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El Duende de Quilaquila

Elias Zalles Ballivian

Hasta hoy son proverbiales las asperezas y dificultades que ofrecen al


viajero los caminos, en la apartada provincia de Caupolicán, siendo
antes, por lo escabroso y desiertos, objeto de heroísmo para los que
transitaban por ellos en larga y fatigosa peregrinación, teniendo que
medir forzosamente sus jornadas por las postas o paraderos,
distantes de ocho a diez leguas unos de otros.

Allá por el año 1870 a 71, al término del bosque por el que ascendía
el camino a Pelechuco, a nueve leguas de éste pueblo, existía un
rancho, al que se llegaba después de fatigoso subir y bajar de todo el
día por la desierta montaña que le daba acceso, y en el que, por lo
mismo, era forzoso el pasar la noche.

Aun cuando había en el expresado rancho, una habitación techada y


medianamente confortable, los viajeros preferían alojarse fuera de
ella, buscando sólo la seguridad de sus bestias, en el canchón,
soportando en sus personas la inclemencia de la intemperie, no
obstante las pésimas condiciones del lugar, frecuentemente cubierto
de densas nieblas y molestado por constantes lluvias, sin querer
penetrar en la habitación, siempre desocupada y como brindándose a
dar abrigo al aterido caminante.

. Era, pues, de todos conocido la siniestra historia de la posada de


Quilaquila, y nadie que la supiese aventuraba a correr la suerte de los
temerarios que habían dejado el pellejo en el lugar, por haberse
alojado en el citado desván, al que le llamaban la tienda del Duende.

Era, pues, de todos conocido la siniestra historia de la posada de


Quilaquila, y nadie que la supiese se aventuraba a correr la suerte de
los temerarios que hablan dejado en el lugar, por haberse alojado en
el citado desván, al que le llamaban la tienda del Duende.

Frente a esa pieza había una pobrísima cocinita, habitada por un


sujeto llamado Marcos, el que se contentaba con cualquier pitanza,
en cambio del forraje y el agua caliente al que la pedía.

Refería el buen Marcos, que un caballero, que se había alojado en el


desván fronterizo a su cocina, había amanecido muerto, sucediendo
otro tanto a los que, no obstante sus advertencias, habían ocupado el
cuarto; por lo que él presumía que aquel sitio fuese la mansión de
algún fantasma o duende carnicero, que daba fin con los que se le
iban a las manos.
Como en resguardo de su honorabilidad, nuestro hombre se tomaba
el trabajo de presentar en Pelechuco, los objetos que cada víctima del
Duende dejaba a su muerte, entregándolos a las autoridades; estas,
viendo que las visitas de Marcos menudeaban, creyeron de su deber
averiguar la causa de tales fenómenos extraordinarios, en los que
entreveían la culpabilidad del que, con aparente honradez,
presentaba los despojos de las víctimas de Quilaquila. A fin de
esclarecer la verdad, acordaron sujetar a una estricta vigilancia a
Marcos, de quien se sabía que era el único habitante del lugar, para
lo que comisionaron a dos vecinos, de los más listos, encargándoles
que no se separaran de aquel ni un solo momento, a fin de
sorprenderlo en su crimen e imponerle ejemplar castigo.

Los comisionados se constituyeron en la posada, teniendo buen


cuidado, por supuesto, de no alejarse de la mansión del duende,
habiéndose cerciorado, desde luego, que ésta era una habitación
destartalada y sucia, sin más menaje que un catre de adobe. Como
no tenía más comunicación que la puerta que daba al canchón, con
situarse en la cocina, podían los comisionados ejercer desde allí la
vigilancia que se les había encomendado.

Estos, viendo que al cerrar la noche se apeaba de su rendido mulo un


viajero, impusieron a Marcos que se abstuviera de referir al pasajero
la consabida historia del duende y le ofreciese llanamente el cuarto.
Así lo hizo nuestro hombre con repugnancia, y el alojado se instaló en
la morada del duende, encendiendo una luz. Marcos se despidió
dando a su huésped las buenas noches, dirigiéndole una mirada
compasiva y fue a situarse en su cocina en unión de los
comisionados, dominando apenas el remordimiento que le causaba
entregar a segura muerte a un inocente, sin advertirle el peligro.

En cuanto se apagó la luz en la habitación del pasajero, Marcos se


puso a echarle cruces, invitando a sus compañeros a rezar un
padrenuestro por el alma de aquél, repitiendo: es hombre al agua,
¡está perdido!

Apenas comenzó a clarear el día, Marcos y los comisionados, que no


habían pegado los ojos durante la noche, se dirigieron a la habitación
fronteriza, cuya puerta tocaron por repetidas veces, arreciando los
golpes, sin obtener respuesta alguna, forzaron la puerta y
precipitándose adentro, quedaron atónitos ante el cuerpo rígido del
que horas antes les hablara con tanta animación; examinaron el
cadáver, en el que no encontraron lesión alguna, y, con ayuda de
Marcos, lo trasladaron al pueblo, donde dieron cuenta de su cometido
al vecindario, el que quedó horrorizado con la relación de los
comisionados, quienes concluían diciendo: -Juramos que ningún ser
humano ha intervenido en esa muerte, la existencia del fantasma es
un hecho, ¡creer o reventar!
Entre todos los que habían escuchado la relación sólo una persona se
singularizaba por su incredulidad: era el Párroco, que aunque no
podía explicarse el misterio, movía la cabeza en señal de duda,
porque, decía que en sus libros de teología no había encontrado cosa
parecida a las conclusiones dadas por los comisionados.

II

Marcos se hallaba rehabilitado ante la opinión de sus conciudadanos,


de las sospechas que sobre él habían recaído, y regresaba, no
obstante, afligido por el remordimiento de haber consentido en
sacrificar la vida de un hombre a su reputación; por lo mismo, estaba
resuelto a oponerse a todo trance a que nadie volviera a pasar la
noche en la fatídica habitación.

Corrían los días, cumpliendo Marcos con su propósito cuantas veces


se presentaba la ocasión, cuando una tarde se apeó en la posada un
extranjero que, por lo jovial y su locuacidad, parecía ser francés de
nacionalidad. A la benévola acogida de Marcos correspondió el turista
con prodigalidad, exigiéndole que le proporcionase toda la comodidad
posible, y, como es natural, se resistió a dar crédito a la consabida
historia del duende, que cuanto antes le espetó el buen Marcos,
terminando por rogarle que de ningún modo se alojase en la
habitación.

El forastero se instaló, no obstante, en ella, hizo su cama en el poyo


y sacando su revólver, que colocó a la cabecera, dijo a su huésped:
— Mire, amigo, yo no le doy crédito a las relaciones que acaba de
hacerme; si usted, o algún otro hace aquí el papel de duende para
aprovecharse de los despojos de los pasajeros, sepa que le costará
caro, porque, este revólver, que sé manejar con primor, vengará a
las víctimas de Quilaquila.

Vencido con semejantes argumentos, salió Marcos de la habitación,


despidiéndose hasta la eternidad del bravo turista.

El francés aseguró la puerta, recorrió con la luz en la mano todos los


rincones de la habitación, cerciorándose que no existía ninguna
comunicación oculta en la pieza que ocupaba, notando solamente una
grieta que había en el viejo tumbadillo, conservando prendida la vela
hasta bien .tarde; al fin cansado de esperar en vano al fantasma de
que se le había hablado, apagó la luz y trató de conciliar el sueño.

Marcos, que observaba desde su cocina, apenas vio que la luz


desaparecía, dio por muerto al hombre y encomendó su alma. De
improviso volvió a encenderse la luz y enseguida se oyó una
detonación, volviendo a producirse la oscuridad.
Al día siguiente despertaba Marcos con voces afectuosas con que lo
llamaba el presunto muerto; frotándose los ojos para cerciorarse que
no soñaba, se levantó, y cuánta fue su admiración al ver al francés
sano y bueno en la puerta de su alojamiento: sobrecogido de terror
en presencia de un ser que conceptuaba sobrehumano, oyó las
cariñosas expresiones del extranjero, que tomándolo de la mano, le
dice: —Buen hombre, yo había formado un mal concepto de usted
con la relación de increíbles fantasmas que me hizo anoche, y estaba
resuelto a jugar cara la partida; me propuse descubrir el ardid, dando
fin con el que trataba de burlarse de la credulidad para saciar su
rapacidad. Dominé mi cansancio y me propuse vigilar, apagué la luz
para fingirme dormido, precipitando el desenlace de mi aventura.

A pocos minutos oí un pequeño ruido como crujido de cautelosa


pisada, tomé al instante mi revólver, encendí un fósforo, dirigí la vista
instintivamente al tumbadillo y vi que por la grieta aquella se había
deslizado una inmensa araña que pendía en dirección de la almohada,
apunté sin vacilar y di en tierra con este perverso animal, causa de
tantas víctimas. Ahora pasaré a Pelechuco, donde daré parte de lo
ocurrido a las autoridades, para tranquilidad de ese pueblo y en
resguardo de la reputación de usted que ha de estar bien
comprometida.

Sobre la maleta que hacía de mesa de cabecera, se hallaba una


apasanca (araña huesosa y cubierta de pelusa café, especie de
tarántula), del tamaño del puño del hombre, la que había hecho su
nido en el viejo tumbadillo de la habitación, y que, deslizándose por
la grieta que caía sobre el poyo que servía de lecho, se descolgaba
directamente a la sien del rendido pasajero y daba fin con su vida.

Tal era el duende de la posada dé Quilaquila.

El Tesoro Del Choqueyapu


Muy cerca de un pueblito de nuestras tierras bolivianas cuyo nombre
no hace al caso, vivía hace muchísimo tiempo, un hombre sin más
compañía que la de un hermoso perro de Terranova.

No se sabía de donde había llegado. Vivía a una milla de la aldea, en


una antigua ermita abandonada. Cultivaba un pequeño jardín de
pensamientos negros que eran sus flores favoritas. Por lo demás, su
vida era un completo misterio. Nadie sabía en qué ocupaba el
tiempo. Iba cada mes a la aldea a buscar lo necesario para su
subsistencia y siempre pagaba sus compras en brillantes pepitas de
oro puro. Cuantas veces le interrogaron sobre su vida nuestro
hombre permanecía siempre callado. Ni siquiera pudieron saber
cómo se llamaba. Su aspecto era bondadoso su mirada dulce y
perdida en la lejanía. Tenía el rostro de color de cera, rodeado de
una larga e inculta barba negra.

Por la moneda que gastaba, se presumía en la aldea que era un


minero huraño que había descubierto riquísimos yacimientos
auríferos; pero el secreto de estas minas eran todavía más
impenetrables que su misma vida.

Muchos vecinos ambiciosos se habían propuesto seguirle a hurtadillas


para sorprender el secreto, pero tuvieron que renunciar a sus
propósitos, pues, nuestro hombre, que teñía una mirada de águila, en
cuanto veía que algún intruso hollaba sus dominios enviaba contra él
a su enorme perro, que abalanzándose a la garganta daba buena
cuenta del intruso. Y si faltaba a esto, él mismo echándose el rifle a
la cara mataba al merodeador con un balazo certero.

Escarmentados los aldeanos, cesaron de molestar al hombre


misterioso, a quien por sus maneras raras consideraban como un
loco.

Sucedió una vez que nuestro hombre dejó de hacer sus


acostumbradas visitas a las tiendas de la aldea, con visible desagrado
de los comerciantes que dejaban de recibir en pago las codiciadas
pepitas de oro.

Al fin, después de algún tiempo, llegó corriendo su terrible perro


guardián provisto de una bolsa sobre la espalda, entró sin titubear a
la casa del farmacéutico y alcanzó a éste un papel que llevaba entre
los dientes. Era una lista que el solitario enviaba pidiendo algunos
medicamentos. Cuando el inteligente animal estuvo despachado,
abrió aún más la boca y, levantando su lengua, puso a la vista del
comerciante una gruesa pepa de oro. Era el pago de las drogas
entregadas.

La noticia de la enfermedad del hombre misterioso cundió en la


aldea. Casi todos los vecinos, reuniéndose en casa del Corregidor,
resolvieron ir en corporación a visitarlo. A las claras se veía que tal
visita no era para cumplir una de las obras de caridad, sino para ver
de dónde sacaba el oro.

Al día siguiente salieron todos los aldeanos en dirección a la ermita


abandonada. Nadie había querido quedarse por no dejar de percibir
algún provecho apoderándose del caudal del enfermo. Por el aspecto
de la comitiva y por las variadas armas que llevaban, parecía más
bien que iban en son de combate antes que en auxilio de un paciente.

Al fin, desde medio camino divisaron la ermita con las debidas


precauciones se fueron aproximando, era que temían ver salir, de un
momento a otro, al solitario con el fusil en la mano o a su temible
perro.

Pero, nada de esto sucedió. Al acercarse los aldeanos a la puerta,


ésta permaneció vacía.

LOS DOS HUÉRFANOS

Olvidábamos decir que entre la comitiva de aldeanos habían también


formado Luquitas e Isabelita, dos pobres huerfanitos que vivían en la
aldea; habían quedado completamente desamparados desde la
muerte de sus padres, ocurrida años antes a causa de que el pobre
hombre, trabajando en una mina para sostener su familia, había
contraído una enfermedad incurable.

Durante la ausencia del padre, la mamá, una señora muy buena y


que los quería mucho, también cayó enferma y de un mal tan
maligno que no tardó en llevarla a la tumba. Los pobres chiquitines
la atendieron como pudieron pero no lograron evitar el fatal
desenlace. Los aldeanos, que eran gente egoísta no le brindaron
ningún apoyo y como consecuencia de esto murió en el más completo
desamparo dejando a sus hijos, huérfanos, nadie les ofreció un solo
mendrugo de pan.

Llegó el padre casi moribundo, y no hizo más que ocupar el miserable


lecho de la difunta. El rudo trabajo en una negra y húmeda mina le
había destrozado los pulmones. Durante largo tiempo los dos niños
se constituyeron en los más solícitos enfermeros, pero, como eran
pobres y no merecieron ninguna ayuda del vecindario, tuvieron que
ver con profundo dolor lo que su pobre papaíto se moría sin remedio.

Murió el padre y los dos niños quedaron solos en el mundo, sin más
subsistencia que la que podía proporcionarles su trabajo. Luquitas
enseñaba a leer, a los niños de aldea e Isabelita vendía tejidos y
costura que su madre le había enseñado a hacer.

En cuanto supieron que el solitario de la ermita estaba enfermo, ellos,


bajo el impulso de su buen corazón y acordándose de lo mucho que
habían sufrido sus padres cuando estuvieron enfermos, se
propusieron ir a la ermita a auxiliar al solitario y aprovechar de todo
lo que habían aprendido en la atención a sus mismos padres en su
dolencia.

Por esto, en lugar de llevar armas como los demás aldeanos, Luquitas
llevó cuanto remedio les había quedado, e Isabelita fue a vender un
lindo tejido que había concluido y con el producto compró una vasija
llena de leche.

Antes de entrar a la ermita, los aldeanos, temerosos siempre de que


el hombre se defendiera, prepararon sus armas. Entre la
semiobscuridad de la habitación, pudieron distinguir al enfermo
tendido sobre un tosco lecho. La barba negra y espesa acentuaba
más la lividez de su rostro. Tenía los ojos cerrados y la boca
entreabierta por la fiebre, la humedad del sudor frío le había pegado
los cabellos a la frente. Casi no daba señales de vida.

El perro, aquel terrible y vigoroso animal que tanto miedo les había
infundido, estaba acurrucado al pie de su amo, y en lugar de
acometer a los importunos se contentó con gruñir melancólicamente.
Los aldeanos, animados por la extraña pasividad del animal, fueron
invadiendo totalmente la habitación. Pero, en lugar de hacer lo que
realmente procedía en aquellos casos o sea auxiliar afanosamente al
desdichado enfermo, se concretaron a examinar todos los rincones,
esperando siempre encontrar el depósito de oro que tanto codiciaban.
Revolvieron y traficaron todo, no dejaron ningún objeto en su sitio y,
hasta tal punto llegó su ambición, que se atrevieron a introducir las
manos bajo de la almohada del enfermo. Más, todo fue inútil: no
hallaron ni la menor huella del precioso metal.

Cansados por tan vanos afanes, resolvieron irse de allí. Y esos


hombres, enceguecidos por la avaricia y el afán de robo, en lugar de
prestar siquiera algún auxilio al moribundo, salieron de allí sin que
nada les importara el solitario.

INOCENCIA Y CARIDAD

Solamente nuestros dos huerfanitos Luquitas e Isabeiita, quedaron en


la ermita. Silenciosos y humildes habían permanecido junto a la
puerta sin atreverse a penetrar mientras los aldeanos revolvían todo.
Después, cuando la gente salió para regresar a la aldea, ellos,
temerosos se hicieron a un lado para no estorbar. Sólo cuando todos
se hubieron alejado, los dos niños se atrevieron a entrar en la ermita.
Se acercaron solícitos al lecho del enfermo, y mientras Luquitas
examinaba al paciente para saber cómo debía curarlos, Isabelita
recogía y ponía en orden todo cuanto los ambiciosos aldeanos habían
desordenado.

Entonces ocurrió algo extraño. El enfermo que hasta ese momento


parecía sin conocimiento, abrió los ojos para observar complacido
todo cuanto hacían los niños. Luquitas, muy preocupado con su papel
de médico había echado unas gotas del líquido que tenía en una
botella, después extrajo el ungüento que tenía en una cajita y con
ambas cosas comenzó a hacer fricciones en el pecho del enfermo. En
seguida ordenó a su hermana que calentara un poco de leche que
había llevado, lo que Isabelita se apresuró a cumplir inmediatamente.

Mientras la niña atizaba el fuego para calentar la leche, Luquitas le


habló así:

 Isabelita, ¿note recuerda este buen hombre a nuestro querido


papá? Mírale. Parece que sufre mucho. ¡Pobrecito!
 Si, dijo la niña, cuánto debe sufrir, y tan abandonado. Oh, si
pudiéramos curarle, cuan felices seríamos.

Después, fijándose en el perro, la niña le dijo acariciándole:


 Pobrecito. Si muriera tu amo, te quedarías también huérfano
como nosotros. Nadie té daría un pedazo de pan. Y para
comer tendrías que trabajar mucho.
 No, le interrumpió Luquitas. Si este perro queda huérfano,
nosotros lo llevaremos a nuestra casita, y allí los tres
huérfanos pasaremos la vida de la mejor manera posible. El
será un noble y leal compañero.

El animal parecía que comprendiera las generosas palabras de los


chicos y se les aproximaba a lamerles cariñosamente las manos.

La leche del jarro comenzó a hervir, y la muchaca ofreció al enfermo


una taza humeante. Luquitas, haciendo un esfuerzo supremo, logró
incorporarlo cuidadosamente sobre la cama.

El solitario, que había estado escuchando embelesado todo cuanto


manifestaban los niños, ya no pudo contener más tiempo su emoción
y, olvidando su estado, extendió los brazos y estrechó tiernamente
contra su corazón a sus dos pequeños enfermeros.

Gracias, Dios os los pague, niños caritativos, les dijo. Cuan distintos
sois de los que han venido hace un momento.

Después recibió la leche que le ofrecía la niña y la sorbió poco a poco,


notándose que le producía un gran alivio. Se notaba que en gran
parte su postración era debida a falta de alimentos.

Cuando hubo apurado todo el contenido de la taza, isabelita le


preguntó si quería más. Aceptó de mil amores el enfermo, y la niña le
sirvió una segunda taza y aún le obligó a tomarse otra más.

Nuestro hombre, reconfortado ya de su dolencia, se sentó en el lecho,


llamó junto a sí a los niños y haciéndoles tomar asiento sobre su
mismo lecho comenzó a hablar.

Les manifestó que, si bien su mal era bastante grave que le impedía
levantarse de la cama, no había perdido ni un momento el
conocimiento. Pero, cuando vio que llegaban los aldeanos,
adivinando sus perversas intenciones, se había hecho el inconsciente,
para observar hasta dónde llegaba la maldad de aquellos; al mismo
tiempo había recomendado a su fiel perro que permaneciera quieto
aunque los aldeanos llegaran al caso de ofenderlo.

 Ahora, les dijo enseguida, si es verdad que me he convencido


que esos aldeanos son completamente incapaces de la menor
obra buena, en cambio he tenido la satisfacción de conoceros
y comprender vuestra triste situación. Desde ahora ya no
seréis huérfanos. Os adopto como a mis hijos.
EL RELATO DEL MINERO

Luquitas e Isabelita, locos de contento, abrazaron cariñosamente a su


protector y desde ese momento se quedaron junto al enfermo,
cuidándole con tierna solicitud.

Cuando llegó la noche, los chiquillos se improvisaron de la mejor


manera que pudieron sus camitas en la misma ermita; el enfermo, ya
bastante reconfortado con la atención cariñosa de los dos huerfanitos,
les dijo que por primera vez les contaría el secreto de su vida y la
causa de su misteriosa conducta con los aldeanos. Ordenó al perro
que saliera a hacer guardia para impedir que ningún curioso se
aproximara a la ermita mientras él hacía la relación de su vida.

Los niños, ansiosos de escucharle, se acurrucaron junto a la cama del


enfermo y éste comenzó lentamente su historia.

 Yo vivía en un lejano país. Tenía dos hijos hermosos y buenos


corno vosotros. Su madre, mi esposa, era una santa mujer.
Era feliz. Tenía lo suficiente para pasar una vida holgada y
agradable. Mi única preocupación era aumentar mis bienes
para satisfacción de mi familia, y por ello trabajaba con todo
ahínco. En el banco donde yo trabajaba en un cargo
importantísimo, se produjo, de pronto, un gran robo por el
cual habían victimado al cajero. Los verdaderos autores del
doble crimen que eran hombres de in-fluencia, lograron salir
ilesos, pero, en cambio, presentaron el hecho de tal modo que
yo resulté culpable ante la justicia. Por mucho que me esforcé
en probar mi inocencia, todo fue inútil. El tribunal me
sentenció a diez años de presidio. Loco de pesar fui arrancado
del seno de mis pobres hijos y dé mi esposa, para ir a cumplir
mi condena. Al poco tiempo mi esposa murió con la pena de
mi desgracia, y mis desdichados hijos quedaron
completamente desamparados, sin que nadie tuviese piedad
de ellos. Al fin, los pobres niños, sin que nadie los auxiliara,
no tardaron también en morir de miseria. Yo nada sabía de
todo esto. Los años de mi prisión fueron pasando lentamente
sin que yo tuviera noticias de los míos. Cuando al cabo de
diez años salí de la cárcel y volví a la ciudad, supe que ya no
tenía familia. Mis pobres hijos, privados de mi apoyo por una
enorme injusticia, estaban enterrados desde largo tiempo
atrás. Como podréis imaginar, yo creí morir de desesperación.
Por un momento hasta pensé en matarme. ¿Para qué iba a
vivir? ¿Para quién ya iba a trabajar? Sin fe en la vida y sin
entusiasmo para nada, resolví ir a esconder mis últimos días
en algún ignorado rincón, lo más lejos posible de mi patria.
De este modo el azar me trajo aquí. Vi esta ermita
abandonada y aquí me establecí, con el propósito de no entrar
nunca en relación con nadie, porque todos los hombres me
inspiraban odio. En cada uno veía el malvado que no pudo dar
a mis hijos un pedazo de pan para su hambre cuando se
hallaban indefensos y desamparados.

