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Investigación Política, Coyuntura y Prospectiva Lobato García Sofía

Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift

De un modo u otro, sabía que mi destino era viajar. Llámenle «destino» o simple intuición,
pero algo en mí lo sabía. Y por favor, no me malentiendan, no veo nada de malo en las
ciencias médicas o matemáticas, pero sencillamente no eran para mí. Esto no quiere decir
que desprecie los rituales de la vida cotidiana, como casarme o tener hijos. Ambas cosas
formaron parte de mi historia, a su tiempo, claro, pero sin dejar de lado una latente realidad:
el mar me llamaba.

Así fue como el cuatro de mayo de 1699 subí a bordo del Antelope, sin saber que no volvería
a medir el mundo con la misma regla. Todo empezó con el fin del primer viaje, pues el navío
en el que pensaba arribar a Oriente fue víctima de la tempestad misma del océano, y sin saber
qué fue de mis compañeros, sólo supe que tenía que llegar a tierra, con o sin el bote que
habíamos alcanzado a bajar del barco. Ya en tierra firme, observé que el sol se había puesto
cuando, cansado como nunca antes, me recosté para retomar el aliento y debí haber caído
dormido.

Lo siguiente que recuerdo es amanecer con el cuerpo abatido, pero la mente inquieta: ¿eran
cucarachas lo que me recorría el cuerpo? ¿O ratas? O peor aún, ¿peces? ¿Me había quedado
dormido en el mar? A todo lo anterior, la respuesta es no. Se trataba de un numeroso grupo
de personitas, apenas un poco más grandes que una copa de vino, que me habían inmovilizado
completamente y me imposibilitaban levantarme siquiera.

No sé de qué clase de creación divina provenga este pequeño reino, pero existe, y es por ello
por lo que mi sentido de humanidad me prohibió actuar de manera violenta. El gran Thomas
Hobbes ya decía que ese sería mi estado de naturaleza, atacar y luego preguntar para asegurar
mi supervivencia, pero no creo que sus palabras aplicaran cuando el enemigo midiera una
veinteava parte de tu tamaño.

Entre que me movieron hacia terrenos más poblados, me di cuenta de que me llevaban hacia
una personita más alta que los demás, mejor vestido y de porte aún más espléndido. Este
individuo, sin duda, tenía que ser una especie de príncipe o emperador que, al parecer, reinaba
sobre Liliput y los liliputienses.
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Más allá de los rasgos que podría describir a detalle de las construcciones y costumbres de
los habitantes de la isla, me centraré en narrar que, teniendo que actuar como gigantesco
bufón para Su Majestad en todos los sentidos posibles, logré que me asignaran una serie de
tutores para hacerme entender, pedir comida y bebida, conseguir ropa y un techo más o menos
cómodo, dadas las circunstancias.

Así, de a poco, pude agradarle lo suficiente al regente de Liliput, y me concedió una especie
de Ley que contenía los artículos de mi libertad condicionada: nueve puntos que debían ser
cumplidos por ambas partes, donde los liliputienses me alimentarían, no me lanzarían flechas
(ni de las normales ni de las envenenadas), a cambio de la promesa (obvia, según mis
principios) de no aplastar a nadie… Más que a los enemigos del rey.

Resulta que, tal como pasa en Irlanda, Francia, Inglaterra y en el resto del mundo civilizado,
las diferencias de opiniones provocan rupturas en la constitución de los pueblos sin importar
su tamaño. Tal vez nosotros (yo especialmente cuando me enteré) veamos los extremos de
opiniones de esta isla como algo sin sentido, pues su discrepancia radica en la forma en que
los huevos deben cascarse. Mejor dicho, en la interpretación del texto sagrado de Liliput que
indica cómo se deberían cascar los huevos, de donde algunos leen que deben abrirse por el
extremo más ancho, y otros lo entienden como el más angosto, desatando una serie de dilemas
ontológicos, filosóficos e ideológicos que han terminado en una guerra intermitente entre los
reinos de Blefuscu y Liliput.

Entendido lo anterior, y sin juzgar a estos pequeños reinos, pues pecan de tanta humanidad
como aquellos de tallas más grandes, el emperador de Liliput me convirtió en su mejor arma
contra el reino de Blefuscu, los anchoextremistas, de quienes confisqué todas sus naves y
asusté (seguramente) como nunca antes en su vida. Quise ver estas acciones desde el punto
de vista de que evité una guerra mayor, porque poco tiempo después, el gobernante de
Blefuscu estableció términos de paz con el emperador liliputiense, pero creo que ese fue el
último gesto pacífico que le vi hacer.

Algo me quedó claro: las diferencias políticas que tenemos los humanos y que convertimos
en cizañas, chismes, exclusiones, destierros y -hasta- muertes, son las mismas que habitaban
en Liliput. Varios integrantes del gabinete del emperador le convencieron de la carga que yo
representaba en el reino, a pesar de haberles traído las naves de Blefuscu y de ayudar en tarea
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de exploración y obtención de recursos a lo largo y ancho de la isla. De cualquier manera,


sin importar la variedad de opiniones positivas y negativas hacia mi persona, se acordó que
mis ojos debían serme arrancados y que debía ser abandonado para morir de hambre.

No sólo agradecí infinitamente al pajarito que me dio aviso de esto, sino que decidí actuar.
¿Cómo iba a poder traicionar las hospitalidades que me había ofrecido el emperador desde el
principio? Pero era obvio que ya no le era útil, o que alguien le había convencido de ello, y
entonces, ¿no debía voltear la ecuación y verle como el poco útil? No había sobrevivido a la
tormenta de hace meses para morir de hambre en la selva, ciego y a manos de los liliputienses.
No. Yo tenía que volver.

Entonces, haciendo uso de un permiso que tenía del emperador para visitar por unos días el
reino de Blefuscu, decidí quedarme ahí en calidad de refugiado, y esperar que los habitantes
de dicho territorio no me atacaran y regresaran a Liliput. Adelantaré un poco los hechos, y
contaré que no fue así.

De hecho, el fin de mi travesía de nueve meses y trece días en los pequeños reinos terminaría
con el alegre reencuentro del bote que perdí el día de mi naufragio. De manera calmada
convencí al rey de Blefuscu de ayudarme a reparar mi único modo de volver a mi tierra y a
mi vida anterior, asegurando nunca volver y quitando, así, el riesgo de ser el bufón gigante y
arma aplastante (y mortal) de sus enemigos estrechoextremistas.

Así, una luna (lo que entendemos por un mes), mi embarcación estuvo lista, equipada con
tantos suministros como pudieron darme los anchoextremistas, y justo antes de que el
emperador de Liliput mandara por mis ojos, salí de la isla. Unos días después me crucé con
Peter Williams, un compañero de aventuras marítimas previas, quien hizo posible que
regresara al mundo que conocía, con personas igual de tercas sobre qué lado es mejor para
cascar un huevo, pero al menos son personas de mi talla. No espero que me crean, pero
tampoco espero justificarme. El periodo vivido en Liliput fue tan sólo uno de los muchos
viajes que me enriquecieron a lo lardo de mi vida, que tal vez contaré en otra ocasión.

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