógica y no unívoca, pues no es el
mismo el modo direccional de remitir ‘hacia’ del sonido o de la kinestesia,
que el ‘hacia’ al que remite la condición fundada de todo ente intramundano.
Aquí se trata de un ‘hacia’ trascendental: desde el factum de mi realidad
hacia el enigma que me está constituyendo. Pero, en todo caso, estas metá-
foras sólo cobran este sentido teológico una vez que la inteligencia ha pro-
bado que el fundamento enigmático de la realidad (de la del mundo y de la
mía) es Dios; y esta prueba, como hemos visto, y lo recalco, no se funda
tanto en órganos sensoriales particulares de la inteligencia sentiente, cuanto
en la formalidad misma de realidad, que es la esencia medular de la inteli-
gencia, al margen de la especificidad de sus sentidos. Lo decisivo es la

22
Ibíd., 188-190; 225-227.
EPOJÉ Y PROBLEMA DE DIOS 177

aprehensión de lo real qua real, i.e. del poder de lo real. Aquí se da una re-
misión, un ‘hacia’ que desborda la especificidad de cualquiera de los sentidos
particulares, pues se trata de la remisión trascendental al Fundamento. Es un
modo particularísimo de donación o de presencia intelectiva: es la presencia
de una realidad-fundamento, esto es, de un modo paradójico de presencia
enigmática: lo que me constituye es lo más íntimo mío, pero en tanto que
fundamento me excede y se oculta. De aquí la necesidad de una prueba, de
un trayecto intelectivo que permita conocer algo más esta íntima realidad
enigmática. Y de aquí también lo decisivo de esta prueba. Una vez hecha,
una vez conocido que el fundamento es Dios, todo cobra una nueva luz. Y el
caso es que la ‘prueba’, aun suponiendo, como veremos más adelante, una
enorme tarea descriptiva de la estructura humana, excede de algún modo
esta pura descripción. La excede en la forma de una argumentación o, en
términos de Zubiri, de una “intelección direccional”23. Además, puesto que lo
que la prueba prueba existir es una realidad absolutamente absoluta que me
está fundamentando a mi como realidad relativamente absoluta, se abre de
manera inexorable la posibilidad de la entrega personal a dicha realidad, esto
es, de contar explícitamente con ella en la configuración de mi vida. Y esto
es, justamente, lo que Zubiri entiende por fe: entrega a una realidad personal
que interviene en lo más íntimo de mi vida. Justamente aquí se ve otra de las
posibles desviaciones del tratamiento clásico del problema de Dios en el
seno de la teología racional. Se representa a Dios como realidad-objeto, es
decir, como una realidad extrínseca a mi propia realidad, que está ahí delan-
te a distancia de mí, y entonces, se hace ajena a la fe. Se produce una dico-
tomía entre el “Dios de los filósofos” y el Dios de la religión, pues sólo me
puedo entregar a una realidad que interviene en la entraña de mi vida, esto
es, a una realidad-fundamento, a la que adoro, imploro y obedezco en las
cuestiones decisivas24. La prueba, pues, no sólo me permite resolver intelec-
tivamente el problema del fundamento, sino que me abre la posibilidad de la
fe. Hay, pues, dos niveles intelectivos. Uno es el de la pura descripción fe-
nomenológica de la estructura religada del hombre; el otro el de un movi-
miento ulterior de la inteligencia, que tantea la naturaleza del fundamento y
lleva a una determinada opción en relación con él. Sin embargo, este movi-

23
Ibíd., 230: “La presencia inmediata del enigma de la realidad en la religación al poder de lo
real es una presencia direccional de la realidad de ‘algo’, que la inteligencia prueba ser Dios. No
es una intelección visual de Dios porque Dios no sólo no está ‘visto’, sino que no es ‘visualiza-
ble’. Pero es estricta intelección direccional de Él”.
24
Ibíd., 232-235.
178 V. TIRADO

miento ulterior de la razón no es estrictamente racional en el sentido zubiria-


no de ‘razón’, pues no realiza esbozos, sino que trata de mantenerse en un
nivel estrictamente concluyente, y en esencial contacto con la pura descrip-
ción fenomenológica de la estructura primordial de la existencia humana. Su
problematismo, pues, no viene de ningún escepticismo zubiriano, ni siquiera
de la pluralidad de vías que abre la condición creadora de la razón en su
búsqueda del Fundamento; sino que apunta más bien a la aconsejable humil-
dad que debe acompañar a todo movimiento de la inteligencia humana: “... la
justificación intelectiva envuelve un intrínseco problematismo...—dice Zubiri—
‘es la explanación de una experiencia que estamos experienciando física-
mente, por tanto tiene siempre esa resonancia de problema propia del carác-
ter de la marcha de la vida personal’”. Pero, a pesar de este problematismo
que deja siempre abierta la polémica, Zubiri afirma, no obstante: “estimo que
[la prueba que he esbozado] es rigurosamente concluyente”25.
Pero, prosigamos, entonces, nuestra labor descriptiva. La aprehensión de
la enigmaticidad de la realidad, más que ‘asombrar’ lo que hace es inquie-
tar26. El carácter misterioso y huidizo del Fundamento pone al hombre en lo
más hondo de su ser consciente en un estado de inquietud quiescente. In-
quieto quiere decir, que no permanece quieto sobre sí mismo, sino que sobre
sí mismo se encuentra uno lanzado hacia el Fundamento enigmático. La
realidad está apoderándose del mundo, está constituyéndolo enigmáticamen-
te. Y, en tal medida, el hombre que capta esta realidad de las cosas, está
remitido, o si se quiere, se ve constitutivamente arrastrado por las cosas
mismas hacia el enigma del Fundamento. Pero esta sería, en realidad, la
línea más externa y superficial de remisión al Fundamento: una especie de
remisión cósmica o mundanal, en el sentido de extrínseca a nuestra realidad
íntima27. Sería la línea más propiamente científica, que barrunta en el cos-
mos el misterio de su Fundamento28.

