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Causa célebre
[Nota preliminar: edición digital a partir de la edición de las OO. CC., Madrid, Fax, 1943
y cotejada con la edición crítica de Laura de los Ríos (Madrid, Cátedra, 1984, 4ª ed.).]
-I-
El número 1
Lo que más ardientemente desea todo el que pone el pie en el estribo de una diligencia
para emprender un largo viaje, es que los compañeros de departamento que le toquen en
suerte sean de amena conversación y, tengan sus mismos gustos, sus mismos vicios, pocas
impertinencias, buena educación y una franqueza que no raye en familiaridad.
Porque, como ya han dicho y demostrado Larra, Kock, Soulié y otros escritores de
costumbres, es asunto muy serio esa improvisada e íntima reunión de dos o más personas que
nunca se han visto, ni quizá han de volver a verse sobre la tierra, y destinadas, sin embargo,
por un capricho del azar, a codearse dos o tres días, a almorzar, comer y cenar juntas, a dormir
una encima de otra, a manifestarse, en fin, recíprocamente con ese abandono y confianza que
no concedemos ni aun a nuestros mayores amigos; esto es, con los hábitos y flaquezas de casa
y de familia.
Al abrir la portezuela acuden tumultuosos temores a la imaginación. Una vieja con asma,
un fumador de mal tabaco, una fea que no tolere el humo del bueno, una nodriza que se maree
de ir en carruaje, angelitos que lloren y demás, un hombre grave que ronque, una venerable
matrona que ocupe asiento y medio, un inglés que no hable el español (supongo que vosotros
no habláis el inglés), tales son, entre otros, los tipos que teméis encontrar.
Alguna vez acariciáis la dulce esperanza de hallaros con una hermosa compañera de viaje;
por ejemplo, con una viudita de veinte a treinta años (y aun de treinta y seis) con quien
sobrellevar a medias las molestias del camino; pero no bien os ha sonreído esta idea, cuando
os apresuráis a desecharla melancólicamente, considerando que tal ventura sería demasiada
para un simple mortal en este valle de lágrimas y despropósitos.
Con tan amargos recelos ponía yo el pie en el estribo de la berlina de la diligencia de
Granada a Málaga, a las once menos cinco minutos de una noche del otoño de 1844; noche
oscura y tempestuosa, por más señas.
Es de advertir que el tercer asiento de la berlina no estaba tomado, según confesión del
mayoral en jefe.
-¡Buenas noches! -dije, no bien me senté, enfilando la voz hacia el rincón en que suponía a
mi compañero de jaula.
Un silencio tan profundo como la oscuridad reinante siguió a mis buenas noches.
-¡Buenas noches!
A todo esto, la diligencia había echado a andar, digo, a correr, arrastrada por diez briosos
caballos.
-¿Con quién iba? ¿Con un varón? ¿Con una hembra? ¿Con una vieja? ¿Con una joven?
¿Quién, quién era aquel silencioso número 1?
Y, fuera quien fuese, ¿por qué callaba? ¿Por qué no respondía a mi saludo? ¿Estaría ebrio?
¿Se habría dormido? ¿Se habría muerto? ¿Sería un ladrón?...
¿Qué hacer?
Por aquí iba en mis reflexiones, cuando se me ocurrió apelar al sentido del tacto, pues que
tan ineficaces eran el de la vista y el del oído...
Con más tiento, pues, que emplea un pobre diablo para robarnos el pañuelo en la Puerta
del Sol, extendí la mano derecha hacia aquel ángulo del coche.
Mi dorado deseo era tropezar con una falda de seda, o de lana, y aun de percal...
Avancé, pues...
-¡Nada!
Avancé de nuevo; palpé con entera resolución en un lado, en otro, en los cuatro rincones,
debajo de los asientos, en las correas del techo...
¡Nada..., nada!
En este momento brilló un relámpago (ya he dicho que había tempestad), y a su luz
sulfúrea vi... ¡que iba completamente solo!
Era el número 1; era mi antes epiceno compañero de viaje; era la viuda de mis esperanzas;
era la realización del sueño que apenas había osado concebir; era el non plus ultra de mis
ilusiones de viajero... ¡Era ella!
