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Cristina Cerrada (Madrid, 1970) encuentra a Drácula en la paz cotidiana de un

parque, Raúl Guerra Garrido (Madrid, 1935) convoca al vampiro que todos
llevamos dentro. Eduardo Lago (Madrid, 1954) persigue su sombra por una
carretera perdida de Pensilvania. Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948)
recupera al monstruo desde una pantalla cinematográfica perdida en el olvido.
Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) señala entre las víctimas del
vampiro a un escritor legendario. José María Merino (A Coruña, 1941) sigue
los pasos de un grupo de cazavampiros. Carmen Posadas (Montevideo, 1953)
descubre la identidad del asesino más famoso de todos los tiempos de la mano
de Drácula. Santiago Sequeiros (Buenos Aires, 1971) ilustra su alma
moribunda de deseo.

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AA. VV.

Drácula
ePub r1.0
Titivillus 19-11-2023

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Título original: Drácula
AA. VV., 2008
Editor: Fernando Marías
Autores de los relatos: Ricardo Menéndez Salmón; José María Merino; Carmen Posadas;
Santiago Sequeiros (ilustración); Gustavo Martín Garzo; Raúl Guerra Garrido; Cristina
Cerrada; Eduardo Lago

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Índice de contenido

Cubierta
Drácula
Vampiros en Weimar - Ricardo Menéndez Salmón
El relevo - José María Merino
Carta dirigida a las novias de Drácula encontrada por el doctor
Van Helsing en su castillo - Carmen Posadas
Danzando en la oscuridad - Santiago Sequeiros
El príncipe de las tinieblas - Gustavo Martín Garzo
Te prohíbo contarlo - Raúl Guerra Garrido
Aquella paradoja infernal de su destino - Cristina Cerrada
Alina - Eduardo Lago

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VAMPIROS EN WEIMAR

Ricardo Menéndez Salmón

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RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN
(Gijón, 1971)
Se licenció en Filosofía por la Universidad de Oviedo y ejerce como
columnista del diario El Comercio, a la vez que escribe también para la
revista Tiempo y para el suplemento cultural de ABC.
Autor de los libros de relatos Los caballos azules (Trea, 2005) y Gritar
(Lengua de Trapo 2007), ha publicado las novelas La filosofía en
invierno (KRK, 1999 y 2007), Panóptico (KRK, 2001), Los arrebatados
(Trea, 2003) y La noche feroz (KRK, 2006).
Su quinta novela, La ofensa (Seix-Barral, 2007), fue saludada por la
crítica como uno de los libros más importantes del año.

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LA MAÑANA DEL 12, LUNES, EL PATÓLOGO FURCHT Y EL
higienista Zittern me conminaron a que en la visita que rendiría a Renfield
para documentar mi libro Trastorno procurara hablar al paciente con cuidado
de no perturbar su precario equilibrio. Afirmó Furcht y confirmó Zittern que
Renfield era a la ciencia lo que el profesor Nietzsche —⁠ese genio muerto en
vida desde hacía ya casi una década, vecino suyo en la Luisenstrasse, en la
llamada Casa Silberblick⁠— a la filosofía: un fulgor único, un caso
extraordinario, un fin en sí mismo.
De modo que hoy, 16, viernes, paseo bajo los olmos que conducen al
sanatorio Argos con una rara sensación a mitad de camino entre el entusiasmo
y la atrición. Mientras fumo mi cigarro, cuento con los dedos de la mano
derecha los árboles que adornan el paseo. Hay sesenta y seis, treinta y tres a
cada lado, y aunque no creo en asuntos cabalísticos, ni en runas místicas, ni
en todas esas insensateces acerca del simbolismo de ciertos textos inscritos
sobre el libro de la Naturaleza, semejante suma no deja de inquietarme. Es
posible que alguien, algún día, escriba que la superstición trae mala suerte.
Furcht es alto y asténico, parece una Z mayúscula, tiene aspecto de
metrónomo averiado y provoca la desasosegante impresión de que fuera a
derrumbarse a cada paso que da; en cambio, Zittern es grueso y colérico,
aunque su voz de contralto impide que sea tomado en serio. Nadie, ni siquiera
uno de esos héroes solemnes que pueblan las tragedias de Esquilo, podría
respetar a la Pitia de Delfos si su voz sonara como un silbato de factor.
Ambos sabios me reciben en un despacho de color azul. Paredes pintadas
de azul, sofás tapizados de azul, té servido en porcelana azul por un ama de
llaves vestida de riguroso azul y que adivino podría ser la hermana mayor del
flemático Furcht y la secreta admiradora del sanguíneo Zittern. Dentro de este
acuario inmóvil, la sola mención de mi pañuelo amarillo ha de provocar
espanto.
—¿Y bien, herr Bernhard? —⁠pregunta Furcht⁠—, ¿es cierto que ha
conocido más casos como el de Renfield?
—En efecto —informó educadamente⁠—, visité en Polonia, en Hungría y
en España a tres hombres que juraban haber yacido con vampiros.

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—¿Yacer? —pregunta alarmado el higienista Zittern.
—Yacer —confirmo sin que tiemble mi voz⁠—, cohabitar, copular,
fornicar. —⁠Y a medida que desgrano esos verbos tan queridos por el Antiguo
Testamento, el azul del gabinete parece hacerse más intenso, como si las
paredes, los muebles y las alfombras sangraran ese color.
—De acuerdo —concede Furcht estirándose los puños de su chaqueta de
terciopelo azul⁠—. De acuerdo. No entremos ahora en detalles.
—Espero que Renfield lo haga —⁠añado mirando fijamente a los ojos de
ambos hombres. Pero en ellos no encuentro nada, ni juicio ni condena, ni
alivio ni redención. Quizás porque también son azules, profundamente azules
como la habitación que nos acoge.
Salvado tan enojoso preámbulo, solicito visitar al paciente, ruego que se
me concede con una diligencia no exenta de malestar. La cámara de Renfield,
una habitación amueblada con un decadente estilo afrancesado, está llena de
recuerdos de un tiempo ya ido: Renfield, patilludo, posando en un feo
daguerrotipo junto a una dama gorda y un caniche; un diploma con el apellido
del abogado Renfield y el sello de la reina Victoria en flamígeras letras
góticas; un baúl apolillado, arrumbado como un juguete que ya no entretiene
bajo la ventana que mira al norte, señal de que los viajes de Renfield por el
mundo fueron muchos y azarosos.
—Herr Renfield —dice Zittern, su voz un agudo canto del gallo en el
mediodía de Weimar⁠—. Este caballero, herr Bernhard, ha venido para
entrevistarlo. Recordará que usted mismo le escribió hace meses.
Renfield me contempla desde el fondo de sus ojos cenagosos. Su boca es
una línea pálida y absurda. No parece que puedan existir dientes detrás de esa
advertencia horizontal.
—Herr Renfield —digo haciendo una reverencia de cuarenta grados, el
sombrero en la mano derecha y los talones rígidos como los de un húsar⁠—. Es
un placer conocerlo.
—La vida es una vieja cerda que devora a su lechigada —⁠concede
Renfield con un semblante tan apacible como si estuviera recitando los
condados de la devota Inglaterra.
—Herr Renfield, por Dios —⁠languidece Furcht⁠—. Qué modales. Parece
usted un bracero.
—Y Weimar es una pocilga llena de mierda —⁠apostilla Renfield para
estupefacción de ambos sabios, que palidecen (Furcht) y se ruborizan
(Zittern) más allá de todo cálculo.

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—Señores —digo entonces girándome hacia ellos con una elegancia y una
gracia que no desentonarían en los salones de San Petersburgo⁠—, les rogaría,
por favor, que me dejaran a solas con el paciente. Prometo devolvérselo en un
par de horas con la boca limpia y el corazón apaciguado.
Furcht y Zittern se consultan en silencio. Un grosero péndulo marca la
rotación del planeta allá fuera, donde todo son átomos y fuerzas oscuras,
mientras en mi pecho, como en una campana nueva, resuena una dulce
música. Después de que ambos abandonen la cámara, observo que Renfield
sonríe como un enano vicioso.
—Es usted un hombre inteligente, herr Bernhard.
—No tanto como yo quisiera, herr Renfield.
Entre desconocidos, la ironía es siempre una opción sensata. Casi estoy
tentado de proponerle a Renfield una partida de whist o una excursión por el
lago del sanatorio Argos, pero mi espíritu burlón se contiene a tiempo.
—Me intrigó su carta, herr Renfield.
—Lo imagino. Leí su opúsculo sobre vampiros.
—¿Ha leído usted La noche feroz? No puedo creerlo.
—En Weimar hay muchos libros, herr Bernhard. Cerca de aquí, en el
número 30, la hermana del profesor Nietzsche conserva miles de volúmenes.
Como ve, yo he tenido acceso a algunos de ellos.
Acudieron entonces a mi memoria una serie de nombres propios y de
lugares célebres: Richard Wagner, Bayreuth; Jakob Burckhardt, Basilea; Lou
Andreas Salomé, Génova. Yo había leído en su momento Así habló
Zaratustra y me pareció un libro decisivo. Aquel mostachudo no escribía
alemán, lo tallaba. Sus ideas poseían relieve. Uno tenía la impresión al leer
sus páginas de que las palabras luchaban por escapar de los márgenes.
—Me resulta difícil de aceptar —⁠confesé a Renfield⁠— que un texto sobre
vampiros haya podido interesar a un hombre como herr Nietzsche.
—El mundo es un lugar insólito, herr Bernhard. Realmente insólito. Basta
observarlo con atención para darse cuenta.
Ante aquel axioma del sentido común me rendí. La máxima de Renfield
no exigía refutación, sino acatamiento.
—Herr Renfield —dije buscando el ángulo más provechoso para mis
intereses⁠—. Estoy escribiendo un libro titulado Trastorno, sobre los
beneficios y peligros de la locura. Y aunque no quiero que usted considere
que le estoy llamando loco, me concederá que su caso es, cuando menos,
extraño.

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Renfield me observaba en silencio. Yo sabía que aquel hombre había
comido cucarachas, vencejos, serpientes, gatos, perros. Quizá también carne
humana. De niño. De campesina. De anciano. Nada en él, sin embargo,
desmentía mi impresión de hallarme ante un ejemplar perteneciente a eso que
denominamos civilización occidental. Quise imaginarlo tendido junto a un
hombre tenebroso, en un ataúd que hedía a aguas fecales, y me reconocí
incapaz.
—Herr Renfield —continué⁠—. En mi libro hay un capítulo dedicado al
vampirismo y quisiera que usted me contara su experiencia al respecto. En la
carta que me escribió hace unos meses me insinuaba una historia, digamos,
delicada. —⁠Renfield, tozudo, permanecía callado⁠—. Verá. He mantenido
conversaciones con tres caballeros que tuvieron la misma experiencia que
usted, y querría cotejar sus impresiones con las de ellos.
—¿Caballeros? —exclamó Renfield regresando de su mutismo⁠—.
Nosotros ya no somos caballeros, herr Bernhard. El conocimiento del
Maestro nos iluminó, cierto, pero también nos hizo viscosos, sucios,
putrefactos. Huela si no esto. —⁠Y acercándose a mí, me echó el aliento.
Corrí a tiempo de vomitar por la ventana bajo la cual reposaba el baúl.
Una bandada de patos se acercó a los restos de mi desayuno y, a lo que se ve,
los encontró apetitosos.
—Yo no soy un caballero, herr Bernhard —⁠dijo Renfield cuando regresé
junto a él⁠—. Disculpe esa exhibición de fuego interior —⁠añadió con un
humor que aplaudí en obligado silencio⁠—. Soy un fétido hijo del vampiro. Un
torturado. Un esclavo. Soy un hechizado.
Se llamaba Vlad, dijo Renfield, era transilvano y se reservaba el
tratamiento de conde. Vivía en un castillo de los Cárpatos. Era apuesto a su
manera, añadió pasándose la lengua por los labios. Culto, exquisitamente
atento en sus modales, pero temible como un sol negro.
—¿Dónde lo conoció? —pregunté.
—En Londres —dijo Renfield—. Él viajó allí por amor.
—¿Amor?
—El amor de una mujer, herr Bernhard.
—Entiendo.
—No —apostilló Renfield—. Usted no entiende. Estos ojos —⁠y señaló las
flemas que tenía por pupilas⁠— han visto cosas que usted no creería. Usted no
entiende la clase de amor que movía al Maestro.
—¿Quiere contármelo?

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Renfield se levantó, se acercó a la ventana y miró en dirección a la Casa
Silberblick.
—¿Cree usted en Dios? —preguntó.
La pregunta, allí, era tan incómoda de responder como en cualquier otra
parte, pero había algo en el ambiente que me invitó a sincerarme.
—De mi trato con las personas he deducido que Dios es un invento del
hombre, herr Renfield.
—Él —dijo Renfield señalando la Casa Silberblick⁠— no creía en Dios. Él
asesinó a Dios en sus libros, pero nadie ha escrito nunca palabras tan
hermosas sobre el particular.
—No le entiendo, herr Renfield. ¿Qué tiene que ver herr Nietzsche con
este asunto?
—La vida no consiste más que en esperar algo distinto de lo que hacemos.
Y la muerte es lo único con lo que razonablemente podemos contar.
Sentí que lo estaba perdiendo, pero no por defecto, sino por exceso.
Renfield hollaba un paisaje para el que yo carecía de mapas. Era un pionero.
Un pionero del miedo, quizá. Comprendí en ese instante que mi interlocutor
entraba y salía de distintos universos lógicos con la misma tranquilidad con la
que un comensal pasaría del agua al vino blanco.
—Herr Renfield, ¿dónde está usted en este momento?
—Y Weimar no es otra cosa que una pocilga llena de mierda.
Aunque quizá, una vez más, me equivocaba. Porque en el rostro de
Renfield detecté una sombra de ironía, de circunspecta indulgencia para
conmigo y cuanto yo representaba. Como un estúpido esteta de la
enfermedad. Así me sentí ante él en aquel instante.
—La puerta —dijo entonces señalando con su mano derecha⁠—. Váyase,
por favor. Quiero quedarme a solas con mi vampiro.
—Lo he ofendido —dije—. No sé cómo, pero lo he ofendido. Le pido
disculpas. ¿No quiere usted contarme más cosas del conde Vlad?
—La puerta —repitió sin alzar el tono de voz⁠—. Su tiempo ha
transcurrido.

Furcht y Zittern me aguardaban en el universo azul ojeando gruesos informes.


No levantaron la vista de sus papeles cuando entré. Así que tuve que
carraspear. Varias veces.
—¿Ha sido una entrevista fructífera, herr Bernhard? —⁠preguntó Furcht
con cierto desdén en su voz.

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—No tanto como yo hubiera querido, señores —⁠confesé con ganas de
olvidarlos para siempre.
A la entrada del sanatorio Argos ambos estrecharon mi mano con frialdad.
Mientras me ponía los guantes sentí que mi piel se estaba volviendo azul. Salí
al paseo de los sesenta y seis olmos y encendí un cigarro. Eso me hizo bien.
Lánguidamente deambulé entre los árboles, salvé una escombrera
invadida de avena loca, dejé atrás una vieja cancela oculta entre zarzas y me
encontré de frente con la Casa Silberblick. Sabía que las palabras de Renfield
me habían turbado. Que ellas me habían conducido hasta allí.
Me detuve ante la fachada. Y sentí miedo. Tras una de las ventanas lo
descubrí mirando hacia donde yo estaba. Sabía a quién estaba viendo. Lo
sabía perfectamente. La tentación de acercarme fue tan grande como la de
huir. Porque pude adivinar que tras aquellos ojos terribles, que acaso miraban
sin ver, se escondía un mundo infinito. Y porque toda máscara es
sobrecogedora, sobre todo si es una máscara condenada, congelada en un
gesto vacío, ausente, espantosamente fijo. Solemne como un pantocrátor,
aunque al tiempo lascivo como un fauno de mármol, tras aquel gesto
petrificado no parecía haber nada y, sin embargo, toda esperanza de
conocimiento, quizá incluso de sabiduría, se encerraba en él.
Avancé una mano hecha puño hacia la ventana, pero nada cambió en el
rostro. De pronto, por encima de aquella cabeza, se extendió un manto de
color escarlata y una aurora de sangre cubrió los ojos muertos, como si un
incendio se hubiera declarado dentro de la estancia.
Supe entonces que había visto vampiros en Weimar.

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EL RELEVO

José María Merino

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JOSÉ MARÍA MERINO
(A Cortina, 1941)
Residió durante muchos años en León y actualmente vive en Madrid.
Comenzó escribiendo poesía y se dio a conocer como narrador en 1976
con Novela de Andrés Choz, libro con el que obtuvo el premio Novelas y
Cuentos. Lo escurridizo de la identidad, sus conexiones con el mito, el
sueño y la literatura, y muchos elementos de la tradición fantástica
caracterizan su obra narrativa. Su novela La orilla oscura (Alfaguara,
1985) fue galardonada con el premio de la Crítica. Además, ha recibido
el premio Nacional de Literatura Juvenil (1993), el premio Miguel
Delibes de Narrativa (1996) y el premio NH para libros de relatos
(2003). En Alfaguara ha publicado, entre otros, Las crónicas mestizas
(Alfaguara, 1993), un volumen que recoge sus relatos, 50 cuentos y una
fábula (1997), la novela El heredero (2003, premio Ramón Gómez de la
Serna de Narrativa), los Cuentos de los días raros (2004) y los Cuentos
del libro de la noche (2005). En La glorieta de los fugitivos (Páginas de
Espuma, 2007) reunió, además de otros inéditos, minicuentos,
microrrelatos o «nanocuentos» dispersos en diferentes publicaciones. El
lugar sin culpa (Alfaguara, 2007), su última novela publicada, ha
obtenido el premio de Narrativa Gonzalo Torrente Ballester, 2006.

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AHORA QUE ESTÁN A TU ALREDEDOR HAS DESCUBIERTO EL
secreto y la lógica de habértelos ido encontrando a lo largo de los años.
Primero fue Flavia, aquella tarde invernal, al salir del metro. Casi
barbilampiño, estabas recién llegado a la capital, era el año en que
comenzabas los estudios universitarios, anochecía y sentiste que la bruma de
la tarde penetraba de repente dentro de ti, y no solamente percibías la
pegajosa densidad de su cuerpo gris sino cómo su aroma sutil a gasolina, a
papel, a colillas, a agua de lluvia encenagada junto a las aceras, se
transformaba en un ligero sabor acre que se te hacía reconocible como una
sustancia propia, como la saliva, o la sangre, o las mucosidades de la garganta
o de la nariz.
No era una sensación desagradable pero sí nueva, y dentro de ella surgió
el atisbo mental de una presencia, de un pensamiento movedizo que estaba
próximo, similar a esa revelación de algún cambio en el espacio que nos
rodea cuando somos capaces de descubrirlo por el rabillo del ojo. Y
comprendiste que esa sensación, que te impregnaba profundamente con los
signos físicos del lugar y de la hora, anunciaba el encuentro con alguien que
no podías ver y que, sin embargo, te estaba esperando.
Llevabas las manos cerradas en los bolsillos de la gabardina y las sacaste,
las abriste, las colocaste sobre tu pecho, cruzando los brazos, sorprendido ante
tu gesto, que sin embargo te parecía del todo natural, congruente con esa
bruma sentida dentro de ti como una sustancia propia, un olor en tus fosas
nasales, un sabor en tu paladar, una viscosidad familiar en tu garganta.
Entonces la descubriste: una mujer al otro lado de la calle, vestida también
con una gabardina oscura, un pañuelo cubriendo sus cabellos, te miraba con
fijeza, los brazos colocados sobre el pecho en la misma postura que los tuyos.
Cuando el semáforo dio acceso a los viandantes, la mujer permaneció
inmóvil, sin dejar de mirarte, esperando sin duda que cruzases la calzada y te
acercases a ella. Lo hiciste y, al llegar a su lado, descruzó los brazos y metió
las manos en los bolsillos al mismo tiempo que tú.
—Sígueme —dijo, y la acompañaste hasta aquel café como si ambos
estuvieseis cumpliendo los gestos de una cita.