25
Ibíd., 266-267. Hay que añadir, además, que lo que refuerza una u otra opción es la “pro-
bación física” en la experiencia vital personal de los esbozos construidos. En el caso de la fe, el
esbozo primordial viene de la revelación; en nuestro caso, de la revelación de Cristo. Entonces,
toda la vida se convierte en una puesta a prueba de esta revelación. Y aquí, si que nos move-
mos ya en el plano estrictamente racional en sentido zubiriano.
26
Ibíd., 99-100.
27
No es en sentido estricto el concepto zubiriano de mundo, que denota la apertura misma
fundada en la respectividad de lo real. En la medida en que sólo Dios sería irrespectivo (no
fundado), sólo Dios sería extramundano, y el hombre, pues, formaría parte del mundo. Sin em-
bargo, ¿en qué sentido ‘forma parte’ el hombre del mundo? Para Zubiri, debido a su inteligencia,
EPOJÉ Y PROBLEMA DE DIOS 179

Sin embargo, el núcleo de la religación hay que buscarlo en la entraña de


nuestra realidad personal. Lo decisivo de mi situación en el mundo es que,
debido a ella, se ha abierto y se abre de continuo, siempre que vivo cons-
cientemente, una especie de segunda dimensión de realidad, que es la de mi
propia vida consciente, la cual, aunque sostenida desde y sobre el ‘mundo’,
es mía, mi íntima realidad. El poder de lo real no habita y constituye sólo el
mundo, sino que a través del mundo me habita y constituye a mí mismo. Es
decir, el enigma y la remisión al fundamento, no es algo que esté sólo ahí
delante, atravesando el ser de las cosas que yo no soy, y, en tal medida,
moviéndome desde fuera. La remisión al Fundamento lo es ad extra y así me
mueve desde fuera, pero sobre todo y más radicalmente acontece en mi
íntima realidad. No sólo hay la realidad de las cosas mundanas que se dan a
mi espíritu, es que hay a la par la realidad decurrente de este darse vivencial
mismo que constituye mi propia vida y que actualiza las múltiples dimensio-
nes de mi realidad personal. ‘La’ realidad, el Fundamento, no sólo está dan-
do (constituyendo) la realidad mundana, sino que está dando (constituyendo)
mi propia realidad, está haciendo-me real. Es aquí, pues, más que en el
cosmos, donde enraíza el núcleo de la religación: en la médula de mi reali-
dad-siendo. Más adelante veremos que la religación constituye mi vida como
una estructura de salvación29.
Pues bien, la actualidad intelectiva en que consiste el entramado de mi
vida es un crisol de ‘datos’ de toda índole: se da mi condición unitaria yoica;
se da mi condición corporal, y se dan también mi condición afectiva y volitiva.
La realidad se apodera, entonces, de este crisol ontológico en que consisto
íntimamente. Es decir, mí propia realidad es el Fundamento apoderándose
de mí, constituyéndome. Y esto es lo que me crea mayor perplejidad y me
mantiene religado, ‘lanzado’ al Fundamento que me está fundamentando.
Como decimos, este es el núcleo de la condición teologal del hombre o de su
estructural problema de Dios. Lo que ocurre es que esta denominación, que
incluye el concepto ‘Dios’, es una denominación que se nutre de una concep-

el hombre, aun siendo del mundo está sobre el mundo frente a él. En este segundo sentido
decimos nosotros que el hombre no es mundo, sino el correlato posidente del mundo.
28
No sólo es la línea científica de plantearse el problema de Dios a través de la necesidad
cósmica del fundamento, sino que es lo propio de la actitud teórica que se reduce al único modo
de presencia ‘objetiva’ de lo inteligido, es decir, de esa actitud que se limita a las realidades-
objeto. Es una actitud que no deja que la voluntad de verdad se trasciende en voluntad de fun-
damentalidad (Ibíd., 251-252).
29
Cf. Infra, 173ss.
180 V. TIRADO

tuación ulterior a los datos que el primer análisis encuentra. Lo que el feno-
menólogo principiante ve no es Dios, sino que lo que ve es la articulación del
poder de lo real con las cosas reales, y sobre todo con su propia realidad; lo
que ve y conceptúa en una primera aproximación es el enigma del Funda-
mento. A esta virtualidad de lo real de vehicular o manifestar el Fundamento
la llama Zubiri “deidad”. La deidad es “un hecho inconcuso”30, y este hecho
remite enigmáticamente a su Fundamento. Naturalmente, en el caso de la
vida prefilosófica, toda esta experiencia tiene lugar, pero, como decíamos
más arriba, de una manera pre-reflexiva y sin forjar conceptos adecuados
para los múltiples matices que en ella se dan.
En todo caso, no hay ser humano que no esté esencialmente vertido al
enigma del Fundamento, y, en particular, en el modo en que acontece en su
propia realidad espiritual. Toda vida humana nace en esta perplejidad y se
construye inexorablemente desde y sobre ella. El “problema de Dios” forma
parte de la esencia estructural misma del ser del hombre.