LA HISTORIA DE UN TESORO

Al principio, resolví vivir de la manera más modesta posible y para


ello comencé a cultivar un pequeño campo cerca de la ermita, cuando
la casualidad me hizo dueño del tesoro más inmenso del mundo. Una
noche, después de haber acopiado una cantidad considerable de
madera para entablar el piso de esta ermita que era demasiado
húmedo, resolví antes remover un poco la tierra del suelo para
igualar su superficie. Con la herramienta comencé mi trabajo,
cuando de pronto el azadón chocó con algo metálico y muy
resistente. Extrañado del hecho me propuse averiguar lo que era.
Cuál no sería mi sorpresa al encontrarme con una gruesa plancha de
cobre macizo. Sin duda era la entrada a alguna cámara secreta.
Quise levantar la plancha, pero no pude; estaba perfectamente
empotrada en el suelo, sin dejar la más leve ranura para poder
introducir la punta de un cuchillo. Aquella noche tuve que renunciar
la prosecución de mi descubrimiento. Varios días pasé viendo la
manera de poder abrir o levantar la plancha de cobre, pero en vano.
Fue entonces que mi leal e inteligente perro vino en mi ayuda,
comprendiendo mis inútiles afanes él se puso a husmear y escarbar
por distintos lugares del piso, hasta que se detuvo definitivamente
en aquel extremo de la habitación arañó furiosamente y fue sacando
tierra y guijarros hasta cavar un profundo hoyo. De repente metió el
hocico y se puso a ladrar alegre, mirándome y como invitándome a
que me aproximara. Yo, que no perdía ni uno de sus movimientos,
me acerqué al agujero y descubrí una especie de palanca del mismo
metal que la plancha, tiré fuertemente de ella y recién pude lograr
que la plancha se levantara sin más esfuerzo. Bajé al fondo obscuro
de la cámara que se abrió y encendiendo una luz me quedé
maravillado ante el más extraordinario espectáculo: la cámara era
una gran sala de piedra, semejante a las construcciones de
Tiahuanacu, no había ni una sola parte de los muros y del suelo que
tuviera piezas o añadidos, toda la cámara era de una sola pieza como
si la hubiesen labrado en una enorme roca.

En cada esquina estaba en actitud de guardia una enorme chullpa o


momia de quién sabe qué raza hoy desconocida. Contra una de las
paredes estaban apilados más de cincuenta cofres de cobre macizo.
Me acerqué para ver lo que uno de ellos contenía, levanté con
esfuerzo la tapa y quedé más maravillado aún al ver que contenía
bolsas de cuero llenas de pepitas de oro nativo.
Al principio me pareció un sueño lo que veía, pero poco a poco, fui
reflexionando y recordando los estudios que hice en mi país sobre la
historia de la América y especialmente de Bolivia y entonces tuve la
convicción de que lo que yo había hallado era un tesoro oculto tal vez
desde el tiempo en que los habitantes de Tiahuanacu tenían su gran
imperio. Esas ricas pepas de oro no podían pues ser otras que las
recogidas entre las arenas del río Choqueyápu, que hasta ahora es
rico en este precioso metal. Acaso si en aquellos lejanos tiempos
abundara tanto el oro que se lo recogía a puñados, sin tener más
trabajo que el de escoger entre la arena de la orilla.

Yo resultaba desde aquel momento más afortunado aún que los


hombres antiguos, pues podía tomar el oro a puñados sin haber
tenido siquiera el trabajo de escogerlo en la arena.

Al verme dueño de una fortuna fabulosa, no sentí sin embargo, el


placer correspondiente. Al pensar que el capricho de la suerte me
había dado tanta riqueza, cuando ya mi familia había perecido de
hambre, hizo más amarga e irónica mi situación, de tal modo que
resolví despreciar esa fortuna y sólo servirme de ella para vivir con la
misma modestia que días antes. Cada mes tomaba lo necesario de
una de esas bolsas para ir a la aldea y comprar lo que me hiciera
falta. Pero cuidaba siempre de no sacar sino lo preciso, pues, podía
ser que algún hombre, intrigado con la moneda que yo gastaba, me
siguiera la pista y me matara. Si llegaba ese caso, el secreto moriría
conmigo. También me preocupé de esconder como un avaro la
cámara y el secreto para abrirla; para ello, construí en varios meses
un piso de madera que cubriera perfectamente todo el suelo de la
habitación. Para cuando yo quisiera levantarlo, preparé
pacientemente un mecanismo que, mediante una combinación de
palancas me permitiera elevar y bajar al citado piso cuando fuera
necesario.

Entonces el hombre les indicó en el arco de la puerta un dispositivo


disimulado en el fondo de una grieta, Luquitas, por indicación del
enfermo, empujó con el dedo y vio que el enfermo en su cama y su
hermanita, empujados por todo el piso de la ermita se elevaban
lentamente y que por debajo aparecía la plancha y la palanca de que
les había hablado su amigo. Volvió a tocar el niño el resorte y el piso
descendió nuevamente hasta ocupar su antigua posición.

Ahora, sabéis, les dijo el enfermo, ¿por qué, mientras los aldeanos lo
estaban registrando, yo estaba tan quieto, haciéndome el
agonizante?

 Porque era imposible que dieran con la gruta - le contestó


Luquitas.
Como era ya muy tarde, resolvieron dormirse, dejando para el
siguiente día todos los nuevos planes de vida que debía seguir en
adelante la nueva familia.

El solitario se durmió serenamente y con el espíritu lleno de


satisfacción. Pensaba que ya no era solo, que ya tenía hijos para
quienes sería, desde ese momento, su riqueza y cariño. Parecía que
hubiera resucitado, que sus verdaderos hijos estaban nuevamente a
su lado. Cuánto bien había hecho a su alma al acoger a esos dos
tiernos huerfanitos.

Luquitas e Isabelita, por su parte, se durmieron contentísimos. Su


vida, hasta entonces tan triste y tan desesperada, iba a cambiar ya
no serían los huerfanitos solitarios de antes, tendrían un protector, un
segundo padre que los quisiese y los defendiera de tanto malvado
como abundaba en la aldea. También serían ricos, muy ricos, pero
esto era para ellos, almas generosas, lo secundario: lo más bello que
podían desear era tener papá, hallar un nuevo ser que los acariciara
como supo hacerlo su buen padre, ya difunto, que les hablara con
ternura. Oh qué lindo sería tener a quién dar el dulce e incomparable
título de papá.

LA PRISIÓN DE LUQUITAS Y DE SU HERMANITA

Al día siguiente, los niños prepararon el desayuno del enfermo y


luego Luquitas le hizo otra curación que produjo muy buen efecto.

Pasaron los días, y los niños ya no se separaron más de su protector.


Al contrario, cada día se fueron queriendo más y más. El hombre,
radiante de dicha, los acariciaba, y los niños besaban al hombre
llamándole papá.

Al cabo de algún tiempo el enfermo se halló fuera de todo peligro.


Más que los remedios y alimentos, parecía que el cariño de los dos
generosos niños, le iba devolviendo la salud perdida. Hasta que una
bella mañana de abril, el solitario pudo salir a sentarse a la puerta de
la ermita, ayudado por los dos niños, a la sombra de un florido rosal.
Desde allí el convaleciente aspiró con fruición la brisa saludable del
campo, mientras jugaba con los ensortijados cabellos de sus hijos
adoptivos.

Recién entonces el hombre misterioso pudo fijarse en el raído y


miserable traje de los dos niños, que contrastaba con sus risueñas y
lindas caritas. Entonces les dijo que eso no podía seguir y que fueran
inmediatamente a la aldea a comprar unos trajes decentes y nuevos,
para lo cual les dijo, que, tal como ya les había enseñado, abrieran la
cámara y extrajeran algunas pepas de oro para pagar la mercadería.
Los niños, muy contentos, hicieron maniobrar los mecanismos,
penetrando de un salto a la cámara del tesoro y pudieron
convencerse, por sus propios ojos de cuanto les había referido el
solitario. Tomaron al azar una bolsita de cuero y extrajeron algunas
pepas auríferas y, después de deleitarse por unos momentos
contemplando tanta maravilla, salieron a la superficie, cerraron la
entrada y bajaron al piso.

Partieron los niños y al cabo llegaron a la aldea. Su presencia fue


objeto de los más vivos comentarios entre los aldeanos, pues se
había notado su larga ausencia que precisamente coincidía con la
visita a la ermita. Mayor fue el asombro de esa gente, cuando vieron
a los niños comprar los trajes que fueron pagados con brillantes
pepitas, tal como antes acostumbraba pagar el extranjero de la
ermita.

La noticia de que los dos huerfanitos, antes tan pobres y


abandonados, habían comprado lindos vestiditos, se extendió
rápidamente por la aldea, dando lugar a las más antojadizas
conjeturas: alguien afirmaba que Luquitas y su hermana habian
logrado lo que en vano ellos habían intentado en su visita a la ermita;
otros decían que el loco había simpatizado con ellos y que les había
regalado una parte de su tesoro; y no faltaba alguno más perverso,
que juraba que los niños habían asesinado al solitario para robarle el
secreto de su riqueza.

Tanto se habló en el pueblo de los dos niños, y tan falsos y diferentes


comentarios se hicieron, que el señor corregidor vio necesaria la
intervención de su autoridad, e inmediatamente ordenó la prisión de
los pequeños. La orden fue cumplida a toda prisa, con gran contento
de esa gente codiciosa y egoísta. En seguida se pidió al corregidor
que hiciera confesar a los niños de qué modo habían llegado a sus
manos tales riquezas. El celoso corregidor, que era tanto o más
ambicioso que los demás, halló muy fácil portarse con rigor con esos
dos pequeños desamparados y los citó a un severo interrogatorio.

Luquitas y su hermanita, que ya presumían el oculto intento de ese


interrogatorio, se propusieron no decir una sola palabra de cuanto
sabían, para no traicionar a su protector. Tal fue la entereza de los
niños, que el corregidor y los aldeanos quedaron completamente
burlados.

Irritado por ello el corregidor, los hizo cerrar en un lóbrego y húmedo


calabozo. Al cabo de veinticuatro horas los sacaron de allí para ser
cruelmente azotados; pero los abnegados chiquillos supieron callar en
medio de sus terribles dolores. Cansados los aldeanos por la actitud
de los huérfanos, les dieron otras veinticuatro horas para que
confesaran, amenazándoles con la horca si no accedían.
Las pobres criaturas, con el cuerpo horriblemente ensangrentado,
fueron nuevamente encerrados en la prisión, con la amenaza de que
si no cedían serían ejecutados al siguiente día. Quedaron temblando
de miedo; tanto era su terror en algunos instantes que tenían
impulsos de decirlo todo; pero en seguida se daban cuenta del daño
que harían a su protector, y nuevamente hacían el propósito más
firme de callar heroicamente, siquiera en gratitud al cariño de ese
hombre tan bueno.

INTELIGENCIA DE UN PERRO

Convencidos que esa era la última noche de su vida, se abrazaron


sollozando. Largo tiempo estuvieron así, cuando de pronto despertó
su atención un extraño ruido que oyeron en la parte baja de la puerta
de su calabozo. Se pusieron muy atentos, y se con-vencieron de que
alguien rascaba al otro lado de la entrada. Más luego sintieron unos
gruñidos. Con la inmensa alegría se dieron cuenta de que se trataba
del perro de su protector.

Era que el solitario de la ermita, viendo que transcurría el tiempo y


no volvían sus hijos adoptivos y sabiendo por otra parte, que la
perversidad de los aldeanos podía hacer algún mal a los pequeños,
había enviado a su inteligente perro que fuera en busca del paradero
de los chicos.

El fiel y astuto animal se lanzó como una flecha por el camino.


Cuando llegó a la población, fue olfateando por una y por otra parte
en pos del rastro de sus amiguitos. De esta manera había logrado
dar con la puerta de la prisión. En cuanto los sintió comenzó a gruñir
de contento. Por último, sintió la voz de Luquitas que le llamó
cariñosamente. El animal estimulado por las voces de sus amiguitos,
se puso a escarbar furiosamente debajo de la puerta hasta lograr
introducir su hocico.

Luquitas que era muy perspicaz, tomó inmediatamente una oportuna


resolución. Buscó papel y como no había, se arrancó un trozo de la
camisa, tampoco tenía lápiz, pero se procuró tinta de su propia
sangre, haciéndose una herida en el brazo. De este modo logró
escribir en el trapo, comunicando su terrible situación y
despidiéndose para siempre de su protector. Hecho esto, logró que el
perro sacara el trapo entre sus dientes y le indicó que fuera a la
ermita para entregarlo a su amo.

El animal comprendió el encargo y partió corriendo en dirección a la


morada de su amo.
En cuanto el solitario leyó el mensaje, lleno de ira, también de
aflicción por sus pequeños amiguitos a quienes ya consideraba como
a sus hijos, exclamó;

 ¡Jamás! Pase lo que pase, no permitiré semejante iniquidad.


Son ahora mis hijos y yo sabré defenderlos con todo mi
empeño.

Mientras tanto, los pequeños prisioneros pasaron todo ese día lleno
de zozobras. A cada momento esperaban ver llegar al solitario para
salvarlos; pero, el día fue transcurriendo, y nadie llegó. Vino la
noche y con ello los desgraciados perdieron toda esperanza.
Conforme aumentaba, por la estrecha ventana de la cárcel, la luz del
amanecer aumentaba también su congoja. Cada instante que
pasaba, estaba para ellos más cercano el terrible momento de su
suplicio. Perdida toda esperanza, acabaron por estrecharse llorando
como si se despidieran para siempre.

De pronto sintieron en la puerta los mismos sonidos que en anterior


ocasión. Era el fiel perro que introducía su hocico con un papel entre
los dientes.

Los niños experimentaron un gran alivio. Luquitas tomó el papel y


leyó: "Hijos míos, tened confianza en vuestro padre. Os salvaré"

Locos de alegría, ya no pensaron más en el terrible fin que les


esperaba, y se pusieron a saltar y reír de gozo. Lo que más les
halagaba y les llenaba de contento, era que les llamaba "hijos míos".
Ellos, que hacía tiempo estaban desamparados, cuánto apreciaban el
cariño generoso de aquél que les ofrecía ser un nuevo padre.
Aliviados por esa esperanza, los dos huérfanos acabaron por
entregarse al sueño, mientras llegaba la liberación.

Entretanto, el solitario, después de preparar su plan, se presentó en


el pueblo. Lo primero que hizo fue a buscar al corregidor para pedirle
la libertad de los niños. Pero éste, viendo el interés que tomaba el
solitario, se propuso sacar partido para satisfacer su codicia. Los
aldeanos, que habían visto entrar al hombre de la ermita, invadieron
el despacho del corregidor, resueltos a tomar parte en el asunto.

Nuestro hombre se vio entonces ante una especie de asamblea


presidida por el corregidor, ante la que se le obligó a hacer su
petición.

Lo primero que se le pidió fue un crecido rescate.

El solitario, sin titubear, sacó debajo de su capa un puñado de pepitas


de oro.
 ¿Cuánto deseáis? preguntó; viendo que todos abrían los ojos,
llenos de codicia.
 Cien pepitas, dijo al instante el corregidor.
 Acepto, dijo el hombre, disponiéndose a contarlas.
 No, dijo otro. Debe pagar doscientas.
 Sea, dijo sencillamente el solitario.
 Es muy poco. Añadió otro; necesitamos trescientas.
 También acepto, respondió nuestro hombre sacando nuevos
puñados de la bolsa.

Después de contar lo pedido, el hombre estaba para guardarse el


resto de la bolsa, cuando algunos aldeanos pidieron que añadiera eso
más al rescate.

El solitario terminó arrojando despreciativamente la bolsa sobre la


mesa, como jugando con la ambición de aquellos miserables.

Algunos momentos más tarde estaban libres los dos niños; felices
corrieron hacia su protector para agradecerle tiernamente de cuanto
había hecho por ellos. Después de esto, se dirigieron los tres
estrechamente abrazados por el camino, con dirección a la ermita.

LA AMBICIÓN CASTIGADA

Entretanto, los aldeanos, viendo la facilidad con que habían obtenido


el rico rescate, se hicieron pesar de haber exigido tan sólo una bolsa
y resolvieron ir a la ermita perfectamente armados para exigir más
oro, aunque fuera por la fuerza. Secretamente, lo que cada uno de
los aldeanos quería, pero no lo había dicho, era apoderarse del tesoro
que podía guardar el solitario.

Al llegar los aldeanos a la ermita, para demostrar al extranjero que


estaban resueltos a todo, comenzaron a disparar sus armas de fuego.

Cuando apareció el hombre a la puerta, ellos lo intimidaron a


entregar a cada uno de los aldeanos una bolsa llena de oro,
advirtiéndole que en caso de negativa lo matarían, lo mismo que a los
dos niños y al perro.

Ante la actitud, el solitario vio que era imposible saciar tanta codicia,
pues si entregaba lo pedido, no tardarían en volver con mayores
pretensiones. En consecuencia, resolvió escarmentarlos para
siempre. Secretamente ordenó a los niños para que en el menor
tiempo posible fueran a sacar cien bolsas de oro, que las escondieran
bajo el lecho y que le avisaran en cuanto estuviera concluido el
transporte. Mientras él trataría de ganar tiempo discutiendo con los
aldeanos.
Cuando los niños le dieron el aviso, se dirigió a la gente de la aldea y
anunció que estaba dispuesto a entregar el tesoro siempre que a él le
dieran la mitad. Dé esto último estaba cierto que los aldeanos no
iban a cumplir, pero lo dijo nada más que para disimular su terrible
plan de venganza.

Abrió la puerta a los aldeanos, cuando ya estaba de antemano


levantada la plancha de cobre que cubría la entrada a la cámara
subterránea. Los aldeanos, que habían venido en su totalidad, vieron
la entrada de la cámara, se abalanzaron por ella. A la vista de tanta
riqueza, se volvieron locos de alegría. Vaciaron las arcas de cobre y
cada cual iba amontonando el mayor número de bolsas. Al fin,
cuando ya no hubo qué recoger, se disputaron unos a otros la
posesión del tesoro, cada cual procuraba ser dueño de la mayor
cantidad posible. Tal fue la ceguera de esos ambiciosos que nadie
distinguía ni padres, ni hijos, ni hermanos. Cada uno, como un lobo
hambriento, arrebataba al más débil las bolsas que había reunido.
Ninguno merece perdón. Todos perecerán.

Y, diciendo esto, tomó la palanca, y la pesada plancha de cobre cayó


para siempre sobre la puerta del subterráneo. Inmediatamente hizo
caer sobre la puerta las paredes de la ermita, sepultando a los
mineros que estaban en el sótano, quienes enceguecidos por la
ambición ni se dieron cuenta de lo que ocurría, y como estaban
armados, no tardó en producirse una sangrienta lucha. Los más
fuertes y atrevidos victimaban a los otros y se apoderaban de los
despojos de las víctimas.

El solitario y los niños contemplaban desde arriba el sangriento


cuadro que se desarrollaba en la cámara.

Momentos después el hombre mostrando a los niños como iban


aumentando las víctimas les dijo:

 He aquí mi castigo para tantos malvados y ambiciosos. El


mismo oro que han querido tener, les causa la muerte. Ya
hemos visto bajar el piso de la ermita hasta ponerlo en su
antigua posición. Después, nada quedó que señalara la
presencia de tanta gente allí dentro. No se oía absolutamente
nada, ni siquiera el más leve rumor que indicara la
continuación de la lucha que, seguramente, seguía con mayor
encarnizamiento.
 Ahora, hijos míos, dijo el solitario, vámonos para siempre de
aquí. El mundo es muy grande y muy bello. Con lo que
habéis sacado en las cien bolsas, tenemos lo suficiente para
ser inmensamente ricos. Pero jurad que guardaréis para
siempre el secreto de este tesoro. Nunca, ni vosotros ni nadie
debe volver a buscarlo, pues acaso si fuera causa de mayores
desdichas si volviera a despertar el apetito de tantos
ambiciosos que circulan por el mundo. Más vale que los
hombres ignoren esta riqueza que tanto corrompe y ciega.

Pocas horas más tarde, se alejaban para siempre de allí el solitario y


sus dos hijos adoptivos, seguidos del fiel perro. Partieron para
Europa y allí gozaron tranquilamente de su fortuna, estudiando,
visitando museos, monumentos y bibliotecas y procurando siempre
hacer algún bien en favor de los huérfanos y desamparados.

Vivieron felices hasta muy viejos, jamás tuvieron la menor idea de


volver a buscar el tesoro. Al morir ellos, murió también el secreto de
la cámara misteriosa, y desde entonces nadie ha vuelto a saber nada
sobre esa incalculable fortuna.

* "Leyendas de mi tierra" de Antonio Díaz Villamil

El señor de la columna
Luis Felipe Vitela

El hecho ocurrió de la manera siguiente:

A una cuadra y más del templo de Santo Domingo, (actual calle


Yanacocha), vivía la empingorotada familia del señor Landavere y
Villaverde. Este caballero era tenido como el más blando, discreto y
católico padre de familia.

Y en efecto, todos sus actos se traducían en generosas acciones de


misericordia. Su casa estaba abierta a los desvalidos como a aquellos
que buscaban un sedante para las asperezas cotidianas.

En cierta oportunidad, era un lunes santo del año 1802, según viejos
cronicones; a la hora del almuerzo, la sirvienta le anunció la visita de
un caballero de aspecto pobre y bondadoso, que pedía le dieran de
comer, porque se hallaba exhausto de recursos. El dueño de la casa,
con su peculiar desprendimiento, hizo entrar al visitante, y haciéndole
sentar a la mesa familiar compartió con él de su confortable
almuerzo.

A la misma hora en que se desarrollaba tan insólita es-cena en casa


de los Landavere y Villaverde, uno de los sacristanes del templo de
Santo Domingo, prorrumpió en exclamaciones de sorpresa, al
comprobar que la Imagen del "Señor de la Columna", había
desaparecido de su altar.
El pobre hombre no atinaba a salir de su aprieto. Buscaba por todas
partes, desesperado. Era imposible que la robaran porque el tamaño
de la imagen era exactamente como el de una persona. Salió una y
otra vez a la calle, vociferando y pidiendo auxilio. Los sacerdotes de
la Orden de Santo Domingo, igualmente sorprendidos, enviaron
emisarios por todas partes, empero sin resultado favorable. Cuando
la gente se arremolinaba en las puertas del Templo, inquiriendo
detalles sobre tan raro acontecimiento, un hombre de aspecto
venerable, cruzó inadvertidamente, por medio del tumulto y penetró
en la iglesia.