- II -
Escaramuzas
Luego que hube dado la mano a la desconocida para ayudarla a subir, y que ella tomó
asiento a mi lado, murmurando un «Gracias... Buenas noches...» que me llegó al corazón,
ocurrióseme esta idea tristísima y desgarradora:
-¡De aquí a Málaga sólo hay dieciocho leguas! ¡Que no fuéramos a la península de
Kamtchatka!
Y no era lo peor no verla, sino que el aire severo y triste de la gentil señora me había
impuesto de tal modo, que no me atrevía a cosa ninguna...
-Gracias.
-Sí.
-No, señor.
-¡Oh!
-¡Pchis!
¿Por qué había subido aquella mujer en el primer relevo de tiro, y no desde Granada?
¿Era casada?
¿Era viuda?
¿Era...?
¿Y su tristeza? Qua de causa?
Sin ser indiscreto no podía hallar la solución de estas cuestiones, y la viajera me gustaba
demasiado para que yo corriese el riesgo de parecerle un hombre vulgar dirigiéndole necias
preguntas.
De día se habla con justificada libertad..., mientras que la conversación a oscuras tiene
algo de tacto, va derecha al bulto, es un abuso de confianza...
-¿Está usted indispuesta? -le pregunté una de las veces que se quejó.
-No, señor; gracias. Ruego a usted que se duerma descuidado... -respondió con seria
afabilidad.
-¡Dormirme! -exclamé.
Luego añadí:
-¡Oh!, no..., no padezco -murmuró blandamente, pero con un acento en que llegué a
percibir cierta amargura.
Amaneció, al fin...
Pero, ¡qué sello de dolor sobre su frente! ¡Qué lúgubre oscuridad en sus bellos ojos! ¡Qué
trágica expresión en todo su semblante! Algo muy triste había en el fondo de su alma.
Era una mujer a la moda, una elegante mujer, de porte distinguido, cuya menor palabra
dejaba traslucir una de esas reinas de la conversación y del buen gusto, que tienen por trono
una butaca de su gabinete, una carretela en el Prado o un palco en la Ópera; pero que callan
fuera de su elemento, o sea fuera del círculo de sus iguales.
Con la llegada del día se alegró algo la encantadora viajera, y ya consistiese en que mi
circunspección de toda la noche y la gravedad de mi fisonomía le inspirasen buena idea de mi
persona, ya en que quisiera recompensar al hombre a quien no había dejado dormir, fue el
caso que inició a su vez las cuestiones de ordenanza:
-¿Dónde va usted?
Almorzamos en Colmenar.
Excusado, es decir, que yo estuve enteramente consagrado a ella y que la atendí en la mesa
como a una persona real.
En la mesa habíamos hablado de Madrid, y hablar bien de Madrid a una madrileña que se
halla lejos de la corte, es la mejor de las recomendaciones.
«¡Ahora o nunca, Felipe! -me dije entonces-. Quedan ocho leguas... Abordemos la
cuestión amorosa...»
- III -
Catástrofe
¡Desventurado! No bien dije una palabra galante a la beldad, conocí que había puesto el
dedo sobre una herida...
Así me lo dijo una mirada indefinible que cortó la voz de mis labios.
-Gracias, señor, gracias -me dijo luego, al ver que cambiaba de conversación.
-¡Algo es menester que usted haga, si no se complace en el daño ajeno!... -repuse muy
seriamente-. La prueba es que aquí me tiene pesaroso de haberla conocido... ¡Ya que no feliz,
por lo menos yo vivía ayer en paz..., y ya soy desgraciado, puesto que la amo a usted sin
esperanza!
-Le queda a usted una satisfacción, amigo mío... -replicó ella sonriendo.
-¿Cuál?
-Que si no acojo su amor, no es por ser suyo, sino porque es amor. Puede usted, pues, estar
seguro de que ni hoy, ni mañana, ni nunca... obtendrá otro hombre la correspondencia que le
niego. ¡Yo no amaré jamás a nadie!
-¡Porque el corazón no quiere, porque no puede, porque no debe luchar más! ¡Porque he
amado hasta el delirio..., y he sido engañada! En fin, ¡porque aborrezco el amor!