III

Ya hemos indicado, entonces, que la religación al Fundamento acontece


primordialmente en la intimidad de nuestra realidad personal, pues el Fun-
damento está fundamentando nuestra realidad personal, i.e., constituyendo
nuestro modo de ser absolutos; aunque, como hemos explicado antes, a
través de las cosas cósmicas31. Pues bien, Zubiri, describe de la siguiente
manera la religación al fundamento en nuestra intimidad personal.
Por un lado, el Fundamento enigmático es el apoyo último de la persona:
“Al hombre le pueden fallar muchas cosas, incluso tal vez todas..., pero pien-
sa que mientras sea real y haya realidad no todo está perdido. Es una apela-

30
ZUBIRI, El problema filosófico de la historia de las religiones, 44. ID., El hombre y Dios,
155-156: “... las cosas reales son sede de Dios como poder... el poder de lo real es manifesta-
ción de la realidad absolutamente absoluta... ser vehículo consiste en ser manifestación [.../...]
En su virtud, las cosas reales y el poder de lo real no son Dios, pero son más que meros efectos
de Dios. Son formalmente lo que llamaré deidad”.
31
ZUBIRI, El hombre y Dios, 159: “... un fundamento es una realidad que ciertamente se me
muestra, pero no ‘frente a’ mí sino ‘en’ mí inteligencia, no sólo en cuanto en y por sí mismo es lo
que es, sino en cuanto está fundamentando mi vida entera... Dios me está presente como reali-
dad-fundamento. Por tanto mi ‘relación’ con él no es una consideración teorética sino una ‘inti-
mación’ vital”.
EPOJÉ Y PROBLEMA DE DIOS 181

ción a una especie de última, suprema instancia que el hombre tiene”32. Es


decir, que el hombre vive la realidad enigmática justamente como fundamen-
to, como apoyo radical y primario de la propia realidad (lo que quiere decir
que se sabe a sí mismo como unidad personal yoica). Y como mi propia rea-
lidad es lo que más me importa a mí en un sentido radical y último, el Fun-
damento va ligado al destino de mi propia realidad. Lo que pueda ser de mí,
pende en última instancia y sobre todo de la realidad enigmática que me
constituye. El Fundamento queda así ligado a mi destino, y, dentro de él, a
mi salvación, pues mi condición fundada me hace esencialmente frágil; estoy
siempre en el filo del abismo, en el riesgo y puedo sucumbir; por ello necesito
que algo no-relativo me sostenga, me salve. Esto, a mi juicio, es de una im-
portancia radical. La vida tiene una condición esencialmente dramática, si
bien el fragor del mundo, la aparente solidez de la vida social (sobre todo en
el éxito) y el apoyo que me brindan los otros, puede hacernos ciegos para
esta fragilidad33. Quizá por esto las situaciones de crisis abren los ojos del
hombre al problema del Fundamento, porque le obligan a no esquivar esta su
esencial fragilidad ontológica. Ni que decir tiene que esta faceta del hombre
juega un papel decisivo en el problema de Dios. La religión es un camino de
salvación. Yo, ciertamente, vivo de manera inmediata mi realidad absoluta
—pues un yo sólo puede ser de manera absoluta: enfrentado a todo lo de-
más (lo no-yo)—; y en tanto que la vivo como tal, estoy esencialmente intere-
sado en mí mismo. Nada me importa más que yo mismo34. Hasta cuando me

32
Ibíd., 82.
33
Franz Rosenzweig ha sostenido que toda la filosofía griega es una especie de narcótico
contra este vértigo de la contingencia y de la posibilidad de la aniquilación. Cf. La estrella de la
redención (Salamanca 1997). Naturalmente que la tradición cristiana vive con toda su fuerza
esta condición de fragilidad del hombre. Zubiri mismo denomina al horizonte cultural que abre el
cristianismo el “horizonte de la nihilidad”, porque lo asombroso para la mentalidad cristiana es
que seamos, cosa que sólo acontece gracias a la generosidad creadora de Dios. Por el contra-
rio, para el ‘horizonte griego de la movilidad’ lo asombroso es el cambio, porque supone en
cierto modo el no-ser (cf. X. ZUBIRI, Los problemas fundamentales de la metafísica occidental
[Madrid 1994] 34-35; 43-44; 64-65; 77-78 etc.). Zubiri, en una línea similar a la de Rosenzweig,
piensa que la metafísica griega tiene algo de extraño para la revelación cristiana, y sería, justa-
mente, esa incrustación extraña la que habría conducido al “Dios de los filósofos”; un Dios ajeno
al Dios de las religiones y, particularmente, al Dios revelado por Jesucristo. Esta tradición griega
sería la que habría contaminado las sucesivas pruebas metafísicas de la existencia de Dios: “El
Dios de las religiones —afirma Zubiri (El hombre y Dios, 152)— es el Dios al que filosóficamente
se llega siempre que la filosofía no se acantone en nociones griegas”.
34
La Sorge heideggeriana describe bien este hecho primordial. Lo que ocurre es que, origi-
nariamente, no sólo somos Sorge.
182 V. TIRADO

sacrifico, debo hacerlo en una estructura de salvación, es decir, de algún


modo también por mí35. Que necesariamente existo en una estructura de
salvación viene determinado por este hecho que estamos describiendo de
nuestra doble condición ontológica: por un lado, mi condición absoluta; mas,
por otro, una condición absoluta a radice amenazada por su carácter funda-
do. Esta estructura de salvación es la religación al Fundamento como lo últi-
mo que sostiene mi ser. No es extraño, pues, como decimos (y como subra-
yara a menudo Karl Jaspers en su obra), que las situaciones límite de la vida
planteen de frente al hombre el problema religioso. Ni que decir tiene que
aquí cabe, en principio, la opción por la condena del hombre. Todo pende de
cómo se conceptúe el fundamento.
El segundo rasgo de la religación se apoya también en la condición abso-
luta de nuestra realidad. Por ser inteligente (por aprehender las cosas como
reales), queda el hombre como ab-suelto frente a ellas; es así una realidad
que se autoposee frente a las cosas del mundo. Esto nos determina, pues,
como ab-solutos, como una realidad suelta del resto de las cosas reales del
mundo, e incluso en cierto modo suelta de sí misma: es una realidad que
está sobre sí misma (hyperkeímenon), es una realidad libre. La persona
humana queda así como suspendida sobre sí y sobre el mundo, liberada de
cualquier automatismo comportamental, o de cualquier inmediatez estímulo-
respuesta, o de cualquier nexo determinista de su comportamiento radical.
Por esta razón, en cada situación, no puede sino optar para vivir o vivir op-
tando. Cada op-ción es la ad-opción de una determinada manera de ser él en
el mundo. Por consiguiente, son las cosas reales, esto es, ‘la’ realidad, las