Anoticiado del hecho el señor Landavere, acudió al lugar del suceso.


Su asombro no tuvo límites, al comprobar delante de los circundantes
que aquella imagen no sólo estaba de nuevo en su lugar sino que
quien le había visitado aquella mañana a la hora de almuerzo no era
otro que el "Señor de la Columna".

Absortos los testigos ante el milagro, levantaron acta, bendiciendo


una y mil veces a aquella Santa Imagen.

El señor de las pretinas


Julio Cesar Valdes

Cualquiera que visite el famoso templo de San Francisco de esta


ciudad, encontrará en el primer altar de la nave izquierda una
hermosísima imagen de Nuestro Señor Jesucristo enclavado en la
cruz y si pregunta a alguna de las buenas señoras que reza delante
del altar, les contestará con mucha fe, "es el milagroso Señor de la
Pretina".

Vamos a ver por qué goza de tanta fama de milagroso y por qué se le
nombra con el extraño epíteto de la Pretina.

Corría el año de 16... y tantos..., que en esto de cronología anda la


tradición algo olvidadiza, y la ciudad que el Choqueyapu -no diré
riega-, salpica con sus turbias aguas, dormía el sueño estúpido de los
esclavos. No quiero asegurar con esto que todos dormían, pues
habían algunos picaros que se deleitaban con la fantástica idea de
libertad.

Dicho esto, vamos a decir lo principal de la historia.

En los barrios altos de la ciudad, al N. mejor dicho, había unas


callejuelas conocidas con el nombre de Carcantía. En una casa de
este barrio vivía un comerciante, de esos que negociaban con
antiparras verdes, bayeta y pimienta. Si español o criollo, eso no reza
la historia, lo que sí dice es, que el comerciante era dado al juego con
toda su alma.

Y aquí viene un paréntesis, el juego en aquella época no andaba tan


desacreditado como en la que, por castigo de Dios, vivimos. No había
dados falsos ni barajas recortadas... La suerte y no la mala fe, decidía
la fortuna y el que perdía no echaba mano al acero para rescatar sus
doblones. Tampoco se llevaba la pasión hasta el extremo de rifar los
azares del juego el pan de los hijos y el honor de la esposa. La
caballerosidad reinaba en el chiribitil y la decencia no se apartaba de
los jugadores. Casi el juego en aquella época, era inocente y perdía
su carácter inmoral. No se oía los votos sacrílegos, que ahora
menudean, como mosquitos en verano; y la ira, si bien rebosaba en
los pechos no resbalaba por los labios en interjecciones castellanas...

Ahora bien, el comerciante, calado el sombrero de fieltro, puestas las


polainas de becerro forradas con grueso bayetón y envuelto en su
ancha capa de paño de San Francisco, se encaminaba a paso largo a
la casa de juego.

Esta casa era la que ahora conocemos con el nombre de Tambo de


Harinas, y en donde sucedió años más tarde el milagro de Nuestra
Señora de los Remedios. Esto nos ratifica que la tal casa era
destinada al juego en épocas remotas y seguía siendo madriguera de
malentretenidos hasta los tiempos heroicos de 1809.

Cuando el comerciante se recogía a eso de la medianoche,


encontraba en el puente de San Francisco un mendigo viejo que le
pedía limosna. El jugador dábale cada noche lo que buenamente
podía, según el negocio que hacía en el juego; y así sucedía todas las
noches de tal manera que el jugador y mendigo se trataban como dos
buenos camaradas.

Pero aconteció que una noche el comerciante perdió cuanto tenía,


que esto no es extraño en la rueda de la fortuna, y se retiraba
pensativo, cuando he aquí que se le presenta el mendigo a pedirle su
ración.

Perplejo el comerciante y no teniendo qué darle se quitó una pretina


que llevaba y se la dio, recomendándole que la empeñara y que al
siguiente día la rescataría. Recibió el mendigo la prenda y el
comerciante siguió su camino.

Cuando al siguiente día el lego sacristán de San Francisco se puso a


arreglar los altares para la misa de alba, notó en uno de los brazos
del crucifijo un objeto, subió a cerciorarse qué era aquello y vio que
era una pretina, y cuando quiso quitársela no pudo, porque parecía
fuertemente adherida al brazo de la imagen. Anoticiados el guardián
y los religiosos del suceso extraordinario se convencieron de que
efectivamente la pretina no quería desprenderse. Más tarde acudió el
pueblo a ver aquella maravilla y entre la multitud de curiosos y
devotos hallábase el comerciante. Cuando pudo acercarse reconoció
su pretina, es decir la que noche antes la había entregado al
mendigo. Refirió el hecho al auditorio que le rodeaba y, en seguida,
subió al altar, tocó la pretina y ésta se desprendió sin esfuerzo
alguno.

Con lo cual quedó probado que el mendigo del puente de San


Francisco, no era otro que aquel Señor y desde entonces recibió el
nombre de Señor de la Pretina.

Se siguió, con este motivo un juicio comprobatorio cuyo expediente


existe en la Biblioteca del malogrado doctor José R. Gutiérrez.

Este acontecimiento milagroso fue muy sonado en La Paz y se


celebraron grandes fiestas en acción de gracias a la Providencia, por
haber dignado darse a conocer en tan humilde estado y por haber
escogido esta ciudad para obrar tan grande milagro.

El comerciante jugador tomó el hábito del seráfico padre San


Francisco y murió en olor de santidad.

La Halancha
(Zambo Salvito)

Elías Zalles Ballivian

Llámase la Halancha, el salto de agua que forma el río en la cordillera


que hay que atravesar en el camino que conduce a Yungas.

En esta región se había situado una cuadrilla de facinerosos


organizada por un zambo llamado Salvador Sea (Alias El Salvito),
cuadrilla que fue el terror de los viajeros a Yungas, por los años de
1868 a 1871, por la multitud de crímenes que se cometían en la
región, pues las grandes caravanas que formaban los viajeros para
pasar la peligrosa Ha-lancha, tenía frecuentemente que detenerse
para enterrar los cadáveres de las víctimas que encontraban,
señalando con cruces los sepulcros; de modo que el Alto de la
Cordillera llegó a poblarse de ellas, semejando un vasto cementerio.

El año de 1871, era profesor de matemáticas en el Colegio Sucre el


Dr. N. Loayza; había pedido licencia por pocos días para ir a Yungas a
hacer algunas cobranzas. Como pasase más de un mes y el señor
Loayza no pareciere, su familia alarmada, hizo averiguaciones, sin
resultado.

Mas, una mañana alguno de sus sirvientes reconoció, en la recoba, la


bufanda de Loayza, que llevaba al cuello un indígena sospechoso; dio
parte y obtuvo su captura. Preguntado el indio por el comisario, no
supo disimular su sorpresa, ni explicar la procedencia de la bufanda,
acabando por confesar, apremiado por el comisario, que formaba
parte de la banda de ladrones, que había victimado un pasajero que
venía en una bestia cansada, cuyo cadáver lo habían echado a la
pequeña laguna, junto a la Halancha y que a él perteneció la
bufanda.

Con las declaraciones de éste, la policía activó sus investigaciones,


encontrándose efectivamente el cadáver de Loayza en la laguna
indicada por el declarante, comprobándose que había muerto a palos.
Así como se dio con la cueva en que se encontró muchas especies
robadas a los pasajeros y, lo que es mejor el cuerpo de policía que
hizo la batida, logró capturar al jefe de la cuadrilla y a algunos de sus
compañeros, indios de "Hamppaturi".

Faltaba uno de los principales llamado Condori. Hecha la requisa de


su casa, situada en la ribera del río "Orko hawira" sólo se encontró en
ella a un muchacho entenado del sindicado, quien ofreció dar aviso en
cuanto volviese su padrastro, de quien decía que era su cruel
verdugo.

El muchacho cumplió su promesa y un piquete de policías se


encaminó al lugar; como era hora en que salían los niños de los
colegios, una turba de ellos siguió al piquete. Cuando Condori notó
que la fuerza se dirigía a su casa, saltó una tapia y trató de huir, pero
los muchachos ya habían rodeado la casa y a pedradas lo detuvieron,
hasta que la policía le echó la mano.

Los delincuentes habían sido convenientemente asegurados y


guardaban rigurosa incomunicación, de modo que no hubo quien los
aleccionase en sus respuestas, como suele suceder, y en el sumario
sus declaraciones fueron ingenuas de unos contra otros, en el
supuesto, sin duda, de que cada uno creía haber sido ya incriminado
por su compañero. De manera que todo el sumario puntualizaba los
crímenes, señalando individualmente a sus autores y constituyendo
una macabra relación de atentados espeluznante. Por lo que los
jueces los juzgaron no en cuadrilla, sino individualmente, para
responsabilizar a cada cual por determinados delitos que resultaban
contra ellos.

Concluido el sumario y decretada la acusación se abrieron los debates


en el local del Loreto, por ser el más público. Se había nombrado de
defensores a los abogados más notables, sin duda para esclarecer
bien los hechos y para que la pena se aplicase a toda conciencia en
este célebre proceso.

En el debate se oyeron las relaciones más horrorosas que


demostraban que el asesinato no sólo se cometía por codicia, sino
que también por fuerza del hábito. Recordamos por ejemplo, de una
de las declaraciones en que el juez, señalando una voluminosa piedra
ensangrentada que había a la vista preguntó: — ¿A quién mataron
con esta piedra?, contestó uno de los acusados: — "Era una familia
compuesta de un mozo, su mujer y su hijo de pechos, que arreando
un borrico cargado de naranjas ascendió al alto de la cordillera;
entonces yo no quise tomar parte en el asalto, pero fulano
(señalando al actor), cogió al viajero, lo echó en tierra y con esta
piedra la victimó; la mujer daba gritos y se desesperaba, por lo que,
suponiendo que podía denunciarnos, los de la cuadrilla la victimaron
también". Pregunta el juez: "¿Qué hicieron del pequeño que cargaba
la mujer?, a lo que responde el declarante: — "Me dio lástima que
quedara huérfano, me paré sobre él y le quité la cabeza"...

Ante semejante manera de comparecer, se levantó el defensor y


exclamó: —"¡Para tales delitos no cabe defensa!... pido la muerte de
los culpables!... y todo el auditorio ex-clamó: —"La muerte!, ¡La
muerte!"...

La sanción pública había anticipado su fallo y si el tribunal no hubiera


estado custodiado por las fuerzas, los criminales habrían sido
linchados en el acto.

Pero no, la severidad de la ley tenía que ser más eficaz que un
linchamiento, que es una arbitrariedad y así fue.

Eran nueve los reos, y a seis de sus compañeros, por los crímenes
individualmente cometidos, debiendo sortearse dos de entre los
cuatro menos delincuentes.

La Corte de La Paz y la Suprema, confirmaron la sentencia sin


dilaciones, y el gobierno ordenó su ejecución, sin miramiento a ser
ignorantes o analfabetos los reos.

Hecho el sorteo, sacaron vida, Eugenio Siñani y a uno a quien


llamaban el Naskkañu, siendo los demás puestos en capilla.

Al día siguiente fueron conducidos desde el cuartel de su prisión hasta


el plano de la Caja de Agua, donde se habían improvisado siete
banquillos para la ejecución y dos a los costados, para los que debían
presenciarla, en el trayecto se acercó a Salvito una mujer que daba
alaridos pretendiendo despedirse de su hijo, éste la rechazó con las
siguientes palabras: "—Madre, ¿para qué lloras, cuando a ti es que
debo mi situación? ¿No recuerdas que, cuando muchacho, te llevé
una mallita que había robado y me alentaste a que te proveyera de
mis rapiñas? Ahora sufro las consecuencias, muriendo como
salteador".

La ejecución fue presenciada por un inmenso gentío, a las diez de la


mañana.

La pena, aunque dura, era justísima y su publicidad fue de gran


eficacia, pues en más de medio siglo que ha pasado desde 1871, no
se ha vuelto a oír hablar de asaltos semejantes a los de entonces en
la Halancha, y desde esa fecha la vida y bienes de los viajeros en los
caminos y encrucijadas, quedaron asegurados en el país.

De los facinerosos que favoreció la suerte, se supo que Siñani murió


a golpes de una barreta en el camino Frías, y Naskkañu, a manos de
sus cómplices de robo que lo degollaron, cumpliéndose en ambos la
sentencia de: "El que a cuchillo mata, a cuchillo morirá".

La Khantuta Tricolor

En las tierras del norte gobernaba el noble Illampu, que mandaba


sobre millones de subditos; era famoso por sus riquezas y por sus
ejércitos invencibles, tenía este soberano un hijo muy joven, casi un
niño, que era todo su orgullo. Se llamaba Astro Rojo, por haber
nacido bajo el símbolo de una roja estrella que precisamente apareció
el día de su nacimiento. Era de bella apostura y poseía muchas
cualidades por lo que era queridísimo de todos los pobladores del
imperio. A pesar de su corta edad, había capitaneado las huestes de
su padre, habiendo logrado obtener gloriosos triunfos con los que
extendió los dominios de sus estados, especialmente por las
inexplorables regiones de Mapiri y de Caupolicán.

El otro rey, que dominaba en las tierras del sur, era Illimani, casi tan
poderoso y rico como su vecino. Sus ejércitos famosos por sus
innumerables triunfos le habían hecho dueño de los fértiles valles de
los Yungas, de donde, como tributo, recibía periódicamente inmensos
cargamentos de cacao y de coca y una gran variedad de los más
sabrosos frutos. Illimani tenía también un hijo de igual edad que el
de su vecino. Se le llamaba Rayo de Oro, porque el día que vino al
mundo apareció en el cénit una linda estrellita dorada que fue
acrecentando su tamaño a medida que el pequeño príncipe también
crecía. En lugar de aficiones guerreras, el pequeño príncipe sentía
una gran predilección por los negocios de estado. Desde pequeño
consagró su talento a aumentar con el trabajo y el comercio los
tesoros de su padre y las riquezas de sus estados. Era caritativo y su
mayor placer consistía en socorrer a los pobres y consolar a los
desgraciados, por lo cual era idolatrado por su pueblo.

Ambos monarcas, también habían nacido bajo el augurio de sus


respectivas estrellas, que eran objeto de constante observación por
parte de los adivinos imperiales.

Illampu estaba bajo la predestinación de una inmensa y brillante


estrella de luz y muy blanca que aparecía cada noche en el cénit de la
capital, es decir exactamente sobre la residencia del soberano. Cada
nueva victoria de sus ejércitos o cada progreso de sus estados eran
también marcados por un aumento de esplendor y brillo de la estrella
que siempre acompañada de un bellísimo lucerito rojo, desde el
nacimiento del príncipe heredero, estaba en el firmamento.

Illimani, el soberano del sur, seguía también afanoso los progresos de


su astro predilecto de luz blanca y refulgente. El por su parte
también notaba, satisfecho, que su esplendor aumentaba en relación
de la creciente prosperidad de su imperio. Al lado de la blanca
estrella de Illimani brillaba la linda estrellita dorada, símbolo del
destino de su hijo.

Así pasó mucho tiempo. Ambos estados, gobernados justicieramente


por sus respectivos soberanos, fueron progresando sin tropiezos ni
conflictos. Mientras que en el cielo, entre miles de estrellas, iban
destacándose más y más los dos astros blancos junto a sus pequeñas
compañeras.

Hasta que, poco a poco, fue despertándose en el espíritu de ambos


soberanos la envidia y la ambición. Cada uno de ellos sintió honda
emulación contra la prosperidad del otro. Como esta prosperidad iba
marcándose en el brillo de apagar el brillo del astro simbólico de su
rival y de sus estrellas, Illampu sentía violentos deseos y éste sentía
igual, propósito contra la estrella de su vecino.

El que primero sucumbió a la pasión de la envidia, fue Illampu. Y


como no acertaba con la manera de hacer triunfar su egoísmo, optó
por llamar a sus consejeros y yatiris para consultarles.

Durante la noche del día de la primera reunión los sabios observaron


cuidadosamente las dos estrellas a través de un carguero de llama
que les servía a manera de raro telescopio.

Cuando al día siguiente se presentaron los ancianos ante Illampu, le


dijo uno de ellos:

Ilustre soberano, hemos observado atentamente la luz de las dos


estrellas. Todavía puedes estar orgulloso. Tu estrella tiene aún
mayor brillo que la del sur; pero, cuídate mucho, que la otra también
va creciendo y, acaso no tarde en igualar a la tuya en esplendor.

 ¡Y después, quizá la otra sea más bella que la mía! murmuró el


sombrío Illampu.

Enseguida, como presa de cólera, exclamó con fiera resolución:

¡Pues, no será!

Mas, como su misma ira le impedía pensar con claridad, buscó el


consejo de sus servidores y les dijo:

 Y qué me aconsejáis para destruir la estrella rival?


 Señor y soberano, - repuso otro de los yatiris -. Ya sabes que
en nuestra condición de mortales nada podemos hacer contra
esos astros tan elevados, ni siquiera llegar hasta ellos.
 Ya lo sé. Pero vosotros que conocéis muchos secretos y
conjuros podéis mostrarme alguna forma de destruirla.

Soberano monarca Illampu - habló otro de los yatiris -. Bien sabes


que esa estrella no es más que el reflejo y símbolo de la dicha y
poder de un mortal afortunado, por lo tanto creo que ella pueda
apagarse destruyendo al hombre cuya vida ampara.
 Tienes razón. Sabia es tu palabra y muy eficaz tu consejo.
Basta. Retiraos, - ordenó el soberano.

Y, mientras los ancianos se fueron alejando hacia sus hogares, el


ambicioso Illampu, paseando en su aposento, comenzó a madurar el
terrible plan para destruir a su rival.

ODIO A MUERTE POR LA LUZ DE DOS ESTRELLAS

En ambos imperios, antes tan pacíficos y felices, se cambió


completamente la vida y ocupación de sus habitantes. Ya nadie se
afanaba en cultivar los campos al son de músicas y canciones; nadie
se preocupaba de ser bueno y desear el bien del prójimo; sólo se
pensaba en fabricar armas homicidas y en preparar elementos
destructores de la vida y el gozo de los astros. En lugar de canciones
campestres se entonaban himnos de guerra; en lugar de enseñar a
los hijos el amor al prójimo, se les predicaba el odio a muerte al
pueblo detrás de las fronteras; no se recolectaban, bendiciendo a la
tierra, los frutos de la cosecha; sino que se amontonaba flechas y
proyectiles jurando matar al enemigo.

Era que Illampu, señor y rey de las tierras del Norte, había declarado
guerra y exterminio a Illimani, soberano de las tierras del Sur. Y, era
también que éste, henchido de vanidad y orgullo contestó
altivamente a la declaratoria de su rival y corrió a prepararse también
para la lucha.

Al fin, hechos por ambas partes todos los preparativos bélicos,


salieron los dos ejércitos formidablemente armados, al mando de sus
respectivos reyes.

El altanero, Illampu, a la cabeza de las tropas del Norte, esperaba


con ansia el día de la batalla, seguro de sentir su superioridad al
empuje de su invencible ejército. Illimani, capitaneando sus tropas,
también abrigaba los mismos deseos.

Cuando llegó el día de la batalla, los dos ejércitos estaban acampados


muy próximos y habían tomado sus posiciones en una gran llanura
que es-taba precisamente en el límite de ambos estados.

El rey illampu, más impaciente que su ene-migo, se apresuró a poner


sus tropas en línea de batalla y enseguida mandó el ataque.
Ocupaban la vanguardia de su ejército sus famosos flecheros que
lanzaron sobre el campo contrario miles de flechas envenenadas. El
enemigo no tardó en contestar con las certeras piedras de sus
hondas. Poco después se generalizó el combate. Los soldados, como
presas de un extraño furor largo tiempo contenido, se lanzaron unos
contra otros, dispuestos a matar o a morir.

Por su parte, los soberanos, como si aún no estuviesen satisfechos de


tanto encarnizamiento recorrían sus líneas excitando a sus guerreros.

Toda la mañana y parte de la tarde llevaban ya combatiendo, y la


victoria no se decidía por ninguno de los dos campos. Hasta que
illampu, decidido a jugarse de una vez el todo por el todo, reunió lo
mejor de sus tropas y poniéndose él a la cabeza para dar ejemplo, se
lanzó con sus soldados contra el centro de las fuerzas contrarias con
un ímpetu salvaje.

Las huestes de Illimani, sorprendidas, cedieron terreno. Parecía que


su derrota comenzaba. Entonces su soberano haciendo un
desesperado esfuerzo rehízo el orden en sus filas y, poniéndose él por
delante se dispuso temerariamente a rechazar el avance ya victorioso
del enemigo. Esto dio lugar a que en medio del ardor sangriento de
la batalla, se vieran de repente, frente a frente y a muy poca
distancia, los dos príncipes rivales, inmediatamente cada uno de ellos
requirió su arma y se lanzó contra el otro. Illimani, habilísimo
hondero, cargó su honda, la hizo girar vertiginosamente y lanzó la
piedra que zumbando fue a dar en la cabeza de Illampu. Este,
mortalmente herido cayó a tierra. La vista del hecho produjo
desconcierto en las tropas del Norte que retrocedieron en toda la
línea, mientras los más próximos guerreros acudieron en auxilio de su
soberano. Un grito de victoria brotó del pecho de los guerreros del
Sur. Mientras Illimani, enteramente seguro de su triunfo seguía
avanzando hacia el sitio en donde había caído su rival, con más
ánimo de tomarlo prisionero por sus mismas manos. Advertido estos
por el jefe enemigo Illampu, limpiándose como pudo la sangre que
brotaba de su cabeza y le cegaba los ojos, tomó un arco y una
flecha que llevaba uno de sus servidores y aunque desfalleciente,
con un sobrehumano esfuerzo logró dirigir su arma contra el que se
aproximaba victorioso. Illimani, sorprendido, no tuvo tiempo de
evitar la flecha que se le hundió profundamente en el pecho
echándolo por tierra. Esto volvió a cambiar completamente la suerte
de la lucha. Desmoralizados los dos ejércitos, y más que todo,
extenuados por esa lucha que duraba todo el día, resolvieron
suspenderla para concretarse a auxiliar a sus jefes moribundos y
después recoger a sus heridos y enterrar a sus muertos.

Viendo el estado grave de sus soberanos, las tropas resolvieron


volver apresuradamente a sus capitales para lograr, si fuera posible,
salvar la vida de sus monarcas.

Él campo quedó ensangrentado y cubierto de despojos humanos.


Eran las víctimas que habían sacrificado su vida tan sólo por discutir
la luz de una lejana estrella. Era nada más que la obra de la vanidad
de los poderosos, pagada al carísimo precio de tantas vidas perdidas
para siempre.

