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EL VELORIO (cuento 5)

Eran sólo unas pocas casas; nadie podía imaginar siquiera una veintena de
moradores, incluyendo los niños, sin embargo, ahí se estaba mostrando la
solidaridad de la gente sencilla, que no necesita conocerse para mostrar su
pesar ante el dolor de los demás.

Ahí, en aquella pequeña cabaña, de aquella ranchería, se llevaría a cabo, el


velorio de un desconocido en vida para ellos, pero para ellos mismos, hermano
en la muerte como destino común e inevitable.

Como presentida, la muerte atrajo, no se sabe de dónde, a cuantos


quisieron asistir al velorio de aquel hombre, que había que acompañar y por el
cual elevar alguna oración, por la salvación de su alma.

Fue una noche muy larga, que, a fuerza de rezos, café, algunos tragos de
aguardiente y una que otra cabeceada, fue transcurriendo lentamente.

Con el carpintero que se ofreció hacer la caja del muerto, llegó un perro que
sin dilación se dirigí hacia el rincón de la cabaña, en donde se hallaba echada
una gallina, que por haber sacado ese mismo día su pollada, a nadie se le
ocurrió moverla de su sitio; y había que ver la que se armó entre píos,
cacareos, ladridos y vuelos, los niños de los asistentes se despertaron
(algunos llorando), dos de las velas del difunto se apagaron y una de ellas, al
caer, andaba provocando que se quemara el petate que servía de puerta a la
cocina.

Lentamente, entre ardor de ojos, revuelo de gallinas y canto a la vida, de


aves que saludan al nuevo día, terminó la larga noche del velorio; ahora sólo
nos restaba conducir el cuerpo de nuestro amigo, hasta su última morada.
Cuya sepultura ya había sido abierta por los buenos vecinos de la ranchería en
que nos permitieron velarlo.

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