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Lo que te pertenece

GARTH GREENWELL

Traducción de
Javier Calvo
autobusesde la línea 76 son viejos y están en mal es—
cado,y el que al fin paró a la mañana siguiente presentaba
que todos los demás,cuadrado
elmismoaspecto y pintado
deun verde metálico mate. Era un autobús doble, con los
doscompartimentosunidos por un enorme gozne en el
centro,en torno al cual una membrana de plásticoa modo
deacordeón se tensaba y destensaba cada vez que las dos
mitadesforcejeaban la una contra la otra sobre las calles
llenasde baches. El plástico estaba desgarrado en algunas
partes,dejaba entrar ráfagas de un aire dolorosamente frío
queaun así no conseguía mitigar el calor sofocante. La mía
erauna de las primeras paradas de la ruta, de modo que
pudesentarme,y limpié la ventanilla con la manga, des-
pejandoun semicírculo en la condensación que volvió a
empañarsecasi de inmediato. En cada parada se subían
másviajerosy solo se bajaban unos pocos; al llegar a Tsari-
gradskoShose, el bulevar que llevaba al centro, el autobús
yaiballeno,y una anciana robusta ocupó el asiento contiguo
almío.En aquel espacio ahora más reducido renuncié a
Intentarmantener despejada la ventanilla, dejando que se
empañarapor completo, y desvié mi atención al interior.
Lospasillosse estaban llenando, así como el hueco abier-
to alrededor de las máquinas para marcar los billetes, a solo
unao dos filas
de mi asiento, y también el espacio más am-
plioun
poco más allá donde se juntaban las dos mitades
delautobús,
una plataforma circular que cubría el suelo
sobre la bisagra o juntura que las unía. Era un sitio donde
resultaba dificil viajar; la gente mayor lo evitaba, pese a que
había una barandilla para lidiar con el movimiento barn_
boleante que a veces,dependiendo del humor del conduc_
tor, podía ser bastante violento. Me acordé de una tarde del
otoño anterior, justo después de acabar las clases y por tanto
antes de la hora punta vespertina, en que me quedé miran_
do a un grupo de estudiantesvarones que por turnosse
plantaban allí sin sujetarse a la barandilla, doblando las ro-
dillas y estirando los brazos en pose de surflstas, riéndose
cada vez que perdían el equilibrio. Ahora no había nadie
de humor para eso; los hombres se agarraban a la barandilla
con una hosquedad de lunes por la mañana. A medida que
subía más gente empezó a hacer más calor en el autobús,y
el aire adquirió un olor invernal al que ya me había acos-
tumbrado, a lana húmeda, cigarrillos e, incluso a aquella
hora temprana, cerveza.
Había empezado a sudar, y miré el pestillo de la parte
superior de la ventanilla, deseando poder alargar el brazo y
bajarla. Pero no me atreví; todo el mundo se habría moles-
tado, la gente de aquí está convencida de que la más míni-
ma corriente de aire puede matarte.Justo delante de mí
había un hombre de pie, apoyado en la ventanilla, que se
movía ligeramente, no solo con el vaivén del autobús sino
con un movimiento propio, desplazando su peso hacia de-
lante y luego hacia atrás, restregando su abrigo contra la
ventanilla.Fue mientras se inclinaba hacia delante cuan-
do vi una mosca en el panel de cristal detrás de él. Estaba
inmóvil, tal vez aturdida por el frío de la superficie, una mos-
ca común que debía de haber entrado en el autobús proce-
dente del interior caldeadode un apartamento y transporta-
da al calor de la ropa de algún pasajero.En verano es habitual
que haya moscas en los autobuses, claro, son un incordiO
glbante,pero esta parecía especial; debía de haber «obre-
N
a todo tipo de adversidades para llegar hasta allí, tan
onzado el invierno. Se mantenía pegada a la ventanilla
J traqueteo del autobús, ha.staque por fin realizó un
ese
al
movimiento ascendente,como un paso explo-
atorio por el cristal. Cuando el hombre se reclinó hacia
atrás,volviendo a cubrirla con su abrigo, estuve a punto de
gritarleque se detuviera. Esperé verla resurgir, incapaz de
apartarlos ojos del sitio donde la había visto por última vez.
Mehabía olvidado del calor asfixiante y la tristeza general
deltrayecto en mi preocupación por aquella criatura y en
elalivioque me produjo, después de que el hombre volvie-
raa cambiar de postura, verla todavía intacta. Durante los
minutossiguientes observé cómo el hombre se inclinaba
haciadelante y hacia atrás y la mosca aparecía y desaparecía.
Casicada vez que el abrigo se apartaba,la mosca subía un
pocomás hacia el punto donde el hombro del hombre
tocabael cristal; No lo hagas,le dije por lo bajo, vas por el
malcamino. Era ridículo preocuparse tanto, lo sabía,no era
másque una mosca, por qué debería importarme; pero me
Importaba,al menos mientras la estuviera mirando. Preo-
cuparse no es más que eso, pensé, no es más que mirar algo
durante el tiempo suficiente, ¿por qué debería ser una cues-
tión de escala? Al principio me pareció un pensamiento
mirar las cosas, o
OPtimista,pero resulta que nos cuesta
mirar muchas a la vez y,
mirarlas de verdad, y no podemos
apartar la vista.
Por otro lado, es muy fácil
En el centro, en Orlov Most, el Puente del Aguila, el
fin se vació un poco, se había bajado aproxi-
aUtobúspor pasajerosy ahora subían mu-
madamente la mitad de los
mujer que tenía al lado se levantÓ, para mi
chos menos. La
hombre que se apoyaba contra el cristal también
alivio,y el con los otros para escapar al
se marchÓ, saliendo junto
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exterior. Busqué ansiosamente la mosca con la mirada
como no vi ni rastro de ella me levanté,antes de que
bieran los nuevos pasajeros,y examiné el suelo para versi
se había caído. Pero allí tampoco estaba, así que volvía
sentarme, desconcertado. Solo quedaban unas pocasparas
das antes de entrar en Gotse Delchev y girar hacia lascalles
residenciales, y como no conocía la ruta me cambié de sitio
para estar cerca de la puerta y poder asomarme para leerlos
nombres de las paradas por las que pasábamos. Pero no

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