35
Veremos más adelante que esta es una cuestión decisiva y que quiere decir que, de algún
modo, el hecho de que seamos yoes, realidades absolutas (aunque sea relativamente absolu-
tas), nos está comunicando ya con el Absoluto plenario, y esto se muestra sobre todo en los
actos radicalmente altruistas o esencialmente amorosos: en el verdadero amor un yo relativo
puede renunciar voluntariamente a su propio yo. Pero esto no contradice lo que venimos afir-
mando sobre el primordial interés que todo yo tiene en sí mismo, sino que, justamente, lo que
ocurre es que en el amor pleno, este yo conoce directamente su vinculación esencial al Funda-
mento, de manera que su aparente renuncia a sí, no es más que la entrega amorosa a ‘la’ Rea-
lidad sublime que, además, es la que le hace ser yo, con lo cual en el fondo lo que está hacien-
do es ponerse en las manos del Fundamento, que garantiza, como ninguna otra ‘cosa’ puede
garantizar, su salvación. Es, pues, una situación paradójica. Me salvo renunciando a las estre-
checes de mi yo y entregándome a lo que vale más que yo, a lo que, en este sentido, podría-
mos denominar Yo de yoes: Dios. Aquí hay que inscribir, la negación de sí a que llama el cristia-
nismo: para ganarse realmente primero hay que negarse, i.e., reconocer la relatividad de nuestro
ser en relación con la Realidad plenaria fuente de todo bien; entonces, paradójicamente, mi yo
alcanza la plenitud, pues, se comunica con la excelencia.
EPOJÉ Y PROBLEMA DE DIOS 183

que me brindan el campo de juego donde desplegar mi libertad; son ellas, las
cosas reales en tanto que reales, las que constituyen “la posibilidad de todas
las posibilidades... Toda posibilidad se funda en la realidad como posibilitan-
te”36.
Este aspecto de la religación es mucho más complejo de lo que a primera
vista parece, porque encierra en sí todo el tema del bonum o avgaqo,n como
'propiedad’ trascendental de lo real y como bien propio; y, consiguientemen-
te, concierne a una de las dimensiones cruciales del hombre y de lo religioso:
el Fundamento es el fundamento de mis posibilidades, esto es, de mis posi-
bles bienes, y por ello rogamos o pedimos a Dios que nos posibilite esto o lo
otro, pero, más radicalmente, que nos posibilite posibilitarnos. Veámoslo con
mayor detenimiento.
Efectivamente, ‘la’ realidad es la fuente, a través de las cosas reales, de
todas nuestras posibilidades. Pero, posibilidades, ¿de qué? Básicamente de
seguir siendo reales nosotros mismos, pero, primordialmente, de serlo en la
mayor plenitud posible (y este sí que es el telos esencial de nuestra vida). La
realidad es nuestro bien primordial, porque nos posibilita a nosotros mismos
y posibilita, si nosotros acertamos en ello, un crecimiento ilimitado en nuestra
propia realidad en plenitud de realidad: “Lo que llamamos el bien —afirma
Zubiri37—, el bonum, avgaqo,n es pura y simplemente la realidad en tanto que
posibilidad. Y en este concepto de posibilidad entran precisamente dos di-
mensiones completamente distintas: ... las tendencias [dimensión de desea-
bilidad]... y el hecho de que el hombre tiene que resolver la situación con
vistas precisamente a su propia realidad [dimensión de conveniencia] [.../…]
cuando el hombre está efectivamente queriendo esto que llamamos la posibi-
lidad, el bien, el bonum, realmente no quiere una cosa, sino que en el fondo
está queriendo dos: está queriendo la chuleta, pero está queriéndose tam-
bién a sí mismo. Si no el hombre no haría por la vida comiéndose la chuleta.
Está en cierto modo queriendo eso que rápidamente llamaríamos “el bien”
[...] el hombre no quiere el bien en general... el hombre no quiere conceptos,
quiere bienes. El hombre... quiere el bien plenario de su propia realidad”. Por
consiguiente, todos los bienes particulares que lo real nos ofrece se supedi-
tan a un bien fundamental: el bien de nuestra propia realidad (cabe decir,
todas las posibilidades que la realidad nos ofrece se supeditan a una proto-
posibilidad: la posibilitación de nosotros mismos). Ya lo habíamos dicho, lo
que radicalmente nos importa es nuestra propia realidad: queremos ser re-