Era el instante más oportuno para saber el nombre de aquella singularísima señora.
-Doy a usted mil gracias por las amables atenciones que le he merecido durante el viaje, y
le suplico que me dispense si le oculto mi nombre, en vez de darle uno fingido, que es con el
que aparezco en la hoja.
Dicho esto, la joven sonrió sin alegría, tendióme una mano con exquisita gracia, y
murmuró:
-Pida usted a Dios por mí.
Yo estreché su mano linda y delicada, y terminé con un saludo aquella escena, que
empezaba a hacerme mucho daño.
Subió ella al carruaje; saludóme de nuevo, y desapareció por la Puerta del Mar.
Sepamos dónde.
- IV -
Otro viaje
A las dos de la tarde del 1.º de noviembre de aquel mismo año caminaba yo sobre un mal
rocín de alquiler por el arrecife que conduce a ***, villa importante y cabeza de partido de la
provincia de Córdoba.
Dirigíame a *** con objeto de arrendar unas tierras y permanecer tres o cuatro semanas en
casa del Juez de Primera instancia, íntimo amigo mío, a quien conocí en la Universidad de
Granada cuando ambos estudiábamos Jurisprudencia, y donde simpatizamos, contrajimos
estrecha amistad y fuimos inseparables. Después no nos habíamos visto en siete años.
Sin embargo, aquel doble no tenía nada de casual y yo debí contar con él, en atención a ser
víspera del día de Difuntos.
Llegué, con todo, muy de mal humor a los brazos de mi amigo, que me aguardaba en las
afueras del pueblo.
-Hombre, seré franco... -le contesté-. Nunca he merecido, ni pienso merecer, que me
eleven arcos de triunfo; nunca he experimentado ese inmenso júbilo que llenará el corazón de
un grande hombre en el momento que un pueblo alborozado sale a recibirlo, mientras que las
campanas repican a vuelo; pero...
-¡Bravo, Felipe! -replicó el juez, a quien llamaremos Joaquín Zarco-. ¡Vienes muy a mi
gusto! Esa melancolía cuadra perfectamente a mi tristeza...
Cuando dos amigos que se quieren de verdad vuelven a verse después de larga separación,
parece como que resucitan todas las penas que no han llorado juntos.
-¡Diantre, amigo mío! -no pude menos de exclamar-. ¡Vives muy bien alojado!... ¡Qué
orden, qué gusto en todo! ¡Necio de mí!... Ya caigo... Te habrás casado...
-No me he casado... -respondió el juez con la voz un poco turbada-. ¡No me he casado, ni
me casaré nunca!...
-Que no te has casado, lo creo, supuesto que no me lo has escrito... ¡Y la cosa valía la pena
de ser contada! Pero eso de que no te casarás nunca, no me parece tan fácil ni tan creíble.
-¡Qué rara metamorfosis! -repuse yo-. Tú, tan partidario siempre del séptimo sacramento;
tú, que hace dos años me escribías aconsejándome que me casara, ¡salir ahora con esa
novedad!... Amigo mío, ¡a ti te ha sucedido algo, y algo muy penoso!
-¡A ti! -proseguí yo-. ¡Y vas a contármelo! Tú vives aquí solo, encerrado en la grave
circunspección que exige tu destino, sin un amigo a quien referir tus debilidades de mortal...
Pues bien; cuéntamelo todo, y veamos si puedo servirte de algo.
El juez me estrechó las manos diciendo:
-Sí..., sí... ¡Lo sabrás todo, amigo mío! ¡Soy muy desventurado!
-Vístete. Hoy va todo el pueblo a visitar el cementerio y parecería mal que yo faltase.
Vendrás conmigo. La tarde está buena y te conviene andar a pie para descansar del trote del
rocín. El cementerio se halla situado en medio de un hermoso campo, y no te disgustará el
paseo. Por el camino te contaré la historia que ha acibarado mi existencia, y verás si tengo o
no tengo motivos para renegar de las mujeres.
-V-
Memorias de un juez de primera instancia
Hace dos años que, estando de Promotor fiscal en ***, obtuve licencia para pasar un mes
en Sevilla.