EL RENCOR DE LOS PADRES, COMO FIERA Y SANGRIENTA LEY,


CAYO EN LOS HIJOS.

Cuando el ejército de Illampu llegó a su capital conduciendo a su


moribundo soberano, la noticia fatal se esparció por toda la ciudad
causando consternación y lágrimas. El pueblo y las mujeres rodearon
el palacio real, llorando por la muerte de sus parientes y por el
peligro de la muerte de su rey.

Mientras tanto, en la cámara real en monarca yacía rodeado de los


yatiris que en vano se esforzaban por mantener con sus remedies la
vida que se iba lentamente del cuerpo de su señor. Todos los sabios
acabaron por declarar unánimemente el próximo fin del soberano.
Este, entre la congoja de su dolorosa agonía, llamó a su hijo y
sucesor para dejarle su última voluntad.

Astro Rojo, aunque niño todavía, desesperado por la pena, midió toda
la gravedad del momento. Al echarse llorando sobre su agonizante
padre, le había dicho doloroso reproche:

 Padre, ¿por qué no me hiciste caso? ¿Qué necesidad teníamos


de trocar la tranquila prosperidad del imperio por los azares y
peligros de una campaña que no tenía más fin que el de
eclipsar la luz de una estrella?

Pero, el moribundo, lejos de mostrarse razonable reconociendo su


fatal error, colérico blasfemaba contra el enemigo y juraba, si acaso
salvaba la vida, volver a la cabeza de sus tropas para castigar
cruelmente la actitud del imperio del Sur.

Pero cuando Illampu sintió aproximarse su última hora, llamó a los


altos dignatarios del imperio y ante ellos habló de esta manera:

 Me muero sin remedio. Quisiera bendecir el porvenir de mi


reino; pero, no me atrevo. Mi hijo, este que va a sucederme,
no tiene el corazón capaz de vengar la humillación que
acabamos de sufrir.
 No padre. Jamás he dicho tal cosa -, exclamó lloroso el
príncipe heredero.
 Sí -volvió a decir el Rey. Porque al reprochar mi conducta no
estás de acuerdo con el deber que tienes. Si quieres que
muera tranquilo, júrame que me vengarás.
 Padre mío, - dijo angustiado Astro Rojo -. Cómo es posible que
te empeñes en dejar para tu hijo y tu imperio esta terrible
deuda que es sólo vano orgullo.
 ¡Cobarde! Tienes miedo de morir como yo. Te maldigo.
 No padre. No me maldigas. Cumpliré mi deber, pero
restableciendo la paz y reconquistando la prosperidad que en
mala hora hemos descuidado.
 ¡Maldito seas! - exclamó el rey -, mientras la muerte
empalidecía su rostro.
 Padre ¡piedad! Si tú me maldices, mi autoridad será reprobada
parios subditos.
 Entonces, jura cumplir lo que te pido, - respondió
Illampu con los ojos desmesuradamente abiertos.

El príncipe, dudando terriblemente entre su conciencia y su deber de


hijo, se echó sollozando sobre su moribundo padre y exclamó:

 Si, sí padre. Lo juro. Juro ahogar en sangre y en mil horrores a


ese pueblo. Le juro sobre tu cuerpo.

Como si hubiera sido lo único que esperaba oír, el moribundo lanzó


un ronco sonido de su garganta y quedó inerte para siempre.

Mientras esto sucedía en el imperio del Norte, en la capital del


imperio del Sur tenían lugar parecidos acontecimientos.

Illimani, herido mortalmente, había reunido el Consejo del Imperio y


ante él había logrado arrancar a su hijo Rayo de Oro, el mismo
juramento de odio y exterminio. Vanas también habían sido ante el
moribundo las sensatas reflexiones del príncipe heredero. No parecía
sino que aquellos dos rencorosos soberanos querían dejar a toda
costa a sus hijos y a sus pueblos encadenados a una terrible deuda
de sangre y destrucción.

Por eso, aquellos preparativos bélicos de antaño, volvieron a


renovarse en ambos imperios apenas se hubieron realizado dos
ceremonias fúnebres posteriores a la muerte de Illampu e Illimani.

UNA GUERRA COMO TANTAS OTRAS, EN QUE HOMBRES SÍN


MUTUO RENCOR DE MATAN POR DEFENDER UNA MENTIRA

Otra vez, los hombres, con criminal empeño, afilaban armas mortales
y amontonaban proyectiles homicidas. Otra vez también fueron
olvidadas las verdaderas necesidades del pueblo y de su porvenir
para entregarse a porfía a la cruel empresa de sembrar de ruinas la
tierra y de llanto los hogares.
Y, como en anterior ocasión, hechos ya los preparativos, salió el
ejército del Norte, buscando al enemigo del Sur, y éste a su vez, en
pos de sus rivales, todos dispuestos a aniquilarse.

La gente de los dos ejércitos, era la carne de cañón de siempre. Los


pobres soldados, no se daban cuenta de que iban, ardorosos a
derramar estérilmente su sangre en aras de una gran mentira, y
solamente por defender el orgullo de dos ambiciosos que ya ni
siquiera existían.

Los únicos que por su educación esmerada y, sobre todo, por la


innata grandeza de sus almas, se daban cuenta de todo eso, eran dos
niños que dirigían los ejércitos; pero, también encadenados por su
juramento, no tenían más remedio que buscarse mutuamente para
luchar con saña.

En aquella misma llanura fronteriza, donde habían caído antaño los


padres, ahora, los dos jóvenes soberanos se aprestaron a la lucha
sangrienta.

Amaneció el día de la batalla; pero ninguno de los jefes quería dar


primero la señal de ataque. Parecía que cada uno de ellos
secretamente esperaba que fuera el otro el que provocara la batalla.

Había el sol ascendido al cénit y, aun, los dos ejércitos impacientes


por matarse, esperaban con extrañeza la orden de sus reyes.

Al fin, no hubo más remedio que pelear. Al mismo tiempo las tropas
se movilizaron y comenzó el encuentro.

Apenas chocaron las avanzadas y cayeron los primeros heridos, el


rencor y la cólera de los hombres pareció despertar con
extraordinaria ferocidad. Los lamentos de los caídos y el olor a
sangre humana emborracharon de furor hasta a los jefes. La lucha
no tenía piedad. Todos parecían fieras sedientas de sangre. Miles y
miles de guerreros habían ya caído. Los demás seguían matando y
muriendo en su mismo sitio sin dar nunca pié atrás. Tanta fue
aquella furia infernal que al anochecer, de los brillantes ejércitos no
quedaban más que dos puñados de hombres heridos que rodeaban a
sus respectivos monarcas.

Sólo se dejó de pelear cuando la obscuridad de la noche impidió que


los sobrevivientes pudieran reconocerse para seguir hiriéndose.

EN MEDIO DEL FRAGOR DEL COMBATE PUDO FLORECER


BELLAMENTE LA NOBLEZA DE DOS NIÑOS
Pero, en cuanto la tierra volvió a alumbrarse con la macilenta luz del
alba, los dos grupos dirigidos por sus imberbes capitanes, volvieron a
afrontarse decididamente. Esta vez ya Astro Rojo y Rayo de Oro no
pudieron eludir el combate. De lo contrario habrían sido tenidos por
cobardes. Ambos se destacaron del grupo de sus subditos y, el uno
con la flecha y el otro con la honda, tal como habían combatido sus
padres, se hirieron mortalmente al mismo tiempo.

Los servidores, aullando de horror se abalanzaron a prestar auxilio a


sus soberanos.

Los dos pequeños, con el rostro aún candoroso de la niñez,


palidecieron mortalmente; pero en lugar de que por sus labios
brotaran blasfemias de rencor, sólo pronunciaron débilmente palabras
de generoso y mutuo perdón. La deuda estaba pagada. Nada
quedaba ya que hacer para colmar todo el horror del juramento.

Al impulso de este mismo pensamiento, Rayo de Oro y Astro Rojo,


ordenaron a sus servidores que los aproximaran uno a otro. Cuando
ambos niños se vieron cerca, se extendieron los brazos
desfallecientes y, en un abrazo sangriento inmensamente sublime,
sellaron la tragedia vivida por sus dos pueblos.

Cuentan que en ese momento sucedió algo extraordinario. Del seno


de la tierra brotó un formidable estruendo. Se abrió la corteza y del
abismo negro brotó a la superficie una inmensa figura de mujer. Era
el genio de la tierra o sea la Pachamama. Su majestuosa figura
estaba aureolada de una luz suave que bajó del cielo aún estrellado
del amanecer, mostró a los mortales toda su esplendidez de diosa.

El genio de la tierra se aproximó solemnemente hacia el grupo de los


dos niños agonizantes y les habló así:

Vuestros padres, no contentos con haber causado tantos estragos, os


han empujado a vosotros por el camino de la guerra más criminal e
injusta. Pero, yo castigaré su orgullo. Mirad - y les mostró dos
estrellas inmensas y blancas que comenzaron a palidecer en el cielo.
Eran las que simbolizaron el poder de sus padres.

Cuando Rayo de Oro y Astro Rojo levantaron sus ensangrentadas


cabezas hacia el cielo, vieron que ambas estrellas comenzaron a
temblar como si las estuvieran desprendiendo del firmamento. Un
instante después se precipitaron vertiginosamente sobre la tierra. Al
caer ellas, sé oyó un terrible estallido. Las estrellas de Illampu e
Illimani, convertidas en masas inertes y opacas, sin más brillo que su
blancura de nieve, habían caído a tierra sobre sus respectivas
capitales, incrustándose sobre las rocas de los Andes, la una hacia el
Norte, y la otra hacia el Sur.
 En cuanto a vosotros, —añadió la Pachamama - hijos
inocentes, que jamás debierais haber servido la criminal
ambición de vuestros padres, después de muertos seréis
símbolo, en la luz de vuestras estrellas roja y oro, de un
pueblo que aquí vivirá más tarde: Ese pueblo tomará para su
bandera el rojo y amarillo y lo unirá al verde que es
esperanza. Estos tres colores serán el emblema de amor y
fraternidad; pero ¡ay! de este pueblo, si como vosotros
mantiene rivalidades por la luz de una lejana estrella o se
divide en querella regionalista.

Desapareció el genio de la tierra al mismo tiempo que el sol, a lo


lejos, fue dorando con su luz el cielo.

Murieron al mismo tiempo los dos jóvenes monarcas y, sus


servidores, sin atreverse a separar esos dos cuerpos cuyo abrazo la
muerte había hecho más fuerte y estrecho, resolvieron guardarlos allí
mismo en una sola sepultura.

Desde la siguiente noche desaparecieron también para siempre las


dos estrellitas roja y oro para bajar a la tierra a cumplir su papel
simbólico.

ENTRE LOS ESCOMBROS DE LA TIERRA ENSANGRENTADA,


BROTO LA FLOR DE LA RECONCILIACIÓN

Pasó mucho tiempo sobre esas tierras desiertas, desoladas. El


Illampu y el Illimani, las dos más altas montañas seguían ostentando
sus cumbres elevadas como pugnando por continuar su vieja
rivalidad. Pero, habían sido castigadas por el Genio de la Tierra a
llorar su culpa con el eterno deshielo de sus nieves. Hasta que a
fuerza de llorar derritiéndose, habían logrado enviar a través de
serranías y llanuras las aguas de sus cristalinos arroyos, hasta
fecundizar con su frescura la tierra que guardaba la tumba de los dos
príncipes reconciliados. Al milagro de las aguas de esas montañas
sobre la legendaria tumba, brotó a tierra una verde y enmarañada
planta que en sus ramas retorcidas semeja muchos abrazos
cordiales. Llegó la primavera y la verde planta se cubrió de cálices de
color rojo y guarda, los colores descendidos de las estrellas de Astro
Rojo y Rayo de Oro, que formaron una linda tricolor con el verde de
las hojas.

Siglos después se formó, como lo había dicho la Pachamama, un


nuevo pueblo que tomó a esa flor y sus colores como símbolo y
emblema.

Ese pueblo es, queridos lectorcitos, nuestra amada patria, y ese


símbolo y ese emblema no son otros que nuestra tricolor boliviana y
la tradicional flor de la khantuta que florece en las breñas de los
Andes.

* "Leyendas de mi tierra" de Antonio Díaz Villamil

La Leyenda Del Desaguadero

Allá, por los tiempos en que Tihuanacu era una inmensa ciudad llena
de palacios, templos y jardines, ocurrió lo que os voy a contar.

Abundaba tanto la riqueza que no había pobres y nadie se acordaba


de practicar la caridad. La vida era una continua alegría y como no
había penas ni dolo-res que mitigar, a todos se les había endurecido
el corazón. La dicha constante que rodeaba por doquier a los
tiahuanacotas les había perfeccionado los sentidos para el placer,
pero les había cerrado los ojos del alma dejándolos sin poder
distinguir el bien del mal. Ya nadie se acordaba siquiera de los sabios
preceptos de su dios, el gran Pachacamáj.

Y mientras el pueblo egoísta y corrompido se entregaba al desenfreno


del placer, los dioses tutelares de la raza, desde su trono de nieves
eternas del Illimani, contemplaban el espectáculo de su ciudad
predilecta, extendida allá abajo, en fas llanuras, con su puerto y sus
muelles de piedra besados por las aguas del lago Wiñaymarca.
El gran Pachacamáj, en su sillón de nubes y teniendo por respaldo un
arco iris, miraba la gran ciudad que fundaron sus hijos. Pero, ya no
sonreía satisfecho de su obra como otras veces. Un profundo pesar
empañaba su divino rostro. Se sentía abandonado de sus criaturas a
quienes, en su in-mensa generosidad, había colmado de tantos
dones. Parecía sentir remordimiento por haber sido tan bueno con
esos hombres malos y egoístas.

A su lado estaba el dios Kjunu, vestido de su brillante manto de


escarcha. Pero su rostro, al contrario que el de Pachacamáj,
manifestaba una alegría perversa, un deleite satánico que no tardó en
darlo a conocer con estas palabras:

 ¿Y bien, Pashacamaj, resistirás todavía a seguir mi consejo?


 Calla, Kjunu, respondióle el dios, con tristeza - no añadas tu
burla a la pena que siento.
 La pena no es digna de un dios todopoderoso como tú —, le
contestó Kjunu.
 ¿Olvidas que mi bondad es infinita?
 Pero, cuando tus criaturas han llevado al colmo su ingratitud, tu
deber es castigar.
 El castigo, la ira y el mal son tus atributos, no los míos.
 Pues, por eso te pido que me dejes obrar. Si, gran
Pachacamaj, déjame a mí que escarmiente la ciudad rebelde.
Mis rayos y tormentas caerán sobre ella y humillarán su
orgullo; las fuerzas interiores de la tierra que me obedece
sacudirán sus cimientos y las aguas del lago, que hasta ahora
besan mansamente sus muelles y mecen sus barcas,
avanzarán encrespadas sobre la ciudad para lavar las huellas
de sus orgías.

Pachacamáj imaginó interiormente el cuadro horroroso que le pintaba


su interlocutor y entornando los párpados se quedó en silencio.

 ¿Aceptas? - Insistió Kjunu - . Voy en seguida a desencadenar


mis elementos.
 ¡No, no Kjunu! Mi bondad es mayor aún puedo tocarles el
corazón; todavía puedo llevarlos por el sendero del bien.
 ¿Y qué harás para conseguirlo? ¿No has agotado todos los
recursos? ¿No has visto burladas todas tus esperanzas?
 Tengo un recurso más—, respondió Pachacamaj.
 ¿Cuál?
 Bajaré yo mismo a la ciudad: tomaré forma humana; viviré
entre ellos y con mis labios les llamaré al camino del bien; les
mostraré los castigos que íes amenazan y clamaré para que se
arrepientan.
 ¡Ja ja ja! - estalló Kjunu en una sarcástica y formidable
carcajada que, abajo en la ciudad se oyó como el retumbar de
un trueno que rebotara entre las cumbres de la montaña.
 ¿Te burlas de mi plan? - dijo fastidiado el gran dios.
 Parece que no conocieras a tus criaturas. Todo cuanto tú hagas
por ellos será inútil.
 Si lo dudas, habló Pachacamaj - te juego mi poderío sobre el
mundo.
 Acepto. Si logras vencer el egoísmo y la ceguera de esa ciudad
yo renunciaré para siempre a ser el azote de las campiñas y
de los cultivos; dejaré que mis nieves se derritan para siempre
bajo los rayos de tu sol y sólo arroyos apacibles te ofrendaré
como tributos para enflorecer las tierras yermas; guardaré por
los siglos de los siglos el horror de mis truenos y la guadaña
de mis heladas y granizos.
 Y, si, por el contrario, me derrota en este último intento la
ingratitud de mis criaturas, - siguió Pachacamaj - yo te
cederé el imperio de la tierra y, para ir a ocultar mi
pesadumbre, me anegaré en una de tus lagunas donde la sal
de tus aguas esterilice para siempre mi poder fecundante.
 Acepto cuanto dices -, añadió con feroz alegría el terrible
Kjunu.

Poco después, Pachacamaj se preparaba para bajar a Tiahuanacu a


llevar a cabo su obra de convertir a los hombres.

LLEGO UN HOMBRE MISTERIOSO

Era un día de regocijo. Los tiahuanacotas celebraban en las calles, en


las plazas y en los palacios interminables festines. Por todas partes
libaban el alcohólico zumo de la quinua servido en copas de oro
laminado. Sobre mesas de piedra tallada y cubiertas de preciosos
tejidos de vicuña, estaban dispuestas las más variadas viandas,
desde los pescados más exquisitos hasta las sabrosas chuletas de
jabalí. Tampoco faltaban las deliciosas frutas traídas desde los
lejanos valles de los Yungas.

Era que desde varios días atrás se encontraba en la ciudad un


hombre extraordinario, quién viniendo de una balsa a través del lago
había desembarcado en el muelle. Les había dicho que era oriundo
de un lejano país. A pesar de ser un extranjero hablaba el idioma del
país con una asombrosa perfección. Todos los tiahuanacotas le
habían rodeado con afecto, creyéndolo embajador de algún imperio
ignorado.
Todas las fiestas y honores eran para él. Por su parte, el agasajado
sonreía satisfecho al ver la exquisita amabilidad de esa gente y se
prometía en secreto el más cabal éxito en ¡a misión que traía.

Después de habérsele designado para su alojamiento uno de los más


hermosos palacios de la ciudad, fue llevado en triunfo para ser
presentado ante todo el pueblo.

En la gran plaza del Arco Iris, en cuyo fondo se levantaba el inmenso


y suntuoso palacio de Puma Sagrado, se elevaba un amplío estrado
accesible por una anchísima escalinata. En el estrado tenían sus
respectivos sitios los más altos dignatarios del imperio; en la
escalinata, hacia ambos lados, había formado la gran guardia de
honor.

Después de una breve espera apareció por el otro extremo de la


plaza el ilustre huésped acompañado de varios personajes y rodeado
de una escolta. Inmediatamente el jefe de los guardias militares dio
una señal y se difundió por el ejército, mientras el agasajado
avanzaba majestuosamente y subiendo por la escalera fue a ocupar
el sitio de honor que se le había reservado.

En seguida, el Mallkju, o sea dignatario más anciano, aproximándose


le rozó suavemente con su barba la mejilla. Era el más cordial saludo
de bienvenida. Este saludo fue coreado por alborozados gritos de
toda la muchedumbre expectante. Acto seguido se inició la regia
fiesta. Centenares de sirvientes aparecieron, provistos de vasos y
recipientes y comenzaron a distribuir el rubio licor de quinua por
orden de jerarquía. La primera copa fue en honor del huésped, pero
en seguida el licor fue prodigado a todos. Se difundió el entusiasmo
y principio la orgía. Muy pronto y bajo el impulso de la ebriedad,
todos se olvidaron del huésped.

En vano el misterioso extranjero, viendo con desagrado que su arribo


había sido un motivo para entregarse a los vicios y excesos, quiso
dominar con su voz el estrépido y bullicio para desaprobar esa
culpable conducta; pero nadie le atendía; todos corrían sedientos en
pos de sus placeres. Cada cual buscaba la mejor manera de
satisfacer sus bajos instintos.

El extranjero, vencido a su pesar en este primer intento, descendió


silencioso del estrado y buscando paso por entre la aturdida
muchedumbre, fue a refugiarse, triste y cabizbajo en su alojamiento,
mientras en la gran plaza del Arco Iris continuaba la orgia.

PREDICANDO EL BIEN ENTRE EL PUEBLO INFIEL


Al fin, nuestro héroe, en quién sin duda, habrán reconocido al dios
Pachacamaj en figura de hombre, después de muchos días "de
inútiles esfuerzos había logrado congregar al pueblo para hablarle de
la misión trascendental que le traía, habiendo también obtenido que
los tiahuanacotas suspendiesen por ese tiempo sus diversiones
acostumbradas.

Les habló de que su deber era predicar entre las gentes las verdades
olvidadas, de condenar los vicios que se habían apoderado de los
hombres, de la terrible cólera divina que podía estallar sobre ellos si
continuaba la ciudad ingrata entregada a la corrupción. Les dijo que
Pachacamaj, apenado por la ceguera de los hombres y antes de
proceder al castigo, le había enviado para que anunciara las terribles
calamidades que estaban para asolar el imperio si es que el pueblo
iluso no volvía inmediatamente a la vida del trabajo, a la práctica del
bien y al culto de su religión.

Y todo esto les habló tan elocuentemente y con tanto fervor, como
sólo podía haberlo hecho un dios tan sabio como en efecto lo era.
Mas, a pesar de toda esa elocuencia y sabiduría, los oídos de los
hombres, cerrados desde mucho tiempo atrás a la voz de la vedad,
no dieron paso a sus palabras. A pesar de las terribles descripciones
de los castigos inminentes, el encallecido corazón de esa gente no se
conmovió.

Una vez más decepcionado el apóstol, se retiró dé su discurso.

EL RIO DESAGUADERO CAMINO MISTERIOSO

Viendo Pachacamaj que nada lograba con sus palabras, resolvió usar
de su poder sobrenatural y comenzó a realizar una serie de
maravillas a fin de poder convencer a esa gente empedernida.

Cierto día en que el pueblo se había reunido con un nuevo festín,


cuando los servidores quisieron escanciar en las copas el licor de
quinua, notaron asombrados que se había solificado el pueblo,
sediento de alcohol, al ver que no tenía con qué apagar el ardor de
sus abrazadas entrañas, sufrió un enorme disgusto.

