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Una vez, hace miles de años, el conejo tenía las orejas muy

pequeñas, tan pequeñas como las orejas de un gatito. El conejo


estaba contento con sus orejas, pero no con el tamaño de su
cuerpo. Él quería ser grande, tan grande como el lobo o el coyote o
el león. Un día cuando iba saltando por los campos, el conejo vio al
león, rey de los animales, cerca del bosque.

-¡Qué grande y hermoso es!- dijo el conejo. -y yo soy tan pequeño y


feo.

El conejo estaba tan triste que se sentó debajo de un árbol y


comenzó a llorar amargamente.

-¿Qué tienes, conejito? ¿Por qué lloras?- preguntó la lechuza que


vivía en el árbol.

-Lloro porque quiero ser grande, muy grande- dijo el conejito.

La lechuza era un ave sabia. Cerró los ojos por dos o tres minutos
para pensar en el problema y luego dijo:

-Conejito, debes visitar al dios de los animales. Creo que él puede


hacerte más grande.

-Mil gracias, lechuza sabia. -Voy a visitarlo ahora- respondió el


conejo. Y fue saltando hacia la colina donde vivía el dios.

-Buenos días. ¿Cómo estás?- dijo el dios de los animales cuando vio
al conejito.

-Buenos días, señor. Estoy triste porque soy tan pequeño.

Su majestad, ¿podría hacerme grande, muy grande?

-¿Por qué quieres ser grande?- preguntó el dios con una sonrisa.
-Si soy grande, algún día yo, en vez del león, puedo ser rey de los
animales.

-Muy bien, pero primero tienes que hacer tres cosas difíciles.
Entonces voy a decidir si debo hacerte más grande o no.

- ¿Qué tengo que hacer?

-Mañana tienes que traerme la piel de un cocodrilo, de un mono y


de una culebra.

-Muy bien, señor. Hasta mañana.

El conejo estaba alegre. Fue saltando, saltando hacia el río donde


vio a su amigo, el pequeño cocodrilo.

-Amigo cocodrilo, ¿podrías prestarme tu piel elegante hasta


mañana? La necesito para ...

-Para una fiesta, ¿no?- dijo el cocodrilo antes de que el conejo


pudiera decir la verdad.

-Sí, Sí- respondió rápidamente el conejo.

-¡Ay, qué gran honor para mí! Aquí la tienes.

Con la piel del cocodrilo, el conejo visitó al mono y a la culebra.


Cada amigo le dio al conejo su piel para la fiesta.

Muy temprano a la mañana siguiente, el conejo fue despacio, muy


despacio, con las pieles pesadas ante el dios de los animales.

-Aquí estoy con las pieles- gritó felizmente el pequeño conejo.

El dios estaba sorprendido. Pensó: «¡Qué astuto es este conejito!»


Pero en voz alta dijo:

-Si te hago más grande, puede ser que hagas daño a los otros
animales sin quererlo. Por eso voy a hacer grandes solamente tus
orejas. Así puedes oír mejor y eso es muy útil cuando tus enemigos
estén cerca.

El dios tocó las pequeñas orejas del conejo y, como por arte de
magia, se le hicieron más grandes. El conejo no tuvo tiempo de
decir nada, ni una palabra.

-Mil gracias, buen dios. Usted es sabio y amable. Ahora estoy muy
feliz- dijo el conejo. Y fue saltando, saltando por los campos con las
pieles que devolvió a sus amigos con gratitud.

Al día siguiente vio al león que estaba visitando a la lechuza.

La lechuza le dijo al conejo:

-Buenos días, amigo mío. Eres muy hermoso. Y para ti es mejor


tener las orejas grandes que el cuerpo grande.

Con mucha dignidad, el león dijo:

-La lechuza tiene razón.

Y desde aquel día el conejo vivió muy contento con su cuerpo


pequeño y sus orejas grandes.
La piel de cocodrilo
En África, hace cientos de años, los cocodrilos tenían la piel
suave y de color oro. Cuenta la leyenda que uno de esos
cocodrilos, que vivía en Namibia, durante el día solía permanecer
oculto en el lago en que había nacido, disfrutando del frescor que
le proporcionaba el agua.Como los demás cocodrilos, adoraba
retozar en el fondo lleno de barro, pues el sol en África era
demasiado intenso como para salir a la superficie. Las noches, en
cambio, eran frías y el cocodrilo aprovechaba para descansar en
tierra firme.

La luz de la luna se reflejaba en su bella y dorada piel y lo


iluminaba todo. Los animales nocturnos, como los
murciélagos, las lechuzas y algunos felinos, se acercaban
cada noche para contemplar semejante belleza ¡Nunca habían
visto un animal tan espectacular!

El cocodrilo se sentía muy orgulloso. Causaba tanta


admiración entre los demás animales que decidió que de día
también saldría del lago a pavonearse un poco. Si su piel era
como una linterna en la oscuridad, durante el día brillaría casi
tanto como el mismo sol.

Y así fue como cada mañana, el vanidoso cocodrilo empezó a


salir de las aguas embarradas y a dejarse ver ante los ojos
atónitos de los animales que hacían un corro en torno a él
para admirarle.