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Se quitó el pañuelo y pudiste ver que tenía los cabellos blancos,
mostrando una señal de ancianidad que no parecía corresponderse con la
tersura de sus rasgos. Antes de nada, te preguntó si alguna otra vez habías
sentido esa señal interior de reconocimiento, de encuentro con alguien
invisible, y tú le dijiste que sin duda era la primera ocasión en que habías
experimentado algo semejante. Mas ella no se conformaba, quería saber si
verdaderamente nunca habías percibido en tu interior otra presencia de aquel
mismo modo, quería que hicieses un esfuerzo por recordar los años
transcurridos desde tu nacimiento, el tiempo de infancia y adolescencia,
aunque las sensaciones fuesen diferentes a las que os habían hecho
encontraros a vosotros, «repugnantes, atroces», explicó.
Tanto insistía, que en tu memoria se despertaron algunas imágenes,
todavía raras y confusas, pero una cautela súbita te hizo dejarlas sin desvelar
y negaste con firmeza, para hacerla abandonar su insistencia.
—Ésta ha sido la primera vez en toda mi vida que he sentido una cosa así
—⁠aseguraste.
Se llamaba Flavia, era argentina, y al parecer recorría el mundo buscando
encuentros como el que le había hecho entrar en contacto contigo.
—Ya somos cuatro —dijo.
—Pero cuatro qué.
—Cuatro de nosotros en quince años, y sin embargo, sólo dos de ellos.
Habló luego en un susurro.
—Al menos a uno conseguí destruirlo.
—Pero qué nosotros y qué ellos.
—Nosotros tenemos el don de poder descubrirlos.
—De descubrir a quién.
Te miraba con los ojos un poco extraviados, como si estuviese a punto de
gritar, pero continuaba hablando en voz muy baja.
—A los que se beben nuestra vida, a los que se beben nuestra alma, a los
que nunca acaban de morir.
Sin embargo no pensaste que estuviera loca, ni siquiera cuando en vuestra
siguiente cita, en la habitación de su hotel, conociste todos los aspectos de su
testimonio, su trabajo de arqueóloga desempeñado junto a su marido en
diversos lugares del mundo, la última vez en un yacimiento precolombino
próximo a una pintoresca villa colonial.
Se alojaban en un viejo convento convertido en hotel, un lugar muy
lujoso, y ya la primera noche Flavia sintió su cercanía, pero no sabía entonces
de qué se trataba. Te dijo que era como si la oscuridad nocturna hubiera

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entrado dentro de ella, pero no con la dulzura de la selva en aquella latitud,
sino cargada de los hedores de las hojas y de las frutas que se descomponen
en los charcos. La boca le sabía a tierra, sonó que mascaba tierra, barro, un
cieno que parecía arrastrarse sobre su cuerpo como sustancia viviente, y que
no estaba en su cama sino en un lugar tenebroso, acaso en una gruta, y que
ese cieno viviente era la señal de alguien hecho también de cieno y
putrefacción y oscuridad que se acercaba a ella.
—Alguien que iba a vaciarme, a sacar de mí todo lo que me formaba, mi
sangre pero también mis sentimientos, mis recuerdos, alguien muy poderoso,
pero no hecho de materia viva sino de sueño sólido e inmortal, ávido de vida
ajena.
Flavia descubrió que la emanación surgía de la vieja casona colonial que
se alzaba frente al convento, al otro lado de la plaza, propiedad de un tipo
muy panzudo, de grandes bigotes, un hombre riquísimo que al parecer ejercía
ciertos mecenazgos, pues pagaba la estancia en aquel hotel, del que era
también dueño, de todo el equipo arqueológico, y entre sus aficiones estaba la
de dirigir una galería de arte en la capital del estado. La casona frontera al
hotel era una de sus varias y ricas residencias, convertida en un museo
particular donde había muchos muebles antiguos, una colección espléndida de
imaginería religiosa colonial, cerámicas arcaicas excepcionales y también
pinturas y esculturas de arte contemporáneo. Aquel hombre, que trataba con
despótico malhumor a su numerosa servidumbre pero que era sin embargo
muy obsequioso con los forasteros, ya el primer día había recibido a los
arqueólogos en el bar del convento hecho hotel y los había invitado a comer
en su casa y a conocer su colección.
Dentro de aquella casa enorme Flavia sintió con mucha fuerza ese hedor
que se incrustaba en sus sentidos, la sombra acechante que parecía estar a
punto de abalanzarse sobre ella para arrancarle toda su vitalidad, y se
encontró muy desorientada, a punto de desfallecer ante la presencia invisible
que sentía de aquel modo extraño. La sensación se hizo avasalladora en un
lugar del edificio, cerca de la capilla, la parte donde el panzudo propietario les
dijo que habitaba un pariente suyo, un hombre al parecer muy viejo, delicado
de salud, a quien no pudieron ver porque permanecía casi todo el día retirado
en sus habitaciones.
Tras el almuerzo, aquella misma noche se celebró otra reunión del equipo
de arqueólogos en la casa del coleccionista, que se había empeñado en
invitarlos de nuevo para beber y charlar, pero Flavia no quiso asistir y le
contó a su marido sus temerosas intuiciones.

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—Fernando se reía de mí, pobre Fernando, decía que aquel yacimiento
que estábamos investigando, donde continuamente aparecían esculturas y
piezas de formas raras, era el causante de mis delirios, así los llamaba, y él
casi cada noche, a lo largo de las siguientes semanas, fue a la casa del
coleccionista con otros colegas de la misión a tomar unas copas y a jugar unas
partidas.
En sus ojos había una expresión despavorida mientras te contaba que, al
parecer, el pariente del propietario, que a última hora dejaba sus habitaciones
para acercarse a donde ellos estaban, a mirarlos jugar, era un hombre
viejísimo, muy delgado, muy pálido.
—Ése sí que te daría miedo, me dijo el pobrecito Fernando, qué ironía,
pues de repente también se puso a adelgazar y a palidecer, y a sentirse cada
vez más débil, lo llevé al hospital y no supieron qué tenía, un
empobrecimiento súbito de la sangre, una pérdida de glóbulos rojos, de
glóbulos blancos, pero no había ninguna evidencia patológica y no sirvieron
transfusiones ni medicinas, murió en menos de diez días.
La tarde del funeral de Fernando, el coleccionista dejó su casona y se
marchó con su pariente en un enorme automóvil negro. Era también la última
noche de Flavia en aquel hotel conventual, pero por primera vez desde su
llegada durmió sin sueños, y cuando al día siguiente contempló desde el gran
balcón la casona frontera, advirtió que la sensación de estar acechada por
aquella presencia viscosa y putrefacta se había desvanecido.
—A pesar de mi tristeza sentía una liberación especial, y salí a la plaza
para confirmarlo. Unas mujeres de la servidumbre abandonaban entonces el
gran portal con hatillos y bártulos domésticos. Me miraban como si me
reconociesen, y no era de extrañar, pues la villa es muy pequeña y la súbita
enfermedad y muerte de Fernando, la cremación de su cuerpo, sus cenizas me
acompañan siempre, su funeral, habían sido acontecimientos dentro de las
rutinas diarias. Una de ellas se acercó por fin a mí, en un evidente arranque
que a la otra la dejó inmóvil y perpleja, y me dijo que sentía mucho lo de don
Fernando, pues era muy generoso.
»“Señora”, dijo, “nunca hubiéramos podido pensar que el chupasangre se
atrevería a hacerle eso a un forastero”. “¿El chupasangre?”, le pregunté yo,
“¿qué es el chupasangre?”. “Un castigo de este pueblo, señora”, repuso la
mujer, pero la otra se había acercado a ella con decisión y tiraba de su brazo
para hacerla callar y apartarla. “Un castigo del tiempo seco, que nos mata a
las bestias y a la gente. Este año han sido seis personas, siete con su marido”.

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Al empleado de la recepción del hotel no parecieron agradarle las
preguntas de Flavia y achacó aquellas informaciones a la pura superstición
popular, en todos los sitios hay muertes raras, es la propia naturaleza, decía,
pero sus puños estaban demasiado apretados sobre el mostrador y su voz se
tensaba más de lo ordinario. Tampoco el jefe de la policía estuvo del todo
tranquilo mientras le aseguraba que por aquella comarca el pueblo creía en
cosas bastante extrañas, la leyenda del chupasangres, o chupacabras, era muy
antigua, pero en realidad no sucedía nada que se saliese de lo corriente,
algunas muertes por enfermedades desconocidas siempre las había habido, y
en cualquier caso eso no tenía nada que ver con su oficio. Y Flavia también
percibió que el doctor que había atendido a su marido no disimulaba su
malestar, aunque reconocía que había habido otros casos de muertes
similares, en ciertos laboratorios muy importantes estaban analizando las
muestras orgánicas para intentar localizar la patología originaria, las posibles
implicaciones genéticas. Por el momento la ciencia no tenía nada que decir.
Flavia se atrevió a preguntarle si había oído hablar del chupasangres, y en la
actitud del médico hubo un desprecio acaso excesivo, «la ignorancia popular
siempre inventa cosas absurdas», repuso vehemente, con aire de concluir la
conversación.
Flavia intentó recuperar la mayor normalidad posible en su vida pero otra
misión arqueológica, esta vez en el este europeo, le hizo encontrar de nuevo al
llegar al hotel aquella sensación un poco asfixiante de la putrefacción
invasora y los sueños de acecho temeroso, su cuerpo cubierto por oleadas
sucesivas de tierra pegajosa y fría.
En aquella ocasión el hotel ocupaba la primera y la segunda planta de un
enorme palacio antiguo, muy destartalado. La tercera era al parecer la
residencia de un noble ya muy anciano, con fama de excéntrico, que vivía en
una soledad casi completa, pues solamente lo atendía un criado de atuendo
estrafalario, pantalones bombachos y una especie de casaca parda, un bonete
cilíndrico sobre su cabeza y largas barbas grises en forma de abanico
cubriendo su rostro y su cuello.
—Pero entonces yo ya no era una ingenua, conocía casi todo sobre ellos,
había leído su historia y su mito, las novelas que se habían escrito a propósito
del asunto, nosferatus, vampiros, vurdalaks, sólo una superstición más para
los científicos, una ficción ridícula para los intelectuales, pero una verdad
palpable para mí, que había visto consumirse a Fernando y que tengo el don
de sentir su cercanía.

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Y te contó que, siguiendo las derivaciones de una curiosidad que ella
había ejercido con discreción, supo que aquel edificio en el que se albergaban
había ostentado tiempo atrás una fama tenebrosa; en él había residido el
descendiente de aquel terrible empalador medieval que, según aseguraban, se
había convertido en un muerto viviente tan sediento de sangre como lo había
sido en vida. Que todavía había quien hablaba del personaje como de alguien
real y existente, atribuyéndole ciertas muertes debidas a insólitas extinciones,
esas dolencias que a veces no parecen tener explicación pero a las que se
atribuye relación con los efectos perniciosos de la vida moderna, la
contaminación del aire, del agua y de los alimentos, las antenas de los
teléfonos móviles y todas las radiaciones que se entrelazan a nuestro
alrededor.
—Quise saber más de las extrañas enfermedades y supe que a veces se
producían consunciones inexplicables, como la que había matado a mi pobre
Fernando, nueve o diez cada año. También había quien le echaba la culpa a
una central nuclear cercana a la ciudad.
Sin embargo, Flavia tenía la certeza que le daban su intuición, sus sueños
viscosos y sus mismos sentidos.
Flavia pudo comprobar que el extravagante criado del solitario inquilino
del piso superior bajaba todas las mañanas al vestíbulo del hotel para leer la
prensa durante un par de horas. El ascensor del hotel conducía también al
tercer piso. Una mañana, mientras el pintoresco criado de las barbas en
abanico permanecía en el vestíbulo, Flavia subió hasta aquella vivienda y
descubrió que la puerta no estaba cerrada con llave. Era una casa muy oscura
por los enormes cortinajes que cubrían todas las ventanas, pero la sensación
de pegajosa putrefacción iba mucho más allá del olor a rancio y cerrado que
impregnaba todos los aposentos, cuyas puertas Flavia fue abriendo para
conocer que estaban llenos de viejos cachivaches polvorientos, amontonados
sin orden alguno.
—Lo encontré por fin, en una gran alcoba. La penumbra del pasillo me
permitió vislumbrar una cama sin deshacer, con dosel. Junto a la cama había
una caja alargada, enorme, mayor que un ataúd, y dentro estaba tendido un
cuerpo, aunque no pude distinguir las facciones de su rostro. En un sillón
cercano había otro cuerpo, y vi borrosamente que era el de un muchacho
flaco, que dormía con respiración ronca. Salí de la casa, bajé al vestíbulo del
hotel y estuve contemplando a aquel extraño criado hasta que salió del
ascensor el muchacho que había visto desmadejado en el sillón: andaba como
si estuviese dormido, y todo su aspecto denotaba la mayor extenuación. Se

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acercó al criado, que le dio algún dinero, y luego se alejó hacia la puerta con
paso fatigado. Entonces supe lo que debía hacer, y aunque mi guía sólo eran
las ficciones, esas novelas que había leído y algunos ensayos académicamente
poco respetables, compré un mazo y un cuchillo, busqué en el parque una
buena y sólida rama seca, que agucé con mucho cuidado, y a la mañana
siguiente, mientras el criado repasaba la prensa, subí a la casa del inquilino
del tercero, entré en su habitación, donde entonces no había nadie más que el
hombre tumbado en la caja, y tras buscar a tientas en su pecho el lugar del
corazón clavé la estaca con un fuerte mazazo. La horrenda sensación pútrida y
babosa que me había estado acosando desde que había llegado al hotel se
desvaneció de repente y supe que por lo menos una de esas abominaciones
había desaparecido del mundo. Desde entonces no he dejado de buscarlos,
recorriendo muchos lugares. No he encontrado a otros, pero sí a gente como
tú, capaz de sentir su presencia directamente o a través de la obsesión de
quienes los buscan, como yo. Una muchacha danesa, un hombre francés, otro
norteamericano, que también emitía una exhalación mentalmente perceptible.
A ellos los he instruido, como te estoy instruyendo a ti, y la muchacha danesa
estuvo a punto de cazar a uno. Tenemos que estar advertidos, siempre alerta,
tratar de localizarlos y exterminarlos, y también intentar encontrar a gente con
nuestro don. A partir de ahora viviremos continuamente comunicados, para
informarnos sobre cualquier novedad.
Su voz adquirió un tono solemne.
—Nuestra misión es muy importante y tenemos que mantenerla en
secreto, pues nadie nos creería. Cuando eliminé al vampiro de aquel hotel
hubo bastante revuelo de periodistas y policías, los periódicos lo llamaron
misterioso asesinato ritual. Nosotros no debemos contar con la realidad.
«No debemos contar con la realidad». Han pasado muchos años hasta que
has vuelto a ver a Flavia, pero nunca olvidaste esas palabras. Tras la
experiencia de sentir la calle y la hora y la exhalación de su cercanía
formando parte de tu intimidad sensitiva, consciente, y después de vuestra
charla en el café, aquella noche intentaste atrapar los recuerdos imprecisos,
volátiles, que su insistencia había estado a punto de despertar en ti, y lo
conseguiste de pronto, como cuando abrimos una puerta, un cajón, y
encontramos inesperadamente algo que sin embargo estábamos buscando con
ansia.
La casa entre los árboles, también una emanación que entraba en ti y tenía
sin duda la intensidad rotunda de lo muy putrefacto, una señal segura de algo
que no podía estar en la vida. Eras muy niño, en el verano, era una casa

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solitaria, todas las ventanas estaban cerradas, te habían dicho que no debías
acercarte a ella, que había perros malos, pero tú no encontraste esos perros,
sino los animales muertos, cadáveres de animales, un conejo, las cuencas de
los ojos vacías y en ellas varias avispas que entraban como por una puerta
circular, un cuervo, las alas abiertas, también los ojos vacíos, varias gallinas,
avispas y hormigas y grandes escarabajos bullendo en sus cuerpos, los bultos
de los animales formaban una senda, otro conejo, una oveja, su barriga
monstruosamente hinchada.
El hedor inmediato de la descomposición se acompasaba a la otra
putrefacción, la que exhalaba la casa como un aliento mental, pero lo habías
olvidado porque no te causaba asco, ni pavor, sino un placer indefinible, un
regusto de peculiar golosina. Te sentaste junto a la oveja y acariciaste su
barriga, zumbaron las moscas cantáridas, había gusanos en la herida del
cuello, acercaste tu cuerpo al del cadáver, te restregaste contra él, intentabas
que el aroma real, tan pujante, se acomodase al aroma espiritual de la casa,
para saborear a la vez aquella potente podredumbre certera y la que recorría
majestuosamente tu imaginación.
«¡Pero este niño apesta! ¿Pero de dónde viene este niño? ¡Pero qué
asquerosidad!», dirían, te gritarían, te reñirían cuando regresaste a casa,
atendiendo muy tarde sus llamadas lejanas, todavía en el embeleso de tanta
podredumbre gloriosa.
Sin embargo, en vuestro segundo encuentro, la tarde del hotel, no le dijiste
nada a Flavia, aunque escuchaste su historia intentando ajustar lo que te
contaba a las sensaciones de la experiencia de vuestro encuentro y a aquel
recuerdo de la niñez que se había delimitado tan repentina y claramente entre
los espacios desvaídos de la memoria.
Luego, a través de los años has ido conociendo a Jessica, la danesa que al
parecer estuvo a punto de acabar con uno de ellos, a Pierre, el francés que los
ha rastreado en el Oriente sin encontrar ninguno. El correo electrónico te
mantiene en contacto con ellos y con Flavia, y ella te hizo también conocer a
Chad, el norteamericano, el hombre que te esperaba en el aeropuerto cuando
viniste a estos bosques de Nueva Inglaterra.
Y ahora que Jessica, Flavia, Pierre y Chad están tan cerca de ti, has
comprendido claramente la sutileza de la trama.
Fue Flavia quien os avisó con urgencia de la necesidad de trasladaros a
este lugar, y fue también ella quien se ocupó de conseguir los pasajes y
atender todos los gastos, a través de alguna rara fundación. Había tenido
noticias de Chad, que había hecho una localización inconfundible, al parecer

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muy importante por las intensas percepciones que suscitaba, en una
urbanización cercana al pequeño college rodeado de bosques donde él ejerce
como profesor.
El lugar es un grupo de casitas, la mayoría de madera y algunas también
de ladrillo, dispersas entre el césped, con pequeños grupos de grandes pinos
flanqueando los edificios, en un claro del bosque donde los colores del otoño
muestran todas las gamas de la extenuación forestal, desde el amarillo pálido
al rojo estridente pasando por el oro viejo y el ocre, siempre enmarcados por
un verde oscuro y fúnebre. Chad ha alquilado una de las casitas, su hallazgo
se encuentra en otra muy cercana, y al llegar percibiste inmediatamente la
sensación, aquella emanación putrefacta que tan embriagadora y hasta sabrosa
te resultó en la niñez, cuando llegaste a restregar tu cuerpo con el de aquella
oveja muerta.
En esa casita os habéis reunido los cuatro, esperando el momento de
asaltar lo que según Chad es el cubil de la criatura. El cadáver de dos
pequeñas ardillas rojas y el de un gran pájaro blancoazulado fueron ayer
encontrados por Chad en el porche de la casa, y os los mostró triunfalmente,
como signos confirmatorios de vuestras sensaciones. La urbanización parece
deshabitada, porque la gente del país suele recluirse en sus casitas y sólo el
movimiento de algún automóvil señala su presencia. Precisamente de un
automóvil descendió ayer por la tarde un individuo de barbas grises en forma
de abanico y ropa estrafalaria, en la cabeza un gorro cilíndrico con raros
bordados, y su visión hizo que Flavia se mostrase muy agitada, pues en él
había identificado con claridad al criado de la criatura del hotel rumano que
ella había conseguido destruir.
Ese abrupto aislamiento de los vecinos ha facilitado vuestra operación de
esta mañana, pues tras la llegada del criado de ropa extravagante pareció que
la emanación se aminoraba y Flavia resolvió llevar a cabo cuanto antes la
misión que os ha traído a estos bosques. Pero cuando tras descerrajar la puerta
de la casa irrumpisteis con los instrumentos necesarios para completar la
eliminación y hasta el exterminio, dado el caso de que dentro hubiese más de
una criatura, resultó que el efluvio no procedía de un cuerpo, sino de un gran
bulto de ropa usada amontonado en el interior de la gran caja con tierra que
ocupa el centro del sótano.
Vuestra decepción apenas duró unas horas. A media tarde Chad, que había
salido a inspeccionar los alrededores, os trajo la buena noticia de haber
recuperado el rastro, el hedor sólido y el sentido de la presencia
inconfundible, ante una desviación de la carretera principal, frente a uno de

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los caminos de tierra que conducen al centro del bosque, un acceso para
camiones madereros. Había dejado el coche en el cruce y subió andando por
el camino, siguiendo el rastro, que según os contó le había llevado a la
cercanía de una casa de madera pintada de rojo oscuro que se alza en un claro
y que tiene una puerta en el porche frontal y otra en la parte trasera.
Chad dijo que debíais llevar a cabo lo que os habíais propuesto, antes de
que llegase la noche y acaso la criatura que estabais persiguiendo consiguiese
escapar definitivamente. Flavia se mostraba dubitativa, el anochecer se
aproximaba, pero Chad insistió, el lugar estaba cerca, en el coche apenas
veinte minutos hasta la desviación, luego otro cuarto de hora escaso andando,
llegaríais con toda seguridad antes de la puesta del sol, no había nada que
temer. También propuso que os dividieseis en dos grupos para asaltar la casa,
él y tú lo haríais por la puerta delantera, Flavia, Pierre y Jessica por la trasera,
pero era preciso actuar cuanto antes, sin perder un solo minuto más.
Varios camiones madereros retrasaron vuestro desplazamiento en la
carretera y, mientras subíais corriendo por el camino del bosque, el sol
brillaba rojizo entre los ramajes, ya muy cerca del horizonte.
Cuando llegáis ante la casa, el hedor invade vuestros sentidos y vuestra
imaginación como el aroma más potente. Chad y tú os apresuráis hacia la
puerta del porche, Flavia, Pierre y Jessica van a la trasera. No necesitáis echar
la puerta abajo porque ambas están abiertas, y os encontráis frente a frente en
una gran sala de suelo polvoriento, vacía de muebles y objetos, donde se
encuentra el criado de las grandes barbas, mi criado, que se abalanza hacia
Pierre y lo sujeta con firmeza, del mismo modo que los otros criados míos,
Chad y Jessica, se apoderan de Flavia.
En este momento el disco rojizo del sol se oculta tras el horizonte y
quedarán en el cielo largas nubes rojizas, como huellas de enormes dedos
ensangrentados.
Mis criados, con sus presas, se dirigen a la puerta del sótano, donde me
encuentro, y tú los sigues desconcertado, sin saber todavía qué hacer. Y por
fin os acercáis a la caja en que yazgo, las manos cruzadas sobre el pecho.
Abro los ojos, me incorporo, os contemplo. En la mirada de Flavia advierto
que la confusión está dando paso a la lucidez, pues sin duda empieza a
comprender que esa misión suya apasionada, incansable, de tantos años, ha
estado llena de errores de percepción, pues en su camino también se ha
cruzado mi gente sin que ella haya podido advertirlo. Ahora descubrirá que
gracias a ella he conseguido encontrarte. El horror que veo en sus ojos y en

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los de Pierre despierta en mí una gran glotonería, esa sed golosa que pronto
podré satisfacer.
Chad hace que te acerques, y sientes dentro de ti la culminación de la
podredumbre de aquella tarde de junio que desde niño quedó impresa en tu
memoria oscura como la nostalgia de la sensación más certera, del sabor más
completo, del olor que revela la verdad profunda. Apenas puedo ya con este
viejo cuerpo mío pero me alzo sobre ti, abro mi boca de dientes feroces, para
enseñarte, me inclino hacia tu cabeza, para que sepas, y sin dejar de mirar tus
ojos, espero el momento en que debes percibir la revelación de lo que te
corresponde hacer.
Y es ahora, por fin. Has comprendido quién eres, quién soy, la trama que
al fin ha hecho que nos encontremos, el papel que la persistente ingenuidad de
Flavia ha jugado en todo ello.
Y tú también abres la boca y te abalanzas sobre mí, muerdes con furia mi
garganta, caigo otra vez en la caja y sigues mordiéndome, devorando mi viejo
cuerpo, lamiendo mi sangre espesa, impregnada del aroma fétido de tantos
cementerios.
Y mientras mi anterior y antiguo cuerpo se desvanece, me siento cada vez
más dentro de ti, y vuelvo a mirar con glotonería a esa mujer y a ese hombre
que han quedado paralizados por el horror, que serán enseguida tu alimento,
mi alimento. Y contemplo a mis criados y pienso que ahora que ya el peligro
de estos rastreadores ha pasado y el relevo se ha llevado a cabo, también ellos
me alimentarán.
No debemos contar con la realidad, salvo si nos es propicia.