Otro día, para el que se había fijado una espléndida fiesta en


celebración del matrimonio de doce príncipes, en lo mejor de la orgía,
el sol que estaba en el centro del cielo apagó bruscamente sus rayos
y sumió a toda la tierra en la obscuridad. Los tiahuanacotas,
sorprendidos por el fenómeno celeste, sintieron un terror
desconocido, al mismo tiempo que los animales gemían y tiritaban de
espanto.
Finalmente, cuando se reunieron para celebrar un profano rito de
repugnante sensualidad en el templo del Rayo, el gran monolito de
cien brazadas de altura, que dominaba el recinto, como si una
misteriosa fuerza lo hubiera empujado, vaciló en su base y se vino
abajo, aplastando varios centenares de asistentes.

Cuando el pueblo aullando de espanto salió hacia la plaza para


salvarse de posibles derrumbes, el apóstol misterioso intentó
detenerlos. Les dijo que los continuados sucesos que venían
deplorando eran advertencias de su dios. Por último, les anunció que
si no cejaban en sus desenfrenos sobrevendrían muchas y mayores
calamidades.

Los aterrados habitantes de Tiahuanacu, en lugar de tomar en cuenta


esas advertencias se acordaron de que hasta la venida de ese
extranjero jamás habían tenido que lamentar semejantes desastres y
atribuyeron a la presencia del intruso el fatal maleficio.

Entonces, esos hombres de pasiones brutales, sintieron nacer en su


interior una incontenible furia contra el apóstol.

Sí. - Exclamaron los más atrevidos -. Arrojémosle de la ciudad.


Echémosle al lago para que sus olas lo alejen para siempre de
nuestras costas.

Hicieron tal como lo habían pensado. Se precipitaron sobre el


extranjero y dándole golpes y aplicándole los más grandes insultos, lo
arrastraron brutalmente hacia los muelles; lo amarraron de pies y
manos sobre una pequeña balsa de totora y lo lanzaron así
abandonado a la furia de las olas y de los vientos.

La frágil balsa, impulsada por el viento, se dirigió durante algún


tiempo hacia el oeste; pero después el viento cambió de dirección
hacia el sur. El prisionero fue conducido impetuosamente contra las
costas meridionales del lago, y parecía condenado a estrellarse contra
las elevadas rocas de la orilla, cuando en el momento preciso en que
iba a suceder el desastre, ocurrió algo verdaderamente
extraordinario. La costa se abrió mágicamente y dejó paso a una
porción de agua que, conduciendo suavemente a la pequeña
embarcación, siguió corriendo al sur, a través del altiplano. Después
de un recorrido de unos trescientos kilómetros, él curso de agua
desembocó en el lago Poopó. La embarcación llegó allí y desapareció
misteriosamente.

Ahora veamos lo que ocurrió, mientras tanto, en la ciudad de


Tiahunacu.
Al verse así arrojado el dios transformado y viendo frustrada su
última esperanza ya no pudo sufrir más la ultrajante humillación de
sus criaturas y las maldijo.

El dios Kjunu que presenciaba atentamente los acontecimientos


desde una cumbre cercana, en cuanto oyó la maldición de
Pachacamaj, que al mismo tiempo era la confesión de su derrota,
desencadenó sus terribles elementos, tal como había ofrecido hacer
aquel día sobre la cumbre del Illimani, cuando entre los dos dioses
rivales se jugaron su poderío.

Las nubes preñadas de tormenta descargaron furiosamente sus aguas


seguidas de truenos y rayos sobre la ciudad maldita. Los
ventisqueros y las nieves bajando desde las altas montañas se
echaron en tremendas avalanchas sobre los edificios, y las aguas de
Wiñay-marca, encrespadas por el huracán y rugiendo
ensordecedoras, salieron de su nivel y avanzaron sobre la ciudad,
ahogando a los últimos seres vivientes que aún no habían caído
bajo el castigo de las nieves, de los rayos y del incendió.

Vencido en esta prueba el gran Pachacamaj, dios creador y


fecundante de la tierra, cumplió fatalmente su destino, anegándose
para siempre entre las saladas aguas del Poopó. Quedó desde
entonces el mundo sin la envidiable fecundidad de aquellos felices
tiempos en que el hombre recogía en la tierra generosa sus dones sin
esfuerzo alguno. Desde entonces quedó la tierra avara y miserable
para dar sustento a los hombres.

En cambio, Kjunu había salido vencedor y comenzó a imponer su


cólera sobre la tierra. Heladas y granizos fueron el constante azote de
los cultivos. El aire enfriado por el soplo de Kjunu, hizo sentir su
crudeza en las noches invernales.

Finalmente, el lago que durante algunos siglos había cubierto a la


soberbia metrópoli, retiró sus aguas más lejos aún de su antiguo
nivel para mostrar a la posteridad esas ruinas como una severa
lección para los excesos y la soberbia de los mortales.

* "Leyendas de mi tierra" de Antonio Díaz Villamil

La Leyenda de la Coca
Cuando los pobres indios acampan en sus noches frías de viaje por el
altiplano o la montaña, allí junto a sus cargas y cerca de sus asnos,
se acurrucan sobre el duro suelo, forman un estrecho círculo y el más
anciano o cariñoso saca su chuspa o su tary de coca y desanudándolo
lo deja en el centro, como la mejor ofrenda a disposición de sus
compañeros. Entonces, éstos, silenciosamente, toman pequeños
puñados de la verde hoja y comienzan la concienzuda masticación.
Horas y más horas hacen el aculli, extrayendo y tragando con cierta
guía el amargo jugo.

Cuando ya todos han comenzado la masticación, parece que el


espíritu de esos parias se despertara bajo el silencio de la noche.
Surgen las confidencias sobre las impresiones, esperanzas y
amarguras que durante todo el día callaron mansamente bajo la
hostil mirada de sus amos, los blancos.

Cierta vez que yo viajaba por el altiplano, me vi obligado a pasar la


noche a la intemperie, junto a uno de esos grupos de indios viajeros.
Aterido de frío el crudo viento que soplaba por la desierta pampa, no
pude conciliar el sueño. Fue entonces que en medio del insomnio oí
referir esta leyenda.
Escuchad:

Era por el tiempo en que habían llegado a estas tierras los


conquistadores blancos.

Las jornadas siguientes a la hecatombe de Cajamarca fueron crueles


y sangrientas. Las ciudades fueron destruidas, los cultivos
abandonados, los templos profanados e incendiados, los tesoros
sagrados y reales arrebatados. Y, por todas partes en los llanos y en
las montañas los desdichados indios fugitivos, sin hogar, llorando la
muerte de sus padres, de sus hijos o de sus hermanos.

La raza, señora y dueña de tan feraces tierras yacía en la miseria, en


el dolor. El inhumano conquistador, cubierto de hierro y lanzando
rayos mortales de sus armas de fuego y cabalgando sobre briosos
corceles, perseguía por las sendas y las apachetas a sus espantadas
víctimas.

Los indios indefensos, sin amparo alguno, en vano invocaban a sus


dioses, en vano lamentaban su desdicha. Nadie, ni en el cielo ni en la
tierra, tenían compasión de ellos.

KJANA - CHUYMA, EL YATIRI

Un viejo adivino llamado Kjana - Chuyma, que estaba, por orden del
inca, al servicio del templo de la isla del Sol, había logrado huir antes
de la llegada de los blancos, a las inmediaciones del lago, llevándose
los tesoros sagrados del gran templo. Resuelto a impedir a todo
trance que tales riquezas llegaran al poder de los ambiciosos
conquistadores, había conseguido, después de vencer muchas
dificultades y peligros, en varios viajes, poner en salvo, por lo menos
momentáneamente, el tesoro en un lugar oculto de la orilla oriental
del lago Titicaca.

Desde aquel sitio no cesaba de escudriñar diariamente todos los


caminos y la superficie del lago, para ver si se aproximaban las
gentes de Pizarro.

Un día los vio llegar. Traían precisamente la dirección hacia donde él


estaba. Rápidamente resolvió lo que debía hacer. Sin perder un
instante, arrojó todas las riquezas en el sitio más profundo de las
aguas.

Pero cuando llegaron junto a él los españoles, que ya tenían


conocimiento de que Kjana - Chuyma se había traído consigo los
tesoros del templo de la Isla, con intención de sustraerlo al alcance
de ellos, lo capturaron para arrancarle si fuera preciso por la fuerza el
ansiado secreto.

Kjana - Chuyma se negó desde el principio a decir una palabra de lo


que los blancos le preguntaban. Sufrió con entereza heroica los
terribles tormentos a que lo sometieron. Azotes, heridas,
quemaduras, todo, todo soportó el viejo adivino sin revelar nada de
cuanto había hecho con el tesoro.

Al fin, los verdugos, cansados de atormentarle inútilmente, le


abandonaron en estado agónico para ir por su cuenta a escudriñar
por todas partes.

Esa noche, el desdichado Kjana - Chuyma, entre la fiebre de su


dolorosa agonía, soñó que el Sol, dios resplandeciente, aparecía por
detrás de la montaña próxima y le decía:

 Hijo mío. Tu abnegación en el sagrado deber que te has


impuesto voluntariamente, de resguardar mis objetos
sagrados, merece una recompensa. Pídenos lo que desees,
que estoy dispuesto a concedértelo.
 ¡Oh!, Dios amado - respondió el viejo - ¿Qué otra cosa puedo
yo pedirte en esta hora de duelo y de derrota, sino la
redención de mi raza y el aniquilamiento de nuestros infames
invasores?
 Hijo desdichado - le contestó el Sol – Lo que tú me pides, es ya
imposible. Mi poder ya nada puede contra esos intrusos; su
dios es más poderoso que yo. Me ha quitado mi dominio y por
eso, también yo como vosotros debo huir a refugiarme en el
misterio del tiempo. Pues bien, antes de irme para siempre,
quiero concederte algo que esté aún dentro de mis facultades.
 Dios mío, - repuso el viejo con pena – si tan poco poder ya
tienes, debo pensar con sumo cuidado en lo que voy a pedirte.
Concédeme la vida hasta que pueda decidir lo que he de
rogarte.
 Te concedo, pero no más que el tiempo en que transcurre una
luna. Dijo el Sol y desapareció entre las nubes rojas.

EL SECRETO CONSUELO DE DIOSES PARA LA TRISTE RAZA


VENCIDA

La raza estaba irremediablemente vencida.

Los blancos, orgullosos y déspotas, no se dignaban considerar a los


indios como a seres humanos. Los habitantes del inmenso imperio
del Sol, sin rey y sin caudillos, no tuvieron más que soportar
calladamente la esclavitud para muchos siglos o huir a regiones
donde aún no hubiera llegado el poder de los intrusos.

Uno de esos grupos, embarcándose en pequeñas balsas de totora,


atravesó el lago y fue a refugiarse en la orilla oriental, donde Kjana -
Chuyma estaba luchando con la muerte.

Los indios, sabedores de cuanto le había ocurrido al noble anciano,


acudieron solícitos a prodigarle sus cuidados. Kjana - Chuyma era
uno de los yatiris más queridos en todo el imperio, por eso los indios
rodearon su lecho de agonía, llenos de tristeza, lamentando su
próxima muerte.

El anciano, al ver en torno de si ese grupo de compatriotas


desdichados, sentía más honda pesadumbre e imaginaba los tiempos
de dolor y amargura que el futuro guardaba a esos desventurados.

Fue entonces que se acordó de la promesa del gran astro. Resolvió


pedirle una gracia, un bien durable, para dejarlo de herencia a los
suyos; algo que no fuera ni oro ni riqueza, para que el blanco
ambicioso no pudiera arrebatarles; en fin, un consuelo secreto y
eficaz para los incontables días de miseria y padecimientos.

A llegar la noche, lleno de ansiedad en medio de la fiebre que le


consumía, imploró al Sol para que acudiera a oírle su última petición.
A los pocos momentos, un impulso misterioso lo levantó de su lecho y
lo hizo salir de la choza.

Kjana - Chuyma, dejándose llevar por la secreta fuerza que lo dirigía,


subió por la pendiente arriba hasta la cumbre del cerro. En la cima
notó que le rodeaba una gran claridad que hacía contraste con la
noche fría y silenciosa. De pronto, una voz le dijo:

 Hijo mío. He oído tu plegaria. ¿Quieres dejar a tus tristes


hermanos un lenitivo para sus dolores y un reconfortante para
las terribles fatigas que les guarde en su desamparo?
 Sí, sí. Quiero que tengan algo con qué resistir la esclavitud
angustiosa que les aguarda. ¿Me concederás? Es la única
gracia que te pido para ellos, antes de morir.
 Bien, - respondió con dulce tristeza la voz - . Mira en
torno tuyo. ¿Ves esas pequeñas plantitas de hojas verdes y
ovaladas? La he hecho brotar por ti y para tus hermanos.
Ellas realizarán el milagro de adormecer penas y sostener
fatigas. Serán el talismán inapreciable para los días amargos.
Di a tus hermanos que, sin herir los tallos, arranquen las
hojas y, después de secarlas, las mastiquen. El jugo de esas
plantas será el mejor narcótico para la inmensa pena de sus
almas.
Después de recibir varias otras instrucciones, el viejo lleno de
consuelo, volvió a su choza cuando la aurora comenzaba a iluminar la
tierra y a platear las tranquilas aguas del lago.

Kjana - Chuyma, sintiendo que le quedaban pocos instantes de vida,


reunió a sus compatriotas y les dijo:

 Hijos míos. Voy a morir, pero antes quiero anunciaros lo que el


Sol, nuestro dios, ha querido en su bondad concederos por
intermedio mío:

Subid al cerro próximo. Encontraréis unas plantitas dé hojas


ovaladas. Cuidadlas, cultivadlas con esmero. Con ellas tendréis
alimento y consuelo.

En las duras fatigas que os impongan el despotismo de vuestros


amos, mascad esas hojas y tendréis nuevas fuerzas para el trabajo.

En los desamparados e interminables viajes a que obligue el blanco,


mascad esas hojas y el camino os hará breve y pasajero.

En el fondo de las minas donde os entierre la inhumana ambición de


los que vienen a robar el tesoro de nuestras montañas, cuando os
halléis bajo la amenaza de las rocas prontas a desplomarse sobre
vosotros, el jugo de esas hojas os ayudará a soportar esa vida de
obscuridad y de terror.

En los momentos en que vuestro espíritu melancólico quiera fingir un


poco de alegría, esas hojas adormecerán vuestra pena y os darán la
ilusión de creeros felices.

Cuando queráis escudriñar algo de vuestro destino, un puñado de


esas hojas lanzado al viento os dirá el secreto que anheláis conocer.

Y cuando el blanco quiera hacer lo mismo y se atreva a utilizar como


vosotros esas hojas, le sucederá todo lo contrario. Su jugo, que para
vosotros será la fuerza y la vida, para vuestros amos será vicio
repugnante y degenerador: mientras que para vosotros los indios
será un alimento casi espiritual, a ellos les causará la idiotez y la
locura.

Hijos míos, no olvidéis cuanto os digo. Cultivad esa planta. Es la


preciosa herencia que os dejo. Cuidad que no se extinga y
conservadla y propagadla entre los vuestros con veneración y amor.

Tales cosas les dijo el viejo Kjana - Chuyma, dobló su cabeza sobre el
pecho y quedó sin vida.
Los desdichados indios gimieron inconsolables por la muerte de su
venerable yatiri. Durante tres días y sus noches lloraron al difunto sin
separarse de su lecho. Al fin, fue necesario pensar en darle
sepultura. Para ello eligieron la cima del próximo cerro. En
silenciosa comitiva fueron los indios hacia la cumbre, conduciendo el
cadáver de su yatiri. Fue enterrado dentro de un cerco dé las plantas
verdes y misteriosas. Recién en ese momento se acordaron de
cuanto les había dicho al morir Kjana - Chuyma y cogiendo cada cual
un puñado de las hojitas ovaladas se pusieron a masticarlas.

Entonces se realizó la maravilla. A medida que tragaban el amargo


jugo, notaron que su pena inmensa se adormecía lentamente… … …

* "Leyendas de m La Leyenda de la Papa

QUIENES ERAN LOS SAPALLAS

En tiempos muy remotos, nuestro país estaba habitado por las


sapallas. Sapallas quería decir en el lenguaje antiguo "los únicos
señores". Y esto era exacto, porque este pueblo hacía remontar la
posesión de su territorio hasta los tiempos de la tradición. Se
aseguraba que el dios Viracocha, es decir el Supremo Creador del
mundo según los aymarás, al tiempo que distribuía a cada pueblo una
región determinada para establecerse, destinó para los sapallas la
región más próspera y rica.

Los sapallas estaban orgullosos de su suelo. Parecía una región


predestinada a una gran raza, así como la Tierra Prometida para el
pueblo de Israel. Sus majestuosos montes nevados, su pampa
inmensa y solemne, su cielo diáfano y purísimo, su lago legendario,
sus aves, sus flores, todo, en fin hacía del suelo de los sapallas un
país nada común en el mundo.

Los sapallas vivieron en sus tierras felices y contentos. La tierra


retribuía con prodigalidad el esfuerzo de los agricultores; el Sol les
enviaba desde lo alto la dorada bendición de sus rayos para madurar
los granos, y la Luna con su luz suave plateaba las noches serenas y
presidía el cortejo de estrellas; el lago ofrecía a los pescadores
abundantes y sabrosos pececillos; hasta los ríos les traían desde su
misterioso y lejano origen brillantes arenas de oro puro, que las
depositaban como un regio presente sobre la linfa de sus orillas. En
una palabra, la tierra de los sapallas era una tierra bendita, y, por lo
mismo, los hombres que la habitaban fueron buenos, honrados y
trabajadores.

Tan buenos eran los sapallas que consideraban a los demás pueblos
igualmente bondadosos. Perdieron toda sospecha contra los
extranjeros. Tan confiados estaban en las buenas intenciones de sus
vecinos que, hasta se olvidaron de manejar armas. Suprimieron los
ejércitos por considerarlos ya inútiles en su tranquilo y apacible vivir.
Habían olvidado lo que eran las guerras y sus temibles
consecuencias.

Así pasaron varios siglos. Generaciones tras generaciones se


sucedieron los sapallas gozando inalterablemente de la posesión de
esa tierra generosa, en la cual, desde el mandato de Viracocha, eran
los "únicos señores".

LA INVASIÓN DE LOS TERRIBLES KARIS

Pero, un día trágico, ocurrió lo inesperado, lo imposible, aquello que


estaba fuera de las pasiones de los sapallas.

Hacia el norte vivía un pueblo que, lo mismo que los sapallas,


poseía sus tierras desde largos siglos. Pero esas tierras estaban
dominadas por un inmenso monte, que como un centinela dominaba
los valles y las llanuras. Era un monte que infundía terror, con sus
faldas peladas y su hostil cresta que parecía una constante
amenaza. Además, según contaban los más ancianos, cuando en la
tierra peleaban aun los dioses buenos y malos por el dominio de la
tierra, el dios Viracocha había logrado vencer al genio del mal y para
dejarlo aprisionado en lugar "seguro lo echó en un profundo abismo y
sobre él colocó inmensa mole de esa montaña. Todo esto, que era
muy sabido por los habitantes del norte, les hacía considerar esa
montaña como encantada y maldita.

Cierto día, los habitantes del norte despertaron azorados por un


extraño ruido que parecía salir del interior de la tierra. Formidables
truenos vibraban aterradores en el seno del suelo. Las gentes
asustadas miraban al cielo y a la tierra, sin saber qué hacer,
presintiendo algún mal terrible, pero sin saber a quién acudir para
conjurarlo.

Cayó el día, y la noche cubrió la tierra, mientras los pobladores


seguían en su terrible angustia. De pronto, la noche lúgubre se
alumbró fantásticamente con una luz roja y cegadora. Los mortales
vieron entonces que de la cima de aquel diabólico monte brotaba
hacia el suelo un enorme chorro de fuego líquido, que, después de
elevarse como una columna altísima, se desdoblaba sobre sí misma,
ramificándose como un fantástico árbol o abriéndose como un
descomunal paraguas, caía sobre la tierra produciendo humo espeso
y asfixiante.

Al principio no fue más que asombro el de las gentes que


presenciaron tal espectáculo; pero cuando el fuego llegó hasta ellos
como una infernal inundación y comenzó a destruir campos,
viviendas, animales y hombres, entonces, los sobrevivientes huyeron
locos de terror, lanzando ayes y alaridos de angustia.

Toda la comarca se convirtió en un momento en un formidable mar


de fuego y ceniza.

Como te habrás dado cuenta, querido lectorcito, esta dolorosa


tradición, según la geografía puede ser interpretada de la siguiente
manera:

Aquel terrible monte no era otro que el volcán Misti tan célebre por
sus constantes erupciones y la catástrofe que he referido es una de
las muchas actividades funestas del mismo. El fuego interno que
según algunas teorías existe en el centro de la tierra, logra de cuando
en cuando su salida a la superficie por esos conductos que son los
volcanes. Este fuego interno sale al exterior produciendo un sonido
formidable y después de elevarse por lo alto cae a la tierra
destruyendo cuanto está a su alcance. Muchas y ricas ciudades han
desaparecido en tales catástrofes. Pregunta a tu profesor de Historia
y te contará cómo en tiempos antiguos desaparecieron las ciudades
romanas Herculano y Pompeya. La misma ciudad de Arequipa que al
presente se encuentra al pié del Místi, esté constantemente
amenazada por las furias del volcán.

Ahora volvamos a nuestro relato.

Viéndose sin hogar y sin patria, los sobrevivientes resolvieron buscar


otro hogar y otra patria aunque fuera en son de conquista y con
perjuicio de otros pueblos.

Como tales intenciones no tardaron en fijar sus miradas en las fértiles


y apacibles tierras de los sapallas que se extendían hacia el sur como
una presa fácil.

Conociendo el carácter tranquilo y pacífico de los sapallas, los


sobrevivientes se lanzaron sobre el pueblo vecino como un impetuoso
torrente. A la señal de sus pututos de guerra cayeron sobre las
indefensas campiñas y aldeas y en poco tiempo consiguieron cantar
sobre los desventurados sapallas su fiero himno de conquista y de
victoria.

Por su parte, los sapallas, sin armas, sin jefes, sin espíritu guerrero,
se quedaron anonadados por la terrible sorpresa, no supieron ni
pudieron defenderse y desde el primer momento no tuvieron más
remedio que aceptar la dominación de los invasores. Estos tomaron
el nombre de "karis" que quería decir "Varones fuertes" ya que
efectivamente habían demostrado ser más fuertes y valerosos que los
sapallas.

La situación de los sapallas se hizo verdaderamente miserable. Como


sucede siempre, el pueblo conquistador proclamó el derecho de su
fuerza y con este derecho impuso a sus desgraciados conquistados la
más cruel esclavitud.

Los karis arrebataron a los sapallas todo cuanto en su vida pacífica y


laboriosa se habían proporcionado: sus lindas y cómodas casitas, sus
numerosos rebaños de llamas, sus fértiles campos, sus templos y sus
jardines.