36
ZUBIRI, El hombre y Dios, 83.
37
ZUBIRI, Sobre el sentimiento y la volición (Madrid 1992) 38-39.
184 V. TIRADO

ales, y serlo plenariamente. Esto es lo que Zubiri denomina “fruición”, como


la “forma suprema de la vida”. Vivir humanamente es dis-frutar, “poseerse...
ser plenariamente sí mismo con las cosas, consigo mismo y con los demás
hombres... la fruición es la forma suprema de la vida; es el acto radical y
formal de la voluntad” 38. Podría denominarse a esta meta la felicidad, siem-
pre que no se vincule a este término necesariamente un temple de ánimo
amable y placentero, pues, al menos en el proceso, esta autoposesión fruiti-
va constituye una verdadera lucha por la apropiación de las posibilidades
adecuadas.
A esto, pues, tendemos, pero, como decimos, no es algo que nos sea
automáticamente dado, porque ya hemos dicho que nuestra condición de
libres hace que nada nos esté automáticamente dado, sino que, al margen
incluso de los obstáculos que puedan hacernos frente, la con-figuración de
nuestra vida es, por necesidad, un logro de nuestra voluntad ejerciéndose
sobre las posibilidades que la realidad nos ofrece. En cualquier caso, es fun-
damental conceptuar adecuadamente esta voluntad última que impulsa y rige
el sentido de nuestra vida y ver cómo se encaja en el marco de la religación
como ‘religión’ originaria.
También aquí la condición humana presenta un cierto carácter paradójico
completamente primordial y constitutivo suyo. Y es que coinciden en este
núcleo impulsor de su vida, dos dimensiones aparentemente contrapuestas.
Por un lado, su radical individualidad, plasmada en su condición de realidad
que es para-sí, que se autoposee, y que, justamente por ello, tiende necesa-
riamente y por esencia a la fruición propia, a apropiarse los bienes en su
íntima realidad, a plenificar esta realidad suya y sólo suya. Mas, por otro
lado, y paradójicamente, esta plenitud propia está necesariamente vinculada
a ‘la’ realidad stricto sensu, al Fundamento que trasciende y desborda toda
individualidad. En el hombre vienen a confluir misteriosamente lo particular y
lo universal, lo estrictamente íntimo e individual y lo estrictamente trascen-
dental. Por ello esta voluntad primordial de autoposesión plenaria, aparente-
mente egoísta, es voluntad universal de realidad, es a una voluntad de poder
y dimensión religiosa esencial. Es por ello crucial —dado lo que aquí se jue-
ga, pues ligeros deslizamientos en falso pueden inclinar erróneamente, bien
al nihilismo, bien a un integrismo religioso deshumanizador (que, a la postre,
es también un nihilismo)— aclarar con toda nitidez esta constitutiva paradoja.
La fruición en que la vida consiste es la unidad de los tres momentos que
constituyen la acción voluntaria y libre de la persona humana configurándose

38
Ibíd., 45.
EPOJÉ Y PROBLEMA DE DIOS 185

a sí misma en la realidad. El primer momento es el del amor. Todo acto de


voluntad es un acto de amor. Amar es, en la concepción de Zubiri, “aceptar
entre las varias realidades una realidad, en tanto que realidad, como bien
suyo”, es decir, como bien propio. Dicho en otras palabras, “deponer su pro-
pio bien en la realidad por la realidad”39. He aquí la paradoja que tan difícil
resulta de ser adecuada y equilibradamente aprehendida, y que tantos desli-
zamientos ha visto cometerse en relación al telos primordial del hombre o al
amor40. El amor brota de mi, porque nace de mi voluntad de realidad propia,
de mi amor propio (de hecho, el segundo momento del acto volitivo humano
es la posesión: “... el hombre depone su bien entero en aquella realidad con-
creta... justamente para poseerla”41). Y, sin embargo, no se trata de egoís-
mo42, porque lo decisivo es que la realidad encarnada en mí crezca, crezca
en fruición. Por esta razón, porque lo que en la fruición se juega es mi condi-
ción trascendental, mi apertura a la realidad, todo cuanto amorosamente
hago lo será por mi bien, sin ser, empero, egoísmo, cerrazón en lo talitativa-
mente concreto mío, en la relatividad finita de mi realidad. Y a la inversa,
seguirá siendo por mi bien, aun cuando, por ejemplo, yo dé mi vida por otro
en el acto voluntario. En estos casos de supremo amor algo debe decirme en
lo profundo de mi realidad (la voz de la conciencia, como veremos), que esta
aparente negación (esta con-figuración altruista de mi propio ser —pues el
tercer momento necesario de la volición es ser auto-derterminación, con-
figuración— es a radice la más radical afirmación, que en estos actos de
humildad subyace el más sublime poder. En el fondo debo de saber que mi
realidad, con la figura adoptada, queda sólidamente anclada en ‘la’ realidad
que nunca falla. Y es que el amor, aunque se ejerce ‘deponiendo’ uno su
propio bien y realidad en ‘cosas’ reales concretas (en acciones concretas
sustentadas sobre posibilidades que cosas reales concretas me ofrecen)
tiene, como decimos, un origen y una esencia radicalmente trascendentales,

39
Ibíd., 42.
40
El caso de Nietzsche, no es sino uno más, por muy significativo que sea, en nuestra cultu-
ra actual, de este desequilibrio en la conceptuación de la voluntad de poder y el amor. Véase,
por ejemplo, la tensión entre Lisias y Sócrates en el Fedro, entre una concepción del amor como
voluntad de poder egoísta, que recurre únicamente a una razón instrumental (se debe amar, por
utilidad egoísta, a aquel que no está enamorado, y no al que está verdaderamente enamorado),
y una concepción del amor que busca el bien del otro, y así, paradójicamente, el verdadero bien
propio.
41
Ibíd., 42.
42
Cf. supra nota 24.
186 V. TIRADO