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CARTA DIRIGIDA A LAS NOVIAS DE DRÁCULA
ENCONTRADA POR EL DOCTOR VAN HELSING
EN SU CASTILLO

Carmen Posadas

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CARMEN POSADAS
(Montevideo, Uruguay, 1953)
Reside en Madrid desde 1965, aunque pasó largas temporadas en Moscú,
Buenos Aires y Londres, ciudad en la que su padre desempeñó cargos
diplomáticos. Su primera novela fue Cinco moscas azules (Alfaguara,
1997). Ha escrito, además, cerca de veinte libros de literatura infantil;
entre ellos, El señor viento norte, que obtuvo el premio del Ministerio de
Cultura al mejor libro infantil editado en 1984, y es autora de una decena
de ensayos, además de guiones para el cine y la televisión. En 1998 ganó
el premio Planeta con la novela Pequeñas infamias (Planeta, 1998). Ha
publicado las novelas La bella Otero (Planeta, 2002), El buen sirviente
(Planeta, 2003), A la sombra de Lilith (Planeta, 2004) y Juego de niños
(Planeta, 2006), y el libro de relatos Nada es lo que parece (Alfaguara,
1998).

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18 DE AGOSTO

Queridas niñas Marishka, Allera y Verona:


¡Londres! Después de tantos años de espera, por fin mis pulmones se
llenan de su ponzoñoso olor, mezcla de hollín y excrementos. ¡Cuántas veces
he soñado con pasear por sus grandes avenidas, por sus miserables arrabales,
por la orilla de su pútrido Támesis, y ahora estoy aquí, en el corazón del
mundo! Oigo cómo bombea su sangre poderosa por sus arterias de acero y me
gustaría llenarme la boca con un trago de esa energía que percibo bajo mis
pies. Me siento más vivo y más pleno que en los últimos quinientos años y,
sin embargo, también pequeño e insignificante, como si entre toda esta espesa
niebla el Príncipe de las Tinieblas perdiera su poder ante esta verdadera
prostituta de Babilonia hecha capital del mundo. ¿Dónde queda la gloriosa
Constantinopla de mis tiempos de mortal ante este hormiguero de más de cien
millas cuadradas de extensión (según datos de la guía Baedecker que adquirí
cerca de Leicester Square)? Es como si este lugar no fuera una simple ciudad
como tantas que he visto levantar y derrumbarse sino un gigantesco dios de
hierro, ojos de carbón encendido y aliento sulfuroso.
¿Cómo he podido tardar tanto en llegar hasta aquí? Como bien sabéis,
siendo tan decidido para otras cosas, los viajes siempre me ha costado
emprenderlos. Antes debo estudiar bien mi destino. En este caso, llevo más de
cien años analizando, diseccionando los principales periódicos ingleses. A
través de sus páginas he vivido la locura de Jorge III, la independencia de las
colonias americanas, la estupidez de Jorge IV, el comienzo del reinado de esta
pequeña mujer, Victoria, que ha empobrecido la sangre —⁠¡nada menos que
algo tan precioso!⁠— de todos sus reales primos europeos. También he visto
cómo esta ciudad ha pasado en menos de un siglo de uno a cinco millones de
habitantes, cómo se han construido avenidas, plazas, alcantarillados (a pesar
de que The Times escribía en 1847: «Preferimos el riesgo a morir de cólera a
ser forzados a la salud»). Un viaje supone para mí ir alimentando el deseo,
engordando la curiosidad, cebando mi mente, regodearme en mis ansias para
finalmente regalarme lo que tanto he esperado. Dosificar los placeres. ¿Cómo
si no aguantar la eternidad que tengo por delante?

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Mi castillo es mi santuario, nuestro refugio. Allí está toda mi vida, pero a
veces resulta abrumador vivir siglo tras siglo encerrados en paredes tan
cargadas de recuerdos… La compañía también acaba inevitablemente siendo
monótona. Mis zíngaros son fieles y obedientes pero no tienen una gran
conversación. Nunca serían capaces de comprender lo que pasa por mi cabeza
aunque su alma esté también condenada. Además, hay que mantener las
distancias con la servidumbre por mucho que uno esté deseando romper un
silencio que pesa como una losa. Vosotras, queridas niñas, también me habéis
dado muchas alegrías en su momento, pero vuestra continua algarabía y
lujuriosidad también hastía después de tantos siglos. No os ofendáis, pero a
veces tengo que pasar largas temporadas sin veros para volver a tolerar
vuestra presencia. Necesitaba aire fresco y frívolo, un cambio que me permita
volver después con más vigor a mi papel de Señor de la Vida y la Muerte en
Trasilvania.
Sí, ha merecido la pena esperar para este viaje, no cabe la menor duda,
pero tampoco podía retrasar más esta visita. Me da la sensación de que esta
maravillosa mezcla de lujosas mansiones, joyas, harapos, mugre, lords,
prostitutas, barro y jardines no va a durar demasiado. Temo que este mundo
se dirige hacia la lejía, al almidón, a la pulcritud, la desinfección, a la
igualdad chata y vacía. Y lo peor es que estoy condenado a verlo.
Pero no voy a pensar en el futuro, siempre me da dolor de cabeza. Ahora
es el momento de disfrutar de este viaje tan largamente planificado.
No todo ha salido como esperaba. Mi intención al contratar al bufete del
señor Hawkins no sólo era que me ayudaran a conseguir residencia en
Londres y facilitar mi traslado, también les pedí que me enviaran un
empleado. Mi idea era contar con un joven compañero en el que pudiese
encontrar (o crear) una afinidad y que fuese mi guía en este viaje. Tuve la
mala fortuna de que me mandaran a ese mojigato de Jonathan Harker, incapaz
de entender un espíritu sofisticado y cosmopolita como el mío y al que tuve
que dejaros como divertimento para que no me echéis demasiado de menos en
mi ausencia. Vime entonces con la perspectiva de una estadía en esta gran
ciudad con la única asistencia de mi lacayo Renfield, de poca utilidad social
al estar encerrado en un manicomio. Afortunadamente, la diosa Fortuna (o
nuestro Señor Infernal, que viene a ser la misma cosa) me besó en la frente
dos veces consecutivas.
Nada más desembarcar del desapacible viaje por mar que me trajo hasta
aquí (esto de, por mi condición, viajar siempre envuelto en tempestades,
viento y lluvia resulta ciertamente agotador), he tenido la enorme fortuna de

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encontrarme con el aristocrático y delicioso cuello de la señorita Lucy
Westenra. Éste va a ser otro de esos placeres que disfrutaré poco a poco, sin
prisas, saboreando su sangre que parece perfumada con lavanda y jazmín. Por
otro lado, he tenido la agradable sorpresa de que un caballero inglés con el
que mantuve una esporádica correspondencia a raíz de ciertos artículos suyos
en la prensa, contestara a un billete que le había enviado anunciándole mi
llegada, invitándome a cenar en su casa.
Ya sabéis que no soy muy aficionado a las nuevas amistades, pero el
señor Oscar Wilde resultó un anfitrión encantador. No podía haber encontrado
un mejor introductor para mi toma de contacto con Londres. Además, el vago
aire que se da con Bashar, el viejo eunuco de mi infancia mortal en la corte
del sultán Mehmet II, hizo que me sintiera inmediatamente en familia.
Agradeció mucho mi visita ya que, según me dijo, la mayoría de sus
amistades se encuentran a estas alturas de agosto o en sus residencias de
verano o tomando las aguas, costumbre que a él casi le parece tan bárbara
como a mí. Me ponderó largamente mi túnica de seda gris con mangas de
lobo: «Es maravilloso su atuendo y, aunque las pieles puedan parecer un poco
extravagantes para esta época del año, el verano británico es tan poco
veraniego que resulta mucho más adecuado que esos ridículos trajes de lino
que usan nuestros caballeros. En Londres debe usted conservar sin falta su
delicioso estilo. Es lo que le hará único, mi querido Conde, y de todas formas
ya sabe que la moda es una maldición que sólo dura seis meses —⁠me dijo
mientras se atusaba la larga melena con la mano ensortijada⁠—. Aun así, le
daré la dirección de mi sastre en Saville Road por si tiene usted que asistir a
determinados eventos sociales. Los ingleses podemos llegar a ser tan
enervantemente formales a veces…».
Durante la cena conversamos de todo lo divino y lo mundano. Más bien le
dejé yo que hablara él para que no reparara en que, como no consumo los
mismos alimentos que los mortales, apenas mareaba el saumon aux fines
herbes en el plato. Sin embargo, este hecho no pasó desapercibido para un ojo
agudo como el de mi anfitrión: «Coméis como un gorrión, querido Conde.
Así no me extraña que mantengáis vuestra aristocrática cintura tan esbelta y
ese maravilloso tono pergamino en vuestra tez. Yo, sin embargo, no hago más
que atiborrarme a dulces y champán. Mis amigos se empeñan en que debería
hacer algún tipo de ejercicio. La gente en este país es una enferma de los
deportes y para mí sólo son el bacilo que lleva a la muerte prematura. ¿Hace
usted algún tipo de ejercicio regularmente en su misterioso y fascinante
castillo, querido amigo?». Sentí la tentación de hablarle de mi afición a reptar

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por las paredes verticales de mis murallas, de mi amor al vuelo las noches de
luna llena o lo bien que me sientan unas carreras rodeado de una manada de
lobos, pero me pareció una pena estropear esa agradable velada.
«Comprobará usted, señor Conde, que los ingleses a veces son un poco
fríos con los extranjeros al principio —⁠continuó él hilvanando un tema con
otro sin solución de continuidad⁠—. Como amos del mundo están educados
para adoptar una postura inicial algo altiva. Yo también la he tenido que sufrir
en algún momento. Esta ciencia tan de moda, la frenología, nos cataloga a los
irlandeses en la misma categoría que a los negros y a los miembros de las
clases bajas como personas altamente promiscuas y poco de fiar. A mí me
costó años superar estos prejuicios, aunque ahora que lo pienso, quizá aún no
lo haya conseguido del todo». Luego volvió a cambiar radicalmente de tema y
se puso a hablar de los últimos chismes de la sociedad londinense, asunto con
el que me siento bastante familiarizado por las crónicas de las gacetillas que
recibo en mi castillo.
Es curioso cómo cambia uno con los siglos. En mis buenas épocas, habría
mandado empalar sin perder un instante a este sodomita en una estaca
astillada con sólo ver el gracioso giro de su muñeca al hablar. Ahora, después
de tanto tiempo encerrado en mi castillo, me entretiene enormemente su
inteligente y cosmopolita conversación y ni siquiera me fijo en la palpitante
vena azulada que le asoma por encima del cuello almidonado de la camisa.
Debe de ser que con los siglos uno se vuelve más tolerante.
Después de preguntarme largo rato por algunas costumbres valacas por las
que aparentemente tenía gran interés, mi nuevo amigo insistió en que
fuéramos a tomar el café a casa de un tal Bosie, al parecer amigo suyo, donde
se reunían otros conocidos que también se habían visto obligados a
permanecer el mes de agosto en la ciudad. Estuve tentado de declinar la
invitación, ya que la velada se estaba alargando más de la cuenta y se me
estaba abriendo peligrosamente el apetito. Sólo había probado un bocado de
un pequeño deshollinador antes de acudir a casa del señor Wilde, y en los
bajos fondos de esta ciudad hasta los infantes llevan tal cantidad de ginebra en
sus venas que difícilmente son tolerables para un no muerto como yo. Sin
embargo, me pareció una grosería no corresponder a las atenciones de mi
anfitrión y ambos nos dirigimos a tomar un coche de alquiler. Al pasar por el
recibidor de la casa cometí el error de exponerme directamente a un espejo y
este hecho no pasó desapercibido para el fino ojo de mi anfitrión: «Caramba,
no tiene usted reflejo, esto sí que es sorprendente. Es usted aún más fascinante
de lo que había pensado, querido Conde. Ya me parecía haber detectado en

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sus ojos algo oscuro, una fuerza primitiva, como la que había miles de años
atrás, cuando la tierra no había sido aún contaminada con las pisadas de los
hombres —⁠continuó mi anfitrión mirándome fijamente con los suyos tan
azules⁠—. Es como si tuviera usted dos vidas distintas. Me recuerda a una
novela que se ha publicado hace poco tiempo, algo vulgar por lo demás,
llamada Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Es usted lo suficientemente enigmático para
ser un Hyde aunque, gracias a Dios, no tiene nada de Jekyll. Yo odio a los
médicos. Son terriblemente aburridos. Pero mejor dejemos estas cosas,
parezco una pitonisa barata de esas que intentan sacarles unos chelines a los
incautos en Covent Garden. No se preocupe por este pequeño incidente del
espejo. No lo mencionaré en público. La buena sociedad a veces saca
conclusiones apresuradas». Un hombre admirable este Wilde.
Mientras recorríamos las adoquinadas calles, alumbradas de un modo
excesivo por molestas farolas de gas, le pregunté la razón por la cual había
abandonado Irlanda y me confesó que era a causa de una mujer, Florence
Malcome, dijo que se llamaba, que había preferido a un escritorzuelo llamado
Bram Stoker antes que a él. La respuesta me sorprendió porque, aunque mi
amigo Oscar está casado y tiene dos preciosos hijos (según pude comprobar
en algunos retratos que había en su residencia), me cuesta creer que sea de los
que recorren grandes distancias impelidos por la pasión de una mujer.
Llegamos a un gran palacio de estilo georgiano cercano a Belgrave
Square. El señor Wilde me aclaró que aquélla era la residencia del Marqués
de Queensbury, padre del tal Bosie, que normalmente no toleraba reuniones
de su hijo en casa pero que en esos días se encontraba fuera de la ciudad
como tantos otros. Habló largamente de lo horrible que era este Marqués,
escandalizándose de que fuera a todas partes con un látigo: «Una costumbre
muy propia de esta tierra, por otra parte», apostilló.
Un mayordomo de librea abrió la puerta y nos pidió que le siguiéramos.
No pude dejar de admirar el maravilloso gusto del Marqués. Desde los
cuadros y las estatuas a las telas de las tapicerías y las cortinas, todo formaba
un conjunto de una deliciosa armonía. Quizá debería aprovechar mi estancia
en Londres para realizar algunas compras que me permitan actualizar la
decoración de mi vieja morada en Transilvania. Ahora que lo recuerdo, la
última vez que pinté el comedor fue antes de la Guerra de los Cien Años.
Mientras recorríamos los amplios corredores, el señor Wilde iba
cuchicheando a mi oído: «Probablemente esta noche no conocerá al tipo de
hombres que construyeron el Imperio, como diría el padre de Bosie. Sin
embargo, hay una circunstancia que quizá haga más entretenida esta velada

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para usted. No sé si tendrá conocimiento de esos desagradables asesinatos de
Jack el Destripador que se produjeron en Whitechapel hace algún tiempo».
Yo asentí. Algo había leído en los periódicos ingleses que recibo en casa,
aunque no alcanzaba a entender por qué habían causado tanto revuelo aquí
cinco simples muertes. «Pues bien —⁠continuó él⁠—, esta noche verá usted
reunidos a tres de los que (según las malas lenguas, que suelen ser las
mejores) son los principales sospechosos de aquellos hechos aún no
esclarecidos. Ya se los iré indicando con toda la discreción de la que soy
capaz».
Aquellas palabras me reconfortaron ya que, después de tantos años de
soledad, mis habilidades sociales estaban algo herrumbrosas y era
tranquilizador saber que en aquella reunión de extraños por lo menos habría
alguien que compartiera mis mismas aficiones.
Entramos en un gran salón lleno de plantas, casi un invernadero, donde
había unos veinte caballeros vestidos de frac, fumando como chimeneas y
bebiendo coñac en copas de balón. La mayoría de ellos eran muchachos casi
imberbes de unos veintipocos años.
«Bosie querido, espero que no te moleste que haya traído un invitado
—⁠dijo Oscar extrañamente intimidado⁠—. El Conde Drácula es de una de las
más grandiosas familias de Centroeuropa. ¿No es divina su ropa? Estoy
seguro de que enseguida lo adorarás, es tan… distinto».
Bosie (o Lord Alfred, que aparentemente es su título oficial) me miró de
arriba abajo con un aire de suficiencia tal que hubiese merecido un latigazo
por su impertinencia si no fuera por su belleza, una belleza que un mortal
hubiese definido como inquietante, de ángel caído. «Un buen ejemplar para
unirse a nosotros, el ejército de los no vivos», pensé.
«Es un placer recibirle en mi casa, señor Conde —⁠dijo, ofreciéndome una
mano blanda mientras clavaba sus ojos verdes en los míos⁠—. Siempre me ha
gustado la gente excéntrica y sólo los aristócratas, aunque sean de un país
bárbaro, podemos serlo realmente. Usted parece que cumple sobradamente
con ambas cosas». En ese momento se me pasaron las ganas de hacerlo uno
de los nuestros. Ver transcurrir los siglos junto a semejante petimetre habría
sido demasiado incluso para vosotras, queridas amigas.
«Creo que le ha caído simpático a Bosie. Déjeme que le presente a otras
personas. A los posibles asesinos, como sospecho que está usted deseando»,
dijo el señor Wilde bajando la voz.
En ese momento se acercó otro invitado reclamando con gestos muy
teatrales ser presentado. A simple vista tenía el mismo aire sodomita que ya