Además, los vencedores resolvieron no trabajar en los campos y


obligaron a sus esclavos sapallas a que los mantuvieran con el
producto de sus cosechas, mientras ellos se dedicaban a sus
diversiones y al descanso.
Año tras año, los desgraciados sapallas después de arar, sembrar y
regar constantemente sus inmensos campos, cuando llegaba el día de
la cosecha, miraban con estupor y llenos de indignación como
llegaban los karis y recogían con sus propias manos los abundantes
frutos que tanto trabajo y fatiga les había costado.

Los karis, después de colmar sus depósitos y graneros, recién


permitían a sus esclavos entrar a los campos a recoger los
desperdicios de la cosecha.

CHOQUE, EL PEQUEÑO HÉROE

Muchos años hacía que los sapallas soportaban esta infame


dominación. Parecía que su servidumbre ya no tenía remedio. Todos
estaban resignados a seguir soportando su miserable destino, por lo
menos hasta que su dios los salvara milagrosamente.

Por ese tiempo vivía entre la raza de los sapallas un niño llamado
Choque. Tenía apenas quince años y era el último descendiente de los
jefes sapallas.

Cuando los karis quisieron obligarle a servirles lo mismo que los


demás sapallas, Choque a pesar de su corta edad se resistió con
admirable entereza desempeñar para sus dominadores aun los
menores mandatos. Hacía su vida por su cuenta y como le parecía.
En fin, era el único ser relativamente altivo y libre entre todos los
sapallas.

Los orgullosos karis, sabiendo que Choque era de noble origen,


querían humillarlo más que a los demás y le ordenaban cumplir los
más bajos oficios. Pero, el valeroso niño, demostrando la entereza
de carácter, como correspondía a su noble sangre, jamás quiso
cumplir las órdenes de los karis.

Esta conducta enfurecía a los crueles invasores que varias veces lo


sometieron a los más duros castigos. Su débil cuerpecito soportó
estoicamente centenares de azotes sin que sus verdugos lograran
doblegar su entereza.

Los pacientes sapallas, los antiguos subditos de su padre, que


presenciaban aterrorizados los terribles tormentos que sobre el hijo
de su Curaca hacían llover sus despóticos señores, lamentaban en
silencio la heroica terquedad del niño, pero no sentían contra los
verdugos el menor asomo de rebeldía.
Un día que Choque habla recibido como de costumbre una abundante
tanda de palos y que por consiguiente estaba ensangrentado y
desfalleciente en su miserable lecho, entró a verlo una comisión de
sus antiguos subditos.

El más anciano de los sapallas delegados le habló así:

 Pequeño, querido y desgraciado jefe nuestro, venimos a


manifestarte en nombre de toda nuestra desdichada raza, que
ya no tenemos valor para presenciar el diario espectáculo de
tus crueles martirios.

El niño que se retorcía de dolor, al oír esas palabras se incorporó


haciendo un esfuerzo sobre humano y les contestó de esta manera:

 Os agradezco por la pena que demostráis por la suerte del hijo


de vuestro infortunado jefe. Pero, decidme, ¿qué puedo yo
hacer para evitar los suplicios a que me someten estos
malditos, opresores?
 Es bien sencillo, respondió el anciano. - Debes cumplir las
órdenes de nuestros amos, como lo hacemos nosotros.
 Eso ¡jamás! - respondió con indignación el niño. - Si
vosotros estáis contentos con vuestro destino de esclavos, yo
no debo, no puedo aceptar igual suerte.
 Nuestros dioses nos han abandonado – replicó con amargura el
anciano— y no nos queda sino aceptar la fatalidad de nuestra
suerte. Si nuestros dominadores nos han perdonado la vida,
gocemos siquiera de ella. Que, de todas maneras es mejor
vivir de cualquier modo, antes que perecer.
 Entonces Choque, exaltado por el bajo concepto que sus
compañeros tenían del honor y de la vida, les habló así:
 Eso que pensáis es infame e indigno, de los hombres de una
raza ilustre como la nuestra. Los dioses sólo abandonan a los
que tienen alma de esclavos y nosotros no la tenemos. Y por
último, si me dais la triste nueva de que estáis contentos con
vuestra indigna suerte, sabed que yo, yo solo, mantendré en
mi corazón el fuego de nuestra antigua independencia. Por lo
tanto, os anuncio solemnemente que seguiré como hasta
ahora, desafiando impávido la ira de nuestros opresores, hasta
morir en mi empeño o lograr que con el espectáculo diario de
mis tormentos suba la sangre a vuestras caras y la indignación
a vuestros espíritus. Si esto último ocurre por dicha nuestra,
en lugar de encorvaros dócilmente sobre la tierra para servir
al amo, os lanzaréis sobre él aunque sea para dañarlo con las
herramientas de labranza. Ese día los dioses volverán a
cobijarnos y nos haremos dignos de reconquistar la libertad.
Desgraciadamente, las sublimes palabras del abnegado Choque no
llegaron al corazón de sus subditos. La humillación y el servilismo de
tantos años les había hecho incapaces de apreciar su propia dignidad.

Fracasados en su delegación, los ancianos sapallas se fueron,


silenciosos y decepcionados, a sus trabajos a seguir su papel de
bestias domésticas de sus vencedores. Todos ellos creían que el
pequeño hijo de su jefe estaba loco.

LOS DIOSES SOLO ABANDONAN A LOS PUEBLOS QUE PIERDEN


LA ESPERANZA EN SU PORVENIR

Como muy bien había dicho el pequeño Choque a sus subditos: los
dioses y el destino sólo abandonan a los hombres y a los pueblos
incapaces de rebelarse contra los reveses de su suerte.

Los dioses de los sapallas llegaron a saber la abnegada y nobilísima


actitud del pequeño curaca. Vieron por ello que el fuego de la
libertad aún no se había apagado completamente en la raza sapalla;
que en el delicado pecho de un niño todavía se conservaba como en
un precioso santuario una chispa del venerado amor a la patria
vencida; que en medio de ese pueblo al que la desventura había
tornado en mansos corderos, existía un espíritu altivo y capaz de
salvar la dignidad de toda la raza degradada. En consecuencia,
resolvieron ayudar a los sapallas para que lograran su independencia.

Pachacamaj, el Dios de los dioses, resolvió bajar a la tierra en forma


de un bellísimo cóndor blanco. Desde la altura de las nubes,
cirniéndose majestuosamente comenzó a avizorar el sitio en que
estaba Choque. Al fin lo divisó trepado entre las breñas de una
cumbre donde el niño acostumbraba asilarse para no frecuentar el
trato de sus opresores. El cóndor, rápido como un rayo se dejó caer
verticalmente, deteniéndose sobre una roca, junto a la cual estaba el
pequeño tocando su flauta de carrizo.

Choque, azorado por la presencia del raro animal, echó mano de la


honda que siempre llevaba arrollada en la cintura, disponiéndose a
lanzarle un proyectil. Pero el cóndor, al ver la actitud hostil del niño,
le habló de esta manera:

 Hijo mío, deja en paz tu honda y escúchame. Choque, entre


asombrado y lleno de curiosidad se acercó al cóndor.
 ¿Quién eres que así me hablas como un ser humano? — le dijo.
 Hijo mío, los dioses han resuelto proteger a ti y a tu raza contra
la crueldad de vuestros opresores. Por encargo del cielo
vengo a decirte que no desfallezcas en tu santo afán de
levantar el espíritu de tu pueblo. Tus heroísmos han movido
favorablemente a los dioses. En cuanto tengan un grupo de
los tuyos que esté dispuesto a la lucha, la protección divina se
dejará sentir en favor de vosotros.
 Hermosísimo y buen cóndor, mensajero de los dioses, -
contestó con profunda gratitud el niño – hace ya tiempo que
he ofrecido mi sangre y mi vida por la libertad de mi pueblo.
Ordena lo que debo hacer. Que por mi parte estoy dispuesto
a todo. Lo único que me apena es que la gran raza sapalla
olvide su dignidad y se resigne a vivir en la ignominia. Ellos
mismos han venido a pedirme que yo también me someta y
esclavice a los infames opresores.
 Es cierto cuanto dices - añadió el cóndor-. Pero no debes
desalentar en tu noble empresa.
 Por lo que a mí toca estoy resuelto a todo: pero desconfío de
todos mis compañeros.
 Sigue con entereza.
 Seguiré pero mi obra terminará estérilmente con mi
último sacrificio, pues tantos tormentos como sufro creo
que no tardarán en agotarme.
 Esa ayuda que vienes a ofrecerme yo quisiera más bien que se
la emplee en mover el corazón de mis compañeros. Es en
ellos que se debe dejar sentir la voluntad de los dioses.
 En todo se ha pensado - contestó con voz alentadora el cóndor
blanco-. Y ahora, sube a la cumbre más alta de aquel monte.
Allí encontrarás un montón inmenso de una semilla hasta
ahora desconocida para los hombres. Cuando llegue la noche,
reúne secretamente a los tuyos y ordénales que, recogiendo
esa semilla, cuando, llegue el tiempo de la siembra, la echen
en los surcos en lugar de la quínua, oca, kañahua y otros
productos que hasta ahora cultivan. Cuando venga la cosecha
y vean sus resultados, entonces comprenderán los sapallas
que cuentan con la ayuda de los dioses.

Tales cosas le dijo el ave, y, después de hacer prometer al pequeño


jefe que todo se haría como indicara, extendió sus enormes alas
blancas y levantó su majestuoso vuelo hasta perderse entre las
nubes.

LA PROMESA DEL CÓNDOR BLANCO

Llegada la época de la siembra, los sapallas, aunque con mucha


desconfianza a los deseos de su jefe, en lugar de sembrar como hasta
entonces las semillas conocidas, echaron en los surcos de la tierra
labrada las misteriosas semillas que habían encontrado en la cumbre
de la montaña.
Durante todo el tiempo del brote y desarrollo de la planta nueva, los
sapallas estaban inquietos. Algunas veces hasta casi se arrepentían
de haber accedido a los deseos de Choque. Pero, éste, lleno de fe,
no cesaba de contestar:

 Esperad, esperad. Cuando llegue la cosecha conoceréis que los


dioses no nos han abandonado.

Al fin, pasaron algunos meses, y las lindas plantas verdes, alineadas


en el borde de los surcos como filas de soldaditos, comenzaron a
adornarse con vistosas florecitas blancas y lilas. Casi al mismo
tiempo, en la extremidad de algunas ramitas brotaron frutos verdes
en forma de bolitas.

Un día, el gran cóndor blanco, aparecióse a Choque y le dijo:

 Cuando llegue la cosecha, deja que los karis cosechen todo


cuanto quieran. No te inquietes. Ordena a los tuyos que
esperen tanquilamente a que las nuevas plantas se marchiten
completamente.
 Está bien. Cumpliré tu orden, - manifestó - el niño y se fue
lleno de esperanza a comunicar la orden a los sapallas.

LA NOBLE ENTEREZA DE UN NIÑO Y EL PRODIGIO DE UNA


PLANTA

Llegado el mes de las cosechas, los karis comenzaron la recolección


de los nuevos frutos. Y fue tal su ambición que no dejaron ni una
sola para sus esclavos.

Los sapallas resignados, aunque sin mucha confianza en los


resultados de la promesa de su pequeño jefe, después de presenciar
desde cierta distancia la ávida cosecha, se retiraron a sus casas con
las manos vacías.

Al fin, cuando las últimas hojas de las plantas se hubieron agotado, el


ave blanca ordenó a Choque:

 Lleva a tus sapallas a los campos cultiva-dos y, aprovechando


de las noches de luna, diles que ocultamente escarben entre la
tierra de los surcos.

La orden del cóndor fue fielmente cumplida.

Los sapallas vieron con gran sorpresa que las raíces de las plantas
que habían sembrado terminaban en unos raros tubérculos. Los
partieron y vieron que bajo la capa oscura y terrosa había una pulpa
blanquísima. Cocieron algunas en el fuego y comprobaron que era un
alimento exquisito cual nunca habían conocido.

Era tan abundante la nueva cosecha que tuvieron que emplear treinta
noches en transportarla, guardándola cuidadosamente en ocultas
cuevas de las montañas.

Fue entonces que recién los sapallas comenzaron a pensar en su


triste condición, en la ayuda de los dioses y en la posibilidad de
reconquistar su perdida independencia.

El pequeño jefe, lleno de entusiasmo al notar el cambio que se


operaba en el espíritu de sus compañeros, les habló cálidamente del
ideal de libertad y aceptado por ellos éste, les ordenó que fueran
preparando secretamente sus hondas y sus flechas para el día del
levantamiento. Como los sapallas ya habían olvidado el uso de las
armas guerreras, fue preciso hacer sigilosamente los manejos y los
ejercicios de adiestramiento para el combate.

LA FE PUEDE SER LA FORTALEZA DE LOS DEBILES

Mientras tanto, los Karis, que tan avaramente habían guardado los
frutos verdes de la última cosecha, cuando comenzaron a servirse de
ellos como alimento, empezaron también a sufrir terribles transtornos
en su organismo. Era que las verdes bolitas que ellos tomaron como
excelente alimento no sólo no eran alimenticias sino hasta en cierta
manera venenosas.

La situación de los dominadores se hizo cada vez más crítica. Cada


día morían centenares de Karis. Los restantes, o enfermaban
gravemente o caían en una completa postración y debilidad.

Muy tarde ya se dieron cuenta de que los nuevos frutos eran la causa
de su desastre. Entonces, encolerizados contra los esclavos,
quisieron castigarlos cruelmente. Mas el mismo día Choque, desde lo
alto de una cumbre, tocó su cuerno de guerra dando la señal del
levantamiento.

Los sapallas, fuertes y decididos, salieron a luchar contra sus


opresores. Los karis, sorprendídos por el repentino denuedo de los
sapallas, no atinaron a atacar, ni siquiera a defenderse. Y cuando
quisieron tomar las armas, estaban tan débiles que no tenían fuerzas
para el combate.
Entretanto, Choque, a la cabeza de los suyos, cayó con ímpetu nunca
visto sobre los karis y los derrotó completamente.

Los invasores sobrevivientes a la derrota, no tuvieron más remedio


que abandonar esa tierra en la que tanto tiempo habían dominado y
regresaron a sus antiguas tierras dominadas por el volcán.

La raza sapalla, ya libre, organizó su pueblo. Aclamó como a sus


caudillos y salvador a su pequeño príncipe y le obsequió una corona
de oro y esmeraldas como símbolo de su autoridad. Y desde
entonces la planta preferida fue la que habían sembrado por
indicación de Choque. Se la cultivaba con cariño y se la consideraba
como un don de los dioses tutelares.

Los sapallas, bajo el gobierno de Choque vivieron felices y su pueblo


fue uno de los más poderosos de su tiempo.

Aquí termina la leyenda. Como habrás podido notar, inteligente


amiguito, la abnegación de un ser pequeño y débil pero valeroso
pudo reavivar el muerto sentimiento de dignidad de todo un pueblo
vencido y miserable.

También te habrás dado cuenta de que misteriosa semilla de que se


trata en esta leyenda no fue otra que la papa, que tiene su remoto
origen en nuestro país. Este precioso alimento se difundió a los
demás países del continente. A raíz de la conquista.

* "Leyendas de mi tierra" de Antonio Díaz Villamil

i tierra" de Antonio Díaz Villamil

La Leyenda del Ekeko (Ekhekho)


Interpretación de un simbolismo a través de un episodio de la historia
de la ciudad de La Paz. Aquella fue la prueba de fuego que soportó el
noble y heroico pueblo de La Paz.

La pintoresca cuenca, bruñida sobre los faldeos que descienden del


borde de la altipampa por el torrente bravío del Choqueyapu, cuyas
orillas florecían en arenas de las belicosas tribus aimaras. Luego,
venidos los españoles del otro lado del "gran charco" atraídos por la
varonil belleza del paisaje, plantaron sobre la jurisdicción indígena el
blasón de Castilla y "pueblo de paz fundaron" para optar el favor de
la diosa del olivo, tan huraña para los conquistadores y cuya
protección era necesaria para el progreso y la ventura de las nuevas
gentes que se congregaron en torno de la lanza capitana de Don
Alonso de Mendoza.

Aquella prueba de fuego debía decidir si era posible que ese pueblo,
surgido del ensueño del pacificador La Gasea, pudiera perdurar para
grandes destinos en los futuros siglos, malogrado el heroico afán de
la raza autóctona de rescatar esa heredad para hacer de ella el
baluarte de sus rebeldías y la expresión material de su libertad
añorada.
Esa prueba de fuego para la ciudad de los discordes en concordia fue
la gran sublevación del año 1781; año de la epopeya en el que
blancos e indios midieron su bravura, hicieron lujo de sus sacrificios y
probaron su entrañable y abnegado amor, los unos por conservarla
para su orgullo hispánico y los otros por conquistarla para su añeja
tradición.

El espíritu ancestral de la raza personificado en el caudillo rebelde


Julián Apaza y el espíritu de la tierra y el amor doméstico encarnados
en la esposa del caudillo, la virreina Bartolina Sisa, lanzaron a sus
gentes en son de reconquista contra los "paredones" y los fosos que
los defensores alzaron apresuradamente en torno de la ciudad. Por
otro lado la bravía pujanza de españoles y criollos, dirigidos por Don
Sebastian de Seguróla, significaba para éstos el empeño juramentado
de morir junto a esos "paredones", defendiendo, más que su vida, el
grandioso destino de su ciudad.

Así fue como estalló la sangrienta pugna. Al amanecer del 14 de


marzo de 1781, las alturas de La Paz aparecieron ocupadas en son de
guerra por incontables hordas de indios armados. Eran su reto los
amenazadores sones de sus "pututos" cuya vibración, como sobre la
caja sonora de una enorme guitarra, repercutía bélicamente en la
hoquedad urbanizada. Al anochecer, centenares de hogueras,
encendidas por los rebeldes en las cumbres de las serranías, brillaban
como ojos vigilantes y enrojecidos por el rencor racial, anunciando el
bloqueo a muerte.

Y desde aquel día los parajes aledaños a la ciudad, San Pedro,


Carcantía, Santa Teresa, Potopoto, Santa Bárbara, San Juan de Dios,
Las Recogidas, Churubamba, San Sebastián, La Paciencia, y Caja del
Agua se convirtieron en el campo de la porfiada refriega, en la "tierra
de nadie" en que día tras día y noche tras noche se combatía sin
cesar y sin cuartel.

Pues bien, dentro de esa tremenda etapa de sangre, de amarguras y


desesperanza que soportó esta ínclita ciudad de Nuestra Señora de La
Paz, es que se actualizó y cobró objetividad nueva la leyenda
indígena del "ekhekho", tal como vais a verlo en-seguida.

ALENTADA POR EL AMOR DE UN MOZO TRABAJADOR Y DE SU


CLASE

Paulita Tintaya, moza nubil, perteneciente al "repartimiento" de que


había hecho merced el Rey a su fiel súbdito Don Francisco de Rojas,
español y vecino de la ciudad de La Paz, había sido trasladada desde
la "encomienda" de Rojas, situada en las inmediaciones de Laja, para
ser puesta al servicio personal de la joven bella criolla Doña Josefa
Úrsula de Rojas Foronda, hija del susodicho encomendero, que tenía
solar de horca y cuchillo en una de las plazas más principales de la
población.

A la sazón, la joven dama era ya esposa del Brigadier Don Sebastián


de Seguróla, Gobernador y Comandante de armas de esta ciudad y
su jurisdicción. Paulita que formaba parte de la dote paterna de la
flamante Brigadiera se había trasladado con su ama a aposentarse en
el solar dejos de Seguróla. Sin embargo, la rica mansión en que
servía Paulita le sabía a ésta a jaula dorada en la que, cual, pobrecito
pajarillo, estaba privada de libertad, de la más dulce de las
libertades: la libertad de amar y de holgarse a su guisa con el varón
de sus únicas predilecciones.

Este era un mozo del mismo "repartimiento" que ella; el más guapo
de su generación comarcana; fuerte y recio para el trabajo y
labranza; apasionado y codicioso para obtener su dicha en el querer.
Desde pastores, él y ella tejieron con urdimbre de ilusiones su idilio,
en las apacibles tardes en que sus ganados, mezclándose en una sola
tropa, como siguiendo el ejemplo de sus guardianes, triscaban la
fresca yerba en las orillas del riachuelo vecino, allá junto al caserío de
Laja. Pasaron así los años de la adolescencia y llegó para ellos la
juventud que tanto esperaban para realizar su connubio; pero una
voluntad más poderosa que su anhelo de dicha, es decir, la orden
incontestable de Don Francisco de Rojas, por razón de su
"encomienda" amo y señor de tierras y gentes, dispuso de inmediato
traslado de la moza a la ciudad para servir a su joven hija. Esa
misma voluntad que se llevaba lejos a la doncella aherrojó al infeliz
galán a seguir labrando las tierras de la hacienda, sin posibilidad de
irse también, como él lo hubiera querido, detrás de su bien amada.

Como despedida hecha a prisa y epílogo dolorido de aquel idilio sin


esperanza, en la última entrevista que lograron tener en el ahijadero,
Isidro Choquehuanca, que tal se llamaba el galán, entregó como
desesperado símbolo de su cariño a la indiecita, un pequeño amuleto
de yeso que él mismo había fabricado y que, según la añeja tradición
de sus congéneres, era el fetiche que velaba por la felicidad de
quienes ponían en sus manos diminutas el secreto de sus afanes.
Para confeccionarlo según sus ritos y de acuerdo a sus particulares
deseos, Choquehuanca había tratado de reproducir en la estatuilla la
figura de su amo, el "chapetón" Rojas, hombrecillo pequeño y
regordete, de rostro enrojecido, color que había logrado imitar con
unas pinceladas de airampo; además había procurado darle una cara
risueña y bonachona. El improvisado artífice se había empeñado en
representar en el muñeco al señor de Rojas porque él era
precisamente el ser omnipotente de quien dependía el destino de los
dos jóvenes enamorados, y le había dado apariencias bondadosas
para que, así, benigno fuera para con ellos. Luego, siguiendo las
supersticiones raciales le había adornado con varias pequeñas
prendas adecuadas en el tamaño; bolsitas con alimentos, pequeñas
prendas de vestir, instrumentos de labranza, en fin, todo lo que en
calidad de bienes materiales, puede complementar la felicidad de un
hogar como el que el joven Choquehuanca proyectaba formar para
gozar del cariño y de la fresca juventud de Paulita.

Después de una tarde estremecida de caricias, patentizada con


juramentos de felicidad mutua y hasta regada con lágrimas de
ternura, se separaron. El quedose pesaroso, sujeto como gleba al
trabajo de la encomienda y ella, estrechando con el cálido seno el
fetiche, se marchó a la ciudad a cumplir sus nuevos deberes.

Mucho tiempo pasó en que Paulita e Isidro esperaron que el ekhekho


obrara el milagro de rehacer su malaventurado idilio. El hada, no
sólo que no actuó favorablemente, sino que hizo aún más inasequible
toda esperanza con el estallido de la sublevación de los indios y del
sangriento asedio de la ciudad. La lucha de razas que sobrevino cavó
abismos de sangre y de odio entre los dominadores y los siervos y
separó irreconciliablemente la ciudad en que vivía ella, del campo en
que trabajaba él.