nace de una primigenia voluntad de poder o de realidad43, que vincula al


hombre a lo trascendental mismo, esto es, al Fundamento de ‘la’ realidad,
pues es el Fundamento (el ‘más’ o ‘la’ realidad) el que se apodera de mí. Por
eso, es indudable que “el hombre con su fruición volente, de una manera
intrínseca y finita, en esa volición también crea: es creador... Creador, senci-
llamente, de la capacidad, creador de poder. Es la voluntad de poder. El
hombre tiene innegablemente una voluntad de poder...”44. Esta voluntad de
poder, de ser más, que nos es inherente, se conjuga, pues, como vemos, de
manera esencial con nuestra religación al Fundamento, pues dicha voluntad
se inscribe en nuestra congénita y evidente precariedad ontológica: quere-
mos ser más, pero sabemos que ello no sólo pende de nuestra voluntad, sino
también del Fundamento. Por esta razón, la voluntad de poder es voluntad
de verdad (ya que la realidad se nos da en la verdad); y la voluntad de ver-
dad, si es fiel a esta verdad, es voluntad de fundamentalidad45. Así las cosas,
el drama de nuestra vida se escribe, cuando actuamos cabalmente, en esta
originaria dialéctica ético-religiosa. Ética, porque somos nosotros mismos los
que voluntariamente vamos optando por bienes concretos; y religiosa porque
nuestra voluntad se sabe en todo momento fundada. Y, sin embargo, el Fun-
damento parece haber dejado enteramente en nuestras manos el camino de
salvación, en el sentido de que nos ha hecho enteramente responsables,
pues, en principio, parece que verdaderamente puedo, si quiero, aunque ello
sea locura, negar mi condición religada y desvincular la configuración de mi
vida del Fundamento46. Aquí se ve que, en el fondo, una moral sin religión
queda coja, pues, a la postre, se esfuma cualquier fundamento del deber: es
la transvaloración nietzscheana de todos los valores, una vez que se ha
“asesinado” a Dios para que quede sólo el hombre. En tal caso, el deber
queda reducido a la facticidad del ser. Esto no quiere decir, empero, que no
sea posible una vida ética que no se declare abiertamente religiosa, siempre
que haya una cierta apertura de fondo a la estructura religada del hombre (es
decir, un cierto reconocimiento de la deidad y de nuestra condición deudora),
43
El poder es la dominancia de la formalidad de realidad sobre el contenido. ZUBIRI, El hom-
bre y Dios, 87: “Realidad es ‘más’que las cosas reales, pero es ‘más’ en ellas mismas. Y justo
esto es dominar: ser más pero en la cosa misma... Pues bien, este dominio es lo que debe
llamarse poder”.
44
Ibíd., 47.
45
ZUBIRI, El hombre y Dios, 246-252.
46
Es llamativo a este respecto que en la narración bíblica, cada vez que se alude al compor-
tamiento malvado del hombre que, ensoberbecido, no acepta construir su vida en colaboración
con los designios de Dios, se dice de él que: “se volvió loco y…”.
EPOJÉ Y PROBLEMA DE DIOS 187

lo cual puede acontecer en vidas sin fe, siempre que no estén invadidas por
la soberbia. El problema es que, cuando el ateísmo niega un Fundamento
transmundano, y reduce todo al factum de las ‘cosas’ finitas, se elimina con
ello toda posible escala de valores: todo lo fáctico queda igualado, incluida la
vida del hombre.
El tercer rasgo de la religación consiste en que, optar, decidir hacer esto o
lo otro, no es, a su vez, una posibilidad que tengo, sino una necesidad. ‘La’
realidad que me constituye como persona me impele por ello mismo a tener
que construir mi vida. Me impele, no sólo porque me siento afectivamente in-
quieto por el enigma de la realidad, sino porque al estar suspendido sobre
(frente a) las cosas y sobre mí mismo, no me queda más remedio en cada
momento que optar por una figura de ser. Evidentemente, incluso la opción
de no optar es una opción. Toda la filosofía de tinte existencialista ha remar-
cado este hecho: soy libre, pero no soy libre de ser libre. Luego, el Funda-
mento me está empujando inexorablemente a trazar yo mi camino, a configu-
rar yo mi biografía.
En resumen, la Realidad enigmática o Realidad-fundamento me sostiene,
me ofrece posibilidades y me impele a vivir libremente. ¿Qué posibles actitu-
des caben frente a este hecho? Esencialmente tres: 1) La actitud teísta: pue-
do considerar que esa Realidad-fundamento está al menos a la altura de mi
realidad; será, pues, inteligente, volente y afectiva. El Fundamento será la
Persona divina. 2) La actitud agnóstica: simplemente, no conceptúo qué sea
ese Fundamento, no logro saber qué sea ese Fundamento. 3) La actitud de
indiferencia: ni siquiera entro a considerar qué pueda ser, simplemente vivo
esquivando el tema. El indiferente no niega el problema del Fundamento,
pero se mantiene al margen de él. Ni entra ni sale, vive su vida día a día ¡y
punto! En esta actitud se produce un encubrimiento y un esquivamiento del
problema del Fundamento. La persona en cuestión se da cuenta del proble-
ma, pero lo elude y trata de mantenerse en la superficie de la vida, lo que
puede intentar hacer de muchas maneras. Por ejemplo, invirtiendo su tiempo
en hobbys, o lanzándose al frenesí del consumo, o entregándose al dinero o
al sexo, o viajando... Aquí entrarían todas las formas que Heidegger adscribe
a la existencia impropia: el refugiarse en la nebulosa de las habladurías, en
una insaciable sed de novedades, o en la ambigüedad47. Finalmente, 3) la

47
Ibíd., 277-278: El indiferente, “Ni tan siquiera se hace cuestión de si sabe o no sabe si
Dios existe, y qué es lo que pudiera ser si existiera, sino que su actitud es en toda la línea un
“que Dios sea lo que fuere”.... es la ociosidad de ocuparse de Dios [.../...] vive despreocupado de
la realidad de Dios...”.
188 V. TIRADO