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había percibido en muchos de los asistentes, pero a veces es difícil diferenciar
la pose sofisticadamente esteticista de ciertos caballeros de otras
inclinaciones. Su cara alargada y rasgos algo duros delataban sus orígenes
germánicos.
«Le presento a mi amigo Walter Sickert, pintor mimado por nuestras
vanguardias artísticas y una de las almas más deliciosamente decadentes de
nuestro tiempo, sin que ello sea una contradicción. Tiene un pincel mágico
pero está obsesionado por reflejar las tristes vidas de nuestras clases bajas, lo
cual hace que uno prefiera mirar por la ventana a sentarse en su salón a
contemplar uno de sus cuadros y deprimirse. Además, está completamente
obsesionado con los asesinatos de los que antes le hablaba». Oscar me hacía
señas muy poco disimuladas con las cejas, queriendo indicarme que aquel
individuo era uno de los candidatos al título de asesino impune.
Estreché su mano. Como sabéis, niñas mías, nuestra condición sumada a
los centenares de años y vivencias (si es que se pueden llamar así en nuestro
caso) hacen que me sea tan sencillo mirar en el corazón de los hombres como
ver el fondo de un vaso de agua cristalina. Además, aquella mano era, igual
que la de Bosie, la de un perfecto botarate, una persona hueca, incapaz de
ninguna grandeza. Empezó a hablar de los crímenes, repitiendo innumerable
cantidad de datos, sin ser capaz de aportar ni una sola opinión propia ni
original.
«Estos crímenes son tan perfectos, han sido tan meticulosamente
calculados, que tienen por fuerza que ser obra de un espíritu superior. Como
dice Bernard Shaw, se trata de un genio independiente e individualista», fue
lo único que acertó a decir como conclusión. La mía fue que sólo intentaba
sembrar la duda de que él podía ser el autor de estas muertes con el fin de
revalorizar su mediocre obra entre un público igualmente mediocre.
A continuación, con falsa naturalidad y disimulada reverencia, fui
presentado al segundo candidato del señor Wilde. Se trataba del Príncipe
Alberto Víctor, Duque de Clarence, hijo del Príncipe de Gales y nieto de la
Reina Victoria. Oscar me había cuchicheado previamente que se comentaba
en círculos muy íntimos que los crímenes se habrían llevado a cabo para tapar
un posible desliz del Príncipe de tinte muy escabroso en los bajos fondos. Las
prostitutas asesinadas serían las únicas personas al tanto de aquella escena y
habrían pagado por ello con su vida. Como podréis imaginar, esta teoría me
pareció francamente pobre e incluso mi amigo Wilde, tan dado a fantasear, no
le otorgaba gran credibilidad, más que nada porque al Duque siempre se le
había conocido más afección por los efebos que por las pelanduscas de

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cuarenta y tantos años y baja estofa. Los rasgos del heredero de la corona eran
más bien bobalicones, con la degeneración de la consanguinidad, y su actitud,
ausente. El futuro de la corona no parece en las mejores manos y la que yo
estreché no era, desde luego, la de un hombre que pudiera hacer honor a esta
venerable institución. Sin embargo, todavía hay esperanza para este país.
Además de un alma simple y acomodada en los vicios de la carne, percibí que
el Duque no era más que un cuerpo y una mente carcomida por la sífilis que
probablemente sólo resistirá unos pocos años más.
El tercer y último candidato era el tocólogo de la reina, Sir John Williams,
un respetable caballero sobrado de peso y con grandes patillas blancas.
«Según dicen los forenses, los cortes que se ejecutaron en las víctimas
sólo podía haberlos hecho un experto médico —⁠me comentó
confidencialmente el señor Wilde⁠—. Además, la mayoría de estos cortes
afectaban a los órganos reproductores de estas pobres mujeres. Sir John está
especializado en el estudio de las causas de la infertilidad. Uno de sus
mayores éxitos ha sido el tratamiento de la pobre Princesa Beatriz, que ya
sabrá usted que estuvo en relaciones con el infortunado Príncipe Napoleón,
muerto a manos de los zulúes. Cuando la princesa contrajo posteriormente
matrimonio no lograba tener hijos y todo el mundo murmuraba que se debía
al recuerdo de su novio muerto. Sir John obró el milagro. Mucha gente lo
atribuyó a su desmedida pasión por la disección de cadáveres. Además es alto
y zurdo, tal y como supone la policía del asesino».
La mano de Sir John me transmitió el mismo aburrimiento y erudición
científica que su aspecto exterior. A pesar de mi pasión por la anatomía en sus
más diversas formas, fui incapaz de aguantar mucho rato la tediosísima
disertación sobre los quistes ováricos y su influencia en la neurastenia de las
mujeres, en la que pretendió embarcarme.
Ya empezaba a ser tarde para mí, y ya sabéis, queridas mías, cómo se me
agria el carácter cuando llevo mucho rato sin ingerir nuestras vitaminas. Por
otra parte, me parecía algo incorrecto saciar mi ardor entre aquella gente que
me había recibido en su casa y que podría llegar a serme útil para otros fines
en algún momento. Le comuniqué al señor Wilde mi intención de retirarme,
para gran disgusto suyo ya que quería seguir presentándome a otros invitados
«fascinantes». «No se encuentran hombres como usted todos los días, querido
Conde. Probablemente, tampoco todos los siglos, espero que esto no sea un
“adieu” sino un “au revoir”», dijo. Prometí devolverle la invitación tan pronto
como fuera posible aunque me resulta un poco difícil imaginar a mi nuevo
amigo cenando en la vieja abadía abandonada que es mi hogar en esta ciudad,

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rodeado de cajas de sagrada tierra transilvana y con mis compañeros los
roedores paseando por encima de sus polainas de seda. Despedime también de
mi anfitrión y me encaminé a la salida acompañado por un mayordomo.
Cuando crucé el umbral de la puerta iba ya ciego de deseo, relamiéndome,
pensando en el suculento cuello de Lucy Westenra, aunque mi apetito quizá
me obligase a hacer una parada técnica por el camino. Tanto era mi
ofuscamiento cuando bajé las escaleras que no reparé en un caballero que
paseaba por la acera y al que derribé de un empujón. Cuando lo agarré del
brazo para ayudarle a incorporarse, la más sorprendente sucesión de imágenes
me golpeó en la cabeza como una maza: un conejo con una gran chistera y un
reloj, un bebé que se transformaba en un cerdo, unas manos tocando el sexo
de una niña, una reina de corazones, una vieja prostituta rajada de arriba
abajo, un gran vaso lleno de láudano hasta los bordes, otra niña desnuda, el
hígado de una mujer aún palpitante en una mano.
«¡Así que era usted! —no pude evitar exclamar⁠—. Londres es grande pero
el mundo es muy, muy pequeño».
El extraño, aún aturdido por el golpe y limpiándose la chaqueta con la
mano, contestó: «Sí, soy yo, Lewis Carroll, el escritor, si a eso se refiere. Pero
si tanto le gustan mis obras, hay mejores formas de demostrar su admiración».
Tuve que aclararle que mi admiración iba dirigida más bien a los
pasatiempos de sus ratos libres: la pedofilia, las drogas, los asesinatos de
prostitutas en Whitechapel. Aquel pequeño hombre quedó blanco como un
papel e incapaz de proferir una palabra coherente. Tras muchos balbuceos
sólo acertó a decir: «Esto es indignante. ¿Cómo se atreve, maldito extranjero?
Usted…, usted está loco, rematadamente loco. Yo soy un respetable escritor
de cuentos infantiles».
«Ya sé que escribe usted extrañas historias bajo los efectos del láudano
—⁠le contesté⁠—. También sé que en esas obras incluye anagramas que hablan
de su afición a descuartizar señoritas, que le gusta fotografiar niños desnudos
y, si es posible, abusar de ellos. No se preocupe, yo no me escandalizo por
estas cosas. Es más, me parece que tiene usted mucho mérito al quebrantar tan
valientemente las normas de esta sociedad suya, tan estrecha de miras y con
tantos prejuicios. Puede considerarme un colega en el mal, un trasgresor como
usted».
El pequeño hombrecillo miraba nervioso a un lado y a otro, aterrorizado
ante la perspectiva de que alguien oyese ese relato de su lado oscuro.
«Déjeme, déjeme, maldito, seguro que le envían mis enemigos para
difamarme. Dígale de mi parte al deán de Winchester que me deje en paz de

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una vez, no tiene una sola prueba que me incrimine». Intentó salir corriendo
pero lo retuve sujetándole de un brazo.
«Sigue usted malinterpretándome, amigo mío. Sólo me admiro de su
talento para llevar esa maravillosa doble vida. Es usted digno de formar parte
del más selecto club que han visto los siglos: el club de los no muertos».
Continué explicándole las innumerables ventajas de ser uno de los nuestros
pero él estaba demasiado aterrorizado para poder contestar. «Piénselo,
estimado señor Carroll. Le estoy ofreciendo la vida eterna, pero quiero que se
una a nosotros libremente, por su propia voluntad, lo cual, le aseguro, es un
enorme privilegio. Si se decide, comuníqueselo a cualquier perro negro que
vea merodeando por la calle la noche de Walpurgis. Él me lo hará saber
rápidamente». Tras estas palabras me envolví en mi capa y me transformé en
murciélago ante el estupor de nuestro amigo Lewis. Ya sabéis que estas cosas
impresionan terriblemente a los mortales, por muy malvados que sean.
Sobrevolando las negras chimeneas y los campos desiertos me dirigí a saciar
mis apetitos, ¡al fin!, con la dulce Lucy Westenra, que me proporcionó unos
momentos de ese inigualable goce que sólo pueden proporcionar estas
virginales aristócratas cuando ceden a la lujuria de la sangre.
Como veis, queridas mías, mi llegada a este país no ha podido ser más
placentera: nuevos amigos, la buena sociedad, almas corrompidas, alimentos
de primera calidad… No os pongáis celosas y no creáis que no os he echado
en falta durante estos días, aunque en realidad sólo ha sido en contados
momentos. Ya sabéis que las separaciones son beneficiosas para todas las
relaciones, por muy diabólicas que sean… Sí, me gusta esta ciudad… Creo
que estaré aquí una buena temporada. Ya sé que tenemos otros métodos para
comunicarnos, pero también conozco cuánta ilusión os produce recibir
correspondencia. Vuestros admiradores no suelen vivir lo suficiente para
enviaros postales. Por ello prometo escribir de vez en cuando para contaros
los avatares que se vayan produciendo en este viaje, prometo además llevaros
bonitos presentes y algún bebé para que vosotras también podáis apreciar la
peculiar gastronomía británica. No desordenéis demasiado el castillo y cuidad
bien de Jonathan.
Eternamente vuestro,

Drácula

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DANZANDO EN LA OSCURIDAD

Santiago Sequeiros

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SANTIAGO SEQUEIROS
(Buenos Aires, Argentina, 1971)

Estudió Filología Inglesa en Sevilla y Diseño Gráfico en Barcelona. Es


autor de cómics que se publican en las principales revistas del género;
galardonado con el Premio Autor Revelación en el Salón Internacional
del Cómic de Barcelona 1996.
Ha dado a la imprenta tres libros: Ambigú (Camaleón, 1994), Nostramo
Quebranto (Camaleón, 1995) y Tó Apeiron (La Cúpula, 1997).
Además, trabaja en cine (incluidas películas de animación), en
publicidad y publica sus dibujos en periódicos como El País, El Mundo
y El Periódico de Catalunya.

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EL PRÍNCIPE DE LAS TINIEBLAS

Gustavo Martín Garzo

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GUSTAVO MARTÍN GARZO
(Valladolid, 1948)
Licenciado en Filosofía y Letras, ejerció la psicología clínica durante
años hasta que decidió dedicarse por completo a la literatura.
Su primera novela se publicó en 1986, Luz no usada (Valladolid,
Consejería de Educación y Cultura). En 1993 publicó en la editorial
Lumen El lenguaje de las fuentes, por la que obtuvo el premio Nacional
de Narrativa. En 1995 recibió el premio Miguel Delibes por su novela
Marea oculta (Lumen, 1994). Ese mismo año publica La princesa
manca (Ave del Paraíso, 1995). En 1996 aparece La vida nueva
(Lumen), y un año más tarde, en 1997, Los cuadernos del naturalista
(Alianza); Ña y Bel (Ave del Paraíso); El pequeño heredero (Lumen) y
El pozo del alma (Anaya), una especie de ensayo autobiográfico. En
1999 recibe el premio Nadal por Las historias de Marta y Fernando
(Destino). En el 2000 publica El valle de las gigantas (Destino). 2001
fue el año de El hilo azul (Aguilar) y La soñadora (Plaza & Janés). En
2003 publica la recopilación El libro de los encargos (Random House
Mondadori), el libro de relatos Pequeño manual de las madres del
mundo (RqueR), y Tres cuentos de hadas (Siruela), con el que obtiene el
premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil. Un año después, en
2004, aparece Los amores imprudentes (Lumen), y al año siguiente Mi
querida Eva (Lumen), su última novela hasta el momento.
La tendencia a sumergirse en el mundo de lo fantástico y del misterio, el
gusto por el prodigio, el amor que crea y destruye, la infancia, el papel
primordial de la mujer y el asombro del perpetuo descubrimiento de la
literatura son los temas recurrentes de sus relatos y ensayos.

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UNO

LA PRIMERA VEZ QUE OÍ HABLAR DEL CONDE DRÁCULA FUE A


una de las chicas que tuvimos en casa sirviendo. Se llamaba Susi y procedía
del pueblo de papá, que era de donde solían proceder casi todas. Se ponían a
servir cuando aún eran muy jóvenes y apenas habían salido del cascarón. En
muchos casos, sólo conocían el pueblo y los primeros días se los pasaban
llorando porque se acordaban de sus madres o hermanos pequeños. Susi era
toda una belleza. De ojos grandes y chispeantes, y un pelo negro lleno de
alocados rizos que recordaba las frondas de los bosques. Era muy atrevida, y
mamá la temía más que a un nublado, pues con ella cualquier cosa, hasta la
más disparatada, era posible.
Susi no paraba de hablar ni de contarme cosas y yo sólo vivía para estar a
su lado. A veces cuando volvía de uno de sus paseos le preguntaba si se había
acordado de mí.
—Nada, ni una pizca. Por qué iba a hacerlo si tú y yo no somos nada.
Pero lo decía con una sonrisa limpia y desafiante que a mí me llenaba de
felicidad. Según ella, era la relación perfecta, pues todos los problemas
empezaban cuando querías quedarte con las cosas que te gustaban. Pero las
cosas no eran de nadie. Y mucho menos las personas.
—¿Sabes qué me pasa contigo? —⁠me decía⁠—. Que cuando dejo de verte
me olvido de ti.
Susi era como esos pájaros que se posan a tu lado y enseguida
reemprenden el vuelo. Le gustaba mucho el cine e iba casi todas las semanas,
en su tarde libre. En ese tiempo había un control muy grande sobre el tipo de
películas que podían ver los niños, de forma que éstos sólo conocían la
existencia de muchas de ellas a través de los relatos de sus mayores. Y había
verdaderos especialistas en ese arte. Mamá y Susi estaban entre ellos. Los
relatos de mamá era más ordenados y hondos, pues para ella cualquier historia
debía contener una enseñanza, y contaba las películas tratando de revelarla.
Aún recuerdo alguna de aquellas enseñanzas. Por ejemplo, que había que

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protestar no sólo por los males que nos hicieran a nosotros sino cuando
fuéramos testigos del sufrimiento de los demás. O que todos teníamos una
misión que cumplir en el mundo y lo importante era saber descubrirla. Los
relatos de mamá eran los de una persona inclinada a la justicia y a la verdad,
los de Susi estaban poseídos de una especie de histeria inocente, de una
exaltación unida a una profunda melancolía. Para Susi sólo existían los
sentimientos y las emociones. Tal vez por eso, sus relatos eran desordenados
y caóticos, y solía pasar de una cosa a otra a una velocidad vertiginosa. Sin
embargo, raras veces se perdía y siempre encontraba la manera de seguir
adelante. A mí me encantaba escucharla, y todos los domingos, cuando
regresaba de su paseo, la estaba esperando para que me contara la película
que acababa de ver.
No había detalle en que no se fijara. En los vestidos que llevaban las
protagonistas, cómo eran las casas y las cosas que decían. Susi tenía una
memoria prodigiosa y era capaz de retener largas escenas de diálogos, aunque
con ella nunca podías estar seguro de que las cosas que te contaba no fueran
de su cosecha. Mamá, que iba y venía por la cocina mientras Susi me daba de
cenar, solía intervenir para corregirla.
—Susi, Susi —le decía con una sonrisa⁠—, deja de contar truculencias que
luego el niño no puede dormir.
—Y para qué quiere dormir —⁠replicaba ella⁠—. Mientras lo hacemos no
estamos vivos.
Fue Susi quien, tras una de sus salidas dominicales, me habló por primera
vez de los vampiros. Esa noche regresó a casa más excitada que nunca pues
había visto Drácula, Príncipe de las Tinieblas. Todavía hoy cuando pienso en
la terrible soledad de los vampiros y en su búsqueda en la noche de nuevas
víctimas con las que saciar su sed de vida, pienso en Susi y la veo junto a mi
cama contándome en susurros su historia. No creo que haya podido existir
otro lugar donde aquellas criaturas temibles y dolientes hayan encontrado un
cobijo más propicio a sus desvaríos que en los relatos de Susi y su
imaginación un poco disparatada.
Estaba realmente impresionada, y sus ojos brillaban como ascuas.
—Te lo juro, no tengo palabras para contarte lo que acabo de ver.
Pero ¡vaya si tenía palabras! Empezó a contarme la película y estuvo sin
parar un buen rato, hasta que mamá la llamó.
—¡Ya voy, señorita! —le contestó.
En ese momento me estaba describiendo la escena en que el conde
Drácula le chupaba la sangre a la chica. Ella estaba acostada en la cama y el

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conde la miraba desde el balcón. Pero mamá la volvió a llamar y ella tuvo que
interrumpir su relato.
—Vete acostándote —me dijo desde la puerta⁠—, que enseguida vengo y
te sigo contando.
Sin embargo, se demoró más de la cuenta y me quedé dormido.
Fue ella la que me llevó al colegio al día siguiente y yo le pedí que me
siguiera contando la película.
—Ni hablar —me dijo—, ayer fui a verte y estabas dormido como un niño
de pecho. Yo no hablo con mocosos.
Pero enseguida retomó el hilo de la película donde lo había dejado la
noche anterior. Estábamos en invierno y la niebla era tan densa que apenas se
distinguían los árboles más allá de tres metros. Yo clavaba los ojos en ella
como si esperara que surgiese de la masa informe alguna cosa concreta,
palpable. Daba un poco de miedo caminar por unas calles que recordaban las
calles de Londres y los crímenes de Jack el Destripador. Al llegar a la plaza
de España vimos los árboles sin hojas, sus ramas desnudas los hacían parecer
esqueletos. Susi me seguía contando aquella película.
—Eso era lo peor —continuó—, que cuando te miraba así te quedabas sin
voluntad y le tenías que obedecer a la fuerza. Entonces se acercaba a tu cuello
y te clavaba los colmillos para chuparte la sangre.
Esto era lo que más le había impresionado de la película, que las chicas no
gritaban cuando Drácula entraba en su cuarto, aunque les diera mucho miedo.
El conde les chupaba la sangre y ellas se quedaban quietas, como pajaritos
hipnotizados por la mirada de un reptil.
Susi estuvo con nosotros todo ese año y parte del otro. Pero se enamoró de
un feriante y todo fue de mal en peor para ella. El chico se llamaba Javi y
recorría con una caseta de tiro todas las ferias de España. Susi nunca sabía
dónde estaba y eso la desesperaba. A veces, cuando paraba con la caseta en
una ciudad cercana, le iba a ver. Y casi siempre volvía llorando, pues según
mamá Javi era un sinvergüenza y se estaba aprovechando de ella. Mamá le
decía que le dejara, que aquella relación sólo podía terminar mal, pero bastaba
con que el chico la llamara para que Susi corriera al teléfono como si hubiera
perdido el juicio. Daba igual la faena que le hubiera hecho, ella se lo
perdonaba todo. Era como si se hubiera quedado sin voluntad.
—¿Te acuerdas del conde Drácula? —⁠me preguntó después de una de
aquellas llamadas, con una mirada extraviada⁠—, pues Javi es igual. Tengo
que hacer lo que me pide.

