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2do.

Año
Lengua y Literatura
U.E.G.P Nº169
El mercader que era hermano de dos perros
Cuento de Las mil y una noches (adaptación de Ariela Kreimer).

Una noche en el desierto, un mercader contó la siguiente historia: «Aunque


no lo crean, estos dos perros son mis hermanos mayores. Al morir nuestro padre,
nos dejó de herencia tres mil dinares. Con mi parte, yo abrí
una tienda de venta de telas. Uno de mis hermanos, comerciante también,
se dedicó a viajar con una caravana, y estuvo ausente un año. Cuando regresó,
su herencia se había esfumado. Lo llevé conmigo a la tienda, lo acompañé luego
al hamman y le regalé un magnífico traje de la mejor clase. Después de comer,
le dije: “Hermano, voy a hacer la cuenta de lo que produce mi tienda en un
año, sin tocar el patrimonio, y nos repartiremos las ganancias”. Efectivamente,
hice la cuenta y hallé una ganancia anual de mil dinares. Di gracias a Alá, que es
grande y poderoso, y dividí la ganancia entre mi hermano y yo, y así vivimos
juntos por un año. Poco tiempo después, mi segundo hermano también
quiso viajar. Hice
cuanto pude para que desistiera, pero fue inútil. Cuando regresó, al cabo de
un año, su herencia también se había esfumado. Sin pensarlo, le di los mil dinares
de mi ganancia para que abriera una nueva tienda.
Al cabo de un año, mis hermanos desearon marcharse nuevamente y
pretendían que yo los acompañara. Durante seis años trataron de convencerme, y
cuando finalmente acepté, les dije: “Antes de marcharnos,
hermanos, contemos el dinero que tenemos”. Sumamos un total de seis mil
dinares. Entonces les dije: “Enterremos la mitad, para poder utilizarla si nos ocurre
una desgracia, y tomemos mil dinares cada uno para comerciar al por menor”.
Tomé el dinero, lo dividí en dos partes iguales, enterré tres mil dinares y los otros
tres mil los repartí entre nosotros tres. Después, compramos varias mercaderías,
rentamos un barco, llevamos a él todos nuestros efectos, y partimos. Un mes
entero duró la travesía. Al llegar a nuestro destino, vendimos rápidamente las
mercancías y obtuvimos una ganancia de diez dinares por cada uno invertido.
Cuando nos disponíamos a marcharnos, encontramos a orillas del mar a
una mujer pobremente vestida, con ropas viejas y raídas. Se me acercó, me besó
la mano, y me dijo: “Señor, ¿puedes hacer algo por mí? Le juro que yo sabré
agradecer tus bondades”. Y le dije: “Te socorreré, pero no es necesario que me
agradezcas”. Y ella me respondió: “Entonces cásate conmigo, llévame a tu país y
te consagraré mi alma. No te avergüences de mi humilde condición”. Después de
escuchar estas palabras, sentí piedad por ella. Me la llevé, la vestí con ricos trajes,
y antes de zarpar hice tender para ella magníficas alfombras en el barco donde
vivíamos.
Mi corazón llegó a amarla con pasión. Mis hermanos, enloquecidos por los
celos, idearon un plan para matarnos y repartirse mi dinero.
Una noche, nos sorprendieron mientras dormíamos y nos tiraron al mar. En
el agua, mi esposa cambió súbitamente de forma y se convirtió en una efrita. Me
tomó sobre sus hombros y me depositó en una isla. Luego desapareció durante
toda la noche. Cuando regresó, al amanecer, me dijo: “¿No reconoces a tu
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esposa? Te he salvado de la muerte con ayuda de Alá. Debes saber que soy una
efrita y que, desde el instante en que te vi, mi corazón te amó. Cuando me
acerqué a ti en la pobre condición en que me hallaba, te aviniste a casarte
conmigo sin reparos. En agradecimiento, yo he impedido que mueras ahogado.
Pero no les debo nada a tus hermanos”.
Asombrado por sus palabras, le di las gracias y le dije: “No puedo permitir
que les hagas daño”. Luego, le conté todo lo ocurrido con ellos, desde el principio
hasta el fin, y me dijo entonces: “Esta noche haré peligrar su embarcación por
fuerza de los vientos, y será lo que Alá disponga”. Yo repliqué: “Ten compasión;
son mis hermanos”. Pero la efrita insistió: “Tengo que hacerlo”. En vano imploré su
indulgencia. Me cargó sobre sus hombros y se echó a volar hasta dejarme en la
azotea de mi antigua casa. Allí saqué los tres mil dinares del escondite con el fin
de comprar géneros para abrir nuevamente mi tienda. Y esa noche, al entrar en mi
habitación encontré estos dos lebreles atados en un rincón. Al verme, se
levantaron, comenzaron a llorar y
a tironearme de la ropa. Entonces mi mujer me dijo: “Son tus hermanos”. Y
yo le pregunté: “¿Qué les ha sucedido?”. Y ella contestó: “Le he rogado a mi
hermana, más versada que yo en las artes del encantamiento, que los pusiera en
este estado. Diez años permanecerán así”.
Y aquí estoy, en busca de mi cuñada, a la que deseo suplicarle que los
desencante.»

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