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El mono y el yacaré.

Cuentan los guaraníes que hace mucho, pero muchísimo tiempo, cuando el mundo
estaba recién hecho y la selva crecía por todas partes, había un hombre con un hijo
jovencito que se llamaba Caí. Era un muchacho menudo y parecía que no se quedaba
quieto ni cuando dormía. Estaba siempre muerto de risa, era simpático y bromista, pero
bastante cabeza hueca, distraído y a veces imprudente. Esto preocupaba al padre, que
era un tipo serio, pensativo y responsable.
Un día, el hombre llamó a Caí y le dijo: -Yo tengo que hacer, hijo, así que hoy vas a ir a
revisar las trampas que puse y ver si cayó algún animal para comer. Pero escucha bien:
anda por el caminito que sale del pueblo, pero cuando encuentres un tronco atravesado,
no sigas, porque más allá pasan cosas raras y peligrosas. ¡Acordate y no hagas macanas!
Poniendo cara de aburrido, Caí le dijo: -¡Sí, papá! Voy a hacer caso, papá. ¡Me voy,
papá! Salió corriendo, se metió en el senderito que iba entre los árboles y fue revisando
las trampas. Estaban vacías. Al rato, llegó al tronco caído que le cortaba el paso.
-Yo sigo -dijo-. ¿Qué puede a pasar? ¡Este papá, siempre preocupado por todo!
Caí saltó el tronco. Del otro lado el camino estaba lleno de pisadas. Se agachó para
verlas mejor y dijo: -Mmm... por acá han pasado pecaríes. El pécari es un chancho
salvaje, y Caí tenía razón: había huellas de muchos de estos animales, que se metían en
la selva. Así que decidió seguirlas. Caminaba rápido, sin levantar la vista del suelo, y
pensaba: "¡Ja! Voy a volver a casa con un pécari gordo para la cena. ¡Ja! Todos me van
a felicitar. ¡Ja! Y ya va a ver papá que...". Y ahí paró de pensar porque al dar vuelta a un
árbol muy grueso, pegó la cara contra algo grande. Grande y peludo. Peludo y con un
olor que volteaba.
-¡Grunf! -hizo la cosa grande, peluda y olorosa, y se dio vuelta. Era un pécari, pero
enorme, tan enorme que le puso el hocico contra la nariz a Caí.
-¿Quién es el atrevido que se lleva por delante al jefe de los pecaríes? -dijo con una voz
carrasposa mientras hacía retroceder al muchacho, empujándolo con la trompa hasta
dejarlo de espaldas contra un árbol. -Yo... soy Caí, un chico nomás... y...
-¡¿Y por qué andas molestando acá?! -le gritó el otro en la cara.
-Buscaba pe... -dijo Caí, nervioso, y se dio cuenta de que estaba por decir "pecaríes", así
que siguió:
-Pe... seos. Paseos, digo. Quería Pasear.
-Bueno, ahora sí que vas a pasear. Seguime -mandó el jefe de los pecaríes.
-Otro día, cómo no -le contestó Caí-. Pero ahora tengo que volver a casa y... -¡Y a mí
qué! -bufó el chancho, y le enseñó los colmillos. Caí no tuvo más remedio que hacerle
caso. Caminaron un rato y entre unas palmeras apareció una manada de pecaríes, que
corrieron a saludar al grandote con gruñidos de alegría.
-¡Hija! ¿Dónde estás? -dijo el jefe. Y cuando una hembrita se abrió paso entre los
demás, él le explicó:
-Este es Caí. Va a ser tu novio y te vas a casar con él.
-¿Eh? Yo, señor, mire, todavía soy joven y no pensaba... -dijo Caí.
-¿Cómo, cómo? -se sulfuró el otro-. ¿No te gusta esta belleza de hija mía? ¿Nos estás
despreciando a mí y a ella?
-¡No, no, para nada, al contrario, estoy muy contento y la voy a hacer muy feliz! -se
apuró a decir Caí, asustadísimo.
-¡Ah! Bueno, más vale así. Y ahora, mi yerno, nos vas a ayudar mucho. Para empezar,
huelo que allá arriba de las palmeras hay unos ricos coquitos, pero están altísimos. Así
que te vas a subir y nos los vas a tirar para que comamos.
Caí, ágil como era, se subió en un momento a una palmera y después a otra y otra más,
para darles el gusto a los chanchos.