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Una tarde fuimos a ver una película cuyo título no recuerdo. Era una
película tolerada para menores. Una comedia de una chica pobre que se
enamoraba de un joven abogado y de todo lo que pasaba hasta que podían
estar juntos y hacerse novios.
A mí me había aburrido un poco, pero di por supuesto que a Susi le había
gustado, porque era una película de amor.
Se lo pregunté y me sorprendió que fuera tan tajante.
—No, no me ha gustado.
El cine estaba al lado del parque y nos habíamos puesto a pasear por él.
Era un parque muy frondoso, casi un bosque en medio de la ciudad. A Susi le
gustaba mucho ir a ver los pavos reales. Sobre todo cuando abrían sus grandes
colas y se ponían a temblar ante las hembras, que pasaban de largo sin apenas
mirarlos.
—¿Sabes por qué? —me preguntó.
Me llevaba cogido de la mano, y sentí cómo me clavaba un poco las uñas
al decirme aquello.
—Porque el amor tiene que dar miedo para ser verdadero.
La tía Goya solía decir que los nombres de las parejas estaban escritos en
un libro que tenía Dios, y que por eso el matrimonio era sagrado y no se debía
romper, pero mamá no tenía nada claro que fuera así porque, en ese caso,
¿cómo se justificaban todos los desastres que se originaban a causa del amor?
Y ponía como ejemplo lo que le había pasado a la pobre Susi con aquel
feriante. Una chica inteligente y vital enamorándose de un auténtico patán,
¿cabía un disparate mayor? Y sin embargo no era la primera vez que pasaba
ni sería la última, pues el amor no se regía por la razón. No era algo que
elegías tú, sino algo que te pasaba aunque no lo quisieras.
Mamá decía que era como un hechizo y que, bajo su efecto, podías
enamorarte del primero que te salía al paso, como en una película que ella
había visto de soltera. Se llamaba El sueño de una noche de verano y en ella
una chica se enamoraba de un burro a causa de un hechizo. Era justo eso lo
que le había pasado a la pobre Susi con Javi. ¿Se podía hacer algo para
remediarlo? No, no se podía, salvo esperar a que los efectos de ese hechizo
pasaran.
Yo la miraba sin entender muy bien lo que me quería decir, y ella añadía
con una sonrisa provocadora:
—Cuando seas mayor y te vayas detrás de la primera burrita que se ponga
a mover las orejas y el rabo delante de ti, sabrás lo que quiero decir…

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DOS

TODO ESTO HABÍA SUCEDIDO VARIOS AÑOS ANTES DE LO QUE


ahora voy a contar. La película de Drácula se había quedado grabada en mi
imaginación infantil gracias al vivo relato de Susi, y cuando volvieron a
reponerla unos años después, decidí hacer lo posible para verla. No era fácil,
pues sólo tenía quince años y aún no podía entrar a ver las películas de
adultos. Pero uno de mis amigos conocía al acomodador del cine en que la
pasaban, y le convencimos de que nos dejara entrar. Lo hizo cuando se
apagaron las luces, a través de una de las puertas traseras. Nos acomodamos
en uno de los palcos laterales, y vimos la película sin parpadear. Recuerdo
haber permanecido largo rato a la salida contemplando el cartel en el que se
veía la boca abierta de Drácula y sus colmillos afilados llenos de sangre.
Entre ellos aparecía la masa informe de su lengua amoratada y la leve figura
de un vampiro emergiendo de su oscuridad de cueva. Era un cartel
estremecedor, pues resultaba difícil olvidar lo que había hecho aquella boca.
No sólo su insaciabilidad, sino sus extrañas y perturbadoras palabras, pues la
boca que bebía la sangre era una boca que hablaba y decía cosas que tenían
que ver con la muerte y con la necesidad irredenta de amar.
Y la carne que tienta con sus frescos racimos,
Y la muerte que aguarda con sus fúnebres ramos.

Estos versos de Rubén Darío, que leería mucho después, me recuerdan el


destino de aquel personaje trágico. Alguien que quería abandonar los oscuros
corredores de la muerte para acercarse a los frescos racimos de la carne.
¡Frescos racimos!, qué hermosas palabras para hablar de los cuerpos que
hemos amado. Sí, la muchacha que asustada en el lecho permanecía
petrificada mientras el conde se aproximaba a ella, me recordaba a Susi
arrodillada junto a mi cama, contándome lo que había hecho la tarde de
domingo. Y entendía la mezcla de rechazo y fascinación que aquel siniestro
personaje había provocado en ella. También yo la sentía, pues si era un ser tan

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inequívocamente maligno, por qué tenía el poder de hacer que aquellas
muchachas aterrorizadas en vez de gritar y pedir socorro guardaran silencio
ante su llegada. Me repugnaba su maldad, su deseo de hacer daño, pero a la
vez sentía en aquellos ojos, en su intensidad febril, la locura de mi propio
deseo. No, no éramos tan distintos a él, y tras nuestra apariencia pulcra y
ordenada se ocultaba aquella otra naturaleza de merodeadores nocturnos y
bebedores de sangre.
Supongo que si pasó esto fue porque esa burrita de la que mamá me había
hablado se había presentado ante mí justo ese mismo verano. No era de
Valladolid y había venido a pasar el mes de agosto con la hermana de un
compañero de clase. Mi amigo y yo la conocimos en las piscinas, y formamos
un trío inseparable. Un trío que se disolvió tan pronto como ella se fue,
haciéndonos percibir por primera vez cómo el tiempo pasa y todo cambia sin
que podamos hacer nada por evitarlo ni entender la razón por la que lo hace.
Y me atrevo a decir que fue esa marcha la que engrandeció la figura de
Drácula y su destino de soledad en la noche. Una soledad que en esos
momentos no me pareció tan distinta a la mía, pues algo me hizo sentir que
ese deambular de Drácula en la noche no era tan distinto a lo que me hacía
marchar a mí no sabía hacia dónde. Es extraño el deseo. No sabemos lo que
hay en él ni lo que nos exige. Tiene que ver con nuestras necesidades pero nos
lleva más allá, a un lugar donde ya no cuenta lo que somos ni lo que
queremos. Un lugar de visión y de oscuridad donde hallaremos cosas que no
podremos llevar de vuelta con nosotros, pues todo lo que tiene que ver con el
deseo debe permanecer en la sombra. Lo que no puede nombrarse, eso es el
deseo. Tal vez era algo así lo que quería expresar Susi con aquella frase
enigmática que vinculaba el miedo y el amor.

TRES

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LA CHICA DE LA PISCINA SE FUE AL TERMINAR AGOSTO, Y A
mediados de septiembre pasó algo que se añadió a los acontecimientos del
verano dándoles una significación nueva. Un compañero de clase murió de
una enfermedad fulminante. La noticia de esa muerte me sorprendió
recuperándome de la primera borrachera de mi vida. Relaciono estos hechos
porque se dieron a la vez en el tiempo. Fue el primer verano que pasé
separado de mis padres. Ellos aún no habían vuelto del pueblo y yo estaba
viviendo en casa de mi tía, pues ese año me habían suspendido un par de
asignaturas y había tenido que quedarme en Valladolid para ir a clase a una
academia. Y esa tarde, a la salida de clase, decidí pasarme por un bar, Los
Lagartos, al que solía ir con Alberto, mi mejor amigo de entonces y el tercero
en discordia en aquella aventura amorosa. Nos encontrábamos allí con Ángel,
el boxeador. Un hombre baqueteado por la fortuna al que, en ese tiempo,
adorábamos como a uno de esos héroes cansados que aparecían en las
películas que tanto nos gustaban. Mi amigo no estaba en el bar, pero sí el ex
boxeador. Estaba completamente borracho y me invitó a una copa de coñac.
No me pareció mala idea. La marcha de aquella chica seguía viva en mi
pensamiento, y era con alcohol como aquellos héroes cansados que tanto
admirábamos solían ahogar en el cine sus penas de amor. Después de esa
copa me bebí otras dos y, al salir de Los Lagartos, fuimos a otro bar, donde
volví a repetir. Y de pronto me sentí mal. Ángel me hablaba de sus viejos
combates, y a mí todo empezó a darme vueltas. Vomité en el servicio, pero
eso no mejoró mi estado. Pocas veces me he sentido peor. A duras penas
logré salir a la calle y cuando quise darme cuenta me vi en el interior de un
portal. Estaba tumbado en el suelo y, aunque quería pedir ayuda, no lograba
articular palabra ni mover ni uno solo de mis miembros. No sé cuánto tiempo
estuve así, pero finalmente pude volver a incorporarme. Había vuelto a
vomitar en el suelo, y había un olor nauseabundo. El aire fresco de la noche
me alivió un poco y, con dificultad, pude regresar a casa de la tía. No se
dieron cuenta de nada porque tanto ella como su criada permanecían absortas
en un programa de la televisión. Les dije que había estado cenando en casa de
un amigo y que me iba a la cama porque al día siguiente tenía que madrugar.
Al pasar junto a la puerta del cuarto de estar las vi a las dos ante el televisor.
La luz de la pantalla se reflejaba en sus rostros dándoles un aire de
ultratumba. Pensé en los zombis y en que esa noche tal vez vendrían a
buscarme para rematar la tarea del coñac.
Fue una noche de perros. La cama giraba sin cesar llevándome con ella, y
tuve que levantarme varias veces a devolver. Ya de madrugada logré conciliar

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el sueño, pero apenas me había dormido cuando mi tía vino a despertarme.
Era mamá, me llamaba por teléfono para decirme que Ibáñez, un compañero
de colegio, acaba de morir, y que esa misma mañana, a las doce, se celebraba
en el colegio su funeral. Mamá estaba muy afectada, y me pidió que por nada
del mundo faltara a esa misa y que fuera con el uniforme. De modo que me
duché, me vestí como mamá me había pedido y me dirigí al colegio. Me
sentía realmente mal, y seguía teniendo ganas de devolver. No sé lo que
podían habernos dado en aquellos bares infectos, pero llegué a pensar que nos
habían envenenado. También me sentía culpable, pues mientras mi
compañero se estaba muriendo yo malgastaba mi vida en bares de mala
muerte. Temía que ése pudiera ser el principio de una vida de decrepitud,
como la que llevaba Ángel, el boxeador. Y sin embargo, Ángel me gustaba,
especialmente cuando hablaba de sus combates o del tiempo que había estado
en Hollywood, siendo el chófer de aquella actriz. Puede que todo hubiera
resultado un fracaso pero al menos había tenido sus pequeños momentos de
gloria.
—No importa lo que hagas, o a lo que te dediques —⁠solía decir⁠—, lo
único importante es conseguir que brillen las cosas.
Y todavía entonces, cuando no estaba suficientemente borracho, Ángel
seguía teniendo ese viejo poder. Da igual dónde estuviera, empezaba a hablar
y aquel mostrador, la copa que tenía en las manos, el manojo de llaves con
que jugueteaba, se llenaban de una luz temblorosa que te obligaba a
permanecer a su lado, aunque no supieras para qué servía esa luz ni qué
hacías quedándote allí.
Cuando llegué al colegio reinaba una atmósfera de desolación. Los padres
se desplazaban veloces por el pasillo, y los niños, todos de uniforme, se
amontonaban en las puertas como ovejas asustadas. Fuimos entrando en la
capilla, donde se encontraba el ataúd de Ibáñez. A su lado estaba su madre,
vestida por completo de luto. Fue una ceremonia grave, premiosa y doliente.
La oficiaron varios padres, que se detenían a cada momento para entonar sus
fúnebres cánticos. Nuestro padre espiritual se encargó del sermón de
despedida. Nos dijo que no debíamos estar apenados por nuestro compañero.
Su vida, como la de Juan, el discípulo amado de Jesús, cuyo nombre llevaba,
había estado dedicada a hacer el bien, por eso aquella ceremonia debía ser una
fiesta, porque ahora estaba por fin en el cielo.
Nadie dudó que fuera así, pues Ibáñez era un niño ejemplar. Lo había sido
desde los primeros cursos. Un niño pálido, de aspecto enfermizo, que nunca
protagonizó un acto de indisciplina y que sólo vivía para ocuparse de los

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demás. Un niño santo, como dijo el padre en un momento de su sermón. Yo
lo escuchaba muerto de vergüenza. Me dolía terriblemente la cabeza, y no
podía olvidar que mientras él se moría yo estaba en el bar, malgastando mi
vida con todos los borrachos de la ciudad. Siempre había envidiado a Ibáñez.
Me hubiera gustado ser como esos niños generosos y nobles que
protagonizaban los relatos de los mártires. Durante toda mi infancia mi héroe
había sido san Tarsicio, que había muerto por no querer entregar a los
soldados romanos las Sagradas Formas que llevaba ocultas en sus ropas. Los
soldados le habían matado y las Sagradas Formas habían ascendido por los
aires ante la mirada estupefacta de sus asesinos. ¡Cuántas noches me había
puesto en la cama con las manos cruzadas sobre el pecho, confiando en que
mamá se asomara a mi cuarto y pudiera verme como si también yo guardara
algo sagrado y estuviera dispuesto a lo que fuera por defenderlo! Pero estaba
claro que no era así. Ibáñez yacía en su ataúd, a los pies del retablo con
racimos de oro, ángeles de oro, frutas y corazones de oro, y era como si de un
momento a otro fuéramos a ver brotar de él las Sagradas Formas que había
ido guardando mientras nuestros pechos seguían vacíos.

CUATRO

UNOS DÍAS DESPUÉS, Y ACOMPAÑADOS DE UNO DE LOS PADRES,


un grupo del curso fuimos a dar el pésame a la madre de Ibáñez. Era viuda, y
vivía en una casa oscura, repleta de pesados muebles, y por todos los lados
había fotografías de su único hijo. Estaba muy pálida e iba vestida de riguroso
luto, pero nos atendió con delicada cortesía y sin denotar en ningún momento
dolor o rebeldía por aquella muerte. Nos confesó que su hijo pensaba meterse
a jesuita, y que lo único que sentía era no haberlo visto cantar misa, vestido de
sacerdote. Fue a despedirnos a la puerta, y entonces me preguntó por mamá.
Se conocían desde hacía años, aunque apenas eran amigas ni solían verse.

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—Dile que no se deje llevar por la desesperación —⁠me susurró con una
sonrisa extraña⁠—, que nuestros hijos están en el cielo. Es así como lo ha
querido Dios.
No se lo dije. Yo nunca hablaba con mamá de mi hermano porque sabía
que la hacía sufrir. Habían pasado muchos años desde el día de su muerte,
pero seguía sin aceptarla. Era lo contrario a la madre de mi compañero.
Seguía reprochando a aquel Dios en el que creía que se hubiera llevado a su
hijo. ¿Qué sentido tenía que se lo hubiera dado si no le había dejado crecer? Y
por primera vez me sentí orgulloso de su dolor. Es difícil de explicar, me
parecía que aquel dolor me protegía. Yo no quería que aquellas Formas se
fueran volando por el aire, hasta perderse en el cielo, sino llevarlas hasta su
boca y dárselas a comer. Recuerdo que esa noche, cuando regresé a casa, me
abracé a ella. Luego le estuve hablando de la madre de mi compañero, de lo
serena que había estado y de aquel altar que había preparado en su casa con
las fotografías de su hijo.
Mamá me miraba con una intensidad desconocida, nueva. Me miraba
como si nunca me hubiera visto, como si en unas horas ya no fuera a ser el
mismo y quisiera grabar cada uno de mis rasgos en su memoria antes de que
esto pasara.
—Pero yo no quiero un niño santo —⁠me dijo mamá sonriendo⁠—. Quiero
un niño normal.
—Ya no soy un niño.
—Sí, sí que lo eres. Para mí nunca crecerás.
Me había pasado la infancia escuchándola llorar y gemir. Oyendo sus
discusiones, sus gritos, la ferocidad con que se había enfrentado a todo y a
todos por el recuerdo de mi hermano. Era igual a una leona que muchos años
después de perder a una de sus crías aún la siguiera buscando entre las hierbas
de la sabana. Y me di cuenta de cuánto la necesitaba. A su amparo todas las
cosas estaban llenas de sangre y de fe. Sobre todo de fe. Por eso esperaba
verla aparecer cada noche en mi cuarto. Su locura guardaba un mundo de
apretadas esperanzas y me arrancaba de la sórdida tristeza.
Al día siguiente fui a buscar a Alberto y estuvimos dando un paseo.
Alberto estaba apenado porque no le habían elegido para ir en representación
del curso a dar el pésame a la madre de Ibáñez, y me estuvo preguntando por
esa visita.
—¿No te llamó el padre? —le pregunté.
—No, ya sabes que no.

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Íbamos al colegio de los jesuitas, que era donde iban los hijos de las
familias acomodadas de la ciudad. Alberto tenía una beca, gracias a sus
buenas notas. Pero nunca olvidaban que su padre fuera un tendero.
Me preguntó por la madre de Ibáñez.
—No sé qué decirte. Se comportaba como si no le importara demasiado.
Decía que su hijo estaba en el cielo y que eso la hacía feliz.
Alberto sentía una gran estima por Ibáñez. En realidad, había sido su
único amigo. Según él vivía en un continuo sufrimiento.
—No vivía en este mundo —me dijo.
Ahora se daba cuenta de cuánto había padecido por todo y por todos. No
amaba la vida tal como le había sido concedida. Una tarde le había
sorprendido llorando en la sacristía. Había abierto los pequeños cajones donde
estaban guardadas las vestiduras y los paños sagrados, y los miraba como a
nidos vacíos.
La niebla baja envolvía la noche. Los árboles del paseo del Príncipe, en la
oscuridad, tenían algo de cerrado, de hermético. Me pareció que todos
estábamos prisioneros dentro de una gran jaula de la que no podíamos
escapar. Algo gritaba desesperadamente dentro de nuestro corazón.
Fuimos al bar Los Lagartos.
—¿Nos tomamos una copa? —le pregunté a Alberto⁠—. Te invito yo.
Me dijo que sí, y nos pedimos dos copas de anís. Las bebimos sin
parpadear, y luego nos tomamos otra.
—Se acabó —nos dijo Ángel, el dueño⁠—. Éstas son las últimas. Si viene
un guardia me cierra el local.
Pero el que vino fue Ángel, el boxeador. Alberto le tiró de la lengua y nos
estuvo contando uno de sus más famosos combates. Su pelea con Lezama, el
boxeador cubano. Era el único caso de un boxeador manco. Sus golpes eran
demoledores. Él decía que eran los golpes de la mano que había perdido, que
al boxear regresaba a su cuerpo.
Ángel estaba feliz. No parecía darse cuenta de la miseria de su vida, de su
soledad y pobreza. Le bastaba con beberse unas copas y hablar de aquellos
combates para olvidarse de todo.
Nos fuimos y acompañé a Alberto a su casa. Hablamos de aquel boxeador
cubano. Alberto decía que no era posible que hubiera existido, pues carecer
de una mano le incapacitaría para pelear. Y recordamos a la chica de la que
nos habíamos enamorado.
—¿Por qué crees que se ha ido así? —⁠me preguntó. No entendía por qué
se había ido sin decirnos nada, como si nada de lo que habíamos vivido ese

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verano hubiera sido real.
—No lo sé —le dije.
Éramos como Lezama, el boxeador manco. Un cuerpo vivo, desconocido,
se había abierto paso en el nuestro mientras ella permanecía con nosotros, y
ahora no sabíamos dónde estaba, ni si iba a regresar alguna vez.
Me dirigí a casa. Tuve que cruzar el Campo Grande. Ya era de noche y las
copas densas de los árboles flotaban sobre mi cabeza como negros presagios.
Me acordé de Susi y de cuando me llevaba a pasear por el parque. No
habíamos vuelto a saber de ella, y deseé que estuviera donde fuera feliz. A mi
alrededor todos sufrían menos ella. Me sentía orgulloso de pasear a su lado.
Hasta aquel uniforme que llevaba no la hacía parecer una criada, sino otra
cosa. Parecía un disfraz, un traje que se ponía para que nadie supiera quién
era de verdad. Era como la princesa Labán, la protagonista de un cuento que
había en casa, que Susi me leía sin cesar. Trataba de una princesa que salía
por las noches a su jardín, y entonces su cuerpo se ponía a brillar en la
oscuridad, iluminando los estanques, las flores, los tejados próximos. Susi
tenía ese poder, venía a ti con cosas que nunca sabías de dónde tomaba.
Transportaba esas cosas de un universo a otro, como hacían las caravanas que
transportaban seda y especias. Y a su alrededor estaba la oscuridad y su
mundo de muertos vivientes. Se acostaba en su tienda y enseguida venían los
vampiros atraídos por el brillo de su cuerpo. Era como mamá cuando se
levantaba de la cama por la noche para encontrarse con mi hermano muerto.

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TE PROHÍBO CONTARLO

Raúl Guerra Garrido

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RAÚL GUERRA GARRIDO
(Madrid, 1935)
Doctor en Farmacia, dejó la investigación científica para pasar a la
industria y abandonó, más tarde, la industria para dedicarse íntegramente
a la literatura.
Ha publicado, entre otras muchas novelas, ¡Ay! (Richard Grandio, 1972,
premio Ciudad de Oviedo), Lectura insólita de El capital (Destino,
1977, premio Nadal, 1976), El año del Wolfram (Planeta, 1984, finalista
del premio Planeta), La carta (Plaza & Janés, 1990), La Gran Vía es
Nueva York (Alianza, 2004, III premio de la Crítica de Castilla y León, y
premio Villa de Madrid, 2005).
En 2006, obtiene el premio Nacional de las Letras Españolas, que
reconoce el conjunto de su labor literaria.
Su última novela es La soledad del ángel de la guarda (Alianza, 2007).