En la fonda en que me hospedé vivía hacía algunas semanas cierta elegante y hermosísima
joven, que pasaba por viuda, cuya procedencia, así como el objeto que la retenía en Sevilla,
eran un misterio para los demás huéspedes.
Su soledad, su lujo, su falta de relaciones y el aire de tristeza que la envolvía, daban pie a
mil conjeturas; todo lo cual, unido a su incomparable belleza y a la inspiración y gusto con
que tocaba el piano y cantaba, no tardó en despertar en mi alma una invencible inclinación
hacia aquella mujer.
Sus habitaciones estaban exactamente encima de las mías; de modo que la oía cantar y
tocar, ir y venir, y hasta conocía cuándo se acostaba, cuándo se levantaba y cuándo pasaba la
noche en vela -cosa muy frecuente-. Aunque en lugar de comer en la mesa redonda se hacía
servir en su cuarto, y no iba nunca al teatro, tuve ocasión de saludarla varias veces, ora en la
escalera, ora en alguna tienda, ora de balcón a balcón, y al poco tiempo los dos estábamos
seguros del placer con que nos veíamos.
Quince días habían transcurrido de esta manera, cuando la fatalidad..., nada más que la
fatalidad..., me introdujo una noche en el cuarto de la desconocida.
Pasaron tres días, durante los cuales tampoco me atreví a aprovechar el amable
ofrecimiento de la bella cantora, aun a riesgo de pasar por descortés a sus ojos. ¡Y era que
estaba perdidamente enamorado de ella; era que conocía que en unos amores con aquella
mujer no podía haber término medio, sino delirio de dolor o delirio de ventura; era que le
temía, en fin, a la atmósfera de tristeza que la rodeaba!
Permanecí allí toda la velada: la joven me dijo llamarse Blanca y ser madrileña y viuda:
tocó el piano, cantó, hízome mil preguntas acerca de mi persona, profesión, estado, familia,
etc., y todas sus palabras y observaciones me complacieron y enajenaron... Mi alma fue desde
aquella noche esclava de la suya.
A la noche siguiente volví, y a la otra noche también, y después todas las noches y todos
los días.
Pero, hablando del amor habíale yo encarecido varias veces la importancia que daba a este
sentimiento, la vehemencia de mis ideas y pasiones, y todo lo que necesitaba mi corazón para
ser feliz.
Ella, por su parte, me había manifestado que pensaba del mismo modo.
-Yo -dijo una noche- me casé sin amor a mi marido. Poco tiempo después... lo odiaba. Hoy
ha muerto. ¡Sólo Dios sabe cuánto he sufrido! Yo comprendo el amor de esta suerte: es la
gloria o es el infierno. Y para mí, hasta ahora, ¡siempre ha sido el infierno!
Aquella noche no dormí.
¡Qué superstición la mía! Aquella mujer me daba miedo. ¿Llegaríamos a ser, yo su gloria
y ella mi infierno?
-¿Por qué me lo pregunta usted a mí? -repuso ella, cogiéndome una mano.
II
Pedí, pues, dos meses de licencia, me los concedieron... gracias a ti. ¡Nunca me hubieras
hecho aquel favor!
Mis relaciones con Blanca no fueron amor: fueron delirio, locura, fanatismo.
Los amores vulgares necesitan el miedo para alimentarse, para no decaer. Por eso se ha
dicho que toda relación ilegítima es más vehemente que el matrimonio. Pero un amor como el
nuestro hallaba recónditos pesares en su precario porvenir, en su inestabilidad, en su carencia
de lazos indisolubles...
Blanca me decía:
-Nunca esperé ser amada por un hombre como tú; y, después de ti, no veo amor ni dicha
posibles para mi corazón. Joaquín, un amor como el tuyo era la necesidad de mi vida: moría
ya sin él; sin él moriría mañana... Dime que nunca me olvidarás.
-¡Casémonos, Blanca! -respondía yo.
-¡Cuánto me amas! -replicaba ella-. Otro hombre en tu lugar rechazaría esa idea, si yo se la
propusiese. Tú, por el contrario...
