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Los novios

Abril 20, 2021


Divertimento de pandemia

¿Lo puedes creer?


Fue para la boda de Chelita en agosto de 1972. ¿Te acuerdas?
Sí… ¡se las mandó la tía Celia! Tan buena ella, tan amable, tan
rica…
¡Tan cursi!
De verdad yo esperaba mucho más de ella, pero nada.
Mandó una escultura que representa a unos novios que se miran
extasiados, como escapados de una escena final de novela de Corín
Tellado: ella con vestido blanco, largo, el torso entallado y aparentemente
bordado con primor, falda de tafeta de seda que marca sensualmente su
contorno, manga tres cuartos y unos guantes, cortos que apenas le rosan las
muñecas. La novia tiene un cuello largo que destaca en el escote amplio y
oval; rubia dorada, pelo recogido de donde cuelga discreto, en la parte baja,
un velo que baja en capas. Seguro tiene dientes de perlas, ojos de turquesas,
labios de coral o rubí y todo eso que les pone Corín a sus ellas. Él tiene un
impecable frac de saco negro, con pantalón y chaleco gris pálido, camisa,
blanca, corbata clara y flor, tal vez una camelia, en el ojal. El novio es
guapo, guapísimo y con cara del bueno de la novela que logró conquistar a
la bella que vivía recluida en el castillo de un feudo gales, encerrada y
asustada por una mala experiencia infantil, (misma que Corín jamás
explicaría, no hay que hablar de cosas tristes o feas ¿para qué?). La figura
también podría servir para la escena final de Cenicienta y el príncipe Feliz:
engalanados y porcelanizados (forever and ever) posan, con esa mirada de
corderillos, bajo un arco de contrapunto que simula cantera; a un lado de
ella hay dos pedestales y al lado de él, uno, con canastas refinadas con
arreglos de flores perfectos: son puras margaritas.
¿Cómo ves?
Además, un día antes de la boda de mi hija, la tía Celia nos contó,
después de tres o cuatro tazas de té y unos trece pastelillos que yo tenía
para el almuerzo con mis futuros consuegros, la odisea de “mi
adecuadísimo regalo”, obvio, sus palabras. Y dijo:
Es el perfecto regalo, ¿a poco no? Y fue un milagro. No teníamos la
menor intención de visitar la Ciudad de la Porcelana. En ese viaje íbamos
de Barcelona rumbo a Valencia, nos perdimos un poco y paramos a tomar
un café en uno de eso sitos horrendo de carretera, cerca de Tavernes
Blanques. Valió la pena. Ya sabes que tengo un oído maravilloso y atrás de
nosotros había dos hombres elegantes hablando de la porcelana. Me dio
curiosidad y puse atención.
“Eso es lo que somos, un gran pueblo que aspira ser más, mejor si se
sienten cerca de lo aristocrático…Claro, no están dispuestos a invertir en
una pieza tan cara como las de Sévres, pero ofrezcámosles esta porcelana
española que es hermosa, mucho más barata, y se sentirán parientes de
Madame de Pompadour. Será un gran negocio.”
Entendí que venían de una entrevista de negocios o algo así y seguro
les salió muy bien ya que uno hablaba de las muchas tiendas que podrían
por todo Estados Unidos. El otro recalcó, “Los adornos de porcelana ya no
serán solo para aristócratas después de los Lladró, y ese es nuestro gran
mercado.
A mi también me encanta lo aristocrático, ustedes saben, así que no
pude más y me acerqué a preguntarles la dirección de ese lugar.
Mi interrupción los dejó mudos y confundidos, como si les hubiera
hablado un extraterrestre o en legua totonaca… ¡son tan raros los
americanos! Venga, les dije, solo quiero ir a ver ese lugar que los
impresionó tanto.
Todavía confundidos dijeron que no sabían si estaba abierto al
público, pero que mejor le preguntara a la mesera que parecía ser gente
local.
Eso hice, y ella sí, amable y risueña, me dijo que era la fábrica de
Lladró y que sí tenía una sala de exhibición preciosa.
En un minuto estuvimos ahí. Al llegar, un joven muy guapo, con un
look entre español y árabe, nos recibió muy atento y nos dio mucha
información escrita y preguntó sí teníamos tiempo para una corta charla
sobre Lladró. Julio, alzó los ojitos al cielo, ya sabes como son los hombres,
le urgía llegar a comer rico en Valencia. Para, le dije, llevamos 28 días
haciendo lo que tú quieres, ahora me toca a mi. Y dulcemente lo empuje a
seguir al chico. Nos pasó a un pequeño museo y nos ofrecieron unas copas
de cava. Uff, me sentí tan feliz… como una reina.
El joven guapetón nos narró la historia de los hermanos Lladró, tres,
José, Juan y Vicente quienes a nivel familiar y en casa, comenzaron, casi
niños, con el oficio que aprendieron en una fábrica de azulejos. Impulsados
por una madre decidida, estudiaron en las tardes y pronto inició el negocio
que hoy formó esta Ciudad de la Porcelana. Era un éxtasis escucharlo
mientras admirábamos piezas preciosas, pequeñitas y enormes, aunque
confieso que no me acuerdo de mucho ni puse mucha atención a la
explicación ya que nos rellenaron las copas de cava varias veces. Pero eso
sí, al terminar, nos llevó a la tienda y compré tanto que no sé ni que
compré. Y no sé porque ellos te lo mandan desde allá por barco. Les cuento
esto porque la pieza de Chelita no iba a llegar a tiempo, antes de la boda, y
así comenzó mi odisea: ¡la traje cargando! Es tan delicada… Todavía
fuimos a recorrer el sur de España y yo con mi escultura en el regazo… Es
más, hasta en el avión de regreso la tuve en mis brazos y me dio un susto
porque me quedé dormida y la suerte quiso que una azafata la pescara justo
cuando se me resbaló… Uff, que suerte para Chelita y su marido.

El día de la boda puse la escultura de los novios en una mesa de la entrada,


a un lado del guardarropas con la intención de que un coletazo de abrigo de
zorro la hiciera trisas… La vio la tía Celia y lloró de gusto al ser tan
distinguido su regalo y estar presente ese importante día.
Desde que nacieron mis nietos la puse en su buró y siguió viva hasta que se
fueron a estudiar al extranjero…
Así que reinita, cálmate, no me tienes que pagar nada. Que no supiste
ni qué era, solo que algo se atoró en tu bolsa de macramé… Bendito sea el
cielo. Nunca me gustó la famosa escultura de los novios de Lladró.

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