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MIRO POR LA VENTANA DEL AUTOBÚS, NO ES LA DEL VIEJO
coche de línea de la empresa Fernández sino la de un moderno Supra con
ínfulas de vuelo aéreo, y contemplo el mismo paisaje de todas las vísperas de
otoño. Esas nubes desaliñadas, esas cepas cargadas de prietos racimos de
mencía nocherniega, todos esos frutales con sus caducifolias a punto de
encobrarse y los cerezos a punto de enrojecer. Las hojas de los cerezos caen
tintas en sangre, son tan suyos los cerezos, su madera, esos troncos fustigados
por heridas que ellos mismos se infligen. El Bierzo, un paisaje tan cargado de
recuerdos. Un autobús con pretensiones de aerolínea, o sea con prensa,
caramelos, catering de bocadillos y una azafata cuidando los detalles. «¿Es
usted don…?», y me entrega un sobre americano con mi nombre escrito en
una pulcra caligrafía inglesa de cuando se aprendía a escribir haciendo
palotes. No tiene remite. Le voy a preguntar de dónde procede la carta, si la
ha dejado alguien en la oficina, ¿quién?, o se la han dado ahora, de dónde la
ha sacado, vaya, si es cosa publicitaria de la empresa de transportes, pero
desisto porque ya está lejos, micrófono en ristre, en pose de cantante pop,
explicándonos las vicisitudes del viaje hasta Madrid: «… consultándome
cualquier duda y recordándoles que deben llevar puesto el cinturón de
seguridad hasta final de trayecto». Encantadora recomendación puesto que mi
butaca, como la del resto de los pasajeros, no dispone de tal artilugio.
Cruzamos el puente de piedra sobre el río Cúa, un puente que merecería ser
romano, y ya no estoy en el bus. Tantos veranos nadando en aquellas aguas,
zambulléndome de cabeza desde el espigón de Militos, sesteando en el
humeral, embelesándome con la música que las hojas de los chopos producen
al aplaudir para que sople el viento. Y yo trepando por el cimbrio de Las
Chas, por la viña del abuelo, la del kilómetro 400 de la vieja nacional VI, en
un verano muy concreto y dentro de ese verano lo que nunca debió suceder y
jamás nadie descifró. Suceso que nadie recuerda… —⁠comenta, quiero
decir⁠—, pero nadie olvida. El único edificio del teso, aparte de un depósito de
aguas y un palomar, era la villa de Orencio, de sus padres, una agradable
casita de campo de dos plantas con tejado de pizarra a dos aguas y rodeada de
un huerto con varios árboles frutales. Sus brevas eran legendarias, también las

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pavías. Y un cerezo. Ya he dicho que son muy suyos los cerezos. Miro por la
ventanilla del autobús y no distingo la casa del amigo, esto ya no es una viña
sino una urbanización, pero la imagen es inevitable, obsesiva: esa rama
troncal del cerezo descortezada y pulida como una cucaña. Afilada flecha
tinta en sangre, un mal agüero.
Desnudo. Estaba desnudo, ensartado en la rama como un cordero. La
rama del cerezo, descortezada, afilada, untada de sebo y herrada en la punta,
le ensartaba como a un cordero el espetón. El palo entraba por donde debía
pero, a diferencia de en el asado, no salía por la boca sino por la espalda. Le
habían alzado hasta la punta de fierro, casi hasta la copa del árbol, a pulso
resulta bastante inimaginable, con ayuda de algo, no se me ocurre de qué, con
ayuda de alguien no, no había nadie más salvo el aullido de los lobos.
Levantado hasta allá arriba, el afilado extremo del increíble poste apuntando
justo a su ano, y después quien o quienes fueran habían hecho descender el
cuerpo poco a poco, con breves golpes, firmes sacudidas hacia abajo, todo
con lentitud y mesura para que el poste se fuera introduciendo con suavidad,
con la sabiduría de la serpiente para serpentear obstáculos y así herir lo menos
posible los intestinos, no descoyuntar ninguna vértebra y deslizarse por la
angostura de entre el corazón y los pulmones hasta asomar su triunfante
vértice por el omóplato derecho. Habían insistido un poco más, hasta
mostrarlo un palmo por encima de la nuca. Empalado. El cuerpo
estremeciéndose con crujidos de cuadernas, no de sollozos, y manando sangre
hasta vaciarse, lo que tardase en morir. Horas. Según los expertos, un sabio
empalamiento. Cuasi quirúrgico, comentó uno de ellos.
Curioso que un recuerdo se convierta en un mal agüero. Puede que un
cinturón de seguridad sea tanta entelequia como un seguro de vida, pero un
final tan especulativo seguro que no entra en ningún pronóstico de
longevidad. No le pregunto a la azafata, mis dedos ya han rasgado el sobre y
leo. La letra es clarísima, elegante, propia de un tiempo ido.
Querido amigo, hace tanto. Sé lo que acaba de cruzar por tu mente y por
eso te escribo, por aclararte tan larga ofuscación y por permitirme un pequeño
placer, siempre es un placer confesar un pecado, lo que los católicos
consideráis pecado. También es una pequeña debilidad pero puedo
permitírmela, los siglos no pasan en balde y al fin y al cabo es un achaque
menor. Me alegra verte, estoy detrás de ti, alargando la mano podría
acariciarte esas ralas canas, pero no trates de localizarme porque para ti ha
pasado demasiado tiempo, has cambiado tanto que no me reconocerías.
Tampoco puedo garantizarte que esté ahora mismo en el autobús, pero lo

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estoy. Lo que sí confío es en que me recuerdes, decías que era capaz de tener
un póquer de ases cuando tú pujabas con un full de ases reyes y sin hacer
trampa. Éramos jóvenes, ¿lo éramos?, y nos fascinaba lo imposible, éramos
realistas.
Me concedo una pausa en la lectura.
Le recuerdo. Sé quién es, quizá no pueda reconocerle por la razón que
pronostica, pero le estoy viendo tal y como era en aquel prometeico verano en
que aprobé séptimo y reválida y en el pueblo me aceptaron en el gang de los
presuntos universitarios. También le aceptaron a él, veraneante, de paso, yo
qué sé, estaba en la terraza del Venecia todas las noches, solo, leyendo un
libro, incluso alguien le vio subrayarlo, estudiante, seguro, como esperando
que llegáramos para la tertulia de tras la cena que casi siempre se resolvía en
una partida de póquer suave, las consumiciones y el equivalente a la propina
para el ganador, una presencia habitual que por solidaridad juvenil se hizo
participativa. El forastero era un clásico del verano, aunque él de clásico más
bien nada. No sé si un raro que sabía adaptarse o si nosotros nos adaptábamos
a sus rarezas. Un tipo tímido, introvertido, con una envidiable confianza en sí
mismo y un halo de, ¿cómo lo diría?, entre el mago y el sabelotodo, también
de prestidigitador entre otras habilidades, un tipo que si no caía de puta madre
tampoco caía antipático. A las chavalas sí les caía bien, mejor que a nosotros,
aunque nunca se le vio hablar a solas con ninguna. Decían que era un tío
elegante porque era alto, delgado y rostropálido. Les gustaba su mirar a pesar
de sus ojos catarrosos. Le estoy viendo. Vestía camisa azul marino o del color
que fuera pero siempre oscura, abotonada hasta el cuello, nunca se
despechugaba, y unos vaqueros de verdad, a saber en dónde los había
mercado cuando los jeans eran un objeto de deseo que sólo existía en el cine.
Sus pantalones eran lo envidiable, quizá confundiéramos esa prenda con la
seguridad en uno mismo. Un uniforme que no variaba ni con la lluvia. A las
cartas ganaba cuando quería, con la irritante constancia de ganar siempre por
la mínima, como si te hiciera el favor de mostrarse tan poco superior a ti,
sacaras lo que sacaras él uno más, si lo tuyo era un seis lo suyo era un siete, si
tenías tres ases no podías estar seguro de que él no tuviese cuatro. Un tipo
raro al que no le gustaba el deporte, se excusaba cuando le proponíamos un
partido de fútbol o alguna excursión y sólo paseaba de noche, después de lo
del Venecia, cuando nos íbamos acompañando uno a otro de puerta en puerta,
despidiéndonos una y otra vez, reiterándonos en el mismo camino y en la
misma charla, abandonando poco a poco y quizá en este orden: Manu el
Pajuela, Lolo el Puto, Geno el Boti (estudiaba farmacia), Arsenio el Orejas de

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Avión, Carlos el Abisinio, Orencio el Sacapeito, servidor el Canasta y
Svintus. El último en retirarse era él, Svintus, puede que nos hubiera dicho su
nombre pero nadie lo recordaba porque el apodo surgió de inmediato y lo hizo
innecesario, por hábito y rasgos fisonómicos se parecía a un personaje de
tebeo llamado así, Svintus, réplica de Nosferatu, y así le llamábamos aunque
disimulando la crueldad del alias con su contracción: Svin, léase Esvín.
Impresionaban sus manos de larguísimos dedos y uñas también largas pero
limpias, barajando podía hacer juegos malabares y creo que hasta
hipnotizarnos con sus pases. También podría hacerlo con el parpadeo, tenía
un cierre de párpados brusco, enigmático, como el de un ave nocturna que no
sabemos por qué nos oculta instantáneamente sus iris verdemiel ni por qué tal
hecho nos fascina. Me recordaba el cierre del diafragma de mi vieja cámara
fotográfica, con el mismo descaro se apropiaba de mi imagen pero sin
chasquido. Por cierto, nunca nos hicimos una foto de grupo, quiero decir que
ninguno de nosotros conserva una foto en la que aparezca él, y eso que a mí sí
me gustaba disparar mi Agía de fuelle, recuerdo de familia. Las chicas, esto
es importante. Las evitaba, pero estaba claro que como a casi todos le hacía
tilín la hermana de Orencio. Ella sí que sacaba peito, con quince años le
habían florecido espléndidos, y el contraste con su carita de agua y jabón
desequilibraba los afectos de con quien ella hablara. Ese cuello Modigliani
tan dócil y esa melena tan salvaje recogida en cola de alazán. Olvido, niña
Olvido y también Olvidín, le hacía parpadear a Svintus con la misma
contumacia con que se repite un tartamudo nervioso. A mí me gustaba Camila
Graciana, amiga de Olvido, pero ésa es otra historia que ya conté y en la que
cobardemente omití lo que ahora a ver si me atrevo.
Me concedo una pausa en los recuerdos. Seamos realistas, eso siempre
alivia. Observo a los pasajeros del autobús, a los que delante de mí van, por
nada del mundo giraré el cuello hacia atrás. Todos tan quietos. Nadie mueve
ni una pestaña, estamos atrapados en una foto fija como las que hacía Jacinto,
instantáneas en el túnel del tiempo a peseta la copia, mínimo cinco copias, en
la feria de San Marcos de Cacabelos. Nadie pestañea, ni el notario que ha
perdido su fe, ni la niña que acaba de enterarse de su embarazo, ni el
representante de lámparas al que acaban de anularle el pedido, ni el viñatero
al que se le está picando la cosecha, ni siquiera el chófer al que las
hemorroides le están matando. Sus inmóviles manos sí que me angustian
porque el autobús va a cien, calculo, y en la primera curva nos estamparemos
si no gira el volante. La recta de Camponaraya se acaba y sin cinturón de
seguridad más vale prescindir del alivio de la pausa.

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Sé quién es, le estoy viendo en el río Cúa pescando beobardos. En agosto,
en el pueblo, a los forasteros se les invitaba a la pesca del beobardo, exótico
ciprínido de la cuenca berciana. La pesca era nocturna, se realizaba con candil
y a mano, y al novato, dada su inexperiencia, sólo se le responsabilizaba de
transportar a hombro los peces en un saco de arpillera. Cada captura solía
celebrarse con el regocijante estribillo de «Beobardo, ven al saco». Si el
novato inquiría sobre lo desproporcionado del peso que transportaba, se le
respondía con una cita del inexistente Bestiario de Balbuena: «… se
apelmazan hasta obtener la forma de canto rodado y también su consistencia,
lo cual los hace incomestibles; el único beneficio que de ellos puede
obtenerse es el de su augurio, presagian el cumplimiento de un deseo y
auspician la alegría de pescador». Fue una noche muy especial. Pasamos a
buscarle por la fonda Miralrío y para nuestra sorpresa resultó que no se
hospedaba allí cuando todos dábamos por sentado que ésa era su residencia.
No sabíamos dónde localizarle, y de pronto el Abisinio le vislumbró en el
humeral de la ribera, era él quien nos aguardaba sin que nadie le hubiera
informado del lugar preciso, detalle al que no concedimos mayor importancia.
Le estoy viendo aguantando la novatada, impasible el ademán, se decía
entonces, indiferente a las risas y al creciente peso de las piedras con que
íbamos cargando el saco, desconcertándonos porque si no le pusimos cien
kilos encima no le pusimos ninguno y con los cien kilos se movía con la
misma soltura que con el saco vacío. Ese aire aristocrático. Oímos el aullido
de un lobo, sonido extraño tan abajo en el valle y en verano, y de pronto la
noble silueta del forastero desapareció. Un de pronto cargado de preguntas.
«¿Pero qué…? ¿Dónde está? ¿Pero dónde coño se ha metido este tío?». Nadie
le había visto irse. Nos desconcertó pero nada más, muchos novatos
desertaban. Fue entonces cuando Orencio dijo:
—Voy a ver qué está haciendo mi hermana.
Vuelvo a la carta. Seguimos en foto fija, aquí no pestañea ni ese teniente
de alcalde al que le acaba de llamar la atención su próstata, ni el cholo andino
que no consigue contrato de trabajo y trabaja como si fuera buey, ni esos
novios jovencitos a los que no deja de crecerles el Euribor, ni Diógenes, ni el
chófer que no sé cómo se las ha arreglado para salir a la autopista sin girar el
volante. Leo, es un decir.
Un largo cuello de cisne nacarado hasta la transparencia, una curva
gloriosa que desnudé con tan sólo aflojar el lazo del camisón blanco, la piel
tan blanca, la blancura cegante de las paredes, como si navegáramos hacia la
Luna. Deslumbrado por la gracia de su curva. Sin duda era el cuello más

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majestuoso que me había sido dado contemplar en mi larga vida de voyeur
gastrónomo y el que me había suscitado el afecto más equívoco. Sentado en el
borde de la cama, tras echarle hacia atrás su trigueña melena, hacia la nuca, el
cuello tan propicio, me incliné sobre Olvido repitiendo un manido gesto que
supe esa vez no iba a ser rutinario. No pude herir su piel, otras veces me había
demorado en la contemplación, pero en ésa no iba a existir la demora porque
mi única ansia era la caricia. Un afecto tan equívoco que aún hoy no sé
explicar, no me atrevo a explicar, sería más exacto. Con la punta de mi lengua
acaricié su vena del alma, desde la clavícula hasta por donde bajo el mentón
se pierde, de abajo arriba y de arriba abajo una y otra vez. Lamía insaciable
mientras aquel nuevo y equívoco sentimiento me inundaba. Así estuve no
puedo calcular el tiempo, si es satisfactorio un año se me pasa en un suspiro.
Así estuve hasta que de pronto entró en escena un personaje imprevisto,
Orencio. Dio un portazo, blasfemó y blandió un puño por delante de su
iracundo rostro.
—Cálmate, no es lo que parece.
Me dejé llevar por la teatralidad, la repetida frase de melodrama suele
dirigirse al marido, quizá al padre, no acostumbra a ser el hermano quien
irrumpe en la alcoba, pero en esa ocasión la frase además de teatral era cierta,
no iba a violarla y tampoco quería incorporarla a mi reino. No era lo que
parecía por más que tampoco pudiera explicar mi actitud, repito que no me
atrevía a explicarme lo que con tal intensidad me estaba afectando. El muy
estúpido cometió el error de su vida, creyó en lo que estaba viendo y obró en
consecuencia, la defensa del honor y demás zarandajas.
—Deja a mi hermana en paz, Drácula de pacotilla. Te voy a romper la
crisma.
Me ofendió, de ser de pacotilla debiera haberme llamado Svintus.
Deseaba volver a lamer cuanto antes, así que decidí asustarle. Bueno, puede
que me dejase llevar más por el juego que por la ofensa, en cualquier caso fijé
mis pupilas y entreabrí los labios.
—Pues sí, soy el conde Drácula. ¿Cómo me has reconocido?
—Déjate de leches, no creo en fantasmas.
—Quieto ahí. Soy un personaje malvado, pero ésta es una noche muy
especial y voy a darte lo que no he concedido a nadie, una oportunidad. Sal
corriendo, no pares de correr hasta que amanezca y así salvarás tu vida.
—¿De veras te crees Drácula, gilipollas?
Mi irritación y deseo crecieron incontenibles. Adiós al juego. Le enseñé
los colmillos, pero le concedí la oportunidad ofrecida, soy lo que sea pero de

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palabra.
—Corre.
Me sorprendió, nunca sabré si quiso presumir de valiente o de cinéfilo.
—El único conde Drácula real nada tiene que ver con Bela Lugosi,
imbécil. Existió en el siglo XV y se llamaba Vlad III, le apodaban Tepes, por
más señas Tepes el empalador.
Eso decidió su destino, desde luego fue una noche muy especial. La
historia de Orencio es ésta, su impertinencia me sugirió el único homenaje
que he realizado a un pariente remoto y colateral a quien detesto, y la de
Olvido es demasiado íntima para contarle el desenlace a alguien por más que
sea un viejo camarada de naipes y beobardos.
Dejo de imaginarme lo que leo. Olvido es una abuela solterona y sin
nietos, mucho me temo que virgen, nunca salió del pueblo, no estudió, no
casó, se enclaustró en la casa paterna, la del cerezo, y hasta hoy. Hace tanto
que no la veo. Por increíble que parezca estoy leyendo una historia de amor y
quiero citar, sic, su penúltimo párrafo:
Desde entonces vengo a pasar una temporada al Bierzo todos los años, mi
domicilio era el castillo de Cornatel, ese risco salvaje desde el que el señor de
Bembibre despeñó al conde de Lemos. Era, porque ya no puede ser, lo han
rehabilitado, lo suponía inaccesible y ahora hasta su puerta llegan en coche
los turistas, éste es mi último viaje.
La gente ha recuperado su movilidad, pero no voy a girar mi cuello.
Estamos saliendo del valle, las abandonadas minas dejan ristras de carbón y
nostalgia en las laderas. Termino la carta sin necesidad de leer en el papel, me
la sé de memoria.
De esto ni una palabra a nadie, te exijo —⁠fíjate bien⁠—, no el silencio sino
el olvido. Te prohíbo que lo cuentes de viva voz porque en la confidencia la
palabra se hace verosímil por enorme que sea el disparate. También te
prohíbo que lo cuentes por escrito por más que en tu país sea la mejor forma
de guardar un secreto, podrían traducirte y entonces en otro idioma mi
prestigio quedaría en entredicho. Se trata del desahogo de una debilidad, así
es que una vez cumplido mi consuelo y satisfecho tu natural curioso, punto en
boca y ni por escrito.
Es todo tan extraño, quizá si me atreviese a mirar hacia atrás, no sé. Esta
caligrafía inglesa tan perfecta es la mía, la de antes de que se me destrozara en
la universidad tomando apuntes.
Cordialmente.

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AQUELLA PARADOJA INFERNAL DE SU DESTINO

Cristina Cerrada

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CRISTINA CERRADA
(Madrid, 1970)
Licenciada en Sociología, actualmente ejerce como coordinadora de
varios cursos de narrativa corta y novela en los talleres de escritura
creativa Fuentetaja. Colabora en diversos medios de la prensa nacional.
Es autora de los libros Noctámbulos (Lengua de Trapo, 2003, premio
Casa de América); Compañía (Lengua de Trapo, 2004, premio Caja
Madrid); Calor de Hogar, S. A. (Algaida, 2005, premio Ateneo Joven de
Sevilla), y Alianzas duraderas (Lengua de Trapo, 2007). Sus textos han
sido incluidos en diversas compilaciones, entre las que destacan: Todo
un placer. Antología de relatos eróticos femeninos, realizada por Elena
Medel (Berenice, 2005); Antología de cuentistas madrileñas, compilado
por Isabel Diez Ménguez (La Librería, 2006), y Contar las olas. Trece
cuentos para bañistas (Lengua de Trapo, 2006).