actitud atea: concibo el fundamento como la facticidad misma, es decir, cierro


el problema optando por la tesis de que no hay más que las cosas concretas
fácticas, y punto48. El ateo reconoce de algún modo el hecho del ‘problema
de Dios’, reconoce la contingencia del hombre y hasta, diríamos, que es el
centro de su pensamiento, pues, como decimos, tiende a creer que todo es
finitud, cosmos, materia determinada. Lo que niega, es la condición ab-soluta
del hombre. Todo lo que hay es intramundano y, consiguientemente, limita-
ción, contenido.
Vemos que cada una de estas actitudes supone dar un paso en relación
con la estructura religada del hombre. Pero, ¿cuál es el paso bien dado, el
que se adecua más a la condición esencial del hombre? Me parece que la
única posición al margen del teísmo digna de ser tenida en cuenta es el ate-
ísmo. Al menos el ateísmo trata de ir hasta el final, reconoce la estructura
religada de la persona humana, pero la cierra en la pura facticidad inmanen-
te. El problema es que, efectivamente, no da cuenta de las cuestiones crucia-
les de que venimos hablando, a saber, la condición trascendental de la reali-
dad, y al no hacerlo sucumbe, bien al nihilismo, bien en un contrasentido vital
continuo al postular ideales éticos que no encuentran fundamento posible en
una realidad igualada por la vía de la facticidad, es decir, en una realidad
reducida a contenido y de la que se ha eliminado lo trascendental. El proble-
ma aquí es doble. Por un lado, que su posición no se adecua a la esencia
descriptiva de la vida del hombre (traspasada, tanto en la inteligencia, como
en la libertad y en el sentimiento por lo trascendental). Por otro lado, que
incluso prescindiendo de lo anterior, el ateo contradice con sus actos lo que
afirma con su boca cada vez que defiende algún ideal ético, pues del puro
ser fáctico no es posible extraer el deber ser.
¿Puede un hombre, realmente, ser arreligioso? ¿Puede no hacer ningún
tipo de reverencia al poder de lo real, ni dirigirle ninguna petición, ni escuchar
en modo alguno la voz de la conciencia? ¿Puede un ser contingente como
nosotros enrocarse en su contingencia, mas con un afán de absoluto, de
absoluto rechazo de todo pliegue ante el Fundamento? Quizá se puede, pero
no sin ejercer, creo, violencia contra la propia relatividad de nuestro ser (co-
mo locura, decíamos antes49), porque no nos referimos al hombre rebelde:
48
Ibíd., 281: “[para el ateo] la vida plantea problemas... pero dentro de la vida misma [... pero
en sí misma] la vida no plantea problema ninguno: es lo que es y nada más. Es la vida que
reposa sobre sí misma...”.
49
“Lo razonable —afirma Zubiri; El hombre y Dios, 263— es la voluntad de hacer pasar a mi
Yo aquello que la razón me haya probado ser la realidad-fundamento... y esto es más que lo
racional...”.
EPOJÉ Y PROBLEMA DE DIOS 189

aquel que se rebela contra una realidad que estima por debajo de las exi-
gencias de su propia absolutidad. En esta actitud hay una especie de enfado
infantil contra el Fundamento, que, estima el rebelde, no ha respondido a sus
obligaciones respecto de él. No. En el caso del verdadero ateo se trata de
una actitud más radical: desde su ser absoluto, el hombre niega toda otra
absolutidad personal y pretende asumir un desorden originario y esencial, y
vivir (y morir) con él (el ateo optimista, es, quizá, un caso diferente, mucho
más ingenuo, al que, además, Dios se le cuela sin saberlo, como decíamos
antes, en la forma del ideal pretendido).
Por fin, consideremos la voz de la conciencia como el último rasgo des-
criptivo inherente, según Zubiri, a la estructura religada del hombre. Esta voz
es, justamente, la luz que guía al hombre en la construcción de su vida de
acuerdo a su nexo con el Fundamento. Es la luz que permite concretar y
delimitar la congénita voluntad de poder de acuerdo a nuestros límites y a los
límites del mundo. Es la base de la moral. La voz emerge de la estructura de
absoluto propia de la persona humana, de su condición de autoposesión;
pues si estoy frente al mundo, estoy, como decíamos antes, ab-suelto de él,
y así, vuelto inmediatamente sobre mí mismo, esto es, autoposeído, auto-
consciente. Esta radical autoposesión es ya en si misma ‘voz’, discurso origi-
nario que brota de este punto cero de conciencia. No es voz en el sentido de
palabra sonora articulada, sino habla que emerge del fondo de mi ser. “La
voz de la conciencia —dice Zubiri— no es sino el clamor de la realidad cami-
no de lo Absoluto”50. ¿Qué quiere decir esto? La voz de la conciencia es, por
un lado, mi voz, pues emerge del fondo mismo de mi ser íntimo, vinculada a
mi flujo de conciencia autoconsciente. Y, sin embargo, paradójicamente, esta
voz es a la vez la voz de una alteridad radical, pues, aunque nace en lo más
profundo de mí mismo, no nace de mi libertad, ni se pliega a ella, sino que se
me impone con una autoridad y un poderío inexorable, indiscutible, inapela-
ble. No puede, pues, venir sino de más allá de mi mismo: es decir, tiene que
ser el clamor de ‘la’ realidad; esto es, del Fundamento, pero del Fundamento
en tanto en cuanto acontece en mi y busca así la reconciliación mía con Él,
con lo Absoluto. La voz es, pues, a la vez mía en tanto que absoluto-relativo,
y, del Fundamento, en tanto que Absoluto-Absoluto que acontece en mí. Por
esta razón, la voluntad de poder en que consistimos no implica la muerte de
Dios, sino, al contrario, se ve esencialmente traspasada —y esto no es una
teoría, sino un dato fenomenológico indudable— por esta voz trascendental

