Fue para la boda de Chelita en agosto de 1972. ¿Te acuerdas? Sí… ¡se las mandó la tía Celia! Tan buena ella, tan amable, tan rica… ¡Tan cursi! De verdad yo esperaba mucho más de ella, pero nada. Mandó una escultura que representa a unos novios que se miran extasiados, como escapados de una escena final de novela de Corín Tellado: ella con vestido blanco, largo, el torso entallado y aparentemente bordado con primor, falda de tafeta de seda que marca sensualmente su contorno, manga tres cuartos y unos guantes, cortos que apenas le rosan las muñecas. La novia tiene un cuello largo que destaca en el escote amplio y oval; rubia dorada, pelo recogido de donde cuelga discreto, en la parte baja, un velo que baja en capas. Seguro tiene dientes de perlas, ojos de turquesas, labios de coral o rubí y todo eso que les pone Corín a sus ellas. Él tiene un impecable frac de saco negro, con pantalón y chaleco gris pálido, camisa, blanca, corbata clara y flor, tal vez una camelia, en el ojal. El novio es guapo, guapísimo y con cara del bueno de la novela que logró conquistar a la bella que vivía recluida en el castillo de un feudo gales, encerrada y asustada por una mala experiencia infantil, (misma que Corín jamás explicaría, no hay que hablar de cosas tristes o feas ¿para qué?). La figura también podría servir para la escena final de Cenicienta y el príncipe Feliz: engalanados y porcelanizados (forever and ever) posan, con esa mirada de corderillos, bajo un arco de contrapunto que simula cantera; a un lado de ella hay dos pedestales y al lado de él, uno, con canastas refinadas con arreglos de flores perfectos: son puras margaritas. ¿Cómo ves? Además, un día antes de la boda de mi hija, la tía Celia nos contó, después de tres o cuatro tazas de té y unos trece pastelillos que yo tenía para el almuerzo con mis futuros consuegros, la odisea de “mi adecuadísimo regalo”, obvio, sus palabras. Y dijo: Es el perfecto regalo, ¿a poco no? Y fue un milagro. No teníamos la menor intención de visitar la Ciudad de la Porcelana. En ese viaje íbamos de Barcelona rumbo a Valencia, nos perdimos un poco y paramos a tomar un café en uno de eso sitos horrendo de carretera, cerca de Tavernes Blanques. Valió la pena. Ya sabes que tengo un oído maravilloso y atrás de nosotros había dos hombres elegantes hablando de la porcelana. Me dio curiosidad y puse atención. “Eso es lo que somos, un gran pueblo que aspira ser más, mejor si se sienten cerca de lo aristocrático…Claro, no están dispuestos a invertir en una pieza tan cara como las de Sévres, pero ofrezcámosles esta porcelana española que es hermosa, mucho más barata, y se sentirán parientes de Madame de Pompadour. Será un gran negocio.” Entendí que venían de una entrevista de negocios o algo así y seguro les salió muy bien ya que uno hablaba de las muchas tiendas que podrían por todo Estados Unidos. El otro recalcó, “Los adornos de porcelana ya no serán solo para aristócratas después de los Lladró, y ese es nuestro gran mercado. A mi también me encanta lo aristocrático, ustedes saben, así que no pude más y me acerqué a preguntarles la dirección de ese lugar. Mi interrupción los dejó mudos y confundidos, como si les hubiera hablado un extraterrestre o en legua totonaca… ¡son tan raros los americanos! Venga, les dije, solo quiero ir a ver ese lugar que los impresionó tanto. Todavía confundidos dijeron que no sabían si estaba abierto al público, pero que mejor le preguntara a la mesera que parecía ser gente local. Eso hice, y ella sí, amable y risueña, me dijo que era la fábrica de Lladró y que sí tenía una sala de exhibición preciosa. En un minuto estuvimos ahí. Al llegar, un joven muy guapo, con un look entre español y árabe, nos recibió muy atento y nos dio mucha información escrita y preguntó sí teníamos tiempo para una corta charla sobre Lladró. Julio, alzó los ojitos al cielo, ya sabes como son los hombres, le urgía llegar a comer rico en Valencia. Para, le dije, llevamos 28 días haciendo lo que tú quieres, ahora me toca a mi. Y dulcemente lo empuje a seguir al chico. Nos pasó a un pequeño museo y nos ofrecieron unas copas de cava. Uff, me sentí tan feliz… como una reina. El joven guapetón nos narró la historia de los hermanos Lladró, tres, José, Juan y Vicente quienes a nivel familiar y en casa, comenzaron, casi niños, con el oficio que aprendieron en una fábrica de azulejos. Impulsados por una madre decidida, estudiaron en las tardes y pronto inició el negocio que hoy formó esta Ciudad de la Porcelana. Era un éxtasis escucharlo mientras admirábamos piezas preciosas, pequeñitas y enormes, aunque confieso que no me acuerdo de mucho ni puse mucha atención a la explicación ya que nos rellenaron las copas de cava varias veces. Pero eso sí, al terminar, nos llevó a la tienda y compré tanto que no sé ni que compré. Y no sé porque ellos te lo mandan desde allá por barco. Les cuento esto porque la pieza de Chelita no iba a llegar a tiempo, antes de la boda, y así comenzó mi odisea: ¡la traje cargando! Es tan delicada… Todavía fuimos a recorrer el sur de España y yo con mi escultura en el regazo… Es más, hasta en el avión de regreso la tuve en mis brazos y me dio un susto porque me quedé dormida y la suerte quiso que una azafata la pescara justo cuando se me resbaló… Uff, que suerte para Chelita y su marido.
El día de la boda puse la escultura de los novios en una mesa de la entrada,
a un lado del guardarropas con la intención de que un coletazo de abrigo de zorro la hiciera trisas… La vio la tía Celia y lloró de gusto al ser tan distinguido su regalo y estar presente ese importante día. Desde que nacieron mis nietos la puse en su buró y siguió viva hasta que se fueron a estudiar al extranjero… Así que reinita, cálmate, no me tienes que pagar nada. Que no supiste ni qué era, solo que algo se atoró en tu bolsa de macramé… Bendito sea el cielo. Nunca me gustó la famosa escultura de los novios de Lladró.