LA CIUDAD DE LA PAZ SITIADA

Con tales antecedentes, volvamos a los terribles días del asedio de La


Paz.

Tres meses llevaba ya la denodada ciudad absolutamente aislada del


mundo. Privada del agua que antes llegara rumorosa y abundante
desde las torrenteras de Chacaltaya por los trabajos de desvío de los
sitiadores, su vecindario apenas alcanzaba a proveerse de tres o
cuatro pequeños manantiales que habían quedado en el recinto
cercado. Sin provisiones de boca y de guerra, puesto que todos los
caminos y "garitas" de la ciudad habían sido ocupados por los indios
rebeldes. La Paz con sus varias decenas de miles de habitantes,
parecía condenada a perecer irremediablemente, a no ser que una
poderosa fuerza militar, venida de afuera, llegara en su socorro. Esa
fuerza y ese milagro eran muy remotos, porque todos los mensajes
angustiosos en procura de auxilio no habían tenido respuesta ni
promesa.

Entre tanto, los famélicos vecinos debían hacer frente de día y de


noche, sin tregua ni descanso a los asaltos, incendios y obras de zaja
de los tenaces sitiadores. Los bodegones, las despensas y todos los
sitios donde antes se vendían o guardaban los víveres estaban
exhaustos. Las familias más opulentas habían acudido al
desesperado arbitrio de echar mano de los arreos, "petacas" y demás
objetos de cuero para introducirlos en las ollas y lograr con su tenaz
cocimiento una especie de "consomé" de endemoniado sabor. Nada
hay que decir de los asnos, mulos, perros y gatos que habían tenido
la desventura de quedar en la ciudad en los días aciagos del sitio;
todos ellos, en carne y hueso, habían pasado a la calidad de viandas
disputadas por las gentes hambrientas. El hambre llegó a tal exceso
y a tan insoportable intensidad que anuló hasta los efectos más
sagrados. Mujer enajenada hubo que sacrificó a su hijo mayor para
que los menores tuvieran sustento con que salvar sus agonizantes
vidas. Fueron extraídos de los arcones y aparadores las joyas, el oro,
la plata y la vajilla labrada para ser trocados por unos cuantos granos
de maíz o trigo. En fin, el hambre y la muerte eran tan horrendos en
la ciudad que sólo un heroísmo y una tenacidad sobrehumanos
pudieron sostener a la villa sin acudir al humillante y doloroso recurso
de la capitulación. Alguna noche de esas, gentes desesperadas se
atrevían a salir al amparo de la obscuridad a buscar en las afueras
yerbas y desperdicios con qué simular una miserable vianda. Las
más de las veces estos desdichados caían víctimas de los vigilantes y
feroces sitiadores.

Empero, en medio de ese cuadro de desolación y de angustia, existía


el rincón de una pequeña vivienda en el que, por un caso
inexplicable, se ocultaban pequeñas provisiones que, luego de ser
consumidas al cabo de algunos días, por su dichosísima poseedora
eran renovadas, como por parte de magia. Aunque no exquisitas,
estas provisiones de boca eran suficientes para salvar de la fatal
extenuación a una persona y, acaso a dos o tres más. Tan preciosos
recursos alimenticios consistían en una bolsa de maíz tostado, una
regular porción de "quispiñas" (especie de galleta indígena de harina
de quínua), más un trozo de "charque" de carne de llama tierna.

La envidiable propietaria de ese tesoro era una de las sirvientas de la


Brigadiera y nada menos que Paulita. La moza guardaba y consumía
secretamente sus provisiones en un rincón de su pequeña y obscura
habitación de las dependencias anteriores de la casa en que servía.
Al pie de la tosca hornacina en que había colocado el ekhekho que le
diera Isidro habían escondido los alimentos, envolviéndolos en unos
"taris" y cubriéndolos con ropas y otros enseres sin importancia. Sin
propósito deliberado la casual proximidad de los comestibles al
muñeco de yeso significaban el origen común de ambas cosas, como
se verá en seguida.

VISITA TEMERARIA DE ISIDRO


Una noche del cuarto mes en que la ciudad estaba sitiada por las
huestes de Julián Apaza., Paulita después de cumplir sus cuotidianos
deberes domésticos para con su ama, se había retirado a su cuarto a
descansar, sin descanso pudiera llamarse a pasar una noche
febricitante por la extenuación y el hambre. Pues es preciso declarar
que este cruel espectro había también sentado sus reales en la casa
del señor Gobernador, y que ni para él ni para nadie se podía
introducir a La Paz ni la más pequeña molécula de alimento. En la
mesa del prócer, como en la de cualquier otro mortal de la villa, ya
no alcanzaba a servirse otra cosa que caldos o cocimientos correosos
de cueros, trozos de petacas o de arreos de ensillar.

Aquella noche, decimos Paulita, en medio del insomnio famélico que


sufría, al dirigir su mirada vaga hacia el fetiche de la hormacina,
recién se dio cuenta de que el muñeco tenía entre su característica
aparejo pequeñas bolsitas de maíz tostado, azúcar, harina y otros
comestibles. De un salto se levantó con el propósito de apoderarse
de tan inesperados bienes. La tenía las manos febriles extendidas
hacia el ekhekho, cuando sintió junto a su puerta una voz que muy
quedamente la nombraba. Quedó suspensa y desconcertada.

 ¡Paulita¡ ¡Paulita! - Volvió a decir la voz impregnada de


expresivo acento.

Entonces la moza se apresuró a franquear la puerta a quien la


llamaba, y con indescriptible sorpresa recibió el más patético y
cariñoso saludo de su amado.

 ¡Isidro¡ ¿Eres tú, deveras? ¿No me engaña la calentura?

Sí, Soy yo, Paulita. Pero no hables tan alto. No quiero que me vean
ni me conozcan.

Cerraron la puerta y sentándose en cuclillas en el rincón más seguro


platicaron al amparo de la noche.

Él le contó, atropelladamente, lo que significaba allí su presencia,


Isidro, junto con todos los demás indios de las comarcas
circundantes, había sido enrollado en el ejército de Apaza. Estaba
pues juramentado para destruir la ciudad y exterminar a los blancos
y mestizos que la poblaban. Como estaba entre las partidas más
aguerridas se le había designado un puesto de avanzada en la región
del "Calvario". El ejército sitiador estaba al tanto de los horribles
padecimientos que soportaban los sitiados. Muchos de éstos,
acosados por el hambre, habían salido a entregarse a los rebeldes y
narrándoles los sufrimientos que agobiaban a la ciudad. Entonces
Isidro se había propuesto buscar una manera de proteger a su
adorada y salvarla de tal situación. Por eso, atravesando
sigilosamente durante la noche las líneas de los defensores, habíale
traído esos recursos alimenticios.

 Mira, - le dijo, al tiempo que extraía debajo de su poncho un


bulto de regular volumne -. Aquí tienes "tostado", "kispiña" y
"charque". Es lo mismo que merendábamos, ¿te acuerdas?,
en los días en que éramos felices en nuestra comarca. Con
esto creo que puedes subsistir hasta una semana. Ya te
traeré nuevas provisiones a medida que las necesites.

Prueba de cariño tan palpable no necesitaba de palabras elocuentes.


Así lo entendió la moza y con sencilla sinceridad se lo demostró a
Isidro. Este, satisfecho también, al comprobar que sus sacrificios y
afanes eran correspondidos con la certeza del amor tierno y
apasionado de su bien amada, se marchó a ocupar su sitio de
combatiente antes de que los sorprendiera el alba.

Tal era el misterioso origen de las provisiones que desde aquel día
nunca más faltaron en el rincón de la vivienda de Paulita y que,
colocadas sin propósito junto al ekhekho, parecían el presente de su
merced benefactora. Cada noche, la muchacha tomaba una
suficiente porción de esos alimentos y así se mantenía reconfortada
en medio de toda una población que se diezmaba con el hambre.

“VOY A DEFENDER LA CIUDAD A CUALQUIER PRECIO”

Un día era ya el quinto mes de asedio en que la falta de alimentos


había llegado casi a lo absoluto, cuando Paulita estaba junto a su
ama, la joven Brigadiera, ésta sufrió un terrible desmayo causado por
la excesiva desnutrición. Al salir del síncope quedó sumida en un
angustioso delirio en el que con palabras lastimeras imploraba un
poco de alimento... El caso parecía sin remedio, pues así habían
comenzado muchos desdichados la agonía fatal. Su esposo, el
afligido Brigadier, impotente para acudir a la darna soportaba doble
zozobra, pues, además tenía sobre sí otra preocupación más grave,
aunque era la de vigilar, organizar y dirigir constante y
personalmente la defensa de la ciudad a él encomendada contra los
renovados asaltos de los sitiadores que se tornaban cada día más
osados e impetuosos. Después de contemplar con pesadumbre el
cuadro de la postración irremediable de su tierna esposa, se resignó a
salir requerido por sus lugartenientes que momento antes habían
entrado desolados a comunicarte que los indios habían iniciado un
nuevo asalto, incendiando algunas casas de Carcantia y que estaban
demoliendo con pi-cotas los paredones de la defensa de San Juan de
Dios. Lanza el Brigadier una postrer mirada a su esposa y como en
ese momento la única sirvienta que acompañaba a Doña Úrsula era
Paulita, porque las restantes estaban en sus habitaciones en igual o
peor estado que su ama, le dijo:
 Ahí te dejo a la señora. Que se haga lo que Dios quiera. Pero
tú no me la abandones hija mía - y se marchó sombrío, acaso
con la secreta intención de ir a buscar la muerte en el lugar
más peligroso del combate.

Protectora de su ama, comenzó a sentir por ella profunda lástima.


Moza como era, asequible a los sentimientos de femenina ternura,
no tardó en dejarse embarcar por una generosa compasión hasta
dejarse llevar por sus impulsos. Luego, sin pensar más, fue corriendo
a su cuarto a traer una parte de sus alimentos.

Cuando Seguróla volvió a su hogar a la hora de “la queda”, temeroso


de encontrar el cadáver de su amada esposa, halló con inmensa
alegría que no solamente la dama estaba tranquila y reconfortada
sino que le fue ofrecido un plato cuidadosamente guardado en el
fondo de un arcón. Se sirvió de él casi golosamente nuestro Brigadier
y sintió como un milagro de restauración fisiológica en su organismo
exánime, que hasta entonces se había mantenido en pié únicamente
por la fuerza moral de su inmensa responsabilidad.

Desde el día siguiente fueron tres los afortunados seres que en medio
de la población hambrienta y al borde de la agonía tenían su seguro
yantar: Doña Úrsula, El Brigadier y la muchacha que tan
generosamente les había hecho partícipes jurados de su secreto.

Pero, hay que decir en honor de la verdad, que el secreto fue


conocido sólo a medias por el Gobernador y su esposa, porque
Paulita, con el propósito de evitar cualquier peligro para Isidro, ante
las insistentes preguntas de sus amos había tenido la discreta
ocurrencia de llevarlos junto al ekhekho y manifestarles que el poder
tradicionalmente dadivoso del fetiche se debía la milagrosa e
inagotable virtud de sus provisiones. Esta peregrina explicación, que
en otros momentos, acaso, hubiera sido encomendada a la
investigación peligrosa de los oficiales que la Santa Inquisición, en
aquellas horas de suprema angustia en que todos sentían el
incontenible afán de mantener la vida aceptada sin mayores
disquisiciones por los señores de Seguróla quienes se contentaron
con agradecer la señalada predestinación de salvar la existencia
aprovechando de la generosa virtud del amuleto indígena.

LA PAZ LIBERADA DEL ASEDIO

Entre tanto, el asedio se prolongaba. Llevaba ya la ciudad seis largos


meses de inenarrables padecimientos. Ya nadie tenía esperanzas de
subsistir y algunos de los más desesperanzados comenzaban a hablar
de la capitulación, que podía encomendarse al Señor Obispo, con
cuya influencia se podría atenuar, siquiera en lo posible, las bárbaras
represalias y crueldades de los vencedores, cuando por misterioso
conducto llegó a la ciudad la noticia de la aproximación de un
poderoso ejército dirigido por el Comandante General Don José
Reseguín. La noticia operó un milagro. Se reavivaron los ánimos
más agobiados y de todas las casas salieron los famélicos
sobrevivientes para aclamar con gritos de enajenada alegría su
próxima liberación. En efecto, al amanecer del día 17 de octubre, se
notó que los sitiadores abandonaban precipitadamente las alturas
circundantes y se replegaban hacia la región de Chacaltaya, al mismo
tiempo que por el camino de El Alto de Potosí asomaban, a banderas
desplegadas y disparando sus bambardas, las primeras formaciones
del ejército libertador.

El martirio de seis meses se transformó por ensalmo en loco y


desbordante alborozo. Los soldados de Reseguín entraron en la
ciudad entre enternecidas bendiciones y frenéticos clamores de júbilo.

En medio de esta multitud enloquecida de gozo, el Brigadier Seguróla


que presidía la recepción que el pueblo tributaba a sus salvadores, no
podía alejar de su mente la idea que, como un recuerdo emocionado
e imborrable le obligaba a pensar en el pequeño fetiche indígena con
cuyo favor él y su amada esposa había podido sobrevivir hasta ver el
sol de ese hermoso día.

ORIGEN DE LA FERIA DE ALASITAS

Entre los nutridos y solemnes festejos con que la ciudad liberada


celebró a porfía la nueva etapa de paz y de progreso, tienen especial
importancia para nuestro relato dos acontecimientos:

El primero fue la ordenanza que dictó el Gobernador Don Sebastian


de Seguróla, para que de allí en adelante la feria que hasta entonces
se celebraba el 20 de Octubre, aniversario de la fundación de la
ciudad, se trasladara al día 24 de enero, como piadoso homenaje de
gratitud a Nuestra Señora de La Paz, bajo cuya protección y favor la
ciudad había sobrevivido a las tremendas calamidades del asedio, y
que, además, en dicha feria tuviera preferencia la venta o trueque del
ekhekho, el fetiche indígena modernizado según el modelo que el
mismo Gobernador exhibió en un sitio adecuado y que no era otro
que el que obtuvo de Paulita. No explicó el señor Gobernador
mayores razones sobre la adopción del fetiche, pero aseguró a fe de
su palabra, que quienes lo adquirieran o lo llevaran a sus hogares
tendrían un amuleto para su buena suerte.

El otro acontecimiento, menos ruidoso, y público, pero para nosotros


más significativo aún, fue el matrimonio de Paulita con Isidro, que se
verificó poco después apadrinado por el Brigadier y su esposa.
Cuando los amos de Paulita, deseosos de retribuir a la moza por la
generosa actitud que ya conocemos, le preguntaron qué es lo que
podrían hacer por ella, ésta, sin dubitaciones les contestó al momento
que su único anhelo era casarse con Isidro. El mozo fue llamado por
su ama a la ciudad y de inmediato comenzaron los preparativos para
la boda.

Después de la bendición nupcial, los padrinos, contrayentes y


convidados pasaron al gran comedor de los de Seguróla para servirse
el ágape tradicional. Junto al pastel de boda estaba sobre un
adecuado pedestal de confituras el ekhekho, cuya sonrisa parecía
más placentera que nunca. Al verlo sonrieron los padrinos y los
novios y cruzaron miradas de secreto entendimiento.

Sentada ya Paulita junto a su madrina y señora oyó que ésta


cariñosamente le decía al oído:

 Ahí tienes el amuleto que nos ha permitido vivir en medio del


hambre de tantos meses. Lo he colocado allí para que siga
prodigándonos su favor y para que sea un feliz augurio de tu
boda.

La muchacha respondió con une ruborosa sonrisa y tuvo que volverse


inmediatamente hacia el otro lado de su asiento para escuchar lo que
Isidro resplandeciente de dicha, le susurraba al otro oído:

 Ya ves, Paulita, cómo no ha sido en vano que pusiéramos


nuestro amor en manos del ekhekho. Por él tenemos hoy la
felicidad que ya creíamos perdida.

Al oír todo eso, Paulita pensó que lo que en principio fue únicamente
una mentira, ahora se había tornado en una ferviente convicción.
Que si los aumentos no fueron realmente un don del ekhekho, sino
obra del abnegado amor de su Isidro, en cambio, su dicha de ese día,
su ilusión realizada, no podía ser otra cosa que una merced del
pequeño hombrecito de yeso. En medio de su gozosa gratitud ganas
tuvo de tomar al ekhekho y estrecharlo fuertemente contra su seno,
tal como aquel día de su penosa despedida lo llevó sobre su corazón.

A medida que pasó el tiempo y se fueron borrando los recuerdos de


los tremendos acontecimientos del año 1781 y nuevas generaciones
aparecieron en la ciudad, libres ya de las penosas remembranzas que
oían narrar a sus abuelos, fue manteniéndose y acrecentando la
tradición del ekhekho que continuó siendo el rey pequeño de la feria
típica. Para unos era la fuente de recursos contra el hambre y la
miseria; para otros, el bondadoso idolillo que concebía la felicidad.
La liberación de la ciudad de La Paz, que fue casi como una
resurrección, trajo también la resurrección, de una tradición indígena
que pasó a la categoría de una simpática superstición impregnada de
optimismo que se difundió entre todas las gentes de todas las layas
que tuvieron cuna o techo en el solar paceño. Y, sin presumirlo, el
Brigadier Seguróla lanzó una ordenanza que estaba destinada a
superar los tiempos de la independencia y de la República porque era
tan bella y tan inofensiva que enraizó profundamente en el alma
popular.

Por eso, año tras año y siglo tras siglo, el ekhekho, principal
mercadería de la feria, rey de la fiesta en sus dominios de "alasitas",
fue adquirido y llevado a los hogares con todo su atavío, como un
manojo de esperanzas que se quisiera ver convertidos en venturosas
realidades. A su virtud, ensalzada por la tradición, le confían las
gentes sencillas las ilusiones y los anhelos que quisieran arrebatar el
tacaño porvenir.

* "Leyendas de mi tierra" de Antonio Díaz Villamil

La muchacha que no conocía el


sabor de la sal
Era en aquellos tiempos en que nuestros antepasados se sacrificaban
por la independencia del país.

La lucha por la libertad había sido iniciada por nuestros mayores, sin
más base que su fervor patriótico, de tal modo que después de los
primeros combates, los patriotas, sin recursos de ninguna clase,
abandonaron la campaña regular, disolvieron sus ejércitos y se
dispersaron por las montañas y los valles; pero, resueltos siempre a
seguir defendiendo, aunque fuera por grupos, la sagrada causa de la
emancipación. Así se inició la famosa "guerra de los guerrilleros", de
que el ilustre escritor argentino, General Bartolomé Mitre dijo, más o
menos lo siguiente: "Cada valle, cada montaña, cada desfiladero,
cada aldea es una republiqueta independiente que tiene su jefe, su
bandera y sus campos de batalla".

Una de las más famosas fue la Republiqueta Larecaja, situada en las


tierras del norte del actual departamento de La Paz. Los defensores
de esta Republiqueta, bajo las órdenes del abnegado sacerdote
Ildefonso de las Muñecas, tuvieron días de gloria; pero, muerto el
jefe y sus principales subalternos, los sobrevivientes, en su mayoría
indígenas fueron sojuzgados y cruelmente perseguidos y hostilizados
por los realistas, entre los cuales el que con mayor encarnizamiento
los exterminaba era el jefe peruano, entonces al servicio de los
españoles Agustín Gamarra, más tarde enemigo jurado de nuestra
patria y que, como sabéis, pagó bien caro su odio a Bolivia en los
campos de Ingavi.

La situación de los indios exguerilleros de la región de Apolo era tan


desesperante, que al fin, uno de ellos, el más decidido, llamado José
Pacha, reunió unas treinta familias de indios y, después de abandonar
el pueblo de Aten donde vivían, se fueron tierra adentro a buscar un
sitio seguro en lo más escondido de la selva virgen.

Después de varios días de camino, consiguieron llegar a una


hondonada que ofrecía completa seguridad a los fugitivos, por estar
completamente oculta por enormes rocas y tupido follaje.

Allí levantaron sus chozas los fugitivos con el firme propósito de vivir
completamente aislados del resto del mundo, pues sólo a ese precio
podrían estar tranquilos sin sufrir persecuciones. José Pacha fue
proclamado como el jefe supremo de la colonia y dictó las leyes que
debían cumplir sus subordinados. Sobre todo procuró evitar, por
todos los medios posibles, el menor contacto con gentes de afuera,
para lo cual, a la vez que estableció una severísima vigilancia al
cuidado de cuerpos de centinelas de día y por la noche, amenazó con
la pena de muerte al que siquiera intentara salir de la pequeña
población.
Con estas y otras medidas los habitantes de la nueva aldea vivieron
completamente felices, mientras la guerra de la independencia seguía
ocasionando víctimas y ruinas incontables en el Alto Perú. Nadie
imaginaba que en medio de la tremenda lucha que agitaba todo el
continente, existiera allí, perdida entre las soledades y las selvas, un
lugar habitado por gente tranquila y apacible.

Pacha, como buen gobernante, se preocupó de dotar a su pueblo de


los elementos más indispensables para su comodidad. Sembró
algodón para procurarse telas y vestidos; cultivó maíz, trigo, y papas
para el alimento, en fin, procuró cuanto pudo proporcionar a su gente
una vida sencilla pero confortable.

Lejos del rigor de la guerra y de los egoísmos y acechanzas de los


pueblos grandes, el poblacho fue prosperando cada día más; las
familias se fueron multiplicando, hasta parecer que se había formado
una verdadera patria feliz.

Pacha, viejo ya, vivía satisfecho de su obra y, conociendo ya cual era


el secreto de tanta dicha, no cesaba de predicar que jamás se
permitiera relación alguna con el resto del mundo.

LA CURIOSIDAD DE UNA MUCHACHA

Una de las familias más felices del pueblito era la de Manuel Cito. Se
componía de éste, su mujer y una niña de trece años llamada Tiluca,
muchacha soñadora y afecta a imaginar proyectos raros y temerarios.
Tenía, sobre todo, el defecto de ser extremadamente curiosa. En
lugar de dedicarse a sus inocentes juegos como los demás niños de la
aldea, su constante afán era de ir u ocultarse entre los matorrales o
detrás de las piedras, para escuchar desde allí la tertulia de los
mayores.

Como resultado de este mal proceder, ella que nada sabía del resto
del mundo y que hasta entonces creía que la tierra se reducía a la
hondonada que rodeaba el poblacho, llegó a colegir que detrás del
cerco de altas rocas y más allá del espeso bosque, existían otras
gentes y otras tierras.

Desde entonces se despertó en su inquieto espíritu el deseo de


conocer por sí misma todo aquello.