-Yo, Blanca, estoy orgulloso de ti; quiero ostentarte a los ojos del mundo; quiero perder
toda zozobra acerca del tiempo que vendrá; quiero saber que eres mía para siempre. Además,
tú conoces mi carácter, sabes que nunca transijo en materias de honra... Pues bien; la sociedad
en que vivimos llama crimen a nuestra dicha... ¿Por qué no hemos de rendirnos al pie del
altar? ¡Te quiero pura, te quiero noble, te quiero santa! ¡Te amaré entonces más que hoy!...
¡Acepta mi mano!
Un día que yo peroré largo rato contra el adulterio y contra toda inmoralidad, Blanca se
conmovió extraordinariamente; lloró, me dio las gracias y repitió lo de costumbre:
-Blanca, yo te adoro.
-De mi esposa aceptaría esa oferta, haciendo todavía un sacrificio... Pero de ti...
-¡Sé mi esposa, Blanca! -fue mi única contestación-. Labremos la felicidad de ese ángel
que llama a las puertas de la vida.
-Seré tu esposa.
-Vete a tu Juzgado... ¿Cuánto tiempo tardarás en arreglar allí tus asuntos, solicitar del
Gobierno más licencia y volver a Sevilla?
-Un mes.
-Un mes... -repuso Blanca-. ¡Bien! Aquí te espero. Vuelve dentro de un mes y seré tu
esposa. Hoy somos 15 de abril... ¡El 15 de mayo, sin falta!
-¡Sin falta!
-¿Me lo juras?
-Te lo juro.
-Te lo juro.
-¿Me amas?
Llegué a ***.
Preparé mi casa para recibir a mi esposa; solicité y obtuve, como sabes, otro mes de
licencia, y arreglé todos mis asuntos con tal eficacia, que, al cabo de quince días, me vi en
libertad de volver a Sevilla.
Debo advertirte que durante aquel medio mes no recibí ni una sola carta de Blanca, a pesar
de haberle yo escrito seis. Esta circunstancia me tenía vivamente contrariado. Así fue que,
aunque sólo había transcurrido la mitad del plazo que mi amada me concediera, salí para
Sevilla, adonde llegué el día 30 de abril.
Blanca había desaparecido dos días después de mi partida, sin dejar razón del punto a que
se encaminaba.
Tres días nada más estuve en Sevilla, y el 4 de mayo me marché a la Corte, renunciando a
mi destino, para ver si mi familia y el bullicio del mundo me hacían olvidar a aquella mujer,
que sucesivamente había sido para mí la gloria y el infierno.
Por último, hace cosa de quince meses que tuve que aceptar el Juzgado de este otro pueblo,
donde, como has visto, no vivo muy contento que digamos; siendo lo peor de todo que, en
medio de mi aborrecimiento a Blanca, detesto mucho más a las demás mujeres... por la
sencilla razón de que no son ella...
Pocos segundos después de terminar mi amigo Zarco la relación de sus amores, llegamos
al cementerio.
El cementerio de *** no es otra cosa que un campo yermo y solitario, sembrado de cruces
de madera y rodeado por una tapia. Ni lápida ni sepulcros turban la monotonía de aquella
mansión. Allí descansan, en la fría tierra, pobres y ricos, grandes y plebeyos, nivelados por la
muerte.
En estos pobres cementerios, que tanto abundan en España y que son acaso los más
poéticos y los más propios de sus moradores, sucede con frecuencia que, para sepultar un
cuerpo, es menester exhumar otro, o, mejor dicho, que cada dos años se echa una nueva capa
de muertos sobre la tierra. Consiste esto en la pequeñez del recinto, y da por resultado que,
alrededor de cada nueva zanja, hay mil blancos despojos que de tiempo en tiempo son
conducidos al osario común.
Yo he visto más de una vez estos osarios... ¡Y en verdad que merecen ser vistos! Figuraos,
en un rincón del campo santo, una especie de pirámide de huesos, una colina de multiforme
marfil, un cerro de cráneos, fémures, canillas, húmeros, clavículas rotas, columnas espinales
desgranadas, dientes sembrados acá y allá, costillas que fueron armadura de corazones, dedos
diseminados..., y todo ello seco, frío, muerto, árido... ¡Figuraos, figuraos aquel horror!