A la disparada

Los pecaríes se fueron por la selva, cada vez más lejos, y siempre que encontraban un
árbol con fruta, hacían que el muchacho trepara para bajárselas. Cuando llegó la noche,
estaba agotado.
-¿Así me voy a pasar la vida? -pensaba-. ¡Para colmo, estos no se llenan más! ¡Yo me
escapo apenas pueda!
Los animales se acostaron a dormir, y él quedó apretujado entre la novia y uno de los
hermanos. Al rato, empezaron a roncar, pero Caí levantó la cabeza y vio que el jefe de
los pecaríes estaba de guardia, tirado en el piso con los ojos bien abiertos. Esperó y
esperó. Ya amanecía cuando unos ronquidos fuertísimos le avisaron que el grandulón se
había dormido. Entonces él se paró despacito, sacándose de encima una pezuña que lo
abrazaba y separándose con cuidado de los cuerpos peludos. Después, en puntas de pie
se empezó a ir, esquivando chanchos dormidos y con el corazón palpitando como loco.
Ya se alejaba, pero pisó una rama que hizo ¡crac! y el jefe levantó la cabeza.
-¡Se escapa! -gritó. Todos los otros se pararon de un salto y, después de un momento de
dar vueltas, confundidos por el sueño, vieron a Caí y corrieron hacia él.
Los pecaríes eran rápidos y casi lo alcanzaron, pero el muchacho se subió a un árbol.
Desde arriba, les hizo burla. No fue una buena idea, porque los chanchos se pusieron
furiosos y empezaron a sacudir el tronco entre todos. Arriba, Caí se agarraba como
podía, pero se dio cuenta de que lo iban a hacer caer. Entonces, pidió ayuda a Ñanderú,
el dios que está en el cielo. Y Ñanderú lo escuchó. De pronto al muchacho empezaron a
crecerle pelos y una cola larga y se convirtió en un mono, el primero que hubo sobre la
Tierra (por eso, ahora la gente le dice “caí” a un tipo de monos de la selva).
Como así era mucho más ágil que antes, Caí dio un salto impresionante y se pasó a otro
árbol y de ese a otro y a otro y a otro más. Los pecaríes quedaban abajo y atrás, pero
igual oía los gritos del jefe, que decía:
-¡Ahí lo olfateo! ¡Va para allá! -y todos lo corrían. Caí se divertía saltando entre los
árboles, hasta que se le acabaron, porque había llegado a un río muy ancho.
-¡Soné! -dijo-. Ahora llegan y tiran abajo este último árbol. Tengo que cruzar el río. Se
bajó y llegó a la orilla, muy decidido, pero en ese momento se acordó:
-¿Qué estoy haciendo? ¡Si yo no sé nadar!
Entonces, pasó nadando una tortuga y él le pidió:
-¡Tortuga, crúzame a la otra orilla! -Soy muy chica, nos vamos a hundir -dijo la otra y
siguió de largo. Pasó nadando un pato: -¡Pato, crúzame a la otra orilla!
-Soy muy chico, nos vamos a hundir -dijo el otro y siguió de largo.
Ya se oía a los pecaríes que venían corriendo, cuando pasó nadando un yacaré con sus
hijitos.
-jYacaré, crúzame a la otra orilla! -le pidió. El otro ni le contestó.
-¡Adiós, señor de piel suave y ojos que brillan como estrellas! -probó Caí.
-¿Cómo? -preguntó el yacaré, que nunca había escuchado que le dijeran algo así.
-¡Señor de piel suave y ojos que brillan como estrellas! -repitió.
-¿De dónde sacaste eso? -quiso saber el dientudo, acercándose a la orilla.
-Lo dicen todas las chicas de mi pueblo -inventó el mono.
-No te creo -dijo el otro. Pero quería creer, porque salió del agua. Los yacarecitos
también, y, sin hacer caso de la charla, fueron a lamerle las patas a Caí.
-¡Papá, parece rico! -le dijeron.
-¡Cállense, que estamos hablando los grandes! -contestó el yacaré, y siguió
preguntando:
-¿Qué es lo que dicen las chicas?
-Ando apurado, pero si me haces pasar al otro lado, te cuento bien.
-Vení que te llevo -dijo el otro. Caí se le subió al lomo y el yacaré empezó a nadar.
Justo cuando se iban, llegaron los pecaríes a la orilla. Caí les hizo morisquetas desde
lejos y se rió al verlos tan enojados. La risa se le fue cuando los yacarecitos volvieron a
lamerlo y empezaron a cargosear al padre:
-¡Papá, parece rico! ¡Papá, parece rico! -insistían.
-Déjenme hablar con su papá, chicos -dijo el mono, preocupado de que el yacaré les
hiciera caso. -¡Eso, contame che! ¡Y ustedes, déjense de embromar! -intervino el padre.
-Bueno, las chicas suspiran y dicen: "¡Ay, qué lindo es ese señor de piel suave y ojos
que brillan como estrellas!". El yacaré sonrió y nadó con ganas. Pero al rato quiso
escucharlo de nuevo: -¿Cómo era que decían?
-¡Ay, qué lindo que es ese señor de piel suave y ojos que brillan como estrellas! -¿Y
suspiran, che? -Y, suspiran, sí. Suspiran mucho.
El yacaré sonrió más. Pero enseguida le volvió a preguntar. Y así una vez más y otra y
otra. Hasta que al llegar a la orilla opuesta, el mono vio que pasaban junto a las ramas
bajas de un árbol, se agarró de una, se trepó a la planta y desde arriba gritó:
-¿Sabes qué dicen? "¡Ay, qué horrible ese lagartón de cola de serrucho y ojos
chiquitos!" -y se escapó. Pasó el tiempo y los hijos del yacaré les contaron esta historia
a sus propios hijos y estos a los suyos, y por eso hasta el día de hoy los monos se cuidan
mucho cuando bajan a tomar agua al río, porque siempre hay algún yacaré preparado
para tragárselos de un bocado.

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