Cierto día en que, siguiendo su censurable costumbre, espiaba una


tertulia, oyó contar a unos viejos el gusto sabroso que da la sal a los
alimentos. Ella que hasta entonces no conocía tal substancia, que no
habían podido procurarse en la aldea, sintió una indecible ansia por
probarla. Inquieta y traviesa como era, no tardó en proponerse lo
que a nadie se le había ocurrido. Muy secretamente preparó su plan
de fuga.

Resuelta a todo, un día comenzó a obrar. Se cubrió todo el cuerpo


con ramas hasta semejar una especie de mata silvestre y luego,
tendida en tierra, inmóvil, esperó la noche. Al amparo de la oscuridad
se fue arrastrando imperceptiblemente hacia la salida. Más, a pesar
de toda su sangre fría, se detuvo al ver que la guardia estaba en su
puesto cuidando atentamente el paso que ella apetecía. Desalentada
la muchacha, aunque tenaz en su empeño estuvo allí observando
durante largo tiempo, hasta que vino en su ayuda una casualidad.

Aquella noche los guardias estaban espiando el rastro de un inmenso


jabalí que merodeaba por las cercanías. Estando Tiluca en su
escondite, el jabalí dejó oír sus gruñidos desde la espesura. Los
guardias avanzaron inmediatamente hacia ese lado; de esto se
aprovechó la atrevida muchacha que se deslizó cuidadosamente por
entre los peñascos del extremo opuesto de la salida.

Cuando se hubo alejado lo suficiente y se creyó fuera de peligro, dejó


Tiluca su traje de ramas y enderezándose echó a correr febrilmente a
través de esas tierras desconocidas, en pos del primer pueblo que
encontrara a su paso. Caminó leguas y leguas, hasta que el azar la
llevó al pueblo de Aten, de donde precisamente habían salido antaño
de sus compañeros de aldea.

Entró a Aten por una de sus callejuelas y fue preguntando a los


vecinos si tenían sal. Una mujer que tenía una especie de tienda de
provisiones, le contestó que sí y le enseñó una gran cantidad de
trozos de la codiciada substancia. Tiluca, en cuanto vio la sal, lanzó
una mirada placentera y codiciosa a la vez, por último, dio un salto y
tomando el trozo:

 Señora — le dijo a la mujer — ¿puede usted regalarme algunos


trozos de esta golosina?

Sorprendida la mujer por semejante actitud, y aunque simpatizó con


la rara muchacha, le respondió que ella era pobre, y que vivía con el
fruto de su pequeño comercio y que sentía mucho no poder
complacerla.

Como Tiluca no tenía dinero ni lo conocía, ni falta que hacía en la


aldea, se quedó triste sin saber qué hacer. De pronto se acordó que
su padre le había colgado al cuello una pepita de oro nativo, y,
pensando que aquello podría tener algún valor, se la ofreció a la
dueña del negocio.
Esta, sin titubear, aceptó el cambio y entregó a Tiluca cuanta sal
pudo llevarse escondida entre su vestido.

Tiluca, satisfecha y alegre emprendió el regreso. Cuando llegó a los


alrededores de su aldea aún no había cerrado la noche, por lo cual se
escondió en un pequeño bosque a esperar queja obscuridad le
proporcionara el momento propicio para introducirse en el poblacho.
En efecto, a eso de la medianoche, valiéndose de la misma astucia
de la salida, sé cubrió de yerbas y logró, arrastrándose como una
serpiente, burlar la vigilancia de los guardianes.

Cuando llegó a su casa, pudo convencerse, con gran contento, de que


su ausencia no había sido notada por sus padres. Tranquilizada ya,
se preocupó de esconder debidamente el fruto de sus afanes en un
agujero hecho al pie de un árbol.

Desde entonces, la pequeña, cada noche iba a ese sitio y extraía


cuidadosamente y en secreto un trocito de sal para condimentar sus
alimentos del día siguiente. Y para que sus padres no lo supieran se
lo anudaba en un extremo de su traje, cada vez que le servían el
alimento. Tiluca se alejaba de sus padres y disimuladamente sacaba
un poco de sal y la echaba en su plato.

Pronto notaron sus padres, y aún los vecinos, que Tiluca comía con
un apetito extraordinario, como jamás hasta entonces lo había
hecho. Muchas veces la madre la contemplaba asombrada y le
preguntaba por qué saboreaba de tal manera esa insípida sopa de
maíz. La muchacha se enternecía y a punto estuvo en varias
ocasiones de comunicarle su secreto; pero la idea de confesar su fuga
la detenía. Pues, sabía que sus mismos padres, en cumplimiento de
las severas leyes de Pacha, no dudarían en acusarle públicamente.

Tiluca pasó así algunos meses, saboreando entre constantes zozobras


su delicioso condimento, hasta que un día vio, con inmensa pena, que
extraía del agujero el último trocito de sal.

EL VICIO FATAL

Terminada su pequeña provisión, la muchacha tuvo que resignarse a


la antigua e insípida sopa. Pero por más esfuerzos que hizo para
acostumbrarse no pudo lograrlo.

Entonces sucedió algo muy raro a la vista de los padres de la niña. Y


era que la que antes devoraba con tanto deleite su comida, ahora al
primer bocado, se estremecía y terminaba por arrojar repugnando el
plato.
Como consecuencia de la falta de aumentación la muchacha fue
extenuándose más y más hasta caer enferma y presa de uña fiebre
delirante.

Los afligidos padres que amaban entrañablemente a la muchacha, se


apresuraron a llamar al curandero. Este acudió a ver a Tiluca, y, cuál
no sería su asombro al oír entre los desvaríos del delirio, que la
muchacha pedía sal con desesperado afán.

Este hecho fue inmediatamente puesto en conocimiento del severo


Pacha. El gobernador de la colonia que era hombre muy perspicaz,
malició la culpa de Tiluca y desde entonces se propuso estar sobre
aviso.

Entretanto, continuaba la postración de la enferma, siendo inútil


cuanta medicina le dieron sus padres y parientes.

Una noche, Tiluca en su delirio soñó que volvía a salir del poblado en
pos de sal. Tanto le impresionó su sueño que despertó y pareció
recobrar un tanto sus perdidas fuerzas. Era todavía de noche.
Convencida de que sus padres dormían, tomó su ropa y se arrastró
dificultosamente hacia afuera, cruzó a gatas la única callejuela del
poblado y se dirigió a la salida.

Los centinelas dormían, pero la muchacha, cuando ya iba atrasponer


el lindero, se traicionó a sí misma lanzando un lastimero quejido. Al
punto despertaron los guardias, prendieron a la fugitiva y la llevaron
a presencia del gobernador. Este, que ya presumía lo que habían
pasado antes, quedó plenamente convencido de la falta de Tiluca. La
infeliz fue inmediatamente condenada a expiar su tremenda culpa.

Al amanecer, sin que aún los habitantes del poblado hubieran


despertado. Pacha y sus guardias procedieron a dar cumplimiento al
suplicio. Al pie del mismo árbol en que la desdichada había
escondido antes su tesoro de sal fue cavada la fosa. Tiluca que ya
había perdido el conocimiento, fue sepultada en vida por sus
inflexibles verdugos, tal como lo mandaba la ley.

Por orden terminante de Pacha se guardó el más absoluto secreto


sobre el suplicio, no sólo para los padres de la víctima sino también
para toda la población.

Cuando amaneció aquel día, los padres de Tiluca vieron con dolorosa
sorpresa que el lecho de su hija estaba vacío. Salieron en su busca
por toda la aldea; pero nadie supo darles la más leve noticia. Locos
de pesar registraron todos los alrededores, pero con igual resultado.
EL MILAGRO DE LA SAL

Pasaron los días, y el dolor de los padres era más intenso. Perdida
toda esperanza para los dos viejos, y en el desvarío que les causaba
su dolor inconsolable, iban a sentarse día y noche al pie del árbol
favorito de la infortunada chiquilla y allí lloraban a su hija perdida,
costumbre que les hizo una triste manía.

Hasta que un día se produjo el milagro. El césped que sombreaba la


base del árbol comenzó a trasudar un líquido misterioso que, al
evaporarse con el calor del sol, dejó sobre la superficie una capa
blanca cristalizada. Era sal pura.

No se supo si los huesos de la desgraciada chiquilla, por el ansia


suprema de la muerta, sufrieron la mágica transformación, o si los
raudales de lágrimas, vertidos por sus padres, realizaron la maravilla.
Acaso fueron las dos causas. Pero, lo cierto es que los habitantes de
la aldea tuvieron desde aquel día una fuente preciosa de sal que les
sirvió para condimentar sus alimentos.

Más, ocurrió que un día la milagrosa fuente de sal desapareció. Los


habitantes acostumbrados a la exquisitez que tan caro había costado
a Tíluca, ya no pudieron prescindir de la sal y pidieron al jefe salir de
la aldea en pos de tan preciada substancia.

El jefe les negó el permiso rotundamente, pero, los pobladores, desde


los centinelas hasta el último niño, abandonaron la aldea formando
una larga caravana.

Llegaron al pueblo de Aten y allí supieron que en las tierras


altoperuanas se había desarrollado sucesos transcendentales. Los
dominadores extranjeros habían sido arrojados y las gentes
americanas vivían ya libres, bajo el amparo de una nueva patria.

* "Leyendas de mi tierra" de Antonio Díaz Villamil

Milagro de la Virgen de los Remedios


Ismael Sotomayor y Mogrovejo

En el año 1703, existía en esta ciudad una posada que se llamaba


Tambo de las Harinas. Era patrona aquí -por haber sido el local
mucho antes, hospital de pobres- la Virgen de los Remedios.

Como en posada toda, difícil hubiera sido la no engarsadura de un


garito de tipos de mala estampa, donde con cualquier pretexto y
entre copa y otra, se robaran sin contemplación, alguna, unos a
otros.

Asiduo concurrente a la mesa de juego era un tal Pizarro Cañizares,


natural de Copacabana, quien antes de emprender una partida,
rezaba a la Virgen del Tambo para que le hiciese jugar con buenos
resultados.

En una de esas "tenidas", Pizarro perdió partida tras partida hasta


quedar exhausto de mayores recursos y tan furioso se puso que,
saliendo del garito se enfrentó a la Virgen de Remedios e
increpándole como a una persona de su laya, acabó por asestarle una
puñalada en el rostro produciéndole enorme boquete en la imagen.

Como si alguien hubiese seguido impulsando al felón a maltratar a la


Madre de Dios, quiso inferir una segunda cuchillada al niño que entre
brazos de ésta estaba, pero, sorprendentemente una fuerza
sobrenatural, no le permitió porque uno de los brazos de la virgen
milagrosamente se había movido en protección al niño.

A la misma hora de lo que ocurría en el tambo cercano al convento de


San Francisco, una señora herida, con un pequeñin en brazos, estaba
presentándose en la portería del Hospital de Mujeres, en demanda de
curación.

Como las heridas eran de importancia, necesitaba de un tratamiento


serio, para lo que en el establecimiento cedieron a la señora una
cobacha o lecho separado donde le asistieron para curar las heridas.

Dejando en tranquilidad a la enferma, volvamos al tambo y a


Cañizares.

Cuando todos, por boca de éste, supieron lo de las puñaladas se


resistieron a darle crédito e importancia, insistiendo se dirigieron al
lugar donde debía estar la imagen, pero no la encontraron
advirtiendo que ella antes estaba pintada en la misma pared.

Averiguadas las cosas resultaba que se trataba de un milagro patente


de la Virgen de Remedios, porque cuando al siguiente día, el
asistente de turno fue a la cobacha de la enferma del hospital,
tampoco la encontró a pesar de que nadie la había visto dejar el
establecimiento.

Cuando las autoridades se apercibieron del hecho para sentar en acta


los esclarecimientos necesarios, dirigiéronse al Tambo de las Harinas;
la Virgen nuevamente se encontraba en su primitivo lugar, y al
parecer los boquetes dados con el puñal, habían desaparecido y ella
se encontraba como si nunca hubiera sido tocada.
Ante este milagro, se organizó una solemne procesión y nuestra
Madre de los Remedios fue triunfalmente conducida al templo de San
Juan de Dios, anexo al hospital (antiguo), en cuyo trono del altar
mayor, actualmente se la ve.

Origen del lago Titicaca


Cuéntase que, allá en los tiempos mitológicos, existía en las
profundidades del Océano Pacífico un suntuoso palacio de cristal de
roca que estaba rodeado de jardines y umbríos bosques.

En aquella encantadora morada, habitaba la dichosa "Icaca" hija de


Neptuno y de las aguas.

En aquellas noches de tempestad, cuando el Dios de los Mares,


Tridente, levantado agitaba las más temibles olas y Eolo
desencadenaba los furiosos vientos, la hermosísima Icaca,
abandonando su palacio submarino, subía a las rocas de una pequeña
isla y sentada allí contemplaba la borrasca con azules y divinos ojos,
pulsando su armoniosa lira, entonaba con mágico acento melodiosos
cantos.

Los habitantes del mar, asomaban sobre la superficie de las aguas, y


rodeando la islita escuchaban extasiados la divina música.

Así se hallaba Icaca en una de las ocasiones en que subió a la isla,


cuando una débil embarcación, zozobró quedando hecha en mil
pedazos.

Un hermoso joven, mil veces más bello que Narciso, pero de atléticas
formas, luchaba con vigorosos brazos contra las gigantescas olas.

La sensible Icaca se precipitó en el mar y algunos instantes después


volvió a la isla, llevando de la mano al joven "Tito", que admirando a
su heroica y bellísima salvadora, lleno de amor, de reconocimiento y
ternura, se atrevió a ofrecerle su corazón, que ella aceptó, dándole
en cambio, el suyo, porque también le amaba ya.

Todas las gracias giraron en torno de aquellos venturosos amantes;


el amor batió placentero sus alas y Venus, satisfecha sonrió con
deliciosa emoción en el Olimpo.

A la voz de Icaca, un millón de castores cargados de las más


preciosas maderas acudieron presurosos, construyeron una
habitación destinada a ser la morada de Tito.
Tres años pasaron de esta manera, pero Diana la diosa de la noche,
envidiosa de aquella felicidad que presenció por tanto tiempo, guio
una noche, hacia aquel sitio los pasos de Neptuno, quien vio de lejos
a los dos amantes, uno en brazos del otro.

Irritado el terrible dios de las aguas, lanzó en el espacio a Icaca y


Tito, ordenando a Eolo que sus furiosos vientos los arrebatasen muy
lejos de su imperio.

En breves instantes atravesaron la atmósfera por sobre las aguas del


Pacífico y la inmensa cadena occidental de los Andes, viniendo a caer
en el centro de la América del Sur en unas áridas y, extensas
llanuras, próximas a las faldas del Illimani y del Illampu.

Tito, que era mortal, se sofocó en las alturas del espacio que
atravesaron, Icaca inconsolable, quiso hacer en su corazón la tumba
de Tito.

Convirtió a éste en una colina y ella, deshaciéndose en llanto,


transformóse en un inmenso lago que rodeando las colinas y
haciendo de ella una isla, la abrigó en su seno.

Los nombres unidos de ambos desventurados amantes formaron el


"Titicaca", que tiene el lago y la isla.

Thunnupa
M. Rigoberto Paredes

Entre las leyendas místicas de los kollas existe la de un misterioso


personaje, a quién no le consideran un dios, pero le conceden la
facultad de hacer milagros. Le llaman Thunnupa, y dicen que vino del
norte acompañado de cinco discípulos, trayendo sobre sus hombros
una cruz grande de madera y que se presentó en el pueblo de
Carabuco, entonces residencia del célebre Makuri, el más famoso de
sus conquistadores y héroes legendarios, que ha sobrevivido en la
memoria colectiva de los pueblos, junto con otro igualmente notable,
aunque de tiempos relativamente posteriores, llamado Tacuilla. Esto
dos nombres son los únicos recitados en sus cantares y aún
mencionados confusamente por los indios viejos. La memoria de
estos caudillos y de sus hechos tienen de a desaparecer y pronto no
quedará huella de ellos.

Thunnupa, a quien se le da también los nombres de Tanapa, Tunapa,


Taapac, según los padres agustinos que escribieron sobre él, era un
hombre venerable en su presencia, zarco barbado, destocado y
vestido de cuxma, sobrio, enemigo de la chicha y de la poligamia.
Reconvino a Makuri por las devastaciones que hacía en los pueblos
enemigos, por su sed de conquistas y su crueldad con los vencidos,
pero éste no hizo aprecio de sus palabras, y lo más que pudo fue
permitirle residir en sus vastos dominios sin molestarlo. Makuri era
demasiado poderoso y soberbio para darle importancia. La presencia
de Thunnupa parece que a los únicos que tenía preocupados era a los
sacerdotes y brujos de su imperio, quienes le hicieron guerra
encarnizada sin perder ocasión para denigrarle.

Thunnupa se dirigió al pueblo de los sucasucas, hoy Sicasica, donde


les predicó sus doctrinas. Los indios alarmados de sus enseñanzas,
comenzaron a hostilizarle y, por último, prendieron fuego a la paja en
la que dormía; logrando salvar del incendio regresó a Carabuco. Aquí
las circunstancias habían vanado durante su ausencia, debido a uno
de sus discípulos, llamado Kolke Huaynakha, que enamora¬do de
Khanahuara, hija de Makuri, logró persuadirla para que se convirtiese
a las doctrinas de su maestro y cuando éste regresó hizo que la
bautizara. Sabedor el padre de lo que había ocurrido con su hija,
ordenó que Thunnupa y sus discípulos fuesen apresados. A los
discípulos los hizo martirizar y como Thunnupa, le reprochase de esa
crueldad, lo atormentaron hasta dejarlo examine, "hecharon el
cuerpo bendita en una balsa de junco o totora, dice el P. Calancha, y
lo arrojaron en la gran laguna dicha (el Titicaca) y sirviéndole las
aguas mansas de remeros y los blandos vientos de piloto, navegó con
tan gran velocidad que dejó con admiración espantada a los mismos
que lo mataron sin piedad; y crecióles el espanto porque no tiene casi
corriente la laguna y entonces ninguno... Llegó la balsa con el rico
tesoro a la playa de Cochamarca, donde ahora es el Desaguadero. Y
es muy acentuada en la tradición de los indios, que la misma balsa
rompiendo la tierra, abrió el desaguadero porque antes nunca le tuvo
y desde entonces corre y sobre las aguas que por allí encaminó se fue
el santo cuerpo hasta el pueblo de Aullagas muchas leguas distante
de Chucuito y Titicaca hacia a la costa de Arica". A este mismo
personaje, vuelto en sí se le hace peregrinar en las tradiciones
indígenas por Carangas donde vivió junto a un cerro que lleva su
nombre, entre los Calchaquíes, Chuquisaca y Paraguay.

La cruz que había traído dicen que trataron de destruirla, sin poder
lograr su objetivo, ni con la acción de los golpes que entonces la
quisieron echar al agua y como no se sumergiese al fondo, la
enterraron en un pozo de donde la extrajeron en 1569.

A Thunnupa se le ha confundido con Huirakhocha, y aún con Pacha


Achachi, sin embargo de ser distintas las leyendas que rodean a cada
uno de estos personajes, y de ser completamente diferentes los mitos
que representan y la esfera de acción en que se desenvuelven.
Uniforme, con ligeras variantes en los detalles: es la tradición que
hace surgir a Huirakhocha del lago Titicaca, y marchar hacia el norte,
hasta desaparecer en Puerto Viejo; en cambio, a Thunnupa se le hace
descender del norte hacia el pueblo de Carabuco, que está en la
ribera oriental del Titicaca, y después, caminar hacia el sud y el
oeste.

Es un afán manifiesto en varios cronistas, el acumular en una sola


creación mítica, todos los nombres de la variada teogonía indígena;
particularmente con Huirakhocha se ha hecho esa aglomeración, en
una forma en que, si a ello se diera entero asentimiento, resultaría
que los primitivos pueblos de esta parte del continente americano, no
tuvieron sino una divinidad, que fue Huirakhocha¡ puesto que a él
también se le llama Kon, Ekhakho, Thunnupa, Pachacamak,
Pachayachachis, etc., etc.

Rastreando con algún cuidado los restos de tradiciones que aún


quedan comparándolos con los relatos de los cronistas, se comprende
que la conquista española sobrevino cuando los incas hacían un
esfuerzo de identificación y fusión de los dioses de los pueblos
conquistados con los suyos propios y que los españoles, lejos de
separar-los, los confundieron más, guiados por los prejuicios
religiosos de encontrar la concepción del misterio de la Trinidad en los
nombres de Con, Tisi, Huirakhocha, y la obra del diablo en otros
llegando así a convertir el politeísmo indígena, en imitación borrosa
de la religión católica y a embarullar y confundir en la mente de los
indios sus divinidades con las cristianas, Huirakhocha, Ekhakho y
Thunnupa son los que más han sufrido las consecuencias de este
sistema, el cual se ha tratado de evitar en lo posible en los presentes
estudios.

Algunos creen que Thunnupa fue el apóstol San Bartolomé, otros,


Santo Tomás. Felipe Guarnan Poma de Ayala manifiesta en su
interesante obra: "El Primer Nueva Corónica y Buen Gobierno" que ha
sido San Bartolomé, que primero llegó al pueblo de Cacha donde los
indios lo recibieron mal, quisieron matarlo y echarlo y habiendo
descendido fuego del cielo, los convirtió. Que de aquí se vino con un
indio natural de Carabuco llamado Anti, que después de bautizado se
llamó Antihuirakhocha, a este pueblo, en el que habitó en una cueva;
que el Indio hechicero que vivía en la misma cueva, notó que el
diablo que le inspiraba había enmudecido, siendo inútiles los
sacrificios que le ofrecían, hasta que en sueños le reveló que por
ninguna vía ni manera podía entrar en este sitio. Entonces fue en
busca del Santo, quien le dijo que tornárase a su cueva a hablar con
su ídolo. Una vez allí le dijo el demonio que el hombre que había
llegado podía más que él. Arrepentido el hechicero se rindió al
Apóstol, le besó las manos y los pies, le pidió misericordia y le
bautizó. El Santo le dejó la cruz, que más tarde fue hallada.
Esta relación se halla corroborada respecto a que San Bartolomé fue
el que aportó a Carabuco, por la tradición conservada en el pueblo,
que señala el cerro en que vivió el Santo, o, que hoy mismo se llama
de "San Bartolomé" y de ser este después de la cruz el patrono del
pueblo, siendo el 24 de agosto día dedicado al Santo celebrado con
mucha solemnidad. Más antes existía en el cerro una capilla que se
ha destruido por la acción del tiempo y una vertiente que se ha
secado.

El texto contiene una ilustración, en la que se halla representado el


Santo en actitud de bendecir al indio que está arrodillado a sus pies
implorándole ansioso y contento. En el centro ostenta una cruz, con
la inspiración de inri en la parte superior.

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