– ¡Qué maravilla de piel! – comentaban unos.


– ¡Ningún animal brilla como este cocodrilo! ¡Fijaos cómo
deslumbra! – decían otros, haciendo aspavientos y poniendo
sus patas a modo de visera sobre los párpados para que el
fulgor del cocodrilo no les cegara.

Pero algo terrible sucedió… El calor del sol era tan intenso
en África que, a medida que pasaron los días, fue secando la
increíble piel del cocodrilo y ésta dejó de relucir. Su brillo se
apagó y el color dorado se fue transformando en una
armadura seca cubierta de escamas duras y oscuras ¡El
cocodrilo había perdido toda su belleza! Entre los animales
ya sólo se escuchaban críticas.

– ¡Pero qué feo se ha vuelto el cocodrilo! ¡Su hermosa piel es


ahora una coraza rugosa y gris!

Los animales dejaron de arremolinarse junto a él pues se


había convertido en un ser feo y de aspecto amenazante. El
cocodrilo se sintió humillado y rechazado por todos.
Consciente de su transformación, decidió que jamás
volverían a burlarse de su nueva piel. Es por eso que desde
entonces, sale menos a la superficie y si ve que se acerca
alguien, se sumerge rápidamente en el agua y sólo asoma sus
ojos.
La casa del sol y la luna

Un día, el Sol le comentó a la Luna:

– Había pensado invitar a nuestro amigo el Océano. Nos


conocemos desde el principio de los tiempos y me gustaría que
viniera a visitarnos ¿Qué opinas?

– ¡Es una idea fantástica! Así podrá conocer nuestra casa y


pasar una tarde con nosotros.

Al Sol le faltó tiempo para ir en busca de su querido y


admirado colega, con quien tanta cosa había compartido
durante miles de años.

– ¡Hola! He venido a verte porque la Luna y yo queremos


invitarte a nuestra casa.

– ¡Oh, muchas gracias, amigo Sol! Te lo agradezco de


corazón, pero me temo que eso no va a ser posible.

– ¿No? ¿Acaso no te apetece pasar un rato en buena compañía?


Además, estoy seguro de que nuestra nueva casa te encantará
¡Si vieras lo bonita que ha quedado!…

– No, descuida, no es eso. El problema es mi tamaño ¿Te has


fijado bien? Soy tan grande que no quepo en ningún sitio.
– ¡No te preocupes! Dentro está todo unido porque no hay
paredes, así que cabes perfectamente ¡Ven, por favor, que nos
hace mucha ilusión!…

– Bueno, está bien… Mañana a primera hora me paso a veros.

– ¡Estupendo! Contamos contigo después del amanecer.

Al día siguiente, el Océano se presentó a la hora acordada en


casa de sus buenos amigos. La verdad es que desde fuera la
casa parecía realmente grande, pero aun así, le daba apuro
entrar. Tímidamente llamó a la puerta y el Sol y la Luna
salieron a recibirle. Ella, con una sonrisa de oreja a oreja, se
adelantó unos pasos.

– ¡Bienvenido a nuestro hogar! Entra, no te quedes ahí fuera.

Abrieron la puerta de par en par y el Océano comenzó a invadir


el recibidor. En pocos segundos, había inundado la mitad de
la casa. El Sol y la Luna tuvieron que elevarse hacia lo alto,
pues el agua les alcanzó a la altura de la cintura.

– ¡Me parece que no voy a caber! Será mejor que dé media


vuelta y me vaya, chicos.

Pero la Luna insistió en que podía hacerlo.

– ¡Ni se te ocurra, hay sitio suficiente! ¡Pasa, pasa!

El Océano siguió fluyendo y fluyendo hacia adentro. La casa


era gigantesca, pero el Océano lo era mucho más. En poco
tiempo, el agua comenzó a salir por puertas y ventanas, al
tiempo que alcanzaba la claraboya del tejado. Sus amigos
siguieron ascendiendo a medida que el agua lo cubría todo. El
Océano se sintió bastante avergonzado.

– Os advertí que mi tamaño es descomunal… ¿Queréis que


siga pasando?

El Sol y la Luna siempre cumplían su palabra: le habían


invitado y ahora no iban a echarse atrás.

– ¡Claro, amigo! Entra sin miedo.

El Océano, por fin, pasó por completo. La casa se llenó de


tanta agua, que el Sol y la Luna se vieron obligados a subir
todavía más para no ahogarse. Sin darse apenas cuenta,
llegaron hasta cielo.

La casa fue engullida por el Océano y no quedó ni rastro de


ella. Desde el firmamento, gritaron a su buen amigo que le
regalaban el inmenso terreno que había ocupado. Ellos, por su
parte, habían descubierto que el cielo era un lugar muy
interesante porque había muchos planetas y estrellas con
quienes tenían bastantes cosas en común. De mutuo acuerdo,
decidieron quedarse a vivir allí arriba para siempre.

Desde ese día, el Océano ocupa una gran parte de nuestro


planeta y el Sol y la Luna lo vigilan todo desde el cielo.

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