Y ¡qué contactos! Los enemigos, los rivales, los esposos, los padres y sus hijos, están allí,
no sólo juntos, sino revueltos, mezclados por pedazos, como trillada mies, como rota paja... Y
¡qué desapacible ruido cuando un cráneo choca con otro, o cuando baja rodando desde la
cumbre por aquellas huecas astillas de antiguos hombres! Y ¡qué risa tan insultante tienen las
calaveras!
Andábamos Joaquín y yo dando sacrílegamente con el pie a tantos restos inanimados, ora
pensando en el día que otros pies hollarían nuestros despojos, ora atribuyendo a cada hueso
una historia; procurando hallar el secreto de la vida en aquellos cráneos donde acaso moró el
genio o bramó la pasión, y ya vacíos como celda de difunto fraile, o adivinando otras veces
(por la configuración, por la dureza y por la dentadura) si tal calavera perteneció a una mujer,
a un niño o a un anciano; cuando las miradas del juez quedaron fijas en uno de aquellos
globos de marfil...
-¿Qué es esto? -exclamó retrocediendo un poco-. ¿Qué es esto, amigo mío? ¿No es un
clavo?
Y así hablando daba vueltas con el bastón a un cráneo, bastante fresco todavía, que
conservaba algunos espesos mechones de pelo negro.
Miré y quede tan asombrado como mi amigo... ¡Aquella calavera estaba atravesada por un
clavo de hierro!
La chata cabeza de este clavo asomaba por la parte superior del hueso coronal, mientras
que la punta salía por el que fue cielo de la boca.
- VII -
Primeras diligencias
El sepulturero.- Pues entonces pertenece a un cadáver que, por estar ya algo pasado,
desenterré ayer para sepultar a una vieja que murió anteanoche.
El juez.- ¿Y por qué exhumó usted ese cadáver y no otro más antiguo?
El sepulturero.- Ya lo he dicho a vuestra señoría: para poner a la vieja en su lugar. ¡El
Ayuntamiento no quiere convencerse de que este cementerio es muy chico para tanta gente
como se muere ahora! ¡Así es que no se deja a los muertos secarse en la tierra, y tengo que
trasladarlos medio vivos al osario común!
En tanto que el sepulturero traía los fragmentos del ataúd, Zarco mandó a un alguacil que
envolviese el misterioso cráneo en un pañuelo, a fin de llevárselo a su casa.
Como esperábamos, encontráronse en una de ellas algunos jirones de galón dorado, que,
sujetos a la madera con tachuelas de metal, habrían formado letras y números...
No desmayó, con todo, mi amigo, sino que hizo arrancar completamente el galón, y por las
tachuelas, o por las punturas de otras que había habido en la tabla, recompuso las siguientes
cifras:
A. G. R.
1843
R. I. P.
-¡Es bastante! ¡Es demasiado! exclamó gozosamente-. ¡Asido de esta hebra, recorreré el
laberinto y lo descubriré todo!
Cargó el alguacil con la tabla, como había cargado con la calavera, y regresamos a la
población.
Cinco tiene la villa: a la cuarta que visitamos, halló el escribano esta partida de sepelio:
«En la iglesia parroquial de San..., de la villa de ***, a 4 de mayo de 1843, se hicieron los
oficios de funeral, conforme a entierro mayor, y se dio sepultura en el cementerio común a D.
ALFONSO GUTIÉRREZ DEL ROMERAL, natural y vecino que fue de esta población, el
cual no recibió los Santos Sacramentos ni testó, por haber muerto de apoplejía fulminante, en
la noche anterior, a la edad de treinta y un años. Estuvo casado con doña Gabriela Zahara
del Valle, natural de Madrid, y no deja hijos. Y para que conste, etc...»
Tomó Zarco un certificado de esta partida, autorizado por el cura, y regresamos a nuestra
casa.
-Todo lo veo claro. Antes de ocho días habrá terminado este proceso que tan oscuro se
presentaba hace dos horas. Ahí llevamos una apoplejía fulminante de hierro, que tiene cabeza
y punta, y que dio muerte repentina a un don Alfonso Gutiérrez del Romeral. Es decir:
tenemos el clavo... Ahora sólo me falta encontrar el martillo.