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UNA TARDE, MIENTRAS RODEABA EL CENTRO PARA VOLVER A
casa, vio una chica rubia que se escabullía escurridiza por entre los coches y
las casas, y fue tras ella con una moneda en la mano, sintiendo una especie de
hormigueo instintivo.
La chica se detuvo a encender un cigarrillo frente al escaparate apagado
de un sexshop. Se miró en él. Se atusó un poco el pelo y se sonrió. Cuando él
llegó al escaparate hizo lo mismo. Ah, eres un tipo guapo, se dijo. Le
brillaban los dientes, no estás mal, como si fueran de nácar.
La chica lo hizo adentrarse en el parque, oculto a la vista de todos, solo
con ella. Sentía un poco de nerviosismo. No sabía si seguir a una chica podría
considerarse un delito, pero preparó una buena excusa en previsión. Soy
psicólogo y estudio el comportamiento humano. Llevo el mismo camino. Soy
amigo de un tipo que estudió contigo. En cualquier caso, sería una excusa
irrebatible.
No diría que pensaba matar a la chica.
Avanzó tras la muchacha sorteando algunos charcos, acelerando el paso
para no perderla de vista, hasta que ella se dejó caer en un banco y se frotó los
pies. Se había sacado un zapato que parecía hecho como de piel de oso, era
muy grueso, y al hacerlo dejó al descubierto un tobillo finísimo de blancura
virginal. Luego se sacó el otro. Parecía cansada. Entonces él se sentó en otro
banco, justo enfrente de la chica, para poder observarla. Reconocía que le
daba miedo. Había en el hecho de mirar a una chica algo ancestral, primitivo.
Una chica era algo que se podía tener. Algo tan pequeño podía cogerse
fácilmente. Una vez había sostenido un pájaro pequeño entre los dedos.
Estaba caliente, convulso, el pequeño corazón le latía a toda velocidad.
Entonces había pensado que lo dejaría marchar y durante unos segundos se
sintió aliviado, y triste. Muy triste. Pero el pájaro estaba aún más triste que él.
El frío, el hielo, una ráfaga de aire inesperada, tantos pequeños imponderables
que podían terminar con su existencia, y allí estaba ahora, entre sus dedos,
protegido de las inclemencias, cobijado, lejos del Mal. Había sentido tanto
arrobo que no advirtió que el polluelo le clavaba sus pequeñas garras como
los dijes de un reloj. Aún trató de mantenerle caliente unos minutos más,

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mientras lo aproximaba hacia sí y depositaba en su pecho un beso cálido y
una lágrima.
El pájaro. El animal y él.
La chica era bonita de verdad. Había dejado de frotarse los pies y ahora
estaba anotando algo en una agenda. Parecía cansada. Arrugaba el entrecejo
de una forma deliciosa. Pero el entrecejo, en vez de conservar las arrugas, una
y otra vez devolvía a la piel lisa y sonrosada su tersura original. Por un
momento se preguntó si estaría esperando a alguien. A un muchacho, quizá a
varios. Cuando le vieran acechándola, seguro que le perseguirían y acosarían
hasta llevarlo a algún oscuro rincón. Le golpearían. Sus voces se elevarían por
encima de los árboles del parque, entre las desnudas ramas de los álamos. Se
reirían de la imagen que ofrecería su cuerpo achacoso, viejo. Tan viejo como
el pájaro, el viento, el Mal.
Se levantó y oteó alrededor. Calma total. La chica se levantó también y
guardó algo en su bolso. Se subió el cuello del abrigo y su mirada le rozó
durante breves segundos. No fue una mirada significativa, en realidad ni le
vio. Las suelas de sus zapatos de piel de oso crujieron contra la gravilla del
suelo cuando empezó a caminar. Él se quedó aguardando, apretando la
mandíbula, acariciando la moneda dentro del bolsillo. Un murciélago que
pudo oír pero no ver voló en zigzag rozando el pelo rubio de la chica, y se
perdió luego en el silencio confuso y tenso de la noche.
Llevaba un rato mirando a través de las rendijas entreabiertas de la
persiana. Al otro lado de la calle, junto a los cubos, una lata se movía hacia
delante y hacia atrás, emitiendo un sonido prácticamente inaudible. No había
nadie. Nadie bajo el sol. Frente a la claridad de fuera, la penumbra del cuarto
de estar era consoladora y refrescante. El sol del otoño no tiene sombras,
pensó. En vano se intentaría escapar de él. En verano sería insoportable, se
dijo.
Su mujer apareció en el salón con una bandeja entre las manos. Tenía la
piel enrojecida de haber estado mucho rato cocinando, entre vapor, y un
mechón de pelo lacio le caía sobre la frente al bies. Sube la persiana, le dijo.
Él no contestó. Siguió mirando por la rendija la lata que se mecía adelante y
atrás, sintiéndose tan vacío como ella. Su mujer traía en la bandeja un cuenco
pequeño de sopa y un filete de pescado. Era la hora de comer. ¿Por qué te has
levantado tan temprano?, le preguntó. Si hubiera sabido que ibas a levantarte
tan temprano habría preparado comida también para ti. Él se apartó de la
ventana. Algunas listas blancas de sol se dibujaban en la alfombra. Se detuvo
ante ellas y las observó. Eran como grietas, como rendijas abiertas al infierno.

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A veces se quedaba observando el polvo suspendido en las rendijas blancas
de luz, una rendija de luz que atravesaba inopinadamente la oscuridad, como
una flecha envenenada. Miles de puntitos microscópicos flotando en ella,
millones, en constante movimiento. Si pudiera cogerlos, agarrarlos con la
mano, se dijo. Apretó los puños dentro de los bolsillos, y saltó por encima de
las franjas, como si fueran una barrera natural.
Las franjas atravesaban la alfombra y llegaban hasta los pies de su mujer.
Hace un bonito día de otoño, dijo ella. Tenía una voz melodiosa que salía de
su garganta como si fuese una emisora de radio bien sintonizada. No me he
fijado, dijo él. Me gustaría subir la persiana y dejar que entrara la luz, dijo
ella, si es que no vas a dormir más. Sentada bajo el anaranjado resplandor de
la lámpara de la mesita semejaba una aparición. Él habría querido decirle
alguna cosa, no sabía bien qué, pero ella metió la cuchara en el cuenco y
removió la sopa sin hacer ruido.
Si pudiera salir a la calle y caminar hasta donde me diera la gana, pensó
él. Pensó que atravesaría el barrio pisando las baldosas de acera iluminadas
por el sol. Pensó que caminaría hasta la estación de autobuses, que tomaría el
primer autobús que saliese, que ocuparía un asiento en el sentido opuesto a la
dirección de la marcha. Luego, ya pensaría en cómo regresar.
Se sentó junto a su mujer en el sofá. Cogió de la mesa la revista de
crucigramas y la abrió por la página del medio. El crucigrama estaba hecho.
Pasó un par de páginas más en busca de crucigramas sin hacer, pero todos
estaban completos. Al fin, su mujer pareció sorprendida y le preguntó: ¿Qué
pasa? Arrugó el ceño. Dejó suspendido en el aire un trozo de pescado que
había pinchado con el tenedor: ¿Ha sucedido algo esta noche en el almacén?
Él se pasó una mano por el pelo y cerró la revista. No, ¿por qué? No lo sé,
dijo ella, como te has levantado tan temprano. Parecía animada. Si no tienes
más sueño podrías acompañarme a ver a mi padre, le dijo, con una sonrisa de
expectación. Él se puso en pie. Caminó hasta el centro de la sala y le dio la
espalda a ella. No, dijo, no regresaríamos a tiempo para irme a trabajar. Sí
regresaríamos, dijo ella. Me voy a la cama, dijo él. Deja la persiana como
está. Sorteó la franja blanca de la alfombra y regresó a su habitación. Sabía
que ella no lo seguiría hasta allí. Su sueño era sagrado.
Mientras abría las piernas por debajo del edredón, oyó a su mujer en el
cuarto de estar. Oyó cómo metía la cuchara en el cuenco, y cómo ésta
golpeaba contra él. Luego la oyó sorber. Empezó a tocarse, intentando
reproducir la fantasía que lo había excitado esa noche en el almacén, pero no

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lo consiguió. Se quedó pensando si algún coche habría arrastrado la lata al
otro lado de la calle. Se rascó la axila por debajo del pijama y se durmió.

Conoció a una chica en el bar de la plaza, después de salir del trabajo. Ella era
muy alegre, con una risa punzante y una coleta morena muy tupida que se
balanceaba a un lado y a otro cuando se contorsionaba para reír. Le dijo que
por qué no iban a dar una vuelta cuando los otros se hubieron ido. Ella, al
principio, levantó la barbilla y sonrió reticente, pestañeando y mirando para
donde se habían sentado los demás. Pero luego prorrumpió en carcajadas.
Vamos a dar un paseo, sí, dijo, cogiéndolo de la manga de la chaqueta y
tirando de él.
En el parque reinaba el silencio. Una ardilla saltó de rama en rama en un
árbol cercano. Estaba a solas con la chica. Olvidó que se trataba de un parque
público, que estaban en plena ciudad. Pasó el camión de la basura, pero él ni
siquiera lo oyó ni lo vio. Reinaba una calma demasiado profunda, y sus ojos
estaban demasiado fijos en la muchacha que tenía delante.
Se acuclilló junto a ella y empezó a tirarle del jersey. A la chica esto le
hizo reír. Se rió bajito y luego otra vez en voz alta. Tenerle allí acuclillado, a
sus pies, le resultaba gracioso. Probablemente ningún hombre se había
postrado ante ella de ese modo antes que él. Al principio, él no se atrevía a
hacer más, pero poco a poco fue venciendo su timidez y empezó a tocarle un
pecho. Eso hizo que la chica se tensara. Él le dijo:
—Muy bien —mientras seguía acariciando la punta endurecida de su
pequeño pezón⁠—, aquí estoy, después de tanto tiempo. Un hombre con las
mismas pasiones, con la misma sed. Y aquí estás tú, delante de mí, sigues
siendo la misma diosa. También la situación es la misma. ¿Qué es lo que
quieres? ¿Escapar? No pienso dejarte escapar. ¿Qué vas a hacer para
impedírmelo? Voy a acabar contigo. Y te va a gustar.
La chica se giró bruscamente, indefensa, incapaz de zafarse de su abrazo.
Le golpeó varias veces, pero estaba demasiado bebida y se cansó. Él se apartó
de ella y oyó cómo la chica le decía: Cabrón.
Te amo, le dijo él. Volvió a repetir las palabras mientras se sentaba a su
lado y acariciaba el cabello negro de la chica, te amo, su cuello, te amo, la
suavidad de la piel en su hombro y su clavícula. Sus pechos. Ella gemía
suavemente.
De repente se sorprendió a sí mismo pensando en dejarla escapar. Dejar
que volviese a la plaza, a la luz, junto a las otras chicas de su edad. Que la

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mañana la sorprendiese con vida. Pero, un momento, ¿por qué iba a dejarla
escapar?
Juntó las manos alrededor del cuello de la chica y pensó: Ahora voy a
extraerte el alma, putita. Vas a venir conmigo a la oscuridad. ¿Por qué no?
Acabar con toda esa hambre, ese anhelo, toda aquella ansiedad. De una
vez.
Pero era muy raro. No podía hacer nada. No pudo acercar los labios a la
blanca piel de la chica, a su cuello que, como un cáliz, parecía reclamar otra
clase de consagración.
—Perdóname —dijo retirando las manos⁠—. En realidad te amo, te amo de
verdad. Puedes irte, vamos.
Pero la chica no se movió. Estaba paralizada por el miedo. Él se sintió
avergonzado. Sintió tanta pena y tanta ternura que hubiera querido gritarles a
todos lo buena persona que era.
—¡Eres una chica excelente! —⁠le dijo⁠—. Eres buena y te mereces la
mejor vida que puedas llevar.
De repente la chica se apartó de él y se escurrió hacia delante,
adentrándose a toda prisa en la oscuridad. Él la contempló con las manos
entrelazadas unos segundos, apesadumbrado. Después lloró.

El almacén de conservas, de hierro ondulado, parecía una mazmorra oscura y


tórrida. De las vigas chorreaba una pasta verde indefinible y el ambiente
estaba surcado por un polvo verdusco suspendido, ligeramente urticante, que
hacía estornudar a las chicas recién incorporadas. Nadie que empezara a
trabajar allí aguantaba más de un año. Las chicas iban y venían, como en una
agencia de colocación.
Todas eran ecuatorianas. La mayoría eran bajas, pesadas de piernas, esa
clase de mujeres que hacen pensar en la madre o en ídolos de barro. No
hablaban con nadie, ni siquiera entre sí, y nadie hablaba con ellas más de lo
necesario. Podría haber pasado una eternidad protegido por la esterilidad de
aquel sitio. Pero había una, una chica rubia de tez clara y ojos negros, una
recién llegada, que lo tenía fascinado.
No era ecuatoriana. No podía proceder de una montaña, imposible que
viniese de un lugar en que los hombres persiguen a las mujeres
exclusivamente para procrear. Era una diosa. Su frente era pura, cristalina;
una gota habría resbalado por ella indefinidamente. Sus ojos, inmensos y
almendrados, se ocultaban tras fragantes plumas de pavo real. Su boca era

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como una granada abierta, rezumando néctar. Toda ella sugería que existía un
tiempo no humano, cíclico, inmemorial. El tiempo de él. Confirmaba que
había dado la vuelta a su propia historia para llegar al origen. De algún modo,
¿no la conocía ya? ¿No la había conocido mil años atrás?
Entonces: ¿por qué no podía dirigirse a ella? ¿Qué se lo impedía?
Durante la cena, su jefe le dijo que las cosas no andaban muy bien. Quizá
tendrían que hacer algunos cambios. ¿Algunos cambios?, le preguntó él. Pero
el otro no comentó nada más. Mientras aguardaba frente a la máquina de café,
una de las ecuatorianas vino a decirle que Yanira quería hablar con él.
¿Yanira? ¿Quién es Yanira?, dijo él. La chica rubia, contestó el ídolo de barro
riéndose tontamente. Era fea, le daba igual que se riera o no.
¿Así que la diosa quería hablar con él? Metió las manos en los bolsillos,
se aclaró la garganta y oteó en torno a sí en busca de la muchacha de sus
sueños. Estaba al final de una cadena en donde docenas de tarros de pimientos
se golpeaban entre sí. ¿Así que quiere hablar?, se dijo presa de una creciente
agitación interior. Era imposible que le hubiese pasado inadvertido, claro. Lo
había reconocido. Se trataba de él. Estaba allí. Había dado la vuelta a la
historia para reencontrarse con su destino.
Pero…, un momento. No, no podía ser que fuera ella quien decidiese
cuándo. El primer paso tenía que darlo él. Para eso era quien era. Dile que
ahora no tengo tiempo de hablar, le dijo a la ecuatoriana. Que ya la buscaré
mañana. O cuando sea. Enderezó la espalda y alineó los hombros, como mil
años de instinto le habían enseñado a hacer. Pero el pequeño tapón de arcilla
ya no estaba allí.

Cuando se despertó, ella estaba pasando el aspirador. Se levantó de la cama y


fue al living. Aún estaba en penumbra. La estancia se hallaba vacía, pero
encontró la mesa del desayuno puesta para él. El café seguía caliente. Se
bebió un par de tazas y hojeó el periódico.
El aspirador se apagó y al cabo de unos instantes ella entró en el cuarto de
estar. Buenas noches, le dijo, no sabía que te hubieras levantado ya. Buenas
noches, contestó él. Leyó un titular en el diario acerca de la vida de los
pescadores de altura. Hablaba de sus familias, de los largos períodos de
tiempo que los pescadores habían de pasar separados de su hogar. De si
verdaderamente podía gustarles un trabajo así o no. He pensado que tal vez
hoy podríamos ir a ver a mi padre, dijo ella. Estaba pálida. Su cara era tan gris
que parecía que nunca le hubiera dado el sol. Ve tú, dijo él, ya sabes que yo

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no puedo llegar tarde al almacén. Pero hoy es sábado, cariño, objetó ella. No
tienes que ir al almacén. Fue a la ventana y trató de subir la persiana, pero él
protestó. Evitó mirarla a los ojos. Un avión surcó el cielo con un crujido
lejano, casi plácido, como si no fuese real. Trató de pensar en algo. Pero si no
tenía trabajo no había excusa posible para no ir.
El viejo vivía en una residencia para ancianos cerca de Brasov, en el
campo. De todas formas, iba pensando, cuando lleguemos estará dormido o
simplemente no nos reconocerá. Para asegurarse, condujo más despacio de lo
acostumbrado. Se detenía a mostrarle a ella algún detalle inusitado o curioso
de la naturaleza en esa época del año, como un árbol todavía con hojas, o un
riachuelo helado. Pero ella no parecía muy por la labor. En una ocasión le
dijo: Pero es de noche. ¿Cómo puedes verlo? ¿Qué?, le preguntó él. ¿Cómo
puedes ver el árbol? ¿Cómo puedes ver que el riachuelo está helado? ¿Me
estás engañando, o qué? Él se limitó a pisar un poco el acelerador.
Un enfermero les dijo que el viejo llevaba horas durmiendo, pero que
igualmente podían pasar a verlo si querían. Pueden quedarse un rato con él,
añadió. Él aguardó a ver qué decía su mujer. Pero ella le preguntó al
enfermero por el estado de salud de su padre. El enfermero, casi un
adolescente, abrió la puerta de un armario, el único que había en la
habitación, y revolvió dentro de él. Vive en su limbo particular, dijo
asomando la cabeza, pero no sufre. No parecía un enfermero. Acercó la única
silla de la alcoba a la cama y, antes de marcharse, giró una manivela hasta que
la cabecera de ésta se elevó.
Gracias, dijo su mujer. Se había quitado el abrigo y lo dejó caer sobre la
silla. Luego se aproximó a la cama y se quedó mirando a su padre, es decir, a
la reseca maraña de cabellos grises que sobresalía por encima del embozo.
Papá, dijo bajito. Él dio un paso hacia la puerta y alcanzó el tirador. Dijo que
iría al bar mientras ella estuviese allí. Espera, dijo ella. Qué, contestó él. Me
gustaría que hablases un poco con él, dijo mirándolo a los ojos. Hacía frío en
la habitación; de la boca de su esposa salía una nube de vaho. Me gustaría que
le dijeses algo, añadió, es lo menos que podemos hacer, después de… No
tengo nada que decirle, atajó él. Abrió la puerta con intención de marcharse.
Se sentía mal, muy mal; el tiempo parecía haberse detenido en aquella
habitación. A pesar del frío, había en el ambiente un cierto olor desagradable:
a sudor, a carne descompuesta, a muerte. Ella volvió a mirar a su padre.
Vamos, dijo, acércate.
Cuando un poco más tarde regresaron a casa, prepararon algo de cenar y
encendieron la televisión. La programación regular había concluido. Cenaron

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en silencio, con gran apetito. Devoraron dos filetes y un bol entero de
ensalada frente al televisor apagado. Después, ella dijo que iría a darse un
baño.
Estaba fregando los platos sucios de la cena cuando apareció en la cocina.
Venía envuelta en su albornoz. Traía el cabello mojado, iba descalza. Dijo
que últimamente pensaba mucho en él. Él se quedó mirándola, el grifo del
agua caliente abierto. ¿Te acuerdas de cuando nos conocimos?, le preguntó.
¿Te acuerdas de cómo olía? Siempre estabas hablando de lo bien que olía mi
piel. Yo solía decirte, mejor sabrá. ¿No te acuerdas?, dijo. No, contestó él. Se
inclinó sobre el fregadero. Había dejado correr el agua caliente tanto rato que
el acero se había puesto azul. No tenemos la culpa de lo de papá, dijo ella.
Dio un paso adelante y se colocó en el centro de la habitación. Él cogió un
trapo de cocina. Lo retorció hasta que la piel de las manos se le puso brillante.
Eres mi marido, añadió. Se desanudó el cinturón, y volvió a repetir que
pensaba mucho en él.
Él siguió plantado allí un rato más, del fregadero salían jirones de vapor.
Cerró el grifo. Pasó por delante de ella camino de su habitación.

¡Ah, qué poco importaba todo! Puede que nadie lo hubiera advertido, pero allí
estaba otra vez. Había vuelto. Él. Había dado la vuelta a la historia para
reencontrarse con su destino. Se sentía grande, inmenso. Una sensación de
violencia lo habitaba. Una fuerza incontenible había ido creciendo dentro de
él desde que todo empezó, desde el inicio de sus días. Todo le parecía
pequeño al lado de su enormidad. Su jefe le pareció pequeño cuando vino a
decirle que a la mañana siguiente habría una reunión a la que debía asistir.
¿Por qué?, le preguntó él. Tú ven y ya está, dijo su jefe. Sus compañeros
también le parecían pequeños. Estaban muertos. Para el caso, era como si lo
estuviesen ya. Andaban por la cadena persiguiendo ecuatorianas, carne
muerta, reyezuelas ancestrales con los pies de barro. Él, en cambio, estaba
vivo. Era grande.
Escuchaba su propio corazón y se maravillaba de su refinamiento, una
máquina precisa dentro de su caja torácica. Era inmortal. Una especie de dios.
Y, como dios, estaba por encima del Bien y del Mal. Se hallaba más allá del
tiempo. La moral era una farsa, la mezquindad disfrazada de Bien de los
mortales. Él podía elegir puesto que sabía la verdad. Y elegía la Fuerza. La
Juventud. La Vida.