50
Ibíd., 104.
190 V. TIRADO

que media de continuo en el ejercicio de mi voluntad. No rompe mi autono-


mía, pues soy un polo absoluto, pero la condiciona.
El fenómeno de la voz de la conciencia es indudable, es un dato inmedia-
to. A lo sumo podría argumentarse que no es originario, como lo postulan los
pensadores de la falsa conciencia de tendencia sociologista (el superyo de
Freud, por ejemplo, o la conciencia colectiva de la solidaridad mecánica de
Durkheim, etc.). Pero estas teorías no dan cuenta de todos los rasgos des-
criptivos de la voz de la conciencia. Recogen, sin duda, su carácter impositi-
vo y normativo, y por ello se lo atribuyen a la coerción del todo social. Incluso
recogen también la mediación y condicionamiento culturales que la voz de la
conciencia sufre en todo caso51, pero no explican, en cambio, su carácter
unitario y autoconsciente, ni su estricta pertenencia a mi intimidad y privaci-
dad, a la intransferible individualidad de mi persona. La voz de la conciencia
no es la voz de “los otros” clamando en mí, pues, justamente, ocurre a veces
que es esta voz la que me acusa de inautenticidad y de entrega a las ten-
dencias y opiniones sociales en lugar de seguir sus originales dictados. En
realidad, ya hemos visto que lo que modula la voz de la conciencia es el telos
último del hombre, que da verdadero sentido a su vida: alcanzar la vida ple-
naria, que no puede ser otra cosa que la vida plenaria del espíritu en tanto
que lugar donde se actualiza lo real52. La marcha hacia el Fundamento no es
sino la vida humana como lugar finito donde se actualiza la realidad. Pues
bien, hay aquí una cierta primacía de la voluntad (de la razón práctica, diría
la filosofía kantiana). Pero la persona humana es una unidad inseparable de
inteligencia, sentimiento y voluntad, por lo que esta marcha lo será de la per-
sona entera. Así las cosas, lo que mueve al hombre en busca del Fundamen-
to tiene inexorablemente una dimensión teórica o estrictamente intelectiva de
búsqueda de la Verdad. La in-quietud originaria que nos mueve, fundada en
el interés primordial que cada persona tiene en sí misma (en su salvación:

51
Porque, efectivamente, en la marcha de cada persona —y de cada cultura— la plenifica-
ción de la realidad personal puede exigir cosas distintas: Ibíd., 102: “La voz de la conciencia
puede ser clara, oscura, incluso variable, porque esta voz dirá probablemente a un europeo
cosas muy distintas de las que tal vez puede decir a un chino o a un japonés (no lo sé)”. Esto no
significa en modo alguno que no pueda haber normas morales objetivas, pero sí que actúan,
como no puede ser de otro modo, históricamente.
52
Por eso no nos vale la ambigua posición de Heidegger en Ser y Tiempo, donde la voz de
la conciencia llama resueltamente a la autenticidad, pero, en realidad, esta autenticidad no
marca ninguna dirección inequívoca de verdad, pues tan propia del hombre es la autenticidad
como el esquivamiento de su ser propio en las habladurías, la ambigüedad y el afán de noveda-
des.
EPOJÉ Y PROBLEMA DE DIOS 191

“¿Qué va a ser de mí? ¿Qué voy a hacer de mí?”53), no sólo se traduce en


‘voluntad de poder’ en el sentido explicado más arriba, sino en una inque-
brantable ‘voluntad de Verdad’: la Verdad misteriosamente revelada en forma
de enigma, es decir, de voluntad de fundamentalidad. Cualquier forma de
búsqueda de la verdad se inscribe entonces en este originario lanzamiento
hacia ella inherente a la religación. Voluntad de realidad, voluntad de verdad
y voluntad de fundamentalidad son, de hecho, inseparables, porque, para el
hombre, la verdad es originariamente verdad-real y la realidad, realidad-
verdadera, y la realidad verdadera, realidad enigmática constituyente. Así,
pues, con la voluntad de fundamentalidad “...se trata de tener actualizada la
realidad-fundamento... no es voluntad de vivir, sino voluntad de realidad per-
sonal... es voluntad de realidad. Esta realidad está actualizada en intelección,
y en cuanto actualizada en ella es justo lo que llamamos verdad. La voluntad
de realidad es voluntad de verdad”54. Y, en definitiva, esta voluntad de ver-
dad es, en su radicalidad, voluntad de Dios.

Resumen.- El artículo analiza la posición del pensador español Xavier Zubiri en torno al proble-
ma del hombre y Dios desde el punto de vista de la reducción fenomenológica. Se trata de des-
cribir de forma preteórica la estructura fundamental de la vida humana, para mostrar como arrai-
ga en ella el problema de Dios. La conclusión es que todo hombre, por esencia, tiene el ‘proble-
ma de Dios’, esto es, que todo hombre, por su propia estructura de conciencia está religado al
fundamento. Pero el fundamento se da originariamente de manera enigmática. De aquí que el
sentido último de la vida del hombre consista en rastrear la esencia del fundamento y la relación
en que deba entrar con él. Se describen las diversas actitudes que el hombre puede tomar y
toma de hecho en relación con el problema del fundamento y se someten a la prueba de la
descripción fenomenológica, tratando de averiguar su grado de razonabilidad. Se trata de expo-
ner los fundamentos descriptivos de la solución teísta del problema, como la solución más razo-
nable.

Summary.- The article studies the position of the Spanish thinker Xavier Zubiri on the problem
of man and God from the point of view of phenomenological reduction. It is a question of describ-
ing in a pre-theoretical way the fundamental structure of human life in order to show how the
“problem of God” is rooted in this structure. The conclusion is that all human beings, by their very
essence, inevitably face the “problem of God”, that is, that every human being, as a result of the
inherent structure of their conscience, is re-connected to the foundation. But this foundation is
given originally in an enigmatic way. Hence, the ultimate meaning of a person’s life resides in the
search for the essence of the foundation and the appropriate relationship to develop/adopt with it.
The different attitudes that human beings can take, and do in fact take, in relation to the founda-
tion problem are described and also put to the test of phenomenological description, in order to

53
Ibíd., 100; también 146.
54
Ibíd., 106.
192 V. TIRADO

find out how reasonable they are. Finally, this article tries to set out the basis/fundamental lines
of the theistic solution to the problem, which is considered the most reasonable approach.

También podría gustarte