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Terminaron antes el trabajo porque la cadena se paró. Algunos
compañeros se pusieron los abrigos y salieron a la calle del brazo de tres o
cuatro rollizas ecuatorianas. Él también se abrigó. Supuso que cruzar el
parque le llevaría hoy más tiempo del habitual. No pensaba regresar a casa
antes de que apuntase el sol. Estaba enamorado. Enamorado de la blancura
femenina. De lo abultado de las partes femeninas, de la armonía con que sus
extremidades avanzaban atravesando el aire, desplazándolo con un temblor
concupiscente, con un frotamiento de carne mórbida y virginal. ¿Qué mayor
deleite podía existir que sentir la vida fluyendo así, líquida, por sus manos,
por su boca, por su piel?
Al final de la cadena, en su puesto de siempre, estaba la diosa Yanira.
Parecía demorarse más de lo necesario. Probablemente lo estuviese esperando
para salir. Pobrecilla. Ahora que la veía más detenidamente, se dio cuenta de
que iba vestida igual que las demás. ¿Sería una ecuatoriana también?
Decidió ponérselo difícil. Abandonó el almacén y en la puerta se
entretuvo hablando con un par de compañeros. Ella le esperaba un poco más
allá, junto a una marquesina, su pequeño abrigo blanco brillando bajo el cono
de luz del farol. Cuando se hubo divertido lo suyo echó a andar en dirección a
la plaza. Por un momento la perdió. Unos perros salieron a su encuentro de
entre unos cubos de basura y lo asustaron. Se preocupó por ella. ¿Dónde
estará?, se preguntó. Debería ser más cuidadosa. Cerca de mí tendría
protección. Por suerte apareció de nuevo unas manzanas más allá. Pensó en
entrar en el bar a tomarse unas cervezas, pero lo desechó.
Se adentró en el parque detrás de ella. Tenía un andar cadencioso,
insinuante. De cuando en cuando volvía la cabeza para mirar hacia atrás.
Hacía frío. Corrió un poco para no perderle el rastro, mientras apretaba los
puños dentro de los bolsillos del pantalón. Cerca de la última farola, la chica
se detuvo y lo esperó. Cuando llegó a su altura la examinó más de cerca.
Tenía el pelo amarillo, demasiado para ser natural. Y los ojos pintarrajeados
de negro. ¿Trabajas en el almacén?, le interrogó. No contestó. Vio que llevaba
una flor prendida del escote de la blusa, muy cerca de su cuello.
Evidentemente se la había puesto para él. Acercó la mano para tocarla, pero
ella se apartó.
—No tienes nada que temer —⁠le dijo él⁠—. Estoy aquí para salvarte.
¿Para salvarme?, dijo ella. Lo miró un momento desdeñosa, con el ceño
fruncido. Luego se echó a reír. Fue una risa estentórea, procaz.
Notaba que el ansia de siempre lo volvía a desbordar, que pugnaba por
salir de él. Sólo que esta vez se mostraba de manera diferente: no tenía que

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ver con golpear, con dar patadas o morder. Un violento sentimiento le
espoleaba el estómago, un anhelo de universo, un ansia por dejar para siempre
su impronta en él.
De un salto se situó junto a la chica y la abrazó. La risa cesó de inmediato.
La apretó firmemente contra su pecho hasta que ella dejó de forcejear. Podía
oír los latidos de su corazón.
—Así está mejor —dijo él—. Vamos a sentarnos ahí al lado.
Lo acompañó hasta el banco sin rechistar. Se veía que estaba
acostumbrada. Era una chica vulgar. Tenía marcas en la piel, cetrina y basta,
de otros abrazos, y ella misma se movía como si reconociera un terreno ya
pisado. No valía la pena esmerarse. Sin embargo, a la luz de la luna… parecía
tan fresca. Una diosa, limpia y refinada. Retiró el abrigo de sus hombros para
ver mejor la flor en su ojal.
—¿Puedo olerla? —le preguntó con timidez.
Cógela, le dijo ella. Ella misma la separó del escote y se la ofreció. Al
principio él no se atrevió a tocarla. Luego la tomó de sus manos, unas manos
pequeñas, de uñas cortas, la olió y volvió a depositarla en su lugar. Resultó
muy agradable rozar el cuello de la muchacha. Era suave, aterciopelado.
—Muy bien —dijo—, aquí estamos otra vez. Tú y yo. Los mismos de
siempre. En realidad, es como si no hubiera pasado el tiempo para ninguno de
los dos.
¿De qué hablas?, preguntó la chica. Pero él continuó sin prestarle
atención.
—La situación es la misma, la misma de siempre. No se puede cambiar.
¿No lo ves? Mírame. ¿Ves cómo me enardeces? Los dos vamos a ingresar
juntos en el otro reino. Eres una diosa. Mi diosa. No voy a dejarte marchar.
La chica se rió otra vez. Empezó a sacudirse hasta que la delgada blusa
que llevaba resbaló de sus hombros dejando al descubierto el sujetador.
—¿Qué haces? —preguntó él—. No hagas eso.
—Creí que te gustaba —dijo ella.
—Y me gustas —contestó él. Pero al parecer era inútil intentar que
comprendiese. Ninguna comprendía. Él no era un hombre como los demás.
No se podía hacer eso con él. Hundió la cabeza en el cuello de la chica
buscando un poco de cobijo y comprensión. Estaba caliente. Olía a sándalo, a
maderas de Oriente. También algo a sudor.
Empezó a silbar una canción. La chica giró graciosamente el cuello, con
elegancia, haciendo que la rubia mata de pelo se balanceara adelante y atrás.

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Él cerró los ojos y volvió a atraerla hacia sí. Cantó, Amor eterno, una y otra
vez, tarareándola bajito, rozando con los labios la piel cálida de ella.
Cuando volvió a abrirlos, vio que se había quitado el sujetador. Tenía
unos pezones grandes y negros, como vainas de bellota. Mientras se los
ofrecía, sonreía con la sonrisa extraviada de una máscara ancestral.
No era ella. Se había equivocado. Intentó controlar el temblor que
empezaba a sacudir su cuerpo, se quedó mirándola, convulsionada por la sed,
absorbiendo su fealdad, no sólo la física, su vulgaridad, su espantosa lujuria
insaciable, su olor nauseabundo, sino la fealdad simbólica de la situación.
Aquella paradoja infernal de su destino.
Levantó una roca del suelo y antes de que ella pudiera hacer nada, la
descargó sobre su frente. Le sorprendió el silencio que reinaba, tan profundo
como en un abismo. Sin ecos, igual que en una cripta. Cayó al suelo
extenuado, temblando de pies a cabeza. La chica aún seguía con los ojos
abiertos. La piel de su cuello brillaba tentadora, como un fantasma, a la luz
del farol.
Entonces, todo volvió a empezar.

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ALINA

Eduardo Lago

Página 78
EDUARDO LAGO
(Madrid, 1954)
Es doctor en Literatura por la Universidad de la Ciudad de Nueva York,
donde reside desde 1987, y profesor en la prestigiosa Sarah Lawrence
College. Desde septiembre de 2006 es director del Instituto Cervantes de
Nueva York. Llámame Brooklyn, su primera novela, obtuvo el premio
Nadal 2006, el premio Ciudad de Barcelona 2007, el premio de la
Fundación Lara a la novela con mejor acogida crítica 2007 y el premio
Nacional de la Crítica 2007. Colaborador de diversos medios españoles,
entre las personalidades que ha entrevistado figuran Norman Mailer,
Paul Auster, Don DeLillo, Philip Roth, Edward Said y Harold Bloom.
Traductor de Henry James y Sylvia Plath, entre muchos otros autores del
canon angloamericano, su artículo «El íncubo de lo imposible», análisis
comparativo de las tres versiones del Ulises de James Joyce existentes
en español, fue galardonado con el premio de la Crítica Literaria
Bartolomé March al mejor artículo publicado en nuestro país en 2001.
En septiembre de 2008 la editorial Destino publicará su segundo libro,
una colección de relatos titulada Ladrón de mapas.

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UNO

EMPIEZA A NOTAR EL CANSANCIO A LA ALTURA DE BLACK Lake.


Según el GPS, el motel queda doce millas al suroeste por la Ruta 55. Al cabo
de quince minutos ve aparecer la silueta negra del puente de hierro que separa
los estados de Pensilvania y Nueva York. Aparca junto al río, en un terraplén
cubierto de grava, lejos de los demás coches. El Delaware baja muy crecido,
arremolinándose en los rápidos, hasta remansarse a la altura del aserradero.
Sopla viento del este y hace demasiado frío para ser otoño. Observa unos
instantes el motel. Hay bastante movimiento en la zona del bar. La ve nada
más entrar. Está al fondo de la barra, hablando con un chico de su edad. Va
vestida igual que la otra vez, con un top que deja los hombros al descubierto.
Se dirige a una mesa situada a la derecha del local, junto a unas puertas
batientes, que no alcanzan al techo ni al suelo. Echa un vistazo al espacio a
oscuras que hay al otro lado de las hojas de madera. Es un comedor. Por entre
las patas de las sillas colocadas boca abajo encima de las mesas vislumbra la
mancha de un espejo que ocupa la pared de enfrente. El espacio parece
converger allí: lámparas, vitrinas, la esfera de un reloj, las puertas batientes,
las luces del bar, todo se hunde silenciosamente en la superficie de azogue,
salvo su propio reflejo.
La chica interrumpe su conversación, se dirige al centro de la barra,
sonriendo, y empieza a tirar una cerveza. Recorre distraídamente el local con
la mirada, y al descubrirlo sentado en un rincón, se le quiebra la sonrisa y se
queda paralizada unos instantes. Con un golpe de mano, termina de tirar la
cerveza, y la sirve. Coge el billete que le dan, registra el pago en la pantalla
del ordenador y le devuelve el cambio al cliente. Levantando un segmento del
mostrador, pasa al otro lado de la barra y recoge los vasos vacíos de un par de
mesas, antes de acercarse a la que ocupa él.
¿Vlad…? dice, dirigiéndose a él en rumano. No puede ser… ¿Qué haces
aquí?

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Deja los vasos encima de la mesa, y cogiéndolo del brazo, lo arrastra al
interior del comedor. Su silueta solitaria aparece reflejada en el espejo. Se
dirigen juntos a un rincón, coge una silla y se la ofrece a él. Ella se queda de
pie, mirándolo fijamente, como si quisiera asegurarse de que es quien cree,
pero no hay duda. Su pelo largo, el bigote, su rostro sin edad, los ojos fríos e
inquietantes, sus labios sin vida, sus manos de dedos alargados y piel
cuarteada son inconfundibles. Va vestido exactamente igual que la otra vez,
sólo que aquí su jersey de cuello alto y su chaqueta de botonadura cruzada
resultan aún más fuera de lugar que en Sighisoara.

Era más de medianoche, y había que cerrar. Era el último cliente. Estaba
solo en un reservado, delante de una botella de tokaji, con un vaso lleno
hasta los bordes, que no había probado, pese a que llevaba allí más de una
hora. No lo había visto nunca por el pub. Entré para decirle que tenía que
irse y entonces pasó aquello tan extraño. Aunque no hablaba, yo podía
escuchar perfectamente su voz. Me ordenó que me sentara a su lado y
obedecí, hipnotizada. Desprendía un olor extraño, no exactamente
desagradable, como a moho, o herrumbre, no lo sé explicar. La ropa que
llevaba parecía de los setenta. Y entonces me di cuenta de quién era. En mi
tierra enseguida reconocemos a los de su estirpe, no pueden ocultarse de su
gente. Debería haber sentido miedo, pero lo que me inspiró fue lástima, Dios
sabrá por qué. Sin palabras, me hizo saber que la noche anterior había
entrado en mi dormitorio. Entonces recordé vagamente haberme levantado
de madrugada para cerrar una ventana que no paraba de dar golpes, cosa
extraña, porque jamás la dejo abierta. Cuando me preguntó si recordaba
haberlo visto, me vino a la cabeza su figura, de pie, junto a mi cama,
diciéndome que yo era exactamente igual que alguien a quien había perdido
hacía mucho tiempo. Tom, el dueño del bar, nos interrumpió, llamándome a
voces. Estaba furioso. Quería que lo echara de una vez. Se asomó al
reservado, pero en cuanto lo vio, el pánico se apoderó de él. Hizo ademán de
arrodillarse, pero él lo fulminó con la mirada, y Tom se fue de allí, temblando
de miedo. Salí tras él, con ánimo de tranquilizarlo, y cuando volví al
reservado, no había ni rastro de él. Aquella noche me costó mucho dormirme,
y cuando lo conseguí, se me apareció en sueños.

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Trata de poner orden en sus recuerdos. Hay partes que sabe que corresponden
a la conversación que tuvo lugar en el pub de Sighisoara, pero hay cosas de
las que no está totalmente segura. ¿Cómo sabe que se llama Vlad? No
recuerda haberle dicho nada de que su hermano quería que se fuera a vivir
con él a América. ¿Cómo lo ha averiguado? Recuerda un momento en que,
clavando en ella sus ojos, le dice que irá a buscarla, llamándola Elsbieta, pero
¿cuándo fue exactamente? ¿Lo habría soñado? Lo que más le impresionó de
él fue su mirada. Dicen que los ojos son la única parte del cuerpo que no
envejece, pero los suyos son distintos. En ellos se acumula todo el peso de la
eternidad. Hay algo en esos ojos que le inspira piedad. Ahora que los vuelve a
tener delante, ve que es ahí donde se acumula el cansancio infinito de su
condena. De pronto, cobran vida. Muy despacio, empieza a recorrerla con la
mirada, primero el rostro, después los hombros y los brazos. En la muñeca
lleva una pulsera de plata con su nombre. Alina. Cuando lo ve, acerca el dedo
índice a los caracteres grabados, y niega con la cabeza. Elsbieta, dice, sin
mover los labios. El nombre resuena en el interior de su cabeza. Confundida,
se lleva la mano a la frente.
Vlad…, dice por fin, no puedes quedarte aquí.
Le indica que en River Road hay una casa donde se queda a dormir
algunas noches. El dueño es un analista de sistemas que vive en Manhattan.
Pasa poco tiempo allí. Ella se encarga de cuidársela. Le explica cómo ir. Es la
tercera casa, yendo por el camino que bordea el río. Entrando por el jardín, a
la derecha, hay una galería de cristales. La puerta está siempre abierta. Le
pide que la espere allí, que nadie se extrañará si ve que hay gente dentro.
Alguien da una voz, llamándola por su nombre.
Me tengo que ir, Vlad. No salgas por el bar. No quiero que te vea Jeff.
Usa la puerta de servicio. Lo mira un momento antes de irse. No hay ningún
vínculo entre los dos. No puede haberlo. Sería antinatural. Alina es joven,
atractiva, luminosa. Todo en ella irradia vida y alegría. A él le falta vida. De
su imagen emana un aura de derrota y desidia, pero ella ve en él otras cosas,
cosas que él mismo había olvidado. Vete ya, dice, y dándose la vuelta, regresa
apresuradamente al bar.
Sacude la cabeza y sale del comedor por la puerta trasera. Pasa junto a la
gasolinera del cruce y sigue por la carretera que bordea el río. Localiza la casa
y siguiendo sus indicaciones, atraviesa el jardín y entra por la galería
acristalada. Se sienta en el salón, junto a la ventana, contemplando las luces
del aserradero de Shohola, al otro lado del río.

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Una hora después, un 4×4 se detiene delante de la casa. Oye voces que
discuten. Es el chico del bar, que parece estar algo borracho. Por fin se abre
una puerta y la ve bajar, sola. El 4×4 se aleja. La silueta de Alina se recorta
contra los árboles que flanquean el Delaware. Se queda quieta unos instantes
antes de ir hacia la casa. Va directamente al salón, donde sabe que está él. La
luz de la luna le da de lleno en la cara. Le pregunta si tiene frío. Hay un
montón de troncos apilados, sobre una superficie de pizarra, junto a la
chimenea de hierro. Alina escoge dos y los echa al interior de la chimenea,
prendiéndolos con la ayuda de unos periódicos. Mientras prepara el fuego, él
observa sus movimientos, su rostro blanco, el cabello lacio, negro, que cae
sobre los hombros desnudos, los ojos ligeramente verdosos. Le empieza a
contar algo. Alina se tumba en el sofá, acomoda la cabeza en los cojines y se
cubre con una manta. Escucha atentamente lo que le dice él, aunque de sus
labios no sale ninguna palabra. El fuego cobra fuerza, inundando la habitación
de reflejos rojos. Sus siluetas alargadas se rozan en la pared del fondo. Al
cabo de un rato, Alina le desea buenas noches, cierra los ojos, y le da la
espalda.
Él se pone en pie. Cuando, por su manera de respirar, tiene la certeza de
que se ha quedado dormida, le coge una mano. Se siente extraño. Sabe que no
tiene derecho a estar allí, aunque tampoco quiere nada. Su piel correosa
contrasta con la de Alina, blanca y sedosa. Le viene a la cabeza un
pensamiento absurdo: le gustaría poder verla a plena luz del día, aunque fuera
sólo una vez.
Alina pronuncia su nombre en sueños, y él siente una quemazón por
dentro que le hace enloquecer. Cuando entró en su dormitorio, en Sighisoara,
no quiso tocarla, pero ahora no se puede contener. Le tiembla la boca. Con
sus dedos alargados, le aparta el cabello, dejando el cuello al descubierto. Lo
roza con los labios entreabiertos. Al sentir su aliento frío, Alina se revuelve en
sueños y cambia de postura, dejando al descubierto los pechos, blanquísimos
y perfectos en su redondez. Es la visión del rostro, idéntico al de Elsbieta, lo
que lo desarma. Rozando su carne con los dientes apenas un instante, le lame
los pezones y se aparta de ella. Coloca bien la manta sobre su cuerpo y,
dándose la vuelta, se aleja del salón.

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DOS

OBSERVA LA LUNA DESDE LA VERANDA. UNA NEBLINA


PLATEADA se filtra entre los árboles que flanquean el Delaware por la orilla
de Pensilvania. Las casas del aserradero se reflejan en el río. Ha elegido el
lugar adonde irá a cumplir el ritual a que está condenado, el piso de arriba del
bar donde van los leñadores, cerca del cementerio. Allí encontrará la sangre
joven que necesita para llegar con vida al día siguiente.
Regresa poco antes del amanecer. La chimenea está apagada y Alina se ha
ido, pero se ha dejado olvidado un bolso, con sus cosas, un pequeño cuaderno
de direcciones, una caja de maquillaje, una barra de labios, un juego de llaves
y el móvil. El teléfono celular es lo único que le llama la atención. Lo alza en
vilo un momento y al levantar la tapa ve el rostro de su propietaria en la
pantalla. Deja el teléfono encima de la mesa y echa un vistazo alrededor.
Alina ha dejado abierta la puerta que da al sótano. Baja las escaleras e
inspecciona el lugar. Le ha dejado preparado un rincón propicio para pasar el
día, detrás de la caldera. Cierra bien la puerta, a fin de protegerse de la luz, y
se tiende sobre unas tablas de madera.
Sueña que está en Bucarest, en una plaza atestada de gente, en pleno día.
De repente, la ve pasar a lo lejos y la llama por su nombre. Alina, dice, no
Elsbieta. Ella se vuelve a mirar pero no lo reconoce. Cuando Alina desaparece
de su vista, está solo, en la misma plaza, pero es de noche, y no hay gente.
Sigue andando por Bucarest, hasta llegar a una calle que va a parar al barrio
medieval de Sighisoara. Ve luz en una ventana y trepa por la pared del
edificio. Entra en el dormitorio y contempla a la chica dormida. Su parecido
con Elsbieta le hace sentir algo que había olvidado. Se sienta al borde de la
cama. Alina se levanta, se acerca a la ventana y la cierra. Es sonámbula. Se
queda de pie, mirándolo sin verlo. Hasta aquí todo es idéntico a lo que ocurrió
en realidad, pero de repente algo cambia. Él se acerca y la abraza. A ella, el
gesto le extraña, pero no lo rechaza. Él espera unos momentos y entonces
separa su cuerpo del de ella. Sale de la habitación, procurando conservar
intacta la sensación del abrazo. Vuelve por la misma calle cuyos extremos
desembocan en ciudades distintas y otra vez se encuentra en Bucarest, en
pleno día. Alina está al borde de la acera, pidiéndole por señas que se acerque.
Cuando se dispone a hacerlo, un coche se detiene junto a ella y se la lleva.
Antes de irse, con la lógica impenetrable de los sueños, ella le dice que lo

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llamará. En la mano lleva un teléfono móvil idéntico al que se dejó olvidado
en la mesa del salón.
Se despierta. Deambula por el sótano. Por entre las grietas de la pared se
filtra la luz del día. No le queda más remedio que esperar. Vuelve a tumbarse
en el lecho improvisado que le preparó Alina. Le viene a la cabeza lo que
sintió en el reservado de Sighisoara, cuando ella lo reconoció. El cansancio de
su propia historia, el recuerdo de centenares de ciudades, su peregrinar a lo
largo de los siglos, el deseo de volver, aunque sea brevemente, al mundo de la
luz. Comprende que no le va a resultar posible conciliar el sueño y se vuelve a
levantar. Desde el pie de la escalera, contempla la puerta que da al salón.
Alrededor del marco se dibuja un cuadrilátero de luz viva. Debe de hacer un
día de mucho sol. Clava la mirada en el pomo de la puerta. ¿Qué pasaría si la
abriera y se dejara bañar por el piélago de luz que hay fuera? De repente, unos
timbrazos intermitentes desgarran la oscuridad del sótano. Aguarda en trance
unos momentos, hasta que por fin dejan de sonar. Cuando se restaura el
silencio, se tranquiliza. No abrirá la puerta, volverá a tumbarse encima de las
tablas de madera y esperará a que caiga la noche para proseguir su viaje por la
eternidad. No puede ser de otra manera. No le ha dado tiempo a dar un paso
cuando vuelve a sonar el teléfono. Esta vez no duda. Se dirige al pie de la
escalera. La luz que enmarca la puerta parece un cerco de fuego que quiere
penetrar en la oscuridad que lo protege. Debe de ser mediodía. Subirá los
peldaños. Si lo hace, ¿qué puede ocurrir? Tiene una razón para hacerlo. Con
paso firme, empieza a remontarlos y al llegar arriba agarra con fuerza el pomo
de la puerta y lo hace girar. Se sumerge en el océano de la luz diurna como si
se adentrara en una casa devorada por el fuego. Siente que la luz se le adhiere
a la piel. Le queman las pupilas. Todo su cuerpo es una antorcha viva, pero él
sigue avanzando. A través del aire en llamas ve el teléfono móvil, que no deja
de sonar. Pulsa una tecla y se lo acerca al oído. ¿Elsbieta? pregunta,
momentáneamente confundido, porque desde que lo vio grabado en la pulsera
ha decidido llamarla por su verdadero nombre.

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